Frankie y La Boda - Carson McCullers
Frankie y La Boda - Carson McCullers
Frankie y La Boda - Carson McCullers
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Carson McCullers
Frankie y la boda
ePub r1.0
Titivillus 30-10-2021
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Título original: The Member of the Wedding
Carson McCullers, 1946
Traducción: Jaime Silva
Diseño de cubierta: Neslé Soulé
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Para Elizabeth Ames
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Primera Parte
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Sucedió aquel verde y loco verano, cuando Frankie tenía doce años. Un
verano en el que ella no había pertenecido a nada. No había pertenecido a
ningún club ni a nada en este mundo. Un verano en el que Frankie se
transformó en un ser retraído y temeroso que pasaba su tiempo en el vano de
la puerta. En junio los árboles eran de un verde vibrante, pero después las
hojas se oscurecieron, y el pueblo se tornó negro y reseco bajo el resplandor
del sol. Al principio, Frankie daba vueltas por ahí, haciendo una que otra
cosa. Muy temprano por la mañana, y también por la noche, las aceras del
pueblo se veían grises, pero, a mediodía, el sol las barnizaba y el pavimento
ardía y relumbraba como si fuese de cristal. Por último las aceras se hicieron
demasiado ardientes para los pies de Frankie y, además, ella comenzó a
sentirse inquieta. Su secreta perturbación era tan violenta que le pareció mejor
quedarse en casa —y en casa solo estaban Berenice Sadie Brown y John
Henry West—. Los tres se sentaban junto a la mesa de la cocina repitiendo
una y otra vez las mismas cosas, hasta el punto, de que, durante el mes de
agosto, las palabras comenzaron a rimar unas con otras y adquirieron una
extraña resonancia. El mundo parecía morir todas las tardes y todo se volvía
aparentemente inmóvil. Para decirlo de una vez, el verano era como un verde
sueño febril, o como una silenciosa y enloquecida jungla de invernadero. Y
entonces, el último viernes de agosto, todo cambió: fue algo tan imprevisto
que Frankie se concentró en ello durante toda aquella confusa tarde, y sin
embargo, no logró comprender nada.
—Es muy extraño —dijo—; cómo ha sucedido todo esto.
—¿Sucedido? ¿Sucedido? —replicó Berenice.
John Henry las escuchaba y observaba en silencio.
—Nunca me había sentido tan desconcertada.
—¿Desconcertada, por qué?
—Por todo esto —dijo Frankie.
—Creo que el sol te ha achicharrado los sesos —comentó Berenice.
—Yo también lo creo —murmuró John Henry con voz casi inaudible.
La propia Frankie estaba al borde de creerlo. Eran las cuatro de la tarde y
la cuadrada cocina estaba gris y tranquila. Frankie, sentada a la mesa, con los
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ojos semicerrados, pensaba en la boda. Veía una iglesia silenciosa y una
insólita nieve cayendo oblicua sobre las ventanas de vidrio coloreado. El
novio de aquella boda era su hermano; pero donde debía estar su cara solo
había una mancha luminosa. La novia estaba allí, vestía un traje blanco con
una larga cola y tampoco tenía rostro. En esa boda había algo que producía en
Frankie una sensación indefinible.
—Mírame —dijo Berenice—. ¿Estás celosa?
—¿Celosa?
—Celosa porque tu hermano va a casarse.
—No —dijo Frankie—. Lo que pasa es que nunca he conocido a dos
personas como ellos. Sentí algo muy extraño al verlos entrar hoy en casa.
—Estás celosa —dijo Berenice—. Ve y mírate al espejo. Lo veo en el
color de tus ojos.
Un turbio espejo colgaba sobre el fregadero. Frankie se miró en él, pero
sus ojos seguían siendo grises como siempre. Aquel verano había crecido
tanto, que casi parecía un fenómeno con sus hombros estrechos y sus piernas
demasiado largas. Llevaba pantalones cortos, negros; una camiseta B. V. D. e
iba descalza. Le habían cortado el pelo a lo chico pero hacía tanto tiempo de
eso, que apenas se le veía la raya. Su imagen en el espejo era torcida y
distorsionada; a pesar de todo, Frankie sabía de sobra cuál era su aspecto;
levantó el hombro izquierdo y volvió la cabeza a un lado.
—Oh —dijo—, son los seres más hermosos que he visto en mi vida. Pero
no puedo imaginarme cómo sucedió todo.
—¿Qué es lo que no puedes imaginarte, tonta? —dijo Berenice—. Tu
hermano trajo a casa a la chica con la que piensa casarse, y hoy han comido
contigo y con tu padre. Se casarán en casa de la chica, en Winter Hill, el
próximo domingo. Tú y tu padre iréis a la boda. Y esa es de pe a pa toda la
cuestión. ¿Qué es lo que te preocupa?
—No sé —dijo Frankie—. Apuesto que lo pasan bien cada minuto del día.
—Pasémoslo bien nosotros —dijo John Henry.
—¿Pasarlo bien, nosotros? —preguntó Frankie—. ¿Nosotros?
Los tres se sentaron a la mesa y Berenice repartió las cartas para jugar al
bridge entre los tres. Berenice había sido la cocinera desde los tiempos más
lejanos que Frankie podía recordar. Era muy negra, de hombros anchos y baja
estatura. Siempre decía que tenía treinta y cinco años, al menos lo había
estado diciendo durante los últimos tres años. Llevaba el pelo con raya al
medio, trenzado, engrasado y pegado al cráneo; su rostro era amplio y sereno.
En Berenice solo había una cosa fuera de lugar: su ojo izquierdo era de un
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brillante cristal color azul. Miraba con fijeza y ferocidad desde su rostro
tranquilo y oscuro, y nunca, ningún ser humano lograría explicarse por qué
había querido tener un ojo azul. Su ojo derecho era negro y triste. Berenice
daba las cartas con lentitud, mojando con la lengua su dedo pulgar cada vez
que las cartas, húmedas de sudor, se pegaban. John Henry observaba una por
una las cartas que ella repartía. Su torso desnudo era blanco, estaba húmedo, y
de su cuello colgaba un pequeño asno de plomo atado con una cuerda. Era
pariente consanguíneo de Frankie, su primo hermano y durante todo el verano
comía y pasaba el día con ella o cenaba y se quedaba por la noche; nunca
conseguía deshacerse de él. Era pequeño para sus seis años, pero poseía las
rodillas más grandes que Frankie había visto en su vida, y una de ellas
siempre mostraba una costra o un vendaje por haberse caído y lastimado. John
Henry tenía un rostro esmirriado y pálido, y usaba unas gafas diminutas con
montura dorada. Observaba las cartas con atención porque se había
endeudado: debía a Berenice más de cinco millones de dólares.
—Canto un corazón —dijo Berenice.
—Un pic —dijo Frankie.
—Yo quiero cantar pic —saltó John Henry—. Eso es lo que yo iba a
cantar.
—Mala suerte. Yo he hablado primero.
—¡Oh, tonta! ¡Burra! —exclamó—. ¡No es justo!
—No os peleéis —dijo Berenice—. A decir verdad, no creo que ninguno
de vosotros tenga un juego tan bueno como para discutir. Yo canto dos
corazones.
—A mí me importa un rábano —dijo Frankie—. Me da igual.
Y era así, en efecto: era tarde jugaba al bridge como John Henry, tirando
cualquier carta que le pasara por la cabeza. Estaban sentados en la cocina, y la
cocina era una habitación triste y fea. John Henry había cubierto las paredes
con extraños dibujos infantiles hasta donde su brazo podía alcanzar. Esto daba
a la cocina un aspecto demencial, como si fuese una habitación de
manicomio. Ahora la vieja cocina le producía náuseas a Frankie. Ella
ignoraba qué le estaba sucediendo, pero sentía cómo su corazón estrujado
latía contra el borde de la mesa.
—No cabe duda que el mundo es un lugar pequeño —dijo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que es vertiginoso —aclaró Frankie—. El mundo es sin
duda un lugar vertiginoso.
—No sé —dijo Berenice—. A veces es vertiginoso y a veces lento.
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Frankie tenía los ojos semicerrados y en sus oídos su propia voz sonaba
rota y lejana.
—Para mí es vertiginoso.
Porque hasta el día anterior Frankie nunca había pensado seriamente en
una boda. Sabía que Jarvis, su único hermano, se casaría. Se había
comprometido con una chica de Winter Hill antes de marcharse a Alaska.
Jarvis era cabo en el ejército y había estado sirviendo dos años en Alaska.
Frankie no había visto a su hermano en muchísimo tiempo, y su rostro se
había hecho borroso y cambiante como visto debajo del agua. ¡Pero, Alaska!
Frankie soñaba con ella en todo momento, y especialmente este verano su
sueño cobraba mucha realidad. Veía la nieve, el mar congelado y los
glaciares. Los iglús de los esquimales, los osos polares, las bellas auroras
boreales del norte. Cuando hacía poco que Jarvis se había marchado a Alaska,
ella le envió una caja con bombones de chocolate hechos en casa; los
empaquetó cuidadosamente, envolviendo cada trozo de dulce por separado en
papel de cera. La emocionaba pensar que sus bombones de chocolate serían
comidos en Alaska, y veía a su hermano compartiéndolos con esquimales
cubiertos de pieles. Tres meses después recibió una carta de Jarvis en que le
agradecía el envío, junto con un billete de cinco dólares. Durante un tiempo le
envió golosinas casi todas las semanas; a veces bombones de pasta de leche
en vez de chocolate, pero Jarvis no volvió a mandar dinero, excepto para
Navidad. A veces, las breves cartas que este escribía a su padre la perturbaban
un poco. Por ejemplo, ese verano contó que había ido a nadar y que los
mosquitos eran muy feroces. Su sueño se tambaleó un poco a raíz de esta
carta. Sin embargo, después de unos cuantos días de desconcierto volvió a sus
mares helados y a la nieve. Cuando Jarvis regresó de Alaska, fue directamente
a Winter Hill. La novia se llamaba Janice Evans, y los planes para la boda
eran los siguientes: su hermano había enviado un telegrama diciendo que él y
la novia vendrían ese viernes a pasar el día; luego, el próximo domingo se
celebraría la boda en Winter Hill. Frankie y su padre viajarían casi cien millas
hasta Winter Hill, y Frankie ya había hecho la maleta. Esperaba con ansiedad
la llegada de su hermano y la novia, aunque no podía imaginárselos, y no
pensaba en la boda. El día antes de la visita se limitó a comentar con
Berenice:
—Creo que es una extraña coincidencia que Jarvis tuviera que irse a
Alaska y que la chica que ha elegido para casarse provenga de un lugar
llamado Winter Hill[1]. Winter Hill —repitió lentamente con los ojos cerrados
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y ese nombre se fundió con los sueños de Alaska y de fría nieve—. Quisiera
que mañana fuese domingo y no viernes. Quisiera haberme ido ya del pueblo.
—El domingo llegará —dijo Berenice.
—Lo dudo —dijo Frankie—. Hace tanto tiempo que estoy lista para
partir. Me gustaría no tener que volver aquí después de la boda. Me gustaría
irme para siempre a otro lugar. Quisiera tener cien dólares, esfumarme, y no
volver a ver nunca más este pueblo.
—Me parece que deseas demasiadas cosas —dijo Berenice.
—Quisiera ser cualquier persona que no fuese yo.
La tarde de la víspera fue igual a todas las otras tardes de agosto. Frankie
pasó el día en la cocina y al atardecer salió al patio. Detrás de la casa, el
emparrado de bayas se veía sombrío y purpúreo en la penumbra. Caminó
lentamente. John Henry West estaba sentado allí, en una silla de mimbre, con
las piernas cruzadas y las manos en los bolsillos.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—Estoy pensando.
—¿En qué?
Él no respondió.
Frankie había crecido demasiado aquel verano y ya no podía caminar bajo
el emparrado como solía hacer antes. Otras personas de doce años aún podían
pasearse debajo de él, hacer representaciones y divertirse. Ese año tendría que
contentarse con coger bayas desde el borde como los adultos. Observó la
maraña de oscuras enredaderas y sintió el aroma de las bayas aplastadas y del
polvo. Frankie tenía miedo de estar junto al emparrado mientras la noche se
acercaba. No sabía qué era lo que la atemorizaba, sin embargo tenía miedo.
—Te propongo una cosa —dijo—. Por qué no cenas aquí y pasas la noche
conmigo.
John Henry sacó su reloj de un dólar y lo miró como si dependiera de la
hora la decisión de quedarse o no quedarse; pero estaba demasiado oscuro
bajo el emparrado y no pudo leer los números.
—Vete a casa y díselo a tía Pet. Te esperaré en la cocina.
—De acuerdo.
Tenía miedo. El cielo vespertino se veía pálido y vacío, y la luz
proveniente de la ventana de la cocina proyectaba un reflejo amarillo y
rectangular en el patio en sombras. Recordó que cuando era pequeña creía que
vivían tres fantasmas en la carbonera y que uno de ellos llevaba un anillo de
plata.
Subió corriendo los peldaños posteriores y dijo:
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—Acabo de invitar a John Henry a cenar y a dormir conmigo.
Berenice estaba amasando pasta para galletas y dejó caer la bola de masa
sobre la mesa cubierta de harina.
—Creí que estabas harta de él.
—Estoy harta de él —dijo Frankie—. Pero me pareció que tenía miedo.
—¿Miedo de qué?
Frankie meneó la cabeza.
—Tal vez quise decir que se sentía solo —dijo finalmente.
—Bueno, le guardaré un poco de masa.
Viniendo del patio oscuro la cocina parecía cálida, luminosa, e
inquietante. A Frankie le molestaban las paredes de la cocina; sus insólitos
dibujos de árboles de Navidad, aeroplanos, soldados y flores. John Henry
había hecho los primeros dibujos en una interminable tarde de julio, y una vez
estropeada la pared, continuó dibujando donde le vino en gana. Frankie
también había dibujado. Al principio su padre montó en cólera; pero después
les dejó realizar todos los dibujos que quisieron, porque iba a hacer pintar la
cocina en otoño. Pero como el verano se prolongaba y parecía no terminar
nunca, las paredes empezaron a molestar a Frankie. Aquella noche la cocina
tenía un aspecto extraño y sentía miedo.
—Se me ocurrió que podía invitarlo —dijo parada en el umbral.
Cuando ya era de noche, John Henry entró por la puerta trasera con su
pequeño bolso de los fines de semana. Vestía su traje blanco de gala y se
había puesto zapatos y calcetines. Traía una daga metida en el cinturón. John
Henry había visto la nieve. A pesar de tener solo seis años, había ido a
Birmingham el último invierno, y allí vio la nieve. Frankie nunca la había
visto.
—Yo llevaré tu bolso —dijo Frankie—. Puedes empezar a hacer una
figura de masa.
—Muy bien.
John Henry no se puso a jugar con la masa; moldeaba su muñeco como si
se tratara de algo muy serio. De vez en cuando se detenía, se acomodaba las
gafas con su manita y analizaba los resultados de su trabajo. Era como un
minúsculo relojero; acercó una silla y se arrodilló en ella para poder trabajar
directamente sobre el material. Cuando Berenice le dio algunas pasas, no las
colocó todas alrededor, como cualquier otro niño hubiera hecho: se limitó a
usar solo dos para los ojos. Pero de inmediato advirtió que eran demasiado
grandes; dividió una cuidadosamente e hizo los ojos; utilizó dos pepitas para
la nariz, y la boca fue una pequeña pasa sonriente. Cuando acabó se limpió las
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manos en el fondillo de sus pantalones cortos; allí estaba el muñeco de masa,
con sus dedos separados, con su sombrero y hasta con su bastón. John Henry
había trabajado con tal ahínco que ahora la masa tenía un aspecto gris y
húmedo. Sin embargo, era un muñeco de masa perfecto, y la verdad es que a
Frankie le recordó al mismo John Henry.
—Ahora más vale que me ocupe de ti —dijo ella.
Cenaron con Berenice en la mesa de la cocina, pues su padre había
llamado para avisar que trabajaría hasta tarde en su joyería. Cuando Berenice
sacó del horno el muñeco de masa, vieron que tenía el aspecto que suelen
tener todas las figuras que moldean los niños: se había hinchado de tal modo
que el minucioso trabajo de John Henry había quedado desvirtuado. Los
dedos se habían pegado y el bastón parecía una especie de rabo. Sin embargo,
John Henry se limitó a observarlo detrás de sus gafas, lo limpió con la
servilleta y untó de mantequilla el pie izquierdo.
Era una oscura y cálida noche de agosto. La radio del comedor transmitía
una mezcla de varias emisoras: un comentario de guerra se superponía al
parloteo de los avisos comerciales, y como fondo, se oía la música cursi de
una orquesta dulzona. La radio había estado encendida todo el verano, y
terminó por ser un ruido en el que, por regla general, no reparaban. A veces,
cuando el sonido era tan fuerte que no podían oír sus propias voces, Frankie
bajaba un poco el volumen. Cuando esto no sucedía, la música y las voces
iban y venían, se entrelazaban y se enroscaban unas con otras, de tal manera
que al llegar agosto ya no la escuchaban.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Frankie—. ¿Quieres que te lea a Hans
Brinker o preferirías hacer alguna otra cosa?
—Prefiero hacer otra cosa —dijo él.
—¿Qué?
—Juguemos afuera.
—No tengo ganas —dijo Frankie.
—Esta noche saldrán a jugar muchos chicos.
—Tienes orejas —dijo Frankie—, y ya has oído lo que he dicho.
John Henry se quedó un rato de pie con sus grandes rodillas cruzadas y
finalmente dijo:
—Creo que es mejor que me vaya a casa.
—¡Pero si no has pasado la noche aquí! No puedes comerte la cena y
largarte.
—Ya lo sé —dijo él tranquilamente. Al mismo tiempo que la radio, se
oían las voces de los chicos jugando en la oscuridad—. Vamos afuera,
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Frankie. Por lo que se ve están divirtiéndose de lo lindo.
—No, no lo están —dijo ella—. No son más que un montón de niños feos
y tontos. No hacen más que correr y gritar, correr y gritar. Eso no tiene el
menor interés. Subiremos y sacaremos tus cosas de la bolsa.
La habitación de Frankie era un altillo que se había añadido a la casa, al
que se llegaba por una escalera que partía de la cocina. En la habitación había
una cama de hierro, una cómoda y un escritorio. Frankie tenía un motor que
podía encenderse y apagarse; servía para afilar cuchillos, y si uno tenía las
uñas lo bastante largas, podía limárselas en él. La maleta llena y lista para el
viaje a Winter Hill estaba apoyada en la pared. Sobre el escritorio había una
máquina de escribir muy antigua; Frankie se sentó ante ella y trató de pensar
en posibles cartas que escribir: pero no tenía a nadie a quien escribir; todas las
cartas posibles ya habían sido contestadas; incluso varias veces. Por lo tanto,
cubrió la máquina con un impermeable y la hizo a un lado.
—Francamente —dijo John Henry—; ¿no crees que es mejor que me vaya
a casa?
—No —repuso ella sin volverse a mirarlo—. Siéntate en un rincón y
juega con el motor.
Delante de Frankie había ahora dos objetos: una concha marina color
lavanda y una bola de cristal con nieve adentro, que al ser agitada simulaba
una tempestad. Cuando se aplicaba la concha a la oreja podía oír el cálido
oleaje del golfo de Méjico, o pensar en una isla lejana con verdes palmeras; y
al acercar la bola con nieve a sus ojos entrecerrados, podía observar la caída
de los copos blancos girando hasta cegarla. Soñaba con Alaska. Se veía
caminando por una blanca y helada pendiente y contemplando a sus pies una
vasta extensión nevada. Observaba los reflejos de colores que el sol arrancaba
al hielo, oía voces de sueño, veía objetos de sueño. La blanca, suave y fría
nieve se extendía sobre todo el paisaje.
—Mira —dijo John Henry que acechaba hacia afuera por la ventana—.
Creo que esas chicas mayores están celebrando una fiesta en la sede de su
club.
—Cállate —gritó súbitamente Frankie—. No me nombres a esas
sinvergüenzas.
En el vecindario había un club, pero Frankie no perteneció a él. Los
miembros del club eran chicas de trece, catorce y hasta de quince años. Los
sábados por la noche organizaban fiestas con chicos. Frankie conocía a todos
los socios del club, y hasta aquel verano había sido el miembro menor del
grupo, pero ahora tenían ese club y ella no pertenecía a él. Le habían dicho
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que era demasiado joven y malvada. Los sábados por la noche oía aquella
estruendosa música y veía la luz desde lejos. A veces, daba la vuelta por el
callejón detrás del club y se escondía junto a un seto de madreselva. Se
quedaba en el callejón para observar y escuchar. Aquellas fiestas eran muy
largas.
—Tal vez cambien de parecer y te inviten —dijo John Henry.
—Esas hijas de perra.
Frankie contuvo un sollozo inspirando con fuerza y se limpió la nariz con
la parte interior del brazo. Se sentó al borde de la cama con los hombros
caídos y los codos apoyados en las rodillas.
—Creo que han estado divulgando por todo el pueblo que huelo mal
—dijo—. Cuando tuve esos forúnculos y debí aplicarme ese ungüento negro y
pestilente, la tonta Helen Fletcher me preguntó a qué se debía mi extraño olor.
Oh, podría matarlas una por una con una pistola.
Oyó los pasos de John Henry acercándose a la cama y luego sintió su
mano acariciándole el cuello con leves golpecitos.
—A mí no me parece que huelas tan mal —dijo—. Hueles bien.
—Esas hijas de perra —repitió—. Y todavía más, han estado diciendo
odiosas mentiras sobre personas casadas. Cuando pienso en tía Pet y en tío
Ustace. ¡Y en mi propio padre! ¡Odiosas mentiras! No sé por qué clase de
estúpida me han tomado.
—Siento tu olor en cuanto entras a la casa, sin tener que mirar para saber
si eres tú. Hueles como cien flores.
—No me importa —dijo ella—; sencillamente, no me importa.
—Como mil flores —dijo John Henry, mientras continuaba acariciándole
el inclinado cogote con su mano pegajosa.
Frankie se incorporó, lamió las lágrimas que rodaban en torno a su boca, y
se enjugó la cara con el faldón de la camisa. Se quedó inmóvil y dilató las
fosas nasales para olerse a sí misma. Después fue hacia su maleta y sacó un
frasco de Dulce Serenata; se aplicó un poco en la cabeza y luego vertió otro
tanto por la abertura del cuello de su camisa.
—¿Quieres que te eche a ti?
John Henry estaba en cuclillas junto a la maleta abierta y tuvo un ligero
estremecimiento cuando ella vertió el perfume sobre él. A su primo le divertía
rebuscar en su maleta de viaje y examinar detenidamente cada una de sus
pertenencias. Sin embargo, Frankie deseaba que él solo tuviera una impresión
general y no que supiera con exactitud lo que ella tenía o dejaba de tener. Por
lo tanto cerró la maleta y volvió a empujarla contra la pared.
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—¡Chico! —dijo—. Apostaría que soy la persona que usa más perfume en
todo el pueblo.
La casa estaba en silencio, exceptuando el sordo murmullo de la radio en
el comedor de la planta baja. Hacía rato que su padre había llegado, y
Berenice se había marchado después de cerrar la puerta trasera. Ya no se oía
el sonido de voces infantiles en la noche veraniega.
—Creo que deberíamos hacer algo para divertirnos —dijo Frankie.
Pero no había nada que hacer. John Henry estaba parado en medio de la
habitación con las rodillas cruzadas y las manos entrelazadas a la espalda. En
la ventana había mariposas nocturnas: mariposas amarillas y de un color
verde pálido, que aleteaban y oprimían sus alas abiertas contra la rejilla de la
ventana.
—Qué bonitas mariposas —dijo él—. Están tratando de entrar.
Frankie observó cómo las suaves mariposas se estremecían haciendo
presión contra la ventana. Aparecían todas las noches al encender la lámpara
de su escritorio. Venían de la noche de agosto y aleteaban y se apretaban
contra la rejilla.
—Que vengan aquí me parece una ironía del destino —dijo ella—. Esas
mariposas podrían volar a cualquier parte. Sin embargo, siguen acudiendo a
las ventanas de esta casa.
John Henry empujó la montura dorada de sus gafas para asegurarla sobre
su nariz y Frankie estudió su cara pequeña, chata y pecosa.
—Quítate las gafas —dijo de pronto.
John Henry se las quitó y sopló en ellas. Frankie miró a través de las gafas
y la habitación apareció borrosa y distorsionada. Después echó la silla hacia
atrás y observó a John Henry. Alrededor de los ojos tenía dos círculos
blancos.
—Apostaría que no necesitas esas gafas —dijo ella. Puso la mano sobre la
máquina de escribir—. ¿Qué es esto?
—La máquina de escribir —dijo él.
Frankie cogió la concha marina.
—¿Y esto?
—La concha de la bahía.
—¿Qué es esa cosita que camina por el suelo?
—¿Dónde? —preguntó él mirando a su alrededor.
—Esa cosa pequeñita que se arrastra cerca de tus pies.
—Oh —dijo él, poniéndose en cuclillas—. Pero si es una hormiga. Me
pregunto cómo ha subido hasta aquí.
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Frankie se echó hacia atrás en su silla y cruzó los pies descalzos sobre el
escritorio.
—Si yo fuese tú, me desharía de esas gafas —dijo—. Ves tan bien como
cualquier persona. —John Henry no contestó—. Te sientan mal.
Le pasó las gafas cerradas a John Henry, quien las limpió con el trapito de
franela rosada para limpiar gafas. Volvió a ponérselas y no contestó.
—De acuerdo —dijo ella—; haz lo que quieras. Te lo decía pensando en
tu propio bien.
Se acostaron. Se desnudaron dándose la espalda y luego Frankie
desconectó el motor y apagó la luz. John Henry se arrodilló para decir sus
oraciones y oró durante largo rato; pero sin pronunciar las palabras en voz
alta. Después se acostó a su lado.
—Buenas noches —dijo ella.
—Buenas noches.
Frankie escudriñó la oscuridad.
—Sabes, todavía me cuesta imaginar que el mundo gira a una velocidad
de miles de millas por hora.
—Ya lo sé —dijo él.
—Y me cuesta comprender por qué cuando uno salta en el aire no cae en
Fairview o Selma, o en cualquier otro sitio a cincuenta millas de distancia.
John Henry se dio la vuelta y masculló algo en sueños.
—O en Winter Hill —continuó—. Quisiera ir a Winter Hill ahora.
John Henry estaba dormido. Lo sintió respirar y supo que había logrado lo
que tanto deseó en muchas noches de verano: que alguien durmiera con ella
en su cama. Permaneció inmóvil en la oscuridad oyendo su respiración.
Después de un rato se alzó sobre un codo. El niño se veía pequeño y pecoso a
la luz de la luna; con un torso blanco y desnudo, y un pie que colgaba a un
lado de la cama. Con sumo cuidado le puso una mano en el vientre y se pegó
a él; parecía tener un reloj en su interior y olía a sudor y a Dulce Serenata.
Olía como una pequeña rosa ácida. Frankie se inclinó y lo lamió detrás de la
oreja. Después, respiró profundamente, se acomodó con la barbilla apoyada
en su hombro húmedo y anguloso, y cerró los ojos. Ahora, con alguien
durmiendo en la oscuridad junto a ella, ya no sentía tanto miedo.
A la mañana siguiente, el sol, un blanco sol de agosto, los despertó
temprano. Frankie no lograba que John Henry volviera a su casa. Había visto
el jamón que Berenice estaba cocinando, y aquella comida especial para
invitados, prometía estar muy buena. El padre de Frankie leyó el periódico en
la sala, y después se fue al centro a darle cuerda a los relojes de la joyería.
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—Si este hermano mío no me trae un regalo de Alaska, me pondré furiosa
—dijo Frankie.
—Yo también —dijo John Henry.
¿Qué hacían aquella mañana de agosto mientras esperaban al hermano y a
la novia? Se sentaron a la sombra del emparrado y hablaron sobre la Navidad.
El resplandor era intenso y brillante; los gallos, ebrios de sol, graznaban y se
peleaban a muerte. Ellos charlaban, y sus voces se fueron agotando hasta
transformarse en un leve canturreo, y continuaron repitiendo las mismas cosas
una y otra vez. Estaban semidormidos bajo la oscura sombra del emparrado, y
Frankie era alguien que nunca antes había pensado en lo que era una boda.
Así estaban aquella mañana de agosto cuando su hermano y su novia llegaron
a la casa.
—¡Oh, Jesús! —dijo Frankie. Las grasientas cartas de la baraja estaban
sobre la mesa y el sol tardío cruzaba oblicuo el patio—. La verdad es que el
mundo es un lugar sorprendente.
—Bueno, deja ya de hablar de eso —dijo Berenice—. No te concentras en
el juego.
Sin embargo Frankie no se hallaba totalmente ajena al juego. Jugó la reina
de pic, que era un triunfo, y John Henry echó un pequeño dos de diamantes.
Lo miró. Él observaba el reverso de su mano como si lo que quisiera y
necesitara fuera que sus ojos pudieran percibir lo que quedaba al otro lado y
leer las cartas de los demás.
—Tienes pic —dijo Frankie.
John Henry se metió en la boca el asno que pendía de su cuello y apartó la
mirada.
—Tramposo —dijo ella.
—Vamos, juega tu pic —dijo Berenice.
Se pusieron a discutir.
—Estaba oculta detrás de otra carta.
—Tramposo.
Pero no quiso continuar. Se quedó inmóvil, con aire triste, interrumpiendo
el juego.
—Vamos —dijo Berenice.
—No puedo —dijo finalmente—; es una sota. El único pic que tengo es
una sota. No quiero jugar mi sota para que se la lleve la reina de Frankie. No
pienso hacerlo.
Frankie arrojó sus cartas sobre la mesa.
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—¡Ves! —dijo a Berenice—. ¡Ni siquiera cumple con las reglas básicas
del juego! ¡Es una criatura! ¡No hay nada que hacer! ¡No tiene remedio! ¡No
tiene remedio!
—Es posible —dijo Berenice.
—Oh —estalló Frankie—, estoy harta.
Se sentó con los pies descalzos sobre los travesaños de la silla, los ojos
cerrados y el pecho apoyado contra el borde de la mesa.
El solo aspecto de las cartas rojas y grasientas, revueltas sobre la mesa, le
producía náuseas a Frankie. Habían jugado con ellas todas las tardes después
de comer; si uno se comiera esas viejas cartas, su sabor sería una mezcla de
todas las comidas de agosto, más un dejo desagradable a manos sudorosas.
Frankie barrió las cartas de encima de la mesa. La boda sería brillante y
hermosa como la nieve pero en el fondo ella tenía el corazón destrozado. Se
levantó de la silla.
—Es sabido que las personas de ojos grises son celosas.
—Te dije que no estoy celosa —dijo Frankie mientras se paseaba con
rapidez por la habitación—. No podría estar celosa de uno de ellos sin sentirse
celosa de los dos. No puedo pensar en ellos por separado.
—Bueno, yo sentí celos cuando mi hermanastro se casó —dijo
Berenice—. Admito que cuando John se casó con Clorina dije que le
arrancaría a ella las orejas. Pero ya ves que no lo hice. Clorina tiene sus orejas
como todo el mundo, y ahora la quiero.
—Jota, a —dijo Frankie—. Janice y Jarvis. ¿No es extraño?
—¿Qué?
—Jota, a —repitió—. Ambos nombres comienzan con jota, a.
—¿Y qué?
Frankie caminaba en torno a la mesa de la cocina.
—Si mi nombre fuera Jane —dijo—, Jane o Jasmine.
—No entiendo adónde quieres llegar —dijo Berenice.
—Jarvis, Janice y Jasmine, ¿comprendes?
—No —dijo Berenice—. A propósito, esta mañana oí en la radio que los
franceses están arrojando a los alemanes fuera de París.
—París —repitió Frankie con tono indiferente—. Me pregunto si es ilegal
cambiarse de nombre, o añadirse un nombre.
—Por supuesto que no. No es ilegal.
—De todos modos me da igual —dijo ella—. F. Jasmine Addams.
En la escalera que conducía a su habitación había una muñeca, John
Henry la trajo a la mesa y se sentó acunándola en sus brazos.
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—¿De veras me la regalas? —dijo. Levantó el vestido de la muñeca y
palpó las bragas perfectamente imitadas y la camiseta—. La llamaré Belle.
Frankie observó a la muñeca un instante.
—No me explico qué estaría pensando Jarvis cuando me trajo esa
muñeca. ¡Imagínate, traerme una muñeca! Y Janice trató de explicarme que
ella creía que yo era una nena. Yo contaba con que Jarvis me trajera algo de
Alaska.
—Cuando abriste el paquete tu cara era todo un espectáculo —dijo
Berenice.
Era una enorme muñeca pelirroja, con ojos de porcelana que se abrían y
cerraban, y con pestañas amarillas. John Henry la tenía recostada y sus ojos
estaban cerrados, no obstante él trataba de abrírselos tirándole de las pestañas.
—¡No hagas eso! Me pone nerviosa. Quiero que te lleves esa muñeca
donde yo no la vea.
John Henry la dejó en el portal posterior donde podría recogerla al irse a
casa.
—Se llama Lily Belle —dijo.
El reloj que estaba sobre el anaquel encima de la cocina tenía un tictac
muy lento y solo eran las seis menos cuarto. Fuera de la ventana, el
resplandor todavía era intenso, amarillo y brillante. En el patio trasero, la
sombra bajo el emparrado era negra y sólida. Nada se movía. De algún lugar
lejano llegaban las notas de un silbido; era una doliente canción de agosto que
parecía no tener fin. Los minutos se hacían muy largos.
Frankie volvió a examinar su cara en el espejo de la cocina.
—Fue un grave error hacerme este corte de pelo. Debería tener una larga
cabellera rubia y brillante para la boda. ¿No te parece?
Se quedó frente al espejo y sintió miedo. Aquel era el verano del miedo
para Frankie, y se trataba de un miedo que podía medirse matemáticamente,
con lápiz y papel sobre la mesa. En agosto había cumplido doce años y cinco
partes de otro. Medía cinco pies y medio con tres cuartos de pulgada y
calzaba zapatos del número siete. Durante el último año había crecido cuatro
pulgadas, o al menos eso era lo que ella había calculado. Los odiosos chicos
de vacaciones ya le gritaban: «¿Hace frío allá arriba?». Y los comentarios de
los adultos la hacían encogerse. Si iba a alcanzar su altura definitiva al
cumplir dieciocho años, aún le quedaban cinco años y la sexta parte de otro
para seguir creciendo. Por lo tanto, de acuerdo con las matemáticas, y a no ser
que pudiera detenerse, llegaría a medir más de nueve pies de altura. ¿Y a qué
podría dedicarse una dama de más de nueve pies de alto? Sería un fenómeno.
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Cada año, a comienzos de otoño, la Exposición de Chattahoochee llegaba
al pueblo. Durante toda una semana de octubre la feria funcionaba en el
emplazamiento del parque de atracciones: había una rueda gigante, carros
coladores, un laberinto de espejos… y la casa de los fenómenos. La casa de
los fenómenos era un largo pabellón en cuyo interior se alineaban una serie de
casetas. Costaba veinticinco centavos entrar en la tienda, y allí uno podía ver
a los fenómenos, cada uno en su caseta. Al fondo de la tienda había
exhibiciones privadas, especiales, pero costaban diez centavos cada una.
Frankie había visto todos los componentes de la casa de los fenómenos.
El Gigante
La Dama Obesa
El Enano
El Negro Salvaje
El Hombre con Cabeza de Alfiler
El Niño Lagarto
El Medio-hombre Medio-mujer
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izquierdo era hombre y el lado derecho mujer. El traje del lado izquierdo era
una piel de leopardo, y el del lado derecho, un sujetador y una falda a rayas.
La mitad del rostro era oscura y con barba, y la otra mitad brillante y cubierta
de pintura. Los ojos eran extraños. Frankie había vagado por toda la tienda y
había mirado en todas las casetas. Tenía miedo de todos los fenómenos,
porque le parecía que la miraban de una manera secreta, intentando conectar
sus ojos con los de ella como para decirle: «Te conocemos». Tenía miedo de
sus penetrantes ojos de fenómenos. Los había recordado durante todos
aquellos años.
—Dudo que alguna vez se casen o vayan a una boda —dijo—. Esos
fenómenos.
—¿De qué fenómenos hablas? —dijo Berenice.
—Los de la feria —dijo Frankie—. Los que vimos allí el octubre pasado.
—Oh, esa gente.
—Me pregunto si ganarán un buen sueldo.
—¿Cómo podría saberlo? —dijo Berenice.
John Henry se cogió una falda imaginaria y tocándose con el dedo la parte
alta de la cabeza, saltó y danzó alrededor de la mesa de la cocina, como El
Hombre con Cabeza de Alfiler.
—Aquella era la chica más linda que he visto en mi vida. Nunca he visto
nada tan lindo en toda mi vida. ¿Y tú, Frankie? —dijo.
—No —repuso ella—. No me pareció bonita.
—A mí tampoco —dijo Berenice.
—¡Callaos! —exclamó John Henry—. Sí que lo era.
—Si queréis saber mi opinión —dijo Berenice—, toda esa gente de la
feria me pone la carne de gallina. Del primero al último.
Frankie observó a Berenice por el espejo y finalmente le preguntó con
lentitud:
—Y yo, ¿te pongo la carne de gallina?
—¿Tú? —preguntó a su vez Berenice.
—¿No crees que me convertiré en un fenómeno? —susurró Frankie.
—¿Tú? —volvió a preguntar Berenice—. Pues claro que no. Dios no lo
querrá.
Frankie se sintió mejor. Se miró de perfil en el espejo. El reloj dio seis
lentas campanadas y entonces ella dijo:
—¿Crees que seré bonita?
—Es posible. Si logras rebajar tus cuernos una o dos pulgadas.
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Frankie dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda y
arrastró la planta del pie derecho por el suelo. Sintió que una astilla se le
clavaba debajo de la piel.
—¿Lo dices en serio?
—Creo que cuando te desarrolles estarás muy bien. Si es que aprendes a
comportarte.
—Pero para este domingo —dijo Frankie—; quiero hacer algo para
mejorar mi aspecto antes de la boda.
—Para comenzar, aséate. Debes restregarte los codos y acicalarte. Estarás
muy bien.
Frankie se miró por última vez al espejo y luego se alejó. Pensó en su
hermano y en su novia y sintió dentro de ella una tensión que no cejaba.
—No sé qué hacer. Quiero morirme.
—¡Pues entonces, muérete! —dijo Berenice.
—¡Muérete! —repitió John Henry.
—Vete a casa —dijo Frankie a John Henry.
Este se quedó de pie, cruzando sus grandes rodillas, y con su manecita
sucia apoyada en el borde blanco de la mesa, pero no se movió.
—Ya me has oído —dijo Frankie.
Le hizo una mueca terrible y agarró la sartén que colgaba sobre la cocina.
Lo persiguió tres veces alrededor de la mesa, y luego hasta el vestíbulo y la
puerta principal. Corrió el pestillo de la puerta y volvió a gritar:
—¡Vete a casa!
—¿Por qué haces eso? —dijo Berenice—. Eres demasiado malvada para
seguir viviendo.
Frankie abrió la puerta que daba a la escalera que subía hacia su
dormitorio. Se sentó en uno de los primeros peldaños. La cocina estaba
silenciosa, triste y febril.
—Lo sé —dijo—. Trataré de estar un rato sentada aquí, sola, y de volver a
pensar en todo.
Aquel fue el verano en que Frankie se sintió harta de ser Frankie. Se
odiaba a sí misma. Se había vuelto una holgazana y una inútil que se pasaba
la mayor parte del tiempo en la cocina: era sucia, glotona, malvada y triste.
Además de ser demasiado perversa para seguir con vida, era una criminal. Si
las autoridades supieran la verdad, sería llevada a la corte de justicia y
encerrada en la cárcel. Sin embargo, Frankie no siempre había sido una
criminal y una completa inútil. Hasta abril de aquel año, durante todos los
anteriores años de su vida, había sido como todo el mundo: pertenecía a un
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club y estaba en séptimo grado en la escuela; trabajaba para su padre los
sábados por la mañana, y todos los sábados por la tarde iba al cine. No era el
tipo de persona a la que se le pudiera ocurrir tener miedo. Por la noche dormía
en la misma cama que su padre, pero no porque temiera a la oscuridad.
Sin embargo, la primavera de ese año fue una estación larga y extraña.
Las cosas empezaron a cambiar y Frankie no comprendía este cambio.
Después de los monótonos días grises de invierno, los vientos de marzo
comenzaron a golpear los cristales de las ventanas y las nubes se apilaban
blancas en el cielo azul. Aquel año, abril llegó con súbito sigilo, y el verde de
los árboles fue un verde fogoso y resplandeciente. Las pálidas wistarias
florecieron por todo el pueblo y más tarde las flores fueron cayendo en
silencio. Había algo en los árboles verdes y en las flores de abril que llenaba a
Frankie de tristeza. Ignoraba la causa, pero debido a ella empezó a pensar que
debía abandonar el pueblo. Leyó las noticias de la guerra, pensó en el mundo
e hizo la maleta para irse; sin embargo, no sabía adónde ir.
Aquel fue el año en que Frankie pensó en el mundo. Aunque no lo veía
como el globo terráqueo de la escuela, con los países bien delineados y de
diferentes colores. Pensaba en el mundo como en algo enorme, agrietado y a
la deriva, girando a miles de millas por hora. El libro de geografía de la
escuela resultaba anticuado; en el mundo los países ya no eran los mismos.
Frankie leía en el periódico las noticias de la guerra; pero había tantos lugares
con nombres extranjeros, y la guerra se desarrollaba con tal rapidez, que a
veces se quedaba sin entender lo que sucedía. Fue el verano en que Patton
expulsaba a los alemanes de Francia. Y también peleaban en Rusia y en
Saipán. Ella veía las batallas y los soldados. Pero como eran demasiadas
batallas, no podía ver mentalmente a esos millones y millones de soldados al
mismo tiempo. Veía un soldado ruso oscuro y helado, con un fusil congelado,
sobre la nieve rusa. Un soldado japonés con ojos oblicuos, en una isla
selvática, deslizándose entre las verdes enredaderas. Veía Europa, gente
colgada de los árboles, los barcos de guerra y los mares azules.
Cuatrimotores, ciudades incendiándose, y un soldado con casco de acero que
reía. A veces estas imágenes de la guerra y el mundo giraban en su cabeza
hasta marearla. Mucho tiempo atrás había vaticinado que la guerra se ganaría
en dos meses; pero ya no sabía qué pensar. Quería ser un chico para alistarse
en la marina. Soñaba con pilotar aeroplanos y ganar medallas de oro por su
valor. Pero no podía ir a la guerra y a ratos esto la hacía sentirse inquieta y
deprimida. Decidió donar sangre a la Cruz Roja; quería dar un cuarto de litro
cada semana, para que su sangre corriera a través del mundo, en las venas de
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los australianos y de los combatientes franceses y chinos, porque eso la hacía
sentirse pariente cercana de todos ellos. Le parecía oír a los médicos del
ejército decir que la sangre de Frankie Addams era la más roja y la más
potente que habían visto. Y se imaginaba que en el futuro, muchos años
después de la guerra, se encontraría con soldados que llevaban su sangre y
que le dirían que le debían la vida; que no la llamarían Frankie, sino Addams.
Pero este plan de donar su sangre no se pudo llevar a cabo. La Cruz Roja no
aceptó su sangre. Era demasiado joven. Frankie se enfureció con la Cruz
Roja; pero renunció a su propósito. El solo hecho de pensar en el mundo
durante largo rato le hacía sentir miedo. No la intimidaban los alemanes, ni
las bombas, ni los japoneses. Tenía miedo de la guerra porque no la incluían,
y porque en cierta forma, el mundo parecía estar aislado de ella.
Por lo tanto, llegó a la conclusión de que debía abandonar el pueblo e irse
lejos. La tardía primavera de aquel año fue penosa y demasiado intensa. Las
largas tardes florecían y se prolongaban, y toda su verde dulzura resultaba
repugnante. El pueblo empezó a herir a Frankie. Los acontecimientos tristes y
terribles nunca la hacían llorar; sin embargo, en aquella estación muchas
cosas la pusieron al borde de las lágrimas. A veces, muy temprano por la
mañana, salía al patio y observaba largo rato el cielo del amanecer. Era como
si de su corazón surgiera una pregunta y el cielo se negase a responderla.
Algunas cosas en las cuales nunca había reparado antes comenzaron a
afectarla: las luces del hogar vistas desde la acera por la noche, o alguna voz
desconocida en un callejón. Observaba las luces y escuchaba la voz, sintiendo
que algo en su interior se ponía en estado de alerta y a la expectativa. Pero las
luces se apagaban, la voz enmudecía, y a pesar de hallarse a la espera no
sucedía nada más. Temía a estas cosas que de súbito la hacían preguntarse
quién era ella, qué iba a ser en este mundo, y por qué estaba tan quieta en ese
momento mirando la luz, escuchando, o contemplando el cielo totalmente
sola. Tenía miedo y sentía una extraña tensión en su pecho.
Una noche de abril, cuando ella y su padre se iban a la cama, él la miró de
pronto y le dijo:
—¿Quién es esta chica grandullona, piernilarga y desmañada, que ya tiene
doce años y todavía quiere dormir con su viejo papá?
Ahora era demasiado mayor para dormir con su padre. Tuvo que irse a
dormir sola en la habitación de arriba. Comenzó a sentir rencor contra su
padre y solían mirarse uno al otro de soslayo. No le agradaba estar en casa.
Salía por el pueblo y todo cuanto veía y oía le llegaba a retazos mientras
la tensión dentro de ella no cedía. Siempre que trataba de hacer algo le salía
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mal. Solía llamar a su mejor amiga, Evelyn Owen, quien tenía un traje de
fútbol y un mantón español; una se ponía el traje de fútbol, la otra el mantón
español, e iban juntas a la tienda de todo a diez centavos. Sin embargo eso
siempre resultaba un error o no era lo que Frankie quería. O, a veces, en la
pálida luz primaveral, cuando se aspiraba en el aire el aroma dulce y amargo
de polvo y de flores; en las noches con ventanas iluminadas y largas y lentas
llamadas para la cena, cuando los vencejos se reunían y giraban sobre el
pueblo, para luego volar hacia algún sitio en el que todos vivían y dejaban el
cielo ancho y vacío; después de los largos atardeceres de aquella estación,
cuando Frankie ya había caminado por todas las aceras del pueblo, una
tristeza de jazz estremecía sus nervios y oprimía su corazón casi hasta
paralizarlo.
Y como no podía librarse de este peso que se acumulaba en su interior, se
apresuraba a hacer cualquier cosa. Llegaba a casa, se ponía el cubo del carbón
sobre la cabeza, como si fuera el sombrero de un loco, y daba vueltas en torno
a la mesa de la cocina. Hacía todo lo que se le ocurría pero siempre resultaba
algo fuera de lugar y no era en absoluto lo que ella hubiera querido. Después
de hacer estas cosas inadecuadas y tontas, asqueada y vacía se paraba en la
puerta de la cocina y decía:
—Quisiera echar abajo este pueblo.
—Pues échalo abajo pero deja de rondar por aquí todo el tiempo con esa
cara lúgubre. Haz algo.
Finalmente empezaron las dificultades.
Hizo cosa que le crearon problemas. Infringió la ley. Y habiéndose vuelto
una criminal volvió a infringirla una y otra vez. Sacó la pistola del cajón del
escritorio de su padre, la llevó por todo el pueblo, y disparó los cartuchos en
un descampado. Se convirtió en una ladrona: robó un cuchillo de triple hoja
en los almacenes Sears y Roebuck. Un sábado por la tarde cometió un pecado
secreto y desconocido. En el garaje de los MacKean, Barney MacKean y ella
cometieron un extraño pecado, pero ella ignoraba hasta qué punto era malo.
Ese pecado le provocaba un espasmo de náusea en el estómago y le hizo
temer la mirada de todo el mundo. Le hizo sentir odio por Barney y deseos de
matarlo. A veces, cuando estaba sola en la cama durante la noche, planeaba
dispararle con la pistola o clavarle un cuchillo entre los ojos.
Evelyn Owen, su mejor amiga, se marchó a vivir a Florida, y Frankie ya
no tuvo con quien jugar. La prolongada y floreciente primavera terminó, y en
el pueblo el verano fue feo, solitario y muy ardiente. Sus deseos de abandonar
el pueblo crecían día a día: escapar a Sudamérica, a Hollywood, o a Nueva
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York. Y a pesar de que hizo su maleta varias veces, nunca decidió a cuál de
estos lugares iría ni cómo podría llegar hasta ellos.
Por lo tanto, se quedó en casa; pasaba todo el tiempo en la cocina y el
verano parecía no terminar nunca. En esos días de canícula llegó a medir
cinco pies con cinco pulgadas y tres cuartos, se transformó en una mayúscula
holgazana, alta y glotona, y se hizo tan malvada que realmente no merecía
estar viva. Sentía miedo, aunque no como antes. Solo le quedaba el temor a
Barney, a su padre y a la ley. Pero incluso estos miedos acabaron por
desaparecer y, después de mucho tiempo, el pecado cometido en el garaje de
los MacKean le pareció algo ajeno a ello, algo que solo recordaba en sueños.
Y dejó de pensar en su padre y en la ley. Se refugió en la cocina junto a John
Henry y Berenice. Dejó de pensar en la guerra y en el mundo. Ya nada la
hería, lodo le daba lo mismo. No volvió a quedarse sola en el patio posterior
para contemplar el cielo. No prestaba atención a los sonidos y las voces del
verano, ni caminaba por las calles del pueblo por la noche, no dejaba que las
cosas la entristecieran, y se tornó indiferente. Comía, escribía obras de teatro,
se ejercitaba en el lanzamiento de cuchillos contra el costado del garaje, y
jugaba al bridge en la mesa de la cocina. Cada día era igual al anterior, solo
que más largo, y ya nada la hería.
Por eso aquel domingo, cuando sucedió aquello, cuando su hermano y su
novia llegaron a casa, Frankie comprendió que todo había cambiado; pero
ignoraba qué había ocurrido y qué le pasaría en el futuro. Y a pesar de que
intentó hablar de esto con Berenice, ella tampoco lo sabía.
—Cuando pienso en ellos —dijo—, siento una especie de dolor.
—Entonces, no pienses; no has hecho más que hablar de ellos toda la
tarde.
Frankie se sentó en el primer peldaño de la escalera que conducía a su
habitación, mirando hacia la cocina. Sin embargo aunque aquello le producía
una especie de dolor no podía dejar de pensar en la boda. Recordó el aspecto
de su hermano y de la novia cuando aquella mañana a las once entraron en la
sala. Se hizo un súbito silencio en la casa, porque Jarvis apagó la radio al
entrar. Después de aquel largo verano en que la radio sonaba día y noche sin
parar y ya nadie le prestaba atención, ese extraño silencio desconcertó a
Frankie. Venía del vestíbulo y se quedó en el umbral; la primera mirada a su
hermano y a su novia le estremeció el corazón. Verlos juntos le producía una
sensación desconocida. Era algo así como las sensaciones de la primavera,
solo que más inesperada e intensa. Sentía la misma tensión y experimentaba
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el mismo extraño temor. Frankie estuvo pensando hasta que la cabeza le dio
vueltas y se le durmió un pie.
—¿Cuántos años tenías cuando te casaste con tu primer marido?
—preguntó entonces a Berenice.
Mientras Frankie se hallaba sumida en sus pensamientos, Berenice se
había puesto su ropa dominguera, y ahora estaba sentada leyendo una revista.
Esperaba a Honey y a T. T. Williams que vendrían a buscarla a las seis de la
tarde. Los tres irían a cenar al Nuevo Salón de Té Metropolitano, y luego
pasearían juntos por el pueblo.
Al leer, Berenice movía los labios dando forma a cada palabra. Su ojo
oscuro apuntó hacia Frankie cuando esta habló, pero como Berenice no alzó
la cabeza, pareció que el ojo azul de cristal continuaba leyendo la revista. Esta
expresión ambigua molestó a Frankie.
—Tenía trece años —dijo Berenice.
—¿Por qué te casaste tan joven?
—Porque lo deseaba —dijo Berenice—. Tenía trece años y desde
entonces no he crecido ni una pulgada.
Berenice era muy baja. Frankie la miró detenidamente y preguntó:
—¿Acaso el matrimonio impide seguir creciendo?
—Así es —dijo Berenice.
—No lo sabía —dijo Frankie.
Berenice se había casado cuatro veces. Su primer marido fue Ludie
Freeman, un albañil, y era el que ella prefería de los cuatro. Este le había
regalado una piel de zorro y en cierta ocasión habían ido a Cincinnati y
habían visto la nieve. Berenice y Ludie Freeman vivieron todo un invierno
nevado en el norte. Se amaban y estuvieron cansados nueve años; hasta un
mes de noviembre en que él enfermó y murió. Los otros tres maridos eran
todos malos; cada uno peor que el precedente, y Frankie se deprimía solo de
oír hablar de ellos. El primero fue un lamentable y viejo bebedor
empedernido. El siguiente enloqueció estando con Berenice: hacía desatinos,
por la noche soñaba que comía, y en una oportunidad se tragó una punta de la
sábana; entre una cosa y otra trastornó a tal punto a Berenice que tuvo que
abandonarlo. El último de todos fue terrible. Le sacó un ojo a Berenice y le
robó todos sus muebles, ella tuvo que hacerlo perseguir por la justicia.
—¿Todas las veces te casaste con velo? —preguntó Frankie.
—Dos veces con velo —contestó Berenice.
Frankie no podía estarse quieta. Caminaba alrededor de la mesa de la
cocina, aunque tenía una astilla en el pie derecho y cojeaba, con los pulgares
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enganchados en el cinturón, y con la camiseta húmeda y pegada al cuerpo.
Finalmente, abrió el cajón de la mesa de la cocina y cogió un largo y afilado
cuchillo de carnicero. Luego se sentó y colocó el tobillo del pie dolorido
sobre la rodilla izquierda. La planta de su pie era larga y angosta, estaba
plagada de ásperas cicatrices blancas, pues todos los veranos Frankie pisaba
muchos clavos; tenía los pies más duros del pueblo. Podía cortarse láminas de
piel amarillenta, como de cera, de la planta de los pies, sin que le doliera
demasiado; algo que sería muy doloroso para otras personas. Pero no
comenzó a hurgar y a buscar la astilla de inmediato; se limitó a permanecer
sentada, con el tobillo sobre la rodilla y el cuchillo en la mano derecha,
mirando a Berenice a través de la mesa.
—Dime —le dijo—, dime exactamente cómo fue.
—¡Pero si ya lo sabes! —respondió Berenice—. Tú misma los viste.
—Vamos, dímelo —insistió Frankie.
—Será la última vez —dijo Berenice—. Tu hermano y su novia llegaron a
última hora de la mañana y tú y John Henry acudisteis corriendo desde el
patio posterior para verlos. Y de repente te vi regresar a la carrera, atravesar la
cocina y subir a tu habitación. Bajaste con tu vestido de organdí y con una
gruesa capa de lápiz labial de oreja a oreja. Después todos os sentasteis en la
sala. Hacía calor. Jarvis trajo al señor Addams una botella de whisky, y ellos
bebieron licor mientras tú y John Henry bebíais limonada. Después de comer
tu hermano y su novia tomaron el tren de las tres, de vuelta a Winter Hill. La
boda será el próximo domingo y eso es lodo. ¿Estás satisfecha?
—Me siento tan desilusionada de que no hayan podido quedarse más
tiempo. Al menos a pasar la noche, después de esta ausencia tan larga de
Jarvis. Pero supongo que querrán estar juntos lodo lo posible. Jarvis dijo que
debía rellenar algunos papeles del ejército en Winter Hill. —Respiró
profundamente—. Me pregunto adónde irán después de la boda.
—Se irán en luna de miel. Tu hermano tendrá algunos días de licencia.
—Me pregunto dónde será la luna de miel.
—Vaya, eso sí que no lo sé.
—Dime —insistió Frankie—. ¿Qué aspecto tenían exactamente?
—¿Qué aspecto tenían? —repuso Berenice—. Me pareció que su aspecto
era de lo más natural. Tu hermano es un chico blanco, rubio y guapo. Y la
chica es más bien morena, pequeña y bonita. Hacen una linda pareja de
blancos. Tú misma los viste, tonta.
Frankie cerró los ojos, y aunque no podía formarse una imagen de ellos,
sentía que la abandonaban. Los sentía a los dos juntos en el tren, alejándose
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cada vez más de ella. Ellos eran ellos, y la dejaban; y ella era ella y se había
quedado sola junto a la mesa de la cocina. Sin embargo, una parte suya estaba
con ellos; podía sentir esa parte suya alejándose cada vez más; cada vez más,
de tal modo que una angustia creciente se apoderó de ella llevándosela más y
más lejos; hasta que la Frankie que quedaba en la cocina no fue más que una
vieja cáscara tirada junto a la mesa.
—Es tan extraño —dijo.
Se inclinó sobre la planta del pie y en su rostro había algo húmedo, como
lágrimas o gotas de sudor; resopló y comenzó a hacerse un corte en el pie para
sacar la astilla.
—¿No te duele? —preguntó Berenice.
Frankie movió la cabeza, pero no respondió. Después de un momento
dijo:
—¿Has conocido alguna vez a personas a quienes luego recuerdas más
como una sensación que una imagen?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir esto —contestó Frankie lentamente—: los vi muy bien.
Janice llevaba un vestido verde y finos zapatos verdes de tacón alto. Iba
peinada con un moño, su pelo era oscuro, y un mechón le había quedado
suelto. Jarvis se sentó a su lado en el sofá. Llevaba su uniforme color castaño,
estaba tostado por el sol y muy limpio. Son las dos personas más
encantadoras que he visto en mi vida. Sin embargo, me parece que no pude
ver de ellos todo lo que quería. Mi cerebro no logró abarcarlo todo con la
suficiente rapidez como para retenerlo. Y un momento después ya se habían
ido. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Te estás haciendo daño —dijo Berenice—. Lo que necesitas es una
aguja.
—Mis pies no me importan nada —dijo Frankie.
No eran más que las seis y media y los minutos de aquella tarde brillaban
como espejos. Afuera ya no se oía ningún silbido y en la cocina todo estaba
inmóvil. Frankie se hallaba sentada frente a la puerta de acceso al porche de
atrás. En una esquina de la puerta había un orificio cuadrado para que entrase
el gato, y cerca de él, un platillo con leche agria. Al comenzar la canícula, el
gato de Frankie se marchó. La canícula es un período al final del verano,
cuando por regla general no sucede nada; pero si se produce algún cambio,
este dura hasta que esos «días de perro» se han acabado. Las cosas que se
hacen no se pueden deshacer, y si se ha cometido un error, ya no puede ser
corregido.
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Durante aquel agosto, Berenice se rascó una picada de mosquito en la
parte interior de su brazo derecho, y esta se transformó en una herida: esa
herida no sanaría hasta que terminasen los «días de perro». Dos diminutas
familias de mosquitos de agosto eligieron el extremo de un ojo de John Henry
para instalarse, y aunque él a menudo movía la cabeza y parpadeaba, los
mosquitos no se iban. Luego desapareció Charles. Frankie no lo vio
abandonar la casa y alejarse, pero el catorce de agosto, cuando lo llamó para
darle la cena, no vino porque ya se había marchado. Lo buscó por todas partes
y envió a John Henry a gritar su nombre por todas las calles del pueblo. Pero
era la época de los «días de perro» y Charles no volvió. Cada tarde Frankie
decía exactamente las mismas palabras a Berenice, y la respuesta de Berenice
era siempre la misma, las palabras llegaron a convertirse en una especie de
insignificante y fea cancioncilla que repetían de memoria.
—Si por lo menos supiera adónde se ha ido.
—Deja ya de preocuparte por ese viejo gato callejero. Ya te he dicho que
no volverá.
—Charlie no es un gato callejero. Es casi un persa puro.
—Tan persa como yo —decía Berenice—. Ya no verás más a ese viejo
gato callejero. Se ha ido en busca de amistades.
—¿En busca de amistades?
—Claro que sí. Se ha ido en busca de una amistad femenina.
—¿De veras lo crees?
—Naturalmente.
—Pero, entonces, ¿por qué no trae a su amiga a casa? Debería saber que
yo me sentiría feliz de tener toda una familia de gatos.
—Nunca volverás a ver a ese gato callejero.
—Si por lo menos supiera adónde ha ido.
Y así, cada tarde melancólica, sus voces parecían mellarse una a la otra,
repitiendo las mismas palabras, hasta el punto de sugerirle a Frankie una rima
sin sentido recitada por dos locas. Siempre terminaba diciendo a Berenice:
«Me parece que todo se aleja y me abandona». Y entonces apoyaba la cabeza
sobre la mesa y sentía miedo.
Pero, aquella tarde, de pronto Frankie lo cambió todo. Se le ocurrió una
idea, dejó el cuchillo y se levantó de la mesa.
—Ya sé lo que tengo que hacer —dijo inesperadamente—. Escúchame.
—Sí, te oigo.
—Debo notificarlo a la policía. Ellos encontrarán a Charles.
—Yo no haría eso —dijo Berenice.
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Frankie fue hacia el teléfono del vestíbulo y explicó a la policía lo
sucedido con su gato.
—Es casi un persa puro —dijo—, aunque su pelaje es corto. Es de un tono
gris encantador, con una mancha blanca en el cuello. Responde al nombre de
«Charles», pero si no responde a ese nombre, también pueden llamarlo
«Charlina». Yo me llamo señorita F. Jasmine Addams, y mi dirección es
Grove Street 124.
Cuando regresó, Berenice se reía con gorjeos agudos y suaves.
—¡Vaya! Vendrán aquí, te atarán y te arrastrarán hasta Milledgeville. Ya
veo a los gordos policías vestidos de azul persiguiendo gatos viejos por los
callejones y gritando: «Oh, Charles, oh, Charlina, ven aquí». Santo Dios.
—Oh, cállate —dijo Frankie.
Berenice estaba sentada a la mesa; había dejado de reír y hacía girar su
ojo negro de una manera burlona mientras vertía el café en un platillo de
porcelana blanca, para que se enfriase.
—Al mismo tiempo, no veo que pueda ser una buena idea bromear con la
policía, sea cual sea el motivo.
—Yo no estoy bromeando con la policía.
—Acabas de darles tu nombre y el número de tu casa. Podrán pescarte
cuando quieran.
—¡Que lo intenten! —dijo Frankie furiosa—. ¡No me importa! ¡No me
importa! —Y de pronto sintió que no le importaba que todos se enterasen de
si era o no una criminal—. Que vengan a buscarme; me da lo mismo.
—Solo me estaba burlando de ti —dijo Berenice—. Lo que te ocurre es
que has perdido el sentido del humor.
—Tal vez estaría mejor en la cárcel.
Frankie caminó alrededor de la mesa sintiendo como se alejaban. El tren
iba hacia el norte. Milla tras milla se iban alejando; estaban cada vez más
lejos del pueblo, y a medida que avanzaban en dirección al norte, el aire
empezó a refrescar y todo se hizo oscuro, con una oscuridad semejante a la
del invierno. El tren trepaba por las colinas y su silbido tenía un lamento
invernal; milla tras milla se alejaban. Se ofrecían el uno al otro una caja
comprada en una confitería, llena de chocolates envueltos en papeles de
colores, mientras observaban los campos invernales que se perdían a través de
la ventanilla. Ahora ya estaban muy pero muy lejos del pueblo, y pronto
llegarían a Winter Hill.
—Siéntate —dijo Berenice—; me pones nerviosa.
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De repente Frankie se echó a reír. Se enjugó el rostro con el dorso de la
mano y regresó a la mesa.
—¿Oíste lo que Jarvis dijo?
—¿Qué?
Frankie reía y reía.
—Hablaban sobre si votarían a C. P. MacDonald, y Jarvis dijo: «Yo no
votaría por ese bribón ni aunque se tratase de elegir a un guarda de la
perrera». Nunca oí nada tan ingenioso en toda mi vida.
Berenice no se rio. Su ojo oscuro miró a un rincón, captó el chiste con
rapidez y volvió a mirar a Frankie. Berenice llevaba un vestido de crespón
rosado y sobre la mesa había dejado un sombrero con una pluma también
rosada. Su ojo de cristal azul hacía que el sudor en su cara adquiriera un tono
azulado. Berenice acariciaba la pluma del sombrero.
—¿Ya sabes el comentario de Janice? —preguntó Frankie—. Cuando
papá hizo alusión a lo que yo había crecido, dijo que yo no le parecía tan
enormemente alta. Dijo que ella dio el mayor estirón antes de cumplir trece
años. ¡Lo dijo, Berenice!
—¡Muy bien! De acuerdo.
—Dijo que yo tenía unas proporciones estupendas, y que probablemente
ya no crecería más. Dijo que las modelos y las estrellas de cine…
—No lo dijo —aclaró Berenice—. La oí. Solo comentó que tú
probablemente ya habías alcanzado la estatura definitiva, pero no agregó nada
más. Al escucharte a ti cualquiera creería que ella es una especialista en este
tema.
—Ella dijo…
—Este es un grave defecto tuyo, Frankie. Alguien hace un comentario sin
importancia y tú lo transformas en tu mente de tal manera que nadie lo
reconocería. Tu tía Pet comentó a Clorina que tenías buenos modales, y
Clorina te lo dijo a ti. Pero sin adornarlo. Y después me entero de que andas
pavoneándote por todas partes, diciendo que la señora West opina que tú
tienes los mejores modales del pueblo, que deberías ir a Hollywood y no sé
cuántas cosas más. Aumentas el menor cumplido que te hacen. Cuando se
trata de algo malo haces lo mismo. Arreglas y cambias demasiado las cosas
en tu imaginación. Y eso es una falta grave.
—Deja ya de sermonearme —dijo Frankie.
—No te estoy sermoneando. Es la pura verdad.
—Lo admito en parte —dijo Frankie finalmente. Cerró los ojos y la
cocina quedó en silencio. Sentía el latido de su corazón, y cuando habló, su
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voz era un susurro—. Necesito saber esto: ¿Crees que causé buena impresión?
—¿Impresión? ¿Impresión?
—Sí —dijo Frankie con los ojos todavía cerrados.
—Pero cómo podría saberlo yo —dijo Berenice.
—Quiero decir, cómo actué, qué hice…
—Bueno, no hiciste nada.
—¿Nada? —preguntó Frankie.
—No. Te limitaste a mirar a la pareja como si fueran fantasmas. Cuando
hablaron de la boda tus orejas se estiraron hasta alcanzar el tamaño de las
hojas de una col…
Frankie alzó la mano para tocar su oreja izquierda.
—No se estiraron —dijo con amargura. Y después de una pausa añadió—:
Algún día, al bajar la vista, verás que tu lengua larga y gorda yace arrancada
de raíz sobre la mesa. ¿Sabes lo que sentirás entonces?
—No seas tan grosera —dijo Berenice.
Frankie miró la espina en su pie con aire ceñudo. Cuando terminó de
sacarla con el cuchillo dijo:
—Eso habría hecho daño a cualquiera, menos a mí.
Y otra vez se puso a dar vueltas y vueltas alrededor de la habitación.
—Tengo mucho miedo de no haber causado una buena impresión.
—¿Qué importancia tiene? —dijo Berenice—. Quisiera que Honey y T. T.
llegaran. Me pones nerviosa.
Frankie alzó el hombro izquierdo y se mordió el labio inferior. De pronto
se sentó y golpeó la frente contra la mesa.
—Vamos —dijo Berenice—. Pórtate bien.
—Vinieron y se marcharon… Se fueron y me han dejado con esta
sensación.
—¡Oh! —exclamó finalmente Berenice—. Te apuesto lo que quieras a
que sé una cosa.
En el silencio de la cocina dio cuatro taconazos en el suelo: uno, dos,
tres… bang. Su ojo vivo lucía oscuro y burlón; continuó dando golpecitos con
el tacón y comenzó a entonar, siguiendo aquel ritmo, con su oscura voz de
jazz, algo parecido a una canción.
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—Basta —dijo Frankie.
Berenice siguió y siguió y su voz tenía un ritmo parecido al del corazón que
palpita en la cabeza cuando uno tiene fiebre. Frankie se sintió mareada y
cogió el cuchillo que estaba sobre la mesa.
—¡Más vale que te calles!
Berenice enmudeció súbitamente. De forma inesperada la cocina quedó
silenciosa y llena de aprensión.
—Suelta ese cuchillo.
—Oblígame a hacerlo.
Apoyó un extremo del cuchillo en la palma de su mano y dobló
lentamente la hoja. El cuchillo era flexible, afilado y largo.
—¡Suéltalo, DEMONIO!
Pero Frankie se puso de pie y apuntó con cuidado. Tenía los ojos
semicerrados y el contacto con el cuchillo hizo que sus manos dejaran de
temblar.
—¡Atrévete a lanzarlo! —dijo Berenice—. ¡Atrévete!
En toda la casa reinaba el silencio. La casa desierta parecía esperar. Y de
pronto se oyó el silbido del cuchillo al cortar el aire y el golpe de la hoja al
clavarse. El cuchillo dio en medio de la puerta de la escalera y allí se quedó
temblando. Ella lo miró hasta que estuvo inmóvil.
—Soy la mejor lanzadora de cuchillos de este pueblo —dijo. Berenice,
que estaba detrás de ella, no contestó—. Si organizaran un campeonato, yo
ganaría.
Frankie arrancó el cuchillo de la puerta y lo dejó sobre la mesa de la
cocina. Luego se escupió en la palma y se restregó las manos.
—Frankie Addams, estás haciendo eso con demasiada frecuencia —dijo
Berenice.
—Nunca yerro por más de unas pulgadas.
—Ya sabes lo que tu padre ha dicho respecto al lanzamiento de cuchillos
en esta casa.
—Te advertí que no me fastidiaras.
—Tú no puedes vivir en una casa —dijo Berenice.
—No viviré por mucho tiempo más en esta. Me iré de aquí.
—Eso sería librarse de un mal crónico —dijo Berenice.
—Espera. Ya lo verás. Me iré del pueblo.
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—¿Y adónde piensas irte?
Frankie miró a todos los rincones de la habitación y dijo:
—No lo sé.
—Yo sí lo sé —dijo Berenice—. Vas camino de volverte loca. Es allí
adonde irás.
—No —repuso Frankie. Se quedó inmóvil, miró en torno suyo, a las
paredes garabateadas caprichosamente y luego cerró los ojos—. Iré a Winter
Hill. Iré a la boda. Y juro por Cristo y por mis ojos que no volveré aquí nunca
más.
No había estado segura de que lanzaría el cuchillo hasta que este se clavó
y quedó temblando en la puerta de la escalera. Y tampoco supo que diría esas
palabras hasta después de haberlas pronunciado. El juramento era tan
inesperado como el cuchillo, y sintió que se clavaba en ella y se quedaba allí
temblando. Una vez que las palabras se hubieron acallado, volvió a hablar.
—No volveré aquí después de la boda.
Berenice echó hacia atrás los húmedos mechones de pelo en la frente de
Frankie y por fin preguntó:
—Dulzura… ¿Lo dices en serio?
—¡Por supuesto! —exclamó Frankie—. ¿Crees que habría jurado como lo
he hecho solo para decirte una mentira? Berenice, a veces pienso que tardas
más en comprender que cualquier otra persona en el mundo.
—Sin embargo —dijo Berenice—, dices que no sabes adónde irás. Te vas
pero no sabes adónde. Eso para mí no tiene el menor sentido.
Frankie se quedó quieta mirando de arriba abajo las cuatro paredes de la
habitación. Pensó en el mundo y lo sintió girar veloz y a la deriva; pero más
rápido, más a la deriva, y más grande que antes. Las imágenes de la guerra
surgieron de golpe y se arremolinaron en su mente. Vio islas brillantes, llenas
de flores, y un país junto al mar del norte con olas grises en la playa. Ojos
bombardeados y un arrastrar de pisadas de soldados. Tanques y un avión con
el ala rota, ardiendo y cayendo en picado por un cielo vacío. El mundo crujía
con el fragor de las batallas y daba vueltas a miles de millas por minuto. Los
nombres de muchos lugares rodaban en la mente de Frankie: China,
Peachville, Nueva Zelanda, París, Cincinnati, Roma. Pensó en el enorme
mundo que giraba hasta que sus piernas empezaron a temblar y las palmas se
le llenaron de sudor. Sin embargo, continuaba sin saber adónde iría.
Finalmente dejó de mirar las cuatro paredes de la cocina y dijo a Berenice:
—Siento como si me hubieran quitado toda la piel. Quisiera poder
comerme un buen helado de chocolate.
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Berenice, que tenía las manos sobre los hombros de Frankie, meneó la
cabeza y miró con su ojo vivo, semicerrado, el rostro de la chica.
—Sin embargo —continuó Frankie—, cada palabra que te he dicho es la
más absoluta verdad: no volveré a entrar aquí después de la boda.
Se oyó un ruido y, al volverse, vieron que Honey y T. T. Williams estaban
parados en el umbral. A pesar de ser su medio hermano, Honey no se parecía
en nada a Berenice, y más bien daba la impresión de que provenía de algún
país extranjero como Cuba o Méjico. Su piel era clara, casi color lavanda; sus
ojos eran rasgados y tranquilos, como de petróleo; y su cuerpo flexible.
Detrás estaba T. T. Williams, que era muy grande y muy negro, tenía el pelo
gris y era aún más viejo que Berenice; llevaba un traje dominguero y una
insignia roja en el ojal. T. T. Williams era un pretendiente de Berenice, un
hombre de color, adinerado, que poseía un restaurante para negros. Honey era
un enclenque; lo habían rechazado en el ejército y trabajó en un pozo de ripio
hasta que se le rompió algo dentro y no pudo hacer más trabajos pesados. Los
tres se veían muy juntos y oscuros en la puerta.
—Por qué entráis con tanto sigilo —dijo Berenice—. No os he sentido.
—Tú y Frankie estabais muy ocupadas discutiendo algo —dijo T. T.
—Estoy lista para partir. Hace rato que lo estoy. ¿No queréis comer un
bocado antes?
T. T. Williams miró a Frankie y restregó los pies. Era muy educado, le
gustaba quedar bien con todo el mundo y siempre quería hacer lo correcto.
—Frankie no es una chismosa —dijo Berenice—. ¿No es verdad?
Frankie ni siquiera se dignó responder a tal pregunta. Honey vestía un
traje de rayón rojo oscuro, y ella le dijo:
—Llevas un traje muy bonito, Honey. ¿Dónde lo compraste?
Honey sabía hablar como un maestro de escuela blanco; sus labios color
lavanda podían moverse rápidos como mariposas. Sin embargo, contestó con
una palabra típica de negro, un sonido oscuro salido de la garganta y que
podía significar cualquier cosa.
—Ahhnnh —dijo.
Las copas estaban frente a ellos sobre la mesa, junto con una botella de
alisador de cabello que contenía ginebra, y sin embargo no bebían. Berenice
hizo un comentario sobre París, y Frankie tuvo la impresión de que esperaban
que ella se marchara para empezar a beber. Se detuvo en la puerta y los miró.
No quería irse.
—¿Quieres agua con el tuyo, T. T.? —preguntó Berenice.
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Estaban juntos alrededor de la mesa y Frankie, sola en la puerta, se sentía
de más.
—Adiós a todos —dijo.
—Adiós, dulzura —dijo Berenice—. Olvídate de todas esas tonterías que
hemos estado discutiendo. Y si el señor Addams no llega cuando se haga de
noche, ve a casa de los West. Ve a jugar con John Henry.
—¿Desde cuándo tengo miedo a la oscuridad? —dijo Frankie—. Adiós.
Cerró la puerta; pero desde el otro lado le llegaban sus voces. Con la
cabeza apoyada contra la puerta de la cocina percibió un murmullo sordo que
subía y bajaba suavemente: Ayee-ayee. Y a continuación, la voz de Honey se
dejó oír por encima de la marea de voces al preguntar:
—¿Qué pasaba entre Frankie y tú cuando llegamos?
Esperó con la oreja pegada a la puerta de la cocina para captar la respuesta
de Berenice, y por fin resonaron sus palabras:
—Solo tonterías. Frankie estaba diciendo tonterías.
Siguió escuchando hasta que se fueron.
La oscuridad comenzó a invadir la casa vacía. Ella y su padre se quedaban
solos por la noche, pues Berenice se iba a su casa inmediatamente después de
la cena. En cierta oportunidad alquilaron el dormitorio que daba a la calle.
Fue un año después de morir su abuela y cuando Frankie tenía nueve años.
Alquilaron el dormitorio que daba a la calle al señor y la señora Marlowe. Lo
único que Frankie recordaba de ellos era un comentario hecho al final de su
estadía, en que se los tildaba de gente vulgar. Sin embargo, durante la
temporada que pasaron allí, Frankie se sintió fascinada por el señor y la
señora Marlowe y por su habitación. Le encantaba entrar cuando ellos no
estaban, y hurgar cuidadosamente entre sus pertenencias: el atomizador de
perfume de la señora Marlowe, su borla para polvos de color gris rosado, las
hormas de zapatos del señor Marlowe. Se marcharon de casa misteriosamente
después de una tarde en que sucedió algo que Frankie no comprendió. Era un
domingo de verano, y la puerta de los Marlowe, que daba al vestíbulo, estaba
abierta. Ella solo alcanzaba a ver una parte de la habitación, parte del tocador,
y solo los pies de la cama, donde colgaba el corsé de la señora Marlowe. Pero
se oía un ruido en la habitación que ella no logró clasificar, y cuando cruzó el
umbral, quedó muy sorprendida al ver algo que a la primera ojeada la hizo
salir corriendo hacia la cocina y gritar:
—¡Al señor Marlowe le ha dado un ataque!
Berenice atravesó corriendo el vestíbulo, pero cuando miró dentro de la
habitación, se limitó a apretar los labios y a dar un portazo.
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Y, evidentemente, se lo contó a su padre, pues aquella misma noche dijo
que los Marlowe tendrían que irse. Frankie intentó interrogar a Berenice para
averiguar qué había sucedido, pero Berenice se limitó a decir que eran gente
vulgar y añadió que, habiendo cierta persona en la casa, por lo menos
deberían cerrar la puerta. Aunque Frankie sabía que ella era esa cierta
persona, continuaba sin comprender. ¿Qué clase de ataque era?, preguntó; y
Berenice se limitó a responder: Nena, un ataque muy común. Pero Frankie se
dio cuenta, por el tono que usaba, que había algo más y no quería decírselo.
Más adelante solo recordaría a los Marlowe como gente vulgar, y que como
tales poseían objetos vulgares; por eso, cuando ya había olvidado a los
Marlowe y sus ataques, únicamente retenía su nombre, y que habían tenido
alquilada la habitación que daba a la calle, y asociaba a las personas vulgares
con borlas para polvos color gris-rosado y atomizadores de perfume. Aquel
dormitorio no volvió a alquilarse nunca más.
Frankie fue hacia el perchero del vestíbulo y se puso uno de los sombreros
de su padre. Miró en el espejo su feo y oscuro rostro. De algún modo la
conversación sobre la boda había sido equivocada. Las preguntas que hizo
aquella tarde eran equivocadas, y Berenice había bromeado al contestarlas.
No lograba saber cuáles eran en realidad sus sentimientos y se quedó allí
hasta que las sombras la hicieron pensar en fantasmas.
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Se sintió tentada de pensar en algo feo y trivial; apartó la vista del cielo y
miró su casa. Frankie vivía en la casa más fea del pueblo, sin embargo, ahora
sabía que no residiría allí por mucho tiempo. La casa se veía desierta y
oscura. Frankie dio media vuelta, caminó hasta la esquina y dobló por la acera
en dirección a la casa de los West. John Henry estaba apoyado en la
balaustrada del porche delantero, ante una ventana iluminada y esto le daba la
apariencia de una muñequita de papel negro sobre una hoja de papel amarillo.
—Hola —dijo—. Me pregunto cuándo volverá papá del centro.
John Henry no contestó.
—No quiero regresar y quedarme sola en mi casa que es tan oscura, vieja
y fea.
Se detuvo en la acera mirando a John Henry, y de pronto volvió a su
mente el ingenioso comentario político. Enganchó los pulgares en los
bolsillos de su pantalón y preguntó:
—Si tuvieras que votar en una elección, ¿a quién votarías?
La voz de John resonó clara y aguda en la noche estival.
—No sé —dijo.
—Por ejemplo, ¿votarías a C. P. MacDonald como alcalde de este pueblo?
John Henry no contestó.
—¿Lo harías?
Pero no logró hacerlo hablar. Había momentos en que John Henry no
respondía a nada de lo que se le dijera. Por lo tanto, tuvo que decirlo sin tener
un interlocutor, lo cual hizo que no sonara tan divertido.
—Yo no votaría por él ni aunque se presentase para ser elegido como
guarda de la perrera.
Empezaba a anochecer y el pueblo estaba tranquilo. Debía hacer mucho
rato que su hermano y su novia se hallaban en Winter Hill. Ya habían dejado
el pueblo atrás y ahora estaban a cien millas de allí, en una ciudad distante.
Ellos eran ellos, y estaban juntos en Winter Hill; en tanto que ella era ella,
estaba sola y se encontraba en el mismo viejo pueblo de siempre. Aquellas
largas cien millas no la entristecían ni la hacían sentirse más lejos que la
noción de que ellos eran ellos y estaban juntos, y que ella era solamente ella,
estaba lejos y se sentía sola. Y, a medida que se angustiaba con esta
sensación, de pronto surgió una idea y una explicación: «Ellos son mi
nosotros». Ayer, como en sus doce años de vida, ella solo había sido Frankie.
Había sido el yo de alguien que debía caminar y hacer cosas por sí misma.
Todos los demás tenían algún nosotros al que recurrir, todos los demás
excepto ella. Cuando Berenice decía nosotros, se refería a Honey, a Big
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Mama, a su casa o a su iglesia. El nosotros de su padre era su tienda. Todos
los miembros de clubs tienen un nosotros al que pertenecen y del que hablan.
Los soldados en el ejército dicen nosotros, y hasta los criminales de las
pandillas con cadenas. Pero la vieja Frankie carecía de un nosotros, a no ser
que ese terrible nosotros del verano, formado por ella, John Henry y Berenice,
fuera el suyo, pues era el último nosotros del mundo que ella deseaba. En
cuanto a su hermano y a su novia, en el momento en que los vio por primera
vez, comprendió aquello de: ellos son mi nosotros. Y por eso se sentía tan
rara, porque ellos estaban en Winter Hill y ella se había quedado sola. La
cáscara de la vieja Frankie, abandonada y sola en el pueblo.
—¿Por qué estás encogida de esa forma? —gritó John Henry.
—Creo que me duele algo —dijo Frankie—. Debe ser algo que he
comido.
John Henry seguía junto a la balaustrada y cogido a un poste.
—Oye —dijo ella finalmente—, ¿por qué no vienes a cenar y a pasar la
noche conmigo?
—No puedo —contestó él.
—¿Por qué?
John Henry caminó sobre la balaustrada, extendiendo los brazos para
conservar el equilibrio, con el aspecto de un pequeño cuerpo al recortarse
contra la luz amarilla de la ventana. No respondió hasta no haber llegado al
otro poste.
—Pues porque no.
—Pero ¿por qué no?
Él no respondió, y entonces, ella agregó:
—Pensé que quizás tú y yo podríamos armar mi tienda india y dormir en
el patio de atrás. Lo pasaríamos muy bien.
John Henry siguió sin decir nada.
—Somos primos hermanos. Siempre soy buena contigo. Te he hecho
muchos regalos.
Tranquilamente, y con paso ligero, John Henry desanduvo el camino
sobre la balaustrada y se quedó mirándola con un brazo alrededor del poste.
—Pero dime —gritó ella—, ¿por qué no puedes?
—Porque no quiero, Frankie —dijo finalmente.
—¡Asno estúpido! —chilló ella—. Te lo he pedido solo porque te he visto
tan feo y solo.
John Henry dio un salto desde la balaustrada. Al responderle, su voz
resonó con infantil claridad.
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—No me siento solo.
Frankie se restregó las palmas húmedas en los costados de su pantalón
corto y dijo para sí: «Ahora, da media vuelta y regresa a casa». Pero a pesar
de esta orden fue incapaz de dar la vuelta y marcharse. Aún no era totalmente
de noche. Las casas a lo largo de la calle se erguían sombrías, con luces en las
ventanas. La oscuridad se había concentrado en los árboles de tupido follaje y
a cierta distancia todo se veía borroso y gris. No obstante, todavía no era de
noche.
—Creo que algo va a suceder —dijo ella—. Hay demasiado silencio.
Siento una extraña advertencia en mis huesos. Te apuesto cien dólares a que
habrá tormenta.
John Henry la observó desde el otro lado de la balaustrada.
—Será una de esas terribles tempestades de canícula. Hasta podría haber
un ciclón.
Frankie esperaba la llegada de la noche. Y entonces empezó a sonar una
trompeta. En alguna parte del pueblo, no lejos de allí, una trompeta comenzó
a tocar blues. Una melodía lenta y melancólica. Era la trompeta triste de algún
chico negro, pero ella ignoraba de quién. Frankie escuchó tensa con la cabeza
inclinada y los ojos cerrados. Aquella melodía tenía algo que le hacía recordar
la primavera: las flores, los ojos de los desconocidos, la lluvia.
Era una melodía lenta, opaca y triste. De pronto, mientras Frankie
escuchaba, la trompeta inició una desenfrenada pieza de jazz que salía
zigzagueante en dirección al cielo, con el travieso descaro de los negros.
Hacia el final la música pareció disminuir y alejarse. Pero luego la melodía
volvió a repetir el blue del principio y parecía estar describiendo su propia y
larga temporada de pesares. Mientras estaba allí, parada en la acera donde
reinaba la oscuridad, el peso que oprimía su corazón la hizo apretar las
rodillas y, una sensación de ahogo le contrajo la garganta. Entonces, sin
previo aviso, sucedió algo increíble: exactamente en el momento en que la
melodía debía desarrollarse, la música terminó y la trompeta dejó de oírse. La
trompeta había dejado de sonar. Frankie se sintió tan perdida que no podía
salir de su asombro. Finalmente dijo a John Henry West con voz susurrante:
—Se ha detenido para sacar la saliva de su instrumento. En un instante
habrá terminado de hacerlo.
Pero la música no retomó. La música quedó interrumpida, inconclusa.
Ahora el peso que oprimía su corazón se hizo intolerable. Supo que debía
llevar a cabo algún acto de locura completamente nuevo. Se golpeó la cabeza
con el puño, pero no le sirvió de nada. Entonces comenzó a hablar en voz alta,
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aunque al principio no prestó atención a sus propias palabras, y no sabía de
antemano lo que iba a decir.
—Dije a Berenice que me iría para siempre de este pueblo y no me creyó.
A veces pienso que es la mayor estúpida del mundo. —Se quejó en voz alta y
su voz sonó quebrada y cortante como el filo de una sierra. Habló sin saber
qué palabras diría a continuación. Oía su propia voz, pero no podía captar el
sentido de sus palabras—. Tratar de hacer comprender algo a semejante
estúpida es como hablar con un bloque de cemento. No paro de decírselo y de
decírselo. Le he dicho que tengo que irme de este pueblo para siempre y que
es inevitable.
Ya no se dirigía a John Henry. Y tampoco lo veía. Él se había retirado de
la ventana iluminada, aunque continuaba escuchando desde la terraza.
Después de un rato le preguntó:
—¿Adónde?
Frankie no respondió. Se había quedado súbitamente inmóvil y callada.
Una nueva sensación se había apoderado de ella. Una sensación que tenía que
ver con la certeza de que en el fondo sabía a donde iría. Lo sabía, y en
cualquier momento el nombre del lugar aparecería en su mente. Frankie se
mordió los nudillos y esperó, pero no intentó dar con el nombre del lugar, ni
pensó en el mundo que giraba. Vio mentalmente a su hermano y a la novia y
sintió el corazón tan apretado que parecía a punto de estallar.
—¿Quieres que vaya a comer y a dormir en la tienda india contigo?
—preguntó John Henry con su aguda vocecita infantil.
—No —dijo ella.
—¡Pero si hace un rato me has invitado!
No pudo discutir con John Henry ni darle una respuesta. Porque en ese
momento Frankie comprendió. Comprendió quién era ella y cuál era su lugar
en el mundo. Súbitamente su corazón oprimido se abrió en dos mitades. Se
abrió formando dos alas. Y cuando habló su voz sonó muy segura.
—Ya sé adónde iré —dijo.
—¿Adónde? —preguntó él.
—Me iré a Winter Hill —repuso ella—. Iré a la boda.
Esperó para darle la posibilidad de decir:
—Eso ya lo sabía.
Entonces, ella dijo la inesperada verdad en voz muy alta:
—Me iré con ellos. Después de la boda en Winter Hill me iré con ellos a
donde quiera que vayan. Me iré con ellos. —Él no respondió—. Los quiero
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tanto a los dos. Iremos a todas partes juntos. Es como si toda mi vida hubiese
sabido que mi lugar está con ellos. Los quiero tanto a esos dos.
Después de decir esto no sintió la necesidad de hacerse preguntas ni se
volvió a sentir desconcertada. Abrió los ojos y ya era de noche. El cielo color
espliego por fin se había vuelto negro, las estrellas lanzaban un resplandor
oblicuo, y las sombras adquirían una apariencia deformada. Su corazón se
hallaba dividido en dos alas y nunca había visto una noche tan hermosa.
Frankie se quedó mirando el cielo. Cuando la vieja pregunta surgió ante
ella —quién era, qué lugar ocuparía en el mundo, y por qué estaba parada allí
en ese momento—, cuando la vieja pregunta volvió a ella, no se sintió dolida
ni falta de respuestas. Por fin supo quién era y comprendió adónde quería
llegar: ella amaba a su hermano y a su novia y, por lo tanto, formaba parte de
la boda. Los tres unidos recorrerían el mundo y no se separarían jamás. Por
fin, después de la temida primavera y del loco verano, ya no tenía miedo.
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Segunda Parte
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1
El día antes de la boda, fue distinto a todos los días que F. Jasmine había
vivido. Un sábado, al final del verano, mientras caminaba por el pueblo vacío,
de pronto la ciudad se abrió ante ella y experimentó la nueva sensación de que
no estaba de más. Gracias a la boda, F. Jasmine se sintió comunicada con todo
lo que veía; como uno más entre quienes aquel sábado paseaban por el
pueblo. Iba por las calles con la autoridad de una reina, pero confundida entre
la gente. Fue el día en que, desde el comienzo, el mundo ya no le pareció
separado de ella, y de improviso sintió que formaba parte de algo. Entonces
empezaron a suceder muchas cosas; aunque nada de lo que ocurría podía
sorprender a F. Jasmine, pues hasta la más mínima cosa parecía suceder de
una manera natural y mágica.
En la casa de campo de un tío de John Henry, el tío Charles, había visto a
viejas mulas con los ojos vendados girar y girar en círculo, y exprimir el jugo
de la caña de azúcar para la fabricación de jarabe. Por la monotonía del
camino recorrido aquel verano, la vieja Frankie se parecía a una mula
campesina. Se iba al centro y hurgaba en los mostradores de la tienda donde
se vendía todo a diez centavos, o se sentaba en primera fila en el cine Palace,
o pasaba el tiempo en la joyería de su padre, o en las esquinas mirando a los
soldados. Esta mañana todo era diferente. Fue a lugares a los que ni había
soñado entrar antes de aquel día. Para empezar, F. Jasmine entró a un hotel;
no era el hotel más elegante del pueblo, ni siquiera el segundo en categoría,
pero era un hotel y F. Jasmine estaba allí; aún más, estaba allí con un soldado,
y eso también era sorprendente, porque no lo había visto nunca antes de aquel
día. Si la vieja Frankie hubiese imaginado esta escena tan solo ayer, si la
hubiera podido ver como a través del periscopio de un mago, habría apretado
los labios con un gesto de incredulidad. Pero era una mañana en la que
sucedían muchas cosas; un día especial, en el que su capacidad de asombro se
hallaba alterada; lo inesperado no la sorprendía, y solo aquello largamente
conocido y familiar la llenaba de admiración.
El día comenzó cuando, al despertarse al amanecer, tuvo la sensación de
que su hermano y su novia habían pasado la noche en el fondo de su corazón;
y en lo primero que pensó fue en la boda. De inmediato, sin transición, pensó
en el pueblo. Ahora que pensaba marcharse, sentía extrañamente como si en
este último día el pueblo la llamara y la estuviese esperando. En las ventanas
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de su habitación se percibía el frío azul del amanecer. El viejo gallo de los
MacKean estaba cantando. Se vistió rápidamente, encendió la lamparilla de la
mesa de noche y el motor de afilar.
La vieja Frankie de ayer se habría sentido desconcertada, pero F. Jasmine
no; estaba familiarizada con la boda desde hacía mucho mucho tiempo. La
oscura noche que las separaba tenía algo que ver con esto. En los doce años
anteriores, cuando se producía algún cambio súbito, siempre iba acompañado
de dudas en el momento del cambio; pero después de dormir toda la noche y
al encontrarse ya en el día siguiente, el cambio no parecía repentino. Dos años
atrás, cuando Fue con los West a Port Saint Peter, en la bahía, en su primera
noche frente al océano gris y ondulado y la arena vacía, se sintió como en otro
país; caminó con los ojos semicerrados, tocando cosas que le parecían
irreales. Sin embargo, después de la primera noche, en cuanto despertó al día
siguiente, sintió que había conocido Port Saint Peter toda su vida. Lo mismo
le había sucedido con la boda. Y sin hacerse más preguntas pasó a otro
asunto.
Se sentó ante el escritorio, vistiendo solo el pantalón de su pijama a rayas
azules y blancas, enrollado por encima de las rodillas, haciendo vibrar el pie
derecho sobre el talón desnudo, y se puso a pensar sobre lo que debía hacer el
último día. Algunas cosas podía recordarlas de memoria, pero había otras que
no alcanzaba a contar con los dedos ni podía anotarlas en una lista. Para
comenzar decidió hacerse algunas tarjetas de visita con la inscripción,
Señorita F. Jasmine Addams, Licenciado, en cursiva y tamaño reducido. Por
lo tanto, se puso la visera verde, recordó unos pedazos de cartón y se metió
una pluma de escribir detrás de cada oreja. No obstante, su mente estaba
inquieta e iba de una cosa a otra. Pronto empezó a vestirse para ir al centro.
Aquella mañana se vistió cuidadosamente con su ropa mejor y más de adulta:
el traje de organdí rosado. Se pintó los labios y se perfumó con Dulce
Serenata. Su padre, que era muy madrugador, ya estaba en la cocina cuando
ella bajó.
—Buenos días, papá.
Su padre se llamaba Royal Quincy Addams y era dueño de una joyería
muy cerca de la calle principal del pueblo. Le respondió con una especie de
gruñido, pues era un adulto al que le gustaba beber tres tazas de café antes de
iniciar la primera conversación del día, y que merecía un poco de paz y
tranquilidad antes de arrimar el hombro al trabajo. F. Jasmine lo había oído
trastear en su habitación cuando ella se despertó para beber agua durante la
noche, y esta mañana estaba pálido como un queso y sus ojos enrojecidos
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tenían una expresión desolada. Era una de esas mañanas en las que se negaba
a usar platillo, porque la taza hacía ruido al chocar o no encajaba bien en él;
entonces, ponía la taza sobre la mesa o la cubierta de la cocina, hasta que todo
quedaba lleno de círculos marrones, en los cuales las moscas se apiñaban
formando silenciosos corrillos. Había un poco de azúcar en el suelo, y cada
vez que crujía al pisarlo su rostro se estremecía. Aquella mañana llevaba sus
viejos pantalones grises, una camisa azul con el cuello abierto y una corbata
suelta. Desde junio había sentido por él un secreto rencor casi inadmisible
desde la noche en que él le preguntó quién era «esa chica grandullona y
desmañada que quería seguir durmiendo con papá». Pero ya no sentía aquel
rencor. De pronto, a F. Jasmine le pareció que veía a su padre por primera
vez, y no solo como estaba en aquel momento, sino en su mente surgieron
también, entremezclándose, imágenes del pasado. El recuerdo, el cambio y la
rapidez con que esto se producía, hizo que F. Jasmine se quedara muy quieta
y con la cabeza ladeada, observándolo desde su sitio en la habitación y desde
algún lugar dentro de ella. Pero debía decirle unas cuantas cosas, y cuando
habló, su voz sonó con cierta naturalidad.
—Tengo que comprarme un vestido para la boda, zapatos y un par de
medias rosadas, transparentes.
Él la escuchó y después de pensar un momento hizo un gesto afirmativo
con la cabeza. Los copos de maíz hervían lentamente formando burbujas
azules y pegajosas; mientras tanto, ella puso la mesa, lo observó y recordó.
Acudieron a su memoria las mañanas de invierno, cuando había flores de
escarcha en los vidrios de la ventana y crepitaba el fuego de la cocina; el
aspecto de su mano oscura y áspera cuando se inclinaba sobre su hombro para
ayudarla en alguna cuestión difícil de los deberes de aritmética, que ella
siempre hacía en el último momento, recordó su voz mientras le explicaba.
También vio las noches azules de primavera, cuando su padre sentado en la
terraza delantera, con los pies apoyados en la balaustrada, bebía botellas de
cerveza helada que ella había traído desde Finny’s Place. Lo vio inclinado
sobre su mesa de trabajo en la tienda, mojando la diminuta cuerda de un reloj
en gasolina, o silbando mientras observaba con su lupa de relojero el interior
de una máquina. Los recuerdos acudían de manera desordenada y formaban
un remolino; cada uno estaba coloreado según la estación, y por primera vez
pudo mirar hacia atrás los doce años de su vida y verlos como un todo en la
distancia.
—Te escribiré, papá —dijo.
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Ahora él andaba por la trasnochada cocina, como una persona que ha
perdido algo, pero que ha olvidado qué es lo que ha perdido. Al mirarlo
desaparecía el viejo rencor y sentía piedad. La echaría de menos cuando ella
se fuera, al quedarse solo en la casa. Se sentiría solo. Quería decirle algunas
palabras que expresaran el cariño que sentía por él, pero en ese momento su
padre carraspeó de la manera que solía hacerlo cuando iba a regañarla.
—¿Harías el favor de decirme dónde están la llave inglesa y el
destornillador que estaban en mi caja de herramientas en el porche de atrás?
—La llave inglesa y el destornillador… —F. Jasmine inclinó los hombros
y encogió el pie izquierdo para apoyarlo en la pantorrilla de la pierna
derecha—. Los presté, papá.
—¿Dónde están ahora?
—En casa de los West —dijo F. Jasmine después de pensarlo.
—Ahora presta atención y escúchame —dijo su padre sosteniendo la
cuchara con que había revuelto el maíz y acentuando con ella sus palabras—.
Si careces de sentido común y de juicio para dejar las cosas en su lugar…
—La miró largo rato de un modo amenazante y terminó diciendo—: Alguien
debería enseñarte. De ahora en adelante tendrás que caminar derecho. De lo
contrario había que darte una lección. —De súbito olió algo en el aire—. ¿Se
está quemando la tostada?
Cuando esa mañana F. Jasmine salió de su casa era aún muy temprano. El
gris descolorido del amanecer se había aclarado, y ahora el cielo tenía aquel
pálido azul de un cielo pintado a la acuarela, todavía sin secarse. El aire era
limpio y fresco y había rocío en la hierba quemada de tono marrón. Desde un
patio posterior, al fondo de la calle, F. Jasmine sintió un rumor de voces
infantiles. Oyó las voces de los niños del vecindario que intentaban cavar una
piscina. Los había de todos los tamaños y edades, no eran miembros de nada
y, aunque los veranos anteriores la vieja Frankie había sido jefe o presidente
de los excavadores de piscinas en esa parte del pueblo, ahora tenía doce años
y sabía de antemano que aunque trabajaran y cavaran en numerosos patios era
indudable que, al final, la límpida piscina llena de agua acabaría siendo un
pozo poco profundo lleno de barro. Al cruzar el patio de su casa r. Jasmine
vio mentalmente el enjambre de niños y oyó desde la calle sus voces
armoniosas; y, esa mañana, por primera vez en su vida, aquellos sonidos le
parecieron muy dulces y se sintió emocionada. Cosa curiosa, lo mismo le
sucedió con el tan odiado patio de su casa; le pareció que no lo había visto
desde hacía muchísimo tiempo. Allí, bajo el olmo, se hallaba su viejo puesto
de bebidas, consistente en una caja ligera que podía ser trasladada
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dondequiera que hubiese sombra, sobre la que estaba escrito: «POSADA LA
GOTA DE ROCIO». Era esa hora de la mañana en que, con la limonada en
un cubo bajo la caja, ella se instalaba descalza, con su sombrero mejicano
echado sobre la cara y los ojos cerrados, a esperar, mientras aspiraba el fuerte
aroma de la hierba calentada por el sol. A veces había clientes, y ella enviaba
a John Henry al A & P a comprar caramelos; pero otras veces, Satanás
Tentador se apoderaba de ella y se bebía toda su mercancía. Esta mañana el
puesto se veía demasiado pequeño y frágil, y supo que nunca más trabajaría
en él. F. Jasmine pensó en todo aquello como en algo superado y acabado,
algo que había sucedido hacía mucho tiempo. Se le ocurrió un plan con el que
no contaba: pasado mañana, cuando estuviera con Janice y Jarvis en aquel
sitio lejano, ella recordaría los viejos tiempos y… Pero F. Jasmine no pudo
completar la idea, pues esos nombres se apoderaron de su mente y la euforia
de la boda surgió dentro de ella, y a pesar de estar en agosto, sintió que la
recorría un escalofrío.
También la calle principal le pareció a F. Jasmine un lugar al cual volvía
después de muchos años, a pesar de haberla recorrido de punta a punta el
miércoles pasado. Estaban los mismos edificios de ladrillo que ocupaban casi
cuatro manzanas; el gran edificio blanco del banco y allá en la distancia la
fábrica de algodón con muchas ventanas. La calle principal se hallaba
dividida por una angosta franja de césped, a cuyos costados pasaban los
coches de tanto en tanto. Aunque el gris brillante de las aceras, los transeúntes
y los toldos a rayas sobre las tiendas eran los mismos, por el solo hecho de
caminar por la calle aquella mañana se sintió libre como un viajero que nunca
hubiese estado en aquel pueblo.
Y eso no era todo; no bien hubo terminado de recorrer la calle de un
extremo al otro, bajando por la acera izquierda y subiendo por la derecha,
cuando algo más llamó su atención. Tenía que ver con las personas, algunas
extrañas y otras conocidas, a quienes cruzaba por la calle. Un viejo negro,
erguido y orgulloso sobre el asiento de un destartalado carro tirado por una
mula cansina con anteojeras, pasó en dirección al mercado de los sábados, y
cuando Jasmine lo miró, él le devolvió la mirada. Aparentemente eso fue
todo; sin embargo, en esa mirada sintió que entre los ojos del hombre y los de
ella se producía una comunicación nueva e inclasificable, como si se
conocieran desde hacía mucho tiempo; incluso, cuando el carro pasó a su lado
rechinando sobre las calles pavimentadas del pueblo, tuvo una visión fugitiva
de la casa y los caminos rurales, de los tranquilos y oscuros pinos del lugar de
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donde provenía aquel hombre. Hubiese querido que él supiera algo de ella,
que se enterase de la boda.
Lo mismo sucedió una y otra vez en esas cuatro manzanas: con una señora
que iba a la tienda de MacDougal; con un hombrecito que esperaba el autobús
frente al gran edificio del First National Bank; con un amigo de su padre
llamado Tut Ryan. Era una sensación imposible de explicar con palabras, y
más tarde, en casa, cuando intentó contárselo a Berenice, esta arqueó las cejas
y repitió las palabras con un dejo de burla: «¿Comunicación?
¿Comunicación?». Sin embargo la sensación estaba allí; la comunicación era
tan exacta como si consistiera en preguntas y respuestas. Aún más, en la acera
frente al First National Bank se encontró una moneda de diez centavos, cosa
que en cualquier otro día hubiese sido una enorme sorpresa; pero esa mañana
se limitó a sacarle brillo a la moneda frotándola contra su vestido, y a
guardarla en su monedero rosa. La sensación que experimentaba al caminar
bajo el fresco cielo azul de la mañana era de ligereza, vigor y autoridad.
La primera vez que mencionó la boda fue en un establecimiento llamado
Blue Moon; llegó a él después de dar un rodeo, pues no estaba en la calle
principal sino en cierta Front Avenue que bordeaba el río. Se encontraba en
este vecindario porque los sones de un organillo le hicieron pensar en el mono
y en el hombre del mono, e inmediatamente se puso a buscarlos. No había
visto al mono ni al hombre del mono en todo el verano, y le pareció un
augurio encontrárselo en su último día en el pueblo. Hacía tanto tiempo que
no los veía que incluso llegó a pensar que habían muerto. No recorrían las
calles en invierno porque el frío les perjudicaba; en octubre se iban al sur,
hacia Florida, y solo volvían al pueblo con los calores de los últimos días de
primavera. El mono y el hombre del mono también recorrían otros pueblos,
pero la vieja Frankie siempre los había encontrado en las mismas calles
sombrías durante todos los veranos que recordaba, con excepción del último.
El mono era pequeño y encantador, el hombre del mono también era
simpático; la vieja Frankie, que siempre los había querido, se moría por
contarles sus planes y participarles la noticia de la boda. Por eso, cuando oyó
el débil y quebrado sonido del organillo, salió inmediatamente a buscarlos. La
música parecía venir de un punto cercano al río, desde Front Avenue. Se alejó
de la calle principal y apresuró el paso por una calle adyacente. Pero justo
antes de llegar a Front Avenue, el organillo dejó de sonar y, cuando miró a
uno y otro lado de la avenida, no vio al mono ni al hombre del mono por
ninguna parte. Todo estaba en silencio y no se divisaba a nadie. Tal vez se
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habrían detenido en la puerta de una casa o en una tienda; por lo tanto,
F. Jasmine caminó lentamente y mirando con mucha atención.
Front Avenue era una calle que siempre le había atraído, a pesar de que en
ella estaban las tiendas más pequeñas y destartaladas del pueblo. En el lado
izquierdo de la calle había almacenes; entre ellos se divisaba el río de aguas
oscuras y el verde de los árboles. En el lado derecho había un local con un
letrero que decía: Profilaxis Militar —actividad que siempre la había
inquietado—, y diversas tiendas. Una pescadería maloliente, en cuya ventana
un solitario pez con ojos espantados miraba desde un lecho de hielo picado;
una casa de empeños y una tienda de ropa de segunda mano, con prendas
pasadas de moda colgando junto a la estrecha puerta de entrada, y una fila de
zapatos viejos alineadas en la acera. Por último estaba ese lugar llamado Blue
Moon.
Era una calle empedrada con adoquines, tenía mal aspecto, y al cruzar ella
el bordillo, pisó cáscaras de huevo y restos de limones podridos. No era una
calle distinguida, y sin embargo, a la vieja Frankie le agradaba darse una
vuelta por ahí de vez en cuando. Era una calle tranquila por las mañanas y por
las tardes en los días laborables; pero por las noches, y en días festivos, se
llenaba de soldados que venían de un campamento situado a nueve millas de
distancia. Parecían preferir Front Avenue a todas las demás calles, y a veces
la calzada parecía un río por el que fluyeran soldados con uniforme marrón.
Venían al pueblo los días de fiesta y deambulaban en grupos alegres y
ruidosos, o caminaban por las aceras acompañados de chicas mayores. La
vieja Frankie siempre los miraba con el corazón henchido de celos: provenían
de todas las regiones del país y muy pronto serían repartidos por todo el
mundo. En los largos atardeceres de verano ellos caminaban en grupos, en
tanto que la vieja Frankie, vestida con sus pantalones cortos color caqui y su
sombrero mejicano, los observaba solitaria desde lejos. Los sonidos y el clima
de lugares remotos parecían cernirse sobre ellos en el aire. Ella se imaginaba
las diversas ciudades natales de aquellos soldados, y pensaba en los países a
los que irían, en tanto que ella quedaría enterrada en ese pueblo para siempre.
Y unos celos implacables oprimían su corazón. Pero aquella mañana
excepcional, su corazón estaba ocupado en otra cosa: comunicar la noticia de
la boda y hablar de sus planes. Por lo tanto, caminando por el pavimento que
parecía arder, en busca del mono y del hombre del mono, llegó hasta el Blue
Moon y pensó que tal vez estarían allí.
El Blue Moon era un local situado al final de Front Avenue, y a menudo
Frankie se había detenido en la acera con la palma de las manos y la nariz
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oprimida contra el vidrio de la puerta, observando lo que sucedía en su
interior. Los clientes, que en su mayoría eran soldados, se sentaban en
taburetes frente a las mesas, estaban en la barra bebiendo, o se agrupaban en
torno al tragaperras. A veces se producían inesperados revuelos; en una
ocasión, al pasar frente al Blue Moon ya avanzada la tarde, oyó voces airadas
y violentas, y un sonido como el de una botella al romperse; y mientras ella
estaba allí, un policía salió empujando y zarandeando a un hombre con la ropa
destrozada y al que le temblaban las piernas. El hombre lloraba y gritaba,
tenía la camisa rota y manchada de sangre y por su rostro rodaban turbias
lágrimas. Aquello sucedió una tarde de abril en que hubo breves chubascos y
también arcoíris; al poco rato se oyó ulular la sirena del furgón policial que se
acercaba por la calle; el pobre delincuente fue arrojado al compartimiento
para los detenidos y llevado a la cárcel. La vieja Frankie conocía bien el Blue
Moon a pesar de no haber entrado nunca. No había ninguna advertencia
escrita que le impidiera la entrada, ningún pestillo ni cadena en la puerta, pero
ella sabía de una manera tácita que era un lugar prohibido a los niños. El Blue
Moon era un lugar para soldados con licencia y para quienes eran adultos y
libres. La vieja Frankie sabía que no tenía derecho a entrar allí, por eso se
limitaba a rondar por los alrededores sin haber puesto el pie en su interior ni
una sola vez. No obstante, la mañana antes de la boda, su situación había
cambiado. Las antiguas leyes de las cuales había tenido conciencia en otra
época, ahora no significaban nada para F. Jasmine, y sin pensarlo dos veces
dejó atrás la calle y entró.
Allí, en el Blue Moon estaba el soldado pelirrojo que de manera
inesperada tendría un papel tan importante durante aquel día anterior a la
boda. A pesar de todo, F. Jasmine no lo vio en seguida; buscó al hombre del
mono, pero no estaba. Aparte del soldado la única persona en la habitación
era el dueño del Blue Moon, un portugués, que se hallaba de pie detrás de la
barra. F. Jasmine lo eligió para que fuese el primero en oír todo lo relativo a
la boda, y lo consideró el más apropiado solo porque era el que tenía más
cerca.
Después de la fresca luminosidad de la calle, el Blue Moon parecía
oscuro. Encima del turbio espejo detrás de la barra había luces azules de neón
que tenían los rostros de las personas de un pálido tono verdoso, y un
ventilador eléctrico que giraba lentamente y hacía llegar a intervalos cálidas y
rancias ráfagas de brisa. A esa hora tan temprana el lugar estaba muy
tranquilo. Repartidos por la habitación vacía había mesas y taburetes. Al
fondo del Blue Moon se hallaba una escalera de madera, iluminada, que
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conducía al segundo piso. El lugar olía a cerveza agria y a café del desayuno.
F. Jasmine pidió un café al hombre detrás de la barra, el dueño, quien después
de traérselo se sentó en un taburete frente a ella. Era un tipo de aspecto triste y
pálido, con un rostro insulso. Llevaba un largo delantal blanco y, sentado en
su taburete con los pies apoyados en el travesaño, leía una revista del corazón.
El relato sobre la boda iba tomando forma en su interior, y cuando estuvo tan
a punto que no pudo retenerlo más tiempo, F. Jasmine buscó mentalmente la
mejor manera de iniciar el diálogo, algo maduro y casual que diera comienzo
a una charla.
—En realidad, este ha sido un verano muy extraño, ¿no le parece? —dijo
con voz un poco temblorosa.
Al principio el portugués pareció no haberla oído y continuó leyendo la
revista. Ella repitió la frase, y cuando los ojos del hombre se fijaron en ella y
hubo captado su atención, siguió hablando pero más alto.
—Mañana se casan en Winter Hill; mi hermano y su novia.
Continuó la historia con la misma seguridad con que un perro de circo
salta a través del aro de papel, y mientras tanto su voz se fue haciendo más
clara, precisa y segura. Le contó sus planes de modo que parecieran
definitivos y no hubiese dudas al respecto. El portugués, que la escuchaba con
la cabeza ladeada, tenía círculos grises alrededor de los ojos y de vez en
cuando enjugaba sus manos sudorosas, blancas como las de un muerto
surcadas de venas en el sucio delantal. Le contó todo lo referente a la boda y a
sus planes y él no se lo discutió ni puso ninguna objeción.
Al recordar a Berenice, pensó que era mucho más fácil convencer a
desconocidos que a personas que estaban en la cocina de la propia casa, de
que los deseos de uno se cumplirían. Era tanta la emoción al pronunciar
ciertas palabras como Jarvis, Janice, boda, o Winter Hill, que cuando terminó
deseaba volver a empezar. El portugués sacó un cigarrillo de detrás de la oreja
y lo golpeó contra la barra pero no lo encendió. Bajo la luz de neón su rostro
parecía desconcertado, y cuando ella terminó, no dijo absolutamente nada.
Con el relato de la boda aún resonando dentro de ella, tal como el último
acorde de una guitarra sigue vibrando mucho tiempo después que las cuerdas
se han pulsado, F. Jasmine se volvió hacia la entrada, hacia la calle
deslumbrante, enmarcada por el umbral de la puerta, y vio siluetas oscuras
que pasaban por la acera y oyó el eco de sus pasos dentro del Blue Moon.
—Me produce una extraña sensación —dijo— saber que después de pasar
toda mi vida en este pueblo, a partir de mañana no regresaré nunca más a él.
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Fue entonces cuando vio por primera vez al soldado que daría un curso
tan extraño a ese último y largo día. Después, al rememorar la situación,
intentó descubrir alguna advertencia a posteriores locuras, pero en ese instante
tenía el aspecto de un soldado cualquiera bebiendo cerveza junto a la barra.
No era alto ni bajo, no era gordo ni delgado, con excepción de su pelo rojo no
había nada en él fuera de lo común. Era uno de los miles de soldados que
venían al pueblo desde el cercano campamento. Sin embargo, al fijar los ojos
en los del soldado en la penumbra del Blue Moon, F. Jasmine se dio cuenta de
que lo estaba mirando de una manera diferente.
Aquella mañana, por primera vez, F. Jasmine no sentía celos. Podría ser
que él viniese de Nueva York o California, pero no lo envidiaba. Tal vez se
hallara camino de Inglaterra o de la India, pero ella no estaba celosa. Durante
la inquieta primavera y el loco verano había observado a los soldados con el
corazón oprimido; ellos podían ir y venir, mientras ella permanecía atrapada
en aquel pueblo para siempre. Sin embargo, ahora, el día antes de la boda, esa
situación había cambiado: al mirar los ojos del soldado, los ojos de ella
estaban limpios de celos y de envidia. Y no solo sintió aquella inexplicable
comunicación que durante ese día experimentaba frente a personas
desconocidas, sino que además parecía como si se hubieran reconocido:
F. Jasmine tuvo la impresión de que habían intercambiado esa mirada especial
y amistosa que se produce entre viajeros solitarios, al cruzarse por un instante
en cualquier parada del camino. Fue una mirada larga. Y al librarse del peso
de los celos, F. Jasmine se sintió llena de paz. En el Blue Moon reinaba el
silencio y la historia de la boda aún parecía resonar en la habitación. Después
de aquella larga mirada de compañeros de viaje, finalmente el soldado apartó
el rostro.
—Sí —dijo F. Jasmine luego de una pausa y sin dirigirse a nadie en
particular—. Siento una sensación muy extraña. Es como si tuviera que hacer
en un día todas las cosas que haría aquí si me quedara en el pueblo para
siempre. Por lo tanto, más vale que me mueva. Adiós.
Las últimas palabras fueron para el portugués, y al tiempo que las
pronunciaba, alargó mecánicamente la mano para coger el sombrero mejicano
que había usado durante todo el verano hasta ese día; pero al no encontrar
nada, su gesto se esfumó y retiró la mano, avergonzada. Se rascó rápidamente
la cabeza, lanzó una última mirada al soldado y salió del Blue Moon.
Aquella mañana era diferente a todas las otras mañanas de su vida por
muchas razones. La primera de ellas era que tenía que comunicar la noticia de
la boda. Mucho tiempo atrás, en el pasado, a la vieja Frankie le gustaba andar
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por el pueblo e inventar un juego. Caminaba por todas partes —incluso por el
sector norte del pueblo, con sus casas rodeadas de césped; por la zona triste de
las fábricas y por el barrio negro de Sugarville—, con su sombrero mejicano,
botas altas, un lazo de vaquero atado a la cintura y haciéndose pasar por
mejicana. «Yo no hablar inglés — Adiós, buenos noches — habla poqui piqui
pu», farfullaba imitando el habla de un mejicano. A veces se reunía una
pequeña muchedumbre de niños y la vieja Frankie se llenaba de orgullo por
su actuación; pero cuando el juego había terminado, y se hallaba de nuevo en
casa, se sentía abrumada por la frustración y el disgusto. Aquella mañana
recordó los buenos tiempos de su juego mejicano. Fue a los mismos lugares
donde las personas, casi todas desconocidas para ella, seguían siendo las
mismas. Pero aquella mañana no pretendía engañar a nadie ni fingir, sino todo
lo contrario, quería ser conocida bajo su propia personalidad. Este deseo de
ser conocida y reconocida era tan poderoso que F. Jasmine no reparó en el sol
abrasador, en el polvo asfixiante ni en las millas (debieron ser por lo menos
cinco) que anduvo por el pueblo.
Un segundo elemento de ese día fue aquella música ya olvidada, que de
pronto surgió en su mente —fragmentos de minué tocados por una orquesta,
melodías de marchas y valses, y la trompeta de Honey Brown interpretando
jazz— e hizo que sus pies calzados con zapatos de cuero caminaran siempre
marcando un ritmo. Y por último, otra característica de aquella mañana era
que el mundo parecía dividido en tres secciones, los doce años de la vieja
Frankie, el día presente, y el futuro cuando los tres JA recorrieran juntos todos
esos lugares remotos.
Mientras andaba, le parecía que el fantasma de la vieja Frankie, sucia y
con una expresión ávida en los ojos, avanzaba penosamente no lejos de ella; y
al mismo tiempo, la imagen del futuro después de la boda le resultaba tan
patente como el cielo. Aquel día único era tan importante como el extenso
pasado y el brillante porvenir, porque era como el gozne de una puerta de
batientes. Y, por ser el día en que el pasado y el futuro se mezclaban,
F. Jasmine no se asombró de que le resultase extraño y largo. Por todas esas
razones F. Jasmine comprendió de manera tácita que aquella mañana era
diferente a todas las otras mañanas de su vida. Y de entre todos estos hechos y
sensaciones, lo más fuerte era la necesidad de ser conocida y valorada por ella
misma.
A lo largo de las aceras sombreadas de la parte del pueblo, paseó frente a
una hilera de casas de huéspedes, con cortinas de encaje y sillas vacías detrás
de las balaustradas hasta que se topó con una dama que barría la terraza.
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F. Jasmine, después del comentario inicial sobre el tiempo, le contó sus planes
tal como lo había hecho con el portugués del café Blue Moon, y cómo lo haría
con todas las demás personas con las que se encontró aquel día. El relato de la
boda tenía un principio y un fin y estaba estructurado como una canción.
Primero, al empezar, su corazón se mantenía tranquilo, pero luego, al
pronunciar los nombres y explicar sus planes, una creciente ligereza se
apoderaba de ella y culminaba en una incontenible felicidad. Entretanto, la
dama que la escuchaba seguía apoyada en su escoba. Detrás de ella se veía el
vestíbulo oscuro, con una escalera desnuda; hacia la izquierda, una mesa para
dejar la correspondencia, y desde el sombrío recibidor emanaba un fuerte olor
a nabos cociéndose. Las violentas oleadas de olor, así como el oscuro
vestíbulo, parecían entremezclarse con la alegría de F. Jasmine, quien al mirar
a la señora a los ojos sintió que la amaba, a pesar de que ni siquiera sabía su
nombre. La señora no discutió ni la recriminó. No dijo nada. Solo, al final, en
el momento en que F. Jasmine se volvía para marcharse, comentó:
—No me diga.
Sin embargo, F. Jasmine se alejaba ya con pasos presurosos, marcando
con los pies el alegre ritmo de una marcha.
En un barrio de césped veraniego sombreado por árboles, dobló por una
calle lateral y se topó con unos hombres que arreglaban el pavimento. El
fuerte olor del alquitrán derretido, la ardiente gravilla y el estrépito del tractor
llenaban el aire de una ruidosa excitación. F. Jasmine eligió al hombre del
tractor para comunicarle sus planes; corrió junto a él con la cabeza echada
hacia atrás para observar su rostro tostado por el sol, y tuvo que hacer bocina
con las manos para que pudiera oírla. Aun así no estaba segura de que él la
hubiese comprendido, porque cuando se detuvo, él se echó a reír y le gritó
algo que ella no logró entender. Ahí, entre el alboroto y la excitación,
F. Jasmine vio el fantasma de la vieja Frankie con toda claridad: revoloteando
en medio de aquel tumulto, masticando un pedazo de alquitrán, quedándose
para observar la apertura de las ollas con la comida del mediodía. Cerca de los
obreros había aparcada una gran motocicleta; antes de continuar su camino
F. Jasmine la miró con admiración, escupió en el ancho asiento de cuero y lo
lustró cuidadosamente con el puño. Aquel era un barrio muy bonito, en la
periferia del pueblo; un lugar con casas nuevas de ladrillo, aceras bordeadas
de flores y coches aparcados en las aceras; pero dado que cuanto mejores son
los barrios, menos gente anda por ellos, F. Jasmine regresó al centro. El sol
ardía sobre su cabeza como una tapadera de hierro; tenía el viso mojado y
pegado al pecho y hasta su vestido de organdí estaba húmedo y se le
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enganchaba en algunos sitios. La melodía de la marcha se había suavizado
hasta transformarse en una soñadora canción tocada por un violín, y a su
ritmo aminoró el paso. Siguiendo los compases de esta música cruzó hasta el
otro extremo del pueblo, más allá de la calle principal y de la fábrica, en
dirección a las calles sinuosas y grises donde vivían los obreros. Allí, entre el
polvo asfixiante y las deslucidas chozas grises de mísero aspecto, encontraría
un mayor número de oyentes a quienes contar todo lo relativo a la boda.
(De vez en cuando, mientras caminaba, sentía el zumbido de una
conversación muy queda al fondo de su mente. Era la voz con que hablaría
Berenice al enterarse de todo lo sucedido aquella mañana. «¡Y recorriste el
pueblo —decía la voz—, hablando con personas totalmente desconocidas!
¡Nunca he visto nada igual en toda mi vida!». La voz de Berenice sonaba
audible pero lejana, como el zumbido de una mosca).
Desde los tristes callejones y las retorcidas callejuelas del barrio de la
fábrica cruzó la línea invisible que separaba Sugarville de la zona en que
vivían los blancos. Había las mismas cabañas de dos habitaciones y los ajados
retretes del barrio fabril, pero aquí crecían frondosos árboles del paraíso, que
brindaban una tupida sombra, y se veían macetas con helechos en los porches.
Esta era una parte del pueblo que ella conocía muy bien. Y al recorrerla
recordó estos lugares familiares en otro tiempo y bajo otro clima; las pálidas
mañanas de invierno, cuando hasta el fuego que crepitaba bajo los negros
calderos de hierro de las lavanderas parecía temblar, y las noches de otoño
azotadas por el viento.
Pero ahora el resplandor era tan luminoso que mareaba, y también se
encontró con muchas personas a las que dirigió la palabra; a algunas las
conocía solo de vista y otras le eran totalmente desconocidas. Los planes
sobre la boda se fueron anquilosando y fijando a medida que los repetía, hasta
llegar a convertirse en algo inamovible. A las once y media estaba tan
cansada que hasta sus melodías interiores se arrastraban exhaustas y su
necesidad de ser reconocida por sí misma se hallaba momentáneamente
satisfecha. Entonces volvió a la calle principal, al punto de partida, donde las
aceras resplandecientes parecían arder y se veían casi desiertas bajo la blanca
claridad.
Siempre que venía al centro pasaba por la tienda de su padre. Estaba en la
misma manzana que el Blue Moon, pero solo a dos puertas de la calle
principal, en una situación mucho más apropiada. La tienda era angosta, con
un escaparate que exhibía preciosas joyas en cajas de terciopelo. Detrás del
escaparate estaba la mesa de trabajo de su padre, y cuando uno pasaba por la
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acera podía verlo trabajar con la cabeza inclinada sobre los pequeños relojes y
sus grandes manos oscuras moviéndose con delicadeza como si fuesen
mariposas. A su padre se le podía considerar un hombre público en el pueblo,
conocido por todos de vista y de nombre. Pero él no era orgulloso y no alzaba
la cabeza para mirar a los que se detenían a observarlo. Aquella mañana no
estaba en su mesa de trabajo sino en el mostrador, y en ese momento
desdoblaba las mangas de su camisa como si se dispusiera a ponerse la
chaqueta y salir.
El gran escaparate de cristal brillaba lleno de joyas, relojes y objetos de
plata, y la tienda olía a gasolina para limpiar las piezas. Su padre se enjugó el
sudor del labio superior con el índice y se restregó la nariz, visiblemente
perturbado.
—¿Dónde has estado durante toda la mañana? Berenice ha llamado dos
veces tratando de encontrarte.
—He recorrido todo el pueblo —dijo ella.
Pero su padre no la escuchaba.
—Me voy a casa de tía Pet —dijo—. Hoy ha recibido una noticia muy
mala.
—¿Qué noticia? —preguntó F. Jasmine.
—Tío Charles ha muerto.
Tío Charles era el bisabuelo de John Henry West, pero a pesar de que ella
y John Henry eran primos hermanos, tío Charles no era un pariente
consanguíneo. Vivía a veintiuna millas de distancia por Renfroe Road, en una
sombreada casa de campo rodeada de rojos algodonales. Era un hombre muy
muy viejo, y había estado enfermo durante mucho tiempo; se decía que tenía
un pie en la tumba, y siempre usaba zapatillas. Ahora estaba muerto. Pero
aquello no tenía nada que ver con la boda, y por lo tanto, F. Jasmine se limitó
a decir:
—Pobre tío Charles. Es una lástima.
Su padre pasó detrás de la raída cortina de terciopelo gris que dividía la
tienda en dos: la zona de delante destinada al público, que era la más amplia,
y la trastienda, pequeña y polvorienta. Tras la cortina había un depósito de
agua fresca para beber, algunas repisas con estuches y la gran caja de
caudales donde se guardaban los diamantes por la noche para protegerlos de
los ladrones. F. Jasmine sintió que su padre se ajetreaba allá en el fondo y con
sumo cuidado se instaló frente a la mesa de trabajo delante de la ventana.
Sobre ella había un reloj desarmado y sus piezas estaban diseminadas en un
papel secante verde.
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Por sus venas corría una buena parte de sangre de relojero y por eso a la
vieja Frankie le gustaba tanto sentarse a la mesa de trabajo de su padre. Solía
ponerse sus lentes de relojero, que tenían una lupa adicional y, arrugando el
ceño sumergía los relojes en gasolina. También trabajaba con el torno. A
veces un pequeño grupo de vagos se reunía para observarla desde la calle y
ella se imaginaba que decían: «Frankie Addams trabaja para su padre y gana
quince dólares a la semana. Ella repara los relojes más difíciles y asiste con su
padre al Club de Leñadores y al Club Mundial. Miradla. Es el orgullo de su
familia y un gran honor para el pueblo». Se imaginaba estas conversaciones
mientras examinaba algún reloj con el ceño fruncido y aire de concentración.
Pero ese día miró el reloj cuyas piezas se hallaban desperdigadas sobre el
papel secante y no se puso los lentes de joyero. Le pareció que debía decir
algo más sobre la muerte de tío Charles.
Cuando su padre volvió a la parte delantera de la tienda, ella le dijo:
—Hubo un tiempo en que tío Charles fue un ciudadano destacado. Será
una pérdida para todo el condado.
Esas palabras no parecieron impresionar a su padre.
—Más vale que te vayas a casa. Berenice ha estado llamando para saber
dónde estás.
—Recuerda que dijiste que podría comprarme un vestido para la boda. Y
también medias y zapatos.
—Pídelos en MacDougal.
—No veo por qué tenemos que comprar siempre en MacDougal solo
porque es la tienda del barrio —murmuró ella mientras cruzaba el umbral—.
A donde voy hay tiendas cien veces más grandes que MacDougal.
El reloj de la torre de la Primera Iglesia Baptista dio doce campanadas y
sonó la sirena de la fábrica. En la calle reinaba una calma soñolienta y hasta
los coches aparcados al sesgo y de cara al área central de césped parecían
exhaustos y dormidos. Las pocas personas que estaban a mediodía en la calle
procuraban andar bajo la densa sombra de los toldos. El sol había hecho
desaparecer todo color del cielo y los edificios de ladrillo se veían achicados y
lóbregos bajo su destello; uno de ellos, que en su parte superior tenía una
cornisa, daba al mirarlo desde lejos la extraña impresión de que había
empezado a derretirse. En la quietud del mediodía volvió a oír el organillo del
mono, y como ese sonido siempre atraía sus pasos, automáticamente salió en
su busca. Esta vez lo encontraría y le diría adiós.
Mientras F. Jasmine se apresuraba por la calle, los vio mentalmente y se
preguntó si se acordarían de ella. La vieja Frankie siempre había sentido
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cariño por el mono y el hombre del mono. Los dos se parecían: tenían la
misma expresión ansiosa e interrogante, como si a cada momento se
preguntaran si lo que hacían estaba bien. De hecho, el mono casi siempre se
equivocaba; después de danzar con la música del organillo, debía quitarse su
encantador gorrito y pasarlo entre la gente, pero no lo hacía; se quedaba
confuso, hacía una venia, y pasaba su gorrito al hombre del mono y no al
público. El hombre del mono primero discutía con él y, finalmente, perdía los
estribos y parloteaba muy agitado. Entonces hacía ademán de abofetear al
mono, y este se encogía y también empezaba a chillar. Luego se miraban uno
al otro con la misma asustada exasperación en sus rostros arrugados y llenos
de tristeza. Después de observarlos fascinada durante largo rato, la vieja
Frankie comenzaba a adoptar la misma expresión mientras los seguía. Y
ahora, F. Jasmine se sentía impaciente por verlos. Oía claramente la
desafinada música del organillo; sin embargo, no estaban en la calle principal,
sino en otro sitio, probablemente a la vuelta de la esquina de la próxima
manzana. F. Jasmine apresuró el paso en dirección a ellos. Al llegar a la
esquina sintió una serie de sonidos desconcertantes y se detuvo para escuchar.
Por encima de la música del organillo se elevaba la voz de un hombre
discutiendo y el parloteo agudo y excitado del hombre del mono. También se
oían los chillidos del mono. Súbitamente la música del organillo se
interrumpió y las dos voces se alzaron alteradas e iracundas. F. Jasmine había
llegado a la esquina, la esquina de Sears y Roebuck; pasó despacio frente a la
tienda y al dar la vuelta se encontró con un extraño espectáculo. Era una calle
estrecha que descendía hacia Front Avenue, resplandeciente bajo la cegadora
luz del sol. En la acera se hallaban el mono, el hombre del mono, y un
soldado con un puñado de billetes que a simple vista parecían unos cien
dólares. El soldado estaba furioso y el hombre del mono se veía pálido y
alterado. Sus voces sonaban agresivas y F. Jasmine supuso que lo que el
soldado quería era comprar el mono. El animal se hallaba encogido y
tembloroso sobre la acera, junto a la pared de ladrillos de los almacenes Sears
y Roebuck. A pesar del día tan caluroso llevaba su chaquetilla roja con
botones de plata y su carita expresaba miedo y desesperación; parecía estar a
punto de estornudar; y con ese aspecto tembloroso y deplorable saludaba al
vacío y ofrecía su gorrito al aire. Sabía que esas voces alteradas eran por su
causa y se sentía culpable.
F. Jasmine se había parado muy cerca, y escuchaba inmóvil intentando
comprender la situación. De pronto el soldado tiró al mono de la cadena; el
animal dio un grito, y antes de que ella supiera lo que estaba sucediendo, el
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mono trepó por sus piernas y su cuerpo, y se acomodó sobre sus hombros
aferrándosele al cuello con sus manitas de simio. Todo sucedió en un segundo
y ella quedó tan desconcertada que no atinó a moverse. Las voces se
interrumpieron y aparte de los gritos incesantes del mono la calle estaba
silenciosa. El soldado se quedó sorprendido y boquiabierto, con el puñado de
dólares en la mano.
El primero en reaccionar fue el hombre del mono; habló al animal con voz
suave y, en un instante, el mono saltó desde su hombro hasta el organillo que
el hombre cargaba sobre su espalda. Comenzaron a alejarse. Con pasos
presurosos llegaron a la esquina, y en el último momento, antes de doblarla,
ambos miraron hacia atrás con idéntica expresión de reproche y malicia.
F. Jasmine se apoyó contra el muro de ladrillos y siguió sintiendo al mono
sobre sus hombros y su olor a tierra y a rancio. Se estremeció. El soldado
masculló entre dientes hasta que los dos desaparecieron de su vista y solo
entonces F. Jasmine reparó en que se trataba del mismo soldado pelirrojo del
Blue Moon. Lo vio meter los billetes en el bolsillo de su pantalón.
—Es un mono encantador —dijo F. Jasmine—. Pero sentí algo terrible y
difícil de explicar cuando saltó sobre mí.
El soldado pareció verla por primera vez. Su mirada cambió lentamente y
la expresión de ira desapareció. Miró a F. Jasmine desde la cabeza, pasando
por el vestido de organdí, hasta los zapatos negros.
—Supongo que tenías grandes deseos de poseer ese mono —dijo ella—.
Yo también he querido siempre tener uno.
—¿Qué? —preguntó él, y después agregó con voz velada como si su
lengua estuviera hecha de fieltro o de papel secante muy grueso—: ¿En qué
dirección vas? ¿Vas tú en mi dirección o yo voy en la tuya?
F. Jasmine no esperaba esto. El soldado se unía a ella como un viajero a
otro viajero, como turistas en una ciudad. Por un segundo ella pensó que
había oído esa frase antes, tal vez en una película; y aún más, que era una
frase hecha y requería una respuesta adecuada. Como no conocía esa
respuesta dijo con recelo:
—¿En qué dirección vas tú?
—Engánchate —dijo él y le ofreció el brazo.
Caminaron por la calle lateral sobre sus achatadas sombras de mediodía.
El soldado era la primera persona que le había dirigido la palabra a F. Jasmine
ese día, y el primero que la había invitado a unirse a él. Pero cuando empezó a
contarle lo de la boda sintió que algo no andaba bien. Quizás se debiera a que
había contado sus planes a demasiadas personas en el pueblo y ya era hora de
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darse por satisfecha; o tal vez a que el soldado no la escuchaba. Él miró de
reojo su vestido de organdí rosado y en su cara se dibujó una media sonrisa.
F. Jasmine no lograba caminar al ritmo de él, aunque lo intentaba, pues las
piernas del soldado parecían desprendidas de su cuerpo y su paso era
irregular.
—¿Puedo preguntarte de qué estado vienes? —dijo ella con corrección.
En el segundo que transcurrió antes de que él respondiera, por su mente
afiebrada pasaron Hollywood, Nueva York y Mayne. El soldado respondió:
—Arkansas.
De entre los cuarenta y ocho estados de la Unión, Arkansas era uno de los
pocos que nunca le habían interesado; pero su imaginación, frustrada, dio un
salto, fue de inmediato en dirección opuesta, y F. Jasmine preguntó:
—¿Sabes adónde irás ahora?
—Estoy dando vueltas —dijo el soldado—. Tengo una licencia de tres
días.
Él había interpretado mal el sentido de su pregunta, porque ella se refería
a que si como soldado le enviarían a otro país del mundo; sin embargo, antes
de que pudiera explicarle su pregunta él dijo:
—Al doblar la esquina está el hotel en que me alojo. —Luego, sin dejar
de mirar el cuello plisado de su vestido, agregó—: Me parece haberte visto
antes. ¿No vas nunca a bailar al Idle Hour?
Caminaron por Front Avenue que ya empezaba a tener el aspecto de un
sábado por la tarde. Una mujer que se secaba los rubios cabellos en una
ventana del segundo piso sobre la pescadería llamó a dos soldados que
pasaban por la calle. Un predicador callejero, que era un personaje popular en
el pueblo, sermoneaba en una esquina a un grupo de niños famélicos y chicos
negros que trabajaban en los almacenes. Sin embargo, F. Jasmine no tenía
tiempo para pensar en lo que la rodeaba, el soldado había dicho algo de bailes
y la sola mención del Idle Hour causó en su mente el efecto de una varita
mágica. Por primera vez tuvo conciencia de que caminaba junto a un soldado,
uno de los que formaban esos grupos ruidosos y alegres que deambulaban por
las calles o iban con chicas mayores. Bailaban en el Idle Hour y se lo pasaban
muy bien mientras la vieja Frankie dormía. Ella nunca había bailado con
nadie, excepto con Evelyn Owen, y nunca había puesto un pie en el Idle Hour.
Y ahora, F. Jasmine caminaba con un soldado quien, por alguna razón, la
creía partícipe de tales placeres desconocidos. No obstante, no lograba
sentirse orgullosa. Existía una duda incómoda que no sabía cómo denominar
ni dónde situar. El aire del mediodía era espeso y pegajoso como jarabe
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caliente, y un olor sofocante salía de la sección de teñido de la fábrica de
algodón. Desde la calle principal le llegó el débil sonido del organillo.
El soldado se detuvo.
—Este es el hotel —dijo.
Estaban frente al Blue Moon y F. Jasmine se sorprendió al oír que
llamaban hotel a un local que ella siempre había tomado por un café. Cuando
el soldado abrió la puerta para dejarla pasar, notó que oscilaba levemente.
Debido al resplandor de afuera F. Jasmine quedó cegada al entrar; primero lo
vio todo rojo y después todo negro. Tardaron un minuto en habituarse a la luz
azul. Ella siguió al soldado hacia una de las mesas de la derecha.
—¿Quieres una cerveza? —dijo él, en un tono que no era interrogante,
sino que daba su respuesta por sobreentendida.
A F. Jasmine no le gustaba el sabor de la cerveza; una a dos veces había
tomado a escondidas unos sorbos del vaso de su padre y la encontró amarga.
Pero el soldado no le dejaba escapatoria.
—Encantada —dijo—. Muchas gracias.
Nunca había estado en un hotel, aunque a menudo había pensado en ellos
y escrito sobre ellos en sus obras de teatro. Su padre se había alojado en
hoteles muchas veces, y en una oportunidad, cuando fue a Montgomery le
trajo del hotel dos pastillitas de jabón que ella había guardado. Paseó la
mirada por el Blue Moon con una curiosidad nueva. De pronto, comprendió
que debía adoptar una actitud de acuerdo a las circunstancias. Al sentarse a la
mesa estiró cuidadosamente su vestido, tal como lo hacía en las fiestas o en la
iglesia, para no estropear el plisado de la falda. Se sentó muy derecha y con
una expresión formal en el rostro. Pero a pesar de todo el Blue Moon
continuaba pareciéndole más un café que un hotel de verdad. No vio al
portugués pálido y triste; una dama obesa y risueña con un diente de oro
servía cerveza a un soldado que estaba en la barra. La escalera del fondo
probablemente conducía a las habitaciones del hotel en la planta superior, y
estaba iluminada por una bombilla azul de neón y alfombrada con linóleo. En
la radio un coro ruidoso cantaba un anuncio: «¡Goma de mascar Denteen!
¡Goma de mascar Denteen!». El aire con olor a cerveza la hizo pensar en una
habitación en la que hubiera una rata muerta detrás de la pared. El soldado
retornó a su lugar con dos vasos de cerveza; se lamió la mano sobre la que
había caído espuma y luego se la secó en el fondillo de los pantalones.
Cuando se hubo sentado, F. Jasmine, con una voz que le resultó
completamente nueva, una voz aguda de nariz que le parecía elegante y digna,
dijo:
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—¿No te parece que es muy emocionante? Aquí estamos, sentados a esta
mesa, y nadie sabe dónde estaremos dentro de un mes. Tal vez mañana el
ejército te envíe a Alaska, como a mi hermano; a Francia, África o Birmania.
Yo tampoco tengo la menor idea de dónde estaré. Me gustaría que fuéramos a
Alaska por un tiempo y luego a algún otro lugar. Dicen que París ya ha sido
liberado. Opino que la guerra terminará dentro de un mes.
El soldado alzó su vaso, echó la cabeza atrás y se bebió la cerveza de un
trago. F. Jasmine probó unos sorbitos a pesar de encontrarle muy mal sabor.
Aquel día el mundo no le parecía a la deriva, ni agrietado, ni girando a miles
de millas por hora, pero vertiginosas imágenes de la guerra y de islas lejanas
la marearon. El mundo no había estado nunca tan a su alcance. Sentada allí,
frente al soldado, en aquella mesa del Blue Moon, tuvo una súbita visión de
ellos tres —ella, su hermano y la novia— caminando bajo el frío cielo de
Alaska, a orillas de un mar cuyas olas verdes y frías yacían congeladas e
inmóviles en la playa. Escalaban un soleado glaciar atravesado por pálidos
haces de luz coloreada, los tres atados con una misma cuerda, en tanto que
sobre otro glaciar un grupo de amigos los llamaba repitiendo sus nombres,
J. A., en el idioma de Alaska. Después los vio en África, confundidos entre
una multitud de árabes vestidos con sábanas, sobre camellos al galope,
mientras soplaba un viento cargado de arena. Birmania era una jungla
sombría que ella había visto fotografiada en la revista Lije. Gracias a la boda,
esas tierras lejanas y el mundo entero parecían algo posible y cercano: tan
cerca de Winter Hill como Winter Hill del pueblo. La verdad es que el
momento presente era lo único que a F. Jasmine le parecía un poco irreal.
—Sí, es muy emocionante —repitió.
Cuando acabó su cerveza, el soldado se enjugó la boca húmeda con el
dorso de su mano pecosa. Su rostro, aunque él no era obeso, parecía hinchado
y brillaba bajo la luz de neón. Tenía miles de pecas diminutas, y el único
rasgo que ella consideró bonito fue su pelo rojo y ensortijado. Tenía unos ojos
azules enrojecidos y muy juntos. La observaba con una expresión
peculiarísima, no como un viajero suele mirar a otro viajero, sino como a
alguien con quien se comparte un plan secreto. No dijo nada durante varios
minutos y, cuando finalmente habló, a F. Jasmine le pareció que sus palabras
carecían de sentido y no supo cómo interpretarlas. Ella entendió que el
soldado había dicho:
«¿Quién es mi plato apetitoso?».
Como no había platos sobre la mesa tuvo la incómoda sensación de que él
había iniciado una conversación en clave. Trató de cambiar el tema.
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—Te conté que mi hermano es miembro de las fuerzas armadas.
Pero el soldado parecía no escucharla.
—Juraría que te he visto en otra parte.
La duda de F. Jasmine se hizo aún más profunda. Se dio cuenta de que el
soldado la creía mucho mayor de lo que era, pero no sabía si esto le producía
placer o no. Para ofrecer un tema de conversación dijo:
—A algunas personas no les gusta el pelo rojo. Pero es mi color
predilecto. —Y al recordar a su hermano y a la novia añadió—. Después del
castaño oscuro y el rubio. Siempre he pensado que es lamentable que el señor
desperdicie el pelo ensortijado en los chicos. Con tantas chicas que van por
ahí con el pelo tieso como un atizador.
El soldado se inclinó y, sin dejar de mirarla, hizo caminar sobre la mesa
en dirección a ella los dedos segundo y tercero de cada mano. Los dedos
estaban sucios, con semicírculos negros bajo las uñas. F. Jasmine tuvo la
sensación de que algo extraño iba a suceder, pero en ese preciso momento
hubo un estrépito y una súbita conmoción: tres o cuatro soldados entraron al
hotel dándose empujones. Se oyó ruido de voces y el golpe de la puerta. Los
dedos del soldado cesaron de caminar sobre la mesa y cuando miró a los otros
soldados aquella extraña expresión desapareció de sus ojos.
—Ciertamente, aquel pequeño mono era encantador —dijo F. Jasmine.
—¿Qué mono?
La duda y la sensación de que algo andaba mal se hizo más profunda en
ella.
—El mono que intentabas comprar hace algunos minutos. ¿Te sucede
algo?
Algo andaba mal y el soldado se puso los puños sobre la cabeza. Su
cuerpo se relajó y se echó hacia atrás en el asiento como si le hubiera dado un
ataque.
—¡Oh, aquel mono! —dijo con lengua estropajosa—. La caminata al sol
después de todas aquellas cervezas… He estado bebiendo toda la noche.
—Suspiró y dejó caer las manos abiertas sobre la mesa—. Creo que estoy a
punto de caerme de cansancio.
Por primera vez F. Jasmine comenzó a preguntarse qué hacía allí y si no
debía volver a casa. Los demás soldados se habían instalado en una mesa
cerca de la escalera y la dama con el diente de oro se veía muy atareada detrás
de la barra. F. Jasmine había terminado su cerveza y un encaje de espuma
cremosa bordeaba el interior del vaso vacío. La atmósfera ardiente y cerrada
del hotel la hizo sentirse de pronto un poco rara.
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—Debo irme a casa. Gracias por invitarme. —Se puso de pie pero el
soldado alargó un brazo y la cogió por el vestido.
—¡Hey! —dijo—. No te vayas así. Hagamos algo esta noche. ¿Qué te
parece una cita a las nueve?
—¿Una cita?
F. Jasmine se sentía la cabeza enorme y como si flotara a la deriva. La
cerveza hacía que también sus piernas le parecieran raras: como si tuviera
cuatro en vez de dos. Cualquier día que no fuera este le habría parecido casi
imposible que nadie y mucho menos un soldado le pidiera una cita. La sola
palabra cita era una expresión adulta usada por chicas mayores. Pero de
nuevo surgía algo que arruinaba todo el placer. Si él supiera que ella no tenía
ni siquiera trece años no la habría invitado, y probablemente nunca se habría
citado con ella. Se sintió un poco perturbada e incómoda.
—No sé…
—Claro que sí —le urgió él—. ¿Qué te parece si nos encontramos aquí a
las nueve? Podemos ir al Idle Hour o hacer cualquier otra cosa. ¿Te va bien?
Aquí a las nueve.
—De acuerdo —dijo ella por fin—, estaré encantada.
Otra vez volvió a encontrarse en las aceras ardientes, donde los
transeúntes parecían oscuros y disminuidos bajo el furioso resplandor. Le
costó un poco recuperar esa sensación que le causaba la boda y que había
sentido durante toda la mañana, pues aquella media hora en el hotel había
hecho variar levemente su estado de ánimo. Pero esto no duró mucho tiempo,
y cuando llegó a la calle principal ya había recuperado aquella sensación. Se
encontró con una niña pequeña que estaba dos cursos más atrás que ella en la
escuela y la detuvo en la calle para contarle sus planes. Le contó también que
un soldado le había pedido una cita y se vanaglorió de ello. La niña la
acompañó a comprarse el vestido para la boda, lo que le tomó una hora
completa, pues se probó más de una docena de hermosos vestidos.
Pero lo que le permitió recuperar aquel estado de ánimo producido por la
proximidad de la boda fue la experiencia que la sorprendió al volver a casa.
Fue como un misterioso fenómeno visual y de imaginación. Cuando se dirigía
a casa, de pronto sintió como si le hubieran lanzado un cuchillo y se lo
hubiese clavado en el pecho, donde continuaba temblando. F. Jasmine se
detuvo bruscamente con un pie en el aire y al principio no comprendió lo que
sucedía. Había algo a un costado y detrás de ella, que alcanzó a divisar con el
rabillo del ojo izquierdo; había percibido a medias una imagen doble y oscura,
en el callejón que acababa de dejar atrás. Y, debido a este algo visto a medias
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y con la rapidez del rayo por el rabillo de su ojo izquierdo, de forma
inesperada había surgido en su mente la imagen de su hermano y de su novia.
Los vio de manera fragmentaria y en un destello semejante a un relámpago,
tal y como estaban cuando durante la visita se pararon un momento delante de
la chimenea de la sala, y él le rodeaba los hombros con el brazo. Esta imagen
tuvo tanta fuerza que F. Jasmine creyó por un instante que Jarvis y Janice
estaban detrás de ella en el callejón y que los había divisado, a pesar de que
sabía perfectamente que se encontraban en Winter Hill, casi a cien millas de
distancia.
F. Jasmine bajó el pie hasta tocar el suelo y se volvió para mirar. El
callejón se abría entre dos tiendas de comestibles y resultaba oscuro en
contraste con el resplandor diurno. No miró directamente en esa dirección,
casi como si tuviera miedo. Sus ojos recorrieron lentamente el muro de
ladrillos y volvió a mirar de reojo la doble silueta. ¿Y qué vio? F. Jasmine se
quedó asombrada. En el callejón solo había dos chicos negros; uno era más
alto que el otro y rodeaba con el brazo los hombros del más pequeño. Eso era
todo; sin embargo, debido al ángulo y a su actitud, o tal vez a la postura de
sus cuerpos, reproducían esa imagen de su hermano y de la novia que tanto la
había alterado. Con esta visión realista y exacta de los chicos terminó la
mañana; cuando llegó a casa eran las dos de la tarde.
2
La tarde fue como el centro de un pastel que Berenice había hecho el lunes
pasado y que le salió mal. La vieja Frankie se había alegrado de que el pastel
no resultara, y no por rencor, sino porque los pasteles que más le gustaban
eran los que no salían bien. Le encantaba el sabor húmedo y gomoso que tenía
su parte central, y no comprendía por qué los adultos pensaban que esos
pasteles eran un fracaso. El del lunes era un pastel en forma de hogaza, con
bordes muy levantados y el centro hundido. Después de la mañana brillante e
intensa, la tarde resultó sólida y espesa como el interior de aquel pastel. Y por
ser la última tarde de todas, F. Jasmine encontró una inusitada dulzura en los
antiguos gestos y voces de la cocina. A las dos de la tarde, cuando entró,
Berenice estaba planchando ropa. John Henry, sentado junto a la mesa, hacía
pompas de jabón con un carrete y le lanzó una larga y misteriosa mirada
verde.
—¿Dónde diablos has estado? —preguntó Berenice.
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—Sabemos algo que tú no sabes —dijo John Henry—. ¿Sabes qué es?
—¿Qué?
—Berenice y yo iremos a la boda.
F. Jasmine estaba quitándose el vestido de organdí y estas palabras la
dejaron sorprendida.
—Tío Charles ha muerto.
—Ya lo sé, pero…
—Sí —dijo Berenice—. El pobre viejo pasó a mejor vida esta mañana.
Llevarán el cuerpo al mausoleo familiar en Opelika, y John Henry se quedará
con nosotros varios días.
Ahora, al enterarse de que la muerte de tío Charles afectaría en cierto
modo a la boda, le dio cabida entre sus pensamientos. Mientras Berenice
terminaba de planchar, F. Jasmine se quedó sentada en la escalera que
conducía a su habitación, vestida con sus enaguas, y con los ojos cerrados.
Tío Charles vivía en el campo, en una sombreada casa de madera, y era
demasiado viejo para comer maíz en mazorcas. Cayó enfermo en junio de ese
verano y desde entonces su estado había sido crítico. Yacía en el lecho,
macilento, arrugado y viejísimo. Se quejaba de que los cuadros en la pared
estaban torcidos y tuvieron que descolgarlos todos aunque no era verdad. Se
quejó de que su cama se hallaba en una esquina que no era la adecuada y
tuvieron que cambiarla de sitio aunque también aquello era falso. Se quedó
sin voz y cuando intentaba hablar parecía tener la garganta llena de
pegamento y no entendían lo que decía. Un domingo los West fueron a verlo
y llevaron a Frankie; ella se acercó de puntillas a la puerta del último
dormitorio, que estaba abierta. Parecía un anciano tallado en una madera muy
oscura y se hallaba cubierto por una sábana. Solo sus ojos se movían; eran
como jalea azul y a ella le dieron la impresión de que, en cualquier momento,
podían salirse de sus órbitas y rodar como una gelatina azul por su rostro
impávido. Se quedó un instante mirándolo desde la puerta, pero luego sintió
miedo y se alejó. Finalmente lograron entender por qué se quejaba: no le
gustaba que el sol entrase por aquellas ventanas. Solo que no era eso lo que le
hacía daño, sino la muerte. La muerte.
F. Jasmine abrió los ojos y se estiró.
—Estar muerto es algo terrible —dijo.
—Bueno —dijo Berenice—, el anciano ha sufrido mucho y ha vivido todo
lo que tenía que vivir. El Señor le había marcado su hora.
—Ya lo sé. Pero al mismo tiempo me parece muy extraño que tuviera que
morirse exactamente un día antes de la boda. ¿Y cuál es el motivo por el cual
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tú y John Henry tenéis que ir a la boda? Yo creo que deberíais quedaros en
casa.
—Frankie Addams —dijo Berenice, poniéndose de inmediato los puños
en las caderas—. Eres el ser más egoísta que ha pisado la tierra. Todos hemos
estado juntos y encerrados en esta cocina…
—¡No me llames Frankie! No quisiera tener que volver a recordártelo.
Era esa hora temprana de la tarde en que durante los viejos tiempos solían
escuchar la música dulzona de una orquesta. Ahora, con la radio apagada, la
cocina resultaba solemne y silenciosa y podían oírse ruidos muy lejanos.
Desde la calzada les llegó la voz de un negro que vendía hortalizas, en una
voz pastosa e indistinta, con un lento y prolongado grito sin palabras. Y en
algún lugar cerca de allí, atronaba un martillo y se oía el eco de cada uno de
sus golpes.
—Os llevaríais una buena sorpresa si supierais dónde he estado. He
recorrido todo el pueblo. He visto al mono y al hombre del mono. Había un
soldado que quería comprar el mono y que tenía cien dólares en la mano.
¿Alguna vez habéis visto a alguien tratando de comprar un mono en la calle?
—No. ¿Estaba borracho?
—¿Borracho? —dijo F. Jasmine.
—¡Oh! —exclamó John Henry—. ¡El mono y el hombre del mono!
La pregunta de Berenice perturbó a F. Jasmine y se detuvo un momento a
pensar.
—No creo que estuviera borracho. Las personas no se emborrachan de
día. —Pensó contarle a Berenice lo del soldado, pero titubeó—. De todos
modos, había algo…
No terminó la frase y observó una pompa de jabón con los colores del
arcoíris que flotaba en silencio por la habitación. Allí, en la cocina, vestida
solo con las enaguas le era difícil emitir un juicio sobre el soldado. Se sentía
insegura con respecto a la promesa que había hecho para esa noche. La
indecisión la molestaba, y por lo tanto cambió de tema.
—Supongo que habrás lavado y planchado toda mi ropa buena. Tengo que
llevármela a Winter Hill.
—¿Para qué? —dijo Berenice—. Solo estarás allí un día.
—Ya me has oído —dijo F. Jasmine—; te dije que no volvería aquí
después de la boda.
—Estás mal de la cabeza. Tienes mucho menos cerebro de lo que yo creía.
¿Qué te hace pensar que querrán llevarte con ellos? Dos son una pareja, pero
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tres forman un grupo. Eso es lo más importante de una boda: dos son una
pareja y tres son un grupo.
F. Jasmine siempre tenía dificultades para rebatir una frase hecha. Le
encantaba usarlas en sus obras de teatro y en su conversación, sin embargo,
eran difíciles de rebatir, y por lo tanto dijo:
—Espera y verás.
—¿Recuerdas el diluvio universal? ¿Recuerdas a Noé y el arca?
—Y eso ¿qué tiene que ver? —dijo.
—¿Recuerdas cómo entraron las criaturas?
—Oh, cállate, vieja charlatana.
—De dos en dos —dijo Berenice—. Admitió a las criaturas de dos en dos.
Aquella tarde se discutió sin parar sobre la boda. Berenice rehusó ceñirse
al estado de ánimo de F. Jasmine. Desde un principio fue como si intentase
coger a F. Jasmine por el cuello, como la ley lo hace con los malhechores y
delincuentes, y hacerla retroceder hasta el punto de partida; llevarla hacia
atrás, hacia el triste y loco verano que F. Jasmine sentía ahora como una
época muy remota en el recuerdo. Pero F. Jasmine era obstinada y no se
dejaba cazar. Berenice encontraba defectos en todas sus ideas, y desde la
primera a la última palabra hizo terribles esfuerzos para restarle valor a la
boda. Pero F. Jasmine no permitía que eso sucediera.
—Mira —dijo F. Jasmine y cogió el vestido de organdí rosado que
acababa de quitarse—. ¿Recuerdas que cuando compré este vestido, el cuello
tenía pequeños plisados? Has estado planchando este cuello como si fuera de
volantes. Hay que planchar este plisado como se debe.
—¿Y quién lo hará? —dijo Berenice. Cogió el vestido y examinó el
cuello—. Tengo cosas mejores en que ocupar mi tiempo y mi trabajo.
—Pues debe hacerse —dijo F. Jasmine—. El cuello debe quedar así.
Además, es posible que me lo ponga para salir esta noche.
—¿Adónde, si puede saberse? —contestó Berenice—. Responde a la
pregunta que te he hecho al entrar. ¿Dónde has estado durante toda la
mañana?
Las cosas sucedían tal como F. Jasmine lo había imaginado: Berenice se
negaba a comprender. Y como era más un problema de sensaciones que de
palabras o hechos, le resultaba muy difícil explicarlo. Cuando habló de
comunicación, Berenice le dirigió una larga e indescifrable mirada… y
cuando mencionó el Blue Moon y a las demás personas, la nariz ancha y chata
de Berenice se dilató y meneó la cabeza de un lado a otro. F. Jasmine evitó
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hablar del soldado; aun cuando en varias ocasiones estuvo a punto de
nombrarlo, algo le advirtió de que no lo hiciera.
Cuando hubo acabado, Berenice dijo:
—Frankie, creo sinceramente que te has vuelto loca. Has caminado por
todo el pueblo contando esa historia a personas totalmente desconocidas. En
el fondo de tu alma sabes que esa manía tuya no es más que una locura.
—Espera y verás —dijo F. Jasmine—. Me llevarán con ellos.
—¿Y si no lo hacen?
F. Jasmine cogió la caja con las zapatillas plateadas y la caja con el
vestido para la boda.
—Este es mi traje para la boda. Más tarde te lo mostraré.
—¿Y si no lo hacen?
F. Jasmine había comenzado a subir la escalera, pero se detuvo y se volvió
hacia la cocina. La habitación estaba silenciosa.
—Si no lo hacen me mataré —dijo—. Pero lo harán.
—¿Y cómo te matarás? —preguntó Berenice.
—Me dispararé en la sien con una pistola.
—¿Con qué pistola?
—Con la pistola que papá guarda bajo sus pañuelos junto al retrato de
mamá, en el cajón del lado derecho de la cómoda.
Berenice no dijo nada durante un rato y en su rostro había una expresión
de perplejidad.
—Ya sabes lo que el señor Addams te ha dicho respecto a jugar con esa
pistola. Ahora ve arriba. La comida estará lista dentro de poco.
Comerían tarde; los tres iban a sentarse a la mesa de la cocina por última
vez. Los sábados no seguían el horario habitual de las comidas, y empezaron
a las cuatro de la tarde, cuando los rayos de aquel sol de agosto se extendían
por el patio oblicuos y dorados. A esa hora los rayos del sol atravesaban el
patio como si fueran a los barrotes de una extraña y luminosa prisión. Las dos
higueras se veían verdes y achaparradas, y el emparrado, bañado por el sol,
proyectaba una oscura sombra. El sol vespertino no entraba por las ventanas
de la parte posterior de la casa, por eso la luz en la cocina era gris. Los tres
empezaron a comer a las cuatro, y la comida duró hasta el crepúsculo. Había
frijoles, cocinados con un hueso de jamón, y mientras comían hablaron sobre
el amor. Era un tema que F. Jasmine trataba por primera vez en su vida. Para
comenzar, nunca había creído en el amor, ni siquiera lo había mencionado en
sus obras de teatro. Pero aquella tarde cuando Berenice inició la conversación,
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F. Jasmine no se tapó los oídos, sino que permaneció tranquilamente sentada,
comiendo sus judías con arroz y caldo mientras escuchaba.
—He oído muchas cosas extrañas —dijo Berenice—. He visto a hombres
enamorados de chicas tan feas que uno se preguntaba si no estarían mal de la
vista. He visto las bodas más raras que nadie pudiera imaginarse. En cierta
oportunidad conocí a un chico con toda la cara quemada y…
—¿Quién era? —preguntó John Henry.
Berenice tragó un pedazo de pan de maíz y se limpió la boca con el dorso
de la mano.
—He conocido a mujeres que han amado a verdaderos demonios y que
daban gracias a Dios cuando oían sus pezuñas en el umbral. He conocido a
chicos que se han enamorado de otros chicos. ¿Conoces a Lily Mac Jenkins?
F. Jasmine pensó un minuto y luego contestó:
—No estoy segura.
—Pues lo conoces o no lo conoces. Suele andar por ahí con una blusa de
satén rosada y la mano en la cadera. El tal Lily Mae se enamoró de un hombre
llamado Juney Jones. Un hombre, fijaos bien. Y Lily Mae se transformó en
una chica. Cambió su naturaleza y su sexo, y se convirtió en una chica.
—¿De veras? —preguntó F. Jasmine—. ¿Lo hizo de verdad?
—Lo hizo —dijo Berenice—. De verdad.
F. Jasmine se rascó detrás de la oreja y dijo:
—Qué divertido, no puedo imaginarme de quién estás hablando. Y yo que
creía conocer a tanta gente.
—No es necesario que conozcas a Lily Mae Jenkins. Puedes vivir sin
conocerla.
—De todos modos, no creo nada de lo que me has contado —dijo
F. Jasmine.
—No tengo intención de discutir contigo —dijo Berenice—. ¿De qué
estábamos hablando?
—De cosas curiosas.
—Oh, sí.
Callaron un momento para continuar con la comida. F. Jasmine comía con
los codos sobre la mesa y los talones de sus pies descalzos en el travesaño de
la silla. Ella estaba sentada frente a Berenice y John Henry frente a la ventana.
Las judías con arroz eran el plato favorito de F. Jasmine. Siempre decía que
cuando estuviera dentro del ataúd, le pusieran delante un plato de judías con
arroz, porque así no podrían equivocarse; ya que, si quedara un soplo de vida
en ella, se incorporaría para comérselos; pero, si ante el aroma del plato
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continuaba inmóvil, podían clavar tranquilamente la tapa y tener la certeza de
que había muerto. Ahora, Berenice había escogido para su propia prueba de la
muerte un trozo de trucha frita, y para la de John Henry, dulce de leche. Pero
si F. Jasmine sentía una predilección tan especial por las judías, los otros dos
tampoco las despreciaban. Todos disfrutaron la comida de aquel día: hueso de
jamón, judías, pan de maíz, batatas asadas con crema. Y mientras comían se
dedicaron a conversar.
—Sí, tal como os decía —dijo Berenice—, en mis tiempos vi cosas muy
extrañas. Sin embargo, hay una cosa que nunca he visto y ni siquiera he oído
mencionar. No señor, nunca.
Berenice se calló y empezó a menear la cabeza esperando que la
interrogaran. Pero F. Jasmine no hizo ningún comentario. Fue John Henry,
quien, espoleado por la curiosidad, levantó la cabeza del plato y preguntó:
—¿Qué cosa, Berenice?
—Nunca —dijo Berenice—, en toda mi vida, he sabido de nadie que se
enamorara de una boda. He visto muchas cosas raras pero nunca había visto
nada semejante.
F. Jasmine masculló algunas palabras.
—Por lo cual, he estado pensando en el asunto y he llegado a la siguiente
conclusión.
—Oye —preguntó súbitamente John Henry—, ¿cómo pudo ese chico
transformarse en una chica?
Berenice lo miró y le arregló la servilleta que tenía alrededor del cuello.
—Son cosas que pasan, niño mío. No lo sé.
—No le prestes atención —dijo F. Jasmine.
—Por lo tanto, le he estado dando vueltas en mi cabeza y he llegado a la
siguiente conclusión: tú debes empezar a pensar en un novio.
—¿Qué? —preguntó Jasmine.
—Ya me has oído —replicó Berenice—: un novio. Sí, un novio. Un chico
blanco, guapo, que sea tu novio.
F. Jasmine dejó el tenedor y se quedó con la cabeza inclinada hacia un
costado.
—No quiero ningún novio. ¿Qué haría con uno?
—¿Hacer? Qué tontería —dijo Berenice—. Pues, para empezar, hacer que
te invite al cine.
F. Jasmine se echó el pelo sobre la frente y deslizó los pies por el
travesaño de la silla.
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—Debes dejar de ser tan basta, tan comilona y tan pretenciosa —dijo
Berenice—. Debes empezar a preocuparte por tu ropa, hablar con dulzura y
actuar con malicia.
F. Jasmine contestó en voz muy baja:
—Yo no soy ni basta, ni comilona. He cambiado.
—Pues me parece excelente —dijo Berenice—. Ahora péscate un novio.
F. Jasmine habría querido contar a Berenice lo del soldado, el hotel y la
invitación para la noche; pero algo se lo impedía y solo hizo alusiones al
tema.
—¿Qué clase de novio? ¿Te refieres a alguien como…? —F. Jasmine hizo
una pausa, porque en la cocina de su casa, aquella última tarde, el soldado
parecía irreal.
—En eso no puedo aconsejarte —dijo Berenice—. Tienes que decidir tú
misma.
—¿Te refieres a alguien como un soldado, que pudiera invitarme a bailar
al Idle Hour? —dijo sin mirar a Berenice.
—¿Quién habla de soldados y de bailes? Estoy hablándote de un chico
blanco y guapo de tu edad. ¿Qué te parece el chico Barney?
—¿Barney MacKean?
—Naturalmente. Me parece muy apropiado para empezar. Podrías salir
con él hasta que apareciera otro. Creo que serviría.
—¡Ese malvado y detestable Barney!
El garaje estaba oscuro, con finas agujas de sol que se colaban por las
grietas de la puerta cerrada, y olía a polvo. Pero ella rehusó recordar ese
pecado sin nombre que él le había enseñado y que más tarde hizo que deseara
clavarle un cuchillo entre los ojos. Se limitó a menear la cabeza con fuerza y a
aplastar judías y arroz en su plato.
—Eres la loca más grande de este pueblo.
—El loco llama loco al cuerdo.
Y continuaron comiendo, menos John Henry. F. Jasmine, con gran
concentración, iba cortando lonchas de pan de maíz y cubriéndolas con
mantequilla, aplastando judías y bebiendo leche. Berenice comía más
lentamente y le arrancaba al hueso pedazos de jamón con mucha energía.
John Henry miraba a una y a otra. Después de escuchar su conversación,
había dejado de comer para pensar durante un rato. Luego de una pausa
preguntó:
—¿Cuántos pescaste tú? ¿Cuántos novios?
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—¿Cuántos? —dijo Berenice—. Mira, cordero, ¿cuántos pelos hay en
estas trenzas? Estás hablando con Berenice Sadie Brown.
Y, entonces, Berenice empezó a hablar, y era como si no fuera a detenerse
jamás. Cuando ella iniciaba de ese modo un tema serio y largo, las palabras
fluían una detrás de otra y su voz empezaba a cantar. Durante las tardes de
verano, en el gris de la cocina, el tono de su voz era dorado y sereno, y podías
sentir el dolor y la música de su habla sin seguir las palabras. F. Jasmine
dejaba que las largas notas se detuvieran y penetraran en sus oídos pero sin
captar mentalmente el sentido de las frases. Se quedó allí, sentada a la mesa,
atendiendo, mientras pensaba a ratos en algo que siempre le había parecido
muy curioso: Berenice hablaba de sí misma como si fuera una belleza. A este
respecto bien podía decirse que Berenice no estaba en sus cabales. F. Jasmine
escuchó su voz, y luego miró a Berenice, sentada frente a ella al otro lado de
la mesa. Observó su rostro oscuro, con aquel ojo azul desorbitado; las once
trenzas engrasadas que cubrían su cabeza como un casco; la nariz ancha y
chata que se estremecía al hablar. Berenice podía ser cualquier cosa menos
una belleza. Le pareció que debía darle un consejo. En la primera pausa logró
decir:
—Me parece que deberías dejar de pensar tanto en novios y darte por
satisfecha con T. T. Apostaría que ya tienes cuarenta años. Ya es tiempo de
que sientes la cabeza.
Berenice apretó los labios y miró a F. Jasmine con su ojo negro y vivo.
—Sabihonda —dijo—. ¿Cómo sabes tanto? Tengo tanto derecho como
cualquiera a gozar de la vida todo el tiempo que pueda. Y en cuanto a lo que
has dicho, no soy tan vieja como algunos creen. Aún puedo ser útil. Y tengo
muchos años por delante antes de hacerme a la idea de quedarme en un
rincón.
—Yo no he dicho que debías quedarte en un rincón —repuso F. Jasmine.
—He oído lo que has dicho —dijo Berenice.
John Henry, que lo oía y observaba todo, tenía un ribete de caldo en torno
a la boca. Una mosca azul, grande y perezosa, revoloteaba a su alrededor
tratando de posarse en su cara pegajosa, y de vez en cuando John Henry
movía la mano para espantarla.
—¿Todos tus novios te invitaban al cine? —preguntó.
—Al cine, y a una cosa u otra —contestó ella.
—¿Quieres decir que nunca pagabas tu entrada? —preguntó John Henry.
—Eso es lo que digo —contestó Berenice—. Nunca, cuando salía con un
novio. Claro que si tenía que ir a algún sitio con un grupo de chicas, pagaba lo
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mío. Pero no soy el tipo de personas que sale con un grupo de chicas.
—Cuando hicisteis el viaje a Fairview… —dijo F. Jasmine—, aquel
domingo, la primavera pasada, y había un piloto de color que llevaba a la
gente de color en su aeroplano, ¿quién pagó el vuelo?
—Deja que recuerde —dijo Berenice—. Honey y Clorina pagaron lo
suyo, aunque tuve que prestarle a Honey un dólar con cuarenta centavos.
Cape Klyde pagó lo suyo. Y T. T. pagó por él y por mí.
—Entonces, ¿fue T. T. quien te invitó a volar en aeroplano?
—Eso es lo que te he dicho. Pagó el billete del autobús de ida y vuelta a
Fairview; el billete del aeroplano y los refrescos; todo el viaje. Por supuesto
que él fue quien pagó. ¿Si no, cómo podría permitirme ir en aeroplano? Yo,
que gano seis dólares a la semana.
—No había pensado en eso —admitió finalmente F. Jasmine—. Me
pregunto de dónde ha sacado T. T. todo ese dinero.
—Se lo ha ganado —dijo Berenice—. John Henry, límpiate la boca.
Reposaron un rato sentados a la mesa, porque aquel verano comían por
etapas: comían un rato y luego dejaban que el alimento se expandiera y
asentara en sus estómagos; y un poco después volvían a empezar. F. Jasmine
cruzó su cuchillo y su tenedor sobre el plato vacío y comenzó a interrogar a
Berenice sobre algo que la preocupaba.
—Dime una cosa. ¿Solo nosotros llamamos a este plato frijoles saltarines?
¿O es conocido con ese nombre en todo el país? A mí me parece un nombre
bastante extraño.
—Lo he oído llamar de muchas maneras —dijo Berenice.
—¿Cómo?
—Pues judías con arroz, o arroz con judías y caldo, o frijoles saltarines.
Puedes inventar otros nombres y elegir.
—Yo no me refería solo a este pueblo —dijo F. Jasmine—. Me refiero a
otros lugares. Otros lugares en el mundo. Me pregunto qué nombre le darán
los franceses.
—Oh —dijo Berenice—. Esa es una pregunta a la que no puedo
responder.
—Merci a la parlez —dijo F. Jasmine.
Se quedaron sentados en silencio. F. Jasmine se había echado hacia atrás
en la silla y tenía la cabeza vuelta hacia la ventana, hacia el patio atravesado
por los rayos del sol. El pueblo estaba en silencio, la cocina estaba en silencio
y solo se oía el reloj. F. Jasmine no podía captar el movimiento de rotación de
la tierra y nada parecía moverse.
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—Me ha sucedido una cosa divertidísima —comenzó a decir
F. Jasmine—. Pero no sé como contarla. Es una de esas cosas raras que te
suceden y que son inexplicables.
—¿Qué cosa, Frankie? —preguntó John Henry.
F. Jasmine apartó la vista de la ventana, pero antes de que empezara a
hablar se produjo un sonido. En el silencio de la cocina oyeron el sonido que
cruzaba serenamente la habitación; luego se repitió la misma nota. Alguien
tocaba al piano una escala musical en esa tarde de agosto. Sonó una nota.
Después, lo mismo que en un sueño, una cadena de notas comenzó a subir
cada vez más alto, como si fuera la escalinata de un castillo; sin embargo, al
final, cuando esperaban oír la octava nota que completaría la escala, hubo un
silencio. La penúltima nota volvió a sonar. La séptima nota, que es como un
eco de la escala inconclusa, sonó y volvió a sonar una y otra vez. Finalmente
todo enmudeció. F. Jasmine, John Henry y Berenice intercambiaron miradas.
Alguien en el vecindario afinaba un piano en aquel mes de agosto.
—¡Jesús! —dijo Berenice—. Creo que esto colma la medida.
John Henry se estremeció.
—Yo pienso igual —dijo.
F. Jasmine se quedó inmóvil frente a la mesa cubierta de bandejas y platos
de comida. El color de la cocina era un gris desteñido y la habitación
resultaba demasiado chata y cuadrada. Después del silencio sonó otra nota
que luego se repitió una octava más alta. F. Jasmine alzaba los ojos a medida
que la nota iba subiendo, como si la estuviera observando moverse de un
extremo a otro de la cocina. En el momento en que la nota se hizo más aguda
sus ojos llegaron a una esquina del techo, luego cuando una larga escala
comenzó a descender, su mirada se trasladó hacia la esquina opuesta en el
suelo. La nota más baja de la escala fue tocada seis veces, y F. Jasmine se
quedó mirando fijamente su viejo par de zapatillas y una botella vacía de
cerveza en un rincón de la habitación. Finalmente cerró los ojos, se sacudió y
se puso de pie.
—Me pone triste —dijo F. Jasmine—; y también nerviosa. —Dio vueltas
por la habitación—. Me han dicho que en Milledgeville, cuando quieren
castigar a la gente los atan y les obligan a escuchar a un afinador de pianos.
—Dio tres vueltas alrededor de la mesa—. Hay algo que quiero preguntarle.
Si te encuentras con alguien que te parece muy singular, pero ignoras por qué
motivo…
—¿Singular de qué manera?
F. Jasmine pensó en el soldado y no pudo ser más explícita.
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—Digamos que te topas con alguien que te parece que tal vez podría estar
borracho, pero no estás nada segura. Y esta persona te invita a salir con ella,
y a ir a una gran fiesta o baile. ¿Qué harías?
—Así, en frío, no sabría decírtelo. Dependería de cómo me sintiera.
Quizás fuera con esa persona al gran baile y luego conocería allí a alguien que
me gustara más. —De pronto el ojo verdadero de Berenice se entrecerró y
miró fijamente a F. Jasmine—. ¿Por qué me preguntas eso?
El silencio en la habitación se hizo tan absoluto que F. Jasmine oía las
gotas que caían al fregadero. Trataba de hallar la manera de contar a Berenice
todo lo relativo al soldado. Pero, entonces, inesperadamente sonó el teléfono.
F. Jasmine dio un salto y, volcando un vaso de leche vacío corrió hacia el
vestíbulo; pero John Henry, que estaba más cerca, cogió antes el auricular. Se
arrodilló en la silla del teléfono y sonrió al auricular antes de decir diga.
Continuó diciendo diga hasta que F. Jasmine le arrebató el auricular y repitió
los digas por lo menos dos docenas de veces hasta que por fin se cortó la
comunicación.
—Estas son las cosas que me vuelven loca —dijo cuando regresaron a la
cocina—. O como cuando el camión que reparte paquetes a domicilio se
detiene frente a nuestra puerta y el hombre mira el número de nuestra casa
pero termina por llevar el paquete a otra parte. Considero que estas cosas son
augurios. —Se pasó los dedos por el pelo cortado a lo chico—. Haré que me
lean el futuro antes de salir mañana por la mañana. Es algo que tengo deseos
de hacer desde hace tiempo.
—Cambiando de tema —dijo Berenice—. ¿Cuándo me vas a mostrar el
vestido nuevo? Estoy deseando ver qué has elegido.
F. Jasmine subió a buscar el vestido. A su habitación la llamaban el horno:
el calor de toda la casa subía hasta ese cuarto y se quedaba allí. Por las tardes
el aire parecía vibrar y por eso era buena idea mantener el motor encendido.
F. Jasmine puso el motor en marcha y abrió la puerta del armario. Hasta la
víspera de la boda sus seis vestidos siempre habían estado colgados en fila, en
tanto que la ropa de diario la ponía en una repisa o la tiraba en cualquier
rincón. Sin embargo, aquella tarde al llegar a casa cambió este orden: colocó
los vestidos en la repisa y en el armario solo dejó un colgador con el vestido
para la boda. Las zapatillas plateadas estaban cuidadosamente colocadas en el
suelo, debajo del vestido, y con las puntas en dirección al norte, hacia Winter
Hill. Sin saber por qué, F. Jasmine anduvo de puntillas por la habitación
mientras iba vistiéndose.
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—¡Cerrad los ojos! —les gritó—. No me miréis bajar la escalera. No
abráis los ojos hasta que no os lo diga.
Parecía que las cuatro paredes de la cocina la observaban y una sartén que
colgaba en la pared se le figuró un vigilante y redondo ojo negro. La afinación
del piano había cesado por un minuto. Berenice inclinó la cabeza como si
estuviera en la iglesia. John Henry también tenía la cabeza gacha, pero miraba
a hurtadillas. F. Jasmine se paró al pie de la escalera con una mano en la
cadera.
—¡Oh, qué bonito! —dijo John Henry.
Cuando Berenice alzó la vista y vio a F. Jasmine, puso una cara imposible
de describir. Su ojo negro la recorrió desde la cinta plateada del pelo hasta las
suelas de las zapatillas también plateadas. No dijo nada.
—Ahora dime sinceramente tu opinión —dijo F. Jasmine.
Pero Berenice miró el vestido de noche de satén color naranja y meneó la
cabeza sin hacer comentarios. Al principio fue una leve oscilación, pero a
medida que la observaba sus movimientos eran cada vez más enérgicos, hasta
el extremo de que F. Jasmine oyó cómo le crujía el cuello.
—¿Qué pasa? —preguntó F. Jasmine.
—Creí que ibas a comprarte un vestido rosado.
—Sí, pero cuando llegué a la tienda cambié de opinión. ¿Qué tiene de
malo este vestido? ¿No te gusta, Berenice?
—No —dijo Berenice—. No me gusta.
—¿Qué quieres decir con que no te gusta?
—Exactamente eso. Que no me gusta.
F. Jasmine se dio la vuelta para mirarse en el espejo y siguió pensando
que su vestido era hermoso. Sin embargo, Berenice tenía una expresión
amarga y obstinada en su rostro, una expresión semejante a la de una vieja
mula de orejas enormes, que resultaba incomprensible para F. Jasmine.
—No veo por qué lo dices —se quejó—. ¿Qué tiene de malo?
Berenice cruzó los brazos sobre su pecho y dijo:
—Pues si tú no lo ves, yo no puedo explicártelo. Para empezar, mírate la
cabeza.
F. Jasmine se miró en el espejo.
—Primero te cortas el pelo casi al rape como un presidiario, y después te
anudas una cinta plateada en la cabeza. Eso queda raro.
—Oh, pero esta noche me lavaré el pelo e intentaré rizarlo —dijo
F. Jasmine.
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—Y mírate los codos —continuó diciendo Berenice—. Llevas un vestido
de noche que es para una mujer mayor. De satén color naranja. Y tienes
costras secas en ambos codos. Son dos cosas que no pueden ir juntas.
F. Jasmine se alzó de hombros y se cubrió los codos sucios con las manos.
Berenice hizo otro enérgico y amplio movimiento de cabeza y frunció los
labios con gesto reprobatorio.
—Devuélvelo a la tienda.
—¡No puedo hacerlo! —dijo F. Jasmine—. Es de las rebajas del sótano.
No aceptan devoluciones.
Berenice tenía dos lemas. El primero era el conocido proverbio que dice
que aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Y el segundo, que hay
que cortar el vestido de acuerdo con la tela y sacar así el mejor partido de lo
que se tiene. F. Jasmine no estaba muy segura si el último de estos lemas fue
el que hizo cambiar de parecer a Berenice, o si en realidad el vestido empezó
a gustarle. El caso es que Berenice la observó durante un rato con la cabeza
ligeramente ladeada y al fin dijo:
—Ven acá. Te ajustaremos un poco la cintura y veremos qué se puede
hacer.
—Creo que no estás acostumbrada a ver personas bien vestidas —dijo
F. Jasmine.
—No estoy acostumbrada a ver un árbol de Navidad humano en el mes de
agosto.
Berenice arrancó una cinta y ajustó y tironeó el vestido en varios lugares.
F. Jasmine, inmóvil como una percha, se dejaba hacer. John Henry se había
puesto de pie y la observaba con la servilleta todavía atada alrededor del
cuello.
—El vestido de Frankie parece un árbol de Navidad —dijo.
—Judas hipócrita —dijo F. Jasmine—. Acabas de decir que es bonito.
¡Viejo Judas hipócrita!
Continuaban afinando el piano. F. Jasmine no sabía de quién era ese
piano, pero el sonido de las pulsaciones se oía con insistencia en la cocina y
provenía de un lugar cercano. El afinador de pianos hacía sonar de vez en
cuando un instrumento, pero luego volvía otra vez a las notas. Y entonces
repetía todo de nuevo. Volvía a insistir en una misma nota con la misma
enloquecedora solemnidad. Se trataba de míster Schwarzenbaum el afinador
del pueblo. Aquel sonido era capaz de estremecer las entrañas de cualquier
músico y de desconcertar a quien lo escuchara.
—Me pregunto si lo hace para torturarnos —dijo F. Jasmine.
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Pero Berenice no estuvo de acuerdo.
—En Cincinnati y en cualquier parte del mundo los pianos se afinan del
mismo modo. Vamos a encender la radio del comedor para no oírlo.
F. Jasmine negó con la cabeza.
—No —dijo—. No sabría decirte por qué. Pero no quiero que vuelva a
encenderse la radio. Me recuerda demasiado el verano.
—Échate un poco hacia atrás —dijo Berenice.
Había marcado la cintura algo más arriba con alfileres, y realizado uno
que otro cambio en el vestido. F. Jasmine se miraba en el espejo colgado
sobre el fregadero. Solo podía verse de la cintura para arriba. Por lo cual,
después de mirarse la parte superior, se subió a una silla para mirar la parte
del medio. Luego comenzó a despejar un extremo de la mesa para subirse en
ella y poder mirarse los zapatos plateados, pero Berenice se lo impidió.
—¿De veras no te parece bonito? —dijo F. Jasmine—. A mí sí me lo
parece. En serio, Berenice. Dime qué opinas realmente.
Pero Berenice se levantó y habló con voz cansada:
—¡Nunca he conocido a nadie tan poco razonable! Me pides mi opinión
sincera y te la doy. Me la pides otra vez y otra vez te la doy. Pero lo que tú
quieres no es mi opinión sincera sino mi aprobación a algo que repruebo.
¡Qué manera de comportarse es esa!
—De acuerdo —dijo F. Jasmine—. Solo quiero estar bien.
—Pues estás muy bien —dijo Berenice—. Bastante bonita. Estás tan bien
como para ir a la boda de cualquiera. Excepto a la tuya. Y gracias a Dios,
podremos hacer algunos arreglos. Ahora debo preocuparme de tener ropa
limpia para John Henry, y decidir qué vestido voy a ponerme yo.
—Tío Charles ha muerto —dijo John Henry—. Pero nosotros iremos a la
boda.
—Sí, cariño —dijo Berenice y, debido a la inesperada y soñadora quietud
que se apoderó de ella, F. Jasmine comprendió que Berenice estaba
recordando a todos sus muertos. Los muertos desfilaban por su corazón y ella
los iba enumerando; desde Ludie Freeman, en aquellos lejanos días en
Cincinnati donde había nieve.
F. Jasmine dio un repaso a los siete muertos que había conocido. Su
madre había muerto el mismo día en que ella nació, y por lo tanto no la
tomaba en cuenta. Había un retrato suyo en el cajón de la derecha en la
cómoda de su padre; su rostro, tapado con los fríos pañuelos en el cajón,
denotaba tristeza y timidez. Luego estaba su abuela que murió cuando ella
tenía nueve años, y a quien recordaba muy bien, aunque en imágenes
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deformadas, sumidas en lo más profundo de su mente. Aquel año murió en
Italia un soldado del pueblo llamado William Boyd, a quien ella había
conocido de vista. También había muerto la señora Selway que vivía a dos
manzanas de distancia; y F. Jasmine observó el funeral desde la acera, porque
no había sido invitada. Los hombres se reunieron en el porche delantero con
aire solemne; había llovido y una cinta gris colgaba de la puerta. Conocía a
Lon Baker, que también había muerto. Era un chico de color; fue asesinado en
un callejón, detrás de la tienda de su padre. Le cortaron el cuello con una
navaja una tarde de abril en la que toda la gente de los callejones desapareció
por las puertas traseras; más tarde dijeron que su cuello cortado parecía una
boca enloquecida y temblorosa que pronunciara palabras espectrales bajo el
sol de abril. Lon Baker estaba muerto y Frankie lo había conocido. También
conocía, aunque muy superficialmente, al señor Pitkin de la zapatería Brawer;
a la señorita Birdie Grimes; y a un hombre que trepaba a los postes de la
Compañía de Teléfonos. Todos ellos habían muerto.
—¿Piensas con frecuencia en Ludie? —preguntó F. Jasmine.
—Sabes que sí —dijo Berenice—. Pienso en los años que él y yo vivimos
juntos, y en los malos tiempos que vinieron después. Ludie nunca me habría
abandonado ni yo me habría visto obligada a mezclarme con hombres malos.
Yo y Ludie —dijo—. Ludie y yo.
F. Jasmine estaba sentada haciendo vibrar una pierna y pensando en Ludie
y en Cincinnati. De entre todos los muertos del mundo, Ludie Freeman era el
que F. Jasmine conocía mejor. A pesar de que jamás lo había visto y de que ni
siquiera había nacido cuando él murió. Conocía a Ludie, conocía Cincinnati,
y había vivido el invierno en que Ludie y Berenice fueron juntos al norte y
vieron nieve. Habían hablado mil veces de todas estas cosas; era una
conversación que Berenice desarrollaba lentamente, cantando cada frase. Y la
vieja Frankie solía hacer preguntas sobre Cincinnati: ¿Qué comían allí y cuán
anchas eran sus calles? Con una voz cantarina hablaba de los peces de
Cincinnati; del vestíbulo de la casa que tuvieron en la calle Myrtle y de los
cines de la ciudad. Contaba que Ludie Freeman era un albañil con un salario
muy alto y regular y, que de todos sus maridos, era el hombre que Berenice
más había amado.
—A veces desearía no haberlo conocido —decía Berenice—. Me mimó
tanto. Por eso después me sentí tan sola. Cuando me iba a casa por las noches
después del trabajo, me sentía aguijoneada por la soledad. Y entonces me
mezclé con demasiados hombres que no valían la pena. Quería sobreponerme
a esa sensación.
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—Ya lo sé —dijo F. Jasmine—. Pero T. T. Williams no es un hombre que
no valga la pena.
—No me refería a T. T. Él y yo solo somos buenos amigos.
—¿No vas a casarte con él? —preguntó F. Jasmine.
—Bueno, T. T. es un caballero, un hombre de color elegante y de buena
posición —dijo Berenice—. Nunca se ha dicho que T. T. pierda el tiempo por
ahí como otros hombres. Si me casara con T. T., abandonaría esta cocina y mi
lugar estaría detrás de la caja registradora del restaurante, donde no haría más
que dar golpecitos con el pie. Respeto a T. T. sinceramente. Ha pasado por la
vida en estado de gracia.
—¿Cuándo te casarás con él? —le preguntó—. Está loco por ti.
Berenice contestó:
—No me casaré con él.
—Pero acabas de decir que… —dijo F. Jasmine.
—Dije que respeto sinceramente a T. T. y que lo estimo de verdad.
—Bueno, y entonces… —dijo F. Jasmine.
—Lo respeto y estimo en grado sumo —dijo Berenice.
Su ojo vivo expresaba quietud y dignidad, y su nariz ancha temblaba
mientras hablaba.
—Pero no me estremezco en su presencia.
Después de una pausa F. Jasmine dijo:
—Yo en cambio me estremezco de solo pensar en la boda.
—Es lamentable —dijo Berenice.
—También me estremezco cuando pienso en todos los muertos que he
conocido. Suman siete —dijo—. Y ahora tío Charles.
F. Jasmine se tapó los oídos con los dedos y cerró los ojos, pero eso no era
la muerte. Continuaba sintiendo el calor de la colina y el olor de la comida.
Oía el sonido de sus tripas y los latidos de su corazón. Y los muertos no
sienten nada, no oyen nada, no ven nada: todo es negro.
—Sería terrible estar muerta —dijo, y comenzó a dar vueltas por la
habitación con su vestido de boda.
En una repisa había una pelota de goma y ella la cogió, la arrojó contra la
puerta del vestíbulo y volvió a cogerla de rebote.
—Deja eso —dijo Berenice—. Quítate ese vestido antes de que lo
manches. Haz algo. Enciende la radio.
—Te he dicho que no quiero oír esa radio.
Siguió dando vueltas por la habitación. Berenice le había sugerido que
hiciera algo, pero no sabía qué hacer. Se paseaba ataviada con el vestido de la
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boda y una mano en la cadera. Los zapatos plateados le apretaban tanto los
pies que sentía los dedos hinchados y magullados como si fuesen dos grandes
y doloridas coliflores.
—Pero te aconsejo que mantengas la radio encendida cuando vuelvas
—dijo súbitamente F. Jasmine—. Algún día hablaremos por la radio.
—¿Qué dices?
—Digo que es muy probable que algún día nos pidan que hablemos por la
radio.
—¿Y de qué, si puede saberse? —dijo Berenice.
—Oh, eso no lo sé con exactitud —dijo F. Jasmine—. Posiblemente por
ser testigos de algún acontecimiento. Nos pedirán que hablemos.
—No te comprendo —dijo Berenice—. ¿Qué es lo que vamos a
presenciar? ¿Quién nos pedirá que hablemos?
F. Jasmine giró sobre sí misma, puso los brazos en jarra y se plantó
delante de ella.
—¿Crees que me refería a ti, a John Henry y a mí? Nunca he oído nada
tan gracioso en toda mi vida.
La voz de John Henry se dejó oír aguda y excitada.
—¿Qué, Frankie? ¿Quién está hablando por la radio?
—Cuando dije nosotros creíste que éramos tú, yo y John Henry West.
Todos hablando por la radio. Nunca, desde el día en que nací, había oído nada
más gracioso.
John Henry se había arrodillado sobre la silla, en su frente se dibujaban
venas azules y se advertía la tensión de los músculos de su cuello.
—¿Quién? —gritó—. ¿Qué?
—¡Ja, ja, ja! —dijo ella echándose a reír mientras se paseaba por la
habitación golpeando con los puños todo lo que se le ponía por delante—. ¡Jo,
jo, jo!
Y como John Henry gritaba y F. Jasmine repartía golpes vestida con el
traje de la boda, Berenice se puso de pie y levantó la mano derecha pidiendo
paz. De pronto los tres se detuvieron. F. Jasmine se había quedado totalmente
inmóvil frente a la ventana. John Henry se colocó rápidamente a su lado y
también miraba hacia afuera, erguido sobre la punta de los pies con las manos
apoyadas en el borde. Berenice giró la cabeza para ver lo que sucedía. El
piano estaba mudo.
—Oh —murmuró F. Jasmine.
Cuatro chicas atravesaban el patio posterior. Tenían entre catorce y quince
años y eran miembros del club. Primero pasó Helen Fletcher, las demás la
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seguían en fila sin apresurarse. Venían del patio trasero de los O’Neil y
pasaban lentamente delante del emparrado. Los largos rayos de sol que caían
sobre ellas daban un tono dorado a su piel, y realce a sus vestidos frescos y
limpios. Después de pasar ante el emparrado solo quedaron sus sombras
alargadas y tímidas a través del patio. Pronto desaparecerían. F. Jasmine era
incapaz de moverse. En los viejos días de aquel verano ella solía aguardar,
con la esperanza de que la llamasen y le dijeran que había sido admitida en el
club, para en el último momento, cuando ya era evidente que solo estaban
cruzando por allí, gritarles llena de furia que estaba prohibido pasar por su
patio. Pero ahora las miró tranquilamente y sin sentir celos. Solo al final se
sintió impelida a gritarles algo sobre la boda, pero antes de que pudiera
encontrar las palabras y articularlas, las chicas del club habían desaparecido.
No quedaba más que el emparrado y el sol que se filtraba a través de él.
—Me pregunto… —dijo finalmente F. Jasmine.
Pero Berenice la interrumpió:
—No es más que curiosidad —dijo—; solo curiosidad.
Al iniciarse la segunda etapa de aquella última comida, eran más de las
cinco y la tarde empezaba a declinar. A esa hora, en los viejos tiempos, se
sentaban con la baraja de naipes rojos y criticaban al Creador. Juzgaban la
obra de Dios y enumeraban las medidas que tomarían para mejorar el mundo.
Y entonces la voz del Santo Dios John Henry se dejaba oír jubilosa, aguda y
extraña, y su mundo era una mezcla de manjares y monstruos, en el que todo
era posible: un brazo podía crecer y alargarse de pronto hasta California;
había tierra de chocolate y lluvia de limonada; un ojo adicional que permitía
ver a miles de millas de distancia; una cola articulada que servía como asiento
cuando uno estaba cansado; flores de azúcar.
Pero el mundo del Santo Dios Berenice Sadie Brown era otra cosa.
Continuaba siendo redondo, pero era justo y razonable. En primer lugar, no
habría diferencias de color entre las personas; todos los seres humanos serían
de un ligero tono castaño, tendrían ojos azules y pelo negro. No habría gente
de color ni blancos que hicieran sentirse inferiores y apesadumbrados durante
toda su vida a los que no lo eran. No habría gente de color, y todos los seres
humanos, hombres, mujeres y niños, formarían una única y amorosa familia
sobre la tierra. Y cuando Berenice hablaba de este, su principio fundamental,
su voz sonaba profunda y se elevaba hasta convertirse en un canto,
adquiriendo maravillosas tonalidades, cuyo eco retumbaba en las esquinas de
la habitación y luego vibraba largo rato antes de apagarse definitivamente.
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No más guerra, decía Berenice; no más cadáveres colgados de los árboles
de Europa, y no más judíos asesinados en ninguna parte. No más guerra. No
más chicos jóvenes abandonando sus hogares vistiendo el uniforme del
ejército; no más alemanes ni japoneses con su desenfrenada crueldad; no más
guerra en el mundo, y paz en todos los países. No más hambre. El verdadero y
Santo Dios había creado el aire gratis, la lluvia gratis y la tierra gratis, en
beneficio de todos. También debería haber comida gratis para las bocas de
todos los humanos; comida gratis y dos libras de tocino a la semana; aparte de
eso, que cada persona capacitada trabajara en lo que quisiera si quería comer
otras cosas y poseer otros bienes. Ni matanzas de judíos ni negros humillados.
No más guerra ni hambre en el mundo. Y, para terminar, Ludie Freeman
volvería a vivir.
Sí, el mundo de Berenice era redondo, y al escuchar su voz profunda y
musical la vieja Frankie sentía que estaba de acuerdo con ella. Sin embargo,
el mundo de la vieja Frankie era el mejor de los tres. Coincidía con Berenice
en las reglas generales de su creación, pero añadía muchas cosas más: un
aeroplano y una motocicleta para cada persona; un club mundial con
certificados e insignias y una mejor ley de gravedad. No estaba totalmente de
acuerdo con Berenice acerca de la guerra. A veces decía que en su mundo
habría una isla de la guerra, donde los que quisieran ir a luchar o a donar
sangre podrían hacerlo; y quizás ella fuese por un tiempo WAC de la fuerza
aérea. También cambiaba las estaciones; dejaba solo el verano, pero le añadía
mucha nieve. También planeaba que la gente pudiera convertirse, de manera
instantánea y reversible, de chico en chica todas las veces que quisiera. Sin
embargo, Berenice discutía con ella este punto, e insistía que la ley humana
de los sexos era justa tal como estaba y que no había manera de mejorarla.
Entonces, John Henry West solía añadir su migaja sobre este asunto; él
pensaba que las personas debían ser mitad chico y mitad chica y, cuando la
vieja Frankie lo amenazaba con llevarlo a la feria y venderlo al pabellón de
los fenómenos, él se limitaba a cerrar los ojos y a sonreír.
Y así, los tres se sentaban a la mesa de la cocina y criticaban al Creador y
su obra. A veces sus voces se cruzaban y los tres mundos se entrelazaban. El
Santo Dios John Henry West. El Santo Dios Berenice Sadie Brown. El Santo
Dios Frankie Addams. Mundos que, en definitiva, daban forma a aquellas
tardes largas y sofocantes.
Pero ese día era diferente. No estaban haraganeando, ni jugando a las
cartas, sino comiendo. F. Jasmine se había quitado el vestido para la boda y
estaba otra vez descalza y cómoda con sus enaguas. La salsa oscura de las
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judías se había espesado; la comida no estaba ni caliente ni fría; y la
mantequilla se había derretido. Comenzaron a servirse la segunda ración,
pasándose los platos unos a otros, sin hablar de los temas que generalmente
debatían a esas horas de la tarde. En cambio, tuvo lugar una extraña
conversación que se desarrolló de la siguiente manera:
—Frankie —dijo Berenice—, hace rato empezaste a decir algo, pero nos
salimos del tema. Creo que era sobre algo desacostumbrado.
—Oh, sí —dijo F. Jasmine—, iba a contarte algo muy extraño que me ha
sucedido hoy y que no he logrado entender. Pero ahora no sé cómo expresar
lo que siento.
F. Jasmine abrió una batata y se retrepó en su silla. Trató de explicar a
Berenice lo que le había ocurrido cuando venía a casa y había visto algo por
el rabillo del ojo, y cómo al volverse, había advertido que solo se trataba de
dos chicos de color al fondo del callejón. Mientras hablaba, F. Jasmine hacía
de vez en cuando una pausa, se pellizcaba el labio inferior y buscaba las
palabras justas para expresar esa emoción que nunca había experimentado y
de la que tampoco había oído hablar. A ratos miraba a Berenice para
comprobar si estaba atenta y, de súbito, vio aparecer en su rostro una
inquietante expresión: el ojo azul de cristal lucía como siempre brillante y
desconcertado y, al principio, también su ojo oscuro y vivo parecía
desconcertado; sin embargo, una mirada extraña y condescendiente había
alterado la expresión de su rostro, y de vez en cuando giraba la cabeza con
breves y bruscos movimientos, como para escuchar desde distintos ángulos y
asegurarse de que lo que oía era verdad.
Antes de que F. Jasmine terminara, Berenice apartó su plato y se metió la
mano en el escote para sacar los cigarrillos. Fumaba cigarrillos caseros pero
los llevaba en un paquete de Chesterfield para dar la impresión de que los
compraba en el estanco. Retiró un poco de tabaco suelto de la punta y echó la
cabeza atrás al encender la cerilla, para que la llama no le subiera por la nariz.
Una nube de humo azulado se cernió sobre las tres personas reunidas en torno
a la mesa. Berenice sostenía el cigarrillo entre el pulgar y el índice; tenía la
mano encogida y atiesada por el reuma y no podía estirar los dos últimos
dedos. Escuchó sin moverse de su asiento mientras fumaba, y cuando
F. Jasmine terminó hubo una larga pausa; luego Berenice se inclinó hacia
adelante y dijo:
—Escúchame. ¿Acaso puedes ver a través de los huesos de mi frente?
¿Será que tú, Frankie Addams, me has estado leyendo el pensamiento?
F. Jasmine no sabía qué contestar.
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—Esta es una de las cosas más raras que he oído en mi vida —continuó
Berenice—. No logro comprenderlo.
—Lo que quiero decir… —comenzó F. Jasmine.
—Sé lo que quieres decir —replicó Berenice—. Aquí, en el mismo rabillo
del ojo. —Y señaló el ángulo exterior de su ojo oscuro cubierto de venillas
rojas—. De pronto, captas algo, aquí, y un frío estremecimiento te recorre de
arriba abajo. Entonces te vuelves. Y te encuentras frente a Dios sabe qué cosa.
Pero no frente a Ludie o frente al que tú deseas. Y por un momento te sientes
como si te hubieran arrojado dentro de un pozo.
—Sí —dijo F. Jasmine—; así es.
—Pues es muy extraordinario —dijo Berenice—. Es algo que me ha
sucedido durante toda mi vida. Y ahora es la primera vez que oigo a alguien
expresarlo con palabras.
F. Jasmine se cubrió la nariz y la boca con una mano, para que no se
notase que se sentía complacida por ser tan extraordinaria, y cerró los ojos
con modestia.
—Sí, eso es lo que se siente cuando una está enamorada —dijo
Berenice—. Siempre. Es algo que se conoce, pero que no se sabe expresar.
Así comenzó esa extraña conversación aquella tarde cuando faltaba un
cuarto de hora para las seis. Era la primera vez que hablaban del amor y la
primera vez que F. Jasmine era considerada como una persona capaz de
comprender y con opiniones válidas. La vieja Frankie se reía del amor, decía
que era una gran farsa y no creía en él. El amor nunca aparecía en sus obras
de teatro y nunca iba al Palace cuando pasaban películas de amor. La vieja
Frankie iba siempre los sábados a la sesión de tarde cuando las películas eran
de ladrones, de guerra o de vaqueros. ¿Quién había provocado un incidente en
el Palace el pasado mayo porque un sábado dieron una vieja película llamada
La Dama de las Camelias? La vieja Frankie, por supuesto. Estaba en su
asiento de segunda fila y había pateado y empezado a silbar con dos dedos
metidos en la boca. Y el resto de la concurrencia, que había pagado media
entrada y que ocupaba las tres primeras filas, también empezó a silbar y a
patear; y mientras más duraba aquella película de amor más ruido hacían
ellos. Hasta que finalmente vino el administrador con una linterna, los sacó a
todos de sus asientos y los hizo salir por el pasillo, dejándolos en la acera sin
sus monedas de diez centavos y enfadadísimos.
La vieja Frankie nunca había aceptado el amor. Sin embargo, F. Jasmine
estaba sentada a la mesa con las rodillas cruzadas, acariciándose los pies
desnudos como solía hacerlo y asintiendo a todo lo que decía Berenice. Y, lo
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que es más, cuando alargó el brazo tranquilamente hacia el paquete de
Chesterfield, que estaba junto al platillo con la mantequilla derretida,
Berenice no le pegó en la mano para que la retirara, y F. Jasmine sacó un
cigarrillo. Ella y Berenice eran dos adultas, fumando en la mesa después de la
comida. John Henry West estaba con su cabezota de niño inclinada sobre un
hombro y observaba y escuchaba, atento a todo lo que sucedía.
—Ahora voy a contaros una historia —dijo Berenice— que os servirá de
lección. ¿Me oyes, John Henry? ¿Me escuchas, Frankie?
—Sí —murmuró John Henry y luego señaló con su pequeño índice
grisáceo—. Frankie está fumando —dijo.
Berenice se irguió en su asiento, con los hombros rectos y las negras y
retorcidas manos cruzadas sobre la mesa ante ella. Alzó la barbilla y respiró
como lo haría una cantante que se aprestara a iniciar su actuación. El afinador
de pianos insistía, no cejaba, pero cuando Berenice empezó a hablar, su
profunda voz dorada resonó en la cocina y ya no percibieron más las notas del
piano. Para empezar su historia Berenice repitió el mismo viejo cuento que
habían oído tantas veces. Lo que le sucedió con Ludie Freeman mucho tiempo
atrás.
—Estoy aquí para deciros cuánta fue mi felicidad. No ha existido en el
mundo una mujer tan feliz como lo era yo en aquellos días —dijo—. Y eso
incluye a todo el mundo. ¿Me oyes, John Henry? Eso incluye a todas las
reinas, millonarias y primeras damas de la tierra; y a las de cualquier color.
¿Me oyes, Frankie? Ninguna mujer en el mundo ha sido más feliz que
Berenice Sadie Brown.
Había empezado la vieja historia de Ludie. Que se inició una tarde de los
últimos días de octubre casi veinte años antes. La historia comenzaba en el
lugar en que ellos se encontraron por primera vez, frente a la estación de
gasolina de Camp Campbell, en los suburbios del pueblo. Era esa época del
año en que caen las hojas y los campos aparecen cubiertos de humo y de un
color gris-dorado otoñal. Y la historia continuaba desde aquel primer
encuentro hasta la boda en la Welcome Ascensión Church de Sugarville.
Proseguía durante los años que vivieron juntos. La casa con escalones
delanteros de ladrillos y ventanales de cristal en la esquina de Barrow Street.
La Navidad de la piel de zorro y el mes de junio en que dieron una fiesta con
pescado frito para veintiocho invitados entre parientes y amigos. Los años
durante los cuales Berenice cocinó y cosió a máquina las camisas y los trajes
de Ludie, y cómo los dos seguían siendo felices. Y los nueve meses que
vivieron en el norte, en la ciudad de Cincinnati, donde había nieve. Y otra vez
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Sugarville, y los días surgiendo uno de otro, y las semanas, los meses y
también los años. Y los dos siempre muy felices; aunque no era tanto los
acontecimientos que ella mencionaba, como su forma de relatarlos, lo que
hacía que F. Jasmine comprendiera.
La voz de Berenice iba fluyendo sin pausas. Había dicho que había sido
más feliz que una reina, y mientras proseguía su relato, a F. Jasmine le
pareció que adquiría el aspecto de una fantástica reina, si es que una reina
puede ser negra y comer en la cocina. Desarrollaba su historia con Ludie
como una reina negra desplegaría una tela de oro, aunque al llegar al final de
la narración su expresión era la de siempre: su ojo oscuro apuntaba recto al
frente; su nariz ancha se agitaba dilatada y temblorosa; su boca permanecía
inmóvil y triste. Por regla general cuando la historia había acabado se
quedaban tranquilos un rato y de súbito hacían precipitadamente cualquier
cosa: iniciaban una partida de cartas, preparaban batidos de leche, o andaban
por la cocina sin ningún objetivo. Sin embargo, aquella tarde no se movieron
ni hablaron durante largo rato cuando Berenice hubo terminado. Hasta que
finalmente F. Jasmine preguntó:
—¿De qué murió exactamente Ludie?
—De algo parecido a la neumonía —dijo Berenice—. Fue en noviembre
del año 1931.
—El mismo año y el mismo mes en que nací yo —dijo F. Jasmine.
—Fue el noviembre más frío que he pasado en mi vida. Todas las
mañanas había escarcha y los charcos amanecían cubiertos de hielo. El sol era
de un amarillo pálido, como en invierno. Los sonidos parecían venir desde
muy lejos, y recuerdo que un perro aullaba siempre al atardecer. Yo mantenía
encendido el fuego del hogar día y noche y, durante la noche, cuando daba
vueltas por la habitación, una sombra temblorosa me seguía desde la pared.
Todo parecía querer vaticinarme algo.
—Creo que es una especie de augurio el hecho de que yo naciera el
mismo año y el mismo mes en que él murió. Solamente los días no coinciden.
—Fue un martes, a las seis de la tarde. Como ahora, solo que en
noviembre. Recuerdo que fui al corredor y abrí la puerta de la calle. Vivíamos
en Prince Street 233. Estaba oscureciendo y a lo lejos aullaba ese perro. Volví
a la habitación y me tendí sobre el lecho de Ludie. Me tendí sobre Ludie con
los brazos abiertos y mi cara sobre su cara. Y le pedí al Señor que le
trasmitiera a él mi salud, le pedí al Señor que muriera cualquier otro que no
fuese Ludie, y permanecí largo tiempo orando. Hasta que se hizo de noche.
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—¿Cómo? —preguntó John Henry. Su pregunta no significaba nada, sin
embargo la volvió a repetir más alto y casi a gritos—: ¿Cómo, Berenice?
—Aquella noche murió —dijo ella, y su voz sonaba violenta como si
estuviera discutiendo con ellos—. Os digo que murió. ¡Ludie! ¡Ludie! ¡Ludie
Maxwell Freeman murió!
Había terminado, pero siguieron en su lugar. Nadie se movió.
John Henry observaba a Berenice y la mosca que había estado
revoloteando sobre él se posó en el lado izquierdo de la montura de sus gafas;
la mosca caminó lentamente por el cristal, cruzó el puente sobre la nariz y
luego recorrió el cristal del lado derecho. Solo después de que la mosca se
hubo echado a volar John Henry parpadeó y movió la mano.
—Es una cosa muy extraña —dijo F. Jasmine— que tío Charles esté allí,
muerto, y que yo no pueda llorar por él. Sé que debiera sentirme triste. Sin
embargo siento más pena por Ludie que por tío Charles. A pesar de que nunca
vi a Ludie. Y que he conocido a tío Charles durante toda la vida y es un
pariente consanguíneo. Tal vez esto se deba a que nací poco tiempo después
de que Ludie muriera.
—Es posible —dijo Berenice.
F. Jasmine sentía que podrían permanecer allí toda la tarde sin moverse ni
decir una palabra más, pero de pronto recordó algo.
—Empezabas a contarnos una historia diferente —dijo—. Que nos
serviría de lección.
Al principio Berenice pareció desconcertada; pero luego hizo un
movimiento brusco con la cabeza y dijo:
—Oh, sí; iba a deciros de qué forma aquello de que estábamos hablando
se puede aplicar a mí, y de lo que me sucedió con mis otros maridos. Ahora
prestad atención.
Pero la historia de los otros tres maridos también era una historia vieja.
Cuando Berenice se puso a hablar, F. Jasmine fue a la nevera y trajo a la mesa
una lata de leche condensada para comerla con galletas como postre. Al
principio escuchó sin poner mucho interés en lo que decía.
—En abril del año siguiente fui un domingo a Forks Falls. Os preguntaréis
qué hacía yo allí, pues os lo voy a explicar: visitaba a la rama Jackson de mis
primos políticos. Viven allí y habíamos ido a su iglesia. Y ahí estaba yo,
rezando en aquella iglesia, aunque sus fieles me eran totalmente
desconocidos. Tenía delante un reclinatorio y mantenía la frente baja y los
ojos abiertos. No es que estuviera mirando a hurtadillas, sino que
simplemente los tenía abiertos. De pronto un estremecimiento me recorrió
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todo el cuerpo. Con el rabillo del ojo había visto algo. Y, lentamente, me
volví hacia la izquierda. No vais a adivinar lo que vi allí. Sobre el escritorio,
muy cerca de mi ojo había un pulgar.
—¿De quién? —preguntó F. Jasmine.
—Ya te lo explicaré —dijo Berenice—. Para comprender esto debes saber
que solo una pequeña parte de Ludie Freeman no era hermosa. El resto de él
era lo más guapo y perfecto que se puede pedir. Todo menos su pulgar
derecho: se lo había aplastado el gozne de una puerta. Aquel dedo reventado
no tenía un aspecto nada bonito. ¿Comprendes?
—¿Quieres decir que mientras rezabas viste el dedo de Ludie?
—Quiero decir que vi aquel dedo. Y mientras estaba allí de rodillas me
recorrió un estremecimiento de la cabeza a los pies. Estuve así, arrodillada,
contemplando aquel dedo, pero antes de mover el ojo para saber a quién
pertenecía, comencé a orar con todo mi corazón y dije en voz alta: ¡Señor,
manifiéstate! ¡Señor, manifiéstate!
—¿Y lo hizo? —preguntó F. Jasmine—. ¿Se manifestó?
Berenice miró a un lado e hizo un sonido como de escupir.
—¡Manifestarse! ¡Narices! —dijo—. ¿Sabes a quién pertenecía ese dedo
pulgar?
—¿A quién?
—Pues a Jamie Beale —dijo Berenice—. A ese gran bribón de Jamie
Beale. Fue la primera vez que puse mis ojos en él.
—¿Por eso te casaste con él? —preguntó F. Jasmine, pues Jamie Beale era
el nombre de aquel terrible borracho que había sido su segundo marido—.
¿Porque tenía un pulgar reventado igual que Ludie?
—Solo Dios lo sabe. Me sentí atraída hacia él por lo del dedo. Una cosa
acarreó a la otra. Y sin saber cómo me encontré casada.
—Pues creo que fue una tontería casarse con él solo por el dedo —dijo
F. Jasmine.
—Yo también lo creo —dijo Berenice—. No voy a discutir eso contigo.
Me limito a contarte lo que sucedió. Y lo mismo ocurrió en el caso de Henry
Johnson.
Henry Johnson había sido su tercer marido, el que había enloquecido
estando con Berenice. Todo anduvo bien durante las tres primeras semanas
después de la boda, pero luego enloqueció, y actuó de una manera tan
disparatada que ella finalmente tuvo que abandonarlo.
—¿Pretendes decirme que Henry Johnson también tenía un dedo
aplastado?
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—No —dijo Berenice—; esta vez no fue por el dedo. Fue por el abrigo.
F. Jasmine y John Henry se miraron, pues lo que ella estaba diciendo no
parecía tener sentido. Sin embargo, el ojo negro de Berenice expresaba
seguridad y certidumbre y ella lo confirmó con un gesto rotundo.
—Para comprender esto hay que saber lo que sucedió después de la
muerte de Ludie. Él tenía un seguro que debía pagar doscientos cincuenta
dólares. No entraré en detalles, pero sucedió que la gente del seguro me robó
cincuenta dólares; tuve que trabajar dos días haciendo la limpieza antes de
reunir los cincuenta dólares que faltaban para el funeral. No podía dar a Ludie
un entierro barato. Empeñé todo lo que cayó en mis manos. Vendí mi abrigo y
el abrigo de Ludie en la tienda de ropa de segunda mano de Front Avenue.
—¡Oh! —dijo F. Jasmine—. ¿Quieres decirme que Henry Johnson había
comprado el abrigo de Ludie y por eso te casaste con él?
—No exactamente —dijo Berenice—. Una noche caminaba por la calle
junto al Ayuntamiento cuando de pronto vi una silueta delante de mí. La
silueta de aquel chico era tan parecida a la de Ludie en los hombros y en la
nuca que casi me caigo muerta allí mismo. Salí corriendo detrás de él. Era
Henry Johnson; lo veía por primera vez, porque él vivía en el campo y venía
poco al pueblo. Pero había comprado casualmente el abrigo de Ludie y tenía
su misma figura. Desde atrás parecía el fantasma de Ludie o un gemelo de
Ludie. Aunque no sé exactamente cómo pude casarme con él, pues era
evidente que no tenía su buen sentido. Pero cuando una empieza a salir con un
chico termina por enamorarse. De todos modos, así fue como me casé con
Henry Johnson.
—La gente hace cosas muy raras.
—A mí me lo dices —contestó Berenice. Miró a F. Jasmine que vertía
leche condensada sobre una galleta para terminar su comida con un bocadito
dulce—. ¡Frankie, juraría que tienes la solitaria! Lo digo en serio. Cuando tu
padre repasa esas enormes cuentas de la tienda de comestibles, por supuesto
sospecha que me estoy llevando cosas.
—Y a veces lo haces —dijo F. Jasmine.
—Mira las cuentas de la tienda y me regaña: «Berenice, en el nombre de
Dios, hemos consumido seis latas de leche condensada, catorce docenas de
huevos y ocho cajas de malvavisco en una semana». Y yo tengo que decirle:
«Frankie se los ha comido». Yo tengo que decirle: «Señor Addams, tal vez
crea que lo que está alimentando en su cocina es un ser humano. Bueno, eso
es lo que usted cree». Tengo que decirle: «Sí, usted cree que es un ser
humano».
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—A partir de hoy no volveré a ser glotona —dijo F. Jasmine—. Pero no le
veo la punta a lo que nos has contado. No veo cómo la historia de Jamie Beale
y Henry Johnson puede aplicarse a mí.
—Puede aplicarse a todo el mundo y es una lección.
—Pero ¿cómo?
—¿Es que no ves lo que yo he estado haciendo? —preguntó Berenice—.
Quise a Ludie, él fue el primer hombre a quien quise y luego no hice más que
copiarme a mí misma. Lo que hice fue casarme con fragmentos de Ludie cada
vez que me los encontraba. Para mi desgracia todos ellos resultaron ser
fragmentos que no me convenían. Mi intención era repetir mi historia con
Ludie. ¿No te das cuenta?
—Veo a donde quieres llegar —dijo F. Jasmine—. Pero no veo cómo
puede aplicarse a mí.
—Entonces, ¿tendré que decírtelo? —preguntó Berenice.
F. Jasmine no contestó, porque comprendió que Berenice la había hecho
caer en una trampa y que le diría cosas que ella no quería oír. Berenice se
detuvo para encender otro cigarrillo y las dos columnas de humo que brotaron
de sus fosas nasales flotaron por encima de los platos sucios repartidos sobre
la mesa. Míster Schwarzenbaum tocaba un arpegio. F. Jasmine esperó un
tiempo que le pareció larguísimo.
—Tú, la boda, y Winter Hill —dijo al fin Berenice—. A eso se aplica la
lección. Veo a través de tus dos ojos grises como a través de un cristal. Y lo
que veo es lo más tonto que he visto en mi vida.
—Los ojos grises son como el cristal —murmuró John Henry.
Pero F. Jasmine no estaba dispuesta a dejar que mirasen a través de ella y
violaran su intimidad; endureció y tensó su mirada sin apartar los ojos de
Berenice.
—Veo lo que estás pensando. No creas que no lo veo. Imaginas que
sucederá algo inusitado mañana en Winter Hill, y que tú estarás en medio.
Crees que avanzarás por el pasillo central entre tu hermano y la novia. Crees
que vas a meter tu nariz en esa boda y solo sabe qué otras cosas crees.
—No —dijo F. Jasmine—; no me veo avanzando por el pasillo central
entre ellos.
—Veo a través de tus ojos —dijo Berenice—. Y no me discutas.
John Henry volvió a repetir, aunque con voz más suave:
—Los ojos grises son como el cristal.
—Pero te lo advierto —dijo Berenice—, si eres capaz de enamorarte de
algo tan inusitado como eso, ¿qué crees que será de ti? Si adoptas una manía
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como esa, puedes estar segura de que no te ocurrirá solo una vez. ¿Y entonces
qué será de ti? Pasarás el resto de tu vida intentando meter la nariz en las
bodas de los demás. ¿Qué clase de vida será esa?
—Me asquea oír hablar a las personas que carecen de sentido —dijo
F. Jasmine, y se metió los dedos en las orejas, aunque sin apretarlos
demasiado para poder oír lo que Berenice iba a decir.
—Estás tendiendo una trampa engañosa en la cual tú misma vas a caer
—continuó Berenice—. Y lo sabes. Ya has acabado la sección B del séptimo
grado, y has cumplido doce años.
F. Jasmine no se refirió directamente a la boda, pasó por alto ese punto y
dijo:
—Me aceptarán. Ya lo verás.
—¿Y si no te aceptan?
—Ya te lo he dicho —replicó F. Jasmine—. Me mataré con la pistola de
papá. Pero me aceptarán. Y nunca volveremos a esta parte del país.
—He intentado hablar seriamente contigo —dijo Berenice—. Pero veo
que es inútil. Estás empeñada en hacerte sufrir.
—¿Quién ha dicho que voy a sufrir? —preguntó F. Jasmine.
—Estoy segura —dijo Berenice—: sufrirás.
—Estás celosa —dijo F. Jasmine—. Pretendes privarme del placer que
sentiré al abandonar este pueblo. Intentas destruir mi felicidad.
—Solo trato de poner fin a esto —dijo Berenice—. Pero veo que es inútil.
John Henry susurró por última vez:
—Los ojos grises son como el cristal.
Eran las seis y media pasadas y aquella larga tarde comenzaba lentamente
a morir. F. Jasmine se quitó los dedos de las orejas y dejó escapar un
profundo y cansado suspiro. Cuando hubo suspirado, John Henry también lo
hizo, pero Berenice concluyó con el suspiro más largo de todos. Míster
Schwarzenbaum tocó un desganado vals, pero el piano no parecía estar
todavía a su gusto, y comenzó a pulsar acordes y a insistir en otra nota. De
nuevo tocó la escala hasta la séptima nota y otra vez se detuvo allí dejándola
inconclusa. F. Jasmine ya no siguió la música con los ojos; pero John Henry
sí y cuando el piano se atascó en la última nota, F. Jasmine advirtió que
endurecía el trasero y se ponía tenso en su asiento, con los ojos alzados y a la
espera.
—Es la última nota —dijo F. Jasmine—. Si comienzas con do y llegas
hasta el si, por un extraño motivo parece como si la diferencia entre do y si
fuera la más grande del mundo. Dos veces más grande que la distancia entre
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cualquier otro par de notas de la escala. Sin embargo, están una al lado de la
otra en el piano y se encuentran tan unidas entre sí como las demás notas. Do,
re, mi, fa, sol, la, si. Ti, Te, Ta. ¡Es para volverse loco!
John Henry sonreía mostrando sus dientes torcidos y gorjeaba
suavemente.
—Te-ta —dijo, y tiró a Berenice por la manga—. ¿Has oído lo que
Frankie ha dicho? Te-ta.
—Cierra la boca —dijo F. Jasmine—; eres un mal pensado. —Se alejó de
la mesa pero no sabía adónde ir—. No has dicho nada sobre Willis Rhodes.
¿Tenía algún dedo aplastado, un abrigo o alguna otra cosa?
—¡Señor! —dijo Berenice y su voz tuvo un sonido tan inesperado que
F. Jasmine se asustó y volvió a la mesa—. Esa es una historia que pone los
pelos de punta. ¿Será posible que nunca te haya contado lo que sucedió entre
Willis Rhodes y yo?
—No —dijo F. Jasmine.
Willis Rhodes había sido el último y el peor de los cuatro maridos; había
resultado tan terrible que Berenice tuvo que hacerlo perseguir por la justicia.
—Y bien…
—Imagínate una fría noche de enero —dijo Berenice—, y yo sola, tendida
en una gran cama acolchada. Sola en la casa, porque todos se habían ido a
pasar la noche del sábado a Forks Falls. Yo, imagínate, que odio dormir sola
en una vieja cama vacía, que me pongo nerviosa cuando estoy sola en casa. Y
era pasada la medianoche, en esa fría noche de enero. ¿Puedes recordar el
invierno, John Henry?
John Henry asintió.
—¡Ahora trata de imaginar aquello! —volvió a decir Berenice.
Había empezado a recoger la mesa y los tres platos sucios estaban
apilados delante de ella. Su ojo oscuro no dejaba de moverse, captando la
atención de F. Jasmine y John Henry, su público. F. Jasmine estaba inclinada
hacia adelante con la boca abierta y las manos asidas al borde de la mesa.
John Henry temblaba sobre su silla y miraba a Berenice a través de sus gafas
sin parpadear. Berenice había comenzado en un tono de voz bajo y tenebroso,
pero de pronto se interrumpió y se quedó sentada mirándolos.
—Y entonces ¿qué? —dijo F. Jasmine inclinándose un poco más sobre la
mesa para acercarse—. ¿Qué sucedió?
Pero Berenice siguió callada. Miró a uno y al otro mientras movía
lentamente la cabeza. Cuando volvió a hablar su voz sonaba distinta.
—Quisiera que mirarais en esa dirección. Por favor, echad una ojeada.
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F. Jasmine lanzó una rápida mirada a sus espaldas pero solo vio la cocina,
la pared, y el vacío.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué sucedió?
—Quisiera que mirarais —repitió Berenice—. Pero hay moros en la costa.
—De repente se levantó de la mesa—. Vamos a lavar los platos. Después
haremos algunos bizcochos para el viaje de mañana.
F. Jasmine no encontraba la manera de expresar a Berenice lo que sentía.
Después de largo rato, cuando la mesa delante de ella ya estaba limpia y
Berenice lavaba los platos en el fregadero, se limitó a decir:
—Lo que más desprecio en el mundo son las personas que comienzan a
contar algo y se interrumpen después de haber despertado el interés de los
demás.
—Lo admito —dijo Berenice—, y lo lamento. Fue una de esas cosas…,
pero de pronto me di cuenta de que no podía contaros eso a ti y a John Henry.
John Henry brincaba y correteaba a través de la cocina, yendo y viniendo
desde la escalera al porche de atrás.
—¡Bizcochos! —cantaba—. ¡Bizcochos! ¡Bizcochos!
—Podías haberle pedido que saliera de la habitación —dijo F. Jasmine—,
y habérmelo contado solo a mí. Aunque no me importa. Me importa un
rábano lo que sucedió. Pero me habría gustado que Willis Rhodes hubiese
entrado aquella mañana a cortarte el cuello.
—Esa es una manera muy fea de hablar —dijo Berenice—. Especialmente
ahora que tengo una sorpresa para ti. Ve a la terraza de atrás y mira lo que hay
en un canasto de mimbre tapado con un periódico.
F. Jasmine se levantó de mala gana y caminó cojeando hasta la terraza. Al
regresar se quedó en la puerta con el vestido de organdí en la mano.
Contrariamente a todo lo que Berenice había dicho, el menudo plisado del
cuello estaba muy bien planchado. Seguramente lo había hecho antes de
comer, cuando F. Jasmine estaba arriba.
—Has sido muy amable —dijo—. Te lo agradezco.
Le habría gustado dividir su expresión, de modo que un ojo mirase a
Berenice acusador y el otro complacido. Pero como el rostro humano no
puede partirse de esa forma, ambas expresiones se anularon.
—Alégrate —dijo Berenice—. ¿Quién sabe lo que sucederá? Puede que
mañana, en Winter Hill, cuando te pongas ese vestido rosado, conozcas al
chico blanco más guapo que hayas visto en tu vida. Es muy fácil encontrar
novios en los viajes.
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—Pero si no hablo de eso —dijo F. Jasmine. Y después de un rato,
todavía apoyada contra el marco de la puerta, agregó—: De todos modos esta
no es la conversación que deberíamos tener.
Fue un blanco y prolongado crepúsculo. En agosto el tiempo podía
dividirse en cuatro partes: mañana, mediodía, atardecer y oscuridad. En el
ocaso el cielo adquiría un extraño matiz verde-azulado que en seguida se
volvía blanco. El aire era suave y gris y el emparrado y los árboles se
oscurecían lentamente. Era la hora en que los gorriones se reunían
revoloteando sobre los tejados del pueblo y el canto de las cigarras, tan
característico de agosto, resonaba en los sombríos olmos de la calle. En el
ocaso los ruidos parecían confundirse y prolongarse: el ruido de una puerta
cerrada de golpe; las voces de los niños; una cortadora de césped en el patio
de alguna casa. F. Jasmine entró con el periódico de la tarde cuando ya las
sombras invadían la cocina. Primero se oscurecieron los rincones de la
habitación, después desaparecieron los dibujos en la pared, y los tres
contemplaron la silenciosa llegada de las tinieblas.
—El ejército está ahora en París.
—Qué bien.
Se quedaron un momento callados y F. Jasmine dijo:
—Tengo muchas cosas que hacer. Más vale que empiece ahora.
Pero, aunque parecía estar a punto de cruzar el umbral y marcharse, no se
movió. Durante aquella última noche en que estarían los tres juntos en la
cocina, ella tenía que decir o hacer algo definitivo antes de irse para siempre.
Durante meses había estado dispuesta a abandonar aquella cocina y no volver
a ella nunca más. Y ahora que había llegado el momento, se quedaba allí, con
la cabeza y el hombro apoyados contra el marco de la puerta, y no se sentía
preparada. La creciente oscuridad hacía que todo lo que se decía sonara
hermoso y triste, aunque no hubiera nada hermoso y triste en el significado de
las palabras.
F. Jasmine dijo con voz serena:
—Voy a darme dos baños esta noche. Primero un largo baño de remojo
con jabón y un cepillo. Trataré de quitarme las costras secas de los codos.
Después tiraré el agua sucia y me daré un segundo baño.
—Es una excelente idea —dijo Berenice—. Me alegrará mucho verte
limpia.
—Yo tomaré otro baño —dijo John Henry. Su voz sonaba delgada y
triste, y apenas alcanzaba a divisarlo en la habitación que se iba haciendo
cada vez más oscura, porque el niño estaba en un rincón junto a la cocina. A
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las siete, Berenice lo había bañado y le había vuelto a poner sus pantalones
cortos. F. Jasmine lo había oído deambular con pasos cautelosos por la
habitación; después del baño se había puesto el sombrero de Berenice y había
intentado caminar con sus zapatos de tacón alto. Y otra vez hizo una pregunta
sin sentido—: ¿Por qué?
—¿Por qué, qué, cariño? —contestó Berenice.
No respondió y finalmente fue F. Jasmine la que dijo:
—¿Por qué es ilegal cambiarse de nombre?
Sentada en una silla, Berenice se recortaba contra la blanca y pálida luz
que venía de la ventana. Mantenía el periódico abierto ante ella, adelantando
la cabeza un poco ladeada, mientras hacía esfuerzos por leer. Al oír la voz de
F. Jasmine dobló el periódico y lo puso sobre la mesa.
—Eso ya puedes imaginártelo —dijo—. Piensa en la confusión.
—No veo por qué —dijo F. Jasmine.
—¿Qué llevas sobre el cuello? —dijo Berenice—. Creí que llevabas una
cabeza. Imagina lo siguiente. Imagina que de pronto mi nombre fuera Sara
Eleanor Roosevelt y que tu nuevo nombre fuera Joe Louis. Y John Henry se
hiciera llamar Henry Ford. ¡Qué confusión se armaría!
—No seas infantil —dijo F. Jasmine—. No me refería a ese tipo de
cambios. Hablo de cambiar un nombre que no te va por otro de tu preferencia.
Por ejemplo si yo cambiara el mío, Frankie, por F. Jasmine.
—De todos modos habría confusión —insistió Berenice—. Imagínate que
de repente cambiamos nuestro nombre por otro totalmente distinto. Nadie
sabría de quién están hablando los demás. Todo el mundo se volvería loco.
—No veo…
—Porque las cosas se acumulan en torno a tu nombre —dijo Berenice—.
Tienes un nombre y de inmediato empiezan a sucederte cosas; actúas de
diversas maneras; haces cosas; y muy pronto ese nombre significa algo. Se
han ido acumulando cosas alrededor de tu nombre. Si este es malo, y tienes
mala reputación, no creas que puedes saltar fuera de tu nombre y escapar tan
fácilmente. Y si es bueno, y tienes una buena reputación, debes sentirte feliz y
satisfecha.
—Pero ¿qué he acumulado yo alrededor de mi viejo nombre? —preguntó
F. Jasmine. Luego, como Berenice no respondiera inmediatamente, ella
misma respondió su propia pregunta—. ¡Nada! ¿Lo ves? Mi nombre no
significa nada.
—Eso no es muy exacto —dijo Berenice—. Cuando la gente piensa en
Frankie Addams, recuerdan que terminó la sección B del séptimo grado; que
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encontró un huevo dorado en la fiesta de Pascua de la iglesia bautista; que
vive en Grove Street y…
—Esas cosas no significan nada —dijo F. Jasmine—. ¿No lo ves? No
valen nada. Nunca me ha sucedido nada.
—Pero te sucederá —dijo Berenice—. Sucederán cosas.
—¿Qué cosas? —preguntó F. Jasmine.
Berenice suspiró y buscó el paquete de Chesterfield dentro de su escote.
—Si me pinchas así, realmente no podré decírtelo. Si fuera un mago no
estaría sentada en esta cocina, viviría con gran lujo en Wall Street y ese sería
mi oficio. Todo cuanto puedo decirte es que sucederán cosas, pero qué cosas,
no lo sé.
—A propósito —dijo F. Jasmine después de una pausa—. Creo que iré a
tu casa y le haré una visita a Big Mama. Aunque no tengo fe en la adivinación
del futuro, ni en ninguna de esas cosas, no pierdo nada con ir.
—Haz como quieras. Sin embargo, no me parece necesario.
—Creo que debería ir ahora mismo —dijo F. Jasmine.
Pero continuó junto a la puerta que se iba quedando en sombras y no se
marchó. Los ruidos de aquel atardecer de verano atravesaban el silencio de la
cocina. Míster Schwarzenbaum había terminado de afinar el piano; durante el
último cuarto de hora se había dedicado a tocar breves melodías. Tocaba de
oído; era un anciano nervioso y activo que hacía pensar a F. Jasmine en una
araña plateada. Su música también era ágil y nerviosa; interpretaba débiles
valses espasmódicos e inquietantes canciones de cuna. Un poco más lejos, en
la misma manzana, una radio transmitía con solemne sonoridad algo que no
alcanzaban a oír. Desde el patio trasero de sus vecinos, los O’Neil, llegaban
voces y gritos de niños junto con el golpeteo de una pelota. Los ruidos de la
noche se anulaban unos a otros hasta morir en la creciente oscuridad del aire.
En la cocina reinaba aún el silencio.
—Escucha —dijo F. Jasmine—; lo que he tratado de decirte es esto: ¿no
te parece extraño que yo sea yo y tú seas tú? Yo soy F. Jasmine Addams. Y tú
eres Berenice Sadie Brown. Podemos miramos, tocamos, y podemos estar
juntas años y años en la misma habitación. Sin embargo, yo soy yo y tú eres
tú, y yo nunca podré ser ninguna otra más que yo, y tú ninguna otra más que
tú. ¿Nunca habías pensado en eso? ¿No te parece extraño?
Berenice se mecía lentamente en su silla. No estaba sentada en una
mecedora, pero se echaba hacia atrás en la silla y se daba impulso con los pies
apoyados en el suelo. Su mano negra y tensa se afirmaba en el borde de la
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mesa para conservar el equilibrio. Cuando F. Jasmine habló, dejó de
balancearse.
Finalmente dijo:
—He pensado alguna vez en eso.
Era la hora en que dentro de la cocina las formas se iban haciendo difusas
y las voces más cálidas. Hablaban suavemente y sus voces se abrían como
flores, si es que los sonidos pueden ser como flores y las voces pueden
florecer. F. Jasmine había cruzado las manos sobre la cabeza y miraba de
frente a la habitación en sombras. Sentía bullir en su garganta palabras
desconocidas y estaba dispuesta a pronunciarlas. En su garganta florecían
extrañas palabras y había llegado el momento de decirlas.
—Veo algo, y me parece que lo que veo es un árbol verde —dijo—. Para
mí es un árbol verde. Tú también dirías lo mismo, y estaríamos de acuerdo
sobre ese punto. Sin embargo, ¿es el verde que tú ves el mismo verde que veo
yo? O si las dos decimos que un color es negro, ¿cómo sabemos si lo que es
negro para ti lo es también para mí?
Después de un momento Berenice dijo:
—Esas cosas no se pueden probar.
F. Jasmine se rascó la cabeza contra la puerta y se llevó una mano a la
garganta.
—Eso tampoco es lo que yo quería decir. —Su voz se quebró hasta
enmudecer.
El humo del cigarrillo de Berenice flotaba acre, cálido y sofocante en la
habitación. John Henry se desplazó calzado con los zapatos de tacón alto
desde la cocina a la mesa y nuevamente a la cocina. Una rata hizo ruido detrás
de la pared.
—Lo que trato de decirte es esto —dijo F. Jasmine—: cuando vas por la
calle y te encuentras con alguien, con cualquiera, hay un intercambio de
miradas, pero tú eres tú y él es él, y aun cuando parecéis comunicaros algo
con los ojos, tú te vas por tu lado y él por otro. Ambos os dirigís a zonas
diferentes del pueblo, y tal vez nunca más os volváis a ver, nunca más en toda
vuestra vida. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—No exactamente —dijo Berenice.
—Hablo de este pueblo —dijo F. Jasmine en un tono de voz más alto—.
Aquí hay mucha gente a la que no conozco ni de vista ni de nombre. Nos
cruzamos y no tenemos ninguna comunicación. Ellos no me conocen y yo no
los conozco. Y ahora me marcharé del pueblo y no los conoceré jamás.
—¿Pero a quién quieres conocer? —preguntó Berenice.
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—A todos. A todos en el mundo entero.
—Me gustaría que te dieras cuenta de lo que estás diciendo —dijo
Berenice—. ¿Te gustaría conocer a personas como Willis Rhodes? ¿Te
gustaría conocer a los alemanes? ¿Ya los japoneses?
F. Jasmine golpeó la cabeza contra el marco de la puerta y miró hacia el
oscuro cielo raso. Volvió a hablar y de nuevo repitió:
—Eso no es lo que quiero decir. No es eso de lo que hablo.
—¿Pues de qué hablas entonces? —preguntó Berenice.
F. Jasmine meneó la cabeza como si no lo supiera. Su corazón estaba
mudo y en tinieblas, y de su fondo brotaban y florecían palabras
desconocidas, y ella esperaba el momento de pronunciarlas. Desde la casa
vecina llegaron voces de niños jugando al béisbol y oyó el grito prolongado
de ¡bateador arriba!, ¡bateador arriba! Después el sonido hueco de la pelota, el
golpe de un bate arrojado al suelo, carreras y voces enardecidas. La ventana
era un rectángulo de luz pálida y clara, percibió a un chico que cruzaba el
patio corriendo y se metía debajo del emparrado en busca de la pelota. El
chico era rápido como una sombra y F. Jasmine no le vio el rostro, pero
adivinó los faldones blancos de su camisa batiendo sobre su espalda como
fantásticas alas. En el exterior de la ventana el ocaso se prolongaba cálido y
silencioso.
—Juguemos afuera, Frankie —murmuró John Henry—. Parecen estar
pasándolo muy bien.
—No —dijo F. Jasmine—. Ve tú.
Berenice se removió en su silla y dijo:
—Supongo que deberíamos encender la luz.
Pero no lo hicieron. F. Jasmine sintió cómo esas palabras nunca dichas se
adherían a su garganta y un ahogo angustioso la hizo gemir y golpearse la
cabeza contra el marco de la puerta.
Finalmente, con una voz aguda y desgarrada, exclamó:
—Se trata de lo siguiente…
Berenice se quedó esperando. Pero cuando comprendió que no iba a
terminar la frase preguntó:
—¿Qué demonios te pasa?
F. Jasmine no podía articular aquellas palabras desconocidas y, después
de una pausa, volvió a golpear su cabeza contra el marco de la puerta por
última vez, luego comenzó a dar vueltas en torno a la mesa de la cocina.
Caminaba a pasitos cortos, y con las piernas rígidas, pues sentía náuseas y no
quería remover los distintos alimentos que había engullido y mezclado en su
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estómago. Comenzó a hablar con voz aguda y rápida, pero sin decir las
palabras que quería.
—¡Hombre! —dijo—; cuando nos vayamos de Winter Hill iremos a más
lugares de lo que te imaginas, a más de los que tú supones que existen. No sé
ni me importa adónde iremos primero. Porque después de ir a ese lugar
iremos a otro. Los tres no pararemos de viajar. Hoy aquí, mañana allí. Alaska,
China, Islandia, Sudamérica. Iremos en tren. En motocicleta. Volaremos
sobre el mundo en aeroplano. ¡Hoy aquí, mañana en otra parte! Por todo el
mundo. ¡Esa es la condenada verdad, caramba!
F. Jasmine abrió de golpe el cajón de la mesa y hurgó dentro en busca del
cuchillo de la carne. No necesitaba ese cuchillo, pero quería tener en la mano
algo que blandir mientras andaba apresuradamente en torno a la mesa.
—Y hablando de cosas que sucederán —dijo—; sucederán con tal rapidez
que no alcanzarás a darte cuenta. El capitán Jarvis Addams hunde doce naves
de guerra japonesas y es condecorado por el presidente. La señorita
F. Jasmine bate todos los récords. La señora Janice Addams es elegida Miss
Naciones Unidas en un concurso de belleza. Estas cosas ocurrirán una tras
otra con tal rapidez que ni podrás darte cuenta.
—Cálmate, loca —dijo Berenice—; y deja ese cuchillo.
—Y los conoceremos a todos. A todo el mundo. Saldremos al encuentro
de las personas para conocerlas. Cuando viajemos por caminos oscuros y
veamos una casa iluminada, llamaremos a la puerta y los desconocidos se
precipitarán hacia nosotros diciendo: ¡Entrad! ¡Entrad! Conoceremos a
aviadores condecorados, gente de Nueva York y estrellas de cine. Tendremos
miles de amigos, miles y miles y miles de amigos. Seremos miembros de
tantos clubes que ni siquiera los podremos recordar. Seremos miembros del
mundo. ¡Hombre! ¡Ya lo creo!
Berenice tenía un brazo derecho muy largo y fuerte, y cuando F. Jasmine
pasó de nuevo a su lado corriendo alrededor de la mesa, alargó el brazo y la
agarró por las enaguas con tal rapidez que Frankie sintió que los huesos le
crujían y los dientes le castañeteaban al pararse de golpe.
—¿Te estás volviendo loca? —le preguntó. Con su largo brazo atrajo a
F. Jasmine hacia ella y la sujetó por la cintura—. Estás sudando como una
mula. Agáchate para que te toque la frente. ¿Tienes fiebre?
F. Jasmine tiró de una de las trenzas de Berenice y fingió que iba a
cortársela con el cuchillo.
—Estás temblando —dijo Berenice—. Creo que tienes fiebre por haber
caminado demasiado tiempo bajo el sol. ¿Estás segura de que no te sientes
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mal, niña?
—¿Mal? —repuso F. Jasmine—. ¿Quién? ¿Yo?
—Siéntate en mis rodillas —dijo Berenice— y descansa un momento.
F. Jasmine dejó el cuchillo sobre la mesa y se sentó en su regazo. Se echó
hacia atrás y apoyó la cara en el cuello de Berenice. Tenía el rostro sudoroso;
el cuello de Berenice también estaba húmedo y ambas despedían un fuerte
olor salado y acre. F. Jasmine sintió que su pierna derecha, apoyada en las
rodillas de Berenice, temblaba, pero cuando afirmó los pies en el suelo el
temblor cesó. John Henry se acercó, avanzando penosamente sobre los
zapatos de tacón alto, y se abalanzó sobre Berenice empujado por los celos.
Abrazó la cabeza de Berenice y se pegó a su oreja. Después de un momento
intentó desplazar a F. Jasmine de su sitio, y le dio un pellizquito cargado de
malevolencia.
—Deja en paz a Frankie —dijo Berenice—. Ella no te está molestando.
Él emitió un sonido de irritación y dijo:
—Estoy enfermo.
—No; no lo estás. Quédate tranquilo y no le niegues a tu prima un poco
de cariño.
—Frankie es mala y mandona —se quejó él con voz aguda y triste.
—¿Qué maldad está haciendo ahora? No hace más que descansar porque
está agotada.
F. Jasmine inclinó la cabeza y apoyó la cara contra el hombro de
Berenice. Podía sentir los grandes y suaves pechos de Berenice en su espalda,
su vientre amplio y blando, y sus piernas cálidas y firmes. Tenía la respiración
acelerada, pero después de un rato se calmó y comenzó a respirar al mismo
ritmo que Berenice; estaban tan juntas que parecían formar un solo cuerpo y
las rígidas manos de Berenice se cruzaban en torno al pecho de F. Jasmine.
Daban la espalda y la ventana; ante ellas la cocina estaba casi totalmente a
oscuras. Fue Berenice quien por fin suspiró e inició la conclusión de aquel
extraño diálogo.
—Creo tener una vaga idea de lo que has querido decir —dijo—. De
algún modo todos estamos atrapados. Morimos de una manera o de otra sin
saber por qué. Pero siempre estamos atrapados. Yo nací Berenice. Tú naciste
Frankie. John Henry nació John Henry. Y tal vez quisiéramos huir y sentirnos
libres. Pero hagamos lo que hagamos continuaremos atrapados. Y yo soy yo,
tú eres tú, y él es él. De alguna manera todos estamos atrapados por nosotros
mismos. ¿Eso es lo que intentabas decir?
—No lo sé —dijo F. Jasmine—. Pero no quiero estar atrapada.
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—Yo tampoco —dijo Berenice—. Ninguno de nosotros lo desea. Pero yo
estoy más atrapada que tú.
F. Jasmine comprendió por qué decía esto, pero John Henry preguntó con
su vocecita infantil:
—¿Por qué?
—Porque soy negra —dijo Berenice—. Porque soy de color. Todos están
atrapados de una u otra forma, pero a los negros nos han impuesto aún otras
ataduras. Nos han obligado a apretujarnos en un rincón. Es por eso que somos
los primeros en comprender lo que te he dicho, que todos los seres humanos
están atrapados. Porque estamos además atrapados como gente de color. A
veces un chico como Honey siente que ya no puede respirar. Siente que tiene
que destrozar algo o destrozarse a sí mismo. A veces la situación es
intolerable.
—Ya lo sé —dijo F. Jasmine—. Quisiera que Honey pudiera hacer algo.
—Lo que pasa es que está desesperado.
—Sí —dijo F. Jasmine—. A veces yo también tengo ganas de romper
algo. Siento que me gustaría destruir todo el pueblo.
—Te lo he oído decir —dijo Berenice—. Pero eso no ayudaría a nadie. El
problema es que todos estamos atrapados e intentamos liberarnos de una u
otra manera. Por ejemplo Ludie y yo. Cuando estaba con Ludie no me sentía
tan atrapada. Pero cuando Ludie murió… Vamos de aquí para allí intentando
una y otra cosa pero seguimos igualmente atrapados.
F. Jasmine estuvo a punto de volver a sentir miedo con aquella
conversación. Se apretujó contra Berenice y la sintió respirar tan lentamente
como ella. No podía ver a John Henry pero lo sentía; había trepado por los
travesaños posteriores de la silla y acariciaba la cabeza de Berenice. La
sujetaba por las orejas y al cabo de un momento Berenice dijo:
—Dulzura, no me estrujes las orejas. Frankie y yo no saldremos flotando
hacia el techo ni te abandonaremos.
El grifo del fregadero goteaba lentamente y la rata daba golpecitos detrás
de la pared.
—Creo entender lo que has dicho —dijo F. Jasmine—. Sin embargo,
también podríamos decir a la deriva en lugar de atrapados. A pesar de que son
palabras opuestas. Quiero decir que uno camina y ve toda esa gente y tiene la
impresión de que van a la deriva.
—¿Quieres decir, desbocados?
—¡Oh, no! —repuso—. Quiero decir que no sé qué es lo que los une. No
veo de dónde vienen ni adónde van. Por ejemplo, ¿por qué la gente vino a
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instalarse a este pueblo? ¿De dónde viene toda esa gente y hacia dónde va?
Piensa en todos aquellos soldados.
—Han nacido y morirán —dijo Berenice.
La voz de F. Jasmine sonó débil y aguda.
—Ya lo sé —dijo—. Pero ¿por qué todo esto? ¿Por qué las personas van a
la deriva y al mismo tiempo están atrapadas? Atrapados y a la deriva. Toda
esa gente. Y no se sabe qué los une. Tiene que haber un motivo, una relación.
Y sin embargo no logro saber cuál. No lo sé.
—Si lo descubrieras serías Dios —dijo Berenice—, ¿te enteras?
—Tal vez.
—Solo nos es dado saber hasta cierto punto. Más allá de él no podemos
saber nada.
—Pero yo quisiera saber. —Sintió la espalda acalambrada, cambió de
posición y se estiró sobre el regazo de Berenice con sus largas piernas
extendidas bajo la mesa de la cocina—. Bueno, cuando abandonemos Winter
Hill, no volveré a preocuparme por estas cosas.
—No tendrías por qué preocuparte ahora. Nadie te exige que resuelvas los
misterios del mundo. —Berenice suspiró de manera profunda y significativa y
luego agregó—: Frankie, tienes los huesos más puntiagudos que he conocido
en toda mi vida.
Aquella era una indirecta para que F. Jasmine se pusiera de pie.
Encendería la luz, sacaría un bizcocho del horno, y luego saldría a terminar
sus asuntos en el pueblo. Sin embargo se quedó un rato más con el rostro
oprimido contra el hombro de Berenice mientras los sonidos de la noche
estival se confundían y se prolongaban.
—No he logrado decir exactamente lo que quería —dijo finalmente—.
Pero tengo una idea. Me pregunto si alguna vez se te habrá ocurrido. Estamos
aquí. Ahora. En este preciso momento. Pero mientras hablamos, ese momento
pasa. Y nunca volverá. Nunca en la vida. Lo que pasó, pasó. Ningún poder
terrenal podría hacerlo volver. Se ha ido. ¿Has pensado alguna vez en eso?
Berenice no contestó; la cocina estaba ahora totalmente oscura. Los tres
permanecían en silencio, muy juntos, y sentían y oían sus propias
respiraciones. Luego, de manera inesperada, sucedió algo sin que ellos
supieran cómo ni por qué: los tres se echaron a llorar. Empezaron
exactamente al mismo tiempo, tal como sucedía a menudo durante las noches
de verano cuando de súbito se ponían a cantar. A menudo aquel mes de
agosto, cuando ya era de noche, cantaban villancicos o alguna canción como
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Slitbelly Blues. A veces sabían por anticipado lo que cantarían y se ponían de
acuerdo respecto al tono.
Otras veces no coincidían y empezaban tres canciones distintas al mismo
tiempo, hasta que las melodías se fundían creando una música muy especial
que improvisaban los tres. John Henry cantaba con una voz aguda y chillona,
que siempre sonaba igual, fuera cual fuese la canción, y era como una nota
temblorosa suspendida a modo de techo musical sobre el resto de la
interpretación. La voz de Berenice era oscura, definida y profunda, y ella
marcaba el ritmo con el talón. La vieja Frankie subía y bajaba en el espacio
comprendido entre John Henry y Berenice y, de esa forma, la unidad
armoniosa de sus voces hacía de la canción un todo orgánico.
A menudo cantaban así en el mes de agosto, dentro de la cocina y cuando
ya era de noche. Cantaban melodías dulces y extrañas, pero nunca se habían
echado a llorar, y aunque lloraban por diversas razones, lo hicieron al unísono
como si se hubiesen puesto de acuerdo. John Henry lloraba porque estaba
celoso, aunque después intentó decir que lo hacía porque le daba pena la rata
detrás de la pared. Berenice lloraba de resultas de la conversación sobre la
gente de color, o a causa de Ludie, o quizás debido a los huesos demasiado
puntiagudos de F. Jasmine. F. Jasmine no sabía por qué lloraba, pero dijo que
lo hacía por su corte de pelo y porque tenía los codos ásperos. Lloraron en la
oscuridad cerca de un minuto. Luego cesaron de manera tan inesperada como
habían empezado. Pero aquel ruido desacostumbrado había hecho callar a la
rata al otro lado de la pared.
—Levantaos —dijo Berenice. Se pusieron de pie en torno a la mesa de la
cocina y F. Jasmine encendió la luz. Berenice se rascó la cabeza y resolló un
poco—. Desde luego, somos un grupo bastante lúgubre. Me pregunto por qué
ha sucedido esto.
Después de la oscuridad la luz resultó violenta y enceguecedora.
F. Jasmine abrió el grifo del fregadero y metió la cabeza bajo el chorro de
agua. Berenice se enjugó el rostro con un trapo y se arregló las trenzas delante
del espejo. John Henry tenía el aspecto de una vieja enana, ataviado con el
sombrero rosa con penacho y los zapatos de tacón alto. Las paredes de la
cocina y sus descabellados dibujos brillaban. Los tres parpadearon mirándose
como si no se conocieran o fueran tres fantasmas. Entonces se abrió la puerta
de la calle y F. Jasmine oyó a su padre entrar y avanzar lentamente por el
vestíbulo. Las mariposas nocturnas pegaban sus alas a la tela metálica de la
ventana, y fue así como la última tarde en la cocina llegó a su fin.
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3
Al anochecer F. Jasmine pasó frente a la cárcel; iba a Sugarville para que le
predijeran el futuro y, aunque la cárcel no estaba en su camino, había querido
darle una última mirada antes de marcharse del pueblo para siempre. La
cárcel la había obsesionado y llenado de temor durante la primavera y el
verano. Era un viejo edificio de ladrillos, de tres pisos y rodeado por una valla
contra ciclones coronada por un alambre de púas. Dentro había ladrones,
atracadores y asesinos. Los criminales se hallaban encerrados en celdas de
piedra con barrotes de hierro en las ventanas y, por más que golpearan las
piedras y arañasen los barrotes, jamás podrían salir. Llevaban trajes a rayas,
se alimentaban de judías frías con cucarachas, y comían pan de maíz rancio.
F. Jasmine conocía gente que había estado en la cárcel y todos ellos eran
negros. Un chico llamado Cape y un amigo de Berenice, que fue acusado por
la señora blanca para la que trabajaba de haber robado un jersey y un par de
zapatos. Cuando uno era arrestado, el coche policial, con la sirena atronando,
llegaba ante la casa y una multitud de policías se precipitaba a través de la
puerta, para arrastrarlo a uno hasta la cárcel. Después de haber robado el
cuchillo de triple hoja en los almacenes Sears y Roebuck, la vieja Frankie se
había sentido atraída por la cárcel, y a veces, en las últimas tardes de
primavera, se acercaba a una calle lindante con la prisión, llamada Paseo de
la Viuda de la Cárcel y, desde allí, contemplaba el edificio durante largo rato.
Algunos criminales se asomaban tras los barrotes y a ella le parecía que sus
miradas, como las largas miradas de los fenómenos de la feria, la llamaban
diciéndole: «Te conocemos». Algún sábado por la tarde, se oían gritos
destemplados, voces cantando y mucho ruido provenientes de una celda
conocida como El Establo del Toro. Pero aquella tarde la prisión estaba
tranquila; en una celda iluminada se veía a un criminal, o más bien la silueta
de su cabeza y sus dos puños asidos a los barrotes. La cárcel de ladrillos
parecía oscura y lúgubre a pesar de que había luz en el patio y en alguna de
las celdas.
—¿Por qué te han encerrado? —gritó John Henry que caminaba algo
separado de F. Jasmine y llevaba puesta una falda amarilla, pues F. Jasmine le
había regalado todos sus disfraces. Se había negado a que la acompañara,
pero él rogó y rogó y finalmente la siguió a cierta distancia. Como el criminal
no contestara, volvió a gritar con su voz débil y aguada—: ¿Te van a ahorcar?
—¡Cállate! —le dijo F. Jasmine. Aquella noche la cárcel no la asustaba,
porque al día siguiente, a esa misma hora, ella estaría muy lejos. Lanzó una
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última mirada al edificio y siguió su camino—. ¿Te gustaría que alguien te
gritara algo así si estuvieras preso?
Cuando llegó a Sugarville eran más de las ocho. Era una noche
polvorienta y color lavanda. A ambos lados de la calle las casas atestadas
tenían las puertas abiertas; en algunas, la luz parpadeante de las lámparas de
petróleo iluminaba las camas de las habitaciones delanteras y las chimeneas
decoradas. Las voces sonaban confusas, y en la distancia se oía música de jazz
tocada por un piano y una trompeta. Los niños jugaban en los callejones
dejando sobre el polvo unas huellas en forma de remolino. La gente estaba
vestida para la noche del sábado; y en una esquina se cruzó con un grupo de
chicos y chicas de color, ellas con brillantes trajes de noche, que bromeaban y
reían. En algún lugar de la calle se celebraba una fiesta, y esto le hizo recordar
que ella podía ir aquella misma noche a su cita en el Blue Moon. En la calle
habló con la gente y volvió a sentir esa inexplicable comunicación entre sus
ojos y los de los demás. El aroma de las clemátides se mezclaba en el aire de
la noche con el polvo y el acre olor de los retretes y de la comida. La casa en
que vivía Berenice estaba en la esquina de Clime Berry Street; era una casa de
dos habitaciones con un minúsculo patio delantero bordeado de cascotes y
tapas de botella. En la terraza un banco sostenía macetas con helechos
húmedos y oscuros. La puerta estaba entreabierta y F. Jasmine vislumbró el
parpadeo dorado y gris de la lámpara que ardía en su interior.
—Tú, quédate afuera —dijo a John Henry.
Del otro lado de la puerta surgió el murmullo de una voz fuerte y cascada.
Cuando F. Jasmine llamó, la voz calló un momento y después preguntó:
—¿Quién va? ¿Quién es?
—Yo, Frankie —repuso ella. Porque si hubiese dicho su verdadero
nombre, Bib Bama no la habría reconocido.
Dentro de la habitación la atmósfera era asfixiante y, a pesar de que el
postigo de madera estaba abierto, olía a enfermedad y a pescado. La sala,
aunque recargada, se veía limpia. Contra la pared del lado derecho había una
cama y al otro lado de la habitación una máquina de coser y un órgano de
fuelles. Sobre el hogar colgaba una fotografía de Ludie Freeman. La repisa de
la chimenea estaba decorada con artísticos calendarios, premios obtenidos en
la feria y recuerdos. Big Mama yacía en la cama contra la pared, próxima a la
puerta, para que durante el día pudiera mirar por la ventana delantera hacia la
terraza con helechos y a la calle. Era una anciana de color, arrugada, y cuyos
huesos parecían palos de escoba. La piel del lado izquierdo de su cara tenía el
color del sebo, de modo que parte del rostro era casi blanca, y el resto de un
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tono cobrizo. La vieja Frankie creía que Big Mama, lentamente, se estaba
volviendo blanca, pero Berenice le dijo que era una enfermedad de la piel que
solía afectar a las personas de color. Big Mama se dedicaba a lavar ropa fina y
a encañonar cortinas, hasta el año en que la enfermedad le había atacado la
espalda y tuvo que guardar cama. Pero no había perdido ninguna de sus
facultades; por el contrario, había ganado en clarividencia. La vieja Frankie
siempre había creído que era peligrosa, y cuando era pequeña asociaba
mentalmente a Big Mama con los tres fantasmas que vivían en la carbonera.
Incluso ahora, que ya no era una niña, Big Mama le producía cierta inquietud.
Se hallaba recostada sobre tres cojines de pluma con bordes de ganchillo, y
cubría sus piernas huesudas una manta multicolor. Habían acercado a la cama
la mesa de la sala con su lámpara, para que pudiera alcanzar las cosas que
necesitaba: un libro de sueños, un platillo blanco, un costurero, un vaso de
agua, una biblia y otros objetos. Antes de que F. Jasmine llegara, Big Mama
había estado hablando consigo misma, pues tenía el hábito de decirse quién
era, qué hacía y qué haría mientras estaba en cama. En la pared había tres
espejos, y reflejaban la luz ondulante de la lámpara que parpadeaba en tonos
dorados y grises, dibujando grandes sombras. La mecha de la lámpara
necesitaba un recorte. Alguien caminaba en la habitación del fondo.
—He venido para que me lea el porvenir —dijo F. Jasmine.
Aunque Big Mama hablaba sola, en otras circunstancias podía ser muy
silenciosa. Observó a F. Jasmine varios segundos antes de contestar.
—Muy bien. Acerca ese taburete que está frente al órgano.
F. Jasmine acercó el taburete a la cama, se inclinó hacia adelante y alargó
la mano. Sin embargo Big Mama no la cogió. Examinó el rostro de
F. Jasmine, luego escupió una bola de tabaco en el orinal que sacó de debajo
de la cama, y finalmente se puso las gafas. Transcurrió tanto rato que
F. Jasmine creyó que intentaba leer sus pensamientos y se sintió incómoda.
Los pasos en la habitación del fondo se detuvieron y la casa quedó en
silencio.
—Vuelve la vista atrás y recuerda —dijo por fin—. Dime la revelación de
tu último sueño.
F. Jasmine intentó hacer memoria pero no soñaba con frecuencia. Por
último recordó un sueño que tuvo ese verano.
—Soñé con una puerta —dijo—. Yo la miraba y mientras lo hacía
comenzó lentamente a abrirse. Eso me hizo sentir extraña, y entonces
desperté.
—¿Había una mano en el sueño?
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F. Jasmine pensó.
—No lo creo.
—¿Había una cucaracha en la puerta?
—¿Por qué? No lo creo.
—Significa lo siguiente. —Big Mama cerró lentamente los ojos y luego
los volvió a abrir—. Habrá un cambio en tu vida.
Después cogió la mano de F. Jasmine y la estudió durante largo rato.
—Veo que te vas a casar con un chico de ojos azules y pelo claro. Vivirás
tres veintenas más diez, pero debes tener cuidado con el agua; aquí veo un
pozo de arenilla roja y una bala de algodón.
F. Jasmine pensó para sus adentros que aquello no era más que una
pérdida de tiempo y de dinero.
—¿Y eso qué significa?
Pero inesperadamente la anciana alzó la cabeza y los músculos de su
cuello se tensaron al gritar:
—¡Satanás!
Tenía la vista fija en la pared que dividía la sala de la cocina, y F. Jasmine
se volvió sobre el hombro para mirar.
—Sí —replicó una voz desde la habitación contigua, y parecía ser la voz
de Honey.
—¡Cuántas veces tengo que decirte que saques tus grandes pies de la
mesa de la cocina!
—Sí —repitió Honey. Su voz sonaba humilde como la de Moisés, y
F. Jasmine lo oyó poner los pies en el suelo.
—Tu nariz se va a incrustar en ese libro, Honey Brown. Déjalo y termina
tu comida.
F. Jasmine se estremeció. ¿Big Mama había visto claramente a través del
muro que Honey estaba leyendo con los pies sobre la mesa? ¿Aquellos ojos
eran capaces de perforar una pared? En tal caso le pareció que debía prestar la
debida atención a cada una de sus palabras.
—Veo aquí una suma de dinero. Una suma de dinero. Y veo una boda.
La mano extendida de F. Jasmine tembló un poco.
—¡Eso! —dijo—. ¡Hábleme de eso!
—¿De la boda o del dinero?
—De la boda.
La luz de la lámpara hacía que sus sombras parecieran enormes sobre la
desnuda pared de tablas.
—Es la boda de un pariente cercano. Y veo un viaje.
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—¿Un viaje? —preguntó ella—. ¿Qué tipo de viaje? ¿Un viaje largo?
Las manos de Big Mama eran retorcidas, salpicadas de manchas lívidas
como pecas, y sus palmas de un color rosado como el de velas de cumpleaños
derretidas.
—Un viaje corto —dijo.
—Pero ¿cómo…? —comenzó a decir F. Jasmine.
—Veo una marcha y un retomo. Una partida y un regreso.
Nada de eso era verdad. Berenice le habría hablado del viaje a Winter Hill
y de la boda. Pero ¿no era capaz de ver a través de un muro?
—¿Está segura?
—Bueno… —La vieja voz cascada titubeó un poco esta vez—. Veo una
partida y un regreso, pero no necesariamente ahora. No puedo asegurarlo.
También veo carreteras, trenes y dinero.
—¡Oh! —dijo F. Jasmine.
Se oyeron unas pisadas, y Honey Camden Brown se detuvo en el umbral
entre la cocina y el recibidor. Esa noche llevaba una camisa amarilla con una
corbata de lazo, porque solía vestir con elegancia —pero sus ojos oscuros
tenían una expresión triste y su rostro alargado se veía rígido y pétreo—.
F. Jasmine sabía algo que Big Mama había dicho de Honey Brown. Había
dicho que era un chico al que Dios dejó sin terminar. El Creador había
retirado su mano demasiado pronto. Dios lo había dejado a medias y él había
tenido que ir por el mundo haciendo una cosa y otra hasta completarse.
Cuando la vieja Frankie escuchó por primera vez este comentario, no
entendió su sentido oculto. Semejante comentario la hizo imaginar un extraño
medio-niño, con un brazo, una pierna, y la mitad del rostro; una medio-
persona dando saltos bajo el triste sol del verano en las esquinas del pueblo.
Más tarde lo comprendió un poco mejor. Honey tocaba la trompeta, y había
sido el primero de la clase en la escuela superior para niños de color. Mandó a
buscar a Atlanta un texto de francés y aprendió por su cuenta algo de ese
idioma. Pero también solía echarse a correr como un cerdo salvaje por todo
Sugarville, y llevar una vida desordenada durante varios días, hasta que sus
amigos lo traían de vuelta a casa más muerto que vivo. Sus labios se movían
con la delicadeza de las mariposas y podía hablar mejor que cualquiera
—pero a veces contestaba en una jerga de negro que ni aun su propia familia
podía comprender—. «El Creador —decía Big Mama—, le retiró su mano
demasiado pronto, de modo que quedó eternamente insatisfecho». Ahora
permanecía allí recostado contra el quicio de la puerta, huesudo y débil, y a
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pesar de que tenía el rostro más o menos sudoroso daba la impresión de sentir
frío.
—¿Deseas algo antes de que me marche? —preguntó.
Había algo en la actitud de Honey esa noche que impresionó a F. Jasmine;
era como si al mirar en sus tristes e inmóviles ojos, sintiera que tenía que
decirle algo. Su piel a la luz de la lámpara adquiría el tono sombrío de las
glicinas y sus labios silenciosos parecían azules.
—¿Le ha hablado Berenice acerca de la boda? —preguntó F. Jasmine. Y
de inmediato supo que no era eso lo que tenía que decir.
—Aaannh —respondió él.
—No quiero nada por ahora. T. T. está a punto de llegar para hacerme una
visita y encontrarse con Berenice. ¿Adónde vas, muchacho?
—Voy a Forks Falls.
—Bueno, Míster Imprevisible, ¿cuándo has decidido eso?
Honey permaneció recostado contra el quicio de la puerta, terco y mudo.
—¿Por qué no te comportas como todo el mundo? —dijo Big Mama.
—Solo me quedaré hasta el domingo y regresaré el lunes por la mañana.
La sensación de que tenía algo que decirle a Honey Brown todavía
perturbaba a F. Jasmine. En cambio dijo:
—Me estaba hablando de la boda.
—Sí. —No miraba la palma de F. Jasmine, sino su vestido de organdí, las
medias de seda y las zapatillas plateadas.
—Ya te dije que te casarías con un joven de pelo claro y ojos azules. Más
adelante.
—Pero yo no hablo de eso. Hablo de la otra boda. Del viaje, de lo que ha
visto respecto a las carreteras y los trenes.
—Claro que sí —dijo Big Mama, pero F. Jasmine tuvo la sospecha de que
ya no le prestaba demasiada atención, a pesar de que volvió a examinar su
palma—. Veo un viaje con una partida y un regreso y, más tarde, una suma de
dinero, carreteras y trenes. Tu número de la suerte es el seis, aunque en
ocasiones el trece también te será favorable.
F. Jasmine sintió deseos de protestar y discutir, pero ¿cómo se discute con
una adivina? Quería al menos entender un poco mejor el vaticinio, ya que el
viaje de ida y vuelta no concordaba con la predicción de carreteras y trenes.
Pero cuando se disponía a hacer más preguntas se oyeron pasos en el
pórtico, llamaron a la puerta, y T. T. hizo su entrada en la sala. Era muy
amable de su parte limpiarse los pies y traer a Big Mama una caja de helado.
Berenice había dicho que no la hacía estremecerse y, desde luego, no podía
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ser el niño bonito de nadie con aquel vientre como una sandía bajo el chaleco,
y aquellos rollos de grasa en la nuca. Trajo consigo la sensación de
camaradería que ella siempre había amado y envidiado en esa casa de dos
habitaciones. Siempre que la vieja Frankie venía aquí en busca de Berenice,
tenía la impresión de que había muchas personas en la habitación —la familia
y algunos primos y amigos—. En invierno acostumbraban a sentarse al calor
del hogar, en torno al fuego parpadeante y mal encendido, y hablaban con
voces veladas. En las claras noches de otoño eran siempre los primeros en
tener caña de azúcar; Berenice solía cortar un trozo de caña suave y purpúrea,
cuyos pedazos masticados y retorcidos, con las huellas de sus dientes ellos
iban arrojando sobre un periódico abierto en el suelo. La luz de la lámpara
daba a la habitación una atmósfera especial, un olor especial.
Ahora, con la llegada de T. T. regresaba la vieja sensación de camaradería
y emotividad. La lectura del porvenir había terminado y F. Jasmine dejó una
moneda de diez centavos en el platillo blanco de porcelana china que estaba
sobre la mesa de la sala, porque como no había un precio fijo, la gente que iba
a ver a Big Mama para saber su porvenir casi siempre pagaba lo que le
parecía justo.
—Digo que nunca he visto a nadie crecer tanto como tú, Frankie
—comentó Big Mama—. Debes atarte a la cabeza un pedazo de ladrillo.
F. Jasmine se encogió, sus rodillas se doblaron un poco y sus hombros se
encorvaron.
—Llevas un vestido encantador. ¡Y zapatos plateados! ¡Y medias de seda!
Estás hecha toda una mujer.
F. Jasmine y Honey salieron de la casa al mismo tiempo, y aquella
sensación de que tenía algo que decirle seguía inquietándola. John Henry, que
la había estado esperando en el callejón, se les acercó corriendo, pero Honey
no lo tomó en brazos ni lo columpió como otras veces. Una fría tristeza
embargaba a Honey esa noche. La luz de la luna era blanca.
—¿Qué vas a hacer a Forks Falls?
—Tonterías.
—¿Confías en la adivinación? —Al ver que Honey no contestaba
continuó—: ¿Recuerdas cuando te gritó que quitaras los pies de encima de la
mesa? Me sobrecogí. ¿Cómo sabía que tus pies estaban sobre la mesa?
—El espejo —dijo Honey—. Tiene un espejo junto a la puerta para poder
ver lo que sucede en la cocina.
—Oh —dijo ella—; yo nunca he creído en la adivinación.
John Henry sostenía la mano de Honey y contemplaba su rostro.
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—¿Qué son los caballos de vapor?
F. Jasmine sintió el influjo de la boda; era como si en esta última noche
tuviese que dar órdenes y consejos. Había algo que debía decir a Honey,
hacerle una advertencia y darle un sabio consejo. Y mientras rebuscaba
torpemente en su cerebro se le ocurrió una idea. Era tan suave, tan inesperada,
que se detuvo y se quedó absolutamente inmóvil.
—Sé lo que debes hacer. Debes irte a Cuba o a Méjico.
Honey se había adelantado unos pasos, pero cuando ella habló él también
se detuvo. John Henry estaba a medio camino entre ellos dos y, mientras
miraba a uno y a otro, su rostro a la blanca luz de la luna adquirió una
misteriosa expresión.
—Sí. Hablo en serio. No te conviene hacer tonterías entre Forks Falls y
este pueblo. He visto muchas películas sobre cubanos y mejicanos. Se lo
pasan muy bien. —Hizo una pausa—. Lo que trato de decirte es esto: creo
que nunca serás feliz en este pueblo. Creo que debes irte a Cuba. Tienes una
piel bastante clara y además un cierto aire cubano. Puedes irte allá y
convertirte en un cubano. Puedes aprender a hablar su lengua y nadie sabrá
nunca que eres un chico de color. ¿Te das cuenta de lo que quiero decir?
Honey permanecía tan rígido y oscuro como una estatua, y tan silencioso.
—¿Qué son? —volvió a preguntar John Henry—. ¿A qué se parecen los
caballos de vapor?
Con un respingo Honey se dio la vuelta y enfiló el callejón.
—Eso es una fantasía.
—¡No, no lo es! —Contenta de que Honey usara al hablar con ella la
palabra «fantasía», la repitió por lo bajo antes de volver a insistir—. No es
ninguna fantasía. Acuérdate de lo que te digo. Es lo mejor que puedes hacer.
Pero Honey se limitó a sonreír y torció en la siguiente callejuela.
—Hasta pronto.
Las calles del centro del pueblo le recordaron a F. Jasmine una feria de
carnaval. Flotaba ese mismo aire de libertad de los días festivos y, al igual
que en la mañana, se sintió parte de todo, incluida y feliz. En una esquina de
Main Street había un vendedor de ratones mecánicos y, sentado en la acera,
observándolo todo, un pordiosero al que le faltaban los brazos, con una taza
de latón entre las piernas cruzadas. Ella nunca había visto Front Avenue de
noche; era la hora en que debía estar jugando con los chicos del vecindario
cerca de su casa. Los almacenes al otro lado de la calle estaban oscuros; pero
el cuadrado edificio de la fábrica de algodón, al otro extremo de la avenida,
tenía todas las ventanas iluminadas y se percibía un débil murmullo de
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máquinas junto con el olor de los depósitos de colorante. La mayoría de las
tiendas estaban abiertas, y los anuncios de neón formaban una mezcla de
varios colores que daba a la avenida un aspecto de acuario. Había soldados en
las esquinas y también soldados paseándose con chicas mayores. Los sonidos
eran los ruidos confusos del verano —risas, pisadas, y por encima de la
confusión, una voz que llamaba a alguien desde un piso alto hacia la calle
estival—. Los edificios olían a ladrillos secados al sol y F. Jasmine sentía la
acera caliente bajo la suela de sus zapatos plateados.
Se detuvo en la esquina frente al Blue Moon. Sentía como si hubiera
pasado mucho tiempo desde la mañana, cuando anduvo en compañía del
soldado, porque entre medio había transcurrido aquella larga tarde en la
cocina y porque en cierto modo la imagen del soldado se había hecho borrosa.
La cita y la tarde parecían igualmente lejanas. Y, ahora que eran casi las
nueve de la noche, dudaba y tenía la inexplicable sensación de que algo
andaba mal.
—¿Adónde vamos? —preguntó John Henry—. Me parece que ya es hora
de regresar.
Su voz la sobresaltó, pues casi lo había olvidado. Estaba parado allí, con
las rodillas muy juntas, sus grandes ojos, y vestido con aquel viejo disfraz de
algodón que le daba un aspecto lamentable.
—Tengo cosas que hacer en el pueblo. Vete a casa.
Él la miró y se sacó la goma de mascar de la boca. Trató de pegársela
detrás de la oreja, pero el sudor la hacía resbalar, por lo que, finalmente, se la
volvió a meter en la boca.
—Tú conoces el camino de casa tan bien como yo. Así que haz lo que te
digo.
De milagro, John Henry obedeció, pero mientras lo veía alejarse calle
abajo entre la multitud, sintió una profunda pena. ¡Tenía un aspecto tan
infantil y lastimoso con su disfraz!
El cambio que se producía al entrar al Blue Moon viniendo desde la calle,
era como el que se experimentaba al penetrar en las cabinas de la feria. Luces
azules, ruido, caras que gesticulaban; la barra y las mesas abarrotadas de
soldados, de hombres y mujeres de rostros brillantes. El soldado con quien
ella había prometido encontrarse estaba en un rincón apartado, junto a la
tragaperras, echando monedas de cinco centavos una detrás de otra y sin
ganar una sola vez.
—Oh, eres tú —dijo cuando la sintió pegada a su codo. Y por un segundo
sus ojos tuvieron la expresión vacía de alguien que rebusca en su cerebro e
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intenta recordar. Pero solo durante un segundo—. Temí que me hubieses
dejado plantado. —Y tras echar la última moneda dio un golpe con el puño a
la máquina—. Vamos a buscar sitio.
Se sentaron ante una mesa entre el mostrador y la tragaperras, y aunque
según el reloj el tiempo que pasó no fue muy largo, a F. Jasmine le pareció
eterno. No es que el soldado fuera poco amable con ella, era amable, pero su
conversación a dúo no armonizaba y, en el fondo, había algo extraño que ella
no podía discernir ni comprender. El soldado iba limpio ahora; su cara
hinchada, sus orejas y sus manos estaban limpias; su pelo rojo, mojado,
parecía más oscuro y se había hecho ondas al peinarse. Dijo haber dormido
toda la tarde, estaba alegre y hablaba con desparpajo. Pero a pesar de que a
ella le gustaba la gente alegre y la charla desenfadada, no se le ocurría nada
que decir. Otra vez era como si el soldado hablara en clave y a pesar de sus
esfuerzos no lograba seguirlo —aunque no era tanto lo que decía, sino el tono
en que lo decía, lo que ella no comprendía.
El soldado trajo dos vasos y los puso en la mesa; después del primer trago
F. Jasmine sospechó que contenían alcohol y, aunque ya no era una niña, se
sobresaltó. Era un pecado e iba contra la ley que personas menores de
dieciocho años bebieran, así que apartó su vaso. El soldado estaba a la vez
amable y jovial, aunque después de otras dos copas ella se preguntó si no
estaría borracho. Para sacar un tema de conversación comentó que su
hermano había estado nadando en Alaska, pero esto no pareció impresionarlo.
Tampoco decía nada sobre la guerra, ni hablaba de otros países ni del mundo.
A pesar de que lo intentó, F. Jasmine, no logró encontrar respuestas
adecuadas a sus comentarios jocosos. Como un alumno, que en una pesadilla
tiene que tocar a dúo una pieza que desconoce, F. Jasmine hizo lo imposible
por aprender la melodía y seguirla. Pero muy pronto se dio por vencida y se
limitó a sonreír hasta que sintió la boca como si fuese de madera. Las luces
azules del salón abarrotado, el humo y el ruidoso tumulto se sumaron a su
confusión.
—Eres una chica muy rara —dijo finalmente el soldado.
—Patton —dijo ella—; apuesto que gana la guerra en dos semanas.
El soldado se quedó silencioso y con una expresión grave en el rostro. Sus
ojos la recorrieron con la misma mirada extraña que ella había notado al
mediodía; una mirada que nunca había visto y que no podía definir. Después
de un rato dijo con voz suave e imprecisa:
—¿Cómo dijiste que te llamabas, guapa?
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F. Jasmine no sabía si le agradaba o no la forma de referirse a ella pero
dijo su nombre con corrección.
—Bien, Jasmine, ¿vamos arriba? —Su tono era interrogante, pero al no
contestar ella en seguida, se puso de pie—. Tengo una habitación aquí.
—¡Vaya! Pensé que iríamos al Idle Hour. O a bailar o a lo que fuera.
—¿Por qué tanta prisa? —dijo él—. La orquesta no suele comenzar hasta
las once de la noche.
F. Jasmine no quería ir arriba, pero no sabía cómo rehusar. Era como
entrar a una cabina de la feria o del parque de atracciones: una vez dentro uno
no podía marcharse hasta que la exhibición o la vuelta hubiesen terminado.
Ahora pasaba lo mismo con el soldado, con esta cita. No podía marcharse
hasta el final. El soldado esperaba al pie de la escalera e, incapaz de
rechazarlo, subió tras él. Subieron dos pisos y luego recorrieron un estrecho
pasillo que olía a orina y a linóleo. Y a cada paso que F. Jasmine daba, sentía
que algo iba mal.
—Este hotel es francamente divertido —dijo ella.
Fue el silencio en la habitación del hotel lo que la alertó y la asustó; un
silencio que notó en cuanto se cerró la puerta. A la luz de la desnuda bombilla
eléctrica que colgaba del techo, la habitación parecía tosca y muy fea. La
cama de hierro con el esmalte descascarillado tenía trazas de haber sido
usada; alguien había dormido en ella recientemente y, en medio de la
habitación, yacía una maleta abierta y desordenada con ropas de soldado
dentro. Sobre la cómoda de roble claro había un jarro de cristal lleno de agua,
y un paquete a medio consumir de bollos de canela cubiertos de una garrapiña
blanco-azulada y de gruesas moscas. La ventana sin postigos estaba abierta y
las mugrientas cortinas de gasa habían sido atadas en un nudo para dejar pasar
el aire. En una esquina había un lavabo. El soldado ahuecó sus manos y se
enjugó el rostro con agua fría —había una pastilla ya usada de jabón
ordinario, y un letrero sobre el lavabo que rezaba: «SOLO PARA
LAVARSE»—. Y no obstante los pasos del soldado y el goteo del agua, en
cierto modo la sensación de silencio continuaba.
F. Jasmine se acercó a la ventana que daba a un estrecho callejón y a un
muro de ladrillos; una desvencijada escalera de incendios conducía hasta la
planta del edificio y las ventanas de los dos pisos inferiores emitían haces de
luz. Desde afuera llegaban los sonidos de una noche de agosto: rumor de
voces y de una radio encendida. Pero en la habitación también había ruidos.
¿Cómo explicar entonces el silencio? El soldado se sentó en la cama, y ahora
ella lo vio completo, como un solo individuo, no como uno más de las
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escandalosas pandillas que correteaban durante un tiempo por las calles del
pueblo y luego salían juntos a enfrentarse con la vida. En el silencio de la
habitación le pareció feo y contrahecho. Ya no lo veía en Birmania, África o
Islandia, ni siquiera en Arkansas. Lo veía únicamente sentado en la
habitación. Sus claros ojos azules, muy juntos, la miraban de una manera
especial, con una suavidad velada, como ojos lavados con leche.
El silencio de la habitación era como el de la cocina cuando en una tarde
letárgica el tictac del reloj parecía detenerse y a ella la dominaba un
misterioso e inexplicable desasosiego que duraba hasta que descubría lo que
andaba mal. Pocas veces había conocido ese silencio —una en la tienda Sears
y Roebuck momentos antes de convertirse en una ladrona, y otra vez, aquella
tarde de abril en el garaje de los MacKean—. Esa quietud era el aviso que
precede a una dificultad imprevista, un silencio causado, no por la falta de
sonidos, sino por el suspenso y la espera. El soldado no apartaba aquellos
extraños ojos de ella y ella tenía miedo.
—Ven, Jasmine —dijo con un tono de voz quebrado y bajo, mientras
alargaba su mano con la palma hacia arriba en su dirección—. No lo
retrasemos más.
El siguiente minuto fue como hallarse en la Casa de los Locos del parque
de atracciones, o en el verdadero Milledgeville. F. Jasmine ya había
empezado a dirigirse hacia la puerta de salida porque no podía soportar más
aquel silencio. Pero cuando pasó cerca del soldado, este la agarró por la falda,
y ella, debilitada por el miedo, cayó junto a él sobre la cama. Entonces
empezó aquel minuto, demasiado demencial para que ella se diera cuenta de
lo que estaba sucediendo. Ella sintió que el soldado la abrazaba y olió su
camisa empapada de sudor. No se comportaba con rudeza, pero fue tanto o
más chocante que si lo hubiese hecho, y por un segundo ella se quedó
paralizada de horror. No podía empujarlo, pero mordió con todas sus fuerzas
lo que debía ser la lengua del soldado loco, de tal manera que él dio un grito y
ella quedó libre. Cuando él comenzó a acercarse con una expresión de dolor y
de asombro en el rostro, su mano alcanzó el jarro de cristal y lo golpeó en la
cabeza. Él se tambaleó un instante y luego, lentamente, sus piernas se
doblaron y se desplomó despatarrado en el suelo de la habitación. El sonido
fue hueco, como el de un martillo sobre un coco, y con él por fin se rompió el
silencio. El soldado permaneció allí, inmóvil, con aquella expresión de
asombro en su cara pecosa y lívida, y con una espuma sanguinolenta que le
asomaba de la boca. Pero no tenía la cabeza partida, ni tan siquiera un
rasguño, aunque ella no sabía si estaba vivo o muerto.
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El silencio se había interrumpido y era como en la cocina cuando, tras los
primeros momentos de extrañeza, ella advertía la razón de su intranquilidad:
el tictac del reloj había cesado. Solo que ahora no había reloj que sacudir y
pegar a la oreja durante un momento antes de darle cuerda y sentirse aliviada.
En ese instante pasaron por su mente tortuosos recuerdos de una disputa
vulgar en la habitación que daba a la calle, de comentarios oídos en el sótano,
y del indeseable Barney; pero ella no permitió que estas súbitas y
fragmentarias visiones se reunieran, y la palabra que repitió fue «loco». El
agua que había salpicado del jarro había manchado las paredes, y en medio
del desorden de la habitación yacía el soldado, que parecía descoyuntado.
F. Jasmine se dijo: «¡Huye!». Pero tras dirigirse a la puerta de salida, se
volvió, y, trepando a la escalera de incendio se deslizó rápidamente hasta el
callejón.
Corrió como si la persiguieran, como si se hubiera fugado del manicomio
de Milledgeville, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, y cuando llegó a la
esquina de la manzana donde vivía, se alegró de ver a John Henry West.
Estaba afuera, buscando murciélagos en torno al farol callejero, y su figura
familiar la calmó un poco.
—Tío Royal te ha estado llamando —dijo—. ¿Por qué tiemblas así,
Frankie?
—Acabo de romperle la cabeza a un loco —dijo cuando pudo recuperar el
aliento—. Le he roto la cabeza y no sé si está muerto o no. Era un loco.
John Henry la miró fijamente sin mostrarse sorprendido.
—¿Qué hacía? —Y como ella no contestó en seguida añadió—: ¿Se
arrastraba por el suelo, gimiendo y babeando?
Eso era lo que la vieja Frankie había hecho una vez que trató de engañar a
Berenice y crear cierto revuelo. Pero no pudo engañarla.
—¿Lo hacía?
—No —dijo F. Jasmine—. Él…
Pero al mirar esos fríos ojos de niño se dio cuenta de que no podía
explicárselo. John Henry no lo entendería. Sus ojos verdes la hicieron sentirse
incómoda. A veces la mente de John Henry era como los dibujos que hacía
con lápices de colores y papel de apuntes. Días atrás había hecho uno de
aquellos dibujos y se lo había mostrado. El dibujo representaba a un operario
de teléfonos subido a un poste. El hombre se apoyaba en su cinturón de
seguridad, y él lo había dibujado con todo detalle, hasta los zapatos de
escalar. Era un dibujo muy cuidado, pero después de verlo le quedó rondando
por la mente una sensación de inquietud. Miró de nuevo el dibujo hasta que
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advirtió lo que estaba mal. El operario de teléfonos había sido dibujado de
perfil, pero su perfil tenía dos ojos: uno sobre el puente de la nariz y el otro
justo debajo. Y no se trataba de un error debido a la prisa, pues las pestañas
de ambos ojos habían sido esmeradamente dibujadas, así como las pupilas y
los párpados. Aquellos dos ojos trazados en el perfil de un rostro la hicieron
sentirse incómoda. ¿Pero de qué valía razonar con John Henry o discutir con
él? Era como discutir con un bloque de cemento. ¿Por qué lo había hecho así?
¿Por qué? Porque era un operario de teléfonos. ¿Y qué? Estaba trepando por
el poste. No lograba comprender su punto de vista, y él tampoco comprendía
el de ella.
—Olvida lo que te acabo de decir —dijo. Pero nada más pronunciarlo, se
dio cuenta de que era el peor comentario que podía haber hecho, porque ahora
él no iba a olvidarlo. Así que lo cogió por los hombros y lo zarandeó un
poco—. Jura que no dirás nada. Jura: «Si lo digo, que Dios me cosa la boca y
los ojos y me corte las orejas con una tijera».
Pero John Henry no quería jurar; se limitó a hundir su desproporcionada
cabeza entre los hombros y contestó muy quedo:
—Déjame.
Ella volvió a intentarlo.
—Si se lo dices a alguien me pueden meter en la cárcel y no iríamos a la
boda.
—No voy a decirlo —dijo John Henry, en el que a veces se podía
confiar—. No soy un chivato.
Una vez en la casa, F. Jasmine echó el cerrojo a la puerta antes de pasar al
salón. Su padre, en calcetines, leía el diario vespertino en el sofá. F. Jasmine
se alegró de que su padre se hallara entre ella y la puerta principal. Tenía
miedo de la Negra María y aguzó el oído con ansiedad.
—Cómo me gustaría que fuéramos a la boda en este mismo instante
—dijo—. Creo que sería lo mejor.
Se dirigió a la nevera y se comió seis cucharadas de leche condensada; el
mal sabor que sentía en la boca comenzó a desvanecerse. La espera la llenaba
de desasosiego. Reunió los libros de la biblioteca y los amontonó sobre la
mesa de la sala. En uno de ellos, un libro que pertenecía a la sección de
adultos y que no había leído, escribió con lápiz en la portada: Si quiere leer
algo estremecedor pase a la página 66. En la página 66 escribió:
Electricidad. ¡Ja! ¡Ja! Lentamente su ansiedad se apaciguó; cerca de su padre
sentía menos miedo.
—Hay que devolver estos libros a la biblioteca.
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Su padre, que tenía cuarenta y un años, miró el reloj.
—Ya es hora de que todos los menores de cuarenta y un años se acuesten
—dijo—. Rápido, en marcha y sin discutir. Mañana nos tenemos que levantar
a las cinco.
F. Jasmine se detuvo en el umbral sin poder marcharse.
—Papá —dijo pasado un minuto—, si alguien golpea a una persona con
un jarro de cristal y esa persona cae inconsciente, ¿crees que estará muerto?
Tuvo que repetir la pregunta y sintió un amargo rencor contra él; la tenía
en tan poca consideración que debía hacer las preguntas dos veces.
—Por supuesto.
—¡Vaya! Aunque pensándolo bien, nunca he pegado a nadie con un jarro
—dijo.
—¿No lo has hecho?
F. Jasmine sabía que la pregunta no iba en serio, y al marcharse comentó:
—Nunca, en toda mi vida, me agradará tanto llegar a un lugar como
mañana a Winter Hill. No sabes lo contenta que estaré cuando haya acabado
la boda y nos marchemos. Estaré tan contenta…
En el piso de arriba, ella y John Henry se quitaron la ropa y, después de
apagar el motor y la luz, se acostaron en la cama uno al lado del otro. Ella
diría luego que no había pegado un ojo; pero lo cierto es que cerró los ojos, y
cuando los volvió a abrir, una voz la llamaba y el gris del amanecer invadía la
habitación.
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Tercera Parte
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«Adiós, vieja y horrible casa», dijo mientras caminaba por el corredor a
las seis menos cuarto de la mañana con su vestido de muselina y llevando una
maleta. El traje para la boda se hallaba dentro de la maleta, listo para
ponérselo cuando llegase a Winter Hill. A esa hora en que todo estaba en
calma, el cielo era como la plata desvaída de un espejo que hacía que el
pueblo se viera no como un pueblo real, sino como un reflejo exacto de sí
mismo; y a este pueblo fantasma también le dijo adiós. El autobús salió de la
estación a las seis y diez, y ella se sentó muy orgullosa, como alguien
acostumbrado a viajar, lejos de su padre, John Henry y Berenice. Pero
después de un rato la asaltó una duda, que ni siquiera las respuestas del
conductor pudieron satisfacer del todo. Se suponía que viajaban en dirección
norte; sin embargo, a ella le parecía que, por el contrario, el autobús se dirigía
hacia el sur. El cielo se convirtió en pálido fuego y el día comenzó a arder.
Dejaron atrás los campos de maíz, que bajo la luz deslumbradora adquirían un
tono azulado; los rojos surcos de los algodonales; trechos con bosques de
negros pinos; y milla tras milla el campo se hizo más sureño aún. Pasaron por
varios pueblos —New City, Leeville, Cheehaw—, y cada uno parecía más
pequeño que el anterior, hasta que a las nueve de la mañana llegaron al lugar
más feo de todos, llamado Flowering Branch, donde cambiaron de autobús. A
pesar de su nombre (Rama Florida), no había allí flores ni ramas —solo una
solitaria tienda rural, en una de cuyas paredes de tablas colgaba un triste y
viejo cartel de circo hecho jirones, y un canelo que daba sombra a una carreta
vacía y a una mula soñolienta—. Allí esperaron un autobús que los llevaría a
Sweet Well, y aún llena de dudas y ansiedad, Frances no rechazó la caja con
el almuerzo que tanto la había avergonzado en un principio porque los hacía
parecer una familia que no viajaba a menudo. El autobús partió a las diez, y a
las once ya estaban en Sweet Well. Las horas que siguieron están fuera de
toda explicación. La boda fue como un sueño, porque todo se desarrolló en un
mundo que estaba más allá de sus posibilidades; desde el momento en que,
con serenidad y corrección, estrechó la mano de los adultos, hasta el momento
en que, finalizada la frustrada boda, vio el coche que los llevaba a ambos
alejarse de ella, se arrojó de bruces al polvo caliente y gritó por última vez:
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«¡Llevadme! ¡Llevadme!». Desde el comienzo hasta el fin, la boda fue tan
increíble como una pesadilla y, hacia media tarde, cuando todo había
acabado, partieron de regreso en el autobús de las cuatro.
—La comedia ha terminado y el mono ha muerto —citó John Henry,
mientras se acomodaba en el último asiento del autobús al lado de su padre—.
Ahora vámonos a casa a dormir.
Frances deseaba la muerte de todo el universo. Ella se sentó en el asiento
trasero, entre la ventana y Berenice, y aunque ya no sollozaba, sus lágrimas
corrían como dos riachuelos y también le salía agua por la nariz. Tenía los
hombros hundidos sobre su corazón lastimado y ya no llevaba puesto el traje
de la boda. Estaba sentada junto a Berenice, al fondo, con la gente de color, y
cuando se dio cuenta de ello pronunció la despreciativa palabra «negro» que
nunca antes había usado; porque ahora ella odiaba a todo el mundo y solo
sentía deseos de vejar y avergonzar. Para John Henry West la boda no había
sido más que un gran espectáculo, al final del cual había disfrutado con la
infelicidad de F. Jasmine de la misma manera que había disfrutado del
bizcocho. Ella lo odiaba a muerte, vestido con su mejor traje blanco, ahora
manchado de helado de fresas. También odiaba a Berenice, porque para esta
había sido solo su viaje de placer a Winter Hill. Y a su padre, quien se había
limitado a decir que se ocuparía de ella cuando llegasen a casa, lo habría
asesinado. Estaba en contra de todas y cada una de las personas, incluso
contra los extraños en el atiborrado autobús, a pesar de que los percibía de
manera imprecisa a través de las lágrimas. Y deseó que el autobús se cayera al
río o chocase con un tren. Se odiaba a sí misma más que a nadie, y quería que
el mundo entero sucumbiera.
—Cariño —dijo Berenice—, límpiate la cara, suénate la nariz y verás
como las cosas van mejorando poco a poco.
Berenice llevaba un elegante pañuelo azul que hacía juego con su mejor
vestido azul y sus zapatos azules de cabritilla, y se lo ofreció a Frances, a
pesar de que era de fino crespón de seda y que no debía servir, evidentemente,
para sonarse. No obstante esta no se dio por enterada. En el asiento que
mediaba entre ellas había tres pañuelos de su padre, mojados, y Berenice
cogió uno para secarle las lágrimas, pero Frances no dio señales de vida.
—Han dejado a la pobre Frankie fuera de la boda. —La gran cabeza de
John Henry se sacudía contra el respaldo de su asiento; sonreía y mostraba los
dientes, algunos a medio salir.
Su padre carraspeó y dijo:
—Basta, John Henry. Deja a Frankie tranquila.
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Y Berenice agregó:
—Siéntate en tu lugar y compórtate.
El autobús viajó durante largo rato, pero ahora le daba lo mismo la
dirección que llevara; simplemente no le importaba. Desde un principio algo
anduvo mal en la boda, como en el juego de naipes en la cocina la primera
semana del pasado junio. Jugaron durante días y días aquellas partidas de
bridge, pero nadie sacó nunca una buena mano, todas las cartas eran malas y
no se hicieron apuestas subidas; hasta que por fin Berenice sospechó algo y
dijo: «¡Vamos!, contemos estas viejas cartas». Y se pusieron manos a la obra
y contaron las viejas cartas, y sucedió que faltaban las sotas y las reinas. Por
último, John Henry admitió que él había recortado las sotas y luego las reinas
para que les hicieran compañía y, tras esconder los recortes de los naipes en el
horno, se había llevado a escondidas las figuras a su casa. Así se descubrió
por qué fallaba el juego. Pero ¿cómo explicar el fallo de la boda?
La boda entera había sido un fracaso, a pesar de que ella no podía señalar
ningún defecto en particular. La casa era una bonita casa de ladrillos en las
afueras del pequeño y calcinado pueblo y, cuando por primera vez puso un
pie en ella, notó un leve estremecimiento en los ojos y se sintió traspasada por
diversas imágenes: rosas rosadas, olor a cera de suelo, caramelos de menta y
nueces en bandejas de plata. Todos fueron encantadores con ella. La señora
Williams llevaba un vestido de encaje y le preguntó dos veces en qué curso
estaba; pero también le preguntó si quería salir a jugar en los columpios antes
de la ceremonia, con el tono de voz que emplean los adultos cuando se dirigen
a los niños.
El señor Williams también fue amable con ella. Era un hombre cetrino,
con pliegues en las mejillas, y la piel debajo de sus ojos tenía la textura y el
color de un corazón de manzana añejo. El señor Williams le preguntó también
a qué colegio iba y en qué curso estaba; a decir verdad esa fue la pregunta
más importante que le hicieron en la boda.
Ella quería hablar con su hermano y con la novia, hablarles y explicarles
sus proyectos; ellos tres y nadie más. Pero ni una sola vez estuvieron solos.
Jarvis estaba afuera, revisando el coche que alguien le había prestado para la
luna de miel, mientras Janice se vestía en el dormitorio, rodeada de un grupo
de chicas mayores y atractivas. Ella iba de uno al otro sin poder explicarse, y
en una ocasión Janice la abrazó diciéndole que estaba muy contenta de tener
una hermanita. Janice la besó y F. Jasmine sintió un dolor en la garganta que
le impidió hablar. Y cuando salió al patio en busca de Jarvis, este la alzó en
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vilo en un juego brusco diciéndole: «Frankie la yanqui es un saltimbanqui,
pata, patata, patosa, Frankie». Luego le dio un dólar.
Ella se quedó en una esquina de la habitación de la novia deseando decir:
«Os quiero tanto a los dos y vosotros sois mi nosotros. Por favor, sacadme ya
de aquí y llevadme con vosotros porque nosotros estaremos de ahora en
adelante siempre juntos». O si no, de haber podido decirlo: «¿Puedo pediros,
a ti y a Jarvis, que paséis a la habitación contigua, porque tengo algo que
deciros?». Reunirse los tres solos en una habitación y de alguna manera
explicárselo. Si por lo menos lo hubiese escrito antes en la máquina, podría
entregarles entonces un papel para que lo leyeran. Pero no se le había
ocurrido a tiempo y su lengua seguía siendo pesada y torpe en su boca. Solo
pudo articular palabra, con una voz que temblaba un poco, para preguntar:
«¿Dónde está el velo?».
—Presiento que se avecina una tormenta —dijo Berenice—. Estas dos
articulaciones deformadas siempre me lo anuncian.
No hubo velo, con excepción del diminuto velo que colgaba del sombrero
de la novia, y nadie llevaba ropa elegante. La novia vestía un sencillo
conjunto de diario. Fue una suerte que ella no se pusiera su vestido de fiesta
para ir en el autobús, como primero pensó, y que luego se diera cuenta a
tiempo de la situación. Permaneció en una esquina de la habitación de la
novia hasta que sonaron en el piano los primeros compases de la marcha
nupcial. Todo el mundo en Winter Hill la trató con mucho cariño, excepto que
la llamaron Frankie y la tomaron por una criatura. Fue muy distinto a lo que
ella esperaba, y como en aquellas partidas de naipe del mes de junio, desde el
principio hasta el fin tuvo la sensación de que algo había fallado.
—Levanta ese ánimo —dijo Berenice—. Estoy planeando darte una gran
sorpresa. Estoy aquí sentada planeándola. ¿No quieres saber de qué se trata?
Frances no contestó ni siquiera con la mirada. La boda había sido como
un sueño fuera de su control. O como un espectáculo que ella no dirigía y en
el que no se esperaba que tomara parte. El salón estaba abarrotado de amigos
de Winter Hill y la novia y su hermano estaban de pie delante de la chimenea
al fondo de la habitación. Verlos otra vez juntos fue más como una sensación
musical que como una película que estuviera pasando ante sus aturdidos ojos.
Los contemplaba con el corazón, y no dejaba de repetirse: «No se lo he dicho
y ellos no lo saben». Y ser consciente de esto la hacía sentir como si se
hubiese tragado una piedra. Más tarde, en el momento de besar a la novia,
cuando se servían refrescos en la sala comedor, cuando en la agitación y el
bullicio de la fiesta ella se fue aproximando hasta quedar cerca de ellos,
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tampoco pudo decir nada. «No me van a llevar», pensaba, y este solo
pensamiento se le hacía insoportable.
Cuando el señor Williams trajo el equipaje, ella se apresuró tras él con el
suyo. Lo que siguió fue como un espectáculo de pesadilla, en el que una chica
loca sale del público e irrumpe en el escenario para representar un papel que
no está en el libreto, que nunca ha sido escrito y cuya mera posibilidad jamás
se había considerado. «Vosotros sois mi nosotros», decía su corazón. Pero lo
único que podía decir en voz alta era: «¡Llevadme!». Le rogaron y le
suplicaron, pero ella ya estaba dentro del coche. En el último momento se
aferró al volante hasta que su padre y otras personas tiraron de ella y la
arrastraron fuera, y aun así, caída en el polvo de la carretera desierta, solo
sabía gritar: «¡Llevadme! ¡Llevadme!». Pero ya no la oían más que los
invitados a la boda, pues la novia y su hermano se habían ido.
Berenice comentó:
—Solo quedan tres semanas para que comiencen las clases. Y tú irás a la
sección A del séptimo grado y conocerás a muchas chicas nuevas y
agradables, y te harás amiga íntima de otra chica como aquella Evelyn Owen
que tanto te gustaba.
Frances no podía soportar aquel tono amable.
—¡Nunca pensé irme con ellos! —dijo—. Todo fue una broma. Dijeron
que me invitarían a visitarlos cuando estén instalados, pero yo no iré. Ni por
un millón de dólares.
—Lo sabemos —dijo Berenice—. Ahora escucha la sorpresa que tengo
planeada. En cuanto te encuentres a gusto en la escuela y hayas hecho amigos,
creo que sería una buena idea organizar una fiesta. Una encantadora fiesta de
bridge en la sala, con ensalada de patatas y esos bocaditos de aceituna que tu
tía Pet hizo para la reunión del club y que a ti tanto te gustaron, los de forma
redonda con el huequecito y la aceituna al medio. Una encantadora fiesta de
bridge con deliciosos refrescos. ¿Qué te parece?
Las promesas que se hacen a los niños le crispaban los nervios. Su
corazón destrozado le dolía y lo apretó con sus brazos cruzados acunándose a
sí misma.
—Fue un juego amañado. Las cartas estaban marcadas. Fue un complot en
todos los aspectos.
—Podemos hacer la partida de bridge en la sala, y afuera, en el patio,
podemos dar la fiesta. Una fiesta de disfraces con perritos calientes. Una
fiesta elegante y la otra tosca, salvaje. Con premios para la puntuación más
alta en bridge y para el disfraz más gracioso. ¿Qué te parece?
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Frances se negó a mirar a Berenice y no contestó.
—Puedes llamar al editor de la página de ecos de sociedad del Evening
Journal y hacer que reseñen la fiesta en el periódico. Y esa será la cuarta vez
que salga tu nombre allí.
Era verdad, pero algo como eso ya no tenía la menor importancia para
ella. En una ocasión, cuando su bicicleta chocó contra un coche, el periódico
se refirió a ella como Frankie Addams. ¡Frankie! Pero ahora ya no le
importaba.
—No estés triste —dijo Berenice—. No es el día del juicio final.
—Frankie, no llores —dijo John Henry—. Iremos a casa y montaremos la
tienda india y nos divertiremos.
No podía dejar de llorar y los sollozos la ahogaban.
—¡Oh, cállate la boca!
—Escúchame. Dime lo que quieres y yo haré todo lo posible por
conseguírtelo.
—Todo lo que quiero —dijo Frances, después de una pausa—, lo único
que deseo en este mundo, es que ningún ser humano me vuelva a hablar
mientras yo viva.
A lo que Berenice contestó:
—Bien. Entonces berrea. Desastre.
No volvieron a decir nada más durante el resto del trayecto hasta el
pueblo. Su padre dormía con un pañuelo que le cubría la nariz y los ojos,
roncando suavemente. John Henry West yacía en la falda de su padre y
también dormía. Los otros pasajeros estaban silenciosos y aletargados y el
autobús se balanceaba como una cuna y rugía con apagada regularidad.
Afuera el aire vibraba a la luz de la tarde, y de vez en cuando un buitre se
mecía contra el resplandeciente y pálido cielo. Pasaron por encrucijadas
desiertas, con profundos barrancos de tierra roja a ambos lados de la carretera,
y ante chozas grises de madera podrida asentadas en los solitarios plantíos de
algodón. Solo los oscuros pinares daban una sensación de frescura, y también
las azules colinas que se veían a varias millas de distancia. Frances observaba
todo a través de la ventanilla con una expresión tensa y dura en el rostro, y
durante cuatro horas no dijo una sola palabra. Entraban ya al pueblo cuando
algo cambió. El cielo se hizo más bajo y su color se tornó de un púrpura
grisáceo contra el cual se destacaba el verde ponzoñoso de los árboles. Hubo
en el aire una calma gelatinosa y luego el gruñido del primer trueno. El viento
pasó a través de las copas de los árboles como un torrente. Al parecer habría
tormenta.
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—Te lo dije —advirtió Berenice, y no se refería a la boda—. Me duelen
las articulaciones. Después de una buena tormenta todos nos sentiremos
mejor.
La lluvia no caía. El aire era cálido y todo parecía estar a la expectativa.
Frances sonrió levemente a las palabras de Berenice, pero era una sonrisa
desdeñosa y dolida.
—Tú crees que todo se ha acabado —dijo—; y eso solo demuestra lo poco
que sabes.
Ellos creían que todo había terminado pero ella les enseñaría que no era
así de simple. Aunque no la incluyeron en la boda se iría a la aventura. No
sabía dónde, pero esa misma noche abandonaría el pueblo. Si no podía
marcharse tal y como lo había proyectado, bajo la protección de su hermano y
de su novia, se iría sola. Aunque tuviera que cometer todo tipo de crímenes.
Por primera vez desde la noche anterior pensó en el soldado —pero solo de
pasada, pues tenía la mente absorta en cuestiones más urgentes—. Un tren
pasaba por el pueblo a las dos de la tarde, lo tomaría; el tren por regla general
se dirigía hacia el norte, probablemente a Chicago o Nueva York. Si el tren
iba a Chicago, ella pensaba continuar hacia Hollywood. Escribiría obras o
conseguiría un trabajo como estrella de cine —o, si no tenía otro remedio,
actuaría incluso en comedias—. Si el tren iba a Nueva York, se vestiría de
chico, daría una edad y un nombre falsos y se enrolaría en la infantería de
marina. Mientras tanto tenía que esperar hasta que su padre se durmiera, y aún
lo oía rondando por la cocina. Se sentó a la máquina de escribir y redactó la
siguiente carta:
Querido papá:
Esta es una carta de despedida; al menos hasta que te
escriba desde otro lugar. Me marcho del pueblo; es inevitable.
No puedo soportar esta existencia por más tiempo, mi vida se
ha convertido en una carga. Me llevo la pistola porque podría
serme útil en algún momento; te devolveré el dinero a la
primera oportunidad. Dile a Berenice que no se preocupe. Todo
esto es una ironía del destino, pero es inevitable. Escribiré
pronto. Por favor, papá, no trates de detenerme.
Sinceramente tuya,
Frances Addams
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Era una noche extraña la de allá afuera. Mariposas nocturnas verdes y blancas
revoloteaban nerviosas sobre la rejilla de la ventana. Ya no soplaba aquel
viento cálido y la quietud daba a la atmósfera la consistencia de algo sólido.
Cuando uno se movía era como si tuviese que empujar un peso. De cuando en
cuando se escuchaba el apagado gruñido del trueno.
Frances estaba inmóvil ante la máquina de escribir; se había puesto su
vestido de muselina con motas bordadas, y la maleta bien atada con correas
descansaba al lado de la puerta. Después de un rato la luz de la cocina se
apagó y su padre se detuvo al pie de la escalera.
—Buenas noches, Cascarrabias. Buenas noches, John Henry.
Frances esperó durante largo rato. John Henry dormía atravesado a los
pies de la cama, todavía vestido y con los zapatos puestos; tenía la boca
abierta y una pata de la montura de sus gafas se había soltado. Cuando no
pudo resistir más la espera, cogió la maleta y, de puntillas, procurando no
hacer ruido, bajó por la escalera. Abajo estaba oscuro; oscuro el dormitorio de
su padre, oscura toda la casa. Se detuvo en el umbral de la habitación de su
padre y comprobó que roncaba suavemente. El momento más difícil fueron
los minutos que estuvo allí, de pie, escuchando.
Lo demás fue fácil. Su padre era viudo, metódico, y por la noche doblaba
los pantalones sobre una silla de respaldo recto, dejando la billetera, el reloj
de pulsera y las gafas a la derecha de la cómoda. Ella avanzó con extremado
sigilo en la oscuridad y encontró la billetera casi de inmediato. Tuvo mucho
cuidado al abrir el cajón de la cómoda, deteniéndose a escuchar cada vez que
producía el más leve ruido. Sentía la pistola pesada y fría en su mano caliente.
Fue fácil, con excepción de lo fuerte que le latía el corazón y de un accidente
ocurrido justo cuando se deslizaba fuera del dormitorio. Tropezó con una
papelera y el ronquido cesó. Su padre se movió mascullando algo. Ella
contuvo la respiración, pero pasado un minuto los ronquidos volvieron a
empezar.
Puso la carta sobre la mesa y salió de puntillas hacia la terraza posterior
de la casa. Pero había algo con lo cual ella no contaba: John Henry comenzó a
llamarla.
—¡Frankie! —La voz de soprano del niño parecía penetrar a través de
todas las habitaciones de la casa en tinieblas—. ¿Dónde estás?
—Calla —susurró—. Vuélvete a dormir.
Ella había dejado la luz de su dormitorio encendida; John Henry se detuvo
en la parte alta de la escalera y miró hacia abajo, hacia el interior de la oscura
cocina.
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—¿Qué haces ahí abajo, en la oscuridad?
—¡Calla! —volvió a susurrar ella, ahora más fuerte—. Estaré contigo en
cuanto empieces a dormirte.
John Henry se fue y luego anduvo a tientas hasta la puerta posterior; dio
vuelta a la llave y salió. Pero a pesar de que trató de hacer el menor ruido
posible, el niño la oyó.
—¡Espera, Frankie! —gimió—. Voy contigo.
El gemido del niño despertó a su padre, y ella lo supo antes de llegar a la
esquina de la casa. La noche era oscura y pesada, y mientras corría, oía la voz
de su padre llamándola. Parapetándose tras la esquina de la casa vio
encenderse la luz de la cocina; la bombilla oscilaba meciéndose de un lado a
otro, proyectando un parpadeante reflejo en el emparrado y en el patio sumido
en la oscuridad. «Ahora él leerá la carta —pensó—, y me perseguirá y tratará
de atraparme». Pero después de haber corrido unas cuantas manzanas, a punto
de caer varias veces a causa de los golpes que la maleta daba contra sus
piernas, recordó que su padre tendría primero que ponerse pantalones y una
camisa. Él no la seguiría por la calle vestido únicamente con el pantalón del
pijama. Se detuvo para mirar hacia atrás. No había nadie. Junto al primer farol
dejó la maleta en el suelo y, sacando la billetera del bolsillo delantero de su
vestido, la abrió con manos temblorosas. Dentro había tres dólares y quince
centavos. Tendría que subirse a un tren de carga o algo así.
De súbito, allí, sola, en medio de la noche y en esa calle vacía, se dio
cuenta de que no sabía cómo hacerlo. Es fácil hablar de subirse a un tren de
carga, pero ¿cómo lo hacían realmente los vagabundos o la gente? Estaba a
tres manzanas de la estación y empezó a caminar despacio hacia ella. La
estación se hallaba cerrada, dio un rodeo y luego se quedó mirando el andén
largo y vacío a la pálida luz de los faroles. Contempló las máquinas de Chiclet
arrimadas a la pared de la estación, los trozos de papel, los envoltorios de
goma de mascar y de caramelos. Los rieles resplandecían plateados y nítidos,
y a lo lejos se divisaban algunos vagones de carga estacionados en un desvío.
Pero no estaban enganchados a ninguna locomotora. El tren no llegaría hasta
las dos de la madrugada; ¿podría ella trepar a un vagón, tal como había leído,
y escapar? A cierta distancia, sobre las vías, brillaba un farol rojo, y contra
aquella luz vio a un empleado del ferrocarril que se acercaba lentamente. No
podía seguir dando vueltas hasta las dos. Sin embargo, mientras se alejaba de
la estación con un hombro caído por el peso de la maleta, no sabía adónde
dirigirse.
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Era un domingo por la noche y las calles se veían solitarias y sin vida. Las
luces de neón rojas y verdes de los anuncios se mezclaban con las de los
faroles y formaban una cálida y descolorida niebla que se cernía sobre el
pueblo. Pero arriba el cielo era negro y sin estrellas. Un hombre con el
sombrero ladeado se sacó el cigarrillo de la boca y se volvió para mirarla
detenidamente cuando ella pasó por su lado. No podía deambular por los
alrededores del pueblo como lo estaba haciendo, porque seguramente su padre
ya la estaría buscando. En el callejón detrás de Finny’s Place dejó la maleta
en el suelo y se sentó en ella. Solo entonces cayó en la cuenta de que todavía
llevaba la pistola en la mano izquierda. Había estado dando vueltas por ahí
con la pistola en la mano. Creyó que se había vuelto loca. Ella había dicho
que se pegaría un tiro si su hermano y su novia no la llevaban con ellos.
Apuntó la pistola a la sien y la sostuvo en esa posición durante uno o dos
minutos. Si apretaba el gatillo moriría —y la muerte era oscuridad, nada más
que una simple y espantosa oscuridad que se prolongaba sin término hasta el
fin del universo—. Cuando bajó el arma tuvo que reconocer que había
cambiado de idea. Metió la pistola en la maleta.
El callejón estaba oscuro y olía a cubos de basura. Era el mismo callejón
en que a Lon Baker le habían cortado la garganta aquella tarde de primavera,
dejándole el cuello abierto como una sangrienta boca que no paraba de hablar
bajo el ardiente sol. Fue allí donde mataron a Lon Baker. ¿Y habría ella
matado al soldado cuando le descalabró con el jarro de agua? Sentía miedo en
aquel oscuro callejón y los pensamientos bullían en su mente. ¡Si por lo
menos estuviese alguien con ella! ¡Si al menos pudiera ir a casa de Honey
Brown y entonces huir los dos juntos! Pero Honey había ido a Forks Falls y
no regresaría hasta el día siguiente. ¡O si pudiera encontrar al mono y al
hombre del mono, y unirse a ellos para desaparecer! Oyó un rumor de huida
precipitada y tembló de espanto. Un gato había saltado sobre un cubo de
basura y, en la oscuridad, su silueta se recortaba contra la luz al fondo del
callejón. Ella susurró: ¡Charles!, y luego, ¡Charlina! Pero no era su gato persa
y cuando ella se acercó al cubo dando traspiés, el gato saltó y huyó.
Ya no soportaba más aquel agrio y oscuro callejón, y llevando la maleta
hacia la luz, se detuvo cerca de la acera aunque todavía al resguardo de la
sombra de una pared. ¡Si por lo menos hubiese alguien que le dijera lo que
tenía que hacer, adónde dirigirse, y cómo llegar allí!
Las predicciones de Big Mama se habían cumplido —lo del viaje, la
partida y el regreso, y hasta las balas de algodón, porque cuando volvían de
Winter Hill en el autobús pasaron junto a un camión cargado de ellas. Y ahí,
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en la billetera de su padre, estaba el dinero—. Por lo tanto, ya había vivido
todo el porvenir previsto por Big Mama. ¿Debía ir a la casa de Sugarville a
decirle que ya había consumido todo su futuro y preguntarle qué podía hacer
ahora?
Más allá de las sombras del callejón, con su parpadeante anuncio de
Coca-Cola en la esquina siguiente, la lóbrega calle parecía esperar; y una
dama, que se paseaba de arriba abajo a la luz del farol, también daba la
impresión de estar a la expectativa. Un coche, un coche largo y cerrado que
tal vez fuera un Packard, se acercó despacio por la calle, y por la forma de
pegarse al bordillo de la acera le recordó un coche de delincuentes, así que se
encogió y se ciñó más a la pared. Entonces, vio a dos personas que venían por
la acera de enfrente, y una sensación semejante a una súbita llamarada brotó
dentro de ella; por una fracción de segundo creyó que su hermano y su novia
habían venido en su busca y ahora estaban allí. Pero la sensación se
desvaneció al instante, y solo vio pasar una pareja de desconocidos que
transitaban por aquella calle. Sentía un vacío en el pecho, y en el fondo de ese
vacío un gran peso le oprimía y le lastimaba el estómago hasta hacerla
sentirse enferma. Se dijo que tenía que entrar en acción, mover los pies y
escapar. Pero seguía allí, con los ojos cerrados y la cabeza recostada contra la
tibia pared de ladrillos.
Era pasada la medianoche cuando abandonó el callejón; había llegado a
ese punto en que cualquier idea repentina le parecía buena. Se había aferrado
primero a una decisión y luego a otra. Hacer autostop hasta Forks Falls y
buscar a Honey; o ponerle un telegrama a Evelyn Owen para que la esperase
en Atlanta; e incluso volver a casa en busca de John Henry, para que al menos
alguien le hiciera compañía y no tuviera que enfrentarse sola con el mundo.
Pero siempre había una objeción para cada una de esas ideas.
Entonces, de golpe, en aquella maraña de imposibilidades, surgió la
imagen del soldado. Y esta vez no fue un pensamiento incidental; se quedó
ahí atascado y no se marchó. Se preguntó si debía ir al Blue Moon y averiguar
si lo había matado antes de marcharse para siempre del pueblo. La
determinación, una vez adoptada, le pareció buena, y comenzó a caminar
hacia Front Avenue. Si no lo había matado, ¿qué diría al encontrarlo? No
supo cómo se le ocurrió la siguiente idea, pero de pronto le pareció que de
una vez por todas debía pedirle al soldado que se casara con ella, y entonces
los dos podrían marcharse juntos. Antes de volverse loco había sido un
poquito amable. Y como era una ocurrencia nueva y repentina le pareció
además razonable. Recordó una parte de la lectura de su porvenir que había
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olvidado: se casaría con un hombre de cabello claro y ojos azules. El hecho de
que el soldado tuviese el pelo rojo y ojos azules era una prueba de que eso era
lo que le correspondía hacer.
Apretó el paso. La noche anterior parecía haber transcurrido hacía tanto
tiempo que el soldado se había desdibujado en su memoria. Pero recordó el
silencio en la habitación del hotel; y de golpe una agria disputa en la
habitación que daba a la calle; recordó el silencio y la repugnante
conversación detrás del garaje. Y estos recuerdos dispares se unieron en la
oscuridad de su mente, y como cuando los reflectores giran y se encuentran
con un avión en el cielo nocturno, en un fogonazo lo entendió todo. No le
quedó sino una sensación de fría sorpresa. Se detuvo un instante y luego
siguió su marcha hacia el Blue Moon. Las tiendas estaban oscuras y cerradas;
la casa de empeños, con barras de acero puestas en cruz, a prueba de ladrones;
y no había más luces que las de las escaleras de los edificios, y la mancha
verdosa de la luz del Blue Moon. En uno de los pisos de arriba se oían voces
que reñían, y también el ruido de las pisadas de dos hombres que
desaparecieron calle abajo. Ya no pensaba en el soldado. El descubrimiento
de un minuto antes lo había alejado de su mente. Solo sabía que tenía que
encontrar a alguien, alguien a quien poder unirse y marcharse. Porque ahora
ella reconocía que tenía demasiado miedo para enfrentarse sola con el mundo.
No se marchó esa noche del pueblo; la Ley la sorprendió esa noche en el
Blue Moon. El agente Wylie estaba allí cuando ella cruzó el umbral, aunque
no lo vio hasta haberse acomodado en la mesa junto a la ventana y dejado la
maleta a su lado en el suelo. Un blue cursi sonaba en el tocadiscos, y el
portugués dueño del local, de pie y con los ojos cerrados, tecleaba con los
dedos el ritmo de la melancólica tonada sobre el mostrador, como si fuera un
piano. Había solo un puñado de personas en una de las mesas del rincón y la
luz azul daba al lugar un aspecto submarino. Ella no vio a la Ley hasta que
estuvo de pie al lado de su mesa; y cuando alzó los ojos, su corazón asustado
dio un brinco y luego dejó de latir.
—Tú eres la hija de Royal Addams —dijo la Ley; y ella hizo un gesto
afirmativo con la cabeza—. Voy a telefonear a la Jefatura para decir que has
sido encontrada. Quédate aquí y no te muevas.
La Ley se dirigió a la cabina telefónica. Estaba llamando a la Negra María
para que la vinieran a buscar y la metieran en prisión; pero ya no le
importaba. Era muy probable que hubiese matado a aquel soldado y le habían
estado siguiendo la pista y buscándola por todo el pueblo. O tal vez la Ley se
había enterado de lo del cuchillo de triple hoja que robó en Sears y Roebuck.
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No estaba claro el motivo por el cual la habían capturado, y los crímenes de la
larga primavera y el loco verano se fundieron en una sola culpa que se sentía
incapaz de analizar. Era como si las cosas que había hecho, los pecados
cometidos, hubiesen sido obra de otra persona —de algún desconocido, hacía
mucho tiempo—. Se sentó muy quieta, las piernas fuertemente unidas y las
manos sobre el regazo. La Ley permaneció mucho tiempo al teléfono, y
mientras ella miraba fijamente hacia adelante, observó a dos figuras que
salían de un reservado y se ponían a bailar muy juntas. Un soldado entró al
café cerrando de golpe la puerta de tela metálica y, solo entonces, aquella
lejana desconocida que había en ella lo reconoció; cuando él hubo
desaparecido por la escalera, pensó despacio y fríamente que esa rizada
cabeza pelirroja debía ser de cemento. Luego su mente volvió a concentrarse
en la cárcel, los guisantes, el pan de maíz, las ventanas con barrotes de hierro.
La Ley regresó del teléfono, se sentó frente a ella y dijo:
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
La Ley impresionaba con su uniforme azul de policía y, una vez arrestada,
era una mala política mentir o bromear. Tenía un rostro enérgico, una frente
estrecha y orejas desiguales —una oreja era más grande que la otra, y como
desgarrada—. Mientras él la interrogaba no la miraba a la cara, sino por
encima de su cabeza.
—¿Qué hago aquí? —repitió. Se había olvidado de todo, de todo; y dijo la
verdad cuando respondió—: No sé.
La voz de la Ley parecía venir desde muy lejos, como una pregunta hecha
a través de un largo corredor.
—¿Adónde te dirigías?
El mundo quedaba ahora tan lejos que Frances ya no podía pensar en él.
No veía la tierra como en los viejos tiempos, agrietada y girando a la deriva, a
mil millas por hora; la veía gigantesca, inmóvil y plana. Entre ella misma y
todo lo que la rodeaba había un espacio semejante a un enorme cañón que no
tenía esperanzas de sortear o cruzar. Los proyectos para el cine o la Infantería
de Marina eran solo sueños infantiles que jamás cuajarían, por lo que tuvo
cuidado al responder. Mencionó el lugar más pequeño y feo que conocía,
porque fugarse allí parecía menos malo.
—Flowering Branch.
—Tu padre llamó a la jefatura y dijo que habías dejado una carta en que
comunicabas tu decisión de huir. Le hemos localizado en la estación de
autobús y estará aquí dentro de un minuto para llevarte a casa.
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Su padre había azuzado a la Ley para que saliera en su busca, pero no la
llevarían a prisión. En cierta forma lo lamentaba. Era mejor estar en una
cárcel donde pueden golpearse los muros que en una cárcel invisible. El
mundo estaba muy lejos, y ya no había forma de ser incluida en él. Volvió a
sentir los temores del verano, la vieja aprensión de que el mundo estaba
separado de ella. El fracaso de la boda había hecho que el miedo se
convirtiese en terror. Ayer tan solo, sentía que cada persona que veía se
hallaba en cierto modo conectada con ella, y que ambos se reconocían de
inmediato. Frances observaba al portugués que todavía simulaba tocar el
piano sobre el mostrador siguiendo la melodía del tocadiscos. Se balanceaba
al tocar y sus dedos se deslizaban de un extremo a otro del mostrador, con tal
ímpetu que un hombre instalado en uno de los extremos tuvo que proteger su
vaso con la mano. Cuando la melodía terminó, el portugués cruzó los brazos
sobre el pecho; Frances entrecerró los ojos y agudizó la mirada para conseguir
que se fijara en ella. Él había sido la primera persona con la que había
hablado de la boda el día anterior, pero cuando recorrió el lugar con su mirada
de dueño, y la observó con aire indiferente, en aquellos ojos no había el
menor atisbo de reconocimiento. Ella volvió la vista hacia las otras personas
que estaban allí, y con todas pasaba lo mismo, eran unos desconocidos. Bajo
la luz azul se sintió extraña, como alguien que se estuviera ahogando. Por
último, miró a la Ley fijamente a los ojos y esta le devolvió la mirada. La Ley
la contempló con ojos de muñeca de porcelana china, y en ellos solo vio el
reflejo de su propio rostro desolado.
Se oyó el golpe de la puerta de tela metálica y la Ley dijo:
—Aquí viene tu papaíto para llevarte a casa.
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serían trasladados a la mañana siguiente. Era la primera vez en mucho tiempo
que Frances pasaba una tarde en la cocina sola con Berenice. No era la misma
cocina del verano que ahora parecía tan lejos. Los dibujos a lápiz habían
desaparecido bajo una capa de cal, y un nuevo linóleo cubría el suelo
astillado. Hasta la mesa había sido cambiada de sitio y arrimada contra la
pared, porque ahora no había nadie que comiera con Berenice.
La cocina, renovada y casi moderna, no tenía nada que hiciera recordar a
John Henry West. Pero, no obstante, había momentos en que Frances sentía
su presencia, solemne, revoloteante, gris y espectral. Y entonces se hacía
aquel silencio —un silencio estremecido por palabras no pronunciadas—. El
mismo silencio que sobrevivía cuando se mencionaba o se pensaba en Honey,
porque Honey estaba ahora en la cárcel cumpliendo una condena de ocho
años. Y el silencio se hizo esa tarde de fines de noviembre cuando Frances
preparaba los bocadillos, dándoles formas caprichosas con el cuchillo y
pasando muchos trabajos, porque Mary Littlejohn vendría a las cinco.
Frances lanzó una mirada a Berenice, que estaba sin hacer nada, llevando
un viejo y deshilachado jersey, con sus brazos inmóviles colgando a ambos
lados de la silla. Tenía en el regazo la delgada, pequeña y manoseada piel de
zorro que Ludie le había regalado hacía muchos años. La piel era pegajosa y
la carita pequeña y angulosa tenía una expresión astuta y triste. El fuego rojo
de la estufa teñía la habitación de luces y sombras oscilantes.
—Michelangelo me entusiasma —dijo.
Mary venía a las cinco a cenar, y a pasar la noche, porque a la mañana
siguiente irían en el camión de la mudanza a la nueva casa. Mary
coleccionaba reproducciones de los grandes maestros y las pegaba en un
álbum de arte. Leían juntas a poetas como Tennyson, y Mary iba a ser una
gran pintora y Frances una gran poetisa —o bien la máxima autoridad en
radar—. El señor Littlejohn había estado relacionado con una compañía de
tractores, y antes de la guerra los Littlejohn habían vivido en el extranjero.
Cuando Frances tuviera dieciséis y Mary dieciocho años, irían juntas a
recorrer el mundo. Frances puso los bocadillos en un plato, con ocho
chocolates y algunas nueces saladas; este iba a ser el festín que se darían en la
cama a medianoche.
—Te dije que íbamos a recorrer el mundo juntas.
—Mary Littlejohn —dijo Berenice, marcando las palabras—. Mary
Littlejohn.
Berenice no podía apreciar a Michelangelo, o la poesía, y menos aún a
Mary Littlejohn. Al principio discutieron sobre el asunto. Berenice dijo que
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Mary era blanca como un merengue y una pelmaza; Frances la defendió a
brazo partido. Mary llevaba trenzas largas en las que casi se podía sentar,
trenzas de un tono entre amarillo maíz y castaño, sujetas en la punta con
bandas elásticas y a veces con una cinta. Tenía ojos marrones, pestañas
amarillas, y los dedos de sus manos regordetas estaban rematados por
diminutas masitas sonrosadas de carne, debido a que Mary se comía las uñas.
Los Littlejohn eran católicos y en este punto Berenice era intransigente. Decía
que los católicos adoraban imágenes de yeso y querían que el Papa gobernara
el mundo. Pero para Frances esta diferencia era el último toque de misterio y
temor reverencial que completaba el milagro de su amor.
—Es inútil que hablemos de cierta persona. Tú jamás podrías entenderla.
Te resulta imposible. —En otra ocasión le había dicho eso a Berenice, y por
la manera en que sus ojos se tornaron súbitamente inexpresivos, se dio cuenta
de que sus palabras la habían herido. Y ahora las repitió, molesta por la
intención con que Berenice había pronunciado su nombre, pero se arrepintió
en seguida—. De todos modos considero un honor, el más grande de mi vida,
que Mary me haya escogido como su más íntima amiga. ¡A mí! ¡Entre todos!
—¿He hablado alguna vez mal de ella? —dijo Berenice—. Solo dije que
me ponía nerviosa verla sentada ahí chupándose las coletas.
—¡Trenzas!
Una bandada de gansos salvajes pasó volando por encima del patio, y
Frances se acercó a la ventana. Esa mañana había caído escarcha, cubriendo
de plata la hierba reseca, los tejados de las casas vecinas, y las delicadas y
purpúreas hojas del emparrado. Cuando se apartó de la ventana sintió otra vez
el silencio en la habitación. Berenice se había sentado con la espalda
encorvada, el codo sobre la rodilla, la frente apoyada en una mano y mirando
fijamente con su ojo moteado el cubo del carbón.
Los cambios llegaron todos al mismo tiempo, a mediados del mes de
octubre. Frances había conocido a Mary en una rifa dos semanas antes. Era la
época en que innumerables mariposas blancas y amarillas bailaban entre las
últimas flores otoñales; y era también la época de la feria. Primero fue Honey.
Una noche se volvió loco a causa de un cigarrillo de marihuana, un porro, o
algo llamado «nieve», y forzó la puerta de la farmacia del blanco que la
vendía, desesperado por conseguir más. Lo encerraron en la cárcel, y mientras
esperaban el juicio, Berenice iba de un lado a otro, solicitando dinero,
visitando al abogado, y tratando de que la dejaran entrar a verlo en la cárcel.
Regresó al tercer día agotada y con su ojo brillante y encendido como un
coágulo. Dijo que tenía dolor de cabeza, y John Henry West reclinó la suya
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sobre la mesa declarando que también le dolía. Pero nadie le prestó atención;
pensaron que lo hacía por imitar a Berenice.
—¡Vete! —le dijo ella—. No tengo paciencia para bregar contigo.
Aquellas fueron las últimas palabras dirigidas a él en la cocina y, más
tarde, Berenice las recordaba pensando que el juicio de Dios se cernía sobre
ella. John Henry tenía meningitis y diez días después estaba muerto. Hasta
que todo acabó, Frances nunca creyó ni por un minuto que pudiera morir. Era
la estación dorada de las margaritas y de las mariposas. El aire estaba frío, y
día tras día el cielo se teñía de un tono verde-azul, claro y luminoso, el color
de una ola poco profunda.
A Frances no le permitieron visitar a John Henry, pero Berenice ayudó a
la enfermera todos los días. Ella llegaba hacia el anochecer, y las cosas que
decía con su voz cascada hacían parecer a John Henry West un ser irreal. «No
sé por qué tiene que sufrir tanto», decía Berenice. Pero la palabra sufrir era
una de las que Frances no podía asociar con John Henry, una palabra ante la
cual se encogía como ante un desconocido y oscuro abismo en el corazón.
Era la época de la feria, había un gran cartel que formaba un arco sobre la
calle mayor y durante seis días con sus noches se celebró la feria en los
terrenos del parque de atracciones. Frances fue dos veces, las dos veces con
Mary, y disfrutaron de casi todos los juegos, aunque no entraron al pabellón
de los fenómenos, porque la señora Littlejohn dijo que era un espectáculo
morboso. Frances le compró a John Henry un bastón y le envió la alfombra
que ganó jugando a la lotería. Pero Berenice comentó que él ya estaba más
allá de todo eso, y sus palabras sonaron misteriosas e irreales. A medida que
transcurrían aquellos días espléndidos, las palabras de Berenice se fueron
tornando cada vez más terribles, y Frances las escuchaba transida de horror,
aunque una parte de ella no podía creerlas. John Henry había estado gritando
durante tres días, con los ojos hundidos bajo los párpados abiertos, inmóviles
y ciegos. Por último se quedó así, con la cabeza torcida y el cuello arqueado,
sin fuerzas ya para gritar. Murió el martes siguiente después de acabada la
feria, una mañana en que había más mariposas y el cielo estaba más diáfano
que nunca.
Entretanto Berenice consiguió un abogado y pudo visitar a Honey en la
cárcel. «No sé lo que he hecho —repetía—. Primero Honey se mete en un lío
y ahora John Henry». Aún había una parte de Frances que permanecía
incrédula. Pero el día en que iban a llevarlo a Opelika, al cementerio donde
estaban enterrados los muertos de la familia —el mismo lugar donde
enterraron a tío Charles—, y ella vio el ataúd, comprendió que era cierto. Se
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le apareció una o dos veces en sus pesadillas, como un maniquí de niño salido
del escaparate de unos grandes almacenes, con sus rígidas piernas de cera,
que solo tenían movimiento en las junturas, con su cara de cera marchita y
vagamente coloreada, y entonces lo veía venir hacia ella y se despertaba
muerta de terror. Pero tuvo estos sueños solo una o dos veces; ahora llenaban
sus días el radar, la escuela, y Mary Littlejohn. Recordaba a John Henry como
era antes, y rara vez sentía su presencia —solemne, revoloteante, gris y
espectral—. Solo a veces, a la hora del crepúsculo o cuando aquel silencio
peculiar entraba en la habitación.
—Pasé por la tienda para hablar con papá respecto a la escuela y tenía una
carta de Jarvis. Está en Luxemburgo —dijo Frances—. Luxemburgo. ¿No
crees que es un nombre muy bonito?
Berenice se animó.
—Bueno, criatura, me recuerda el nombre de un jabón. Pero es bonito.
—En la nueva casa hay sótano y un lavadero —añadió Frances después de
un momento—. Es probable que pasemos por Luxemburgo cuando demos la
vuelta al mundo.
Frances retornó a la ventana. Eran casi las cinco y en el cielo ya no había
aquella luz color geranio. En el horizonte los últimos y pálidos colores
parecían densos y fríos. Como en invierno, la oscuridad vendría demasiado
pronto.
—Me entusiasma…
Pero la frase quedó inconclusa y el silencio roto. Con un súbito
estremecimiento de felicidad oyó que sonaba el timbre de la puerta.
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CARSON McCULLERS nació en Columbia, Georgia, en 1917. De origen
irlandés, su verdadero nombre era Lila Carson Smith. Desde pequeña se
apasionó por la música y su mayor deseo era convertirse en concertista de
piano. A los 17 años abandonó el sur, estableciéndose en Nueva York.
Trabajó como recepcionista, redactora en un periódico y pianista en orquestas
de segunda categoría. Tenía 24 años cuando apareció su primera novela, El
corazón es un cazador solitario, que obtuvo un resonante éxito de crítica y
permitió a su autora obtener una beca Guggenheim. Terminada la guerra se
trasladó a Francia donde se casó con un oficial americano. Sus frecuentes
depresiones la condujeron al alcoholismo y, de regreso a América, se instaló,
aislada del mundo, en un gran caserón del pueblo de Nyack, en el estado de
Nueva York. Allí murió en 1968, tras pasar casi diez años inmovilizada por
una parálisis progresiva.
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Notas
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[1] Winter Hill significa: colina del invierno. (N. del T.). <<
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