Fanhunter-Las-Montanas-De-La-Locura 2

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Ilustración de cubierta: Àlex Santaló y Cels Piñol

Revisión: Idoia Irazuzta

Diseño: David Carro

Conversión a formato digital: Esdecómic Digital

La reproducción del texto de Las Montañas de la Locura de H. P. Lovecraft se ha realizado con


el permiso de Alianza Editorial. Pertenecen al libro del mismo título publicado en 1985, 3ª
edición. Traducción de Fernando Calleja. Gracias a Pilar Juanas. Gracias también a Elisabeth
Atkins y Joshua Bilmes.

Y muchas gracias a Alejandro Martínez Viturtia. Ahí tienes tu dreadnought.

FANHUNTER: LAS MONTAÑAS DE LA LOCURA. ELECTRIC


BOOGALOO. Edición Extendida

© 2014 Cels Piñol.


Fanhunter es © y ® 2014 Cels Piñol. Todos los derechos reservados.
ISBN: 978-84-938209-5-4
Depósito Legal: B-6752-2014

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A Gloria, Natalia y Claudia.

A Joan Antoni Martín Piñol.

A Carmen y Paco de Antifaz Cómics.


“No teníamos puesta la música porque la Bestia Rodante carece de radio, y eso
me estaba matando. Sabe Dios cómo conseguía mantener la gente su cordura antes
del rock and roll”.
(Patrick Kenzie. Un trago antes de la guerra. Dennis Lehane)

“No lo entiende. No puede. Ustedes y los alemanes tienen sus supersoldados, sus
armas secretas… Pero los rusos solo tenemos nuestro invierno”.
(Vasily Karpov. Capitán América nº 5 -2005-. Ed Brubaker)

“Cal Napalm”.
(Patrick Bolañyos @i2ufo)
PREVIOUSLY...

***ALERTA SPOILER***
Nota de la Unidad de Cazafantasmas de la Sociedad de
Naciones.

Si no has leído el relato En las Montañas de la Locura de H. P.


Lovecraft, te recomendamos que no mires las dos siguientes
páginas porque contienen el final del relato. Pasa directamente
a la página 15. Nuestra narración empieza cinco segundos
después del punto donde la dejó H. P. Lovecraft.

Pero tranquilo porque este libro puede leerse de forma


independiente.

De todas formas, te recomendamos la lectura del clásico de


Lovecraft, siempre bajo tu propia responsabilidad y según los
puntos de cordura de que dispongas.

Para la correcta comprensión de esta obra aconsejamos que el lector crea,


como mínimo en parte, en la existencia de vampiros, hombres lobo,
zombis, deidades primigenias, viajes por el espacio, fanpiros, monstruos
marinos y bestias abisales, clonación, fantasmas, animales mitológicos, vida
en otros planetas, OVNIS, telepatía, proyección astral, telequinesia,
clarividencia, fotografías astrales, médiums, el monstruo del lago Ness, la
teoría de la Atlántida, exorcismos, casas encantadas, poltergeist,
teletransporte, los Mitos de Cthulhu y demás actividad parachunga.
En las Montañas de la Locura. H. P. Lovecraft 143

[…] convenido en que había ciertas cosas que el público no


debía saber ni comentar a la ligera, y no hablaría ahora de ellas
si no fuera por la necesidad de hacer abortar la expedición de
Starkweather-Moore y otras expediciones, cueste lo que cueste.
Es absolutamente necesario para la paz y la seguridad de la
Humanidad que algunos rincones oscuros y muertos, algunas
profundidades insondables de la Tierra, no sean perturbados,
no sea que ciertas adormecidas anomalías recobren vida activa
y ciertas obscenas supervivencias salgan reptando de sus oscuras
guaridas para lanzarse a nuevas y mayores conquistas. Todo
cuanto Danforth ha insinuado es que aquel horror final no fue
sino un espejismo. Dice que nada tuvo que ver con los cubos y
carenas de aquellas montañas horadadas por innumerables
oquedades hechas como por gusanos, de aquellas montañas de
la locura, plagadas de ecos y vapores, que habíamos cruzado,
sino que fue un atisbo diabólico y único de lo que había
allende aquellas otras montañas del oeste, de color violeta y
coronadas por bullentes nubes, montañas que los Primordiales
habían rehuido y temido. Es muy probable que todo ello fuera
una pura ilusión nacida de la tensión que habíamos padecido y
del espejismo producido el día anterior cerca del campamento
de Lake, cuando vimos, sin poder reconocerla, la ciudad
muerta del otro lado de la cordillera, pero para Danforth fue
tan real que todavía padece su influencia.
En raros momentos musita frases incoherentes y carentes de
sentido relativas a la «sima negra», «el borde tallado», «los
protoshoggoths», «los cuerpos sólidos sin ventanas y de cinco
dimensiones», «el cilindro sin nombre», «el Faros anterior»,
«Yog-sothoth», «la primigenia gelatina blanca», «el color llegado
del espacio», «las alas», «los ojos de la oscuridad», «la escala
lunar», «lo original, lo eterno, lo inmortal», y otras extrañas
concepciones, pero cuando recobra por completo el dominio
de sí mismo, lo niega todo achacándolo a sus extrañas y
macabras lecturas de años anteriores. Danforth es,
efectivamente, uno de los pocos que se han atrevido a leer, de la
primera a la última, las páginas carcomidas del ejemplar de
Necronomicón que se guarda bajo llave en la biblioteca de la
Universidad. A gran altura, cuando cruzamos la cordillera, el
cielo se mostraba indudablemente corrompido por extraños
vapores y enormemente perturbado, y, aunque no vi bien el
cenit, puedo imaginar que los remolinos de polvo de hielo
pudieron llegar a adoptar extrañas formas. La imaginación,
sabedora de lo vivamente que las escenas distantes pueden
reflejarse, refractarse y ampliarse a veces en tales capas de
alborotadoras nubes, bien pudo hacer el resto, y naturalmente,
Danforth no insinuó ninguno de estos horrores concretos hasta
después de que su memoria pudo inspirarse en pasadas
lecturas. No es posible que le fuera dado ver tantas cosas con
tan solo una fugaz ojeada.
Por entonces todos sus desvaríos no pasaban de repetir una
palabra única e insensata, de origen más que evidente: «Tekeli-
li, Tekeli-li»
“Si te bloqueas al escribir una historia de detectives, ante la duda,
haz que entre un hombre por la puerta con una pistola en la
mano”.
(Raymond Chandler).
Cinco segundos después…
Boston, 1934.

UN HOMBRE entra por la puerta con una pistola en la mano. Cruza el umbral
y se dirige hacia mí como si conociera perfectamente la distribución del piso.
Son ellos, me han encontrado. No he sido discreto. Demasiadas cartas a los
periódicos e intervenciones en las emisoras de radio. Era cuestión de tiempo.
Han decidido silenciarme.
Cierro la carpeta con el manuscrito en su interior y coloco las manos sobre
la mesa, a la vista. El tamaño del intruso me disuade de intentar escapar. Saltar
por la ventana sería melodramático. Además, es lo que ellos quieren, lo sé:
hacerme desaparecer.
El gigante parece salido de un folletín de Dick Tracy. Abrigo largo gris,
sombrero de ala corta, zapatos baratos, pistola amartillada. Lo que me
desconcierta es la tonalidad blanquecina de su piel, lechosa, enfermiza, de
mármol. Y sus ojos. Ojos negros de tiburón, opacos, sin vida.
Por un momento guardo la esperanza de que algún vecino llame a la policía;
pero no creo que lo hagan. Me he comportado de forma errática durante
meses, los he despertado a altas horas de la noche con mis gritos de terror, los
he importunado en la escalera para preguntarles si escuchaban los mismo
ruidos que yo en el sótano, detrás de las paredes, dentro de la chimenea; los he
asaltado para comprobar si el olor de pescado provenía de sus bolsas de la
compra… o emanaba de ellos.
Si desapareciera ahora mismo, estoy seguro de que celebrarían una fiesta.
Quizá hayan sido ellos los que me han delatado.
—¿Señor Dyer? —pregunta el hombre con acento francés.
—Sí.
—¿William Dyer?
—A ver, ¿habría destrozado la puerta de una patada si no estuviera seguro
de que soy la persona que busca?
El matón de piel lechosa duda un par de segundos, como si le costara
entender lo que he dicho. Sus pupilas negras enormes se desplazan
nerviosamente de izquierda a derecha. Luego me apunta directamente a la
cabeza. Sus manos también son blancas, salpicadas de venas rojizas.
—No se mueva. Alguien quiere hablar con usted.
Si todo esto lo ha organizado el presidente de la comunidad de vecinos para
que me mude de casa, juro que le haré tragar ese fonógrafo que usa para
torturar a todo el segundo piso con los chillidos de Edith Piaf los domingos
por la mañana.
El matón se coloca a mi espalda. Chasquea los dedos. Otro tipo de similar
estatura, ropa, aspecto físico y color de piel entra por la puerta de casa.
Similar, no.
¡Idéntico!
A su estela aparece un hombre delgado, elegante, gabardina, traje, perilla,
pelo corto canoso, aristocrático, imponente. Se apoya en un bastón con
empuñadura en forma de águila. Cojea. Es él. Le reconozco.
El recién llegado se detiene delante de mi mesa y extrae una libreta de notas
del bolsillo de su gabardina. La abre y lee.
—William Dyer. Profesor de Geología en la Universidad de Miskatonic.
Uno de los dos supervivientes de la avanzadilla de la Expedición Pabodie que se
internó en los hielos de la Antártida entre los años 1930 y 1931. Desde
entonces, detenido dos veces por intento de sabotaje a los miembros y
equipamientos de la Expedición Starkweather-Moore. Comportamiento
errático, pa-ranoico, esquizoide y demás patologías causadas por la terrible
experiencia vivida en su periplo antártico.
—Veo que se ha documentado sobre mí. Yo también lo sé todo sobre usted,
al menos lo que dicen los periódicos. Alejo Crow: millonario, filántropo,
científico, playboy y último descendiente de un extenso linaje de
emprendedores que se remonta a la época dorada de los fenicios.
Alejo se sienta con dificultad en una silla que le aproxima sumisamente uno
de sus… ¿guardaespaldas?
—Siento mucho que hayamos irrumpido de esta forma en su casa, pero
sabemos que no nos habría abierto por voluntad propia. Me solidarizo con su
estado. A lo largo de mi vida también he presenciado cosas que han puesto en
peligro mi salud mental.
—No estoy loco. Intento prevenir a la humanidad de la existencia de un
horror abominable y preternatural que va más allá de la comprensión de
cualquier persona.
Alejo Crow me mira fijamente. Asiente con la cabeza.
—Lo sé, le creo. Aunque cuesta tomarlo en serio cuando le detienen en el
zoológico de Boston a la tantas de la madrugada en el recinto de los pingüinos,
hablando con ellos.
—¿Me… cree? ¿De verdad?
—En efecto. He venido aquí a proponerle que me ayude. Su experiencia
traumática, el haber sido testigo de lo que se esconde en los hielos antárticos,
puede servirme de mucha ayuda. Quiero que me acompañe en una expedición
que estoy organizando, financiada por mí con la ayuda de una empresa
asociada, la Corporación Yutani, que estudiará el rastro de una civilización
perdida hace eones y que ustedes, por casualidad y para su desgracia,
encontraron en una parte del mundo que todavía no habíamos rastreado.
Estudio la expresión de Alejo. No me está tomando el pelo.
El muy insensato realmente quiere salir en busca de algo que debería
permanecer enterrado, oculto, dormido, borrado de este mundo, de esta
galaxia.
—Con todos los respetos, señor Crow, no pienso participar en la expedición
Starkweather-Moore… ¡Jamás!
—Yo tampoco.
—¿Disculpe?
—La Expedición Starkweather-Moore está condenada al fracaso. Yo he sido
el primero en reunirme con ellos para disuadirles antes de que sea demasiado
tarde. Las prospecciones geológicas que quieren realizar en el Polo Sur les
costarán la vida. No cuentan con el equipo adecuado ni con personal
cualificado. He intentado que desistan, pero con medios menos traumáticos
que los suyos, señor Dyer.
—Se lo dije a Moore: no estoy fantaseando. Y usted, ¿qué interés tiene por
esas criaturas? ¿Qué sabe acerca de esos seres?
—Lo mismo que usted. Hemos acudido al mismo LIBRO, aunque en
épocas distintas. Y no se trata de mi primer encuentro con “lo desconocido”.
He liderado otras expediciones al Pacífico en busca de ciudades parecidas a la
que usted encontró, aunque con resultados no tan espectaculares. Usted tiene
la llave de algo que llevo buscando desde hace mucho, muchísimo tiempo. ¿Le
importa si fumo?
Empiezo a sentirme incómodo. Es la primera vez desde hace meses que
alguien se presta a mantener una conversación coherente conmigo sobre lo que
ocurrió a la Expedición Pabodie. No solo eso: Alejo Crow, uno de los magnates
de las finanzas más influyentes del planeta, el mismo displicente y disoluto amo
de las fiestas, fotografiado en las más abyectas bacanales de Errol Flynn o Bruce
Wayne, asegura conocer los detalles de una tradición pre-humana que creía
estudiada solo por un grupo de selectos científicos abiertos a aceptar que
fuerzas desconocidas han influido en la historia de la humanidad desde
tiempos inmemoriales.
De todas formas, muchos de esos estudiosos no han vivido lo mismo que
yo. Leer libros prohibidos y explorar ruinas, cartografiar territorios y localizar
tumbas de faraones no tiene nada que ver con enfrentarse en persona a
horrores físicos, repugnantes, abominables llegados de lo más profundo del
espacio.
Empiezo a sudar.
Aunque represente una contradicción, como científico debo recomendar
que cese cualquier intento de contactar, estudiar o dar a conocer semejantes
blasfemias, al menos hasta que la civilización humana haya desarrollado
mecanismos de contención eficaces contra terrores cósmicos como los que le
han costado la cordura al pobre Danforth… y la vida a varios de mis
compañeros de la universidad.
—No puedo acompañarle, señor Crow. Y le aseguro que haré todo lo que
esté en mi mano para impedir que usted o la Expedición Starkweather-Moore
despierten el mal que se esconde tras esas montañas espantosas. Por muy
poderoso que usted sea, tengo información en mi poder que voy a utilizar y
que demostrará a la humanidad la existencia de…
—Le ruego que lo reconsidere. Tarde o temprano, alguien dará con esa
civilización. Lo mejor para todos es que sea yo quien llegue primero.
—No. Va usted a morir de forma horrible. Va a causar la destrucción de
todo lo que conocemos y…
—Señor Dyer, tranquilícese.
—Estoy muy tranquilo. ¡Es usted el que está como un cencerro! ¡No pienso
volver a la Antártida! ¡No voy a colaborar con usted ni con nadie! ¡Vamos a
morir todos!
—Dyer, está perdiendo los estribos. Sé lo que ha escrito. Sé lo que ha
dibujado. Sé lo que ha visto. Y le diré algo más. Sé lo que oye, soy consciente
de lo que le atemoriza cada vez que llega la noche…
—¿Qué… qué dice? ¿Cómo puede…?
—Tekeli-li… Tekeli-li… Ese sonido, señor Dyer.
—¿…?
—No soy un lunático que busca popularidad o ampliar mi colección de
reliquias históricas. Me sorprende tanto como a usted que ciertos horrores
insondables sigan… vivos. Pero también soy el único que puede hacerles frente.
Porque según dice el LIBRO y lo confirman los grabados que usted afirma
haber descubierto y que ha reproducido en esas páginas sobre las que apoya
nerviosamente sus brazos, ellos llegaron hace eones a este mundo. Pero yo soy
quien mejor puede cuidar de este planeta.
—Usted… Usted es un demente…
—Venga conmigo, señor Dyer, y ambos salvaremos el mundo.
—¡NO PIENSO VOLVER A ESE HORRIBLE LUGAR EN EL
MALDITO POLO SUR! ¡Utilizaré todo lo que esté en mis manos para
impedir que culminen sus planes! ¡Hundiré sus barcos, derribaré sus aviones,
dinamitaré su equipo! ¡Hay gente dispuesta a ayudarme! ¡Nadie pisará esa zona
de la Antártida hasta que aprendamos a defendernos de esas blasfemias
reptantes!

Lo último que recuerdo antes de que me golpearan en la cabeza y perdiera el


conocimiento es la imagen de Alejo Crow levantándose de la silla, apoyado con
las dos manos sobre su bastón, sonriendo y exhalando el humo del cigarrillo
ante su cara hasta hacerla desaparecer.
—Nadie ha hablado de ir a la Antártida, señor Dyer.
INTRODUCCIÓN I
Barcelona, 12 de diciembre de 1904.

UNA MULTITUD se congrega a las puertas de la librería Gigamesh.


Ordenadamente, docenas de lectores esperan a que la tienda abra sus puertas a
las cinco de la tarde. Muchos de ellos llevan en bolsas, maletas, cestos, incluso
en los bolsillos, ejemplares de la obra del escritor Julio Verne. Comentan entre
ellos sus experiencias como lectores y se turnan para tomar un café o ir al
servicio.
El autor de La vuelta al mundo en 80 días o 20.000 leguas de viaje submarino
ha venido a la ciudad invitado por el dueño de la librería, el editor Alejo Crow,
para presentar una edición de lujo ilustrada, corregida y aumentada de La
esfinge de los hielos.
Alejo Crow es un empresario textil afincado en Terrassa que, no contento
con amasar una gran fortuna mediante la gestión de una cadena de boutiques
de ropa a bajo precio, dedica parte de su tiempo al mundo de la cultura,
concretamente a la literatura de anticipación, de la que se considera un
acérrimo seguidor.
Alejo se ha hecho famoso en toda Europa y parte de América al editar una
popularísima obra por entregas ambientada en un mundo medieval-fantástico,
La Danza de los Dragones de Hierro, escrita por uno de los primeros “catalanes
universales” en el campo de la prosa épico-decadente, el escritor J. R. R.
Martín Piñol.
Poco antes de que se permita el acceso al impaciente público (algunos de
ellos llevan acampados ante la puerta desde la noche anterior), Julio Verne ha
concedido una charla privada a un selecto grupo de invitados: ha debatido
sobre política con Francesc Cambó; el presidente del Fútbol Club Barcelona,
Arthur Witty, le ha hecho entrega de una camiseta del equipo con su nombre
cosido sobre el número 80 (el día anterior, Verne asistió en tribuna al partido
entre el Fútbol Club X y el Barça, resultado 0-1, donde protagonizó el saque de
honor); ha recibido de manos de Aureli Capmany un ejemplar del primer
número de la revista En Patufet; y ha firmado ejemplares de sus libros a
personalidades de todo tipo.
Los empleados arreglan las estanterías repletas de libros de género.
Gigamesh es la única librería de todo el continente que se especializa en
aventura, fantasía, misterio, terror y ficción especulativa. Su catálogo es
impresionante y ofrecen obras en distintos idiomas. Mary Shelley, John Ames
Mitchell, Emily Brontë, H.G. Wells, Jonathan Swift, Phil Blackwood, Edgar
Allan Poe, R. L. Stevenson, Gustavo Adolfo Bécquer, Polidori, Randall Flagg,
Arthur Conan Doyle o el propio Julio Verne, entre otros, llenan los
mostradores de este singular emporio de imaginación y ensoñaciones.
Los vendedores de Gigamesh llevan un delantal con la inscripción: “No, no
sabemos cuándo saldrá La guerra de los mundos 2”. Y en el faldón posterior,
cuando se dan la vuelta, otro cartel reza: “¿Has leído ya Cumbres Borrascosas?”
Alejo trae del brazo a un jovenzuelo que no se había atrevido a salir de la
trastienda. Lo lleva hacia la mesa sobre la que se ha apoyado Julio Verne, que
habla con dos personas más mientras contemplan la colección de porcelana del
librero, una serie de vasijas, cuencos y jarrones donde un autor modernista ha
pintado reproducciones de portadas de libros. Se venden por encargo.
El chico lleva un gorro de lana a rayas azules y marrones, pelo bastante largo
para la moda vigente y ropa cómoda que contrasta con los trajes de corte
impecable que visten los presentes.
—Jules, mon ami… Quiero presentarte a José María Alonso. Es un chico
muy espabilado, colaborador mío, especialista en sistemas de comunicación,
energía eléctrica, magnetismo y gran lector tuyo. Se muere de vergüenza, así
que me he tomado la libertad de traértelo porque quiere que le firmes su
ejemplar de Los hijos del capitán Grant.
—Por supuesto —Verne estrecha la indecisa mano del chico. El colaborador
de Alejo se ruboriza. De una cartera de piel extrae un ejemplar impoluto del
libro y se lo ofrece al escritor—. ¿Cómo dice que se llama? Algunos nombres
españoles se me resisten.
—Ponga “para Chema”. Así es como me conocen en el Club de Lectura de
la Universidad. Por cierto, estamos leyendo una edición anterior de La esfinge
de los hielos. Desconocíamos que se trataba de una secuela de Las aventuras de
Arthur Gordon Pym.
—Soy adicto a la obra de Poe. No pude evitarlo. Pero considero que nunca
estuve al nivel del relato original. Edgar era un virtuoso. Parecía como si su
relato tuviera una base… real.
—Alejo… Quiero decir, el señor Crow, me permitió leer (después de firmar
una cláusula de confidencialidad) el manuscrito de una novela suya que
permanece inédita, señor Verne. París en el siglo XX.
—Oh, sí. Se la cedí hace algún tiempo. Mi editor en París la rechazó. Una
injusticia —Verne toma su pluma y, con solemnidad, empieza a estampar una
dedicatoria en las guardas de la novela bajo la atenta mirada de su lector
número uno—. Y me temo que será una novela póstuma. La diabetes no está
siendo fácil de llevar y no sé cuánto me aguantará el cuerpo. La edad no
perdona.
—Jules, no seas catastrofista. No puedes morirte. Veo imposible colonizar la
luna sin tu asesoramiento —interviene Alejo. Verne guiña el ojo a su amigo y
recupera la conversación con Alonso.
—¿Te gustó París en el siglo XX?
—¡Mucho! He estado desarrollando en la práctica algunos de los conceptos
que usted ha descrito en la novela: la correspondencia directa entre remitente y
destinatario mediante la máquina Lenoir, el pantelógrafo y, sobre todo, la idea
de una red telegráfica que una todos los hogares del mundo. De hecho, he
llevado a cabo experimentos en esa dirección, siguiendo los preceptos de
Nikola Tesla y, lo reconozco, me siento en condiciones de registrar mis propias
patentes. La electricidad es el futuro, señor Verne.
—¿Y ese gorrito de lana? ¿No estás pasando calor?
—Algo sí, señor Verne. Por desgracia, he sufrido un inoportuno accidente
mientras probaba electrodos… y el cuero cabelludo ha padecido algunos
desperfectos. Nada grave. He aprendido que debo tener siempre presente las
variables de las tomas de tierra.
El escritor entrega el libro firmado y ofrece de nuevo su mano a Alonso. Y
en un gesto que le honra, le regala su pluma.
—Me enorgullece conocer gente como tú, jovencito. Eres la demostración
de que algún día alguien construirá lo que yo solo he podido imaginar. Y
ahora, si nos disculpas…
Chema, en estado de shock por haber conocido personalmente a uno de sus
autores favoritos, vuelve a la trastienda, donde revisará por enésima vez el
mecanismo de una máquina registradora de su invención que, con toda
seguridad, no cesará de funcionar a lo largo de la tarde para regocijo de Alejo
Crow.
Julio Verne y Alejo se aproximan a las otras dos personas ajenas al negocio
que quedan en la librería.
—Jules, te presento a Juan Gómez-Jurado-Ramírez-Villalobos, escritor y
miembro de la Sección Merrin de Exorcistas del Vaticano, periodista, tirador
de élite, psicocientífico, madrileño. Y este es Manel Loureiro, también escritor,
abogado y letalmente gallego.
—No sabía que el Vaticano hubiera formado un escuadrón de exorcistas —
comenta Verne, intrigado, estrechando las manos de ambos autores.
—De hecho, hace pocos meses que lo han activado en Roma, señor Verne
—contesta Gómez-Jurado—. Necesitaban seglares con conocimientos del
ámbito paranormal para formar equipo con sacerdotes. Las misiones de
limpieza funcionaban mejor cuando no se aplicaba al pie de la letra el Rituale
Romanum. Ahora reclutan gente con capacidad de improvisación para
minimizar los daños colaterales.
—Hay que adaptarse a los nuevos tiempos —interviene Loureiro—. Las
cepas de endemoniados eran cada vez más virulentas, como el caso de aquella
niña de Georgetown, hace un par de años. Sin apoyo externo, los curas habrían
acabado por quemar a la paciente o la habrían encerrado injustamente de por
vida en una institución psiquiátrica. Juan ha salvado la vida a muchos
desgraciados con simples brotes psicóticos o neuróticos. No hay que asistir a un
exorcismo solo con La Biblia; de hecho, conocía a un cura que la utilizaba
como arma arrojadiza contra los endemoniados. Conviene llevarse los apuntes
de Sigmund Freud. Y, en el último de los casos, un buen fusil de repetición.
El semblante de Julio Verne se ensombrece al recordar los casos de locura
que han perturbado la paz de su vida familiar, algo que ha afectado a su carrera
como novelista y, más directamente, a su salud.
Cuando fue víctima de ataques injustificados y violentos, algunos a manos
de un familiar suyo, Alejo siempre estuvo cerca para ayudarle. Seguramente no
habría podido superarlo sin él.
Alejo, que había estado elucubrando sobre las posibilidades que le brindaría
infiltrarse en la jerarquía del Vaticano a raíz de las charla sobre exorcistas, se da
cuenta de la repentina bajada de ánimo de su amigo y decide empezar con los
trámites.
—Señores, muy a mi pesar, Julio Verne ha decidido ceder el testigo de la
tarea que tan bien ha realizado durante estos años. Juntos, hemos estudiado sus
carreras, señores. Hemos valorado la calidad de sus obras, su disponibilidad y,
ante todo, su fidelidad a las causas en las que se han implicado. Además, nos
conocemos desde hace tiempo y, a pesar de su juventud, tanto Verne como yo
estamos convencidos de que ustedes dos son los adecuados para continuar con
la tarea biográfica que vamos a encomendarles y sobre la que ya han sido
informados esta tarde.
Juan Gómez-Jurado y Manel Loureiro asienten ceremoniosamente. Son
conscientes de que su vida va a cambiar. También se muestran algo cohibidos
por la enorme responsabilidad que van a asumir. Su antecesor es el gran Julio
Verne y es imposible no dudar un poco de si serán capaces de estar a la altura.
Alejo continúa su exposición.
—Confidencialidad, trabajo riguroso y continuidad —Alejo extrae de un
cajón del mostrador una enorme carpeta repleta de documentos manuscritos.
Saca dos legajos idénticos, los separa y los entrega a sus nuevos colaboradores
—. Aquí tienen el trabajo de Jules. Conservo varias copias en lugares seguros,
con el resto de episodios históricos. Les permitirá familiarizarse con el estilo
que preciso, aunque sus aportaciones personales a la prosa que incorporen
serán bienvenidas. Sé cómo escriben, sé cómo narran y confío plenamente en
ustedes. Durante la cena posterior a la firma de ejemplares del señor Verne, les
daré más detalles. Cuentan con mi agradecimiento más sincero y con mi
admiración por haber aceptado este trabajo que realizarán desde el
anonimato… y bajo mi protección. Su tarea empieza AHORA MISMO.

Emocionados, Gómez-Jurado y Loureiro estrechan la mano de Julio Verne y


se retiran también hacia la trastienda de la librería Gigamesh, donde Chema
Alonso les da la enhorabuena y les invita a contemplar sus avances con una
máquina de escribir a vapor capaz de autocorregir el texto en caso de errores
ortográficos y gramaticales.
Verne toma asiento tras la mesa en la que atenderá a sus numerosos lectores.
Es consciente de que acaba de librarse de un enorme peso que ha soportado
durante años pero que, a su vez, le ha reportado múltiples satisfacciones.
Le ha permitido ser testigo de hechos asombrosos y ante todo ha propiciado
el nacimiento de una entrañable amistad con Alejo Crow, el ser más
extraordinario que ha conocido y que le inspiró la creación de uno de sus
personajes más famosos, Phileas Fogg.
El escritor mira a su compañero de aventuras. Alejo no ha envejecido ni un
ápice. Sigue igual que cuando lo conoció en 1859, año en que aceptó tomar el
relevo de la mano de Víctor Hugo. Su vida se enlazó con la de aquel misterioso
hombre cuya inexplicable longevidad ponía en duda todas las leyes naturales.
Pero, lejos de temerle, Verne creyó en él, en su peregrinaje a través de la
historia de la humanidad, de la misma forma que sus propios lectores habían
viajado hasta los cielos, las profundidades submarinas, hacia la luna, de la
mano de libros que él sustentaba únicamente con una imaginación
desbordante y una inquietud científica que, incluso años después, seguiría
inspirando vocaciones de investigadores y aventureros.
Compartir tu vida con la de Alejo requería creer en lo imposible.
Alejo Crow ordena los libros que se amontonan sobre la mesa, coloca los
cartelitos con los precios y comprueba que el tintero esté convenientemente
cargado. Luego observa a su amigo. Ha envejecido tanto… Sabe lo que está
pensando. Lo conoce bien. Y, con suma tristeza, descubre que la energía vital
de Verne se está agotando. Se coloca en cuclillas a su lado y le toma la mano.
Le habla en un francés algo arcaico, aprendido en la corte de Luis XVI.
—Jules, ¿qué vas a hacer a partir de ahora?
—Pues dejarme la muñeca firmando ejemplares.
—No bromeo. Me refiero a tus planes de futuro.
—El futuro, sí… Toda una vida elucubrando acerca de los posibles logros
de la humanidad, proyectándome hacia delante en el tiempo, hasta que,
inexorablemente, el futuro mismo me ha alcanzado.
—Tú eres el futuro, Jules.
Verne hojea uno de los libros. Lo acerca a su nariz y huele el papel. No hay
placer igual, el olor de un libro recién impreso.
—Sabes que mis planes no pueden ir más allá del próximo año. Mi salud no
me lo permite. Pero antes de irme a hacer compañía al Capitán Nemo, he
pensado en dar la vuelta al mundo siguiendo la ruta de Phileas Fogg… en
setenta y nueve días. ¿Apuestas algo a que lo consigo?
Ambos ríen. Alejo simula el gesto de extender un cheque.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Abrázame una vez más, querido Alejo.
Alejo Crow y Julio Verne se funden en un abrazo por última vez mientras el
reloj de pared anuncia las cinco de la tarde y los empleados de la librería se
preparan para abrir las puertas.

Julio Verne moriría el 4 de marzo de 1905 en Amiens. Al menos eso dice la


versión oficial. En realidad, a pesar de que la fecha es correcta, Verne falleció
mientras reposaba a la sombra de un hongo gigante, en las entrañas de la
Tierra, donde se había retirado a descansar después de haber dado la vuelta al
mundo en 78 días, 59 minutos y 40 segundos.
Su cuerpo descansa en un cementerio de coral, en el fondo del mar, rodeado
de los sepulcros de la tripulación del Nautilus.
INTRODUCCIÓN II
Chicago, 14 de febrero de 1927.

EL CAPITÁN de policía Marcus Corvo aparca su coche ante la puerta del


número 2122 de North Clark Street, junto a otros vehículos policia- les y
ambulancias que ocupan gran parte de la calzada. Se cala el sombre- ro Stetson
y ajusta la correa de su cartuchera.
Le recibe el sargento Andrew Palomine, de la policía metropolitana de
Chicago. El joven está pálido, desencajado, ojeroso. Le tiemblan las manos y
no precisamente por el intenso frío invernal que ha comenzado a azotar la
ciudad. Algunos vecinos se asoman por los balcones, muchos de ellos todavía
en pijama.
—Espero que tengas una buena razón para sacarme de la cama a estas horas,
Andrew.
Palomine consulta su libreta de notas.
—La tengo, capitán. Diría que se trata de un ajuste de cuentas. Una
ejecución. Pero… Será mejor que lo vea usted mismo.
Mientras cruzan el cordón policial, Corvo contempla cómo un grupo de
policías se agachan junto a la puerta de un garaje. Otros se sostienen a duras
penas contra las columnas.
—¿Qué les pasa a los nuestros?
—Están vomitando. Yo también he echado la cena. Es horroroso.
Corvo ha visto de todo. La guerra territorial que enfrenta a gángsters y todo
tipo de delincuentes por el control del tráfico de alcohol ha convertido la
ciudad en zona de guerra. Pero ni la larga lista de cadáveres asesinados de las
formas más creativas que se puedan imaginar le ha preparado para lo que le
espera al cruzar el umbral.
—Se han disparado más de 200 cartuchos. Pistolas del calibre 45, escopetas
del 12 y ráfagas de ompson. Contra la pared, ejecutados a sangre fría, siete
matones que, según parece, pertenecen a la banda de Bugs Moran. Ante ellos,
cuatro muertos más. Aunque llevan ropa de oficiales de policía, no pertenecen
al cuerpo. Lo hemos comprobado. De hecho, hemos identificado a uno de
ellos: Jack Machine Gun McGurn.
—¿El siciliano?
—El mismo.
—¿No estaba en la nómina de Al Capone?
—Sí, señor. Los calibres de su arma y de las de sus compañeros coinciden
con las heridas de los siete muertos. Pero estos habían sido desarmados
previamente.
—No lo entiendo.
—McGurn y los suyos mataron a esos pobres diablos de la banda rival.
Después, alguien los ejecutó a ellos. Por la espalda. Con recortadas, creemos.
Pero todavía hay algo peor. Si me acompaña…
¿Peor que aquella imagen dantesca? Once cuerpos desangrándose en aquel
garaje. El cemento está cubierto de una alfombra roja, líquida. Fragmentos de
órganos humanos en las paredes, sobre el mobiliario; olor a pólvora y carne
quemada. Aunque mantiene la compostura, a Corvo se le empiezan a revolver
las tripas.
—Sígame, Capitán.
Caminan hasta un lateral del garaje, esquivando charcos de sangre y cuerpos
sin vida. Expertos en balística recogen casquillos de bala y cartuchos entre
arcadas y toses. Entonces perciben el olor.
Olor a pescado. A pescado en incipiente estado de descomposición. Se
tapan la boca y la nariz con sendos pañuelos.
—Los terceros en discordia, y creemos que eran como mínimo dos
personas, movieron un número indeterminado de cajas hacia esta sala y
después las cargaron en un camión, según las huellas de neumático. Salieron
por aquella rampa de la izquierda que desemboca en la Avenida Ashland. Y
aquí —Palomine coge una linterna que le tiende un agente apostado en el
acceso al almacén de carga. El policía parece estar a punto de desmayarse—.
Los disparos alcanzaron el cuadro eléctrico y no hay luz. Cuidado, capitán.
Está… resbaladizo.
—¿Qué…? ¿A qué huele?
Nauseabundo, putrefacto, insoportable. El olor en aquella estancia lo
impregna todo y se funde con… ¿Whisky?
—Whisky y ron, capitán. Una decena de cajas. Contrabando. Una de las
dos bandas iba a realizar la entrega, supongo. Los falsos policías les tendieron
una trampa… Y luego, también fueron asesinados por terceras personas que, a
su vez, se enfrentaron a algo que no sabría… describir.
Palomine alumbra a su alrededor. Entre las sombras vislumbran cuerpos de
apariencia humanoide tendidos en el suelo, en grotescas posturas, muertos.
Cuando Corvo se aproxima para examinarlos, descubre con horror que
aquellas criaturas no son humanas: ojos protuberantes, manos y pies
palmeados; escamas de distinto grosor a lo largo de un cuerpo amarillento,
agallas en el cuello, boca desproporcionadamente grande; miden unos dos
metros de altura y su sangre esparcida por el suelo es de un color grisáceo y de
una textura mucosa. Las heridas supuran abundantemente.
Por un momento, Corvo piensa que aquello se trata de una broma macabra,
que son personas disfrazadas. Se enfunda la mano con el pañuelo y palpa uno
de los tres cuerpos: blando, viscoso, como si estuviera tocando un calamar
recién pescado.
Corvo vomita. Palomine también. Ambos retroceden sobre sus pasos en
busca de la seguridad de la luz de la sala principal.
Palomine acaba su exposición de los hechos.
—Según las marcas que hemos encontrado en el suelo, cerca de aquellas
columnas, cargaron con dos o tres cajas muy pesadas. En la rampa he
encontrado varios tambores nuevos, precintados, de una ompson. Aquí se
traficaba con alcohol y armas, capitán.
—¿De… de dónde han salido esas criaturas?
—Justo antes de que usted llegara, seguí los rastros del olor y las secreciones
que desprenden, creo que por la boca. Me llevaron hacia el Este. Hacia el lago
Míchigan.
—Esto es lo que vamos a hacer, sargento —Marcus Corvo escupe un poco
de bilis y se afloja la corbata. A pesar del frío, gotas de sudor se escurren bajo su
sombrero—. Supongo que ya habrá enviado una patrulla a la madriguera de Al
Capone en el Hotel Lexinton para interrogarlo. Intentaremos esclarecer qué ha
ocurrido con el primer tiroteo. Quiero que saque a todos los agentes de aquí,
que elija a tres hombres de absoluta confianza y que centre sus investigaciones
en averiguar quiénes formaban el tercer grupo que intervino en la masacre. Yo
me encargaré de hacer algunas llamadas a Washington. Conozco allí a un
antiguo colega de la academia que ahora sirve en un departamento especial del
Gobierno, la Unidad, donde se encargan de estudiar este tipo de… sucesos. De
momento, acordone la zona en un radio de dos manzanas y solicite a comisaría
que le envíen un equipo completo de guerra química. No quiero que entre
nadie aquí sin una máscara de gas como mínimo. Y nada de fotografías. Si un
periodista intenta acceder a este garaje, arréstelo. ¿Ha quedado claro?
—Absolutamente.
Corvo y Palomine miran de nuevo a su alrededor. Por mucho que se
esfuercen, no encuentran una explicación lógica a aquellos acontecimientos.
Nunca olvidarán ese Día de San Valentín.
Corvo reflexiona en voz baja mientras dirige una última mirada al almacén
del que empieza a expandirse un líquido asqueroso y maloliente, la “sangre” de
esas criaturas subhumanas.
—¿Quién demonios está tan chalado que es capaz de irrumpir en un ajuste
de cuentas entre bandas para robar armas y acaba liándose a tiros con unos
animales que parecen salidos de un número de Weird Tales?
—Ahora que lo dice, si lo cree oportuno, capitán, puedo intentar localizar a
J. C. Henneberger. Quizá él…
—Tráigalo, Palomine, tráigalo. Y salgamos a tomar el aire.

Un viejo camión Mack AC avanza por North Sheridan Road, bordeando el


Lago Míchigan y alejándose del lugar de los hechos. Bajo la lona: tres enormes
cajas repletas de armas y municiones de distinto calibre y una caja de whisky
canadiense. Dos personas a punto de sufrir un ataque al corazón ocupan la
cabina.
Conduce Alejo Crow con una mano mientras agarra una botella de alcohol
con la otra. La descorcha con los dientes, le da un larguísimo trago sin dejar de
mirar la carretera y vacía un buen chorro sobre una herida de bala en su pierna.
Grita de dolor. Encogido, le pasa la botella a su copiloto, un joven Maxwell
Grant que guarda en sendas cartucheras las dos M1911A1 de 45 mm y que,
hasta ese momento, se había resistido a enfundar debido a su estado de
nerviosismo.
Grant bebe y también rocía su brazo con alcohol. Una de las criaturas le ha
mordido por encima del codo. Duele horrores.
—¿Cómo es posible que nos atacaran justo allí, señor Crow?
—Saben que íbamos a armarnos. Conocen nuestros planes de “salir de
pesca” por el lago Míchigan, donde sé que se ocultan. Y tienen miedo. Sus
adoradores nos espían, Max —Alejo da un volantazo y toma la Avenida
Granville. El lago queda ahora a sus espaldas. No le gusta conducir tan cerca
del agua—. También es mala suerte que coincidiera con un ajuste de cuentas…
—No es mala suerte. Hemos aprovechado para hacer un poco de limpieza,
Alejo. A esta ciudad le hace falta. Por cierto, ¿sabes que me han ofrecido formar
parte del equipo de Eliot Ness?
—Guarda tu instinto de justiciero para otra ocasión. Ya me has asustado
bastante allí dentro disparando contra todo lo que se movía. Y esas carcajadas
que sueltas me hielan la sangre.
—Lo cual nos ha salvado el pellejo, ¿no?
—Cierto. Pásame el whisky —Alejo acaba con el contenido de la botella y
la deja caer al suelo—. Nos ha ido bien que esos anfibios hijos de Satanás nos
hayan atacado: comprobado, con medio cargador de una ompson puedes
derribar a uno; quizá con menos balas si apuntas a la cabeza. Pero necesito más
potencia de fuego, necesito otro tipo de armas para enfrentarme a ELLOS…
—¿No le parece extraño que estén tan lejos de su hábitat, la costa?
—Cierto. Es inusual avistar a la estirpe de Dagón tan lejos de la zona del
litoral. Eso quiere decir que están expandiendo su territorio. Y si no los
paramos, ellos y su escoria, sus acólitos, irán devorando vuestros pueblos,
vuestras ciudades, vuestros recursos naturales… hasta que la tierra se convierta
en un páramo inhabitable y vuestra gente sea exterminada.
—¿”Vuestra”? ¿No se incluye? Siempre pensé que era usted nor-
teamericano, señor Crow. Tiene acento de Alabama.
—Hahahahaha. Ni muchos menos. Pero me encanta este país. He hecho
fortuna aquí y si los negocios me van bien, mi salud se mantendrá fuerte y
podremos salvar al mundo.
Maxwell Grant se afloja la bufanda roja y se quita el sombrero puntiagudo.
Queda al descubierto una nariz aguileña manchada de sangre infrahumana. Se
limpia con un trapo que encuentra en la guantera. Comprueba los cargadores
de las pistolas sin perder de vista los retrovisores. Nadie les sigue.
—¿Sabe una cosa, Alejo? La semana pasada, poco antes de preparar el golpe
con usted, cené con Clark Savage Jr. Me dijo que John Konstantin había
acudido a su consulta médica de Pasadena, herido, acompañado por aquellos
dos chalados, Charles Dexter Ward y Randolf Carter. Le curó quemaduras de
segundo y tercer grado. También me comentó que los tres apestaban a azufre y
que se habían grabado glifos en el antebrazo. Parece ser que salieron de cacería
por Cuesta Verde.
—Han vuelto a meterse en líos, seguro.
—También me dijo que iba con ellos una niña. La hija de Konstantin.
¿Sabía usted que John había tenido descendencia?
—Sí, me constaba.
—¿Y quién es la madre?
—Pues no lo sé. —Alejo finge que no le interesa el tema. En realidad, le
preocupa que las actividades de Konstantin pongan en peligro sus planes. Si
sigue importunando, hablará con él. Si persiste en sus escapadas paranormales,
no tendrá más remedio que neutralizarlo. Y si la niña sufre algún daño,
Konstantin lo pagará. De todas formas, Konstantin podría hacerle un
grandísimo favor si, como cree, la policía de Chicago alerta a la Unidad.
Necesita llamar por teléfono urgentemente—. ¿Queda whisky, Max? Esta
herida me está machacando la pierna.
INTRODUCCIÓN III
Wall Street, Manhattan, 24 de octubre de 1929. Jueves negro.

LA SEÑORITA Watson irrumpe sin llamar en el despacho de Alejo Crow,


planta 65 del edificio Crow Enterprises. Lee a toda prisa las notas que se han
acumulado en la centralita. Detrás de ella, una multitud de oficinistas gritan a
sus teléfonos, lloran sobre el respaldo de las sillas o rezan con las manos en alto.
Un grupo de secretarias se reúne ante una de las ventanas del ala norte. Gritan
y lloran desconsoladas. Alguien ha saltado desde el piso 73.
—¡Señor Crow! ¡Tiene llamadas del vicepresidente de la Bolsa de Nueva
York, del Chase National Bank, del National City Bank y del director de zona
de U. S. Steel! ¡Y el señor Stark viene hacia aquí!
No recibe respuesta. La enorme y lujosa habitación parece vacía.
—¿Señor Crow?
Un ruido, una especie de lamento, le llega desde debajo de la mesa de
reuniones de caoba que preside el despacho. La señorita Watson se agacha y
descubre al presidente de la compañía, Alejo Crow, tumbado en el suelo,
sufriendo convulsiones, escupiendo espuma por la boca. Lanza un chillido y
suelta los papeles, pero reacciona con rapidez.
Corre hacia el sofá y agarra un cojín que lleva cosida la frase “Sweet home,
Chicago”. Se arrodilla ante su jefe, lo coloca de lado para que no se ahogue, le
levanta ligeramente la cabeza y se la acomoda sobre el cojín.
Alejo parpadea sin cesar y sufre espasmos. Su cuerpo adquiere una rigidez
antinatural. Por un momento, consigue recuperar el control de las
extremidades y se agarra al brazo de su secretaria. Articular cada palabra le
cuesta horrores porque su cerebro se bloquea y no le quedan fuerzas para
encadenar frases coherentes.
—Lla-llame a la doc-doctora Belila Lázarus, del Hospital Saint Eligius, del
Bronx… Que… Que venga inmediatamente. Ella… Ella sabrá cómo
tratarme… Rá-pi-do…
—¡Enseguida, señor Crow!
En posición fetal, Alejo se resigna por primera en vez en su larga vida a
solicitar ayuda, asumir su indefensión y sacrificar grandes cantidades de energía
con el fin de mantener su forma humana.

Mientras la señorita Watson llama por teléfono, Alejo intenta regular su


respiración. Cada bocanada de aire significa un minuto más de vida. Debe
aguantar así hasta la llegada de la doctora Lázarus, la única que puede
estabilizarlo.
Aumenta el dolor en las extremidades, es consciente de que le ha subido la
temperatura corporal, que se está deshidratando y que ha perdido la visión del
ojo derecho.
Su mente viaja hacia atrás en el tiempo. Aparte del día en que casi le
guillotinan en París junto a Luís XVI, en 1793 (fue rescatado in extremis por la
Pimpinela Escarlata), Alejo Crow nunca había estado tan cerca de la muerte.

Y la Bolsa sigue desplomándose.


INTRODUCCIÓN IV
Nueva York. 4 de abril de 1937.

ORSON WELLES entra en el estudio de radio que la CBS ha acondicionado


en Manhattan para lucimiento del Mercury eatre. Saluda a su equipo y con
un gesto teatral lanza su sombrero a la primera fila de asientos de la platea. Es
joven, prometedor, desborda creatividad, está repleto de ideas ingeniosas y
acude al plató dispuesto a divertir a su audiencia como nunca después de haber
adaptado con éxito al formato de serial radiofónico obras como Drácula, La
Hora del Mar o El Conde de Montecristo. Y es su voz la que muchos oyentes
identifican con el personaje de La Sombra.
Revisa unos párrafos que ha subrayado en un ejemplar de La guerra de los
mundos de H. G. Wells. Ha preparado esta original versión con sorpresa
incluida en tiempo récord. Debía estrenarse el año siguiente. Por desgracia, la
CBS ha rechazado (¡por cuarta vez!) su versión para radio de El Quijote, y no
ha tenido más remedio que alterar la programación, adelantar su particular
invasión extraterrestre.
Últimos preparativos. La banda de música afina sus instrumentos en el
Hotel Park Plaza. Welles los escucha y dicta por teléfono las últimas
indicaciones al director musical, el prestigioso compositor y escenógrafo
rumano Víktor Conde.
—Si esto sale bien —dice Conde, elevando bastante la voz para hacerse oír
sobre el alboroto de instrumentos afinándose al unísono— deberás considerar
mi idea de montar un musical en Broadway inspirado en Los Miserables.
—Los Miserables es imposible de adaptar como obra musical. Sería una
función larga, cara, inviable…
—Margaret Mitchell decía lo mismo de Lo que el viento se llevó, que era
imposible de llevar al cine. Y ya ves, Selznick está en ello. Han empezado a
filmar en Atlanta con Gable y Leigh. Y no te quejes del presupuesto. Te
encanta derrochar…
—Antes, El Quijote, querido amigo.
—Eres incorregible, Orson.
Welles avisa de los cortes que contendrá la pieza radiofónica, sincroniza los
relojes con Conde y ambos se desean buena suerte. Sube al escenario y se une
al resto del equipo. Enciende un puro del tamaño del Empire State. Coloca el
guión sobre un atril y empieza a ejercitar la voz.
Cuando el reloj del estudio marca las 21:00 horas, Welles da paso a uno de
los locutores:
—Columbia Broadcasting System y sus emisoras asociadas presentan a
Orson Welles y al Mercury eater en directo con La Guerra de los Mundos de
H. G. Wells.
Suena la sintonía del programa.
—Señoras y caballeros, el director del Mercury eater y estrella de nuestras
emisiones, ¡Orson Welles!
Orson Welles aparta el humo del puro para poder leer correctamente el
guión, carraspea apartando la cara del micrófono y empieza su show:

—Ahora sabemos que en los primeros años del Siglo XX, este mundo era
observado por inteligencias superiores a la raza humana, aunque también tan
mortales como nosotros…
INTRODUCCIÓN VI
Bangor, Maine, 1937.

ALEJO CROW entra en el edificio de la biblioteca pública ayudado de su


bastón. Sus dos guardaespaldas se quedan en la calle, obedientes, inmóviles,
intentando pasar desapercibidos sin lograrlo. Han recibido la orden de no
mantener la mano dentro del abrigo, sobre la sobaquera, preparados para
desenfundar; de pasear de forma indiferente, no quitarse el sombrero para
evitar que queden al descubierto sus ojos negros, no empujar a los transeúntes
por diversión y, sobre todo, no gruñir. Sin embargo, en zonas urbanas, los
macutes siguen representando un problema porque su código genético ignora
las normas de convivencia.
Alejo saluda con cordialidad al funcionario de recepción, se encamina a una
discreta puerta lateral que carece de indicaciones y entra sin llamar. Una señora
que ya debería ser mayor cuando el primer modelo de Ford T salió de la
cadena de montaje lo mira algo molesta desde detrás de un mostrador. La
rodean estanterías repletas de libros. Huele a papel antiguo, a tinta, a
encuadernación de piel, a madera.
—¿En qué puedo ayudarle? —acento británico muy marcado.
—Vengo a ver a Erika Konstantin.
—¿Me permite ver sus credenciales? —la señora momia alarga una mano
huesuda pero firme. Alejo le entrega un papel cuidadosamente doblado con el
logotipo de la Casa Blanca. Contiene un texto y la firma del Presidente de los
Estados Unidos—. Gracias, señor… Crow. Necesito realizar una última
comprobación. “Piccolo…”
—“…grande amore”.
—Contraseña correcta. Acompáñeme, por favor.
Alejo y la bibliotecaria atraviesan dos salas casi vacías. Un par de estudiantes
consultan enormes volúmenes sobre la historia de Portland mientras toman
notas y, al llegar a su altura, esconden discretamente en sus carteras ejemplares
de dos libros apócrifos que no escapan a la agudeza visual de Alejo: Bestiario
mágico de Castle Rock de la bruja demente Idoia Irazuzta y Cacerías ultraterrenas
en el Palacio de Boleskine de Aleister Crowley. Son cadetes. Seguramente en
segundo o tercer curso de estudios parachungos.
El sonido de su bastón contra las baldosas resuena en todas las estancias.
Toc, toc, toc. Su guía le mira con resignación. Él apoya todavía más el cuerpo
sobre el bastón y el ruido aumenta. TOC, TOC, TOC. Sonríe. La mujer se
lleva un dedo a los labios: sssssh.
Llegan a otra puerta sin indicaciones. La bibliotecaria la abre y acceden a
una escalera.
—Baje dos pisos. Primera puerta a la derecha. Llame antes de entrar, por
favor.
—Gracias.
—De nada. ¿Quiere que le ayude a…? —se ofrece ella, señalando el bastón.
Por un momento, Alejo detecta cierta cortesía y auténtica preocupación en su
voz.
—No hace falta —contesta, algo ofendido. No le gusta aparentar
indefensión. Su orgullo está por encima del dolor.
La puerta se cierra a sus espaldas. Empieza a bajar las escaleras. Le duelen las
articulaciones de los brazos y, sobre todo, de la pierna.
El lugar es bastante deprimente. Ha quedado arriba la acogedora quietud de
la biblioteca. Aquí hace más frío, las paredes son grises, impersonales.
Archivadores de cartón colocados sobre repisas de metal, algún cuadro elegido
al azar y con poco gusto para tapar grietas de la pared, un papel manuscrito
que indica dónde está el lavabo, luz mortecina y que parpadea en un par de
apliques cubiertos de polvo. Si la Unidad de Cazafantasmas de la Sociedad de
Naciones quiere pasar desapercibida, lo está consiguiendo.
Cuando llega a su destino, Alejo se da cuenta de que un cierto estado de
nerviosismo se ha apoderado de él. Inspira profundamente antes de llamar,
para relajarse, y antes de que pueda soltar el aire, Erika Konstantin ya ha
abierto la puerta y lo mira con curiosidad desde el umbral.
Alejo exhala lentamente mientras comprueba anonadado cómo la niña con
la que jugó al cricket dos décadas atrás en Newcastle se ha convertido en una
chica de veintipocos años, de pelo corto oscuro y ojos grises, delgada y vestida
con pantalones, camisa y chaleco.
—Buenos días, señor Crow. Le he oído bajar. Me preguntaba qué producía
ese toc, toc, toc.
—Buenos días, señorita Konstantin. Me alegro de… volver a verla. ¿Puedo
pasar?
Erika le invita a entrar en un despacho que nada tiene que ver con la
sobriedad exterior. Una ventana situada al nivel de la acera ilumina una
estancia decorada con carteles de películas: M, El vampiro de Düsseldorf,
Scarface, El testamento del Doctor Mabuse, La mala mujer, Tiempos modernos y
39 escalones.
Dos macetas con orquídeas, más archivadores, esta vez perfectamente
ordenados, limpios y etiquetados, un tocadiscos y sus vinilos colocados en una
caja de madera (clasificados por orden alfabético), una máquina de escribir
Underwood impoluta, una lámpara de la que cuelgan pulseras africanas
(¿congoleñas?) y una foto de familia: Erika y su padre.
La chica abre una silla plegable y coloca sobre ella un cojín de Betty Boop
que le regaló Rupert, su compañero de piso.
—Tome asiento. ¿Dice que nos hemos visto antes, señor Crow?
—Gracias. Sí, cuando usted era muy pequeña. No me recordará.
—No, ahora no caigo. ¿Está cómodo? Veo que se ha lesionado.
—Bueno… Sufrí un serio percance en 1929, durante el Crack. Pero me
estoy recuperando a buen ritmo —miente Alejo.
Erika Konstantin se sienta detrás del escritorio.
—La verdad, señor Crow, creía que se trataba de una broma de alguno de
mis compañeros. No podía ni imaginar que la llamada provenía de usted en
persona —Erika extrae de un cajón la portada de un ejemplar antiguo de e
Wall Street Journal con Alejo y John D. Rockefeller en portada, pegada sobre
una cartulina marrón.
—Oh. ¿Colecciona titulares en los que aparezco? —comenta Alejo,
divertido.
—No, no. Lo he tomado de nuestro archivo. Mi trabajo aquí comprende
labores como documentalista, entre otras cosas. Me he permitido seguir su
trayectoria que, por decirlo de alguna forma, se pierde en la noche de los
tiempos.
Alejo sonríe, incómodo.
Erika está en lo cierto: desde que los sistemas de comunicaciones se han
globalizado y desde que las fotografías y el cine dejan constancia de hechos
históricos con total fidelidad, resulta difícil explicar que su aspecto físico no
haya cambiado en las últimas décadas.
Eso sí, ayuda un poco el hecho de haber perdido facultades y haberse
degradado bastante físicamente en 1929. Aunque, para su alegría y al mismo
tiempo su pesar, esta mañana ha descubierto ante el espejo que las arrugas
marcadas que recorrían su rictus estaban desapareciendo. En cuestión de meses,
si todo iba bien, Alejo volvería a parecer un saludable hombre de negocios con
una edad indefinida próxima a la cincuentena.
Debe apartarse de las cámaras y, por primera vez, sopesa la posibilidad de
cambiar de aspecto físico y de identidad. La coartada de pertenecer a un
larguísimo linaje del que ha heredado el nombre de Alejo Crow, por mucho
que le gustara el apelativo, empezaba a hacer aguas.
Quizá siguiera el consejo de su amigo escocés Connor MacLeod y empezara
a crear criptogramas con las letras de su apellido. ¿Krähe? ¿Corbeau? ¿Cuervo?
—Yo también me he informado sobre usted, señorita Konstantin. Por eso
me extraña encontrarla en un lugar como este.
—¿A qué se refiere?
—Ha trabajado como agente de campo de la Unidad de Cazafantasmas de
la Sociedad de Naciones durante algunos años a pesar de su juventud. ¿Por qué
ocupa este despacho en el sótano de una biblioteca? ¿Por qué trabaja como…
documentalista?
—Saturación.
—¿Saturación?
—Sí, señor Crow —Erika se levanta de la silla, rodea el escritorio y se sienta
en el borde de la mesa, más cerca de Alejo—. Y si usted conoce mi trayectoria
en la Unidad, quiere decir que estará al tanto de mis antecedentes familiares.
—En efecto. Conocí a su padre. Y a ti cuando eras muy pequeña.
—Entonces sabrá que soy hija del polémico John Konstantin. Y eso ha
dejado una marca indeleble en mi currículum. Papá, por decirlo de alguna
forma, se traía el trabajo a casa constantemente. Durante años me he visto
obligada de forma involuntaria a convivir con fenómenos paranormales y, por
inercia, he acabado siguiendo la tradición familiar de luchar contra las fuerzas
malignas en la misma institución que mi padre. Una herencia desafortunada.
—Su expediente dice que es usted una gran agente.
—No niego que soy buena en mi trabajo. Aunque desde que papá
desapareció, prefiero mantenerme al margen y realizar mi tarea desde la
seguridad de este despachito.
—No estará segura en ningún lugar, señorita Konstantin.
—Eso no me ayuda —Erika contempla con tristeza la foto en la que
aparece con su padre.
Alejo adopta una postura más relajada y un tono conciliador.
—Señorita Konstantin.
—Erika… Puede tutearme.
—Erika —el tono pasa a ser paternalista—. Yo conocí a John Konstantin.
Estuve muy ligado a él. Siento mucho su pérdida. Aunque nunca dejaría de
buscarlo. Incluso cuando menos te lo esperes, podría reaparecer. Es la historia
de su vida. Me entristece que te hayas visto involucrada en su guerra, pero eso
no justifica que una chica con tu talento se encierre en este sitio cuando tus
aptitudes podrían ser de mucha ayuda ahí fuera.
Erika mira a su alrededor. Baja la cabeza y se alisa los pantalones.
—No voy a volver a meterme en una cacería de bichos.
—¿Miedo?
—He dicho “saturación” —Erika responde ofendida. Alejo levanta las
manos, disculpándose.
—Te ruego que me perdones.
—¿Va a decirme a qué se debe su visita?
—Me gustaría contratarte como biógrafa. Mi biógrafa.
—¿Disculpe? No le he entendido bien.
—Me he permitido hablar con tus superiores. No habría ningún problema
en concederte una excedencia —Alejo saca unas hojas de papel del bolsillo de
su abrigo—. Aquí está el contrato de trabajo y la oferta económica, por
supuesto. Consiste en seguirme durante un período pactado del año, salvo en
contadas ocasiones especiales en las que se requeriría tu presencia por tratarse
de eventos que necesiten de tu testimonio directo. No precisa de una
dedicación exclusiva. Dispondrías de tiempo libre para dedicarte a tu actividad
literaria, la cual, por cierto, me parece muy interesante.
—¿Cómo? ¿Cómo sabe usted…?
—Mis fuentes de información son muy competentes. Y digamos que me
unen lazos muy estrechos con el mundo de la edición. He seguido tu
trayectoria como escritora de novelas populares bajo pseudónimo.
—Es un… pasatiempo.
—Si trabajas para mí, te lo aseguro, reunirás una gran colección de ideas
que podrás utilizar en tu… pasatiempo.
Erika no puede creer lo que está oyendo.
Uno de los magnates más poderosos del planeta se desplaza al sótano más
aburrido del mundo y le ofrece el puesto de trabajo que cualquier persona de
su edad soñaría con conseguir. Desconfía.
—¿Por qué yo?
—Porque observando tu trabajo en el campo de la ficción y tu expediente
en la Unidad, he comprobado que tienes un talento especial para analizar
situaciones comprometidas, y unas capacidades de inventiva y deducción poco
comunes; porque eres una mujer con recursos, metódica y ordenada. Porque
necesito alguien en quien confiar y porque se lo debo a tu padre.
—¿Y, en estos momentos, no dispone de biógrafos?
—En efecto. Dos grandes escritores que me han seguido durante estos
últimos años, Juan Gómez-Jurado y Manel Loureiro.
—Los conozco. Conozco sus obras. ¿Han dimitido? ¿Les ha sucedido algo?
—No, nada de eso. Debo respetar su decisión de viajar a España para luchar
a favor del bando republicano en la Guerra Civil que sacude el país. El pesado
de Hemingway les convenció durante una recogida de fondos en California.
Me duele perderlos, sobre todo ahora que vamos a emprender nuestra misión
más ambiciosa.
Erika lee las cláusulas del contrato por encima.
—¿Qué misión?
—Olathoe.
—Lo sabía. Una cacería de bichos —Erika lanza el contrato sobre la mesa
—. ¿Pretende seguir los pasos de las expediciones Pabodie y Starkweather-
Moore…? ¿Es consciente de lo que les ocurrió? ¿Sabe usted que la Unidad
envió dos misiones de rescate secretas y que perdimos el contacto con ellas?
—¿No te pica la curiosidad?
—¡Por supuesto que sí! Pero ahí fuera, en los cuarteles de Portland, en
nuestras sedes de Washington y Derry, cuentan con operativos especiales que se
encargan de este tipo de incidencias.
—Erika, nuestro equipo, la Expedición Crow-Yutani tiene como ob-jetivo
una prospección geológica en el hemisferio norte. Todo lo que encontremos
allí, si alguna vez respiró sobre la faz de la Tierra, está ahora muerto y
fosilizado. Pero creo firmemente que podemos realizar el descubrimiento del
siglo, del milenio.
—Vaya usted, vuelva, me lo explica y lo incluyo en su biografía.
Alejo se arma de paciencia. Los jóvenes de hoy en día son difíciles de tratar.
Y en concreto, esta chica parece tener las ideas claras.
—Erika, necesito que nos acompañes. Necesito tu asesoramiento. Te invito
a que participes en una de las gestas más grandiosas de la historia de la
Humanidad.
Erika se pone de pie, cruza los brazos. Mira a su alrededor. En el fondo,
todavía muy en el fondo, echa de menos la acción, la adrenalina, incluso el
peligro. Pero se prometió a sí misma no entrar de nuevo en la espiral de
horrores que envolvieron a su padre y que, seguramente, ocasionaron su
desaparición.
—Señor Crow —pausa.
—Dime, querida.
—¿Qué va a buscar exactamente? ¿Petróleo? ¿O se trata de algo más
retorcido, como aquel periodista noruego que un magnate contrató como
biógrafo cuando en realidad se trataba de una investigación encubierta para
destapar un caso de asesinatos en serie muuuy truculentos dentro de una
familia disfuncional?
—Sueco, era sueco. Un caso muy sonado, tienes razón.
—Responda, por favor.
—Te garantizo que la Expedición Crow-Yutani, aunque infinitamente
interesante en el campo de la ciencia, será muy aburrida en todo lo referente a
situaciones relacionadas con los fenómenos paranormales —Alejo Crow se
incorpora, dispuesto a irse—. No puedo darte mucho tiempo para pensarlo.
Como bien sabes, el clima prebélico aumenta. Desgraciadamente, nuestros
mares empiezan a estar plagados de navíos militares y será muy difícil
emprender determinadas misiones si la situación en Europa se complica.
—¿Lo dice por Hitler?
—Hitler es ahora la menor de mis preocupaciones, querida.
Alejo se levanta. Pierde el equilibrio. Cuando se enfría, su pierna le causa
problemas de estabilidad. Erika le agarra con suavidad por el brazo y le ofrece
un punto de apoyo. Esta vez, el magnate acepta la ayuda. Se siente cómodo con
Erika.
Ella abre la puerta, le acompaña hasta el rellano y, en una tonalidad de voz
que no había aparecido hasta ahora en su conversación y que denota una
irresistible curiosidad, le pregunta a Alejo:
—Dígame, señor Crow. ¿Qué cree que ha podido pasar en el continente
antártico? He leído los informes de uno de los supervivientes de la Expedición
Pabodie, William Dyer, y es realmente espeluznante.
—El señor Dyer, ejem, ha perdido la cordura. He estado… en contacto con
él y su descripción de los hechos parece ser fruto de, ejem, un desvarío
dunsaniano debido a su complicado estado mental.
—He contemplado horrores inimaginables desde muy pequeña, pe-ro nada
parecido a lo que dicen haber descubierto detrás de esas… montañas de la
locura.
—Vivimos tiempos difíciles, Erika. Por eso, tu aportación sería muy valiosa.
Vamos a partir en busca de información, conocimientos y sabiduría. Debemos
velar por este mundo, hacerlo mucho más seguro. En el dorso del contrato está
el teléfono de mi hotel en Bangor. Llámame.
Alejo sale de la biblioteca tras haber curioseado un rato entre las estanterías
de libros. Le encanta el olor y el tacto del papel, ese soporte tan frágil y a la vez
tan poderoso y repleto de creatividad.
Por mucho que actualmente pueda registrarse y transmitirse cómodamente
la voz, la música, los sonidos, para él nada tendrá tanto carisma como la
narrativa escrita, ya sea encuadernada en lujosos volúmenes o en papel de
pulpa, incluso en ese nuevo formato conocido como comic-book que ha
descubierto en un display de una tienda de comestibles.
Toma nota mental de encargar a su secretaria en Nueva York que compre los
ejemplares de Detective Comics que se publiquen mientras él esté embarcado.

En el exterior le espera la bibliotecaria matusalén. Su semblante es ahora


algo más cordial. Precisamente, sostiene un libro entre sus manos.
Con un movimiento muy sutil, Alejo ordena a los dos macutes que
enfunden las pistolas. “Tranquilos, esta mujer no representa ningún peligro
inminente.”
—Perdone la intromisión, señor Crow. Hace muchos años, mi padre
formaba parte del cuerpo diplomático británico en España, además de
coordinar la Unidad de Espectros, Aparecidos y Ectoplasmas del sur de Europa.
En 1904 acompañé a mi padre a una sesión de firmas de Julio Verne en la
librería Gigamesh de Barcelona. En aquellos tiempos, era una acérrima lectora
del señor Verne, ¿sabe? —la anciana levanta el libro y se lo ofrece a Alejo—.
Conozco su afición a la literatura, así que me gustaría regalarle este ejemplar de
Las flores del mal de Baudelaire, de mi colección personal, porque fue usted
muy atento y considerado con nosotros aquel día. Nunca lo olvidaré.
—No soy tan bueno como parezco, señora…
—Doolittle, Eliza Doolittle.
—…pero acepto de buen grado su regalo y le doy las gracias.
Alejo extiende la mano y, sin pensarlo, la señora Doolittle se abraza a él. Por
primera vez en muchos años, Eliza siente una paz interior indescriptible.
Desaparece el dolor de cadera que la ha torturado durante los días más
húmedos de los últimos quince años, recuerda los momentos de felicidad más
intensos de su vida y se siente reconfortada, en paz consigo misma, querida y
respetada como no recordaba desde… Desde antes de perder a su marido en la
Batalla de Jutlandia.
—Está usted… Quiero decir… No ha cambiado nada, señor Crow.
—Las apariencias engañan, Eliza. Cuídese mucho.
Escoltado por sus dos guardaespaldas, Alejo Crow dedica un último saludo
a la bibliotecaria mientras se aleja en dirección a su hotel.

Desde allí encargará a su asistente personal que busque en la sala de lectura


de Dreamland, su mansión en Arkham, un ejemplar de Las flores de mal
firmado de puño y letra por el propio Baudelaire, y que lo envíe con los
mejores deseos a la señora Eliza Doolittle de Bangor, Maine.
ERIKA KONSTANTIN
PAPÁ clavando tablones de madera en puertas y ventanas con un Winchester
colgado a la espalda para impedir que una horda de zombis se cuelen en la casa.
Grita: “Erika, escóndete debajo de la cama hasta que venga a buscarte”.
Papá enseñándome a afilar estacas en la mesa del comedor mientras discute
sobre dinastías vampíricas rumanas con un tal doctor Van Helsing.
Papá dándome lecciones de puntería con un revólver Springfield en el jardín
de casa. Vaciamos el tambor contra sandías clavadas en palos de escoba. Luego
imparte una clase práctica de cómo rellenar las puntas huecas de las balas con
plata fundida.
Papá y yo abrazados dentro de un pentagrama y un círculo que ha dibujado
con tiza en el suelo. Algo acechando entre las sombras, retrocediendo gracias a
los conjuros que recita mi padre con voz gutural.
Papá despidiéndose de mí una noche de Walpurgis hace algo más de un
año. No le he visto desde entonces.
Recuerdos que se convierten en pesadillas. Noches en vela, acostumbrada a
ponerme en guardia cada vez que escucho un ruido extraño. Me divierte
observar cómo los espectadores se aterrorizan en el cine cuando ven en acción a
todo el repertorio de monstruos de la Universal: Drácula, Frankenstein, el
Hombre Lobo… Lon Chaney, Bela Lugosi y Boris Karloff venían a tomar café a
casa y mi padre les ayudaba a documentarse sobre sus personajes.
Ni boy scouts, ni circo, ni espectáculos infantiles, ni fiestas de cumpleaños
con amigos del colegio o vecinos. Cambios continuos de ubicación, mudanzas,
múltiples destinos asignados por la Unidad de Cazafantasmas de la Sociedad de
Naciones. Siempre alerta. Mi padre no solo salía todas las noches a tirar la
basura; iba a comprobar el perímetro.
Nunca he dudado del cariño que mi padre sentía por mí, pero creo que esa
no es forma de educar a una hija. Aunque, aparte de encerrarme en un
internado, pocas opciones más le quedaban: no teníamos familia ni amigos de
total confianza que pudieran encargarse de mí.
Pesadillas constantes, casi todas las malditas noches.
Lo que realmente me preocupa es que quizá no consiga desprenderme de
ellas permaneciendo encerrada en un cubículo mal iluminado un año sí y otro
también.

***

3:45 de la mañana.
Salgo de mi habitación y golpeo la puerta de mi compañero de piso. Rupert
no acaba de acostumbrarse a mis ataques de insomnio, sobre todo cuando
invado su espacio vital para coger ropa de su armario y salgo a pasear en plena
noche para despejarme. De todas formas, no se queja mucho porque siempre
que me pide ropa a mí, se la presto. Y lo mejor de todo es que le queda muy
bien. No preguntéis.
—Rupert, ¿estás durmiendo?
—Ya no, cariño.
Me acurruco a su lado, en la cama.
—Creo que me voy a marchar durante un tiempo.
—¿De viaje?
—Sí, de viaje, pero por trabajo. Me han ofrecido algo que no debería
rechazar. Y creo que me servirá como terapia.
—No irás a meterte otra vez en asuntos de fantasmitas.
—Creo que no.
—¿Crees? —Rupert se incorpora en la cama.
—Ya no puedo más. Necesito cambiar de aires. Tengo la sensación de haber
vivido esto antes. Puede que en otra época, no sé. Esta noche, por ejemplo, he
soñado que mi padre se convertía en Primer Ministro del Reino Unido pero
que moría poco después. Muy perturbador.
Me coge la mano y la acaricia. Sabe que eso me relaja.
—¿Eres consciente de que las pesadillas pueden seguirte allá adónde vayas?
¿Y que, si te alejas mucho de mí, no podré acudir para rascarte la cabeza y
hacerte mimos?
—Si por mí fuera, te metería en la maleta y te llevaría conmigo.
Le explico a Rupert que dejo pagados seis meses de mi parte del alquiler y
de gastos varios. Le pido que se encargue de mi correo y de recoger los
paquetes con muestras de mis libros y revistas en las que publico y que me
envía la editorial cuando salen de imprenta. Le informo de qué prendas de su
armario me llevo y le dejo encargado que me despida de los colegas de la
Unidad de Documentación de los Cazafantasmas de la Sociedad de Naciones y
que se encargue de las cosas que he dejado en mi oficina. Por la mañana,
enviaré mi carta de renuncia.
Rupert coordina el equipo de fontaneros de la Unidad, los especialistas que
se encargan de limpiar el escenario de algún incidente inexplicado que no
queremos que trascienda a la opinión pública. Compartimos piso en Bangor
desde hace un par de años. Le echaré de menos.
Mientras tomamos un café, cuando todavía no ha amanecido, ultimamos
los detalles de mi partida. Se ofrece a echarme una mano con la maleta, pero le
digo que esperemos un poco porque, la verdad, todavía no sé a qué parte de
mundo iré a parar exactamente. Le explico la reunión con Alejo Crow y las
características de su oferta.
—Es extraño, Erika. ¿Por qué acude a ti? ¿De qué conoce a tu padre?
¿Quién más participa en esa expedición?
—Ni idea. Siento curiosidad.
—¿Cuándo volverás? —pregunta finalmente.
—No lo sé. Intentaré mantenerte informado —consulto la lista que he
confeccionado con lo que necesitaré para el viaje—. Rupert, no quiero volver a
la biblioteca o podría cambiar de opinión. No tengo ganas de despedirme de
todo el mundo y contestar preguntas incómodas. ¿Podrías traerme estos libros
cuando vuelvas del trabajo?
Rupert examina la lista.
—Cuenta con ello.

***
12:05 de la mañana. Llamadas.
1. A mi jefe de la Unidad, Stuart Redman. Le informo de mi solicitud de
excedencia. La acepta sin problemas, como si ya supiera que iba a dejar mi
puesto. Recomiendo a dos personas para suplir la vacante. Me pregunta si
seguiré enviándole copias de mis libros. Por supuesto.
2. A mi editora en Nueva York, Joan Wilder. Le explico que quiero
tomarme un tiempo de reposo y le pido que compruebe las galeradas de la
nueva entrega de Fanhunter. Le pido que envíe las copias del libro a mi
dirección de Bangor cuando se publique y que la liquidación de royalties se
siga transfiriendo a mi cuenta habitual. Pregunta cuándo podré entregar un
nuevo capítulo de la saga. Le digo, para su desesperación, que no puedo
concretar una fecha. Dice que intentará aplacar la furia de los lectores.
También me comunica que ha llamado un tal Víktor Conde, de Manhattan,
que suele trabajar con la estrella de la radio Orson Welles, para charlar sobre la
posibilidad de serializar mis libros en formato radiofónico. Lo dejo en sus
manos y le pido que me mantenga informada por carta. Si puedo, la llamaré de
vez en cuando por teléfono.
3. A mi abogado en Portland, Axel Merrick Santaló. Le doy indicaciones
sobre qué hacer en caso de mi desaparición o fallecimiento. Rupert es el
beneficiario de todo: ahorros, derechos de autor, manuscritos originales, póliza
del seguro de vida y efectos personales. Detallo tres entidades benéficas que
recibirían una asignación y le pido que quede a la espera de un contrato que le
enviaré y que me dispongo a firmar con Crow Enterprises.
4. A Alejo Crow. Es una locura, pero acepto.

***

19:15 horas.
Rupert me acompaña con su coche destartalado hasta el hotel donde se
hospeda Alejo Crow. Me ayuda a cargar con las dos maletas sobre las que nos
hemos sentado en casa para conseguirlas cerrar. Nos despedimos con lágrimas
en los ojos. Es como un hermano para mí. La única persona por la que siento
afecto. Y me sabe fatal porque le estoy abandonando, igual que papá y yo
dejábamos atrás un lugar tras otro, una persona tras otra, una posible gran
amistad tras otra.
Entro en la recepción…
…y descubro que Alejo está esperándome en los sillones de la entrada. Se
levanta al verme. A su espalda, dos gorilas de piel pálida, gemelos, se tensan
cuando me acerco para saludar a su jefe. Alejo agarra mis maletas a pesar de su
evidente cojera y se dirige a la puerta por la que acabo de entrar.
—Hola, querida. Acompáñame, nos vamos.
—Pero… ¿Ahora?
—Sí, se trata de una emergencia.
—Pero, ¿adónde vamos?
—Al aeropuerto. Mi avión nos espera.
—¿Su… avión?
Alejo alarga los brazos para que sus guardaespaldas cojan mis maletas y las
carguen en un flamante Bentley seis cilindros de 1936. Me pregunto si me
dejaría conducirlo.
—Sí, mi avión privado. Volamos esta noche a Providence, Rhode Island.
Lovecraft ha muerto.

***

Alejo Crow conduce el Bentley a toda velocidad por Hammond Street en


dirección al Aeropuerto Internacional de Bangor. A su lado, inmóvil, uno de
sus guardaespaldas. El otro conduce un Ford detrás de nosotros, a mucha
distancia porque me temo que le cuesta seguir el ritmo de su jefe. He perdido
la cuenta de las infracciones que ha cometido desde que salimos del hotel.
—¿Conoce la obra de H. P. Lovecraft, señorita Konstantin?
—Erika, señor Crow. Erika. Si vamos a pasar bastante tiempo juntos, mejor
que nos olvidemos de las formalidades.
—Pero tú me tratas de usted. Llámame Alejo. Me haces viejo.
—Aun así, prefiero dirigirme a usted como señor Crow.
—Tú misma. Veamos, como iba diciendo…
—Sí, por supuesto que conozco la obra de Lovecraft. Intentamos alistarlo
en la Unidad hace algunos años, pero no mostró ningún tipo de interés. De
hecho, nos culpó, y también a nuestro Gobierno, de haber secuestrado a uno
de los miembros de su Círculo de colaboradores, al profesor William Dyer —
Alejo me observa fijamente por el retrovisor—, al que usted citó en nuestro
primer encuentro.
—William Dyer debe permanecer recluido por su propia seguridad.
—¡¿Ha retenido al profesor Dyer en contra de su voluntad?! ¿Sabe que
podría ir a la cárcel?
Muy indignada, pienso en saltar del coche. Erika, sal de aquí. No es tarde.
Hace escasamente un día que estabas sentada en la mesa de tu oficina
redactando informes y revisando facturas.
—Se niega a colaborar conmigo. Pone en peligro cualquier expedición
científica que quieran emprender nuestras universidades. Está loco.
—No puedo creerlo. No… No sé si debo continuar formando parte de un
despropósito así.
—Erika, me dijiste que no firmarías el contrato hasta que pasaras con
nosotros el tiempo necesario para juzgar si te interesaba aceptar el encargo.
Pues bien, concédeme ese tiempo y te demostraré que todas nuestras
actividades son lícitas y están justificadas.
—¿Y qué tiene que ver Lovecraft en todo esto?
—Guardaba algo que necesito.

***

Los dos vehículos acceden a las pistas del Aeropuerto por la puerta corredera
de servicio de un hangar en la que un cartel advierte claramente PROHIBIDO
PASAR. Alguien del personal de tierra la ha abierto y después de atravesarla, la
cierra a toda velocidad. El empleado saluda a Alejo con la mano y desaparece
entre las sombras. No me extrañaría que el magnate contara también con la
complicidad de la torre de control. Incluso de la policía.
Los guardaespaldas cargan con las maletas. Alejo me indica que le siga. Nos
aproximamos a un Lockheed Modelo-10 Electra bimotor. Sobre el fuselaje, un
rótulo: Lao Che Airlines.
Ante la escalerilla del avión nos esperan dos personas. Mientras los
grandullones suben el equipaje, Alejo abraza a los dos hombres. Abrazos
sinceros, no de cortesía.
—Erika, te presento al comandante Henry Seres, de Los Ángeles, mi piloto
—uniforme completo de la Fuerza Aérea estadounidense; por lo tanto, militar,
unos cuarenta años. Alto, delgado, moreno de piel, atractivo y sonriente. Se
quita la gorra y me saluda con una mano, afable pero firme—. Y también al
profesor José María Alonso de la FOCA Universitas Complutensis de Madrid,
mi jefe de seguridad y asesor científico —jersey de cuello alto holgado,
pantalones con bolsillos repletos de libretas y pequeñas piezas mecánicas que
parecen ser transformadores. Lleva un gorrito de lana muy gracioso. Sonríe con
timidez. No llega a los cincuenta.
Alejo sube al avión. Sus dos colaboradores me ceden el paso. Dudo. Si entro
en el aparato posiblemente no haya vuelta atrás. ¿Estoy en manos de un
secuestrador o de un millonario filántropo que, efectivamente, prepara una
gran aventura que superaría el periplo del Beagle? No sé si se debe al frenesí de
la situación porque todo se está precipitando o porque realmente me siento
cómoda con tanto derroche de adrenalina, pero me sorprendo a mí misma
siguiendo los pasos de Alejo Crow.

***

Normalmente, un Lockheed tiene capacidad para 10 pasajeros. En este, han


retirado cuatro asientos para colocar una mesa baja, redonda, rodeada de
cuatro taburetes pequeños en la parte posterior. Esperaba sillones forrados de
piel, mueble bar, bellas azafatas y cortinitas en las ventanillas. Pero el conjunto
es más bien austero.
Henry y Alejo recorren el pasillo que separa los asientos, entran en la cabina
de los pilotos, cuelgan las chaquetas, se colocan unos auriculares y comprueban
los controles. Los dos guardaespaldas toman asiento en la última fila, sin
mediar palabra. Me inquietan. Son idénticos. Incluso en el corte de pelo raso
gris que corona su cabeza blanquecina. Y esos ojos negros. Distintos matices
oscuros cubren el globo ocular, la pupila y el iris. Cuando se quitan el
sombrero, dan miedo.
El profesor Alonso se sienta en la plaza más cercana a la cabina de los pilotos
y me muestra la que hay a su lado, separada por el pasillo.
—Abróchate el cinturón —recomienda.
—¿Alejo va a pilotar el avión?
—Es el copiloto. De vez en cuando, toma los mandos.
—Pues si gobierna de la misma forma que conduce un coche, vamos a
morir, profesor Alonso.
—Llámame Chema. Más castizo.
—¿[ssshema]?
—No exactamente. Es africada prepalatal sorda.
—¿[ʧetma]? Difícil. Me quedo con Alonso a secas.
—Suena mejor. Buen intento. ¿De dónde eres? Tu acento suena
deliciosamente inglés.
—De Newcastle. Nordeste de Inglaterra.
—¿Newcastle? Vaya, como tu padre. Creí que habías nacido en Marruecos y
que habías pasado allí bastante tiempo.
Las hélices empiezan a rodar. Primero el motor izquierdo. Luego el derecho.
Uno de los guardaespaldas cierra con gran estruendo la compuerta.
—Solo estuvimos allí dos años. Yo era muy pequeña. No recuerdo mucho
aquella época. Pero nací en Inglaterra. Al menos es lo que me han contado.
¿Conoció a mi padre, profesor?
El profesor Alonso saca una cartera de piel de su bolsillo trasero y de su
interior extrae una foto en la que aparecen mi padre y él vestidos de camuflaje,
rodeados de vegetación y armados con escopetas de gran calibre.
—Esta foto nos la hicimos en 1911, creo, remontando el río Congo en
busca de un mineral que, para nuestra desgracia, solo se podía encontrar en las
minas de la vecina Wakanda. Las prospecciones de los ingenieros del Rey
Leopoldo II nos hicieron perder mucho tiempo y tuvimos que ponernos algo
duros con ellos cuando descubrimos las barbaridades que cometían con los
indígenas. Al final, tuvimos que huir río arriba. Enviaron un buen número de
tropas, incluso mercenarios, pero no consiguieron cogernos —el profesor mira
la foto con melancolía—. Tu padre aprendió muchos trucos de magia africana
en la selva. Cuantos más esclavistas belgas enviábamos río abajo con un tiro en
la frente, más agradecidos se mostraban los lugareños y más cosas nos
enseñaban. John Konstantin era un buen tipo. Algo excéntrico, pero buena
persona. Me alegra que ahora estés entre nosotros. Toma, quédate con la foto.
El avión empieza a rodar por la pista.
—Mi padre ha desaparecido, ¿lo sabe?
—Lo sé —el profesor comprueba que el cinturón de seguridad esté bien
abrochado, estira las piernas, cruza los dedos de las manos sobre su pecho,
acomoda la cabeza en el respaldo y cierra los ojos—. Créeme, volverá.
—¿Por qué está tan seguro? Alejo me ha dicho algo parecido.
—Porque tu padre no se moriría sin antes haber invitado a cenar a Greta
Garbo. Ahora intenta dormir un poco. Va a ser una noche muy larga y
emocionante.
Despegamos. Aumenta la vibración. Sacudidas. Alonso parece no
inmutarse. Baja el gorrito hasta la altura de los ojos.
—¿Cómo puede dormir con tanto movimiento?
—Luego te lo explico. Lo aprendí en el Congo.

***

Veinte minutos después, el profesor Alonso se despereza. Mira su reloj,


desabrocha el cinturón de seguridad y se dirige a la cabina de los pilotos.
Intercambia algunas palabras con ellos, coge algo de un compartimento lateral,
una maleta de mano, y viene hacia mí.
—Erika, por favor, acompáñame a la mesa. Tengo que enseñarte algo.
Material de trabajo.
El avión se agita. No es fácil mantener el equilibrio. Los dos guardaespaldas
permanecen inmóviles en sus asientos, con las manos rígidas sobre el regazo.
Los saludo con la cabeza. No contestan.
—Lo pasan mal en espacios cerrados. No es que sean del todo antipáticos
—aclara el profesor.
—¿Quiénes son? O mejor dicho, ¿qué son?
—Los ayudantes de Alejo. Humanos genéticamente alterados. Luego, si
disponemos de tiempo, te explicaré unas cuantas nociones acerca de la
clonación.
—¿Clonación? Pero eso es teoría.
—Ya no, Erika, aunque los resultados científicos no se hayan hecho
públicos todavía. La Royal Society sospecha algo y nos vigila de cerca, pero no
vamos a entregar los informes de la investigación. No con un loco que anda
suelto por ahí buscando la forma de crear un ejército perfecto para liarla parda
en Europa.
—Hitler.
—Hitler y sus aliados, sí.
—Pero, ¿cómo… cómo lo ha conseguido?
Chema Alonso duda.
—Bueno, vas a tener acceso a una gran cantidad de información clasificada,
así que no creo que sea un problema empezar ahora. Además, Alejo confía en
ti. Eres una Konstantin —sonríe, coloca la maleta sobre la mesa y se sienta en
uno de los taburetes clavados al suelo. Le imito—. Alejo partió de los estudios
del doctor Moreau…
—Los aniformes.
—Exactamente. A pesar de no compartir los métodos del doctor, Alejo
financió parte de los experimentos a cambio de beneficiarse de los resultados de
una parte de los estudios. Tras cinco años recluidos en una isla del Pacífico,
Moreau y Alejo desarrollaron individuos como ellos —señala a los
guardaespaldas—. Los llamamos macutes.
—¿Macutes?
—Morfología Animal Clónica Unificada de Transferencia Erófena.
—Dios mío.
—Bueno, de hecho, Dios no tiene mucho que ver con esto.
—Pero Moreau…
—Sí, cierto. Falleció en extrañas circunstancias. Por eso a los aniformes les
ha costado tanto adquirir derechos civiles. Están estigmatizados por aquellos
acontecimientos.
—Creo recordar que los incidentes de la isla del doctor Moreau ocurrieron
en 1896. Si Alejo ya llevaba tiempo investigando con Moreau, debía ser
bastante joven en esa época, ¿no? O sea, se conserva muy bien.
El profesor Alonso gira sobre el taburete y comienza a manipular la maleta.
Sospecho que quiere cambiar de tema.
—No perdamos tiempo, querida —introduce una serie de números en el
candado, pulsa un botón frontal y la maleta de mano se abre dejando escapar
un sonido de aire comprimido. Psssssssssssssssssssf.
—¿Louis Vuitton?
—Mi lema es: si diseñas algo, diséñalo con estilo. Aquí tienes tu maleta de
viaje. Estas dos cintas de la parte posterior te permitirán llevarla como mochila.
Está provista con un sistema de cierre hermético que la protege de las
inclemencias climatológicas. Es totalmente impermeable. La temperatura es
constante en el interior. La aleación exterior resistiría el impacto de un
cartucho del calibre doce, pero comprobarás que no pesa en exceso. Ventajas de
realizar prospecciones en África y encontrar minerales con los que jugar un
poco —Alonso vuelve a sonreír, enigmático—. En su interior encontrarás dos
cuadernos con hojas tratadas de tal forma que, aunque la textura parezca papel,
son prácticamente impermeables. De todas formas, sugiero no escribir debajo
del agua. Cuidado, no resiste al fuego. Estoy trabajando en ello —reflexiona un
instante, como si estuviera tomando nota mental de algo—. Cuentas con cinco
prototipos de birome, una especie de pluma estilográfica que regula el flujo de
tinta a través de una bola situada en la punta. La tinta es especial, también
resistente al agua. El birome es un invento argentino que todavía no se ha
comercializado. A mí me gusta más el nombre “bolígrafo”. Mira, aprietas en el
extremo superior y la punta sale hacia afuera; vuelves a apretar y se esconde.
Ingenioso, ¿no?
—Y práctico.
—Esto es la joya de la corona, como decís los ingleses —extrae de la maleta
un aparato cuadrado, algo más pequeño que una tostadora, gris, con cuatro
teclas en la parte inferior, varias perforaciones en un lado y un receptáculo
donde hay colocada una especie de cartucho negro—. Te presento el
Magnetófono Alonso. Utiliza un sistema de premagnetización de alta frecuencia
y cinta de acetato de celulosa cubierta con laca de óxido férrico. He conseguido
convertirlo en un utensilio portátil que funciona con baterías. Aquí tienes
acumuladores de recambio que se colocan en la parte inferior y cartuchos de
repuesto. Las baterías disponen de una autonomía de 24 horas y los cartuchos
ofrecen una capacidad de 60 horas cada uno. Las baterías son recargables.
Cuando viajemos a Boston te entregaré un cargador. Todavía lo estoy
modificando porque quiero que sea compatible con todas las tomas de
corriente y…
—Un momento, un momento, profesor. ¿Ustedes tienen permiso para crear
estos aparatos? Quiero decir que ni AEG ni BASF han desarrollado todavía
algo así.
Alonso, titubeante, vuelve a colocar algunos de sus ingenios en la maleta,
incómodo. Sostiene en su mano el magnetófono y lo escruta como si hubiera
detectado algún fallo en el diseño.
—Disponemos de nuestros propios medios de acceso a algunas
innovaciones que, por decirlo de algún modo que no dé pie a
malinterpretaciones, todavía no han sido distribuidas de forma generalizada.
Oh, oh. Posible secuestro, posible robo de patentes, posible intrusión no
autorizada en pistas de un aeropuerto, posible experimentación genética.
Debería saltar también de este avión antes de que me ofrezcan llevar una
pistola de rayos láser como las de Flash Gordon.
—Estas perforaciones sirven como micrófono. Cuando no puedas escribir
ni tomar notas, tu amigo el magnetófono te ayudará a registrar datos que luego
ya transcribirás en papel. Pulsa aquí para grabar y aquí para reproducir. Estos
dos botones rebobinan la cinta hacia adelante y hacia atrás. Pruébalo —Alonso
aprieta una tecla y me acerca el magnetófono a la cara—. Di algo y ya estarás
lista para empezar tu nueva vida como biógrafa.
—Algo.
El profesor, con expresión de niño con juguete nuevo, rebobina la cinta y el
magnetófono reproduce mi voz con una calidad que nunca antes había
escuchado.
—Sssssss Algo sssssss —repite la máquina.
—¿A que suena bien?
Turbulencias. El profesor Alonso guarda el magnetófono y cierra la maleta.
La coloca debajo de la mesa. Me indica que le siga a la cabina.
Henry Seres pilota el avión (se ha cambiado; ya no lleva el uniforme de la
Fuerzas Aéreas, sino ropa civil, más cómoda, de color caqui y una chaqueta de
piel); Alejo Crow (también con atuendo de aviador) consulta un mapa. Ambos
mordisquean un puro apagado de tamaño considerable.
—¿Todo bien? —pregunta Alonso
—No del todo —contesta Alejo—. Evitaremos volar hasta Boston. Somos
un vuelo no registrado y carecemos de tiempo para dar explicaciones a las
autoridades. Tomaremos medidas ejecutivas.
—El jefe quiere aterrizar en una carretera cercana a Providence porque la
ciudad no dispone de aeródromo —nos explica el comandante Seres, divertido,
como si le gustara la idea.
No es posible. Esto no está ocurriendo. He embarcado en un avión con una
pandilla de delincuentes. ¡De piratas! ¡De suicidas!
—Queda una hora y cuarto de trayecto aproximadamente. Podéis descansar
un rato más —dice Alejo sin levantar la vista del mapa—. Chema, ¿le has
mostrado a nuestra invitada sus útiles de trabajo?
—Yessir.
—Erika, ¿estás disfrutando del viaje?
—Alejo, por favor, cuando aterricemos, tenemos que hablar. Me siento un
poco… incómoda.
—Tranquila, hablaremos largo y tendido. Hay tiempo. ¿Quieres un poco?
Te hará sentir más… cómoda.
Me tiende una petaca que huele sospechosamente a whisky. Cielo santo,
Alejo Crow está al mando de un avión, con vidas a su cargo, y bebe alcohol en
pleno vuelo. ¿Qué será lo próximo, lanzar bombas sobre las factorías de Rhode
Island?
Regreso a mi asiento dando tumbos. El profesor Alonso ha vuelto a cerrar
los ojos. Al parecer está acostumbrado a las imprudencias que cometen sus
compañeros. No puedo reprimir la curiosidad:
—¿Por qué lleva ese gorro de lana tan gracioso, profesor?
—Cuando era más joven, sufrí un par de accidentes relacionados con la
corriente eléctrica. Se me quemó parte de cuero cabelludo. Prefiero llevar la
cabeza cómodamente tapada.
—¿Fue grave?
—Descargas algo aparatosas.
—¿Y por qué en la cabeza?
—Porque sobreviví a dos ejecuciones en la silla eléctrica.
—¿Cómo…?
—Es broma. Duerme.
En el bolso llevo una carpeta con informes que ha recopilado Rupert para
mí en el archivo de la Unidad y que he “tomado prestados” bajo la promesa de
que los devolveré. También dos libros de consulta que estaban guardados bajo
llave y que, de ser echados en falta, provocarán que la señorita Doolittle
emprenda una investigación interna en la oficina con un machete en cada
mano: una supuesta transcripción al inglés de los Manuscritos Pnakóticos, al
menos de los fragmentos recuperados o que se atribuyen a la obra, con su
correspondiente original escrito en forma de glifos cuneiformes y agrupaciones
de puntos. En un anexo, aportaciones voormis y zobnarianas.
Si algo debo agradecer a mi padre fue su insistencia en que me familiarizara
con este tipo de escrituras de la misma forma que compartía conmigo sus
nociones de latín, griego, francés, castellano, italiano y alemán. “El soldado
Pierre-François Bouchard encontró solo un pedazo de la Piedra Rosetta en
1799, Erika. Además de la escritura jeroglífica, demótica y griega, existían otros
textos y anagramas en lenguajes mucho más antiguos y que mostraban unos
horrores tan insondables que sumieron en la demencia a los estudiosos que
lograron descifrarlos. Pero si te enfrentas a ello con fortaleza de espíritu y
aplicando la razón con el fin de eludir el MIEDO, accederás a conocimientos
ancestrales que te concederán sabiduría y poder… y quizá fortuna y gloria,
como decía un famoso arqueólogo que conocí”, me decía papá antes de irme a
dormir, en lugar de explicarme cuentos como El soldadito de plomo o
Caperucita Roja.
Alejo nombró la ciudad de Olathoe.
Olathoe, Olathoe…
No hay índice. El inglés antiguo tampoco ayuda. Me sirvo de los glifos.
Debería haber traído los apuntes de la Universidad de Miskatonic. Intentando
no desordenar el fajo de papeles, busco la letra “O” o su equivalente en lengua
muerta. Vamos, vamos, debería estar. La mayoría de los Manuscritos Pnakóticos
provienen de allí.
Ooth-Nargai, Oorn, Occultus, Ossadagowah, Othuyeg… ¡Olathoe!
Capital de Lomar. La ciudad de mármol. Situada entre las montañas de
Noton y Kadiphonek.
Oh, vaya, más montañas. Esto no pinta bien.
Según los escritos, la habitaba una especie anterior a la humanidad que, al
parecer, podía proyectar su mente hacia el futuro. Y dice mi editora que
algunos de los argumentos de mis libros no son creíbles… Cien mil años de
civilización bla, bla, bla, arrasados por los inutos bla, bla, bla, rumores de que
la ciudad había sido reconstruida bla, bla, bla.
Lo típico: una ciudad mitológica, como la Atlántida o R´Lyeh, o los
emplazamientos primigenios de la Meseta de Lem, o como cierta ciudad
megalítica que los supervivientes de la Expedición Pabodie aseguraban haber
encontrado en la Antártida.
¿Por qué perderá el tiempo un magnate como Alejo Crow en buscar
ciudades en las que solo creen un puñado de iluminados que se ganan la vida
dando conferencias en Asociaciones de Amigos del Guerrero de Palenque, del
Monstruo del Lago Ness, el Yeti, las Caras de Bélmez y otras supersticiones?
Busco más información sobre Olathoe, ahora en los libros. El Bestiario de la
Unidad de Cazafantasmas de la Sociedad de Naciones contiene pocas
referencias a los lomarianos, un par de notas sobre una raza caníbal conocida
como gnophkens y las habituales referencias a los descendientes de Cthulhu.
Ningún testimonio directo. Ningún hallazgo físico. Ninguna prueba de su
existencia, salvo por declaraciones de avistamientos en diferentes partes de
mundo y, claro, las maravillosas obras de ficción de H. P. Lovecraft donde supo
explotar como nadie las leyendas que rodean a los Dioses Primigenios, los
Dioses Arquetípicos y demás parafernalia alienígena que ocupa un espacio
residual en nuestros archivos de la Unidad.
El otro libro que consulto es el Atlas Parapsicológico y Ultraterreno del
profesor Egon Spengler. Como suele suceder en estos casos, cada fuente sitúa el
emplazamiento de una ciudad de estas características en un lugar distinto del
mundo. Me quedo con una referencia explícita a la Tierra de Lomar que figura
en una entrada correspondiente a una tribu de indios americanos de la zona de
Massachussets. Creían que sus orígenes se remontaban a una época de
esplendor de una zona geográfica llamada Lomah. La sitúan en la zona
septentrional. No especifica más.
Ninguna concreción. Pistas, solo pistas difusas.
La documentación que llevo es insuficiente. Necesito el LIBRO. Necesito el
Necronomicón.
—¡Abróchense los cinturones! —grita el comandante Seres desde la cabina
—. ¡Va a ser un aterrizaje movidito!
Miro por la ventanilla. Noche cerrada. Algunas luces dispersas. Volamos en
círculos.
—Tranquila, he aterrizado en lugares peores —dice Alonso ajustándose el
gorrito—. Este es un buen cacharro. Amelia Earhart ha elegido un modelo
parecido para dar la vuelta al mundo.
—Eso no me reconforta. ¿Se mantienen sobrios ahí delante?
—Por supuesto que sí. Lo que me preocupa es que enciendan los puros. La
visibilidad se reduce en un cincuenta por cierto cuando los dos se ponen a
fumar.
—¿Se trata de otra broma? —el profesor no contesta.
Observo de nuevo por la ventanilla. Descendemos. Pero alcanzo a
vislumbrar un tramo suficientemente recto e iluminado en el que poder
aterrizar. Nos dirigimos hacia allí, sin duda. Aunque los árboles que flanquean
la carretera son muy frondosos. Demasiado.
Me ajusto el cinturón. Oh, oh, oh, los dos macutes han cerrado los ojos y
tiemblan.
El avión se inclina hacia la izquierda y luego inicia el descenso bruscamente.
El estómago se me sube a la garganta. Alonso me alarga una bolsa de papel.
Otro picado. Vibraciones en el suelo.
—Tranquila. El tren de aterrizaje retráctil se atranca a veces y suele hacer
ruido por el rozamiento de…
—No quiero ni necesito saberlo.
Alonso se está mofando de mí. ¿Cómo puede mantener la serenidad en un
momento así?
Otro descenso pronunciado. Los motores rugen. Escucho gritos desde la
cabina, pero no consigo entender lo que dicen. Un par de maletas caen desde
los portaequipajes. Las luces parpadean. Sale humo de la cabina de mando.
¡Dios mío, han encendido los puros!
Otra bajada de montaña rusa y las ruedas impactan por primera vez contra
el suelo durante unos segundos.
Estruendo al tomar tierra.
BRRRRRRRRRRRRRRRRRMM + SKREEEEEEEEEEE.
El aeroplano se alza. Se me taponan los oídos. Los motores suenan más
apagados, casi en completo silencio…

…y volvemos a tocar suelo, algo ladeados.


BRRRRRRRRRRRRRRRRRMM + SKREEEEEEEEEEE.
Arriba otra vez… Dos segundos de paz. Estómago del revés.
…y la ruedas se pegan al asfalto definitivamente. Granjas, establos, una
estación de tren, árboles y líneas eléctricas pasan a nuestro lado, muy cerca.
¡Puedo leer los nombres de los buzones situados ante los caminos que llevan a
las casas!
Frenamos. Frenamos. El aparato colea. Frenamos. Me agarro a los
reposabrazos y tenso las piernas. Frenamos. La inercia me envía hacia delante.
Frenamos. El cinturón de seguridad cruje.
Frenamos. Seguimos con vida. Creo.

Vomito detrás de un árbol. Cuando recupero el aliento, descubro con


horror que, efectivamente, hemos aterrizado en medio de una carretera.
Fragmentos de ramas de árboles cuelgan de las alas del Lockheed. Estoy segura
que los habitantes de las cercanías se habrán llevado un susto de muerte.
A toda prisa, los macutes descargan el equipaje. Alejo y el profesor Alonso
bajan a tierra. Alejo degusta el puro con tranquilidad. El comandante Seres,
con otro habano en la boca, del todo relajado, asoma la cabeza por la
compuerta.
—¿Lo han descargado todo? Me largo en un minuto.
Alejo y Alonso comprueban las bolsas y maletas. Todavía mareada, reviso el
contenido de mi bolso: los libros y los informes están a salvo.
—Todo bien —responde Alejo—. Despega antes de que esto se llene de
lugareños. ¿Dispones de suficiente pista?
—Claro que sí. Nos vemos en Boston —me saluda llevándose la mano con
dos dedos extendidos a la frente—. Un placer, señorita Konstantin.
—I-igualmente…
Nos apartamos del avión y las hélices vuelven a girar. El aparato gana
velocidad llevándose por delante un par de señales de tráfico y consigue
despegar. El tren de aterrizaje pasa a pocos centímetros del tejado de una granja
y se interna en las nubes.
Los macutes esconden el equipaje entre la maleza y luego se colocan a
ambos lados de la carretera. Cada uno mira en una dirección. Vigilan. La luz
de la Luna se refleja en su piel lechosa. Espectros en la noche.
Alejo Crow, me coge del brazo y me ayuda a tomar asiento sobre unas
piedras cercanas. Luego me mira con aprobación. Da vueltas a la vitola de su
puro mientras lo degusta con largas caladas.
—Eres valiente, chica.
—¿Su agenda diaria es igual de movidita?
—Amerizar en el lago Míchigan o llevarnos por delante un camión de
transporte de madera habría sido “movidito”. Me ocurrió hace años en
Chicago. Alucinante. Las dos cosas en un mismo día. Por el momento, todo
marcha bien en comparación.
El profesor Alonso se une a nosotros. De una mochila caqui extrae una
especie de aparato de radio, rectangular, del tamaño de una caja de zapatos
pequeña y provista de una manivela en un lateral. Nunca había visto algo así
antes.
—Es un Hing-58 que funciona con válvulas termoiónicas —me informa, al
detectar mi expresión de curiosidad—. Pilas secas de voltaje y, esto es de mi
cosecha, manivela de recarga. Lo llamamos handie-talkie.
—¿Otra patente robada?
—“Tomada prestada” —interviene Alejo.
—No tenemos la culpa de que los ingenieros de Motorola se olviden los
planos encima de la mesa de trabajo cuando termina la jornada laboral —
añade Alonso—. Las empresas no cuidan como deberían sus protocolos de
seguridad interna. Si yo, casualmente, paso por allí disfrazado de empleado de
la limpieza y saco unas cuantas fotos para mi disfrute personal, no veo dónde
reside el problema. Además, he mejorado el original. No se les ha ocurrido
introducir un sistema de cifrado asignado a cada frecuencia.
El profesor Alonso despliega una antena enorme, acciona la manivela y se
escucha la estática.
—Jefe Cuervo llamando a comando Baker, ¿me reciben? Cambio.
Más estática. Da un cuarto de vuelta a una ruedecilla en la parte inferior de
la radio. Tapa el micrófono con la mano y susurra: “Control de volumen. Otra
de mis mejoras”. Y me guiña un ojo.
—Espero que no se hayan ido a dormir todavía —dice Alejo, ahora un poco
impaciente.
—Jefe Cuervo llamando a comando Baker. Chicos, contestad. Cambio.
La estática se rompe.
—Aquí comando Baker, cambio. —voz con acento… ¿hispano?
—Loureiro. El Águila se ha posado. Repito. El Águila se ha posado y el lote
está completo, cambio.
—¿Cuál es vuestra posición? Cambio.
—Estamos en la carretera 295 con Plainfield Pike. Nos hemos desviado un
poco del plan original. Era eso o joder el césped del campo de golf del Country
Club, cambio.
—Ahora vamos. ¿Una o dos camionetas? Cambio.
—Que traigan dos. Y algunos bocadillos fríos. Todavía no hemos cenado —
apunta Alejo.
—Jefe Cuervo dice que un par de vehículos. Y provisiones. Cambio.
—Salimos en diez minutos. Cambio y cierro.
Uno de los macutes silba. Su compañero y él se colocan de cuclillas,
escondidos entre los árboles. Alejo nos pide que nos agachemos y
permanezcamos quietos. Alonso apaga la radio. Un Austin Ten cruza despacio
ante nosotros. El conductor mira a ambos lados y luego hacia arriba a través
del parabrisas. Creo que va en pijama. Una escopeta de caza de dos cañones
descansa sobre el salpicadero. Un vecino molesto al que seguramente habremos
dado un susto de muerte en plena noche, como sospechaba. El coche se aleja.
—¿No son ustedes un poco mayorcitos para jugar al escondite? Me siento
ridícula —les digo en voz baja.
Alonso sonríe, burlón. Alejo habla mientras contamina los alrededores con
el humo de su puro. Nos van a descubrir por su culpa.
—¿Y las ideas que te estamos dando para tus libros de aventuras?
—Creo que debo escribir una biografía, no una novelita de serie negra
protagonizada por un grupo de delincuentes temerarios, secuestradores, espías
y no sé qué más.
—Si quieres escribir una biografía tranquila y aburrida, podría presentarte a
George Bernard Shaw cuando acabemos nuestro trabajo en Providence.
Aunque estoy convencido de que preferirás seguir con nosotros. Tu padre no lo
dudaría.
Cuando la oscuridad devora las luces del coche, los dos hombres se
incorporan y se alejan hacia la pila de equipajes, ignorándome. Quiero volver a
casa.

23:50 horas.
Opción 1. Pedir un taxi.
Opción 2. Empezar a caminar por la carretera haciendo auto-stop.
Opción 3. Llamar a la policía.
—¿Tienes frío? —dice Alejo, colocándome su chaqueta sobre los hombros.
Ha transcurrido casi una hora desde el despegue del avión.
—Un poco.
—¿Quieres agua? ¿Whisky? ¿Un chupito de absenta?
—Gracias, me quedo con el agua.
—¿Por qué refunfuñas?
—Porque sospecho que me he metido en un lío. Esto es una locura. No
puede arrancar de su pacífica vida cotidiana a una persona y embarcarla en un
frenesí de situaciones… abominables.
—Lo realmente abominable todavía no ha comenzado, Erika.
Alejo me guiña un ojo.
—Aquí todo el mundo bromea y se toma las cosas con alegría. Todos
ustedes tienen un sentido del humor muy particular.
El magnate deja caer el puro. Lo aplasta con la punta de su bastón. La fauna
local lo agradecerá.
—Mereces una explicación. La primera de muchas. Hace tres días recibí la
alerta de que Howard se estaba muriendo. Insuficiencia renal.
—¿Howard?
—Howard Phillips Lovecraft.
—¿Conocía a Lovecraft?
—Sí —Alejo saca otro puro de un bolsillo interior de la chaqueta pero me
mira, lo piensa mejor y vuelve a guardarlo—. No iba a ofrecerte el trabajo hasta
el próximo año, pero los acontecimientos se han precipitado. Ha coincidido
también con inminente fuga de mis biógrafos a España.
Sentado sobre una maleta, manipulando los cables de la radio con un
destornillador, el profesor Alonso asiente y dice:
—Yo también abandono al jefe. Me necesitan en la Universidad de
Princeton. El ejército quiere que me una al equipo de Alan Turing. Van a
necesitar sus conocimientos en hipercomputación y mi habilidad criptográfica
si, como creemos, los alemanes deciden llevar a cabo su “política de expansión”.
—Sois todos una pandilla de desertores —se queja el magnate—. Como
ves, Erika, me veo obligado a renovar el equipo en vísperas de mi expedición. Y
sí, con cierta urgencia.
Otro silbido. De nuevo, los macutes se sitúan al acecho. Nos escondemos
entre los matorrales. Escuchamos el ruido de un motor en la lejanía. No. Varios
motores. Entre los árboles distinguimos dos pares de faros que avanzan hacia
nosotros a poca velocidad. Cada pocos metros apagan y encienden las luces.
—Son ellos —dice Alejo. Lanza dos silbidos. Los macutes abandonan sus
posiciones y toman la carretera. Agitan los brazos en dirección a los vehículos.
La luz de los faros rebota en su piel y les ilumina el rostro y las manos. Como
lanzar una bengala, vamos.
Dos camionetas Ford dejan la carretera y se detienen a nuestra altura. De
una descienden dos hombres, y un tercero hace lo mismo desde la otra. Los
tres recién llegados abrazan por turnos a Alejo. Abrazos intensos, sentidos,
cargados de cariño. El profesor Alonso estrecha sus manos. Los macutes cargan
las maletas en las camionetas.
—Erika, te presento a Manel Loureiro y a Juan Gómez-Jurado-Ramírez-
Villalobos. Viajarás en la camioneta con ellos. Y este chico tímido de las gafas
es Robert Bloch, un literato en alza —mientras habla, Alejo indica a los
macutes que suban en la parte trasera de las camionetas. Hay prisa—. Señores,
esta es Erika Konstantin, mi nueva… protegida. Manel, Juan, ponedla al día.
¿Habéis traído los bocadillos? ¿Y refrescos?

***

Las dos camionetas avanzan por la carretera. La luna llena despunta entre las
nubes y se muestra en todo su esplendor en la perpendicular de Providence,
como si nos marcara la ruta a seguir.
A un lado, Loureiro (cincuentón, delgado, mata de pelo negra, risueño) me
deja en el regazo un sándwich envuelto en papel. Al otro, Gómez-Jurado
(también cincuentón, pelo cortado al raso, corpulento) conduce con una
postura relajada, como si estuviera al volante de un Rolls Royce y no de una
Ford que rasca el embrague cada vez que cambia de marcha.
Conozco su obra y sus hazañas. Aparte de ejercer como novelistas de éxito,
según los informes de la Unidad, el primero figura como uno de los pocos
supervivientes del incidente relacionado con la Santa Compaña en noviembre
de 1931, en Galicia. Toda una aldea arrasada por espíritus de muy mal humor.
El segundo consta como agente parachungo del Vaticano. El expediente ocupa
un archivador entero. Momento destacado: 1927, contención de una
sanguinaria plaga de endemoniados y vampiros al sur de Wuchang, China, al
mando de un selecto grupo de pastores metodistas, misioneros católicos,
sacerdotes taoístas y marines norteamericanos. Todo un mérito conseguir que
no se mataran entre ellos.
Nota mental: añadir ‘Biógrafos de Alejo Crow’ a su historial si alguna vez
vuelvo a la Unidad. Si llego a saber que me encontraría con ellos, habría traído
alguna de sus obras para que me las dedicaran.

Justo cuando doy el primer mordisco al sándwich, empieza el bombardeo a


dos bandas.
MANEL
Así que eres la elegida.
JUAN
La afortunada.
MANEL
Debes estar emocionada.
JUAN
Nosotros lo estuvimos, mucho, cuando Alejo nos designó
hace años.
MANEL
Supongo que te habrán informado de nuestra renuncia.
Alejo no se lo ha tomado bien, pero nuestro deber es
unirnos a las tropas republicanas…
JUAN
…para detener el fascismo en España.
MANEL
Nuestra conciencia no nos permite observar esa terrible
Guerra Civil, nuestra guerra, desde la barrera, a pé enxoito.
JUAN
Debemos implicarnos.
MANEL
¿Cómo llevas la ortografía?
Giro la cabeza de un lado a otro. Hablan muy rápido, mezclando inglés y
castellano (y creo que hasta gallego). Todavía no he podido dar ni un bocado al
sándwich. No es el mejor momento para que me sometan a un interrogatorio.

ERIKA
¿Perdón?
JUAN
Alejo es muy exigente con la ortografía y la gramática.
MANEL
Le salen sarpullidos si encuentra fallos en la escritura.
JUAN
¿Cómo lo llevas tú?
ERIKA
Bueno, con un diccionario a mano…
MANEL
¿Y la riqueza de vocabulario?
ERIKA
Pse, pse.
JUAN
Lo hemos notado. Tus novelitas pulp son entretenidas…
MANEL
…aunque les falta un poco de calidad literaria.
ERIKA
¿Cómo saben ustedes…?
JUAN Y MANEL
Puedes tutearnos.

Aprovecho para morder el pan de molde con jamón.

ERIKA
¿Cómo sabéis que escribo novelas pulp?
JUAN
Este mundillo de la farándula y de la edición es muy
pequeño. Nos conocemos todos.
MANEL
¿Por qué escribes con pseudónimo?
ERIKA
Mi editora cree que una mujer escribiendo folletines de
aventuras, misterio o terror ahuyentaría al público
masculino.
JUAN
Ja, ja, ja. “Folletines”. Qué ingeniosa.
MANEL
Qué adorable.

No entiendo.

JUAN
Nuestras novelas pulp son algo más que “folletines”.
ERIKA
¿Escribís novelas populares, aparte de vuestros best-sellers?
Primera noticia.
MANEL y JUAN
Sí.
ERIKA
¿Bajo qué nombre?
JUAN
Marshall Lee.
ERIKA
¿Tú eres Marshall Lee? ¿El creador de Detective Bongo? ¿El
que serializó a medias con Talbot Mundy la historia del
“Cerdílope Galáctico” en Startling Stories? No puedo
creerlo. No puedo creerlo. No puedo…
JUAN
Lo hago como hobby.
ERIKA
¿Y tú, Manel?
MANEL
Errr… Yo soy Talbot Mundy.
ERIKA

JUAN

MANEL

ERIKA
Soy muy, muy, seguidora vuestra. Vale, no exactamente.
Soy muy seguidora de vuestros pseudónimos.
MANEL y JUAN
Gracias.
ERIKA
¿Talbot Mundy no era una persona real?
MANEL
Claro que sí. Hace una década que decidió emprender un
largo viaje místico. Primero estudió toda la parafernalia esa
de los druidas, y realizó varios descubrimientos
extraordinarios. Luego se recluyó en el Himalaya, donde
permanece bajo el nombre de Doctor Xtraño. Se ha
convertido en un maestro de las artes místicas.
JUAN
Nos ha invitado a visitarle cuando volvamos del frente.
MANEL
Me eligió para continuar su obra literaria. Me envía cartas
de vez en cuando relatándome toda clase de peripecias
arcanas. Una fuente inagotable de ideas.
JUAN
Es un tipo inquieto.
MANEL
¿Y tu pseudónimo de dónde proviene?
ERIKA
¿Milton Scott?
MANEL
Ajá.
ERIKA
Milton por John Milton, El paraíso perdido. Y Scott era el
apellido de mi instructor de tácticas de combate en la
Academia de la Unidad de Cazafantasmas de la Sociedad
de Naciones.
JUAN
¿Scott? ¿Ridli Scott?
ERIKA
¿Lo conocéis?
MANEL
Un sargento de hierro, duro, de los de antes. Sí, hemos
coincidido con él en alguna misión.
JUAN
Y hemos vivido para contarlo.

La camioneta recorre ahora una zona más poblada. Entramos en la periferia de


Providence. Manel me entrega un grueso fajo de papeles.

MANEL
No disponemos de mucho tiempo, querida. Mañana
salimos hacia Boston a primera hora. Luego partiremos
rumbo a Europa. Aquí tienes nuestra aportación a la
biografía de Alejo. Te servirá como guía. Aplica tu propio
estilo, a él le encanta. Detesta la narrativa fría e impersonal.
Quiere verse a través de nuestros ojos.
JUAN
Él guarda dos copias más, documentos sonoros y nuestras
notas.
MANEL
Eso, eso. Debes anotarlo todo. Luego ya desecharás lo
prescindible. Alejo quiere saber lo que pensamos, lo que
sentimos, las emociones que despierta en nosotros.
JUAN
Observa.
MANEL
Analiza.
JUAN
Contrasta.
MANEL
Disecciona.
JUAN
Sé crítica, si quieres…
MANEL
…pero nunca inventes. Lo de fabular lo reservas para Weird
Tales. Alejo concede poco margen en esto.
JUAN
Ahora, formas parte de la historia.
MANEL
De dos historias: la oficial y la que debe permanecer oculta.
Seguro que, debido a tu trabajo en la Unidad, sabrás
diferenciarlas.
JUAN
Paciencia. Alejo es una persona difícil de tratar.
MANEL
Con él, serás testigo de acontecimientos extraordinarios.

Examino las páginas mecanografiadas.

ERIKA
Pero el documento empieza en 1904. ¿Dónde está lo
anterior? Me refiero… ¿Y la juventud de Alejo? ¿Y su
infancia?

Mis acompañantes miran distraídamente por sus respectivas ventanillas. Si


intentan disimular, lo hacen fatal. Cuando el silencio se convierte en algo realmente
incómodo, deciden seguir con la conversación.

JUAN
Nuestro cometido comprende una parte concreta de su
biografía.
MANEL
Ya te lo explicará él.

Más silencio.

JUAN
¿Quieres que te traigamos algo de España?
MANEL
¿Algún souvenir?
ERIKA
La rendición del general Franco, por supuesto.
JUAN
Ja, ja, ja. Se nota que has sido alumna del sargento Scott.

Después de cruzar el río Providence, nos aproximamos a un edificio que, por su


altura, destaca entre las casas unifamiliares de menor tamaño de los suburbios de la
ciudad.

JUAN
Os alojaréis aquí, en el Hotel Biltmore. Mucha suerte
mañana en casa de Howard. Sus primas no os lo pondrán
fácil.
ERIKA
¿Sus primas?
JUAN
Grullas.
MANEL
Amargadas.
JUAN
Del ala radical del Ejército de Salvación.
MANEL
La derecha de la derecha.
JUAN
Bichos.
MANEL
No permiten que ninguno de nosotros se acerque a la casa
donde han instalado el velatorio.
JUAN
Nos odian.
ERIKA
¿A quién? ¿Por qué?
MANEL
A los amigos de Howard, los que formamos parte de su
Círculo.
JUAN
Creen que hemos sido una mala influencia para él.

Gómez-Jurado-Ramírez-Villalobos apaga el motor.

MANEL
Mucha suerte, niña. Te envidiamos.
JUAN
Tu tarea empieza AHORA.
MANUSCRITO ENCONTRADO EN
ZARAGOTHAM.

18/03/1973.
Colonia humana de Zaragotham. Recinto de seguridad
1701.
Lugar: cerca de la empalizada oeste, río Ebro, sector
4, almacén.
Agente: Jan Potocki.
Descripción: maleta de viaje, formato pequeño, de
metal, forrada con tela, marca Louis Vuitton. Cierre
hermético. Mecanismo de conservación de niveles de
temperatura y humedad (averiado). Nota: estudiar
mecánica porque no coincide con la tecnología de la
época (¿1937 o 1938?).
Etiqueta expedición Crow-Yutani, Corona Mundi,
1937.
Contenido: 2 libretas de notas. Una pluma. Un tintero.
Un bolígrafo. (modelo previo al inventado y
comercializado en 1942). Un ejemplar de Cumbres
Borrascosas (faltan páginas; rastros de mordeduras).
Enviar al Comisario de Sección y Oficial Científico
Francesc Xavier Blasco, departamento Skyblasc (Colonia
humana de Barnacity) para su valoración.
“YO SOY PROVIDENCE”

1
CLICK.
—… ¿Hola? … ¿Hoooooola? … Sigh. ¿Cómo sé si este cacharro graba?
Fom… (sonido de pasos sobre la moqueta)
Fom…
Fom…
Fom…
Skretch. … Ñieeeeeeeec.

Fom…
Fom…
Fom…

Cloc-cloc-cloc.

¡¿Profesor Alonso, puede venir un momento a mi habitación?!

Sí, vale, vale, tranquilo. Cuando salga de la bañera.

Es que no sé si el magnetófono está grabando.

Bien, bien.

Vuelvo, que voy descalza y el suelo está frío.

Fom…
Fom…
Fom…
Ñieeeeeeeec, blam.
Crec, crec.
Fom…
Fom…
Fom…
Fom…
—A ver… Segunda tecla empezando por la derecha.
CLICK.

2
16/3/1937.

“La ciudad de Providence se despide de uno de sus hijos predilectos. El más


macabro de todos. El más genialmente enfermizo. La meteorología local lo celebra
rodeando la ciudad de un espeso manto de nubes que no augura nada bueno. La
triste Luna llena ha desaparecido y en la lejanía, sobre las aguas del mar, centellean
los primeros relámpagos”.

Qué bien escribe este birome. Y la tinta no ensucia.


Alejo Crow nos ha alojado en un hotel tirando a normalito. Cuando le he
preguntado si íbamos a reservar toda una planta o a ocupar las suites
presidenciales, como acostumbra a hacer según cuenta la prensa del corazón, ha
contestado que en Providence lo más conveniente es pasar desapercibidos.
Claro, claro. Aterrizar en plena carretera, acechar desde la cuneta, brindar
en plena calle por los amigos que se marchan a la guerra, entre cantos
republicanos y situar a dos guardaespaldas ante el ascensor y en el acceso a la
escalera de incendios nos ayudará a no llamar la atención…
Después de una clase práctica de grabaciones sonoras con el profesor Alonso
(cuesta no partirse de risa al verlo en zapatillas, pijama… y con el gorrito
puesto), me he tomado un baño y he reflexionado sobre mis alternativas.
La curiosidad, aliada con un cansancio extremo, sigue imponiéndose al
sentido común. ¿Podría sucederme algo peor a lo ya acontecido? No lo creo.
Dormir.

3
Amanece.
Diluvia. Intento recordar los días más grises, tristes y lluviosos de mi vida.
Este los supera a todos. Viento furioso. GRAN sobresalto cuando golpean la
puerta de la habitación.
—Buenos días. Desayunamos en quince minutos, Erika —es la voz de
Alejo. No me habría extrañado que fuera Heathcliff.

Salón comedor.
Huéspedes madrugadores se sirven en el bufé libre. El paragüero a rebosar.
Alejo, sentado en una mesa cercana a la ventana, de espaldas a la calle. Restos
de tostada, zumo de naranja y café. Las migas sobrantes, agrupadas en
montoncitos del mismo tamaño. Viste un traje negro, corbata gris oscuro,
camisa blanca.
Lee el Providence Journal. Cuando me ve entrar, se levanta, llama con un
gesto al camarero y me prepara una silla. Poses de la vieja escuela. No
conseguirá camelarme.
—¿Café?
—Sí, por favor, bien cargado.
—¿Has dormido bien?
—He dormido poco.
—Pero sin pesadillas, ¿verdad?
Tiene razón. Este hombre empieza a asombrarme.
—Camarero, un café muy cargado para la señorita.
Con habilidad de redactor jefe que examina una edición que acaba de salir
de la rotativa, Alejo despliega el periódico mientras yo me sirvo el desayuno.
Cuando regreso a la mesa, me señala una de las páginas.
—Necesito pilotos como estos. El comandante Seres vale más que dos
escuadrones de barones rojos. Pero creo que debo ampliar la plantilla. ¿Qué
opinas?
Por un instante, busco alguna noticia relacionada con la aviación. Pero Alejo
me señala hacia el espacio reservado a las tiras de prensa, concretamente a Terry
y los Piratas de Milton Caniff. No pega con él leer las tiras de prensa de los
diarios.
—¿Capaces de aterrizar, por ejemplo, en la terraza del Empire State? ¿En los
jardincitos de la Casa Blanca? ¿En carreteras secundarias?
—Fue emocionante, ¿no crees?
—Lo que me ha ocurrido en las últimas veinticuatro horas no sería creíble
ni en la más disparatada de mis novelitas, Alejo.
—¿Seguirás con nosotros?
—Depende de qué actos sumemos al currículum de su grupo salvaje
particular —cuento con los dedos manchados de mermelada—. Secuestro,
robo de patentes, aterrizaje temerario, manipulación genética, usurpación de
identidad…
—Ah, ya veo que Loureiro se ha sincerado contigo.
—Usted, Alejo, es quien debería sincerarse conmigo.
—Puedo explicarte a qué se dedica Scott Fitzgerald en realidad cuando no
está intentando vender guiones a Hollywood. Tiene que ver con estacas, ajos,
crucifijos…
—No. Prefiero no saberlo —el camarero me sirve la salvación: café—.
Empecemos por… ¿Por qué un compañero de armas de mi padre, al parecer
también gran amigo, cree que me he criado en Marruecos y no en Newcastle?
—Tu padre era muy reservado en todo lo referente a ti. Incluso conmigo.
Quería protegerte.
—¿Protegerme? Creo que, aparte de aquella vez en que un grupo de
hombres lobo irlandeses secuestraron a Shirley Temple, ninguna niña ha vivido
más cerca de lo paranormal que yo.
—Es difícil ser un buen padre. Te lo digo por experiencia —Alejo se agacha
y recoge algo del suelo. Deposita con cuidado una caja sobre la mesa. Deduzco
que el hilo de la conversación va a cambiar—. No disponemos de mucho
tiempo. Tenemos que salir. El profesor Alonso me ha pedido que te entregue
esto. Le he enviado a Boston, a ultimar unos preparativos del viaje.
Abro la caja: una máquina de escribir portátil y rodillos de tinta. Nota
manuscrita: “Por si no te aclaras con el magnetófono”.
—¿Dónde está el botón de autodestrucción? ¿O la tinta invisible? ¿O el
mecanismo de camuflaje? —comento con ironía.
Alejo se levanta y recoge su chaqueta.
—Erika, es una máquina de escribir. Las máquinas de escribir, escriben. La
hemos comprado a primera hora en los almacenes de la calle Fulton.
Touché.
Apuro el café, cargo con la caja y sigo a Alejo hacia la puerta del restaurante.
—Preferiría que hoy te pusieras un vestido “de señorita” y, a poder ser, de
color oscuro o negro. Vamos a un velatorio.
—Si no hay más remedio. Creo que llevo algo en la maleta que servirá.
—Erika, coge los paraguas marrón y azul del paragüero, por favor. Llueve a
raudales.
Con la mano libre, los levanto y los sacudo ligeramente. Están algo
húmedos. Vaya, ahora también asumo el trabajo de porteadora. Mal. Muy mal.
Caminamos hacia los ascensores.
—Son bonitos, los paraguas. ¿También los han comprado en los almacenes?
—Ni idea. No son míos —Alejo sonríe y entra en el ascensor.
Touché. Touché. Touché.

4
Nuevo cambio de coche.
Un Duesenberg SJ conducido por uno de los macutes (el otro escolta al
profesor Alonso camino de Boston) nos espera en la calle, bajo una cortina de
agua. Esquivamos charcos, protegidos del chaparrón por los paraguas robados.
Qué vergüenza si nos descubren.
Abro la puerta, le sostengo el paraguas a Alejo y, apoyado en mí, toma
asiento en la parte de atrás. Me acomodo a su lado.
—Adelante —le dice al macute.
—Debería enseñarles algo de cortesía. Ya sabe, abrir la puerta del coche al
jefe, encargarse de los paraguas, decir buenos días…
—No se lo reproches. No les gusta el agua. Soportan la lluvia a duras penas:
Pero si lo tiras a una piscina, se ahogará.
—¿Otro defecto de fabricación, aparte del miedo a los espacios cerrados?
Pobres…
—Exactamente. Cuando el ayudante del doctor Moreau salga de la cárcel,
me ayudará a limar las pequeñas asperezas del código genético, como el
problema añadido de que solo habla uno de cada veinticinco. Misterios de la
ciencia, chica.
—¿Cárcel? ¿Acusado de qué?
—Falsamente acusado e injustamente condenado por asesinar al doctor
Moreau. Si hubiera aceptado que mis abogados le representasen… Maldito
cabezota.
Nos incorporamos al tráfico de la calle Dorrance.
El macute conduce con la ventanilla abierta y un brazo fuera que solo
introduce para agarrar el volante cuando cambia de marcha. No le importa
mojarse un poco. Necesita más mantener abierta una vía de salida al exterior.
Anoto mentalmente: indagar sobre las causas de la muerte del doctor Moreau y
el posterior juicio.
—¿Siguiente parada, Alejo?
—Nos dirigimos al velatorio de Howard Phillips Lovecraft, en una casa que
la familia tiene en la calle Barnes —suspira—. Voy a echarlo de menos.
—¿Nada más? ¿Vamos a dar el pésame? ¿Eso justifica un aterrizaje forzoso?
El magnate se frota la pierna y la cambia de postura, buscando una posición
cómoda.
—El profesor Alonso me dijo que ayer, durante el vuelo, estuviste revisando
información sobre Olathoe y Lomar.
—Vaya, Alonso puede ver a través de su gorrito.
—Seguramente, tu búsqueda resultó infructuosa.
—Sí. Datos incompletos.
—Necesitamos…
—Necesitamos el LIBRO.
—Él guardaba una copia.
—¿En su casa? ¿Lovecraft tenía una copia del Necronomicón en su casa? Ese
libro debería estar en una biblioteca, encerrado bajo llave.
—Eso mismo me dijo el arqueólogo que robó mi ejemplar en Zúrich. Un
idealista, profesor de universidad, que en sus ratos libres ejerce de buscador de
reliquias. Desconozco dónde lo habrá escondido. Esa sabandija se escurre de
mis agentes cada vez que le tienden una trampa. Le perdí la pista en la ciudad
de Tanis el año pasado.
—¿Tanis?
—Sí, colaboré con el British Museum y la Universidad de Hamburgo en
unas excavaciones que realizaron en pleno desierto. Estudio ciudades antiguas,
¿sabes? Su estructura, sus edificaciones, la disposición de sus equipamientos. El
arquitecto Albert Speer y yo trabajábamos en un proyecto conjunto cuando el
arqueólogo metió sus narices de nuevo en mis actividades.
—Albert Speer. Ma da mala espina.
—Lo considero un honorable competidor. El problema es que trabaja para
el bando equivocado.
—Nazis. Establece usted unas alianzas muy extrañas, Alejo.
—Speer es un genio en la materia. Contrastamos nuestros respectivos
descubrimientos. Bueno, la mayoría de ellos. Yo le oculto datos a él y seguro
que el muy malandrín hace lo mismo conmigo.
—”¿Malandrín?” Se me ocurren otros adjetivos peores. No confiaría en un
nazi. Nunca. Los archivos de la Unidad empiezan a llenarse de informes acerca
de sus actividades esotéricas.
—Tranquila les llevamos ventaja en todo. Si creemos que no deben
apoderarse de cierta reliquia o fisgar en una ciudad donde pudieran hacerse con
objetos peligrosos, simplemente los hacemos excavar en el lugar equivocado.
—Ellos actuarán de la misma forma.
—Cierto, querida. Pero mis faroles son más verosímiles.
Le creo. En el poco tiempo que he pasado con Alejo, he aprendido que es
capaz de lograr lo que se propone. El problema es, ¿a qué precio?
—Volvamos al Necronomicón. Se dice que circulan tres o cuatro copias más.
Así consta en los registros de la Biblioteca Widener en Harvard, la Nacional de
París, la de Buenos Aires…
—Copias apócrifas, reproducciones adulteradas, muy malas traducciones.
Sin rigor. El auténtico, el que se descubrió por casualidad en la Universidad de
Miskatonic, obraba en poder de Howard desde hace un tiempo. Lo robó.
Arrancó las cubiertas y sustituyó él mismo las páginas interiores por un fajo de
hojas de la guía de teléfonos de Rhode Island cuando se enteró de que William
Dyer, ya trastornado, intentaba hacerse con el libro. Me lo confirmó hace unos
meses, cuando su salud comenzaba a empeorar —Alejo le indica al macute
que, después del puente que cruza el río Providence, gire a la izquierda y luego
tome la calle Angell—. Si lees el Necronomicón entero y no mueres entre
agónicos estertores o conservas la cordura, querida, es que se trata de una burda
imitación, una atracción para turistas.
—¿Usted lo ha leído?
—Fragmentos.
—¿Cree que Lovecraft lo leyó?
—Howard ha… muerto. No sé si tendrá algo que ver.
Por primera vez, la expresión de Alejo se ensombrece, cambia de postura,
incómodo, se mordisquea el labio inferior.
El Necronomicón. Libro maldito y prohibido escrito por el árabe Abdul
Alhazred sobre el año 730. El autor, según cuentan, murió descuartizado a
plena luz del día a manos de un monstruo invisible en las calles de Damasco.
Contiene secretos arcanos no aptos para mentes débiles e historias de razas
monstruosas llegadas del espacio que habitaron nuestro mundo milenios antes
de la aparición de la raza humana. Seres arcaicos y siniestros, repulsivos y
abominables, grotescos y preternaturales, que permanecerían sumidos en un
sueño de eones hasta que alguien los despertara de su letargo y decidieran
reclamar su territorio, sus megalópolis… su alimento.
—Alejo, necesito saberlo. Permítame que insista. ¿Qué busca exactamente
en la ciudad de Olathoe?
—Conocimiento, Erika, conocimiento.
—¿Miente?
—Solo un poco.
Antes de que pueda protestar, el coche se detiene ante el número diez de la
calle Barnes. El temporal arrecia. Preferiría quedarme en el coche.
Bajo el porche de una casa de dos pisos típica de Nueva Inglaterra, de
madera, bien conservada aunque algo siniestra, distintos grupos de personas se
guarecen de la lluvia. Viene a recibirnos el joven que nos recogió en la carretera
la noche anterior, Robert Bloch. El viento ha deformado su paraguas. Va a
pillar un resfriado si no se seca pronto.
—Buenos días, Alejo. Hola, señorita Konstantin. ¿No han venido Loureiro
y Gómez-Jurado?
—Se han ido a la guerra, los muy idealistas. A luchar contra el fascismo y
esas cosas —contesta Alejo, claramente decepcionado.
Salimos del coche. El macute permanece dentro, inmóvil.
—La familia de Lovecraft, sus primas, no nos permiten entrar tampoco hoy
—explica Bloch, peleándose con su paraguas. Le ofrezco refugiarse bajo el mío
—. Amenazan con vetarnos la entrada mañana en el entierro. Y lo peor de
todo: no nos permiten acceder a la cocina, donde han preparado comida y
bebida para un regimiento. Estamos desolados… y hambrientos.
—Los periodistas y escritores han de permanecer siempre a una distancia
prudencial de la intendencia —bromea Alejo.
Subimos las escaleras del porche. Alejo entrega el paraguas a Bloch, se
sacude el agua de la pernera de los pantalones y se acerca a saludar a un grupo
de hombres que charlan amistosamente en un extremo del rellano. El mismo
ritual de siempre: abrazos y más abrazos.
Extraigo la libreta de notas del bolso. Alargo la mano hacia el exterior y
permito que se empape de agua de lluvia. Dejo caer unas gotas sobre el papel.
El agua resbala hacia los extremos y cae al suelo, como si las hojas fueran de
cristal. Increíble. Nota mental: hablar del proceso de fabricación con el
profesor Alonso.
—¿A quién está saludando Alejo? —le pregunto a Robert. Empieza mi labor
periodística.
—Veamos… De izquierda a derecha, August Derleth, Clark Ashton Smith,
Donald Wandrei, Frank Belknap Long, Randolf Carter y Lyon Sprague de
Camp —Bloch observa mi birome—. ¿Qué es eso con lo que escribes?
—Un nuevo modelo de estilográfica. Entre otros nombres, lo llaman
“bolígrafo”, creo.
—¿Tienes más?
—Aquí no. Pero intentaré conseguirte uno —señalo al otro grupo de cinco
personas, situadas al lado opuesto del porche, manteniendo la distancia muy
quietas, mirándonos fijamente con total descaro. Todos comparten los mismos
rasgos, tanto los tres hombres como las dos mujeres: cara alargada, ojos
saltones, orejas prominentes, nariz anormalmente pequeña, boca estrecha sin
apenas labios, manos con dedos finísimos y algo palmeados; constitución
delgada, postura encorvada, ropa negra muy gastada. Levanto una mano y
saludo. Me ignoran—. ¿Y esos de allí?
—Los parientes de Innsmouth. Familia de Lovecraft.
Tras intercambiar unas palabras con los literatos, Alejo camina en dirección
a la puerta de la casa. Clava la mirada en la melé de parientes de Lovecraft.
Cuando da los primeros pasos, la familia de Innsmouth se mueve en bloque un
paso atrás, murmurando, escondiendo la cabeza entre las solapas de sus
abrigos, emitiendo sonidos repulsivos y guturales.
—Voy a entrar —anuncia Alejo. Aspira profundamente, cierra los ojos un
instante, abre la puerta y accede a la casa sin llamar.
Nos unimos al círculo de autores. Robert me presenta. A pesar del silencio
reinante, sé que no debo iniciar una charla. Es evidente que todos están
prestando atención a lo que sucede en la casa. Intentan captar algo de la
conversación por encima del estruendo de la lluvia. Clark Ashton Smith ni se
molesta en disimular: pega una oreja a la ventana.
La familia de Lovecraft sale del porche, supongo que escandalizada por
nuestro comportamiento. Menean la cabeza con desaprobación y se marchan
calle abajo. Caminan muy pegados y marcando el paso. Parece no importarles
que el cielo esté dejando caer sobre ellos una tromba de agua descomunal.
Un minuto. Dos. Tres.
Alejo sale. Cierra la puerta dando un portazo. Expresión de ira en su rostro.
Golpea la pared con el bastón.
—¡Brujas!

5
Me quito los zapatos en el coche. Chorrean. El macute no se ha movido. La
lluvia golpea el techo.
El grupo de allegados de Lovecraft, con Alejo a la cabeza, ha compartido la
indignación ante la imposibilidad de dar el último adiós a alguien tan querido
como era el Maestro de Providence. Luego han expresado su consternación por
el suicidio de Robert E. Howard en Texas. No han faltado las teorías
conspirativas. Y eso me hace pensar que mi vida como escritora es de lo más
aburrido. Creo que me he perdido algo porque aquí todos los literatos tienen
una doble vida como agentes secretos, miembros de organizaciones
clandestinas, biógrafos en la sombra o, en el caso de Lovecraft, guardianes de
conocimientos arcanos.

Vencidos por la tenaz resistencia de las primas de Lovecraft, la reunión se ha


disuelto con el compromiso de citarse aquella misma tarde en un café del
centro de la ciudad y rendir el merecido homenaje al difunto.
Alejo, consciente de que me estaba quedando helada, empapada y al borde
de una pulmonía, me ha recomendado que volviera al coche.
Robert Bloch golpea el cristal de la ventanilla y abre la puerta.
—Erika, debo volver a casa. Si alguna vez viajas a Haddonfield, Illinois, y
no dispones de alojamiento, mi madre es la encargada de un motel muy
acogedor en las afueras —me entrega una tarjeta salpicada de gotas de lluvia.
Se ha ruborizado—. No dudes en llamarnos.
—Muchas gracias. Cuenta con ello —observo a Alejo y a August Derleth.
Siguen en el porche. Primero charlan, comienzan a señalarse mutuamente,
luego gesticulan un poco más; la intensidad de la conversación sube y acaban
gritándose—. ¿Qué hacen?
Bloch se da la vuelta y contempla el espectáculo.
—Lo de siempre, chica. Se están peleando por los derechos de la obra de
Lovecraft —me aclara antes de despedirse.
INCURSIÓN

1
Hotel Biltmore.

REPARTO las prendas mojadas entre los toalleros y la barra de la cortina de la


ducha. Los zapatos han quedado arrugados y resquebrajados. Directos a la
basura. Me seco el pelo. Estornudo una y otra vez. En el noreste de Estados
Unidos no existe la primavera.
Durante el trayecto de vuelta, Alejo ha permanecido callado, malhumorado,
lanzando gruñidos; no sé si más molesto por el desprecio de la familia de
Lovecraft o por la discusión con Derleth. He preferido no importunarlo. Solo
me ha dirigido la palabra para informarme de que disponía del día libre porque
él debía reunirse con unos empresarios y políticos locales. Parece ser que va a
negociar la licencia de apertura de una franquicia de tiendas de ropa de su
propiedad.
Me siento en el escritorio de la habitación y curioseo en la biografía escrita
por Loureiro y Gómez-Jurado.
1904. Anotaciones sobre el encargo. Impresionante: el anterior biógrafo fue
Julio Verne. ¡Julio Verne! Ni un solo dato acerca de años anteriores. Está claro
que cada escritor o escritores trabaja sobre una parte muy parcelada de la vida
de Alejo. ¿Por qué? Inauguración presidida por Alfonso XIII del Observatorio
Fabra en Barcelona. Vacaciones en la residencia de eodore Roosevelt. Avanzo
en la línea temporal.
1907. Expedición Crow-Stark a la zona de Tayikistán, en Asia Central;
prospecciones en cuevas que quedaron al descubierto tras un terremoto que
destruyó la ciudad de Karatag, en el que murió la totalidad de sus habitantes.
Luego volveré sobre este fragmento. Decido señalar con tiras de papel los
episodios.
1908. Se desplaza a Tunguska, Siberia, acompañado de José María Alonso y
otros científicos de la Universidad de Miskatonic. Problemas con las
autoridades locales. Alejo consiguió sacar del país un fragmento de meteorito
de dos toneladas de peso. Interesante.
1909, 1910, 1911. Industrias Crow financia parte de la Expedición
Amundsen al Polo Sur. En 1912 volvería a involucrarse en una gesta parecida,
pero que esa vez acabó en desastre: la Expedición de Robert Falcon Scott a la
Antártida. Doble marca en estas páginas. Según lo que escriben los biógrafos,
los expedicionarios encontraron “restos fosilizados de organismos ajenos a
cualquier clasificación natural realizada anteriormente”. No consiguen aclarar
su origen, si animal o vegetal. ¿Cómo es posible? Esta información nunca se ha
publicado. Tampoco figura en los archivos de la Unidad. Sigo: más datos sobre
la muerte de Scott, mapas, fotos de los hallazgos. ¿Dónde escondes tu museo
particular, Alejo?
1912. 1913. 1914. Una foto de Alejo, pegada con cinta adhesiva, en la
cabina de un aeroplano, abrazando a dos aviadores jovencísimos. Uno de ellos
es Henry Seres, su piloto de confianza. Las fotos pertenecen a la inauguración
de la primera aerolínea regular del mundo entre San Petersburgo y Tampa, en
Florida, Estados Unidos. ¿Por qué no envejece?
De 1914 a 1918, apuntes sobre sus actividades durante la Primera Guerra
Mundial. Galípoli, Marne, Negomano, apoyo logístico a británicos, franceses,
australianos y norteamericanos en distintos frentes. Más fotos: el profesor
Alonso manipula el tren de aterrizaje de un Sopwith Camel F1 inglés. A su
lado, ataviado con un mono de mecánico, Alejo sostiene una caja de
herramientas y Henry Seres, con uniforme militar y el brazo vendado, examina
una rueda del aparato. Otra foto en la siguiente página: Alejo ante los restos del
Fokker triplano derribado de Manfred Von Richthofen. Parece dedicar un
saludo militar en dirección a la cabina del piloto. A su derecha, Henry Seres de
nuevo: arranca, ayudado de un cuchillo, la insignia alemana del fuselaje
carmesí del avión como trofeo.
1919 y años de posguerra. Florecimiento de la economía. Los Felices Veinte.
Sus negocios de edición de libros y las empresas textiles, además de inversiones
inmobiliarias, le reportan beneficios astronómicos.
1926. Caprichos caros. Alejo gana en Nueva York la subasta de un ejemplar
de la Biblia de Gutenberg, el primer libro impreso de la historia. Paga 106.000
dólares. Buuuf. Un momento, un momento.
1929. 14 de febrero. No entiendo bien las anotaciones, pero juraría que
sitúa a Alejo en Chicago durante la Matanza de San Valentín. Citan a Al
Capone y Jack McGurn. Compra de armas, incidente inesperado con una
banda rival y ataque de… ¿Qué pone aquí? ¿Engendros de Dagón? No, no, no.
¿Profundos? La descripción lo confirma. Marco el pasaje con otra tira de papel.
La parte sobrenatural de este suceso nunca llegó a incluirse en los archivos de la
Unidad de Cazafantasmas de la Sociedad de Naciones.

Las cuatro de la tarde.


El tiempo se ha escurrido como las gotas de lluvia que, ahora con menos
intensidad, no cesan de caer sobre la ciudad. Hambre. Me visto y bajo a la
cafetería del hotel.
Encargo una ensalada de pasta y un refresco. Me lo llevo a la habitación.
Aunque me aterrorice pensar que los hechos narrados en el documento de
Loureiro y Gómez-Jurado puedan ser tan reales como parecen, no puedo parar
de leer. Es apasionante. ¡Y solo estoy eligiendo fragmentos al azar!
Las nubes deciden que ya han causado suficiente daño por hoy y empiezan a
dispersarse. Providence cobra vida mientras yo viajo al pasado.
Sigo en el mismo año, algunas páginas después. Punto de inflexión.
Durante el Crack del 29, Industrias Crow y muchas de sus filiales sufren un
revés financiero, pérdidas millonarias, desastre total. Alejo consigue salvar gran
parte de las empresas pero enferma la misma semana del derrumbe de la Bolsa.
Entra en coma. Ni rastro de menciones del diagnóstico. Un equipo de gestores
toma el control de su patrimonio bla, bla, bla, permanece ingresado durante
meses bla, bla, bla, el equipo médico que cuida de él, liderado por una tal
doctora Lázarus, se ocupa de informar a la prensa bla, bla, bla, tres operaciones
bla, bla, bla, trasladado del Hospital Sant Eligius al Sanatorio de Arkham.
¿Arkham? ¿Una clínica mental?
Otra foto: Alejo Crow tumbado en una cama de hospital, los ojos cerrados,
demacrado, una pierna entablillada de la que surgen varios tubos que se
pierden en un extremo de la foto; y a su lado, tomándole la mano con cara de
preocupación, MI PADRE, John Konstantin.

2
A media tarde, cuando la moqueta de mi cuarto ya empieza a mostrar
signos de erosión de tanto caminar arriba y bajo, oigo los pasos de Alejo en el
pasillo, acompañados del toc, toc, toc, de su bastón y de otras pisadas que
deben de ser las de sus guardaespaldas.
Abro la puerta, furiosa.
Me dispongo a lanzarle todo tipo de improperios.
Cierro la puerta, conmocionada.
No puedo creerlo.
Alejo Crow se dirigía hacia su habitación seguido de lejos por uno de los
macutes. Iba acompañado. Doblemente acompañado de dos espléndidas damas,
abrazándolas por la cintura.
Me suben los colores. Espero que no me haya visto.
Preparo la maleta. Vuelvo a casa.
Que se busque otra biógrafa.

3
—¿Qué haces aquí?
—Esperar un taxi.
—¿Te vas?
—Me marcho, sí.
—A Bangor, Maine. ¿En taxi?
—A Marte, si es necesario.
En mangas de camisa, con los pantalones arrugados y en zapatillas, Alejo
levanta el bolso que se apoyaba encima de mi maleta y lo deja sobre la escalera
de la entrada del hotel, donde llevo sentada media hora. Los macutes le habrán
avisado de mi tentativa de fuga.
Toma asiento sobre el equipaje. Extiende su “pierna mala”. Por favor, que el
frasco de Chanel aguante.
—En el suelo no.
—¿Qué dices?
—No suelte el bolso en el suelo. Se va el dinero —lo recupero y lo coloco
sobre mi regazo, con gestos nerviosos. Quiero que sepa que estoy muy
enfadada.
Toma mi mano con su mano derecha y la cubre con la otra, conciliador.
Hablando de perfume, desprende una agradable mezcla de aroma de dos
marcas distintas de colonia de mujer.
—Erika Konstantin, no puedes irte ahora. Has aguantado a mi lado mucho
más que otros biógrafos. Algunos, a las tres horas de disfrutar de mi compañía
ya habían desistido.
—No me extraña.
—Te necesito, querida. Créeme por última vez. Nuestro cometido cambiará
el curso de la historia. No descarto que en el transcurso de esta misión que
vamos a emprender se cometan actos que, por necesidad, crucen la línea que
separa lo legal de lo ilegal, lo coherente de lo suicida, que vayan más allá de tú
comprensión. Todo, absolutamente todo, está justificado.
Aparto la mano. Me cruzo de brazos.
Otra vez esa agobiante sensación de que, si desisto ahora, me perderé algo
grande. Es la segunda vez que sospecho de cierta influencia subliminal en la
toma de decisiones, como si su voz, su dialéctica o su simple proximidad me
generaran una predisposición a obedecerle.
De todas formas, no se trata de control mental ni nada parecido: en la
Unidad he recibido entrenamiento al respecto, lo habría detectado. Es algo
más…
—He leído la biografía que han escrito mis predecesores.
—Son buenos, ¿eh? Espero que disparen y esquiven la metralla tan bien
como escriben.
—¿Por qué no le afecta la luz del sol?
—No sé a qué te refieres…
—Su longevidad. Usted no envejece, Alejo.
Contempla el reflejo del agua sobre el asfalto de la calle, en silencio. Una
caja de cerillas y un paquete de tabaco aparecen en su mano, como por arte de
magia. Enciende un cigarrillo. Me ofrece. Lo medito un instante. No, gracias.
—Eso quiere decir que es usted un vampiro al que milagrosamente no
afecta la luz del día, para desgracia de las dos damiselas que le esperan en la
habitación, quizá ya desangradas sobre la cama; o que guarda, entre su extensa
colección de obras de arte, el retrato de Dorian Grey; o que el amigo
Mefistófeles le ofreció un trato que no pudo rechazar…
—Basta, basta. Nada de eso —Alejo niega con la cabeza y las dos manos en
alto, al borde de la carcajada. El humo de su tabaco forma círculos en espiral
que ascienden hacia la luz de los neones y, bamf, se deshacen—. No soy un
vampiro, ni un highlander, ni formo parte del catálogo de monstruos de la
Universal.
—¿Entonces?
—¿Creerías en lo imposible? Me refiero a lo que los seres humanos
corrientes consideran como “imposible”?
—Trabajo en la Unidad de Cazafantasmas de las Sociedad de Naciones,
Alejo. ¿Lo recuerda?
Deja caer el cigarro y lo apaga con la suela de la zapatilla.
—Interprétalo como quieras, niña. Llegué a este planeta hace mucho,
muchísimo tiempo, desde una galaxia muy, muy lejana. Me gustó. Decidí
quedarme. Formo parte de su historia y me considero una singularidad dentro
de ella. No busques explicaciones en los efectos del sol amarillo sobre mí o en
posibles lazos con alguna raza originaria del planeta Gallifrey. Vivo del
comercio y gracias al comercio. No soy inmortal, aunque sí más longevo que
los humanos.
—¿Está de broma otra vez?
—En absoluto.
Le quito el paquete de cigarrillos. Enciendo uno. Toso. Bien, Erika,
ganadora. Si querías marcar las distancias entre tú y lo sobrenatural, te has
unido al equipo adecuado, niña.
—¿Cómo sabe que no acudiré a los periódicos? ¿Le explica estas cosas a
todo el mundo?
—Solo lo sabe mi íntimo grupo de colaboradores. Y te aseguro que todos
ellos han tardado más que tú en recibir esa información.
—Repito, ¿por qué confía en mí?
—Te tomarían por una chalada, como a William Dyer. Y porque tengo la
certeza absoluta de que te integrarás en nuestra pequeña familia.
—¿Cómo lo sabe? —insisto, remarcando bien cada palabra.
—Lo he comprobado cuando te he cogido la mano.
Instintivamente, me separo unos centímetros.
—Mi padre. ¿Qué relación mantenía con él?
—Trabajaba ocasionalmente para mí.
—¿Nada más?
Alejo se incorpora, apoyándose en mi hombro.
—Nos unían vínculos muy estrechos.
—Entonces, ¿también él vino del espacio exterior?
—No. John Konstantin, de hecho, es más humano que los humanos. Al
menos de los que he conocido a lo largo de mi vida.
También me levanto. Subo un escalón. Me coloco a su altura. Busco el
contacto visual directo.
—Compréndame. Todo esto escapa a mis capacidades de…
—Sé perfectamente de qué eres capaz, Erika.
—Encadenar actos delictivos cada día, como ya le dije, convertirme en
cómplice de hechos que podrían llevarme de cabeza a la cárcel, no figura en su
contrato.
Recojo mis pertenencias, disgustada, a punto de echarme a llorar. No
esperaré al taxi. Me voy.
Alejo me agarra del brazo.
—Erika Konstantin. La tarea que vamos a emprender es una operación de
rescate encubierta. En el barco que buscamos viajaba tu padre —mi corazón
empieza a galopar al ritmo del Grand National, dejo caer la maleta—. El día
no ha acabado, todavía disponemos de tiempo para cometer un par de “actos
delictivos” más. Después te lo explicaré todo. ¿Te unes a nosotros? Por favor.
Necesito de tu intuición.

4
12:20 P.M.
Como suele escribirse en las novelillas de aventuras, “ahora es personal”. No
abandono mi enfado, por supuesto. El problema es que no puedo seguir mi
instinto cuando me dice “Erika vuelve a Bangor, olvídalo todo” porque daría la
espalda a la posibilidad de ayudar a mi padre.
Siempre que sea cierto lo que me ha explicado Alejo.
No le costaba nada haber sido más claro desde el principio. “Mi relación
con tu padre era más estrecha de lo normal”, o algo así. Habría captado mi
atención incondicional sin necesidad de esfuerzo.
Reconozco que no soy ahora una compañía agradable, sobre todo después
de enterarme de que Alejo ya había cancelado la petición de un taxi en la
recepción del hotel antes de hablar conmigo. El muy cabrón sabía que me
quedaría.
A tal efecto, se lo he dejado bien claro: si vuelve a engañarme, lo mataré. No
me importa la cantidad de plomo que me vea obligada a meterle en el cuerpo;
le enviaré de vuelta a la prehistoria por haber jugado con mis sentimientos.

De vuelta a nuestras habitaciones y después de despedir a sus acompañantes


(“No las he mordido en el cuello”), Alejo me ha entregado una gran bolsa de
papel con el logo de su cadena de boutiques de ropa, Crow’s, con órdenes de
utilizar las piezas más oscuras del lote.
—Creo que he acertado con la talla. No puedes ir por ahí con ropa de
oficinista, con prendas de chico prestadas y con esos zapatos de dudosa calidad.
—Mi ropa la compro yo. ¿Le queda claro?
—Seguro que sí, aunque todavía dudo de tu buen gusto.
—No estoy de humor, Alejo.
—Quedamos a las once y media en la sala de estar de la planta baja.
Abrígate. Ropa cómoda, insisto.
—¿Por qué?
—Por si hay que salir corriendo.
Le he cerrado la puerta de la habitación en las narices.
Pantalones oscuros y jersey negro. Zapatos bajos y una chaqueta de piel que
debía de costar mi sueldo de tres meses. Mi uniforme de malhechora. ¿Me
obligará a untarme la cara con betún?
Aparte: faldas, ropa interior, camisas, jerseys, vestidos, medias y una bolsa
repleta de complementos: collares, pulseras, anillos, pendientes.
Y una pistola Springfield.
Cargada.

Aparcados ante la casa de la familia Lovecraft, sin dirigirnos la palabra, Alejo


y yo observamos cómo el macute manipula el cuadro eléctrico de una farola
que hay situada en la acera, frente al portal. La farola se apaga. El macute
vuelve al coche y ocupa su puesto ante el volante.
—Este es el plan. Vamos a entrar en la casa. Debemos acceder al despacho
que Howard utilizó durante sus últimas semanas. Según una llamada suya que
recibí hace poco, ha dejado un mensaje para mí.
—¿Por qué no lo ha reclamado a sus primas?
—Porque me han echado a patadas. Podría haberlas estrangulado allí
mismo, si te parece, pero el alcalde de Providence y su séquito estaban allí
atacando los pastelitos y el café. Entonces también los habría tenido que
eliminar y…
—Un momento, un momento. ¿Pretende entrar en una vivienda ajena sin
permiso?
—Howard me habría dejado entrar. ¿Has traído la pistola?
—¡Por supuesto que no!
Niega con la cabeza y extrae un revólver, un Smith & Wesson 38 Special,
del bolsillo interior de su chaqueta negra que conjunta con un jersey de cuello
alto, pantalones de lana con goma en las perneras y botas.
Parece un comando de la Primera Guerra Mundial.
—Yo sí lo he traído. Ah, y toma. Betún para la cara.

5
—Vamos.
—No pienso moverme de aquí.
—Acompáñame. Cuatro ojos ven más que dos.
—Llévese al macute. Es un gran conversador.
—El macute debe esperarnos en el coche por si nos descubren y hay que
escapar a toda velocidad.
—Yo sé conducir. Mejor que usted, por cierto.
—Erika… Te lo ruego.
Lo juro. Será la última vez que acepto convertirme en cómplice de los
delirios criminales de este hombre.
De nuevo nos encontramos en el porche de la casa del difunto,
moviéndonos con sigilo. Ha dejado de llover. Oscuridad casi absoluta. Luna
nueva. Las calles están desiertas.
Es normal: esta noche, en la radio, se emite el nuevo capítulo de la
adaptación de La Sombra que Orson Welles serializa con mucho éxito para la
CBS. Me sabe muy mal perdérmelo. Soy una seguidora incondicional del
personaje.
Me niego a admitirlo ante Alejo, porque no le daré tregua hasta que conozca
todos los detalles de esta macabra conspiración en la que, por lo visto, se ha
visto involucrado mi padre, pero una parte de mí disfruta lo indecible jugando
a policías y ladrones.
Problema: en cualquier episodio de La Sombra, nosotros apareceríamos
como los malos, los delincuentes, los criminales. Seríamos la encarnación de
Arsenio Lupin o, peor, Fantômas. Y La Sombra lo sabría.
Alejo se frota la pierna mientras dirige la mirada a ambos lados. Le cuesta
caminar sin el bastón. Levanta el puño cerrado. Está enviando una señal a
alguien.
—Clark Ashton Smith y Lyon Sprague de Camp vigilan a ambos lados de la
calle. Avisarán al macute si alguien que circule por delante de la casa representa
un peligro. Si oyes un silbido muy agudo, corre hacia la puerta de atrás,
atraviesa el jardín y dirígete al cruce con la calle Elm. Verás una cafetería que se
llama Nighthawks. Si llegaras antes, espéranos en la barra. No des la espalda a
la puerta del local. Vigila siempre tu retaguardia. Será nuestro punto de
encuentro —susurra Alejo.
—Le diré algo. Si se me ocurriera escribir un relato sobre esto, mi editora lo
rechazaría por inverosímil.
—Por eso escribes para mí, niña.
Y entramos.

Cuando rebasamos la puerta, doy dos golpecitos en la espalda de Alejo. Le


susurro al oído.
—¿Ha pensado en todo? ¿Y si hay alguien en la casa? ¿Y si están durmiendo
y se despiertan?
Alejo mete la mano en el bolsillo y saca un frasco.
—Esta mañana he tenido tiempo de rociar el ponche y la comida con un
potente somnífero de acción retardada.
—Allanamiento de morada y envenenamiento. Lo que faltaba. ¿Có-mo de
potente?
—Dormirán hasta el mediodía del día siguiente a la ingestión. Las tres
brujas de Beckett y todos los que hayan consumido algo durante el velatorio.
Dulces sueños.
—¿Y si no han bebido ni comido nada?
—Llevo cuerdas y mordazas colgadas del cinturón.
Ay, ay. e Shadow knows…

6
No me asusta la oscuridad que nos rodea. Tampoco el silencio. Ni el aspecto
lúgubre de la casa. He entrado en lugares peores. Mucho peores.
En cambio, las fotos de la familia enmarcadas y colgadas en la pared
disuadirían a cualquier parapsicólogo experimentado de emprender una visita
turística en casa de los Lovecraft: rostros cenicientos, rasgos inquietantes,
expresiones vacías; abuelos, padres, hijos y nietos tan poco agraciados como
inexpresivos.
En la cocina, platos, bandejas y vasos por limpiar. Restos de comida sobre el
horno. Sentada en el suelo, dormida con la cabeza apoyada sobre un taburete,
una de las primas de Lovecraft ronca y babea. Alejo no se molesta en
examinarla y pasa por encima de ella en dirección a la sala de estar.
A nuestra derecha, escaleras que comunican con el segundo piso. Alejo me
indica con gestos que espere aquí, inicia el ascenso y se pierde entre las
sombras. Recorro un pequeño descansillo y me asomo a una estancia de la que
emana una tenue luminosidad.
Muebles y sofás de distintos tamaños retirados hacia las paredes o
arrinconados en las esquinas, tapados con sábanas negras. Junto a la chimenea,
el féretro: una discreta caja de madera austeramente ornamentada, de un color
marrón oscuro apagado que ni siquiera refleja la escasa fuente de luz que
preside la escena: una lámpara antigua de hierro forjado colocada a la derecha
del ataúd.
Me aproximo, caminando despacio, como si temiera despertarlo.
No siento miedo, sino una profunda tristeza. Contemplo el rostro de H. P.
Lovecraft, tan peculiar como en los retratos que acompañaban a sus relatos en
las revistas y que papá solía leerme en el transcurso de nuestros continuos
viajes. Los labios apretados, como cosidos por dentro, dibujados en una cara
angulosa que nunca cambiaba de expresión en las fotografías. Cara de mármol.
De mármol de Olathoe.
Siempre me fascinó.
Empecé a escribir inspirada por sus creaciones. Cuando cumplí los catorce
años, alentada por mi padre, le envié una carta demostrando mi admiración
por su obra. Semanas después, me contestó con ese estilo tan rebuscado y
pomposo que le caracterizaba. Compartió conmigo, de forma epistolar, sus
experiencias como escritor y varios consejos que luego me serían de gran
utilidad cuando empecé a publicar mis cuentos. Todavía conservo esa carta.
—Era uno de los grandes. De los más grandes.
Sobresalto. Alejo ha aparecido a mi lado sin hacer ruido. Cuando no le
delata el golpeteo de su bastón, se mueve como un felino. Ha bajado las
escaleras en completo silencio.
—Lo echaré de menos —murmura. Posa su mano sobre el pecho del
difunto.
—Yo también. Me divertía mucho con sus ocurrencias.
—El problema es que la prosa de Howard dejaba de ser divertida cuando
descubrías que muchas de sus “ocurrencias” se basaban en hechos reales. Era un
cronista, más que un fabulador.
Ya empezamos. Qué ganas de meterme miedo.
—Alejo, por favor. No es momento de gastar bromas pesadas. No soy una
niña. No estamos pasando una temporada en un campamento de verano. No
veo ningún fuego campestre alrededor del cual explicar cuentos de miedo.
Guarde un poco de respeto ante el féretro de su amigo.
No sé por qué abro la boca.
Ignorándome, Alejo Crow se lanza a registrar la ropa de Lovecraft: bolsillos,
mangas, interior del cuello de la camisa, debajo de la corbata; no puede ser,
¡dentro de los zapatos! Incluso levanta al difunto por un costado para poder
palpar debajo de él. Coloca de nuevo el cuerpo en su posición original, le
corrige el nudo de la corbata, le estira las mangas y le peina el flequillo.
Acabo de presenciar la profanación más respetuosa de la historia. Nota
mental: añadirlo a la lista de despropósitos como apéndice del allanamiento de
morada. ¿Qué está buscando?
—Erika, te aseguro que nadie en este mundo ha respetado más que yo a
Howard Phillips Lovecraft.
Ya lo veo, ya lo veo.

7
Me pide que le acompañe de vuelta al piso superior.
Cuando piso los escalones se escucha el crujir de la madera. Ñieeec, Ñieeec.
Detengo mis pasos. Alejo sigue ascendiendo, pero él no hace ruido y ha
recorrido el mismo tramo que yo. Además, pesa bastante más. Vuelvo a
intentarlo. Subo un escalón.
Ñieeec.
No lo entiendo. No lo entiendo. No lo entiendo.
Ñieeec.
Los ronquidos de las otras dos parientes de Lovecraft resuenan por el pasillo.
Pasamos de largo ante la habitación de una de ellas. La veo boca abajo, en
paños menores, sobre la alfombra. No ha conseguido llegar a la cama. Es
gracioso y a la vez patético.
Oigo a Alejo burlarse, saboreando su particular venganza. Manipula la
cerradura de otra habitación y entramos en el despacho que utilizó el escritor
durante sus últimos meses de vida.
—¿Qué se supone que buscamos?
—Un mensaje. No lo lleva con él en el ataúd, así que estará aquí.
—¿Podría ser más concreto, por favor?
—La localización exacta del Necronomicón. Me dijo por teléfono que la
dejaría indicada. Que buscara “dentro de la singularidad” —Alejo barre el
despacho con la mirada: escritorio, silla, armario, láminas de Virgil Finlay y
Clark Ashton Smith (al que precisamente distingo desde la ventana, vigilando
la calle); cajas de cartón en el suelo repletas de ejemplares de la única novela
que vio publicada en vida, La sombra sobre Innsmouth; también copias de Weird
Tales y Astounding Stories—. Necesito saber dónde lo ha escondido.
—¿Por qué Lovecraft no fue más explícito?
—Sospechaba que la línea telefónica podría haber sido intervenida, que le
espiaban. Envié al profesor Alonso a realizar un barrido de seguridad y el
resultado fue negativo. Aun así, Howard desconfiaba. Sus cartas empezaron a
contener mensajes criptográficos. Aseguró que compartiría conmigo el
emplazamiento cuando viniera a visitarlo; pero murió.
Colaboro en la búsqueda.
Como buena lectora de Poe, primero fijo mi atención en los lugares más
evidentes. Legajos de papel atados con cordeles, archivadores de
correspondencia ordenada alfabéticamente (entre la que descubro varias
misivas de William Dyer), relatos manuscritos y mecanografiados, bocetos,
fotografías de felinos, documentación sobre puntos geográficos (ciudades,
países, continentes, tribus, razas, fauna y flora), libros de otros autores, material
de escritura, medicamentos; ni rastro de un sobre, un papel o un mensaje que
incluya algún “Para Alejo”.
Me uno a Crow frente a los armarios abarrotados de libros. Por los informes
que revisé en la Unidad durante mis ratos libres, el Necronomicón original
consiste en un volumen de grandes dimensiones, grueso, fácil de distinguir por
la inusual, rebuscada y execrable decoración exterior.
A simple vista, nada.
Si Lovecraft lo destripó como me ha explicado Alejo, quizá lo haya
escondido por partes o cubierto con una portada distinta.
Revisamos los lomos uno por uno. Luego abrimos cada ejemplar y
comprobamos que el contenido se corresponde con el título. Búsqueda
infructuosa. Palpamos los muebles en busca de dobles fondos, cajones falsos o
puertas secretas. Nada. Miramos detrás de los cuadros y recorremos la parte
interior de sus marcos con las puntas de los dedos. Negativo.
Tres cuartos de hora después, desesperados, temerosos de haber dedicado
demasiado tiempo al registro, nos planteamos la opción de desistir. Sería lo más
sensato.
—Quizá lo escondió en otra parte de la casa o decidió devolverlo a la
biblioteca de la Universidad de Miskatonic.
—Hizo hincapié en la palabra “singularidad”. Conozco bien a Howard. No
lo ha ocultado lejos.
—¿Y si alguien se lo ha llevado? ¿Un familiar, una visita inesperada…?
Alejo me enseña una llave que cuelga de su cuello.
—Mira la cerradura del despacho. La instaló el profesor Alonso cuando
vino a “limpiar” los teléfonos. Soy el único que tiene la llave, aparte de
Lovecraft.
—La familia habrá encontrado una copia de esa llave entre sus pertenencias.
Habrán intentado entrar.
—La puerta no había sido forzada, lo he comprobado la primera vez que he
subido aquí. Además, solo se abre siguiendo una combinación concreta de
movimientos de la llave: cuatro a la izquierda, uno a la derecha, tres a la
izquierda, dos a la derecha. Y se cierra utilizando otra serie distinta.
—¿Debo incluir estos detalles en su biografía, Alejo?
—Guárdalos para cuando escribas la de Lovecraft.
Mientras Alejo comprueba que la ventana no haya sido forzada, vuelvo al
escritorio. Me apoyo en la pared y disecciono mentalmente todo lo que he
revisado.
¿Cómo actuaría un detective? ¿Qué razonamientos aplicaría? ¿Qué haría La
Sombra? Si Lovecraft simplemente colocó un pequeño papel entre las miles de
páginas de su biblioteca o marcó un fragmento de un libro, nunca daremos con
ello. Demasiados lugares donde buscar.
Necesitaríamos una señal clara.
Una señal.
Un momento…
Señal, señal, una señal singular.
Piensa, piensa.

—Señor Crow..
—Dime, niña.
—Si se quiere localizar algo escondido…
Alejo se acaricia el mentón. Medita. Finalmente exclama:
—¡…nada mejor que un mapa!
—Solo es una idea. Quizá antes de encontrar el libro, debemos buscar pistas
sobre su emplazamiento. Ayúdeme a revisar una carpeta que he visto antes.
Documentación geográfica.
—Pero…
—Confíe en mí. Obsérvela detenidamente.
—No veo nada especial, ninguna “singularidad”.
Le muestro las hojas una a una y luego el archivador en el que están
guardadas.
—Lee pocas novelas de misterio, Alejo. Fíjese en los títulos de los demás
legajos. Han sido escritos con plumilla, pluma estilográfica, incluso con pincel.
En cambio, el título “Documentación geográfica” de esta en concreto ha sido
trazado con un birome.
Alejo levanta mucho las cejas.
—Un bolígrafo. Tienes razón. Debió regalárselo el profesor Alonso —Alejo
fija su vista en el trazado más limpio de las letras, carente de los cambios de
grosor, las imperfecciones y los inoportunos manchones de tinta más propios
de la pluma. A la vez, ambos dirigimos la mirada hacia el escritorio.
Efectivamente, un birome idéntico al mío descansa al lado de otros utensilios
de escritura.
—No cantemos victoria todavía —advierto al magnate, que consulta
preocupado su reloj—. No hay más documentos ni carpetas marcados de esta
forma, así que ya hemos dado con una singularidad. Ahora debemos descartar
que se trate de una pista falsa.
Mapas y croquis de Innsmouth, Arkham, Nueva York, Providence, Castle
Rock y otras poblaciones. Páginas arrancadas de varios atlas: Australia,
Groenlandia, África, la Antártida, islas del Pacífico. Recortes de revistas de
naturaleza, ciencia e historia.
Nos centramos en los mapas.
Galimatías de indicaciones a mano, círculos, selecciones, cruces, tachones y
flechas. Alejo no distingue nada que le resulte familiar. No ayuda la apresurada
caligrafía de Lovecraft. Hasta que llegamos a una parte de un mapa de la
ciudad de Providence donde un recuadro dibujado con birome marca una
sección de seis manzanas por encima de la calle Warren. El resto de anotaciones
que encontramos en las otras hojas han sido escritas o dibujadas con pluma.
Me explica que el barrio no tiene nada de singular. Se trata de una zona
residencial.
Falta concreción.
Falta la “singularidad”.
—¿Nos conformamos con esto, jefe? Puede que encontremos una
singularidad dentro de otra si visitamos la zona.
—No hay más remedio. Si permanecemos aquí más tiempo nos exponemos
a ser descubiertos. El problema es que no podremos regresar. Incluso yo
considero excesivo drogar a la parentela de Lovecraft dos noches seguidas.

Antes de abandonar la habitación, contemplamos por última vez el legado


de Lovecraft, sobrecogidos, acongojados.
Tantos mundos; tantas criaturas, monstruos y horrores cósmicos…
—Sé lo que estás pensando, Erika. No te preocupes. Aunque discrepo con él
en muchos aspectos y esta mañana lo hemos discutido intensamente, August
Derleth difundirá con rigor y profesionalidad la obra de Howard. Es un buen
hombre. Lo vigilaré de cerca. Y sus compañeros del Círculo colaborarán en
todo—cierra la puerta con un complicado movimiento de la llave y nos
dirigimos a las escaleras, dejando atrás los ronquidos de las protectoras del
reino—. H. P. Lovecraft será un autor mundialmente conocido por los siglos
de los siglos.
—¿Puede ver el futuro, Alejo?
—Puedo intuirlo. Sirve de mucha ayuda en los negocios.
—Menos durante el Crack de 1929…
—Exactamente. Bajé la guardia. Me pilló por sorpresa. Todavía lo estoy
pagando, por decirlo de alguna forma.

8
Antes de salir a la calle, nos dirigimos al salón principal.
Queremos despedirnos del difunto.
Problema grave: no hay difunto. El ataúd ha desaparecido.
Alejo desenfunda la pistola.
—¿Hueles eso?
—Sí, como a… ¿pescado? —me tapo la nariz.
El hedor es insoportable. Proviene de un agujero de más o menos un metro
de diámetro que se ha tragado las tablas del suelo de un extremo del aposento.
Estrías en la madera. Han practicado el orificio sin hacer ruido, rasgando,
arañando, puede que mordiendo.
No, por favor, no.
—¿Alguien se ha llevado por ahí el ataúd?
—Demasiado estrecho. Colócate detrás de mí —me coge la mano y
corremos hacia la puerta. Salimos al exterior—. Y la próxima vez, incluye la
pistola en el equipamiento estándar. ¿Entendido? Porque…
Le interrumpo alzando la mano. Señalo hacia la calzada.
He presenciado fenómenos extraños desde que era una criatura. Los guardo
en la memoria y perturban mi subconsciente, mis sueños, mi salud mental. Los
niños recuerdan muchas más cosas de las que creemos. Me atormentan
demasiadas vivencias. Por eso le pregunté a Alejo Crow si íbamos a vernos
involucrados en algún tipo de situación inaudita o macabra. Ya he tenido
bastante.
No reacciono bien ante según qué cosas.
Por eso el cuerpo se me paraliza al presenciar el siniestro espectáculo de
cuatro seres de aspecto anfibio cargando con el ataúd todavía abierto de H. P.
Lovecraft, además de un quinto que cierra la formación y que se gira al
escuchar el golpe que da la puerta de la casa al cerrarse a nuestras espaldas.
Casi dos metros de altura, boca desproporcionadamente grande, enormes
colmillos, ojos saltones, cuerpo musculoso de aspecto humanoide y cubierto de
escamas, espina dorsal protuberante, manos y pies palmeados, y dedos
acabados en garras de las que cuelgan astillas de madera.
Alejo mira a nuestra izquierda.
Clark Ashton Smith abraza en el suelo a un Lyon Sprague de Camp
inconsciente. Clark nos muestra un pulgar y vocaliza la palabra “desmayado”.
¿Dónde está el macute? ¿Por qué no acude a socorrer a nuestros amigos y,
ante todo, por qué no dispara contra esas… criaturas?
Mi cuello padece la misma rigidez que el resto del cuerpo, pero consigo
atisbar el coche gracias a cierta visión periférica que he heredado de mi padre.
Distingo las manos del macute sobre el volante, los brazos, el torso…
Le falta la cabeza.
—Quieta aquí —me ordena Alejo.
Clava su mirada en el monstruo y avanza con paso firme hacia él con la
pistola apuntando al suelo.
El resto de aberraciones no detiene la marcha. Continúan caminando
pesadamente, encorvados, temblorosos, con la inseguridad de un animal que se
desenvuelve mal fuera de su hábitat. Se encaminan al sur, hacia el mar,
entonando lo que parecen ser cánticos asonantes en un lenguaje más apto para
las profundidades marinas que para la superficie.
A pocos metros del ser, Alejo se detiene y coloca el dedo en el gatillo.
El grotesco y repugnante sapo, desafiante, estira las piernas/ancas y gana
todavía más altura. Abre los brazos, en posición de ataque. Adelanta la cabeza y
muestra su dentadura. Ruge. Le brota espuma de la boca. En cualquier
momento le arrancará un brazo de un mordisco a Alejo y luego vendrá a por
mí. Y papá no está a mi lado para salvarme.
Alejo no se inmuta.
El anfibio recupera su postura inicial, da la vuelta y sigue el rastro de
secreciones malolientes que han dejado sus congéneres. Con total descaro, sin
tomarse la molestia en ocultarse, los anfibios se marchan y con ellos sus
misereres guturales.
Mis párpados se desploman.
Pierdo el conocimiento.

9
¿Erika?
¿Erika?
Erika Konstantin, despierta.

Por un instante imagino la voz de Rupert sonando en la seguridad de mi


pequeño apartamento en Bangor, despertándome porque llego tarde al trabajo,
ofreciéndome un zumo de naranja y su mejor sonrisa.
Desgraciadamente, cuando recupero la consciencia, por primera vez en
mucho tiempo, compruebo que sigo inmersa en la peor de mis pesadillas,
aunque el escenario haya cambiado.
Mi habitación del hotel. Tendida en la cama. Un pañuelo húmedo y frío
sobre mi frente. Alejo sentado a mi lado. ¿Desaparecerá si vuelvo a cerrar los
ojos? Lo intento.
No funciona. Alejo sigue ahí. La pesadilla continúa.
—Erika, debes sobreponerte. Necesito que prepares tu maleta. Mañana,
después de buscar el Necronomicón, nos marcharemos de Providence.
Me incorporo con dificultad. Hormigueo en brazos y piernas.
—¿Qué… qué era eso?
—Los parientes de Lovecraft. La gente de Innsmouth.
—Pero… ¿Por qué no le atacó?
—Tregua. Esta noche no habrá enfrentamiento. No ante el féretro de
Lovecraft. Dejemos que se lleven el cuerpo de Howard a casa… o donde
demonios residan —me alcanza un vaso de agua—. Mejor. Habrían acabado
con nosotros. Lo sé por experiencia. Me he enfrentado a ellos en otras
ocasiones. Y estoy seguro de que volverán a por mí dentro de poco. Saben que
los Dioses han sido molestados, que por todo el planeta se está fraguando un
alzamiento global y que ya no será necesario ocultarse por más tiempo. Saldrán
a la superficie y reclamarán lo que es suyo, como han reclamado hoy los restos
del pobre Howard.
—¿Por qué?
—Porque Lovecraft formaba parte de sus mitos.
—Me ha mentido una vez más, Alejo. Me ha metido de lleno en una
película de terror.
—Todos estamos metidos en una, Erika. En la peor película de terror de la
historia.
Bebo a pequeños sorbos.
—Fueron ellos, ¿verdad? Chicago, año 1929. El día de San Valentín. Los
seres que encontraron allí. El episodio que se describe en su biografía y que no
he logrado interpretar. Le persiguen, ¿no es así?
—En Chicago y otros teatros de operaciones. Saben que puedo marcar la
diferencia en la lucha de la humanidad contra sus Amos. Me vigilarán de cerca.
Sí, me acecharán vaya donde vaya.
—¿Y el macute?
—Clark y Lyon se ocupan de hacer desaparecer el cuerpo. No es la primera
vez. Saben lo que hacen. Tranquila, he pedido refuerzos.
Incapaz de contenerme, abofeteo a Alejo en plena cara. El vaso se rompe
contra el suelo. El magnate abre los ojos, estupefacto.
—Gracias por devolverme a los viejos tiempos y por meterme de lleno, otra
vez, en un mundo de tinieblas, maldito loco. Salga de aquí ahora mismo.
Mañana espero que tenga una buena explicación sobre lo que le ha sucedido a
mi padre o ya puede buscarse otro biógrafo que le acompañe a pelearse con sus
amiguitos de la Laguna Negra.
Me cubro la cabeza con la almohada.
Alejo se marcha y me quedo con mis terrores íntimos.
EL LIBRO

1
8:22 A.M.
Calle Warren, Providence.

HE DESAYUNADO sola en la habitación, ojerosa, despeinada, pálida y


dolorida. Supongo que anoche me llevaron en brazos y esa postura forzada ha
afectado a las cervicales. Apelando a mis últimas reservas de energía, he bajado
las maletas poco después de que Alejo pidiera a la recepcionista que me avisara
por teléfono.
El próspero empresario ha desplegado todo su poderío: cuatro Cádillacs y
una docena de macutes han tomado la entrada del hotel. Un ejército.
Sombreros, abrigos, gafas de sol, y culatas de ametralladoras y recortadas que
sobresalen aquí y allá.
Uno de los guardaespaldas me ha ayudado con el equipaje y he subido al
coche que me ha indicado.
Alejo aparta del asiento el fragmento de mapa de Providence para que
pueda sentarme.
—Buenos días. Y buen gancho de derecha.
—Si le hubiera dado con el puño cerrado, el ataque del abominable hombre
de las marismas le habría parecido un espectáculo infantil. No me provoque.
—Debo disculparme.
—Rechazo sus disculpas.
—Erika…
—Luego hablamos, cuando me haya hecho efecto el café.
Los macutes se han repartido entre los cuatro Cádillacs. La comitiva se ha
puesto en marcha. Si nuestra intención era la de pasar desapercibidos, de nuevo
no lo hemos conseguido.
Por suerte, ni los periódicos ni la radio han incluido la fiesta de ayer en la
sección de sucesos.
Sé que en algún momento nos pillarán.

Ahora, los macutes permanecen dentro de los Cádillacs estratégicamente


aparcados a ambos extremos de la calle Warren, al este de Providence. Alejo
despliega el mapa sobre el capó de uno de los coches. Cruzo los brazos. Arqueo
una ceja.
Alejo sabe lo que quiero. Información.
Dobla el mapa y lo guarda en el bolsillo de la americana. Se apoya en la
parte frontal del coche y enciende un cigarrillo.
—John Konstantin formaba parte de la Unidad de Cazafantasmas de la
Sociedad de Naciones. Nos conocimos hace muchos años, antes de que nacieras.
Los detalles de nuestro encuentro son irrelevantes. Reconocí su gran talento
cuando me acompañó a una misión en el Congo y a otra en Wakanda.
También fui testigo de sus constantes escapadas. Un hombre muy difícil de
controlar. Si en plena prospección minera en el Congo decidía tomarse unos
días para atormentar al ejército belga porque los consideraba unos esclavistas,
nadie podía impedírselo. Creo que el profesor Alonso te ha hablado de ello.
—Vagamente.
—En 1929 me hizo un gran favor: ocultó a la opinión pública, al Gobierno
y a la Unidad de Cazafantasmas un desafortunado incidente en el que me vi
envuelto en Chicago. Le ayudó un capitán de policía con el que había luchado
en la Gran Guerra, un tal Marcus Corvo al que, por fortuna, pusieron al cargo
de la investigación.
—Por eso el informe nunca llegó a la Unidad. Por eso no teníamos ninguna
constancia de la existencia de seres monstruosos como los que vimos ayer.
Si se lo está inventando, finge muy bien.
Prefiero creerle. Ansío con todo mi corazón que revele algo útil acerca del
paradero de mi padre. Me sentiría más aliviada.
—Es importante que ciertas fuerzas sobrenaturales se mantengan en el
imaginario popular o en la ficción de un autor. Es importante para mí… y para
la humanidad.
—Continúe.
—En 1931, la Expedición Pabodie despertó algo en la Antártida. En 1934,
la Expedición Starkweather-Moore desapareció de la faz de la tierra. Nunca
había ocurrido algo similar.
—Lo sé.
—Konstantin llevaba años estudiando los Mitos, aparte de su tarea como
espiritista y asesor paranormal. Le acompañaban elementos poco
recomendables como Randolph Carter y Charles Dexter Ward, gente de
dudosa reputación y cuestionable sentido de la cordura porque, obsesionados
con las ciencias ocultas, habían permanecido demasiado tiempo en contacto
con el mal en estado puro.
—“El mal en estado puro”.
—Sí, los Mitos.
—¿Qué Mitos?
—Los Mitos de Cthulhu, Erika.

2
Caminamos por la acera siguiendo el mapa, sin traspasar las líneas marcadas
por Lovecraft en el recuadro marcado con birome. Observamos las casas de dos
y tres pisos del barrio residencial en busca de alguna pista, de una singularidad.
Uno de los Cádillacs nos sigue de cerca. Alejo ordena a los macutes que
mantengan la distancia.
—Konstantin y yo coincidíamos en el peligro que suponía la intrusión de
las expediciones en el Polo Sur: los horrores insondables que allí acechaban a
nuestro mundo. Desoyendo mis consejos, emprendió una investigación por su
cuenta utilizando, sin informar de ello, recursos de la Unidad.
—Lo recuerdo. Venía a visitarme a Bangor únicamente dos o tres días al
mes. Y le notaba disperso, incluso desequilibrado. Yo todavía era agente de
campo y me ofrecí a acompañarle en alguna ocasión, a pesar de que empezaba
a cansarme de tanta parafernalia parachunga.
Doblamos una esquina. Los macutes nos siguen a distancia.
Más casas de arquitectura semejante. Jardincitos, setos, bonitos ventanales,
chimeneas, todos los detalles habituales. Vecindario tranquilo, sin estridencias,
salvo el típico vecino que decide dar la nota colocando enanos de jardín en su
propiedad.
—¿Sabe que los enanos de jardín se usan en algunas culturas nórdicas para
ahuyentar a los malos espíritus? —pregunto, sin abandonar mi cara de
disgusto.
—No, no lo sabía
—Ya ve, no pasará para usted un siglo más sin haber aprendido algo nuevo.
Continúe, por favor.
Me complace que las explicaciones de Alejo coincidan con mi línea
temporal. Intento atar cabos en el conjunto de su narración, en busca de
incongruencias, de mentiras.
—En 1936, John Konstantin desapareció. Tú decidiste retirarte a tu
tranquila labor de documentación en la Unidad, desde donde, me consta, no
has cesado de buscarlo —deja de caminar y se coloca frente a mí, apoyado en
su bastón—. Tu padre partió en busca de la ciudad de Olathoe cuando una
tercera misión a la Antártida, totalmente bajo mi control y de la que no consta
ningún tipo de documentación, también se esfumó sin dejar rastro… antes de
llegar al Polo Sur.
—Más las dos de la Unidad. Un desastre. ¿Qué insinúa?
—Alguien o algo se está comiendo a nuestra gente.
—Cinco expediciones… Es terrible.
—Konstantin, desobedeciendo mis advertencias, insisto, y sin el equipo
necesario, partió hacia el norte.
—¿Norte? ¿Por qué hacia el norte? Los casos de desapariciones se dieron en
la Antártida.
—Se negó a compartir la información conmigo. Sabía que si conocía de
cerca su ruta, intentaría detenerlo. Lo que sé con total certeza es que descubrió
las posibles coordenadas de la ciudad de Olathoe en el Necronomicón, en un
capítulo donde se hace referencia a una cronología de los seres del Abismo de
S’Ighuo que no es tal. Abdul Alhazred utilizó fechas para esconder coordenadas
geográficas.
—¿Cómo lo sabe?
—El profesor Alonso y yo estuvimos hurgando en la documentación que tu
padre guardaba en un almacén de Georgetown. Hemos tardado demasiado en
interpretarla correctamente. Había tomado notas del LIBRO que guardaba
Howard.
Si no me equivoco, Alejo muestra signos de remordimiento. Le tiembla la
voz y se frota ambas manos. No le había visto con el ceño fruncido hasta este
momento.
—Ahora haga un esfuerzo por ser sincero. Si encontramos el Necronomicón,
¿saldremos en busca de mi padre?
—Y de los conocimientos que él quería recuperar para bien de la
humanidad. Pero necesito esas coordenadas.
—…dijo don inhumano.
Le arranco una ligera sonrisa. Mi intuición me dice que ambos viajamos en
el mismo barco y que puedo sacar partido de nuestra relación. Es evidente que,
si no me engaña, Alejo Crow pasaría a convertirse en la mejor oportunidad que
se me ha presentado de encontrar a mi padre, siempre que Konstantin siguiera
con vida. Recelo, desconfío, no bajo la guardia. Simplemente no quiero perder
la esperanza.
Lo peor que nos puede pasar es que nos convirtamos en la sexta expedición
desaparecida en poco tiempo.
—Vamos, Alejo, sigamos con la búsqueda.

3
Las calles Warren, South Broadway, Juniper y Larch marcan el perímetro.
Las hemos recorrido dos veces. También hemos barrido las que quedan dentro
del recuadro: Ingraham, Fraser, Follett, Bentley, Berkeley y la Avenida Mauran,
que las cruza todas.
A mediodía seguimos sin distinguir “singularidad” alguna en las casas. Los
macutes nos traen café. Alejo debe descansar cada cierto tiempo. En una de las
paradas ha sugerido tomar todo el barrio con alguna excusa gubernamental,
una plaga o una orden de cuarentena, y traer a un equipo de confianza que
registre casa por casa. No comparto su percepción de cómo deben ser las
medidas expeditivas.
Hemos observado a los inquilinos que riegan sus parcelas o salen a trabajar.
También niños, repartidores de periódicos, lecheros, jardineros, empleadas del
hogar que limpian la fachada, etc. Nada a destacar porque nada destaca.
Sé que es capaz de militarizar el barrio. Antes, prefiero quemar nuestros
cartuchos. Ha despuntado el sol. Las nubes se dispersan. Me quito la chaqueta.
El café nos proporcionará combustible por si la búsqueda se alarga.
Alejo, en mangas de camisa, vuelve a mirar por enésima vez el mapa
arrugado, decolorado en algunas zonas, a punto de resquebrajarse por la mitad.
El magnate está delgado. Quizá demasiado. Cuando me dispongo a
preguntarle qué afectó tan gravemente a su salud en 1929, Alejo tira el vaso de
café y se levanta como empujado por un resorte.
Sin mediar palabra dirige la mirada hacia las casas de nuestra parte de la
acera y después a las de la contraria. Echa a andar, cojeando. Ha olvidado el
bastón. Lo recojo del suelo y le sigo. El macute se queda atrás, limpiando el
café del suelo con un pañuelo. Estas criaturas necesitan algún tipo de ajuste.
Le alcanzo en el cruce entre Larch y Mauran.
—Erika, no sabes lo mucho que me alegro de que hayas decidido quedarte.
Estoy seguro de que hemos localizado la “singularidad” de la que hablaba
Lovecraft gracias a tu intuición—despliega el mapa una vez más. Recorre con
el dedo el trazado de la calle Larch—. ¿Qué ves aquí?
—El recorrido de una calle.
—¿Y…?
—Casas. Más calles.
—¿Y…?
—La numeración de cada casa. Un momento… Lo veo, Alejo.
—¡Eso mismo! En la parte que da a tierra, los números son pares; en la
parte que da al mar, son impares.
—Menos en esta edificación en concreto, que a pesar de estar en el lado que
da a la bahía, su número es par.
—1, 3, 5, 8, 9, 11, 13… En el otro lado, no hay número 8.
—¡Eureka!
—Alejo, por favor, no sea arcaico. Estamos en plenos años treinta. Ya nadie
dice “eureka”.

4
Comparamos el número 8 de la calle Larch con las viviendas adyacentes sin
detectar ningún signo identificativo que la señale como una “singularidad”,
salvo por la inexplicable presencia del dígito par en la parte impar.
Hemos descubierto una singularidad dentro de una singularidad. Vamos a
indagar en otra capa de la cebolla.
Ayudo a ponerse la americana a un Alejo pletórico. Abro la verja exterior y
recorremos un jardín bien cuidado, rodeado de arbustos bajos, con el césped
impecablemente cortado. Nada extraño a primera vista.
La casa: construcción moderna, dos plantas, cortinas blancas y opacas en las
ventanas, ladrillo y cemento en el exterior, acabados de madera, terraza en el
segundo piso.
Alejo levanta el bastón y propina tres golpes a la puerta con la empuñadura.
Ahora que conozco su historial, simples detalles como este me resultan
anacrónicos.
—El timbre, Alejo. El timbre.
El pomo gira lentamente. La puerta se abre unos centímetros. Alejo olisquea
el interior. Gira sobre sus talones y señala a uno de los macutes que nos
aguarda en la calle, llamando su atención. Gesticula con las manos. El macute
regresa al Cádillac, corriendo.
—¿Qué le ha dicho? —susurro.
—“Extracción en quince”.
—¿En quince qué?
—Minutos. Confía en mí.
Apoya la punta del dedo índice sobre la puerta y la empuja suavemente.
Asoma la cabeza. Un cordel blanco desciende desde la parte interior del tirador
y se pierde sobre el suelo, en la oscuridad del vestíbulo.
—Hola, buenos días, ¿hay alguien? —pregunta Alejo, con la entonación
propia del típico vecino que se presenta en una casa ajena a la hora del té o en
busca de un poco de sal.
La cuerda se tensa y desplaza la puerta un poco más.
—Adelante —las palabras surgen de las sombras, al final del pasillo. Una
voz femenina, dulce, algo apagada—. Por favor, si no les importa, cierren la
puerta. Me molesta la luz del sol.
Entramos. Alejo alarga el brazo con la palma de la mano hacia atrás, señal
para que permanezca a su espalda. Cierra la puerta con un golpe de tacón y
todo se queda en penumbras.
—Mi nombre es Alejo Crow. Me acompaña la señorita Erika Konstantin.
Hemos localizado esta casa siguiendo las indicaciones de un buen amigo mío,
Howard Phillips Lovecraft.
Un suspiro. Silencio.
—No es nuestra intención causarle daño, señora…
CLICK. Nuestra anfitriona enciende la luz.
—Tost. Señorita Georgina Tost.
De mi estatura, también a principios de la veintena, delgada, vestida de
negro, algo pálida, ojos marrones, media melena, pelo oscuro, el corte de
flequillo más perfecto que he visto en mi vida. Sostiene el extremo de la cuerda
en su mano derecha y un cuchillo de cocina enorme en la izquierda.
—Tost… ¿Qué clase de apellido es ese? —pregunto, conciliadora,
adelantándome unos pasos a Alejo. Despacio.
—Tostpanescu. Rumano. Decidí cambiarlo cuando me mudé a los Estados
Unidos —la chica retrocede un poco. Tropieza con una columna formada por
tres mochilas de las que se utilizan para ir de escalada. Casi pierde el equilibrio.
—¿Había pensado en marcharse de aquí, señorita Tost? —pregunta Alejo,
señalando el equipaje.
—Esta misma noche.
—¿Destino?
—No… No lo sé… —dirige la mirada de uno a otro, nerviosa, supongo
que intentando adivinar si somos una amenaza o no—. Los he visto caminar
por delante de la casa, seguidos por su coche. Sabía que me encontrarían.
Howard me lo advirtió.
—Veo que le conocía. ¿Y qué más le dijo? —Alejo consulta el reloj.
—Que solo me fiara de usted —clava sus imponentes ojos marrones en mí.
Alejo se da cuenta y posa una mano sobre mi hombro, muy lentamente.
—La señorita Konstantin goza de mi confianza. De hecho, la hemos
encontrado a usted en parte gracias a ella. No tema, señorita Tost. Dígame,
¿por qué quería irse de Providence?
—La pasada noche, agazapada en el tejado, les observé entrando en casa de
los Lovecraft. Presencié lo que ocurrió después. Vi cómo los monstruos, la
estirpe de Dagón, se llevaban los restos del pobre Howard. Nunca se habían
dejado ver con tanto atrevimiento —sus ojos se humedecen, lágrimas—. Por
mucho aprecio que sintiera por él, aunque juré guardar su más preciado tesoro
en espera de que usted viniera a buscarlo, señor Crow, no me considero con las
fuerzas necesarias para llevar a cabo mi tarea. Si ustedes me han encontrado,
ELLOS también lo harán.
Avanzo un poco más. Me llevo las manos al pecho. Esta vez, Georgina no
retrocede.
—Georgina. ¿Puedo llamarte Georgina?
—Claro…
—Sé lo que significa vivir continuamente aterrorizada. Desde que me uní al
equipo de Alejo Crow y, a mi pesar, he sido testigo y partícipe de sucesos
terribles que han hecho aflorar mis temores más primitivos. Si te soy sincera,
todavía espero que alguien me despierte de esta pesadilla. Sea lo que sea lo que
te asusta, te garantizo que a nuestro lado dispondrás de muchas más
oportunidades de sobrevivir —alzo la voz para que Alejo pueda oírme desde la
entrada—. Puede venir con nosotros, ¿verdad?
—Debe venir con nosotros —contesta.
Georgina baja la cabeza.
—La estoy invitando, Alejo. No la obligo a nada. Le ofrezco compartir sus
temores conmigo y encontrar refugio entre nosotros. No sea tan brusco —
como siga así, este hombre va a echar por tierra mi intento de mostrarme
conciliadora. Cuando quiere, se comporta como un grosero.
—Erika, escucha… Howard me habló de alguien que le había estado
ayudando al empeorar su estado de salud. Alguien especial. Una persona que
podría haber escondido algo en su féretro destinado a que yo lo encontrara. O
que se hubiera llevado la llave de su despacho… o el LIBRO.
Georgina asiente, cohibida, encogida de hombros. Introduce sus dedos en el
escote de su vestido y saca una llave idéntica a la que Alejo utilizó para entrar
en el despacho de Lovecraft.
—Ahora que me han encontrado, sí, debería ir. No hay otra opción. Si me
niego, él me obligará —señala a Alejo—. Por otro lado, “los otros” siguen mi
rastro. Si caigo en sus manos, me espera una muerte lenta y dolorosa, lo sé.
—Erika… El número de la calle par es alguna especie de señal concertada
para que esta chica se comunique o se encuentre con los de su misma especie —
interrumpe Alejo.
—Oh, vamos, querida. Este tipo no puede obligarte a nada. Yo sigo a su
lado por voluntad propia. Si te molestara, le das una patada a su bastón y caerá
redondo al suelo. No es tan duro como parece. Tiene amigos un poco
extravagantes, eso sí.
—Erika… Es posible que se oculten por todo el país en casas que sigan esta
numeración atípica —insiste
La chica fulmina a Alejo con la mirada.
Pero no pienso dejar de tirar del hilo. Ahora mismo, ella representa una
oportunidad clara de encontrar a mi padre.
—Antes —prosigo, ignorando las interrupciones de Alejo—, necesitamos el
LIBRO en caso de que, efectivamente, lo escondas tú. La vida de mi padre y
quizá el futuro de la humanidad, si este señor no exagera, están en nuestras
manos.
—¡Erika! —grita Alejo.
—¡¿Puede saberse qué pasa?! ¡No me deja hablar!
Georgina suelta el cuchillo, baja la cabeza y juguetea con la llave del
despacho de Lovecraft.
Alejo da un paso al frente y la señala.
—Ella… ES… el LIBRO.
CUENTOS PARA NIÑOS

1
TAP, TAP.
Golpes en mi espalda.
La señal. Salimos de la casa en fila india. Abro la marcha a paso ligero.
Recuerdo las lecciones del sargento Scott. Poco recorrido: avanzo en línea recta,
variando sensiblemente la velocidad. Largo recorrido: avanzo en “S”. Dificultar
la acción de posibles francotiradores.
Georgina Tost se agarra con dos manos enguantadas a la mochila que cuelga
de mis hombros. No debo perderla. Camina tapada por una manta, sin visión
exterior. Alejo carga con las otras dos mochilas y cubre la retirada.
Abro la puerta. Cegada por el sol, salgo al jardín. Un macute se coloca ante
mí, armado con una ametralladora ompson. Otro se sitúa detrás de Alejo,
que grita: “¡Derecha, hacia el cruce de calles!”
Go, go, go!!!!
Georgina tropieza y cae sobre la acera.
Al tenerla sujeta, me arrastra con ella. Impacto contra el suelo, de lado.
Dolor en el antebrazo y en la cadera. El viento agita la manta. Los rayos de sol
alcanzan a Georgina. Chilla. Olor a quemado. Humo.
Alejo la tapa de nuevo.
Y alguien abre fuego contra nosotros.
Una carabina de gran calibre. Los disparos provienen del jardín de una casa
situada en diagonal, al otro lado de la calle.
La cabeza del macute explota. Alejo agarra mi brazo y me arrastra hasta
colocarme junto a Georgina y nos cubre con su cuerpo. Siguen disparándonos.
El macute que esperaba dentro del coche acelera e interpone el vehículo
entre nosotros y el tirador. Le alcanza un disparo y se desploma sobre el
volante. Alejo intenta hacerse con el arma del macute que ha caído en primer
lugar.
La balas rebotan contra el pavimento.
Rugido de motores. Los otros tres Cádillacs que esperaban en el cruce
arrancan y derrapan a nuestro lado en pocos segundos. Los macutes se
despliegan y abren fuego con todo su arsenal. Dos de ellos avanzan hacia la
fuente de los disparos. Uno cae abatido. El francotirador había retrocedido
hasta los setos de otra casa. El segundo recibe dos tiros en el pecho, describe
dos piruetas en el aire y queda tendido sobre la acera.
El resto de guardaespaldas corrige la posición de disparo pero vacía
cargadores a ciegas. Fuego de cobertura, poca precisión. Vuelan ramas de
arbustos y estallan ventanas.
Caos. Transeúntes poniéndose a cubierto, gritos de socorro, vehículos que se
empotran contra las vallas o que colisionan entre ellos, más disparos cruzados,
casquillos que llueven sobre nosotros. Dos macutes se agachan a nuestro lado y
comprueban si hemos sufrido daño. Alejo aúlla órdenes. Sus palabras me llegan
entrecortadas a causa de las ráfagas de ametralladora. Revienta una rueda a
pocos metros de mi cabeza. Parezco un pastelito cubierto de caucho, alquitrán,
pólvora y sangre de macute. Somos el objetivo.
Nos envuelve un remolino de viento. Por encima de la vorágine de
detonaciones y estallidos, el rugir de unas hélices llama nuestra atención. Los
sombreros vuelan, el humo se dispersa formando círculos concéntricos, un
huracán en miniatura.
Un ingenio volador con forma de avión aunque sin alas y con hélices en la
parte superior y frontal, más pequeño que un caza de combate, con ventanas
en los laterales, nos sobrevuela y desciende cerca del cruce, pasando por encima
de los Cádillacs. Otro macute es alcanzado y rompe un parabrisas al caer.
Extracción.
Ahora lo entiendo.
Se posa prácticamente en vertical. Levanta el morro, equilibra la cola,
recorre unos veinte metros y se detiene. Los pocos curiosos que todavía
observaban el tiroteo desde las cercanías salen ahora corriendo o se refugian en
sus casas.
Abaten a otro macute. El tirador lleva más armas del mismo calibre o es un
genio cambiando cargadores en tiempo récord.
Alejo observa un momento las casas circundantes por debajo del coche, sin
dejar de cubrirnos con su cuerpo y descarta que haya un segundo pistolero. Por
sus gestos, deduzco que está dictándole a uno de sus escoltas lo que deben
hacer: maniobra envolvente.
—¡Erika, corre como el diablo a la de tres con Georgina hacia el autogiro!
Hay una escotilla a estribor. Dile a Henry que nos vemos en Arkham. ¡Dile que
zarpamos en breve, que inicie los preparativos!
—¡¿Y usted?!
—No puedo abandonar a mis hombres. Y quiero destripar con mis propias
manos al chalado que ha empezado esto.

2
He cruzado una pista americana bajo fuego real superando la marca de
muchos de mis compañeros de la Unidad. He corrido de la mano de mi padre,
perseguidos de cerca por hordas de muertos vivientes en las afueras de
Pittsburgh. He sorteado trampas y obstáculos en tumbas egipcias.
Nada que ver con esto.
Adrenalina desbordada, dolor punzante en varias partes del cuerpo,
estruendo de disparos y explosiones. Las balas impactan a nuestro alrededor.
Corremos las dos hacia el comosellame ralentizadas por la fuerza del viento
generado por las aspas situadas en el eje vertical del aparato. Yo guío, ella
procura seguir el ritmo de mis zancadas. Masculla:
“quemaquemaquemaquema”.
Por favor, que no salga volando la manta.
Diviso la escotilla. Henry Seres alarga un brazo. Paso los brazos por debajo
de las axilas de Georgina y la levanto. Henry la recoge y la introduce en el
aparato. La chica rueda por el suelo de la zona de pasajeros, envuelta en la
manta.
Un fuerte golpe me empuja hacia delante, tropiezo. Choco contra el fuselaje
al mismo tiempo que Henry tira de mí y aterrizo al lado de Georgina. Intento
recuperar el aliento. Me cuesta respirar. El impacto en la espalda ha sido brutal
y el golpe contra la parte inferior de la compuerta, peor. Reboto unos
centímetros.
—¡¿Estás bien?! —vocifera Henry. El ruido del motor es ensordecedor. Me
va a estallar la cabeza.
—Sí, sí, salgamos de aquí.
El piloto pasa a la parte frontal. El espacio es minúsculo. Los asientos son
retráctiles y descarto seguir el protocolo de abrocharse el cinturón, así que me
abrazo a Georgina, recogiendo la manta por un lado y estirándola por otro para
que cubra todo su cuerpo. Busco puntos de apoyo con los pies en la pared y en
un grupo de arandelas de carga que sobresalen del suelo.
Oscilamos de izquierda a derecha. Ganamos velocidad. Nos elevamos y de
nuevo me invade la sensación de vértigo, como en el Lockheed.
Dos sonidos metálicos muy seguidos, como campanadas, llaman mi
atención. Miro hacia la escotilla. Sobresalen dos conos en la parte interior del
habitáculo sin llegar a penetrarlo. El tirador ha acertado en la aeronave. Si
disparase contra las hélices o el rotor, mucho más pequeños y vulnerables que
los de un avión convencional, nos derribaría.
Georgina llora.
Yo también.
Nunca creí que tendría miedo a volar.

3
—Georgina, escúchame bien. No te muevas. Nos están evacuando.
Mantente tapada. ¿Cómo van las quemaduras?
—Duelen.
Acaricio la superficie de la manta. Intento reconfortarla.
—Voy a preguntar al piloto si llevan algún tipo de botiquín, ¿entendido?
Georgina, ¿me oyes?
—Entendido, entendido…
Descuelgo la mochila de mi espalda. La examino. Una bala la ha perforado.
Por suerte, en el interior, algo ha funcionado como escudo.
La carlinga es mucho más pequeña que la del Lockheed. A través de la
ventana diviso cómo la ciudad de Providence empequeñece en la distancia. Me
acomodo al lado de Henry Seres con las piernas encogidas porque el suelo está
lleno de cajas de munición. Busco el cinturón de seguridad. Lo ajusto y lo
abrocho. Seres mordisquea un puro. Se debate con los mandos.
—No es fácil mantener estable este cacharro.
—¿Qué es?
—Un autogiro, un AC-35 de la Pitcairn Company adaptado para uso
militar. Mi juguete.
—Lao Che Airlines, Pitcairn Company… ¿Invierte Alejo en compañías de
aviación o solo es un buen cliente?
—Socio mayoritario.
Señalo una libreta que sostiene con los muslos. Al extender la mano me doy
cuenta de que estoy temblando. La adrenalina. Las heridas despiertan poco a
poco, escuecen, duelen.
—¿Y eso?
—El manual de instrucciones. Todavía no me he familiarizado con el panel
de control y los instrumentos de vuelo. Es la segunda vez que lo piloto —pasa
rápidamente una página y empuña enseguida el timón. Si no lo agarra con
ambas manos, el mando enloquece y el autogiro se desvía de la ruta.
—Me temo que han alcanzado un estabilizador.
—¿Eso es malo?
Seres escupe el puro y da unos golpecitos a lo que creo que es el altímetro.
No satisfecho con el resultado, le sacude un puñetazo. La aguja del altímetro
oscila y cambia de posición.
—Qué va —miente —¿Quién os ha tendido la emboscada?
—No lo sé. ¿Henry, crees que el señor Crow saldrá con vida del tiroteo?
Físicamente no está al cien por cien, que digamos.
—La mayoría de nosotros estamos en constante peligro. Seguro que ya lo
has notado. De todos modos, no te preocupes por él. Si lo hubieses visto cargar
contra nidos de ametralladoras en la batalla del Marne, durante la Gran
Guerra, cantando Rhyfelgyrch Gwŷr Harlech y armado únicamente con un sable
de caballería… Menudo loco. Como dijo una vez Lenny Flaherty, “el viejo
sigue siendo un artista con la ompson”.
El piloto mira hacia atrás con curiosidad. Georgina permanece en el suelo,
cubierta por la manta. Pequeñas columnas de humo se elevan desde los
pliegues de la ropa. Cuando una parte de la manta se abre y deja pasar el sol, se
escucha un chillido.
—¿Qué es eso? —pregunta Henry.
—Si te lo digo, no me creerás —una cantimplora despunta entre la
munición. La abro. Huelo. Agua. Empapo las heridas, las limpio.
—Prueba.
—Una fanpira.
—No te creo.
—Te lo dije.
—Las fanpiras no existen. Son cuentos para niños.
Giro sobre el asiento y me dispongo a volver con Georgina. Examinaré sus
heridas y le ofreceré un poco de agua.
—Yo tampoco imaginaba encontrar un ejemplar con vida. Son una leyenda.
No obstante, supongo que si creemos en zombis, vampiros, hombres lobo,
fantasmas, krakens, momias, demonios, seres del espacio exterior y discípulos
de Dagón, también podemos creer en fanpiros.
—¿Por qué dices eso?
—Tuvimos un encontronazo con discípulos de Dagón ayer por la noche. Al
menos creo que se trata de esas criaturas.
—Se la tienen jurada a Alejo.
—Vaya, otro que está al tanto de todo este lío: monstruos, ladrones de
cadáveres y conspiraciones a cual más sonada como si se tratara de lo más
normal del mundo.
Henry consulta un mapa y corrige el rumbo.
Este cacharro se aguanta en el cielo de milagro. Era más seguro el Lockheed.
No quiero ni pensar dónde ni cómo será el aterrizaje esta vez.
—Erika, los profundos, la estirpe de Dagón, no se mueve nunca tan cerca
de la costa, a menos que se trate de las cercanías de Innsmouth. Sienten una
devoción enfermiza por ese lugar y de tanto visitarlo han establecido allí una
colonia de procreación híbrida que atrae como moscas a los cazabichos de todo
el país. Pero Providence…
—Eso díselo a tu jefe. Si sobrevive a la refriega de ahí abajo, seguro que te
explica un par de cosas interesantes.

4
Retiro un poco la manta e introduzco la cantimplora en el interior.
Georgina la coge y la oigo beber a pequeños tragos.
Me acomodo a su lado. Arreglo los flecos de la manta.
—¿Qué llevas en la mochila? Pesa horrores.
—Libros… Ropa… Recuerdos… —responde, apenas un hilo de voz. Me
inclino sobre ella. En el exterior, detonaciones poco tranquilizadoras se añaden
al estrépito de las hélices.
—¿Puedo abrirla? Un disparo la ha alcanzado.
—Claro que sí —la cantimplora rueda por la cubierta y la manta vuelve a
cerrarse—¿Y las otras dos mochilas?
—Las llevaba Alejo Crow. Se han quedado en tierra. Tranquila, seguro que
las trae consigo cuando nos volvamos a encontrar.
—¿Es buena persona, ese hombre?
—Todavía no lo sé, chica. No lo sé.
—Yo… Solo quería llevar una vida tranquila.
—Ponte a la cola, Georgina.

Blusas, vestidos (algunos agujereados por el proyectil), un bolso, una


colección de búhos de madera, una daga, programas de obras de teatro y
películas, crema solar, un ejemplar de Harper’s Bazaar del mes pasado (también
agujereado). Y varios libros. Uno de ellos, grueso, antiguo, lujosamente
encuadernado, luce ahora un antiestético orificio en la portada. Guerra y Paz.
Lo abro y ciento cuarenta y dos páginas después extraigo la bala alojada en sus
tripas.

León Tolstoi me ha salvado la vida.


ARKHAM

1
19:22 horas.
Mansión Crow.
En las afueras de la ciudad de Arkham, Massachusetts.

CORRO las cortinas. Hace rato que se ha puesto el sol. Más allá de los
cuidados jardines de la finca, sobre un césped del perímetro exterior que
costará un gran esfuerzo regenerar a causa de los surcos provocados por el tren
de aterrizaje, el comandante Seres y el profesor Alonso, iluminados de cerca
por la linterna que sostiene un macute, examinan el autogiro por dentro y por
fuera.
Otros macutes patrullan cerca del portón de entrada, armados con escopetas
de caza. Destacan mucho en la oscuridad. Su aspecto fantasmal encaja con el
decorado: una grandiosa residencia victoriana de cuatro pisos que supera en
belleza las construcciones góticas más destacables del South End de Boston.
Más allá de la entrada, detrás de unos cipreses perfectamente podados, se
divisa un edificio aún mayor. Por sus características deduzco que se trata del
Sanatorio Mental de Arkham. La primera palabra que se me ocurre para
describirlo es espeluznante. Se cuenta que residen allí los perturbados,
psicópatas, criminales y lunáticos más peligrosos de Norteamérica. Un lugar
que ha inspirado toda clase de leyendas, cuentos e historias de terror durante
años.
¿Por qué Alejo compraría una propiedad en un lugar tan insano como este?
¿No habría sido mejor adquirir o construirse un rancho en Texas o un palacio
en las colinas de Hollywood?
¿Cuándo llegará el glamour a sustituir todo lo espantoso, terrorífico y atroz
que nos envuelve? ¿Cuándo se celebrarán las famosas fiestas ostentosas de Alejo
Crow y sus seudópodos de la alta sociedad?
Por si fuera poco, Arkham se encuentra en la parte oriental del triángulo
formado por Dunwich, Innsmouth y Salem.
El triángulo conocido como La Boca del Miedo.
—¿Has traído algo de ropa? —Georgina sale del baño envuelta en una
toalla. Es más delgada de lo que parecía. Parece incluso más frágil con tantos
moratones, quemaduras y arañazos repartidos por su cuerpo—. Mira. Casi
toda la mía está agujereada.
—Pues no. No tuve tiempo de recoger mis maletas del coche en Providence.
Tranquila, compartiendo techo con el propietario de Crow’s, en lo que a ropa
se refiere, supongo que no nos faltará de nada.
Georgina sonríe por primera vez. Ahora que caigo, todavía no me he
cambiado de ropa. Necesito un baño.
—Podríamos preguntar al mayordomo que nos ha recibido en la pista de
aterrizaje improvisada —le comento mientras registro los armarios, baúles y
cómodas que decoran la habitación doble donde nos han instalado—. Si Alejo
tarda en volver, fisgaremos en este caserón.
—El mayordomo no me gusta, eeerrr… No recuerdo…
—Erika.
—Sí, perdona… Erika. Los aniformes me dan un poco de grima. Más si
cabe con esa cabeza de perro y esas manos con tres dedos.
“Tú también eres una rareza”, se me ocurre. Luego me siento fatal por haber
pensado algo así. En cierto modo, yo también lo soy. “Lo has heredado de tu
padre”, me dijo una vez la señora Doolittle.
—Con esa pinta, apostaría a que tiene muy malas pulgas.
Reímos. Buena terapia. Rebaja la tensión.
Lo conveniente es que nos lo tomemos con buen humor o me imagino
como nueva inquilina del manicomio de ahí enfrente.
Georgina Tost elige las prendas que han sufrido menos roturas y se viste.
Aunque demasiado delgada para mi gusto, tiene un tipo perfecto. Quizá se
deba a… su dieta habitual.
2
—Buenas noches, chicas.
¡Una voz femenina! Salvadas.
Salimos del cuarto de baño contiguo a la habitación, donde Georgina se
debatía con mi pelo hecho un lío que ha sido imposible cepillar incluso
después de dos lavados y utilizando el acondicionador de cabello de marca
Crow que hemos encontrado en un tocador. En cambio, la media melena de
Georgina permanece lisa y perfecta… fanpírica.
Ambas contestamos un tímido “hola” y nos miramos de reojo. No estamos
acostumbradas a ver personas de raza negra que hablen con un acento tan…
británico.
Apoyada en el marco de la puerta, una mujer mayor (imposible acertar su
edad, ¿cincuenta, sesenta espléndidamente llevados, quizá más?), esbelta,
imponente, bata blanca sobre vestido azul marino, con el pelo gris recogido,
rizado y largo, nos saluda con la mano y ladea la cabeza, sonriente. Sostiene un
maletín de médico.
—Soy la doctora Belila Lázarus directora del Sanatorio de Arkham.
Bienvenidas a Dreamland. ¿Puedo?
—Por supuesto —la invito a pasar.
—Es agradable ver a dos chicas jóvenes por aquí. Demasiados profesores
locos, pilotos temerarios, científicos aburridos, empresarios pesados y
fumadores compulsivos de puros —deja el maletín sobre una de las camas y lo
abre—. Voy a curaros esas heridas. Tú debes de ser Erika y tú Georgina.
¿Quién quiere ser la primera?
De nuevo, una reflexión sobre el contexto que vivimos no ayuda a confiar
en una extraña. Estoy segura de que si en algún momento, por muy afable que
parezca, la doctora esgrime una jeringa o intenta que nos traguemos una
pastilla, echaré a correr.
Nada de eso sucede. Gasas, antiséptico, algodón y vendas. Limpieza,
desinfección y cura de las heridas. Me toma la temperatura y examina las
contusiones.
La doctora se vuelve hacia Georgina, que nos observaba con curiosidad.
Lázarus coloca los brazos en jarras y vuelve a ladear la cabeza de esa forma tan
tranquilizadora, tan propia de una consulta de pediatra, sincera, cercana.
—¿Y tú?
—No necesito sus cuidados, gracias. Las quemaduras sanarán solas.
La doctora se sienta a su lado, en la cama. Georgina, fuera de la penumbra
del vestíbulo de su casa en Providence, parece mucho más joven.
—Alejo me ha llamado desde Worcester…
—¿Está bien? —la interrumpo.
—Está perfectamente. Tiene previsto llegar aquí mañana por la mañana a
primera hora.
—¿Sabe si han atrapado a la persona que nos disparó? ¿Se trataba de una o
varias? —se interesa Georgina.
—Sí. Un único tirador.
—¿Vivo?
—Sí —la doctora, distraída, recorre con el dedo los agujeros de bala de la
ropa de la fanpira. En realidad, examina de cerca su anatomía, porque sus ojos
se mueven muy rápido de una parte a otra del cuerpo. La analiza
discretamente, sin violentarla. Muy hábil—. También me ha hablado de tu
“singularidad”. De la “singularidad dentro de otra singularidad dentro de otra
singularidad”, de hecho. Nunca pensé que los fanferatus existieran más allá de
los cuentos populares. Si me permites una pregunta, ¿hay más como tú?
—Que yo se sepa, no. Al menos durante los últimos tiempos.
—¿En otros países? ¿Otras razas similares? ¿Etnias, castas, clanes, tribus,
familiares? ¿Que vivan en un número no correlativo, como tú?
Georgina se cruza de brazos. Baja la cabeza y aprieta los labios. La doctora
se da por aludida.
—No pretendía incomodarte, niña —le acaricia la cabeza y se levanta.
Guarda sus utensilios en el maletín y lanza una advertencia, imitando la voz de
Alejo Crow—. Eso sí, Alejo me ha remarcado que bajo ningún concepto te
acerques a su biblioteca en la planta baja.
La fanpira ríe.
—Por lo demás —prosigue Lázarus—, sois libres de moveros por toda la
mansión. Os pido que no salgáis al exterior por motivos de seguridad. Mañana
os entregarán vuestro equipaje. Creo que se ha salvado de la refriega de esta
mañana.
—Doctora.
—Dime, Erika.
—Usted fue quien atendió a Alejo durante su afección en 1929, ¿no es así?
Estuvo al borde de la muerte.
—En efecto, me encargué también de supervisar su tratamiento durante su
periodo de convalecencia. Podría decirse que soy su médico personal. —
Camina hacia la puerta.
—¿Podemos confiar en el señor Crow? —vaya, acabo de darme cuenta de
que he incluido a Georgina en mi equipo cuando ni siquiera sé si puedo fiarme
de ella.
Belila Lázarus se da la vuelta, maternal, alza la barbilla, se lleva la mano al
pecho.
—¿Te ha dicho que confía en ti?
—Sí.
—Entonces puedes confiar en él.

3
Georgina me presta un vestido. Mi ropa ha ido a parar directamente a la
basura. Ya somos dos las que lucimos prendas con sistema de ventilación a base
de balazos.
Salimos al corredor y empezamos la ronda. El mayordomo nos ha
informado de que sobre las nueve nos servirán la cena. En las dos ocasiones en
las que me he topado con él, la sensación de déjà vu se ha disparado, el
presentimiento de haber vivido algo anteriormente.
Ahora no solo mientras duermo, sino en plena vigilia.
Recorremos la mansión, abrimos alguna de las puertas, escudriñamos unas
habitaciones y echamos rápidos vistazos a otras, las que están ocupadas (camas
deshechas, equipajes en el suelo; maquinaria, herramientas y una colección de
gorritos en el caso del aposento del profesor Alonso).
Cuadros pertenecientes a varios periodos históricos, esculturas griegas y
romanas, la obligada armadura, una vitrina con objetos mesopotámicos;
espadas, lanzas, trabucos, shuriken, escudos zulúes, todo ello muy bien
conservado a pesar de que, tras una observación concienzuda, confirmamos
que se trata de piezas originales, no de reproducciones.
Esta casa es un museo.
—¿A qué te dedicas? —me pregunta Georgina.
—Escribo novelitas de misterio y aventuras. También trabajo como
documentalista en un departamento especial del Gobierno de los Estados
Unidos.
—¿Y por qué estás aquí?
—Versión larga o corta.
—Corta. Ya puedo oler la cena.
Inhalo fuerte por la nariz. No huelo a comida. En cambio, me mareo por
culpa de la peste a acondicionador mal aclarado que emana de mi pelo.
Después de cenar, meteré la cabeza en la bañera durante una hora.
—Resumiendo: Alejo Crow contacta conmigo y me ofrece trabajo como
biógrafa. Acepto con una condición: nada de experiencias paranormales. Lo
pasé muy mal de pequeña por culpa de la profesión de mi padre que, a pesar de
cuidar muy bien de mí y quererme mucho bla, bla, bla, siempre se veía
envuelto en situaciones de peligro relacionadas con lo oculto. Le costó aprender
a no traerse el trabajo a casa —Georgina esboza una sonrisa y aprovecho para
mirar si tiene colmillos o algo—. John Konstantin, mi progenitor, desapareció
hace un año aproximadamente, investigando por su cuenta los horribles
acontecimientos relacionados con dos expediciones a la Antártida. Alejo me
revela que papá y él se conocieron, estrechamente por lo que he deducido, y
que puedo ser de ayuda en sus esfuerzos por encontrar una nueva expedición
que lideraba mi padre. Después de cometer varios actos criminales, acudimos al
velatorio de Lovecraft en busca del LIBRO y eso nos lleva hasta ti. La
desaparición de papá, la muerte de Lovecraft y los sucesos del Polo Sur han
precipitado los acontecimientos. Por último, aunque no menos importante,
quiero añadir que de la misión de rescate que vamos a emprender depende el
futuro de la humanidad… o algo parecido. ¿Qué te parece?
—Impresionante.
—Todo eso, en escasamente tres días.
Bajamos unas escaleras anchas y recubiertas de moqueta. Más cuadros en las
paredes. Diviso un retrato de Alejo realizado con el inconfundible trazo de El
Greco. Algunos peldaños más abajo, nos topamos con otro lienzo espectacular.
Solo lo había visto en fotografías. Conocer en persona al millonario y, por lo
que veo también gran coleccionista de arte, aporta nuevos datos a la
interpretación de la pintura: se trata claramente de Alejo, luciendo el mismo
físico que en la actualidad, vestido con armadura, espada en mano, entregando
las riendas de un caballo a Enrique III durante la batalla de Bosworth, obra del
pintor Josh Baker.
—¿Echas de menos a tu padre?
—Muchísimo, Georgina. Muchísimo.
—¿Y qué opina tu madre de todo esto?
—No sé quién es mi madre.
—Eso… Suena extraño. Sin ofender a nadie, la identidad del padre es lo
que suele desconocerse. ¡Estos hombres!
—Nunca quiso decirme quién era. Sospecho que ni él lo sabe, que alguna
de sus amantes me abandonó en una cesta ante la puerta de casa en Newcastle.
—¿En serio?
—Podría darse el caso. De hecho, desconozco la fecha exacta de mi
nacimiento.
Llegamos a la planta baja. Estancias enormes, salón de baile, espejos
gigantescos, más obras de arte… ¡un teléfono en el recibidor!
—¿Has investigado sobre ello?
—Sí. —Descuelgo el teléfono. Miro alrededor. No hay moros en la costa—.
Considerando las fechas y reuniendo información, me atrevería a asegurar que
mi madre es Dorothy Parker. Era íntima amiga de papá. Incluso recuerdo
haberla conocido de pequeña, cuando mi padre me llevaba a la redacción del
New Yorker y también a California, donde ella se mudó más tarde. Siempre fue
muy amable conmigo.
—¿Dorothy Parker? ¿La escritora?
—Casualmente, hace poco me envió una copia autografiada y dedicada del
guión de Ha nacido una estrella, que se estrena en abril —el teléfono tiene
botones en lugar de la ruedecilla perforada. El profesor Alonso ha pasado por
aquí y ha hecho de las suyas—. Avísame si viene alguien.
Marco el número.
Un tono de llamada. Dos. Tres.
—Biblioteca de Bangor, dígame.
—¿Señora Doolittle? Soy Erika Konstantin. Siento llamar tan tarde. ¿Sigue
ahí Rupert?
—Sí, querida. Ahora le paso la llamada desde la centralita. ¿Todo bien por ahí?
En las noticias de la radio han mencionado algo acerca de un intercambio de
disparos en Providence y citan al señor Crow.
—Todo bien por aquí. Cuando vuelva, tomamos un café y se le explico los
detalles.
—Cuídate mucho, Erika.
—Gracias. Igualmente.
Oigo la señal que indica la transferencia cifrada de llamada a las oficinas de
la Unidad.
—Rupert. Documentación y Fontanería.
—Hola, socio.
—¡Erika! ¿Estás bien? En las noticias…
—Lo sé, lo sé. Todo va bien. ¿Y tú?
—Te echo de menos. Me siento muy raro durmiendo toda la noche del tirón.
Añoro tus paseos nocturnos, el ruido de vasos rotos, el frío espantoso cuando abrías
la ventana para fumar o tocar la guitarra… Y solo hace tres días que te has ido.
—Yo también te echo de menos.
—¿Seguro que…?
—Que sí, que sí… Sigo de una pieza, ya hablaremos. Escucha, necesito un
favor. ¿Podrías buscarme unos documentos en la Unidad? Tranquilo, deben de
ser de clasificación B, no te acarreará problemas. Se trata de rastrear un patrón
concreto de sucesos, anotar tipología, localización y fecha.
—Ok, anoto.
Le dicto el tipo de información que necesito.
—Te llamaré mañana, supongo.
—Vuelve, Lady Dillinger.
—Volveré. Besos. Miles de besos.
Cuelgo.
Un ladrido de advertencia suena en alguna parte de la casa.
—El teléfono de la mansión no debe ser utilizado sin el permiso expreso del
señor Crow, señorita.
El mayordomo ha aparecido en lo alto de la escalera. Nos observa con su
hocico canino levantado, despectivo, tieso como las armaduras que decoran
también algunos rincones de la planta baja. Georgina y yo retrocedemos
lentamente hacia la puerta de la entrada, marcando las distancias.
—Lo siento, necesitaba llamar a un compañero de trabajo.
—Pida permiso antes. Esto no es un hotel —gruñe. Enseña su dentadura.
Es enorme—. Si no muestran respeto por la casa, me veré obligado a alojarlas
en el granero.
De repente, sobresaltadas, notamos que alguien nos agarra por los hombros.
El profesor Alonso ha entrado en la mansión.
—Calma, señor Dog. Yo me encargo de ellas.
Contrariado y furioso, el mayordomo resopla y se aleja por un corredor
decorado con tapices orientales.
—La cena está servida en su habitación. Procuren no llenar de migas la
moqueta —dice sin dirigirnos la mirada—. Buenas noches.
El profesor Alonso le sigue con la mirada. Saca la lengua, burlándose.
—Georgina, te presento al profesor Alonso.
—Encantada —la fanpira le ofrece la mano.
—Mucho gusto —él se la estrecha, pero la aparta enseguida cuando se da
cuenta de que la lleva manchada. Instintivamente, Georgina y yo nos
sacudimos los hombros, donde antes Alonso había puesto sus manos llenas de
grasa.
Alonso se da cuenta y se limpia las manos frotándolas contra el pantalón de
su mono de trabajo, más sucio si cabe.
Ni su gorrito se ha librado de acumular porquería.
—Lo siento. Hemos reparado el autogiro con Henry Seres y nos hemos
puesto perdidos —se mira los dedos, asustado de lo que ve. Ahora son negros
—. Es un ingenio asombroso que nos permitirá ejecutar aterrizajes y despegues
en un mínimo de espacio. Los alemanes intentaron vendernos dos zeppelines
LZ 129, el Hindenburg y el Egert. Alejo y yo no lo vimos claro. Una chispa en
el momento más inoportuno y catapum.
—¿No se marchaba con el equipo de Turing?
—He aplazado mi partida. Como responsable de seguridad, me ha surgido
trabajo extra por culpa de los incidentes de Providence. Veo que estáis enteras.
—Algo magulladas —le muestro los hematomas—. Profesor, hablando de
Providence. Le regaló a Lovecraft una de esas estilográficas nuevas, ¿verdad?
—¿Un birome? Sí, ¿cómo lo has sabido? ¿Te lo ha enseñado él? —esboza
media sonrisa. Chiste macabro.
—¡Howard ha muerto! —replica Georgina, molesta.
—“Que no está muerto lo que yace eternamente, y con el paso de los eones,
incluso la muerte puede morir” —recita Alonso. Se da cuenta de lo
inconveniente de su broma de mal gusto y muestra una expresión arrepentida
—. Lo siento.
Georgina se echa a llorar y sube corriendo las escaleras.
—¿Es cierto? ¿Es una fanferatu? ¿Una fanpira? ¿Has podido ver cómo se
alimenta? —pregunta, ignorando mi mueca de reproche.
—No es el momento…
—¿Crees que se dejaría examinar en pro de la ciencia? Encontrar un
ejemplar vivo de fanpiro es como, no sé, como hallar el Arca de la Alianza o los
restos del Titanic.
—Profesor…
—No estoy hablando de una vivisección, chica. Me conformo con análisis
de sangre, muestras de tejido, un par de radiografías y quizá alguna prueba
inocua con radioactividad en los laboratorios de Enrico Fermi.
—En otro momento, no insista. Está asustada, tanto como yo, si no más —
le enderezo el gorrito, que se estaba inclinando hacia un lado—. Debería
haberme dicho que la expedición tenía como objetivo la búsqueda de mi padre
y su equipo.
—Eso es cosa de Alejo. Opinaba, creo, que si te lo decía desde el principio,
la ansiedad podría nublar tus habilidades deductivas.
—Ya, habilidades deductivas… ¿Sabe qué? Vuelvo a la habitación.
—Sí, será lo mejor. Nos espera un día muy duro. Alejo trae un prisionero y
grandes dosis de mal humor. Retirar los cuerpos de los macutes y eludir a las
autoridades de Providence no ha sido nada fácil. Además, ha acudido la policía
estatal y representantes del Estado de Rhode Island porque al alcalde y a la
mayoría de miembros del consistorio no había forma de despertarlos. Un caos.
—Ese mayordomo, el aniforme, ¿siempre se comporta así?
—¿Dog? ¿Francis Killer Dog? No es un mayordomo. Es el secretario
personal de Alejo y quien gestiona sus propiedades.
—¿Y por qué lleva esa especie de levita, entonces?
—Le tapa el rabo. No le gusta que se le vea.
Me despido de Alonso y me encamino a las escaleras, prometiéndome a mí
misma que cuando me cruce con el señor Dog, me abstendré de agacharme y
mirar bajo su chaqué.
—Erika —el profesor levanta una mano. Sostiene una probeta de cristal
tapada con un corcho—. ¿Podrías recoger una muestra de su cabello? A ser
posible, con guantes, para no contaminarla.
—Basta, profesor.
4
Cenamos en la habitación. Comida de verdad. Nada de sándwiches ni
panecillos robados en el restaurante del hotel. Ensalada, filete de ternera, zumo
de naranja y pastel de manzana.
—No se lo tengas en cuenta. Me consta que el profesor Alonso también
sentía un gran cariño por Lovecraft.
—Me sabe mal haber reaccionado de esa forma —Georgina habla sin dejar
de comer. La ensalada le dura dos minutos.
—¿De qué lo conocías? Me refiero a Lovecraft.
—Leía sus relatos en Weird Tales. Descubrí que vivía en Providence. Una
noche coincidimos en una representación de teatro, una obra de Viktor Conde,
el mismo que colabora con Orson Welles en la radio.
—Me encanta Orson Welles.
—Lovecraft era bastante fácil de identificar entre el público, ¿sabes? Le dije
que le admiraba mucho y esas cosas, muerta de vergüenza. Me lo imaginaba
más introvertido. Fue muy amable conmigo —la fanpira ataca el filete, sin
misericordia—. Con el tiempo, entablamos amistad. Creo que soy una de las
pocas amigas con las que no se comunicaba únicamente mediante cartas.
—¿Sabía… lo tuyo?
—Sí.
—¿Y no te incluyó en alguno de sus relatos? Habría sido divertido. A mí me
habría encantado.
—Howard no solía dar mucho protagonismo a las mujeres en sus cuentos.
La mayoría de las que aparecían en sus obras eran malvadas o monstruosas. Y
yo no soy un monstruo, ¿queda claro?
Deja de masticar y clava sus ojos en mí, enrojecidos.
—No he dicho nada por el estilo, Georgina.
—Es evidente que me miras como si fuera un bicho raro. Detecto esas
expresiones en las personas.
Tiene razón. Suelto los cubiertos y apoyo la barbilla sobre las manos. Me
muero de ganas por preguntar algo.
—En ningún caso te miraría como si fueras un monstruo. Simplemente, me
extraña verte engullir comida de origen orgánico, por decirlo de alguna forma.
Georgina se cruza de brazos.
—Los fanpiros se alimentan igual que los humanos. Aparte, consumimos
papel impreso. También por decirlo de alguna forma, nos sirve como complejo
vitamínico.
—Asimilando su contenido, según tengo entendido.
—¡Pero antes he de leerlo! —ríe con total soltura. Le encanta disfrutar con
mi ignorancia. Bueno, al menos se ha animado—. Si me como una página de
Guerra y Paz sin antes haberlo leído, no la memorizo, mi organismo no la
asimila.
—Fascinante.
—Por ejemplo. Si tu escribes una poesía en esta servilleta de papel y me la
como tal cual, estaría comiendo celulosa con tinta. Hasta aquí, ¿bien?
—Bien.
—Pero si escribes una poesía sobre esta servilleta, la leo y luego me la como,
queda “archivada” en mi cerebro, para siempre y, además, he alimentado a mi
organismo.
—Es un poco retorcido, ¿no? —le acerco mi plato de postre. Ella coloca mi
ración de tarta junto a la suya—. Entonces, por poner un ejemplo, ¿has
leído…?
—…y devorado, dilo claramente.
—Digamos, Orgullo y prejuicio. ¿Cómo empieza?
—¿En qué idioma, inglés, francés, alemán?
—No sé, en inglés.
— Veamos: “It is a truth universally acknowledged, that a single man in
possession of a good fortune, must be in want of a wife”.
—¿Y la página… 123, por decir algo?
—¿De qué edición, la de 1813, la de 1815, la de 1822…?
—Vale, vale. Me has convencido. Alucinante.
Georgina, orgullosa de haber demostrado sus habilidades, retoma su compás
de ingestión acelerada. Quizá se quede con hambre. Me uno a ella, antes de
que se enfríe el filete. Al ritmo que llevo, nunca se sabe cuándo podré volver a
comer caliente.
—No creas. Lo que más me gusta de mi condición es que nunca se me
olvidan las letras de las canciones. Tampoco me quedo sin ideas cuando trabajo
de noche como baby-sitter y los niños me piden que les explique un cuento. En
el fondo, ser una fanpira es muy práctico.
He abierto una pequeña brecha en ella.
—¿Por qué te entregó Lovecraft el LIBRO?
—Quería que lo escondiera. Que lo escondiera donde nadie pudiera
encontrarlo. ¿Me entiendes? Confiaba en mí.
—Igual que Alejo confía ahora en nosotras.

5
A las tres de la madrugada, Georgina se levanta. Oigo sus pasos. Claro, es
un ser nocturno. Durante gran parte de la noche no ha cesado de revolverse en
la cama. Ha ido en busca de un vaso de agua en un par de ocasiones, ha
deambulado por la habitación, ha cogido libros de su mochila y se ha puesto a
leer… a oscuras. Después he podido escuchar cómo arrancaba páginas y
masticaba.
Turbador. Imposible conciliar el sueño, ni ella ni yo.
Ruido de bisagras. Me incorporo sobresaltada. Georgina se ha encaramado
al alféizar de la ventana, descalza, vestida solo con un camisón que nos ha
prestado la doctor Lázarus. Escruta el exterior.
—¿Qué haces?
—No puedo dormir. Voy a tomar el fresco.
—Georgina… Los macutes.
—Duerme tranquila. No voy a escapar. Volveré antes del amanecer. No des
la alarma.
—Si te sucediera algo, no me lo perdonaría nunca.
—Si me pasara algo a mí, ¿o al LIBRO?
—Eso es un golpe bajo.
—No sufras. Solo voy a trepar por la pared hasta al tejado.
—¿Pared? ¿Tejado? ¿Saliendo por la ventana?
—Confianza, Erika. Como ves, todo lo que nos está pasando se basa en la
confianza —dice, y desaparece en la noche.
DON

1
6:45 A.M.
ALIVIO.
Cuando despierto por la mañana, Georgina ocupa su cama y duerme
plácidamente, como un ser humano cualquiera.
Conciliar el sueño no es habitual en mí. Sin embargo, he descansado
prácticamente toda la noche desde que la fanpira se marchó de excursión. Sin
pesadillas. Bien. La imagen que aparece ante el espejo del lavabo ha dejado de
ser aterradora. Hoy las ojeras no me llegan hasta la barbilla.
Ruido de pasos en el pasillo. Una o más personas se mueven arriba y abajo.
Zancadas apresuradas, botas; alguien conversa en un idioma que desconozco.
¿Japonés? ¿Chino?
Compruebo que las cortinas no permitan la entrada de la luz del sol, abro la
puerta de la habitación y me asomo. Las dos mochilas de Georgina y todas mis
maletas han sido colocadas durante la noche junto a la puerta.
Arrastro los bultos al interior de la habitación. Dolor intenso en brazos,
piernas, espalda y cadera. Los moratones se han reproducido en los lugares más
insospechados.
Procurando no hacer ruido, elijo algo de ropa y extraigo el bloc de notas y el
bolígrafo del maletín que me entregó el profesor Alonso. Mientras desayuno,
apuntaré notas, fechas y palabras clave antes de que se me olviden o por si me
quedo amnésica a causa de un balazo.
Me cruzo con un macute en las escaleras. Como era de esperar, no me
devuelve los buenos días. ¿Será duro de oído?
Ni rastro del mayordomo. Alivio.
En el piso de abajo escucho un murmullo de palabras. No soy la única que
ha madrugado. El sonido me conduce hasta la puerta de una cocina enorme,
del tamaño de mi apartamento en Bangor. Junto a los fogones, la doctora
Lázarus y Alejo Crow toman café y comen pastas de chocolate.
Alejo luce también una buena colección de moratones y rasguños en la cara
y el cuello. Vendaje en la mano, apósitos en un codo y gasas en la frente.
—Erika, me alegro mucho de verte sana y salva —dice Alejo. Se apoya sobre
su bastón, suelta la taza de café y se aproxima. Coloca su dedo índice bajo mi
barbilla, mueve mi cabeza a ambos lados y examina las heridas.
—Yo también me alegro de verle con vida.
—¿Habéis podido descansar? —pregunta Lázarus.
—El agotamiento nos venció, doctora—no puedo evitar frotarle
cariñosamente un brazo a Alejo—. ¿Y usted? Veo que aparte de la apisonadora
que lo ha aplastado varias veces, nada grave.
—Ha valido la pena.
—Lo han cogido, ¿verdad?
—Efectivamente —Alejo me revuelve el pelo, se acerca a la repisa de la
cocina y me sirve un café—. En veinte minutos me gustaría zanjar ese tema y
que tú fueras testigo.
—¿Y Georgina?
—A ella la necesitaremos algo más tarde. Dog está habilitando la sala de
reuniones, colocando contraventanas y cortinas que impidan la entrada del sol.
Iluminaremos la estancia con luces adicionales para trabajar en condiciones y
trazaremos una ruta con su ayuda —Alejo cojea hacia la doctora y se abrazan.
Abrazos, abrazos y más abrazos. De nuevo, ese extraño ritual que no alcanzo a
comprender. Lázarus lo besa en la mejilla y él me habla sin apartar la mirada de
ella—. Veinte minutos, Erika. En la bodega.
Sale de la habitación después de darme la taza de café.
—Ahora entiendo que Alejo haya establecido su residencia aquí, doctora.
Quiere estar cerca de usted.
—En cierto modo, sí.
Lázarus apura el café. Suspira. Destellos cristalinos en sus ojos. Ordena unos
documentos sobre el mármol.
—Dígame una cosa. ¿Por qué esa manía de abrazarse con sus colaboradores
continuamente? Está claro que el mundo se divide en gente que quiere
destruirlo y personas que le muestran un cariño incondicional.
—Dale un abrazo y lo comprobarás, Erika.

2
Dos tazas de café y tres tostadas con mantequilla después, me encamino
hacia la bodega. Demasiadas puertas y pasillos. Alguien se mueve cerca del
vestíbulo.
Un macute coloca cajas de madera sobre una carretilla. Al darse cuenta de
que me dirijo hacia él, detiene su tarea y coloca las manos a la espalda. Veamos
cómo reacciona.
—Disculpe, ¿la bodega?
El macute emprende la marcha a buen paso sin esperarme. Supongo que
debo seguirlo. Me coloco a su altura mientras me guía hacia una puerta situada
bajo la escalera. Se para, la abre y me señala el interior.
—Gracias.
No responde. Vuelve a sus quehaceres.
Desciendo por unas escaleras. La temperatura aquí es un par de grados más
baja. Iluminación tenue, paredes de piedra, humedad y telarañas. Juraría que
han utilizado este lugar como escenario en una película de la Universal, pero
no consigo ubicarlo.
La bodega. Barriles, una cantidad ingente de botellas colocadas en
estanterías a lo largo de las paredes. Envases cubiertos de polvo y telarañas. En
el centro de la enorme sala, Alejo observa como un macute cubre con un saco
la parte superior del cuerpo de un hombre que, por lo visto, ha sido
inmovilizado con una camisa de fuerza. Quedan al descubierto sus piernas.
Pantalones de pijama blancos y zapatillas.
—Vamos, querida, no perdamos el tiempo.
Alejo se aproxima a una pared y da la vuelta al dispensador de un barril. Un
pórtico se abre lentamente en el muro opuesto. Puertas secretas. Era el último
ingrediente que faltaba en la historia.
El macute empuja al prisionero hacia un pasaje mal iluminado que discurre
bajo la superficie. Andamos en silencio hasta que una voz surge del interior del
saco.
—¿Quién hay ahí?
—No le importa, Dyer —le increpa Alejo.
¿William Dyer era el tirador? ¿El eminente profesor Dyer, uno de los
supervivientes de la Expedición Pabodie?
—Creí que estaba bajo su custodia, Alejo.
—Así es. Mi equipo de seguridad le permitió escapar hace una semana
durante un traslado. Lo vigilábamos de cerca. Nuestra intención era que nos
condujera hasta sus cómplices, un entramado de gente perturbada que cree
ciegamente en sus teorías, para averiguar si preparaban algún golpe contra
nuestros intereses. Es importante que atemos todos los cabos antes de zarpar…
—El único perturbado que hay aquí es usted, señor Crow —interrumpe
Dyer, removiéndose dentro de saco. Alejo lo empuja con muy malos modos
—. Lo pagará, se lo aseguro. Lo pagará caro. Mi venganza será terrible.
—¿Encontraron lo que buscaban? —pregunto.
—Afortunadamente, sí. Como suponíamos, Dyer, ante la imposibilidad de
regresar a su casa y después de que le echaran a patadas de dos comisarías y
varios periódicos donde le tomaron por lo que realmente es, un chalado,
acudió a su grupo de sectarios. El profesor Alonso y su equipo de seguridad
irrumpieron durante una reunión en un sótano de Hatford. Encontraron
armas y explosivos. Dyer se escurrió como una rata.
Dyer, cegado, se da la vuelta hacia nosotros, guiándose por el sonido de las
voces.
—Sea quien sea usted, señorita, le advierto que ha elegido el bando
equivocado. Alejo Crow, el gran financiero, el mismo que acapara titulares en
la prensa e inaugura residencias para ancianitos, me ha mantenido recluido
durante años en una finca en el sur de Cuba.
Ahora es el macute quien le propina un empujón. Ignorándolo, Alejo
prosigue con su relato de los hechos.
—Interrogamos a sus acólitos y descubrimos, demasiado tarde, que su
principal objetivo consistía en acudir a la casa de Lovecraft en busca del
Necronomicón. Pretende destruirlo. A pesar de que reforzamos la seguridad, nos
localizó, nos siguió y consiguió acercarse lo suficiente para tendernos una
emboscada.
Seguimos avanzando por la galería que algunos metros más adelante acaba
en otra puerta donde un macute monta guardia armado con una escopeta de
dos cañones. Le acompaña un hombre vestido con bata blanca y gafas muy
gruesas, con pelo más revuelto que el mío, bajito y orondo. Se frota las manos.
Dyer vuelve a dejarse oír.
—Señorita, pregunte a Alejo Crow por sus verdaderas intenciones. Hágame
caso. Esconde algo, lo sé. Se avecina una era de caos y destrucción, hemos
despertado a la encarnación definitiva del mal, y este malnacido que justifica
sus planes con argumentaciones científicas lo único que conseguirá es
soliviantar a las monstruosidades arcaicas que duermen en los confines de la
Tierra y cuya capacidad de destrucción he podido contemplar en primera
persona, se lo aseguro. No debemos molestar a Lo Que Acecha en el Umbral.
—Entonces, señor Dyer, según usted, ¿cómo deberíamos proceder ante tal
amenaza? —mi pregunta sincera parece sorprender al prisionero.
—Sin invadir su territorio, alejándonos de sus megalópolis, rezando para
que permanezcan sumidos en su sueño milenario. Y si ya fuera demasiado
tarde, sometiéndonos a sus designios, adorándolos y suplicando su clemencia.
Todo lo demás es inútil.

3
Llegamos al final del corredor. Dyer llora. Susurra frases ininteligibles, habla
solo (“vacío opalescente, mitos ultraterrenos, la saga de Cthulhu, innominado,
espantable naturaleza, shoggoths, los Antiguos, abismos insondables”), al
tiempo que agita su cuerpo hacia adelante y atrás, completamente ido. Uno de
los macutes abre la puerta mientras Alejo me presenta al doctor DeFlipe,
ayudante de la doctora Lázarus.
Hemos recorrido a través del subsuelo el terreno que separa la Mansión
Crow del Sanatorio Arkham. Accedemos a otra galería mucho más espaciosa,
ya en las instalaciones del hospital, mejor iluminada, fría y aséptica. A lo largo
de las paredes, celdas numeradas.
—¿Cómo se encuentra el paciente, doctor? —pregunta Alejo, parándose
ante uno de los habitáculos y mirando hacia el interior a través de una pequeña
ventanilla de cristal.
—Sedado. Podrá llevárselo sin problemas. Recuerde administrarle la
medicación que le ha prescrito la doctora Lázarus. Todavía insiste en ponerse
esa máscara roja. Dice que le protege de los ataques psíquicos de las entidades
maléficas.
—¿Y esas dos protuberancias en la cabeza?
—No cesa de golpearse contra la pared. Ni siquiera las celdas acolchadas
han impedido que se le formen dos chichones permanentes.
—¿Su familia?
—No hay problema. Vienen muy de vez en cuando. Le observan un rato
desde el exterior, les describimos los progresos y se marchan sin hablar con él.
Les entristece verlo en este estado y prefieren mantener las distancias.
—¿Y sobre lo otro?
—Mantiene que perdió la vista en la Antártida a causa de lo que allí
presenció cuando escapaban en el avión. También afirma, con total lucidez,
que ha desarrollado excepcionalmente sus otros sentidos y que, por ejemplo, es
capaz de escuchar más allá de las paredes.
—Fascinante. Entonces procedamos.
El doctor DeFlipe abre la celda. Entra y regresa poco después acompañado
de un joven que lleva la cara tapada con una máscara roja que le deja al
descubierto la boca y la barbilla, atada debajo de ésta con un lazo. Dos
chichones sobresalen en la parte superior de la frente. Camisa de fuerza,
pantalones de pijama y zapatillas. Parece desorientado.
El macute retira el saco que cubría a Dyer. Lo han vestido de la misma
forma que el paciente, máscara incluida. Empiezo a entender, de nuevo
horrorizada, lo que pretenden hacer.
Dyer abre mucho los ojos cuando lo reconoce.
—Danforth. Don Danforth. ¡Amigo mío, ¿qué te han hecho estos
desalmados?! —exclama histérico.
Alejo lo agarra por los hombros y lo sacude. Ha consumido toda su
paciencia.
—Dyer, cálmese. Última oportunidad. Estoy dispuesto a olvidar que ha
intentado usted matarnos y no he perdido la esperanza de que recupere la
cordura. ¿Se une a nosotros?
El desquiciado profesor Dyer escupe a la cara de Alejo. Los macutes lo
levantan sirviéndose de los ganchos de la camisa de fuerza y lo sueltan dentro
de la celda que ocupaba Danforth. Acabo de presenciar cómo sustituyen a un
paciente de un hospital mental por otra persona contando con la complicidad
de los médicos.
Resulta difícil conciliar las dos versiones de Alejo Crow que se muestran
ante mí a cada momento: un líder carismático que se preocupa de su gente; y
un villano carente de remordimientos, capaz de cometer los actos más
abominables si le garantizan cumplir con éxito sus objetivos.
—¿Cuánto tiempo cree que tardará en devolverme a Danforth, señor Crow?
—No lo sé, doctor DeFlipe. Le informaré de nuestros progresos —Alejo
dirige una mirada despectiva a la celda. Dyer grita, salta y se lanza contra la
vitrina, fuera de sí—. Usted es médico. Aproveche el tiempo para intentar
curarlo. Si yo no regresara en el plazo de seis meses, entréguelo a las
autoridades de Providence. Lo estarán buscando por intento de asesinato,
sabotaje y conspiración.
—Cuente con ello.
—De todas formas, si no vuelvo de nuestra misión, si ninguno de nosotros
regresa, ya nada importará.
Lo gritos de Dyer, amortiguados, vociferados desde su boca desencajada, se
escuchan a través de la puerta.
—Jajajaja… Tekeli-li… Tekeli-li…

Nos despedimos del doctor DeFlipe y regresamos al túnel que nos llevará de
vuelta a la mansión. Alejo cambia de registro y, amable, delicado, guía del
brazo a Danforth, que todavía no ha abierto la boca. Camina como un zombi.
Durante el trayecto, Alejo estudia mi cara en busca de desaprobación o
enfado. Pero me limito a caminar en silencio.
Llegados a este punto, insensibilizada como estoy, lo único que me
preocupa es saber cómo demonios acabará todo esto.
CÁLCULOS

1
17:20 P.M.

A MEDIODÍA, Alejo se ha llevado a Georgina, todavía somnolienta, y he


aprovechado el momento de tranquilidad. La necesitan. Si colabora, será
nuestra única fuente de datos fiable. He acabado lo que me quedaba por anotar
desde la hora del desayuno, he comido en la cocina y he leído un rato. Las
mochilas de la fanpira ofrecen una gran variedad de lecturas: Twain, Balzac,
Alighieri, Poe. A algunos ejemplares les faltan páginas.
La doctora Belila Lázarus ha venido a cambiarme los vendajes. Le he
preguntado por Georgina. Todo marcha bien. Me invita a que baje dentro de
un rato y lo compruebe. De esa forma, la fanpira seguramente se sentirá más
cómoda.
—Doctora, hoy he presenciado…
—Lo sé. Algunos métodos que emplea Alejo carecen de ética. No obstante,
son necesarios.
—¿Usted lo aprueba?
—No.
—¿Y por qué no se lo impide?
—Porque está en juego nuestra supervivencia como especie. Tu padre era
consciente de ello. Alejo también. Lo único que en ocasiones me preocupa es
que sepa anteponer el bien común a su desbocada megalomanía.
—¿Cómo sabré que actúa correctamente, entonces?
—Sigue tu instinto. Tu don.
Como si fuera tan fácil.
—Una última cosa, doctora. ¿Puedo hacer una llamada?
—Por supuesto. La segunda puerta a la derecha. Es mi habitación.
Dispongo de teléfono propio.
—¿Vendrá con nosotros, doctora?
—Me encantaría, pero Alejo no me lo permite. Por mucho que insista, ese
punto es innegociable. Por cierto, ¿por qué has deshecho la maleta?
—Es lo normal: necesito mis cosas.
—Vuelve a hacerla y deja fuera lo imprescindible para pasar la noche. Os
vais mañana.

2
20:17 P.M.
Hablo de nuevo con Rupert. Me dicta la información que ha conseguido y
la apunto en mi cuaderno. Me dice que han llegado los ejemplares de mi nueva
novela. Espero que no sea la última. Le digo que no sé cuándo volveré a
llamarlo y nos despedimos entre lágrimas.

Una lujosa mesa rectangular ocupa gran parte de la sala de reuniones. En el


centro, Georgina Tost bebe de una botella de Coca-Cola, con expresión de
profundo aburrimiento. Sobre la mesa, delante de ella, papeles manuscritos y
lápices.
A su alrededor, Alejo Crow, Henry Seres, el profesor Alonso y dos personas
más estudian mapas y cartas de navegación, realizan cálculos matemáticos.
Tazas de café, sextantes, compases, bandejas con comida, atlas geográficos.
—Entra, Erika. Te presentaré —dice el profesor Alonso.
Los recién llegados dan la vuelta a la mesa y me saludan con una
inclinación. El más alto debe medir casi dos metros y tiene rasgos orientales,
pelo negro muy fino y una pose marcial. Otro cuarentañero que se acerca
peligrosamente al medio siglo. El más bajito, rapado, delgado y musculoso, es
un aniforme: cabeza de morsa, morro prominente, grandes colmillos blancos y
ojos rasgados. Imposible saber su edad.
—El capitán Urías Matsumoto, aunque no lo parezca por su altura, es
japonés. Representa a la Corporación Yutani. Ex coronel del Ejército de
Kwantung y asesor científico de la armada imperial japonesa.
—Konnichiwa —le digo. Mis nociones de japonés terminan ahí. Lástima.
Papá siempre insistió en que aprendiera el idioma. Nunca pensé que podría
necesitarlo.
—Hajimemashite, doozo yoroshiku onegai shimasu —Matsumoto baja la
cabeza con un gesto seco y vuelve a la mesa. Incluso sentado es casi tan alto
como el resto. Georgina lo mira con curiosidad.
El profesor Alonso se coloca a mi lado.
—Y este señor es Rogeman Chang, socio de Matsumoto, experto en
genética, maestro de Ving Tsun Kung Fu. Medio chino, medio lo que sea. Le
llamamos cariñosamente Morsa.
—Ni hao.
—Encantada, señor Chang —el aniforme, después de saludar, también se
incorpora al grupo. Alejo y Henry ni siquiera han dicho “hola”. Permanecen
inmersos en sus mediciones.
Cuando el señor Chang se da la vuelta, distingo algo en sus muñecas:
esposas policiales, de las que todavía cuelgan los extremos de la cadena que las
unía. La han cortado con tenazas.
—Profesor…
—Sí, bueno. Ha salido esta madrugada de la cárcel.
—No será…
—Sus abogados eran un desastre, y el fiscal pertenecía a la Liga
AntiAniforme de América. Nunca pudo probarse que asesinara al doctor
Moreau. No íbamos a permitir que se pudriera en la cárcel. Necesitamos sus
conocimientos.
—¿Se ha fugado… con su ayuda?
—Mañana lo leerás en los periódicos.
Nos acercamos a la mesa, apartando con el pie la cantidad ingente de
papeles arrugados y tirados que hay por suelo. Dog se pondrá furioso.
Me siento al lado de Georgina. Los demás discuten sobre variaciones del
polo magnético, fechas, rutas y derivas.
—¿Cómo va?
—Creo que están acabando, por fin. Ha sido muy duro. Al no disponer de
una referencia física, he tenido que reproducirles verbalmente pasajes enteros
del Necronomicón y llenar hojas y más hojas de números que, la verdad,
podrían haber sido inventados por Abdul Alhazred.
—Antes de esfumarse, papá se comunicó con Alejo y le dijo que había dado
con un emplazamiento concreto, siguiendo una combinación numérica que
constaba en el libro.
—¿Tú padre consultó el Necronomicón?
—Sí, antes de que te lo comieras y que el resto de copias desapareciera o se
descubriera que en realidad eran falsas.
—¿Y no se volvió loco?
—Tú no has perdido la cordura. Te veo muy sana.
—Los fanpiros, tradicionalmente, han sido utilizados por algunas
civilizaciones a lo largo de los siglos precisamente para acceder a material
delicado y reproducirlo sin peligro.
—Si te soy sincera, Georgina, nunca he creído que la simple lectura de un
libro te vuelva majara.
—Tampoco creías en fanpiros… ni en la estirpe de Dagón.
De repente, silencio. El equipo de Alejo se separa y cada miembro se
acomoda en un lugar distinto de la sala: junto a la ventana, en el suelo, en la
mesa dejando distancia de un par de asientos entre ellos. Todos sostienen en su
mano una libreta y un bolígrafo.
—Última comprobación —anuncia Alejo—. Ahora.
Escriben, calculan, algunos en silencio, otros repasando en voz baja. El
profesor Alonso ni siquiera mira su libreta; cierra los ojos y mueve los labios
ligeramente. Computa de memoria.
Cinco minutos. Diez. Doce.
—Listo —anuncia el profesor Alonso —. Escribe un resultado en su
cuaderno.
—Listo —le imita Henry Seres.
—Acabado —dice el capitán Urías Matsumoto.
—Listo —dicen al unísono Rogeman Chang y Alejo Crow.
Vuelven a la mesa y depositan las libretas una al lado de la otra. Georgina y
yo nos colocamos de rodillas sobre la silla para ver mejor. Al final de una larga
hilera de dígitos, en todos los cuadernos, con muy poca variación entre los
cálculos, aparecen las coordenadas 70º norte 27º oeste.
—Señoras, caballeros, preparen sus cosas. Partimos.
3
23:47 P.M.
—Erika, guarda esto —la doctora Lázarus me coloca en el bolso un estuche
de madera con tapa deslizante, como los que llevaba en el colegio.
—¿Qué es?
—Un extracto de Barretxa Mezclange. En crema y aerosol. No encontrarás
nada parecido en el botiquín.
—¿Para qué sirve?
—En caso de emergencia, si Alejo resulta herido de gravedad, únicamente
podrás curarlo con esto. Suele cargar con una dosis siempre que emprende
viajes largos. Si se despista o la pierde y ocurriera algo, haz lo posible por
socorrerlo. En una ocasión ascendimos al Machu Pichu sin medicación, se
despeñó por un terraplén y bajarlo con vida se convirtió en un suplicio.
—Me haré cargo, no se preocupe.
—Dame un beso, cariño. Cuídate mucho.
—Usted también, doctora. Gracias por todo.
Belila Lázarus recorre la caravana de coches que nos llevará a Boston,
despidiéndose de todo el equipo. Georgina y yo contemplamos embobadas su
abrazo final con Alejo. Más intenso que cualquier escena entre Clark Gable y
Claudette Colbert en Sucedió una noche.
Reprimiendo las lágrimas, la doctora vuelve al interior de la Mansión Crow,
o Dreamland, como la llaman sus visitantes.

Seres, Matsumoto, Chang, Alonso, que lleva del brazo a Don Danforth, y
los macutes cargan las últimas bolsas y maletas. Alejo abre la puerta del Bentley
que abrirá la marcha. Conduce él. Mal asunto. Dedica un saludo militar a
Killer Dog, que lo observa apostado en la puerta de la casa, como buen perro
guardián. El aniforme asiente.
Alejo se gira hacia el resto de vehículos, y claramente emocionado, grita:
“¡Mooooooonteeeeeeen!”
Maldito loco.
PREPARATIVOS

LO OCULTO.
Artículo publicado en el Boston Globe. (19/3/1937)

Cuando creíamos que el mundo no volvería a


sobrecogerse con gestas que acabaron en desastre como
la de Robert Falcon Scott, y una vez superado el
increíble drama padecido por Ernest Shackelton y la
tripulación del Endurance, el mundo de la ciencia en
particular y la humanidad en general no se esperaban
que los hielos de la Antártida volvieran a convertirse en
el escenario agónico de otra calamidad.
La Expedición Pabodie (1930-1931), financiada por la
Universidad de Miskatonic, partió hacia el Continente
Antártico para realizar prospecciones geológicas. Parte
del equipo falleció y algunos de sus miembros regresaron
sufriendo graves secuelas psicológicas debido, según
cuentan, “a los horrores insondables y primigenios que
allí encontraron”.
Uno de sus promotores, el eminente geólogo William
Dyer desapareció hace años después de haber pasado
algunos meses bajo custodia policial por haber intentado
sabotear, incluso utilizando explosivos, cualquier
iniciativa de seguir los pasos de la Expedición Pabodie.
Recordemos que Dyer fue uno de los dos supervivientes
de la avanzadilla que se internó en los hielos antárticos
y que, junto al piloto y también científico Don Danforth,
ahora internado en el tristemente famoso Sanatorio
Mental Arkham, consiguieron regresar al campamento
base tras perder de forma violenta y horripilante a una
gran parte de sus compañeros.
¿Qué llevaría a un hombre de ciencia como William
Dyer a perder la cordura y a convertirse en un
saboteador? ¿Debimos escucharle cuando pretendía
advertirnos del despertar de una fuerza superior
malvada, primigenia, demasiado espeluznante como para
ser descrita y cuya naturaleza va más allá de nuestra
comprensión?
¿Cómo enfrentarnos a una amenaza cuya existencia
se basa únicamente en el testimonio de un perturbado?
Nuestra capacidad de raciocinio se puso una vez más
a prueba cuando a finales de 1934 se perdió el contacto
con la Expedición Starkweather-Moore. Había seguido
los pasos de la primera, pero todos sus integrantes
desaparecieron sin dejar rastro. Ni restos de naufragio,
ni pertenencias de los exploradores, ni cuerpos sin vida.
En su momento, nuestra comunidad científica rechazó
de lleno involucrarse en la investigación de unos sucesos
amplificados y deformados tanto por la opinión pública
como por los grupos de parapsicólogos y milenaristas que
vislumbraban en estos incidentes una clara señal del
inicio del fin del mundo.
Explicaciones como la inevitable acción destructora
propia de la naturaleza de un lugar tan inhóspito y
azotado por una climatología tan imprevisible o la
negligente temeridad de los aventureros sirvieron como
explicaciones improvisadas para dar carpetazo a todo
tipo de especulaciones.
El objeto de este artículo es el de reafirmar mi postura
a favor de un compromiso firme de los científicos con el
estudio sobre el terreno de estos fenómenos inexplicables
y, consecuentemente, una mayor implicación del Gobierno
de los Estados Unidos en una necesaria misión conjunta,
de carácter internacional, que se desplace al continente
antártico en busca de lo que todos los estudiosos
buscamos: respuestas.
En rueda de prensa, el millonario filántropo Alejo
Crow, al mando de la Expedición Crow-Yutani, anunció
ayer su intención de averiguar qué sucedió en los hielos
polares. Una empresa loable, quizá la mejor preparada
de las expediciones que han viajado en dirección a los
polos de nuestro planeta, pero que, al tratarse de una
iniciativa privada, no acepta nuestras ofertas de sumar a
su equipo una representación de científicos de las más
prestigiosas universidades del país que, incluso teniendo
en cuenta el terrible destino que han sufrido sus colegas
en anteriores expediciones, no han dudado ni un
momento en ofrecerse como voluntarios.
Así debe ser la ciencia: valiente.
Y aprovecho esta tribuna para aconsejar al señor
Alejo Crow, aun a riesgo de poner en peligro sus
generosas y desinteresadas aportaciones a nuestra
Universidad, que su encomiable apuesta por la
investigación y por la búsqueda de conocimiento debería
traducirse en una total apertura a colaboraciones ajenas
a su hermético círculo de técnicos y expertos.
Adueñarse unilateralmente de los descubrimientos que
se lleven a cabo en nuestros polos comportaría un
desprestigio para la profesión y para la nación. Tampoco
podemos aceptar los métodos que, según se rumorea,
piensa utilizar la Expedición Crow-Yutani para cumplir
sus objetivos: utilización de tecnología militar
experimental, empleo de personal aniforme, sistemas de
ocultación y buques donde prima el armamento y el
poder bélico antes que los equipamientos científicos.
Las declaraciones del señor Crow al respecto no
ayudan a limpiar su imagen: “Vistos los antecedentes,
debemos explorar esta nueva frontera apoyados por los
medios defensivos y ofensivos que garanticen nuestra
seguridad, y que anulen cualquier tipo de amenaza de la
forma más expeditiva posible. A mí no me cogerán
desprevenido”.
Si realmente algo amenaza a la humanidad y Alejo
Crow es nuestra última línea de defensa, corramos a
escondernos.

Profesor Herbert West.


Universidad de Miskatonic.
1
21 de marzo de 1937.
Una multitud se ha congregado a lo largo del muelle 5 del puerto de
Boston. Muchos vitorean y lanzan saludos a la tripulación de los dos enormes
cargueros que levan anclas. Las dotaciones del Akademik Vladislav Volkov (que
viaja al Polo Sur) y del Sea Star (que viaja al Polo Norte) sueltan amarras,
aseguran aparejos y recogen las pasarelas mientras devuelven el saludo a la
muchedumbre.
La policía ha acordonado la zona porque, si más gente accediera a la dársena
y a los malecones próximos, alguien podría caer al agua.
Grupos más pequeños pero igualmente ruidosos protestan con pancartas
contra la doble Expedición Crow-Yutani porque la consideran un sacrilegio.
Los cultos dedicados a los Dioses Primigenios se han multiplicado en los
últimos años. Fanáticos de todo el mundo abogan por el regreso de criaturas
antediluvianas y arcaicas porque creen que serán la solución a los problemas de
un planeta moribundo que, según dicen, se dirige hacia una Segunda Guerra
Mundial.
Las profecías milenaristas de William Dyer han hecho mucho daño, es
cierto. Si Alejo no lo hubiera apartado de la circulación a tiempo, esos
descerebrados se habrían multiplicado como langostas.
Ilusos.
Profieren insultos contra Alejo Crow y sus empresas. Algunos gritan como
posesos, disfrazados graciosamente con capuchas a cual más original: de pulpo
verde, de tentáculo lila, de pez aniforme.
La rueda de prensa que Alejo concedió hace dos días a los medios de
comunicación y a un selecto grupo de científicos en la sala de actos del Hotel
Harbor ha encendido la llama de la discordia entre estudiosos, periodistas y,
por lo que puede comprobarse echando un simple vistazo al puerto, también
entre la sociedad civil que ha asistido en masa a presenciar los primeros
compases de la misión polar más ambiciosa y a la vez más controvertida de la
historia.
Las dos enormes y pesadas embarcaciones empiezan a desplazarse
lentamente guiadas por los remolcadores. Los logotipos de la Expedición
Crow-Yutani han servido como blanco al lanzamiento de huevos, botellas,
hortalizas y bolsas repletas de pintura.
Suenan las sirenas y el cordón policial empieza a cargar contra una facción
de manifestantes que ha comenzado a pelearse con los miembros de un grupo
rival. Los que prefieren acabar la mañana en paz comienzan a dispersarse en
pequeñas formaciones.
La Expedición Crow-Yutani abandona la bahía de Dorchester y los navíos se
adentran en alta mar, avanzando en paralelo hasta que, un par de millas más
adelante, se separan y toman rumbos opuestos. Norte y sur.
Empieza nuestra aventura.
Al menos de forma oficial.
Porque en realidad, Alejo y yo lo estamos contemplando plácidamente
mientras tomamos un refresco en la terraza del Hotel Harbor, un lugar
privilegiado desde donde se divisa todo el puerto.

2
—¿Era necesario enviar dos señuelos en lugar de uno, señor Crow? ¿Y
mostrarse tan displicente en la rueda de prensa?
—Si organizo un sarao, lo hago a lo grande. Y si me hubiera animado más,
les habría soltado el típico rollo que vamos en busca de la Atlántida. Habría
sido un golpe de efecto estupendo, ¿no crees?
—Exhibicionismo.
—Prefiero llamarlo cortina de humo —Alejo apura su refresco y regresamos
al interior de la suite que ha ocupado con un nombre falso—. Me costaba más
o menos lo mismo fletar un barco que dos. Igualmente, recuperaré la inversión
porque los dos cargueros realizarán paradas estratégicas en puertos del norte y
del sur. He cerrado algunos buenos tratos en Canadá y Cuba. Vendo ciertos
productos a ciertos comerciantes a bajo precio.
—¿Qué tipo de productos?
—Alcohol, tabaco y restos de prendas de muestrario o de anteriores
temporadas que han sobrado en mis tiendas Crow’s.
Ahora contrabando. Suma y sigue.
La habitación se ha convertido en un enorme almacén de suministros:
mochilas, equipo de escalada y espeleología, ropa de abrigo, raciones de
comida, raquetas, botas, esquís, cuerdas y objetos que no logro identificar.
El profesor Alonso revisa el inventario. Visto, visto, visto, falta, visto, visto,
visto, en camino, visto, visto…
—Ven un momento, Erika.
Me enseña unas gafas gruesas y opacas. Lentes redondas muy grandes
rodeadas de cuero marrón. Cinta elástica regulable. Similares a las que se
incluyen en nuestros equipos, aunque más aparatosas. Quien se las ponga,
parecerá un insecto.
—¿La última moda en Plutón?
—Más bien en Groenlandia. Desde finales de marzo a mediados de agosto,
el sol no se pone. Creo que durante el periodo central de la época de “sol de
medianoche” mantiene una incómoda posición a 23º de altura.
—Georgina.
—Estas gafas deberían reflectar lo suficiente la luz solar, los rayos
ultravioletas. Lo malo es que se trata de un modelo experimental. He diseñado
también esta malla transpirable que cubriría su rostro y guantes y…
—¿Cómo sabremos que funciona?
—Será ella quien nos lo diga. No hay más remedio.
Cargado con dos mochilas, Henry Seres asoma por la puerta de la
habitación.
—¿Se han tragado el anzuelo?
—Alonso dispone de todos los datos —contesta Alejo. Ordena y cuenta su
provisión de puros en una caja de madera, la cierra, la envuelve con una goma
y la introduce en la mochila.
—Parece que sí. Mis agentes han intervenido las comunicaciones de las
principales agencias del gobierno. Los partes oficiales y las conversaciones
demuestran, incluso, que están convencidos de que Alejo forma parte de la
tripulación de uno de los barcos —el profesor me entrega las gafas y la malla
—. En estos momentos, tres navíos militares camuflados (ruso, alemán y
norteamericano) se disponen a seguir a nuestro cebo desde Norfolk, Winthrop
y Plymouth.
—Eres un genio —dice Seres.
—No te pago lo suficiente —sentencia Alejo mientras deposita una copia
de la llave del despacho de Lovecraft y una nota manuscrita en el interior de un
sobre a nombre de August Derleth.

3
Abro con cuidado la puerta de la habitación de Don Danforth, custodiada
por un macute. Cortinas corridas, oscuridad, como si fuera la fanpira quien se
aloja aquí.
Danforth está sentado sobre la cama, con los pies en el suelo. La máscara
puesta. El color rojo de la tela contrasta con el blanco del pijama.
Ignora mi presencia o simplemente no se ha dado cuenta de que he entrado.
Se balancea. Toso, para hacerme notar. Se balancea. Me coloco frente a él, en
cuclillas. Se balancea.
—¿Danforth?
Se balancea. Agito la mano ante sus ojos carentes de expresión, de vida. Se
balancea. Una y otra vez.
Murmura una letanía. Labios temblorosos, secos.
—…Kendall, Central, Harvard, Inman, Roxbury, Point Break, Derry,
Woodsboro…
Recita las paradas del suburbano entre Boston y Cambridge. Son las únicas
palabras que conseguimos arrancarle.

Es aconsejable que no salgamos del piso del hotel que Alejo ha reservado
para todos nosotros. La prensa y seguramente agentes secretos de medio país
todavía pueden merodear por las inmediaciones del puerto de Boston. Si
identificaran a cualquiera de nosotros, la coartada se iría al traste. Salvo en la
suite presidencial de Alejo que cuenta con una mesa espaciosa, ahora
totalmente ocupada por sus trastos, los escritorios son pequeños. Por eso,
Rogeman Chang, el profesor Alonso y Urías Matsumoto han desplegado por el
suelo del pasillo los planos de varios artilugios y vuelven a realizar cálculos,
arrodillados o apoyados contra la pared. Discuten acaloradamente hasta que
me aproximo.
—Señolita Konstantin —dice Chang. No sé si habla así debido a su acento
chino o a causa de los enormes colmillos que despuntan bajo su hocico de
morsa—. Quelía sabel si su amiga leplesenta una amenaza pala nuestla
documentación.
—No es exactamente mi amiga.
—Bueno, lo que sea. Tememos un glan contlatiempo si ella se come
nuestlos planos o manuales técnicos.
Los tres me observan intrigados. Asienten con la cabeza. Las marcas de las
esposas aun son visibles en las muñecas de Chang.
—Será una temeridad responder por ella, aunque he observado que no
muestra interés en esta clase de material impreso.
—De todas folmas —me advierte Chang—, agladecelíamos que la fanpila
se mantuviela alejada de nuestlos camalotes.
—Se lo diré.
—Disculpa a mi colega, Erika —dice Alonso—. Se muestra muy receloso a
veces. Tampoco quiere escucharme cuando le intento convencer de que
podríamos servirnos de la presencia de la fanpira. Si la alimentamos con
xerocopias de los planos y demás info, quedarán almacenadas en su memoria.
Es como guardar una “copia de seguridad” de cada escrito.
—Eso es una blasfemia, plofesol Alonso.
—A mí no me parece mala idea —dice Matsumoto.
—Vale, vale, hablaré con ella —me doy la vuelta, camino de mi habitación
—. Y, señor Chang, manténgase alejado de armas y objetos contundentes. En
una novela de Agatha Christie, usted sería el principal sospechoso de asesinato.
ALEJO HAS LEFT THE BUILDING

1
25 de marzo de 1937. Hotel Boston Harbor.

A MEDIANOCHE, el portón del aparcamiento se abre.


Dos Cadillacs salen a la calle Rowes Wharf y se dirigen hacia el sur. Un
minuto después, otros dos coches de la misma marca y color toman la
dirección opuesta. A continuación, otro par más, seguido de una camioneta de
reparto de periódicos, cruza la calle y se dirige hacia Atlantic Avenue.
Tres rutas distintas, un mismo destino: el puerto de Boston.
Veinte minutos después, todos los vehículos confluyen ante la caseta de
vigilancia del muelle número 8. Un escalofrío me recorre la espalda cuando
diviso un coche de policía con las luces encendidas aparcado delante a la verja.
—Erika, acompáñame. Quiero presentarte a alguien —me dice Alejo.
Descendemos de la camioneta. Ha vuelto a conducir como un loco; yo
contaba en silencio los semáforos que se saltaba en rojo.
Apoyado sobre el capó del coche, un hombre maduro vestido de paisano y
con sombrero Stetson de ala ancha fuma en pipa y nos saluda con la mano.
Como es habitual, Alejo abraza al policía de paisano.
—Erika, quiero presentarte al inspector jefe Marcus Corvo.
—Encantada, señor Corvo. —Relajo los músculos. Sensación de alivio, no
iremos a la cárcel.
—Marcus fue compañero de estudios de tu padre antes de que uno entrara
en la policía y el otro se especializara en desinfectar casas encantadas. Fue él
quien, por casualidad, me echó una mano durante el incidente de San
Valentín. Desde entonces, hemos mantenido una muy buena relación.
—Querida, si alguien puede encontrar a tu padre, ese es Alejo “Fenicio”
Crow —Marcus extiende una mano. Su amigo le entrega dos gigantescos puros
habanos. El policía los guarda en el bolsillo de su abrigo después de olerlos y de
hacerlos girar entre el pulgar y el índice, cerca de su oreja—. Cuando traigas de
vuelta al inconsciente de John, le ofreceré una plaza en el cuerpo. A ver si
conseguimos que siente la cabeza.
Marcus Corvo levanta una mano, y un guarda de seguridad sale de su garita
y abre la verja. Alejo indica a los coches que pueden acceder al puerto.
—¿Te ha surgido algún problema, Marcus?
—Ninguno. La autoridad portuaria y las aduanas debían algunos favores a
la policía de Chicago. La Marina tampoco significará un obstáculo. De todas
formas, esperan recibir a cambio tu colaboración en el Proyecto Arcoíris.
—El profesor Alonso viajará mañana por la mañana a Princeton. Allí
contactará con los mandos militares. Si se aburre con Turing, seguro que les
echa un cable. Nuestra misión tiene también algo que ver con el asunto. Ya te
explicaré. Gracias por todo, Marcus.
—Buen viaje. Erika, Alejo, os deseo buena suerte.

2
Bajo la luz de los focos de los coches, Alejo da las últimas órdenes a los
macutes que se quedarán en tierra. Desciende por la escalera de la dársena,
recorre el muelle de atraque y se une al resto del equipo. Seres, Matsumoto,
Chang, Alonso, Danforth, Tost y yo le esperamos a bordo de un remolcador.
Un macute retira las amarras y entra en el puente.
La embarcación se adentra en la bahía de Dorchester y vira a estribor, hacia
la bahía de Quincy.
Apenas sopla el viento y el oleaje es mínimo. Nadie habla. Aunque nuestra
misión comienza en el anonimato, discretamente, lejos del tumulto que se
organizó en el puerto hace escasos días, todo podría torcerse si nos descubren
ahora: una patrullera de la policía que no hubiera sido alertada por la gente de
Marcus Corvo o un accidente imprevisto, por ejemplo.
Debido a eso, los nervios están a flor de piel.
El remolcador cambia de rumbo otra vez y gira a babor. Dejamos atrás Long
Island y Reinsford Island.
Henry Seres me propina una pequeña patada en el pie. Se lleva el dedo
índice al ojo derecho (mira) y luego extiende la mano ladeada hacia mi
izquierda (a las ocho en punto).
Me giro y lo veo, iluminado por las luces difusas de las instalaciones de Fort
Warren en George Island, a poca distancia de donde está fondeado nuestro
medio de transporte.
Lo más normal es que relaciones “expedición científica” con una
embarcación de uso civil, un mercante, un rompehielos, incluso un gran velero
de tradición darwiniana.
En cambio, lo que nos espera al abrigo de la isla es un gigantesco acorazado
de principios de siglo en un estado excelente, al menos en lo que se aprecia a
simple vista.
Henry se sienta a mi lado y, eufórico, me detalla las virtudes del navío de
guerra.
—El auténtico y genuino HMS Dreadnought de 1906. Iban a retirarlo en
1927, pero convencí a Alejo para que lo comprara. Lo hemos estado
restaurando desde entonces en Barbados —habla con la emoción de un niño
que presume de su cromo firmado por Babe Ruth—. Tiene 160 metros de
eslora y 25 metros de manga. Una antigüedad en muy buena forma.
—De hecho —el profesor Alonso se une a la conversación—, si sumamos la
plataforma de aterrizaje del autogiro que le he añadido a popa, suman 182
metros.
—Un monstruo de 44.000 libras de peso, diez cañones de 305 milímetros
—prosigue Henry—, cinco tubos lanzatorpedos, 21 nudos de velocidad.
—Corrijo: 31 nudos de velocidad después de pasar por mis manos. He
sacado todo el provecho a sus turbinas de vapor.
—Una maravilla —dice Henry.
—“La” maravilla —dice el profesor—. Dotado de controles centralizados de
tal forma que pueda ser manejado por una tripulación mínima de veinticinco
personas.
—Señoras, señores, les doy la bienvenida al Gigamesh —concluye Henry
Seres solemnemente.
Chang y Matsumoto también se aproximan. El remolcador, ante el cambio
de peso, se escora hacia babor. Georgina sujeta a Don Danforth. Si esto le da
miedo, no imagino como lo habría pasado en el avión durante el primer
aterrizaje.
—¿Quieren hacer el favor de volver a su sitio? ¡El mar es muy traicionero!
—grita la fanpira, tanteando bajo su asiento en busca de un salvavidas.
Busco a Alejo con la mirada. Se ha sentado a proa, los pies colgados de la
barandilla, puro humeante en la boca y, por lo que veo, ideas locas en la
cabeza.
Como mi padre.

3
El remolcador se coloca en el lateral del acorazado. Desde un portalón de
estribor, los macutes ya embarcados despliegan una escalerilla y un arnés para
subir a Danforth.
Antes de trepar, todo el equipo se despide del profesor Alonso. Alejo, Urías
y Rogeman intercambian con él unas últimas impresiones, se desean suerte y
empiezan la ascensión. El profesor introduce una mano en su chaqueta y extrae
un puñado de biromes. Abre una cremallera de mi mochila de mano y los mete
dentro.
—Un obsequio. Si no me equivoco, tendrás mucho que escribir durante
este viaje. Utiliza también el resto del material. Te facilitará el trabajo.
—Gracias por todo.
—Gracias a ti por quedarte, Erika. Eres una chica muy valiente. Llegarás
lejos —me revuelve el pelo y saca algo más del interior de su chaqueta, una
bola de lana arrugada de color verde y marrón: uno de sus gorros. Lo encaja en
mi cabeza—. Diviértete, aprende, sobrevive y salva el mundo.

4
Ahora entiendo que Rogeman Chang haya asumido el papel de instructor
durante estos últimos días y se haya preocupado por mantenernos en buena
forma física: trepar por una escalera de madera y cuerdas golpeando
continuamente el caso de un barco resulta una tarea agotadora. Demasiadas
horas de oficina, Erika.
También nos ha impartido lecciones de Ving Tsun Kung Fu y ha insistido
en que practicáramos unos complicados ejercicios de respiración más propios
del buceo que de cualquier arte marcial.
Después de revisar por enésima vez el material de la expedición y ante la
imposibilidad de movernos del ala del hotel en la que estábamos confinados,
nuestro principal entretenimiento era contemplar a Chang y Matsumoto, cada
uno utilizando técnicas distintas de lucha, improvisando un torneo de artes
marciales en la suite de Alejo.
Un brazo musculoso y blanquecino me ayuda a superar el último tramo.
Escotillas de aviones, autogiros y barcos, mis nuevos y grandes amigos. El
macute, después de asegurarse de que no pierda el equilibro y caiga al agua, me
indica con la mano que siga el pasadizo y empieza a recoger la escalerilla.
Vestimos el mismo uniforme: jersey de cuello alto marrón con el parche de la
expedición en el hombro, pantalones azules con más bolsillos de los que
necesitamos y botas negras. Una vez más, Alejo ha acertado la talla de la
mayoría, menos la de Urías Matsumoto, al que las mangas han quedado algo
cortas debido a su tamaño.
No sé si se debe al estado de nervios y a la agitación propia del momento,
pero he tenido la impresión de que me dedicaba una sonrisa y que incluso
había levantado una ceja.
Qué bien, todos vestidos igual, como la tripulación del Nautilus que servía
a las órdenes del Capitán Nemo.
Dos líneas pintadas en el suelo, una azul y otra roja, marcan el camino.
Cuando se separan, me guío por el ruido de conversaciones que llega desde mi
derecha.
Perdón, de estribor.
Hace un par de días que, aparte de las lecciones de respiración,
supervivencia y artes marciales, también hemos recibido nociones de
navegación. La mañana antes de zarpar, cuando todavía no necesitábamos
permanecer ocultos, Henry Seres nos llevó de paseo a bordo de un velero de
once metros de eslora, el Mauna Loa (propiedad de Alejo, por supuesto), a lo
largo de la bahía de Hingham.
Nos enseñó sobre el terreno a gobernar el barco, reglas básicas, algunos
nombres de aparejos y de partes de una embarcación, nudos marineros, cómo
tomar puntos de referencia y, sobre todo, a no cometer imprudencias en
cubierta: nada de asomarse por la barandilla o caminar despreocupadamente
cerca de ella. Si nos mareásemos, tropezáramos o nos golpeáramos y cayésemos
al mar, y nadie nos viera en ese momento, nos esperaría una muerte segura.
Tomo buena nota de ello.
Por si fuera poco, nuestra esperanza de vida en las heladas aguas a las que
nos dirigimos no supera el par de minutos.
“Diviértete, aprende, sobrevive y salva el mundo”.

Creo que no va a ser tan fácil, profesor.


LA EXPEDICIÓN

CUANDO una se embarca en una aventura de estas proporciones y visto lo que


nos ha ocurrido en anteriores jornadas, espera que, una vez en alta mar, nos
ataquen calamares y krakens gigantes, luchemos por no ser engullidos hasta el
fondo de un remolino descomunal, nos aborden piratas o penetremos por error
en las fauces de una anomalía espacio-temporal.
En cambio, exceptuando algunos momentos de tensión, el trayecto no ha
comportado grandes sobresaltos.

Primer día.

Nos asignan un camarote a cada uno (el mío, situado entre los de Georgina
y Alejo) y nos entregan un mapa del barco. Nuestros bártulos ya han sido
transportados a bordo por los macutes. Acordamos no subir a cubierta hasta
que hayamos zarpado. Le pregunto a Henry Seres quién es el capitán.
—Lo tienes delante —me contesta calándose una gorra blanca recién
estrenada—. Volar me gusta. Navegar es mi auténtica pasión, Erika. Y más si
viajo en mi propio juguete. Ahora, a dormir. Mañana empieza lo duro de
verdad.
El ritual que me ha acompañado casi toda mi vida: deshacer la maleta (en
este caso, mochila), colocar la ropa bien ordenada en un cajón situado debajo
de la litera, curiosear en el baño, probar la cama y, al tratarse de un barco,
asomarme al pequeño ojo de buey y quedarme prendada del reflejo de la luna
sobre las aguas de un mar en absoluta calma.
Por primera vez, no echo de menos la vida sedentaria, el despacho en la
Unidad, las cuatro paredes que siempre creí que me protegerían de todo mal.
Fue un error confiar la búsqueda de mi padre a otras personas. Si quieres que
una cosa se haga bien, hazla tú misma. O como dice Alejo: “Paga a alguien
para que lo haga”.
El primer día es difícil conciliar el sueño. La vibración en el interior del
barco, a causa de la potencia de los motores, no molesta del todo pero es
constante y el cuerpo, poco a poco, lo acusa.
Me paso por el camarote de Georgina. Han cubierto el ojo de buey con
pintura negra. La fanpira se ha sentado en su catre y mastica algo con fruición.
—¿Todo bien?
—Todo bien —contesta cubriéndose la mano con la boca.
—¿Qué comes?
—Jane Eyre.
—Georgina. ¿Te has dado cuenta de una cosa?
—¿De qué? —un fragmento de papel sobresale de sus labios.
—Estamos en 1937. Formamos parte de una misión secreta en la que está
en juego el destino de la humanidad, por hablar claro. Buscamos nuestra
Atlántida, nuestras Minas del Rey Salomón, nuestra Arca de la Alianza…
¡Nuestra ciudad legendaria! Contamos con un equipo internacional y se han
visto implicadas fuerzas ocultas poseedoras de un alto poder destructivo.
Cumplimos todos los requisitos de cualquier relato de aventuras folletinesco
propio de la época en que vivimos.
—¿Y?
—Nazis. No hay nazis cerca. ¿Cómo es posible?

Esta noche he soñado con Rupert. Con otro Rupert, en otro tiempo, en
otro lugar. No lo considero una pesadilla. Solo me inquieta que a través de los
sueños reciba flashes de una época distinta a esta. Premoniciones.
Desayuno a las siete de la mañana con todo el equipo. Henry Seres informa
a Georgina sobre las zonas del barco donde no penetra la luz del sol y por
donde podrá moverse libremente. Volverán a necesitarla a primera hora de la
noche. Más dictados de pasajes del Necronomicón. La fanpira ha preguntado a
Alejo qué será de ella cuando acabe la misión. La contratará, dice el magnate,
cuidará de ella. Georgina replica que lo quiere por escrito, lo que me recuerda
que todavía no he firmado el contrato con Alejo. El abogado me matará. Todo
el mundo quiere matarme.
Paseo por la cubierta, abrigada con una parca marinera que también forma
parte del equipo estándar. Me mareo levemente cuando fijo la vista en el mar.
La fuerza del viento contribuye a aumentar la sensación de estar a punto de
salir disparada. Espero acostumbrarme. Día nublado. Mar en calma. Pegada a
la pared gris, metálica, remachada con enormes tornillos de cabeza redonda y
recién pintada, recorro el barco de proa a popa donde, sobre una plataforma,
descansa el autogiro cubierto por una lona que se agita al viento. A babor, la
costa.
Cañones también tapados, botes salvavidas, una cadena de ancla que me
hace sentir liliputiense. Bajo la superestructura, Matsumoto y Chang se han
encaramado sobre una especie de cilindro gigante, atravesado por un cigüeñal
que lo conecta a dos grandes columnas metálicas coronadas por algo que
parecen ser antenas a medio construir. Cables gruesos enchufados a unas tomas
laterales. Cajas de herramientas.
Los dos técnicos han abierto una compuerta en lo alto del soporte de la
bobina y manipulan conexiones del interior con destornilladores y alicates.
—Omae baka ka? —le espeta Urías Matsumoto.
—Confía en mí. Sigo las indicaciones del plofesol Alonso. Lo único que
intento decilte es que la fuente plincipal de alimentación tendlía que aislalse
del vaso comunicadol… —replica Chang.
—El flujo electromagnético, entonces, debería cambiarse de posición. Y el
generador de corriente. Quizá así arreglemos el efecto pulmonar.
—Eles demasiado desconfiado, quelido colega. ¿A quién vas a hacel caso, a
Tesla o a mí?
—Tú eres chino, Rogeman. Yo japonés. Mi religión me prohíbe confiar en
ti. Aíslalo, activemos la polaridad y ya veremos qué pasa. Si consigues mantener
estable el alternador…
Cansada del galimatías, decido saciar mi curiosidad.
—Señores, ¿qué es esa cosa?
Rogeman Chang da dos golpecitos a la bobina como si fuera el lomo de un
caballo.
—Esta cosa, señolita Konstantin, es el Electlic Boogaloo.
Irrumpo en el puente, situado en la parte más alta de la superestructura del
barco. Alejo y Henry consultan cartas náuticas.
Miro alrededor un instante. No parece la cabina de un barco, sino de una
nave espacial de las que aparecen en las portadas de Astounding Stories y Weird
Science. Aparte de algunos instrumentos que me resultan familiares y, claro, el
timón de madera, el resto de aparatos no tiene nada que ver con un puente de
mando convencional.
—¡¿Estáis locos o qué?! ¿Vais a probar un sistema de ocultación
experimental? ¿Sois conscientes de que ahí abajo todavía se están peleando por
si deben cortar el cable azul o el cable rojo?
—Calma, Erika. Lo tenemos todo controlado —dice Alejo, jugueteando
con un compás sobre los papeles—. Y gracias por tutearme al fin. Con tanto
“usted” empezaba a sentirme viejo.
Risas. A mí no me hace ninguna gracia.
—Tomando las debidas precauciones, Erika, lograremos demostrar una serie
de teorías científicas que sin duda ampliarán las prestaciones de este barco —
añade Henry.
Me gustaba más cuando nos limitábamos a infringir la ley. No he
sobrevivido a un atentado para que me electrocuten en pleno Círculo Polar
Ártico.
—Luego hablaremos de someterlo a votación —deposito mi libreta de
apuntes sobre la mesa. Ellos apartan sus cartas, sorprendidos. Ya daban la
conversación por terminada—. Si me permitís aparcar tan desagradable tema,
ruego que me prestéis atención.
Elijo la carta náutica que entiendo mejor y donde identifico los continentes
con mayor facilidad.
—Henry. ¿Estas líneas marcan longitud y estas otras, latitud?
—Exacto.
Consulto mis notas.
—Doy por sentado que todos nosotros creemos en la existencia de una
fuerza superior, de un horror extraterreno, que despertó de su letargo
posiblemente a causa de la incursión del equipo de Pabodie en su morada
antártica —asienten—. He pedido cierta información a una persona de total
confianza de la Unidad. He comparado algunos incidentes que me llamaron la
atención con otros citados en las cartas que William Dyer enviaba a Howard
Phillips Lovecraft.
—Espera un momento. Esas cartas las vimos en el escritorio de Howard en
Providence.
—Las tomé prestadas.
—¿Robaste unas cartas? —Alejo no sale de su asombro.
—Las consideré relevantes, necesarias, está justificado. No sé de qué te
extrañas. Sois expertos en incumplir la ley. ¿Puedo seguir ya? —prosigo con mi
exposición mientras marco con lápiz puntos y fechas en el mapa—. No sé
interpretar correctamente las cartas náuticas. La posición que os indico debe ser
aproximada. Si sumo los casos de desapariciones que cita Dyer en su
correspondencia, intentando seguramente que Lovecraft se uniera a su causa,
con los datos registrados en la Unidad y las averiguaciones que he recopilado
en la hemeroteca de Boston, se observa un claro patrón de conducta.
La expresión de Alejo y Henry ha variado del aburrimiento más absoluto a
un interés incondicional.
—Desde 1931, cuarenta y dos casos de desapariciones, muchas de ellas sin
trascender a los medios de comunicación: barcos pesqueros, de recreo,
balleneros, de todo tipo; incluso una fragata de la armada argentina. Prestad
atención a las fechas y a la última posición que transmitieron rutinariamente
por radio… o donde se cree que se volatilizaron. De sur a norte. Desde las
proximidades de la Antártida hasta Tasmania. Algo, señores, está avanzando
desde el sur a través de los océanos Pacífico, Atlántico e Índico. Y lo peor:
aumenta el número de desapariciones según avanzamos en las fechas y, por lo
visto, coincidiendo con loquesea internándose peligrosamente en rutas cada vez
más frecuentadas por la navegación civil.
—Es increíble y aterrador. ¿Por qué demonios nadie se ha dado cuenta hasta
ahora? —pregunta Henry.
—Los barcos viajaban bajo bandera de hasta dieciséis nacionalidades. A
pesar de que los tratados marítimos favorecen el intercambio de datos, no deja
de ser documentación dispersa que debe unificarse bajo un mismo criterio y,
claro, que pueda ser compartida. Ni siquiera a la Unidad le constaban todos los
incidentes.
—Dyer sí que lo vio. El muy majadero disponía de demasiado tiempo libre,
y lo empleó bien —dice Alejo—. No obstante, ¿por qué nadie, aparte de Dyer,
había prestado atención a algo tan evidente?
—Porque estas cosas solo sucedían en las novelas de ciencia-ficción, querido
Alejo —giro la hoja de mi libreta—. Y dispongo de un último apunte. Rupert,
mi contacto en la Unidad, añadió algo de su cosecha: un equipo especial de
investigadores partió hace una semana con destino al sur de la Patagonia. Un
poblado de pescadores fue arrasado por un “fenómeno natural sin tipificar”
causando la muerte de todos sus habitantes. Cuatrocientas doce personas en
total. Dos miembros del equipo de investigadores han sufrido graves trastornos
psicológicos después de presenciar los efectos del desastre sobre la población.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —me espeta Alejo.
—Porque quería verificarlo. Tú tampoco lo explicas todo…
Alejo se apoya en el timón. Henry se muerde el labio, visiblemente
preocupado. He tocado una fibra sensible.
—No hay tiempo que perder —dice Alejo.

Segundo día.

Las siete de la mañana. En proa, en ayunas por requerimiento del cuerpo


científico de la expedición, muy apretados unos contra otros, sentados sobre
una alfombra de material aislante y sin permiso para refugiarnos del viento,
esperamos de muy mal humor a que la lancha que han fletado se aleje hasta
una distancia prudencial del Gigamesh.
A unos doscientos metros a estribor, el capitán Urías Matsumoto apaga el
motor de la lancha y le hace una señal a Rogeman Chang, que está fijando un
cable a una de las antenas parecidas a las Bobinas Tesla. Las han colocado a
proa, popa, babor y estribor. Todas ellas son idénticas a las que han situado en
lo alto de los pilares que flanquean el mecanismo de ocultación. El Electric
Boogaloo.
De nada han servido mis protestas ni las de Georgina (que refunfuña bajo la
lona de una tienda de campaña, resguardada de la luz del sol). Dicen que no
disponemos de tiempo para desalojar el barco porque llegamos tarde a una cita
en Saint-Pierre-et-Miquelon. A su vez, aseguran que no hay peligro si seguimos
las indicaciones, pero luego nos han obligado a colocarnos los chalecos
salvavidas. Un despropósito, vamos.
Los macutes se amontonan en la parte más alejada de proa, frente a
nosotros, sentados también muy juntos. Observan la escena moviendo la
cabeza para ver mejor por encima de las cabezas de sus congéneres al aniforme
con cabeza de morsa que se aproxima al ingenio electromagnético llevando de
la mano a Don Danforth.
Danforth. No había pensado en él. ¿Cómo logrará que aguante la
respiración?
Rogeman Chang levanta un megáfono, carraspea y vocea las últimas
indicaciones.
—Lecuelden, 15 segundos sin lespilal, tal como hemos placticado los
últimos días. Si dulante los últimos segundos notan ansiedad, exhalen el aile,
NUNCA inhalen el aile. Pol favol, pelmanezcan atentos a mi señal.
Chang mira a estribor y levanta el brazo. Desde la barca, Matsumoto le
devuelve el saludo y se coloca unos prismáticos, haciendo esfuerzos para
mantener el equilibrio. Con lo alto que es, parece un mástil de vela.
Llegó el momento.
Antes de empezar, Rogeman Chang busca la mirada de Alejo. Éste da su
consentimiento levantando un pulgar.
—¡Pulgales aliba! ¡Quielo vel bien ahola mismo esos pulgales! Pelfecto —
Chang chasquea los dedos ante la cara de Don Danforth—. No lespiles.
El chino grita “¡No lespilen!”, toma aire y acciona un interruptor situado en
la parte frontal del Electric Boogaloo. De sus antenas surgen rayos de color azul
y rojo que saltan hasta la bobina de proa, luego a la de babor y así hasta que
rodean el barco y regresan a su origen, formando un circuito cerrado alrededor
del acorazado. Las bobinas permanecen así conectadas durante quince
segundos mientras aguantamos la respiración y notamos cómo la electricidad
estática nos pone los pelos de punta y lanza sus tentáculos luminosos en busca
de zonas metálicas a las que agarrarse.
Rogeman Chang apaga el Electric Boogaloo y los relámpagos desaparecen
dejando un rastro de chispas.
—Ya pueden tomal aile y volvel a sus puestos —grita Chang a través del
megáfono. Después alza las manos en dirección al bote de Matsumoto, quien
niega con la mano.
Rogeman Chang le da una patada a un barril cercano.
—Señor Chang —le dice Henry Seres—. Danforth se está poniendo tan
colorado como la capucha esa que lleva.
—¡Oh, disculpas, lo había olvidado! —vuelve a chasquear los dedos—.
¡Lespila!
Danforth abre mucho la boca en busca de oxígeno, se hiperventila y cae al
suelo de rodillas. Corro a su lado para tranquilizarlo porque el resto lo ignora y
se pone a discutir sobre por qué el dispositivo de camuflaje ha fallado y no nos
hemos hecho invisibles.
Cuando Danforth restablece su ritmo normal de respiración, lo tomo del
brazo y ayudo a Georgina a incorporarse.
Rogeman Chang pasa a mi lado. Revisa las bobinas de babor.
—¿Cómo has logrado que Danforth no respire? —le pregunto.
—Hipnosis. Pelo no hipnosis de teatlo como las que plactican en occidente.
Auténtica sugestión china —y vuelve junto a Henry y Alejo.
Coloco en fila india a la fanpira y al invidente, y los guío hacia los
camarotes, alertándolos de posibles desniveles, escaleras o techos bajos. Algo ha
cambiado en Danforth desde que se ha sometido a los métodos hipnóticos de
Chang: ya no recita las estaciones del suburbano desde Boston a Cambridge,
sino la alineación de los New York Yankees por orden de home runs
conseguidos.

A mediodía, reducimos la marcha a quince nudos.


Henry Seres despega con el autogiro. Le han bastado un par de metros para
ganar altitud.
—¿Adónde va? —le pregunto a Alejo, en el puente.
—A la isla de Saint-Pierre-et-Miquelon, antes de distanciarnos más del
litoral.
—¿Contrabando? —le asesto un codazo amistoso.
—No hay tiempo para los negocios. De eso se encargan los señuelos, el Sea
Star y el Akademik Vladislav Volkov.
—¿Entonces?
—Ha ido a buscar al octavo pasajero.

—¿Sabes una cosa? He visto delfines esta tarde desde la cubierta, cuando se
ponía el sol. Un bonito espectáculo.
—¿De verdad? —Georgina aparta un momento el libro que estaba leyendo
y me presta atención. Tumbadas en la cama de mi cabina, mientras anoto los
sucesos del día, ella alterna lectura y gastronomía—. Una vez viajé de noche en
barco, pero me da miedo el agua. Los delfines, en cambio, deben de ser
hermosos.
—Todo un espectáculo, te lo aseguro. Se acercaron nadando a toda
velocidad y saltando sobre las olas. Se situaron en la proa y nadaron junto a
nosotros un buen rato. Jugaban.
—Qué bonito.
—¿Puedo preguntarte una cosa? Bueno, dos.
—Puedes.
—¿Dónde están tus padres?
—Murieron. Los cazaron en Bucovina. Un pariente transilvano me salvó la
vida y me sacó del país a través de Bulgaria y Grecia. Allí embarqué hacia los
Estados Unidos. Hubo incidentes en el barco. Asesinatos. Mi tío segundo Vlad
se alimentaba de forma muy peculiar. Lo descubrieron y lo echaron al mar,
decapitado. Lo contemplé todo encaramada a un palo de mesana. Fue lo más
espantoso que he visto en mi vida —Georgina hace una pausa, resopla y agita
la cabeza a ambos lados—. Tuve que buscarme la vida sola, escondiéndome en
las bodegas del barco, robando los escasos libros que, la verdad, no abundaban
entre los efectos personales de los marineros. Acabé alimentándome de hojas
del cuaderno de bitácora del capitán. Cuando llegamos a Ellis Island, una
familia de emigrantes italianos me ayudó a pasar la aduana y cuidaron de mí
durante un tiempo. Encontré trabajo como enfermera en el turno de noche de
una residencia para niños especiales en Fantom Town, Massachussetts, hasta
que me independicé.
—¿Cuándo llegaste entonces a los Estados Unidos?
—En 1901.
—No pareces…
—Una buena dieta, eso es todo. Necesitaré cremas antienvejecimiento
muchísimo más tarde que tú, nada más —Georgina recupera el buen humor
—. Otra pregunta, vamos.
—¿A qué saben los libros?

A las nueve y media de la noche, mientras cenamos, suena la sirena:


ouuubaaa, ouuuubaaa. Nos abrigamos y subimos a cubierta. Los macutes
corren hacia popa. Urías Matsumoto nos pide paso y se une a Alejo que le
espera oteando la oscuridad del cielo con unos prismáticos.
Los motores del buque han dejado de funcionar. La inercia, sin embargo, no
permite que se detenga del todo.
Matsumoto apunta con una pistola hacia el cielo y lanza una bengala. La
oscuridad retrocede a nuestro alrededor. Las sombras se alargan y cambian de
posición como si tuvieran vida propia a medida que desciende la bola de fuego
parpadeante.
—¿Ordeno dar marcha atrás? —pregunta Matsumoto.
—Quizá no haga falta. Hemos practicado esta maniobra muchas veces y a
más velocidad.
Y oímos las hélices acercándose.
—¡Allí, a las nueve!
Divisamos las luces del autogiro a babor. Viene directo hacia nosotros.
Matsumoto carga de nuevo la pistola, apunta hacia el cielo otra vez, pero en
dirección opuesta al aparato. Su intención es iluminar el cielo nocturno, no
deslumbrar al piloto.
Dispara.
El autogiro traza un amplio círculo en el cielo y dirige su morro hacia popa.
Reduce la velocidad y comienza el descenso. El barco debe de estar derivando
porque el autogiro ha de corregir su ángulo de aproximación.
Desciende, desciende, corrige, desciende y se posa.
Dos macutes rodean la hélice frontal y aseguran el tren de aterrizaje a la
plataforma con correas. Poco a poco, las palas dejan de rotar y se paran.
Alejo camina hacia la base de la plataforma. Matsumoto retrocede hacia
nosotras. Todavía observamos boquiabiertas el espectáculo.
Del autogiro desciende un hombre delgado, vestido con traje de calle, con el
pelo echado hacia atrás y untado con litros de fijador para el pelo. Abandona la
plataforma y baja por la escalerilla. Alejo y el recién llegado estrechan sus
manos. Esta vez, no hay abrazo. Caminan hacia estribor y los observamos
mientras desaparecen detrás de la superestructura. Henry abandona poco
después el autogiro. Complacido y risueño, dedica dos golpecitos amistosos al
morro de la aeronave.
—¿Quién es? —pregunto.
—Albert Speer —responde Matsumoto.
—¿Speer? ¿El arquitecto alemán? —exclamo irritada.
Georgina se cruza de brazos y frunce el ceño.
—Ahí tienes a tu nazi, Erika.

Tercer día.

Hora del desayuno. Solo café o infusiones. A pasar hambre otra vez.
—Apreciados amigos, es un placer para mí presentaros al eminente
arquitecto Albert Speer —el alemán se levanta, junta los talones y saluda con la
cabeza. Si lo hubiera hecho con más contundencia, se habría partido el cuello
—. El señor Speer nos ayudará a realizar la prospección arqueológica. Esta
tarde, Georgina, te invitamos a que te unas a nosotros porque necesitaremos
que reproduzcas los planos de la ciudad de Olathoe que se incluían en los
apéndices del Necronomicón.
Georgina asiente con la cabeza imitando el movimiento de Speer. Le sacudo
una patada por debajo de la mesa. Está de mal humor porque la han levantado
de la cama fuera de su horario habitual y porque en breve la cubrirán con la
lona de la tienda de campaña otra vez.
Nos espera el segundo experimento.

Mismo ritual, misma posición. Varía el clima: nos hemos separado de la


costa y avanzamos en dirección norte. El frío es intenso. Ni el gorro del
profesor Alonso impide que se me hielen las orejas.
Cuando Matsumoto se coloca en posición a bordo del bote, Rogeman
Chang repite las advertencias acerca de aguantar la respiración (durante el
desayuno ha practicado sus ejercicios con Albert Speer), chasquea los dedos
ante la cara de Don Danforth y activa el Electric Boogaloo. Mismo festival de
rayos y centellas… y entre el grupo de macutes de proa se oye un estornudo.
Habían transcurrido siete segundos. Tres segundos después de haber tomado
aire por accidente, el pecho del macute estalla y un segundo más tarde, su
cabeza revienta.
Rogeman Chang apaga la máquina, chasquea los dedos ante la cara de
Danforth y le pega una patada al cigüeñal del Electric Boogaloo.
Volvemos a respirar con normalidad.
Henry me pide apresuradamente que acompañe abajo a Georgina y a Don.
Antes de entrar, me doy la vuelta. Los macutes se han colocado en formación
cerrada e impiden que Chang, Seres y Speer se acerquen al macute muerto.
—Georgina, entra y llévate a Danforth. Voy enseguida. Cerraré la
compuerta. No sufras por la luz —le digo a la fanpira.
Cuando me dispongo a dar el primer paso, Alejo se interpone en mi
camino. No me deja pasar.
—Retrocede, Erika, es peligroso. Vuelve a tu camarote y no te separes de la
pistola.
—¡¿Y si me hubiera ocurrido a mí?!
—Tienes razón. Se acabaron los experimentos. Siento haberte hecho pasar
por esto. Ahora, te ruego que me obedezcas.
—¿Y el nazi? ¿Has colado a un amiguito del Führer en nuestra misión?
¿Cenamos mañana con Goebbels?
—Speer es… medio nazi.
—Alejo, no me tomes por idiota.
—Lo necesitamos.
—Famosas últimas palabras.
Le doy la espalda y sigo los pasos de mis compañeros.

Desciendo un nivel y busco el camarote de Danforth.


En su interior, en cuclillas junto a la cama, acariciando la mano derecha de
Danforth, Georgina me indica que me acerque con su dedo índice, luego se lo
lleva a la boca y después se señala la oreja. “Ven, calla y escucha”. De rodillas a
su lado, presto atención y me encojo de hombros. Ella mueve la mano como si
botara una pelota. “Espera, agáchate más”.
Don habla. Puedo oírlo. Susurra algo más bajo de los habitual. Entonces
descifro lo que está murmurando. Ni estaciones de suburbano ni jugadores de
baseball.
Nuestros nombres en orden alfabético.
Ahora, el pobre Danforth encadena en bucle los nombres de pila de los
miembros de la expedición.
Georgina ha descansado el resto de la mañana (las noches las pasa
recorriendo el barco, leyendo y comiendo; haciendo compañía a Henry Seres o
al macute que esté de turno en el puente de mando).
A mediodía se la han llevado a la sala de oficiales, también
convenientemente sellada. Segunda sesión de dictado.
Abro el maletín Louis Vuitton donde había guardado la máquina de escribir
portátil. Ya va siendo hora de que me ponga a redactar en serio.
La deposito sobre el pequeño escritorio del camarote y despliego un asiento
retráctil. Coloco una hoja de papel en el rodillo e intento girarlo con su rueda.
No se mueve. Busco la palanca liberadora. No rueda. ¿Qué estoy haciendo
mal?
No me había fijado: a la derecha del teclado hay un interruptor. Algo se me
escapa. No se trata de una máquina eléctrica. ¿Para qué necesita un
interruptor? Probemos.
CLECK.
La máquina de escribir emite un zumbido. Una lucecita se enciende en un
panel del tamaño de una tecla al lado de la barra espaciadora. Parpadea en rojo.
Una, dos, tres veces. Cambia a verde. Este cacharro no lo han comprado en
unos almacenes de Providence.
Súbitamente, el rodillo empieza a moverse y el papel se introduce de forma
automática. Me aparto del escritorio, asustada.
La máquina empieza a escribir sola.

Hola, Erika.

La luz pasa a verde. Luego otra vez a rojo.


Me vienen a la cabeza mil explicaciones: desde magia hasta posesión
diabólica, pasando por todo el catálogo de fenómenos paranormales y
parachungos habidos y por haber.

Has tardado mucho en utilizar la máquina. Escribe cuando piloto se ponga


verde. Cuando termines escribir, envía texto apretando 2 veces seguidas la
tecla de “retorno de carro”.

Verde. Vuelvo al escritorio. Marco las teclas con precaución, como si este
cacharro fuera a morderme.

¿Quién hay ahí?

Pulso dos veces la tecla indicada. La luz pasa a rojo. La máquina escribe sola
de nuevo.

Soy prof. Alonso. ¿Te gusta mi juguete? Funciona con acumuladores d


electricidad. Autonomía d 2 años. En Wakanda y Congo encontramos
minerales q ofrecían múltiples aplicaciones en este aspecto.

Me siento, todavía algo atemorizada.

—Susto monumental, prof. Alejo no me lo explicó. Odio su faceta


bromista entre otras muchas cosas.
—Esto es el futuro. Comunicación a través de ondas de radio y, pronto,
una red global eléctrico-telefónica. Créeme. ¿Cómo va todo?
—¿Desde dónde escribes?
—Princeton. ¿Ha funcionado Electric Boogaloo?
—No. Un macute ha muerto.
—¡¡¡¿Han cambiado algo d especificaciones?!!!
—Creo que sí. No lo sé. Manipularon algo.
—Mataré Chang y Matsumoto. Que paralicen experimento por favor. Estoy
intentando comunicar con…
Se acaba el papel. Cambio la hoja escrita por una en blanco. El rodillo la
acepta y la coloca de forma automática.
—…vosotros. Comunicaciones deficientes.
—¿Tú estás bien?
—Yo sí. Otros no. Noticias de España. Loureiro y Gómez-Jurado han
muerto. En Batalla Guadalajara, después d defensa heroica. Me ha informado
amigo en las Brigadas Internacionales. Condecoraciones a título póstumo.
Triste. Comunica Alejo, plis.
—Lo haré.
—Trabajo en despacho Universidad. Casi siempre estoy en línea. No dudes
mandar mensaje si necesitáis algo. Última cosa: para escribir normal, colocar
interruptor en posición central. Máquina escribir de siempre. :) Echo de
menos. Volved de una pieza. XXXOOO
—Adiós. Beso.

¿Quién quiere la pistola de rayos láser de Flash Gordon cuando puedes


tener esto?
Apago la máquina y salgo del camarote en busca de mis compañeros. No les
va a gustar la mala noticia.
Sala de oficiales.
El mismo caos de papeles que organizaron en la Mansión Crow pero
comprimido en un espacio mucho más pequeño. Georgina, a lápiz, retoca un
enorme dibujo que ocupa casi toda la mesa. Al no disponer de papel de gran
tamaño, han unido con cinta adhesiva varias hojas pequeñas. Recuadros,
círculos y líneas. Edificios, plazas y calles, por lo que deduzco. Círculos
concéntricos. Pequeñas construcciones alrededor de otras mucho mayores. A
izquierda y derecha (desconozco la orientación respecto a los puntos
cardinales), dos elipses con glifos en su interior: Noton y Kadiphonek, las
montañas que se elevaban cerca de Olathoe.
Georgina ha reproducido con todo lujo de detalles el mapa de la ciudad,
según podía encontrarse en el Necronomicón.
Albert Speer y Alejo Crow observan atentamente los trazos de la fanpira y le
consultan acerca de inscripciones o notas al margen que hubiera pasado por
alto. Ella contesta que todo lo que figuraba en el original está ahora sobre la
mesa.
En las paredes han colgado mapas de ciudades extraídos de otras fuentes:
Ulthar Inferior, R’lyeh, Yian-Ho o Fanborya. En el suelo, montones de libros
antiguos, fuera del alcance de la fanpira.
—Hola, señorita Konstantin —dice Speer con marcado acento alemán—.
¿Se une a nuestras pesquisas?
—Quizá más tarde. Alejo, ¿podemos hablar?

En la cubierta de proa.
Contemplamos en silencio la estela que deja el barco sobre las aguas cada
vez más frías del Océano Atlántico.
Alejo no parece sentir frío, pero sí una profunda tristeza al enterarse de la
muerte de sus amigos. Creo que no finge, que realmente le importaba la vida
de esas personas. Por eso conservo la esperanza de que sienta lo mismo por mi
padre.
—Locos.
—No los culpes, Alejo. Necesitaban involucrarse en la causa.
—Yo también lo hago. Envío armas y municiones. Y si tuviera un poco más
de tiempo, si resistieran lo suficiente, dispondría de un contingente de macutes
que mandaría a los sublevados al infierno de cabeza en tres semanas.
—Las armas no lo son todo.
—En algunos casos, las armas marcan la diferencia.
Le tiro suavemente de la manga.
—Volvamos adentro o nos congelaremos.
—Un momento.
—¿Qué?
—¿Qué es eso que salta sobre el agua?
Señala hacia un grupo de lomos grises y amarillos que sobresalen del océano
a intervalos y que siguen nuestro mismo rumbo.
—Delfines, supongo —contesto.
Alejo aprieta los puños con fuerza.
—Eso no son delfines.

Cuarto día.

Navegamos a toda máquina.


Alejo ha pedido a Urías y a Chang que bajen a la sala de máquinas y revisen
las modificaciones del profesor Alonso por si pueden ganar algunos nudos más
de velocidad sin matar a ningún macute durante el proceso y aun a riesgo de
cavitar.
Divisamos los primeros icebergs.
El capitán Seres ha situado vigías macute en distintas partes del barco. No
parece afectarles el frío extremo que hace a la intemperie. A la velocidad que
llevamos, corregir el rumbo requeriría de una maniobra muy complicada.
Superamos con creces la velocidad del Titanic cuando se hundió después de
chocar contra el iceberg. Por eso el capitán se muestra siempre inquieto, pasa
muchas horas en el puente, ha prohibido sacar el tema del Titanic durante las
comidas y, sobre todo, ha pedido explícitamente que nadie utilice la palabra
“insumergible”.
Georgina y yo hemos estado fisgando en las tripas del Gigamesh en busca de
un palo o una vara que le sirva a Danforth como bastón. Ha mejorado durante
la noche. Si se estancara, le pediría a Rogeman Chang que volviera a sumirlo
en un estado de hipnosis, siempre que no significara repetir la experiencia de
dejarlo sin aire.
Finalmente nos hemos agenciado una barra de cortinas en el camarote de
Alejo. Espero que no le importe. Está irritable y sube cada cierto tiempo a la
cubierta para escrutar la superficie del océano.
Desde la grotesca muerte de su compañero, los macutes se comportan de
manera extraña. Andan más despacio, como desorientados y no nos ceden el
paso cuando coincidimos en un pasillo o en las zonas más angostas del barco.

A media mañana, nos convocan en la bodega de carga. El equipo al


completo, siguiendo las indicaciones de Alejo, se sirve de palancas y abre cajas
de madera que contienen ametralladoras ompson, escopetas Remington del
calibre doce y munición. Un arsenal completo, casi veinte piezas. Albert Speer
no trabaja. Nos vigila con pose de capataz y de vez en cuando sopesa alguna de
las armas.
Tener a mi lado a un nazi con una ametralladora en las manos no me
reconforta. Desconfío de él. Vaya socios se busca el jefe.
Señalo un lote de ompsons e interrogo a Alejo con la mirada.
—Chicago —dice.
Georgina abre otra caja y rebusca en el interior.
—¿Y esto?
—Obsequios de un amigo. Recuerdos de la Ley Seca.
Nos asomamos todos al interior.
Botellas de Jack Daniel’s, Southern Comfort, y ron omas Bartholomew
Red, además de otros envases y garrafas sin etiquetar que contienen líquidos de
distintos colores y texturas.
Urías ve algo curioso en un extremo de la caja y lo extrae con cuidado: un
sombrero de ala ancha oscuro, un abrigo negro y una bufanda carmesí. Dentro
del sobrero baila una nariz postiza.
Alejo me guiña un ojo.
—Si me permitís un momento, por favor. —Dejamos lo que estamos
haciendo y le prestamos atención. Albert Speer mira el reloj sin disimulo y
resopla—. No os había agradecido todavía vuestra implicación en este
proyecto. Todos estáis al tanto de los fenómenos poco comunes que envuelven
esta expedición. Si no me equivoco, el mundo, la historia, está a punto de
experimentar un cambio traumático. Nos aguardan horrores abominables que
pondrán a prueba nuestra cordura y capacidad de reacción. También nuestro
estómago, os lo aseguro.
Se sienta sobre una caja y hace rodar el bastón entre sus manos. La arenga
continúa:
—Supongo que Erika confirmará este dato que os ofrezco ya que ha
colaborado estrechamente con la Unidad de Cazafantasmas de la Sociedad de
Naciones y ayer hablamos de ello después de la cena: durante los últimos años,
la actividad sobrenatural en el planeta se ha reducido en un setenta y cinco por
ciento. Me refiero a los habituales casos de vampirismo, licantropía, posesión
diabólica, abducciones y similares. ¿Por qué? Porque presienten lo que se
avecina y se están escondiendo. Así de claro.
Alejo levanta el bastón y nos señala uno por uno.
—Espero lo mejor de vosotros. Si mis temores se confirman, pronto
estaremos en guerra, entraremos en conflicto con razas a las que no se puede
matar con crucifijos, balas de plata, estacas, agua bendita y demás remedios
tradicionales. Tampoco esperemos encontrar una reina ponehuevos a la que
exterminar ni que se concentren todos en un mismo lugar donde podamos
dinamitarlos. De poco servirán los remedios que emplean los escritores de
terror y los guionistas de Hollywood. El enemigo no hace prisioneros.
Menos Matsumoto, que dirige la mirada al suelo, los demás clavamos los
ojos en Albert Speer, que cambia de postura, incómodo, y se encoge de
hombros.
—Esto no va conmigo, ¿verdad? —protesta el alemán.
Le guiño un ojo.
—Qué va, señor Speer. Todos sabemos que el Tercer Reich vela por la paz y
la seguridad en el mundo.
Ofendido, Speer sale de la bodega después de coger sin permiso una botella
de ron del bueno.
—No me refería a ellos, maldita sea —refunfuña Alejo, dando por
terminada la reunión—. A ver si la próxima vez os comportáis con un poco
más de decoro.
—No me gusta, Alejo. Ese homble esconde algo. Además, se apalta de mí y
de la fanpila cada vez que coincidimos en la misma habitación —se queja
Chang. Tiene razón. El partido nazi ha expresado públicamente en varias
ocasiones su desprecio hacia los judíos, los aniformes, los fanpiros y otras razas
que consideran ajenas a su Manual del Buen Ario.
—Echémoslo por la borda. ¿No ha conseguido de él lo que necesitaba? Pues
lo sometemos a votación —opina Seres. Matsumoto asiente.
Todos levantan la mano.
Yo también.
Alejo pide calma. Se arriesga a provocar un motín.
—Todavía no. Seguimos analizando juntos la estructura de las ciudades. El
Reich cuenta con un departamento esotérico de operaciones especiales, el
equivalente a la Unidad de Cazafantasmas de la Sociedad de Naciones pero no
regulado por ningún organismo internacional. Han recopilado información
muy valiosa sobre hallazgos arqueológicos prehumanos que no poseo y que
necesito consultar en busca de coincidencias con el Necronomicón— Ahora es
Georgina quien se convierte en blanco de nuestras miradas—. Speer dirige la
sección de megalópolis y se ha especializado en el tema. No viene como
representante del Führer, sino a título personal. Y basta ya de hablar del tema.
Ayudadme con el inventario de las armas.
Matsumoto me observa mientras manipulo la ametralladora ompson y
reviso su cargador.
—¿Sabes utilizar este cacharro, Erika?
—En la Unidad nos han entrenado en el manejo de armas. Si consigo
vencer el retroceso, soy capaz de hacer mucho daño. Mi puntería es mejor que
la de los macutes, te lo aseguro.
Me revuelve el pelo y sonríe.
Henry Seres, imitando la pose de Albert Speer, se sitúa delante de Georgina
y le dice con mofa:
—Frrräulein, si no te imporrrta, a parrrtirrr de ahorrra la llamarrremos
Necrrrogina o Ginacomicón.
Todos reímos ante lo acertado de la imitación.
Incluido Don Danforth que, ante nuestra estupefacción, golpea el marco de
la puerta con el bastón que le hemos proporcionado.
—¿Alguien está al tanto de los resultados de la N.F.L. de los últimos seis
años?

Acompaño a Danforth hasta su camarote. Se agarra a mi brazo. De vez en


cuando deja de caminar y permanece inmóvil, desorientado. En un par de
ocasiones, tantea el espacio que lo rodea con el bastón, se aproxima a la pared y
empieza a golpearse la cabeza. No me extraña que luzca de forma permamente
esos chichones que despuntan bajo su máscara. Deberíamos acolchar su
estancia.
Le explico el motivo de nuestra misión, le describo el barco y cuál es
nuestro destino. Habla despacio, repite palabras y espacia las frases.
—Así que tú eres hija de … John Konstantin. … Un buen hombre. Venía a
visitarme de vez en cuando … al hospital. Me traía … tabaco.
—Cada vez me doy más cuenta de lo pequeño que es el mundo.
—Un mundo … donde no hay cabida … para …
Pausa de dos minutos.
— … nosotros y ellos.
—Danforth, ¿qué nos espera en Olathoe?
—Los seres … que allí habitaron se fueron hace largo tiempo … Los nuevos
inquilinos … quedan pocos … Necesitan vivir en paz … ¿No lo sientes, chica?
Tú, más que nadie, deberías … percibirlo … Es tu herencia.
Pausa.
— … Como mínimo, encontraremos una ciudad en ruinas … y … Alejo
Crow consumará sus aspiraciones … pingüinos ciegos …
—No creo que veamos muchos pingüinos por este hemisferio, la verdad.
Danforth ladea la cabeza. Se dirige hacia la pared. Consigo pararlo antes de
que le líe a dar cabezazos.
—Olathoe … Shoggoths … El Garsengerth-Moritah … Erika,
desgraciadamente me he perdido algunas cosas estos últimos años, creo …
Dime, ¿qué es un nazi?

Cuando Danforth se queda dormido, subo a cubierta a tomar el aire y a


reflexionar sobre las divagaciones del desdichado superviviente de la
Expedición Pabodie. ¿Nos volveremos tan locos como él?
A babor, encaramado a uno de los cajones donde se guardan los salvavidas,
Alejo escruta el mar sirviéndose de unos prismáticos, ajeno al frío, visiblemente
preocupado.
¿Quién nos persigue?
EL ÁLAMO

1
LA TARDE del quinto día llegamos a nuestro destino. Y nuestro destino es La
Nada.
Desde el Mar del Labrador, dirección nordeste. Cabo Farewell rozando el
Océano Atlántico. Estrecho de Dinamarca. Rumbo este y nordeste. Mar de
Groenlandia. Rumbo Norte. Océano Glacial Ártico. Aquí, la “X” marca el
lugar. Al menos sobre el mapa.
A proa, popa y estribor nos rodea una extensión inmensa de agua en calma,
sin crestas de olas. Parecen dunas líquidas en movimiento. A babor y a una
gran distancia flota un iceberg de tamaño considerable que el capitán Henry
Seres no pierde de vista mientras maneja el timón.
—Mira, Erika. Si ese iceberg fuera un barco en movimiento y quisieras
saber hacia dónde se dirige y evitar así un rumbo de colisión, puedes elegir un
punto de referencia dentro de tu nave situado en alguna parte de la proa. Por
ejemplo, el listón que separa las dos mamparas de cristal. Si al cabo de un rato
el barco se ha movido respecto al listón hacia babor o estribor, querrá decir que
lleva un rumbo perpendicular al tuyo y puedes utilizar el timón para vadearlo
si hace falta. Pero si se mantiene cerca del listón, quiere decir que vas directa
hacia él y que cada vez lo verás más grande. Hay que virar.
Henry, Alejo, Urías y yo ocupamos el puente, muy abrigados a pesar de la
calefacción centralizada. Alejo se quita los auriculares que durante un buen rato
lo han mantenido unido al aparato de radio. Permanece pensativo durante
unos minutos, observando la quietud del mar.
—Si no empeoran las cosas, nuestra misión será tranquila. Los dos barcos
que se dirigen a los polos han detectado al menos un periscopio cada uno,
siguiéndolos de cerca. Han picado.
—¿Rusos? ¿Alemanes? —pregunta Urías Matsumoto. Se mueve con
indecisión porque algunas de las vigas del techo están a la altura de su cabeza
en la parte más estrecha de la cabina. Ya se ha golpeado unas cuantas veces en
el interior del Gigamesh y quiere evitar a toda costa que le queden chichones
permanentes como a Danforth.
—Imposible identificarlos si no suben a la superficie y dudo que se dejen
ver —responde Alejo y apoya los codos sobre la mesa de mapas, la barbilla
baja, estudiando las líneas marcadas sobre las cartas náuticas.
Me uno a él.
—¿Y ahora qué?
—Veamos. Las tres últimas posiciones que transmitió tu padre antes de
desaparecer siguen una línea recta desde Noruega que se dirige hacia las
coordenadas que escribió Abdul Alhazred.
—No se me ha ocurrido preguntarte en qué tipo de barco viajaba papá.
¿También disponía de su propio destructor?
—Un submarino.
—¿Un submarino? ¿Cómo es posible?
—En 1935, un comandante ruso, Vasili Ramirus, desertó del Ejército Rojo.
Antes de la Gran Purga de 1937, Stalin ya había comenzado a deshacerse de
posibles opositores y personas a las que consideraba indeseables. A Vasili
pretendían degradarlo y quitarle el mando de su submarino porque atribuyó
un desastre acontecido en 1933, mientras servía como capitán de corbeta, al
ataque de un “monstruo gigantesco de piel escamosa y verde, cabeza de pulpo,
grandes tentáculos y alas membranosas”. ¿Sabes dónde?
—Seguro que me lo dirás tú.
—En el Océano Antártico. Súmalo a tu lista de desapariciones misteriosas,
solo que en este caso, la pericia de Ramirus le permitió salvar la vida. Cinco de
sus tripulantes (de una dotación de cuarenta marineros) también escaparon y él
se encargó de mantener la moral y la esperanza durante su posterior batalla
contra el frío, el hambre, la sed y la dificultad de orientarse sin los
instrumentos necesarios. Perdió un ojo, la oreja izquierda y, más tarde, una
pierna afectada de gangrena. Consiguió llegar a la isla Bouvet a bordo de un
bote salvavidas impulsado por una rudimentaria vela. Allí se refugiaron en unas
instalaciones noruegas donde encontraron medicinas, provisiones y un aparato
de radio. Una semana después, un mercante neozelandés los rescató.
—Si se hubiera hecho público, habría conseguido casi tanta notoriedad
como Shackleton.
—El caso es que a pesar de que sus hombres apoyaban su versión, el suceso
fue silenciado. Pocos meses después, tres de los marineros se habían suicidado y
los otros dos habían sido ingresados en instituciones psiquiátricas. La doctora
Lázarus los trata personalmente en el Sanatorio de Arkham. He instalado y
empleado a sus familias en las proximidades.
Albert Speer entra en el puente de mando y, con él, un aire gélido que, de
no haber cerrado la puerta, nos habría convertido en cubitos de hielo en pocos
segundos. Sostiene en la mano una taza de café caliente.
—Hombre, gracias por traernos café también a nosotros, señor Speer. Qué
amable y considerado. Se agradece después de cuatro horas en el puente
velando por la seguridad de usted y de todos —dice Henry, forzando una
sonrisa falsa.
El nazi gruñe, se da la vuelta y abandona el puente. Deja la puerta abierta.
Urías Matsumoto la cierra.
—¿Por qué? —pregunto a Alejo.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué te ocupaste de esos hombres y de sus familias?
—Se lo debía a Ramirus. Le conocía desde que luché junto a su padre
contra las tropas zaristas durante la Revolución de 1917. Un invierno duro.
—Sí, ese pasaje figura en tu biografía. ¿Por qué no te pusiste del lado del
Zar Nicolás?
—Soy más rojo de lo que parezco, Erika —Alejo se frota las manos mientras
se acerca al radiador en busca de calor—. Así pues, con mi ayuda y la de una
fiel tripulación de macutes, robamos un submarino ruso, el S-13, delante de las
narices del alto mando de la Flota del Norte en plena inauguración de la base
naval de Polyarny, en Múrmansk.
—¿Y mi padre qué tiene que ver en todo esto?
—Ramirus estaba obsesionado con dar caza al monstruo. Supongo que
John le convenció para emprender este viaje, quizá con la promesa de que le
ayudaría a seguir el rastro de la aberración que partió la corbeta rusa en dos. A
pesar de mis advertencias y de mi negativa, se llevaron el submarino que
habíamos camuflado en el fondeadero de Scapa Flow. Me robaron mi
sumergible.
—Que tú, a su vez, habías robado.
Ahora es Henry quien se acerca a la mesa de mapas. Deja el timón en
manos de Urías, que recita las lecturas de los indicadores de presión,
profundidad y fuerza del viento en japonés.
Henry recorre con los dedos las líneas que marcan el recorrido de los barcos.
Murmura.
—Alejo, ¿y si la ciudad está sumergida? —pregunta.
—Lo está, pero adosada a un archipiélago coronado por dos grandes
montañas —Alejo rebusca entre los mapas y extrae una hoja que contiene un
mensaje de papá con la misma fuente de letra de la máquina de escribir que me
entregó el profesor Alonso. Se comunicaban de la misma forma entre ellos—.
Leed la última frase. Lo demás carece de importancia. Solo hacen comentarios
banales y de mal gusto sobre Greta Garbo.
Leo en voz alta, sobrecogida al tener en mis manos la última señal de vida
de mi padre.

(…) divisado objetivo. Dos picos inclinados. Glaciares. Localizada zona de


desembarco. Enviaré posición exacta cuando confirme que es el emplazamiento que
buscamos. Abrazos. Dile a Alejo que no se enfade. Esto lo hago por él. Vamos a
celebrar el descubrimiento.

—El problema es que hemos explorado en nuestro camino hacia aquí las
islas más cercanas a la zona que indica el libro. Al este nos acercaríamos
demasiado a las islas de Svalbard. Más al sur, topamos con Groenlandia. ¿No
nos habrá tomado el pelo la fanpira? —pregunta Henry.
—No. Estoy segura de que nos ayuda incondicionalmente —le digo.
—Vistas las circunstancias, propongo utilizar el método más práctico.
Buscaremos desde el aire. ¿Vienes, Erika?
—Pero se está haciendo tarde.
—¿Y qué importa? ¿Has quedado con alguien para ir al cine? —Henry
ordena parar máquinas a través de un telefonillo colgado en la pared—.
Además, disponemos de luz solar permanente.
2
Desde las alturas veo cómo la mayor parte de los miembros de la expedición
nos despiden desde el Gigamesh. Georgina sigue en su camarote. Me ha
prometido que luego subirá a cubierta con las ropas y las gafas especiales que le
ha diseñado el profesor Alonso.
Al sobrevolar la superestructura, diviso a Rogeman Chang atareado en las
torretas del Electric Boogaloo, supongo que empeñado en hacerlo funcionar.
Por las patadas que le da a la pared, diría que no lo consigue.
El azul del océano contrasta con la tonalidad anaranjada con la que el sol de
medianoche, situado muy cerca de la línea del horizonte, alumbra el cielo. Las
nubes, dispersas y estáticas por la ausencia de viento, convierten la escena en
un espectáculo inolvidable.
Desprendemos vaho por la boca. Ambos vestimos pesados abrigos,
bufandas, gorros y guantes. La ropa es tan poco elástica que cuando queremos
mirar por la ventanilla nos vemos obligados a girar todo el torso. El frío es tan
intenso que para desprender el hielo de las hélices del autogiro hemos tenido
que rociarlas con agua caliente.
Henry solo suelta el timón cuando anota nuestra posición en una libreta y
cuando me señala un punto concreto en el mapa que sostengo sobre mis
rodillas.
—¡Es importante que sepamos en todo momento cuál es nuestra posición!
¡Carecemos de puntos de referencia aparte del sol! ¡Y como ves, no hay estrellas
a la vista! ¡Si nos perdemos, caeremos al mar cuando se acabe el combustible!
¡Marca en el mapa lo que te vaya diciendo! —chilla Henry. Había olvidado el
ruido que hacía este cacharro—. ¡Como esta se supone que es la zona donde
debemos buscar, volaré en círculos concéntricos alrededor del acorazado!
¡¿Tienes novio?!
—¡Repite lo que has dicho, creo que no lo he entendido bien!
—¡Que si tienes novio!
—¡¿Qué clase de pregunta es esa?! ¡Vamos, con tu edad podrías ser mi padre!
Henry se carcajea.
—¡No lo digo por mí! ¡Lo digo precisamente por tu padre! ¡Siempre decía
que no iba a llevar bien el verte crecer! ¡Que si venías con un novio a casa que
no le gustara, utilizaría un Conjuro Ghaus para ahuyentarlo!
—¡¿Qué es un Conjuro Ghaus?!
—¡Es muy asqueroso! ¡¿Seguro que quieres oírlo?!
—¡Por supuesto!
—¡Consiste en tirarse pedos por la boca!

Según ampliamos el radio de la búsqueda, descartamos islas que no


coinciden con la descripción (y que rodeo con un círculo sobre el mapa),
atolones, icebergs y pequeños bloques de hielo dispersos, incluso bancos de
niebla que pudieran ocultarnos alguna porción de tierra.
Tres cuartos de hora de búsqueda. El combustible a punto de agotarse.
Muerta de frío. Todos los islotes y las extensiones de agua que nos rodean me
parecen iguales.
A estribor, con el sol de frente, me parece ver algo. Me froto los ojos,
deslumbrada. La imagen de dos promontorios sobreimpresos en el círculo solar
se mantiene en mi retina y se desvanece lentamente cuando los abro. Giramos a
babor, por lo que el sol empieza a quedar a mi espalda.
—¡Henry, a estribor, a estribor!
Viramos hacia la derecha y el fugaz espejismo toma forma sobre las aguas
del océano. Una superficie alargada de tierra cubierta en su mayoría por hielo o
nieve, en cuyo extremo norte se erigen dos enormes montañas que se inclinan
la una hacia la otra, como si quisieran tocarse.
Noton y Kadiphonek.
La clave escondida en los libros era correcta.
Henry anota a toda prisa sobre la libreta.
—¡No es muy grande! ¡Opino que su superficie será de unos cuarenta
kilómetros cuadrados! —exclama—. ¡¿Y sabes lo mejor de todo?! ¡Nos hemos
topado con algo que siempre he deseado encontrar!
—¡¿Qué cosa?! ¡¿Una isla?!
—¡Una isla que no figura en los mapas!

3
—Confía en mí. Lo peor no es el sol. Es el frío.
—Pero abre poco a poco, ¿vale?
Parece que no llevemos ropa de abrigo, sino escafandras. La temperatura
exterior es de doce grados bajo cero. El barco ha reducido la velocidad al
aproximarse a la isla, por lo que el viento no acentúa tanto la sensación de frío.
Son las diez de la mañana del sexto día. Me costará mucho acostumbrarme
a las noches soleadas. Resulta difícil orientarse horariamente porque la
intensidad de la luz varía muy poco. El sol se limita a dar vueltas sobre nuestras
cabezas. Nunca se esconde.
Abro la puerta con cuidado. Instintivamente, Georgina retrocede un poco.
Tiembla debajo de las tres capas de ropa que la cubren en su totalidad, incluida
una malla para la cara y las gafas de lentes especiales.
El sol la baña.
Ni gritos, ni humo, ni olor a chamuscado.
—Lo veo, Erika. Veo el sol. Muy difuso, pero ahí está. El sol…
A pequeños pasos, la fanpira sale por primera vez a la luz del día. Se mueve
despacito. Teme que alguna pieza de ropa se desprenda y el sol le queme la piel.
Con las gafas puestas, Georgina no puede apreciar bien los colores, la belleza
del escenario que nos rodea, pero seguro que suple las carencias con su
imaginación, con miles de descripciones literarias que conserva en su cabeza.
La tomo de la mano y la acompaño hacia proa.
El capitán acaba de invertir la rotación de las hélices. La marcha atrás reduce
considerablemente la velocidad. Los macutes desenganchan unos agarres de
seguridad del ancla.
A unos cien metros de nosotros se extiende una playa de piedras que va
ascendiendo hasta transformarse en la ladera de las dos gigantescas montañas
inclinadas, separadas unos dos kilómetros entre sí, cubiertas en su mayor parte
de nieve. Parecen garras cerrándose sobre nosotros.
—¡Qué altas! —se asombra Georgina.
—Exactamente 512 metros la grande y 173 metros la pequeña—nos
informa Urías Matsumoto. Manipula un teodolito. Se inclina mucho para
poder observar a través de la lente—. Nunca he visto estructuras semejantes. Es
antinatural. ¿Qué clase de erosión habrán sufrido para adoptar esa… postura?
—Intimidan —dice Alejo, sentado en la base de uno de los soportes del
Electric Boogaloo, encendiendo un puro.
—Alejo, ¿es seguro fumar al lado de ese cacharro?—pregunta Georgina. La
voz se oye apagada desde debajo del pasamontañas.
—¿Quién hay ahí dentro, debajo de esa tonelada de ropa? —bromea Alejo
—. ¡Georgina! Esa es mi chica. ¿Qué tal los ojos?
—Duelen un poco, pero puedo acostumbrarme. Ahora, si me lo permiten,
vuelvo a mi camarote. No quiero abusar de mi suerte —me acaricia el brazo
con un guante rígido y grueso con el que casi no puede articular los dedos—.
Erika, gracias.
Cuando Georgina ha regresado a la seguridad del interior del barco, me
siento al lado de Alejo. Aparto el humo con la mano.
—Desde hace un par de días, mis sueños se han vuelto más… contundentes,
Alejo. Me he visto reflejada como en un espejo. He visto a mi padre morir en la
cama, he conocido a mi madre en otro tiempo o en otra dimensión, he
luchado contra la tiranía y he desenmascarado a un traidor. Despertarse cada
mañana es como salir del cine después de haber visto una buena película de
acción.
Alejo lanza el puro por la borda.
—Se dice que en la tierra de Lomar, en su parte más septentrional, durante
la era hiperbórea, una raza prehumana podía intercambiar su mente con
criaturas del futuro. Es muy probable que al entrar en el círculo de influencia
geográfico de este lugar, las capacidades extrasensoriales que has heredado de tu
padre se manifiesten con mayor intensidad.
Algo pasa. Alejo me ha explicado su teoría con total convicción, pero casi
sin inmutarse, mirando inexpresivo a la cumbre de las montañas, como un
médico que diagnostica un resfriado a un paciente como parte de su rutina.
—Eso es una tontería. No poseo ninguna habilidad extrasensorial.
—Créeme, la tienes. La pusiste en práctica en casa de Lovecraft.
—No es cierto —sigue sin mirarme—. ¿Te ocurre algo, Alejo?
—Sería un hipócrita si te dijera que no me inquieta lo que nos acecha desde
el umbral, a la sombra de esas montañas. Pero me preocupa más que alguien
nos haya seguido, implacable. Alguien a quien llevo combatiendo desde hace
siglos y que ahora me tiene a su merced en su propio terreno. Profundos…
Estratégicamente hablando, vamos a permanecer estáticos en un entorno
totalmente rodeado de agua. Eso no es bueno.
Me levanto y le tiendo la mano.
—Si me acompañas a proa, añadiré aun más preocupaciones a tu agenda de
hoy.
Me acompaña hasta la parte de los mástiles, detrás de la plataforma del
autogiro, donde ondean la bandera norteamericana y el emblema de la
Expedición Crow-Yutani: Corona Mundi que Alejo se ha empeñado en izar al
adentrarnos en el océano aun a riesgo de ser identificados.
—¿Ves aquella formación de nubes, a las once? Debe estar situada, no sé, a
unas cinco o seis millas más o menos.
—Sí. Muy bonita. ¿Nos ponemos ya manos a la obra?
—Alejo, presta atención. Aunque tiene el mismo color y una forma
semejante a las otras, es más grande.
—Sí, ya lo veo.
—Y más compacta.
—Al grano, Erika.
—No estoy segura, pero creo que esas nubes nos han seguido desde que
partimos de Boston.

4
Media mañana.
Coordinados por Rogeman Chang, los macutes abren varias compuertas en
la cubierta de proa. Sirviéndose de una rampa, suben desde la bodega de carga
las cajas de armas y tres pequeños vehículos oruga a gasolina, una especie de
tanquetas dotadas de cuatro asientos y un arcón posterior, sobre el motor, a
modo de maletero. Los aparcan en los laterales, a la sombra de los cañones.
También han empezado a ensamblar lo que parece ser una barcaza de
desembarco, y a colocar ganchos, redes y poleas en la obra muerta de estribor.
Los macutes se muestran inquietos, no sabemos si por la proximidad de esas
montañas tan siniestras o por alguna razón más que ignoramos.
Una vez acabadas las tareas, desde el puente de mando advierto cómo los
macutes vuelven la cabeza y se quedan mirando a Rogeman Chang cuando éste
camina a su lado. Lo están vigilando.
Se lo diré a Alejo, aunque otro problema más no ayudará a que mejore su
humor. Ahora no solo vigila el mar. También el cielo.
Le acerco uno de los taburetes a Don Danforth. Me ha pedido que le
describa el paisaje. Parece bastante cuerdo.
—Desde el puente se distingue mejor la orografía de la isla: ligeras
elevaciones cubiertas de nieve que descienden a través de una pendiente poco
pronunciada hasta las aguas del océano. Da la sensación de que alguien la haya
moldeado con una espátula. Exenta de vida animal y vegetal. Árida e
inhabitable, al menos para los humanos. Alrededor de toda la isla flotan
fragmentos de hielo de poco grosor, eso pude comprobarlo desde el aire
cuando la descubrimos. Pequeños islotes al sur. Si aquí hubo alguna vez una
floreciente civilización lomariana, grandes arquitectos, científicos y eruditos de
cuyo puño y letra surgieron los Manuscritos Pnakóticos, eso fue hace mucho,
muchísimo tiempo.
—Muchas gracias, Erika —dice Danforth, girando la cabeza en dirección a
mi voz. Sus ojos blancos, sin pupilas, que parecen mirar siempre por encima de
tu hombro, incomodan mucho.
Habla muy despacio. Encadena frases, unas veces incompletas, otras sin
aparente sentido, con silencios prolongados, como si se desconectara durante
un rato.
—Tengo la obligación de disuadiros. Antes de que mi estado empeorara,
William Dyer me visitaba asiduamente en el Sanatorio de Arkham —pausa de
un minuto—. Hasta que desapareció, tuvimos tiempo de documentarnos, de
leer libros apócrifos; quizá fuera esa práctica tan insana lo que enturbió
nuestras mentes —pausa de minuto y medio—. Me gustaría compartir con
vosotros mis teorías al respecto a fin de impedir que os ocurra lo mismo que a
mí.
Pausa de un minuto, dos, tres, cinco. Se ha dormido.

5
Poco después de la hora de comer.
Urías y yo llenamos el depósito de gasolina de las tanquetas. Georgina
monta guardia en el camarote de Danforth por si despierta. Dos macutes lo
han llevado en camilla hasta allí porque no reaccionaba.
Oímos el autogiro que se aproxima, volando muy bajo y arriesgándose
innecesariamente a pasar entre los arcos que forman las montañas. Traza dos
círculos alrededor del barco, desciende demasiado deprisa y se posa sobre la
plataforma con tal torpeza que un par de piezas se desprenden de las vigas que
la sostienen.
El motor protesta, suenan varias explosiones sordas en su interior y se
ahoga. La hélices frenn su rotación. Fuuum fuuum fuuum fuuum fuuum.
Alejo se apea de la aeronave ayudándose con su bastón. Le sigue Henry,
muy desquiciado, gesticulando y señalándose la cabeza.
—Loco, estás loco. No volverás a pilotar nunca más.
Todo lo rápido que le permite su cojera, nuestro líder suicida avanza hacia
nosotros colocándose un puro en la boca, exultante.
—¡Hemos divisado los restos del submarino! Preparad el equipo. No
cabemos todos en el autogiro, así que viajaremos en las tanquetas.
—¿Dónde? ¿Dónde está? —taquicardia, la imagen de mi padre varado en
este lugar tan espantoso.
—Al otro lado de la isla, no muy lejos, más allá de las montañas.
Llegaremos en poco tiempo; es una lengua de tierra poco extensa, accesible.
Cuando me dispongo a salir corriendo hacia mi camarote, Rogeman Chang
aparece empujando a un macute.
—Un momento, pol favol. Quielo mostlalos algo —obliga a su
acompañante a subir a uno de los cajones donde se guardan los salvavidas,
cerca de la borda—. Silviéndome del cuelpo del macute que falleció pol culpa
del mal funcionamiento del Electlic Boogaloo, he lealizado en tiempo lécold
algunas pluebas genéticas y he conseguido leploducil una enzima que modifica
el metabolismo del macute con la finalidad de enmendal uno de sus plincipales
eloles de diseño, apalte de su temol pol los espacios celados (ya casi aleglado) y
el defecto de que solo una de cada 25 ó 30 copias dispone de la capacidad de
hablal (en vías de solución).
Los presentes miramos boquiabiertos a Chang: lleva una bata de médico
salpicada de sangre, de la que cuelgan algunos fragmentos de piel de macute, y
guantes igualmente pringados. Es repugnante.
A nuestro alrededor los macutes se han quedado petrificados.
Rogeman Chang, ajeno a la repulsión que provoca su aspecto, pone la mano
manchada en la espalda del macute y lo arroja al mar como si tirara un papel a
la papelera.
El macute se precipita al vacío, impacta contra un fragmento de hielo,
partiéndolo en varios pedazos y se hunde en las frías aguas del Antártico.
Burbujas de diferentes tamaños ascienden a la superficie y, tras ellas, el macute
asoma la cabeza, mueve los brazos y nada hacia la red que cuelga del casco.
Orgulloso, Chang acaricia sus colmillos de morsa y nos dedica una gran
sonrisa de satisfacción.
—¿Puedo yo tirar a uno? —pregunta Albert Speer, que se había unido al
grupo sin que nos diéramos cuenta—. ¿Se trata de alguna modalidad de
deporte norteamericano?
Los macutes vuelven al trabajo mientras su congénere sube trabajosamente
hasta la cubierta. La mirada del macute desprende puro odio.

6
La barcaza de desembarco nos lleva hasta la playa, resquebrajando placas de
hielo a su paso. Montamos en las tanquetas que los macutes han bajado con
gran esfuerzo desde el Gigamesh. Empiezo a sentir algo de compasión por las
criaturas al mismo tiempo que crece en mí un profundo malestar debido al
comportamiento de Chang. Como producto de la ingeniería genética del
Doctor Moreau (de cuyo asesinato se le acusa) y de la complicidad de Alejo
Crow, el aniforme con aspecto de morsa debería ser el primero en respetar a sus
creaciones.
Georgina Tost se ha quedado de nuevo vigilando a Danforth, y Rogeman
Chang ha preferido no acompañarnos y continuar sus arreglos en el Electric
Boogaloo, con la promesa de NO ACTIVARLO.
Alejo ha repartido bengalas entre la tripulación y ha ordenado retirar las
lonas de los cañones, preparar los proyectiles y cargar las armas ligeras que
consiguió en Chicago.
La compuerta frontal se abre y desembarcamos aplastando cantos rodados,
nieve y hielo. Dos macutes armados con escopetas Remington y una
ametralladora de posición vigilarán la barcaza hasta que regresemos.
En la primera tanqueta viajamos Speer, Matsumoto, Alejo al volante y yo.
En la segunda, Seres transporta material de espeleología, armas, provisiones y el
botiquín de primeros auxilios.
Al no ser muy abrupto, el terreno nos permite avanzar con facilidad.
Cuando entramos en el valle que separa ambas montañas y nos cubre la
sombra de una de ellas, la temperatura cae en picado. Por suerte, la ropa
térmica diseñada por el profesor Alonso nos protege de un frío crudo, intenso y
que, en pocos minutos, ayudado por la brisa que sopla desde el norte, nos ha
infligido los primeros cortes en los labios.
Miramos hacia lo alto. Observando desde esta perspectiva, apreciamos una
forma piramidal en la estructura de las montañas que quizá no se deba al
capricho de la naturaleza. Las cúspides, inclinadas sobre nuestra perpendicular,
parecen querer atraparnos, multiplicando una sensación parecida a la que
habíamos experimentado desde el barco al compararlas con enormes garras. Las
muchas estalactitas gigantescas que cuelgan del último tramo de la descomunal
zarpa, la parte más horizontal, tienen un tamaño nunca visto. No quiero ni
imaginar lo que ocurriría si alguna de ellas se desprendiera.
Una vez atravesado el valle, superamos una serie de montículos buscando
los accesos más seguros y encontramos un sendero natural seguramente
originado por la acción de un pequeño glaciar.
El cadáver del submarino S-13, recubierto de hielo, embarrancado, escorado
hacia babor, a pocos metros de la playa, nos da la bienvenida a esta isla
desolada y muerta en el confín de la Tierra.

7
¿Qué ha podido causar tantos daños a una embarcación de este tamaño?
Mientras cargamos las mochilas y quitamos el seguro a las armas, descartamos
el impacto de un torpedo.
Algo embistió al sumergible por varios puntos y consiguió agujerear el
casco. Algo gigantesco.
—Ni la quilla ni el bulbo de proa de un acorazado causarían desperfectos de
este tipo. No me atrevo a ofrecer una teoría y disculpad la forma de definirlo
pero, aunque suene disparatado, es como si le hubiera atacado algo más blando,
algo de origen animal—dice Henry.
—¿Crees que se habrá inundado? —pregunta Albert Speer.
—Habrá que comprobarlo. Casi todos los orificios y desgarros se
encuentran por encima de la línea de flotación. Y el agua no cubre ni una
tercera parte del submarino.
Sin dudar, Henry abre la marcha. Alejo fija su vista en el mar.
—Urías, creo que será mejor que te quedes a vigilar los vehículos. Será
complicado que un samurái japonés de dos metros maniobre bien en el interior
de un submarino.
—Wakarimashita —dice Urías Matsumoto.
Descubro algo al acercarme que me deja más helada de lo que ya estoy.
Alguien ha pintado de negro sobre el nombre del S-13 que figuraba en la proa
y ha escrito Dorothy encima, con brocha y pintura blanca. Debe tratarse de un
lector de El mago de Oz o, en cambio… gracias papá por el mensaje.
Trepamos por los orificios practicados en el lado de babor del casco y que
sirven como escalera.
—Tened cuidado con la inclinación y las placas de hielo. Asegurad bien
cada paso. Podríais resbalar. No es estable —nos advierte Henry.
Él es quien se encarga de comprobar si la escotilla de proa está abierta. Si
ambas han sido cerradas por dentro, habrá que colarse por uno de los agujeros
del casco.
Cerrada. Mala suerte. Henry examina los daños causados en la parte de
estribor. Alejo nos llama desde lo alto de la torreta. Podemos entrar: la escotilla
principal, cercana al periscopio, cede. Speer trepa. Le sigo.
—¡Matsumoto! Si surge cualquier problema, dispara al aire —le dice Alejo
al japonés antes de introducirse en el submarino.
El hedor es insoportable. Carne en descomposición, pescado podrido,
madera mojada y otros olores muy desagradables que no logro identificar.
Arcadas, mareo. Me tapo la nariz y la boca con la bufanda.
—Yo no pienso bajar ahí —dice Speer con cara de asco, tapándose la nariz.
Era de esperar.
—Usted mismo —le replico. Me cuelgo la ompson a la espalda y
emprendo el descenso. Henry me sigue justo después.
Alejo ha encendido su linterna. Henry y yo le imitamos.
—¿Alguien ha traído cinta aislante? —pregunta Alejo.
—No.
—Yo tampoco.
Alejo coloca en el suelo la linterna, paralela al cañón de la ametralladora, se
quita la bufanda y enrolla las dos cosas. Seguimos su ejemplo. Ahora podemos
empuñar el arma con ambas manos mientras alumbramos el interior del
submarino.
Accedemos al puente de mando. Una calamidad: cuerpos sin vida de
marineros que no han llegado a descomponerse del todo por la acción del frío,
instrumentos y paneles reventados, cables sueltos, la parte inferior del
periscopio ha sido retorcida hacia arriba como las barras de hierro que doblan
los forzudos en los anuncios de las revistas; objetos de todo tipo tirados por el
suelo. Henry silba: nos indica que la puerta metálica de acceso a proa está
bloqueada. La golpea con la culata por encima de la manivela pero no obtiene
respuesta. El eco recorre el submarino.
Solo podemos continuar hacia popa.
Pasamos de un compartimento estanco a otro. Más cadáveres. Uno de los
marineros todavía sostiene en la mano la pistola con la que se ha disparado en
la sien.
Henry vomita detrás de mí. Diez minutos más aquí dentro y me ocurrirá lo
mismo. Cada rincón que iluminamos esconde una escena macabra. El espacio
reducido nos obliga a retirar cadáveres.
De repente, una luz muy débil se enciende al final del pasillo y suena una
detonación. El proyectil rebota contra las mamparas. Por favor, más disparos
no.
Alejo se agacha y levanta el puño derecho. Quietos. Luego lo abre.
Dispersaos. Me cubro en la garita del sónar. Ohdiosmío. Veo una máquina de
escribir como la mía en el suelo, rota, pisoteada. Los fragmentos se mezclan
con libros de claves, auriculares, lápices y un aparato de radio hecho trizas.
La máquina que debía utilizar mi padre para enviar los mensajes durante la
misión.
Henry se lanza sobre un camastro en la pared opuesta. Apaga la linterna y
apunta hacia adelante con la ompson.
Escuchamos un CLICK, CLICK, CLICK y un alarido.
—[¡Venid, cabrones! Ya no me quedan balas. Intentad comerme si tenéis
agallas. ¡Y sé que las tenéis!].
Ruso.
—[¿Vasili? ¿Vasili Nikolaviech Ramirus?]
Silencio. Toses.
—[¿Alejo…? ¡¡Alejo!! No es posible… Sláva Bógu!]
—Erika, rápido, trae el maletín de primeros auxilios —ordena Alejo.
Corremos hacia popa en dirección a la luz. Desde el suelo del camarote del
capitán, rodeado de latas de conservas, bidones de agua y montones de ropa,
un hombre de avanzada edad se convulsiona, supongo que a causa del frío y de
la conmoción al vernos. Vasili Ramirus nos ilumina con una linterna que se
está apagando. Como su vida.

8
Henry y yo hemos registrado el resto del submarino en busca de más pistas
sobre lo que había sucedido al buque y a su tripulación. Sea lo que sea lo que
pasó, los cogió desprevenidos, y atacó rápido y con contundencia. No les dio
tiempo a reaccionar. Los tubos lanzatorpedos habían sido inundados, pero no
llegaron a dispararlos.
Por las señales de salitre en la pared, el submarino se llenó de agua hasta la
mitad de su volumen, pero luego se vació. Como si se hubiera hundido
parcialmente y después hubieran conseguido llevarlo a su posición actual.
O quizá algo lo arrastró, estrellándolo contra las rocas de la playa.
Retrocedemos sobre nuestros pasos hasta el camarote donde Alejo abraza a
un capitán Ramirus delirante, famélico y muy enfermo. Su piel se ha
decolorado hasta volverse gris. Tose sin parar y es incapaz de fijar la vista.
Tiembla. Intenta comunicarse . Su voz es taaaan débil.
Junto a la cama, al lado de una pistola, su pata de palo exhibe una colección
de muescas cada vez más imperfectas. Una por cada día de los largo meses que
ha logrado sobrevivir racionando las provisiones del submarino, aislándose del
frío con métodos rudimentarios.
Alejo lo acomoda sobre el catre y lo cubre con varias mantas sucias y roídas
que encuentra en el suelo. Busca en el maletín de primeros auxilios y prepara
una inyección. El moribundo le habla en ruso.
Vasili Ramirus consigue reunir fuerzas y saca un cuaderno de bitácora que
había escondido debajo del colchón.
Mientras Alejo atiende a Ramirus, Henry y yo registramos otros
compartimentos del submarino en busca de más pistas sobre lo que ocurrió.
Cerca de la cabina del capitán yace otro cadáver, un marinero, que parece más
reciente. Se ha disparado en la cabeza con una pistola. Quizá sobrevivió con el
capitán pero no fue capaz de soportar el aislamiento, el hambre y las bajas
temperaturas. Decidió poner fin a su sufrimiento.
Henry me hace una señal desde la zona de literas. Me aproximo.
—Aquí descansaba tu padre.
—¿Cómo lo sabes?
—Mira las cuerdas, los agarres del salvavidas, la mochila. Todo atado con As
de Guía.
—Un nudo marinero, sí.
—Le enseñé a tu padre muchos nudos, pero él siempre utilizaba este. Le
daba pereza preparar los otros, aunque fueran más simples y más apropiados
para según qué funciones.
Golpeo con la culata de la ompson la capa de hielo que cubre la mochila.
La abro. Ropa, paquetes de tabaco, una brújula, un ejemplar del Astro Magus
de John Dee y un diccionario ruso. Una libreta de notas: esquemas de la isla,
glifos, transcripciones de los Manuscritos Pnakóticos, ilustraciones de las
montañas, una palabra escrita al margen llama mi atención, Garsengerth-
Moritah. La he escuchado hace poco en boca de Don Danforth.
Una foto mía, a los diez años, Newcastle.
Sin relatos sobre lo acontecido durante el viaje. Sin diario personal.
En un bolsillo de la parte frontal encuentro una cajita. En su interior,
tapones para los oídos, canicas naranjas decoradas con pequeñas estrellas rojas y
un frasco como el que me entregó la doctora Lázarus en Arkham. ¿Barretxa
Mezclange? ¿Para qué iba a necesitarla mi padre?
Nada más. Carencia total de respuestas. Solo la certeza de que papá viajó en
este submarino.
Alejo no llama desde el camarote del capitán.
—Erika, Henry, por favor, improvisad una camilla todo lo rápido que
podáis —nos pide Alejo mientras golpea la jeringuilla con el dedo.
—Nyet, nyet, nyet… —Ramirus le pide a Alejo que se acerque porque no
puede forzar la voz y le habla entre largas pausas para tomar aire. Se escucha el
gorgoteo de los pulmones encharcados.
Finalmente, Alejo tira la jeringuilla. Extrae del maletín un pequeño
recipiente de cristal tapado con un corcho, lo agita, lo abre y se lo da de beber
al moribundo. Por último, le acaricia el pelo.
Ramirus deja de temblar, gira la cabeza hacia nosotros, sonríe, levanta un
poco los brazos, Alejo lo abraza y el viejo capitán exhala su último suspiro.
9
Abandonamos el submarino, convertido, ahora sí, en un sepulcro que, con
el paso del tiempo, los glaciares empujarán hacia el fondo del océano.
—¿Qué te ha dicho?
—Que era consciente de que iba a morir, que prefería hacerlo en ese
momento de felicidad, que siempre supo que yo saldría en su busca y me ha
insistido en algo: no debemos despertar al durmiente, no debemos hacer ruido,
que caminemos de puntillas. No sé interpretarlo, Erika.
—¿Y mi padre?
—Dice que todo está en el cuaderno de bitácora. Si estás de acuerdo, lo
leeremos en el Gigamesh. Teniendo en cuenta lo que le ha sucedido a este
submarino, preferiría no separarme de mi barco más de lo necesario.
—Nuestro barco, Alejo —matiza Seres y le pasa el brazo por los hombros,
intentando animar a su abatido jefe.
Matsumoto y Speer, sentados cada uno en una tanqueta, sin dirigirse la
palabra, se levantan cuando nos ven regresar.
El alemán cruza los brazos y dice:
—Espero que traigan información de la buena, porque han estado un buen
rato ahí dentro.
Nadie le ayuda a levantarse de la nieve después de recibir el puñetazo de
Alejo.

10
De camino al acorazado, después de convencer a Alejo de que no era buena
idea abandonar al nazi en la playa, nos detenemos antes de entrar de nuevo en
el valle.
Henry señala a nuestra izquierda. Divisamos una enorme gruta que se
pierde en las entrañas del monte más alto desde la ladera del mismo, y que no
habíamos visto en el viaje de ida por quedar a nuestra espalda. Se asemeja a una
gigantesca boca dispuesta a engullirnos. Un escalofrío me recorre el espinazo, el
segundo desde que presencié el desfile funerario de los profundos en
Providence.
Si esto es lo que considera Alejo como “poder extrasensorial”, una
advertencia de peligro, una premonición, deberíamos marcharnos de aquí
ahora mismo. La esencia del mal nos rodea.
El mal en estado puro.
No sé si estoy preparada para enfrentarme al relato que contiene el cuaderno
de bitácora del capitán del Dorothy.

11
Hay algo en el terreno que me llama la atención y quiero investigarlo.
Henry y yo nos quedamos con una tanqueta. Los demás prosiguen la marcha.
A Alejo no le parece bien, pero le convenzo de que puedo cuidarme sola. Tanto
paternalismo me incomoda a veces.
Le pido a Henry que conduzca la tanqueta hacia la base de la montaña que
queda a nuestra izquierda, en el lado opuesto a la gruta. Ascendemos por la
ladera hasta que se inclina formando un ángulo que el vehículo es incapaz de
remontar.
Cogemos las armas, cargadores, cantimploras y emprendemos la ascensión.
Sobre nosotros, las estalactitas parecen todavía más grandes y amenazadoras.
¿Cómo han podido formarse bajo el arco de la montaña? Algunas muestran un
aspecto calcáreo; otras son hielo puro.
Caminamos con lentitud. El frío maltrata nuestros pulmones. Solo se
escucha, a lo lejos, el rumor del mar. No encontramos rastro de plantas ni
mucho menos restos de animales. Es como caminar sobre la superficie de otro
mundo.
Un mundo muerto, inhabitable. Al menos para los humanos.
Intento beber agua de la cantimplora. Imposible, se ha congelado.
—Es suficiente, Henry. Desde aquí divisamos el valle.
—Mira al norte. Más allá de los restos del submarino, bajo el agua, está la
ciudad. Sumergida.
—¿Cómo se supone que accederemos a ella?
—El profesor Alonso diseñó unas escafandras especiales, térmicas, que
teóricamente soportan mucha presión. No nos dio tiempo de probarlas. Si
Rogeman Chang se sale con la suya y consigue de veras que los macutes
pierdan la fobia al agua, quizá sean capaces de sumergirse a gran profundidad.
—¿En busca de qué?
—Conocimientos…
—Henry, siempre contestáis lo mismo. Ya forma parte del equipo. Deberíais
sinceraros conmigo.
—Yo solo piloto —Henry oculta algo y no sabe disimular. Señala hacia el
valle—. ¿Has visto eso?
—Sí, es lo que quería comprobar.
Desde nuestra posición elevada distinguimos que una especie de anchos
caminos surcan la superficie de la isla, como si un rastrillo gigantesco hubiera
peinado el suelo en varias direcciones, apartando las piedras, erosionando el
terreno. No se trata de pisadas, sino de algo que se arrastrara. Algo pesado. Los
senderos confluyen en la boca de la cripta.
Cuando mi imaginación empieza a dispararse, una bengala surca el cielo
desde la parte de la isla donde hemos desembarcado.
—Erika, volvamos a la tanqueta. Algo no va bien.

Siempre con el sol como inevitable compañero, llegamos a la playa después


de dejar atrás la sombra de las montañas.
Bajamos de las tanquetas y recogemos nuestro equipo.
Alejo, como es habitual, observa el mar con la ametralladora sobre su
hombro. Matsumoto inspecciona en cuclillas el lateral de la barcaza. Speer, de
brazos cruzados, se apoya encima de una roca. Su ojo se ha puesto morado.
¿Dónde se han metido los macutes?
Lo descubrimos cuando nos situamos junto a Matsumoto.
Los cuerpos de los dos macutes, mutilados, con las tripas colgando de sus
estómagos perforados, tiñen el agua de sangre. Las armas han caído también al
agua, partidas en pedazos. Matsumoto nos indica que retrocedamos.
—¿Sabes gobernar este aparato, Henry? —pregunta Alejo.
—Por supuesto. ¿Qué ha pasado?
—Profundos. Nos han seguido. Hay que estar muy alerta. Noto como nos
observan y en cualquier momento podrían atacarnos. Están aquí, cerca. Puedo
olerlos.
—Tranquilo, jefe. Podría ser peor: imagina que se llevan el dreadnought y
nos quedamos en esta roca el resto de nuestras vidas con tu amigo el arquitecto
—Henry intenta relajar la situación, pero ha quitado el seguro de su arma y
también vigila las aguas que nos circundan—. Venga, regresemos al Gigamesh.
Henry cierra la compuerta y se cubre los ojos. Escudriña por última vez la
playa en busca de posibles amenazas y después dirige la vista hacia el barco.
Matsumoto y Alejo cubren nuestra retirada. Speer bosteza, aunque sus piernas
han empezado a temblar.
La barcaza nos lleva hasta el Gigamesh. Urías Matsumoto amarra las dos
embarcaciones. Nadie nos abre el portalón, así que trepamos por la red de
cuerdas cargando con las mochilas y las armas.
Al llegar a la cubierta, no espera otro tipo de horror. Soltamos las bolsas
muuuuuuuy despacio y empuñamos las ompson.
Los veintinueve macutes han formado un círculo en la proa. Están muy
quietos, con las piernas algo separadas, todos en la misma postura. Uno de
ellos, el primero del grupo en perder la fobia al mar a base de tratamiento de
shock, sostiene una katana ensangrentada en la mano.
—Es mi katana. Han entrado en el camarote y la han cogido. Atentos por si
hay que abrir fuego —susurra Matsumoto.
—Calma, calma —dice Alejo—. Separaos.
Nos han oído, pero no reaccionan. El único que se mueve es el macute que
sujetaba la espada: la lanza a un lado, inspira con fuerza, silba y los macutes
abren el círculo para que veamos su interior.
A la derecha yace el cuerpo del macute fallecido en pleno experimento y al
que Rogeman Chang había efectuado la “autopsia” en nombre de la ciencia. Lo
han lavado y cosido. Han colocado sus manos con los dedos entrelazados sobre
el pecho.
A la izquierda: el cuerpo de Rogeman Chang descuartizado en veintinueve
pedazos sobre un lecho de sangre.

12
Irrumpo en el camarote de Georgina. El corazón va a saltar de mi pecho en
cualquier momento. Grito su nombre. No obtengo respuesta.Sus ropas de
protección solar están colocadas ordenadamente sobre una silla. Las gafas no
aparecen por ningún lado.
Corro hacia la cabina de Don Danforth. Vacía. Su bastón descansa apoyado
en la pared. Corre, Erika, corre.
Cocina. Nada. Bodega. Nada. Sala de máquinas. Nada. Busco en los
rincones más oscuros del barco. Tropiezo con Henry cuando me dirigía a la
sala de oficiales.
—¿Los aire has aire visto aire?
—No, Erika. Si Georgina tuviera que esconderse, ¿sabes si sentía
predilección por algún lugar, alguna costumbre de fanpira?
Me viene a la memoria el episodio del barco en el que ajusticiaron a su
pariente transilvano. Ella lo presenció encaramada al palo de mesana. Quizá no
tenga relación, pero vuelvo a esprintar en dirección a un lugar alto, el más
elevado del barco. Recuerdo su afición por trepar a lugares elevados, como en
Arkham. ¿Cuál es la parte más alta del barco?
¡La superestructura! El puente de mando.
Pero está en el exterior, a plena luz del día.
—¡Henry, trae mantas y sábanas al puente de mando!
Cuando salgo al exterior, veo a Alejo y Urías discutiendo sobre qué hacer
con los macutes, que se han sentado con las piernas cruzadas y la espalda
apoyada en la barandilla de proa. Albert Speer grita algo parecido a
“ejecutarlos” pero lo ignoran.
Subo las escaleras de dos en dos, de tres en tres, llego a la puerta del puente
de mando. Han intentado forzarla. Han cargado contra ella.
—¡Danforth! ¡Georgina! ¡Abrid, somos nosotros!
Henry se une a mí. Me entrega una manta. El tirador gira. La puerta se abre
un poco pero los goznes acaban por ceder y cae de lado. No habría aguantado
ni una embestida más.
Danforth, en el puente de mando, se retrocede, con la parte interior de
pomo de la puerta todavía en la mano. Solloza. Henry comprueba si está
herido. Lo acompaña hasta una pared cercana, donde pueda asirse a los
instrumentos de navegación.
Humo. Olor a chamuscado.
Otra vez no.
—La chica —solloza Danforth—. Los macutes entraron en la zona de
camarotes y tuvimos que huir. Nos persiguieron por el interior del barco. Nos
acorralaron. La única forma de escapar y refugiarnos era salir al exterior… Y…
No le dio tiempo de coger unas ropas que necesitaba…
Georgina se había refugiado debajo de la mesa de la radio, el lugar con
menos luz de la sala. Ha quedado carbonizada, en posición fetal. No respira.
Lleva las lentes del profesor Alonso.
—Me ha salvado la vida, Erika. Pobre… Esos monstruos… El señor Chang
les estaba inoculando algo en cubierta y cuando terminó de pinchar al último,
le hicieron algo horrible. Le oíamos gritar, pedir ayuda en chino y… Creo que
querían hacernos lo mismo. Ellla… me subió hasta aquí y aseguró la puerta.
Sufría… La luz… La luz del sol la ha matado.
Henry coloca la manta sobre el escritorio para que se despliegue encima de
Georgina a modo de cortina. Demasiado tarde.
—¿Los fanpiros tienen pulso, Erika?
Asiento.
Coloca los dedos en la muñeca de Georgina y niega con la cabeza. Me
derrumbo. Ha muerto.
Le retiro las gafas protectoras. Han protegido sus ojos, la única parte de su
cara que no se ha quemado. Las marcas dejadas por sus lágrimas desprenden la
ceniza de los pómulos. Acaricio sus pestañas.
Nos imagino a todos formando parte de una lista de candidatos a morir en
cualquier momento y una mano de esqueleto que va tachando nuestros
nombres uno a uno. Si no nos devoran los discípulos de Dagón quizá lo haga
algo mucho peor que duerme en las entrañas de esta isla. Si no, puede que
nuestros verdugos sean los macutes que, resentidos seguramente por el trato
infligido por Rogeman Chang a algunos de los suyos, han decidido amotinarse.
Visto el panorama, lo que menos me preocupa es la llegada del fin del
mundo, porque no debe ser mucho peor que esto.

13
Alguien me dijo una vez que las cocinas son el mejor sitio para llorar. En
momentos como este, es el último sitio donde te buscan.
Eso es precisamente lo que hago.
En las películas o en las novelitas, suele aparecer la típica secuencia en la que
el personaje principal llega a la escena de un crimen o al escenario de un
desastre y encuentra al moribundo de turno que, en realidad, le está esperando
para decir sus últimas palabras, recibir un mensaje antes de que la víctima
abandone este mundo o disponer de la oportunidad de despedirse de su ser
querido.
Incluso Alejo ha dispuesto de su momento de intimidad con el pobre
capitán Ramirus, se ha llevado información de última hora por escrito y le ha
sobrado tiempo para concederle una muerte rápida, digna e indolora.
Siempre lloro durante esas escenas.
No puedo evitarlo.
Ahora, la escena es real.
No pude despedirme de mi padre y no he podido hacer NADA por salvar a
Georgina ni abrazarla y asegurarme así de que se sentía querida en sus últimos
momentos.

Otra cosa más que me acompañará para siempre, aunque nuestra esperanza
de vida se ha reducido bastante en las últimas horas: posibles bestias abisales en
tres-dos-uno, motín de clones que están desarrollando conciencia propia y una
o varias monstruosidades arcaicas encima de cuyas cabezas, si las tienen, hemos
circulado con estruendosas tanquetas y sobre las que hemos pilotado autogiros
que se oyen a kilómetros de distancia cuando un valiente zorro de mar nos
acaba de advertir de que el sigilo es imprescindible para salir con vida de aquí.
—Erika, te he estado buscando —Alejo me ha encontrado. No lo he oído
entrar—. ¿Qué haces?
—Necesitaba desahogarme. Y he intentando comunicarme con el profesor
Alonso.
—¿Por qué estás escribiendo un mensaje a Alonso aquí, en la cocina?
—Es un buen sitio para llorar.
Alejo se toca la pierna.
—El paseo por el submarino sin bastón me ha dejado secuelas.
—¿Eres un poco insensible, no? Acabamos de lanzar los cadáveres de dos
personas al mar con una piedra atada a la mortaja.
—Lo siento mucho, Erika. Sé que le habías cogido aprecio. Un minuto
después de rendirles el último homenaje, hemos de pasar página y pensar en
nosotros. ¿Te ha contestado el profesor Alonso?
—No. Y es extraño. Me dijo que dejaba siempre la máquina conectada y
que a estas horas solía estar en su habitación de Princeton. Ayer le envié otro
mensaje y tampoco me contestó.
—En la radio solo se oye estática. He perdido el contacto con los barcos de
las misiones falsas que enviamos al norte y al sur. He probado con todos los
canales disponibles.
—¿Incomunicados del mundo exterior?
—Totalmente, querida —Alejo junta las manos con los índices extendidos y
se los lleva a la boca—. He repasado el cuaderno de bitácora de Ramirus.
El momento de la verdad.
Espero que me lo cuente todo esta vez, o será él quien acabe en el fondo del
mar con una piedra atada a las manos y los tobillos. A ver si los de su especie
respiran bajo el océano.
—Encontraron la isla y, hundida bajo el agua, la ciudad de Olathoe. Se
extiende al este de las montañas y su parte más septentrional queda ahora a
poca profundidad. Muy cerca de la nave del capitán Ramirus. La expedición
tardó mucho en localizarla porque buscaban en el suelo del fondo marino. Al
parecer, las corrientes submarinas, antinaturalmente fuertes en esta zona
durante la Era Glacial según consta en algunos libros, erosionaron durante
miles y miles de años el fondo marítimo horadando el terreno sobre el que se
había construido la ciudad —Alejo inclina una mano—. Se creó una cornisa y
el avance de los glaciares sobrecargó de peso la corteza terrestre. La cornisa se
partió y el terreno se deslizó dentro del mar en un ángulo de sesenta grados.
—La ciudad formó una ladera.
—Exacto. Como si la naturaleza quisiera conservar las maravillosas
edificaciones de mármol de Olathoe, abandonadas cuando los inutos acabaron
con la civilización lomariana. El proceso fue tan lento y la ciudad había sido
proyectada con tanto ingenio a prueba de seísmos que muchos edificios se
conservaron incluso bajo el agua. Iban a comunicarnos las coordenadas exactas
para que nos reuniéramos con ellos, equipados con lo necesario para explorar
las aguas.
—¿Qué atacó al submarino?
—No lo sé. Ramirus desvariaba y el cuaderno de bitácora no aporta mucho.
Sé que desembarcaron, recorrieron la isla, buscaron un emplazamiento donde
levantar una base provisional, descendieron por la gruta… Por si fuera poco,
cometieron la temeridad de venir aquí en plena época de invierno, cuando no
hay luz solar. No vieron lo que les atacó.
Alejo suspira.
—Pero, la ciudad había sido abandonada.
—El capitán Ramirus hacía referencia en su cuaderno de bitácora a unas
conversaciones donde tu padre teorizaba acerca de una raza nómada que podría
haber ocupado la ciudad de Olathoe y establecido aquí su residencia en
tiempos no tan remotos y que quizá siguieran allí cuando, desobedeciendo los
consejos de Konstantin, algunos integrantes de la expedición realizaron
voladuras en el interior de la caverna que hemos avistado esta mañana creyendo
que se trataba de un acceso a niveles subterráneos de la ciudad practicados por
los nuevos inquilinos.
—Hicieron “ruido”. Es lo que intentó decirle Ramirus.
—Y algo despertó de su letargo.
—Qué sueño tan ligero, ¿no? —ahora soy yo quien le toma las manos y le
pido que me mire a los ojos. No puede pasar ni un segundo más. Debe hablar
—. Mi padre, Alejo, mi padre. ¿Que le ha sucedido?
—John Konstantin murió durante el ataque al submarino. Al parecer, una
especie de tentáculo lo arrastró hacia las profundidades. Al menos así consta de
la bitácora del capitán. Aunque mis nociones del idioma ruso estén bastante
oxidadas, eso es lo que pone.
Los ojos de Alejo Crow se humedecen. No puede reprimir las lágrimas. Se
hunde.
Y yo me hundo con él. Ya no me importa la expedición. Ni la ciudad
perdida. Ni los monstruos. Ni el apocalipsis. Volvamos a casa.
—Erika, quiero negar la evidencia. Tu padre era un hombre de recursos,
prácticamante indestructible. Quiero creer que…
—Déjalo. Eso solo ocurre en las novelitas de aventuras.
La cocina es un buen sitio para llorar. También en compañía.

14
Si los macutes persiguieron a Georgina y a Danforth por el interior del
barco, significa que Rogeman Chang les inyectó más remedios
“experimentales” antes de que lo despedazaran como a un bistec.
Es curioso porque después de haber cometido las atrocidades más
inimaginables, ahora se comportan dócilmente y no han opuesto resistencia.
Hacen lo que les ordenamos sin rechistar.
Tomamos la decisión de encerrarlos preventivamente en la bodega mientras
ideamos un plan. Alejo y Speer han discutido acaloradamente sobre cómo
proceder: ¿seguimos con la búsqueda de la zona de Olathoe que les interesa?
¿Utilizamos los macutes como buzos? ¿Nos retiramos y volvemos a puerto, sin
importar lo que encontremos a nuestro regreso? Por la forma en que debaten el
tema, deduzco que su objetivo no consiste únicamente en subir a bordo restos
arqueológicos. No me importa, la verdad. Lo que quiero es que me devuelvan a
casa.
Matsumoto y Seres revisan el estado de los cañones. Concluyen que
necesitarán de los macutes para hacer uso de las armas pesadas de las que
dispone el Gigamesh. Nos servirían ante la necesidad de bombardear la isla,
pero poca utilidad les vemos en caso de ser atacados por una gran cantidad de
criaturas marinas que se desplazan bajo el agua.
No perdemos de vista el mar.
Si Alejo está en lo cierto, en cualquier momento podrían abordarnos y el
acorazado es difícil de defender con los efectivos de que disponemos.
¿De qué lado se pondrían los macutes si los obligamos a luchar por
nosotros? ¿Cómo enfrentarnos a un abordaje si a la vez hemos de vigilar
nuestra retaguardia?
¿Es tan importante lo que se esconde en Olathoe? ¿Debemos arriesgar más
vidas? ¿Y si Alejo está loco y esta expedición es un delirio suyo?
Declino la invitación de cenar con Alejo, Don, Henry, Albert y Urías. Han
insistido porque querían que decidiéramos cómo proceder. ¿Seguimos adelante
o regresamos ahora que, vigilando de cerca a los macutes, contamos con la
tripulación suficiente como para poner en funcionamiento el Gigamesh?
Quiero estar sola. Me llevo la máquina de escribir y me encierro en la
despensa.

—¿Profesor Alonso?
—…
—¿Profesor Alonso?
—…
—¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Alonso!!!!!!!!!!
—…
—¿¿¿¿Por qué no contestas????
—…
—¡¡¡¡¡¡Alonso, Alonso, Alonso, Alonso!!!!!!
—…

Don Danforth deambula por los pasillos, llamándome.


Me tapo los oídos.
Desaparezco.

15
Sueño que mi padre es devorado por una bestia abisal.
Sueño que un shoggoth me da una última oportunidad de vivir en un
mundo plagado de monstruos que reclaman su territorio.
Sueño con profundos que nos rodean.
Sueño con el Electric Boogaloo y macutes explosionando.
Sueño que un rudo soldado alemán con uniforme de la Kriegsmarine
irrumpe en la despensa y, apuntándome con una Schmeisser, exclama:
—Schnell, Schnell…! Kommen Sie mit mir!
Cierro los ojos y apoyo otra vez la cabeza sobre la caja de galletas que me
sirve de cojín.
—Schnell!!!!!
El soldado alemán me levanta con muy malos modos y me arrastra hasta el
pasillo. Sus botas hacen tanto ruido, me duele la cabeza con tal intensidad y
vocifera de tal manera que daría mi reino por volver a soñar con tablones en las
ventanas y zombis intentando entrar en la casa.
Cuando salimos al exterior veo a Henry, Alejo, Urías, Don y de rodillas y
con las manos en la nuca, vigilados de cerca por uno, dos, tres, cuatro, cinco,
seis y, con el mío, siete soldados alemanes más. Albert Speer como maestro de
ceremonias. Me saltan las alarmas porque está claro que no se trata de un
sueño.
Ante nosotros, a babor, detrás de los soldados que nos encañonan, a unos
trescientos metros de distancia, un U-boot con bandera alemana nos apunta
con su proa. Varios marineros nos observan a través de prismáticos desde la
cubierta, rodeando un cañón de poco calibre.
El soldado me indica que me arrodille al lado de Alejo.
—No quiero saber cómo han logrado sorprenderos. Me duele mucho la
cabeza y veo demasiadas esvásticas.
—Ayer abrimos algunas botellas de Captain omas Bartholomew Red —
dice igualmente Alejo.
—Solo se fabricaban mil quinientas unidades en cada añada —dice Urías,
como si me interesara.
—Brindamos por la memoria de Ramius, Georgina, Loureiro, Gómez-
Jurado, Chang… —dice Henry.
—Y Albert Speer aprovechó la coyuntura —concluye Don.
Pandilla de borrachos. Dejarse abordar como novatos…
—Basta de cháchara —Albert Speer da dos palmadas, como si fuéramos
niños de colegio—. He visto suficientes películas americanas como para saber
que un villano como yo (así me ha llamado Alejo antes de que se uniera a
nosotros, señorita Konstantin) no debe perder el tiempo explicando sus planes
en la parte final de la historia o todo acaba torciéndose. He aprendido mucho
de su cultura, como ven.
—Necesito saber una cosa, Speer. ¿Cómo nos han seguido? Hubiera
captado a ese submarino. El Gigamesh está equipado con instrumentos muy
fiables —pregunta Alejo, arrastrando las palabras.
—Por aire.
—¿Por… aire?
Speer señala hacia el cielo. Las nubes discurren lentamente en la dirección
del viento. Todas menos una. Uno de los soldados hace una seña al submarino
e inmediatamente lanzan una bengala.
La nube que se mantenía estática se deshace y un enorme zeppelín queda al
descubierto a gran altura. Las hélices que lo propulsan casi no emiten ruido.
Un biplano cuelga de la parte posterior de la góndola. Esvásticas en la cola.
Desciende sobre nosotros y comienza a volar en círculos. Speer sonríe
orgulloso.
—Imponente, ¿verdad? Mi Hindenburg. Ingeniería alemana. Debo
devolverlo antes de mayo porque viajará desde Frankfurt hasta New Jersey para
mayor gloria del Führer. Así que, terminemos con esto lo antes posible.
Alejo se encara a Urías.
—¿Ves? Ellos tienen un sistema de ocultación que funciona, no como otros.
¡Quiero mi propio sistema de ocultación!
—¡No me presiones! Ya has visto los efectos de Boogaloo, Alejo. La
Corporación Yutani está tan interesada como tú en que esto funcione. Pero ni
hemos podido ocultar el barco, ni mucho menos garantizar la seguridad de la
tripulación —replica Urías Matsumoto, ofendido—. Los impulsos
electromagnéticos protoalimentados penetran en los organismos vivos a través
de inspiración masiva de moléculas de aire: ya ha visto lo que le ocurrió al
macute. Y durante la pruebas en las Barbados. Una masacre. Los yankees
tampoco avanzan mucho, que digamos. El Proyecto Arcoiris ha causado casi
más bajas que la batalla del Marne…
Albert Speer comienza a impacientarse. Los soldados se miran entre ellos,
sin entender nada. Patean el suelo para combatir el frío.
—¿Y qué importa ya, Alejo? Van a fusilarnos en cualquier momento.
Speer grita un BASTA que asusta incluso a los soldados alemanes.
—No tan deprisa, no tan deprisa… Alejo, quiero el mapa de la ciudad de
Olathoe que reprodujo la fanpira —ordena el nazi.
—No hay fanpira, no hay mapa, herr Speer.
—No me obligue a utilizar métodos más expeditivos. ¿Dónde lo ha
guardado? Les escuché hablando a escondidas. Le pidió a ese engendro de la
naturaleza que no compartiera toda la información conmigo.
—Es indigno de usted espiar a la gente, Albert.
Alejo parece alzar el cuello con discreción y mirar detrás de los nazis.
Fingiendo que estoy incómoda, cambio de postura y veo de qué se trata:
múltiples lomos grises se aproximan al submarino desde proa, nadando a gran
velocidad.
No son delfines.
El zeppelín varía el rumbo. Creo que también se han dado cuenta.
—Prometió que unificaríamos criterios. Utilizó mi experiencia en ciudades
primigenias en su propio beneficio. Mi gobierno no puede perder tiempo
explorando una por una las construcciones que se encuentran bajo el agua en
Olathoe. Enséñeme el mapa y marque en él la localización del Garsengerth-
Moritah y le prometo una muerte rápida.
Hace tiempo utilicé esa última frase en una de mis novelas. La editora me
pidió que la cambiara porque no era creíble.
—Me la ha jugado, Speer. Confié en usted, prometí compartir mis teorías.
¿Y qué me ofrece a cambio? Espiarme con un globo aerostático y amenazarme
en mi propio barco. Eso es muy sucio, nada propio de un competidor de su
talla, insisto —se lamenta Alejo. Intenta ganar tiempo.
Ya son docenas los profundos que rodean el submarino o que, como un
enjambre, se abalanzan sobre los marineros de la cubierta y los decapitan sin
darles tiempo a gritar. Trepan a la torreta, derriban a los vigías y se introducen
en el submarino. Incluso contemplado desde la lejanía, el espectáculo es muy
desagradable. Intento no mostrar ninguna expresión de asco que alerte a Speer
o a alguno de sus soldados.
Algunos discípulos de Dagón nadan ya hacia nosotros. Me fallan las piernas.
Sudo copiosamente, a pesar del frío.
—¿Qué es el Garsengerth-Moritah? —pregunto a Alejo mientras soy testigo
de cómo los cuerpos de los hijos de Dagón cubren ya casi la totalidad de la
superficie del submarino en completo silencio. El peso de las criaturas
desestabiliza la nave.
—El santuario donde se cree que los Dioses Arquetípicos escondieron su
arsenal tras una cruenta guerra entre razas. Confiaron en los lomarianos como
custodios. Se guardan en un nivel subterráneo de un edificio en concreto. Al
menos en teoría.
—¿Armas? ¿Hemos venido a buscar armas?
—¿Cómo? ¿No se lo ha dicho, señorita Konstantin? —Speer mueve la
cabeza burlonamente—. Qué decepción, ¿verdad?
—Erika, me reafirmo: ninguna raza ha conquistado jamás otros mundos sin
emplear armas, sean del tipo que sean. Lo sé por experiencia.
Alejo hace un esfuerzo por justificarse.
El zeppelín ha descendido algunos metros y su sombra se proyecta sobre
nosotros. Han descubierto el feroz ataque de los profundos. Desde la cabina,
hacen señales con un espejo, pero ni Albert Speer ni los soldados nos quitan la
vista de encima. No se les ocurre mirar al cielo.
—Armas que Alejo Crow emplearía en beneficio propio —prosigue Speer
—. De la misma forma que se sirve de su condición de fenicius para asegurarse
una longevidad extraordinaria a través de las transacciones comerciales. ¡El
único villano aquí es usted, señor Crow! Y como la rareza que es, debería ser
exterminado junto a sus macutes y sus amigos aniformes. —El nazi escupe y la
saliva se congela antes de llegar al suelo.
Alejo me agarra del hombro.
—No iba a entregárselas. Esos ingenios son lo único que nos servirá de
ayuda contra la invasión que se avecina, Erika.
—¡Alejo, usted tiene tantos planes expansionistas como el Tercer Reich! ¡No
lo repetiré! ¡¿Dónde ha escondido el mapa?!
Alejo Crow ignora al ya-nunca-más-medio-nazi y con una expresión de
absoluta calma me dice:
—Erika, sabes que somos la última línea de defensa de la humanidad.
Créeme. Nunca se me pasó por la cabeza entregar tecnología alienígena de alto
poder destructivo a esta pandilla de descerebrados.
—Lo sé, Alejo. No intentes convencerme.
—¿Lo sabes? ¿Cómo lo sabes?
—Igual que tú me tanteaste en las escaleras del Biltmore, ayer yo también te
cogí las manos. ¿Entiendes? Todo se reduce a una cuestión de confianza. He
visto tu bondad y también tu parte malvada. Me asusta. Pero confío en ti. Sé
quién eres en realidad, viejo loco.
Alejo se queda mudo. Albert Speer sigue gritando pero ya no le hacemos
caso. Arranca la Schmeisser de las manos de uno de los soldados y se dirige
hacia nosotros, rojo de ira, fuera de sí.
Y después del momento Frank Capra, TODO SE PRECIPITA.

16
Dispuestos a llamar la atención de sus hombres a toda costa, la tripulación
del zeppelín lanza una bomba que explota sobre el océano.
Por puro instinto, Speer y sus hombres se vuelven a mirar y contemplan
aterrorizados cómo el U-boot ha sido recubierto por una masa informe de seres
anfibios, repugnantes, de boca desproporcionada, con agallas, escamas, y
manos y pies palmeados.
Son los mismos que en estos momentos saltan sobre la cubierta del
Gigamesh por estribor y avanzan hacia nosotros aullando. Los soldados, presa
del pánico, se giran y abren fuego contra ellos. Alejo me agarra de la chaqueta y
me arrastra hacia los cajones de cubierta donde se guardan los salvavidas y
desde donde Chang lanzó al macute al mar.
Entre Henry y Urías tiran de Danforth hasta nuestra posición y le empujan
hacia el refugio que ofrece la pared de la superestructura, a poca distancia del
Electric Boogaloo. Urías le grita que no toque ningún cable.
Una segunda bomba cae al mar, esta vez más cerca de nosotros. El
Hindenburg busca ahora hacer blanco sobre el Gigamesh.
Los profundos siguen ocupando la cubierta. Algunos caen abatidos pero
otros de sus congéneres ocupan su lugar y saltan sobre los nazis; los destripan,
arrancan sus cabezas, los desgarran o les amputan extremidades a mordiscos. Es
una carnicería. Algunos discípulos de Dagón se encaraman a las partes altas del
Gigamesh y cometen actos obscenos con miembros humanos que exhiben
como trofeos mientras son vitoreados por los de su especie desde las aguas y
que levantan los brazos escamosos por si tienen la suerte de recibir un obsequio
en forma de pierna, nalga, mano u otro manjar.
El submarino alemán explota.
Multitud de profundos salen disparados hacia el cielo cuando la onda
expansiva los lanza por los aires. Como un enjambre, los profundos habían
cubierto la nave debido a su afán desmesurado por escurrirse en el interior del
U-boot en busca de su porción de carne humana fresca.
Prefiero no imaginar la carnicería que se estaría produciendo en el interior
del sumergible. Algún tripulante, presa del pánico, habrá elegido detonar una
granada o golpear la espoleta de un torpedo antes de ser comido vivo lenta y
dolorosamente.
Una cascada de agua helada, fragmentos del casco, cuerpos sin vida,
mutilados, y todo tipo de escombros caen sobre nosotros al mismo tiempo que
la fuerza de la explosión nos empuja hacia la barandilla.
El Gigamesh zozobra.
Alejo abre la compuerta del cofre pero dentro no hay salvavidas. Por un
instante he creído que íbamos a tirarnos al mar, pero lo que aparece debajo de
la tapa es un arsenal completo de armas y municiones. Mucha potencia de
fuego. Reparte ametralladoras ompson entre nosotros, quitamos el seguro y
en menos de cinco segundos estamos lanzando ráfagas sobre los inmundos
seres acuáticos que reptan hacia nosotros con la boca muy abierta y la
intención de devorarnos y profanar nuestros cuerpos. El sargento Scott estaría
orgulloso de mí.
Alejo y yo barremos la proa. Urías se asoma por la borda y derriba a los que
trepan a nuestra espalda sirviéndose de la red de cuerdas. Henry dispara hacia
babor. Cuando Alejo agota la munición grita “cambio”, se agacha para coger
un nuevo cargador, me levanto sobre él ametrallo hacia su sector. Danforth se
tapa los oídos.
Henry dispara contra el zeppelín. Es inútil. Las balas no lo alcanzan.
Los profundos no dejan de avanzar. No obstante, hemos impedido que nos
ganen espacio a mayor velocidad porque ahora dedican más tiempo en buscar
parapetos donde ocultarse de la lluvia de balas.
De nuevo, la sombra del zeppelín se cierne sobre nosotros. Una gran
detonación sacude la superestructura y el puente de mando salta en pedazos.
Nueva lluvia de cascotes, cemento, cristales, ceniza y madera incendiada. Nos
sacudimos metal incandescente del pelo, de la ropa.
Alejo dispara enloquecido. Danforth se acurruca junto a la pared. Urías
cambia la ompson por una escopeta recortada y jura en japonés.

Otro proyectil cae del cielo y explota junto a la línea de flotación de babor.
Por primera vez, el acorazado se escora sensiblemente. Henry Seres retrocede
hacia mí, sin equilibrio alguno. Levanto la ametralladora para no herirle. Cae al
suelo de espaldas.
Le ha alcanzado la metralla.
Una de las chimeneas se precipita al agua, arrastrando al fondo del mar a un
grupo de anfibios que se peleaba por los restos de Albert Speer.
Henry se incorpora. Un pedazo de metralla de tamaño considerable se ha
incrustado en su vientre. Grita de dolor, de ira, de impotencia. Mira al cielo.
Mira hacia el puente de mando del que surge una espesa humareda negra. El
Gigamesh, su barco, se escora un poco más. Lo que para nosotros son simples
chirridos metálicos, para él significa que el acorazado gime.
Se mira las manos ensangrentadas y maldice con rabia.
Sonríe apretando los dientes. Se arranca la placa todavía humeante, la sangre
mana incontrolable, aúlla, titubea un momento, se repone, recoge el arma del
suelo y corre hacia el autogiro.
Alejo grita su nombre pero debido al fragor de la batalla, Henry ya no
puede oírle. El comandante se interna entre las filas de los profundos.
Intento correr detrás suyo, pero las bestias escamadas me cortan el paso y
debo retroceder para recargar.
Henry se abre paso con ráfagas cortas. Apunta muy rápido a izquierda,
derecha y delante para visualizar todos los ángulos. Confía en que su
retaguardia estará segura con nosotros. Llega a las escaleras de la plataforma. Lo
alcanza un profundo que intenta aplastar su cabeza contra las vigas. El piloto se
agacha y evita la zarpa del monstruo, le introduce con fuerza tres dedos en el
interior de las agallas que sobresalen en su cuello y estira con fuerza hacia
arriba. La abominación pierde así parte del cuello y la mitad de la cara.
—¡Estamos demasiado al descubierto! ¡Hay que retroceder hacia los
camarotes! —grita Urías—. ¡Liberemos a los macutes!
Alejo lo ignora. Sigue cubriendo la carrera hacia la muerte de su amigo. Para
cuando se queda sin munición, Henry ya ha alcanzado el autogiro. Saluda
llevándose la mano a la frente y entra en el aparato.
Alejo repone su cargador y vuelve a mermar las filas de nuestros atacantes,
que no dejan de llegar. ¿Cuántas criaturas como estas habitan en nuestros
mares? Aprovecho para dar dos pasos y rescatar a Danforth de la esquina en la
que se había refugiado. Lo agarro por la capucha y tiro de él. Uno de lo
profundos salta desde lo alto del Electric Boogaloo. Cae sobre nosotros y
rodamos por el suelo. Me repugna el tacto de su piel, el hedor insoportable que
desprende. Abre la boca para morderme. Le estalla la cabeza. Matsumoto se la
ha volado con la recortada.

Escupo fragmentos de piel y escamas, agarro a Danforth y nos situamos


junto a Matsumoto y Alejo.
Las hélices del autogiro empiezan a girar. El estruendo de los motores sirve
como maniobra de distracción. Caen varios profundos cuya curiosidad los ha
dejado al descubierto. Matsumoto tiene razón. Los macutes habrían sido un
buen refuerzo, sigh.
La aeronave despega, traza una gran elipse y dirige el morro hacia el
zeppelín, que venía directo hacia nosotros con la intención de arrojar otro
artefacto explosivo. Alejo, fuera de sí, continúa disparando sin dejar de mirar
hacia las alturas, siguiendo la trayectoria del aparato.
El autogiro gana altitud, sube, sube, sube, rebasa al dirigible y se lanza
contra él en rumbo de colisión. Henry consigue impactar contra la cola. El
hidrógeno se inflama. Se produce una deflagración que nos ciega un instante.
El Hindenburg sobrepasa al Gigamesh en dirección a la isla, dejando una
estela de llamas y humo gris a su cola. Algunos de sus tripulantes saltan al mar.
Morirán por el impacto o, peor, comidos por nuestros asaltantes. El esqueleto
del zeppelín queda al descubierto mientras cae.
Se estrella contra la cumbre de la montaña de mayor altura.
Otra explosión al impactar.
¡Cambio! Me giro hacia el baúl en busca de un cargador y distingo lo que
está pasando: el calor generado por la masiva combustión del gas y de los
materiales inflamables del Hindenburg provoca que suba la temperatura en la
cima de la montaña y que las estalactitas gigantescas empiecen a desprenderse.
Caen, caen, caen…
Los restos del biplano que colgaban de la góndola del zeppelín también se
sueltan y se precipitan al vacío, ardiendo.
BOM. Las estalactitas llegan al suelo. Se rompen en grandes pedazos.
Incluso por encima del estrépito de los disparos, el fuerte impacto de las
moles de hielo es sobrecogedor. Los gigantescos conos atraviesan la capa de
hielo y se desintegran contra el suelo de piedra. Lluvia de fuego, hielo y rocas.

BOM. Seguimos disparando, exhaustos. Los casquillos que saltan desde el


arma de Alejo castigan mi brazo. Nos hemos visto obligados a replegarnos y
luchar muy juntos. Nos acorralan.
Cada desprendimiento de la montaña provoca un temblor de tierra, una
reverberación, como si el sonido y el BOM BOM BOM de un tambor gigante
recorrieran cientos de galerías subterráneas. Un eco infinito.
BOM. El perímetro de seguridad se amplía justo cuando las municiones
empiezan a escasear. Contamos más cadáveres que atacantes.
Es entonces cuando los hijos de Dagón detienen su ataque, como si el frío
polar los hubiera congelado.
Retiramos el dedo del gatillo. Noto el calor de la ompson contra mi
mejilla, sobrecalentada.
Urías resopla, agotado. Alejo pierde la fuerza en su pierna y, sin soltar la
ompson, se sienta en el suelo. Danforth sigue agachado, esperando que
alguien le explique qué está pasando.
BOM.
Como si se tratara de un movimiento ensayado, los profundos se retiran,
caminando de lado, con la cabeza gacha, temerosos y serviles. Su fiereza y sed
de sangre se han esfumado.
Temen a lo que SE ACERCA. Lo presiento.
Al unísono, gruñen, desafiantes. “No habéis ganado. Estáis muertos”.
Con el miedo marcado en su horripilante cara de pez, regresan al agua y
nadan mar adentro esquivando los restos del submarino que han hundido sus
congéneres.
Me he quemado las manos. El hombro parece que se me vaya a caer a
pedazos por el retroceso de la ompson. Ya ves, Erika Konstantin. Y tú que
querías una vida normal. Tu despachito en Bangor. Sin monstruos.
Los conos de hielo han dejado de caer, pero se siguen escuchando los
tambores gigantes en el subsuelo.
Algo que se arrastra hacia la superficie.
No disponemos de tiempo.
¿Es que no hay tregua?
BOM.

17
Descorro el cerrojo y abro la puerta de la bodega de carga.
Los macutes siguen vivos. No ha impactado ninguna bomba en esta parte
del barco. Están sentados ordenadamente contra la pared y todos vuelven la
cabeza hacia mí a la vez cuando me ven entrar. Es una sensación incómoda.
Dejo la ompson sobre una caja.
Ni se han cortado las venas, ni se han autolesionado, ni se han matado entre
ellos. Eso quiere decir que las mejoras que les inoculó Rogeman Chang con el
fin de eliminar su claustrofobia han funcionado.
No pienso ponerme a discutir sobre la conveniencia de vengarse de tus
creadores ante veintinueve asesinos en potencia.
Solo pretendo ser sincera.
Y es algo que nunca antes les han ofrecido. Se llama libertad.
—Hablemos. O hablo yo y vosotros asentís o negáis con la cabeza.

18
Urías Matsumoto, Don Danforth y Alejo Crow se han sentado sobre la tapa
del baúl donde, teóricamente, se guardaban los chalecos salvavidas en cubierta,
nuestro “Álamo” durante el ataque de los primos lejanos del Monstruo de la
Laguna Negra.
Al parecer son una familia bastante numerosa. La familia de Innsmouth. El
clan de Dagón que ahora se siente libre de salir a la superficie.
Salvavidas. Nunca mejor dicho. Aunque estos salvavidas tienen una
cadencia de fuego de 700 disparos por minuto y son el fetiche favorito de John
Dillinger. Igualmente, Alejo tiene razón: necesitaremos algo más.
Me siento al lado de mis compañeros e inmediatamente después los macutes
empiezan a desfilar delante nuestro en dirección a la proa.
Mis tres compañeros contemplan la escena boquiabiertos y palpando el
suelo en busca de sus armas por si los clones muestran algún indicio de querer
repetir con ellos el experimento de convertir a un ser humano en piezas de
rompecabezas.
—¿Adónde van? —pregunta Alejo mientras le tiendo una dosis de Barretxa
Mezclange. Demasiado esfuerzo en tan poco tiempo, demasiados nazis,
demasiadas criaturas abisales. Está agotado y, sobre todo, muy abatido por la
muerte de Henry Seres. Bebe un trago de la medicina que me dio la doctora
Lázarus—. Don, Urías, ¿queréis un trago de esto? Es fenomenal para la resaca.
Le arrebato el medicamento de las manos. No sabemos cuándo podremos
disponer de más dosis.
—Los he soltado, jefe. No van a atacarnos. Me niego a dejarlos ahí,
encerrados, en caso de que el barco se hunda.
—Bueno, seguimos vivos —dice Urías, optimista, señalando con el brazo la
carnicería que se extiende ante nosotros.
Contemplamos silenciosos el sol en el horizonte, esta vez sin nubes que
ensucien el cielo. El barco se escora un par de grados más. Cientos de casquillos
ruedan por el suelo hacia el lado de babor.
Quizá sea este, como dice Alejo, el escenario que asolará el mundo durante
las próximas décadas, o puede que para siempre: mitos ultraterrenos hechos
realidad para desgracia de los seres humanos, razas milenarias que se devoran
unas a otras, un nuevo orden mundial y nosotros que hemos bajado de golpe
varios eslabones en la cadena alimentaria.
Uno a uno, los macutes saltan por la borda y como si el agua estuviera a la
temperatura de una piscina climatizada, nadan al estilo “perro” hacia la costa,
en dirección a las montañas.
—¡Cuidado con las estalactitas, chicos! —les grita Alejo, quizá
sobreexcitado por los efectos sanadores de la Barretxa.
Don Danforth busca mi brazo y se agarra con ambas manos.
—¿Qué hacen, Erika?
—Nadan con muy poco estilo directos a la boca del miedo, como diría
Lovecraft. No nos atacan. De hecho, nos ignoran.
—Acuden a la llamada.
—¿Qué llamada? —pregunto.
—La llamada de sus iguales. De la misma forma que los Antiguos crearon a
los shoggoths como mano de obra, los humanos hemos creado a los macutes. Y
así como los shoggoths se rebelaron contra sus amos, los macutes han
desarrollado ideas propias y un libre albedrío que les lleva a proteger su
integridad y la de los suyos. No descarto que eso se deba también a cierta
ósmosis que les une a las criaturas que habitan aquí —transcurre un largo
minuto hasta que continúa—. Fueron los shoggoths repudiados por los
Antiguos quienes encontraron una Olathoe deshabitada y los que la
convirtieron en su morada, ansiosos de desarrollar su propia cultura, su propia
ciencia. No reaccionarán bien ante tus intenciones, Alejo. Si alguien aparece en
tu vecindario colocando cargas explosivas en tus buzones y además te pide la
llave del armario donde guardas las armas, seguramente te echará a patadas. Y
te diré algo más…
Un minuto. Dos.
—Que alguien le dé un golpecito, a ver si arranca. Parece mi viejo Ford
cuando se cala —dice Alejo.
Don Danforth vuelve a la realidad.
—…si los shoggoths rebeldes consideran a los macutes como seres de su
mismo rango, es posible que tú encarnes, según su punto de vista, la esencia de
los Antiguos, de sus creadores.
—Danforth, me gustabas más cuando no eras tan sincero y te limitabas a
repetir nombres de estaciones como una cotorra afónica —gruñe Alejo—. ¿Y
cómo sabes que no preferirán devorarte a ti antes, o viviseccionarte, o algo
peor?
—Porque mi máscara me protege.
Algo se agita detrás de las montañas. Todavía una sombra. Algo informe y
de gran tamaño que se desplaza reptando por el valle. Los macutes forman en
la playa y observan la enorme masa que se cierne sobre ellos sin inmutarse.
Aceptan su destino. Nosotros no.
—¿Quiere decir, Danforth, que acabo de quedarme sin los únicos
tripulantes que saben manipular la artillería de mi barco porque unos colegas
suyos les han metido en la cabeza ideas revolucionarias?
—Alejo, luchaste contra el Zar de Rusia con una estrella roja bordada en el
abrigo —le recuerdo.
—Bueno, ¿alguna idea sobre lo que vamos a hacer? —pregunta Urías,
mirando la escopeta recortada que sostiene en la mano. Niega con la cabeza y
la deja caer sobre la cubierta. No le va a servir de nada.
—No disponemos de muchas opciones, la verdad —le contesto, sincera—,
porque poca cosa podemos hacer contra un enemigo físicamente muy superior
a nosotros a bordo de un barco averiado y en este clima tan adverso, sin
comunicación con el exterior, sin tripulación porque se ha amotinado y sin
posibilidades reales a corto plazo de alcanzar nuestro objetivo secundario, esas
armas que tanto te importan. Esta es la expedición más corta de la historia.
—Maldita sea, estábamos tan cerca de conseguirlo. Sabía el lugar exacto
donde buscar —se lamenta Alejo.
—Entonces has guardado el mapa con las indicaciones correctas de
Georgina —le pregunto.
—No.
—¿No?
—Lo conservo aquí —Alejo se señala la cabeza.
Todos le miramos asombrados.
—Hace dos noches, Georgina Tost me mordió, temerosa de que le ocurriera
algo. Pobre chica —nos muestra un fuerte bocado en el brazo, con dos
punzadas más profundas que las demás y de un color más morado—. Lo
transfirió todo. Incluido el Necronomicón. No podéis ni imaginar la cantidad de
información que guardaba en su interior.
El profesor Alonso habría alucinado con esto.
Georgina. ¿Qué final será más horrendo, el tuyo o el nuestro?
—¡Te ha infectado! Fascinante —exclama Urías.
—¿Vas a convertirte en un fanpiro, Alejo? —pregunto.
—No sé cómo reaccionará mi metabolismo, Erika. Es diferente al vuestro.
Espero no desarrollar intolerancia a la luz solar. ¿Queréis que os recite La
Eneida completa? ¿Oliver Twist? ¿Guerra y Paz?
Es como un niño. Siempre lo será. Incluso a las puertas de la muerte.
Como en los desenlaces de los folletines de aventuras, nos dedicamos a atar
cabos. Mejor eso que redactar nuestra declaración de últimas voluntades.
Estamos aterrorizados.
—Entonces, ¿tenemos algún plan o voy a buscar la katana y empezamos con
el seppuku? —insiste Urías Matsumoto.
—Todavía no, Urías. Todavía no —le contesto.

19
El Gigamesh ha soportado el bombardeo. A su manera, el acorazado sufre y
se desangra lentamente, pero se niega a hundirse.
Observo la isla. En la playa, la enorme sombra del shoggoth se cierne sobre
los macutes. Los devorará sin que opongan resistencia o, como asegura
Danforth, quizá el antiguo sirviente de los Antiguos se apiade de sus iguales y
los incorpore a su comunidad.
Si es que existe tal comunidad.
Mi intuición, amplificada por los efectos de los resquicios de la conciencia
lomariana que impregnan el lugar, me incita a pensar que la criatura es el
último de los supervivientes de la caravana nómada que se instaló en Olathoe
escapando del yugo de sus creadores.
En cierta manera, ellos también fueron exploradores en busca de una ciudad
perdida. Como nosotros.
Pero la ósmosis de la que habla Danforth no me permite sentir nada por el
shoggoth, ni afinidad ni odio. Solo presiento que soy una amenaza para él y
que actuará en consecuencia.
Reviso el cargador de la ompson.
No servirá de nada. Guardo las balas para mí si fuera necesario.
Vuelvo con mis compañeros. Urías se ha traído la katana a cubierta. Por las
mentes de todos discurren toda clase de formas lentas, dolorosas y crueles de
morir entre las fauces y los tentáculos amorfos del Shoggoth. No vamos a
permitirlo.
Alejo aparece por la puerta que lleva a los camarotes. Nos muestra cuatro
botellas de cerveza.
—¡Están frías! La nevera funciona. La electricidad se ha restablecido en
algunas zonas del barco —dice—. Veré si la radio de mi cabina funciona antes
de que se nos coman para desayunar.
—Han sido los macutes. Pero se trata de un arreglo provisional. Se lo he
pedido yo. Una condición previa a dejarlos marchar.
—Buena negociadora. De todas formas, basta con dejar la bebida aquí fuera
un rato. Qué frío —dice Urías, mirándose en la hoja de la katana.
Bebemos en silencio, temblando, acongojados y muy tristes. Pienso en
Georgina, en Henry, en papá y en los últimos momentos de vida del capitán
Ramirus. Incluso siento lástima por Rogeman Chang.
Escuchamos sonidos repulsivos que llegan desde la playa. Un único grito
rápidamente ahogado resuena en las montañas. El alarido de dolor de un
macute dotado con el don del habla, el único del grupo, y que nunca sabremos
cuál de ellos era porque no nos dirigió la palabra, por miedo o por simple
desprecio.
—Siento haberte metido en esto, Erika —dice Alejo entre trago y trago. Me
presiona cariñosamente el brazo—. Y lamento no haber sido sincero desde el
principio. Representas mucho para mí.
—La decisión de permanecer a tu lado ha sido mía. No me he equivocado.
La lástima es que probablemente mi mayor logro consista en poner punto y
final a tu biografía.
Danforth intenta quitarse la máscara.
—Toma, querida, te protegerá.
—Oh, no gracias, llevo mi propio amuleto —y me pongo el gorrito del
profesor Alonso que llevaba en el bolsillo.
Alejo me acaricia la cara.
—Siempre he querido a John Konstantin como a mi propio hijo. ¿Me
entiendes? Y ahora, voy a ver si ponen algo interesante en la radio.
Por supuesto que sí. Lo entiendo perfectamente.

20
Aquí Gigamesh. ¿Me recibe alguien?

zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz

Repito. Alejo Crow a bordo del acorazado Gigamesh. ¿Alguien me copia?

zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz

Nuestra situación es la siguiente 70º norte 27º oeste, aunque no sé si la estoy


dando correctamente. Soy un miembro del pasaje, no un tripulante. Nuestro
barco se ha averiado y necesitamos asistencia de inmediato.

zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz

¡Maldita sea! No hay nadie ahí fuera.

zzzzzzzzzzzz ¿…la?

Sí, le recibo, aunque con dificultad. Nombre del barco y posición, por favor.
Cambio.
zzzzzzzzz …del Black Whale III… zzzzzzzzzzz …supongo que al oeste de
Slvalbard… zzzzzzzzzzzz …mbio.

¿Qué clase de barco es? Cambio.

zzzzzzzzzzz …de la marina británica…zzzzzzzzzz

¿Pueden acudir a socorrernos? Corremos grave peligro.

zzzzzzzzzzzz …atacados por una especie de… zzzzzzzzz …marino que…


zzzzzzzzzzzzz …toda la tripulación… zzzzzzzzzz …tán se ha suicidado…
zzzzzzzzzzz

… lanzaban sus cuerpos contra las hélices hasta bloquearlas…


zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz

Escuche. ¿Entiendo que han sido atacados por alguna clase de criatura marina?
¿Conoce de algún barco más con incidencias de este tipo? ¿Viajan en solitario o
en convoy? ¿Hola? Cambio.

zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz …tario… zzzzzzzz …comenzaron a devorarlos…


zzzzzzzzz …quedamos O’Roke y yo… zzzzzzzzzzzzzz …y me clavó los colmillos y
estiró y estiró hasta que me arrancó el brazo… zzzzzzzzzzzz …y O’Roke no puede
contener la hemorragia… zzzzzzzzzzzzzzzzzzzz

Escuche bien, hijo. Debe cauterizar la herida. Dígale a su…

zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz zzzzzzzzzzzzzzzzzzzz …nos hundimos… zzzzzzz …


se están comiendo a O’Roke… ohdiosmío… zzzzzzz …todavía está vivo…

Marinero, ¿tiene un arma? Cambio.

zzzzzzzzzzzzz …de poco calibre… zzzzzzzz


¡¡No quiero morir!!
zzzzzzzzzzzzzzzz

Marinero. Siga el ejemplo de su capitán. Utilice el arma… Le deseo buena


suerte.
zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz

Aquí Alejo Crow desde el acorazado Gigamesh. ¿Queda alguien ahí…?

zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz

21 y último
El barco zozobra.
El shoggoth palpa con sus repugnantes tentáculos el casco del Gigamesh,
investigando su composición. Conecto el magnetófono del profesor Alonso
porque quiero ser la primera (y seguramente la última) persona en el mundo
que registre su particular grito burlón.
Urías, Don, Alejo y yo retrocedemos hasta la pared de la superestructura del
buque sin llegar a tocarla. Nos colocamos muy juntos. Notamos los escalofríos
que nos sacuden el cuerpo, mezcla de espanto y frío.
—Alejo, dime, ¿por qué abrazas a la gente que te importa?
Mi voz tiembla de puro terror. Danforth nos ha sugerido que cerremos los
ojos. De hecho, ha insistido mucho.
—Mal momento para preguntarlo, niña.
—Por favor…
—Tiendo a acumular demasiada energía positiva. Me incomoda, nubla mi
criterio y mi capacidad de tomar decisiones. Me satura. Me hace demasiado
humano… Con los abrazos, me desprendo de ella y la transmito a la gente.
Reconforta, sana, consuela y tranquiliza. Y a mí me hacen un favor.
—¿Y si algún día pierdes del todo esa energía positiva?
—Entonces conquistaré el mundo y me convertiré en un villano terrible.
Aunque las perspectivas, hoy por hoy, no son buenas.
Cuando las primeras extremidades del shoggoth se apoyan sobre la cubierta
y deja sentir su peso en el barco, la popa se levanta medio metro. Buscamos
donde agarrarnos para no deslizarnos directamente hasta sus fauces.
Sí, una bestia de estas características podría haber hundido un submarino
como el del capitán Ramirus. Todo un convoy.
Las armas convencionales de las que dispone la humanidad quizá sean
insuficientes si se aproxima una catástrofe de proporciones jamás vistas. ¿Era
Alejo la persona adecuada para que hubieran caído en su poder? Puede que
nunca lo sepamos.
No tengo a mano la pistola de rayos de Flash Gordon.
Solo me queda él.
—Alejo. Por favor, abrázame.
Y Alejo Crow me reconforta, me sana, me consuela y me tranquiliza.

El sol de medianoche no ayuda. La luz diurna hace más traumática la


experiencia de soportar la repugnante visión de un shoggoth elevándose sobre
la proa del barco. Está todo ahí: las burbujas protoplásmicas, los ojos
formándose y deshaciéndose como pústulas, el tamaño de vagón de metro, los
tentáculos purulentos, el olor nauseabundo, el sonido.
Ese sonido: Tekeli-li, Tekeli-li…

Tres cuartas partes de su cuerpo han penetrado en la cubierta y percibo su


aliento. El aire que entra y sale de sus fauces. Efectivamente, respira como
cualquier otro animal.
Bien.

Solo necesito que coja una GRAAAAN bocanada de aire.

—¡Aguantad la respiración! ¡Urías activa el Electric Boogaloo a la de tres y


rezad lo que sepáis! ¡¿Preparados?!

¡UNO, DOS…!
EPÍLOGO I

Nueva York. 7 de abril de 1937.

ORSON Welles lo está pasando en grande. La CBS recibe sin parar incontables
llamadas de avistamientos de monstruos y otras entidades de lo más pintoresco.
Parece ser que sus fingidas interrupciones de la programación habitual para
informar sobre falsos ataques de extraterrestres contra la población civil han
causado cierto pánico entre los oyentes que no sabían que se trataba de una
dramatización radiofónica de La Guerra de los Mundos.
Perfecto. Mañana su nombre aparecerá en todos los periódicos y eso
significa dos años más de contrato.
Durante la segunda parte de la emisión, un ejecutivo de la cadena irrumpe
en el estudio con un papel en la mano y se lo entrega al locutor Le piden que
interrumpa la interrupción porque hay que emitir ahora mismo un boletín de
noticias de emergencia.

Welles no puede creer lo que está leyendo.


EPÍLOGO 2

—Erika.
Imposible contactar con vosotros. Caída de comunicaciones a nivel global.
Ejército superado.
Me llaman de la Casa Blanca para asesorar sobre alternativas. Dile a Alejo
que he llevado a Dra. Lázarus a un lugar seguro. Espero que hayáis
encontrado a tu padre.
—…
—¿¿Erika??
—…
—…
—…
—…
—…
—…
—…
Precuela 01

Providence, marzo de 1937.


Exterior. Noche.

DENBROUGH desciende sigilosamente por la fachada de la casa. Ha


permanecido oculto en el tejado hasta que algunas de las unidades de la policía
se han retirado de la calle. Demasiado movimiento.
Un par de agentes fuman apoyados en su coche patrulla. Iluminan con una
linterna un ejemplar del Providence Journal y hablan sobre béisbol. A su
izquierda, un tercer agente examina un Cadillac cosido a balazos. ¿Qué ha
sucedido aquí?
De hecho, todo el vecindario parece haber sufrido los efectos de un
intercambio de disparos, como si los Torelli y los Mantegna hubieran elegido
limar asperezas al viejo estilo Chicago y a plena luz del día: cristales rotos,
impactos de bala, charcos de sangre sobre las aceras, casquillos, farolas caídas,
marcas de frenazos en la calzada…
Recorre el jardín, saltando de una sombra a otra, cubriéndose detrás de los
setos. Llega hasta puerta. Precinto policial, como en otras casas adyacentes. La
vivienda no ha recibido impactos de bala.
Alguien ha dejado dos marcas en la parte superior. Denbrough olfatea las
abolladuras. Acero. Pintura plateada. ¿La empuñadura de un bastón? ¿La culata
de una pistola? En el aire detecta el aroma de dos marcas de perfume, una de
hombre y otra de mujer, mezcladas con olor a pólvora y aceite quemado.
Rompe el precinto y abre la puerta. Afina el oído. No hay nadie. Registra el
interior. ¿Dónde se ha metido? No ha dejado notas, ningún tipo de mensaje.
Vuelve a salir y comprueba la numeración de la casa. Es correcta. No se ha
equivocado. Los de su especie habitan en unos lugares concretos y nunca
abandonan un asentamiento sin dejar un aviso de su siguiente localización. Por
lo visto, la huida ha sido precipitada.
Los policías deciden que ya es hora de patrullar los alrededores y se
despliegan. Denbrough se escurre hacia la parte trasera, salta el muro y camina
con naturalidad en dirección al puerto.
Extrae de su bolsillo una página arrancada de una edición francesa de Las
aventuras de Arthur Gordon Pym. La lee. Tiene hambre.
Precuela 02

Chicago, 16 de diciembre de 1928.


Exterior. Noche.

ALEJO CROW cruza la calle seguido de cerca por Maxwell Grant. Ambos
llevan gabardinas bajo las que ocultan sus ametralladoras ompson. Grant
también se cubre con un sombrero de ala ancha acabado en pico y una bufanda
roja. Caminan evaluando posibles amenazas.
El padre Joseph Merrin les da la bienvenida desde la puerta de una modesta
casa unifamiliar. Grant se queda montando guardia en el porche y Alejo abraza
al cura y lo acompaña al interior de la casa. Merrin se ajusta la sobaquera de la
que cuelga un viejísimo Colt Peacemaker.
—Algún día ese trasto le estallará en la cara, padre.
—Dios no lo quiera.
Suben al segundo piso y se asoman a una de las habitaciones. La monja
amazona atiende a una parturienta que acaba de dar a luz. Junto a la cama, dos
cunas. Asomado a la ventana, armado con una escopeta recortada, un macute
vigila el exterior. No saluda a los recién llegados.
La monja se lleva el dedo índice a los labios.
—Ssssh, se ha quedado dormida —dice al salir de la estancia cargada con
una palangana y toallas manchadas de sangre—. Ha sido un parto difícil. No
hagan ruido… y aparten esas armas de una vez.
Alejo deja la ompson apoyada en una silla y se acerca a la cama. Acaricia
la frente de la mujer, todavía sudorosa. Observa las cunas, satisfecho y, sobre
todo, aliviado.
—El niño está bien. La niña no tanto. Precisará de cuidados especiales.
Deberíamos llevarlos a un hospital.
—Han preparado una habitación en Arkham, padre.
—Alejo… —susurra Merrin—. La historia debe seguir su curso.
—Dentro de cuarenta días, nos la llevaremos. Y a él… A él no lo
perderemos de vista—dice Alejo jugueteando con los deditos del bebé.
La monja vuelve a entrar. Lleva en la mano una libreta y una pluma.
—¿Saben qué nombres han elegido para los recién nacidos?
Alejo mece la cuna del niño.
—Jane… Jane y Philip Kindred Dick.
El padre Merrin se santigua y sale de la habitación. Abre su libro de salmos
firmado por James J. Braddock y empieza a rezar.
Precuela 03

Sanatorio de Arkham, 18 de marzo de 1932. Interior. Día.

ALEJO CROW cruza la habitación con dificultad, apoyándose en unas muletas


que la Doctora Lázarus le ha entregado después de la sesión de rehabilitación.
El dolor en la pierna es insoportable. Se sienta junto a la ventana. Observa el
exterior. Suspira. Demasiados meses encerrado.
—Cuéntame, Dog, antes de que la barretxa mezclange me haga efecto.
El aniforme abre una carpeta, ordena varias hojas y se cala el sombrero de
capitán de Infantería de Marina sobre sus enormes orejas perrunas antes de
empezar a hablar.
—Alonso y su equipo de investigadores de Pinkerton han llegado a la
conclusión de que se trata de un ataque combinado. Aprovechando la pérdida
de activos, la bajada de las acciones y el embargo de bienes de Crow Enterprises
y sus filiales durante el Crack del 29, el enemigo asaltó bancos de nuestra
propiedad, realizó opas hostiles contra las empresas del grupo, saqueó
propiedades e interceptó nuestras rutas de contrabando, entre otros ataques
que iban dirigidos a saquear las finanzas de nuestros negocios legales e ilegales,
en muchos casos con la ayuda de grupos delictivos… y miembros del gobierno.
Han sido muy listos.
—¿Los hemos identificado?
—A la mayoría sí. Falta encontrar al cerebro de la operación. Alguien que
sabe dónde golpear y que conoce su auténtica naturaleza, jefe.
Alejo cambia de postura en el sillón. Se frota la pierna con la mano. A través
de la ventana distingue cómo el coche de Konstantin aparca ante la puerta
principal de Dreamland, al otro lado de la carretera, cerca del hospital. John
dejará allí su equipaje y luego vendrá a visitarlo, como siempre.
—Por eso tardo tanto en curarme, Dog. Qué malnacidos.
—No se preocupe. Hemos trazado un plan de recuperación. Apoyaremos la
candidatura de Roosevelt a las elecciones y le hemos estado asesorando sobre
medidas a tomar para salir de la crisis. Contará con nosotros.
Alejo da unos golpecitos al cristal de la ventana, pensativo.
—¿Qué hacemos con el enemigo? Debemos defendernos, lanzar represalias
—pregunta Killer Dog.
—Habla con Kobayashi. Que envíe al turco. Acabad con ellos. Con todos.
Yo me encargaré de encontrar a su líder. Ahora me gustaría estar a solas un
rato, antes que suba el chico.
Crow y Dog se abrazan. El aniforme sale de la habitación.
Por fin, la barretxa mezclange empieza a hacer efecto.
Alejo cierra los ojos.
CÍRCULO POLAR ÁRTICO

1937.

El único superviviente del Sea Star abandona la seguridad de su tienda de


campaña y sale al exterior. Le ha parecido escuchar algo. De hecho, le
encantaría oír algún sonido distinto al crujir de las placas polares o el
monótono soplar del viento.
A lo lejos distingue una figura humana que camina sobre la nieve. La
quietud es tal que las pisadas se oyen a muchos metros de distancia.
Revisa el estado de su fusil Lee-Enfield y se lo carga al hombro.
Un hombe rubio, alto, con uniforme de invierno de la marina soviética, se
acerca a Ridli Walton Scott con la mano extendida.
—Buenos días —dice el recién llegado. Sin acento ruso. Más bien británico
y, por cierto, con bastante flema.
—Hola, buenos días.
—Disculpe. ¿Ha visto pasar por aquí a un tipo grandote, de caminar
extraño, vestido con harapos, cicatrices en la cara…?
—No. Usted es la primera persona que veo en dos semanas.
—Oh, bueno. ¿Está aquí por trabajo, por ocio, por naufragio…?
—Naufragio. Fuimos atacados por… Déjelo, no me creería.
—Usted a mí tampoco. De hecho, le va a costar mucho a toda la
humanidad creerse lo que está pasando.
Le ofrece café, pero el extraño tiene prisa; vuelven a estrechar sus manos y,
antes de irse, le pregunta a Ridli:
—¿No tendrá usted por casualidad un cigarrito?
Versión en papel:

www.fanhunter.com www.paninicomics.es
@celspinol @PaniniComicsEsp
Fanhunter: Las Montañas de la Locura. Electric Boogaloo
Parte 1: Mitos
1. PREVIOUSLY...
2. Cinco segundos después…
3. INTRODUCCIÓN I
4. INTRODUCCIÓN II
5. INTRODUCCIÓN III
6. INTRODUCCIÓN IV
7. INTRODUCCIÓN V
Parte 2: Konstantin
1. INTRODUCCIÓN VI
2. ERIKA KONSTANTIN
Parte 3: Fenicius
1. “YO SOY PROVIDENCE”
2. INCURSIÓN
3. EL LIBRO
4. CUENTOS PARA NIÑOS
5. ARKHAM
6. DON
7. CÁLCULOS
Parte 4: El Gigamesh
1. PREPARATIVOS
2. ALEJO HAS LEFT THE BUILDING
3. LA EXPEDICIÓN
Parte 5: De las Montañas de la Locura a la Boca del Miedo…
1. EL ÁLAMO
Escenas post-créditos
1. EPÍLOGO I
2. EPÍLOGO 2
3. Precuela 01
4. Precuela 02
5. Precuela 03
6. CÍRCULO POLAR ÁRTICO

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