Basualdo Sebastian - Cuando Te Vi Caer

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Una tarde, Lautaro Nogán, el joven protagonista

de esta novela, descubre que su madre le es infiel


al hombre que él más admira: Francisco, excom­
batiente de la guerra de Malvinas y héroe que ha
suplido la ausencia de su padre biológico. La
imagen de esa mujer subiéndose al auto de otro
hom bre es el prim er eslabón de una cadena de
acontecimientos que el muchacho enhebra para
entender el repentino derrumbe de la ficción de
familia que otros habían edificado a su alrededor.
C uando te v i ca er es una novela cimentada en
los fracasos: el fantasma de una guerra perdida, el
entresueño de una década olvidable — los ‘9 0 en
Buenos Aires— , el deterioro de las convenciones
familiares y sociales de clase, la vulnerabilidad de
un universo masculino en decadencia. C on ese
telón de fondo, Sebastián Basualdo construye su
primera novela, una historia de barrio, cruda, vio­
lenta y entrañable.

¿ ) BA JO LA LU N A
Fon»; Valentina KrKix»

S eb astiá n B asu ald o ru ció en B uenos A ires. lis p ro ­


fesor d e C astellan o , L iteratu ra y L itín . H a p u b lic a ­
do el lib ro de cuen to s breves 1m m u jer q u e m e llorii
p o r den tro (2 0 0 1 ). C uando te vi ca er es su p rim era
novela.
Sebastián Basualdo

CUAN DO TE VI CAER

BAJO LALUNA
Basualdo, Sebastián
Cuando te vi caer - la ed. - Buenos Aires: Bajo La Luna, 2008.
176 p.-, 2 1,5 x 13,5 cm.

ISB N 9 7 8 - 9 8 7 - 9 1 0 8 - 5 7 - 4

1. Narrativa Argentina. I. Título


CD D A86j

© Sebastián Basualdo, 2008

© b ajo la lu na, 2008


P je. A n íb al Troilo 988 2 ° C
C i 1 9 7 A B B Buenos Aires
R epública Argentina
ww w .bajolaluna.com

ISBN 9 7 8 -9 8 7 -9 10 8 -5 7 -4

Q ueda hecho el depósito que establece la ley J 1.7 2 3


Impreso en Argentina

P ro h ib id ] la reproducción parcial o total sin perm iso escrito d e la editorial.


T od os los derechos reservados.
a Mercedes
a Ana Inis
a Florencia
a Marcos
Contemplando desde afuera el transcurso de mi vida, me doy cuenta de
que no tiene un aspecto muy feliz. Sin embargo, me asiste menos razón
todavía para considerarla desdichada, a pesar de todos los errores come­
tidos. Pensándolo bien, es realmente cosa necia indagar asi ¡a felicidad
o la adversidad pues me parece más difícil renunciar a los días más pe­
nosos de m i vida que a todos los alegres unidos. Si la vida humana es­
triba en aceptar conscientemente lo ineludible, saborear a fondo lo
bueno y lo malo, y conquistarse además de la suerte exterior un destino
intimo, más esencial y no del todo fortuito, se puede decir que m i vida
no ha sido ni mezquina ni mala. Si el hado pasó por encima de m i
como de todos, inevitable y decretado por los dioses, mi destino interior
ha sido, sin embargo, obra mía, cuya dulzura o acritud me correspon­
d e a m i mismo y cuya responsabilidad estoy decidido a asumir yo solo.
H. H e sse
Ten/a quince años cuando descubrí que engañaba al hombre
que yo más admiraba en el mundo, y no sólo por tratarse del
padre que me había elegido, o acaso fuera justamente por eso,
porque me había inculcado un respeto feroz hacia ese hom­
bre que, sin ser mi padre, afrontó como un héroe la obliga­
ción de criar a un niño poco después de regresar de la guerra
de las Malvinas.
Aquel sábado a la mañana, cuando la reconocí, ella estaba
parada en la esquina de la plaza, frente al hospital Zubizarreta.
No sólo tenía una mezcla de cansancio e inquietud en su
manera de esperar, había algo más: todo su cuerpo parecía
denunciar la tardanza de una persona. Sólo le prestaba aten­
ción a los automóviles. Y ahora yo estoy ahí, mirándola como
un guardabosque sorprendido, incapaz de evitar la propaga­
ción del fuego, o hasta algo peor, ya que estoy seguro de que
hubiera bastado con levantar una mano para que me viera, y,
sin embargo, me oculté en un kiosco, mejor dicho: detrás de
una máquina rellena de ositos de peluche.
No creo que pueda acercarme otra vez a ninguna de esas
máquinas tragamonedas sin que su imagen regrese a mí tal
cual como la vi vestida aquella mañana de sábado. Recuerdo
que llevaba una pollera oscura, apenas por encima de las rodi­
llas, y las botas de cuero, que Francisco le había regalado para
Navidad; tenía también una blusa de color rosa que nunca le
había visto antes y una carrera pequeña y liviana como una
insinuación asomándose desde su cintura. Vulgar; esa es la
palabra que me impide decir que todo en ella me resultó a su
vez familiar y ajeno. No sólo me molestó verla vestida de esa
manera, era el lugar pero también la hora, y el hecho de que
yo la había visto, no hacía mucho, amanecida de bata y moles­
ta, enjuagando una taza con leche que tuve que rechazar por­
que llegaba tarde a un partido de fútbol. No es fácil de expli­
car. Acompañada de Francisco no me hubiera molestado que
se vistiera de ese modo, pero al estar sola todo en ella cobraba
un nuevo sentido. Había una provocación innecesaria en sus
gestos, en la impunidad de sus gestos que tal vez...
Hace años que tengo un sueño recurrente: quiero hablar
de ella, siento la necesidad imperiosa de contarle a alguien lo
que vi aquella mañana pero apenas comienzo a hablar me
encuentro en un vagón en penumbras. M iro a mi alrededor:
hay un solo asiento. Yo no estoy sentado, por el contrario,
camino cada vez más de prisa, nervioso, y, por cada vagón
que recorro, me alcanzan un montón de sensaciones: soy
aquello que ella no quería mirar, la impaciencia en sus ojos,
soy un pensamiento que reverbera filoso, la hoja de plátano
que corrió a un lado con la punta de su bota izquierda, el
cuero inexpresivo de su bota ignorando la mirada de un auto­
movilista que sonreirá lo inconfesable, soy la hora suicida
arrojándose desde su muñeca, el sonido estridente de un dis­
paro de revólver sobre mi vergüenza, soy la canilla que quedó
goteando en casa, soy la obligada taza con leche y el partido
de fútbol que no jugué, lo último que pensé antes de cruzar
la calle, soy todo eso y acaso más en el momento exacto en
que ella sonríe y levanta una mano y acomoda la cartera
delante de su vientre para acercarse a un automóvil que esta­
cionó en doble fila.
Ya no es un sueño; la puerta del acompañante se abrirá en
cualquier momento, pero antes, levemente, ella se asomará a
la ventanilla, golpeará el vidrio y saludará: su mano ensom­
brecerá la fresca expresión de su cara. Ahora es cuando defi­
nitivamente se abre la puerta, entonces ocurre algo: vacila, sí,
y entre los segundos que tarda una puerta en abrirse o una
sonrisa en apagarse, ella miró hacia una esquina y luego hacia
la otra, nunca hacia donde yo estaba escondido; y fue tan
torpe, tan asqueante su manera de mirar hacia un lado y al
otro, que yo también quise con todos mis quince años que de
una buena vez se metiera dentro del automóvil y se fueran.
Cuando el automóvil arrancó, luego de que ella lo besara en
la boca, sentí tanta vergüenza que me puse a llorar: el estóma­
go se me hizo un nudo al ver que la ventanilla del conductor
comenzaba a bajar maquinalmente mientras se detenían...
Fue el silbato lo que me desconcertó. No podía creer lo que
estaba por suceder: la presencia del policía me aterrorizó sal­
vajemente. Temblé. Recuerdo que temblaba agazapado en mi
sufrimiento mientras los dos bajaban del automóvil. Un
taxista curioso aminoró su marcha, luego esquivó confiado y
se perdió abandonando una estela de personas desesperadas
por saber lo que estaba sucediendo. Un espectáculo lamenta­
ble, terriblemente patético. Y ya veo que algunos chicos con
sus bicicletas señalan al policía y también a ella. Siento un
escalofrío. O acaso es lo que experimento ahora al recordar
un puñado de curiosos; porque lo que realmente sentí en
aquel momento fue vergüenza, una vergüenza profunda,
parecida al sufrimiento. M uy distinta a la que pueden sentir
los adultos. Ella había mirado hacia las esquinas porque le
hubiera causado vergüenza que la vieran, no lo que hacía. Y
ahora gritaba y hurgaba dentro de su cartera. No podía abrir­
la; se encontraba tan nerviosa y tan sola frente al policía que
yo no pude hacer otra cosa que pensar algo terriblemente
absurdo: respirando hondo, me dije que el policía se daría
cuenta de que era uruguaya. La van a llevar detenida por uru­
guaya, pensé, recordando las palabras del tío Migliano. Por­
que sabía lo que le hacían a los extranjeros, especialmente a
los peruanos y a los bolivianos, una vez que les pedían los
documentos. Mi tío Migliano lo había contado en casa, du­
rante la sobremesa de un domingo. Apenas mi tío y yo nos
quedamos solos le pregunté horrorizado si a los chilenos les
hacían lo mismo, y no me contestó. Le pregunté por los para­
guayos y tampoco me contestó nada. Entonces le pregunté si
había olvidado que mamá era uruguaya. Recuerdo lo que dijo
y su carcajada grosera, su carcajada manchada de olor a vino:
-L os uruguayos no existen — dijo. Y luego agregó— : Ser
uruguayo es un estado de ánimo.
Relacioné la presencia del policía con los documentos de
mi madre. A l respirar hondo, de alguna manera manifesté el
alivio de haber encontrado una causa, un motivo, una ver­
dad. La necesitaba por absurda que fuera. Hablar de ingenui­
dad o desesperación no tiene mucho sentido, no importa ya.
Sé que fue aquel sábado a la mañana cuando perdí definitiva­
mente la ingenuidad. Nadie podrá imaginar nunca de qué
manera las palabras estallaron sobre mis quince años. Escu­
cho las risas de aquellos dos hombres y de repente lo com­
prendo todo, absolutamente todo: el policía había confundi­
do a mi madre con otra clase de mujer. Entonces lo dije yo
también; con la mirada del mundo grité furioso lo mismo
que uno de los hombres le había dicho al otro tan despreocu­
padamente segundos antes de entrar en el kiosco. Y salí co­
rriendo.
Escribir sobre lo que vemos o escuchamos, lejos de desnudar
una verdad, puede crear una realidad paralela hecha sola­
mente de palabras. Hoy lo sé; pero ya es tarde. Recuerdo que
aquella Navidad cenamos al aire libre. Era una noche calu­
rosa. Nadie hablaba. A veces se oía el sonido de los cubier­
tos al rozarse y de los cubitos de hielo precipitándose dentro
de los vaso como quien arroja dados ya sin suerte; alguna
que otra risa, también, proveniente de la calle, rápidamente
cegada por el estruendo de un petardo junto a un grito, o la
alarma de un automóvil. A veces ni siquiera eso lograba me­
terse por las grietas del silencio.
Cuando el reloj de la cocina dio las doce de la noche,
Francisco buscó mi complicidad bajo un cielo electrizante de
luces multicolores, brindis y gritos. Tenía el revólver en la
mano cuando me dijo tan fríamente:,
— Vamos a hacer un poco de ruido.
No recuerdo quién arriesgó un comentario sobre lo trági­
cas que resultaban las balas perdidas — mi abuela Paula, mi
madre quizá— , pero Francisco no contestó nada; se limitó a
estirar la mano como si fuera a salvarme de un inminente
naufragio y enseguida los miró a todos con una mezcla de
desafío y malhumor. Parecía querer decir: «Estoy en mi casa,
y al que no le guste, ahí tiene la puerta».
Se irían, sí, unas horas más tarde, por algo que hice y no
debí hacer nunca.

•í
Pero antes, Francisco y yo caminaremos lentamente hasta
llegar a una claraboya de vidrio que había en el centro de lo
que nosotros llamábamos la terraza. En rigor no lo era; todo
parecía indicar que el proyecto original del propietario de la
casa, el señor Botbol, fue construir un edificio de no más de
tres o cuatro pisos. Malogrado el proyecto, lo que debió ser
el garaje se convirtió en un depósito para su mercadería
(fabricaba tapitas de plástico de todos los tamaños y colores)
y así fue como en el techo de ese galpón, al fondo, se termi­
nó edificando una casa cuya particularidad estribaba en
poseer un patio delantero enorme y cómodo si no fuera por­
que en el centro había una claraboya de techo de vidrio a dos
aguas, extremadamente peligrosa hasta el día que Francisco
soldó unos fierros de protección.
Muchas veces debía esperar toda una semana para que los
obreros me devolvieran la pelota que yo deliberadamente
arrojaba con el solo fin de observar el interior de ese galpón
lúgubre donde reinaba la oscuridad con sus cientos de bol­
sas apiladas. El galpón me fascinaba, como toda cosa prohi­
bida. Los obreros eran bastante indulgentes conmigo; me
permitían acceder hasta donde agonizaba la luz, ni un paso
más, es decir dos o tres metros después de la persiana metá­
lica que daba a la calle.
El señor Botbol, que los sábados por la mañana solía to­
mar un café con mi madre mientras se descargaban los ca­
miones, complaciente con mi pedido, se asomaba por la cla­
raboya y gritaba:
— ¡Ernesto!
Y desde las entrañas húmedas del galpón retumbaba:
— ¡Al hijo del inquilino se le cayó la pelota!
Y entonces, Ernesto, el capataz, me abría la puerta del
galpón, sonriendo. Pero eso fue al principio, cuando no
hacía mucho que vivíamos en Villa del Parque. Si lo mencio­
no es porque recién ahora comprendo cuán íntimamente
enlazados estuvimos por medio de la violencia, lo que hici­
mos sin saber que lo estábamos haciendo juntos, lo que fue
para mí ese galpón y lo que significaba para Francisco.
Muchos meses después de aquella última Navidad, la
mañana misma en que descubrí que mi madre lo engañaba,
tenía yo que recordar nada más que lo brutal de ese mom en­
to: un hombre desencajado disparándole a un espectro que
fuera a su vez su propia sombra, el negro metal del revólver
reverberando sobre las gotas de sudor que le arrancaban todo
vestigio de inocencia a su sonrisa. Para sorpresa de todos,
Francisco no disparó hacia el cielo sino al galpón: dos dispa­
ros breves, secos, al corazón mismo de la oscuridad. Luego,
mientras el silencio sangraba, puso el revólver entre mis
manos, corrigió la postura y me dijo al oído:
— Pensá en alguien que odies.
Disparé y regresamos a la mesa junto al abuelo y el tío
Migliano, que aplaudía diciendo:
— ¡Bravo, bravo!
Seguramente con el propósito de aflojar la tensión del
ambiente.
— Valiente el pibe, valiente.
Y comentando la grata sorpresa que se llevaría el señor
Botbol al encontrar las bolsas desechas, nos sirvió sidra a los
dos. C om o nadie dijo nada, levantó su copa y agregó que las
mujeres se habían ofendido. -
— Mucho — dijo Francisco.
El tío Migliano dijo que sí, efectivamente, era mucho; y
estirando el cuello, bebió de un trago la mitad de lo que me
había servido. Brindamos.
Fue en ese momento cuando mi madre dijo:
— Lautaro, vení a abrir tus regalos.
No recuerdo lo que me regalaron ese año. Paula, mi abue­
la, no hacía obsequios fuera de los cumpleaños. La Navidad
para ella era una obligación irrisoria; creía menos en Dios
que en la familias congregadas para celebrar el nacimiento de
su hijo y no tenía ningún prurito en manifestarlo cada vez
que se le brindaba la oportunidad. Eso sí: se encargaba una
buena cantidad de whiskys paganos y por dos o tres horas
podías verla bailar tan enérgica como una bacante en una
celebración dionisíaca. Cuando se cansaba, saludaba a quie­
nes pudieran verla y se acostaba a dormir. Al otro día era la
primera en levantarse: se preparaba el mate amargo, se sen­
taba en una reposera junto a los jazmines del cabo y fuma­
ba, fresca y silenciosa, sus prohibidos cigarrillos.
En cuanto a mi abuela Luisa, tengo que decir que sus rega­
los siempre resultaban anacrónicos. Puedo asegurar que jamás
supo mi edad ni creo que le importara en lo más mínimo.
Necesito aclarar algo: nunca valoré un regalo por lo que cos­
tara, pero un niño intuye si se pensó en él o, si por el contra­
rio, se priorizó la urgencia de llevar algo, el no llegar a la casa
con las manos vacías; un niño intuye con una lucidez aplas­
tante si el dinero siempre escaso, huraño, difícil, se evaporó en
las manos de un vendedor cuyo color de ojos no se recuerda
nunca debido al apuro. Nadie debería regalarle nada a un
niño que no esté envuelto en un grueso papel de colores
maravillosos. Recuerdo muy pocos regalos; pero aún dura en
mí la aspereza de todos aquellos papeles y lo mucho que siem­
pre me costó romperlos en pedazos, lo que quise y a todo lo
que renuncié en el momento exacto de levantar un paquete.
Lo demás es accesorio. Poco importa la cantidad de dinero
que se gaste, lo importante, lo que verdaderamente importa,
es demostrarle a la persona que se ha pensado en ella, y eso
exige tiempo, no dinero, un tiempo que a veces no estamos
dispuestos a sacrificar porque olvidamos que momentos co­
mo esos son los que colman cualquier infancia.
Luisa debía creerse obligada a traerme algo, todas cosas
inútiles por otra parte, difíciles incluso de justificar ante la
mirada despectiva de un jovencito que ya tenía novia. Lo
que ella debió ignorar siempre era que a mí me importaba
muy poco su regalo; si me fascinaba verla en casa, aunque
sólo fuera para Navidad, era porque a tres o cuatro metros
de distancia se encontraba mi Caballero Rojo. Se llamaba
Juan Francisco Martoy. Era robusto, de enigmáticos ojos
verdes y nariz golpeada y gruesa como la de un púgil que
renunció a parecerse a sí mismo y con los años se acostum­
bró a que la prom inente calvicie le diera un vago e injustifi­
cado aspecto monacal. Tenía manos pesadas y anchas. Pre­
fería sonreír a las palabras breves y luminosas. En las conta­
das ocasiones en las que nos dejaron solos, lo que menos
hacíamos era hablar con palabras. Utilizábamos el lenguaje
de los cuerpos:
— ¿Un poco de boxeo, pibe? — me preguntaba con una
sonrisa socarrona.
Diez m inutos eran suficientes para que los dos saliéramos
igualmente reconfortados. Al rato, absoluta y naturalmente,
yo dejaba de existir para él. Adm iré a mi abuelo profunda­
mente y lo quise en el más absoluto de los silencios. Lo res­
petaba de una manera exagerada en relación a estos tiempos
que corren, donde la exageración y el respeto no dejan de ser
otro grave síntoma de frivolidad. De su vida conocí muy
poco, casi nada, pero lo que supe, lo que todavía sé hasta hoy
y no ha cambiado, es que mi abuelo fue El Caballero Rojo:
un hábil luchador de Titanes en el Ring.
Falleció unos días después de Navidad. No me perm itie­
ron ir al velorio; dijeron que me causaría un dolor innecesa­
rio. Lloré y rogué pero no sirvió de nada. Quizá tuvieran
razón. Lo que ellos no sabían ni podían imaginar era que yo
no deseaba otra cosa que pedir perdón por lo que había
hecho. Tenía la sensación de que se había cometido un ase­
sinato, y había un solo culpable.
Recuerdo lo que mi abuela Luisa le dijo a mi madre cuan­
do llegaron del cementerio.
— Juan estaba terriblemente angustiado. Yo no le dije a
mi hijo que su padre lloró. Él no quiso defender a Julián,
todo lo contrario, pero era Navidad, Cora, una fiesta de
familia... No entiendo, te juro que no entiendo lo que le
pasó por la mente a Francisco. Yo le dije a Juan que tenía que
hablar con su hijo, que no podía ser que siguieran disgusta­
dos. Discutimos muy fuerte. Al rato me fui a la cocina y pre­
paré el almuerzo. No quiso comer nada. Volvimos a discutir.
Juan se fue a acostar y yo me fui a la casa de Pochi a jugar a
las cartas. Cuando regresé y lo vi ahí...
Muerto. Esa es la palabra que nadie se atrevió a pronun­
ciar nunca. La imposibilidad de Luisa las ligó a un silencio
difícil y oscuro, luego sobrevino un llanto profundo y yo no
fui capaz de quedarme detrás de la puerta del dormitorio.
Nunca lloramos lo suficiente a las personas que nos han
dado todo. Esa es la última deuda que los muertos saldan
por nosotros. Pasaron varios días hasta que comprendí lo
que Luisa le había querido confesar a Francisco por medio
de mi madre: aquel hombre grandote, de manos sólidas y
sonrisa afable, murió sin entender por qué razón su hijo, por
el que tenía una predilección especial, un orgullo firme, fres­
co y perdurable como el mármol debido a su participación
en la guerra de las Malvinas, en el que exaltaba el valor por
asumir un destino, su hijo, la luz de sus ojos como dijo Luisa
aquella tarde desconsolada de silencios y explicaciones vanas,
su propia sangre, lo había echado de su casa la noche de Na­
vidad...
¿Cómo llegué a esto? ¿Qué deuda creo estar saldando?
Sucedió mientras saludaban a los vecinos. Para entonces
la música ya se había enredado entre las piernas de las muje­
res, y el ambiente renovado y festivo era una demostración
de lo que son capaces de hacer cuando lo creen necesario.
Nadie era ya el que había sido durante la cena. Supongo que
los regalos fueron una fuerte influencia, por no decir un
interés común: las botas para mi madre («Son de cuero bue­
no, Cora», recuerdo que le dijo Francisco apenas la vio son­
reír), soleros de colores claros y ambiguos para mis abuelas,
el par de aros enchapados en oro para mi tía M irta... Así fue­
ron siempre las fiestas; el árbol de Navidad era apenas la
sombra desganada de un icono de plástico y había rutinas:
saludar a los vecinos después de las doce de la noche.
Bajaríamos todos, excepto mi abuelo.
— Yo me quedo, vayan ustedes tranquilos — fue lo que le
dijo a Luisa, que motivada por la curiosidad más que por
necesidades afectivas no insistió demasiado.
El recorrido podía abarcar toda la vereda o apenas unas
casas. Dependía de si la gente se quedaba o no en el barrio.
— Doña Blanca se ha ido a pasar las fiestas a la casa de su
hija — fue lo que le dijo finalmente mi madre a Paula cuan­
do ya éramos los últimos entrando en la casa de los En-
ríquez.
Cuando cerré la puerta alguien me gritó que no, que por
favor la dejara abierta. Los gritos comenzaron a fugarse deses­
peradamente. Éramos muchos. Parecía increíble que pudiera
caber tanta euforia en un lugar tan pequeño. Recuerdo una
pareja: Alfonso y su novia, el hijo mayor de los Enríquez; bai­
laban pero no seguían el ritmo de la música. Eran buena
gente. Ricardo Enríquez tenía el mismo oficio que Francisco,
sin envidias. Los muchachos, como su padre los llamaba, no
tenían oficio pero sí novias nubiles que se dedicaban a cebar
mate mientras cuatro manos convergían isócronamente
durante incansables horas para mejorar lo inmejorable de un
Torino.
Me acerqué a la mesa: comida en abundancia y de todas
las estaciones del año; botellas vacías y vasos con lápiz labial
sobre sus bordes, una vela roja sobre el mantel salpicado y
una considerable variedad de corchos exhaustos.
Mi madre estaba sentada junto a Francisco, que a su vez
conversaba con Esteban. En realidad Francisco solamente
escuchaba, o eso parecía, mientras el menor de los Enríquez
gesticulaba y hacía maniobras imposibles con sus brazos. Ni
bien me paré junto a mi madre, Esteban detuvo bruscamen­
te su relato, y, mirándome a los ojos, concluyó:
— Al final me di cuenta: era el carburador.
Mi madre me miró. Tenía en la mano un vaso y en la
otra, con la palma extendida y hacia arriba, un paquete a
medio abrir.
— ¿Y eso? — pregunté. Me miró otra vez, sonrió, y dijo
que sí con la cabeza— ¿Qué es eso? — y señalé con el dedo.
Cuando por fin advirtió mi pregunta, acercó su boca a mi
oído. No fue el movimiento enfático lo que me alejó de ella,
sino su aliento fuerte, agrio. Dijo:
— Un regalo de la señora de Enríquez.
— Ah...
— Sí.
— ¿Y qué es? — insistí— : ¿Qué te regaló la señora?
Levantó unos centímetros el paquete, lo miró detenida­
mente y lo estrujó diciendo:
— Una bombacha rosa.
No supe qué decir. Miré a mi alrededor: las luces se des­
vanecieron lentamente sobre una canción antigua que cono­
cía por mi madre... Put y o n r h ead on m y shoulder, de Paul
Anka; porque ella escuchaba ese tipo de canciones cuando
limpiaba. Corrieron la mesa hacia un costado: el living se
convirtió en un trilladera de piernas y miradas pecaminosas.
El ambiente se tornaría tan pegajoso que lo mejor que podía
hacer era irme, escapar. La miré: no podía evitar moverse. La
música siempre la atrajo.
— Me voy a casa — le dije.
— ¿Qué?
— Que me voy a casa.
— Está bien, andá.
Dejaré a mi madre balanceándose como un péndulo: mal
augurio. Siempre detesté que bailara. Sólo busca que la
miren, y lo logra, no sé cómo, pero lo logra siempre.
El viento había cambiado. La luna, distante y a la vez con­
templativa, era una brújula para los que habían perdido el ca­
mino verdadero. Los chicos insomnes, mientras sus padres se
embrutecían de nocturnidad y alcohol, acomodaban botellas
vacías en el medio de la calle y encendían sus cañitas volado­
ras. Los menos osados, porque los otros, en cambio, reventa­
ban petardos sobre los portones de las casas y luego corrían
despavoridos pero orgullosos de que Villa del Parque queda­
ra vibrando como una copa de vino sobre un piano desafina­
do. Oí, a lo lejos, la sirena de una ambulancia. Abrí la puer­
ta de mi casa sin necesitar la llave. Mañana, si llega a faltar
algo, se van a acusar unos a otros, pensé; casi en el mismo ins­
tante en que vi a mi tío Migliano: estaba por bajar el último
escalón que le permitiría llegar al descanso de la escalera.
Apenas se sostenía del pasamanos. Cuando por fin apoyó los
pies sobre el descanso, levantó la cabeza y se quedó mirándo­
me con una desconsolada actitud de entrega. Tenía que ayu­
darlo. El tío Migliano estaba tan ebrio que, por hábil que
fuera, no lograría nunca realizar la hazaña — bajar otro esca­
lón— sin partirse, por lo menos, la nariz. Pero eso no lo
pensé hasta que intenté encender la luz y me atravesó su voz,
mejor dicho: el modo en que me pidió que por favor no la
encendiera. Me asusté. Aquella voz no era la suya. Pero si era,
entonces la había perdido hacía ya muchos años. Era la voz
sibilante de un niño metida en el cuerpo de mi tío Migliano.
Abrí aún más la puerta y la luz lunar trepó como agua diáfa­
na por la escalera hasta encender la expresión difícil de su ros­
tro: sonreía. Debo decir que terminó de bajar la escalera
lenta, trabajosamente, pero no como quien bebió de más e
intenta disimularlo, sino como quien carga una tabla rasa
sobre su espalda y lo único que desea es bajar de un modo
decoroso y sin aspavientos.
— Lo ayudo, tío — recuerdo que le dije.
— ¿Dónde está Mirta? — preguntó, y apoyó rápidamente
una mano sobre mi hombro.
M i tío Migliano, pobre hombre en sueños, guitarrista lu­
nático, borracho melancólico, me hizo esa pregunta sonrien­
do constantemente. Comprendí que algo andaba mal: si él no
había bajado con nosotros, si en ningún momento había esta­
do en la casa... Recién cuando me apretó con fuerza el hom­
bro, le dije tan rencoroso:
— Están en la casa de los Enríquez.
Subí la escalera y lo primero que vi debajo del cielo fresco
como un mural recién trabajado fue a mi abuelo. Estaba
recostado sobre el respaldo de la silla con los brazos cruzados
y el mentón caído hacia abajo: dormía. Sobre la mesa relucía
una copa vacía y un plato con una porción de pan dulce.
Antes de entrar en el baño, me pareció ver que una sombra
cruzaba rápidamente el pasillo. La puerta estaba abierta...
Entré: eso estaba ahí. Pensé que no iban a creerme y decidí
encerrarme hasta que llegaran: tenían que verlo con sus pro­
pios ojos. Me asomé por la ventanita; abrí la celosía y lo vi a
mi abuelo, seguía durmiendo, imperturbable. El respaldo de
la silla no lograba abarcar la elocuencia de su espalda. No se
me ocurrió despertarlo. ¿Qué hubiera hecho? Evitar todo lo
que sucedió, sin duda. Me hubiese hablado largamente sobre
la enfermedad del tío Migliano con el tono y la cautela de
quien sabe dirigirse a una mente inferior y peligrosa; a un
jovencito que de tanto vivir entre adultos aprendió a interpre-
tar los códigos, a completar las frases y a simular como un
gran actor un sueño repentino para escuchar una conversación
sin que nadie lo perturbe o desconfíe. Yo tenía esa edad en la
que se cree saber todo, y actué de un modo irresponsable.
Había que callar, pero no por mi tío, no justamente por ese
hombre delgado, alto y de rasgos gruesos que usaba el cabello
muy corto — incluso después de renunciar a la policía— , y
cuyas tempranas canas contrastaban demasiado con su mane­
ra de ser. Porque Julián Migliano no toleraba una conversa­
ción seria por más de quince minutos: se aburría rápido.
Recuerdo que había ocasiones en las que se lo encontraba
exultante, optimista, sin ningún motivo aparente, y entonces
contaba anécdotas fantásticas que carecían de importancia.
Otras veces nos recibía en pijama y almorzaba sin dirigir­
nos la palabra, absorto frente a la pantalla de televisión. Al
cabo del almuerzo, desaparecía súbitamente: se acostaba a
dormir la siesta. Si estaba de buen humor, rasgaba la guitarra
y cantaba durante horas. Una de sus canciones preferidas: El
témpano. Recuerdo de qué modo pretendía imitar la cadencia
de Baglietto, con qué abnegada admiración enfatizaba esa
estrofa que dice: «Me pego un tiro con una palabra que algu­
na vez me fue tan transparente». Cantaba bien y era realmen­
te bueno con la guitarra. A los veinte años debió parecer un
hombre de talento y lleno de futuro; seguramente inspiró un
desmedido amor a las muchachas del barrio y más de una
habrá sentido el despecho de no ser correspondida. Pero con
el tiempo aquel joven dueño de un gran potencial artístico se
fue gastando hasta convertirse en lo que había sido siempre
debajo de ese mismo potencial: un inútil que sabía tocar la
guitarra y nada más.
— Es tan inútil que ni siquiera para la policía sirvió — re­
petía Francisco en la época que lo tomó de ayudante.
Un domingo, al cabo del almuerzo, levantó una copa de
vino y la hizo sonar con una cucharita para comunicarnos a
todos que estábamos en presencia de un hombre libre: son­
riendo dijo que había pedido la baja en la policía y estaba
decidido a aprender un oficio. Nadie habló ni se movió.
Sabían que mentía. Había una razón por la cual nunca dura­
ría en ningún empleo ni aprendería oficio alguno: del lugar al
que fuera, necesitaba llevarse un souvenir. Mientras fue poli­
cía era habitual ir a la casa y encontrar grandes cantidades de
bolsas de caramelos y otras cosas por el estilo, todas nimieda­
des del calibre de sus aspiraciones. Justificaba su botín con
una frase m uy recurrente y no menos desalentadora:
— Lindo operativo, che, mirá lo que nos regaló.
Cuando los operativos se terminaron, a mi tío ya no le fue
tan fácil justificarse.
Recuerdo la vez que me pidió que lo acompañara al alma­
cén; hacía calor y temían que se terminaran las cervezas antes
de que estuviera listo el asado. Cruzábamos la plaza cuando
se me ocurrió pedirle que me llevara a la calesita. Supuse que
diría que ya estaba grande para ese tipo de juegos, y, sin
embargo, aceptó pagar dos vueltas. El problema llegó cuando
quise una tercera.
— La última — dijo.
Pero ahora quería algo a cambio: la sortija. Amenazó con
dejarme ahí mismo y decirle a mi madre que me había esca­
pado si no lograba sacarla. Recuerdo perfectamente de qué
manera espantosa sufrí aquellas interminables vueltas: no dis­
fruté la música ni la repetición de las caras (mi tío sacudía
violentamente la cabeza cada vez que lo miraba), incluso tuve
que renunciar al caballo, y, sujetándome del fierro y en pun­
tas de pie, estiré el brazo todo lo posible mientras recitaba un
por favor para mis adentros. El hombre que manipulaba la
sortija debió darse cuenta de mi desesperación y me dejó atra­
par la última. No la gané, es cierto; pero me había ganado el
derecho a volver a casa. Cuando por fin se detuvo la calesita
le llevé la sortija a mi tío. Me besó en la frente y dijo que ade­
más de esa vuelta que me había ganado, compraría cinco
boletos más. Mientras él cumplía con su promesa, yo monté
a Pluto. Al rato, un señor con bigote grueso y oscuro, me
pidió la sortija. Le dije que se la había dado a mi tío.
— ¿Y dónde está tu tío?
Le respondí que estaba comprando los boletos. Me miró de
un modo extraño y bajó de la calesita. Al cabo de unos segun­
dos, el señor que retiraba los boletos regresó. Detrás venía mi
tío.
— ¿Dónde metiste la sortija?
No supe qué decir.
— ¿Dónde la metiste, Lautaro?
Lo miraba. •
— ¿No sabés que hay que devolvérsela al señor?
Gritó:
— ¡Dame la sortija!
— No la tengo.
— ¿Cómo que no la tiene? — preguntó el señor con bigote.
Me puse muy nervioso cuando me bajó de Pluto. Todavía
estaba agachado, revisándome los bolsillos, cuando gritó:
— ¡Ahora voy a tener que llevarte preso!
Poniéndose de pie le guiñó un ojo al señor e hizo el movi­
miento de buscar la billetera. Y lo hizo; sólo que el movimien­
to fue lo suficientemente enfático como para que todo el
mundo fuera capaz de apreciar la pistola que siempre llevaba
a la altura de los riñones. Abrió la billetera y en voz m uy baja,
dijo:
— Bueno, dígame: ¿cuánto cuesta la sortija?
No sé cuánto pagó por la sortija, pero lo que sí sé es que
mientras regresábamos a casa la sacó del bolsillo de su cam­
pera y la miró largamente como si se tratara de un artefacto
complicado. Luego me acarició el pelo diciendo que él me
quería como si yo fuera su propio hijo y que nuca se olvida­
ría del regalo que le había hecho. Como yo sabía guardar un
secreto me regaló dos pesos. Siempre había soñado con una
sortija, gracias a mí ahora la tenía. Así era el tío Migliano.
Con los años se fue apaciguando, es cierto, las cosas peque­
ñas ya no le interesaban. Pasó de ser un deptóm ano inofen­
sivo a convertirse en un ladrón irracional. Ya no quería el
cenicero del bar, ni le hacía feliz el tenedor de la mesa de un
amigo (o familiar), ni mucho menos su encendedor; le im­
portaba poco el portalámparas del palier de un departamen­
to o la vela encendida de una iglesia; no ansiaba ya la paten­
te de un automóvil cuyos primeros números había jugado sin
suerte a la lotería, ni la identificación del conductor de un
taxi, ni mucho menos agenciarse (cuando era policía viajaba
gratis en colectivo) otro martillito para su colección titulada:
«En caso de emergencia rompa el vidrio». Había perdido el
interés por los ejemplares gratuitos de la agencia inmobilia­
ria, y otra tijera de la peluquería debía resultarle muy arries­
gado. Cambió radicalmente. Uno entraba en su casa dispues­
to a encontrarse con las cosas más absurdas: un semáforo, por
ejemplo. A l parecer, lo había encontrado en el interior de un
volquete frente a una obra en construcción. Aquel semáforo
irradiaba una verdad vergonzosa en el interior del living; pero
lo único que parecía preocuparle a mi tío era lograr que los
tres colores se iluminaran. Aquella oportunidad la recuerdo
bien porque fuimos todos a su casa luego de que M irta llama­
ra por teléfono. M irta lloraba y Francisco tuvo que amenazar­
lo con una denuncia a la Municipalidad. Regresó el semáfo­
ro, no le quedó otro remedio; pero siguió creciendo, perfec­
cionándose silenciosamente.
Unos meses más tarde, en una cena, comentó al pasar que
había comprado una casita en el Tigre y esperaba que el fin
de semana entrante fuéramos todos a comer un asado. Al
principio no lo tomaron en serio y hacían bromas. Cuando
Migliano comenzó a dar descripciones precisas del lugar y mi
tía confesó no saber nada del asunto (muy improbable), deci­
dieron seguirle la corriente para comprobar hasta dónde era
capaz de estirar una mentira. Más tarde yo sabría que nadie
se atrevió a preguntarle cómo había conseguido la casa en la
isla del Tigre por temor a arruinar un plan que acababa de
nacer de las miradas.
Durante la semana Francisco habló por teléfono todas las
noches con su hermana para preguntarle si había logrado ave­
riguar algo. Estaba convencido de que antes del domingo
Migliano se sentiría acorralado y eso le haría recapacitar y
aceptar, primero a su mujer, luego al resto de la familia, que
necesitaba urgentemente un tratamiento psicológico.
Cuando llegó el viernes supimos que M irta no había podi­
do averiguar nada. Incluso parecía segura ella también de que
había una isla en el Tigre que les pertenecía casi por derecho
divino y estaba ansiosa por conocerla. Es extraño, nunca tuvi­
mos familiares por esa zona, no podía haber sucesiones ni
herencias de ningún tipo. Francisco llegó a preguntarse cuál
de los dos estaría más enfermo.
— Lo sabremos el domingo — concluyó.
El domingo, bien temprano, fuimos a buscar a mis tíos.
Tenían la alegría propia de quien realmente se ha comprado
una casa en el Tigre y desea estrenarla con los seres que más
quiere. Durante el viaje no se habló de otra cosa que de la
casa y del dinero que había que invertir para una muralla de
contención porque, según Migliano, el agua se adueñaba
cada vez más rápido de la tierra. También se habló de una
fiesta. En un momento dado, M irta comentó que había que
contratar un sereno permanente para evitar el robo de los
materiales. Al oír eso, Francisco la miró por el espejo retrovi­
sor. Supongo que ya no podía discernir de qué lado de la rea­
lidad se encontraba su hermana. Nadie podía asegurar que
estuviera fingiendo. Llegamos al Tigre; la lancha nos dejó en
el Museo Sarmiento. Luego de un largo camino anegado por
la incertidumbre, dimos por fin con la casa. El tío Migliano
no mentía; la casa existía y era exactamente como él la había
descrito. Sólo que, si bien comimos un asado y pasamos un
día maravilloso al aire libre, al caer la tarde se acercaron tres
hombres en una lancha y armados con escopetas nos ordena­
ron que dejáramos todo como estaba y nos fuéramos inme­
diatamente. Creo que no nos hicieron nada porque notaron
que éramos una familia de irresponsables con una canastita
de mimbre y nada más.
Y ahora me pregunto, abuelo, si usted hubiera sido capaz
de perdonarme. No sabía que las palabras son como dagas
que se alimentan de sangre y que para que los demás edifi­
quen su vida como pueden, otros deben callar, y es recípro­
co. No lo sabía, lo sé hoy, pero ya es tarde. Perdí la noción del
tiempo dentro del baño. Cuando oí los pasos en la escalera,
me asomé por la ventanita y vi a mi madre: subió el último
escalón, dejando caer la falda de su vestido largo con la pres­
teza ambigua de una mujer de la época victoriana. Francisco
venía detrás, sonriendo. Esperé unos segundos, luego abrí la
puerta.
— ¿Qué pasa?
— M irá — dije.
Y señalando su espejo de mano, que estaba apoyado en el
borde del lavatorio, disparé a quemarropa:
— Alguien se olvidó esto. -
Sin decir nada, mi madre intentó acercar la mano temblo­
rosa al espejo. Sólo lo intentó. Me miró a los ojos (el labio
inferior vibraba debajo de sus dientes manchados) y se llevó
una mano a la frente y otra al abdomen.
No le creí a mi madre, no le creí hasta que dijo:
— Decile a tu padre que venga.
Fui a la terraza. El Caballero Rojo dormía, abrigado por la
noche. Francisco no estaba. Regresé al baño y lo vi parado en
el mismo lugar donde había dejado a mi madre, que ahora
lloraba sentada en el borde de la bañera. Francisco rozó ape-

Ji
ñas un dedo húmedo sobre el polvo blanco y lo llevó a la
punta de su lengua. Luego se limpió la saliva con el pantalón
nuevo.
— ¡Andate! — me gritó.
Aunque no me lo dijera nunca, yo sé que siempre me cul­
paría por lo que tuvo que hacer. Mi madre, mientras yo cerra­
ba la puerta, le dijo:
— Estamos criando a un chico, no podemos permitir esto,
Francisco. No podemos.
La verdad y la sinceridad cargan con el reflejo de la cruel­
dad y la sospecha. Todo lo que no se nombra, no existe; pero
ahora que existía, puesto que yo lo había visto, mi sola pre­
sencia exigía que se pregonara con el ejemplo. Si yo no hubie­
ra encontrado la cocaína no habría sucedido nada. Francisco
se vio forzado a reivindicar a su familia echando a todos, no
porque Migliano fuera un drogadicto sino porque yo lo había
descubierto. Fue un verdadero caos: entre llantos, insultos y
forcejeos, mi tío Migliano resbalaba entre los gritos como una
vocal abierta. Siempre un descuido estropea las cosas, un tes­
tigo casual arroja luz sobre el secreto y lo mancha, lo vuelve
vulnerable, indefendible, evidente, y obliga a dar marcha
atrás, a repasar las reglas del juego si es que todavía queda
tiempo, o a ponerle un punto final a la farsa y optar por el
sacrificio como un modo de redimirse. Y eso fue lo que hizo
Francisco cuando la muerte de El Caballero Rojo dejó todo
inconcluso: cortó los lazos, sacrificó una parte de la familia
para salvar el mundo que había construido en el ombligo de
su mujer. Pero lo más terrible de todo es que mi madre ya
había comenzado a alejarse de su vida, íntegra y decidida
como un velero sobre el agua.
— Pero cuando pienso en esos años, Lautaro, la verdad es que
veo una jovendta egoísta que piensa en el futuro como algo
grandioso exclusivamente preparado para ella. No me juzgaba
una persona especial, nada de eso. Simplemente era joven, y
cuando una es joven siente que todo es posible, que todo está
por hacerse. Sin duda que hay gente destinada a grandes cosas.
Pero no era mi caso, y yo lo sabía. Como también sabía que
toda la vida estaría ligada a un solo hombre. A lo mejor suena
medio teatral, pero creeme, volvería a casarme con Julián aun­
que supiera que nunca tendríamos hijos y que terminaríamos
así... Terminar, qué palabra, suena demasiado fuerte. Yo estoy
segura de que va a volver. Claro, vos no sabés nada. Decime,
¿por qué dejaste de visitarme? La última vez que te vi...
Marcela, la novia de tu tío se llama Marcela. Y no sé si no debe
tener tu misma edad. No creas que estoy enojada. Él sufre.
Nadie más que yo sabe cuánto. ¿Cómo puede una enojarse con
un hombre que te dice que te ama mientras cierra la valija? Hay
veces, te juro, Lautaro, que me sorprendo a mí misma cuando
pienso en todo lo que soporté, y mirá que fueron muchos
años... Te acepto, sí, por qué no, vamos a fumar un cigarrillo.
M irta me dijo esto mucho más tarde, cuando ya me había
enterado, entre otras cosas, de que se había hecho amiga de
mi madre mientras trabajaban juntas en una reconocida tien­
da de ropa, ubicada en la Galería del Este. Antes de que se
temiera, o sospechara, la posibilidad de una guerra.
— Cuando nos conocimos, tu madre todavía extrañaba
mucho Uruguay. Siempre hablaba del miedo que sintió via­
jando en ferry, y de las poquitas cosas que pudo traer.
Mi madre llegó a la Argentina en un ferry cuya estela
implacable desdibujó para siempre algo más que la costa de
Montevideo y su infancia. Infancia que yo siempre imaginé
pobre; pobreza digna en el Barrio de los Bulevares donde
había un aljibe y un duraznero de sombra espesa.
Al contemplar la fotografía que me regaló Mirta, y que
ahora mismo tengo sobre la mesa, me doy cuenta de lo her­
mosa que era mi madre: morena, rasgos suaves y profundos
como ciertas noches dé verano cuando todavía se siente la
presencia amenazante de un cielo azul, o tal vez estoy pensan­
do en su pelo lacio y largo que daba la impresión de no ter­
minar nunca de oscurecer.
— Belleza adriática — dirá Mirta desde su habitación,
mientras buscaba la fotografía— . Eso era lo que decía de tu
madre la dueña de la tienda donde trabajábamos. Adela se lla­
maba. Ella nos sacó la foto. Cuando te la muestre, no vas a
poder negar que éramos muy lindas de jóvenes. La encontré
hace poco, ¿sabés? Estaba haciendo una limpieza profunda en
el dormitorio. Esperá un segundito.
Durante aquellos largos minutos de silencio, me dediqué
a observar el living comedor en el que alguna vez había visto
un semáforo, y no tardé en reconocer un montón de cosas
que habían pertenecido a nuestra casa de Villa del Parque.
Colgado en una pared estaba el reloj con forma de gota, dete­
nido, quizá sin pilas, o dañado una vez y para siempre por un
tiempo que ya le resultaba ajeno. En otra pared estaban las
reproducciones de los cuadros; láminas que mi madre traía de
sus salidas y que nunca mandaba a enmarcar; como el que
M irta había colgado frente a la puerta de entrada: El grito, de
Edvard Munch. También estaba el juego de porcelana china:
platos, tazas, azucarera y tetera detrás de una cristalera que
Francisco, me acuerdo, había aceptado como parte de pago
por un trabajo.
Supongo que fue entonces, segundos antes de que Mirta
saliera de su habitación con una enorme caja y la fotografía,
que me pregunté por el diploma y la medalla de honor de
Francisco. No me atreví a preguntárselo.
— Esto es tuyo — me dijo, apoyando la caja y la fotografía
sobre la mesa— . Com o te darás cuenta, está cerrada. Así per­
maneció todos estos años.
— ¿Qué es?
La sonrisa también fue un modo de darme tiempo.
— Si la abrís, te vas a enterar. ¿Viniste en auto? No impor­
ta, te tomás un taxi.
La miré.
— Julián y yo hicimos la mudanza de tu casa — dijo Mirta.
A brí la caja; pero no me atreví a sacar nada. Ni siquiera
estaba seguro de querer llevármela. A simple vista, pude reco­
nocer el jeep de madera que mi padre me había comprado en
el parque Centenario, y un libro: La Odisea para chicos de
Billiken. Regalo de mi abuela Paula en la época en que mi
madre y yo vivíamos con ella.
— Había muchas cosas en tu dorm itorio que tu abuela no
quiso llevarse— dijo M irta— . Entre ellas, estaba esto...
Y sacó mi diario de la caja.
No me atreví a abrirlo. *
— ¿Lo leiste?
— Solamente hasta la mitad — dijo M irta— . No pude
seguir.
Si no recordaba mal, estaba dividido en dos partes. La pri­
mera, la había abandonado abruptamente al fallecer El
Caballero Rojo. Recordé una frase. En ese cuaderno había
una frase como una bisagra, un quiebre abrupto entre el que
yo fui antes de descubrir que mi madre lo engañaba y el que
me habría de devorar después. Y efectivamente, esa misma
noche, cuando llegué a mi departamento (no me llevé la caja,
pero sí el cuaderno y la fotografía), leí el diario completo y
comprobé que era exactamente como lo recordaba.
La primera parte está escrita por un jovencito que se creía
eterno y resultaba megalómano e innecesariamente críptico.
Hay poemas y sueños, el nombre de mis amigos de entonces
y, por sobre todo, una marcada obsesión por la guerra. Luego
un abismo, exactamente eso, como si todo lo que fui se lo
hubiera tragado la tierra: hay diez páginas en blanco y una
frase rotunda como un desmoronamiento: «Si Francisco se
entera, nos mata.» .
— ¿Tomamos unos mates? — preguntó Mirta.
— ¿Cuándo renunció Cora al trabajo de la Galería? — pre­
gunté; y no sé si lo habrá advertido, pero al llamar a mi madre
por su nombre quise demostrar que las palabras ya no me las­
timaban.
— Al poco tiempo de que a Francisco le dieran el alta — di­
jo, apoyando la pava sobre la hornalla— . Éramos muy amigas,
y te digo más: fue a la única persona que llamé por teléfono la
tarde en que a Francisco lo internaron en el hospital.
Llamó a mi madre; pero no para que la consolara con
palabras que no alivian nunca y acaso se oyen pasar ligeras,
palabras que se dicen aun cuando sabemos perfectamente que
la desgracia prefiere dialogar con uno solo.
— Tu madre no lo conocía a Francisco ni había querido
conocerlo nunca. Todo lo que hizo durante la guerra fue por
mí. Yo era la única amiga que tenía en Buenos Aires.
M irta recordó el día en que mi madre entró sonriendo en
el vestuario del local sosteniendo una canasta. Adentro había
de todo, y bastante costoso. Desde ropa hasta cremas. Y zapa­
tos, un par de zapatos muy finos que donaron los dueños de
un negocio que no era de la Galería.
Mi madre se había tomado el trabajo de ir local por local
a pedir una donación para hacer una rifa.
— Tu madre quería juntar dinero para comprar chocolates y
bufandas — dijo Mirta, y sonrió al contármelo porque se acor­
daba de lo mal que reaccionó ella al principio— . A partir de ese
día me convertí en la chica que tenía un hermano en la guerra.
Y M irta no quería que fuera así, como tampoco imaginó
nunca que sería el puente tendido entre mi madre y Francis­
co, que sólo estaría Cora parada a los pies de la cama del hos­
pital la noche en que su hermano abrió los ojos. Si M irta
necesitó que mi madre estuviera a su lado fue porque sabía
que sólo ella era capaz de comprender lo que imperiosamen­
te necesitaba confesarle a alguien.
— Si Francisco se muere, ya no voy a poder casarme con
Julián — fue lo que le dije a tu madre apenas nos encontra­
mos en el pasillo del hospital.
Fue entonces cuando comprendí que estaba a un paso de
conocer un m ontón de cosas que me habían estado vedadas
durante años. Pregunté lo necesario para no levantar la sospe­
cha de que toda esa historia era nueva para mí.
Más tarde me iría de aquella casa sabiendo que M irta
renunció al trabajo de la Galería del Este recién cuando ter­
minó la guerra, y que la boda tuvo que ser postergada dos
veces. La primera postergación había sido la consecuencia
inevitable de un olvido. Ya se sabe que para los novios (al
menos durante la época de los preparativos) no existe otro
universo que la ilusión de ese porvenir destinado para el ani­
mal bicéfalo que es el matrimonio: ciegos a lo que acontecía
a su alrededor, ninguno de los dos tuvo en cuenta, a la hora
de pactar una fecha en el registro civil, que en unas pocas
semanas más se llevaría a cabo el sorteo para el servicio mili­
tar. Y menos la posibilidad de que Francisco saliera favoreci­
do. Razón por la cual no tardó en derrumbarse el sueño.
— Tuvimos que cancelar todo — dijo M irta— ; desde el sa­
lón que habíamos señado en el club Pedro Lozano hasta el
catering y el alquiler del smoking para Julián.
Y parece que durante semanas enteras sólo se consolaron
contemplando en silencio las tarjetas de invitación troquela­
das y bordadas con hilos de oro que la futura esposa había
encargado el mismo día que fueron al registro civil.
— M i madre no quiso que nos casáramos mientras Fran­
cisco cumplía el servicio militar. Así que, mientras esperába­
mos, decidimos juntar más dinero para agregarle una estrella
al hotel donde pasaríamos la noche de bodas. ¿Qué otra cosa
podíamos hacer?
Nadie imaginó nunca que la guerra arrebataría el calenda­
rio ferozmente.
Anocheció. Una penumbra densa se vio maltratada de
repente por la necesidad de una luz encendida, y nos hizo
tomar conciencia de la cantidad de horas acumuladas que
teníamos alrededor de un mate a medio cebar, irreconciliable,
frío, lavado, escandalosamente cargado de confidencias.
Después M irta habló de una manifestación en Plaza de
Mayo. O no fue exactamente así; pero yo acabo de recordar­
lo ahora y no quisiera perder la oportunidad de decirlo: un
3 0 de marzo hubo una manifestación en Plaza de Mayo.
Migliano, tras cuarenta y ocho horas de servicio ininterrum­
pido, llegó a la casa de su prometida tarde y muy contraria­
do. Esa madrugada sucedió algo que difícilmente podrá olvi­
dar nunca. Estaban tomando mate en el patio cuando M i­
gliano se quebró: la tomó de las manos, las colocó suavemen­
te sobre su pecho y, con lágrimas en los ojos, le hizo prome­
ter a M irta que jamás iría a una manifestación.
«Prometeme, Mirta, que pase lo que pase, jamás vas a ir a
una manifestación». Y ella se lo prometió, porque, como me
dijo, en esa época no sólo era muy ingenua sino también, y
por sobre todo, dueña de un egoísmo galopante.
— Tu madre, en ese sentido, era muy parecida a mí. La
vida política o económica del país no le interesaba en lo más
mínimo. Dudo que leyera los diarios, y estoy casi segura de
que no miró televisión hasta que comenzó la guerra. Te digo
más: si mi hermano no hubiera ido a Malvinas, seguramente
la guerra no habría significado nada para ella. Nadie me
ayudó y me contuvo tanto como tu madre. Tengo la sensa­
ción de que nunca se lo agradecí lo suficiente. Fijare que no
lo había visto ni siquiera en fotos a... — Dijo Francisco; pero
estuvo a punto de decir tu padre, me di cuenta. Por no decir­
lo, su voz trastabilló dolorosamente.
— No creo mentirte si te digo que tu madre se enteró de
que yo tenía un hermano en el servicio militar recién cuando
comenzó la guerra.
M irta dijo que no sólo había tenido esa actitud con mi
madre sino también con el resto de sus amigas. Según ella, no
había motivos para inquietarse; generaciones enteras debieron
cumplir con esa obligación absurda. No era un hecho trágico,
y aunque lo hubiera sido para su madre (mi abuela Luisa), ha­
bía que reconocer que Francisco en ningún momento lo había
vivido con angustia. Hasta se podría decir que lo deseaba.
— Yo no estaba en casa el día del sorteo — dijo M irta— ;
pero imagino que estuvo todo el tiempo pegado a la radio,
fumando de puro ansioso, rogando para que no le tocara un
número bajo.
Una semana más tarde se presentó a la revisación médica.
Durante esa semana, no ayudó a su madre en nada. Se pasa­
ba todo el día tirado en la cama, escuchando música, leyen­
do revistas, como si realmente se hubiera estado preparando
para unas vacaciones en Bahía Blanca, como él mismo deno­
minó en su primera carta.
— El mismo día que fue a presentarse a la revisación médi­
ca, una señora llamó por teléfono a la casa de una vecina para
decirnos que Francisco le había pedido que por favor nos avi­
sara que viajaba rumbo a Bahía Blanca.
El sábado recibieron una carta donde Francisco les conta­
ba los detalles de lo que había sucedido.
— Me acuerdo de lo primero que dijo mi madre cuando
terminé de leer la carta: «Mi cielo, y yo que lo mandé con el
dinero justo para el colectivo».
Y tras un breve silencio, agregó:
— Siempre creí que el hecho de no despedir a Francisco, si
bien en un principio se trataba simplemente del servicio mili­
tar, le dio más fuerza para soportar lo que sucedería después.
Eran muy unidos ellos dos, especialmente durante los últi­
mos años. Francisco cambió mucho alrededor de los diecisie­
te. Antes hubiera sido imposible. De chico era terrible, pero
más que terrible era malo y rencoroso. Te engañaba con sus
ojitos verdes y su sonrisa de ángel. Qué raro, ahora que esta­
mos hablando de mi hermano tengo la sensación de que no
lo conocí nunca.
Y supongo que fue entonces cuando me contó lo que
había hecho Francisco la vez que no lo dejaron entrar a la
fiesta del club Pedro Lozano, por no tener la cuota al día.
— ¿Te acordás de ese club? Eras muy chico. Pero de la casa
tenés que acordarte: Chivilcoy y Tinogasta. El club estaba en
la esquina. Ese año los directivos organizaron una fiesta muy
importante. El club había ganado un campeonato, me pare­
ce. La cuestión es que estaban las personalidades más impor­
tantes de Villa Devoto. Las mujeres tenían unos vestidos y
unos peinados que daba gusto mirar. No era una fiesta para
nosotros, eso estaba claro. Aun así, ¿quién se lo hacía enten­
der a mi hermano? En fin, no lo dejaron entrar; pero la his­
toria no termina ahí. Estamos hablando de Francisco Martoy.
Su orgullo no se lo hubiera permitido, no señor. Planeó una
venganza sin medir las consecuencias, sin saber qué hombres
poderosos o ricos estarían a esa hora bailando con sus muje­
res en la cancha descubierta del club Pedro Lozano, qué ape­
llidos iría a ensuciar con su endiablado rencor.
Él mismo le contó cómo planeó y llevó a cabo su vengan­
za. Apenas le dijeron que no podía ingresar al club, se fue lo
más tranquilo y dejó transcurrir el tiempo necesario como
para asegurarse de que todos estarían durmiendo. Nadie lo
escuchó entrar en la casa, nadie lo vio ir a la cocina y adue­
ñarse de los cartones de huevos que su papá compraba cada
quince días.
— Subió a la terraza y arrojó los huevos con una puntería
inspirada por el mismo demonio. Recuerdo que se habló de
mujeres con ataques de histeria, llantos y ruegos por vestidos
y peinados arruinados, hombres con sus trajes pegajosos bus­
cando a puño cerrado culpables en el cielo. Un horror, un ver­
dadero desastre, pobre gente... Era de madrugada cuando los
timbres constantes y los golpes furiosos en la puerta nos hicie­
ron levantar de la cama. Recuerdo que yo estaba en deshabi-
llé y que me abracé fuerte al brazo de mamá mientras inten­
tábamos comprender lo que cuatro hombres, uno de ellos
todavía tenía cáscara de huevo en el pelo, nos exigían a los gri­
tos. «Mi hijo no haría una cosa así, señor», dijo mamá, segun­
dos antes de que la figura angelical de mi hermanito aparecie­
ra desde la otra esquina de la calle. «¡Pero si allá viene! Qué le
decía yo, no fue mi hijo.» Todos miramos hacia la esquina:
caminaba tranquilamente con las manos metidas en los bolsi­
llos del pantalón. Tal vez, silbaba. No, no hubo manera de
probarle nada. Es más, hasta nos pidieron disculpas.
Hizo una pausa para cebar un mate.
— Si de chico pasaba todo el día eñ la calle haciendo miles
de travesuras, de grande, digo dieciséis, diecisiete años, cam­
bió de una manera preocupante: en vez de ir a bailar los sába­
dos o simplemente salir con los amigos del club, prefería que­
darse en casa a comer chocolates y escuchar la radio o hacer­
le compañía a mamá mientras planchaba en la cocina. Sí, así
como lo escuchás. Un buen día, dejó el colegio con la prome­
sa falsa de que trabajaría. No sólo que nunca buscó trabajo
sino que cada vez comenzó a salir menos, lo que se dice salir,
se entiende, como cualquier muchacho normal de su edad.
Hasta que de pronto ya no salió más. Era extraño ver cómo
ayudaba a mamá en las tareas domésticas. Actuaba como si
fuera la hija mujer. Esa fue la vida que llevó hasta el día que
le tocó hacer el servicio militar. Si pienso en mamá, su angus­
tia era comprensible: se había acostumbrado demasiado a la
compañía de su hijo. Había encontrado en Francisco a esa
hija compinche que yo no había podido ser. Si me preguntás
por papá, lamentablemente tengo que decirte que vio en el
servicio militar una solución para un problema que no sabía
cómo resolver. «Si no lo enderezan los milicos, no lo hace
nadie», habrá pensado. Yo nunca comprendí qué sentido
tenía el servicio militar. ¿Para hacerse hombre? ¿Para aprender
a hacer la cama? Bueno, mi hermano no necesitaba aprender
nada de eso. Incluso, tendía la cama mejor que yo. ¿Y enton­
ces? No sé. La alegría de Francisco no sólo desconcertó a
mamá y a mí, sino también a papá que, fíjate vos, creyó que
sería necesario convencerlo con palabras rigurosas. Pero no
fue necesario. «Espero que no me extrañen mientras yo me
paso unas vacaciones en Bahía Blanca», escribió en su prime­
ra y única carta. Recuerdo que un viernes, antes de irme al
trabajo, mamá me pidió que le hiciera el favor de enviarle un
telegrama. Quería saber por qué razón su hijo no viajaba a
Buenos Aires cuando tenía franco. El domingo por la tarde
decidí escribirle una carta extensa donde hacía fundamental
hincapié en la depresión que había ocasionado en mamá su
larga ausencia. Llegué a escribir: «No come, se queda todo el
día en la cama, llorando». Y que, por favor, antes de que ocu­
rriera alguna desgracia, tomara un tren a Buenos Aires. Entre
paréntesis prometía darle dinero por su discreción. La carta
estaba plagada de exageraciones y mentiras. Pero por supues­
to, no rodo era mentira. Mamá, si bien no había llegado al
nivel que yo había escrito, no dejaba de lamentarse. Espe­
cialmente durante la hora de la cena, se preguntaba en voz
alta: «¿Qué estará haciendo, Francisco?, ¿estará enfermo?»,
«¿estará pasando hambre, pobre hijo?» Y así todas las noches.
Más de una vez me pregunté si no hubiera sido mejor para mí
nacer hombre, te juro. Hacer el servicio militar y tener la po­
sibilidad de imaginar que alguien te extraña tanto. Mamá
hablaba de su hijo como si se tratara de un aplicado estudian­
te de arquitectura que había tenido que abandonar la Uni­
versidad. Parecía haber olvidado que ya no estudiaba ni traba­
jaba y que yo, ¡su hermana!, era quien le daba el dinero para
los cigarrillos. «Tu hermano secaba los platos después de
lavarlos», decía mamá, y era realmente insoportable. «Fíjate
cómo dejaste el piso, se podía comer sobre él cuando lo lim­
piaba tu hermano», o le decía a Julián «Ay, querido, no sabés
dónde te estás metiendo», o «Pensalo bien antes de casarte
con esta chica, mirá que no sabe hacer nada» o «¿Siempre con
esa cara, vos?, ¿siempre de mal humor?» Me acuerdo y mirá:
se me llenan los ojos de lágrimas. No se trataba de mal hu­
mor; trabajaba doce horas por día y no era dueña de ir al baño
sin pensar antes que mi hermano lo limpiaba mejor. Escribí
la carta y la mandé convencida de que, tratándose de la salud
de su madre, no se tomaría el trabajo de responderla porque
estaría en casa el fin de semana. Pero llegó el fin de semana y
no hubo ninguna novedad. Pasó otra semana y luego otra.
Nada. Ni siquiera un telegrama. Mamá, que ignoraba por
completo el contenido de la carta, no podía creer que su hijo
no respondiera. «A lo mejor ni siquiera la escribiste, de jodi­
da que sos», llegó a decirme. Ya estaba por cumplirse la cuar­
ta semana cuando llegó una carta de Francisco, breve, que ter­
minaba más o menos de esta manera: «Recibí la carta. Estoy
bien. Gracias por preocuparse». Mamá se quedó muda frente
a la letra de su hijo, y no pudo responderle a papá cuando le
preguntó a qué se refería Francisco con eso de que había reci­
bido una carta. Se enojó muchísimo. «Que sea la última vez
que le escriben», nos dijo papá. «Francisco está demasiado
ocupado haciéndose hombre como para prestarle atención a
los reclamos absurdos de dos mujeres aburridas. Escribirá
cuando tenga ganas. Si no escribe, mejor.» Lo lamenté mucho
por mamá, y más tarde, recordando sus palabras, también
sentí pena por papá. Si alguien nos hubiera advertido que se
venía una guerra...
Al decir esto se quedó callada como si hubiera recordado
algo imposible de poner en palabras. Imágenes, pensé; deste­
llos como instantáneas que la mente no logra retener y se tra­
ducen en una imperceptible sonrisa, en un gesto subrepticio,
acaso un ligero y casi imperceptible pestañear, o en una mano
que se posa suavemente sobre un viejo rencor a la altura de la
mejilla, como a la sombra de uno mismo.
— Me parece que ya es hora de calentar la pava y cambiar­
le un poco la yerba a este mate... ¡Qué tarde se hizo! — agre­
gó con sílabas oscuras. Miré sus manos, las dos alianzas matri­
moniales, y pensé, no sin cierto renovado desprecio hacia
Migliano, que la segunda alianza estaba ubicada donde difí­
cilmente podría caber nunca un perdón.
Era durante el mediodía que Francisco me contaba todas aque­
llas historias sobre mi madre y la guerra. A mí me encantaba
escucharlo, dejarme llevar por la expresión cálida de su mirada
y la cadencia de su voz, aunque sabía que todo terminaría
siempre en el mismo lugar: al final debía imaginar una guerra
y el regreso triunfal de un héroe con una herida en el brazo
izquierdo. Todo muy epopéyico si lo que mi madre pretendía
era deslumbrar a un niño, inventarle un héroe para arrancarle
de raíz la imagen escuálida de un padre ausente: Norberto
Nogán, mi padre, «tu padre biológico», como decía ella tan
despectivamente. Y ahora debería poder rescatar de entre los
escombros de las palabras el tono inclemente de su voz para
que la historia cobre toda la trágica dimensión que se merece,
para que se ponga de manifiesto cómo sonaba a martillazo lo
que indefectiblemente seguía: la palabra postizo.
«Francisco será tu padre postizo», dirá mi madre una ma­
ñana de mudanza y silencio. Un silencio que duró hasta hoy:
la noche en que regresé a la quietud amenazante de mi depar­
tamento pensando en todo lo que me contó Mirta.
Recuerdo cuando, aprovechando que mi abuela había ido
al Uruguay, mi madre invitó a Francisco por primera vez.
Cenamos pizza y de postre tomamos helado de frutilla. Antes
de irme a dormir, antes de que mi madre me obligara a irme
a la cama, Francisco tuvo que contarme la historia del ancla
tatuada en su brazo izquierdo.
— ¿Y ese dibujo?
— Es un ancla — dijo serio— . Me lo hizo un amigo mien­
tras navegábamos en un barco grande que se llama portaavio­
nes. Esta cicatriz... A ver ¿y esta cicatriz, Cora? Ya está, ahora
me acordé, pero mejor otro día, de hombre a hombre, te
cuento por qué tengo esta cicatriz. — Y rozando apenas su
boca en mi oído, agregó en tono impersonal— : tengo esta
cicatriz, Lautaro, porque me lastimaron en la guerra. Dame
un beso. Que duermas bien.
Mi madre, ligera y astuta, corriéndome el flequillo hacia
un costado, agregó:
— ¿Sabés una cosa, hijo? Francisco estuvo en la guerra. El
amigo de mami es un héroe de la guerra de las Malvinas.
Esa noche soñé que Francisco era un guerrero. Soñé,
supongo, influenciado por una versión moderna del canto o
capítulo titulado «El castigo de los pretendientes», de La
Odisea para chicos, Colección Roja de Biblioteca Billiken, que
mi abuela solía leerme por las noches y cuyos pasajes sueltos
todavía puedo repetir de memoria; como ése en el que Ulises
se despoja de sus harapos y luego de saltar al umbral con el
arco y la aljaba repletas de flechas, les dice a los pretendien­
tes que el fatigoso certamen está terminado. Momento en el
cual, evocando la ayuda de Apolo, desencadena el sangriento
combate al acertar una flecha en la garganta de Antinoo, el
varón más señalado entre los jóvenes de ftaca. Esa noche
también me hice pis en la cama. Ninguna alegría, por dura­
dera que fuera, parecía ser lo suficientemente fuerte como
para abolir el sortilegio. Estaba hechizado, no había duda.
Cama en la que me acostaba, sábana que terminaba pegada a
mi piel como lapa: colchón y culpa tostándose inseparables al
sol.
Estaba hechizado por el duende, como me enteré una
tarde en que fuimos a pasear al Zoológico; porque luego de
la historia de ese soldado que saltó de un helicóptero para res-
catar a sus compañeros y recibe un disparo que lo hiere de
muerte — los hados de mi imaginación no permitieron que
muriera: la bala pudo entrar por su boca, salir por el cuello e
incrustarse en su brazo izquierdo, pero cinco valerosos solda­
dos lo rodearon a fuego cruzado hasta que lograron meterlo
en el helicóptero que lo llevó al buque hospital— , Francisco
me contó una historia que le valió ganarse automáticamente
mi respeto y admiración. Ahora, si mami quería, podía ser su
novio. Francisco era el único que sabía por qué me hacía pis
en la cama: la culpa la tenía el duende.
— ¿El duende? — pregunté.
— Sí, señor, el duende peregrino que habita el mundo de
los sueños. ¿No me creés? Te voy a contar un secreto: el duen­
de dice una palabra mágica y vos te hacés pis encima. Así de
simple. ¿Querés vencer al duende? Sé m uy bien lo que hay
que hacer, yo también tuve que vencerlo cuando era chico
como vos. Pero tenés que hacer todo lo que yo te digo, si no,
no funciona: lo primero que debés hacer es tomar poquito
jugo durante la cena, menos de la mitad. Después hacés pis,
te cepillás los dientes, y, antes de acostarte, repetís dos veces
las palabras mágicas para quebrar el hechizo del duende. Dos
veces repetís: no me voy a hacer pis, ya soy grande. ¿Qué hora
es ahora? M ejor empezá mañana, hoy ya tomaste mucha
coca-cola y no va a funcionar — me dijo Francisco, y yo le
creí, le creí tanto que casi estoy convencido de que alguna vez
vi al duende llorando con un zapato en la mano como un
Leprechauns.
Debo decir que su historia, al menos durante unas sema­
nas, funcionó a las mil maravillas. Hice paso a paso lo que me
había aconsejado y a la mañana siguiente me desperté entre
impolutas sábanas blancas como un papel secante. Mi madre
se enojaba mucho si me encontraba meado.
«Ya sos un hombrecito, qué vergüenza, Lautaro, que toda­
vía te hagas pis en la cama», solía decirme.
Incluso alguna vez hasta llegó a pegarme. Pero eso fue
antes de que se fuera a vivir con Francisco... Me estaba llevan­
do al colegio cuando me habló de un trabajo nuevo. No sería
por mucho tiempo. En unos meses podría comprarme jugue­
tes y ropa linda. Si me portaba bien con la abuela hasta po­
dría comprarme el reloj con jueguito que yo le había pedido.
Por supuesto, el reloj con jueguito nunca me lo compró. Era
una promesa que se renovaba cada vez que necesitaba algo de
mí; cosas que, por otra parte, yo no podía darle: no hacerme
pis en la cama, por ejemplo. Aquel reloj Casio de malla negra
y botones rojos (el juego consistía en un helicóptero que
debía esquivar proyectiles) estaba en la vidriera de una joye­
ría, pocas cuadras antes de la escuela. Cada vez que pasaba
por ahí con mi abuela, mi aliento se incrustaba en el vidrio.
La mirada no tardaba un segundo en localizarlo, el resto des­
aparecía; sólo quedaba ese maravilloso reloj cuyo precio me
era tan ajeno e incomprensible como una fórmula química.
Mi abuela nunca supo por qué todos los días quedaba fijo
como una estacada frente a la vidriera de la joyería. Si se lo
hubiera dicho, estoy seguro de que no habría vacilado un solo
segundo en comprármelo. Yo quería tener ese reloj, sí, pero
más quería que me lo comprara mi madre. Me lo había pro­
metido. ¡Vivía para prometérmelo!
— Mi mamá me lo va a comprar para el día del niño
— les decía a mis compañeros de grado. Y luego— : Ayer fui­
mos a preguntar el precio — mentía— . Mi mamá me lo va a
comprar para mi cumpleaños. — Finalmente— : Yo lo voy a
pedir para Navidad. Mi mamá me dijo que Papá Noel me lo
va a traer.
Llegué a desear tanto que mi madre me lo comprara que
un día dibujé un reloj idéntico a ése en un papel. Luego de
pintarlo con marcador negro, lo recorté y lo adherí a mi mu­
ñeca con cinta skotch. Cada vez que ella llegaba, yo estaba
listo para ofrecerle una hora imaginaria.
Era recién al anochecer cuando mi madre venía a vernos;
mientras las dos mujeres tomaban mate, yo jugaba con la ale­
gría y la seguridad propia de quien ha recuperado un lugar en
el mundo. Durante un ratito era como antes, como había
sido siempre para mí: los tres juntos, la radio y su música frá­
gil, el olor a comida y la sensación de intimidad invulnerable
que ofrecía la luz encendida de la cocina. Esas cosas, y una o
dos más, es lo que yo entiendo por calor de hogar. Pero nada
era como antes; mi madre ya no vivía con nosotros. Después
de cenar, cumplía con el ritual de plegar la sábana a la altura
de mi mentón: cama fría y sonrisa de perfil. Antes, cruzaba
las piernas.
— No te vayas, mami. Quedate conmigo — le decía.
Hacía un lugar en la cama.
— D orm í, hijo, dorm í tranquilo. Mami se queda con vos.
Yo cerraba los ojos, tembloroso. Luego, impulsado por un
presentimiento horrible, los abría súbitamente.
— Te vas a ir.
Una mano entre sus piernas cruzadas y la otra en mi frente.
— No, no me voy.
La radio dejaba de sonar: caía la luz del patio. Detrás de
unos pasos, el pelo suelto de mi abuela se revelaba ante la
penumbra. Su largo camisón de algodón color rosa seguía de
largo hasta entrar en el baño. No terjninaba de familiarizar­
me con la humedad del cuarto que ya advertía que la mano
oscura de mami se retiraba de mi frente. La oscuridad quería
involucrarnos.
— No te vayas, acostare conmigo.
La almohada siempre era lo suficientemente amplia como
para cobijarnos a los dos.
— No me voy, me quedo con vos, dormí que ya es tarde.
¿Querés que te lea un cuento?
La almohada robaba su perfume antes de que me dejara.
— Dame la mano.
Ella estaba incómoda y yo, seguro. No podía abarcar toda
su mano cálida. Me aferraba a uno de sus dedos. Apretaba
fuerte el dedo meñique de mi madre para que no se me esca­
para: me entregaba al sueño sin ofrecer resistencia. Tenía a mi
madre al lado, apretaba fuerte el dedo de mi mamá. Me des­
pertaba: ya no estaba a mi lado. Era de madrugada. ¿De qué
manera escribir lo que sentía cuando al abrir los ojos com­
prendía que se había escapado? Ma, mamá, mamita... Estaba
todo meado otra vez. En medio de la oscuridad, me hacía un
lugar en la monumental cama de mi abuela Paula y recién
entonces podía conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, como cualquier otra mañana, no
había tiempo de lamentar el pis de mi cama.
Para mi abuela nunca había:
— Ya vas a dejar de hacerte, no conozco ningún hombre
sano de cuarenta años que se haga pis encima. Todavía tenés
tiempo — solía decirme, y ya me alcanza otra vez la frescura
de su voz de agua; la veo abrir la puerta de una felicidad que
jamás volvió a abrirse o ha desaparecido, llamándome m’hiji-
to; ofreciéndome una caricia como un pétalo desprendiéndo­
se lentamente de su mirada cálida y esa manera tan particu­
lar que tenía de reírse al escuchar una ocurrencia mía.
Antes de que Francisco llegara a la vida de mi madre (o
ella a la de él), Paula, Cora y yo vivíamos en una casa en el
barrio de Almagro. Una de esas construcciones españolas de
techos altos, gran acústica, un pequeño hall y un patio con
baldosas ajedrezadas que, a fuerza de imponer plantas, logró
convertirse en un jardín de invierno. Yo la conocí como sola­
mente los niños pueden conocer una casa. Cada rincón, cada
ángulo de una baldosa, cada lugar donde se proyectaba la
sombra de un mueble era un territorio conquistado, vivido,
soñado. Podía suceder que una rejilla se convirtiera en un
precipicio, por ejemplo: el agua incansable y latente como el
arroyo Maldonado seguía un curso amenazante para mis ju­
guetes, como el tiempo. Mirada adánica: descubrir por pri­
mera vez las partículas de un rayo de sol filtrándose por entre
las cortinas; asombro frente a la luminosidad que engrandece
la postura bélica de un soldadito de plomo.
Nuestra casa, estampada al final de un pasillo largo y
angosto, era la última de una serie de diez. Los sábados, a par­
tir de las dos de la tarde, me sentaba en el escalón de la puer­
ta para esperar a Norberto Nogán, a mi padre biológico,
como diría mi madre muchos años después. Pasaba horas en­
teras mirando fijamente hacia el final del pasillo; y de repen­
te nacía un punto, un punto negro avanzaba hasta transfor­
marse en mi padre, que sonreía con los brazos extendidos. Los
lugares a los que me llevaba (el leal Park, el cine Los Ángeles)
y una conversación que no le pude dar es casi todo lo que
recuerdo de aquel hombre que debió ser mi padre y no lo fue
nunca. No recuerdo su voz, no sé si era alto o petiso, no sé
cómo eran sus manos ni su manera de caminar, de reír, de
hablar, no sé si me parezco más a él que a mi madre, o mucho
más a mi madre en lo visible y mucho más a él en todo lo
demás, porque también trabajó en m í la presencia de Fran­
cisco, fruto de la convivencia o de mi propia búsqueda.
Búsqueda, escribí. A Norberto Nogán lo vi por última vez el
mismo día que nos mudábamos a Villa del Parque. A ún no
había terminado de guardar mis juguetes cuando mi abuela,
nerviosa, me lavó rápidamente la cara en la pileta del patio
diciendo que mi padre me esperaba. Era sábado; pero a dife­
rencia de los demás no me llevó a pasear a ninguna parte.
Fuimos a un bar: pidió un jugo de naranja exprimido, un
café, y me preguntó por Francisco, o por mi madre a través de
Francisco. Antes, me regaló una cadenita de oro.
— ¿Te gusta?
— Mucho.
— Vos te lo merecés — dijo— . Otro día podemos elegir
una medallita. No sé, o algo que a vos te guste. Compré una
cruz pero la dejé en casa. Por las dudas. Viste cómo es tu
abuela. Ella no cree, yo sí.
— Nunca me la voy a sacar. Nunca.
Tomó un sorbo de café. Después, dijo:
— No sabía que tu madre tenía novio. ¿Vos sabías? No me
dijiste nada. ¿Es bueno con vos? Contame, ¿qué tal es? Así
que se mudan. Bien, tengo que hablar con tu abuela para que
me dé la dirección. ¿Qué dice tu abuela? Es brava la vieja.
¿Está contenta? No decís nada. ¿Qué pasa? Yo sé lo que pasa:
ahora que tu madre tiene un noviecito, no quiere que hables
conmigo. ¿No es cierto? ¿Es eso? Pero bien que cuando nece­
sita plata... Escúchame, Lautaro, quiero hacerte una pregun­
ta: ¿te gustaría vivir conmigo? Yo estaba pensando que a tu
madre la podrías ver los fines de semana, así como nos vemos
nosotros. ¿O acaso yo no soy tu padre y nos vemos los fines
de semana? Yo soy tu papá, ¿entendés? Esta camisa, el panta­
lón que tenés puesto, los zapatos, te los compré yo. Papá te
los compró, entendés eso, ¿verdad? Si vos te decidís, hijo,
hablo con mi abogado y en un mes estamos viviendo juntos,
¿te imaginás? Primero tengo que arreglar el departamento,
pintarlo un poco, está muy feo, por eso no te llevé nunca. Me
decís que sí y en una semana está listo. Además no tenés que
cambiarte de escuela. Me contó tu abuela que tu madre pien­
sa cambiarte a un colegio que está cerca de donde van a vivir.
Pensalo tranquilo. Una habitación para vos solo... Te compro
un televisor a color... No está mal la idea. ¿Qué me contes-
tás?
— No.
— ¿No lo vas a pensar tampoco? ¿Y por qué no querés?
Bueno, está bien. Terminá el jugo, que tu abuela te está espe­
rando.
Quince minutos después me encuentro otra vez rodeado
por mis juguetes y sin comprender, sin tener la menor posi­
bilidad de comprender, lo que hoy al escribirlo debería resul­
tarme claro y sin embargo... Sospecho que detrás de lo que me
propuso Nogán se encontraba mi abuela. Por supuesto, lo digo
ahora que ella no está y no puede quitarme las dudas — es
terrible no tener con quien hablar de todo esto— , io digo
teniendo en cuenta lo que sucedería muchos años más tarde,
y porque yo la escuché cuando le dijo a mi madre:
— Andate si querés con ese tipo, pero dejame al gurí,
Cora. No lo sigas lastimando.
— Lautaro tiene que vivir con su madre. Y no es ningún
tipo, mamá. Se llama Francisco, y va a ser un buen padre para
mi hijo.
— Lautaro ya tiene un padre.
— Puedo darle otro, si quiero. ¿A qué le llamás padre, vos?
No me lo digas, yo ya lo sé.
No im porta que no haya sido exactamente así. Lo impor­
tante es lo que ocurrió después: mi madre y mi abuela se aga­
rraron de los pelos salvajemente. La primera cachetada se la
dio mi abuela, mi madre respondió y entonces comenzó el
forcejeo, los gritos, los insultos, hasta que las dos fueron atra­
vesadas por un momento de lucidez y me miraron, me mira­
ron a m í que estaba golpeado por el miedo en un rincón, llo­
rando.
Esto ocurrió el viernes. El sábado, mi padre me fue a bus­
car por últim a vez. Más tarde, llegó Erancisco con el camión
de la mudanza. Yo no sabía, no podía imaginar siquiera que
aquella sería la última vez que vería a Norberto Nogán.
Durante muchos sábados no hice otra cosa que esperarlo en
el más absoluto de los silencios. Crecer y alimentar la espe­
ranza de que viniera a buscarme fue casi lo único que pude
hacer durante los primeros años que viví en Villa del Parque.
Un día, durante esa época nada original de crecimiento
abrupto y desparejo, intenté recobrar su imagen utilizando el
espejo del baño. Por entonces mi madre solía decir que yo me
parecía mucho a ella, los ojos más que nada, pequeños, lige­
ramente achinados, color café, y quizás también la nariz, que
aprendí a no tomármela en serio porque los dos, decía, había­
mos nacido con una lágrima entre las fosas nasales. Entonces
una tarde, con cinta aisladora de color negro que había saca­
do de la caja de herramientas de Francisco, pegué sobre el
espejo del baño largas tiras de aquella cinta para cubrir las
partes que supuestamente había heredado de mi madre (no
cubrí mi cabello porque ella lo tenía de color negro y yo
tirando a castaño claro. Tampoco cubrí mis labios, por no
parecerse en nada: mi labio superior es más delgado en com­
paración al inferior). Me parecía a mi madre en gran medida,
era cierto; pero el resto, de lo que nadie quería hacerse res­
ponsable y no se hablaba, tenía que pertenecer a mi padre
biológico. Ahí estaba yo, mirándome de frente, cuando de
pronto la cara de Francisco apareció en el espejo.
— ¿Qué estás haciendo? — preguntó sorprendido, y sé que
pude mentir, pero dije la verdad.
— El fin de semana, vamos a buscarlo — dijo Francisco
para tranquilizarme.
El sábado, bien temprano, Francisco y yo emprendimos la
búsqueda en el Falcon. La dirección que mi madre nos había
anotado era de un hotel familiar. El encargado escuchó la
explicación de Francisco, y luego nos anotó una nueva direc­
ción. Pero para no crearnos falsas expectativas, le dijo a él,
mirándome a mí, que lo más probable fuera que tampoco
viviera más en esa pensión.
— Nogán es un hombre muy inestable y de un carácter
difícil.
Aparentemente, había dejado la pieza debiendo un mes
de alquiler. Antes de despedirnos, me dijo que se acordaba de
mí. Nogán le había mostrado una fotografía mía arriba de
una moto. Yo también me acordaba; me la había sacado en
el Ital Park. No era una moto; pero no dije nada, y nos fui­
mos.
Prefiero ahorrarme los detalles sobre lo que ocurrió des­
pués. Durante muchos años quise creer que las palabras de
Francisco amortiguaron una verdad: evitarme la angustia de
escuchar que Norberto Nogán tampoco vivía más en ese
lugar. Hoy no estoy tan seguro.
— No hay manera de localizarlo — dijo Francisco, apenas
subió al auto.
Mientras regresábamos a casa, me contó la historia del
avión Super Etendard que derribó al destructor Sheffield con
un misil Exocet M -39, y logró regresar ileso al portaaviones
25 de Mayo.
La primera oportunidad que tuve de hablar sobre la guerra de
las Malvinas fue en el primer año del colegio secundario. El
profesor de historia, que había querido inaugurar el mes de
abril y las primeras horas de la mañana con una reflexión
sobre la soberanía de las islas, nos ofreció un largo discurso
que se enredó hasta quebrarse allá por el siglo X V I I I , época
en que una guarnición británica ocupó las islas con permiso
del gobierno español, que por entonces ocupaba gran parte
del territorio sudamericano con títulos legales, es decir, reco­
nocidos por las naciones europeas.
No mucho más que eso me quedó del grandilocuente dis­
curso de aquel despreciable profesor de apellido Gómez; por­
que lo único que yo deseaba era que se callara para poder levan­
tar la mano y contarle a él — más que a él a mis compañeros—
que mi padre había combatido en la guerra de las Malvinas.
No creo mentir si digo que yo era el único alumno verda­
deramente interesado en el tema. La mayoría no prestaba
atención, y los demás simulaban tanto estar concentrados en
la clase que dudo que hayan comprendido algo. Supongo que
se hizo evidente cuando el profesor Gómez formuló una pre­
gunta casi inaudible para los que estábamos sentados al
fondo. En ese momento, yo levanté la mano diciendo que mi
padre había estado en las Malvinas.
— No me diga. Así que su padre estuvo en las islas Falk­
land... Mire usted qué bien. ¿Y cómo es su apellido?
— Nogán — dije— , me llamo Lautaro Nogán.
— ¿Su padre es militar? — No fue una pregunta, tampoco
me miró. Buscó un cómplice sentado en la primera fila y lue­
go sonrió para decir— : ¿O periodista?
Una risita torpe quedó en evidencia. Segundos después,
debajo del pupitre, sentí el zapato de mi compañero encima
del mío. Todos me miraban.
— No, no es militar — dije— . Era colimba.
— Colimba — repitió el profesor Gómez y se quedó mi­
rándome el tiempo necesario para que yo comprendiera que
había cometido un error. ¿Qué le diría cuando me lo pregun­
tara? ¿De qué manera explicar algo que ni siquiera yo tenía
muy claro? ¿Acaso podía explicarle que Francisco era mi pa­
drastro? A mi padre, a mi padre biológico, ya casi ni recorda­
ba cuándo lo había visto por última vez. Ahora tenía trece
años y la palabra postizo se había desprendido definitivamen­
te del árbol de mi vida como una fruta madura. Ya no queda­
ba ni la sombra de aquella dualidad tan complicada. Fran­
cisco era, sencillamente, mi padre. A l menos eso era lo que me
habían enseñado. Así debía llamarlo a partir de que nos mu­
damos a Villa del Parque los tres juntos.
— Quíteme una duda, Nogán — dijo bruscamente el pro­
fesor Gómez, mirándome por encima de los lentes; montura
de carey resbalando expectante por la nariz hasta detenerse a
la altura de la sorpresa y la desconfianza— . ¿Cuántos años
tiene su padre?
Era inevitable. Lo sé. Y ahora, antes de escribir lo que le
contesté al profesor Gómez, quiero desentrañar el origen de
esa respuesta; porque lo cierto es que no hice otra cosa que
repetir lo que alguna vez había escuchado.
¿Cuántos años tiene Francisco? Por absurdo que parezca la
verdad es que no lo sabía. Es más, creo que no debía saberlo,
no al menos hasta que fuera capaz de comprender que lo que
habitualmente entendemos por crecimiento de un hombre no
puede medirse mediante su edad sino por lo que ha vivido. No
recordamos años sino momentos, entonces la maduración de
un hombre no puede lograrse de otra manera que no sea por
medio de esos golpes duros a los que se refiere Vallejo; golpes
que en ciertos seres abren brechas, desfásajes de imposible
reconciliación entre el hombre y su edad (por supuesto, el pro­
fesor Gómez 1 1 0 pretendía ir tan lejos; los números no le cerra­
ban, eso era todo). Ocurre que Francisco no festejó un solo
cumpleaños durante los años que vivimos los tres juntos. ¿Se
avergonzaba de la edad que tenía? Recuerdo una fotografía
suya que estaba enmarcada junto a una medalla, al lado de
otro cuadro que correspondía a un diploma conmemorativo,
encabezado por la siguientes inscripción: El Honorable Con­
greso de la Nación... y cuya lectura en voz alta siempre me
dejaba hinchado de orgullo como un globo de helio. Pocas co­
sas de aquella casa me quedaron grabadas tan ardientemente
como esa pared del comedor, y no sólo por lo que ya mencio­
né, sino porque omití algo y sé que será de suma importancia
si al final de todo esto quiero comprender lo que ha pasado:
las armas. Colgadas en soportes de madera labrada, había una
carabina calibre veintidós y un máuser; última adquisición con
la que iríamos a practicar a un polígono en Palomar cuando
mi madre comenzó a salir los sábados por la mañana. Fran­
cisco adoraba las armas, coleccionaba revistas — que yo tam­
bién leía— y suscripciones. Diferenciaba a simple vista una
Carabina Winchester modelo 94 Ranger de una 9 4 2 2 Walnut.
— Pero lo único que tienen en común es el aspecto — po­
día llegar a decir, y había que ver cómo se entusiasmaba fren­
te a un interlocutor válido— . La expulsión de la 9 4 2 2 se hace
lateralmente mientras que en la 94 se hace por arriba. Hay
una carabina producida por la firma alemana Erma inspirada
en la Winchester 9422. Es un arma de séptima categoría muy
bella: culata inglesa y delantera de nogal, alza ajustable en
altura y posibilidad de montar una mira telescópica.
Aquellas armas parecían custodiar con recelo el ritual de la
memoria; sobre todo la fotografía en que se ve a Francisco a
los diecinueve años: serio, chaleco salvavidas anaranjado cu­
briéndole por completo el tórax y la tira de un casco verde
abrochado a un mentón rígido como el mar de fondo o mi
primera idea de un portaaviones llamado 25 de Mayo. Creo
que la razón por la cual Francisco dejó de festejar su cumple­
años se encontraba dentro de aquella fotografía; no se aver­
gonzaba de la edad que tenía, como cualquiera hubiera sospe­
chado, la edad que le imponían festejar él ya la había supera­
do hacía mucho y por esa razón era completamente apático.
Siempre tenía a mano un florido ramillete de respuestas
cuando le preguntaba por qué no festejaba su cumpleaños.
Podía llegar a decir:
— Cuando llegues a mi edad, vas a comprender que no
hay ninguna razón para festejar que te estás acercando a la
muerte.
Claro, yo aún no había meditado sobre la muerte, era muy
joven, era inmortal, adoraba festejar mi cumpleaños: era lógi­
co que sus palabras me sonaran a hueco. Más si observaba a
mi madre. ¡La gran artífice! Nunca en mi vida conocí a una
persona que disfrutara tanto el hecho de cumplir años. Creo
que no habría vacilado un solo minuto si le hubieran dado la
posibilidad de publicar una invitación en la portada de los
principales diarios de Buenos Aires.
Era algo exasperante, como verla bailar, o justamente por
eso, porque no hacía otra cosa que bailar alrededor de un
m ontón de personas que disponían de nuestra casa como si
fuera a demolerse al otro día.
M i madre festejó siempre por partida doble: primero una
reunión para la familia, un almuerzo con agua mineral, vino
blanco y canapés, algo muy sobrio, íntimo, decía ella, pero la
verdad es que todo tenía un vago aspecto de equidad malogra­
da como las butacas de los teatros. Y por la noche, el gran
acontecimiento: la Navidad de los Enríquez era un velorio
comparado con las reuniones que mi madre organizaba Sólo
para amigos; si bien esto último, en ella, significaba un puña­
do de personas conocidas una semana, un día, una hora antes
de que la puerta quedara cerrada sin llave. Solía pegar un car-
telito en la puerta:
El timbre no funciona.
Por favor, entre directamente y cierre la puerta.
Por supuesto que no era cierto; Francisco jamás se hubie­
ra permitido vivir en una casa sin timbre. El cumpleaños de
mi madre era un acontecimiento multitudinario que se pro­
pagaba como la peste; caravanas de botellas traían de la mano
a parejas, mujeres y hombres solos con caras de felicidad a lo
Malcom Lowry en Dollarton. Es extraño, intento retener una
imagen de Francisco en medio de aquella vorágine y no lo lo­
gro. Sé que ahí estaba, lo siento, pero no puedo atraparlo, se
me escapa detrás de la radiante impunidad de una lamparita
cubierta con papel celofán color verde; se pierde como tantas
cosas que se perdían o robaban al finalizar la fiesta. Sólo al­
canzo a aprehender su quietud de remanso a la mañana
siguiente, su calma estoica al reparar en los objetos faltantes
o los daños que, como cañerías viejas, comenzaban a mani­
festarse pasados los quince o veinte días, que era, además,
cuando se hacía más notorio que su cumpleaños había pasa­
do inadvertido otra vez: eclipsado por el festejo rutilante de
mi madre.
— No hace falta — me contestó la última vez que le pre­
gunté, mientras él barría y yo juntaba con la pala los restos de
lo que fuera un brindis contrariado— . Tu madre cumple
años por los dos.
¿Esa era la verdad? ¿Tan simple? Francisco dejó de festejar
su cumpleaños para no verse obligado a materializar en pala­
bras la diferencia de edad que existía entre mi madre y él.
Todo lo que no se nombra, sencillamente, no existe, pienso.
¿Pero realmente existía esa diferencia? Francisco era menor
que mi madre, es cierto, pero, paradójicamente, no era más
joven. Nadie puede ocultar su edad cuando la merece. Fran­
cisco no necesitaba fingir la edad que tenía; y si mantenía su
bigote rubio no era por afán de parecer mayor sino para ocul­
tar una cicatriz. Tal vez sólo las mujeres, sus dientas, intuían
que se transparentaba un hombre joven detrás de esa prime­
ra impresión que despertaba su voz gastada por el tabaco,
detrás de las arrugas como jirones de angustia arañando los
párpados ligeramente caídos, o su temprana calvicie, y el bra­
zo izquierdo, algo debilitado pero no menos orgulloso (por­
que él lo mostraba cuando intuía un gesto incrédulo, cuando
era necesario arremangarse para que vieran el ancla tatuada
con tinta china, la cicatriz serpenteando la carne, tornando
imprescindible su tono sarcástico para comprender la historia
de un tatuaje arruinado por lo que él denominaba una heri­
da de guerra), detrás de sus manos anchas y pesadas como las
de El Caballero Rojo, pero cuarteadas como si hubieran cre­
cido a la intemperie, huérfanas. Manos lastimadas que a na­
die le llamarían la atención porque estaban en perfecta armo­
nía con su trabajo. Aunque no siempre debió ser así, por lo
menos no cuando recién terminó el Curso de Gasista M a­
triculado en el Instituto Mariano Polledo y aún no tenía nin­
gún cliente, ninguna experiencia que le indicara que las amas
de casa cuando contratan a un plomero, o a un pintor, no
pueden evitar mirar las manos de quien será portador de con­
fianza y dinero. Quizá porque solamente tenía las manos de
quien ha superado todas las desventuras que suele traer un
oficio, porque tenía las manos de un hombre que ha sido tra­
bajado por la experiencia, pero no tenía ninguna, ningún
cliente, prácticamente ninguna herramienta exhibió en sus
primeras tarjetas de presentación el único título del cual se
sentía realmente orgulloso: haber combatido en la guerra de
las Malvinas.
Me acuerdo de lo feliz que estaba la primera vez que me
mostró la tarjeta, tan impaciente por leérmela como si la hu­
biera mandado a hacer para mí. Me regaló una, todavía la
conservo.

FRANCISCO MARTOY
GASISTA MATRICULADO
ARREGLOS EN GENERAL
Veterano de Guerra. Matrícula de Revista N 9 9 7 1 -1 .
Expedida por la Marina de Guerra Argentina.
Portaaviones A.R.A. 25 de Mayo. Dep. de Armamento.

Y debajo, naturalmente, el número de teléfono y la direc­


ción de la casa. Sobre todo el número de teléfono; porque fue
esa la razón por la cual nos fuimos a vivir a un barrio tan leja­
no como Villa del Parque.
— Ahora que Francisco consiguió trabajo, vamos a vivir
los tres juntos en una casa muy, pero muy grande que hasta
tiene teléfono — me dijo mi madre en el tono inclemente de
quien no acepta el paso del tiempo: hacía más de un año que
yo vivía con mi abuela Paula.
Escribo esto y me doy cuenta de que ignoro por comple­
to lo que sucedió entre mi madre y Francisco durante el tiem­
po que vivieron solos. Como también ignoro de qué manera
Francisco llegó a conocer al señor Botbol, el hombre que pasó
de ser su primer cliente, especie de Mecenas que le encargó
un trabajo serio y bien remunerado, a convertirse fatalmente
en algo más que un simple propietario al cual debía pagarse
un alquiler todos los meses.
Si lo importante de aquella casa era el teléfono, tengo que
decir que nunca dio los resultados deseados. Un día Francisco
llegó a preguntarse en voz alta y como si me lo consultara si
el hecho de haber manifestado en sus tarjetas que era un vete­
rano de guerra no le habría impedido obtener clientes.
— Creo que cometí un error — dijo— . La gente piensa
que los veteranos de guerra estamos todos locos.
Y una semana más tarde, repartió en el barrio cien tarjetas
de renovado silencio. ¿Realmente piensa eso la gente sobre los
que combatieron en Malvinas? Me pregunto por qué no se
colmó una plaza para recibirlos, por qué se pensó que una
pensión vitalicia alcanzaría para cubrir toda una vida destro­
zada. Si es que acaso se hizo algo una vez que se consumió
como un fósforo la fiebre de solidaridad que alcanzó a mu­
chos no bien terminó el conflicto. ¿Y la asistencia psicológi­
ca? ¿A nadie de mi familia se le ocurrió pensar que Francisco
necesitaba un tratamiento psicológico con más urgencia que
el fraguado para el tío Migliano? Después de la guerra, la gen­
te quedó necesitada de olvido como una cafiaspirina vencida.
Necesidad que aún perdura en la conciencia del país, supo­
niendo que haya una, y yo creo que sí, una conciencia gene­
ralizada y unívoca que sufre de una gran migraña embrutece-
dora.
En cuanto a las nuevas tarjetas, lamentablemente tam po­
co tuvieron el efecto que él imaginó que tendrían. La realidad
se empeñaba en vano en demostrarle que nadie contrataría
sus servicios porque fuera un veterano de guerra. Y comenzó
a dudar de su capacidad, diciendo:
— No voy a vivir de sus limosnas, no señor, no voy a per­
mitir que me den trabajo por lástima’’.
Supongo que se sentía obligado a decírmelo: pasaba mu­
chas tardes sentado a la mesa de la cocina, tomando mate, en
compañía de un dibujo garabateado rencorosamente en una
hoja de su agenda. Francisco debió acostumbrarse a pasar lar­
gas semanas sin arriesgar un miserable presupuesto. Irrumpir
nunca es fácil, cuesta, da trabajo imponer lo que uno hace sin
perder tiempo y energías en tratar de justificarse. Si ahora res­
balo sobre una palabra y lo evoco sumido en la desesperación,
atormentándose en la perseverancia cuando se vencían los
impuestos o sólo quedaba medio limón en la heladera, es
porque sé que merecía como nadie tener una pequeña carti­
lla de clientes. Trabajaba bien, y esto, en su oficio, significa
que era puntual, prolijo, rápido y siempre cobraba menos de
lo que valía su esfuerzo. De una gran memoria visual, Fran­
cisco era recalcitrantemente curioso con lo que le gustaba y
completamente apático con todo aquello que lo aburría. Ya
de chico (me contaba), terminaba destrozando todos los
juguetes por esa irresistible inclinación de averiguar cómo
estaba articulado el mecanismo de un autito a fricción, por
ejemplo. Le bastaba con mirar, y eso mismo era lo que él te
respondía cuando le preguntabas sobre cualquier cosa que
hubiera aprendido, y no porque quisiera ocultarte su secreto,
como yo creí durante mucho tiempo, sino porque era así
como él sentía que verdaderamente había capturado el cono­
cimiento.
— ¿Cómo aprendiste a manejar, viejo? — podía pregun­
tarle.
Nunca lo llamé papá, pero tampoco nunca por su nombre
si estábamos los dos solos.
— Mirando — contestaba él.
Así con todo lo que se me ocurriera. Si por casualidad lo
llamaban para que hiciera un trabajo que no había hecho
nunca, lejos de rechazarlo, corría hacía la casa de Enríquez
para agujerearlo a preguntas. Como cualquier espíritu in­
quieto, los desafíos no lo amedrentaban. Por lo contrario,
parecían secarle los labios, generarle una sed de conocimien­
to que su vecino seguramente lograría saciar.
Ricardo Enríquez era un hombre corpulento, alto, tenía el
pelo negro, crespo, veteado de canas y una sonrisa como los
hombres de antes. No escatimaba el conocimiento que le ha­
bía dado su experiencia ni hacía alarde de esto último. Su
fuerte era la plomería, aunque en los últimos años trabajara
como contratista de obra. Era respetado y muy querido en el
barrio, y estoy seguro de que los clientes que le fueron fieles
durante toda su vida habrían pasado gustosos a pertenecer a
Francisco si nada hubiera sucedido, sintiendo una especie de
seguridad, o acaso la alegría que da reconocer al maestro en
el estilo del discípulo. Era muy divertido verlos juntos,
espiarlos cuando hacían la presentación de los caños en la te­
rraza de mi casa, y, entre mate y mate, cigarrillo tras cigarri­
llo, escuchar los consejos que Enríquez gastaba con humor e
ironía frente a un Francisco concentrado y meticuloso, aten­
to y respetuoso, al que le bastaba una sola explicación para
comprender lo que debía hacer. Yo mismo lo corroboré. Un
día (se trataba de un trabajo que no había hecho nunca) me
llevó a trabajar con él en la época en que tomó al tío Migliano
de ayudante.
— Pónete el pantalón más zaparrastroso que encuentres
— me dijo.
Y ya en el auto, mientras manejaba y fumaba por avenida
Sanabria, me explicó que teníamos que descubrir un caño y
luego seguirlo hasta el interior de un local donde funcionaba
un negocio de lencería. Todo con pico y pala, es decir, tres
metros de distancia y algo más de un metro y medio de pro­
fundidad.
— Trabajo de hombres — fue lo que dijo con una sonrisa
de perfil que abarcó todo el asiento trasero.
Me gustaba mucho salir con Francisco en el Falcon; obser­
var como si fuera un Dios su manera de manejar con una sola
mano y escuchar de repente las cosas obscenas que le gritaba
a las mujeres que cruzaban la calle. Yo festejaba esas frases; me
reía, y, acto seguido, le palmeaba el hombro, acaso como exi­
giéndole más de esas ocurrencias que, lejos de ser un piropo,
crecían en el aire hasta convertirse en un insulto canallesco.
Aún hoy retengo el gesto atroz de una mujer cuando Fran­
cisco, al verla cruzar con un bebé en brazos, le gritó sacando
la cabeza por la ventanilla:
— ¡Macalo que te hago otro!
Llegamos al local. Cuando por fin me dio la pala intenté
seguir sus indicaciones más allá de que no estuviera acostum­
brado y tardara una eternidad en arrancar cada pedazo de tie­
rra (mis brazos perdían rápidamente sus fuerzas; a la cuarta
palada consecutiva me pedían un descanso de lustros). En un
determinado momento, un olor fétido comenzó a trepar por
mis piernas como ratas enloquecidas por el frío metal de mi
pala. Ya no era tierra.
— No es tierra esto — dije— , ni barro... No me digas
que...
— Sí — dijo. Y Migliano se reía, tan servil— . Es mierda,
¿qué otra cosa iba a ser? Eso que ves ahí es un caño de cloa­
ca. Dale, no seas flojito, seguí.
No pudo decir que no lo intenté. A falta de una indumen­
taria adecuada, cubrí con bolsas de residuo mis zapatillas y
continué trabajando para demostrarle que no era ningún
flojo. Trabajé o resistí, mejor dicho, hasta donde pude y me
dejó el cuerpo. Las náuseas y luego las arcadas cada vez más
profundas me doblaban como uno de sus viejos caños. ¿Y de
quién fue la culpa si vomité sobre mis pantalones y me sentí
afiebrado, humillado y solo dentro de un pozo frío como la
muerte? Me negué rotundamente a seguir trabajando: tiré la
pala y me fui.
Al rato regresé, guiado por la culpa.
— Ya está terminado — dijo, lacónico.
Un cigarrillo iluminó su mirada colérica y vengativa.
Pensé que podría recuperar lo perdido ayudándolo a tapar el
pozo, pero me dijo que no: había colocado un tablón pesado
y aún no había llegado la dueña del local.
— ¿Y el tío Migliano? — pregunté.
— En el auto.
Esperamos sin decirnos nada. No me miraba. Cuando
llegó la dueña del local acompañada por el administrador del
consorcio, levantó de un lado el tablón y me pidió que lo sos­
tuviera.
— Vamos a mostrarle a los señores dónde hicimos el
empalme... — Y mirando a la señora— : Porque, ¿sabe?, hoy
vine con mi segundo ayudante. — Y sonrió para luego repe­
tir la palabra empalme. Su pie se acercó confiado al borde del
pozo. Estaba por agacharse, cuando la señora exclamó:
— ¡Pero qué ayudante buen mozo que tiene!
Y Francisco, molesto, quitó la mirada del pozo y le dijo a
la señora que sí, que yo era su hijo. Después señaló el caño
donde se había hecho el empalme y quiso agregar algo pero
no fue posible: la voz espantada de la señora sufrió un desga­
rro.
— No entiendo. ¿Su hijo? Usted es un hombre joven para
tener un hijo tan grande.
Y yo lo miré: lentamente levantó la cabeza y dijo:
— Un error de juventud, señora. Un terrible error de
juventud. ¿Le interesa saber dónde se efectuó el empalme?
Fue eso mismo lo que le contesté al profesor Gómez cuando
me preguntó cuánto años tenía Francisco.
— Soy un error de-juventud — dije. Y enseguida agre­
gué— : Mi padre estuvo en el portaaviones 25 de Mayo.
Palabras que tuvieron toda la precisión de un swing de
izquierda: vi cómo trastabilló el profesor Gómez, cómo se
enredó entre sus piernas y su cuerpo lo obligó a retroceder
tres, cuatro pasos de espalda al pizarrón para dar contra las
cuerdas frente a un público atónito que no acababa de enten­
der lo que había sucedido. Convencerse es la palabra; como
cuando cae un ídolo o alguien que se teme mucho. Al profe­
sor Gómez se le había desprendido la estilográfica de la mano
y parecía que no iba a terminar nunca de cerrar la boca. Me
miraba como queriendo adivinar algo a través de mi mirada,
que se mantenía orgullosa y altiva como un novato convenci­
do de su hazaña. Y qué lástima que no haya sonado el timbre
en ese momento. Hubiera sido memorable que lo alcanzara
la campana mientras se abrazaba a las cuerdas, a la elasticidad
del aire, pero no, el profesor Gómez, aturdido todavía, alcan­
zó a decir:
— ¿Portaaviones, dice usted? Perdón, ¿el portaaviones 25
de Mayo?
Dije que sí con la cabeza.
— ¡Ah! Ya entiendo. ¡Su padre llegó nadando a las islas
Falkland!
Y se echó a reír a carcajadas limpias. Ahora era el campe­
ón que se reía con su público del coraje de su adversario; vol­
viéndolo fútil y minúsculo, insípido y no menos payasesco.
Había algo de violencia incontenida en su modo de reír: su
cara cobró un color ligeramente morado, la vena de su cuello
se hinchó como una manguera cuando ya no resiste lo más
rencoroso del agua. Reventaría. Llenaría el aula de odio y cas­
tigo insatisfecho. Menos Mauricio, mi compañero de pupitre,
el resto de los alumnos parecían haber traducido al instante el
mensaje de lealtad que exigía la mirada del profesor Gómez;
una mirada fría, calculadora, que recorría las caras como si
quisiera sorprender al enemigo. Un enemigo camuflado de
alumno. Es curioso lo que sucedió después, y ahora, al escri­
birlo luego de tantos años, me parece más sorprendente toda­
vía: la manera en que se hizo silencio. El griterío sufrió un
espasmo al contacto con mi voz y formó una ola, una majes­
tuosa ola de silencio creció vertiginosamente a partir de la pri­
mera fila de los pupitres y envolvió a las restantes para que
algún grito rezagado, alguna risa desmedida, saltara, penetra­
ra en esa ola como veloces pecesitos de colores luchando des­
esperados por no caer dentro de la red de mi voz de agua, res­
balosa como la timidez.
— Mi papá estuvo en Malvinas — dije— . En el portaavio­
nes 25 de Mayo.
— ¡Suficiente! — gritó el profesor Gómez, y no me mira­
ba— . Basta de estupideces. Abran la carpeta y copien lo que
a continuación voy a escribir.
— Pero profesor...
— Retírese del aula, alumno — dijo tan imperturbable,
dando media vuelta; la mirada torva en la mano que sujetaba
la tiza.
Cerré la carpeta sin comprender por qué el profesor no
había querido creerme. ¿Por qué se habían reído de mí? Y
ahora el peor de los insultos: me echaba de la clase. Me sentí
otra vez humillado en el interior de un pozo hecho de pala­
bras húmedas. ¿Y mis compañeros? Silenciosos, observaban
desde la complicidad cómo me sepultaba cada nueva palada
de incomprensión. Menos uno, Mauricio, que segundos
antes de que me viera de pie, dijo:
— Yo te creo.
Salí del aula y me apoyé sobre una pared donde se proyec­
taba la sombra del busto de Sarmiento, carcomido por años
de incultura que siembran los pasillos de escuela.
Minutos más tarde, sonó el timbre.
— Aproveche el recreo — se oyó.
Inconfundible. La voz del profesor Gómez saltó sobre mí
como un paracaidista decidido a izar la bandera sobre lo que
fuera el campo de batalla. Me incorporé, convaleciente. Salí
al patio sólo para contarle a Mauricio la historia de los tres
grupos de la Fuerza de Tareas 79. El cual uno, el del norte,
estaba comandado por el portaaviones 25 de Mayo y su com­
plemento de dieciocho aviones Skyhawks A 4Q yT racker S2E
de reconocimiento. También le conté que Francisco había
sido herido mientras cumplía una peligrosa misión de resca­
te a bordo de un helicóptero Sea King.
— Herido y todo, pudo rescatar al personal de la cuarta
Escuadrilla de Ataque que se encontraba en la Isla Borbón,
una zona tomada por el ejército inglés.
— No te creo.
— El proyectil se metió por la boca y salió por el brazo
izquierdo, te lo juro. Tenía un tatuaje hermoso. Ahora tam­
bién tiene una cicatriz enorme. Pero igual se nota el ancla. Ya
vas a ver, cuando vengas a mi casa te voy a mostrar la meda­
lla de honor que le dieron por esa misión.
Cuando salíamos del colegio, Mauricio me preguntó cuán­
do podía ir a mi casa. Se lo dije y me fui caminando por Pedro
Lozano, o tal vez era Nazarre, no importa. Sé que había calles
sembradas de hojas otoñales, replegadas en luminosa timidez
y que el sol brillaba ajeno, resplandeciente, orgulloso y libre
como un dios joven de dorada cabellera cuando la imagen del
profesor Gómez se cruzó otra vez por mi mente y me obligó
a correr. Fue todo muy rápido. Comencé a correr y de golpe
me alcanzó la angustia: me puse a llorar. Corría y lloraba. Me
alejaba del llanto corriendo por el temor absurdo de que la
gente me viera. No paré de correr hasta que llegué a casa.
Abrí la puerta, subí la escalera y lo vi: estaba regando las
plantas del cantero. Era mediodía, pienso ahora que me veo
saludándolo con todo un gesto demacrado por una huida
inefable. Era mediodía, me digo, las plantas no se riegan a esa
hora: Francisco otra vez estaba sin trabajo.
«¿Cómo te fue en el colegio?», esperé que me dijera.
Todavía me gustaban los mediodías. Aún faltaba mucho
para descubrir que mi madre lo engañaba, mucho para expe­
rimentar el miedo que puede nacer detrás de un nombre. Por
entonces era lindo llegar del colegio y encontrar el plato
expectante junto a una rodaja de pan y un vaso con jugo.
Nada de mantel, nunca.
«Comé con pan», decía Francisco.
Y era cuestión de sentarse a la mesa, que preguntara cómo
me había ido en el colegio, responder dos o tres tonterías sin
importancia y luego almorzar en silencio para después escu­
char atentamente alguna historia sobre la guerra junto al
mate verborrágico. Antes de irse, agarraba la agenda de cue-
rina negra y decía:
«Lautaro, lavá los platos y tendé las camas... Así le das una
mano a tu madre.»
Mi madre trabajaba todo el día, así que si Francisco no
podía ir al mediodía, almorzaba algo livianito en compañía de
la radio. En cambio, si Francisco almorzaba conmigo el menú
era un suculento bife de chorizo que abarcaba todo el plato.
Siempre carne. Nunca una ensalada. Nunca otra cosa que no
fuera pan.
— Comé con pan, Lautaro — me dijo. Y no preguntó có­
mo me había ido en el colegio. Preguntó:
— ¿Qué pasó?
Entonces le conté mi propia versión de todo lo que había
sucedido con el profesor Gómez. Francisco me escuchó aten­
tamente, o eso parecía; bajaba la cabeza, cortaba un trozo de
carne — el cuchillo cruzando con destreza por entre los dien­
tes del tenedor— y me miraba a los ojos como elucubrando
algo terrible, para mí, para el que se había ido del aula (en ese
punto del relato me encontraba cuando percibí el gesto
inequívoco de que comiera) deliberadamente porque no po­
día soportar que se le rieran en la cara de algo tan importan­
te. Yo estaba eufórico, inmanejable, hubiera seguido así du­
rante semanas. Recién cuando necesité beber un sorbo de
jugo, me di cuenta de que aún tenía carne dentro de la boca.
— Dijo que habías llegado nadando a las Malvinas — con­
cluí.
— Le faltaste el respeto.
No entendí. Él encendió un cigarrillo. En momentos
como ése siempre encendía un cigarrillo.
— Sabés bien que no podés salir del aula — dijo— . Mirá,
Lautaro, que esto no es la primaria... Levantare y traeme el
cenicero.
— No me fui, me echó — dije— . Se rió y me echó.
— Se rió.
— Y después me echó. Se llama Edgardo Gómez. Es pro­
fesor de Historia — dije, y quité los platos de la mesa.
— Gómez... No, no me suena.
Por supuesto, ¿cómo pude olvidarlo? Mi madre me había
anotado en el Comercial Once de Villa Devoto porque era el
colegio al que había ido Francisco. Imaginé lo que hubiera
sentido si me hubiera escuchado decir: «Nogán, me llamo
Lautaro Nogán».
— ¿Qué días tenés historia? — me preguntó, mientras le
cambiaba la yerba al mate. Después encendió la hornalla y
apoyó la pava.
— El jueves. No, el miércoles.
— ¿Seguro?
— No me acuerdo — dije. Y como era capaz de escribir en
el agua lo que indefectiblemente venía después de ese gesto,
corrí hasta mi habitación. Abrí la mochila, saqué la carpeta y
me fijé cuándo volvía a tener Historia.
— El miércoles — dije— . En las dos primeras horas.
Estaba sentado con el mate en la mano y observaba una
hoja de la agenda. Había encendido otro cigarrillo. Desde la
cocina, a esa hora, se podía escuchar el resoplido metálico del
colectivo 124 , que tenía parada justo enfrente de nuestra
casa. Lavallol y Santo Tomé: la esquina que prefieren las
meretrices, decían algunas copetudas del barrio cuando llegó
el policía. Y cuando el policía se fue, o lo echaron («Los poli­
cías no se van nunca», decía Migliano. «Ni siquiera cuando
los rajan.»), Lavallol y Santo Tomé se convirtió en la esquina
ganada por las putas definitivamente. Menciono esto porque
me pregunto qué hubiera hecho de haber sabido lo que yo
pensaba mientras lo observaba tomar mate y repasar los
números imposibles de su agenda. ¿Era así como yo lo veía?
En todo caso, lo que hice fue cambiar al policía por el profe­
sor Gómez.
— ¿Querés un mate?
Un año atrás, los dos veníamos en el Falcon, no recuerdo
de dónde, y frenó en la esquina con toda la intención de esta­
cionar marcha atrás como hacía siempre, y sonó el silbato.
«El alcahuete», dijo. Lo conocía, ya todos lo conocían bien
en el barrio. Se había hecho odiar al igual que el dueño del
chalet de enfrente que había llamado a la policía porque le
molestaban las mujeres congregadas en la esquina.
— Quema — dije.
Y el policía, al que seguramente no le molestaban tanto las
putas como el hecho de estar doce horas parado donde ni
siquiera había lugar para guarecer su sombra, linterna en
mano, en menos de una semana paró y exigió coima a todos
los vecinos. Si por casualidad el automóvil tenía el seguro y
las patentes al día, entonces el policía esgrimía alguna falta
inverosímil: diez pesos.
— Despacio, no hay apuro.
Diez pesos fue lo que le sugirió a Francisco, que pagaba las
últimas tres patentes del auto cuando tenías ganas.
«Qué vaya a trabajar si quiere plata, ¿no es cierto?», le
comentó a mi madre aquella noche, durante la cena.
Para mí, todos los policías eran como el tío Migliano. Y en
parte tenía razón. Creo que Francisco nunca imaginó que un
día lo necesitaría para salir de un apuro.
— Está rico — dije— . A mí me gusta así, dulce. Mamá
dice que el mate se toma amargo.
Y ese día fue aquella tarde en la que volvió a sonar el sil­
bato estando los dos dentro del automóvil. Tranquilamente,
Francisco dio marcha atrás: antes de que subiera la ventani­
lla, ya teníamos un problema. «Una vez se la perdono, dos no.
Usted sabe que esa maniobra está prohibida. Registro y cédu­
la verde».
— En Uruguay, será — dijo— ¿Otro mate?
Me miraba, tal vez sonrió.
— Bueno.
Cuando el policía fue a corroborar los números de la pa­
tente, Francisco bajó del Falcon. Antes, mirando por el espe­
jo retrovisor, me había dicho: «Ahí viene Enríquez. No bajes
y no te des vuelta». En cuanto a lo primero, le hice caso, pero
no pude evitar mirar, y me arrepiento, por supuesto: recuer­
dos como ése llegarían a potenciarse cuando se abrieran las
puertas del miedo. Así que vi todo, lo vi discutir con el poli­
cía, mostrar el ancla tatuada en su brazo izquierdo, vi a
Enríquez señalando su Torino inmejorable, y vi la gorra del
policía dibujando una estela azul en el aire luego del cacheta­
zo que Francisco le estampó.
— Los gauchos tomaban el mate con azúcar. Pero era cos­
tosa, así que la reservaban para ocasiones especiales... Ponerle
azúcar al mate era un modo de agasajar al invitado, a los ami­
gos.
— Com o M artín Fierro y Cruz.
— Supongo — dijo, y cebó otro mate, pero sin azúcar. Lo
tomó de una chupada; la yerba sonó como hojas crepitando
bajo el fuego. — Se lavó — dijo, y levantó las cejas, divertido.
— Tanta azúcar... Deberíamos hacerle caso a tu madre. — Y
con el mate en la mano fue hasta el tacho de basura: corrió la
tapa y comenzó a vaciarlo, diciendo— : Esa noche éramos
tres: el Tucumano y Rolo. ¿Te acordás del Tucumano? — pre­
guntó, agachado. La boca del mate apuntaba sobre la bolsa de
basura. Se quedó en esa posición hasta que le contesté que me
acordaba.
— Un gran tipo — dijo Francisco. Abrió la puerta de la
alacena; sacó el paquete de yerba, cargó el mate y se sentó a
la mesa.
Yo supe que a partir de ese momento comenzaba otra his­
toria.
— Planeamos todo en la camareta: Rolo tenía que chanta­
jear al imaginaria con un paquete de cigarrillos, distraerlo
para que el Tucumano y yo saliéramos del sollado sin ser vis­
tos — dijo, cebando un mate— . Nos habíamos enterado de
que esa noche había una cena en la cantina de Oficiales. Los
muy turros se iban a dar una panzada de pavo a la naranja
mientras nosotros comíamos en latas de conserva. La ¡dea era
encontrarse afuera, llegar a la cocina, comer algo y volver. No
queríamos morir con la panza vacía: faltaba muy poco para
llegar a la zona de combate. Pero Rolo arruinó todo; se apare­
ció con una bolsa de equipo al hombro. «No hay que robar
nada», dijo el Tucumano. Rolo era grandote, ya te conté, un
poco loquito, había que tener coraje para meterse con él. «No
robo», dijo Rolo. «Recupero, que es muy distinto.» Antes de
llegar a la cocina, no tuvo mejor idea que tirar la bolsa de equi­
po al agua.
— ¡No!
— La tiró al agua. Imaginatc, no nos daban las piernas
para correr — dijo Francisco, poniéndose de pie— . Pero ya
era tarde, «¡hombre al agua!», se escuchó, «¡Hombre al
agua!», se escuchaba todavía mientras sonaba la sirena. ¡Qué
baile nos dieron cuando los buzos de rescate encontraron la
bolsa de equipo! — Hizo una pausa brusca para cebarse un
mate. Después miró él reloj con forma de gota y dijo— :
Bueno, Lautaro, me voy. Escúchame, antes de salir, lavá los
platos y ordená un poco la cocina. Así tu madre no tira la
bronca.
Cuando llegó el miércoles, todo lo sucedido durante la
mañana del lunes ya era parte de un pasado remoto. Aún no
habíamos izado la bandera cuando supe por la preceptora que
me estaban esperando en la secretaría. Y tuve que verlo, nece­
sité abrir la puerta y encontrarme con un Francisco vestido de
traje y corbata para recordar el motivo por el cual tenía en su
mano derecha el diploma enmarcado y la medalla de honor.
— Ya hablé con la directora — me dijo— . En cuanto lle­
gue el profesor Gómez, aclaramos este malentendido. Por las
dudas, no te alejes mucho.
Francisco caminaba de un lado a otro. Observaba ligera­
mente los ficheros, los anaqueles, o repetía en voz baja la
fecha de un legajo para luego mirar hacia el escritorio de
Gladys, la secretaria, como deseando que levantara la cabeza
de la máquina de escribir.
Finalmente, sonó el teléfono.
— ¿Usted es el padre del alumno Nogán? — preguntó
Gladys.
— Sí.
— La señorita directora lo espera en su despacho, señor
Nogán. Siga derecho por el pasillo.
Francisco se la quedó mirando durante unos segundos.
— Despacho — dijo, con voz de falsete— ¿Qué modo de
hablar es ése? En fin, no me reconoció, ¿te diste cuenta? Sin
embargo ella está igual, pero más miope. Señorita directora...
— El portero, cara de bulldog, le señaló la puerta— . Me pare­
ce que me metí en la cueva del lobo — fue lo último que dijo
antes de que la puerta se abriera y apareciera la señorita direc­
tora, sonriente. Alcancé a ver al profesor Gómez, sentado y
cruzado de piernas, frente al escritorio.
— El alumno puede ir al aula, o esperar afuera — dijo la
directora.
Nunca supe de qué se habló ahí adentro. Francisco jamás
me contó nada ni permitió que se volviera a hablar del asun­
to una vez que el profesor Gómez me pidió disculpas indirec­
tamente por no haber comprendido que yo realmente habla­
ba en serio.
— Usted sabe como son los adolescentes — dijo Gómez— .
Uno nunca puede estar completamente seguro de que hablan
en serio. En fin, hay que saber reconocer los errores y dar el
ejemplo. Es una edad complicada la adolescencia, pero qué
linda ¿no es cierto? — Y mirando hacia la nada— . Adoles­
cencia no tiene nada que ver con el término adolecer, tergi­
versación tan en boga últimamente. — Francisco me miraba,
asentía con la cabeza— . Por el contrario, proviene de un
verbo latino que significa crecer, humear, arder... Adolezco, es
el verbo latino, ¿qué me dice usted? Sé lo que está pensando,
si corrompemos el lenguaje no queda nada. Es así, bien, me
voy a dar clase. Un gusto señor Martoy. — Y mirándome— :
Despídase de su padre, Lautaro — dijo Gómez y subió la es­
calera rápidamente como una rata de albañal.
Cuando Mauricio fue por primera vez a mi casa, todo giró en
torno a la guerra de las Malvinas. Recuerdo que además de
hablarle de Francisco, aventuré algunas opiniones en lo con­
cerniente a la derrota. Entre ellas, que habíamos perdido la
guerra porque los norteamericanos ayudaron a los ingleses
con misiles aire-buque, sistemas de defensa antiaérea, morte­
ros, bengalas, sonoboyas, miras infrarrojas, munición, racio­
nes, información de todo tipo, desde la frecuencia de radares,
pasando por el sistema criptográfico y el movimiento de los
buques provista por un satélite en órbita sobre el Atlántico
Sur...
— Fue una guerra muy sucia — concluí, en el tono de
quien realmente sabe de lo que está hablando.
Y después le conté de ese famoso 4 de mayo en el que un
viejo avión Neptune de la Escuadrilla de Exploración guió el
ataque de los Super Etendard que terminarían hundiendo la
fragata Sheffield, utilizando esa táctica de explorador-avión
jamás vista antes. También le mostré una revista y leí en voz
alta la historia del portaaviones: Venerable, había sido origi­
nalmente su nombre, y fue construido para la Real Marina
Británica. Un día se produjo un incendio en la sala de máqui­
nas y la Marina Holandesa decidió no repararlo y vendérselo
a la Argentina. El 15 de octubre de 1968 lo compró la Arma­
da Argentina...
— Ya había tenido muchas mejoras — dije, y con la revista
en la mano guié a mi amigo hacia la pared donde Francisco
había colgado las armas, la medalla de honor y la fotografía.
Leí— : ampliación de la cubierta de vuelo con ángulo hacia
babor, así como también la instalación de sensores modernos
para lo que hubo necesidad de reemplazar el mástil trípode
original por uno de celosía de mayor tamaño y también otra
chimenea sobre la que se instaló un radar de búsqueda combi­
nada de largo alcance. — Me pregunto cuánto podía entender
yo de todo aquello que repetía. No lo sé; pero lo que sí sé es
que creía ciegamente en todo, y por eso era capaz de repetirlo.
— M irá — dije.
Durante varios segundos, parados a un metro y medio de
la pared sobre esa línea imaginaria que en los museos tiene
toda la fuerza de una provocación, nos mantuvimos rodeados
por una atmósfera de solemnidad como en los actos escola­
res, orgullosos. Yo observaba a Mauricio, tironeaba de su son­
risa permanente. Era delgado, de tez trigueña y ojos pardos,
su perfil irradiaba esa enigmática belleza que algunos hom­
bres de este siglo le adjudican a los griegos arcaicos. No decía
nada. En algún momento temí que me pidiera que descolga­
ra una de las armas.
— Si te confieso algo, Lautaro, ¿me prometés que no te vas
a reír?
— Claro.
— ¿Seguro? ¿Ni se lo vas a decir a'nadie?
— A nadie.
— Yo no sé donde quedan las islas Malvinas.
— Ahora te muestro — dije con perfecta naturalidad— , en
mi habitación tengo un mapamundi.
Cuando regresé, Mauricio seguía parado frente a la pared
— Acá está — dije— . Vení, te muestro y de paso tomamos
la leche.
Entramos en la cocina y me di cuenta de que aún no había
lavado las platos ni tendido las camas. Miré el reloj: en poco
más de una hora llegaría mi madre. Mauricio se había senta­
do a la mesa y observaba el mapamundi algo desconfiado,
con el mentón apoyado sobre sus brazos cruzados. Cuando
me vio dispuesto a lavar los platos, me preguntó si quería que
me ayudara.
— No, lo hago rápido — dije— . Ya estoy acostumbrado.
Mientras lavaba los platos, él juntó las migas de pan que
habían quedado desperdigadas sobre la mesa. Divertido, me
preguntaba dónde iba esto o aquello y guardaba todo con
prisa dentro de la alacena. En cinco minutos, la cocina quedó
reluciente de amistad y connivencia. Aún me faltaban las
camas.
— Ahora vengo — le dije.
Pero Mauricio entró detrás de mí; ubicándose del otro
lado, me ayudó a tender la cama. En un momento descubri­
mos dos pequeños bultitos entre la sábana y el colchón. No
me dio vergüenza; saqué el calzoncillo de Francisco y la bom­
bacha de mi madre, levanté las medias y otras prendas que
siempre quedaban tiradas en el piso y metí todo en el tacho
de la ropa sucia. Después sí, ya tranquilo, preparé dos tazas
de chocolatada y varias tostadas. Mientras merendábamos, le
mostré a Mauricio dónde estaban ubicadas las islas Malvinas,
todo lo yo sabía sobre la plataforma submarina y la cantidad
de millas que había recorrido el portaaviones 25 de Mayo. En
fin, conversamos tanto sobre la guerra, le dimos tanto vuelo
a nuestra imaginación que, a lo último, creíamos oír bombar­
deos por todas partes.
— Seguro que salimos a la calle y encontramos todo des­
trozado — dijo Mauricio, y se reía con ganas.
Porque antes, él me había preguntado si yo conocía el gran
castillo de Villa del Parque.
— ¿Un castillo?
— Sí — dijo, tan misterioso— . Vamos, estamos cerca. ¿Le
tenés miedo a los fantasmas vos?
Y ahora que me veo caminado por la calle Campana con
Mauricio a mi lado, recuerdo cuando Francisco, resuelto y re­
bosante de alegría como un guía enamorado de una turista,
nos mostró el barrio por primera vez. Qué extraño, casi estu­
ve a punto de escribir lo que experimenté desde el asiento tra­
sero del Falcon; pero no, el Falcon llegó más tarde, y si bien
también en esa oportunidad dimos un paseo lento y lleno de
entusiasmo, lo cierto es que la primera vez caminábamos
mientras Francisco le explicaba a mi madre las ventajas de un
barrio que lo tiene todo, incluso un cine.
— Un barrio con vida propia.
Y dijo algo más que acabo de recordar: estábamos cruzan­
do la plaza cuando agregó que la belleza del barrio tenía su
lado oscuro. O tal vez no dijo oscuro, sino cruel.
— Villa del Parque es un barrio con ínfulas de pueblo.
Y es el día de hoy que recuerdo dónde estaba parado cuan­
do esa frase cruzó el cielo como un pájaro exótico; quizá por­
que me llamó la atención la palabra ínfula, palabra cuyo sig­
nificado, como muchas otras, ignoraba por completo, o por­
que lo dijo tan serio, o tal vez se debiera, simplemente, al
hecho de que estaba diciendo una verdad demasiado rotunda
para mí.
— El castillo fue construido a finales del siglo diecinueve
— dijo Mauricio— . Su último dueño, un tal Rafael Gior-
dano, aJ parecer descendiente del famoso pintor, lo había
comprado para regalárselo a su hija por su boda.
— Y no se casó — me apresuré a decir— . El novio se fugó
con otra y la chica se suicidó. Desde entonces una pobre alma
en pena recorre los pasillos del castillo reclamando venganza,
típico.
— No — dijo Mauricio, serio— . Lucía y Ángel se casaron
el 2 de abril de 1 9 1 1 . Esa misma noche hubo una fiesta con
cientos de invitados. Había una orquesta que tocaba antiguos
valses vieneses. Se llamaba Platz Grau. Mi abuelo me lo con-
ró, y me contó también que había entre los regalos un auto­
móvil marca Sampson, que era uno de los mas caros de esa
época, imagínate.
— ¿Tu abuelo estuvo en la fiesta?
— No.
— ¿Y cómo sabés todo eso?
— Mi bisabuelo fue el farolero del barrio.
— No te creo.
— Entonces tampoco me vas a creer lo que sucedió des­
pués de la fiesta. Fue algo terrible — dijo— . Mirá, ahí tenés
el castillo.
Efectivamente, ahí estaba, al otro lado de las vías; impo­
nente con su torre y la cúpula plateada. No lo había imagina­
do así. En realidad, creo que no había sido capaz de imagi­
narlo de ningún modo. Mauricio dijo:
— Tiene cuatro pisos, siete frentes y un mirador. ¿Te ani-
más a entrar?
— ¿Qué pasó después de la fiesta?
— Se murieron.
Cruzamos las vías.
— Antes, el paso a nivel no existía — dijo Mauricio— .
Todo esto era campo. Había llovido la noche anterior, por eso
el automóvil, que debía llevarlos al hotel donde pasarían la
noche de bodas, tuvo que esperar a los recién casados del otro
lado de las vías. Se dice que el tren los atropelló delante de
todos los invitados que habían salido del castillo para despe­
dirlos.
— Qué horrible.
— Todos los que viven por acá se encierran en sus casas
cada vez que llega el 2 de abril: cuando se hace noche cerra­
da se escuchan gritos y llantos desgarradores.
— Lucía y Angel.
— No tenían veinte años cuando murieron. ¿Trepamos?
La tarde agonizaba; muy cerca de sus heridas violáceas,
nubarrones de lluvia le seguían el paso como sicarios ansio­
sos. Trepado en la reja, miré hacia la vereda de enfrente: una
mujer parada en la esquina fumaba un cigarrillo mientras un
chico iba de un lado a otro en su triciclo. Nos miraba. Por
alguna razón esa imagen me inquietó.
— Tenemos que tener cuidado cuando subamos la escale­
ra — dijo Mauricio— : hay muchos escalones sueltos. Por las
dudas, yo voy primero.
— No tengo miedo.
— Es muy peligroso — dijo— . No te alejes mucho.
De modo que éste es el gran castillo de Villa del Parque,
pensé mientras daba los primeros crepitantes pasos hacia una
desilusión absoluta: no vi un piano de cola desvencijado ni un
solemne retrato pintado al óleo colgado arriba de un hogar a
leña. Ni siquiera había uno. La verdad es que costaba trabajo
aceptar que estábamos recorriendo un castillo. Las paredes
estaban colmadas de dibujos descascarados. Más adelante, nos
encontramos con un piso sembrado de vidrios, cartones,
hollín, botellas rotas, y, por sobre todo, un penetrante olor a
pis de gato. Antes de que llegáramos a la escalera, conté por
lo menos medía docena; primero nos observaban, luego se
cruzaban rápidamente por nuestro camino y nos clavaban sus
miradas fulgurantes y esquivas, como si planearan acorralar­
nos para someternos a un interrogatorio largo y doloroso.
— Al menos podemos estar seguros de que no hay ratas.
Llegamos a la escalera.
— Despacio — dijo Mauricio— . Tené cuidado, los últi­
mos dos escalones no existen. Agarrare fuerte.
Subimos. La oscuridad era casi total. En términos de
ruina, el piso era exactamente igual al otro.
— No toqués nada — dijo Mauricio— , hay jeringas por
todas partes. Usan este lugar para drogarse.
Lo seguí en silencio. La palabra drogarse cayó dentro de
mí como la primera moneda en una alcancía.
— Hay alguien — dijo de pronto, deteniéndose.
Instintivamente mi mano buscó la suya. Menos mal que
no la encontró.
— Shh... Está durmiendo.
— ¿Quién está durmiendo? — dije— . Mejor nos vamos,
¿si? Dale, Mauricio, bajemos.
— Está durmiendo, no te asustes. Además es inofensivo.
— ¿Dónde?
— Contra aquella pared... Es él, no hay duda — dijo
Mauricio, sonriendo— . Lo que pasa es que está todo tapado
con una frazada. Me di.cuenta por el changuito.
Lo que había a un costado parecía ser un changuito de
supermercado.
— Yo me voy.
— Se hace llamar Caballito El Dieciséis — dijo, y en el
tono de su voz había algo provocativo— . Ya te dije que es
inofensivo.
— ¿Quién es?
— Un amigo — dijo— . Si alguna vez te pide una moneda,
y tenés, dásela. Es el espíritu de Villa del Parque, como dice
mi hermano.
Y comenzó a contarme quién era ese hombre que se hacía
llamar Caballito El Dieciséis. Lo que me hizo recordar de
pronto una palabra que utilizaba muy a menudo mi abuela
Paula: pichicome. Tenía algo más de cincuenta años, el pelo
largo, ligeramente canoso y sucio. Usaba un bigote minúscu­
lo y estaba rematadamente loco. Una locura inofensiva, pero
triste. Los jóvenes del barrio lo habían adoptado. De genera­
ción en generación se pregonaba su culto como una deidad.
«Hoy sale el dieciséis, señora», gritaba con la serenidad de un
oráculo. «Mañana el siete, pero hoy, jefe, sale el dieciséis». Y
al vernos: «Muchachos, ¿no tendrán una monedita?». Por
supuesto, nunca hizo falta que insistiera. Apenas lo veíamos
doblar la esquina con su changuito adornado, hacíamos una
suculenta colecta como un guiso de invierno y se la entregá­
bamos. Si estábamos todos juntos, era su día de suerte: le dá­
bamos todo lo que teníamos, así eso implicara que alguno de
nosotros tuviera que caminar veinte cuadras para regresar a su
casa. Si uno estaba solo y Caballito te pedía una moneda en
plena calle Cuenca, tenías la sensación de que el comercio
entero se paralizaba: transeúntes, vendedores y clientes some­
tían a juicio la cantidad que afloraba de tus dedos. En esa
imaginaría balanza de oro, de un lado bien podía estar la plu­
ma y del otro, la moneda. Segundos después, cuando Ca­
ballito agradecía y se alejaba gritando algún número, todo
volvía a la normalidad: los autos aceleraban, las cajas registra­
doras se abrían y cerraban y las buenas señoras del barrio con­
tinuaban su paseo. Es cierto también que si no lo conocías
sus gritos podían asustarte. Y ése era un motivo de risa y fes­
tejo. Jamás nadie se burlaba de él. Estaba absolutamente pro­
hibido.
Caballito vivía en el primer piso del Castillo. Los días de
mucho calor, podías verlo en el mirador tomando sol en cue­
ros. A veces también gritaba algunos números, o, simplemen­
te, observaba el barrio. Cuidaba, mejor dicho, como un vigía
enamorado de su sombra.
La leyenda cursi de Villa del Parque quería verlo como
uno de esos hombres a los cuales el juego los lleva a la ruina
total. En el colegio te decían: «No tengan vicios, o termina­
rán como Caballito». El párroco de la iglesia de Santa Ana
tampoco podía evitar citarlo en alguna parte de sus sermones.
Es más, fue uno de los que aseguraba haber conocido a Ca­
ballito cuando todavía era un hombre respetable (¡como si en
ese entonces no lo fuera!). Decía que era un hombre muy tra­
bajador y buen padre de familia. Sin suerte, eso sí; en todos
los años que tuvo su agencia de lotería jamás vendió un solo
número ganador. Nunca faltó quien asegurara haber sido
amigo de Caballito El Dieciséis. Muchos, incluso, parecían
sentirse obligados a llamarlo por su nombre; si bien ese nom­
bre podía variar considerablemente de Edgardo a Héctor, por
ejemplo, o de Alfonso a Juancito. Este último sólo para aque­
llos que aseguraban haber veraneado en más de una ocasión
con Caballito y su familia. Por supuesto, todo esto y acaso
más, yo lo sabría con el tiempo. En aquella primera oportu­
nidad, mientras lo observábamos dormir, Mauricio sólo me
contó que Caballito se había vuelto loco después de que su
mujer y sus hijos lo abandonaran.
— Un mes antes de ese sorteo famoso, tuvo un sueño — di­
jo Mauricio— . Hipotecó su casa y lo apostó todo. Salió el
cuatro.
— ¿Y el dieciséis?
— Dicen que salió a la otra semana. Bueno, bajemos.
Ya otra vez en la calle, nos alegramos al comprobar que
aún no llovía. El cielo agonizaba sobre los pliegues grisáceos
de una tarde que se resistía a entregar la claridad. Un viento
de levante jugaba, desconcertaba a las hojas arremolinadas
sobre las veredas.
— Si nos apuramos — dijo Mauricio, mirando el cielo— ,
voy a poder presentarte a mis amigos. Siempre nos juntamos
en la heladería de Nogoyá y Cuenca. Si se larga a llover no va
a quedar nadie.
Caminaba a pasos agigantados. Yo iba casi trotando a su
lado, cuando le pregunté si era cierto lo que me había conta­
do sobre Lucía y Ángel.
— Cada palabra.
Lo miré: había encendido un cigarrillo. Mi gesto de sor­
presa debió motivar su pregunta. Me ofreció uno, pero le dije
que mejor más tarde.
— No fumo mientras camino.
Sonrió, irónico.
— Este vicio — dijo, y miró el cigarrillo como si le habla­
ra— me lo pegó mi hermano.
Unos meses más tarde, sabría que no eran casuales ninguna
de las dos palabras que utilizó para referirse a su hermano. Eso
explicaría sus largos períodos de abatimiento en que se confi­
naba al silencio, a la meditación insondable y a no aparecer por
el barrio durante semanas enteras. Luego sí; una vez que no
quedaban rastros de la paliza que su hermano le propinara una
de esas tantas madrugadas en las que de paso por su habitación
extrovertía violentamente los efectos de un cóctel de drogas
malogrado, mi amigo regresaba a las calles como un Lázaro.
— Yo tampoco debería estar fumando — agregó— : maña­
na tenemos partido contra los pibes de Paternal. ¿A vos te
gusta jugar a la pelota?
Cruzar la calle me dio la falsa ilusión de un escape. Jugaba,
sí; pero la verdad es que no era m uy bueno. El fútbol mucho
no me interesaba. A Francisco tampoco. Nunca me compró
una pelota
— Con nosotros no tenés que aprenderte de memoria los
nombres de los jugadores — dijo Mauricio— . Nos gusta ju ­
gar, nada más. Casi no hablamos de fútbol. Ya vas a ver.
Cruzamos el paso a nivel de la estación y oímos que
alguien nos llamaba.
— Sí, ustedes — dijo una voz— . No tengan miedo que no
los vamos a comer. ,
Mauricio se adelantó dos pasos y metió su mano derecha
en el bolsillo del jean.
— ¿No me convidás un cigarrillo?
Eran por lo menos quince. Podían tener entre dieciocho y
veinticinco vegetativos años. El cigarrillo parecía ser todo un
acontecimiento. Sin embargo, el que lo pidió no atinó siquie­
ra a levantarse del piso; apenas si estiró el brazo cuando notó
que Mauricio sacaba el paquete.
— ¡Eso!
Presentía que no debía mirarlos, y al mismo tiempo que­
ría hacerlo. Al no poder evitarlo, me esmeré por no apoyar la
mirada en ninguna parte durante mucho tiempo. El paquete
de cigarrillos comenzó a pasar de mano en mano como un
amuleto vencido.
— Che, no sean groseros. Déjenle uno al pibe. Se compor­
tó como un campeón.
Dicho esto, miré al último que había recibido el paquete:
no sintió el menor remordimiento al colgarse el último ciga­
rrillo en la boca. Es más, parecía no entender cómo no lo
había recibido encendido. Ahora le roban el encendedor,
pensé. Pero la verdad es que algo que hiciera fuego nunca les
faltaba.
Sentí mucha pena por mi amigo; recibió la cajira vacía con
una serenidad asombrosa, mirando a cada uno a los ojos
como si esperara, obligara, que leyeran algo que desde un
principio estuvo escrito en su frente con letras rígidas. O tal
vez esto lo pienso ahora que ya sé cómo terminó todo.
Segundos antes de que le entregaran la cajita, uno de ellos,
que debía tener una neurona más que el resto, Je dijo a Mau­
ricio con vos temblorosa:
— Yo a vos te conozco, pero no me puedo acordar de
dónde.
— Sí — dijo otro.
Me dio la impresión de que ese sí provenía de otra conver­
sación; lo mismo podían estar hablando de platos voladores
o de aparecidos.
— ¿No es cierto? — preguntó, pero nadie se dio por aludi­
do— . Pará, no te muevas. Yo a vos te conozco. Che, Punch,
¿a quién se parece? Miralo bien.
— Yo qué sé. No me jodas — contestó Punch— . Dame
fuego. ¿Nadie tiene fuego?
Ojalá que no le dé el encendedor, pensé; después van a
querer plata.
— Vos, Cholo, miralo bien al pibe. ¿A quién se parece?
— A Michael Jackson — dijo uno.
Risas.
— Che, Michael Jackson, convidá fuego — dijo Punch— .
Que el amarrete... Dame fuego y se van. Está todo bien. No
se asusten que está todo bien.
Se puso de pie. Mauricio, con la misma tranquilidad
monástica, metió la mano en el bolsillo y sacó su encendedor.
Estaba a punto de darle fuego cuando Punch se lo quedó mi­
rando con desconfianza al principio, perplejo luego, y, final­
mente, con algo de miedo en su cara. — Vos sos el hermano
del negro Tapia.
— Sí — contestó Mauricio.
Nada más. Fue decir sí, y los cigarrillos volvieron a la caji-
ta y a la mano de mi amigo como por arte de magia.
Uno de ellos pareció sentirte profundamente estafado.
Dijo:
— ¿Y por qué no dijiste antes que eras el hermano del
Negro?
— Vieron. Yo le veía cara conocida. No — dijo, y señalaba
su frente— , si a mí las caras no se me borran. Never.
— ¡Tapia chico! — gritó uno que hasta entonces no había
dicho nada— . Mandale un abrazo a tu hermano, Tapia chico.
Del Ruli, vos decile así, él sabe, que el Ruli le manda un abra­
zo. .
Y nos fuimos. Mientras cruzábamos la calle, Mauricio me
dijo:
— Si pasás por ahí, tenés que pagar peaje. Lo que hacen
todos es dejar tres cigarrillos en el paquete y dárselos.
— Menos vos — dije— , que tenés un hermano famoso.
Un sábado a la noche, luego de llamar a su madre para ase­
gurarse de que su hermano no regresaría a dormir, alquilamos
una película, compramos una pizza, una coca-cola, un
paquete de cigarrillos y nos fuimos contentos hacia su casa.
Pero el comportamiento de Mauricio cambió radicalmente
apenas entramos. Lo noté nervioso y a la expectativa, preocu­
pado más por los ruidos provenientes de la calle o el ladrido
de su perro en la terraza que por la trama de la película o la
equidad en las porciones de pizza. La nota que su madre
había dejado sobre la mesa no dejaba lugar a dudas: iría al
cine con una amiga, y probablemente después a cenar. Así
que no había de qué preocuparse, sólo vivían ellos tres en la
casa (del padre no se hablaba), y el hermano mayor... En fin,
vaya a saber uno dónde andaría. De modo que vimos la pelí­
cula, comimos pizza, y, cuando ya no quedaron más cigarri­
llos, decidimos irnos a dormir — los platos los lavaríamos por
la mañana, antes de que me fuera— . Ya en su habitación,
Mauricio encendió la luz del baño, recorrió un pequeño pasi­
llo hasta llegar a una puerta: la abrió, encendió otra luz, y me
dijo:
— Esta es la habitación de mi hermano.
Era pequeña y calurosa, apenas si entraba la cama y una
desvencijada mesa de luz que parecía no tener otra función
que soportar el peso de un equipo de música y sus escoltas de
casetes. No había ventana y las paredes, pintadas con aerosol,
estaban colmadas de dibujos extraños y citas en inglés que,
supe enseguida, pertenecían a los grupos preferidos del Negro,
como los Sex Pistols, por ejemplo, cuyo póster estampado
sobre la puerta del placard era como mínimo inquietante.
Sin darme tiempo a nada, Mauricio abrió el cajón de la
mesa de luz y comenzó a sacar cosas. Una a una las fue
poniendo arriba de la cama: algo muy parecido a una pipa,
un cañito de metal, una goma de las que se usan para sacar
sangre, una jeringa sin abrir, una cuchara, un rollo de papel
metálico, un espejo de mano, papel de seda. Por último, dos
bolsitas plásticas de cierre hermético que dejaban entrever
por un lado un polvo blanco y por el otro, algo m uy pareci­
do a la yerba del mate.
— Esto es cocaína y esto marihuana — dijo Mauricio, serio
e impoluto como farmacéutico— . Esta se aspira; se arma una
línea. Usás este tubito y el espejo. Así, ¿ves? — Imitó la acción
con la nariz— . Y quedás con esta cara... No te rías, gil, es la
verdad. En cambio, para la marihuana hay que usar este
papel. Se arma como un cigarrillo. Fumás, y cuando te queda
poquito, usás este artefacto que se llama tuquera, y te quedás
tranquilo: te garantizás que tu cerebro va a quedar como una
pasa de uva. ¿Qué te parece? Así se mata mi hermano, con las
mierdas éstas.
Y tras una breve pausa, comenzó a guardar todas las cosas
que había sacado. Cuando cerró el cajón, me dijo:
— Si alguna vez te veo con algo de esto, te voy a dar una
terrible paliza.
No dije nada, sonreí. Salimos. Mauricio apagó la luz y
cerró la puerta. Después me dio una bolsa de dorm ir y él se
acostó en su cama. Me costó muchísimo conciliar el sueño
esa noche. En cambio, Mauricio se durmió enseguida.
Ahora quiero regresar rápidamente a la tarde en que la
conocí. Ya habíamos dejado atrás el Castillo de Villa del
Parque, habíamos presenciado el espectáculo de los bufones y
magos capaces de hacer aparecer un atado completo de ciga­
rrillos, acróbatas marihuaneros y amaestradores de grandes
osos polares de color rojo y otras alucinaciones por el estilo,
así que no creo deformar tanto las cosas si digo que, a dos
años de descubrir que mi madre engañaba a Francisco y per­
derlo todo, Caballito El Dieciséis era un humilde servidor del
medieval Castillo, padre espiritual del jovencísimo trovador
Lautaro Bernard de Ventadour que, laúd en mano y en com­
pañía de Mauricio el Grande, se extraviará unos cuantos
siglos para encontrar el amor de la bella Lorena Berdino de
Aquitania.
Debo decir que apenas la vi sonreír — siempre y cuando
me aseguraran que la felicidad sería mucho más duradera que
mi anacrónico concepto de masculinidad— , me hubiera bati­
do a duelo con toda una caballería con tal de conquistarla.
— Algo así como una riña de gallos donde yo era el ven­
cedor — le diría mucho tiempo después a Lorena, recordan­
do no sin cierto despecho la primera vez que cruzamos nues­
tras miradas.
A lo que ella agregará, sin sentirse halagada en lo más
mínimo:
— No entiendo por qué los varones tienen que relacionar
siempre el amor con la pelea.
Recordábamos el día en que nos conocimos: bajo un cielo
a punto de desmoronarse por la lluvia, la chica de la sonrisa
y las trenzas no había hecho otra cosa que preguntar, irónica­
mente, si yo era el famoso Lautaro Nogán del que tanto le
había hablado Mauricio la semana anterior.
— El pibe que más sabe en todo el barrio sobre la guerra
de las Malvinas — dijo Mauricio, palmeándome el hombro y,
acto seguido, me invitó a sentar en una silla plástica, propie­
dad de la heladería Clássico.
Cuando pienso en lo que tuvo que ocurrir para que se for­
mara ese grupo de chicos, me digo que no éramos ni la mitad
de frívolos de lo que nos creíamos. Por el contrario, éramos
tan puros como vulnerables. Si me siento orgulloso de todos
ellos, no es por lo que llegaríamos a ser con los años, sino por
lo que debimos ser y no nos dejaron.
Todo comenzó cuando Julio leyó ese famoso artículo del
taxista que a la hora más serena de la noche y sin pasajero,
dirigiéndose lentamente por costanera sur, había alcanzado a
distinguir lo que fuera la sombra de una mujer que se había
arrojado deliberadamente a las aguas heladas y oscuras del Río
de la Plata. El taxista (quisiera recordar su nombre) no lo du­
dó un instante, y, mientras su mujer y sus hijos dormían segu­
ros de que apenas amaneciera el padre y el marido estaría ya
en casa con las primeras preguntas cotidianas, el beso a papá,
el desayuno, la escuálida recaudación sobre la mesa, se arrojó
al agua para intentar salvar a una mujer desconocida, mujer
que minutos atrás era menos que una sombra y de repente
unos brazos helados aferrándose desesperadamente a la impo­
sibilidad, mientras el agua arremetía con furia, y el grito que
no salía y se ahogaba ante la impotencia descarnada de un se­
gundo taxista que lo había visto arrojarse...
— El taxista quitó la cámara de la goma de auxilio y la
arrojó al río atada con una soga.
Una soga que el viento se empecinó en doblar y rechazar
como si no quisiera, como si dijera no. Y otra vez el intento,
una y mil veces el intento...
— Pero no hubo caso, che: el taxista y la mujer se ahoga­
ron — me contó Julio poco antes de que la lluvia decidiera
bajarle definitivamente el telón a la tarde.
Un domingo de cada mes, tapizábamos lo más turbio del
río con una cantidad inconmensurable de rosas. La primera
salida la había organizado Julio con Alejandro y algunos más
cuyos nombres supe pero ya no recuerdo. Un mes más tarde,
el entusiasmo logró contagiar a los indecisos y perezosos y se
duplicó la cantidad de bicicletas. En cuanto a la tercera vez,
que fue cuando yo comencé a participar y Francisco a sufrir al
tener que prestarme su bicicleta de carrera Legnano (original,
con cambios Campagnolo de dos platos, cinco pines y cubier­
tas tubo, ¡cuidámela, Lautaro!), recuerdo que la gente se dete­
nía a observar esa caravana que salía bien temprano rumbo a
la costanera sur para dejarle la ofrenda de rosas a su héroe.
Todo el mundo necesita héroes. Yo tenía a Francisco y ellos
a un taxista. Creo que teníamos una edad en que todo lo que
tocáramos era susceptible de convertir la palabra héroe en un
sustantivo maravilloso. El problema era que escaseaban hom­
bres capaces de iluminarnos el camino desde nuestra altura.
La mayoría de nosotros tenía madres muy jóvenes y padres
ausentes. Exceptuando a Julio, Darío y a mí, el resto, o bien
sus padres eran apenas un espectro o se habían divorciado de
todo, o nunca los habían tenido, o bien habían muerto te­
niendo ellos la edad justa para mamar una historia lo suficien­
temente agria y nutritiva; de modo que no les sería tan fácil
ponerla en tela de juicio cuando crecieran.
El hecho de que en la vida de muchos de nosotros no hu­
biera presencias masculinas sólidas, a menudo obligaba a en­
grandecer ciertas situaciones para borrar la huella de ne­
cesidad afectiva que se escondía debajo de todo aquello que
emprendiéramos: bien podía ser un entrenador deportivo, co­
mo en el caso de Mariano, o un insulso profesor de compu­
tación, al que, dicho sea de paso, acudieron como hormigui­
tas tras una dulce hoja de parra el día que se enteraron de que
era una persona abierta y agradable. Fue en la época en que se
propagaron por todo el barrio los institutos de computación
y los consultorios de psicoanalistas. Si realmente querías estar
preparado para el futuro, tenías que estudiar computación y
confesar alguna neurosis. En cuanto a lo segundo, no era de­
terminante. No así la computación; había que dominar la in­
formática, no había otra. De lo contrario, te transformarías en
un paria, una persona insulsa que jamás llegaría a ninguna
parte. Y mientras que en el colegio te enseñaban a utilizar el
programa de la tortuguita, los chicos ricos del barrio ya habí­
an aprendido a crear sofisticados programas para un video
club, por ejemplo, y soñaban con venderlos y algún día ser
muchos más ricos que sus padres. Los que no supieran com­
putación, quedarían fuera del sistema en la edad adulta. Con
esa frase recurrente te borraban la sonrisa, aunque nadie su­
piera muy bien qué significaban esas palabras. Quizá por eso
uno lo imaginaba como algo terrible. Pensar que yo no esta­
ría entre los elegidos, me generó un ligero, pero por eso no
menos profundo, complejo de inferioridad.
Una tarde me ofrecieron una media beca para estudiar en
otro Instituto (la competencia del Centro Argentino). La
beca me la habían dado en forma de folleto junto a otros dos­
cientos transeúntes que pasaron a esa hora por la calle Cuen­
ca. Y con el papelito perfecta y rigurosamente doblado en el
interior del bolsillo trasero de mi jean, entré a casa decidido
a hacer un último intento. Pero no me atreví, y más tarde tiré
el papelito a la basura sin que nadie sospechara nada. Había
llegado justo para interrumpir una conversación que mante­
nían en la cocina. A l parecer, mi madre le estaba diciendo a
Francisco que su amiga Cristina le había recomendado que
fuera a consultar a un psicoanalista.
— No creo que sea una mala ¡dea comenzar con una tera­
pia — dijo mi madre, por último. -
Y Francisco, dándole una sonora y última chupada a la
bombilla del mate, se puso de pie, estiró el brazo hasta encon­
trar algo que había encima de la heladera, lo estampó sobre la
mesa y dijo serenamente:
— Acá tenés veinte pesos: diez de ¡da y diez de vuelta. Te
tomás un taxi y le contás al chofer todo lo que vos quieras.
Cuando escuché eso comprendí que no tenía ningún sen­
tido insistir. Aquel folleto fue el máximo acercamiento que
tuve con un instituto de computación.
A mis amigos no les iría mejor. Si se habían inscripto en el
curso para Operador de PC porque se habían enterado de
que el profesor era un tipo joven con el que se podía hablar
de todo y aprender muchas cosas, al final se decepcionaban
tanto que comenzaban a buscarle defectos por todas partes.
Terminaban cansándose, y, finalmente, aburridos y despecha­
dos, decidían abandonar para iniciar una nueva búsqueda.
Como ocurría con todos los chicos que se incorporaban al
grupo, fueron durante un tiempo a mi casa e intentaron acer­
carse a Francisco. La idea de estar sentados frente a un hom­
bre que había recibido una medalla de honor durante la gue­
rra de Malvinas les generaba curiosidad; pero no era más que
eso: una traslúcida curiosidad que dejaba entrever las verda­
deras intenciones: generar un clima de confidencia para luego
poder desplegar sus propios rollos como palimpsestos impo­
sibles. Así era siempre, comenzaban hablando de un tema ge­
neral y poco a poco llevaban al adulto a su propio terreno.
Finalmente, caían sobre él con todo el peso de la angustia, o­
bligándolo a que les diera un consejo. Con Francisco no tu­
vieron suerte, y me costó muchísimo revertir la imagen que
se habían hecho de él. Eran lapidarios cuando una persona no
les caía bien. Y generalmente nadie les caía bien, o no por
mucho tiempo, a excepción del padre de Julio, que era un
hombre tan tierno como bondadoso y siempre estaba dispues­
to a hablarte si te veía con los músculos de la cara demasiado
relajados. Se llamaba Lucio, y era alto, grueso, moreno, usaba
el pelo muy corto y su barba era negra y espesa, prolijamente
recortada a diario. Era maestro. Le tocábamos el timbre los
domingos a última hora. Él mismo nos abría la puerta, son­
riente. Siempre tenía una broma a mano para arrancarnos un
racimo de risas que depositaba luego en el centro de su mesa.
Entrar a la casa de Julio te daba una sensación de bienestar
tan plena que apenas pisábamos otra vez la calle, ya nos sen­
tíamos corrompidos, y, en mucho de los casos, desgraciados.
Uno de los lugares privilegiados de la casa era su escritorio.
Me encantaba entrar y observar esa descomunal biblioteca.
Lucio siempre decía que su sueño era tener un lugar como el
que Pablo Neruda había logrado en Isla Negra, y nos mostra­
ba fotos y, a veces, hasta nos leía algo de su poeta favorito. Me
gustaba cómo nos mostraba sus libros, la facilidad con la que
nos inculcaba la necesidad de leer. Tenía una cantidad impre­
sionante: desde un diccionario de lengua china hecha por los
jesuítas, a la enciclopedia británica, pasando por una hispa­
noamericana y una Mellado de 1853. Recuerdo haber visto
compendios de vidas de santos, una antología de las primeras
poesías japonesas, libros sobre comportamiento animal, y li­
bros raros como, por ejemplo, la historia de las joyas y de los
zapatos, conviviendo al lado de réplicas de antiguos libros
troquelados para chicos, y la edición completa de Cuentos d e
las Abuelas, de los hermanos Grimm.
Entrar en esa casa era sumergirse en un clima de abadía,
de camposanto, siempre un preludio de Bach o un nocturno
de Chopin yendo y viniendo por los ambientes como una
marea baja y mansa, entre luces suaves y armonía crepuscu­
lar. Jamás un grito o una discusión en tono elevado. Durante
la cena, por ejemplo, el salero se pedía con un «por favor» y
se devolvía enfatizando un «gracias» con la misma naturali­
dad que se desprende el pétalo de una rosa.
De todas las familias que conocíamos era la única que re­
legaba la televisión a un segundo plano: sólo la utilizaban pa­
ra ver películas los fines de semana. Una tarde, llegué justo
para ver la última escena de una película que habían alquila­
do. Mientras aparecía la palabra Fin sobre la cara de un chico,
Lucio, señalando el televisor, dijo:
— El director de esta película terminó con quince años en
un correccional de menores por robarle una cantidad consi­
derable de dinero a su abuelo. A qué no se imaginan para
qué robó. Para poner un cine club famoso que se llamó
Cercle Cinema. ¡Quince años! Eso es lo que llamo yo amor
al arte.
Tardé muchos años en encontrar esa película (parecerá
tonto, pero nunca me atreví a preguntarle a Lucio cómo se
llamaba). El final, lo único que había alcanzado a ver, me
había impresionado de una manera extraña.
— La última escena es así — les decía a los empleados o
dueños de los video club— : un chico en la playa, vestido,
trota hacia el mar, la cámara lo toma todo el tiempo de perfil
hasta que en un determinado momento, después de haber
sumergido los pies en el agua, el chico mira de frente a la
cámara, y ahí termina, aparece la palabra Fin. ¿No sabe cómo
se llama la película? — Nadie sabía. Conocí a muchas familias
que se empeñaban tanto en demostrar cariño que al momen­
to de lastimarse con una frase desacertada o un gesto inevita­
ble, sonreían, obligaban a sonreír. Nada podía compararse con
aquella casa donde no se veía televisión porque aún quedaban
muchas cosas por aprender y soñar; aún los tres no se habían
reído lo suficiente ni agotado ningún tema de conversación
durante las cenas. Sobraba la vida y lo más crudo del invierno
parecía no haber llegado. Tampoco había por qué temerle.
Siempre habría en la cocina una homalla encendida para
mantener el fuego de una intimidad incorruptible. Juntos,
Lucio y Ana, eran como una damisela bailando con un vesti­
do transparente, perfumando los ambientes de una casa que
con los años descubrí felizmente anacrónica y soñada, como
anacrónico era también su hijo, Julio, nuestro queridísimo
amigo Julio. La primera vez que fui a su casa lo primero que
hizo fue llevarme a su habitación para mostrarme su tocadis­
cos W inco y un álbum de fotografías de las reuniones (tertu­
lias, decía él) que celebraban sus padres cuando eran jóvenes.
— Mirá estas fotos, Lautaro, y decime: ¿qué ves de extra­
ño?
Intenté encontrar algo que no estuviera en armonía con las
poses. ¿La posición de alguna mano? ¿Algún ojo cerrado? Tal
vez la luz del flash rebotando contra un espejo. Nada. — No
encuentro nada extraño en la fotografía.
— M irá bien, prestá atención a las caras, ¿qué ves de raro?
Mirá esa cara, los bigotes, por ejemplo. ¿Te das cuenta? Estas
caras ya no existen más, ¿entendés? Ya no hay más caras así en
la calle.
Escribí esto y me acordé de uno de los paseos favoritos de
Julio. En realidad, pensé en mi madre; porque a ella tam­
bién le gustaba mucho viajar en subterráneo. Mucho antes
de que conociera a Francisco, mi madre y yo teníamos un
juego que consistía en reconocer las estaciones por su color.
Apelar a mi memoria visual me resultaba realmente divertido.
La línea E era una de las más fuciles, y aunque había trampa,
como en todo juego, puesto que los colores se repetían, si uno
estaba realmente concentrado no podía equivocarse: los azule­
jos de la estación Boedo eran de color rosa, luego venía Ur-
quiza, color marrón; Jujuy, verde; Pichincha, color amarillo;
Entre Ríos, color marrón clarito; San José, rosa como Boedo,
y enseguida Independencia, color amarillo también; Belgrano
de color ligeramente ocre y por último Bolívar, celeste.
Hasta que descubrí que mi madre lo engañaba, nunca me
pareció extraño que dijera que se iba con una amiga a ver
vidrieras por la calle Corrientes y a pasear en subterráneo.
Cuando le decía: *
— Los sábados son para mí.
Imaginaba que jugaba a lo mismo que había jugado con­
migo cuando era chico.
A Julio también le gustaba viajar en subterráneo, siempre
y cuando fuera la línea C. También le gustaba escribir mensa­
jes subrepticios en los baños de los cines que aún no habían
sido reciclados, como el Gaumont, por ejemplo. Le encanta­
ban los baños de los cines y viajar en la línea C del subte por
la misma razón que escuchaba la música de los años setenta.
— Me trae reminiscencias de una época que no viví — de­
cía, y se reía— . Curioso, ¿no? Me parece que esta idea de la
metempsicosis me está carcomiendo el cerebro.
Y esto recuerdo que lo dijo a propósito de una conversa­
ción que mantenía él solo mientras caminábamos. Porque ése
era otro de sus rasgos característicos: no discutía sobre sus
ideas ni le interesaba la polémica, tampoco parecía importar­
le demasiado que lo escucharas. Creo que Julio veía matices
donde la mayoría veía sólo blancos o negros.
— Observen con atención los colores de los negocios o de
los autos. Mirá esa señora, por ejemplo, en la década del
setenta debía tener veinte años y se vestía con otros colores.
— Sí, claro. A eso se le llama moda, Julio. Cambia — dijo
alguien, creo que fue Darío— . Ya no usamos los pantalones
Oxford.
— La generación del setenta vivía en una ciudad con otros
colores. Hasta los autos. Piensen en un Peugeot 404, o en un
Fiat 6 00 . No sé si me entienden. Con esos colores la ciudad
misma estaba predispuesta a la reflexión. La realidad cambia
de color, che. Eso tiene que significar algo.
Yo me reía y le daba la razón, aunque la mayoría de las
veces no comprendía lo que quería decir. Creo que Julio
siempre estuvo un paso más adelante que el resto. Lo digo
pensando en sus lecturas y en su música y, fundamentalmen­
te, en ciertas reflexiones que largaba como quien abre una
canilla y luego deja goteando una sensación de abandono.
Julio era una persona demasiado sensible, demasiado franca
para estar con nosotros. Al principio me dio la impresión de
que era un chico conflictivo y algo extravagante, pero cuan­
do comencé a tratarlo me di cuenta de que esos juicios no
provenían de mí sino de otras personas. Cuando conocí a sus
padres, me sentí un estúpido por haber pensado todas esas
cosas. Ana y Lucio provocaban mucha envidia, es verdad;
pero también otras sensaciones: cada vez que Lorena y yo
salíamos de aquella casa, nos tomábamos fuerte de la mano,
y, caminando m uy despacio, conversábamos sobre nuestro
futuro. Siempre decíamos lo mismo: apenas tuviéramos die­
ciocho años, nos iríamos a vivir juntos.
— Y nunca nos vamos a separar.
— No, nunca.
— Mirame, bobo. Nunca jamás. Ni siquiera la muerte nos
va a separar.
— Ni siquiera.
Un día Francisco se cansó de hablarme: las historias sobre la
guerra continuaron pero ya no hubo más consejos. Las pala­
bras terminaron endureciéndose como arcilla delante nuestro
y, por alguna razón, nos quedamos contemplando la inacaba­
da obra como un artista frustrado, en vez de insistir con lo
que había comenzado cuando yo era muy chico y era fácil
escuchar, abrir grandes los ojos y hacer preguntas lo suficien­
temente elásticas como para motivar una conversación.
No miento si digo que esto fue lo último que me dijo:
— Ahora que andás con esos chicos del barrio, dejame
decirte una cosa: tené mucho cuidado. La droga es una muer­
te rápida y el cigarrillo una muerte lenta. Lautaro, ¿no te
parece mucho más piola aprender a vivir en vez de dedicarse
a algo que irrevocablemente nos va a llegar a todos? — algo así
me dijo, rodeándome con el sabor dulce de un mate lenitivo.
Pienso en sus palabras y me digo que para escribir con jus­
ticia sobre muertes lentas y rápidas es preciso buscar la matriz
donde se alimenta el silencio y la ignorancia: los verdaderos
culpables. Me muevo como un pez en las primeras páginas de
mi diario y rescato el nombre de un amigo grabado en oro,
en oro también la placa que no traducirá nunca el significa­
do cabal de un requiescat in pace. Escribir sobre mi amigo
Mariano y también sobre mí, por supuesto. Yo también voy
hacia una muerte lenta en manos de la ignorancia. ¿Por qué
a esa edad en la que todo el mundo comienza a profanar las
tumbas de sus dioses, yo seguía erigiendo altares, ofreciendo
sacrificios, tapando el sol con mi mano? ¿Qué habría sucedi­
do si yo hubiera gritado a los cuatro vientos el lugar al que
había dicidido irme? Nadie se hubiera atrevido a ir nunca
más allá de un: «Lautaro, ¿estás seguro de lo que vas a hacer?».
Estoy seguro. Y no me refiero a mi familia, sino a mis profe­
sores, directivos del colegio, a los vecinos y a ciertas madres
de mis amigos. Escribo esto con rencor, absolutamente. Y
pensando no solamente en mí sino también en todos aque­
llos que se criaron huérfanos de historia como cierta especie
de plantitas que sólo necesitan del sol y un poco de lluvia
para crecer lo más orondas en las junturas de los tapiales o
balcones. Porque yo ignoraba por completo lo que había
sucedido en aquella escuela durante la dictadura, ni siquiera
puedo asegurar que supiera lo que significaba la palabra. Y
mis amigos... Bueno, ellos tampoco podían prevenirme ni
aconsejarme ni contarme nada lo suficientemente impactan­
te como para obligarme a considerar seriamente la decisión
que había tomado (Mauricio ni siquiera sabía ubicar en el
planisferio las Islas Malvinas), porque al igual que yo, la
mayoría eran hijos de la ignorancia: el destino para ellos era
inexorablemente una muerte rápida. Estoy pensando en mi
amigo Mariano Cáceres, que era una persona alegre, algo
infantil, tímido y amante de todos los deportes que existían
sobre la tierra. No fumaba ni bebía alcohol. Era sano en el
sentido pleno de la palabra y, lo más importante, carecía de
envidia y de observaciones sentenciosas. Mariano conocía a la
perfección las reglas de casi todos los deportes; del ping-pong
al surf, pasando por el waterpolo, el golf y las bochas. Se ano­
taba en los torneos que promocionaba el club G.V.P, pero
nunca permitía que lo fuéramos a ver (por suerte nunca le
hicimos caso, ¡era un verdadero fenómeno!). Los habitúes del
club, lo tenían por un loco lindo que desaprovechaba febril­
mente su potencial. No es que no se tomara en serio un tor­
neo; podía pasar ocho horas por día entrenando si llegaba a
enterarse de que su contrincante merecía el esfuerzo. Se to­
maba tan en serio los deportes que por mucha ventaja que te
hubiera sacado al final se dejaba vencer.
Cuando perdía, siempre decía lo mismo:
— No puedo disfrutar mi victoria si otra persona sufre al
mismo tiempo. Es sólo un juego. <A quién le importa?
A nosotros nos importaba, y mucho; por lo menos cuando
jugábamos el campeonato interbarrial de fútbol. Por fortuna
era en las disciplinas individuales donde lo rebasaba la culpa.
En cuanto a nuestra amistad, Mariano era esa clase de seres
que uno elige para hablar en serio. Cuando se trata de perder
un poco el juicio quedaba relegado a un segundo plano. Yo
hablaba mucho con él de Lorena, es más: creo que sin su ayu­
da nunca me hubiera atrevido a invitarla a salir. Siempre tuve
la sensación de que estaba enamorado de ella; la vigilaba más
allá de que yo planteara o no alguna de esas inquietudes que
siempre necesitaba para atormentarme.
Un viernes, después de un partido de paddle que había­
mos jugado en pareja contra Mauricio y Julio, poco antes de
meternos a las duchas, o mientras nos vestíamos, no recuer­
do, me contó que se había descubierto una pequeña inflama­
ción en el testículo derecho.
— No me duele, así que seguramente no es nada.
Estuve a punto de pedirle por egoísmo y temor hacia mis
propios testículos que me lo mostrara, pero al final no lo
hice. Cuando le pregunté cómo había hecho para descubrír­
selo — puesto que no le dolía— , casi se larga a llorar al tener
que confesarme que había sido mientras se masturbaba. En
otro contexto, esa palabra me hubiera causado muchísima
gracia: nosotros no hablábamos así. Pero Mariano era absolu­
tamente sincero, y no sólo eso, pronunciaba la palabra mas­
turbación como si quisiera limpiarse. Me pidió, avergonzado
que por favor no se lo dijera a nadie. Y yo se lo prometí, no
sin antes preguntarme para mis adentros qué diría si se ente­
rara de las sesiones de videos pomo que Alejandro organiza­
ba en su casa.
No intento justificarme con lo que voy a escribir ahora, es
estúpido y me da muchísima vergüenza, pero fue lo que suce­
dió: después del partido de paddle, mientras caminaba de
regreso a casa, sentí como una puntada en los dos testículos.
No podía respirar. Llegué a casa con un dolor terrible; tenía en
mente todo el tiempo un juguete que Francisco me había rega­
lado en la época en que era novio de mi madre: el Tiki-taka.
Como no podía jugar a golpear las dos pelotitas todo el tiem­
po — casi pierdo un ojo— , me ejercitaba en estrangular los dos
cordones que las sujetaban. Así pensaba yo que tenía los dos
testículos: estrangulados. Me metí al baño; llené la bañera, me
desnudé y comencé a palparme: nada, ni asomo de dureza. Los
baños siempre me tranquilizaron. Incluso hoy, que ya me eti­
quetaron de hipocondríaco, bañarme para mí es un acto tan
mecánico como reflexivo. Si debo entregar con urgencia un
artículo al diario para el cual escribo habitualmente, y no logro
concentrarme, si me encuentro en uno de esos días de abulta­
da desesperación, entonces puedo llegar a bañarme cuatro ve­
ces en una sola tarde. Me relaja tanto que estoy seguro de
poder hallar en una de esas largas sesiones lo que me hará falta
para mis escritos. No hay nada de extraño en esto. Hay gente
a la que le sucede lo mismo cuando conduce un automóvil. Yo,
simplemente, me doy un baño de agua caliente aunque la tem­
peratura ambiente sea de cuarenta grados a la sombra. No
pienso con claridad bañándome con agua fría.
Cuando era chico, llevaba esa costumbre al paroxismo
poniendo el calefón al máximo. Aquel día no fue una excep­
ción: al menor contacto, la temperatura del agua me expulsa­
ba hacia fuera como por obra de una descarga eléctrica.
Al salir de la bañera me dolía todo el cuerpo.
— ¿Qué pasa que caminás así? — oí.
Seguí derecho hacia mi habitación.
Al rato entró ella. Francisco, detrás.
— ¿Te sentís mal?
— No — dijo Francisco, divertido— . El nene acaba de
llegar de una sesión de equitación. — Y se sentó a los pies de
mi cama— . Dejame ver, ¡sacá la mano, che! ¿Te golpeaste?
— Mirando a mi madre— : Cora, por favor, traé hielo.
— Estaba caminando y me dio como una puntada.
Le conté todo lo que había sucedido a partir de que me
quedé solo, es decir en ningún momento nombré a Mariano,
y me arrepiento, me arrepiento amargamente; porque si yo le
hubiera confesado a Francisco de dónde provenía mi dolor
imaginario, estoy seguro de que me hubiera obligado a que lo
llevara a la casa de los Cáceres.
— ¿Es grave? — preguntó mi madre. Sostenía un pañuelo
con hielo.
— Dice que le duele mucho — dijo Francisco— . Andá,
Cora, llamá al médico. Y vos apóyate esto. No, así no. M í­
rame a mí: acá, ¿ves? Haceme caso, ¿cómo? Claro cómo no va
a estar frío, si es hielo. Descansá un rato.
Salió. La puerta quedó entornada.
Dejé el pañuelo con hielo a un costado de la cama e inten­
té dormir. En ningún momento pensé en Mariano.
— Pase por acá, doctor — oí.
— ¿Qué edad me dijo que tenía el chico? Permítame el
carnet y su último recibo de sueldo. Permiso.
Se abrió la puerta y entró el médico con mi madre detrás.
Es curioso, Francisco siempre daba un paso a un costado en
este tipo de situaciones.
— Muy bien, veamos. ¿Cómo te llamás? Lautaro. ¿De qué
cuadro sos? Bueno, contame, dónde te duele. No te golpeas­
te, seguro. Estabas caminando y comenzó el dolor. Entiendo.
Te voy a revisar un poquito. Si te duele, me avisás. Bien. Muy
bien.
Estar desnudo delante de mi madre me dio muchísima
vergüenza.
— No es nada grave, una inflamación — dijo el médico— .
Le voy a recetar antiinflamatorios. Uno cada doce horas. Con
eso va a andar bien. Si el dolor continúa, que no creo, habría
que hacerle una ecografía, aplicarle un par de inyecciones de
Bencetazyl. — Esto último lo dijo sonriendo, alternando m i­
radas de complicidad con mi madre— : Ayer, justamente,
estuve en la casa de una familia. A propósito, Lautaro, qué
pantalones te ponés habitualmente. Espero que no sean esos
que están de moda ahora.
— Sí, doctor, usa esos que son bien ajustados — dijo mi
madre.
— Es lo que sospechaba. Por culpa de esos pantalones se
está tornando muy recurrente este tipo de cuadros. A veces la
moda no es muy saludable. El otro día, sin ir más lejos, estu­
ve discutiendo con un colega mío. Su pibe también se queja­
ba de una molestia ahí abajo. Usted sabe como es esto: en casa
de herrero, cuchillo de palo. — Comenzó a sonar el biper— .
Bueno, como le decía, el pibe prefiere morirse antes que dejar
de usar esos pantalones. Y el padre. En fin, dejémoslo ahí. La
estupidez humana no tiene límites. — M e miró, dijo— : es el
único infinito tangible. Hoy conocemos un estúpido, maña­
na otro, y otro y otro. Así hasta el infinito.
M i madre se reía con el billete en la mano.
— Bueno, nene, cuidate.
Me dio la mano y se fue sin el menor sentido de orienta­
ción.
— ¿La salida?
— Lo acompaño, doctor — dijo mi madre.
Cerraron la puerta y me dormí. Al otro día, me desperté
feliz como un sobreviviente. Pero lo más triste y vergonzoso
es que, después de aquel episodio con el médico, hice todo lo
posible para no pensar ni siquiera un segundo en la confesión
real que me había hecho Mariano. Tampoco atendía sus lla­
mados telefónicos, llamados que, por otra parte, fueron apa­
gándose lentamente en el transcurso de la semana como el
agónico pedido de ayuda de un ahogado. La sola mención de
su nombre me generaba un nivel de agresividad que no me
molestaba en disfrazar de impotencia; la sola idea de cruzár­
melo en la calle me inquietaba a tal punto que en toda la
semana no me atreví a caminar por los lugares que solíamos
frecuentar. Y cuando llegó el sábado, y por ende el partido de
fútbol, me alegré muchísimo al enterarme de que había un
reemplazante. Alguien dijo que debió sucederle algo grave.
— Ya sabemos cómo es Mariano cuando se trata del
deporte — dijo Mauricio— . Después del partido, vamos a su
casa.
Por supuesto, yo no fui; dije que tenía que encontrarme
con Lorena — lo que me valió que me dijeran, entre otras
cosas, «pollerudo», «apúrate a ver si te da la tunda», «cornu­
do»— , y me fui a mi casa. En el transcurso de la semana
siguiente pensé en llamarlo; pero no lo hice. La amistad,
entonces, se medía según la capacidad que tuviera uno para
guardar secretos. Y el suyo estaba bien guardado conmigo.
Pasó un mes antes de que volviera a verlo. Fue después de
un partido de fútbol al que había asistido como espectador.
Sin él, nuestra posibilidad de ganar el campeonato era prácti­
camente nula. Sin embargo, algo le había dicho a los chicos
para que comprendieran que su decisión era irrevocable, y ya
nadie insistía. En realidad, no había ido a ver el partido de fút­
bol, sino a mí, como supe más tarde. Apenas lo vi, lo noté algo
desaliñado, especialmente las manos: tenía las uñas largas y
sucias. Salimos (caminaba despacio, pero yo no me di cuenta
enseguida) y comenzó a hacerme todo tipo de preguntas. Ma­
riano estaba tan furioso, y yo negaba todo tanto, que casi tuve
una reacción infáme y cruel. En ningún momento se me ocu­
rrió pensar que realmente se sentía abandonado. Me pregun-
có por qué no había respondido a sus llamados, si estaba eno­
jado por alguna razón, y, finalmente, si podía acompañarme
hasta mi casa. Le dije que había tenido un montón de pruebas
últimamente y que había ayudado a mi viejo con un trabajo.
— No tengo tiempo de nada — concluí, imperturbable— .
A Lorena la veo un rato cuando salgo del colegio.
Mientras caminábamos, me contó que dos días atrás se
había enterado de que un antiguo compañero de la escuela
primaria había fallecido en un accidente de tránsito. Parece
que iba con su padre a pescar a Lobos cuando el camión que
iba delante perdió el control del acoplado.
— Fredy era hijo único — dijo Mariano— . Tenía puesto el
cinturón de seguridad, pero no sirvió.
— ¿Eran muy amigos ustedes?
No sé por qué dije eso, pero lo dije. Mariano me miró,
luego se pasó la mano por el pelo.
— No me enteré de casualidad — dijo— . En realidad ha­
cia varios días que buscaba su casa. Me costó mucho en­
contrarla porque el frente estaba todo cambiado. Los padres
de Fredy se mudaron. Lo que supe me lo contó una vecina.
¿Querés saber cómo encontré la casa, Lautaro? Me ayudó un
árbol; sí, de repente me acordé de urí árbol que solíamos tre­
par con Fredy cuando me invitaba a tomar la leche. Nece­
sitaba verlo, sabés, quería pedirle perdón por una canallada
que me mandé en la primaria. Debí hacerlo antes, ya sé, pero
no me animaba. Ahora es distinto, yo sé que es distinto. ¿Vos
conocés el colegio Jorge Newbery? Fredy entró en quinto
grado. Nadie le daba bolilla, solamente yo. Estábamos todo el
tiempo juntos. Afuera y adentro del colegio. Nos cargaban,
decían que parecíamos novios. No te rías. Fue el mejor amigo
que tuve. Todos ustedes no valen nada comparado con Fredy.
No, no me enojo. Lo que quiero es que me escuches, y que
no te rías, porque es muy triste lo que te voy a contar. ¿Ro­
baste algo alguna vez? Yo tampoco, pero hice que robaran, y
eso es peor. Peor que robar es mandar a otro a que robe por
uno. Ahí tenes: palabras de mi viejo. Será un tipo jodido pero
nunca se equivoca. Estábamos mirando el noticiero cuando
dijo eso; y yo me acordé del día ése en que Fredy y yo junta­
mos las monedas para comprar dos Naranjú. Cuando llega­
mos al kiosco y vi los paquetes de caramelos Sugus todos api­
lados, pedí un Naranjú de frutilla y otro de naranja. El kios-
quero, un hombre obeso y con cara de pocos amigos, dio
media vuelta y se dirigió a la heladera. Entonces le hice un
gesto a Fredy con los ojos clavados en la punta de la nariz.
Así, mirá. — Se detuvo , y sujetándome del brazo, me mostró
la mirada, el gesto de superioridad infantil— . «Dale, Fredy»,
le dije. «Dale, maricón, agarrá eso, ¡agarrá algo!, Fredy». Y le
señalé los Sugus. ¿Entendés? Yo toqué el paquete de carame­
los con el dedo y rápidamente saqué la mano para que Fredy
lo guardara en el bolsillo de su guardapolvo. El kiosquero no
aparecía. No apareció: nos llamó desde adentro. «Vení pibe»,
se oyó. ¿Quién pensás que entró en el kiosco? Yo, yo entré.
«¿Señor?», dije. El kiosquero, con las palmas apoyadas sobre
el mostrador, me dijo: «Llamá a tu amigo». No me olvido
más. «¡Fredy!», grité. «Vení Fredy, el señor te está llamando».
Entró con las piernas temblando y las manos adentro de los
bolsillos del guardapolvo. Me miraba, Lautaro, me miraba
como un cachorrito indefenso. «¿Qué tenés en el bolsillo,
pibe?» Fredy contestó: «Nada». Yo me asusté, me asusté tanto
que dije. «Ya está, Fredy, dáselo». Y mi amigo dejó el paque­
te de Sugus sobre el mostrador. Miento, no llegó a apoyarlo;
apenas lo sacó del bolsillo, el kiosquero le dio un cachetazo.
— Com o Francisco y el policía, pensé yo— . Fredy salió co­
rriendo antes de que el paquete de caramelos tocara el piso.
¿Sabés lo que hice yo? Me tomé los dos Naranjú. Sí, eso hice.
Necesito que me perdone, pero está muerto. ¿Le tenés miedo
a la muerte vos? Yo no. Pero me da miedo pensar lo que va a
sufrir mi vieja si yo me llego a morir por esto que tengo.
— No digas estupideces — le dije— . No tenés nada grave.
Mirá, el otro día fui con Francisco a trabajar a la casa de un
médico especialista en testículos. Viste como son, les encanta
hablar con palabras raras y esas cosas. No me acuerdo cómo
salió el tema pero dijo que hay muchos casos de inflamación
por culpa de los pantalones que usamos nosotros. — Al decir­
lo, recordé de pronto que Mariano no usaba ni usó nunca
otra cosa que pantalones de gimnasia— . Y los calzoncillos
también. Parece que ahora los hacen con algo que lastima. ¿A
vos qué te dijo el médico?
— Nada. No fui.
— ¿Cómo que no fuiste?
Recién entonces me di cuenta de cuánto le costaba cami­
nar. Habíamos dejado atrás cuatro cuadras, faltaban dos para
llegar a mi casa, y mirándolo a él parecíamos dos devotos con
restos de la iglesia de Luján incrustados en las plantas de los
pies.
— Después te quiero mostrar algo — dijo.
Llegamos a casa.
— Nunca hay nadie los sábados — le expliqué a Mariano,
mientras le ponía hielo a dos vasos que tenían soda y un
poquito de vino blanco— . Mi mamá debe estar paseando
con una amiga y Francisco seguro que está en el polígono de
tiro. ¿Te conté que fui? Está buenísimo. Sentate, che. Bang,
bang, bang. ¡Al centro!
Mariano no se reía. Ni siquiera probó lo que le serví.
— M irá — dijo, y se puso de pie: se bajó el pantalón junto
con los calzoncillos y me mostró el testículo: el testículo dere­
cho tenía el doble de tamaño que el otro.
Cuando le dije que tenía que contárselo a sus padres e ir
urgente a ver un médico, un grave gesto de resignación marcó
con brutalidad el movimiento de sus hombros.
— Entonces los llamo y se lo digo yo — dije.
— Hoy se los digo, lo prometo.
— Mejor te vas a tu casa y se los decís ahora — dije— . Te
llamo dentro de dos horas para averiguar si cumpliste.
Estaba realmente asustado.
— Bueno — dijo.
— Ahora.
Abrí la puerta y lo vi irse, despacio, sin mirar atrás, hasta que
la tarde lo alzó desde su sombra y se lo llevó lejos, lo suficien­
temente lejos como para que fiiera ésa, y no otra, la última ima­
gen suya que me atreví a conservar; la misma que los guardia­
nes de mi culpa custodiaron con recelo durante todos estos
años, tan hermética y venenosa como la bóveda de un faraón.
Nunca llamé por teléfono. No lo volví a ver hasta que su
madre, semanas más tarde, se comunicó conmigo para infor­
marme que su hijo se encontraba gravemente enfermo.
— Estoy segura de que le haría muy bien que lo visitaran
de vez en cuando. Lautaro, te pido por favor que les avises a
todos sus amigos.
Ese mismo día reuní a todos los chicos en la heladería y Ies
comuniqué la noticia en el tono de quien también acaba de
enterarse. Seguí con la farsa un tiempo más, visitándolo en
horas perdidas, hasta que una mañana su muerte se llevó
nuestro secreto.
Cuando Mariano se atrevió a hablar con sus padres, el car­
cinoma de testículo ya estaba muy avanzado. Era demasiado
tarde. Lo operaron, lo sometieron a durísimas sesiones de
quimioterapia, perdió el pelo, se prometió a sí mismo vencer
la enfermedad, pero no sirvió de nada: tenía metástasis gan-
glionares y pronto, por vía sanguínea, también se vería com­
prometido el hígado, el pulmón.
Parece imposible imaginar que a finales del siglo veinte el
cuerpo fuera aún motivo de tabú y afectada imposibilidad.
Sin embargo, muchos de nosotros fuimos educados de esa
manera. Com o los adultos no encontraban nunca las palabras
adecuadas para hablar de sexo, anulaban por completo el mí­
nimo espacio donde pudiera emerger la necesidad de plante­
ar tantas inquietudes y deseos. ¿Cómo? Pues inculcándonos
el concepto de Culpa en nombre de una Moral que en nues­
tro tiempo no es otra cosa que un subterfugio, una caricatu-
rización, una extraña moral que consiste en espantarse al ver
dos hermosas tetas por televisión, pero que, por el contrario,
busca con morbosa satisfacción ver en el Noticiero de las do­
ce la imagen de algún chico mutilado por la guerra del Golfo.
Ya desde muy temprana edad se nos enseña que no debe­
mos pronunciar las malas palabras. Aún no hemos aprendido
a razonar, a respetarlas, y por ende a amarlas, que ya nos
sumergen en una dualidad falsa y contradictoria, creando así
la concepción de un mal del tamaño del Hombre de la Bolsa.
Aprendemos a temerle a las palabras antes que a reímos con
ellas. La señorita Ignorancia nos enseña a leer y escribir — a
razonar— del mismo modo que aprendemos a andar en bici­
cleta: con meditas. Sin ellas, podríamos caer en las malas
palabras. ¿Por qué malas?, ¿qué han hecho para merecer el
epíteto? Y entonces, niño, ten cuidado con lo que dices si no
quieres que aparezca el Hombre de la Bolsa y te lleve al lugar
donde todos son boca sucia. Las malas palabras sólo son ma­
las si se piensa desde la perspectiva de la suciedad que se le
endilga aún hoy al cuerpo humano.
Los preferidos de los dioses mueren jóvenes. A Mariano lo
velaron en el gimnasio cubierto del club G.V.R Recuerdo el
féretro ubicado en el centro y la tremenda cantidad de coro­
nas que parecían replegarse sobre sí mismas a cada grito des­
garrador de su madre, que permaneció toda la noche de pie
al lado de su hijo, mirando con ojos colmados de interrogan­
tes a cada uno que se acercaba para consolarla. Recuerdo tam­
bién que su padre — un hombre grandote, de gestos rígidos e
ideas antiguas— , desarmado por la angustia, el cansancio y el
grado de alcohol que le cabalgaba encima, pasada la media­
noche nos reunió a todos los varones en el hall central del
club porque, dijo, necesitaba hacernos una pregunta. Se lo
notaba muy nervioso e incómodo. Hacía un gran esfuerzo
para no mirarnos a los ojos. Si eso ocurría, rápidamente reto­
maba la frase desde el principio. Nos preguntó si alguno de
nosotros sabía o estaba al tanto o sospechaba si él, nos pre­
guntaba a todos porque no sabía quiénes habían sido sus ami­
gos íntimos, si alguna vez Mariano había estado de novio, es
decir si alguna vez había hecho el amor con una chica.
La pregunta nos desconcertó tanto que no dudamos un
segundo en mentir. Mariano había muerto virgen, pero noso­
tros le dijimos que había salido con un montón de chicas y
que seguramente con tina ellas (cuyo nombre no recordába­
mos ahora) había mantenido relaciones sexuales.
— Al menos algo vivió. Algo vivió — repitió el señor Cá-
ceres y pareció quitarse un peso de encima.
Dio media vuelta y se fue sonriendo; una de esas sonrisas
largas que parecen quedar suspendidas en un tiempo remoto
y donde no tarda en posarse una herida antigua con alas de
reproche y culpa.
«Si Francisco se entera, nos mata.» Así retomé la segunda parte
del diario, el día que nació el miedo, poco más de una sema­
na después de aquel sábado fatídico en el que descubrí que mi
madre lo engañaba. Recuerdo cómo a través de esa rara mez­
cla de admiración, lástima y temor que comencé a sentir por
Francisco, no tardó en desprenderse un sentimiento hacia mi
madre mucho más difícil de poner en palabras. Si la odiaba, si
realmente llegaría a odiar lo que hacía, nada lograría evitar que
de todos modos me convirtiera en su cómplice: callándome.
Desde un primer momento reconocí al hombre que se había
encontrado con mi madre en la plaza de Villa Devoto; pero no
fui capaz de pensar en ese Brumell de pelo canoso y ojos ma­
rrones sino a través del miedo que me causó recordar a Fran­
cisco disparando su revólver hacia la oscuridad del galpón. Y
por eso mismo yo nunca sería capaz de hablar sobre lo que ha­
bía visto, y no tanto por saber desde ese momento quién era
el amante de mi madre, como por el hecho de ser plenamen­
te consciente de que algo terrible podía suceder si Francisco
llegaba a saberlo.
«Hoy encontré a Francisco mirando hacia la calle con el
revólver en la mano», escribí a continuación esa noche, ya
metido en la cama y respirando apenas sobre la luz tímida
que emanaba de una linterna. Volqué sobre la hoja todo lo
que había sucedido, y ya por último escribí: «Tengo miedo».
Cerré el cuaderno, apagué la linterna y me dejé atrapar por la
densidad irrespirable del silencio.
No pude dormir. Ya nunca más volvería a dormir como
antes. Por el contrario, a partir de ese día tendría ligeros ador­
mecimientos como los que sufre un cadete cumpliendo con la
imaginaria. Despertaría de golpe a mitad de la noche o al filo
del amanecer, todo sudado y con la boca pastosa, acalambra­
do por el miedo de que asesinara a mi madre. En mis pesadi­
llas, Francisco se levantaba oscuro y solitario bajo la noche en
penumbras y se dirigía silencioso hacia la pared del comedor
donde estaban las armas: descolgaba el máuser y sin poner un
pie en su habitación disparaba, disparaba dos tiros, sonrien­
do, con la sonrisa desquiciada y metálica que le había visto la
noche de Navidad cuando disparó hacia la oscuridad del gal­
pón, con la misma sonrisa que, muchos meses más tarde, aflo­
ró de sus labios en el momento exacto en que le pregunté:
— ¿Qué pasó?
Lo había encontrado ligeramente apoyado sobre la baran­
da de la terraza.
— Saliste temprano. ¿Faltó un profesor? Mirá vos. ¿Por
dónde me dijiste que viniste? No te vi — dijo, y sonreía como
queriendo ocultar el revólver que pugnaba por reivindicar su
presencia— . Si te lo cuento no lo vas a poder creer. Hace
quince o veinte minutos salí a comprar cigarrillos. Más o me­
nos donde está la casa de Enríquez, frenó un auto con dos
pibes adentro. A uno creo que lo conozco. — Había algo mar­
cadamente demencial en sus gestos— . El pibe que conducía
me preguntó por Alvarez Jonte. Me acerqué para decirle y me
tocó el culo. Así como lo escuchás: me tocó el culo y salieron
rajando. Pendejos de mierda. — Miró hacía la calle con una
leve inclinación de cadera, su pie derecho estaba ligeramente
levantado como un paso de baile y el revólver apuntando ner­
viosamente hacia el piso. — Si llegan a pasar, te juro que...
La historia debió parecerme tan absurda que quizá por eso
sentí la necesidad imperiosa de decir algo.
— A lo mejor te quisieron robar la billetera.
— En fin, ya los voy a agarrar, ponele la firma.
Dejé la mochila sobre mi cama y después fui a la cocina.
Me sudaban las manos; un sudor frío, penetrante. Arriba de
la mesa había un montón de papeles. Francisco comenzó a
ordenarlos, me dijo:
— En la heladera hay un bife. Yo me voy, tengo que entre­
gar este presupuesto. — Y como pensando en voz alta, dijo— :
Setecientos pesos de mano de obra por un baño completo
con hidromasaje. Un tal Fernández Rey. Tiene una linda casa
en Paternal. Parece que el tipo trabaja en el Banco Ciudad.
Ojalá que acepte el presupuesto y se corte de una buena vez
esta mala racha.
El último trabajo lo había hecho poco antes de fallecer El
Caballero Rojo, y desde entonces nada, absolutamente nada.
Ahora comprendo lo importante que hubiera sido para él no
tener un solo minuto de descanso. Si hubiera tenido trabajo,
no habría tenido tiempo para pensar, ¡trabajar para no pen­
sar!, en vez de estar tantas horas en casa sin hacer nada luego
de haber planchado o tendido las camas o pasado un trapo
húmedo a los pisos o colgado la ropa lavada durante la maña­
na, poco después de prepararle el desayuno a mi madre y
recordarle que por favor no se fuera sin antes dejarle el dine­
ro para los cigarrillos.
Cualquiera que esté al tanto de las vicisitudes del oficio
sabe perfectamente que enero y febrero son meses lentos y
estériles. Todas las expectativas se vuelcan ciegamente hacía el
otoño; se confía en que apenas comience a amenazar los más
crudo del invierno la gente se tornará ahorrativa por no
poder prescindir de una estufa o ducharse con agua caliente.
Pero con el otoño no cayó otra cosa que las primeras hojas de
la fatalidad. Para entonces, la soledad ya se había acentuado
en Francisco sobre la base de un hum or recalcitrante y esqui­
vo. Aquel año cortó con la tradición de llamar por teléfono a
Migliano y no quiso saber más nada de su familia.
En el diario hay fragmentos de todas aquellas noches en las
que al levantarme para tomar agua o ir al baño, ya muy entra­
da la madrugada, lo observaba a través de la puerta entre­
abierta, fumando y tomando mate, quebrado sobre la mesa
como una cáscara de nuez mientras la noche le daba la espal­
da. Y ahora parece tan fácil decir lo que le sucedía, y sin
embargo era tan inaccesible por entonces. No pude ver que
hacía tiempo ya que había comenzado a caer libremente
como una plomada sin su tanza. Y lo peor de todo es que
recién hoy, recién ahora que me he sumergido en esta tarea,
soy capaz de comprender la dimensión que tuvieron sus pala­
bras, la noche previa a que comenzara a trabajar en la casa de
Fernández Rey. Hacía mucho tiempo que no me hablaba así,
no me echó, me vio nacer tímidamente de la luz blanca de la
cocina y no me ordenó que me fuera a la cama. Cebó un
mate y la bombilla se ocupó del resto: señaló una silla vacía.
— ¿Ya son las tres de la mañana? — dijo, deslizando la
mirada por el reloj con forma de gota. Sobre la mesa, estaba
el cenicero de vidrio repleto de colillas de cigarrillos—
¿Soñaste algo feo? Tomate un mate.
— Está amargo — dije— , mejor voy a tomar un poco de
agua.
Al abrir la puerta de la heladera en medio de tanto silen­
cio, tuve la sensación de que toda la casa abría sus ojos para
observarme. El agua se revolcó sonoramente dentro del vaso.
Por la noche todo se hace más evidente.
— Estoy empezando a tomar amargo — dijo— . El azúcar
me provoca acidez.
Me senté.
La noche respira, tiene una respiración muy particular.
Él dijo:
— O será que estoy envejeciendo. — Observaba las paredes
como si las acariciara con la mano, dolorosamente— . Si sigo
así, cuando realmente sea viejo no voy a tener dónde caerme
muerto. Tener que alquilar una casa es lo peor que te puede
suceder en la vida. No salís nunca de esto, Lautaro. Es prefe­
rible vivir debajo de un puente, mirá lo que te digo. — Cebó
un mate y luego encendió un cigarrillo, uno más— . Tenemos
que irnos de acá. Alquilar es tirar la plata a la basura. No
podemos seguir así. Voy a ver si como excombatiente puedo
conseguir un crédito. Me gustaría que tu madre deje de labu-
rar y que te quede algo a vos. Es terrible clavar un clavo en la
pared y saber que no va a estar ahí para siempre. Ni siquiera
el agujero.
Y no terminó de fumar el cigarrillo; poniéndose de pie,
haciendo un gesto con la ceja izquierda como si le hubiera
quedado una frase trunca, lo aplastó contra el borde del ceni­
cero. Luego se lavó la cara en la pileta de la cocina, se secó con
el repasador, me agitó el pelo como reconciliándose consigo
mismo y me dijo que se iba a dormir.
— Me voy a dorm ir un rato, che. Mañana comienzo a tra­
bajar en la casa de Fernández Rey.
A partir del día en que encontré a Francisco en la terraza
con el revólver en la mano, el miedo me expulsó hacia el
barrio como por efecto de una onda expansiva. Estaba mina­
do por dentro: cada una de sus palabras era una bomba que
detonaba furiosamente en mis entrañas. Asistía puntualmen­
te al colegio, sí, pero no estudiaba. Las notas del último tri­
mestre terminarán desmoronándose con perfecta naturali­
dad. Nadie se dará cuenta: demasiado polvo a mi alrededor.
Llegaba del colegio, almorzaba lo que hubiera en la heladera,
tendía las camas, lavaba los platos de la noche anterior, barría
los pisos y me internaba desesperado en el corazón mismo de
Villa del Parque.
Comprendo mejor a los chicos que pasan el día entero en
la calle cuando pienso en la angustia que me ocasionaba el
mero hecho de introducir la llave en la cerradura de la puerta
de casa. No era capaz de mirar a mi madre sin avergonzarme
profundamente. Al responderle cualquier mínima pregunta,
me secaba por dentro. No podía probar su comida sin que me
dejara un gusto amargo en la boca, ni mucho menos era capaz
de tolerar la risa que podía arrancarle algún comentario de
Francisco que, por otra parte, y sin que yo aún imaginara el
motivo, había comenzado a manifestar una progresiva mejo­
ría en su humor desde que trabajaba en la casa de Fernández
Rey. Quiero decir que lentamente volvía a ser el mismo, y esto
me desesperaba profundamente. Yo lo quería discutiendo con
mi madre hasta el revoleo de platos, quejándose por todo y no
con esa nueva mirada complaciente, generosa, como abrién­
dose paso entre la maleza. Lo hubiera preferido cegado por la
introspección, en compañía de la luz blanca de la cocina, la
esclava impaciente del hombre que vela, y no acostándose
temprano y alegre para ser puntual al otro día en la casa de
Fernández Rey. Lo necesitaba enojado, sí, porque el enojo
crea anticuerpos y contagia, y yo necesitaba alimentarme de
rencor para no sentirme tan solo, viendo a un Francisco cada
día más indefenso, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor.
Quería decírselo pero no podía. ¡Era mi madre!
«Si Francisco llega a enterarse, ¿cómo hago yo para defen­
derla»
Me sentía tan aturdido. Quería entender, pero era inútil.
Observaba lo que sucedía en mi casa a través de una ranura
obstruida, todo parcial y equívoco. ¿Con quién hubiera podi­
do hablar? Con nadie, ni siquiera con Lucio. No hubiera
tolerado que pensaran de mi madre lo mismo que habían
dicho aquellos hombres cuando entraron en el kiosco. En un
barrio como aquél no hubiera sobrevivido un solo día.
En ningún momento se me ocurrió pensar otra cosa que
no fuera que podía llegar a matarnos. El hombre al que yo
admiraba como a nadie en el mundo se convirtió en la prin­
cipal amenaza sin haber hecho absolutamente nada para
merecerlo.
En cuanto al miedo: ¡qué cantidad de palabras como pie­
dras violentas hay escritas en la segunda parte del diario! Ho­
jas manchadas de ardiente llanto como lava volcánica sobre un
campo estéril, abandonado. Yo lloraba durante la noche, llo­
raba y escribía, y, a veces, apenas sufría una de esas risas fini­
tas de mi madre que eran como hilos de baba suspendidos en
la oscuridad, no podía hacer otra cosa que ocultar la cabeza
debajo de la almohada. Sabía perfectamente que vendría un
repercutir de talones desnudos, la luz del baño encendiéndo­
se como un relámpago, los cansados murmullos limando las
asperezas de mi respiración entrecortada. ¿Durante cuánto
tiempo viví así? Ahora todas las noches se repliegan, se funden
en una sola, un solo recuerdo indivisible como el odio mordi­
do debajo de mi almohada: hubo una noche en que hicieron
el amor como si no les importara en lo más mínimo que fuera
yo capaz de escucharlos. Me ahorro los patetismos y diré, sim­
plemente, que al otro día Francisco me fue a buscar a la sali­
da del colegio para darme la gran noticia, o mejor: el motivo
por el cual parecía reconciliado con el mundo.
Revivo con amargura el momento en que salgo del cole­
gio y veo el Falcon estacionado en doble fila y a Francisco con
los brazos cruzados y apoyado sobre la puerta cerrada, son­
riendo. Sonreía todavía cuando me dijo que ya estábamos lle­
gando tarde.
— Nos están esperando — dijo.
Y sin responder a mi pregunta, aceleró entre bocinazos
que espantaron a los alumnos como si fueran palomas. Fran­
cisco tenía un hum or extraño, vivificante. Seguramente ha­
bía cobrado el trabajo de Fernández Rey. Lo sospeché apenas
vi los cinco paquetes de cigarrillos encima del tablero. No me
equivocaba. Pero esa no era la única novedad; había algo
más, sólo que recién lo sabría cuando señalara una casa de as­
pecto ruinoso con un enorme cartel de venta colgado en su
frente.
— ¿Te gusta? — Y al mirarme rozó apenas mi mentón con
su puño cerrado, un gesto pugilístico de El Caballero Rojo— .
Van a venir a tasarla, a ponerle un precio quiero decir. ¿Qué
sorpresa no es cierto? Todavía no hay nada seguro, no te entu­
siasmes. Si todo sale bien, Fernández Rey nos va a dar una
mano para que saquemos un crédito. ¿Querés verla, Lautaro?
Nos abrió la puerta un hombre alto y delgado, vestido de
riguroso traje negro y corbata violeta. Consultó su reloj ape­
nas entramos y dijo que no tenía mucho tiempo porque un
cliente lo esperaba en la inmobiliaria. Cuando iba a comenzar
a mostrarnos la casa, miró a Francisco bruscamente y le dijo:
— Usted vino a ver la casa esta mañana.
— Sí, pero le dije que iba a volver para que la viera mi
pibe, ¿se acuerda?
Francisco me tenía parado frente al hombre: sus manos
pesadas y flojas estaban apoyadas sobre mis hombros.
— Sí, ahora me acuerdo.
Francisco, casi al oído, me dijo:
— Andá, date una vuelta. — Y me apretó la clavícula— .
Cuando subas la escalera, prestá mucha atención a la habita­
ción. — Lo miré y me guiñó un ojo— : pensé que podría ser
la tuya.
Recorrí rápidamente cada uno de los ambientes de la
planta baja. Luego subí la escalera y abrí la puerta de la que
era una pequeña habitación. No entré. Bajé despacio, lo sufi­
ciente como para que Francisco se sintiera en la obligación de
llamarme. Me dolía mucho la cabeza y no terminaba de en­
tender qué estábamos haciendo en esa casa.
— Linda, ¿no?
— Sí — dije.
— Listo, vamos entonces.
Francisco estrechó la mano del señor.
— Bueno, Martoy, concretamos una cita apenas usted lo
disponga, ¿de acuerdo?
— Por supuesto — contestó Francisco, sujetándome del
cuello con dos dedos.
Salimos.
Antes de encender el motor, contempló la fachada de la
casa.
— Ojalá que todo salga bien. Hay que hacerle arreglos,
pero es grande, me gusta. Tu habitación la voy a pintar de
color gris clarito. ¿Qué te parece? Y nada de pegar pósters en
las paredes. — Se reía, tosiendo. Luego encendió un cigarri­
llo, puso el auto en marcha y me dijo— : Te dejo en casa, yo
tengo que hacer un trámite. Tenés un churrasco en la helade­
ra y creo que también queda un poco de pan. Lautaro, escú­
chame bien: ni una palabra de esto a tu madre, ¿de acuerdo?
Quiero que sea una sorpresa. Esta noche viene a casa Fernán­
dez Rey para firmar lo papeles.
A Fernández Rey lo vi dos veces en mi vida. La primera
fue aquella noche en la que llegó con un enorme portafolios
negro para ultimar los detalles y las firmas de lo que prome­
tía ser el primer eslabón de una cadena que nos conduciría a
tener nuestra propia casa. Al menos eso fue lo que dijo cuan­
do, luego de aceptarle a mi madre un café, comenzó a desple­
gar sobre la mesa del comedor un sin fin de papeles.
Fernández Rey: algo más de cuarenta años, un poco más
bajo que Francisco y ligeramente calvo, tenía un puesto muy
importante en la Casa Central del Banco de la Ciudad de
Buenos Aires.
— Y le aseguro que no es la primera vez que contribuyo
con mi granito de arena para que las lindas familias argenti­
nas de clase media puedan alcanzar el sueño dorado de la casa
propia. — A lo que, luego de un sorbo de café, agregó— : Por
supuesto, más tratándose de un excombatiente. Si me permi­
te, Francisco, yo diría que todos los que estamos en una fun­
ción pública tenemos una obligación cívica con ustedes.
La alegría de Francisco era casi cósmica; miraba a ese
hombre como si fuera un dios al que se debía rendir home­
naje al más mínimo comentario. La última vez que había
visto algo parecido en sus ojos fue cuando se compró el máu-
ser, y ni siquiera. Nada podía compararse con ese momento
tan trágico. Me duele y a la vez espanta recordarlo tan inquie­
to, lejano y vulnerable, aferrado a la mirada de mi madre,
esperando, quizá, el momento en que ella le dijera: sí, Fran­
cisco, finalmente lo lograste.
— Qué les parece si antes de armar la carpeta repasamos
rápidamente lo que hablamos la semana pasada — dijo Fer­
nández Rey— . Si no dejé mi calculadora sobre mi escritorio,
debería estar entre estos papeles...
— Yo tengo una — dije.
— Acá está. Veamos.
— Córrete, Lautaro, que le tapás la luz al señor — dijo
Francisco. Y me hizo el gesto de que me sentara en uno de los
sillones.
— No me molesta — dijo Fernández Rey, sin dejar de mi­
rar sus papeles.
Antes de acomodar la calculadora de modo tal que pudie­
ran verla él y Francisco, preguntó qué edad tenía yo.
— Lindo pibe. Los míos son chicos todavía. Bien, la cues­
tión es la siguiente, Francisco, en cuanto al crédito hipoteca­
rio, ya habíamos hablado del de tasa variable con sistema
francés, recuerden: pagan los intereses y al final el capital, lo
que hace que la cuota sea decreciente. Conviene mucho más
que el de tasa fija. Lo primero que vamos a hacer es otorgar­
te el crédito personal para que puedas llegar al porcentaje que
te exige el banco. Entonces van a ser dos créditos. Ustedes
van a pedir esta cantidad de dinero, ¿estamos acuerdo? A esta
cantidad que ustedes pueden ver en la calculadora, no se pre­
ocupen que antes de irme les dejo unas hojas con todo deta­
llado, le corresponde esta cuota que se debitará mes a mes
directamente de la pensión que usted, Francisco, tiene como
excombatiente. Claro, justamente, el crédito apunta a ayudar
a los veteranos de guerra. Bien, hasta acá, ¿alguna duda? Todo
clarito. Esto ya lo hablamos así que no hay ningún problema.
Lo único que quedaría por resolver es la cuestión de mis
honorarios. Veamos. De esta cantidad de dinero que ustedes
van a pedir al banco, les pido que por favor presten mucha
atención, yo me voy a quedar con el diez por ciento. Un se-
gundito. A ustedes les va a quedar esta cantidad de dinero
para disponer. ¿Alguna duda?
— ¿Otro café? — preguntó mi madre.
— No, le agradezco mucho. ¿Qué hora es? Patricia me está
esperando para cenar. ¿Armamos las carpetas?
— ¿En cuánto tiempo tendríamos los dos créditos, Augus­
to? — preguntó Francisco.
— Com o algo descabellado: en veinte días. De todos mo­
dos, yo voy a hacer todo lo posible para que salgan antes.
Tengo un despiole en este portafolios. Lo que me faltaba era
la fotocopia del documento de su señora. Me habían dicho
que no están casados legalmente. No importa. De todos mo­
dos, esto sería para el crédito hipotecario, es decir, la segunda
instancia. Primero necesitamos un crédito personal. Parece
mentira pero los créditos están hechos para los que tienen
plata. Y los que la tienen, no los necesitan. Armemos ya las
dos carpetas así entran como por un tubo... ¿Esto? El certifi­
cado de la Marina, perfecto. Así ya dejo todo en orden.
Orden para el progreso, como dice un compañero de traba­
jo. M uy bien. Una firmita acá, Francisco, otra acá, acá tam­
bién, y la otra. Dígamelo a mí. La burocracia. Y por último.
M uy bien. Ahora sí, listo. Me voy. Un gusto volver a verla,
Cora, y muy rico su café. No, por favor. Ha sido un placer,
Francisco. Quédese tranquilo que yo lo llamo apenas tenga
una novedad.
La novedad no se hizo esperar mucho. Apenas una sema­
na después de aquella noche, Augusto Fernández Rey llamó
a mi casa para dar la noticia que yo tanto temía. Recién había­
mos terminado de almorzar cuando sonó el teléfono; un tim­
bre breve primero, lo suficientemente breve como para aban­
donar 1 11 1 silencio lineal y expectante. Nos miramos. Pasaron
unos segundos y volvió a sonar, sonaba como si hubiera
logrado desenredarse y su constancia fuera tan definitiva co­
mo urgente y no se convenciera, o no quisiera convencerse,
de la posibilidad de que no hubiera nadie del otro lado capaz
de interrumpir su insistencia. Sonó tres, cuatro, cinco veces y
no se detenía, y, por no detenerse, su cadencia regular habría
terminado por acostumbrarse a la lógica del comedor hasta
pretender más de lo que era: un simple llamado telefónico.
Y ahora lo veo a Francisco de perfil: una mano sostenien­
do el tubo del teléfono y la otra imprimiendo el nerviosismo
en su frente. Cerró los ojos. Su voz estaba paría con dificul­
tad monosílabos extraordinarios y sumisos como en una ple­
garia. Abrió los ojos. Colgó el tubo y regresó a la cocina. En
absoluto silencio, abrió la canilla y cargó la pava con agua,
encendió una hornalla y un cigarrillo, puso a calentar la pava
y cambió la yerba del mate, luego apagó el cigarrillo con la
pesada caída de una gota rezagada, tiró la colilla en el tacho
de basura, me miró a los ojos largamente y comenzó a llorar
dándome la espalda, con todo el cuerpo. Temblaba como una
rama sacudida con violencia. Un llanto que debía nacer de su
estómago, dolorosamente; como también le debía doler mi
presencia, tener un testigo. Los hombres como Francisco ne­
cesitan llorar en soledad, llorar hasta desgarrarse por dentro
sin tener que decir nada, o por lo menos no lo que dijo entre­
cortadamente, lo que seguramente se sintió obligado a decir
antes de irse, todavía con lágrimas en los ojos.
— Tenemos la plata, hijo.
Apenas unos días después del llamado telefónico, Francisco
firmó el boleto de compraventa de la casa que habíamos visi­
tado juntos. Recuerdo su entusiasmo, la fe ciega que había
depositado en aquel hombre y el modo en que me pidió que
estuviera pendiente del teléfono.
— Escúchame, Lautaro, necesito que te quedes en casa por
si llega a llamar Fernández Rey. Cuando vengas del colegio,
desconectá el contestador automático. Por favor, no dejes de
atender el teléfono, ¿si? Podés salir cuando tu madre regrese.
M i madre llegaba cada día más tarde. De todos modos, ni
bien se quitaba un zapato en la puerta de su habitación yo ya
estaba en la calle; me quedaba solo dando vueltas por el ba­
rrio hasta que se hacía la hora de la cena. A veces iba a visitar
a Lorena; nos quedábamos un ratito charlando en el palier
del departamento. Com o no la dejaban salir después de cier­
ta hora, uno de esos días le pedí que inventara una buena
excusa para poder quedarse conmigo: sería la primera vez que
estaríamos solos en una casa. Pero en contra de lo que los
adultos imaginarían que haríamos, o yo intentaría hacer, lo
cierto es que estuve demasiado pendiente del teléfono, quie­
ro decir que no sugerí nada que lograra hacerla sentir incó­
moda o a la defensiva: encender la televisión, por ejemplo, y
besarla mientras ella de a ratos fingiría interés por la trama de
un culebrón venezolano, y yo sólo por la suavidad de su piel
oculta bajo la pollera del colegio; todo en el más armonioso
de los silencios, hasta que un ruido desconocido la hiciera
exteriorizar compulsivamente un miedo atroz, virgen; sería
espantoso que nos sorprendieran intentando hacer lo que aún
no habíamos hecho, todavía nunca, aunque queríamos, yo
más que ella seguramente, o ella sólo si todo parecía natural,
casual, es decir no deliberado ni buscado desesperadamente
por mí. Lejos estuve de intentar algo parecido. Com o el llan­
to de 1111 bebé que suspende para siempre lo que está hacien­
do su madre, el teléfono silencioso acaba por comerse el tiem­
po de los que están en su custodia, y es peor que esperar una
carta, espera siempre supeditada a un tiempo interno. El telé­
fono tiene un lugar de privilegio en la casa y acumula mira­
das despectivas, genera violencia, prohíbe el paso y hasta nos
hace dudar de la capacidad de nuestros sentidos.
— M ejor no salgamos a la terraza, Lorena. Mirá si no lo
escucho cuando suene.
Uno levanta el tubo una y otra vez para comprobar que
el tono no se ha ido. Pasan las horas, el corazón de la ansie­
dad late y respira con bronca las ganas de que suene de una
vez por todas. Y sonó; uno de esos días llamó mi abuela
Paula para decirme que necesitaba hablar conmigo lo antes
posible.
— Hasta el viernes no voy a poder ir, abuela.
Y ella, dejando entrever que estaba al tanto de todo ese
asunto de Fernández Rey, finalmente me dijo:
— Lo espero el sábado, m’hijo. Mire que realmente nece­
sito hablar con usted.
El sábado por la tarde fui a visitar a mi abuela. Com o de
costumbre, me había comprado un alfajor y una botella de co­
ca-cola. Charlamos un rato sobre temas sin importancia mien­
tras bebía una medida de whisky. Sentada en el mismo lugar
donde yo estoy escribiendo ahora, me dijo:
— Qué dirías si yo te dijera que tenés la posibilidad de
estudiar computación. O de viajar por todo el mundo. — Me
miró, acercó el vaso a su boca pero no bebió, dijo— : Quiero
mostrarte algo. — Y dejando el vaso sobre la mesa, se apresu­
ró a abrir un cajón del bargueño: sacó de entre un montón de
papeles un folleto en cuya tapa había un ancla como la que
Francisco tenía tatuada en su brazo izquierdo y agregó— : Los
mejores estudiantes viajan por todo el mundo en la Fragata
Libertad. Es la Escuela de Suboficiales, la Marina de guerra.
¿Qué te parece?
— ¿Y el colegio, abuela? — pregunté sin poder quitar la
mirada del folleto que aún conservo, imaginándome ya con­
vertido en marinero: una fotografía con el mar de fondo al
igual que Francisco.
— A hí mismo lo termina, m'hijo. En tres años ya tendrías
una carrera hecha. ¿Se imagina a los dieciocho años viajando
por Europa? Pensalo tranquilo, aún falta para el examen de
ingreso.
— Un examen.
— Mire, si usted se decide, yo le pago un profesor particu­
lar para que lo prepare bien — dijo, y me llenó el vaso con
coca-cola— . Pero no quiero una respuesta ahora. Tiene que
pensarlo tranquilo. Otra cosa, no se lo diga a nadie.
Ya de regreso a casa, comencé a pensar seriamente en la
posibilidad de ingresar a la Marina. M i abuela no me había
exigido una respuesta apresurada ni yo se la hubiera querido
dar, antes necesitaba resolver un asilnto de suma im portan­
cia, una cuestión de honor: Lorena. Tenía que hablar con
ella como Francisco había hablado con mi madre poco antes
de partir rumbo a Bahía Blanca. M i caso era distinto, sí se­
ñor: Tres años es mucho tiempo. ¿Quién podía asegurar
cuándo regresaría? Francisco había necesitado menos que eso
para decirle a mi madre que siguiera con su vida y no lo es­
perara.
— Tu madre lloró ese día, lloró mucho, pero al final com­
prendió que era lo mejor para los dos. Por supuesto que me
dio una alegría enorme cuando la vi en la estación de Retiro
con su pañuelito color lila. Esas cosas no se olvidan nunca,
pero hay que ser fuerte, Lautaro, si uno se va lejos no puede
tener compromisos.
Quién sabe, pensé, a lo mejor Lorena también me diría,
llorando, lo mismo que mi madre le gritó a Francisco con el
tren en movimiento: «Escribime, amor, amor mío, que yo te
voy a esperar». Las palabras de Francisco me resultaban tan
claras y estimulantes entonces que tomé la determinación de
hablar con Lorena lo antes posible. Mañana mismo, me dije;
y sabiendo que aún me quedaba mucho viaje en colectivo,
apoyé la frente en la ventanilla y me entregué a un trémulo
sueño de dársenas y buques y tableros computarizados hasta
que me despertó un terrible dolor en la sien.
El domingo nada resultó como yo lo había imaginado.
Apenas comencé a balbucear las primeras palabras, compren­
dí de pronto que no podía justificar con sinceridad mi deci­
sión. No podía decirle a Lorena que había decidido ingresar a
la Marina, y, si no podía decírselo por lealtad a mi abuela,
entonces no había ninguna razón para que yo cortara el
noviazgo y la dejara llorando luego de haber rechazado una y
otra vez sus pedidos de perdón por algo que no había hecho
ni por lo tanto podía sentir la menor culpa. A menos que dije­
ra que ya no la quería, que ya me había dado cuenta de que
no sentía mariposas en la panza minutos antes de encontrar­
nos, que ya no adoraba sus descomunales ojos negros ni todo
lo que había hecho de nosotros un noviazgo rebasado con
proyectos de irnos a vivir juntos cuando fuéramos grandes.
— Ya no te quiero, Lorena — tuve que decirle.
Eso es todo lo que debería escribir — por ella y por mí— ,
sobre todo teniendo en cuenta lo que sucedió unos días más
tarde, cuando ya se me había antojado molesta y no paraba
de evidenciar que yo no estaba maduro para el amor. Para
entonces me había vuelto insensible a sus recurrentes pedidos
de encontrarnos para conversar y a sus cartas debajo de mi
puerta y a sus llamados telefónicos (en los cuales, al principio
hablaba, luego sólo respiraba sobre el tubo y, más tarde, pre­
tendía obligarme a escuchar estribillos de canciones que algu­
na vez habíamos adoptado como parte de nuestro sortilegio).
Yo cortaba sin el menor remordimiento porque, sencillamen­
te, estaba absolutamente convencido de las palabras de Fran­
cisco con respecto a la lealtad y las mujeres. La decisión que
había tomado era por su bien: dejarla libre era un modo de
cuidarla.
Una tarde, cuando regresaba de comprar el pan, Lorena
me sorprendió saliendo detrás de un árbol: quería hablar con­
migo una vez más.
— Por favor, Lautaro.
Fríamente le dije que me esperara. Llevaría el pan y habla­
ríamos tranquilos sentados en el escalón de la puerta de mi
casa. Tardé una eternidad en subir y bajar. Tardé una eterni­
dad porque confiaba en que se cansaría de esperar. ¿Actué de
un modo despreciable? Mejor hubiera sido que se fuera; lo
vil, lo inexplicablemente canallesco, afloró de mí cuando ella,
temblando y con lágrimas en los ojos, me dijo que si yo que­
ría, si vos todavía querés, Lautaro...
— Yo ahora estoy dispuesta a hacerlo.
Sus delgados dedos de princesa me acariciaron la mejilla.
Quiso besarme y yo la rechacé, ¿la rechacé?, sí; pero no fue
sólo eso, hubo algo más: la calle de pronto se abandonó a la
penumbra, una luz como un par de ojos palpitantes se encen­
dió en una casa vecina y el paso repentino del colectivo 124
arremetió con brutalidad las palabras que no debí haber dicho
nunca segundos después de que Lorena dijera que ahora sí,
que no había querido antes porque tenía miedo, se sentía in­
segura, pero ya no, ahora se daba cuenta de que yo era el amor
de su vida y quería hacerlo, quería hacerlo conmigo y nada
más que conmigo.
— Para siempre, Lautaro. Mi amor, mi vida. Yo sé que es
por eso que querés dejarme. Sabés, hoy le dije a mamá que
tengo relaciones con vos. Mentí porque quería saber cómo
reaccionaría. Quedate tranquilo, no se enojó. Lo único que
me pidió fue que nos cuidáramos. No me decís nada, amor,
¿por qué?
— Lorena.
— ¿No te pone contento?
— Yo sé que me vas a odiar. Escúchame, Lorena, te lo
quise decir cuando estuvimos en casa los otros días, pero no
me animé. Conocí una chica.
— Mentira.
— Lorena.
— No me digas nada, no me importa. ¡No me importa!,
¿entendés? Yo soy tu novia. ¿Lo hiciste? ¡¿Por qué?! ¿Quién es?
— No llores.
— ¿Vos me amas? Yo te amo ¿Vos me amas? Dame un
beso.
— Lorena.
— Dame un beso.
— Lorena, no entendés.
— Sí — dijo.
Me dio un cachetazo y se fue corriendo. Mi mentira blan­
ca, fría y en cierto modo pura, se alejó con ella, creció de
tamaño como una bola de nieve hasta convertirse en despe­
cho.
Pasarían varias semanas antes de que, por Mauricio, me
enterara de que Lorena se había puesto de novia con uno de
los muchachos que más fama de pendenciero tenía en el ba­
rrio: Punch. Así le decían sus amigos. Pertenecía al grupo que
paraba a un costado de las vías. Y si el apodo no lo dice todo,
valga aclarar que era bajito, grueso y fuerte como un peque­
ño tanque australiano, y, lo más importante: quería darme
una paliza.
— ¿A mí? No entiendo, si yo no le hice nada — dije, y
sentí que las piernas se me aflojaban.
— A él no, pero a su novia sí — dijo Mauricio— . Punch
dice que vos llamás todos los días por teléfono a Lorena para
insultarla. Hay una sola cosa que me pareció rara, pero deci-
me la verdad ¿ayer tiraste una botella vacía en la puerta de su
casa?
— ¿Quién dice eso? ¿Qué casa? Todo esto es estúpido.
Además fui yo el que decidió terminar con Lorena.
— No es lo que dice ella — dijo Mauricio, y creo que en
el fondo se divertía— . Vos no sabés lo que es Punch, yo lo vi
pelearse. Al único que respeta en serio es a mi hermano. Lau­
taro, por las dudas no aparezcas por la heladería. Y no sueñes
con ir el domingo a la costanera.
— Por qué no voy a ir, si yo no hice nada — dije, y en su
sonrisa intuí mi sentencia.
— Hacé lo que quieras, pero eso sí — dijo— : después no
digas que yo no te avisé.
Cuando también el barrio se convirtió en una amenaza,
hice lo que hubiera hecho cualquier cobarde: me alejé de
todo. Tenía tanto miedo de que Punch me diera una paliza
que apenas terminaba de almorzar le daba aire a las gomas de
la Legnano y me perdía con la bicicleta más allá de los lími­
tes de Villa del Parque. Lo que no sabía, ni nadie podía expli­
carme aún, era que cuanto más pretende uno alejarse, más se
acerca a lo que inevitablemente debe ocurrir.
Una tarde, faltando cinco o seis cuadras para llegar a mi
casa, un automóvil blanco se me puso a la par e hizo una ma­
niobra brusca para terminar cruzándose en mi camino antes
de llegar a la esquina. No quiso atropellarme, lo sé; no es difí­
cil cargarse un ciclista. Pero me encontró tan desprevenido
que cuando quise apretar los frenos ya me había precipitado
contra una camioneta estacionada. Del automóvil blanco
bajó Punch, hecho una tromba. Sus ojos se clavaron en los
míos con un odio que nunca creí fuera capaz de provocar en
nadie. Lo más terrible llegó cuando al cabo de sus amenazas
filosas, me exigió una explicación, es decir: que hablara. Y yo
lo intenté, intenté articular palabras pero no salían: estaba
absolutamente neutralizado por el miedo. Si me hubiera exi­
gido que le besara los zapatos, lo habría hecho. Pero Punch
quería una explicación, una sola excusa para pegarme, y yo se
la di, simplemente, tartamudeando un vocablo. Apenas salió
de mi boca un sonido, Punch me dio una trompada que me
dejó enredado entre los fierros de la bicicleta.
Hay ciertas calles tap desoladas en Villa del Parque, que
uno no puede menos que preguntarse si la gente realmente
tiene necesidad de regresar a sus casas. No era el caso de ésta,
que estaba colmada de peatones y automovilistas. Si lo men­
ciono es porque tengo la sensación de que fue entonces cuan­
do me sentí abandonado por mi barrio. Nadie hizo otra cosa
que mirar. Cuando por fin saciaron su curiosidad y el automó­
vil blanco arrancó coleando y yo me levanté y comprobé que
la horquilla de la bicicleta estaba partida, lejos de que alguien
se acercara a preguntarme si me encontraba bien, miraron
hacia otra parte y se desentendieron de mi vergüenza.
Cuando llegué a casa, apenas comencé a subir la escalera,
me pregunté cómo haría para explicarle a Francisco lo que
había ocurrido con su bicicleta. Por alguna razón, la mejilla
me dolía menos que la obligación de tener que decírselo. Co­
mo ciertos hombres que han sufrido grandes desgracias y
creen que nada peor podría sucederles en el porvenir, pensaba
que el problema con Punch estaba resuelto. Ingenuo. Durante
algunos días se hablaría muy mal de mí: Lorena se encargaría
de propagar mi nombre. Pero confiaba en que pronto recupe­
raría la soberanía sobre la heladería. Lamentablemente no fue
así como ocurrió; el problema con Punch se extendió duran­
te unas horas más, y quizá, por qué no decirlo, no hubiese
acabado nunca si yo no me hubiera ido a la Marina.
Entré en la cocina y encontré a Francisco sentado a la
mesa, tomando mate. Había un cigarrillo prácticamente ínte­
gro haciendo equilibrio sobre el borde del cenicero de vidrio.
La agenda de cuerina negra estaba abierta de par en par. El
sol todavía daba de lleno sobre la copa del árbol y las sombras
proyectadas sobre la pared vibraran como párpados que no
pueden simular la custodia de un sueño. Era miércoles. Se­
manas atrás, Francisco había firmado el boleto de compra­
venta de la casa que habíamos visitado juntos. Estaba sin tra­
bajo y Fernández Rey aún no había vuelto a dar señales de
vida. A l menos yo no había escuchado ningún comentario
durante las cenas.
— ¿Qué te pasó? — preguntó, y fue como si su gesto me
llevara la mano hacia la cara.
Francisco tenía los brazos cruzados y observaba el cigarri­
llo que se consumía lenta, ardientemente, como mis explica­
ciones. Le conté casi todo; sólo me reservé el motivo por el
cual había dejado a Lorena y el estado actual de la bicicleta.
— ¿Dónde vive?
— No sé.
Apagó el cigarrillo y fue hacia el teléfono: con el tubo en
la mano y el brazo extendido, dijo:
— Averiguá dónde vive.
No se me ocurrió otra persona que Mauricio para averi­
guar dónde vivía Punch. '
— La dirección — dijo Francisco— , quiero saber la direc­
ción.
— Lascano y Cuenca — repetí para que Francisco escucha­
ra— . Nada. Después te explico. No sabés la dirección exacta.
Está bien, no te preocupes. En serio, sí, no importa. Lascano
y Cuenca. Una casa con ladrillos a la vista, y el garaje es verde.
Listo. No, no puedo ahora. Después te llamo. Bueno. Chau.
— Vamos — dijo Francisco.
Cuando salimos a la terraza, Francisco se paró frente a la
bicicleta; la contempló durante unos segundos como se con­
templa algo que está roto y se quiere mucho. Después me
preguntó si era cierto todo lo que yo le había contado.
— Sí — dije.
Y eso fue todo lo que hablamos. Lascano y Cuenca no era
lejos. Fue fácil encontrar una casa con ladrillos a la vista y
garaje verde. Bajamos del Falcon. Francisco cruzó la calle rá­
pidamente y yo quedé rezagado por culpa de los automóviles
y colectivos que pasaron entre bocinazos. Sin embargo, alcan­
cé a ver cuando tocó el timbre de la casa, y el primer gesto de
la señora que le abrió la puerta.
— La próxima vez que su hijo intente atropellar al mío con
el auto, se lo traigo en una bolsa de residuos.
La señora miraba totalmente desconcertada.
— Otra cosa, dígale que lo espero hoy mismo en mi casa.
Él sabe donde vivo.
Cruzó la calle, y yo detrás. Nos fuimos con la misma pre­
mura con la que habíamos llegado, sin hablarnos.
— ¿Tenés las llaves? Subí — dijo Francisco, estacionado en
la puerta de casa— . Vuelvo enseguida.
¿Por qué le había dicho que viniera a casa? Antes de saberlo,
debía agonizar el día sobre mis ojos bien abiertos; encender
luces y hacer muecas en el espejo; abrir y cerrar la puerta de
la heladera, o caminar como un enloquecido alrededor de la
mesa del comedor y sentir frío y miedo. Tenía que suceder
todo eso y acaso más; algo inefable pero con síntomas muy
claros: una extraña percepción de los objetos en la punta de
mis dedos, dedos que temblaban, manos sudadas, pies de plo­
mo que hacían retumbar un eco de voces en mi interior. De
repente sonó el timbre. Sonó como una confirmación para el
espanto: una sonrisa diabólica del otro lado del miedo. El que
acaba de tocar el timbre es Punch, pensé. Me asomé a la ba­
randa: Punch. Rápido, instintivamente, di un paso hacia
atrás. Agachado, me asomé a la baranda. ¿El auto que acaba
de estacionar es el Falcon? Sí. Tragué saliva. Sentía el corazón
palpitando en mis sienes. A cinco metros de altura parecían
iguales; pero Francisco era mucho más alto y fuerte. Podía
derrumbarlo con sólo respirar. Hablaron durante unos se­
gundos, casi sin mover las manos. Luego, Francisco levantó
la cabeza, y, como si no hubiera otro lugar en el mundo, diri­
gió su mirada hacia el ángulo derecho de la baranda, es decir,
exactamente hacia donde yo estaba escondido.
— ¡Bajá! — gritó.
Ahora estábamos los tres frente a frente, y en silencio. Me
sentía un ser insignificante. Mi voz sonaba débil, agujereada
de nerviosismo, absolutamente infantil cuando me acorrala­
ron con preguntas. Los dos, sí; porque antes de que Francisco
encendiera un cigarrillo y dijera: «Arreglen el asunto», sentía
la traición de los conspiradores: la punta del estilete que se
hunde en la carne para arrancar de cuajo la frase de Julio
César.
Francisco y Punch comenzaron a interrogarme descarna­
damente mientras yo retrocedía un paso, otro y otro hasta
que también mi voz golpeó contra la persiana metálica del
galpón diciendo que nunca había tirado una botella en la
puerta de la casa de Lorena ni de nadie.
— Piedras, ¿tiraste piedras?
Jamás pude entender por qué me hizo esa pregunta; por
qué le dio la posibilidad a Punch para que dijera que a lo
mejor no fue una botella sino piedras, piedras y alguna bote­
lla seguramente también ya que habla vidrios por todas par­
tes.
Fue entonces cuando encendió un cigarrillo y lo dijo:
— Arreglen el asunto, muchachos.
Fue oír eso y mirarlo a los ojos con la cara ya desfigurada
de espanto. No entendí, no pude entender que me estaba
obligando a pelear hasta que de una trompada Punch me hizo
rebotar contra la persiana metálica. La imperante necesidad
de sobrevivir me hizo arrojar desprolijas trompadas al aire. Al
principio no me dolían las que Punch acertaba una y otra vez.
No estaba peleando, nunca supe hacerlo, sólo quería liberar­
me de ese cuerpo que me vencía. Hubiese corrido de tener un
espacio liberado. En un momento, me arrancó el equilibrio y
caí al piso: ya no tenía fuerzas para defenderme. ¿Dónde esta­
ba Francisco? Sólo veía luces violáceas filtrándose por mis
párpados vencidos. Me veo tirado en el piso, recibiendo, pasi­
vamente, la paliza más grande que nadie me haya dado nunca
en mi vida.
— Listo.
Lejana; su voz me llegaba con un gusto agrio debajo de la
lengua.
— Listo, ya está bien.
Su voz llegó demasiado tarde. Ahora sólo quedaba com­
probar la magnitud de la catástrofe.
— Ya está bien, ¡déjalo, carajo!
Tiemblo. Cada parte de mi cuerpo ha sido devastada.
Rendido, absolutamente perdido y aniquilado, viene a mí su
voz.
— Levantare.
Quiero moverme, pero no puedo. Respiro, reconozco el
sabor de la sangre en mi boca. Respiro. Abro un ojo y obser­
vo, al ras de la vereda, una minúscula piedra que en nada le
afecta el aire caliente que sale de mi nariz. ¿Estamos solos? Sí,
estamos solos. Y yo, no sé cómo, ahora estoy acostado en mi
cama, vestido. Comprendí perfectamente lo que me dijo.
— Si tu madre te pregunta qué pasó, le decís la verdad
— dijo, apoyando mi cabeza sobre la almohada— , le decís
que te peleaste con un pibe del barrio. ¿Está claro?
Apagué la luz, y me dormí; así que no vi a mi madre.
Durante la noche crecí un centímetro hacia el lado equivoca­
do: el rencor.
Por la mañana me di un baño. Comprobé frente al espejo
que tenía el ojo izquierdo a la miseria y decidí que no iría al
colegio sino a la casa de mi abuela: firmaría la solicitud para
el ingreso a la Marina. Había un solo problema: en casa ya no
había nadie y no tenía dinero para el colectivo. Entré en la
habitación de Francisco y mi madre y comencé a revisar los
placares; metí la mano en cada uno de los bolsillos de los abri­
gos hasta alcanzar la cantidad justa de monedas que necesita­
ba para viajar.
Era un día como hoy: lluvioso y gris sobre las veredas sin
testigos. Gris sobre la ventanilla empañada del colectivo 84
que me llevaba liviano como la lluvia.
Cuarenta y cinco minutos después, estaba tocándole el
timbre a mi abuela.
Me abrió la puerta:
— Te pegó.
Entré en el baño y me sequé el pelo y la cara con una toa­
lla.
— Ayer me agarré a trompadas con un pibe del barrio,
abuela.
Sentados ahora, ella, con el codo sobre la mesa y el men­
tón apoyado en la palma de la mano, comenzó a observarme
en silencio como si fuera capaz de adivinar algo a través de la
aureola morada que cubría gran parte de mi ojo izquierdo.
No tardó mucho en preguntarme si había desayunado.
— ¿Desayunaste? Tengo algunas galletitas y un poco de ese
queso que a vos te gusta tanto, ¿te preparo?
No me dio tiempo a responder.
— Abuela — alcancé a decir antes de que el aroma del café
se perpetuara en mi memoria junto con sus palabras.
Todavía me daba la espalda, cuando dijo:
— Sí, m’hijo, ya lo sé. Ahora mismo, mientras usted desa­
yuna, su abuela le busca los papeles.
Y una vez que dispuso todo sobre la mesa, abrió el cajón
del bargueño y sacó los papeles. Tenía una lapicera en la
mano cuando me dijo:
— Tenés que firmar ahí, mirá, donde dice aspirante. So­
lamente falta la tuya. Tu madre y tu padre ya firmaron.
Nos miramos.
— No voy a negar que me costó trabajo encontrarlo, pero
lo encontré — dijo, y con una voz maternal como la que no
he vuelto a escuchar nunca más en mi vida, acariciándome el
pelo lenta, muy lentamente, agregó— : Otra día vamos a
hablar de eso. Sabe, m’hijo, él lo quiere ver. Yo sé, no hace
falta que diga nada. Cuando sea un hombre, va a compren­
der que los adultos también se equivocan. Pero ahora usted
solamente tiene que pensar en la brillante carrera que le espe­
ra, en su futuro. ¿Ya marcó con una cruz lo que va a estudiar?
Escalafón, creo que se lo llama. ¿Informática? Muy bien. Exce­
lente decisión.

Ahora voy desesperadamente a las últimas páginas de mi


diario con la ilusión de encontrar una huella, una muestra
arqueológica que me permita reconstruir paso a paso lo que
sucedió después. Imposible. El diario me da una falsa ilusión
de hechos encadenados: causas y efectos se agrupan como las
palabras debajo de la sombra del recuerdo y le dan a las cosas
un orden que nunca tuvieron. Cierro el diario. Escribo para
entender. ¿Qué otro sentido podría darle a lo que estoy ha­
ciendo? Entonces debo contar lo que sucedió poco antes de
que ingresara a la Marina. Debo hacerlo. Es necesario que yo
me arme de valor y escriba de una vez lo que sucedió esa no­
che, lo que a los quince años era prácticamente imposible
comprender más allá de una frase, un sola frase que para
Francisco y para mí era toda una cosmología, pero para los
demás... ¿A quién le importan los demás? El día que supe el
resultado del examen de ingreso, antes de ir a casa, pasé por
la peluquería. Apenas me senté en el sillón, le dije a W ilfredo
que me rapara la cabeza.
— Un corte colimba — fue lo que le dije cuando noté que
mi pedido lo había desconcertado a-la altura del flequillo.
Hizo lo que le pedí sin hacer ningún comentario. Pagué y
me fui a mi casa. Recuerdo que los encontré sentados a la
mesa del comedor con dos tazas de café. Francisco tenía una
mano apoyada en su frente; la deslizó hacia la nuca para
mirarme: no dijo nada. Mi madre, en cambio, recorrió con
su mirada todo mi cuerpo hasta detenerse en mi pelo. En­
tonces dijo algo que no voy a poder olvidar nunca:
— Es lo peor que me podés hacer en la vida.
Yo no dije nada. Me encerré en mi habitación a escuchar
música. Si eso era lo peor que podía hacerle, entonces me
sentía orgulloso de haberlo logrado.
Unas horas más tarde, los gritos me hicieron salir cargan­
do un pensamiento terrible y agitado que no tardó en despa­
rramarse por todo el piso del comedor cuando vi a Francisco
sentado en una silla, frente al teléfono. Mi madre tenía un
tenedor en la mano y estaba con el hombro izquierdo apoya­
do sobre el marco de la puerta de la cocina: observaba todo
con los ojos bien abiertos.
— Voy a su casa — dijo Francisco.
Luego entró en su habitación.
— Acompáñalo — ordenó mi madre.
Francisco bajó la escalera prácticamente corriendo. Recién
cuando encendió el Falcon me abrió la puerta. El viajé habrá
durado quince minutos. Finalmente, estacionó frente a un
chalet de grandes ventanales iluminados y altas rejas negras
donde había globos atados y un cartel en el que podía leerse
a la distancia: Feliz Cumpleaños. Francisco tocó el timbre
mientras yo revivía una escena. Sólo que no estaba nervioso
ni tenía miedo. Ignoraba por completo dónde estábamos
hasta que una señora de pelo muy corto y casi anaranjado se
acercó a la reja, sosteniendo una porción de torta en una ser­
villeta de papel.
— Buenas noches — dijo Francisco, y la señora no pudo res­
ponder debido al pedacito de torta que tenía en la boca— .
Quisiera hablar con Augusto, ¿se encuentra?
La señora tragó. Dijo:
— Estamos de cumpleaños. Mi nieta.
— Lo sé — dijo Francisco, y arrojó el cigarrillo con dos
dedos. Sin mirarla, agregó— : Siento molestar a esta hora,
pero necesitaría hablar con él.
La señora me sonrió.
— ¿De parte de quién?
— ¡Augusto! — dijo Francisco, casi lo gritó.
Ahí estaba, asomado por la puerta entornada. Intentó
ocultarse cuando Francisco lo nombró.
La señora caminó hacia la casa.
— Te buscan, Cachi.
Fernández Rey dejó pasar a la señora y cerró la puerta.
— Andate al auto — dijo Francisco.
Di dos pasos hacia atrás, y me quedé quieto.
— Francisco, discúlpame. Ya sé que estuve mal. ¿Por qué
no me llamás mañana a la oficina y hablamos tranquilos?
— dijo acercándose a la reja, aunque no mucho— . Hoy es el
cumpleaños de la nena, imagínate, tengo a toda la parentela
en casa.
— Augusto, hace una semana que te estoy llamando al
banco y siempre me dicen que no estás. ¿Por qué te hacés ne­
gar, Augusto? Hoy te llamo y fíjate lo que me decís.
— Discúlpame, tenés razón. Francisco, yo hice todo lo po­
sible, ya te lo expliqué los otros días. Alguien se mandó una
macana. Las carpetas se mezclaron y saltó la cuestión. Ningún
banco te otorga dos créditos juntos. Se suponía que no tenía
que ser así. Salió mal, pero era el riesgo, y vos lo sabías.
Francisco encendió un cigarrillo.
— Abrí la reja, Augusto.
Fernández Rey se acercó aún más a la reja, pero no la toca­
ba.
— Francisco, yo en ningún momento te dije que firmaras
un boleto de compraventa. Te quise dar una mano y salió
mal, viejo.
Fue al oír eso que Francisco, metiendo el brazo por entre
las rejas, lo agarró del cuello y lo incrustó violentamente con­
tra los fierros. Y lo que le estaba apoyando debajo del men­
tón era el caño del revólver.
— Escúchame, basura, te la voy a hacer muy clara. Si el
crédito no sale, yo voy a perder la guita que puse en el bole­
to, y yo puse toda la guita, ¿entendés? Puse todo, menos el
diez por ciento con el que vos te quedaste. No voy a pagar
por algo que no tengo. Me das el segundo crédito o me devol-
vés la guita. ¿Entendés? Sino te hago mierda, hijo de puta.
Tenés una semana.
— Francisco.
— Una semana.
— Esperá, Francisco. Soltame, De alguna manera lo va­
mos a solucionar. Escúchame una cosa, escuchá, andá a la
inmobiliaria y pedí un plazo de treinta días, o lo que puedas
conseguir, y llamame.
— Augusto, si vos no me conseguís la guita, te lo juro por
mi pibe, yo te mato. '
La última vez que vi a mi madre hacía un mes que yo había
ingresado en la Escuela Naval. Cumplía con lo que suele, o
solía, llamarse período de instrucción, que en nuestro caso
era de tres meses, y de los cuales sólo una vez pasado el pri­
mero nos estuvieron permitidas las visitas de civiles, todos los
domingos, por un lapso de cuatro horas.
Hasta que mi madre me visitó, creo que no pasó un solo
día sin que yo escribiera al menos unas líneas para contarle a
Francisco lo que había aprendido. Lamento mucho haber per­
dido aquellas cartas; sé que hoy serían una prueba cabal de mi
lealtad hacia aquella gran amalgama de historias. Porque la
verdad es que todo, absolutamente, Jo veía desde sus ojos. Le
escribía a diario; y si jamás se me ocurrió usar el correo fue
porque sabía que leían todas las cartas antes de enviarlas. Así
que juntaba todo tipo de papeles para luego esconderlos bien
al fondo de la bolsa de equipo que, por otra parte, era exacta­
mente como yo la había imaginado desde que Francisco me
contó aquella anécdota en la que Rulo había arrojado una bol­
sa robada y fue necesario la intervención de los buzos mien­
tras las voces gritaban desesperadamente: ¡hombre al agua!
Mi voluntad desmedida los desconcertaba; sobre todo
durante los primeros días, o acaso ya el primero cuando, luego
de cortarnos el pelo y entregarnos la bolsa de equipo — Fran­
cisco nunca me dijo que se le llamaba elástico a la remera— ,
nos hicieron tender las camas por primera vez. Las camas
marineras eran de tres compartimentos y a mí me había toca­
do en suerte la primera de todas, es decir, la más alta, y, por
lo tanto, la que era más difícil de tender sin pisarle la cabeza
a los compañeros. ¡Cómo le agradecí que me enseñara y obli­
gara a tender la cama todos los días en casa! Qué orgullo
experimenté cuando el dragoneante arrojó uno a uno los col­
chones al piso, gritando así no, inútiles, mal, no, ¡mal!
— Ni tender una cama saben.
Hasta que llegó el turno de nuestra cama: los colchones de
mi compañeros al piso y el mío, intacto.
— ¡Así se tiende una cama! — gritó el dragoneante; y les
mostró a todos cómo estaban hechos los nudos, el doblez de
la sábana y la frazada enrollada a los pies.
No había hecho otra cosa que lo que me había enseñado
Francisco. ¿Ya comenzaba a destacarme? Sí, por supuesto, y a
generar odios. Aunque primero debía llegar la noche para que
le diera la razón: a los porteños no los querían. Más aún: los
detestaban. Al igual que Francisco en el portaaviones, yo era
el único porteño de la comisión y eso me valió por parte del
dragoneante la orden de que hiciera la imaginaria de tres a
seis de la mañana durante los meses que durara la instruc­
ción. Lo cierto es que la noticia no me provocó ningún resen­
timiento, si me hubieran dado un turno doble lo habría acep­
tado con la misma naturalidad. Quizá se debiera al nivel de
adrenalina que llevaba encima: ya habíamos cenado (la comi­
da no había sido muy buena, pero había que acostumbrarse),
habíamos dado unas vueltas alrededor de la Plaza de Armas
cantando bajo un cielo abierto y agujereado de fulgurantes
estrellas una canción a coro que había logrado conmoverme
hasta las lágrimas:
Yo te quiero Argentina.
Yo te extraño Malvinas.
En tus costas han quedado-
las gaviotas de Marina...
Y luego, formados en calzoncillos junto a nuestras camas,
debajo de las amarillentas luces que se perdían a lo largo de
más de cincuenta metros, nuestras miradas enfrentadas y
endurecidas nos daba un aire de pensionado, de colegio pupi­
lo, como decía mi madre cada vez que me sorprendía en una
travesura:
— Te voy a llevar a un colegio pupilo, Lautaro, para que
aprendas.
Pero esto es la Marina de Guerra, y lo que recuerdo es que
el dragoneante Ledezma, poco antes de que la mitad del dor­
mitorio quedara a oscuras, nos presentó a su silbato amarillo:
Tweety. Su pajarito cantaría tres veces para cada una de las
tareas que debíamos cumplir: levantarse, tender la cama, du­
charse, vestirse y formar. Sufrida la presentación de Tweety
con sudor y lágrimas, apagaron el resto de las luces menos
una: se estiró como una red la penumbra en el dormitorio.
Por los altoparlantes, sonaron los acordes de un clarín y en se­
guida se oyó una voz mencionando los nombres y apellidos
de los soldados ca íd os en cumplimiento del deber a bordo del
Crucero General Belgrano. Todos las noches era igual: el cla­
rín, una lista de soldados y luego ese grito que hacía vibrar de
estremecimiento hasta el orgullo más intrincado.
— ¡Presente! — se escuchaba.
Y había que estar ahí para comprender que daba miedo.
Así terminó el primer día de lo que ahora me empecino
en denominar como mi propio descenso a los infiernos. No
es necesario ahondar sobre lo que viví ahí adentro. Tengo
derecho al olvido, a batirme a duelo con mi memoria selecti­
va, y esto último es exactamente lo que haré a partir de ahora.
Nunca pude contarle a Francisco sobre las clases de marine­
ría que ten/amos por las tardes en el taller y de cómo bastó
una sola explicación para que yo mantuviera, orgulloso y en­
greído, secretos diálogos con él sobre los nudos marineros.
Podía ser sobre el lasca, nudo simple en forma de ocho que
sirve para evitar que un cabo se deslice entre las poleas y esca­
leras, o el as de guía y el vuelta de escota y el ballestrinque,
que alguna vez Francisco me había enseñado, como también
el vuelta redonda con dos medios cotes, entre otros tantos
que me empeñaba en atesorar con el fin de mostrar mi habi­
lidad cuando viniera a visitarme.
Aprendía tan rápido que llegaron a decirme que era una
lástima, una verdadera lástima, Nogán, teniendo en cuenta su
potencial, que no haya terminado sus estudios secundarios:
hubiera sido preferible para usted ingresar a la Escuela de
Oficiales. Pero no era solamente en las clases de marinería
donde me destacaba. Tenía una predisposición rayana en la
locura. Rápidamente me ponía a la altura de las circunstan­
cias: si había que tirarse a la pileta desde diez metros, no lo
dudaba un instante, yo era el primero en saltar desde el tram­
polín. Si lo que se necesitaba era una mezcla de fuerza bruta y
técnica, yo conjugaba ambas a la perfección, como en las cla­
ses de remo: la turbia correntada del Río de la Plata nunca
lograba flaquear mi energía inagotable y remaba, remaba hasta
contagiarle al resto mi espíritu falsamente combativo (porque
en realidad era solamente a Francisco a quien iba dirigida mi
inquebrantable entrega). Supongo que todo fue más evidente
el día que nos llevaron a practicar tiro al blanco, cuando vie­
ron la rapidez con la que yo armaba y desarmaba ese fusil, y,
por sobre todo: mi seguridad al disparar. Sin respirar.
— La clave es no respirar — me habría dicho aquella vez en
el Club Tiro al Segno.
Si te hubieras visto, Francisco, fumando tu cigarrillo sin
quitárselo de la boca, tu mano pesada sobre mi hombro. Re­
cuerdo a los empleados de seguridad cuando desde la garita
le decían:
— Buenos días, señor.
Para que Francisco desplegara una sonrisa desde lo más
alto, diciendo:
— Sí, hoy vine con mi hijo.
Después caminábamos en silencio hacia la zona reservada
para armas largas.
— Acá está bien — decía Francisco, observando el campo
abierto que más allá de nosotros parecía desnudarse.
Y enseguida lo veía adoptando la postura detrás del gati­
llo; su mano pesada y ancha resolviendo entre poses la gra­
duación final de la mira telescópica.
Cuando fue mi turno de disparar, el dedo rozó toda la cur­
vatura del gatillo; inquieto, el dedo, esperó la orden. Si tuve
miedo fue sólo por falta de práctica. Disparé.
— ¡Centro! — mintió.
Y luego:
— Oíme, Lautaro, levantá más el hombro. Tranquilo. No
respires, la clave es no respirar.
Nuevamente el dedo cayó sobre el gatillo como cae una
última oportunidad, como se prefiere el silencio, un pacto.
No respiré, dejé que el dedo se deslizara lentamente y apreté
el gatillo: salió el disparo, salió desordenado, frenético, dejan­
do atrás un exaltado movimiento que lastimó mi hombro, y,
a lo lejos, como un matiz de desobediencia, un montón de
pasto quemado cayó muerto sobre la tierra, como aquella vez
en el polígono, como en la Marina; sólo que en vez del máu-
ser perfectamente acomodado en su esqueleto de hierro, yo
tenía un F.A.L. y había disparado cuerpo a tierra casi sin errar
el blanco.
— ¿Dónde aprendiste a disparar? — me preguntó Cejas,
uno de mis compañeros de cama. Un dejo de petulancia to­
davía rondaba en su sonrisa cuando le conté que solía ir con
mi padre a un polígono los sábados por la mañana.
Luis Cejas era morocho, delgado, sonreía menos de lo que
hablaba y tenía un hermano en el ejército. Era de Neuquén.
Eso era todo lo que sabía. A mi izquierda estaba Calabria.
Recuerdo que observó cuidadosamente la calificación que me
dieron por el ejercicio y luego me felicitó palmeándome el
hombro. No sé si Pablo Calabria era una buena persona, sí
era incapaz de hacer el mal, que no es lo mismo, y lastimosa­
mente lento, lo que equivalía a convertirse en una inminente
fatalidad. Tenía quince años como todos nosotros y ya medía
casi un metro ochenta. Era santiagueño, grandote. Sin ser
gordo, su andar era pesado y cansino a la manera de ciertos
hombres de campo. Lento, incluso para pestañear. Podías pe­
llizcarlo y alejarte silbando: para cuando se percatara de su
dolor, vos ya tenías destino en Tierra del Fuego.
Apenas lo conocí y lo vi moverse, lo primero que recordé
fueron aquellas palabras1de Francisco con respecto a los gor-
ditos y su inutilidad manifiesta.
— Nunca falta un gordito lento que le hace pagar los pla­
tos rotos al resto de sus compañeros — me dijo un mediodía
con el mate ya frío porque me había regalado el significado
que tenía para un colimba la palabra baile— : Había un cabo
primero que cada vez que se cruzaba con nosotros, nos obli­
gaba a hacer cien lagartijas. Hasta que un día descubrimos
que no sabía contar. Entonces gritábamos uno, diez, cuaren­
ta y dos, cincuenta, setenta y nueve, ochenta, noventa y uno,
noventa y cinco... ¡Cien! Y el cabo primero decía muy bien,
colimbas, muy bien, y se alejaba contento.
Francisco tenía razón: a Pablo Calabria le darían de baja
faltando muy poco para el primer domingo de visitas. No
duró un mes. Le dieron la baja luego de atormentarlo día tras
día, y a nosotros con él. El dragoneante estimuló una necesi­
dad de venganza que se llevó a cabo durante mi imaginaria.
Ese día el dragoneante estaba empeñado en humillarlo. Ya
desde la mañana, como no dejó que nadie lo ayudara a ten­
der la cama, y por lo tanto no pudo terminarla al tercer canto
de Tweety, para castigarlo a él nos castigó a nosotros ordenán­
donos que fuéramos a las duchas en salto de rana: ida y vuel­
ta, tres veces, con el agua tan fría que parecían arañazos de
gato. Calabria no sólo se bañaba cómodamente con agua ca­
liente y jabón sino que además, para que se nos grabara el
rencor, lo obligaron a sonreír a cada uno de los que ingresa­
ban a la ducha. Y se grabó. Durante todo el día, el apellido
del santiagueño tuvo sabor a pasto y sudor, a piernas entume­
cidas y ruegos y a llantos de rabia y pedidos silenciados de
conmiseración. Ninguna de las historias de Francisco con res­
pecto a los bailes se compara con lo que ocurrió poco antes
de que llegara la hora de ir a cenar. Cuando ya estábamos
todos embrutecidos de cansancio y famélicos, el dragoneante
quiso que se hiciera un recuento de las bolsas de equipo; lo
que dio como resultado que a uno de los aspirantes le faltaba
una toalla. No fue una casualidad, lo sé; como también sé que
no fue Pablo el que la robó; pero estaba entre sus cosas, y en
la Escuela de Mecánica de la Armada poco importaba la fuer­
za de un argumento, un llanto. Teníamos quince años y nos
trataban como animales a los que había que domesticar. Lo
digo ahora, claro, pero creo que ya entonces comencé a tener
el presentimiento de que algo me estaba superando. La reali­
dad se imponía con ferocidad: los pilares de mi fantasía du­
plicaron con espanto su sombra cuando el dragoneante Le-
dezma le ordenó a Calabria que sostuviera con el brazo bien
extendido y la palma de la mano izquierda hacía arriba un
jarrito de lata lleno de agua.
— Si se le llega a caer una sola gota, aspirante, sus compa­
ñeros van a saber lo que le sucede a los ladrones.
¿Cuánto tiempo podía sostenerlo? Era cuestión de minu­
tos. A hí estaba Pablo, parado en el centro del dormitorio, casi
de frente a mí, con los ojos bien apretados y la boca abierta;
el labio inferior temblaba íntegro al mínimo contacto con las
gotas de sudor que le caminaban la cara. Durante largos mi­
nutos hubo un silencio sepulcral y todas las miradas conver­
gieron hacia ese jarrito todo machucado. Aguantó todo lo
humanamente posible. Finalmente bajó el brazo y sus rodi-
Has se clavaron contra el suelo poco después de que un soni­
do a lata cayera con todo el peso de un inmanente castigo.
Cuando levantó la cabeza hacia nosotros, el dragoneante dijo
serenamente:
— Esta noche nadie va a cenar, excepto el aspirante Cala­
bria. Ha demostrado ser ladrón y que no tiene fuerza. Así que
vamos a alimentarlo. Forme afuera, Calabria, ¡carrera mar!
De modo que la idea fue lisa y llanamente sobarlo como a
un chanchito al que se va a sacrificar poco antes del alba. Por
supuesto, yo no lo sabía ni lo sospechaba. Recién cuando el
inquietante murmullo comenzó a agujerear el ennegrecido
silencio, recordé lo que Francisco alguna vez había llamado
Pelotón Fantasma.
Cuando llegó del comedor, todos clavaron sus resentidas
miradas en ese chico tan grandote como indefenso, con cara
de nene: un nene grande acosado por el miedo. No era difí­
cil adivinar que no había probado bocado más allá de lo exi­
gido por los que ahora lo expulsaban hacia una lastimosa
representación: entró en el dormitorio y alguien cortó lo más
tenso del aire con un comentario provocativo. Apenas formó
como los otros junto a la cama, se apagaron la mitad de las
luces. Sonó la oración en lo que fuera un clarín, gritamos
todos: «¡Presente!» Al cabo de la lista de los soldados caídos
durante la guerra de las Malvinas, y nos acostamos.
A las tres de la mañana relevé al imaginaria. Saludé a Ruiz,
que la estaba cumpliendo en los baños, y me dediqué a pa­
sear de una punta a la otra del dormitorio con la linterna en­
cendida.
El suboficial a cargo llegó con su bicicleta a solicitar el
parte que, básicamente, consistía en presentarse con el núme­
ro de rol y comentar concisa y claramente en qué condiciones
estaba transcurriendo la noche (si había habido algún desper­
fecto en los baños o acaso un enfermo, y cosas por el estilo).
Di el parte como normal y el suboficial a cargo se retiró. Mi-
ñutos más tarde, comencé a oír las primeras voces: murmullos
liberándose de una telaraña oscura hasta convertirse en sigilo­
sas sombras agrupadas en torno a una inequívoca voz de
mando. Eran por lo menos quince, y pasaron delante de mí
como quien atraviesa una zona despejada por su cómplice o
campana. De modo que yo los seguí con la linterna apagada
sin comprender por qué razón uno de ellos cargaba una fra­
zada sobre sus hombros, y, todos, un borceguí en cada mano.
Cuando comprendí ya era demasiado tarde: El Pelotón
Fantasma se había parado alrededor de la cama de Pablo
Calabria. Yo no hice nada o, mejor dicho, sí que hice, pero
no lo que debí hacer: me quedé mirando cómo lo cubrieron
con la frazada para golpearlo en todo el cuerpo una y otra vez
con los borceguíes.
Detrás del primer grito corrí hacia el baño.
— Se lo merece — dijo Ruiz con el perfil apenas ilumina­
do por la luz— . Listo. Andate ahora. — Antes de que saliera,
me apretó el brazo y dijo— : Che, ni una sola palabra de esto,
vos no viste nada, ¿me oíste?
No vi nada, no; pero oía. No creo que existiera un sueño
tan profundo capaz de impedir que se oyera el llanto agóni­
co de Calabria. Recuerdo la manera en que pedía por su
madre y las exclamaciones permanentes de dolor. No me
acerqué a la cama hasta que sonó diana. Fue el dragoneante
quien le arrancó la sábana como una gasa aferrada a la heri­
da. Lo llevaron a la enfermería y no lo volvimos a ver nunca
más. Unos días después supimos que le habían dado la baja.
Faltaban apenas tres días para nuestro primer domingo de
visitas, tres días para que terminara el período más difícil y
ahora sólo quedaban los mejores.
— Ya son tres los que dimos de baja — dijo el dragonean­
te— . Espero que ahora sí quedemos los mejores.
Nos olvidamos rápido de nuestro compañero. Se esmera­
ron para que lo hiciéramos: mejoraron la comida y en vez de
bañarnos con tres cantos de Tweety, tuvimos cinco a disposi­
ción, fuimos todas las tardes al polideportivo a jugar al fútbol
y por las noches, al cine (en la escuela había un cine donde
pasaban todas películas aburridas y entonces yo aprovechaba
para dormir), nos enseñaron a desfilar con la orquesta y
aprendimos la Marcha de la Armada, mejor dicho, aprendie­
ron ellos, porque yo ya la sabía. Francisco tendría que haber
visto cómo cantaba ese domingo en el que lo esperé con el
gorrito ladeado a la manera de la fotografía que tenía colga­
da, junto al diploma y la medalla de honor, en la pared de
nuestro comedor. Francisco tendría que haber visto cómo se
me ponía la piel de gallina aquel domingo cuando una mitad
silbaba la marcha y la otra imponía su canto mientras esperá­
bamos ansiosos que ingresaran los primeros familiares.
— No se puede fumar ni tomar alcohol. Si alguno de uste­
des no tiene visita, pídale a un compañero que lo lleve. De lo
contrario, debe retirarse a su respectivo dormitorio. ¡¿Está
claro?!
Y al unísono:
— ¡Sí, mi dragoneante!
— Recuerden que no son señoritas para andar con chus-
meríos.
A medida que avanzábamos, nos hacían sentar en fila
india. Miles de gorritos blancos desesperados por encontrar
un rostro conocido. La espera fue larga y tediosa. Sin embar­
go, hasta que vi a mi madre, sentí algo parecido a la felicidad
al contemplar a los aspirantes que se levantaban de un salto y
corrían y corrían hacia el centro de la Plaza de Armas donde
una cartera o un bolso rápidamente caía al piso para dejar
libres unos brazos vibrantes de orgullo y emoción.
— ¡Llevame, Nogán, llevame! — gritó alguien mientras me
ponía de pie. Pero hice de cuenta que no oí nada y caminé
hacia mi madre con la esperanza de que Francisco saliera de
alguna parte.
Verla me hizo recordar algo que hacía mucho tiempo no
pensaba, que no quería pensar. Estaba vestida como para una
fiesta o como si tuviera que hacer algo muy importante des­
pués de visitarme. Su cartera no era tan grande como para
sostenerla con las dos manos.
Sin abrazarme dijo que me había extrañado mucho y me
besó en la mejilla. Después, sonriendo, agregó:
— Soy tu madre, che.
Me imaginé lo que dirían mis compañeros al verme un
beso marcado con lápiz labial. Notando mi preocupación, se
humedeció el dedo con saliva y me limpió.
— Estás hecho todo un hombrecito arisco por lo que veo
— dijo— . Vamos, busquemos un lugar. Allá hay un banco,
¿lo ves?, debajo del árbol. Corré, hijo, antes de que lo ocupen.
— ¿Y papá?
— Francisco no pudo venir. Me pidió que te diera un beso
m uy grande de parte suya.
Era la primera vez que lo llamaba por su nombre. C orrí
hacia el banco y me senté. Volví a mirar hacia donde estaban
los familiares que aún no habían ingresado. Y las piernas de
mi madre; los tacos altos que se había puesto.
— Acá en la sombra vamos a estar bien — dijo mi madre
sentándose, apoyando la cartera sobre su falda— . Qué calor
que hace hoy, por Dios. Bueno, contame: ¿cómo estás? Te
miro y no puedo creer que estés en este lugar. Una cosa, antes
de que me olvide. — Y de su cartera sacó una pequeña canti­
dad de billetes atados con una gomita elástica— . Es mucho
dinero, cuídalo.
— No podemos tener plata, mamá.
— ¿No?, ¿y por qué? — Y de pronto hizo una pausa para
clavar la mirada en un oficial alto y rubio que pasaba cami­
nando— . ¿Y si lo escondés en alguna parte? Como quieras.
Tendré que dárselo a tu abuela. Te juro que no entiendo
cómo te puede gustar estar acá.
La mayoría de los familiares habían traído sándwiches y
cosas por el estilo en sus bolsos. Todos aquellos que no habían
encontrado bancos libres, habían armado un pequeño picnic
sobre el pasto. Lo único que tenía mi madre adentro de la
cartera era dinero. Y ahora quería liberar un billete de la go­
ma elástica.
— Tomemos una coca-cola. ¿Hay algún lugar donde se
pueda comprar?
— En la cantina.
— ¿Irías? — preguntó, acariciándome la punta de la na­
riz— . Este lugar está lleno de milicos. Mami te espera acá sen-
tadita. Sé bueno, andá vos.
Desde hacía un mes ño tomaba otra cosa que agua. Había
olvidado el sabor de la coca-cola. Mientras regresaba, vi a
muchos de mis compañeros paseándose de la mano con sus
novias. La mayoría de las chicas jugaban con nuestros gorri-
tos. No creo que estuviera permitido.
Me senté junto a mi madre. Dijo:
— Todavía sos muy chico para comprender algunas cosas,
pero estoy segura de que cuando seas un hombre y yo ya no
esté más en este mundo. No me mires así, no creas que vine
a pedirte perdón. Los hijos no tienen derecho a juzgar a sus
padres. Tal vez no sea el momento más adecuado para hablar
pero quiero que sepas una cosa: yo quería darte lo mejor.
Quería que sintieras lo mismo que había sentido yo cuando
lo conocí. Deseaba mucho tener una vida nueva, otra oportu­
nidad. Necesitabas un padre, Lautaro, y yo pensé que si llega­
bas a admirarlo todo sería menos traumático para vos. Ya me
había equivocado una vez, por eso quería que todo fuera per­
fecto. Mirame. No creas que no me doy cuenta de que te hice
mucho daño, pero creeme, si yo hubiera sabido... Lautaro, te
lo tengo que decir con todo el dolor de mi alma: a Francisco
no lo hirieron en Malvinas. Fue una historia inventada por
nosotros. Él no quería, yo tuve la culpa; lo convencí de que
sería lo mejor para los tres. Hice todo lo posible para que lo
admiraras, y exageré algunas cosas. ¿Qué podías saber vos lo
que significa una guerra? Te estoy hablando. Entonces míra­
me a los ojos. Francisco estuvo en el portaaviones, por supues­
to; pero nunca fue herido durante la guerra. ¿Entendés lo que
te digo? La medalla y el diploma se la dieron a todos los que
fueron a combatir a Malvinas. ¿Me estás escuchando? Voy a
dejar a Francisco, hijo. Él todavía no lo sabe, pero lo voy a
dejar. Me voy a ir. — Me pregunto por qué no la miré a los
ojos cuando todavía podía hacerlo. Bruscamente se puso de
pie— : Necesito ir al baño. ¿Habrá un baño para mujeres en
este lugar? Ya vengo — dijo mi madre.
Y me quedé ahí, sentado, viendo cómo se alejaba e inten­
tando comprender todo lo que me había dicho. ¿Dejaría solo
a Francisco? Nació un interrogante a cada minuto. Pasó una
hora, dos, y ella no regresaba. Se retiraron los familiares y yo
no quería aceptar que se había ido para siempre, llevándose lo
único que me quedaba, dejando unas cuantas verdades gote­
ando sobre mi cuerpo.
Pasaran los días, las semanas, un mes, hasta que fueron
casi dos. Debo decirlo ahora: una sola vez me levanté de
aquel banco y para entonces yo ya no estaba más en la Es­
cuela. Era otro el que continuó tolerando el encierro, y ése
también un día se hartó de tanta imaginaria y ejercicios, de
hablar con sus compañeros y darse cuenta de que ninguno
de ellos había elegido la Marina por vocación sino por nece­
sidad. Se cansó de trampolines y remos y hasta de un impo­
sible nudo marinero que debió aprender una mañana. Llegó
el día en que los dos sentimos la necesidad de regresar a casa:
aquél que todo ese tiempo estuvo sentado en el banco, una
mañana entendió que debía quedarse con Francisco, volver a
los amigos y a los domingos de rosas y bicicletas rumbo a la
costanera. Quería recuperarlo todo, pero era imposible. Cla­
ro que todavía no lo sabía.
Estaban por cumplirse los tres meses de instrucción cuan­
do un lunes a la mañana cerré la puerta de la enfermería y
pedí la baja.
— Quiero pedir la baja, dragoneante — dije.
Había pasado toda la noche en observación luego de que
me aplastara un tropel de aspirantes. Por suerte, sólo tuve un
principio de esguince y una costilla Asurada.
Ocurrió un domingo, apenas se fueron los familiares.
Com o la única visita que tuve había sido la de mi madre,
desde entonces me quedaba en el dormitorio soportando en
silencio aquellas tediosas cuatro horas. No era el único, pero
tampoco deseaba compañía. A veces lograba dormir. Aquella
tarde de domingo, los aspirantes rompieron algunas reglas:
habían fumado y bebido alcohol y algunas otras cuestiones
relacionadas con las novias. De modo que indiscriminada­
mente formaron a toda la escuela en el centro de la Plaza de
Armas. Recuerdo los reflectores apuntando hacia el centro y a
los dragoneantes con los brazos cruzados hacia atrás. Subido
a una tarima, el director reflexionó largamente sobre nuestro
comportamiento. Al cabo de la palabra ética, se apagaron to­
dos los reflectores y los dragoneantes comenzaron a gritar y a
empujar para que corriéramos: de pronto me vi en medio de
un oscuro remolino de cuerpos. Correr era lo único que se
podía hacer para que no te aplastaran. Tus propios compañe­
ros te lo exigían entre insultos. Si tropezabas, si la punta de tu
borceguí fatalmente encontraba un talón confundido enton­
ces no era uno, eran cientos lo que caían al piso. Y eso fue lo
que sucedió cuando los dragoneantes comenzaron a empujar
con más fuerza y pareció reducirse el espacio: el aspirante que
corría delante de mí pisó mal, tambaleó, y yo lo vi, tuve un
segundo para adivinarlo: cuando lo vi caer supe que termina­
ría aplastado.
A la mañana siguiente, exagerando una dificultad para
caminar, hablé con el dragoneante Ledezma. Simuló escu­
char mis razones y luego me preguntó si quería ia baja por lo
que había ocurrido la noche anterior. Le dije que no, y él
retrucó que sí, que era por eso. Le dije que me había dado
cuenta de que la Marina no era para mí. El dragoneante dijo
que siempre supo que yo era una porteñita engreída y deli­
cada.
— A la primera cosita ya se asusta y quiere volver con
mamá. Vaya a formar, aspirante, y déjese de pelotudeces que
ya termina la instrucción.
Volví a repetirle que quería la baja. No sé de dónde saqué
el valor, pero recuerdo que lo miré a los ojos cuando se lo
dije. Quince minutos después estaba en el despacho de un
oficial a cargo, solicitando la baja.
— No entiendo por qué se quiere ir. Ésta es su familia. Acá
tiene casa, comida, ropa. ¿Qué más quiere? Va a estudiar y
encima le van a pagar un sueldo. ¿De dónde viene usted?
— De Villa del Parque.
El oficial y su bigote entrecano sonrieron con sorna.
Después abrió un cajón de su escritorio: sacó un pequeño
papel al que le estampó un sello y luego me lo entregó, dobla­
do, en un sobre.
— ¡Ledezma! — gritó— . Que entregue la bolsa de equipo,
se vista de civil y retire su documento.
Supongo que pensaron que me arrepentiría. No era la pri­
mera vez que alguien solicitaba la baja y sin mayores aspa­
vientos le abrían las puertas para que se fuera. Como la mayo­
ría eran chicos de provincia, una vez que recuperaban la liber­
tad comprendían con espanto que no tenían ningún lugar a
donde ir y regresaban.
De otro modo me resulta imposible comprender cómo me
dejaron ir de esa manera. Lo cierto es que así terminó todo:
comprobaron en el depósito que no faltara nada en la bolsa
de equipo, me vestí de civil, me dieron el documento y abrie­
ron el portón: de repente me encontré debajo de los altos edi­
ficios de la Avenida Del Libertador, confundido, algo marea­
do y, por sobre todo, sin dinero.
«Tengo que llamar por teléfono a casa y pedir que me ven­
gan a buscar», pensé. Estaba tan nervioso que no recordaba el
número. Tampoco tenía monedas. Caminé dos cuadras, y
regresé. Más de dos horas estuve pidiendo monedas en la
calle. Pero nada, ni diez centavos me dieron.
Pregunté la hora.
— Las doce y cuarto.
Francisco ya debía estar en casa. ¿Qué hacer? Lo primero
tranquilizarse y pensar. Ir al baño. Ahora tenía que ir al baño
y después ya decidiría. Entré en la Confitería Bieckert. Cuan­
do salí del baño, se me ocurrió pedir prestado el teléfono.
— Al encargado, pedile — dijo el mozo.
Con las manos apoyadas sobre la barra le expliqué al
encargado lo que me sucedía y accedió a prestarme el teléfo­
no. Llamé a casa: sonaba y sonaba, pero nada. Corté. Volví a
marcar. Nada. Francisco debe estar trabajando, pensé. Y
entonces llamé a la casa de mi abuela.
— ¿Dónde estás, Lautaro?
— En la Confitería Bieckert. Sí, enfrente. Recién. No, no
tengo nada de plata, abuela, me prestaron el teléfono.
— Hagamos lo siguiente — dijo ella, y yo tuve el presenti­
miento de algo terrible al escuchar sus últimas palabras— :
No te muevas de ahí, voy para allá.
Muchas veces se le ocultan verdades a un hijo. Muchas veces
también se le inventan verdades innecesarias, o tan trágicas
que luego cobran toda la dimensión latente que tienen las
armas dentro de un cajón; porque hay verdades del tamaño
de un suicidio — que se eligen— , y otras que se heredan y
otras que nadie reconoce y se espera que algún día mueran
desnutridas como un fruto arrancado por la lluvia. Alguien
dijo alguna vez que nadie logra conocer nunca a sus padres.
Quién sabe si al fin y al cabo no es una de las condiciones
necesarias para dejarlos afrontar el ejercicio o su dialéctica.
Quizá nadie se elija a sí mismo tan deliberadamente como
cuando tiene la obligación de criar a un niño. Escribo esto
pensando que mi abuela jamás volvió a rehacer su vida al lado
de un hombre, que no hablaba de Uruguay ni de nada que
tuviera relación alguna con su pasado, pasado que en cierto
modo también le pertenecía a su hija, mi madre, que tampo­
co se permitió evocar pasajes de su infancia más allá de un
aljibe o un duraznero pronto a caer siempre en la antesala del
silencio.
Todo lo que no se nombra, sencillamente, no existe, me
repito una y otra vez ahora que sé que por las noches hay una
luna posando desnuda de verdades para madres inmunes a los
arrebatos del olvido, y cuyo destino fue parir verdades ante
los ojos de una ciudad ya devastada por el odio. Hay ciertas
verdades que son como caballos buscando a ciegas el galope,
saltan generaciones y tarde o temprano te alcanzan para pre­
guntarte de dónde venís realmente. Cada vez que pienso que
estuve tres meses en la Escuela de Mecánica de la Armada, me
pregunto si alguna vez alguien habrá pensado que tarde o
temprano una duda, la menor inquietud, o el mero hecho de
crecer, haría que se derrumbase todo esc mundo, y yo con él.
Sobre todo yo con él. A los quince años todavía ignoraba lo
que había sucedido en aquel lugar durante la dictadura mili­
tar. Mi madre tuvo la posibilidad de decírmelo y no dijo
nada, mi abuela no podía ignorarlo. ¿Cómo se explica este
acto tan incoherente? No lo entiendo. Un día, Paula falleció
y yo me quedé más que solo en este modesto departamento
de dos ambientes.
— Cuando seas un hombre vas a comprender muchas co­
sas — me dijo.
Supongo que aún no llegó ese momento, no sé. Releo lo
que escribí, pienso en todo lo que sé y aún no he escrito e in­
mediatamente me siento agotado como un hombre que taló
árboles durante una jornada entera: sufro la delirante ilusión
de un paisaje despejado, pero lo cierto es que a mi alrededor
no hay otra cosa que ruinas. Hay tardes en que necesito pen­
sar que mi abuela no encontró otra manera de sacarme de
aquella casa que no fuera aprovechándose de la obsesión que
yo tenía por las Malvinas y la terrible admiración que sentía
por Francisco. No sé. Ahora que ella falleció y yo no duermo
más en el sillón-cama que mandó a retapizar en cuerina negra
para que no quedara un vestigio que nos recordara que lo
había comprado en el Ejercito de Salvación el mismo día que
me fui a vivir con ella por segunda vez, estoy seguro de que
nada habría cambiado nunca si yo no hubiese tenido la nece­
sidad imperiosa de saber la verdad. No puedo decir cuándo
ni cómo tomé la determinación de visitar a la hermana de
Francisco. Sólo sé que, una mañana, bajo un sol afiebrado de
otoño, subí al colectivo absolutamente convencido de lo que
tenía que hacer. AJgo que no me hubiera atrevido nunca
estando viva Paula. Mi abuela, casi escribo; debería decir la
vestal que custodió el fuego de mi infancia hasta donde pudo
y le fue permitido.
Un barrio con ínfulas de pueblo, pienso ahora que me veo
otra vez caminando por una calle Cuenca toda lastimada de
vidrieras, fumando un cigarrillo a la sombra de las cuatro
columnas corintias de la iglesia de Santa Ana, encontrándome
de pronto con la plaza Aristóbulo Del Valle y el Colegio V ir­
gen Niña con sus altos paredones y espejados ventanales que
parecían mirar de soslayo al viejo Cine Bemasconi. Crucé la
plaza en diagonal: altos fresnos cortejaron el vuelo triunfal de
una hoja de plátano que dibujó la silueta imposible de una
mujer para perderse luego dentro del sagrado silencio de una
calesita detenida. ¿Era esto lo que quería escribir? No. El
barrio es una excusa, un modo como cualquier otro de darme
tiempo. Volver a Villa del Parque después de tantos años y
decir que ya no existía más la heladería Clássico, que los pi­
nos donados por el Rotary Club habían crecido considerable­
mente, o acaso contar lo que ocurrió cuando antes de llegar al
paso nivel dejé tres cigarrillos en el atado y me guardé el resto
en el bolsillo de la camisa con el pretexto absurdo de que un
desconocido grupo de chicos sentados a un costado de las vías
me desterrara con prepotencia de mi expectante inquietud,
solicitando un cigarrillo, exigiendo el pago de un peaje sim­
bólico.
— ¿Me decís la hora, flaco? — oí.
Fue entonces cuando devastado, absolutamente aniquila­
do y reducido a cenizas por ese pedido irreprochable, caminé
hasta toparme con un tacho de basura, y, arrojando con des­
pecho el arrugado atado, dudé de que realmente estuviera
preparado, sentí miedo. De todos modos fui a la casa de
Mirta. Me lo contó todo, quiero decir: lo que ella cree que
verdaderamente ocurrió. Y ahora estoy pensando en ese 11a­
mado telefónico que Francisco hacía a la casa de Julián
Migliano una vez al año, cierto día de un mes que Mirta men­
cionó pero no recuerdo y no quisiera inventar. Llamado tele­
fónico que recién a los doce años comencé a percibir sin com­
prender y que, por otra parte, terminó tres años más tarde
como muchas otras cosas que se terminaron bruscamente al
fallecer mi abuelo. Recuerdo que buscaban una hora precisa y
que yo, como un privilegiado espectador de esa comedia
humana, escuchaba la voz enérgica de mi madre gritándole a
Francisco que ya era la hora.
— Ya es la hora, Francisco — decía mi madre con el repa­
sador en la mano, manteniendo una sonrisa expectante a un
Francisco que siempre le regalaba un gesto segundos antes de
que lo atendieran del otro lado.
Después, rigurosamente serio, su voz grave minaba la casa
de curiosidad.
— ¿No me va a decir feliz cumpleaños, cuñado? Hoy es el
gran día, por supuesto. ¿Cómo? ¡No! ¿Por qué me dice eso?
Entiendo, sí. Que lo hago sufrir, dice usted. — Y miraba a mi
madre; ahora hay que imaginar a mi madre sonriendo, asin­
tiendo con la cabeza como un pajarito picoteando de ale­
gría— ¿Qué cuántos pasaron ya? A ver, dígame usted cuán­
tos años pasaron ¿Cómo? ¿O no quiere? ¿No se acuerda o no
quiere? Ya sé, sí, yo lo perdoné. ¿Lo perdoné o no? Sí que lo
perdoné. No, no quiero que sufra. ¿Sabe lo que quiero?
Quiero que el año que viene sea usted el que me llame a mí.
¿Seguro? ¿Hoy también va a pensar en mí? Me va a regalar
algo por mi cumpleaños — Y de pronto, mirando a mi madre
que aplaudía como una foca, se echaba a reír, diciendo— :
Cortó.
Y la risa le generaba tos, mientras mi madre se acercaba
dando pequeños saltitos para finalmente besarlo en la boca
sin saber que del otro lado, según M irta, su marido lloraba un
llanto de impotencia.
— Pero si no es el cumpleaños — le dije una vez a mi ma­
dre, totalmente confundido.
— No, hijo, por supuesto que no es su cumpleaños — me
contestó, y no me extrañaría que fuera la fraguadora de algo
tan espantoso— . Se trata de una broma que tu padre le hace
al tío Migliano todos los años.
A hí terminaba el asunto. No había posibilidad de pregun­
tar más porque, sencillamente, no había nadie que quisiera
explicar nada.
— Son cosas de los adultos — como decía mi madre cada
vez que yo intentaba preguntar algo en una reunión. Sin tu­
tearme, agregaba— : Usted escuche y cállese.
Suele decirse que cada familia es un mundo. Es un error;
el universo que se le adjudica a la familia, le pertenece ínte­
gramente a la pareja. Si con el número dos nace la pena,
entonces a los hijos no les queda otro remedio que girar alre­
dedor de esa misma pena como satélites confundidos. Hasta
que un día comprenden que por medio de las palabras han
sufrido un fraude irrevocable del tamaño de un viaje lunar.
Las palabras, me digo, pueden construir todo un cosmos, una
realidad paralela, aislar la verdad como en el interior de un
témpano, pero tarde o temprano el hielo tiene que ceder al
calor de otra verdad... ¿Será entonces cuando te das cuenta de
que te vencen antes de que aprendas a razonar? Ahora gracias
a M irta sé la razón por la cual me ocultaron siempre el verda­
dero motivo de ese llamado telefónico: mi madre nunca estu­
vo frente a un tren abarrotado de conscriptos como tampoco
se enamoró ni pudo haberse enamorado nunca de Francisco
al verlo vestido de marinero porque, sencillamente, no lo co­
nocía. La primera vez que se miraron a los ojos, Francisco
estaba internado en la sala de cuidados intermedios del hos­
pital Durand; hospital al que había sido trasladado de urgen­
cia con un impacto de bala producido por una Browning
9mm.
El día del accidente, no se demoró en la comisaría char­
lando con sus compañeros ni pasó por el bar. Terminó su
horario de trabajo sabiendo que a sólo tres días del gran acon­
tecimiento aún quedaba ultimar los detalles de una celebra­
ción que prometía ser mucho más íntima de lo deseado. Por
un lado porque Migliano no tenía tantos amigos como había
pregonado durante años (quizá los pocos que le quedaban
huyeron despavoridos al verlo convertido en policía) y por el
otro, porque el dinero que Mirta había logrado ahorrar tra­
bajando en la Galería del Este iría a parar a un hotel cuatro
estrellas en Colonia.
Migliano llegó a la casa de M irta a eso de las dos y media
de la tarde: almorzó y conversó un poco con sus futuros sue­
gros, que ya se preparaban para la siesta, se dio un baño y lue­
go entró en la habitación argumentando, sonriente y capri­
choso, un terrible dolor de cintura que seguramente la novia
podría aliviar si no le negaba unos minutos de masajes. Antes
de recostarse, Migliano tiró la corredera hacia atrás, recogió
el cartucho eyectado y guardó la pistola en el pequeño bolso
azul que luego quedó debajo de la cama, al alcance de su
mano, donde lo dejaba siempre.
— Era extremadamente responsable con el arma — me di­
jo Mirta, la tarde que estuve en su casa— . No se separaba un
metro de ella cuando venía a casa y siempre se aseguraba de
que estuviera descargada y con el seguro puesto. Guardaba el
arma en su bolso y luego lo metía debajo de la cama. Fue un
accidente, una de esas desgracias que sólo Dios sabe por qué
ocurren.
Y lo que ocurrió fue que mientras M irta le masajeaba la
espalda a su futuro marido, Francisco llegó a su casa; recogió
la pila de ropa que su madre le había dejado sobre la tabla de
planchar y se dirigió directamente a la que también era su
habitación. Y quién sabe, tal vez fue por el modo en que abrió
la puerta, o por pudor femenino, la cuestión es que Mirta,
sentada encima de un Migliano boca abajo y con la mitad de
la espalda al aire, quizá creyendo que había sido El Caballero
Rojo el que abrió la puerta, dio un respingo y se golpeó la
nuca contra la pared lateral. La posición en la que quedaron
los novios no era menos ridicula que incómoda. Cualquiera
en el lugar de Francisco habría arriesgado una broma: «¡Me
encanta que la gente se quiera tanto!», dijo Francisco, diver­
tido. «A propósito, che: ¿quién decía que no está bien contar
oro delante de los pobres?».
Y dándole la espalda a los novios, apoyó la ropa sobre una
cómoda. Abrió un cajón.
«Cerrá la puerta, por lo menos», dijo Mirta.
«Y pensar que el pobre viejo cree que vas a llegar virgen al
matrimonio», dijo Francisco. Y con voz de falsete: «No viejo,
no te despiertes, dejá, seguí durmiendo la siesta mientras tu
hija...».
«¡Estúpido!», gritó Mirta.
Y con la espalda ahora apoyada sobre el respaldo de la
cama, agregó:
«Podés hacerme el favor, Francisco, hermanito querido, de
cerrar la puerta.»
«Tenés que esperar un momento», dijo Francisco. «Ni
guardar la ropa se puede en esta casa. Un día de estos, yo tam­
bién me voy a ir».
Migliano, antes de levantarse y cerrar la puerta, había
dicho:
«Deberías buscarte una novia, primero.»
Dicho esto, volvió a sentarse en el mismo lugar. Miraba
todo el tiempo a Francisco. M irta le acarició la espalda.
«¿Para qué?», dijo Francisco y no se apuraba por guardar
la ropa. «Si tengo a mamá. Es lo que siempre me dice ella:
"Para qué querés novia si tenés a tu madre, Francisquito”.
Decime si no es para morirse de risa. Che, alcahuete, a vos te
estoy hablando», y dio media vuelta para mirar a Migliano.
«Me imagino la portada del diario», dijo; y fue la mano
izquierda la que quedó levantada, dibujando un titular en el
aire, porque en la derecha tenía la pistola de aire comprimi­
do apuntando decididamente hacia la cama. «Joven pareja es
asesinada por un excombatiente a sólo tres días de su casa­
miento».
M irta apoyó la cabeza en la almohada y clavó la mirada en
el techo: una antigua rajadura en el cielo raso que aún hoy la
visita en sueños.
«No es gracioso», dijo.
Y después no dijo nada más. Al menos eso es lo que Mirta
me confesó, que ni gritar pudo, que sólo alcanzó a oír la voz
de Migliano como emergiendo de un sótano diciendo:
«¿A quién?».
Fue oír esa pregunta y comprender de pronto que ese
ruido seco había salido de la pistola que seguramente su no­
vio había sacado del bolso mientras ella miraba el techo, oía
la pregunta, y, enseguida, la detonación; entonces el sobresal­
to, un susto metido en la respiración cortada y buscar instin­
tivamente un agujero en la pared pero ver a Francisco parado
en el mismo lugar con las piernas temblando... Fue entonces
cuando el grito arrancado de raíz huyó hacia adentro, hacia
lo más hondo, al ver la sangre y a su hermano que parecía no
entender que Migliano le había disparado porque sonreía
aunque tenía los ojos en blanco.
Para el momento de la detonación, El Caballero Rojo esta­
ba profundamente dormido al igual que Luisa, pero a dife­
rencia de su mujer, que se despertó recién cuando su marido
se alzó bruscamente de la cama, no incorporó el sonido a la
realidad onírica, por el contrario, la detonación debió arreba­
tarlo con tanta violencia que recién al tener que dirigirse a su
hija tomó consciencia de que se encontraba en calzoncillos.
Pero M irta no reparó en eso, o al menos después fingió no
haber reparado, como tampoco Migliano que, apenas El Ca­
ballero Rojo entró en la habitación, soltó la pistola y salió
corriendo hacia la calle.
«Las llaves del auto están encima de la mesa», le dijo El
Caballero Rojo a su hija.
Y Francisco, que no perdió el conocimiento sino hasta que
lo subieron al automóvil, sintió el cuerpo y la mano pesada y
ancha de su padre que desesperadamente buscaba obstruir
con el dedo la herida por la cual salía a borbotones la sangre,
cerró los ojos y se dejó sostener por completo. «¡Apúrate!»,
gritó El Caballero Rojo, y el problema no era encontrar la
llave como el hecho de que Mirta no sabía conducir: su padre
nunca había querido enseñarle. «Tócale el timbre a Gustavo y
decile que venga... ¡Corré, hija!». Y apoyando la espalda sobre
la pared, cargó el peso de su hijo desde la cintura con el brazo
derecho, mientras el dedo pulgar de la mano izquierda impe­
día que siguiera perdiendo sangre. «Me aguantaste una gue­
rra, campeón, no te me vas a morir ahora. Abrí los ojos, dale,
abrí los ojos. ¡Abrí Ips ojos, te digo! Tráeme el pantalón,
Luisa.» Pero parece que Luisa no se movió, si es que realmen­
te estaba parada frente a su hijo. «Luisa, por favor... Abrí los
ojos, Francisco. El pantalón, Luisa, por el amor de Dios».
Cuando Gustavo entró en la habitación y vio el pecho de
mi abuelo teñido por la sangre de su hijo, lo primero que se
le cruzó por la mente fue la sonrisa despreocupada de
Francisco que, unos minutos atrás', le había devuelto junto
con un saludo en la puerta de la casa. El vecino atinó a alzar
a Francisco pero El Caballero Rojo le pidió que fuera a bus­
car las llaves del auto. Debían estar arriba de la mesa del co­
medor. Ya no estaban ahí; las tenía Mirta.
«Tu padre necesita un pantalón, Mirta», dijo Gustavo,
mientras le quitaba las llaves a una mano que se resistía.
Sin esperar la reacción, el vecino entró en la habitación de
los padres de Mirta: encontró el pantalón plegado junto a la
camisa y los zapatos sobre una silla. Después hubo que lograr
de algún modo que El Caballero Rojo se lo pusiera sin quitar
la mano pesada y ancha del cuello de Francisco. Y lo hicieron.
«Vamos al Zubizarreta», dijo Gustavo.
Sólo cuando arrancó el automóvil, las dos mujeres pare­
cieron comprender lo que había sucedido. Quizá por eso lim­
piaron el charco y la estela de sangre que había quedado
derramada en el piso antes de tomar un taxi hacia el hospital.
Cuando llegaron supieron que lo habían trasladado debi­
do a que la guardia del hospital Zubizarreta no contaba con
la complejidad necesaria para ese tipo de lesiones. Eso fue lo
que les dijeron pero lo que no les supieron decir en seguida
fue adónde lo habían trasladado. ¿Al hospital Naval? Por un
momento lo pensaron. Pero no, el hospital no había querido
aceptarlo; el mero hecho de que fuera un veterano de guerra
no le daba derecho alguno. La guerra había terminado y
Francisco no era militar. En el hospital Durand tuvo una in­
tervención quirúrgica rápida y eficiente; se salvó porque el
proyectil no afectó la yugular interna ni la carótida primitiva.
Lo más grave fue una fractura en la diáfisis del húmero iz­
quierdo, para lo cual debieron implantarle una placa de pla­
tino con dos clavos.
¿Y Migliano? No es mucho lo que supe de él, y francamen­
te no me interesa demasiado. De todo lo que M irta me contó
con respecto a Migliano y su detención, previo secuestro del
arma y su respectivo peritaje (donde se comprobó, o se hizo
comprobar, que el arma tenía una falla en el seguro del carga­
dor: la bala había quedado encerrada en la recámara), lo que
más me sorprendió fue saber que mi madre, entre cuidados
intensivos y verdades incomprobables, lo convenció a Fran­
cisco de que lo mejor era saber perdonar, y, por sobre todo, de
que no hiciera la denuncia.
Nadie sabe cuáles son aquellas cosas que el otro ignora,
nadie pregunta por temor a que la respuesta se convierta a su
vez en otra pregunta con sabor a revancha y te alcance con el
efecto de un boomerang: lleno de lucidez y violencia. El que
confiesa necesita a su vez una confesión, casi lo exige, diría, y
por eso mismo terminé engañando a Mirta: le hice creer que
sabía lo que ignoraba y me contó muchas cosas más que nun­
ca seré capaz de escribir.
Antes de irme de su casa, Mirta tuvo miedo al preguntar­
me si sabía algo de mi madre.
— No sé nada — dije.
Abrió la puerta y me dijo que hiciera lo posible por encon­
trarla, me haría bien.
— Sí — dije.
Sabía que mentía. A partir de ese día yo también necesita­
ría elegir mi pasado; tomaría una porción de lo que menos
me doliera para poder seguir adelante con mi vida.
Caminé dos cuadras y paré un taxi.
— Díaz Vélez y Billinghurst, por favor — le dije al chofer.
Con las primeras luces de la avenida abrí el diario. Casi no
había página que no tuviera una alusión a la guerra. Incluso
había recortes de revistas que mi madre me había regalado,
jugando con la palabra herencia, a los pocos meses de irnos a
vivir a Villa del Parque. De pronto vi un recorte cuya foto­
grafía mostraba a unos cuantos soldados argentinos echados
cuerpo a tierra, esperando, terriblemente armados, un posible
desembarco. Esa revista era mi preferida. Cada vez que un
amigo venía a mi casa, no tardaba en mostrarle la página
dedicada al portaaviones 25 de Mayo. Com o nunca me atre­
ví a recortarla, transcribí lo siguiente:
ASÍ QUEDÓ EL SHEFFIELD
Martes 4 de mayo. Un avión Super Etendard de la Armada
Argentina despega desde el portaaviones «25 de Mayo». Lo
acompañan tres Mirages. A 30 kilómetros de la flota británi­
ca el radar le señala el blanco. El piloto dispara el misil Exocet
M -39 y se va. Después se sabría el resultado de este disparo: el
destructor «Sheffield» estaba hundido.
Cerré el diario y miré la foto en la que se ve a mi madre
cepillándose el pelo con un aire de actriz en cierne, pregun­
tándome si sabría que Francisco, apenas unas horas después
de que ella se fuera para siempre de nuestra casa, accionó el
gatillo del máuser por última vez, sentado frente a la pared
donde colgaba el diploma y la medalla de honor.
índice

1 ............................................................................. I X

2 ............................................... 1 5

3 ...............................................M

4 ...............................................33

5 .............................................. 45
6 ............................................... 5 6

7 ..................................................... 68

8 ........................................................ 78

9 ...............................................9°
10 ....r........................................102

1 1 ..............................................1 1 5

1 2 ................................................... 1 2 7

13 .................................... r37
14 .................................................145
1 5 ................................................... 1 6 1
Esta edición
de i .00 0 ejemplares
de Cuando te v i ca n
¿c Sebastián Basualdo
se term inó de im prim ir
el 7 de octubre de 2008
en Encuadernación
Latino A m érica S .R .L .
Zeballos 88 5, Avellaneda,
Provincia de Buenos Aires»
A rgentina

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