100% Algodon - David James Poissant
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La noche es fría. Los edificios, altos. El cielo, salvo donde lo ilumina la luz de
las estrellas, es negro. Negro como las piezas negras del ajedrez o lo que
queda del bosque tras un incendio.
Debería mencionar también que hay una pistola enorme apuntando a mi cara.
Y esa pistola enorme apuntando a mi cara es la razón de que las cosas se
aceleren como en los documentales de naturaleza, donde una semilla germina,
se convierte en
tallo y echa hojas en diez segundos.
Así es precisamente como se están acelerando las cosas aquí. Las estrellas
giran sobre de los edificios. La luna sale, se pone y vuelve a salir. Y después
todo se ralentiza de golpe hasta casi detenerse.
—Si no quieres morir con esa camisa —dice—, será mejor que te la quites.
Y él ha preguntado:
Y he respondido:
—Bueno. No me gustaría morir con esta camisa.
En realidad, eso no es del todo cierto. Si no hubiera querido morir con ella, no
me la habría puesto hoy. Pero parecía apropiada para la ocasión. Es negra y
lleva el emblema de una calavera sobre dos tibias cruzadas en el bolsillo,
como en las
etiquetas de las botellas con tapones especiales para proteger a niños y
ancianos.
Puede que no haya estado muy acertado con la calavera sobre tibias cruzadas
pero, qué coño, ya elegirás la ropa cuando seas tú el que va a morir.
Al tipo de la pistola no le ha gustado mi tono.
Podría decirle la verdad: que es la tercera vez esta semana; que me he pasado
meses viendo los informativos locales para averiguar en qué calle de Atlanta
hay más posibilidades de acabar asesinado; que elegí esta calle en este barrio
para deambular por la noche, y que he recibido golpes e insultos. También me
han robado dos carteras,
un reloj y el teléfono, pero nadie ha apretado el gatillo, porque resulta que no
era sangre lo que querían, sino dinero.
La última vez, me puse a cantar y a bailar un poco. «¡Todos los chicos vienen
buscando mi batido!», canté a grito pelado, moviendo las caderas, pero sólo
conseguí asustar al tipo. Ni siquiera trató de quitarme el dinero.
Estoy de rodillas, y mi camisa es lo único que hay entre sus pies y yo. Me ha
interceptado en un lugar oscuro, pero la luna ofrece iluminación suficiente
para distinguir la calavera, que no es del mismo material que la prenda, sino
de uno más
consistente, gomoso, como los parches decorativos que algunos niños llevan
planchados en la ropa.
Señalo la camisa. «Cien por cien algodón», le digo con signos. El inglés es mi
primera lengua. La segunda es el lenguaje de signos estadounidense.
—Tú sigue —dice el tipo. Hace un movimiento rápido con el pulgar y se oye
un chasquido metálico en el otro extremo del cañón. Da un paso hacia mí y se
coloca casi encima de la camisa. Lleva unas botas negras con cordones.
Esto terminará pronto.
—Tres.
Quieres saber por qué deseo morir, pero ¿qué respuesta podría satisfacerle a
una persona que quiere vivir, como tú?
Expresar con palabras algo así sería como tratar de explicar lo que se
interpone entre las personas, lo que impide que nos comuniquemos —y me
refiero a una auténtica comunicación—.
Nos movemos por la vida con las manos a los costados, y lo que quiera que
nos reprime, lo que nos mantiene atrapados, quizá sea lo mismo que llevó a mi
madre a acabar en el desván, colgada de una viga por una soga naranja.
Quizá es también lo que me susurra al oído que la siga.Ella no tuvo miedo de
hacerse a sí misma lo que intento que alguien me haga a mí.
«Programa suave en secadora», dicen mis manos.