Ofelia

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DiSEÑADOR

nombre: Silvia

LISA KLEIN LISA KLEIN nació en Illinois y ha tra-

LISA KLEIN
«No podré descansar mientras esta his- EDITOR

toria no sea revelada. No habrá paz para Él es Hamlet, príncipe de Dinamarca. bajado como profesora asistente de lite- nombre: Alicia, Mercè

mí mientras este dolor me oprima el ratura inglesa en la Universidad de Ohio,


Ella es simplemente Ofelia. CORRECTOR
alma. Aunque tan solo tengo dieciséis tratando especialmente la obra de Shakes-
Si creías conocer su historia, desengáñate: nombre:
años, mi vida ha estado llena de tristeza. peare y la cultura doméstica femenina
Al igual que la pálida luna, menguo, can- solo conocías una de las dos caras.
durante el Renacimiento. Ha publicado ESPECIFICACIONES
sada de ver el dolor del mundo, y vuelvo diversos artículos especializados y obras título: Ofelia
a crecer, cargada de vida. Pero al igual En esta reinvención de la célebre tragedia de Shakes- de divulgación. Asimismo, es autora de
que el sol, dispersaré la oscuridad que peare, Ofelia alza la voz y explica su versión. varias novelas, en algunas de las cuales encuadernación: Rústica con solapas
hay en mí y arrojaré una luz sobre la ver- Lista, bella e ingeniosa, pronto aprende a moverse revisita obras clásicas de Shakespeare. medidas tripa: 14,5 x 22,5 mm
dad. Por eso cojo mi pluma y escribo. entre los hilos del poder en la corte, donde nada es medidas frontal cubierta: 147 x 225
Esta es mi historia.» lo que parece. Pero, al enamorarse del príncipe, debe medidas contra cubierta: 147 x 225

medidas solapas: 95 mm
ocultar su relación en las sombras del palacio.
ancho lomo definitivo : 20 mm
Pronto la ambición cortesana convertirá en un san-
griento drama lo que empezó como una historia ino- ACABADOS

cente. Ofelia tendrá que decidir entre su amor por Nº de TINTAS: 4/0

Hamlet y su propia vida…, pero su elección no será TINTAS DIRECTAS:

la que te habían contado. LAMINADO:

PLASTIFICADO:

brillo mate

uvi brillo uvi mate

relieve

falso relieve

purpurina:

estampación:

troquel

OBSERVACIONES:

planetadelibrosjuvenil.com FAIXA
@teenplanetlibros PVP 15,95 € 10243646

@teenplanetlibro
@teenplanetlibro Cubierta: © 2018 Ophelia Licensing LLC. Fecha:
LISA KLEIN

Ofelia
La novela

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CROSSBOOKS, 2019
[email protected]
www.planetadelibrosjuvenil.com
www.planetadelibros.com
Editado por Editorial Planeta, S. A.

Título original: Ophelia. A novel


© del texto: Lisa Klein, 2006
© de la traducción: Paula Fernández Espriu, 2018
© Editorial Planeta S. A., 2019
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
Primera edición: septiembre de 2019
ISBN: 978-84-08-21482-3
Depósito legal: B. 15.369-2019
Impreso en España – Printed in Spain

El papel utilizado para la impresión de este libro está calificado como pa-
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Capítulo 1

Siempre he sido una niña huérfana de madre; lady Frowen-


del falleció el día de mi nacimiento. Mi hermano, Laertes, y
mi padre, Polonio, también se vieron privados de su cuida-
do. De ella no me quedó ni un retal de encaje ni el recuerdo
de su perfume. Nada. Sin embargo, gracias al retrato en mi-
niatura enmarcado que mi padre llevaba consigo, pude ver
que yo era la viva imagen de mi madre.
Yo estaba triste porque creía que había causado la muerte
de mi madre y que, debido a eso, mi padre era incapaz de
quererme. Intentaba no molestarlo o no causarle más proble-
mas, pero nunca me prestó la atención que yo deseaba. Tam-
poco consentía a Laertes, su único hijo.
Lo observaba absolutamente todo, excepto nuestros ros-
tros, ya que ambicionaba ser el confidente secreto más valio-
so del rey.
Vivíamos en el pueblo de Elsinor, en una casa magnífica
con entramado de madera y ventanas con parteluces. Laer-
tes y yo jugábamos en el jardín que mi madre había cuidado,
donde, desde su muerte, los parterres crecían asilvestrados.
Yo solía esconderme entre altos arbustos de romero, y su
fuerte olor me acompañaba durante todo el día. Cuando ha-

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cía calor nadábamos en el río de Elsinor, que serpenteaba a
través de un bosque cercano, y capturábamos ranas y sala-
mandras en las orillas cubiertas de hierba. Cuando teníamos
hambre, robábamos manzanas y ciruelas del mercado y sa-
líamos disparados como conejos cuando los vendedores nos
gritaban. Por la noche dormíamos en una buhardilla debajo
de los aleros, adonde el humo de los fuegos de la cocina subía,
planeaba bajo las vigas y nos calentaba en las noches frías.
En la primera planta de nuestra casa había una tienda a la
que las señoras y los caballeros de la corte mandaban a sus
sirvientes con el fin de comprar plumas, cintas y encajes. Mi
padre desdeñaba a los propietarios pues los consideraba indig-
nos y vulgares, pero se juntaba con ellos y se ganaba el favor de
los clientes porque quería enterarse de los cotilleos de la corte.
Había momentos en los que, con un jubón y unos calzones de
alta costura, se apresuraba calle abajo para unirse a la multitud
de hombres que buscaban una posición en la corte del rey
Hamlet. A veces dejábamos de verlo durante días y nos preo-
cupaba que nos hubiera abandonado, pero siempre volvía. En-
tonces podía armar un escándalo, entusiasmado por alguna
oportunidad que estaba seguro que le darían, o estar callado y
malhumorado. Laertes y yo lo espiábamos a través del panel
roto de la puerta de su habitación y veíamos cómo sacudía la
cabeza, inclinado sobre un montoncito de dinero y papeles. Es-
tábamos seguros de que nos habíamos arruinado y, tumbados
despiertos en nuestra buhardilla, nos preguntábamos qué sería
de nosotros. ¿Acabaríamos como los niños huérfanos que so-
líamos ver en las calles del pueblo, aquellos que mendigaban
pan y comían restos de carne como si fueran animales salvajes?
La ansiosa búsqueda de mi padre para conseguir un alto
cargo consumió la fortuna de nuestra familia, lo que queda-
ba de la dote de mi madre. Aun así, logró contratar a un tutor
para Laertes. Era un hombre estudioso con un bonete negro.

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‌—‌Las niñas no deben ser holgazanas, ya que el diablo las
poseería ‌—‌me dijo mi padre‌—. Por lo tanto, estudia con
Laertes y sácale todo el beneficio que puedas.
Así, desde el momento en que empecé a balbucear, y mi
hermano, a razonar, cada día pasábamos horas estudiando.
Leímos los salmos y otros versos de la Biblia. El Evangelio
según san Juan me maravilló, con sus revelaciones terribles
sobre ángeles y bestias liberadas en el fin de los tiempos. Me
encantaba leer sobre la antigua Roma y era más rápida que
mi hermano en entender las lecciones de las fábulas de Eso-
po. Pronto supe calcular tan bien como él. También aprendí
a negociar con Laertes, a quien no le gustaba estudiar.
‌—‌Te traduciré estas cartas en latín si antes me das tu pas-
tel ‌—‌le ofrecía, y él accedía gustosamente.
Nuestro padre alababa el trabajo escolar de Laertes, pero
cuando yo le mostraba mis pulcras líneas de números, tan
solo me daba palmaditas en la cabeza como si fuera su perro.
Laertes era mi fiel compañero y mi único protector. Des-
pués de nuestras lecciones, nos uníamos a los niños que ju-
gaban al pilla pilla en las polvorientas calles y en las plazas
del pueblo. Como era pequeña, me atrapaban con facilidad,
y me tocaba pararla hasta que podía pillar a alguien para li-
berarme o hasta que Laertes se apiadaba de mí. Una vez, mi
hermano me salvó de un perro que me había agarrado la
pierna con los dientes y me había arañado la espalda con las
zarpas. Golpeó al perro hasta dejarlo inconsciente y me lim-
pió la sangre con su camisa mientras yo me aferraba a él ate-
rrorizada. Mis heridas sanaron, y mi padre me dijo que me
consolara, ya que hasta que no tuviera marido, nadie me ve-
ría las cicatrices. Aun así, durante años temblé de miedo con
solo ver a un perrito faldero en brazos de alguna señora.
Sin duda tuve niñeras que se ocupaban de mí, aunque no
me acuerdo de ninguno de sus nombres ni de sus caras. Me

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tenían descuidada y me dejaban deambular libremente como
si fuera una cabra doméstica. No tenía a nadie que me re-
mendara la ropa rasgada o me alargara las faldas a medida
que iba creciendo. No recuerdo palabras cariñosas ni besos
perfumados. A veces, cuando mi padre recitaba una oración,
me hacía arrodillarme y me ponía la mano encima de la ca-
beza, pero era una mano pesada, alejada del contacto dulce
que yo deseaba. Éramos una familia que vivía sin un cora-
zón, sin una madre, que nos uniera.
Mi padre encontró trabajo antes de que nos convirtiéra-
mos en indigentes. Descubrió por casualidad una informa-
ción relacionada con el enemigo de Dinamarca, el rey For-
timbrás de Noruega, y por ello lo honraron nombrándolo
ministro del rey Hamlet. Por la manera en la que mi padre
hablaba de su recompensa, parecía que lo hubieran converti-
do en la mano derecha del mismísimo Dios y que a partir de
aquel momento tendríamos una vida gloriosa.
Cuando nos mudamos del pueblo al castillo de Elsinor,
yo tenía apenas ocho años, y Laertes, doce. Recibí un conjun-
to nuevo de ropa para la ocasión y un sombrero azul tejido
con abalorios para mi pelo rebelde. Laertes y yo saltábamos
junto a la carretilla que transportaba nuestros bienes. Estaba
entusiasmada y no podía dejar de parlotear.
‌—‌¿Se parecerá el castillo al cielo que vio san Juan? ¿Ten-
drá torres centelleantes de oro y de gemas brillantes? ‌—‌pre-
gunté, pero mi padre tan solo rio, y Laertes me llamó estú-
pida.
Pronto se alzaron en el azul del cielo las austeras almenas
de Elsinor. A medida que nos acercábamos, el castillo parecía
más grande que el pueblo entero, ni siquiera el sol era capaz
de iluminar sus grises muros de piedra. Nada brillaba, nada
centelleaba. Las innumerables ventanas oscuras se apreta-
ban las unas a las otras como si fueran hileras de soldados.

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Cuando pasamos por debajo de la sombra de las puertas
para entrar al patio, mi decepción se intensificó y se convir-
tió en un miedo terrible. Temblé. Busqué la mano de mi pa-
dre, pero solo pude asir la punta de su capa, cuyos pliegues
fluían como el agua.

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Capítulo 2

Cerca de la casa del guarda, dos habitaciones pequeñas de la


planta baja nos sirvieron de nuevas dependencias. Las habi-
taciones del castillo, comparadas con nuestra espaciosa casa
que se alzaba sobre las calles del pueblo, resultaban cerra-
das, oscuras y húmedas. Los únicos muebles eran una silla
de roble, tres taburetes y una alacena. A todo ello, mi padre
añadió nuestras pocas pertenencias, que eran lo suficiente-
mente finas para nuestro sencillo alojamiento del castillo: al-
gunos cojines bordados, ropa de cama de plumas de ganso y
cubiertos bañados en plata. Nuestras ventanas no miraban al
ajetreado y entretenido patio, sino a los establos. Pero mi pa-
dre se frotaba las manos encantado, ya que incluso esas hu-
mildes dependencias demostraban que tenía buena suerte.
‌—‌Me ganaré el favor del rey y llevaré una capa forrada
de piel. El rey me contará sus asuntos más privados ‌—‌decía
con seguridad.
Cuando fuimos a nuestro primer banquete en la corte, yo
estaba tan emocionada que no podía comer. Todo era nuevo
e increíble. El rey Hamlet, con su torso enorme y su inmensa
barba, me parecía un gigante. Su voz era como el fragor del
trueno. El príncipe Hamlet, que entonces tenía unos catorce

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años, daba saltitos por el salón y hacía mucho el tonto, aun-
que tenía bastante gracia con ese pelo oscuro que le volaba
salvajemente sobre la cabeza. Yo estaba tan contenta que
también empecé a bailar. La reina Gertrudis vino hacia mí, y
riendo, me arrojó debajo de la chimenea. Le devolví la son-
risa.
Entonces vi a un payaso vestido con una fabulosa ropa bri-
llante que jugueteaba por la habitación. Llevaba una gorra de
plato con cascabeles y un traje de muchos colores. Parecía que él
y Hamlet se estaban imitando las payasadas el uno al otro. Ven-
cida por una timidez repentina, me retiré al lado de mi padre.
‌—‌Esta es mi niña bonita ‌—‌me dijo mi padre‌—. La reina
se ha fijado en ti. Venga, baila un poco más. ‌
Pero yo ya no me moví.
Observé al payaso, que me recordaba al chisporroteo de
unos fuegos artificiales deslumbrantes. Aunque no podía oír
sus bromas, percibí que el rey se reía a carcajadas y tosía has-
ta que su cara se puso morada y empezó a ahogarse. Se le-
vantó un poco de su asiento, y un guardia le golpeó la espal-
da hasta que el rey escupió cerveza por la boca. Entonces el
bufón se agarró la garganta y cayó al suelo mientras sacudía
los brazos y hacía una pantomima de muerte. El príncipe
Hamlet se unió a la mímica y se tiró encima del bufón hasta
que este rebotó como una pelota de tenis y saltó sobre la
mesa del rey, donde comenzó a cantar.
‌—‌¿Quién es? ¿Por qué actúa de una forma tan extraña?
‌—‌le pregunté a mi padre.
‌—‌Se llama Yorick, es el bufón personal del rey. Al igual
que un idiota o un demente, puede burlarse del rey sin mie-
do a ser castigado. Sus payasadas no importan ‌—‌dijo mo-
viendo la mano con despreocupación.
Miré cómo Yorick ayudaba a Hamlet a dar un salto mor-
tal enfrente de la reina, que aplaudió al verlo dar la voltereta.

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—‌
‌ El joven príncipe es el ojito derecho de su madre
‌—‌murmuró mi padre para sí mismo.
‌—‌¿Por qué? ¿Sin él no puede ver? ‌—‌le pregunté inocen-
temente.
‌—‌No, tonta. ¡Quiere decir que adora al chico! —
‌ ‌me con-
testó.
Por un momento sentí envidia de Hamlet. Pero yo tam-
bién noté que mi mirada se sentía atraída por él. Después de
aquella noche, busqué al príncipe por todos los rincones
de Elsinor. Sabía que, debido a su comportamiento vivaz, se­
ría un buen compañero de juegos. Laertes también lo creía.
Cuando uno de sus camaradas anunció que Hamlet venía,
mi hermano se apresuró hacia el patio, y yo lo seguí pisándo-
le los talones. Ciertamente, Hamlet atraía a los jóvenes de la
corte igual que un imán atrae trozos de hierro. Además, era
lo suficientemente amable para no desdeñar nuestra admira-
ción. Lo observaba haciendo trucos y juegos de manos que
había aprendido de Yorick, pero nunca me atreví a hablar
con él.
Hamlet tenía un compañero, Horacio, un chico de me-
chones rojizos y extremidades larguiruchas, que lo acompa-
ñaba a todos lados. Horacio era tan parado como activo
Hamlet y tan silencioso como Hamlet locuaz. El príncipe
provocaba a los chicos más jóvenes, pero hablaba en serio
con Horacio, quien sonreía cuando Hamlet sonreía y asen­
tía con la cabeza cuando Hamlet hacía lo propio. Como
una sombra, siempre estaba merodeando cerca del príncipe.
La primera vez que hablé con el príncipe Hamlet, yo te-
nía diez años. Era su cumpleaños y estaba desfilando por el
campo y el pueblo junto al rey y la reina. Con mi padre y
Laertes, yo esperaba de pie entre la multitud en el patio de
Elsinor, aguardando a que Hamlet regresara, e iba saltando
de un pie a otro con emoción. Con una mano sujetaba un

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ramo de pensamientos atados con un lazo blanco. Sus péta-
los, morados y amarillos, empezaron a languidecer bajo el
sol, así que los protegí con la otra mano. Entonces los gritos
se elevaron: «¡Viene el príncipe!».
‌—‌¡Novatos arrogantes! ‌—‌masculló mi padre entre dien-
tes cuando dos jóvenes nos empujaron y se pusieron delante
de nosotros‌—. Siempre nos quitan el sitio a los que somos
mejores que ellos.
‌—‌¡Ahora no puede vernos! ‌—‌me quejé‌—. Padre, levan-
tadme, por favor.
Refunfuñó y se quejó, pero accedió. Al levantarme y po-
nerme sobre sus hombros, alejó a los jóvenes a codazos. Aho-
ra podía ver por completo el camino que llevaba a las puer-
tas de Elsinor.
Los músicos y los acompañantes abrían el camino a me-
dida que Hamlet pasaba por la puerta en una montura gris
de crin negra y trenzada. Los cortesanos y los admiradores lo
saludaban con la mano y lo vitoreaban, le lanzaban flores y
ofrecían regalos al joven príncipe. El caballo, orgulloso de su
carga, sacudía la cabeza y brincaba mientras Hamlet saluda-
ba a la multitud con amplios gestos. Detrás de él, el rey y la
reina montaban más majestuosos, frunciendo el ceño y son-
riendo alternativamente a causa de las payasadas de su hijo.
Me incliné hacia delante con impaciencia. Mi padre me suje-
tó las piernas para que mantuviera el equilibrio.
‌—‌¡Viva! ¡Viva! ‌—‌gritaba Laertes.
El pelirrojo Horacio estaba detrás de él golpeándose los
muslos para causar más estruendo a medida que Hamlet se
aproximaba.
Agité la mano con el ramo de flores y grité:
‌—‌¡Pensamientos para el príncipe!
‌—‌Más alto, niña —
‌ ‌me dijo mi padre, y se acercó más a la
procesión que pasaba.

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En ese momento, Hamlet vino hacia nosotros en su caballo
y estiró el brazo para darle la mano a Horacio y saludar a
Laertes. Intenté llamar su atención exclamando en francés:
‌—‌Pensées pour le prince.
Quizá fueran mi aspecto patético y mi voz suplicante los
que provocaron que la reina se apiadara de mí y le dijera a
Hamlet:
‌—‌¡Hazle caso a la pequeña!
Me indignó que me consideraran «pequeña». Si la reina
se hubiera fijado mejor, habría visto que, de hecho, yo era
demasiado grande para estar sobre los hombros de mi padre.
Pero deseaba desesperadamente que me vieran.
Hamlet obedeció a su madre y miró a su alrededor. Le
mostré mi ramo. Las frágiles flores temblaron en sus delga-
dos tallos. Él me vio, y cuando nuestros ojos se encontraron,
le di mi sonrisa más encantadora.
‌—‌Pensamientos para el príncipe. Flores para vos, mi se-
ñor. No me olvidéis ‌—‌dije con una vocecita que se esforzaba
en imponerse sobre el ruido. Yo misma había escogido las
palabras, quería mostrar que sabía francés y esperaba con-
tentar a mi padre consiguiendo que nos prestaran atención.
También quería tocarle la mano al príncipe.
Pero quedé decepcionada. Hamlet estiró el brazo y cogió
las flores sin tocarme los dedos y sin reparar en mis pala-
bras. Mientras se alejaba, vi que los pensamientos se despa-
rramaban de su mano enguantada y caían al suelo, donde
fueron pisoteados por muchos caballos y hombres. Sollocé
con fuerza.
‌—‌No gastes tus lágrimas, pequeña ‌—‌dijo Horacio‌—. A
los chicos no nos interesan las flores.
‌—‌Exacto, en su lugar, danos espadas o palos — ‌ ‌rio Laer-
tes simulando que peleaba con Horacio.
Aun así, hice pucheros.

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‌—‌Mira ‌—‌dijo Horacio con amabilidad, y me cogió la
mano‌—. Tu regalo no es el único que el príncipe Hamlet ha
ignorado. No puede llevar tantas cosas a la vez.
Tenía razón, ya que por el suelo vi esparcidas cintas pol-
vorientas y flores aplastadas que se marchitaban en su des-
cuidada estela.

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