Cristología 4.2
Cristología 4.2
Cristología 4.2
Es conveniente prestar ahora atención a la unión hipostática desde una perspectiva más actual,
que tiene presente el concepto moderno de persona, más atento a la subjetividad y a la
psicología. La dualidad de las naturalezas y la unidad de la Persona en Jesucristo comporta
también la dualidad de la actividad espiritual del conocimiento y del amor, mientras que la unidad
personal conlleva que toda la actividad de Jesús, tanto la humana, como la divina, es actividad de
la única Persona, del Verbo. La reflexión discurre aquí sobre la percepción que tiene Jesús de su
propio Yo. El yo es expresión de la Persona entera. En efecto, cuando nosotros decimos yo,
queremos significar toda mismos. nuestra persona, lo cual es posible porque tenemos experiencia
de nosotros mismos.
• Según Galtier, en Jesús, así como hay dos inteligencias, hay también dos
Yo: uno divino y otro humano; sin embargo, el Yo humano de Cristo (que manifiesta la autoconciencia de su humanidad) sabe que
no es expresión de una persona humana, sino el Yo humano de la Persona divina, porque el hombre Jesús tuvo desde el
momento de la encarnación la visión beatífica (es decir, el conocimiento inmediato de la divinidad, propio de la gloria celestial).
Según P. Galtier, la inteligencia humana de Jesús vería en la divinidad su propia pertenencia al Hijo de Dios (cf. P. Galtier, L'Unité
du Christ, Etre-Personne-conscience, Paris 1939).
Según Parente, en Jesucristo hay un único Yo: el Yo divino del Verbo, que es conocido tanto por la inteligencia divina como por la
mente humana de Jesús. ¿Cómo puede una mente humana expresar una autocon-ciencia divina? Según Parente, esto es posible
por la unión hipostática en sí misma, y viene como reforzado por la visión beatífica de la que gozaba el alma humana de Cristo (cf.
P. Parente, L'lo di Cristo, Rovigo 1981).
Entre los autores más recientes se puede citar a J. Galot, que estima que en Jesús hay un único Yo: hay una unidad psicológica de
la Persona de Cristo en correspondencia a su unidad ontológica. Pero, a diferencia de Parente, Galot piensa que el Yo divino es
conocido por la mente humana no por la sola unión hipostática, ni por la visión beatífica, sino por una particular experiencia
mística que Dios hizo tener a la humanidad de Jesús a fin de que supiera, sin ninguna duda, que estaba unida personalmente al
Verbo; que era la humanidad de Dios (cf. J. Galot, ¡Cristo!, ¿ Quién eres?, Madrid 1982, 321-345).
Es obvio que cada una de estas teorías tiene razones a su favor y razones en contra. Puede decirse que la interpretación hecha
por Galtier establece una división en la Persona de Jesús -aunque sea sólo en el plano psicológico- que no tiene base en los
Evangelios, en los que la utilización que Jesús hace del pronombre Yo aparece designando una intimidad fuertemente unitaria.
El único Yo de Cristo
En el Nuevo Testamento, hay numerosos textos en los que Jesús pronuncia la palabra Yo, y lo hace de tal
manera que expresa una estrecha unidad per sonal y psíquica del Dios-hombre. Recordemos, por ejemplo,
esta oración de Cristo: «Ahora, Padre, glorificame tú, junto a ti, con la gloria que yo tenía a tú lado antes que
el mundo fuera» (Jn 17,5).
No hay duda de que el me se refiere a Jesús en su humanidad (ya que, en El, sólo ésta estaba por glorificar), y
de que el Yo se refiere a Jesús en su divinidad (porque era antes de que el mundo fuera). Ahora bien,
considerar que el me y el Yo no son lo mismo sería distorsionar patentemente el texto. La misma expresión
«Yo soy», utilizada por Jesús, indica su único Yo divino.
Nada tiene de extraño que, por ejemplo, Pablo VI, hablando del dogma cristológico definido por los primeros
Concilios, diga que en Jesús hay «una sola Persona, un solo Yo, viviente y operante en una doble naturaleza:
divina y humana» (Pablo VI, Alocución, 10-II-1971).
No se sabe con certeza cómo la mente humana de Cristo, en el acto de conciencia psicológica, expresa el Yo
divino del Verbo. Este aspecto del misterio de Jesús no nos ha sido revelado, y no parece que la Teología
haya encontrado una explicación que pueda considerarse indiscutible. Lo que, en cambio, parece cada vez
más cierto, sobre todo leyendo los evangelios, es que Cristo tiene un solo Yo; que de la unidad ontológica de
su Persona se sigue también su unidad psicológica.
Algunos aspectos de la unidad personal de Cristo
La explicación de algunos detalles prácticos sobre el modo correcto de hablar de la unidad y
distinción existente en Cristo constituyen la última parte de este tema.
En primer lugar, puesto que en Cristo existe una humanidad completa, se plantea la pregunta de
si, además de ser hijo natural del Padre en cuanto Dios, es hijo adoptivo en cuanto hombre. Esta
cuestión fue planteada en forma paradigmática por el llamado adopcionismo hispánico del siglo
VIII.
A continuación se dan unas elementales reglas de lenguaje para hablar del misterio de Cristo en
forma coherente con la afirmación de que, dada su unidad personal y su doble naturaleza, se le
pueden atribuir cualidades divinas y cualidades humanas. Se trata, como veremos, de atribuir a
la persona lo que es propio de la persona, y atribuirle también lo que es propio de cada
naturaleza; pero sin atribuir a una naturaleza lo que es propio de la otra, pues la unión tiene
lugar en la persona, no en las naturalezas.
La única filiación de Jesús al Padre
El adopcionismo hispánico es una herejía de corta duración consistente en afirmar que Cristo en cuanto Dios es Hijo
natural del Padre, y que, en cuanto hombre y cabeza de los hombres, es su hijo adoptivo, de forma que mediante
nuestra unión con El nos hace participar a nosotros de su filiación adoptiva.
Esta doctrina se extendió a una gran parte de la península ibérica y alcanzó hasta el sur de Francia. Fue
rotundamente rechazada por el Papa Adriano (772-795) y por algunos concilios, especialmente los concilios de
Frankfurt y el Forojuliense.
Se trata de un adopcionismo que es completamente distinto del adopcionismo trinitario, es decir, de aquel
subordinacionismo que considera que entre el Padre y el Hijo existe una subordinación de naturaleza, o que el Hijo
es hijo porque ha sido adoptado como tal por el Padre. Piénsese, por ejemplo, en Arrio.
El problema de los adopcionistas Elipando de Teledo y Félix de Urgel no es trinitario, sino cristológico: ellos no dudan
de que la segunda Persona de la Trinidad es Dios, sino que no practicaron bien la comunicación de idiomas, y por
esta razón dicen que Cristo, en cuanto hombre, no es hijo natural de Dios, sino hijo adoptivo. Según ellos, la
naturaleza humana de Cristo habría sido adoptada filialmente por el Padre al ser asumida por el Verbo en la encar-
nación. Y es de esta última filiación -la filiación adoptiva- de la que nos haría partícipes al unirnos a Sí mismo por
medio del bautismo.
Aunque acepte que Cristo es Dios y diga verbalmente que es uno, en el fon-do, Elipando está concibiendo a Cristo
como dos «sujetos», es decir, como dos personas. Se aprecia el error con mayor claridad a la hora de hablar de la
maternidad de Santa María. Según Elipando, el título Theotokos sólo puede aplicarse a Santa María in obliquo,
indirectamente: Ella es Madre de Dios, porque es Madre del hombre Jesús. Lo de cada naturaleza se atribuye in recto
a la naturaleza, puesto que cada una tiene su propio sujeto; y a la única persona solo se le atribuye in obliquo, es
decir en forma indirecta; por esta razón puede decir que uno es el Hijo del Padre, otro el hijo de María; tan otro, que,
para ser hijo de Dios, necesita ser adoptado.
ELa doctrina conciliar también insistió en que Jesús, incluso en cuanto hom-bre, es Hijo natural de Dios. Así lo hacen
el Concilio de Frankfurt (a. 794) y el de Friaul (a. 796). El Concilio II de Lyon (a. 1274) reafirmó la unicidad de filiación
de Jesucristo al Padre, rechazando expresamente el que se pueda decir de Cristo que es hijo adoptivo:
«Creemos que el mismo Hijo de Dios, Verbo de Dios, eternamente nacido del Pa-dre, consustancial, coomnipotente e
igual en todo al Padre en la divinidad, nació temporalmente del Espíritu Santo y de María siempre Virgen, con alma
racional; que tiene dos nacimientos, un nacimiento eterno del Padre y otro temporal de la madre: Dios verdadero y
hombre verdadero, propio y perfecto en una y otra natu-raleza, no adoptivo ni fantástico, sino uno y único Hijo de
Dios en dos y de dos naturalezas, es decir, divina y humana, en la singularidad de una sola persona»
(Concilio II de Lyon, 6-VII-1274, DS 852).
La doctrina conciliar no hace más que leer con sencillez la enseñanza del Nuevo Testamento en torno a la unidad de
filiación en Cristo. En efecto, tanto a Aquel que ha nacido eternamente del Padre como a Aquel que ha nacido en el
tiempo de María Virgen, se le llama «Hijo de Dios, Hijo del Altísimo» (cf. Lc 1,32-35), «Hijo predilecto del Padre» (cf. Lc
3,22), su «propio Hijo» (cf. Rm 8,32). Es indudable que el Nuevo Testamento no atribuye a Jesús dos relaciones de
filiación al Padre: una natural y otra adoptiva. Incluso, como ya anotaba el Papa Adriano, el mismo Señor distingue
siempre su filiación natural de nuestra filiación adoptiva, pues nunca se refiere a ellas colocándolas en el mismo
nivel. Así, por ejemplo, dice a María Magdalena: «Ve a mis hermanos diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi
Dios y vuestro Dios» (In 20,17).