Basualdo Sebastian - Cuando Te Vi Caer
Basualdo Sebastian - Cuando Te Vi Caer
Basualdo Sebastian - Cuando Te Vi Caer
¿ ) BA JO LA LU N A
Fon»; Valentina KrKix»
CUAN DO TE VI CAER
BAJO LALUNA
Basualdo, Sebastián
Cuando te vi caer - la ed. - Buenos Aires: Bajo La Luna, 2008.
176 p.-, 2 1,5 x 13,5 cm.
ISB N 9 7 8 - 9 8 7 - 9 1 0 8 - 5 7 - 4
ISBN 9 7 8 -9 8 7 -9 10 8 -5 7 -4
•í
Pero antes, Francisco y yo caminaremos lentamente hasta
llegar a una claraboya de vidrio que había en el centro de lo
que nosotros llamábamos la terraza. En rigor no lo era; todo
parecía indicar que el proyecto original del propietario de la
casa, el señor Botbol, fue construir un edificio de no más de
tres o cuatro pisos. Malogrado el proyecto, lo que debió ser
el garaje se convirtió en un depósito para su mercadería
(fabricaba tapitas de plástico de todos los tamaños y colores)
y así fue como en el techo de ese galpón, al fondo, se termi
nó edificando una casa cuya particularidad estribaba en
poseer un patio delantero enorme y cómodo si no fuera por
que en el centro había una claraboya de techo de vidrio a dos
aguas, extremadamente peligrosa hasta el día que Francisco
soldó unos fierros de protección.
Muchas veces debía esperar toda una semana para que los
obreros me devolvieran la pelota que yo deliberadamente
arrojaba con el solo fin de observar el interior de ese galpón
lúgubre donde reinaba la oscuridad con sus cientos de bol
sas apiladas. El galpón me fascinaba, como toda cosa prohi
bida. Los obreros eran bastante indulgentes conmigo; me
permitían acceder hasta donde agonizaba la luz, ni un paso
más, es decir dos o tres metros después de la persiana metá
lica que daba a la calle.
El señor Botbol, que los sábados por la mañana solía to
mar un café con mi madre mientras se descargaban los ca
miones, complaciente con mi pedido, se asomaba por la cla
raboya y gritaba:
— ¡Ernesto!
Y desde las entrañas húmedas del galpón retumbaba:
— ¡Al hijo del inquilino se le cayó la pelota!
Y entonces, Ernesto, el capataz, me abría la puerta del
galpón, sonriendo. Pero eso fue al principio, cuando no
hacía mucho que vivíamos en Villa del Parque. Si lo mencio
no es porque recién ahora comprendo cuán íntimamente
enlazados estuvimos por medio de la violencia, lo que hici
mos sin saber que lo estábamos haciendo juntos, lo que fue
para mí ese galpón y lo que significaba para Francisco.
Muchos meses después de aquella última Navidad, la
mañana misma en que descubrí que mi madre lo engañaba,
tenía yo que recordar nada más que lo brutal de ese mom en
to: un hombre desencajado disparándole a un espectro que
fuera a su vez su propia sombra, el negro metal del revólver
reverberando sobre las gotas de sudor que le arrancaban todo
vestigio de inocencia a su sonrisa. Para sorpresa de todos,
Francisco no disparó hacia el cielo sino al galpón: dos dispa
ros breves, secos, al corazón mismo de la oscuridad. Luego,
mientras el silencio sangraba, puso el revólver entre mis
manos, corrigió la postura y me dijo al oído:
— Pensá en alguien que odies.
Disparé y regresamos a la mesa junto al abuelo y el tío
Migliano, que aplaudía diciendo:
— ¡Bravo, bravo!
Seguramente con el propósito de aflojar la tensión del
ambiente.
— Valiente el pibe, valiente.
Y comentando la grata sorpresa que se llevaría el señor
Botbol al encontrar las bolsas desechas, nos sirvió sidra a los
dos. C om o nadie dijo nada, levantó su copa y agregó que las
mujeres se habían ofendido. -
— Mucho — dijo Francisco.
El tío Migliano dijo que sí, efectivamente, era mucho; y
estirando el cuello, bebió de un trago la mitad de lo que me
había servido. Brindamos.
Fue en ese momento cuando mi madre dijo:
— Lautaro, vení a abrir tus regalos.
No recuerdo lo que me regalaron ese año. Paula, mi abue
la, no hacía obsequios fuera de los cumpleaños. La Navidad
para ella era una obligación irrisoria; creía menos en Dios
que en la familias congregadas para celebrar el nacimiento de
su hijo y no tenía ningún prurito en manifestarlo cada vez
que se le brindaba la oportunidad. Eso sí: se encargaba una
buena cantidad de whiskys paganos y por dos o tres horas
podías verla bailar tan enérgica como una bacante en una
celebración dionisíaca. Cuando se cansaba, saludaba a quie
nes pudieran verla y se acostaba a dormir. Al otro día era la
primera en levantarse: se preparaba el mate amargo, se sen
taba en una reposera junto a los jazmines del cabo y fuma
ba, fresca y silenciosa, sus prohibidos cigarrillos.
En cuanto a mi abuela Luisa, tengo que decir que sus rega
los siempre resultaban anacrónicos. Puedo asegurar que jamás
supo mi edad ni creo que le importara en lo más mínimo.
Necesito aclarar algo: nunca valoré un regalo por lo que cos
tara, pero un niño intuye si se pensó en él o, si por el contra
rio, se priorizó la urgencia de llevar algo, el no llegar a la casa
con las manos vacías; un niño intuye con una lucidez aplas
tante si el dinero siempre escaso, huraño, difícil, se evaporó en
las manos de un vendedor cuyo color de ojos no se recuerda
nunca debido al apuro. Nadie debería regalarle nada a un
niño que no esté envuelto en un grueso papel de colores
maravillosos. Recuerdo muy pocos regalos; pero aún dura en
mí la aspereza de todos aquellos papeles y lo mucho que siem
pre me costó romperlos en pedazos, lo que quise y a todo lo
que renuncié en el momento exacto de levantar un paquete.
Lo demás es accesorio. Poco importa la cantidad de dinero
que se gaste, lo importante, lo que verdaderamente importa,
es demostrarle a la persona que se ha pensado en ella, y eso
exige tiempo, no dinero, un tiempo que a veces no estamos
dispuestos a sacrificar porque olvidamos que momentos co
mo esos son los que colman cualquier infancia.
Luisa debía creerse obligada a traerme algo, todas cosas
inútiles por otra parte, difíciles incluso de justificar ante la
mirada despectiva de un jovencito que ya tenía novia. Lo
que ella debió ignorar siempre era que a mí me importaba
muy poco su regalo; si me fascinaba verla en casa, aunque
sólo fuera para Navidad, era porque a tres o cuatro metros
de distancia se encontraba mi Caballero Rojo. Se llamaba
Juan Francisco Martoy. Era robusto, de enigmáticos ojos
verdes y nariz golpeada y gruesa como la de un púgil que
renunció a parecerse a sí mismo y con los años se acostum
bró a que la prom inente calvicie le diera un vago e injustifi
cado aspecto monacal. Tenía manos pesadas y anchas. Pre
fería sonreír a las palabras breves y luminosas. En las conta
das ocasiones en las que nos dejaron solos, lo que menos
hacíamos era hablar con palabras. Utilizábamos el lenguaje
de los cuerpos:
— ¿Un poco de boxeo, pibe? — me preguntaba con una
sonrisa socarrona.
Diez m inutos eran suficientes para que los dos saliéramos
igualmente reconfortados. Al rato, absoluta y naturalmente,
yo dejaba de existir para él. Adm iré a mi abuelo profunda
mente y lo quise en el más absoluto de los silencios. Lo res
petaba de una manera exagerada en relación a estos tiempos
que corren, donde la exageración y el respeto no dejan de ser
otro grave síntoma de frivolidad. De su vida conocí muy
poco, casi nada, pero lo que supe, lo que todavía sé hasta hoy
y no ha cambiado, es que mi abuelo fue El Caballero Rojo:
un hábil luchador de Titanes en el Ring.
Falleció unos días después de Navidad. No me perm itie
ron ir al velorio; dijeron que me causaría un dolor innecesa
rio. Lloré y rogué pero no sirvió de nada. Quizá tuvieran
razón. Lo que ellos no sabían ni podían imaginar era que yo
no deseaba otra cosa que pedir perdón por lo que había
hecho. Tenía la sensación de que se había cometido un ase
sinato, y había un solo culpable.
Recuerdo lo que mi abuela Luisa le dijo a mi madre cuan
do llegaron del cementerio.
— Juan estaba terriblemente angustiado. Yo no le dije a
mi hijo que su padre lloró. Él no quiso defender a Julián,
todo lo contrario, pero era Navidad, Cora, una fiesta de
familia... No entiendo, te juro que no entiendo lo que le
pasó por la mente a Francisco. Yo le dije a Juan que tenía que
hablar con su hijo, que no podía ser que siguieran disgusta
dos. Discutimos muy fuerte. Al rato me fui a la cocina y pre
paré el almuerzo. No quiso comer nada. Volvimos a discutir.
Juan se fue a acostar y yo me fui a la casa de Pochi a jugar a
las cartas. Cuando regresé y lo vi ahí...
Muerto. Esa es la palabra que nadie se atrevió a pronun
ciar nunca. La imposibilidad de Luisa las ligó a un silencio
difícil y oscuro, luego sobrevino un llanto profundo y yo no
fui capaz de quedarme detrás de la puerta del dormitorio.
Nunca lloramos lo suficiente a las personas que nos han
dado todo. Esa es la última deuda que los muertos saldan
por nosotros. Pasaron varios días hasta que comprendí lo
que Luisa le había querido confesar a Francisco por medio
de mi madre: aquel hombre grandote, de manos sólidas y
sonrisa afable, murió sin entender por qué razón su hijo, por
el que tenía una predilección especial, un orgullo firme, fres
co y perdurable como el mármol debido a su participación
en la guerra de las Malvinas, en el que exaltaba el valor por
asumir un destino, su hijo, la luz de sus ojos como dijo Luisa
aquella tarde desconsolada de silencios y explicaciones vanas,
su propia sangre, lo había echado de su casa la noche de Na
vidad...
¿Cómo llegué a esto? ¿Qué deuda creo estar saldando?
Sucedió mientras saludaban a los vecinos. Para entonces
la música ya se había enredado entre las piernas de las muje
res, y el ambiente renovado y festivo era una demostración
de lo que son capaces de hacer cuando lo creen necesario.
Nadie era ya el que había sido durante la cena. Supongo que
los regalos fueron una fuerte influencia, por no decir un
interés común: las botas para mi madre («Son de cuero bue
no, Cora», recuerdo que le dijo Francisco apenas la vio son
reír), soleros de colores claros y ambiguos para mis abuelas,
el par de aros enchapados en oro para mi tía M irta... Así fue
ron siempre las fiestas; el árbol de Navidad era apenas la
sombra desganada de un icono de plástico y había rutinas:
saludar a los vecinos después de las doce de la noche.
Bajaríamos todos, excepto mi abuelo.
— Yo me quedo, vayan ustedes tranquilos — fue lo que le
dijo a Luisa, que motivada por la curiosidad más que por
necesidades afectivas no insistió demasiado.
El recorrido podía abarcar toda la vereda o apenas unas
casas. Dependía de si la gente se quedaba o no en el barrio.
— Doña Blanca se ha ido a pasar las fiestas a la casa de su
hija — fue lo que le dijo finalmente mi madre a Paula cuan
do ya éramos los últimos entrando en la casa de los En-
ríquez.
Cuando cerré la puerta alguien me gritó que no, que por
favor la dejara abierta. Los gritos comenzaron a fugarse deses
peradamente. Éramos muchos. Parecía increíble que pudiera
caber tanta euforia en un lugar tan pequeño. Recuerdo una
pareja: Alfonso y su novia, el hijo mayor de los Enríquez; bai
laban pero no seguían el ritmo de la música. Eran buena
gente. Ricardo Enríquez tenía el mismo oficio que Francisco,
sin envidias. Los muchachos, como su padre los llamaba, no
tenían oficio pero sí novias nubiles que se dedicaban a cebar
mate mientras cuatro manos convergían isócronamente
durante incansables horas para mejorar lo inmejorable de un
Torino.
Me acerqué a la mesa: comida en abundancia y de todas
las estaciones del año; botellas vacías y vasos con lápiz labial
sobre sus bordes, una vela roja sobre el mantel salpicado y
una considerable variedad de corchos exhaustos.
Mi madre estaba sentada junto a Francisco, que a su vez
conversaba con Esteban. En realidad Francisco solamente
escuchaba, o eso parecía, mientras el menor de los Enríquez
gesticulaba y hacía maniobras imposibles con sus brazos. Ni
bien me paré junto a mi madre, Esteban detuvo bruscamen
te su relato, y, mirándome a los ojos, concluyó:
— Al final me di cuenta: era el carburador.
Mi madre me miró. Tenía en la mano un vaso y en la
otra, con la palma extendida y hacia arriba, un paquete a
medio abrir.
— ¿Y eso? — pregunté. Me miró otra vez, sonrió, y dijo
que sí con la cabeza— ¿Qué es eso? — y señalé con el dedo.
Cuando por fin advirtió mi pregunta, acercó su boca a mi
oído. No fue el movimiento enfático lo que me alejó de ella,
sino su aliento fuerte, agrio. Dijo:
— Un regalo de la señora de Enríquez.
— Ah...
— Sí.
— ¿Y qué es? — insistí— : ¿Qué te regaló la señora?
Levantó unos centímetros el paquete, lo miró detenida
mente y lo estrujó diciendo:
— Una bombacha rosa.
No supe qué decir. Miré a mi alrededor: las luces se des
vanecieron lentamente sobre una canción antigua que cono
cía por mi madre... Put y o n r h ead on m y shoulder, de Paul
Anka; porque ella escuchaba ese tipo de canciones cuando
limpiaba. Corrieron la mesa hacia un costado: el living se
convirtió en un trilladera de piernas y miradas pecaminosas.
El ambiente se tornaría tan pegajoso que lo mejor que podía
hacer era irme, escapar. La miré: no podía evitar moverse. La
música siempre la atrajo.
— Me voy a casa — le dije.
— ¿Qué?
— Que me voy a casa.
— Está bien, andá.
Dejaré a mi madre balanceándose como un péndulo: mal
augurio. Siempre detesté que bailara. Sólo busca que la
miren, y lo logra, no sé cómo, pero lo logra siempre.
El viento había cambiado. La luna, distante y a la vez con
templativa, era una brújula para los que habían perdido el ca
mino verdadero. Los chicos insomnes, mientras sus padres se
embrutecían de nocturnidad y alcohol, acomodaban botellas
vacías en el medio de la calle y encendían sus cañitas volado
ras. Los menos osados, porque los otros, en cambio, reventa
ban petardos sobre los portones de las casas y luego corrían
despavoridos pero orgullosos de que Villa del Parque queda
ra vibrando como una copa de vino sobre un piano desafina
do. Oí, a lo lejos, la sirena de una ambulancia. Abrí la puer
ta de mi casa sin necesitar la llave. Mañana, si llega a faltar
algo, se van a acusar unos a otros, pensé; casi en el mismo ins
tante en que vi a mi tío Migliano: estaba por bajar el último
escalón que le permitiría llegar al descanso de la escalera.
Apenas se sostenía del pasamanos. Cuando por fin apoyó los
pies sobre el descanso, levantó la cabeza y se quedó mirándo
me con una desconsolada actitud de entrega. Tenía que ayu
darlo. El tío Migliano estaba tan ebrio que, por hábil que
fuera, no lograría nunca realizar la hazaña — bajar otro esca
lón— sin partirse, por lo menos, la nariz. Pero eso no lo
pensé hasta que intenté encender la luz y me atravesó su voz,
mejor dicho: el modo en que me pidió que por favor no la
encendiera. Me asusté. Aquella voz no era la suya. Pero si era,
entonces la había perdido hacía ya muchos años. Era la voz
sibilante de un niño metida en el cuerpo de mi tío Migliano.
Abrí aún más la puerta y la luz lunar trepó como agua diáfa
na por la escalera hasta encender la expresión difícil de su ros
tro: sonreía. Debo decir que terminó de bajar la escalera
lenta, trabajosamente, pero no como quien bebió de más e
intenta disimularlo, sino como quien carga una tabla rasa
sobre su espalda y lo único que desea es bajar de un modo
decoroso y sin aspavientos.
— Lo ayudo, tío — recuerdo que le dije.
— ¿Dónde está Mirta? — preguntó, y apoyó rápidamente
una mano sobre mi hombro.
M i tío Migliano, pobre hombre en sueños, guitarrista lu
nático, borracho melancólico, me hizo esa pregunta sonrien
do constantemente. Comprendí que algo andaba mal: si él no
había bajado con nosotros, si en ningún momento había esta
do en la casa... Recién cuando me apretó con fuerza el hom
bro, le dije tan rencoroso:
— Están en la casa de los Enríquez.
Subí la escalera y lo primero que vi debajo del cielo fresco
como un mural recién trabajado fue a mi abuelo. Estaba
recostado sobre el respaldo de la silla con los brazos cruzados
y el mentón caído hacia abajo: dormía. Sobre la mesa relucía
una copa vacía y un plato con una porción de pan dulce.
Antes de entrar en el baño, me pareció ver que una sombra
cruzaba rápidamente el pasillo. La puerta estaba abierta...
Entré: eso estaba ahí. Pensé que no iban a creerme y decidí
encerrarme hasta que llegaran: tenían que verlo con sus pro
pios ojos. Me asomé por la ventanita; abrí la celosía y lo vi a
mi abuelo, seguía durmiendo, imperturbable. El respaldo de
la silla no lograba abarcar la elocuencia de su espalda. No se
me ocurrió despertarlo. ¿Qué hubiera hecho? Evitar todo lo
que sucedió, sin duda. Me hubiese hablado largamente sobre
la enfermedad del tío Migliano con el tono y la cautela de
quien sabe dirigirse a una mente inferior y peligrosa; a un
jovencito que de tanto vivir entre adultos aprendió a interpre-
tar los códigos, a completar las frases y a simular como un
gran actor un sueño repentino para escuchar una conversación
sin que nadie lo perturbe o desconfíe. Yo tenía esa edad en la
que se cree saber todo, y actué de un modo irresponsable.
Había que callar, pero no por mi tío, no justamente por ese
hombre delgado, alto y de rasgos gruesos que usaba el cabello
muy corto — incluso después de renunciar a la policía— , y
cuyas tempranas canas contrastaban demasiado con su mane
ra de ser. Porque Julián Migliano no toleraba una conversa
ción seria por más de quince minutos: se aburría rápido.
Recuerdo que había ocasiones en las que se lo encontraba
exultante, optimista, sin ningún motivo aparente, y entonces
contaba anécdotas fantásticas que carecían de importancia.
Otras veces nos recibía en pijama y almorzaba sin dirigir
nos la palabra, absorto frente a la pantalla de televisión. Al
cabo del almuerzo, desaparecía súbitamente: se acostaba a
dormir la siesta. Si estaba de buen humor, rasgaba la guitarra
y cantaba durante horas. Una de sus canciones preferidas: El
témpano. Recuerdo de qué modo pretendía imitar la cadencia
de Baglietto, con qué abnegada admiración enfatizaba esa
estrofa que dice: «Me pego un tiro con una palabra que algu
na vez me fue tan transparente». Cantaba bien y era realmen
te bueno con la guitarra. A los veinte años debió parecer un
hombre de talento y lleno de futuro; seguramente inspiró un
desmedido amor a las muchachas del barrio y más de una
habrá sentido el despecho de no ser correspondida. Pero con
el tiempo aquel joven dueño de un gran potencial artístico se
fue gastando hasta convertirse en lo que había sido siempre
debajo de ese mismo potencial: un inútil que sabía tocar la
guitarra y nada más.
— Es tan inútil que ni siquiera para la policía sirvió — re
petía Francisco en la época que lo tomó de ayudante.
Un domingo, al cabo del almuerzo, levantó una copa de
vino y la hizo sonar con una cucharita para comunicarnos a
todos que estábamos en presencia de un hombre libre: son
riendo dijo que había pedido la baja en la policía y estaba
decidido a aprender un oficio. Nadie habló ni se movió.
Sabían que mentía. Había una razón por la cual nunca dura
ría en ningún empleo ni aprendería oficio alguno: del lugar al
que fuera, necesitaba llevarse un souvenir. Mientras fue poli
cía era habitual ir a la casa y encontrar grandes cantidades de
bolsas de caramelos y otras cosas por el estilo, todas nimieda
des del calibre de sus aspiraciones. Justificaba su botín con
una frase m uy recurrente y no menos desalentadora:
— Lindo operativo, che, mirá lo que nos regaló.
Cuando los operativos se terminaron, a mi tío ya no le fue
tan fácil justificarse.
Recuerdo la vez que me pidió que lo acompañara al alma
cén; hacía calor y temían que se terminaran las cervezas antes
de que estuviera listo el asado. Cruzábamos la plaza cuando
se me ocurrió pedirle que me llevara a la calesita. Supuse que
diría que ya estaba grande para ese tipo de juegos, y, sin
embargo, aceptó pagar dos vueltas. El problema llegó cuando
quise una tercera.
— La última — dijo.
Pero ahora quería algo a cambio: la sortija. Amenazó con
dejarme ahí mismo y decirle a mi madre que me había esca
pado si no lograba sacarla. Recuerdo perfectamente de qué
manera espantosa sufrí aquellas interminables vueltas: no dis
fruté la música ni la repetición de las caras (mi tío sacudía
violentamente la cabeza cada vez que lo miraba), incluso tuve
que renunciar al caballo, y, sujetándome del fierro y en pun
tas de pie, estiré el brazo todo lo posible mientras recitaba un
por favor para mis adentros. El hombre que manipulaba la
sortija debió darse cuenta de mi desesperación y me dejó atra
par la última. No la gané, es cierto; pero me había ganado el
derecho a volver a casa. Cuando por fin se detuvo la calesita
le llevé la sortija a mi tío. Me besó en la frente y dijo que ade
más de esa vuelta que me había ganado, compraría cinco
boletos más. Mientras él cumplía con su promesa, yo monté
a Pluto. Al rato, un señor con bigote grueso y oscuro, me
pidió la sortija. Le dije que se la había dado a mi tío.
— ¿Y dónde está tu tío?
Le respondí que estaba comprando los boletos. Me miró de
un modo extraño y bajó de la calesita. Al cabo de unos segun
dos, el señor que retiraba los boletos regresó. Detrás venía mi
tío.
— ¿Dónde metiste la sortija?
No supe qué decir.
— ¿Dónde la metiste, Lautaro?
Lo miraba. •
— ¿No sabés que hay que devolvérsela al señor?
Gritó:
— ¡Dame la sortija!
— No la tengo.
— ¿Cómo que no la tiene? — preguntó el señor con bigote.
Me puse muy nervioso cuando me bajó de Pluto. Todavía
estaba agachado, revisándome los bolsillos, cuando gritó:
— ¡Ahora voy a tener que llevarte preso!
Poniéndose de pie le guiñó un ojo al señor e hizo el movi
miento de buscar la billetera. Y lo hizo; sólo que el movimien
to fue lo suficientemente enfático como para que todo el
mundo fuera capaz de apreciar la pistola que siempre llevaba
a la altura de los riñones. Abrió la billetera y en voz m uy baja,
dijo:
— Bueno, dígame: ¿cuánto cuesta la sortija?
No sé cuánto pagó por la sortija, pero lo que sí sé es que
mientras regresábamos a casa la sacó del bolsillo de su cam
pera y la miró largamente como si se tratara de un artefacto
complicado. Luego me acarició el pelo diciendo que él me
quería como si yo fuera su propio hijo y que nuca se olvida
ría del regalo que le había hecho. Como yo sabía guardar un
secreto me regaló dos pesos. Siempre había soñado con una
sortija, gracias a mí ahora la tenía. Así era el tío Migliano.
Con los años se fue apaciguando, es cierto, las cosas peque
ñas ya no le interesaban. Pasó de ser un deptóm ano inofen
sivo a convertirse en un ladrón irracional. Ya no quería el
cenicero del bar, ni le hacía feliz el tenedor de la mesa de un
amigo (o familiar), ni mucho menos su encendedor; le im
portaba poco el portalámparas del palier de un departamen
to o la vela encendida de una iglesia; no ansiaba ya la paten
te de un automóvil cuyos primeros números había jugado sin
suerte a la lotería, ni la identificación del conductor de un
taxi, ni mucho menos agenciarse (cuando era policía viajaba
gratis en colectivo) otro martillito para su colección titulada:
«En caso de emergencia rompa el vidrio». Había perdido el
interés por los ejemplares gratuitos de la agencia inmobilia
ria, y otra tijera de la peluquería debía resultarle muy arries
gado. Cambió radicalmente. Uno entraba en su casa dispues
to a encontrarse con las cosas más absurdas: un semáforo, por
ejemplo. A l parecer, lo había encontrado en el interior de un
volquete frente a una obra en construcción. Aquel semáforo
irradiaba una verdad vergonzosa en el interior del living; pero
lo único que parecía preocuparle a mi tío era lograr que los
tres colores se iluminaran. Aquella oportunidad la recuerdo
bien porque fuimos todos a su casa luego de que M irta llama
ra por teléfono. M irta lloraba y Francisco tuvo que amenazar
lo con una denuncia a la Municipalidad. Regresó el semáfo
ro, no le quedó otro remedio; pero siguió creciendo, perfec
cionándose silenciosamente.
Unos meses más tarde, en una cena, comentó al pasar que
había comprado una casita en el Tigre y esperaba que el fin
de semana entrante fuéramos todos a comer un asado. Al
principio no lo tomaron en serio y hacían bromas. Cuando
Migliano comenzó a dar descripciones precisas del lugar y mi
tía confesó no saber nada del asunto (muy improbable), deci
dieron seguirle la corriente para comprobar hasta dónde era
capaz de estirar una mentira. Más tarde yo sabría que nadie
se atrevió a preguntarle cómo había conseguido la casa en la
isla del Tigre por temor a arruinar un plan que acababa de
nacer de las miradas.
Durante la semana Francisco habló por teléfono todas las
noches con su hermana para preguntarle si había logrado ave
riguar algo. Estaba convencido de que antes del domingo
Migliano se sentiría acorralado y eso le haría recapacitar y
aceptar, primero a su mujer, luego al resto de la familia, que
necesitaba urgentemente un tratamiento psicológico.
Cuando llegó el viernes supimos que M irta no había podi
do averiguar nada. Incluso parecía segura ella también de que
había una isla en el Tigre que les pertenecía casi por derecho
divino y estaba ansiosa por conocerla. Es extraño, nunca tuvi
mos familiares por esa zona, no podía haber sucesiones ni
herencias de ningún tipo. Francisco llegó a preguntarse cuál
de los dos estaría más enfermo.
— Lo sabremos el domingo — concluyó.
El domingo, bien temprano, fuimos a buscar a mis tíos.
Tenían la alegría propia de quien realmente se ha comprado
una casa en el Tigre y desea estrenarla con los seres que más
quiere. Durante el viaje no se habló de otra cosa que de la
casa y del dinero que había que invertir para una muralla de
contención porque, según Migliano, el agua se adueñaba
cada vez más rápido de la tierra. También se habló de una
fiesta. En un momento dado, M irta comentó que había que
contratar un sereno permanente para evitar el robo de los
materiales. Al oír eso, Francisco la miró por el espejo retrovi
sor. Supongo que ya no podía discernir de qué lado de la rea
lidad se encontraba su hermana. Nadie podía asegurar que
estuviera fingiendo. Llegamos al Tigre; la lancha nos dejó en
el Museo Sarmiento. Luego de un largo camino anegado por
la incertidumbre, dimos por fin con la casa. El tío Migliano
no mentía; la casa existía y era exactamente como él la había
descrito. Sólo que, si bien comimos un asado y pasamos un
día maravilloso al aire libre, al caer la tarde se acercaron tres
hombres en una lancha y armados con escopetas nos ordena
ron que dejáramos todo como estaba y nos fuéramos inme
diatamente. Creo que no nos hicieron nada porque notaron
que éramos una familia de irresponsables con una canastita
de mimbre y nada más.
Y ahora me pregunto, abuelo, si usted hubiera sido capaz
de perdonarme. No sabía que las palabras son como dagas
que se alimentan de sangre y que para que los demás edifi
quen su vida como pueden, otros deben callar, y es recípro
co. No lo sabía, lo sé hoy, pero ya es tarde. Perdí la noción del
tiempo dentro del baño. Cuando oí los pasos en la escalera,
me asomé por la ventanita y vi a mi madre: subió el último
escalón, dejando caer la falda de su vestido largo con la pres
teza ambigua de una mujer de la época victoriana. Francisco
venía detrás, sonriendo. Esperé unos segundos, luego abrí la
puerta.
— ¿Qué pasa?
— M irá — dije.
Y señalando su espejo de mano, que estaba apoyado en el
borde del lavatorio, disparé a quemarropa:
— Alguien se olvidó esto. -
Sin decir nada, mi madre intentó acercar la mano temblo
rosa al espejo. Sólo lo intentó. Me miró a los ojos (el labio
inferior vibraba debajo de sus dientes manchados) y se llevó
una mano a la frente y otra al abdomen.
No le creí a mi madre, no le creí hasta que dijo:
— Decile a tu padre que venga.
Fui a la terraza. El Caballero Rojo dormía, abrigado por la
noche. Francisco no estaba. Regresé al baño y lo vi parado en
el mismo lugar donde había dejado a mi madre, que ahora
lloraba sentada en el borde de la bañera. Francisco rozó ape-
Ji
ñas un dedo húmedo sobre el polvo blanco y lo llevó a la
punta de su lengua. Luego se limpió la saliva con el pantalón
nuevo.
— ¡Andate! — me gritó.
Aunque no me lo dijera nunca, yo sé que siempre me cul
paría por lo que tuvo que hacer. Mi madre, mientras yo cerra
ba la puerta, le dijo:
— Estamos criando a un chico, no podemos permitir esto,
Francisco. No podemos.
La verdad y la sinceridad cargan con el reflejo de la cruel
dad y la sospecha. Todo lo que no se nombra, no existe; pero
ahora que existía, puesto que yo lo había visto, mi sola pre
sencia exigía que se pregonara con el ejemplo. Si yo no hubie
ra encontrado la cocaína no habría sucedido nada. Francisco
se vio forzado a reivindicar a su familia echando a todos, no
porque Migliano fuera un drogadicto sino porque yo lo había
descubierto. Fue un verdadero caos: entre llantos, insultos y
forcejeos, mi tío Migliano resbalaba entre los gritos como una
vocal abierta. Siempre un descuido estropea las cosas, un tes
tigo casual arroja luz sobre el secreto y lo mancha, lo vuelve
vulnerable, indefendible, evidente, y obliga a dar marcha
atrás, a repasar las reglas del juego si es que todavía queda
tiempo, o a ponerle un punto final a la farsa y optar por el
sacrificio como un modo de redimirse. Y eso fue lo que hizo
Francisco cuando la muerte de El Caballero Rojo dejó todo
inconcluso: cortó los lazos, sacrificó una parte de la familia
para salvar el mundo que había construido en el ombligo de
su mujer. Pero lo más terrible de todo es que mi madre ya
había comenzado a alejarse de su vida, íntegra y decidida
como un velero sobre el agua.
— Pero cuando pienso en esos años, Lautaro, la verdad es que
veo una jovendta egoísta que piensa en el futuro como algo
grandioso exclusivamente preparado para ella. No me juzgaba
una persona especial, nada de eso. Simplemente era joven, y
cuando una es joven siente que todo es posible, que todo está
por hacerse. Sin duda que hay gente destinada a grandes cosas.
Pero no era mi caso, y yo lo sabía. Como también sabía que
toda la vida estaría ligada a un solo hombre. A lo mejor suena
medio teatral, pero creeme, volvería a casarme con Julián aun
que supiera que nunca tendríamos hijos y que terminaríamos
así... Terminar, qué palabra, suena demasiado fuerte. Yo estoy
segura de que va a volver. Claro, vos no sabés nada. Decime,
¿por qué dejaste de visitarme? La última vez que te vi...
Marcela, la novia de tu tío se llama Marcela. Y no sé si no debe
tener tu misma edad. No creas que estoy enojada. Él sufre.
Nadie más que yo sabe cuánto. ¿Cómo puede una enojarse con
un hombre que te dice que te ama mientras cierra la valija? Hay
veces, te juro, Lautaro, que me sorprendo a mí misma cuando
pienso en todo lo que soporté, y mirá que fueron muchos
años... Te acepto, sí, por qué no, vamos a fumar un cigarrillo.
M irta me dijo esto mucho más tarde, cuando ya me había
enterado, entre otras cosas, de que se había hecho amiga de
mi madre mientras trabajaban juntas en una reconocida tien
da de ropa, ubicada en la Galería del Este. Antes de que se
temiera, o sospechara, la posibilidad de una guerra.
— Cuando nos conocimos, tu madre todavía extrañaba
mucho Uruguay. Siempre hablaba del miedo que sintió via
jando en ferry, y de las poquitas cosas que pudo traer.
Mi madre llegó a la Argentina en un ferry cuya estela
implacable desdibujó para siempre algo más que la costa de
Montevideo y su infancia. Infancia que yo siempre imaginé
pobre; pobreza digna en el Barrio de los Bulevares donde
había un aljibe y un duraznero de sombra espesa.
Al contemplar la fotografía que me regaló Mirta, y que
ahora mismo tengo sobre la mesa, me doy cuenta de lo her
mosa que era mi madre: morena, rasgos suaves y profundos
como ciertas noches dé verano cuando todavía se siente la
presencia amenazante de un cielo azul, o tal vez estoy pensan
do en su pelo lacio y largo que daba la impresión de no ter
minar nunca de oscurecer.
— Belleza adriática — dirá Mirta desde su habitación,
mientras buscaba la fotografía— . Eso era lo que decía de tu
madre la dueña de la tienda donde trabajábamos. Adela se lla
maba. Ella nos sacó la foto. Cuando te la muestre, no vas a
poder negar que éramos muy lindas de jóvenes. La encontré
hace poco, ¿sabés? Estaba haciendo una limpieza profunda en
el dormitorio. Esperá un segundito.
Durante aquellos largos minutos de silencio, me dediqué
a observar el living comedor en el que alguna vez había visto
un semáforo, y no tardé en reconocer un montón de cosas
que habían pertenecido a nuestra casa de Villa del Parque.
Colgado en una pared estaba el reloj con forma de gota, dete
nido, quizá sin pilas, o dañado una vez y para siempre por un
tiempo que ya le resultaba ajeno. En otra pared estaban las
reproducciones de los cuadros; láminas que mi madre traía de
sus salidas y que nunca mandaba a enmarcar; como el que
M irta había colgado frente a la puerta de entrada: El grito, de
Edvard Munch. También estaba el juego de porcelana china:
platos, tazas, azucarera y tetera detrás de una cristalera que
Francisco, me acuerdo, había aceptado como parte de pago
por un trabajo.
Supongo que fue entonces, segundos antes de que Mirta
saliera de su habitación con una enorme caja y la fotografía,
que me pregunté por el diploma y la medalla de honor de
Francisco. No me atreví a preguntárselo.
— Esto es tuyo — me dijo, apoyando la caja y la fotografía
sobre la mesa— . Com o te darás cuenta, está cerrada. Así per
maneció todos estos años.
— ¿Qué es?
La sonrisa también fue un modo de darme tiempo.
— Si la abrís, te vas a enterar. ¿Viniste en auto? No impor
ta, te tomás un taxi.
La miré.
— Julián y yo hicimos la mudanza de tu casa — dijo Mirta.
A brí la caja; pero no me atreví a sacar nada. Ni siquiera
estaba seguro de querer llevármela. A simple vista, pude reco
nocer el jeep de madera que mi padre me había comprado en
el parque Centenario, y un libro: La Odisea para chicos de
Billiken. Regalo de mi abuela Paula en la época en que mi
madre y yo vivíamos con ella.
— Había muchas cosas en tu dorm itorio que tu abuela no
quiso llevarse— dijo M irta— . Entre ellas, estaba esto...
Y sacó mi diario de la caja.
No me atreví a abrirlo. *
— ¿Lo leiste?
— Solamente hasta la mitad — dijo M irta— . No pude
seguir.
Si no recordaba mal, estaba dividido en dos partes. La pri
mera, la había abandonado abruptamente al fallecer El
Caballero Rojo. Recordé una frase. En ese cuaderno había
una frase como una bisagra, un quiebre abrupto entre el que
yo fui antes de descubrir que mi madre lo engañaba y el que
me habría de devorar después. Y efectivamente, esa misma
noche, cuando llegué a mi departamento (no me llevé la caja,
pero sí el cuaderno y la fotografía), leí el diario completo y
comprobé que era exactamente como lo recordaba.
La primera parte está escrita por un jovencito que se creía
eterno y resultaba megalómano e innecesariamente críptico.
Hay poemas y sueños, el nombre de mis amigos de entonces
y, por sobre todo, una marcada obsesión por la guerra. Luego
un abismo, exactamente eso, como si todo lo que fui se lo
hubiera tragado la tierra: hay diez páginas en blanco y una
frase rotunda como un desmoronamiento: «Si Francisco se
entera, nos mata.» .
— ¿Tomamos unos mates? — preguntó Mirta.
— ¿Cuándo renunció Cora al trabajo de la Galería? — pre
gunté; y no sé si lo habrá advertido, pero al llamar a mi madre
por su nombre quise demostrar que las palabras ya no me las
timaban.
— Al poco tiempo de que a Francisco le dieran el alta — di
jo, apoyando la pava sobre la hornalla— . Éramos muy amigas,
y te digo más: fue a la única persona que llamé por teléfono la
tarde en que a Francisco lo internaron en el hospital.
Llamó a mi madre; pero no para que la consolara con
palabras que no alivian nunca y acaso se oyen pasar ligeras,
palabras que se dicen aun cuando sabemos perfectamente que
la desgracia prefiere dialogar con uno solo.
— Tu madre no lo conocía a Francisco ni había querido
conocerlo nunca. Todo lo que hizo durante la guerra fue por
mí. Yo era la única amiga que tenía en Buenos Aires.
M irta recordó el día en que mi madre entró sonriendo en
el vestuario del local sosteniendo una canasta. Adentro había
de todo, y bastante costoso. Desde ropa hasta cremas. Y zapa
tos, un par de zapatos muy finos que donaron los dueños de
un negocio que no era de la Galería.
Mi madre se había tomado el trabajo de ir local por local
a pedir una donación para hacer una rifa.
— Tu madre quería juntar dinero para comprar chocolates y
bufandas — dijo Mirta, y sonrió al contármelo porque se acor
daba de lo mal que reaccionó ella al principio— . A partir de ese
día me convertí en la chica que tenía un hermano en la guerra.
Y M irta no quería que fuera así, como tampoco imaginó
nunca que sería el puente tendido entre mi madre y Francis
co, que sólo estaría Cora parada a los pies de la cama del hos
pital la noche en que su hermano abrió los ojos. Si M irta
necesitó que mi madre estuviera a su lado fue porque sabía
que sólo ella era capaz de comprender lo que imperiosamen
te necesitaba confesarle a alguien.
— Si Francisco se muere, ya no voy a poder casarme con
Julián — fue lo que le dije a tu madre apenas nos encontra
mos en el pasillo del hospital.
Fue entonces cuando comprendí que estaba a un paso de
conocer un m ontón de cosas que me habían estado vedadas
durante años. Pregunté lo necesario para no levantar la sospe
cha de que toda esa historia era nueva para mí.
Más tarde me iría de aquella casa sabiendo que M irta
renunció al trabajo de la Galería del Este recién cuando ter
minó la guerra, y que la boda tuvo que ser postergada dos
veces. La primera postergación había sido la consecuencia
inevitable de un olvido. Ya se sabe que para los novios (al
menos durante la época de los preparativos) no existe otro
universo que la ilusión de ese porvenir destinado para el ani
mal bicéfalo que es el matrimonio: ciegos a lo que acontecía
a su alrededor, ninguno de los dos tuvo en cuenta, a la hora
de pactar una fecha en el registro civil, que en unas pocas
semanas más se llevaría a cabo el sorteo para el servicio mili
tar. Y menos la posibilidad de que Francisco saliera favoreci
do. Razón por la cual no tardó en derrumbarse el sueño.
— Tuvimos que cancelar todo — dijo M irta— ; desde el sa
lón que habíamos señado en el club Pedro Lozano hasta el
catering y el alquiler del smoking para Julián.
Y parece que durante semanas enteras sólo se consolaron
contemplando en silencio las tarjetas de invitación troquela
das y bordadas con hilos de oro que la futura esposa había
encargado el mismo día que fueron al registro civil.
— M i madre no quiso que nos casáramos mientras Fran
cisco cumplía el servicio militar. Así que, mientras esperába
mos, decidimos juntar más dinero para agregarle una estrella
al hotel donde pasaríamos la noche de bodas. ¿Qué otra cosa
podíamos hacer?
Nadie imaginó nunca que la guerra arrebataría el calenda
rio ferozmente.
Anocheció. Una penumbra densa se vio maltratada de
repente por la necesidad de una luz encendida, y nos hizo
tomar conciencia de la cantidad de horas acumuladas que
teníamos alrededor de un mate a medio cebar, irreconciliable,
frío, lavado, escandalosamente cargado de confidencias.
Después M irta habló de una manifestación en Plaza de
Mayo. O no fue exactamente así; pero yo acabo de recordar
lo ahora y no quisiera perder la oportunidad de decirlo: un
3 0 de marzo hubo una manifestación en Plaza de Mayo.
Migliano, tras cuarenta y ocho horas de servicio ininterrum
pido, llegó a la casa de su prometida tarde y muy contraria
do. Esa madrugada sucedió algo que difícilmente podrá olvi
dar nunca. Estaban tomando mate en el patio cuando M i
gliano se quebró: la tomó de las manos, las colocó suavemen
te sobre su pecho y, con lágrimas en los ojos, le hizo prome
ter a M irta que jamás iría a una manifestación.
«Prometeme, Mirta, que pase lo que pase, jamás vas a ir a
una manifestación». Y ella se lo prometió, porque, como me
dijo, en esa época no sólo era muy ingenua sino también, y
por sobre todo, dueña de un egoísmo galopante.
— Tu madre, en ese sentido, era muy parecida a mí. La
vida política o económica del país no le interesaba en lo más
mínimo. Dudo que leyera los diarios, y estoy casi segura de
que no miró televisión hasta que comenzó la guerra. Te digo
más: si mi hermano no hubiera ido a Malvinas, seguramente
la guerra no habría significado nada para ella. Nadie me
ayudó y me contuvo tanto como tu madre. Tengo la sensa
ción de que nunca se lo agradecí lo suficiente. Fijare que no
lo había visto ni siquiera en fotos a... — Dijo Francisco; pero
estuvo a punto de decir tu padre, me di cuenta. Por no decir
lo, su voz trastabilló dolorosamente.
— No creo mentirte si te digo que tu madre se enteró de
que yo tenía un hermano en el servicio militar recién cuando
comenzó la guerra.
M irta dijo que no sólo había tenido esa actitud con mi
madre sino también con el resto de sus amigas. Según ella, no
había motivos para inquietarse; generaciones enteras debieron
cumplir con esa obligación absurda. No era un hecho trágico,
y aunque lo hubiera sido para su madre (mi abuela Luisa), ha
bía que reconocer que Francisco en ningún momento lo había
vivido con angustia. Hasta se podría decir que lo deseaba.
— Yo no estaba en casa el día del sorteo — dijo M irta— ;
pero imagino que estuvo todo el tiempo pegado a la radio,
fumando de puro ansioso, rogando para que no le tocara un
número bajo.
Una semana más tarde se presentó a la revisación médica.
Durante esa semana, no ayudó a su madre en nada. Se pasa
ba todo el día tirado en la cama, escuchando música, leyen
do revistas, como si realmente se hubiera estado preparando
para unas vacaciones en Bahía Blanca, como él mismo deno
minó en su primera carta.
— El mismo día que fue a presentarse a la revisación médi
ca, una señora llamó por teléfono a la casa de una vecina para
decirnos que Francisco le había pedido que por favor nos avi
sara que viajaba rumbo a Bahía Blanca.
El sábado recibieron una carta donde Francisco les conta
ba los detalles de lo que había sucedido.
— Me acuerdo de lo primero que dijo mi madre cuando
terminé de leer la carta: «Mi cielo, y yo que lo mandé con el
dinero justo para el colectivo».
Y tras un breve silencio, agregó:
— Siempre creí que el hecho de no despedir a Francisco, si
bien en un principio se trataba simplemente del servicio mili
tar, le dio más fuerza para soportar lo que sucedería después.
Eran muy unidos ellos dos, especialmente durante los últi
mos años. Francisco cambió mucho alrededor de los diecisie
te. Antes hubiera sido imposible. De chico era terrible, pero
más que terrible era malo y rencoroso. Te engañaba con sus
ojitos verdes y su sonrisa de ángel. Qué raro, ahora que esta
mos hablando de mi hermano tengo la sensación de que no
lo conocí nunca.
Y supongo que fue entonces cuando me contó lo que
había hecho Francisco la vez que no lo dejaron entrar a la
fiesta del club Pedro Lozano, por no tener la cuota al día.
— ¿Te acordás de ese club? Eras muy chico. Pero de la casa
tenés que acordarte: Chivilcoy y Tinogasta. El club estaba en
la esquina. Ese año los directivos organizaron una fiesta muy
importante. El club había ganado un campeonato, me pare
ce. La cuestión es que estaban las personalidades más impor
tantes de Villa Devoto. Las mujeres tenían unos vestidos y
unos peinados que daba gusto mirar. No era una fiesta para
nosotros, eso estaba claro. Aun así, ¿quién se lo hacía enten
der a mi hermano? En fin, no lo dejaron entrar; pero la his
toria no termina ahí. Estamos hablando de Francisco Martoy.
Su orgullo no se lo hubiera permitido, no señor. Planeó una
venganza sin medir las consecuencias, sin saber qué hombres
poderosos o ricos estarían a esa hora bailando con sus muje
res en la cancha descubierta del club Pedro Lozano, qué ape
llidos iría a ensuciar con su endiablado rencor.
Él mismo le contó cómo planeó y llevó a cabo su vengan
za. Apenas le dijeron que no podía ingresar al club, se fue lo
más tranquilo y dejó transcurrir el tiempo necesario como
para asegurarse de que todos estarían durmiendo. Nadie lo
escuchó entrar en la casa, nadie lo vio ir a la cocina y adue
ñarse de los cartones de huevos que su papá compraba cada
quince días.
— Subió a la terraza y arrojó los huevos con una puntería
inspirada por el mismo demonio. Recuerdo que se habló de
mujeres con ataques de histeria, llantos y ruegos por vestidos
y peinados arruinados, hombres con sus trajes pegajosos bus
cando a puño cerrado culpables en el cielo. Un horror, un ver
dadero desastre, pobre gente... Era de madrugada cuando los
timbres constantes y los golpes furiosos en la puerta nos hicie
ron levantar de la cama. Recuerdo que yo estaba en deshabi-
llé y que me abracé fuerte al brazo de mamá mientras inten
tábamos comprender lo que cuatro hombres, uno de ellos
todavía tenía cáscara de huevo en el pelo, nos exigían a los gri
tos. «Mi hijo no haría una cosa así, señor», dijo mamá, segun
dos antes de que la figura angelical de mi hermanito aparecie
ra desde la otra esquina de la calle. «¡Pero si allá viene! Qué le
decía yo, no fue mi hijo.» Todos miramos hacia la esquina:
caminaba tranquilamente con las manos metidas en los bolsi
llos del pantalón. Tal vez, silbaba. No, no hubo manera de
probarle nada. Es más, hasta nos pidieron disculpas.
Hizo una pausa para cebar un mate.
— Si de chico pasaba todo el día eñ la calle haciendo miles
de travesuras, de grande, digo dieciséis, diecisiete años, cam
bió de una manera preocupante: en vez de ir a bailar los sába
dos o simplemente salir con los amigos del club, prefería que
darse en casa a comer chocolates y escuchar la radio o hacer
le compañía a mamá mientras planchaba en la cocina. Sí, así
como lo escuchás. Un buen día, dejó el colegio con la prome
sa falsa de que trabajaría. No sólo que nunca buscó trabajo
sino que cada vez comenzó a salir menos, lo que se dice salir,
se entiende, como cualquier muchacho normal de su edad.
Hasta que de pronto ya no salió más. Era extraño ver cómo
ayudaba a mamá en las tareas domésticas. Actuaba como si
fuera la hija mujer. Esa fue la vida que llevó hasta el día que
le tocó hacer el servicio militar. Si pienso en mamá, su angus
tia era comprensible: se había acostumbrado demasiado a la
compañía de su hijo. Había encontrado en Francisco a esa
hija compinche que yo no había podido ser. Si me preguntás
por papá, lamentablemente tengo que decirte que vio en el
servicio militar una solución para un problema que no sabía
cómo resolver. «Si no lo enderezan los milicos, no lo hace
nadie», habrá pensado. Yo nunca comprendí qué sentido
tenía el servicio militar. ¿Para hacerse hombre? ¿Para aprender
a hacer la cama? Bueno, mi hermano no necesitaba aprender
nada de eso. Incluso, tendía la cama mejor que yo. ¿Y enton
ces? No sé. La alegría de Francisco no sólo desconcertó a
mamá y a mí, sino también a papá que, fíjate vos, creyó que
sería necesario convencerlo con palabras rigurosas. Pero no
fue necesario. «Espero que no me extrañen mientras yo me
paso unas vacaciones en Bahía Blanca», escribió en su prime
ra y única carta. Recuerdo que un viernes, antes de irme al
trabajo, mamá me pidió que le hiciera el favor de enviarle un
telegrama. Quería saber por qué razón su hijo no viajaba a
Buenos Aires cuando tenía franco. El domingo por la tarde
decidí escribirle una carta extensa donde hacía fundamental
hincapié en la depresión que había ocasionado en mamá su
larga ausencia. Llegué a escribir: «No come, se queda todo el
día en la cama, llorando». Y que, por favor, antes de que ocu
rriera alguna desgracia, tomara un tren a Buenos Aires. Entre
paréntesis prometía darle dinero por su discreción. La carta
estaba plagada de exageraciones y mentiras. Pero por supues
to, no rodo era mentira. Mamá, si bien no había llegado al
nivel que yo había escrito, no dejaba de lamentarse. Espe
cialmente durante la hora de la cena, se preguntaba en voz
alta: «¿Qué estará haciendo, Francisco?, ¿estará enfermo?»,
«¿estará pasando hambre, pobre hijo?» Y así todas las noches.
Más de una vez me pregunté si no hubiera sido mejor para mí
nacer hombre, te juro. Hacer el servicio militar y tener la po
sibilidad de imaginar que alguien te extraña tanto. Mamá
hablaba de su hijo como si se tratara de un aplicado estudian
te de arquitectura que había tenido que abandonar la Uni
versidad. Parecía haber olvidado que ya no estudiaba ni traba
jaba y que yo, ¡su hermana!, era quien le daba el dinero para
los cigarrillos. «Tu hermano secaba los platos después de
lavarlos», decía mamá, y era realmente insoportable. «Fíjate
cómo dejaste el piso, se podía comer sobre él cuando lo lim
piaba tu hermano», o le decía a Julián «Ay, querido, no sabés
dónde te estás metiendo», o «Pensalo bien antes de casarte
con esta chica, mirá que no sabe hacer nada» o «¿Siempre con
esa cara, vos?, ¿siempre de mal humor?» Me acuerdo y mirá:
se me llenan los ojos de lágrimas. No se trataba de mal hu
mor; trabajaba doce horas por día y no era dueña de ir al baño
sin pensar antes que mi hermano lo limpiaba mejor. Escribí
la carta y la mandé convencida de que, tratándose de la salud
de su madre, no se tomaría el trabajo de responderla porque
estaría en casa el fin de semana. Pero llegó el fin de semana y
no hubo ninguna novedad. Pasó otra semana y luego otra.
Nada. Ni siquiera un telegrama. Mamá, que ignoraba por
completo el contenido de la carta, no podía creer que su hijo
no respondiera. «A lo mejor ni siquiera la escribiste, de jodi
da que sos», llegó a decirme. Ya estaba por cumplirse la cuar
ta semana cuando llegó una carta de Francisco, breve, que ter
minaba más o menos de esta manera: «Recibí la carta. Estoy
bien. Gracias por preocuparse». Mamá se quedó muda frente
a la letra de su hijo, y no pudo responderle a papá cuando le
preguntó a qué se refería Francisco con eso de que había reci
bido una carta. Se enojó muchísimo. «Que sea la última vez
que le escriben», nos dijo papá. «Francisco está demasiado
ocupado haciéndose hombre como para prestarle atención a
los reclamos absurdos de dos mujeres aburridas. Escribirá
cuando tenga ganas. Si no escribe, mejor.» Lo lamenté mucho
por mamá, y más tarde, recordando sus palabras, también
sentí pena por papá. Si alguien nos hubiera advertido que se
venía una guerra...
Al decir esto se quedó callada como si hubiera recordado
algo imposible de poner en palabras. Imágenes, pensé; deste
llos como instantáneas que la mente no logra retener y se tra
ducen en una imperceptible sonrisa, en un gesto subrepticio,
acaso un ligero y casi imperceptible pestañear, o en una mano
que se posa suavemente sobre un viejo rencor a la altura de la
mejilla, como a la sombra de uno mismo.
— Me parece que ya es hora de calentar la pava y cambiar
le un poco la yerba a este mate... ¡Qué tarde se hizo! — agre
gó con sílabas oscuras. Miré sus manos, las dos alianzas matri
moniales, y pensé, no sin cierto renovado desprecio hacia
Migliano, que la segunda alianza estaba ubicada donde difí
cilmente podría caber nunca un perdón.
Era durante el mediodía que Francisco me contaba todas aque
llas historias sobre mi madre y la guerra. A mí me encantaba
escucharlo, dejarme llevar por la expresión cálida de su mirada
y la cadencia de su voz, aunque sabía que todo terminaría
siempre en el mismo lugar: al final debía imaginar una guerra
y el regreso triunfal de un héroe con una herida en el brazo
izquierdo. Todo muy epopéyico si lo que mi madre pretendía
era deslumbrar a un niño, inventarle un héroe para arrancarle
de raíz la imagen escuálida de un padre ausente: Norberto
Nogán, mi padre, «tu padre biológico», como decía ella tan
despectivamente. Y ahora debería poder rescatar de entre los
escombros de las palabras el tono inclemente de su voz para
que la historia cobre toda la trágica dimensión que se merece,
para que se ponga de manifiesto cómo sonaba a martillazo lo
que indefectiblemente seguía: la palabra postizo.
«Francisco será tu padre postizo», dirá mi madre una ma
ñana de mudanza y silencio. Un silencio que duró hasta hoy:
la noche en que regresé a la quietud amenazante de mi depar
tamento pensando en todo lo que me contó Mirta.
Recuerdo cuando, aprovechando que mi abuela había ido
al Uruguay, mi madre invitó a Francisco por primera vez.
Cenamos pizza y de postre tomamos helado de frutilla. Antes
de irme a dormir, antes de que mi madre me obligara a irme
a la cama, Francisco tuvo que contarme la historia del ancla
tatuada en su brazo izquierdo.
— ¿Y ese dibujo?
— Es un ancla — dijo serio— . Me lo hizo un amigo mien
tras navegábamos en un barco grande que se llama portaavio
nes. Esta cicatriz... A ver ¿y esta cicatriz, Cora? Ya está, ahora
me acordé, pero mejor otro día, de hombre a hombre, te
cuento por qué tengo esta cicatriz. — Y rozando apenas su
boca en mi oído, agregó en tono impersonal— : tengo esta
cicatriz, Lautaro, porque me lastimaron en la guerra. Dame
un beso. Que duermas bien.
Mi madre, ligera y astuta, corriéndome el flequillo hacia
un costado, agregó:
— ¿Sabés una cosa, hijo? Francisco estuvo en la guerra. El
amigo de mami es un héroe de la guerra de las Malvinas.
Esa noche soñé que Francisco era un guerrero. Soñé,
supongo, influenciado por una versión moderna del canto o
capítulo titulado «El castigo de los pretendientes», de La
Odisea para chicos, Colección Roja de Biblioteca Billiken, que
mi abuela solía leerme por las noches y cuyos pasajes sueltos
todavía puedo repetir de memoria; como ése en el que Ulises
se despoja de sus harapos y luego de saltar al umbral con el
arco y la aljaba repletas de flechas, les dice a los pretendien
tes que el fatigoso certamen está terminado. Momento en el
cual, evocando la ayuda de Apolo, desencadena el sangriento
combate al acertar una flecha en la garganta de Antinoo, el
varón más señalado entre los jóvenes de ftaca. Esa noche
también me hice pis en la cama. Ninguna alegría, por dura
dera que fuera, parecía ser lo suficientemente fuerte como
para abolir el sortilegio. Estaba hechizado, no había duda.
Cama en la que me acostaba, sábana que terminaba pegada a
mi piel como lapa: colchón y culpa tostándose inseparables al
sol.
Estaba hechizado por el duende, como me enteré una
tarde en que fuimos a pasear al Zoológico; porque luego de
la historia de ese soldado que saltó de un helicóptero para res-
catar a sus compañeros y recibe un disparo que lo hiere de
muerte — los hados de mi imaginación no permitieron que
muriera: la bala pudo entrar por su boca, salir por el cuello e
incrustarse en su brazo izquierdo, pero cinco valerosos solda
dos lo rodearon a fuego cruzado hasta que lograron meterlo
en el helicóptero que lo llevó al buque hospital— , Francisco
me contó una historia que le valió ganarse automáticamente
mi respeto y admiración. Ahora, si mami quería, podía ser su
novio. Francisco era el único que sabía por qué me hacía pis
en la cama: la culpa la tenía el duende.
— ¿El duende? — pregunté.
— Sí, señor, el duende peregrino que habita el mundo de
los sueños. ¿No me creés? Te voy a contar un secreto: el duen
de dice una palabra mágica y vos te hacés pis encima. Así de
simple. ¿Querés vencer al duende? Sé m uy bien lo que hay
que hacer, yo también tuve que vencerlo cuando era chico
como vos. Pero tenés que hacer todo lo que yo te digo, si no,
no funciona: lo primero que debés hacer es tomar poquito
jugo durante la cena, menos de la mitad. Después hacés pis,
te cepillás los dientes, y, antes de acostarte, repetís dos veces
las palabras mágicas para quebrar el hechizo del duende. Dos
veces repetís: no me voy a hacer pis, ya soy grande. ¿Qué hora
es ahora? M ejor empezá mañana, hoy ya tomaste mucha
coca-cola y no va a funcionar — me dijo Francisco, y yo le
creí, le creí tanto que casi estoy convencido de que alguna vez
vi al duende llorando con un zapato en la mano como un
Leprechauns.
Debo decir que su historia, al menos durante unas sema
nas, funcionó a las mil maravillas. Hice paso a paso lo que me
había aconsejado y a la mañana siguiente me desperté entre
impolutas sábanas blancas como un papel secante. Mi madre
se enojaba mucho si me encontraba meado.
«Ya sos un hombrecito, qué vergüenza, Lautaro, que toda
vía te hagas pis en la cama», solía decirme.
Incluso alguna vez hasta llegó a pegarme. Pero eso fue
antes de que se fuera a vivir con Francisco... Me estaba llevan
do al colegio cuando me habló de un trabajo nuevo. No sería
por mucho tiempo. En unos meses podría comprarme jugue
tes y ropa linda. Si me portaba bien con la abuela hasta po
dría comprarme el reloj con jueguito que yo le había pedido.
Por supuesto, el reloj con jueguito nunca me lo compró. Era
una promesa que se renovaba cada vez que necesitaba algo de
mí; cosas que, por otra parte, yo no podía darle: no hacerme
pis en la cama, por ejemplo. Aquel reloj Casio de malla negra
y botones rojos (el juego consistía en un helicóptero que
debía esquivar proyectiles) estaba en la vidriera de una joye
ría, pocas cuadras antes de la escuela. Cada vez que pasaba
por ahí con mi abuela, mi aliento se incrustaba en el vidrio.
La mirada no tardaba un segundo en localizarlo, el resto des
aparecía; sólo quedaba ese maravilloso reloj cuyo precio me
era tan ajeno e incomprensible como una fórmula química.
Mi abuela nunca supo por qué todos los días quedaba fijo
como una estacada frente a la vidriera de la joyería. Si se lo
hubiera dicho, estoy seguro de que no habría vacilado un solo
segundo en comprármelo. Yo quería tener ese reloj, sí, pero
más quería que me lo comprara mi madre. Me lo había pro
metido. ¡Vivía para prometérmelo!
— Mi mamá me lo va a comprar para el día del niño
— les decía a mis compañeros de grado. Y luego— : Ayer fui
mos a preguntar el precio — mentía— . Mi mamá me lo va a
comprar para mi cumpleaños. — Finalmente— : Yo lo voy a
pedir para Navidad. Mi mamá me dijo que Papá Noel me lo
va a traer.
Llegué a desear tanto que mi madre me lo comprara que
un día dibujé un reloj idéntico a ése en un papel. Luego de
pintarlo con marcador negro, lo recorté y lo adherí a mi mu
ñeca con cinta skotch. Cada vez que ella llegaba, yo estaba
listo para ofrecerle una hora imaginaria.
Era recién al anochecer cuando mi madre venía a vernos;
mientras las dos mujeres tomaban mate, yo jugaba con la ale
gría y la seguridad propia de quien ha recuperado un lugar en
el mundo. Durante un ratito era como antes, como había
sido siempre para mí: los tres juntos, la radio y su música frá
gil, el olor a comida y la sensación de intimidad invulnerable
que ofrecía la luz encendida de la cocina. Esas cosas, y una o
dos más, es lo que yo entiendo por calor de hogar. Pero nada
era como antes; mi madre ya no vivía con nosotros. Después
de cenar, cumplía con el ritual de plegar la sábana a la altura
de mi mentón: cama fría y sonrisa de perfil. Antes, cruzaba
las piernas.
— No te vayas, mami. Quedate conmigo — le decía.
Hacía un lugar en la cama.
— D orm í, hijo, dorm í tranquilo. Mami se queda con vos.
Yo cerraba los ojos, tembloroso. Luego, impulsado por un
presentimiento horrible, los abría súbitamente.
— Te vas a ir.
Una mano entre sus piernas cruzadas y la otra en mi frente.
— No, no me voy.
La radio dejaba de sonar: caía la luz del patio. Detrás de
unos pasos, el pelo suelto de mi abuela se revelaba ante la
penumbra. Su largo camisón de algodón color rosa seguía de
largo hasta entrar en el baño. No terjninaba de familiarizar
me con la humedad del cuarto que ya advertía que la mano
oscura de mami se retiraba de mi frente. La oscuridad quería
involucrarnos.
— No te vayas, acostare conmigo.
La almohada siempre era lo suficientemente amplia como
para cobijarnos a los dos.
— No me voy, me quedo con vos, dormí que ya es tarde.
¿Querés que te lea un cuento?
La almohada robaba su perfume antes de que me dejara.
— Dame la mano.
Ella estaba incómoda y yo, seguro. No podía abarcar toda
su mano cálida. Me aferraba a uno de sus dedos. Apretaba
fuerte el dedo meñique de mi madre para que no se me esca
para: me entregaba al sueño sin ofrecer resistencia. Tenía a mi
madre al lado, apretaba fuerte el dedo de mi mamá. Me des
pertaba: ya no estaba a mi lado. Era de madrugada. ¿De qué
manera escribir lo que sentía cuando al abrir los ojos com
prendía que se había escapado? Ma, mamá, mamita... Estaba
todo meado otra vez. En medio de la oscuridad, me hacía un
lugar en la monumental cama de mi abuela Paula y recién
entonces podía conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, como cualquier otra mañana, no
había tiempo de lamentar el pis de mi cama.
Para mi abuela nunca había:
— Ya vas a dejar de hacerte, no conozco ningún hombre
sano de cuarenta años que se haga pis encima. Todavía tenés
tiempo — solía decirme, y ya me alcanza otra vez la frescura
de su voz de agua; la veo abrir la puerta de una felicidad que
jamás volvió a abrirse o ha desaparecido, llamándome m’hiji-
to; ofreciéndome una caricia como un pétalo desprendiéndo
se lentamente de su mirada cálida y esa manera tan particu
lar que tenía de reírse al escuchar una ocurrencia mía.
Antes de que Francisco llegara a la vida de mi madre (o
ella a la de él), Paula, Cora y yo vivíamos en una casa en el
barrio de Almagro. Una de esas construcciones españolas de
techos altos, gran acústica, un pequeño hall y un patio con
baldosas ajedrezadas que, a fuerza de imponer plantas, logró
convertirse en un jardín de invierno. Yo la conocí como sola
mente los niños pueden conocer una casa. Cada rincón, cada
ángulo de una baldosa, cada lugar donde se proyectaba la
sombra de un mueble era un territorio conquistado, vivido,
soñado. Podía suceder que una rejilla se convirtiera en un
precipicio, por ejemplo: el agua incansable y latente como el
arroyo Maldonado seguía un curso amenazante para mis ju
guetes, como el tiempo. Mirada adánica: descubrir por pri
mera vez las partículas de un rayo de sol filtrándose por entre
las cortinas; asombro frente a la luminosidad que engrandece
la postura bélica de un soldadito de plomo.
Nuestra casa, estampada al final de un pasillo largo y
angosto, era la última de una serie de diez. Los sábados, a par
tir de las dos de la tarde, me sentaba en el escalón de la puer
ta para esperar a Norberto Nogán, a mi padre biológico,
como diría mi madre muchos años después. Pasaba horas en
teras mirando fijamente hacia el final del pasillo; y de repen
te nacía un punto, un punto negro avanzaba hasta transfor
marse en mi padre, que sonreía con los brazos extendidos. Los
lugares a los que me llevaba (el leal Park, el cine Los Ángeles)
y una conversación que no le pude dar es casi todo lo que
recuerdo de aquel hombre que debió ser mi padre y no lo fue
nunca. No recuerdo su voz, no sé si era alto o petiso, no sé
cómo eran sus manos ni su manera de caminar, de reír, de
hablar, no sé si me parezco más a él que a mi madre, o mucho
más a mi madre en lo visible y mucho más a él en todo lo
demás, porque también trabajó en m í la presencia de Fran
cisco, fruto de la convivencia o de mi propia búsqueda.
Búsqueda, escribí. A Norberto Nogán lo vi por última vez el
mismo día que nos mudábamos a Villa del Parque. A ún no
había terminado de guardar mis juguetes cuando mi abuela,
nerviosa, me lavó rápidamente la cara en la pileta del patio
diciendo que mi padre me esperaba. Era sábado; pero a dife
rencia de los demás no me llevó a pasear a ninguna parte.
Fuimos a un bar: pidió un jugo de naranja exprimido, un
café, y me preguntó por Francisco, o por mi madre a través de
Francisco. Antes, me regaló una cadenita de oro.
— ¿Te gusta?
— Mucho.
— Vos te lo merecés — dijo— . Otro día podemos elegir
una medallita. No sé, o algo que a vos te guste. Compré una
cruz pero la dejé en casa. Por las dudas. Viste cómo es tu
abuela. Ella no cree, yo sí.
— Nunca me la voy a sacar. Nunca.
Tomó un sorbo de café. Después, dijo:
— No sabía que tu madre tenía novio. ¿Vos sabías? No me
dijiste nada. ¿Es bueno con vos? Contame, ¿qué tal es? Así
que se mudan. Bien, tengo que hablar con tu abuela para que
me dé la dirección. ¿Qué dice tu abuela? Es brava la vieja.
¿Está contenta? No decís nada. ¿Qué pasa? Yo sé lo que pasa:
ahora que tu madre tiene un noviecito, no quiere que hables
conmigo. ¿No es cierto? ¿Es eso? Pero bien que cuando nece
sita plata... Escúchame, Lautaro, quiero hacerte una pregun
ta: ¿te gustaría vivir conmigo? Yo estaba pensando que a tu
madre la podrías ver los fines de semana, así como nos vemos
nosotros. ¿O acaso yo no soy tu padre y nos vemos los fines
de semana? Yo soy tu papá, ¿entendés? Esta camisa, el panta
lón que tenés puesto, los zapatos, te los compré yo. Papá te
los compró, entendés eso, ¿verdad? Si vos te decidís, hijo,
hablo con mi abogado y en un mes estamos viviendo juntos,
¿te imaginás? Primero tengo que arreglar el departamento,
pintarlo un poco, está muy feo, por eso no te llevé nunca. Me
decís que sí y en una semana está listo. Además no tenés que
cambiarte de escuela. Me contó tu abuela que tu madre pien
sa cambiarte a un colegio que está cerca de donde van a vivir.
Pensalo tranquilo. Una habitación para vos solo... Te compro
un televisor a color... No está mal la idea. ¿Qué me contes-
tás?
— No.
— ¿No lo vas a pensar tampoco? ¿Y por qué no querés?
Bueno, está bien. Terminá el jugo, que tu abuela te está espe
rando.
Quince minutos después me encuentro otra vez rodeado
por mis juguetes y sin comprender, sin tener la menor posi
bilidad de comprender, lo que hoy al escribirlo debería resul
tarme claro y sin embargo... Sospecho que detrás de lo que me
propuso Nogán se encontraba mi abuela. Por supuesto, lo digo
ahora que ella no está y no puede quitarme las dudas — es
terrible no tener con quien hablar de todo esto— , io digo
teniendo en cuenta lo que sucedería muchos años más tarde,
y porque yo la escuché cuando le dijo a mi madre:
— Andate si querés con ese tipo, pero dejame al gurí,
Cora. No lo sigas lastimando.
— Lautaro tiene que vivir con su madre. Y no es ningún
tipo, mamá. Se llama Francisco, y va a ser un buen padre para
mi hijo.
— Lautaro ya tiene un padre.
— Puedo darle otro, si quiero. ¿A qué le llamás padre, vos?
No me lo digas, yo ya lo sé.
No im porta que no haya sido exactamente así. Lo impor
tante es lo que ocurrió después: mi madre y mi abuela se aga
rraron de los pelos salvajemente. La primera cachetada se la
dio mi abuela, mi madre respondió y entonces comenzó el
forcejeo, los gritos, los insultos, hasta que las dos fueron atra
vesadas por un momento de lucidez y me miraron, me mira
ron a m í que estaba golpeado por el miedo en un rincón, llo
rando.
Esto ocurrió el viernes. El sábado, mi padre me fue a bus
car por últim a vez. Más tarde, llegó Erancisco con el camión
de la mudanza. Yo no sabía, no podía imaginar siquiera que
aquella sería la última vez que vería a Norberto Nogán.
Durante muchos sábados no hice otra cosa que esperarlo en
el más absoluto de los silencios. Crecer y alimentar la espe
ranza de que viniera a buscarme fue casi lo único que pude
hacer durante los primeros años que viví en Villa del Parque.
Un día, durante esa época nada original de crecimiento
abrupto y desparejo, intenté recobrar su imagen utilizando el
espejo del baño. Por entonces mi madre solía decir que yo me
parecía mucho a ella, los ojos más que nada, pequeños, lige
ramente achinados, color café, y quizás también la nariz, que
aprendí a no tomármela en serio porque los dos, decía, había
mos nacido con una lágrima entre las fosas nasales. Entonces
una tarde, con cinta aisladora de color negro que había saca
do de la caja de herramientas de Francisco, pegué sobre el
espejo del baño largas tiras de aquella cinta para cubrir las
partes que supuestamente había heredado de mi madre (no
cubrí mi cabello porque ella lo tenía de color negro y yo
tirando a castaño claro. Tampoco cubrí mis labios, por no
parecerse en nada: mi labio superior es más delgado en com
paración al inferior). Me parecía a mi madre en gran medida,
era cierto; pero el resto, de lo que nadie quería hacerse res
ponsable y no se hablaba, tenía que pertenecer a mi padre
biológico. Ahí estaba yo, mirándome de frente, cuando de
pronto la cara de Francisco apareció en el espejo.
— ¿Qué estás haciendo? — preguntó sorprendido, y sé que
pude mentir, pero dije la verdad.
— El fin de semana, vamos a buscarlo — dijo Francisco
para tranquilizarme.
El sábado, bien temprano, Francisco y yo emprendimos la
búsqueda en el Falcon. La dirección que mi madre nos había
anotado era de un hotel familiar. El encargado escuchó la
explicación de Francisco, y luego nos anotó una nueva direc
ción. Pero para no crearnos falsas expectativas, le dijo a él,
mirándome a mí, que lo más probable fuera que tampoco
viviera más en esa pensión.
— Nogán es un hombre muy inestable y de un carácter
difícil.
Aparentemente, había dejado la pieza debiendo un mes
de alquiler. Antes de despedirnos, me dijo que se acordaba de
mí. Nogán le había mostrado una fotografía mía arriba de
una moto. Yo también me acordaba; me la había sacado en
el Ital Park. No era una moto; pero no dije nada, y nos fui
mos.
Prefiero ahorrarme los detalles sobre lo que ocurrió des
pués. Durante muchos años quise creer que las palabras de
Francisco amortiguaron una verdad: evitarme la angustia de
escuchar que Norberto Nogán tampoco vivía más en ese
lugar. Hoy no estoy tan seguro.
— No hay manera de localizarlo — dijo Francisco, apenas
subió al auto.
Mientras regresábamos a casa, me contó la historia del
avión Super Etendard que derribó al destructor Sheffield con
un misil Exocet M -39, y logró regresar ileso al portaaviones
25 de Mayo.
La primera oportunidad que tuve de hablar sobre la guerra de
las Malvinas fue en el primer año del colegio secundario. El
profesor de historia, que había querido inaugurar el mes de
abril y las primeras horas de la mañana con una reflexión
sobre la soberanía de las islas, nos ofreció un largo discurso
que se enredó hasta quebrarse allá por el siglo X V I I I , época
en que una guarnición británica ocupó las islas con permiso
del gobierno español, que por entonces ocupaba gran parte
del territorio sudamericano con títulos legales, es decir, reco
nocidos por las naciones europeas.
No mucho más que eso me quedó del grandilocuente dis
curso de aquel despreciable profesor de apellido Gómez; por
que lo único que yo deseaba era que se callara para poder levan
tar la mano y contarle a él — más que a él a mis compañeros—
que mi padre había combatido en la guerra de las Malvinas.
No creo mentir si digo que yo era el único alumno verda
deramente interesado en el tema. La mayoría no prestaba
atención, y los demás simulaban tanto estar concentrados en
la clase que dudo que hayan comprendido algo. Supongo que
se hizo evidente cuando el profesor Gómez formuló una pre
gunta casi inaudible para los que estábamos sentados al
fondo. En ese momento, yo levanté la mano diciendo que mi
padre había estado en las Malvinas.
— No me diga. Así que su padre estuvo en las islas Falk
land... Mire usted qué bien. ¿Y cómo es su apellido?
— Nogán — dije— , me llamo Lautaro Nogán.
— ¿Su padre es militar? — No fue una pregunta, tampoco
me miró. Buscó un cómplice sentado en la primera fila y lue
go sonrió para decir— : ¿O periodista?
Una risita torpe quedó en evidencia. Segundos después,
debajo del pupitre, sentí el zapato de mi compañero encima
del mío. Todos me miraban.
— No, no es militar — dije— . Era colimba.
— Colimba — repitió el profesor Gómez y se quedó mi
rándome el tiempo necesario para que yo comprendiera que
había cometido un error. ¿Qué le diría cuando me lo pregun
tara? ¿De qué manera explicar algo que ni siquiera yo tenía
muy claro? ¿Acaso podía explicarle que Francisco era mi pa
drastro? A mi padre, a mi padre biológico, ya casi ni recorda
ba cuándo lo había visto por última vez. Ahora tenía trece
años y la palabra postizo se había desprendido definitivamen
te del árbol de mi vida como una fruta madura. Ya no queda
ba ni la sombra de aquella dualidad tan complicada. Fran
cisco era, sencillamente, mi padre. A l menos eso era lo que me
habían enseñado. Así debía llamarlo a partir de que nos mu
damos a Villa del Parque los tres juntos.
— Quíteme una duda, Nogán — dijo bruscamente el pro
fesor Gómez, mirándome por encima de los lentes; montura
de carey resbalando expectante por la nariz hasta detenerse a
la altura de la sorpresa y la desconfianza— . ¿Cuántos años
tiene su padre?
Era inevitable. Lo sé. Y ahora, antes de escribir lo que le
contesté al profesor Gómez, quiero desentrañar el origen de
esa respuesta; porque lo cierto es que no hice otra cosa que
repetir lo que alguna vez había escuchado.
¿Cuántos años tiene Francisco? Por absurdo que parezca la
verdad es que no lo sabía. Es más, creo que no debía saberlo,
no al menos hasta que fuera capaz de comprender que lo que
habitualmente entendemos por crecimiento de un hombre no
puede medirse mediante su edad sino por lo que ha vivido. No
recordamos años sino momentos, entonces la maduración de
un hombre no puede lograrse de otra manera que no sea por
medio de esos golpes duros a los que se refiere Vallejo; golpes
que en ciertos seres abren brechas, desfásajes de imposible
reconciliación entre el hombre y su edad (por supuesto, el pro
fesor Gómez 1 1 0 pretendía ir tan lejos; los números no le cerra
ban, eso era todo). Ocurre que Francisco no festejó un solo
cumpleaños durante los años que vivimos los tres juntos. ¿Se
avergonzaba de la edad que tenía? Recuerdo una fotografía
suya que estaba enmarcada junto a una medalla, al lado de
otro cuadro que correspondía a un diploma conmemorativo,
encabezado por la siguientes inscripción: El Honorable Con
greso de la Nación... y cuya lectura en voz alta siempre me
dejaba hinchado de orgullo como un globo de helio. Pocas co
sas de aquella casa me quedaron grabadas tan ardientemente
como esa pared del comedor, y no sólo por lo que ya mencio
né, sino porque omití algo y sé que será de suma importancia
si al final de todo esto quiero comprender lo que ha pasado:
las armas. Colgadas en soportes de madera labrada, había una
carabina calibre veintidós y un máuser; última adquisición con
la que iríamos a practicar a un polígono en Palomar cuando
mi madre comenzó a salir los sábados por la mañana. Fran
cisco adoraba las armas, coleccionaba revistas — que yo tam
bién leía— y suscripciones. Diferenciaba a simple vista una
Carabina Winchester modelo 94 Ranger de una 9 4 2 2 Walnut.
— Pero lo único que tienen en común es el aspecto — po
día llegar a decir, y había que ver cómo se entusiasmaba fren
te a un interlocutor válido— . La expulsión de la 9 4 2 2 se hace
lateralmente mientras que en la 94 se hace por arriba. Hay
una carabina producida por la firma alemana Erma inspirada
en la Winchester 9422. Es un arma de séptima categoría muy
bella: culata inglesa y delantera de nogal, alza ajustable en
altura y posibilidad de montar una mira telescópica.
Aquellas armas parecían custodiar con recelo el ritual de la
memoria; sobre todo la fotografía en que se ve a Francisco a
los diecinueve años: serio, chaleco salvavidas anaranjado cu
briéndole por completo el tórax y la tira de un casco verde
abrochado a un mentón rígido como el mar de fondo o mi
primera idea de un portaaviones llamado 25 de Mayo. Creo
que la razón por la cual Francisco dejó de festejar su cumple
años se encontraba dentro de aquella fotografía; no se aver
gonzaba de la edad que tenía, como cualquiera hubiera sospe
chado, la edad que le imponían festejar él ya la había supera
do hacía mucho y por esa razón era completamente apático.
Siempre tenía a mano un florido ramillete de respuestas
cuando le preguntaba por qué no festejaba su cumpleaños.
Podía llegar a decir:
— Cuando llegues a mi edad, vas a comprender que no
hay ninguna razón para festejar que te estás acercando a la
muerte.
Claro, yo aún no había meditado sobre la muerte, era muy
joven, era inmortal, adoraba festejar mi cumpleaños: era lógi
co que sus palabras me sonaran a hueco. Más si observaba a
mi madre. ¡La gran artífice! Nunca en mi vida conocí a una
persona que disfrutara tanto el hecho de cumplir años. Creo
que no habría vacilado un solo minuto si le hubieran dado la
posibilidad de publicar una invitación en la portada de los
principales diarios de Buenos Aires.
Era algo exasperante, como verla bailar, o justamente por
eso, porque no hacía otra cosa que bailar alrededor de un
m ontón de personas que disponían de nuestra casa como si
fuera a demolerse al otro día.
M i madre festejó siempre por partida doble: primero una
reunión para la familia, un almuerzo con agua mineral, vino
blanco y canapés, algo muy sobrio, íntimo, decía ella, pero la
verdad es que todo tenía un vago aspecto de equidad malogra
da como las butacas de los teatros. Y por la noche, el gran
acontecimiento: la Navidad de los Enríquez era un velorio
comparado con las reuniones que mi madre organizaba Sólo
para amigos; si bien esto último, en ella, significaba un puña
do de personas conocidas una semana, un día, una hora antes
de que la puerta quedara cerrada sin llave. Solía pegar un car-
telito en la puerta:
El timbre no funciona.
Por favor, entre directamente y cierre la puerta.
Por supuesto que no era cierto; Francisco jamás se hubie
ra permitido vivir en una casa sin timbre. El cumpleaños de
mi madre era un acontecimiento multitudinario que se pro
pagaba como la peste; caravanas de botellas traían de la mano
a parejas, mujeres y hombres solos con caras de felicidad a lo
Malcom Lowry en Dollarton. Es extraño, intento retener una
imagen de Francisco en medio de aquella vorágine y no lo lo
gro. Sé que ahí estaba, lo siento, pero no puedo atraparlo, se
me escapa detrás de la radiante impunidad de una lamparita
cubierta con papel celofán color verde; se pierde como tantas
cosas que se perdían o robaban al finalizar la fiesta. Sólo al
canzo a aprehender su quietud de remanso a la mañana
siguiente, su calma estoica al reparar en los objetos faltantes
o los daños que, como cañerías viejas, comenzaban a mani
festarse pasados los quince o veinte días, que era, además,
cuando se hacía más notorio que su cumpleaños había pasa
do inadvertido otra vez: eclipsado por el festejo rutilante de
mi madre.
— No hace falta — me contestó la última vez que le pre
gunté, mientras él barría y yo juntaba con la pala los restos de
lo que fuera un brindis contrariado— . Tu madre cumple
años por los dos.
¿Esa era la verdad? ¿Tan simple? Francisco dejó de festejar
su cumpleaños para no verse obligado a materializar en pala
bras la diferencia de edad que existía entre mi madre y él.
Todo lo que no se nombra, sencillamente, no existe, pienso.
¿Pero realmente existía esa diferencia? Francisco era menor
que mi madre, es cierto, pero, paradójicamente, no era más
joven. Nadie puede ocultar su edad cuando la merece. Fran
cisco no necesitaba fingir la edad que tenía; y si mantenía su
bigote rubio no era por afán de parecer mayor sino para ocul
tar una cicatriz. Tal vez sólo las mujeres, sus dientas, intuían
que se transparentaba un hombre joven detrás de esa prime
ra impresión que despertaba su voz gastada por el tabaco,
detrás de las arrugas como jirones de angustia arañando los
párpados ligeramente caídos, o su temprana calvicie, y el bra
zo izquierdo, algo debilitado pero no menos orgulloso (por
que él lo mostraba cuando intuía un gesto incrédulo, cuando
era necesario arremangarse para que vieran el ancla tatuada
con tinta china, la cicatriz serpenteando la carne, tornando
imprescindible su tono sarcástico para comprender la historia
de un tatuaje arruinado por lo que él denominaba una heri
da de guerra), detrás de sus manos anchas y pesadas como las
de El Caballero Rojo, pero cuarteadas como si hubieran cre
cido a la intemperie, huérfanas. Manos lastimadas que a na
die le llamarían la atención porque estaban en perfecta armo
nía con su trabajo. Aunque no siempre debió ser así, por lo
menos no cuando recién terminó el Curso de Gasista M a
triculado en el Instituto Mariano Polledo y aún no tenía nin
gún cliente, ninguna experiencia que le indicara que las amas
de casa cuando contratan a un plomero, o a un pintor, no
pueden evitar mirar las manos de quien será portador de con
fianza y dinero. Quizá porque solamente tenía las manos de
quien ha superado todas las desventuras que suele traer un
oficio, porque tenía las manos de un hombre que ha sido tra
bajado por la experiencia, pero no tenía ninguna, ningún
cliente, prácticamente ninguna herramienta exhibió en sus
primeras tarjetas de presentación el único título del cual se
sentía realmente orgulloso: haber combatido en la guerra de
las Malvinas.
Me acuerdo de lo feliz que estaba la primera vez que me
mostró la tarjeta, tan impaciente por leérmela como si la hu
biera mandado a hacer para mí. Me regaló una, todavía la
conservo.
FRANCISCO MARTOY
GASISTA MATRICULADO
ARREGLOS EN GENERAL
Veterano de Guerra. Matrícula de Revista N 9 9 7 1 -1 .
Expedida por la Marina de Guerra Argentina.
Portaaviones A.R.A. 25 de Mayo. Dep. de Armamento.
1 ............................................................................. I X
2 ............................................... 1 5
3 ...............................................M
4 ...............................................33
5 .............................................. 45
6 ............................................... 5 6
7 ..................................................... 68
8 ........................................................ 78
9 ...............................................9°
10 ....r........................................102
1 1 ..............................................1 1 5
1 2 ................................................... 1 2 7
13 .................................... r37
14 .................................................145
1 5 ................................................... 1 6 1
Esta edición
de i .00 0 ejemplares
de Cuando te v i ca n
¿c Sebastián Basualdo
se term inó de im prim ir
el 7 de octubre de 2008
en Encuadernación
Latino A m érica S .R .L .
Zeballos 88 5, Avellaneda,
Provincia de Buenos Aires»
A rgentina