Farres Pablo - Las Pasiones Alegres

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LA MEMORIA DEL DESIERTO (AÑO 2036)

1.

Frente a la pantalla de la computadora sintió el mismo escozor que le había recorrido el


cuerpo cuando en aquella fiesta le habían presentado a Laura, la esposa de Boris
Spakov: “No sé si nos vimos alguna vez pero tengo la sensación de habernos conocido
antes” –había dicho mientras extendía su mano fría.

Podía ella haberse pintado aquel lunar en su rostro y teñido el pelo de rubio
platinado para parecer otra, pero su voz, su entonación, su modo de moverse
ondulando en el espacio, las pintitas nacaradas de color miel como trazos pintados con
la patas de una mosca sobre la tela de sus ojos negros, su boca, el rictus de sus labios
juntándose en puntita, la pequeñísima cicatriz que tenía junto a la ceja izquierda, todo
en conjunto y en cada detalle, le devolvían la imagen precisa de Marian, en todo caso, la
certeza alucinada de que se trataba de ella misma.

“Quizás nos hayamos conocido en otra vida” –pensó aquella vez en responderle,
pero hay momentos en que las palabras zozobran, se reducen a estertores secos y
fallecen, no porque hayan perdido las reglas de uso, su consistencia gramatical o su
ordenamiento sintáctico sino porque el mundo en el cual esas palabras existen como
palabras ya no está, se fue, se rompió –y el mundo de Roy tenía una fecha precisa de
defunción: la muerte de su mujer y su hijo.

Lo cierto es que nada respondió –las palabras se atoraron en su garganta y cuando


se sintió capaz de hacer algo con ellas, Laura ya no estaba, se había perdido entre los
otros invitados a la fiesta. Desde entonces el foco de su atención fue desmontar el truco,
descubrir la magia por la que aquella mujer parecía el duplicado exacto de Marian,
como si esta hubiera vuelto a la vida pero olvidándose de Roy y todo el tiempo en que
juntos habían acumulado miserias, tibieza y –¿por qué no?– alguna modalidad de la
dicha. Buscó durante toda la noche su mirada, pero era como si Roy no estuviera allí, no
estuviera en ningún lado sino como una sombra esforzada en diluirse y perderse entre
las sombras de todos.
Avanzó y retrocedió la grabación una y otra vez, siguiendo cuadro por cuadro los
movimientos de Laura durante algunas horas. Después repasó la fiesta y su propio ir y
venir de un lado al otro buscando algo que hacer entre todos aquellos extraños.
Adelantó la filmación hasta el momento en que –cuando casi todos se habían
marchado– Boris lo invitó –le exigió– que se quedara un rato más.

Subieron juntos las escaleras hacia el primer piso de la casa. Recién allí reconoció a
algunos que también trabajaban para Boris en la Compañía: Dalton, Zizesky y un tipo
fornido de apellido Dafoe al que había visto alguna vez en las reuniones de Directorio y
al que todos consideraban la mano derecha de Boris.

Enseguida un mozo les acercó en una bandeja los tubitos para esnifar las líneas de
cocaína que les ofrecía. En la grabación le quedó clara la insistencia imperativa de Boris
para que esnifara con ellos como si el asunto lo tuviera planeado desde antes.

Al rato llegaron las copas de un líquido azul que no pudo reconocer y las pastillitas
rosadas que el mismo Boris arrojaba en su boca con el mismo empeño con el que lo
había movido a esnifar la línea de cocaína.

Luego la aceleración de la escena: el beso de lengua entre Boris y Zizesky, Laura


manoseándose con Dafoe un poco más allá. Los cuerpos de algunos otros, un poco más
alejados, ya semi-desnudos, entrelazados en una maraña indistinguible.

Unos segundos después, el abismo: la oscuridad de una capucha negra que Dafoe
ponía en su cabeza.

Desde entonces la cámara siguió filmando durante doce horas el mismo plano
cerrado. Por más esfuerzo en intentar descifrar los sonidos grabados durante aquellas
doce horas no pudo más que identificar pasos y algunas palabras sueltas pero sí,
definitivamente, el ruido de un baúl al cerrarse, el encendido del motor, el andar de un
auto.

Le quedó claro entonces que aquella noche, Boris había preparado una trampa de la
que todavía no entendía en qué consistía. Lo habían sacado de la casa, lo habían metido
en un auto y doce horas después despertaba en otro lugar.

La filmación mostrando todavía la oscuridad de la capucha en su cabeza permitía


adivinar cierto movimiento de su cuerpo levantándose y luego volviendo a caer sobre lo
que seguramente se trataba de una camilla. Quiso suponer que una mano le había
apretado el pecho para volver a su posición horizontal. Luego, enseguida, las voces de
dos tipos. Una de ellas era la de Zizesky. En toda la secuencia no se escuchaban más que
unas pocas palabras de su parte. Se limitaba a preguntar y escuchar lo que el otro le
contaba.

En un momento, Zizesky nombró a ese otro con el apellido Teiler. Si no las


imágenes, al menos la filmación había grabado todo lo que entonces a este se le ocurrió
decir. Su monólogo –apenas cortado por alguna que otra pregunta de Zizesky– duraba
unos diez minutos, tiempo en el que seguramente tardó en preparar lo que enseguida
iba a venir. Entre tanto, las voces se conjugaban con el ruido metálico de instrumentos
quirúrgicos.

Cuando Teiler terminó el monólogo y acabó de acomodar o limpiar sus cosas, abrió
la capucha. La filmación mostraba un techo sin pintura ni cielo-raso, solo unas vigas
cruzando el hormigón. La cabeza de Roy siempre fija en el mismo punto, los
movimientos de su cuerpo anulado, le daban la impresión de haber sido anestesiado.
En todo caso, la falta total de recuerdos de lo que la filmación le mostraba y que
necesariamente él había vivido, debía responder sino a la anestesia a las pastillas que le
habían hecho tragar. Lo cierto es que una vez quitada la capucha y mientras sus ojos no
se corrían un ápice de la viga y el metro cuadrado de hormigón que la filmación
mostraba, el tal Teiler comenzó a hacer su trabajo.

La grabación mostraba su rostro y su cabeza pelada una y otra vez pasando delante
suyo. En un momento se escuchó la voz de Zizesky diciendo que prefería esperar
afuera, luego el sonido de sus pasos y el de la puerta cerrándose.

En los siguientes treinta minutos se veían los colgajos de los brazos de Teiler y sus
manos hinchadas hurgando en la coronilla del cráneo de Roy con un bisturí, una
pequeña tenaza del tamaño de una pincita de depilar y los otros instrumentos. En
ningún momento de la grabación existía imagen alguna de lo que Teiler extirpó o acaso
injertó en su cráneo.

Según los gestos de su rostro satisfecho, la cirugía terminó como lo había esperado.
La última imagen era la de sus ojos diminutos hundiéndose en la carne fofa de sus
pómulos regordetes. Enseguida puso en su cabeza otra vez la capucha y todo volvió a la
oscuridad inicial.

La última hora de la filmación cerraba otra vez con el ruido del motor de un auto,
movimientos indefinibles, sonidos de pasos, voces perdidas en un murmullo del que
solo palabras sueltas alcanzaban a descifrarse. Finalmente, cuando sacaron la capucha
de su cabeza volvía a ver la ventana del comedor de su departamento. Un rato después
se levantó del sillón donde lo habían arrojado y ya no había nadie en derredor.

2.

Ya no recordaba nada de lo que había sucedido.

De aquella noche de la fiesta en la casa de Boris y de la cirugía que Teiler realizó en


su cabeza no tenía más registro que aquella filmación. Las imágenes grabadas se le
venían encima como el conjuro hipnótico de un dios desquiciado, pero por más
esfuerzo que hiciera nada podía rememorar. Debía moverse con calma, no permitirse
que la incertidumbre acechara, sin embargo no dejaba de pensar en aquella filmación y
preguntarse si la extirpación verdaderamente había ocurrido. La primera vez que la vio,
se tocó la cabeza frente al espejo varias veces buscando la herida que fuese prueba de
que Teiler había realizado la operación. No había ninguna herida, ningún tajo. Se sintió
estúpido: si hubiese encontrado una cicatriz tampoco habría sido prueba directa. Pero
aunque relativizara la cuestión, lo cierto es que la filmación de la cirugía existía y la
conexión entre esas imágenes y todo lo que había sucedido en su vida era fácil de
trazar: a todo había llegado tarde y cuando llegó ya no había nada.

Se había enterado de la muerte de Marian y Nolan dos días después de haber


ocurrido el accidente con el auto. Roy se encontraba en Roma. Las ridículas volteretas
de la Aerolínea para cambiarle el pasaje, hicieron que tardara dos días más para
regresar a Buenos Aires, por lo que al llegar el funeral ya se había hecho, el entierro
realizado, y de Marian y Nolan solo le quedaban los nombres.

Boris Spakov, amigo suyo desde los tiempos de la facultad y por entonces miembro
del Directorio de la Compañía donde Roy trabajaba –el mismo que lo había enviado esa
semana para cerrar unos negocios en Roma que finalmente no se cerraron ni abrieron
porque los contactos con los que debía encontrarse no estaban en Roma y al parecer
tampoco trabajaban para la empresa con la que haría el negocio– se había encargado de
todo lo que él no había podido: armó de un día para el otro el funeral urgente y
organizó lo necesario para echarlos dignamente en un pozo y enterrarlos bajo tierra con
todos los rituales del caso, y recién entonces, solo entonces, llamar a Roy y contarle la
noticia de la muerte de su mujer y su hijo.

No quedó luego más que la narración de las cosas, aunque no tanto de las cosas sino
de la velocidad con la que las cosas iban hacia su aniquilación. Todo había sucedido tan
rápido que en verdad le parecía que nunca había sucedido. Así había ocurrido desde el
principio, un poco antes de todo esto, digamos, más o menos desde que había sido
diagnosticada la enfermedad de Nolan y el proceso de demolición física de su hijo se
acelerara hacia el umbral de una deformidad inútil: síntomas mínimos, primero, los
dolores de cabeza, los vómitos constantes, raptos de pérdida de la visión, las
dificultades al hablar, y la saliva, la insólita saliva que juntaba en la boca y no era capaz
de expulsar, escupir, dejar caer para no ahogarse, hasta el punto de dar la impresión de
estar jugando y en el extremo desear ahogarse de verdad, luego el engrandecimiento
del cráneo logrando alcanzar el estatuto de fenómeno de circo, como si en verdad su
cabeza de enano deforme estuviera fuera de lugar, incoherente con su cuerpo, y
correspondiera más bien a un globo monstruoso y mal inflado. Enseguida vino el
diagnóstico definitivo de hidrocefalia congénita y el avance desaforado de la parálisis
física que puso al chico en el lugar de una divinidad babeante, semi-idiota y déspota a
la que sus padres debían venerar pagando la deuda infinita de haberle dado vida; y con
ello la imposibilidad de Marian de hacerse cargo de lo que se le exigía, abandonando el
trabajo, olvidándose de que en algún momento el aire recorría limpio sus fosas nasales e
hinchaba sus pulmones significando vida, reduciendo entonces su existencia a la asfixia
continua y a la épica mal tragada del sacrificio: quitar la saliva de la boca de Nolan para
que no se ahogue, limpiarle los pañales para que no empiece con el llanto desesperado,
luchar cuerpo a cuerpo para enchufarle en la boca una cuchara de puré, no eran el
paisaje cotidiano en el que a los treinta años pretendía encontrarse.

Y de nada había servido usar a Roy como punto de fuga transformándolo en


puchinball y monigote de un odio desbocado que no alcanzaba mayor verdad que la del
teatro pobre de su impotencia; fuese como fuese, ya no había ninguna pareja –solo se
trataba de dos desconocidos girando alrededor del agujero negro que Nolan cavaba día
a día, cada minuto, allí, en el centro del comedor sentado durante horas y horas en la
silla de rueda frente a la pared blanca –y una sola pregunta en común: ¿alcanza la
determinación natural, biológica, de haberlo engendrado para justificar el sacrificio de
una vida que se entrega para sostener la vida al pedo de un hijo?

Sí, todo sucedió muy rápido, tan rápido que Roy no sabía si en verdad esa pregunta
había sido enunciada, o si en verdad solo se mantuvo soterrada hasta que finalmente la
muerte de Nolan llegó y toda la mugre que sigilosamente se había mantenido enterrada
en el fondo del cerebro se liberara como la lava de un volcán.

De algún modo era algo que los dos habían temido y esperado y tanto lo esperaron
que sin darse cuenta se había transformado en un deseo: ¿no había sido Marian la que le
había dicho una y otra vez que ya no podía con la existencia del chico?
¿No lo había tratado de mierda blandita por no hacer lo que tenía que hacer, sin
definir específicamente qué significaba “lo que tenía que hacer” salvo aquella noche en
que pasada de alcohol no pudo ser más clara y le pidió que se deshiciera de Nolan?, ¿no
le había pedido que lo borrara de sus vidas?

Esas palabras –esos ruegos, esas órdenes– habían sido pronunciadas por Marian,
pero Roy nunca dejó de preguntarse si acaso él no podría también haberlo dicho. En
todo caso el destino funcionó armónicamente según los parámetros de la rima clásica:
fue Marian la que le había rogado que el chico desapareciera y efectivamente Nolan
despareció pero llevándose a Marian al fondo de la misma fosa.

Aunque en verdad la única fosa era el vacío que habían dejado alrededor de Roy,
una nada demasiada llena de cosas que transformaban el departamento en un
cementerio íntimo. No tardó más de un mes en juntar los bártulos de sus muertos,
meterlos en bolsas y cajas y quemarlos –incluso la silla de ruedas, incluso la ropa, los
zapatos, las fotos del pasado común– una noche fría en un descampado cerca de donde
vivía.

3.

Fue por entonces, durante ese tiempo dedicado a escarbar en la fascinación de


contemplar a la mujer de Boris y encontrar en ella a Marian, que comenzaron los
llamados. La primera vez dudó en atender pensando que nada debía distraerlo de la
desgrabación de lo que aquella noche había filmado, pero cuando levantó el tubo y
escuchó la voz de Marian fue como si en verdad hubiera estado esperando volverla a
escuchar.

–Tengo que hablar rápido, quería decirte que ya estamos en la casa.

Roy: el silencio. Dudó, las palabras se atropellaron en su garganta, no supo qué


decir; pero la duda ya era parte de lo que debía rechazar –dudar si la que llamaba del
otro lado de la línea era Marian ya era afirmar la posibilidad de que Marian estuviera
viva.

–El viaje fue largo pero ya estamos donde queríamos –continuó la voz de Marian.

Aturdido, no podía llevar el hilo de lo que ella decía acerca de lo que habían hecho
apenas llegaron a la ciudad y se perdía en el asombro mayor de que del otro lado de la
línea y del mundo todavía existiera su mujer, o al menos la voz de su mujer.
–Nolan está bien, no te preocupes. Llegamos hace poco, pero la ciudad es preciosa.

Sin esperar que Marian terminara lo que estaba diciendo, cortó la comunicación.
Enseguida identificó la violencia del movimiento de su brazo y se preguntó si también
Marian había registrado el exabrupto. “Marian no existe, Marian está muerta, es
estúpido pensar si puede o no registrar o interpretar algo”, se dijo a sí mismo en voz
alta.

Pensó si acaso se trataba de algún artilugio tecnológico. Recordó entonces que


aquello había sido una idea de Marian. Durante un tiempo lo había intentado convencer
de contratar un servicio de acompañamiento post-mortem. Se trataba, justamente, de
ofrecerle al cliente un contacto virtual con sus muertos. El artificio sería el siguiente: el
cliente permitiría que sus conversaciones telefónicas y las imágenes archivadas en la
memoria de su computadora fueran grabadas por la empresa; al morir el cliente o una
persona cercana usaría las grabaciones del pasado y las haría pasar por locuciones e
imágenes reales, cortando y pegando distintos fragmentos.

“Suena el teléfono y de pronto escuchás la voz de tu madre tal como sonaba antes de
morir; imaginate si soy yo la que se muere, te conectás al chat y podés conversar
conmigo como siempre; incluso pueden hacer que una persona reciba llamados del que
él mismo fue en el pasado, imaginate que te llamen y seas vos mismo cuando tenías
cinco años”, había dicho Marian aquella vez.

Roy se había negado a la propuesta pero nunca supo si Marian había contratado
aquel servicio sin decírselo. Se preguntó si a lo largo de su vida no habían estado
grabando los chats y las conversaciones telefónicas con Marian, para entonces hacerle
escuchar su voz. Se negó a pensar que alguien pudiera estar jugando con él. En un caso
u otro se trataba de una ficción y ante ello Roy sintió que el acto-reflejo de haber
escuchado la voz de su mujer y haber respondido a ella como si estuviera viva había
sido una estupidez.

Sin embargo, al otro día se la pasó esperando que el llamado volviera a ocurrir.
Recién a las siete de la tarde, recibió un mensaje de conexión en el chat de la
computadora.

–Me quedé mal anoche. No sé por qué cortaste así sin despedirte, sin que nos
dijésemos “chau” o algo parecido, ¿dije algo que te molestó?

La imagen de Marian en la pantalla resultó un golpe que no esperaba. Solo atinó a


retroceder, darse el instante para desactivar la corriente eléctrica que calaba en sus
huesos y ganar alguna serenidad. Acaso como un modo de defenderse del retorno del
fantasma, se le ocurrió pensar en el demiurgo que cortaba y pegaba aquellas viejas
grabaciones y ahora las hacía pasar como presentes. Que tomara el dato de que el día
anterior él había colgado el tubo en medio de la conversación le pareció sorprendente,
aquello sumaba al verosímil y generaba el efecto real de una voluntad propia, una
conciencia detrás de la voz, más allá de la grabación.

Pensó que allí debía concentrarse, tenía que apuntar al que armaba y desarmaba el
discurso de Marian hasta ponerlo en evidencia.

–Yo no te llamé. Vos me llamaste a mí. Pero nada dijiste que me haya molestado.
Habrá sido un problema con la línea. Te escuchaba perfectamente y se cortó... Qué
bueno que te hayas conectado. Me quedé pensando que no te pregunté nada de Nolan.

–No me preguntaste, pero te dije que estaba bien. El viaje se nos hizo largo. Pensé
que para él iba a ser un tormento pero se quedó tranquilo en la silla. Igual, ya sabés,
desde el accidente no tuvimos buenos tiempos. A Nolan todo le cuesta infinitamente
más.

Roy sintió que el operador le había devuelto la pelota y le había armado una trampa
peor: ahora no se trataba de saber qué había sucedido con su hijo sino cómo sabía del
“accidente”.

–No sé de qué accidente me hablás –dijo solo para ponerlo a prueba.

–El auto, el accidente en la ruta. No me hagas hablar de eso. Me la paso hablando yo


sola, contame vos cómo estás, qué pasó.

–No sé de qué querés hablar.

–De nada. Solo quiero escucharte, saber cómo estás. Hablame de cualquier cosa, del
trabajo por ejemplo.

Roy enmudeció. Las imágenes que él mismo se había hecho del accidente y de la
muerte de Marian y Nolan se le vinieron encima como un vendaval de polvo ante el que
solo atinaba a cerrar los ojos. Apuró el fin de la conversación diciendo que tenía cosas
que hacer. Unos minutos después sonó el teléfono de nuevo. Dudó en levantar el tubo
pero finalmente lo hizo. Marian le rogó que no le cortara de nuevo. Decía estar
desesperada en seguir hablando, saber que Roy estaba allí en alguna parte del mundo
escuchándola. Entonces solo atinó a calmarla y con ello él mismo fue encontrando el
modo de armar un escenario en el que la paranoia acerca de si estaba hablando con
alguien o solo respondiendo a lo que una vieja grabación reproducía, se anulaba para
dar lugar al mero goce de hablar y sentirse escuchado.

Desde entonces, todos los días, puntualmente, a las nueve de la noche, Roy y su
mujer conversaron largo y tendido. El clima relajado los llevaba a lugares que a Roy le
parecían raros. Resultaba difícil determinar quién de los dos llevaba el ritmo e imponía
la cadencia de la relación. Se trataba de preguntarle al otro qué había hecho ese día y
comenzaba el regodeo: “solo pienso que se me hagan las nueve para volver a
escucharte”, “no pude dejar de pensar en lo que me decías anoche”, “me pregunto
cómo será cuando llegue el momento de encontrarnos”. El tono juguetón mezclaba
risitas y frases a medio decir que funcionaban como códigos para interpretar frases
enunciadas en conversaciones pasadas o situaciones que debían haber vivido juntos.
Visto desde afuera esas frases sueltas bien podían ayudar a entender la charla como la
de dos personas que habiéndose separado volvían a encontrarse reconstruyendo una
ilusión. Yendo lentamente uno hacia el otro, sabiendo de las heridas del pasado,
disfrutaban de encontrarse en la distancia sin dar el paso del reencuentro, esperando en
todo caso que sea el otro el que lo hiciera. A esa altura, a Roy no le preocupaba en nada
la cuestión de si se trataba de un artificio de una empresa. Le habían devuelto a Marian
y con ello una dirección mental, un horizonte que repetía un pasado que nunca había
querido perder. La verdad acerca de qué o quién estaba del otro lado de la línea o el
chat se perdió en los recovecos del olvido y la indiferencia; solo se trataba de aprender a
jugar en el abismo para que el abismo también sea un suelo por donde andar.

Así pasó el tiempo de Roy encerrado en su departamento, olvidado ya de la


filmación, del parecido sorprendente entre Marian y Laura y de lo que había ocurrido
aquella noche en la casa de Boris. Solo se destinó a esperar el llamado de su mujer. Así
hasta el día en que se acabaron todos los juegos. Cebado por aquellas conversaciones
buscó otros modos de recuperar a sus muertos. Arrepentido de haber quemado todas
las cosas que había podido –de Nolan la cama, la silla de ruedas, sus juguetes, la ropa;
de Marian los zapatos, los vestidos, las cartas, las fotos–; buscó algún recuerdo sin
mayor orden ni sentido en todos los recovecos de la casa.

En el escritorio de Marian se topó con un cajón cerrado bajo llave. Con un fierro
forzó la cerradura y logró abrirlo. Allí encontró una caja con algunas cartas y algunas
fotos que se habían salvado del fuego. Dedicó el resto del día a ordenar las fotos de
modo cronológico, desde los primeros encuentros hasta una que había sido tomada dos
semanas antes de haber muerto. Luego pasó a las cartas. Las leyó como un ciego al que
le devolvieran la vista. Entre ellas apareció un sobre de papel madera. En el interior una
foto: Marian desnuda, su cuerpo refregándose contra el cuerpo desnudo de Boris
Spakov.
Buscó un poco más. Encontró otras fotos, Marian y Boris en un restaurant, Marian y
Boris en un balcón con la ciudad a sus espaldas, las imágenes de Marian y Boris en un
espejo, ella en cuatro patas sobre la cama, él penetrándola por detrás mientras sacaba la
foto con un celular.

Y en todas, Marian aparecía con una peluca rubia platinada y con un lunar negro y
profundo en el pómulo derecho. Las facciones límpidas de su cara hablaban de una
juventud que les había sido arrebatada. Debieron haber sido tomadas unos diez años
atrás, cuando todavía estaban esperando a Nolan o incluso con Nolan ya nacido.

La conexión entre aquellas fotos y la filmación de la fiesta en la casa de Boris se hizo


rápido. Prendió la computadora. Detuvo la imagen de la grabación en el cuadro que
mejor mostraba a Laura, la esposa de Boris. Si ante la semejanza entre Laura y Marian
retrocedía entendiendo que era él el que estaba perdiendo el mundo, ahora comparando
las fotos y la imagen de la filmación, llegaba a la certeza: no solo se trataba de
semejanzas entre una y otra sino que eran la misma e idéntica persona.

Supo entonces de la humillación. La paranoia más que acecharlo se había vuelto


motor mismo de sus maquinaciones mentales: estaba seguro que habían fingido la
muerte de Marian y Nolan y luego habían armado aquella fiesta con el único fin de
hacerlo caer en una trampa de la que todavía no sabía de qué se trataba.

Pensó en Boris y cómo este, desde el comienzo, había ordenado su vida para tenerlo
cerca como un perro de compañía. Lo había llevado a trabajar en la Compañía, lo había
hecho formar parte de la Gerencia solo para vigilarlo mientras se quedaba con su mujer
sin más costo que el de dejarle todos los chupetines y ahora encima se daban el lujo de
jugar con él haciéndole escuchar la voz de su mujer en el teléfono, haciéndole ver su
imagen en el chat. Si ya se habían apropiado de todo lo que Marian había dejado con su
desaparición, transformándola en la reina platinada de su palacio, ¿qué necesidad
entonces de armar semejante farsa de la humillación? ¿Por qué llamarlo haciéndolo
escuchar la voz de Marian, obligándolo otra vez a enfrentar su rostro como si estuviera
viva dando vueltas en alguna galaxia lejana?

Debía serenarse. La venganza frente a un tipo como Boris necesitaba de tiempo y


paciencia. Él era el Director de la sede argentina de la Compañía con contactos en el
Directorio Central –Roy uno más de sus juguetitos. Decidió esperar, dejar que el tiempo
pasara hasta estar seguro de lo que debía hacer. Pero la espera no le resultaba fácil y el
teléfono no dejaba de sonar no solo puntual a las nueve de la noche sino también a
cualquier hora. La humillación abría la grieta que cada vez más separaba su cerebro del
mundo que lo rodeaba hasta armar en derredor su Gran Cañón del Colorado. El
teléfono seguía sonando y lo empujaba a saltar. Ya harto del juego de Boris, pensó en
salir del departamento, regresar a la Clínica para enfrentarlo, pero aquello que pensó se
deshizo rápidamente cuando pretendiendo abrir la puerta del departamento, buscó la
llave y no la encontró donde debía estar –hacía tantos días que ni siquiera bajaba a la
calle para tomar al menos un poco de aire, que bien podía haberla dejado en cualquier
lugar. Entonces sonó el teléfono una vez más y Roy encontró su límite mental. Se
encaminó hacia el aparato, levantó el tubo y la voz de Marian se hizo escuchar con la
serenidad del que ve el mar en una playa vacía a la hora en que los vientos se marchan.

–Estuviste viendo lo que no debías. No tenías que haber visto esas fotos –se adelantó
la voz de Marian.

–¿Me estás vigilando? ¿Pusiste cámaras, me estás grabando? ¿cómo sabés que estuve
viendo las fotos? –dijo y rápidamente comprendió que sus palabras no se dirigían a
Marian sino a Boris Spakov.

–Sabé que esta es la última vez que me vas a escuchar… No digas nada. Me cuesta
hablarte, no sé si estás ahí, si existís de verdad o no sos más que una grabación del
pasado. No importa. No me digas nada. Esto me hace mal, ¿sabés? No lo puedo
sostener. No sé dónde estás, de dónde es que me llamás.

–Yo no te llamo, sos vos la que me llama –dijo Roy sin saber a esa altura si estaba
hablando con Marian o con quién.

–Desde el accidente no tenemos más vida, Roy. Nolan no responde, no habla, no


quiere la silla, no sale de su cama. Yo no puedo mantenerme parada sino es con un
arsenal de pastillas. La otra vez me preguntaste por el accidente: ¿de verdad no sabés lo
que pasó?, ¿no recordás nada? Estás muerto, Roy. Estás muerto y no sé qué hago yo
hablando con mi esposo muerto. Tengo que salir de todo esto, por favor no me llames
más, te lo ruego, no me llames más, y si suena tu teléfono, por favor, Roy, no atiendas,
no me respondas, desaparecé de mi vida.

Cuando del otro lado cortaron la comunicación, Roy se representó el tono constante
de la línea como una recta en la pantalla de un monitor cardíaco. Luego vino el
anonadamiento. No sabía qué pensar. Miró a su alrededor y sintió el peso muerto de las
cosas, escuchó vibrar el silencio glacial de su propio encierro, la indiferencia con la que
el mundo había respondido a su soledad. Miró por la ventana del departamento. Desde
allí arriba podía ver la plaza de enfrente, la estación de trenes en la esquina y le pareció
que todo lo que veía ya había muerto. Los hombres, los autos, los trenes se movían
como si en verdad estuviesen repitiendo un movimiento ya acabado, como si el
conjunto existiera en la repetición infinita de una memoria que solo funcionara
volviendo siempre sobre sí misma, sobre cada acto y escena para imponerles repetirse
una y otra vez. Era la contemplación de un museo de los actos ya desaparecidos, el
teatro donde se representaba un mundo ya muerto, como si todo lo que entonces
existiera no fuere más que aquello que en otro lugar alguien recordaba.

Pensó en el llamado de Marian y en la derivación fácil de que lo que lo rodeaba ya


no existía sino como el pasado reconstruido en alguna parte del futuro. El truco había
sido efectivo: “estás muerto y no sé qué hago yo hablando con mi esposo muerto”,
había dicho Marian. “No, no pueden ganarme, no puedo permitírmelo a mí mismo”, se
dijo Roy en voz en alta, pretendiendo que aquello no fuera más que la trampa que Boris
le había montado y en la que él se había dejado caer.

Repasó mentalmente la secuencia de los llamados desde el primero hasta ese último.
Se sintió absurdo, supo que se había dejado llevar por la expectativa del milagro y que
eso mismo lo había dejado desnudo ante la miseria de lo real. Tomó de nuevo el
teléfono y llamó al número desde el cual Marian –o quien se hiciera pasar por Marian–
lo había estado llamando. Enseguida se dio cuenta de que si sabía el número de Marian
era porque había sido él el que la había estado llamando, tal como lo ella se lo había
dicho. Lo atendió la voz metálica de una grabación que le informaba que aquel el
número no era el de ningún cliente en servicio.

Lo intentó una y otra vez y siempre la misma respuesta. Se dio vuelta mirando hacia
la cocina. Allí encontró la silla de ruedas vacía. Recordaba perfectamente haberla
cargado y arrojado junto a la cama y el ropero en un descampado donde los había
quemado. Sabiendo siempre que a la muerte se ingresa lentamente casi sin uno darse
cuenta, como si en verdad fueran las cosas en derredor las que fueron muriendo hasta
cercar, rodear, acechar y convencerlo de que en verdad ya estaba muerto desde hacía
vaya uno a saber cuánto tiempo, Roy tomó coraje y se encaminó hacia el cuarto de
Nolan pensando que lo único que allí podía permanecer vivo no era de este mundo. Le
sorprendió encontrarse con la cama y los muebles que él mismo había sacado de la casa,
incluso con los juguetes y la ropa que estaba seguro haber incendiado. Caminó hacia el
dormitorio, abrió el guardarropa. Encontró allí la ropa, los zapatos, las carteras y todo lo
que alguna vez había sido de Marian y él había quemado solo unos días después de su
muerte.

Volvió a la cocina, vio sobre una de las sillas que rodeaban la mesa el sobre cerrado
de una carta y supo con solo verlo que las cosas no marchaban bien o marchaban lo
suficientemente bien como para que todo se estropee. No recordaba haberlo visto antes,
no recordaba haberlo recibido y nadie habría podido entrar al departamento para
dejarlo. Quizás estaba cebado por los retorcijones mentales que las llamadas de Marian
habían creado, pero no podía controlar la ansiedad cruel de dejarse humillar jugando el
juego de otro. Abrió el sobre y encontró lo que de algún modo esperaba encontrar. La
letra chiquitita, desgarbada e insegura, lo obligó a leer lentamente, volviendo una y otra
vez sobre cada palabra.

“Hoy es mi cumpleaños. Si estuvieras acá conmigo, me gustaría que me regales un


tren, uno que tenga vagones de carga, sin pasajeros, no, ningún pasajero, aunque
también podría ser de pasajeros y de carga, las dos cosas juntas estaría bien. Antes,
cuando te extrañaba, mamá me llevaba a la estación y me decía que algún día iba a
venir un tren del que vos bajarías. Pero los días pasaron y hubo un montón de trenes
que llegaron y se fueron, y en ninguno estabas vos. Por eso mamá no me llevó nunca
más a la estación. Me dice que ya no lo necesita porque puede hablar por teléfono con
vos. Yo le pido hablar pero no me deja. Me dice que no puedo, que el teléfono es para
personas grandes, y por más que le ruegue no me deja ni estar cerca cuando te llama. Lo
que sí me deja es escribirte cartas. Me gusta escribirte, pero no es lo mismo, a mí lo que
me gustaría es hablar por teléfono como lo hace ella. Aunque ahora parece que se enojó
y ya no quiere hablarte más. A veces el teléfono suena y suena y suena y ella no quiere
atender. Tampoco me deja a mí, pero igual me acerco, lo dejo sonar y cuando ella cree
que ya cortaron, levanto el tubo para ver si sos vos. Nunca tengo suerte. Escucho que
dicen “hola, hola, hola” y después cortan. Yo no puedo contestar porque si no mamá me
va a escuchar y se va a dar cuenta. Pero de todos los “hola” que escucho me parece que
ninguna voz es la tuya. Igual tengo miedo de que seas vos y que yo no me dé cuenta.
Eso es feo. No me deja dormir. Tampoco me gusta vivir en un departamento. No hay
nada para hacer, ni balcón tiene, y la única ventana está en la cocina y da contra la
pared del edificio de al lado, por lo que solo puedo ver un pedacito de la estación que
está en la esquina. Igual pienso que si vos estuvieras acá, no me importaría vivir en este
departamento. Lo que no me gusta es que te hayas muerto. Y que nunca hayas bajado
de ningún tren. Bueno, eso es todo. Hoy cuando me canten el feliz cumpleaños y tenga
que pedir tres deseos voy a pedir uno solo: que tomes un tren que te traiga conmigo.”

Roy terminó lagrimeando un poco pero como alejado de eso mismo que estaba
haciendo, o quizás como el que ve una película armada específicamente para dar el
golpe bajo en el momento adecuado, sabiendo que el golpe llegará, preparado desde
que comienza la película para recibir el golpe y soportarlo desde la ironía inteligente,
desde la distancia cínica, el entrenamiento crítico y un largo etcétera, y sin embargo
cuando llega el golpe se emociona estúpidamente con el golpe, llora como un idiota
frente al golpe, se estremece hasta los huesos y comprende la dimensión física y a la vez
simulada de ese llanto que no vale nada, nada de nada, pero que sin embargo ocurre;
así lloraba Roy y pensaba a la vez en la efectividad de la trampa, preguntándose cuál
era el procedimiento, quién operaba detrás de aquellas apariciones –los llamados, la
carta.

Intentó serenarse y con ello desmenuzar, racionalizar, todas las cuestiones que la
carta de Nolan ponía en juego y daba por sentado. Primero que Roy estaba muerto y
que ya no iba a volver. Segundo, el lugar que Nolan describía era sin dudas el
departamento en el que Roy vivía. Miró alrededor y pensó si ellos verdaderamente no
estaban allí yendo y viniendo de un lado al otro, acaso sentados con él en la misma
mesa de la cocina mirando por la ventana la pared del edificio de al lado y los sintió
como dos intrusos que merodeando en su vida se habían propuesto adueñarse de todo
sin nunca dejarse ver.

Fue hacia el baño y corrió la cortina de la ducha, pasó por el comedor, pasó de
nuevo por los cuartos de Nolan y de Marian, volvió a la cocina: “¿qué estaba
buscando?”, se preguntó a sí mismo sin esperar que existiera más respuesta que la de su
propio absurdo.

En medio de aquella búsqueda se dio cuenta que quizás se trataba de dar vuelta el
razonamiento que hasta el momento lo había guiado: el intruso era él; Marian y Nolan
vivían en el departamento su único y certero presente; era él, en cambio, el que
merodeaba alrededor de sus existencias en un pliegue oculto del tiempo.

De fondo, ¿qué otra vida tenía desde sus muertes sino la de un fantasma que vagaba
por ahí repitiendo siempre el mismo recorrido desde la cocina al comedor, desde el sofá
hasta la cama del cuarto de invitados para echarse a dormir, formando días tras día un
círculo que le imponía la idea de que todo lo que hacía ya lo había hecho y que su
presente no era más que el simulacro de algo que ya había dejado de existir?

“Ideas, ideas, ideas –se dijo a sí mismo– que solo existen para hacerme daño”: ruido
mental que derivaba en el espacio mortuorio en el que Roy declinaba en el mantra “he
dejado de existir”.

4.

Esa noche durmió como pudo. Al despertar quiso volver a mirar la filmación de la fiesta
de Boris, confirmar que la mujer que Boris le había presentado como su esposa era
Marian y corroborar que aquella noche le habían hecho una cirugía en el cráneo.
La grabación había sido borrada de la computadora. Intentó descargar otra vez la
memoria del microchip de la cámara con la que había filmado. La memoria de la
cámara estaba vacía.

Buscó en derredor huellas de alguien que por la noche hubiera entrado en el lugar
para hacer aquello, entonces se dio cuenta que la carta de Nolan ya no estaba. La había
dejado arriba de la mesa de la cocina, pero no estaba ahí ni en ninguna otra parte de la
casa.

Aquello podía mostrarse como el punto de quiebre y saturación del que ya no


podría volver, sin embargo, fue entonces que buscando la carta de Nolan encontró la
llave de la casa donde menos lo esperaba: oculta entre manzanas podridas, en una bolsa
metida dentro de la heladera.

Una vibración eléctrica nacida en el centro del pecho, ramificándose hasta alcanzar
las terminales nerviosas de sus pies, le devolvió cierto espesor físico y con ello un suelo
desde donde volver a tener un mundo. Se decidió de inmediato a salir de allí, volver a
la Clínica y enfrentar a Boris Spakov. Sin la grabación de lo que había ocurrido la noche
en que le habían realizado la cirugía en el cráneo, solo le quedaba obligarlo a confesar
qué había sucedido con Marian.

Mientras hacía girar la llave en la cerradura de la puerta, pensó si en verdad no le


habían devuelto la llave para hacer eso mismo que estaba haciendo. No sabía por qué ni
para qué pero acaso estaban ordenando sus pasos como lo venían haciendo desde el
primer momento. Incluso, escapar de aquel encierro era parte de la trampa.

No le importó, terminó de hacer girar la llave y salió del departamento. Tomó un


taxi hacia el centro de la ciudad y un rato más tarde se encontraba en la plaza central.
Delante suyo se levantaba la torre espejada del banco financiero, el hipermercado y el
Mall que la Compañía había inaugurado hacía un año atrás en el lugar donde antes se
encontraba la Casa de Gobierno. Recordaba perfectamente la demolición de aquel
edificio pero ahora era como si nunca hubiera existido. Unas cuadras más adelante,
entró a la sede de la Compañía. Desde la muerte de Marian y Nolan no había vuelto al
lugar. En el hall de la entrada nadie lo reconoció, él tampoco reconoció a nadie, en todo
caso, tampoco parecían trabajar allí. Le pareció extraño el estado de abandono –una
manta de mugre cubriéndolo todo, sillas tiradas y papeles desparramados por el piso.
El ascensor no funcionaba. Subió por las escaleras hasta el quinto piso. Fue
directamente a su oficina para encontrarse con el mismo paisaje ruinoso.
Se paró delante de los ventanales que cubrían casi toda la pared. Desde allí tenía una
visión panorámica de la ciudad. Pasó unos diez minutos contemplando los edificios
hasta reducir la ciudad a una foto de esa misma ciudad. Todo le parecía muerto,
estático, como si en verdad la vida y el movimiento no respondieran sino a un pasado
remoto que valía más como narración que como imagen mental. El efecto era agradable:
pensaba en los pasos dados desde que había salido del departamento y sintió que nunca
habían ocurrido. Pensó en la muerte de Nolan y en su vida con Marian, supo que se
habían reducido a folletos de ciudades que nunca había visitado, entradas para una
fiesta a la que no pudo ir, souvenires de países imaginarios que entre papeles, papelitos,
boletos, recibos, estaban destinados al fondo del último cajón de un escritorio que ya
nunca se abrirá. Sin embargo, aquella sensación era una conquista: el fin que se había
impuesto de olvidar lo que había pasado para rehacerse una y otra vez y todas las veces
que hicieran falta estaba empezando a funcionar.

Al rato, subió de nuevo las escaleras pensando siempre en el ya improbable


encuentro con Boris –en todo caso, algún otro que pudiera darle algunas respuestas.
Transitando aquellos pasillos terminó de aceptar que del lugar donde él tanto tiempo
había trabajado no habían quedado más que las ruinas de lo que había sido: montañas
de papeles amontonados en cualquier parte, oficinas vacías, cajones olvidados en el
piso, carpetas y más carpetas apiñadas sobre los escritorios y en los rincones. Al llegar
al último piso, se encaminó hacia la sala de reuniones de la gerencia. Se habían llevado
hasta las sillas. Ni la enorme mesa de algarrobo, los sillones, los cuadros, ni los
maceteros ni las palmeras, habían dejado.

Allí encontró a Dafoe. Recordó de inmediato su imagen en la grabación de la fiesta


organizada en la casa de Boris cuando Roy terminó drogado o anestesiado en manos de
Teiler y su bisturí. Ahora Dafoe estaba sentado en el piso debajo de un ventanal
revisando los papeles que se repartían y acumulaban unos sobre otros por todo el salón.
Cuando vio a Roy, se levantó como si lo hubieran sorprendido robando huevos en un
gallinero.

–¿Te acordas de mí? –preguntó Roy.

–Si pensas en volver, te digo que acá no hay mucho para hacer.

–Estoy buscando a Boris Spakov.

–No lo vas a encontrar. Se fue, desapareció.

–No juegues conmigo, ya perdí demasiado, decime dónde puedo ubicar a Boris.
–Mirá Roy, si algo te hizo Boris, sabé que yo también lo estoy buscando. Dediqué
años enteros a esta empresa y me cagó la vida. No sé lo que Boris te hizo pero a mí me
cagó plata, mucha plata. No estoy hablando de un vuelto, no te podés imaginar todos
los numeritos de los que te estoy hablando. Y el que se la llevó toda fue Boris, vació la
empresa, transfirió los fondos al exterior y desapareció. Nadie dio explicaciones de
nada. En la sede central de la Compañía ni siquiera nos atienden. Nos dejaron en la
calle.

–Nadie puede desaparecer así como así.

–Lo busqué en la casa, no hay nadie ahí. Ni la esposa ni el hijo, ni siquiera la


servidumbre. No quedó registro de nada.

–Si no querés decirme dónde está, entonces me vas a contar qué pasó aquella noche
en la fiesta de Boris.

–No sé de qué fiesta me hablás.

–No te hagas el tonto. Vos trabajas para Boris, estuviste aquella noche en su casa.

–Ya te dije, no sé de lo que me hablás.

–Cuando ya casi todos se habían ido, Boris nos invitó a subir al primer piso. Vos
subiste conmigo, tomamos unas copas, te vi con Laura tocándose delante del mismo
Boris. No podés decirme que no sabés de lo que hablo –dijo Roy atragantándose en el
momento en que pronunció el nombre de Laura mientras en su mente resplandecían las
luces de neón del cartel que llevaba el nombre de Marian.

–¿Y entonces qué?

–No sé qué pasó después. Quiero que me digás eso mismo. ¿Qué pasó en aquel
primer piso?

–No pasó nada, al menos no puedo decirte demasiado. Estuve ahí, tomé algunos
tragos pero me fui enseguida a otro lado.

–¿Y Laura?

–¿Laura?, ¿la esposa de Boris? Laura era así, no había problema con eso. Al mismo
Boris le gustaba ver a su mujer con otros tipos. ¿Te creés que fue la primera vez? Boris
organizaba fiestas solo para entregar a su mujer al que a él se le ocurría.
–¿Hace cuánto conocés a la tal Laura?

–No sé, Roy, desde hace algunos años, ocho, nueve años. No sé qué te pasa conmigo
pero no me gusta la gente que se cree policía.

–¿Conocés a un tipo de apellido Teiler?

–Sí, puede ser. Escuché hablar de él. Trabajaba para Boris. No sé qué negocio tenían
juntos.

–Necesito encontrarlo.

–No creo que lo quieras. Teiler debe ser uno de los tantos reventados que Boris
mantenía cerca.

–Una dirección, un teléfono, algún contacto con Teiler me podés conseguir.

–No es difícil. Tengo una lista de los contactos de Boris, pero te sugiero que no te
acerqués por esos lados.

Ese mismo día, Roy fue a la mansión de Boris. La seguridad del lugar no lo dejó
pasar. Solo le informaron que se había marchado y no tenían datos sobre su regreso.
Entonces decidió ir a buscar a Teiler. La dirección que le había dado Dafoe quedaba en
el Bajo Flores. Se trataba de un asentamiento. Se paseó un largo rato entre pasadizos que
no iban a ningún lado, con los zapatos hundidos en el barro, entre monolitos
construidos con la basura amontonada y restos de ceremonias macumberas en cada
rincón. La calle Llorente era un pasadizo entre ranchos de chapa temblando con el
viento. Aquello era una obra de arte colectiva hecha para arqueólogos del futuro.
Golpeó la puerta, lo atendió un hombre gordo y macizo que parecía repetir la panza en
el pecho y el pecho en la cabeza formando un cono de pelotas encajadas unas sobre
otras.

–Te estábamos esperando –dijo.

–Estoy buscando a Teiler –respondió Roy.

–Ya sabemos a quién estás buscando. El problema es haberlo encontrado. Estás acá
por las interferencias. Algo ha comenzado a fallar, ¿no es cierto? –dijo el otro para que
Roy comprendiera que había caído en la trampa de Dafoe. Seguramente había llamado
a aquel lugar para informarles que les enviaba un paquetito de regalo llamado Roy
Benavidez.
–Solo quiero saber quién es Teiler –atinó a decir.

–Despacio, vamos despacio. Primero tenés que saber el costo. El costo es no volver.

–¿No volver a qué?

–Simplemente no volver.

La capucha negra le apretaba la garganta. La venda en los ojos no lo dejaba


parpadear. Las manos amarradas por detrás de la cintura y la posición fetal en el baúl
de un falcón modelo pre-colombino le devolvieron las ganas trans-históricas de
chuparse el dedo gordo. Definitivamente no sabía en qué se había metido. Dos o tres
horas de viaje rodando de un lado al otro, golpeándose contra el baúl-sarcófago por
rutas precarias del país sin que nadie atendiera a sus ruegos de detenerse un ratito
mínimo para orinar un poco y de paso chuparse un rato el dedo gordo. Conclusión:
meado hasta los tobillos con una espuma blanca en el paladar de perro pavloviano,
llegaron a ninguna parte. El desierto de Ninguna Parte quedaba más o menos en
ninguna parte. Cuando lo bajaron del baúl, lo encontraron dormido por el sedante que
le habían dado. Lo cargaron como si de una bolsa de papas se tratara hacia el rancho-
tapera donde Teiler los esperaba junto a la puerta. Alrededor solo pastizales y algunas
vacas lejanas en el horizonte mugriento. Lo arrojaron sobre una camilla. Lo que Teiler
tardó en quitarle la capucha fue lo suficiente como para que el Falcon se alejara
haciéndose chiquito por el camino de tierra.

5.

“Digamos que todo empezó con un sueño recurrente: la escena congelada del cadáver
de mi mujer en el cajón fúnebre. Al despertar, la foto de su rostro duro persistía como si
en verdad la muerte de mi mujer hubiera ocurrido unas horas atrás. Con el tiempo ni
siquiera necesitaba soñar con ella para que las imágenes de su muerte se me hicieran
presentes. Fue entonces que el cuerpo estropeado en la morgue, su rostro en el cajón,
cobraron el valor de un recuerdo obsesivo. Desde ese momento, me relacioné con ella
como si en verdad no existiera, como si la mujer que vivía conmigo fuese un fantasma,
un engendro mental y fuese mi memoria el lugar de la certeza: ‘ella está muerta –me
decía a mí mismo–, yo vi su cuerpo destrozado en la morgue, vi su rostro duro en el
cajón’. Las imágenes insistieron hasta acorralarme. No me podían engañar. Entonces
entré en una paranoia cósmica: pensé que si mi mujer seguía viviendo conmigo era
porque las imágenes de su muerte no respondían al pasado sino a un futuro cercano. Ya
no salimos a la calle; al tiempo, terminé clausurando las puertas y las ventanas. Aquel
encierro me devolvía alguna serenidad, nadie podía entrar para hacernos nada. Salvo
que fuese yo el que la matara. La idea se me hizo carne. Algo en mí trabajaba para hacer
verdaderas las imágenes de mi memoria, como si fuese más importante la coherencia
narrativa de mi pasado que la muerte efectiva de mi mujer. Debía matarla para no
volverme loco, debía matarla para hacer verdadera mi memoria. Pero me defendí, y me
defendí de mí mismo como pude. Entonces me fui de la casa, escapando de ella, de su
muerte, de mí mismo matándola. Viví en la calle, dormí a la intemperie, me convertí en
un linyera. Una única meta me movía: olvidar a mi mujer para que ella no muriera.
Conocí gente, no puedo hablar demasiado, no puedo dar referencias. Escuché a alguien
hablar de las memorias artificiales. Cedí al implante. Pero entonces ocurrió lo que no
esperaba. El tipo que debía realizar la cirugía abrió mi cabeza y encontró que ya tenía
injertado el micro-procesador de una memoria artificial. Había caído en la trampa que
yo mismo me había tendido. Busqué información –¿en qué momento me había
realizado aquel implante?, pero sobre todo, ¿quién había sido mi mujer?, ¿qué había
sucedido con ella como para querer olvidarla? Solo tenía algunas señales de que alguna
vez había existido: una foto, su nombre en una tarjeta. Finalmente en la morgue
conseguí los datos. Mi mujer efectivamente había muerto el 16 de diciembre de 2027, es
decir unos diez años antes de todo esto que estoy contando. Entonces comprendí que
había sido su muerte la que me había llevado a injertarme la memoria artificial.
Entonces la tenía de nuevo conmigo, como si nada hubiese ocurrido. Sin embargo, me
pasaba verlo todo desde una distancia infinita, como si lo que sucedía con nuestras
vidas fuera de otro, un ajeno, un extraño. El problema es que nunca me encontraba con
ella, nunca estaba donde debía estar. Me acostaba a dormir solo, pero apenas me
despertaba tenía el recuerdo de habernos acostados juntos. Desayunaba solo, pero
apenas me levantaba de la mesa, apenas comenzaba a hacer otra cosa venía a mí el
recuerdo pleno y certero de haber desayunado con mi mujer hacía solo unos minutos
atrás. No necesitaba de su presencia física para conversar, para salir, para hacer el amor;
invariablemente, se me presentaba el recuerdo de haber estado conversando con ella un
rato antes, volviendo de una salida, terminando de hacer el amor. Entre tanto, mi
memoria real se empeñaba en traerme las imágenes de su muerte. Diez años viví así,
con el recuerdo certero del cadáver de mi mujer, mientras el dispositivo me la mostraba
como ya siempre estando a mi lado, pero nunca del todo, nunca efectivamente
conmigo”.

El lugar era un cuarto semi-oscuro que daba a sótano y escenario de película gore.
Un catre desvencijado se dejaba caer contra una de las paredes a la izquierda de la
puerta que Teiler había cerrado con llaves. Una máquina de coser en el piso, unas
hormigas haciendo trecking por los senderos que ellas mismas armaban entre los restos
de basura que no habían sido embocados en un tacho, una heladera que dada vuelta y
puesta de forma horizontal servía como mesa para un televisor de arriba de 50
pulgadas, unos discos antiguos con el centro de la circunferencia de color naranja y la
inscripción RCA por encima colgaban de las paredes mientras una pelota de tenis
dejaba relucir su color verde clarito posando sobre un trapo de piso manchado de
sangre, y nada de lo que en aquella cueva se amontonaba dejaba entrever la más
mínima conexión con el mundo. Sin embargo, Roy no tenía dudas de que aquel mismo
era el lugar que había visto en la filmación de la fiesta de Boris, luego de que le sacaran
la capucha negra que le habían puesto en la cabeza.

“La Compañía fue trabajando por fases. Al principio había sido usada para borrar el
horror del genocidio por la “Nueva Humanidad”. Fue el Estado el que se sirvió de ella
para dar los primeros pasos. Los soldados venían de un lugar al que nunca debieron
haber ido. Lo que habían hecho durante la guerra en la Zona de Abandono no tenía
nombre. Les habían dado vía libre para hacer lo que se les antojara y así lo hicieron. En
el fondo es lo que el Gobierno les había prescripto como estrategia. Nadie se hubiese
enterado de lo que pasó si no hubiese sido justamente por los soldados que volvieron.
Algunos hablaron y el horror se hizo público. El Estado hizo desaparecer a los que
pudo, pero todavía existían 4000 hombres más. Ejercitados entre otras cosas en los
fusilamientos masivos de la Gran Fosa o en el uso de ratas para meterlas en la vagina de
mujeres embarazadas, no tenían ningún temor de desaparecer. Ya habían desparecido
de sí mismos mucho antes. Los rumores acerca de lo que sucedía en la Zona de
Abandono habían empezado a correr en los pasillos de las redacciones, la oposición lo
repetía en voz baja y ya había algún que otro panfleto dando vueltas por las calles. Así
las cosas, el Gobierno y la Compañía entraron en contacto. La Compañía era la que
había desarrollado el modelo computacional de URANO, el mismo que había llevado a
aquella masacre en la Zona de Abandono. Pero aquello no importó. En el mundo de los
negocios la serpiente se muerde la cola, y si la Compañía había creado a URANO, el
negocio ahora era resolver qué hacer con los soldados que volvían de la Zona de
Abandono. El corte craneal era mínimo y la cicatriz desaparecía en cuestión de algunos
días. De pronto los soldados podían ver con toda claridad la película del pasado y en
esa película no había habido ninguna guerra, ningún genocidio. Al secreto generalizado
con el que durante meses esos hombres habían chapoteado en la mierda de la especie,
se le sumó el olvido del horror. Cuando llegaron los juicios impulsados por la
oposición, no había soldado que recordara nada. La memoria ficticia que la Compañía
les había implantado funcionaba perfectamente. El genocidio se les había transformado
en un paseo turístico, el infierno humano en el viaje de egresados de un grupo de boy-
scouts que llevaba donaciones para gente carenciada”.
La voz de Teiler sonaba rara. Roy recién tomaba algún contacto con su cerebro y
seguramente ese estado intermedio entre lo que es y lo que no es aportaba al ruido de
milanesas friéndose sobre el que la voz de Teiler se empeñaba en emerger. Sin embargo,
más allá del estado de cosas mentales del Sujeto-Roy, se trataba también de la misma
voz que tantas veces había escuchado en la filmación. Lo extraño era que esa vez la voz
real de Teiler traía el mismo ruido de fondo que cuando la había escuchado en la
computadora, como si de aquella boca no salieran palabras sino solo un colchón de
sonidos industriales sobre los que su voz se acostara a dormir, o bien como si en verdad
las palabras de Teiler trajeran consigo el murmullo mental del que habrían surgido,
arrastrando entonces cada palabra pronunciada todas las palabras pensadas pero no
dichas, todos los abortos del pensamiento que no dejan en el tacho de basura del cráneo
más que fetos descarnados dedicados a llorar lo que no se les ha permitido. En síntesis,
que Teiler no parecía hablar sino llorar pensamientos muertos.

“Se les había injertado una memoria que borraba los meses que duraron los
fusilamientos y la masacre pero con ello también reconfiguraba el pasado anterior. Algo
en ellos proyectaba una película coherente, armoniosa y siempre plácida de lo que
habían sido. El dispositivo permitía transformar las imágenes del pasado artificial a
partir de la percepción del presente. Se trataba siempre de la misma proyección pero los
rostros, las voces y los nombres iban cambiando según lo que cada individuo registraba
de su presente. No necesitaban entonces ningún esfuerzo para recordar nada, las
imágenes se les presentaban solas con una claridad total. La memoria ya no era una
cuestión de ellos, el micro-cerebro les traía el pasado sin que hicieran el más mínimo
trabajo. La segunda fase que se propuso la Compañía fue la universalización. No había
sido gratuito el contacto con el Gobierno. A cambio del trabajo hecho y su silencio, se le
concedió el permiso de comercialización. El aparato publicitario funcionó sobre la base
de un deseo ya dado: ¿quién no hubiese querido modificar algo de su pasado, tapar los
agujeros, ahogar los secretos? Más cuando se promocionaba como un producto familiar
y grupal. No se trataba solamente de modificar un pasado personal sino de armar una
melodía colectiva sobre el ruido blanco de las conciencias. Una memoria, una única y
misma memoria, un mismo guión para todos: una familia feliz. El dispositivo funcionó
sin problemas durante algunos meses, pero enseguida surgieron las contradicciones
entre el presente y el pasado. Solo bastaba que alguien que no actuaba en la película
apareciera en la vida presente para generar la duda y la implosión. El dispositivo fue
modificado. Ya todo estaba preparado para el avance final. Y el pase de manos fue
efectivo. Cuando el producto estuvo listo coparon el mercado. La televisión, la radio,
internet, colapsaron con su publicidad. El precio de la memoria artificial llegaba a
niveles insólitos, cualquiera podía comprarla al mismo valor que el de un kilo de pan.
Aquella era la universalización buscada, no hubo ninguna imposición, solo modos de
seducir a todos los que desde el principio ya sabían lo que querían: ser otro, narrarse a
sí mismos y verse en una película que omitiera lo que debía omitir. Con el precio
regalado la compañía iba a pérdida, pero aquello no era más que un momento para una
ganancia que en el horizonte se volvería infinita. El control se volvió absoluto. No
aparecía en la película implantada nada relativo al genocidio de la Zona de Abandono,
pero tampoco nada referido a ningún aparato de Estado –¿qué es una escuela?, ¿quién
tiene recuerdos de lo que es un hospital?, ¿un policía?, ¿una cárcel? El Estado se volvió
inútil. Las instituciones que durante siglos habían funcionado como una máquina de
producir una memoria colectiva se volvieron obsoletas. La Compañía había logrado un
modo más efectivo para imponer una memoria homogénea; y el Estado no pudo hacer
nada frente a la trampa, terminó aceptando su lugar secundario como brazo armado de
la Compañía y sus necesidades –la de la persecución de aquellos que se habían negado
al trasplante. ¿Pero cuál había sido la modificación en el dispositivo que les había
permitido un funcionamiento pleno? ¿Qué les permitió la universalización de una
misma memoria que no entrara en contradicción con el pasado real pero tampoco con el
presente de la percepción? El único modo fue haciendo que el presente fuese parte del
pasado. Eso es una memoria completa: no solo se trata de una película en la que se ha
grabado un pasado, sino también el futuro como algo que ya sucedió. El dispositivo
esconde las imágenes de lo que vendrá –el envejecimiento, las enfermedades, las
disputas familiares, los atardeceres compartidos, los viajes a ningún lado, el crecimiento
de los hijos, incluso la imagen de la propia muerte. El programa impide el acceso a esas
zonas de la película. No se pueden adelantar las imágenes voluntariamente. Aparecen
solas, de modo programado y cada cierto tiempo, y aparecen no como lo que va a
suceder sino como aquello que ya ocurrió. La estrategia no buscaba darles a los
hombres la posibilidad de anticipar el futuro sino algo más simple y efectivo: producir
la sensación de que aquello que está pasando ahora es algo que en verdad ya ha
sucedido antes. Si el futuro es parte de una memoria completa, entonces el presente es
el recuerdo de algo ya muerto. No trabajaron por sustracción, nunca se trató del olvido,
sino de lo contrario: de lo que se trató fue de imponer una memoria absoluta, tan
completa e inabarcable que genera el efecto de que todo –la biografía pero también la
historia– ya terminó, ya pasó, lo que podamos vivir solo es parte de una memoria que
nos excede. Eso que llamamos vida es parte de un museo, un teatro que se monta en
nuestros cerebros. Entonces solo queda la pura contemplación o la repetición maquínica
de lo que ya sucedió antes. ¿Conocés el mundo-tumba de los muertos vivos? Una
memoria completa y un mundo-tumba infinito solo funcionan en espejo. Cada hombre
como un dios agonizante y psicótico que no necesita nada más allá de su propio
cerebro: para todos los hombres una misma memoria, una misma estructura para la
narración de su pasado y de su futuro, los mismos acontecimientos, las mismas
vivencias, todo ya muerto, todo ya habiendo ocurrido antes, salvo su repetición
infinita”.

–No sé por qué me hablás de todo esto. Solo decime para qué me trajeron acá.

–¿Qué queda después de la cirugía? No puedo asegurarlo –dijo el otro sin que Roy
se lo hubiera preguntado, haciendo como si en verdad no lo hubiera escuchado–. Varía
según la persona. He visto de todo y en el fondo cada extirpación siempre es una
apuesta. Si tuviera que definirlo diría que se trata de un micro-cerebro en el cerebro, un
dispositivo informático-computacional que proyecta una serie de imágenes cerebrales.
No mide más que la mitad de la uña de mi dedo meñique pero abarca un mundo
completo. Lo veo ahora desde fuera y me asombra que mi vida entera tuviera lugar ahí
dentro. ¿Cuántos mundos caben en el punto más diminuto del mundo?

Hizo una pausa. Le mostró lo que pretendía extirpar de su cabeza. Era un


pequeñísimo microchip del tamaño de un grano de arroz. Enseguida lo metió en un
rectángulo de plástico que parecía funcionar como adaptador y enchufó el rectángulo
en una computadora.

Lo que entonces vio Roy tenía la fuerza de la electricidad. Las imágenes que el otro
le mostraba en aquella pantalla eran las imágenes de lo que él mismo alguna vez había
vivido y podía recordar perfectamente: se trataba de una playa brasilera donde habían
ido con Marian y con Nolan cuando no tenía más de dos o tres años. El mar insistente,
el short rojo de Nolan, Marian y su bikini azul marino construyendo para él un castillo
de arena, mientras Roy tomaba caipiriña en un vaso de plástico: era como si tuviera
frente a sus ojos la proyección de su propio recuerdo.

–¿Reconocés el lugar, no?

–Sí, claro, es una playa en Bahía.

–Y vos ya estuviste ahí, exactamente en ese lugar, tomando el mismo trago mirando
a tu mujer haciendo castillitos para tu hijo. Te puedo mostrar algunas cosas más –dijo y
atrasó un poco la película.

Entonces vio el aeropuerto brasilero, escuchó la música que pasaban en la radio del
taxista que los había acercado al hotel, vio el anillo de oro reluciendo en la mano
negrísima del conserje cuando les había señalado el ascensor que debía llevarlos al
tercer piso y a la habitación 314, las maletas excesivas de su mujer, el auto amarillo que
desde la ventana de la habitación podía observar estacionado enfrente del hotel, el
cenicero hexagonal pegado a la mesa de luz, los rombos rojos y negros del acolchado, el
número 24 titilando en el frente del aire acondicionado, una botella de champagne que
los esperaba sobre una mesa ratona.

–¿Recordás estas imágenes?

–Sí, claro, yo estuve ahí con Marian y Nolan.

–Sin embargo, lo que ahora estás viendo son mis recuerdos proyectados. Eso es lo
que yo mismo veía antes de la extirpación en la superficie de mis ojos sin necesidad de
ninguna pantalla. Te voy a mostrar algo más. Detengámonos en la mujer. Ahí la tenés.
¿La conocés bien, verdad? No necesito que me lo digas. Se trata de Marian, sin
embargo, la mujer que estás viendo en la película era mi mujer. Los mismos detalles del
rostro, la tonalidad de los ojos, exactamente la misma mujer.

–¿Cómo conseguiste eso?

–Ya te dije, lo que estás viendo es mi memoria completa, mi memoria extirpada. No


solo se trata de nosotros dos, ahí afuera hay también un millón de personas que tienen
el mismo recuerdo. Es un dispositivo genérico. Una misma película para todos, una
misma memoria para uno y cada uno de los hombres. Todos vemos la misma mujer. A
veces se hace llamar Nadia, otras veces Juliana. Puede llamarse Marian o Laura, Gea o
Winnie, da igual, todos recordamos a una única y misma mujer como la mujer con la
que compartimos la vida. Tuve que ser parte de todo esto, aprender cómo se hace la
extirpación, tomar contacto con todos los desesperados que ya no soportaban ese
engendro artificial que les habían implantado, tuve que aprender a escucharlos,
seguirlos en su distorsión del mundo para darme cuenta que los recuerdos eran siempre
definitivamente iguales. Hay otras memorias genéricas, con las imágenes de otras
mujeres, otros paisajes, otras narraciones, pero siempre guardan una misma estructura
de relato.

–No lo puedo entender, ¿cómo podés mostrarme lo mismo que recuerdo?

–Hagamos un juego básico y muy tonto. Voy a decir algunas palabras y vos intentá
identificar las imágenes que aparecen en tu memoria: árboles - avestruz - perfume -
barco en la tormenta - trueno - manzana roja - luces de una ciudad - el nombre de tu
madre - zapatillas rotas - un perro muerto - una cuchilla sucia - el nombre de un amigo
de la infancia - el mar - gotitas de lluvia sobre el pasto - un tren - el nombre de su mujer
- una rata ahogada. Ahora voy a decir lo mismo pero más rápido: árboles - avestruz -
carne podrida - barco en la tormenta - explosión - manzana verde - luces de una esquina
- nombre de su padre - zapatillas rojas - un perro muerto - una cuchilla limpia - el
nombre de un amigo de su padre - el mar - gotitas de lluvia sobre el asfalto - un tren - el
nombre de su mujer - una rata ahogada. Y ahora más rápido todavía: árboles - ñandú -
olor de perro mojado - auto bajo la tormenta - estruendo - manzana podrida - luces de
un camión - segundo nombre de su madre - zapatillas rotas - un perro muerto - una
cuchilla rota - el nombre de un lugar lejano - el mar - gotitas de lluvia contra la ventana
- un tren - el nombre de su mujer - una rata ahogada. ¿Cuál es el nombre de tu mujer?
Decime, ¿cuál es el nombre de tu mujer?

–…No sé.

– ¿Se llama Nadia, se llama Juliana, o se trata de Gea?

–No sé, no puedo.

–A todos les pasa. Nadie lo recuerda. Podemos saber exactamente qué hicimos con
ella, qué ganamos, qué perdimos, en uno y cada uno de los instantes de nuestro pasado
pero no sabemos cómo se llama. Si ahora yo te preguntara ¿cómo se llama tu hijo?, vas a
responderme sin problemas. El dispositivo se acomoda al estímulo externo y responde a
lo que le demandan. Yo te pregunto por tu hijo y el dispositivo reacciona trayendo
imágenes de tu hijo y con ello su nombre. La rapidez con la que funciona genera el
efecto de creer que sos vos el que lo recuerda. Pero hay un microsegundo de diferencia
entre tu voluntad y el dispositivo que desnuda la farsa. Lo que hicimos recién fue
saturar la capacidad del dispositivo. Vos podías recordar imágenes de la película pero
cuando repetimos las palabras y las modificamos y cada vez más rápido obligábamos al
programa a presentar imágenes, el dispositivo funcionó más lento, confundió imágenes
y de pronto colapsó –entonces ni siquiera fuiste capaz de decirme cómo se llama tu
mujer. En ese microsegundo que tarda el dispositivo en procesar el estímulo externo y
vincularlo con una imagen de la película se juega todo y se hace visible el artificio. No
es tu voluntad la que recuerda, es el dispositivo el que te trae el recuerdo.

–¿Cómo se llama entonces?

–Marian.

–Sí, claro, se llama Marian.

–Ahora te sentís mejor, el dispositivo volvió a acomodarse al estímulo externo.

–Pero todavía no entiendo por qué recién no me podía acordar.


–Si los recuerdos no son nuestros sino de la memoria artificial, cuando esta falla ya
no hay modo de recordar por nosotros mismos. No tenemos memoria de la memoria.
Más allá de la película, no hay nada, no hay película de la película. Nuestro cerebro es
como una sala de cine vacía. En la pantalla, la película continúa sin nunca terminar,
pero no hay nadie viéndola. Cuando extirpan el dispositivo te das cuenta que tu vida es
la que tenés ahí en la pantalla. Dentro tuyo no quedó nada, es la sala de un cine
abandonado; solo queda la mugre que dejaron. No es difícil caer en la tentación y
dejarse morir lentamente durante otra vida contemplando aquello que fuimos. Hubiese
podido pasarme el resto de mi vida viendo el transcurrir de todo mi pasado.

–Si se trata de una película ¿por qué no veo mi pasado de forma lineal?

–El dispositivo fragmenta las imágenes y con los fragmentos va armando


constelaciones de recuerdos en tiempos mezclados y superpuestos. Pero existen
distintos modos de acceso. Ahora estamos pasando la película linealmente pero
también podemos acceder entrando a constelaciones separadas. Cada constelación es un
fragmento pero que en sí mismo es un conjunto de imágenes en el que está contenida la
totalidad de la película. En cualquier fragmento están todas las imágenes de la película
pero mezcladas según la perspectiva del fragmento. No se contempla entonces un
bloque temporal, sino simultáneamente la totalidad de la película. Lo llaman el acceso
místico. Quizás se trate de un mal funcionamiento del dispositivo que de pronto mezcla
la totalidad y la sintetiza en un mismo punto del cual ya no hay retorno. Toda la
historia de un hombre en un único punto de su memoria: quizás se trate de una trampa
de la Compañía, una estrategia controlada. Son cortes que se dan entre una imagen y la
otra, son agujeros en la proyección pero también umbrales de revelación. Nadie –dicen–
que haya tenido posibilidad de caer en estos agujeros en el que el punto de pronto
abarca la totalidad, podría volver. Es un proceso catatónico de pérdida, una maquinaria
que produce esquizos babeantes que han dado la vuelta al universo sin quitar la mirada
de un punto fijo de la pared.

Hizo una pausa, adelantó la película. Le mostró entonces las imágenes de la fiesta de
inauguración de la casa de Boris Spakov. Se trataba de la misma escena que Roy había
vivido y filmado. En el primer cuadro aparecía Laura esperándolos en las escaleras de
la entrada. Tenía puesto el mismo vestido de aquella noche, se había teñido de rubio
platinado y un lunar negro aparecía en su pómulo derecho.

–No perdamos tiempo. Sé por qué viniste hasta acá. Quiero que te concentrés en
esto. ¿La conocés?

–Es Marian.
–Una falsa Marian. Ya sabés de lo que te hablo. Se trata de Laura, la mujer de Boris
Spakov, idéntica, casi indiferenciable de la que había sido nuestra mujer.

–Entonces conocés a Boris Spakov.

–Lo conozco del mismo modo que lo conocés vos. Ya te dije, vi la película de mi
memoria mil veces. Todo lo que vos puedas recordar de Boris y de la Compañía en la
que crees trabajar está ahí en el dispositivo. Son los mismos recuerdos, y lo que vos
tenés ahora en tu cabeza es lo mismo que yo tuve en la mía. Boris, Laura, es decir, la
falsa Marian, son un modo de reaseguro. Una segunda memoria escondida bajo la
primera.

–¿Para qué, qué necesidad de una segunda memoria?

–La Compañía se adelantó a posibles errores. Si los recuerdos falsos comienzan a


fallar, el dispositivo no te va a permitir llegar a lo que realmente sos. Antes de ello, te
presenta una segunda película también falsa. La mujer rubia platinada y con el lunar
negro en el pómulo es un simulacro del simulacro, un laberinto dentro de otro
laberinto, solo está allí para que te pierdas en el camino, una invitación a la paranoia, a
la búsqueda interminable de una verdad que no existe.

–No entiendo qué necesidad tenés de explicarme todo esto. Todavía no sé por qué
quieren que pase de nuevo por lo mismo. Ya estuve acá, y no se trata de recuerdos, vi
una y mil veces la filmación de la primera vez que me trajeron a este lugar.

–Eso no te sirve de nada. Es posible que tengas la filmación o lo que vos quieras,
pero la extirpación del dispositivo suele ser una proyección del mismo dispositivo, te
hace creer que ya te quitaste el dispositivo y sin embargo sigue funcionando en tu
cerebro. Si la destrucción de la memoria artificial es parte de la memoria artificial, es
imposible saber si de verdad, en algún momento, el dispositivo fue extraído. Siempre
quedará la duda: ¿cómo saber que la extracción no es más que una continuación del
artificio?

Acaso el otro tenía razón. Quizás todo había sido una mala pasada del dispositivo
en su cabeza y el único modo de salir del infierno de Marian y Nolan era que Teiler
hiciera lo suyo. Sin embargo lo miraba y había algo del orden del rechazo físico, una
respuesta orgánica que registraba en los recovecos de su cuerpo –en las axilas, en la
boca del estómago, en los testículos– ante la posibilidad de que las morcillitas que aquel
gordo tenía por dedos hurgaran mugrientos en su cerebro.
–Incluso es posible que todo esto no esté sucediendo. En este momento quizás ni
siquiera estemos hablando. Acaso todo lo que estamos haciendo es parte del pasado, ya
ocurrió y ocurrió en ninguna parte. Ahora vamos a extraerte el dispositivo, pero quizás
es algo que ya ocurrió antes.

–No sé entonces por qué tendría que aceptar ahora la cirugía.

–Porque ya estás acá. El que llega a este lugar ya no puede volver a atrás. No te
pongas paranoico. La extirpación va a suceder, quieras o no. La mejor estrategia es
relajarte. Yo te cuento cómo funciona, qué me sucedió a mí para que estés tranquilo.

–Si las cosas fueran tan fáciles hubiese venido por mi propia cuenta –dijo.

–Viniste solo y por tu propia cuenta.

–No es eso lo que recuerdo. Alguien me golpeó, me durmieron y me trajeron


encapuchado en el baúl de un auto. Si fuera tan bueno para mí sacarme el dispositivo,
¿por qué me trajeron a la fuerza?

–No sé de qué estás hablando.

–Estoy diciendo que a alguien le conviene que yo crea que mi memoria es un


artificio sintético y que me haga la operación.

–Te repito que viniste solo. Intento que sea por las buenas, pero si tiene que ser por
las malas, será por las malas. Ya estás acá, no hay vuelta atrás, nadie puede salir de este
lugar recordando quién soy.

–¿Trabajás para Boris? ¿Boris me trajo acá o fue Dafoe?

–Relajate, es la última vez que te lo digo.

–Me relajo todo lo que quieras pero decime para quién trabajás. ¿Te mandó Boris
Spakov?

–Terminá de entender que no estamos jugando –espetó Teiler y sacó un revólver de


su cintura para enseguida apuntarle a Roy.

6.
Lo tomó del brazo y lo acostó de nuevo en la camilla. Al rato empujó un tubo de
oxígeno hacia la camilla, enroscó una manguera y en la otra boca metió la punta de la
mascarilla que debía usar para anestesiarlo.

No estaba dispuesto a entregarse a lo que el otro le había contado. Quizás hubiera


aceptado la operación por su propia cuenta, pero la violencia del otro había sido su
propia delación. Solo esperaba su oportunidad mientras el otro se movía concentrado
en los instrumentos quirúrgicos que iría a utilizar. Le puso la mascarilla y abrió el tubo
de oxígeno. Roy intentó controlar su respiración de tal modo que la anestesia no lo
durmiera tan rápidamente. Cuando creyó que era el momento se hizo el dormido. Teiler
pensó que la anestesia ya había hecho efecto. Cuando se dio vuelta para acercar el
bisturí, Roy se quitó la mascarilla, medio tambaleando se levantó al fin, dio dos o tres
pasos hacia Teiler y le quitó el revólver de la cintura.

Teiler giró sobre sí pero ya era tarde. Ahora era Roy el que le apuntaba. Le ordenó
que se acostara y Teiler se acostó. Tomó la mascarilla y la apretó contra su nariz,
mientras mantenía el revólver apoyado contra su cráneo pelado. Teiler no tardó en
dormirse. Abrió todavía más el tubo de oxígeno y al rato el otro era un lobo marino
tomando sol en las playas de la Costa del No me Acuerdo.

Avanzó hacia la puerta, la puerta estaba cerrada. Retrocedió pensando que acaso
Teiler no trabajaba solo. Convenía ir más lento, pensar la situación. Miró a Teiler
desinflándose lentamente en el dulce sueño que su sonrisita de bebé chupando teta
dejaba suponer. Entonces se dio cuenta que había estado pensando mal las cosas o acaso
entendió que solo en la pasión de pensar mal las cosas se encuentra finalmente la
revelación de que ese es el único modo festivo de gastar la existencia: no era en su
memoria donde debía buscar respuestas, sino en la memoria del otro. Si la memoria
artificial existía ¿por qué creerle que se la habían extirpado? Allí, en el registro del
dispositivo podía encontrar qué había sucedido, quién era Teiler, para quién trabajaba.

La idea lo iluminó, sintió la gracia recorriéndole el cuerpo y como una gacela que
respiraba el aliento de los lobos, acomodó el cuerpo fofo de Teiler, apoyó la cabeza
encima de una almohadilla ortopédica, jugó al ta-te-ti eligiendo con qué bisturí y qué
pinza iba a trabajar, y todo lo hacía como si hubiese conseguido el sapo con el que saciar
su gusto infantil por las profundidades orgánicas. Así le salieron las cosas, así, más o
menos como hubiese quedado la panza destripada de ese sapo quedó la cabeza de
Teiler: el mapa de las rutas argentinas, una foto aérea del delta del Paraná, como las
varices –recordó Roy– en las piernas de su madre, como las estrías que se dibujaban en
los colgajos de la panza del mismo al que estaba descerebrando.
El primer corte lo hizo en el centro de la nuca, pero enseguida le pareció que la
exactitud geométrica le había sido negada y que en verdad el centro estaba un poco más
hacia la izquierda, y entonces cortó de nuevo un poco más a la izquierda, pero no
conforme se decidió por cortar más hacia la derecha, y claro está, terminó
comprendiendo que el centro nunca es matemáticamente el centro sino solo
conceptualmente el centro, porque en la realidad y en cualquier circunstancia de lo real,
no hay centro que no se corra siempre un poco más allá, que no exista sino como un
agujero inalcanzable al que hay que ir persiguiendo por la superficie de los cuerpos y
las palabras.

Así, haciendo agujeros que nunca eran el centro, bisturí en mano, se paseó por el
cráneo de Teiler un buen rato hasta que finalmente encontró lo que buscaba: el grano de
arroz, el bicho sintético.

Lo quitó con una pinza, lo llevó con cuidado y lentitud hacia donde estaba la
computadora, lo metió en el adaptador que Teiler había utilizado para proyectar la falsa
memoria con la que lo había querido amansar para la operación y enchufó el adaptador
a la computadora.

Enseguida aparecieron las imágenes en la pantalla del televisor: rinocerontes azules


volaban por el espacio interestelar hasta descender en un planeta desértico lleno de
pequeñísimos hombres pigmeos alrededor de una fogata que los rinocerontes usaban
para encender la cabeza de los pigmeos y fumárselos chupándole los pies. Rápidamente
comprendió que aquello era lo que el dispositivo había grabado de las alucinaciones
que la anestesia le había regalado a Teiler. Retrocedió el dispositivo un poquito y se
encontró a sí mismo en la pantalla: se vio elegante en su condición de paria, dandy de
su propia ruina.

La memoria de Teiler, es decir, el registro grabado de lo que había sido su


percepción, era definitivamente perfecto, un mapa del tamaño del territorio
reproduciéndolo parte por parte, la copia y el original superpuestos sin pliegues ni
recelos.

Como en cualquier filmación digitalizada, a través de la computadora tenía acceso a


una barra que debajo de las imágenes le permitía a Roy adelantar o retroceder la
grabación, incluso tener registro de la extensión de la misma y en qué punto se
encontraba la imagen presente. Roy retrocedió un poco nomás y la detuvo en el
momento en que Teiler abría la puerta y del otro lado aparecían Dafoe y los otros dos
que lo habían cargado desde el baúl del auto hasta aquello cueva. Sobre los hombros
llevaban el cuerpo desanimado de Roy, pasaban al lado de Dafoe y lo tiraban sobre el
catre.

–Esta vez tenés que hacerlo bien, no podés volver a repetir errores. Se me juega la
cabeza y con la mía se juega la tuya también –le dijo Dafoe a Teiler.

–Cero errores. Entiendo.

–Y por las buenas. Le explicás lo que tengas que explicarle hasta que él se entregue
mansito. Es la orden de Boris. No sé para qué lo quiere, pero no podés tocarle un pelo,
¿entendés? Solo por las buenas.

Ahí tenía las respuestas. Boris Spakov. Daniel Dafoe. Una película en su cerebro.
Una memoria artificial para borrar algo que Boris necesitaba borrar. Roy tenía que
encontrarlo. Volvió a retroceder la película. La barra temporal señalaba que la grabación
duraba cuarenta años. Tenía que trabajar al azar, salteando bloques de vida y recuerdos.
En algún parte de la memoria de Teiler debía encontrar de nuevo a Dafoe. Lo encontró
mil veces más. También encontró a Boris. Teiler parecía trabajar con ellos desde hacía
mucho. Encuentros pactados, citas rápidas y conversaciones a medio decir. Bares de
mala muerte cerca de la plaza de Once, esquinas oscuras de San Telmo, la recova del
Bajo. Una vez cada tanto. Por el poco tiempo que dedicaba a cada secuencia de
imágenes, pudo entender que el negocio que juntaba a Teiler con Boris y Dafoe era el
tráfico de memorias artificiales en el mercado negro. Dafoe las conseguía de algún lado
y se las pasaba a Teiler. Los dispositivos que la Compañía había puesto en el mercado
eran versiones standars de una memoria compartida, pero las posibilidades
tecnológicas del dispositivo eran infinitas y aquel que podía pagarlas tenía todo un
mercado marginal donde encontrarlas. Memorias de todo tipo, viajes a pasados
paralelos que ni con la metanfetamina más pura, ni con la pastillita que resumiera y
abarcara como un aleph psicodélico todos los efectos de todas las pastillitas de LCD que
una generación entera de beatniks y guerrilleros contraculturales pudo haber tomado
durante tres décadas enteras, jamás llegarían a provocar.

En una escena de hacía tres años atrás, Boris se lo explicaba a Teiler en aquella
misma habitación un poco más limpia y ordenada: señalaba memorias artificiales de
color azul que ofrecían un pasado en el que el gobierno comandado por el cerebro del
Generalísimo Juan Domingo Perón embutido en el cuerpo de un cyborg invadía y
recuperaba las Islas Malvinas. El dispositivo ofrecía para el que se lo injertaba recuerdos
de haber participado en la guerra, haber sodomizado a soldados ingleses y ser
condecorado por el mismísimo General. Memorias rosadas en las que Montoneros había
triunfado y Firmenich se convertía en una especie de Big Brother, posibilitando para el
comprador recuerdos de su participación en la guerrilla urbana cantando canciones de
Jara, teniendo una pequeña aventura de trío sexual con Mercedes Sosa y Pirí Lugones
en la oficina del Ministro Gelman. Memorias sintéticas violetas –los más buscados
según Dafoe– que dejaban grabadas en el cerebro las noches de cocaína y tetonas
conductoras de programas de cable en la gran fiesta del menemismo donde finalmente
se conocía la poronga de Asís, el laberinto anal de Maradona y de lo que eran capaces
los ojos prodigiosos de Galimberti. Y memorias tornasoladas que –las más caras–
reunían lo mejor de los otros dispositivos; una recopilación, un video clip armado con
los destellos de los anteriores. Memorias de diseño. Memorias al tún-tún. Memorias de
haber sido otro. Memorias del fin del mundo y del comienzo de la vida. Memorias de
Stalin y Jimmy Page, de Stalin habiendo sido Jimmy Page y Jimmy Page habiendo sido
Stalin, de haber cruzado a nado el Atlántico y viajado a la luna, de la batalla de Caseros
y de la guerra contra Dark Vader y el Imperio, memorias de haber estado allí y no haber
estado en ningún lado, memorias del fin de la memoria y de no haber nacido para no
tener memoria.

¿Cuál de todas ellas le hubiese gustado a Roy? En todo caso, cualquiera en la que
Marian no hubiese existido. Retrocedió la película un poco más: raro, Boris Spakov le
presenta a Marian bajo el simulacro de Laura y su pelo rubio platinado, su inalterable
lunar negro en el pómulo derecho. Algo se había salteado en la búsqueda. Aquella
mujer debía volver a aparecer en la vida de Teiler. Volvió a avanzar. Tardó un buen
tiempo pero finalmente llegó. La escena había ocurrido hacía solo unos meses atrás.

Están los tres en el comedor de la casa en la que Boris vivía antes de mudarse a su
nueva mansión. Marian –o Laura, cualquiera de aquellas dos versiones de lo mismo–
tiene una copa de daiquiri en la mano derecha. Parece borracha. Teiler la mira de arriba
abajo una y otra vez enfocándola en un centro resplandeciente que iluminaba los bordes
más lascivos por los que Marian prometía los infiernos más dulzones. Roy pensó en
todas las pajas que ese miserable se habría hecho deteniendo una y otra vez el
dispositivo en el volado del vestidito mínimo que Marian dejaba flotando en el aire
cada vez que rozaba sus muslos de borrachita incontinente. Boris la tomaba de la
cintura, un beso en el cuello, la mano acariciando las nalgas de Marian, un beso de
lengua, una risotada compartida. ¿Daiquiri para Teiler? No, prefiere compartir un vaso
de Jameson con Boris. Del comedor se van al parque y se sientan junto a la mesa, al lado
de la pileta. Marian también deja el daiquiri y se compromete con lo que queda de la
botella del whisky. No tarda demasiado en perder la compostura, le dice a Boris que no
pierda el tiempo y que fueran al grano.

–No es el momento –responde el otro.


–¿No es el momento?, ¿y cuándo va a ser el momento?

–No sé si al señor Teiler le importa lo que podamos hablar.

–¿El señor Teiler?, qué va. No hay otra posibilidad, no podemos vivir juntos, no
podemos vivir nada, si ese nene sigue viviendo. ¿Cómo querés que estemos juntos si ese
chico sigue dando vueltas en mi vida?

–No es tan fácil, Marian.

–¿Un nene de cinco años no es fácil? ¿Qué le parece a usted, Teiler?, ¿un chico de
cinco años que no habla, que no se mueve, que solo juega a babearse encima todo el día
sentado en una silla de ruedas mirando la pared, le parece que no es fácil? Ya lo
hablamos, Boris, es por mí, por nosotros, pero también es por él. Sufre, es una mierda lo
que le tocó, de fondo es hacerle un favor.

–El problema no es Nolan, el problema es Roy.

–Vos hablaste de la memoria artificial, para eso invitamos al señor Teiler. Pero veo
que es inútil, vos tampoco tenés huevos para tomar lo que es tuyo. Si no tenés valentía
para hacer lo que tenés que hacer entonces me perdés. No podría soportar estar con vos
y seguir haciendo mierda mi vida con ese nene que solo está pidiendo morir.

–Marian, ya lo hablamos, se va a hacer, tranquilizate un poco. Hay que pensar paso


por paso, cambiar una memoria no es tan sencillo.

Se hizo. Tres días después, en el comedor de aquella casa, Teiler apretaba el cinturón
que rodeaba el cuello de Nolan. Sus ojos estaban abiertos como si en vez de mirar
quisieran comer, tragar, devorar la nada universal. Su rostro blanco fue un golpe en la
boca de su estómago, un golpe que no esperaba. Cuando Boris le pidió a Teiler que se
detuviera para enseguida ponerle la bolsa de plástico en la cabeza, Roy compendió que
el golpe no era tanto el de enfrentarse a la muerte de Nolan sino al hecho de haberle
visto la cara. Incluso, cuando Teiler le puso la bolsa, Roy sintió cierto alivio inexplicable.
Después las cosas siguieron su rumbo natural: Teiler volviendo a apretar el cinturón
rodeando el cuello, la bolsa que se va llenando de baba y luego va cobrando ese color
rojizo debido seguramente a la sangre que Nolan va escupiendo, hasta que ya no hay
más movimiento que el de las manos de Teiler abriéndose para dejar caer el cinturón,
relajar la tensión de su cuerpo y tomar un nuevo equilibrio para quedarse parado
mirando a Boris y preguntarle “¿ahora qué?”.
Intentó calmarse, comprender lo que había sucedido, armarse una narración. Marian
no soportaba más la vida que llevaba con él y con Nolan. Le había pedido más de una
vez que se deshiciera del chico –en el fondo era un favor que le hacían. Buscó el modo
de salir de aquello por otros lados, encontró los brazos amantes de Boris, le exigió lo
que Roy no podía darle; y Boris que ya estaba hundido en la rosca pesada de matones a
sueldo, perversos con ganas de divertirse y todos los gorditos psicóticos buscando
borrarse de sí mismo que daban vueltas por el mercado negro de las memorias
artificiales, tenía los medios para complacerla. Así, con Dafoe, contactaron a Teiler y
dieron el primer paso matando a Nolan, mientras Roy daba vueltas por Roma en un
viaje absurdo que el mismo Boris había planificado. Luego intentaron borrar su
memoria, quizás borrar completamente la existencia de Marian y su hijo –no podían
eliminar a un gerente de la misma Compañía que les proveía los dispositivos de la
memoria entonces lo fueron preparando para aceptar sumiso la extracción. Las cosas no
funcionaron del todo bien, la memoria de Roy se empeñaba en encontrar los recovecos
mentales por los que resguardar las imágenes que como ruinas quedaban del pasado
junto a su mujer y su hijo.

¿Pero ahora qué?, ¿cómo salir de allí? Por más que la forzara, la puerta seguía
cerrada. Acaso del otro lado seguían esperando por el fin de la operación. Fue entonces
que se dio cuenta de algo. Necesitado y ansioso de buscar en el pasado de Teiler, no
había registrado que también había un futuro para él. En la barra de la parte inferior de
la pantalla una línea blanca indicaba la carga de la memoria, y una línea gris señalaba lo
que faltaba para terminar. El dispositivo contenía entonces todo el pasado pero también
todo el futuro de la memoria –una memoria del futuro, una memoria de su muerte más
o menos próxima, el artificio extendía sus límites más allá de sí mismo, la memoria
engullía cada instante por venir en su propio interior anulando todo instante futuro,
haciendo del futuro siempre un museo de lo ya pasado, chupando entonces la vida
completa de un hombre reducido a meras conexiones neuronales. El mundo-tumba. Así
lo había llamado el mismo Teiler. Un mundo-tumba en el agujero hecho en medio del
cerebro.

Roy adelantó una hora el dispositivo y allí estaba Teiler haciendo la operación sobre
el cráneo de Roy. La película mostraba un futuro inmediato diferente a lo que había
sucedido: en ella Roy no se había arrebatado contra el otro ni se había dejado llevar por
el vuelo nocturno de la anestesia hacia el invierno florido de las alucinaciones
entregándose manso a la extirpación.

Era raro ver la diferencia entre lo que la pantalla mostraba y lo que efectivamente
había sucedido. Era Roy el que debía estar ahora tirado en la camilla y no el otro; en la
película, en cambio, Teiler ya estaba terminando la operación.
Adelantó un poco más: mientras Roy seguía dormido en la camilla, el otro parecía
moverse como si ya hubiese tenido planeado lo que estaba por hacer. Tomó la memoria
artificial de Roy, la puso en la computadora. Buscó al azar alguna imagen de Marian, se
bajó el cierre del pantalón y empezó a masturbarse –una y otra vez, toda la tarde de ese
día buscando imágenes de Marian y pajeándose a más no poder. Ver a Teiler
masturbarse no era fácil –la pichila diminuta entre los colgajos de grasa cayendo hacia
adelante y los dedos amorcillados cubriendo toda su extensión para subir y bajar la
pielcita–. Aquello sin embargo, también le devolvía –aún a pesar de sí mismo– el halo
vertiginoso que la existencia de Marian creaba a su alrededor.

Pero el vértigo respondía a otra cosa: recobrar su memoria en la memoria de otro. Y


era extraño, no solo porque entonces la memoria le era extraña, ajena, impropia, no solo
porque el acceso a su memoria era por medio de la memoria del otro, sino, por ello
mismo, porque la imagen que de Marian habría guardado en el fondo del trasfondo de
su cerebro, en verdad, anidaba en el cerebro del otro. El despojamiento era total –sus
recuerdos podían existir en cualquier cerebro, salvo en el suyo–; y era entonces como si
la paja que Teiler se estaba haciendo frente a la imagen de Marian fuera en realidad una
paja dedicada al mismo Roy, una paja que era mensaje de agradecimiento: gracias por
Marian, gracias por tus recuerdos.

Teiler eyaculó tres veces, y entre cada paja fue y vino por el espacio mínimo de
aquella cueva: preparó un sánguche que se lo embutió rápidamente en la boca y se hizo
una paja, fue al baño un rato y al volver se hizo otra paja, se fumó un faso y se hizo otra
paja más. Finalmente, durmió un rato, hizo alguna que otra cosa, la película siguió
corriendo y entonces sucedió: se escucharon unos golpes contra la puerta y luego un
estruendo venido del otro lado, Teiler se dio vuelta y se encontró de pronto con Boris
Spakov.

En ese mismo momento, Roy escuchó los mismos golpes y luego el mismo
estruendo que recién había escuchado en la memoria de Teiler reproducida en la
televisión. Se dio vuelta y se encontró de pronto con Boris Spakov. Los dos planos
parecieron volverse indistinguibles confundiéndose en un mismo simulacro de otro
simulacro; por un segundo las imágenes de la pantalla parecieron superponerse con el
espacio de lo real pero el segundo pasó y eso que era superposición quedó reducido –
como una mala definición de la poesía– a mera revelación de lo que está por suceder y
finalmente no sucede.

Boris Spakov se sorprendió de encontrar a Roy despierto y a Teiler dormido. Parecía


saber que no era así como debían funcionar las cosas. La confusión en su rostro señalaba
que había perdido el guión, como si ya hubiera visto las imágenes que continuaban
sucediéndose en la pantalla o acaso como si compartiera la misma memoria artificial de
Teiler y pretendiendo cumplir su papel de pronto le hubieran cambiado la escena. Sin
embargo el desconcierto duró nada.

–¿Vos acá? –dijo Roy.

–¿Me conocés, todavía me recordás? –preguntó Boris.

Roy no llegó a responder.

Boris ya tenía el arma en la mano y dándola vuelta golpeó la culata contra la cabeza
de Roy.

7.

Se sabe: en el viaje de la nave nodriza de la Gran Paranoia Universal no hay límite que
no fuese el límite relativo de un continuo siempre ir más allá, agregar otra vez un nuevo
axioma, una nueva revelación para llenar de mundos el mundo y ya no encontrar
ningún mundo-núcleo, primigenio, necesario ni revelado y así entonces llegar al punto
en el que uno ya no sabe ni dónde está.

¿Roy?

Ese no es mi verdadero nombre.

¿Roy?

¿Ese es mi nombre?

Bonito nombre: Roy –un punto en el que uno ya no se acuerda ni cómo se llama.

Aquí Roy.

Último llamado.

Nave Nodriza.

Responda. Aquí Roy, último llamado.

¿Aquí?, ¿dónde?
Donde vos quieras, Roy, a esta altura ¿qué importancia puede tener la diferencia
entre lo propio y lo impropio, la distancia intransitable que nos aleja de la más cercana
intimidad: yo, tú, él, nosotros?

¿Por qué entonces este temblor de viejo alcohólico apapuchado en el calor de los
recuerdos de otro –él mismo– que seguramente nunca existió?

Uno siempre puede caminar por el abismo de sí mismo como si hubiese pagado el
voucher completo con hotel de lujo y guía turística que nos explique qué hace el Gran
Cañón ahí, justo ahí donde no debería haber más que un desierto de porcelana.

No Roy, no hace falta.

Aquí Nave Nodriza, cambio, allá Roy Benavidez, cambio.

Bienvenido Roy Benavidez al país del Nunca Jamás, usted se encuentra en el


Mundo-Tumba de la memoria, a su derecha verá las Montañas Rocosas, al sur el Gran
Cañón Interior, al norte las Galaxias del Sistema Roy girando en derredor del agujero
negro del mundo.

¿Cuánto tiempo estuvo Roy lejos de Roy?

Al despertar se sintió mareado.

El mundo daba vueltas alrededor de Roy o Roy daba vueltas alrededor del mundo.

O Roy daba vueltas alrededor de Roy sin encontrar mundo.

O, incluso, el mundo daba vueltas alrededor del mundo, sin encontrar ningún
mundo, pero tampoco a Roy en su camino hacia sí mismo.

De un modo u otro.

Roy despertó, estaba en el mismo lugar pero el mundo conocido ya no estaba en


derredor. No recordaba cómo había llegado allí. Tenía registro de un golpe en la cabeza
–unas gotitas de sangre se habían coagulado en su mejilla–, pero no tenía recuerdos de
cómo había sucedido.

Las penumbras ganaban el espacio y en la oscuridad todo resultaba lejano. Estaba


sentado en un sillón. A un lado una mesa diminuta y sobre ella una lata abierta de
alimento balanceado. El olor a putrefacción resultaba insoportable. Solo el frío, el
insólito frío que Roy sintió, venía a correr de lugar el olor que se expandía desde la lata.
El frío en los huesos, el cuerpo se le contrajo como si una maza hecha de hielo hubiese
golpeado contra la boca de su estómago. Llevó sus manos hacia los brazos y raspó
buscando calor. Se preguntó ¿cómo no había registrado ese frío antes?

Se levantó de la silla. Teiler no estaba por ningún lado. No existía allí ningún
televisor ni pantalla, pero tampoco el recuerdo de alguien llamado Teiler. Caminó
buscando reconocer el lugar. Nada le pareció conocido.

Encontró una manta debajo de la mesa. Se la puso sobre los hombros. La manta rozó
su cabeza. Sus manos tocaron su nuca. Lo habían rapado. Los dedos dibujaron círculos
mínimos sobre el cráneo. Roy encontró la cicatriz de la herida. Supo que la operación se
había realizado. La memoria artificial le había sido extraída.

¿Cómo se sabe de aquello que no se sabe?

¿Cuál es la forma de la sobrevivencia de un recuerdo que ya no se recuerda?

¿Cómo se nombra la memoria de algo que ya no está en la memoria?

Esa sensación, ¿no?: la de haber perdido algo que no se puede identificar, nombrar,
compartir.

Solo eso: el haber perdido, no esto o lo otro, sino la sensación de haberlo perdido
todo. Pero claro está, si no se puede decir qué es ese todo, qué sentido puede tener la
sensación de haberlo perdido.

No hay nada alrededor.

Pero tampoco hay nada en Roy.

Ni siquiera Roy.

¿Cuál era la palabra que seguía a la palabra? ¿Cuál era el nombre de aquel que debía
nombrar la palabra?

Ese fue el primer registro de la pérdida: la del nombre.

Luego el cuerpo. La sensación rara de estar donde uno no está. Es decir. No la


sensación de tener sino la de estar en unas manos, unas piernas, una lengua. Ajenas,
extrañas. Eso pensó ese que ya no refería al nombre Roy, sino simplemente un
cualquiera que estaba en unas manos, unas piernas, una lengua como de paso, como si
pudiese estar en ese momento en otro lugar, otras manos, otros brazos, otro cráneo.

Incluso las palabras con las que daba sentido a esa sensación que también era la de
no estar en el cuerpo que él mismo era. Palabras como interminables trenes que nunca
terminaban de cruzar la estación donde él, sin palabras, las miraba pasar. Palabras de
otro que sin embargo hablaban de él. Como si de repente le hubiese sido dada la magia
de ver las palabras fuera de las palabras, en ese lugar ¿mortuorio? en el que las palabras
solo pueden ser vistas pero jamás nombradas. Así Roy, sin Roy, miraba las palabras que
cruzaban la estación de sus oídos subidas a trenes que siempre ya se estaban
marchando sin nunca terminar de irse.

El nombre, ¿no?, ni siquiera habían dejado el nombre de Roy en Roy como para que
Roy supiera al menos de Roy. Sin embargo, enseguida escuchó una voz que viniendo de
uno de los vértices del lugar lo nombraba, lo llamaba.

Roy.

Roy Benavidez.

No lo nombraba, no lo llamaba. Solo se trataba de un murmullo de alguien que


parecía estar ahogándose en eso mismo que decía.

Avanzó hacia el vértice. Encontró una puerta. Abrió. Del otro lado lo mismo. Un
hombre gordo sentado en un sillón descuajeringado, junto a una mesa en la que una
lata abierta de alimento balanceado juntaba podredumbre y la soltaba en el aire frío del
lugar.

El gordo estaba de espaldas a Roy hablando solo. Murmurando solo.

Roy se acercó uno, dos pasos. Dijo algo, solo para hacer saber que había entrado. El
otro no registró la voz de Roy.

Roy insistió. Su voz ganó fuerza, y él mismo se sorprendió de tener una voz y que su
voz sonara así de fuerte.

Sin embargo, el gordo tampoco así pareció escucharlo.

Roy se acercó más, hasta ponerse de frente al hombre.


Vio que tenía los ojos cerrados mientras murmuraba. Vio que a veces se le abrían
pero era como si esos ojos nada miraran y no reconocieran que allí delante se
encontraba Roy.

Entonces el gordo volvió a decir “Roy”. “Roy Benavidez”.

Y Roy pensó, tuvo la intuición, la sensación borrosa de que ese era su nombre, el
nombre que no había podido recordar, que no lo lograba recordar del todo.

Quiso creer que ese otro lo estaba nombrando y respondió. Dijo algo así como “Sí,
soy Roy Benavidez”. Pero el gordo no se dio por enterado y continuó murmurando lo
ininteligible. Roy pasó su mano por delante de los ojos de aquel hombre, pero no
encontró ningún efecto.

“¿Eso me preguntas? Roy Benavidez. Eso es lo poco que soy. Ahora podés irte y
hacerme desparecer de tu vida, pero ¿sabés algo, Marian?, adonde vayas siempre vas a
saber quién soy y quiénes fuimos”, dijo el gordo.

No estaba entonces hablando solo, hablaba con una tal Marian, aunque ninguna
mujer y nadie más que Roy estuvieran en aquella habitación. Era como si estuviese
recordando una conversación pasada, repitiendo una escena grabada en su memoria,
pero viviéndola como si estuviera ocurriendo en ese mismo momento, como si ese fuese
su presente y Marian estuviese allí escuchándolo.

Fue entonces que mientas el otro seguía hablando con Marian, a Roy le pareció
recordar. No a la mujer llamada Marian. No se trataba de recordarla a ella sino de
recordar el momento en que tenía el recuerdo de Marian. Como si su memoria solo
tuviera el recuerdo de haber tenido alguna vez alguna memoria de aquella mujer.

Incluso, sin que el otro nombrara a su hijo, le pareció recobrar alguna imagen de su
hijo, al menos el nombre Nolan. Pero, de nuevo, no era tanto recordar a su hijo ni
recordar a una mujer, sino el de recordar haber tenido alguna vez el recuerdo de ellos.

La memoria de una memoria perdida. Una nada que es casi algo. Así funcionaba
también su nombre: la marca de haber perdido la marca que lo hubiera llevado a alguna
parte.

De nuevo el murmullo. Pero esta vez, ruido sobre ruido. Reconoció que otra voz
hablaba en los recovecos de la voz del hombre gordo que seguía hablando y
discutiendo con Marian.
Esa otra voz venía del otro lado de la pared, por debajo de la otra puerta de la
habitación.

Roy avanzó hacia allí y se encontró con lo mismo: otro hombre sentado en un sillón
descuajeringado, junto a una mesa en la que una lata abierta de alimento balanceado
juntaba podredumbre y la desparramaba en el aire frío del lugar. Ese hombre también
estaba de espaldas a Roy hablando solo, murmurando solo.

Roy se acercó sin decir palabra. No tardó en reconocer que ese otro también hablaba
con Marian, sin que ninguna mujer estuviera allí. Era en verdad como si fuera la
continuación de la conversación anterior. Hablaba con ella como si ya se hubieran
reconciliado, como si Marian hubiera decidido no marcharse para quedarse junto a Roy.

Rápidamente se dio cuenta que en este tercer cuarto también había una puerta. Del
otro lado se encontró con lo mismo. No exactamente lo mismo, esta vez el hombre no
estaba sentado en el sillón, sino caminando alrededor de la mesa. La lata de alimento
balanceado y putrefacto estaba vacía. El hombre caminaba en redondel. Era viejo. Las
arrugas se hacían zanjas que declinaban hacia una barba sucia y enrulada. Roy tuvo la
esperanza de que alguna comunicación fuera posible, pero solo bastaron un par de
pasos para acercarse y registrar el mismo agujero mental. El viejo se mostraba nervioso
en su andar continuo, pero no hablaba con Marian, sino con Nolan. Al menos así lo
llamaba mientras le pedía que le prometiera no volver a hacer algo que Roy no lograba
a identificar.

¿De qué hablaba toda esa gente?, ¿con quienes estaban hablando? ¿Qué monstruos
mentales, qué fantasmas psicóticos? Y ¿por qué, en todo caso, le parecía a Roy todo tan
familiar hasta el punto de sentir que en verdad estaban hablando de algo que era suyo?
Roy se interpuso en el camino circular de aquel hombre. El viejo chocó contra Roy y de
repente gritó. Se echó hacia atrás, tocó con los talones el sillón y se sentó con los pies
encima del asiento, las rodillas tocándoles el pecho y sus brazos apretando fuerte el
conjunto. Entonces lloró desesperado. “Roy. Soy Roy Benavidez”, dijo el viejo mientras
no dejaba de temblar. Dijo su nombre en voz alta dos o tres veces más, y era como
estuviera intentando reiniciar la grabación mental que Roy había cortado al ponérsele
delante.

La puerta contigua estaba abierta hacia una cuarta habitación. Al dar el primer paso
le pareció que no había nadie. Entró despacio. El sillón estaba vacío. La lata sobre la
mesa, todavía llena. El olor a podrido volvió a hacerse espeso en el aire frío. Volvió a
escuchar de nuevo el nombre de “Roy”, pero esta vez era la voz de una mujer la que lo
convocaba. Roy miró alrededor y no encontró a nadie. La mujer preguntó “¿sos vos,
Roy?, ¿ya llegaste?”.

Durante un mínimo segundo aquella voz pareció darle la gracia de recuperar lo


propio, sin saber del todo qué era lo propio. Estuvo tentando a responderle: “Sí, Marian,
soy Roy, ya estoy de nuevo”. Pero la mujer no esperó ninguna respuesta y se echó a
hablar con Roy como si Roy verdaderamente le hubiese respondido algo. En todo caso,
no estaba hablando con Roy sino con una especie de Roy genérico, una abstracción, una
figura mental.

Fue entonces que registró que la mujer estaba sentada contra el piso, la espalda
contra la pared, tomándose de las rodillas flexionadas contra su pecho. Roy se puso de
cuclillas frente a ella. La tomó del mentón. La mujer sintió el contacto como un golpe de
electricidad. Se corrió hacia un lado. Más fuerte se apretó contra sí misma. Dijo que
Nolan ya se había ido a dormir. Le preguntó a Roy por qué había llegado tan tarde. No
esperó ninguna respuesta. Simplemente se puso a hablar de las fotos que se habían
sacado en el mar. Las había revelado esa tarde. Señaló hacia la mesa indicando que las
fotos estaban allí arriba. En la mesa no había más que una lata llena de podredumbre.

Roy dejó a la mujer y decidió regresar al lugar donde había despertado con la cabeza
rapada y la cicatriz de la extracción en su cráneo. Pero al volver hacia atrás no se
encontró con el viejo ni con ninguno de los otros hombres que había visto, sino con otra
mujer que al igual que la anterior parecía estar hablando con otro Roy Benavidez.

Se sintió perdido pero decidió continuar. Fue y vino en una dirección y en otra.
Siempre encontró lo mismo: hombres y mujeres hablando a solas con Marian, con Roy,
con Nolan, siendo ellos mismos siempre el mismo Roy, la misma Marian. Avanzaba
Roy de habitación en habitación y le parecía que los cuerpos y los rostros iban
perdiendo definición. Todos iban asemejándose, perdiéndose en un mismo enchastre
fantasmal. Pero con ello también ganando identidad en el fango borroso de una misma
cara, un mismo hombre y una misma mujer que existían borrándose.

Acaso no era más que la tensión con la que Roy se había despertado en un lugar
desconocido y sin saber quién era él mismo. Aunque de eso mismo se trataba, de la
sospecha general de que él era o había sido esa nada genérica llamada Roy Benavidez.
Él también existía o había existido a condición de perderse en un fantasma que era
nadie y era todos.

Al final de un pasillo encontró unas escaleras. Contra la pared estaba incrustado el


número del piso. Estaba en el piso 10. Se detuvo junto a una de las puertas del pasillo,
antes de llegar a las escaleras. Se sintió mareado, un fuego en el estómago se transformó
en náuseas y arcadas. Alguien detrás suyo lo tomó de un brazo –acaso lo había estado
siguiendo. Lo cargó pasando unos de sus brazos por encima del hombro. Abrió la
puerta de uno de los cuartos pero no llegaron a entrar. Vomitó en cualquier parte, no en
cualquier parte sino en el marco de la puerta. Sentado contra el marco, sobre su propio
vómito, Roy estiró el brazo buscando el picaporte para cerrar la puerta. Ya sin fuerzas,
sintió que no había vuelta atrás. Tampoco ganas de seguir adelante. Finalmente había
llegado al mundo-tumba. Desde el comienzo tenía que haber aceptado que el único
lugar que le era posible era la ciudad de los muertos vivos. ¿Ese era el infierno que se
había prometido a sí mismo?, en todo caso, ¿cuál sería la vida de un muerto sino la de
vagar por los restos de la nada de su memoria?

Eso no debía importarle, no por el momento. El otro lo tomó del brazo y lo ayudó a
levantarse. Le sacó la ropa manchada de vómito y abrazándolo lo arrastró hacia uno de
los sillones de la oficina. Parecía como si Roy no tuviera registro de la existencia del
otro. Solo le preocupaba entender. El televisor delante del sillón en el que lo habían
sentado ya estaba encendido y la pantalla iluminaba su rostro. Pensó si el error había
sido buscar una salida. Quiso creer que acaso esa búsqueda transformaba su
vagabundear en un error, su paseo alocado en una errancia, un error de cálculo. Acaso
asumiendo la imposibilidad de un afuera, renunciando a seguir yendo a ninguna parte,
retomaría entonces algún sentido a lo que lo rodeaba. Y no fue más que asomarse a la
idea de no buscar más que lo que se le daba que de pronto se dio cuenta de las
imágenes que la televisión proyectaba:

Roy estaba detrás de Nolan.

Roy se quitaba el cinturón.

El cinturón rodeaba el cuello de Nolan.

Nolan abría los ojos buscando tragar un bocado de la nada universal.

La nada universal no encontraba nombre en la boca abierta pero muda de Nolan.

Roy sacaba del bolsillo de su pantalón la bolsa que ya tenía preparada.

La bolsa era calzada en la cabeza del chico.

Respiraba agitado inflando y desinflando la bolsa mientras Roy continuaba


apretándole el cuello con el cinturón.
La bolsa empezó a llenarse de baba y al poco tiempo tomó cierto tono rojizo debido
seguramente a la sangre que Nolan comenzó a escupir.

Roy siguió tirando y tirando del cinturón.

La bolsa ya no tenía aire en su interior para inflarse una vez más.

La baba y la sangre alcanzaron el tope de la bolsa.

Nolan ya no se movía.

La nada universal –la universal nada que se muestra en ese momento en que las
cosas ya siempre existieron solamente en el modo de haber ya siempre terminado de
ocurrir– fijó el cuerpo desgastado de Roy al gesto de su propia descomposición, el
resplandor azulado de la pantalla dejó de titilar sobre su rostro inasible, y de pronto
todo se detuvo en la magia evanescente de forzar todos los instantes en el instante más
pequeño entre dos instantes.

8.

–¿Por qué me hacés ver esto? –le preguntó al otro.

–Ese mismo es el dispositivo de tu memoria.

–No sé dónde estoy, ya no sé ni siquiera cómo me llamo.

–Siempre estuvimos acá, décimo piso del edificio de la Compañía, sala de reuniones
del Directorio.

–Me acuerdo de algunas cosas: Teiler. ¿Teiler me quitó la memoria artificial? ¿Existe,
existió alguien llamado Teiler?

–Digamos que sí, de algún modo, en tu cabeza o en el mundo, Teiler existió; hubo
una implantación de una memoria falsa y también una extirpación. Después entraste en
un estado catatónico. Tenías los ojos dados vueltas, la boca llena de espuma y ya
empezaba a chorrearte sangre de la nariz. Pensé que ya no ibas a despertar. Ahora lo
sabés: sin memoria artificial no queda más que un idiota. Ruido y Furia.

–¿Hace cuánto que estoy acá?


–Desde hace días, hasta dormido me preguntás lo mismo. Nunca te moviste de este
sillón.

–¿Teiler me hizo esto? –preguntó Roy tocándose la cabeza rapada siguiendo sus
dedos la cicatriz que había quedado.

–La operación existió pero Teiler no es más que un simulacro computacional. Fui yo
el que hizo la extirpación. Eso que estás viendo en la pantalla son las imágenes de la
memoria que extraje de tu cerebro.

–¿Ese es Roy Benavidez?

–Tu pregunta es un modo de defenderte. Vos sos Roy Benavidez y lo que ves en la
pantalla es lo que quedó grabado en tu memoria. Solo hacía falta extirpártela para saber
qué había pasado con tu hijo. Eso es lo que pasó.

–¿Lo maté? ¿Fui yo el que lo hice?...

–No necesito que me creas, solo tenés que verlo. Ese sos vos –dijo el otro señalando
la pantalla. De eso mismo estuviste escapando desde el comienzo. Desde hace semanas
estoy esperando que despiertes para que lo veas.

–¿Para qué querés que lo vea?

–Pensalo por vos mismo. Lo tenés ante tus ojos.

–No juegues conmigo. No entiendo tu adivinanza.

–No es una adivinanza, es una derivación lógica.

–Bueno, seré estúpido entonces. Mejor contame para qué me necesitás acá.

–Lo que estás viendo en la pantalla es tu memoria original, allí es donde quedó
grabado lo que hiciste. Ahora bien, si estás viendo tus recuerdos en la pantalla ¿cómo
pude quitarte tu memoria natural y biológica sino era desde el comienzo ella misma un
artificio, un dispositivo ficcional?

–Ya te dije, no juegues a las adivinanzas, solo contame para qué me querés.

–Estamos metidos en una trampa de la que no podemos salir, pero caímos en la


trampa porque en verdad estaba montada antes que nosotros hiciéramos algo. Nunca lo
había podido imaginar. Lo descubrí cuando hice la extirpación del dispositivo en tu
cerebro. Fue entonces que me di cuenta que las redes neuronales de tu memoria original
–digamos biológica o natural– ya era un dispositivo artificial. De aquello solo había una
sola conclusión: la memoria humana nunca fue ni humana ni natural. Existía una
Compañía antes de la Compañía, una Compañía que funcionaba por debajo y por
detrás de la Compañía.

–¿Por qué otra Compañía?

–Nosotros trabajábamos para la Compañía con memorias artificiales, pero eso


mismo ya era una ficción. La verdad era que nuestra memoria originaria ya era una
memoria artificial. Eso significa que otra Compañía, desde antes que comencemos a
controlar el mercado ya controlaba nuestra memoria. No existía ningún mercado, sino
solo el recuerdo implantado de un mercado. Del mismo modo que todos los zombis de
la ciudad veían en su memoria el artificio que les habíamos implantado, todo lo que
nosotros veíamos alrededor no era más que una proyección. El edificio de la Compañía,
la Compañía misma, son solo partes del dispositivo. ¿Quién sabe qué dispositivo existe
detrás del dispositivo?, ¿quién sabe qué Compañía trabaja detrás de la Compañía?

–Entonces eso que recién me mostraste es ficción. La muerte de Nolan no existió.

–No lo sabemos. Lo seguro es que si Nolan existió nunca fue parte de tu vida. Eso es
lo que te estoy diciendo. Tu memoria real es un dispositivo tecnológico igual al que
nosotros mismos comercializábamos. Pero eso ya no tiene importancia, en todo caso, no
hicimos más que repetir como marionetas lo que otros ya hicieron en el pasado. ¿En qué
año estamos? ¿En el 2045, en el 2097, en el 3500? Para nosotros la historia se detuvo en el
2036, ¿pero quiénes fueron los que se entregaron a la pasión de reproducir su memoria?,
¿qué vieron como para decidir que la historia se acabara con ellos, que el tiempo no sea
más que la repetición de sus memorias? ¿Vieron el final y apostaron por reproducir
hasta el hartazgo lo que ellos fueron? ¿Pero qué final vieron?

–No entiendo ¿para qué todo esto?, ¿qué es lo querés?

–¿No te das cuenta? Ahora sos vos el que puede verlo todo tal cual es. Extirpé de tu
cerebro la memoria artificial de Roy Benavidez para que me digas lo que ves. Ya no hay
nada en tu cabeza que medie con lo real. Ahora sos vos y la verdad. Quiero saber,
necesito entender qué es lo que quedó de todo esto.

–¿Y por qué no lo ves por vos mismo?


–Porque debería quitarme el dispositivo, eliminar la memoria de Boris Spakov en mi
cabeza. No puedo hacerlo. Necesito mi ficción, un lugar donde regresar a mí mismo aun
cuando eso no sea más que una farsa. Uno de los dos debía hacer el sacrificio.

–¿Vos sos Boris Spakov?

–Lo soy, pero es como si no lo fuera. Boris Spakov no es mi verdadero nombre, pero
ya no tengo ningún nombre. ¿O vos acaso te reconocés como Roy Benavidez? ¿Todavía
seguís creyendo que existió Marian, que hubo alguien llamada Laura? Somos nadie,
¿qué pueden importar los nombres?

–Sea como fuere, me condenaste a perderlo todo.

–Las cosas nos trajeron hasta acá y ahora sos vos el único que puede definir quiénes
somos, dónde estamos. Solo tenés que levantarte y decirme qué ves.

El otro hizo silencio. Seguía hundido en la oscuridad y sus movimientos apenas eran
captados por la luz azulada de la pantalla. Roy pretendió levantarse, pero enseguida
cayó de costado contra el piso. Las manos amortiguaron el golpe. Había manos, había
brazos. Eso era algo. Algo con lo que registrar todo lo que no había. No había piernas;
se tocó el rostro, no tenía nariz, tampoco orejas. Sus manos fueron deslizándose
temblorosas por cada partecita de su cara. Descendieron hacia la garganta, se movieron
horizontales de un lado al otro. Luego bajaron hacia el pecho. Entonces Roy se dio
cuenta que tenía pechos, dos enormes tetas amontonadas entre las costillas.

–¿Qué pasa?, ¿ya te levantaste?, ¿encendiste alguna luz?

Preguntó el otro y rápidamente Roy se dio cuenta de lo que hasta entonces no había
sido más que parte del paisaje sonoro: la voz agónica, el hilito de voz que salía desde el
fondo ronco de la cueva de la boca de Boris, era la voz de una mujer.

–Hablame, ¿decime qué estás haciendo? –insistió solo como un modo de corroborar
lo que no había sido más que una intuición.

Roy no respondió. Sus manos ansiosas ya buscaban debajo de sus tetas surcar el
vientre y alcanzar el pubis. Sus dedos se entregaron mansos a los rulos espesos que allí
se amontonaban. Descendieron un poquito más y se toparon con el clítoris. Hurgaron
entre los labios de la vagina. El índice y el anular se movieron hacia dentro, penetrando
en la carnosidad. Sintió la sequedad de un pedregal blandito. Los dedos se metieron
dentro hurgando en los recovecos, hasta donde el tope de su mano se lo permitía. Al
sacarlos sintió una pasta gomosa que se había pegoteado entre ellos. Los alzó hacia sus
ojos. Era una pasta blancuzca. Los acercó hacia el agujero que había quedado en el lugar
de la nariz: tenía olor a podrido.

Lo sobresaltó la voz de Boris insistiendo en que le respondiera –aún ronca, aún


agónica, parecía cada vez definir más su propia femineidad en los oídos de Roy.
Levantó la vista, fijó los ojos en el televisor y hacia allí se arrastró usando sus brazos
como palancas. La oscuridad tomaba el espesor de cosa elástica y babosa. Solo la
estridencia azul fluorescente de la pantalla resplandecía en el lugar y caía sobre la
espala y las nalgas de Roy. Boris seguía siendo una sombra entra las sombras hechas
con la baba de la oscuridad. Roy tomó la linterna y la encendió. Un hilito mínimo brilló
tenue a punto de perderse. Lo primero que hizo fue iluminarse la concha. Después los
muñones que habían quedado en el lugar de sus piernas.

–Enfocame, quiero que me digas qué ves, qué quedó de mí –dijo el otro entre las
penumbras.

Roy se dio vuelta buscándolo con el último hilito de luz que la linterna exhalaba ya
agónica. Boris había perdido una pierna. La otra era de metal. No tenía ropas. El pecho
y el estómago eran el paño de un puzle bio-tecnológico –aparatos de metal incrustados
entre los colgajos de carne. No tenía pulmones sino un pequeño compresor hidráulico.
Tampoco estómago; en su lugar, una placa informática allí encajada. Luego hacia los
costados, dos planchas de acero sostenían el amontonamiento de intestinos. No parecía
tener huesos. Los brazos eran dos palancas con tenazas en las puntas. El cráneo también
de metal guardaba la compostura antropomórfica. No tenía nariz, no tenía boca, solo la
entrada de un tubo que se perdía hacia el interior. Todavía tenía las cuencas vacías
donde en algún momento debieron existir ojos. No tenía pene, solo una mata de pelos
que dejaba adivinar la piel amontonada cerrándose sobre sí misma evocando un tiempo
en que allí había existido una vagina

–Basura tecnológica, eso es lo que veo –dijo Roy y escuchó lo que esperaba: el tono
agudo de su voz de mujer enmascarada bajo el ruido metálico de su garganta
descascarada.

–Tenés una sola pierna, es de metal, hay pedazos de carne que todavía la recubren –
agregó Roy mientras inducido por la visión se tocaba los muñones de las piernas y
sentía las puntas metálicas de una osamenta futurista que sostenía su cuerpo.

–¿Y la otra?

–No hay nada.


–¿Y los brazos?

–No tenés brazos, solo dos palancas con unas tenazas en las puntas.

–¿Quedó algo más de carne?

–Solo en la pierna. Hay algunos pedazos más metidos entre los aparatos que tenés
en el pecho. El resto es todo metal.

–Los ojos, decime si todavía tengo ojos.

–No tenés ojos, solo hay dos agujeros.

–Es increíble, ¿sabés?, no dejo de ver las cosas tal cual me las muestra el dispositivo.
Veo perfectamente que estamos en la oficina de reuniones del Directorio. Por la ventana
veo entrar los rayos del sol y los reflejos dibujados en el piso. Puedo contarte cómo son
los dibujos de las cerámicas.

–Tampoco tenés nariz, ni orejas ni boca. La carne se habrá podrido y desgajado de a


poco.

–Me describís como los restos de un cadáver incrustado en chatarra, pero me siento
perfectamente, tan bien que ni siquiera me siento.

–¿Esto es lo que querías que vea por vos?

–No te das una idea de lo que significa lo que me contás. Toda mi vida sentí que
estaba viviendo en ninguna parte. Como si mi existencia transcurriera en una pantalla
de cine y yo la estuviera viendo desde alguna butaca. Pero allí, sentado en la butaca,
sentía que no era nada, no tenía piernas, brazos, ni siquiera ojos, porque mi cuerpo era
el que me mostraba la pantalla. No sabés lo que significa vivir en una nada oscura, sin
sensaciones, sin la percepción de estar en alguna parte. Con el solo hecho que me digas
que más allá de la película de mi cerebro estoy acá entre los restos que quedaron, que
hay algo que todavía me sostiene, me alcanza para entender que todavía estoy vivo.
Había llegado a pensar que ya había muerto, que solo quedaba esta película
transcurriendo en la pantalla blanca. Solo me quedaba una voz mental murmurando su
nada. Con que me asegures que al menos hay algo, cualquier cosa, aunque sea chatarra,
aunque sea un pedazo de fierro, me basta para no volverme loco y saber al menos que
soy yo el que está hablando.
En ese momento, escuchó el ruido de unas botas acercándose desde el otro lado de
la habitación. Le pidió al otro que hiciera silencio. Los pasos fueron acercándose más y
finalmente se detuvieron junto a la puerta. Roy apagó la linterna en el momento justo en
que la abrían. Eran tres hombres. El resplandor de una luz que llegaba de la otra
habitación iluminaba sus espaldas. Roy retrocedió arrastrando sus nalgas en el piso
hacia el rincón más lejano. Boris se quedó quieto y siguió hablando como si no hubiera
registrado la presencia de los otros tres.

Miraron a Boris, miraron a Roy. Uno de ellos se le acercó. Se le paró delante. La


punta de la bota se refregó contra su vagina. El tipo se agachó. Se escupió la mano y
apoyó los dedos sobre el clítoris. Luego, con el índice y el anular abrió los labios y fue
metiendo un dedo tras otro hasta completar el puño entero. Roy veía su vagina y veía el
brazo forzar el movimiento del puño moviéndose dentro. ¿Cómo se siente el no sentir el
propio cuerpo?, ¿cómo se dice la sensación física de no tener ninguna sensación física?
El tipo volvió a pararse. Se desabrochó la bragueta. Cuando estaba por sacar la verga,
los otros dos que ya estaban rodeando a Boris, dijeron que todavía no era el momento.
Primero debían hacer el trabajo.

Uno tomó a Boris entre los hombros, el que estaba con Roy sujetó su pie y
finalmente el tercero sacó y limpió con su ropa la cuchilla que brilló ante el resplandor
que venía del otro lado de la puerta. El trabajo: cortar la pierna de Boris, la única parte
de su cuerpo que todavía podía tener alguna utilidad para aquellos tres, al menos
contentarse con los pocas fetas de carne que podrían llegar a roer.

La osamenta de metal que sostenía la pierna de Boris se transformó en un verdadero


obstáculo para la cuchilla que buscaba algún punto de articulación donde separar la
pierna del resto. La cuchilla se hundía en una parte y otra. Se retorcía hasta donde podía
y volvía hacia atrás. La amputación se había vuelto una carnicería y cuando la
carnicería alcanzó el punto de su propio absurdo, los carniceros abandonaron la cuchilla
y se dispusieron a separar la pierna con las manos rompiendo la articulación de metal.

Roy se mantuvo quieto en su rincón. Le llamaba la atención la indiferencia con la


que Boris se entregaba a lo que le estaban haciendo como si verdaderamente aquello no
lo afectara en lo más mínimo. Solo cuando pudieron cortar la pierna, la voz de Boris
abandonó el silencio y se hizo escuchar en la oscuridad: “¿Te fuiste, Roy?, hablame,
decime dónde estás”.

Roy pensó en todo el tiempo que aquellos tres –y vaya a saber cuántos otros– habían
estado haciendo con Boris y con él mismo eso que acababa de ver. Imaginó rápidamente
el origen de las amputaciones. ¿Era hambre? ¿Habían estado cortando los cuerpos de
Boris y de Roy solo para poder comer?

Cuando terminaron con Boris, el terror golpeó las puertas. Todavía quedaban dos
hermosos brazos en su humanidad. Pensó que acaso el dispositivo de la memoria
infinita había funcionado durante vaya uno a saber cuánto tiempo como un batería
química que habría anulado todo presente y anestesiado su cuerpo hasta el punto de no
registrar la amputación de sus dos piernas. Lo acababa de ver: Boris seguía hundido en
el artificio mental de la memoria y nada había respondido a lo que los carniceros habían
hecho. Pero ahora para Roy no había artificio mental donde ocultarse del terror.

Sin embargo, los carniceros parecían exhaustos. Los dos primeros se dispusieron a
marcharse con el trofeo de la pierna de Boris entre las manos. Solo el que había estado
jugueteando con su prominente vagina parecía interesado en la continuidad. Dijo que
todavía tenían tiempo. Preguntó si no tenían ganas de echarse un polvo con la otra.

Solo fue un polvo rápido, higiénico se diría. Un polvo que Roy vivió desde una
lejanía interminable. ¿Cómo hacer propio un cuerpo siempre ajeno? El otro había
tendido a Roy en el piso y lo penetraba montado encima. ¿Cuántos centímetros cúbicos
de leche habría malgastado ese tipo –¿y cuántos otros más?– cogiéndose a Roy mientras
vagaba por el edificio en ruinas de una memoria de nadie y de cualquiera, rumiando los
nombres de Marian y Nolan, perdido en los recovecos de la narración de sí misma que
siempre es la lengua de otro?: el paisaje falocéntrico de narrarse hombre, la novela
edípica de una familia y el duelo histérico de haberla perdido, el narcisismo idiota de
aceptar el cuento de una gerencia en una Compañía.

El tipo eyaculó dentro de su boca. El cuadro se armó en su cabeza. Habían estado


atrapadas en ese cuarto durante un tiempo que no tenía modo de identificar. Eran
usadas como esclavas del deseo de un agujero más o menos humedecido donde meter
una pija. Eran reserva de alimento: les cortaban las extremidades de a poco para
alimentarse y mantener un stock que irían racionalizando.

¿Durante cuánto tiempo habían vivido así? Si entonces tenía acceso real a lo que
estaban haciendo con ellas, ¿por qué no recordaba cómo habían llegado allí? ¿Por qué,
en todo caso, si Boris le había extirpado la memoria artificial no recordaba quién había
sido antes del encierro, antes de la memoria artificial en su cerebro? ¿Había nacido en
aquel lugar? ¿Ese era su origen y también su destino?

Los carniceros se fueron. La puerta quedó entreabierta. La luz del otro lado traía
alguna claridad. Vio Roy las paredes descascaradas y fuera de línea, al borde de venirse
abajo. En algunos tramos ya lo habían hecho volviéndose amontonamiento de cascotes
y tierra tapando los muebles, cubriendo los pisos, juntándose en cada rincón. Se sintió
dentro de una cueva de un hormiguero humano. Ningún reflejo externo se animaba al
lugar. Vio más tierra debajo de la ventana –un montículo que había entrado entre los
vidrios rotos se había formado debajo del marco. Le llamó la atención que del otro lado
de la ventana la oscuridad siguiera ganando espesor y materialidad.

Boris volvió a preguntar si Roy se encontraba en el lugar.

–¿Viste algo de lo que pasó?

–No sé de lo que me hablás. No vi nada, no puedo hacerlo. Decime vos qué pasó.

–Nada. No pasó nada.


POEMA PORNO FINANCIERO HECHO CON LA NADA QUE
MI MADRE HA PARIDO (AÑO 1996)

—Una Hetero-Bio-Tanato-Grafía—

Había llegado el Gran Día. Solo nos faltaban cinco pesos para cumplir nuestro sueño y
comprar los pasajes a Urstaat. Después de años y años juntando la plata, estábamos
esperando a nuestro último cliente. Madre se había pasado la tarde entera limpiando al
viejo, pretendiendo alguna dignidad para esa última función. Yo mismo, siguiendo sus
órdenes, baldeé el cuarto, cambié las sábanas y desinfecté los rincones. Puntual, a las
seis de la tarde, sonó el timbre de la casa. Abrí la puerta y los bigotes entrecanos del
Comisario del pueblo se dejaron ver resplandeciendo bajo la luz de la tarde. Lo hice
pasar. Madre le pidió que le mostrara los cinco pesos acordados, lo llevó hacia el cuarto
del fondo y volvió a la cocina. Se puso a barajar un mazo de cartas y me preguntó si
quería jugar. A mí no me gustaba jugar con ella porque nunca sabíamos a qué
estábamos jugando. Esa vez jugamos al chin-chón –eso es lo que dijo Madre. Terminó
de repartir las cartas y entusiasmada gritó “envido”. “Quiero”, le dije. “443” afirmó
Madre un poco sobradora. No sé de dónde sacaba que tenía 443 puntos, pero así era el
juego.

–¿Te das cuenta de que este es el último día?, ¿te das cuenta de que ya estamos por
irnos de toda esta mierda? –preguntó Madre sin demasiadas ganas de preguntar nada,
sino más bien por decir algo nomás.

–No sé si algo va a cambiar –apunté como distraído sabiendo que desde que
habíamos llegado al pueblo, todos los días siempre fueron el último día.

–Todo va a cambiar. Urstaat es increíble. Eso es lo que dicen.

–¿Quién lo dice?

–Todo el mundo.

–No sé quién es todo el mundo.


–Allá voy a publicar tus poemas –dijo Madre repitiendo, en verdad, lo que siempre
decía.

–Ya te dije que no quiero ser poeta. A mí la poesía no me gusta.

–Cuando estemos en Urstaat te va gustar. Apenas lleguemos, voy a escribir uno muy
hermoso y después los vamos a publicar. Ya tengo el final. Escuchá bien, eh: “Nada es
real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera yo soy real” –recitó con los ojos cerrados,
comiéndose las palabras. Su insistencia no era una novedad. Mi madre siempre quiso
que yo sea poeta, ese era mi destino: la palabra que revelara un mundo, la palabra que
explicara todas las palabras. Por mi parte, siempre desprecié la poesía y odié a los
llamados poetas, seguramente como un modo de desprecio y odio hacia mi madre.

–¿Y?, ¿qué te pareció? –preguntó Madre presionándome para que le dijera algo.

–No me pareció nada, ya me lo habías leído antes –respondí.

–No, no me escuchaste. “Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera yo soy


real” –volvió a recitar con su voz impostada.

Hicimos silencio, nos miramos como siempre nos mirábamos cuando agotábamos
las pocas posibilidades de algún sentido y nos quedábamos sin nada que hacer.

–¿No vas a seguir jugando? –le pregunté para sacarla de su abismo mental.

–Me quedé pensando en algo.

–¿En qué?

–Una cosa que no decidimos es qué vamos a hacer con tu padre.

Me sorprendió Madre, no tenía idea de por qué hacía referencia a mi padre.

–No sé por qué se te ocurre ahora hablar de mi padre –le respondí.

–Digo, porque si nos vamos, ¿qué vamos hacer con él?, ¿lo vamos a dejar encerrado
en el cuarto? –preguntó.

Me mareaba un poco la idea, no me gustaba pensar que mi padre podía estar en ese
momento encerrado en su cuarto con un tipo que lo estaría sodomizando por cinco
pesos. Era una idea fea. No me gustaba en absoluto.
–¿Mi padre? Ese no es mi padre. Mi padre murió hace unos cinco años.

Hacía mucho que no recordaba nada de mi padre. No sé por qué pensaba que había
muerto, ni por qué afirmé en ese momento con tanta vehemencia que mi padre había
muerto. Tenía –todavía lo tengo– un recuerdo tan raro de su muerte que se me hacía
difícil asumir su veracidad. Acaso porque mi padre había muerto muchas veces. Cada
vez que se iba de casa, pasaban semanas enteras para que regresara, entonces le
preguntaba a mi madre ¿qué había pasado con papá?, y ella invariablemente me
respondía que mi padre había muerto.

–¿No es tu padre? ¿y entonces quién es? –volvió a preguntar Madre un poco


perdida, un poco asombrada.

–No sé. ¿No estaba acá cuando entramos la primera vez?, ¿no habías dicho vos que
lo habías encontrado entre los muebles y que seguramente se lo habían dejado olvidado
los anteriores inquilinos?

Madre no me respondió. Discutir la cuestión la hubiera hecho perder el tiempo y


distraerse de su única meta: los pesos que le faltaban para el viaje. Entonces empezó el
llanto venido desde dentro del cuarto. Parecía esa vez que aquel hombre había
comprendido que finalmente estábamos a punto de cubrir el costo de los pasajes y que
nos íbamos dejándolo de nuevo abandonado en la casa. Era un llanto desolador, pero
estaba seguro que no era más que una actuación que buscaba conmovernos para que lo
lleváramos con nosotros.

Dejamos las cartas, puse Led Zeppelin a todo volumen para no escucharlo más y me
dediqué a preparar mi bolso, pero tanto lloraba que en un momento el Comisario salió
del cuarto exigiéndonos que lo hagamos callar porque no podía concentrarse. Nos
amenazó con no pagarnos nuestros cinco pesos. Madre tuvo que entrar al cuarto y
convencerlo. El viejo estaba de rodillas contra el piso y el pecho recostado contra la
cama y seguía llorando –“¿ese es mi padre?”, me pregunté a mí mismo. Fue entonces
que me di cuenta que aquello no estaba ocurriendo, ya había ocurrido. Recordaba la
misma escena, cada uno de sus detalles: el juego de cartas, mi diálogo con Madre, el
llanto esforzado, aquel hombre tan parecido a mi padre de rodillas sobre el piso y el
pecho sobre la cama, el desabillé azul y con lunares blancos de Madre tocándole el pelo,
la música de Led Zeppelin sonando de fondo, los bigotes abrumadores del Comisario,
el cigarrillo que en ese momento estaba prendiendo –como si aquello no ocurriera en el
presente, o bien nosotros no tuviéramos ningún presente, como si el pasado regresara
por nosotros una y otra vez imponiéndonos siempre lo mismo.
–¿Qué pasa, por qué tanto escándalo? –preguntó Madre.

–Ustedes se van, y yo me quedo solo –protestó el viejo.

–Nadie te va a dejar solo, si nos vamos te llevamos con nosotros –mintió Madre.

–Yo los escuché, dijeron que se iban a Urstaat, ya tenían los pasajes del tren.

–No te pongas así, el día que nos vayamos vas a venir con nosotros –mintió Madre.

–No quieren llevarme, no les importo nada –dijo lagrimeando, sin poder contener su
angustia.

Entre tanto el Comisario semi-desnudo se tocaba el pene manteniendo alguna


esperanza y a la vez no dejaba de insistir: así como estaban dadas las cosas no iba a
pagarnos un centavo. Fue entonces que Madre le ofreció una compensación.

–Bueno, terminemos con todo esto, mi hijo ahora le va a chupar la pija y usted nos
va a dar los cinco pesos –dijo Madre.

–Es poeta, ¿sabe? –agregó sin que el Comisario del Pueblo sin Comisaría entendiera
la relación entre una cosa y la otra.

Al tipo no le gustó la idea, pero terminó cediendo.

Miré con desprecio al Comisario, miré con odio a ese viejo triste que justo el último
día de nuestras existencias en aquel pueblo se le ocurría ponerse a llorar, pero más odio
sentí por mi Madre.

–Madre, ¿hace falta todo esto?, ¿en verdad, tengo que hacerlo?

Ya lo dije antes, ella siempre quiso que yo sea poeta, pero si sus pretensiones eran la
promesa de una épica para mi existencia, fue aquella vez que se borraron para siempre.
Lo cierto es que hice lo que tenía que hacer como un destino irrevocable, me arrodillé
frente al Comisario como si en verdad ya lo hubiera hecho hacía un rato, como si lo
viniera haciendo desde hacía mucho tiempo atrás, una y otra vez, sin recordar cuándo
había sido la primera. Mientras lo hacía, no dejaba de pensar en mi padre. La verdad es
que con los años, su existencia se había ido borrando hasta deshacerse en un
mamarracho mental, pero el equívoco de Madre o quizás la posibilidad cierta de que el
hombre que mantuvimos encerrado en el cuarto del fondo haciéndole probar los
caramelitos del infierno con todos los reventados del pueblo fuera mi padre, me
aturdía. Los recuerdos hasta entonces amontonados en la fosa pútrida de mi memoria
parecieron alcanzar la superficie y mostrarse nítidos bajo una nueva luz. Un vértigo de
palabras perdidas me envolvió y dando vueltas alrededor mío me devolvía lo que creía
para siempre olvidado: el hecho de haber tenido un padre.

De pronto pensé si todas aquellas palabras que nombraban a mi padre no eran un


modo de sacarme de encima el imperativo poético de mi Madre: contra el poema
materno, me decía, la narración inútil; contra el regodeo en la imposibilidad de la
palabra poética, la sucesión narrativa –una manera, acaso, de volverme inocente, ir
hacia ningún lado sin por qué ni para qué. Si solo se tratara de chuparle la pija a un
Comisario vaya y pase –me dije a mí mismo–, pero de lo que se trataba era de otra cosa
–siempre se trata de otra cosa–, se trataba del descubrimiento de la deriva narrativa
contra la poesía de mi Madre. Y como dije, no eran imágenes las que me traían el
recuerdo de mi padre, sino palabras sueltas que rápidamente alcanzaron el enunciado.
Una frase se repetía en mí una y otra vez como un mantra: “Quiero que seas una puta”.
Di todas las vueltas mentales en derredor de ese núcleo verbal, hasta que el recuerdo se
fue haciendo cada vez más nítido y definido. Entonces lo vi claramente: cumplía yo
cinco años y mi padre se había aparecido con un paquete luminoso bajo el brazo. Me
llamó aparte y acorralado contra un rincón de la cocina me dijo “Quiero que seas una
puta”.

Eso fue todo, eso debería ser todo y la narración terminar aquí mismo, en el
recuerdo de mi padre y en la frase “quiero que seas una puta”, pero justamente este es
el punto más importante: entender por qué la narración no puede terminar acá ni en
ninguna parte. La frase exacta tal vez haya sido “Quiero que te veas como una puta”.
No sabía, no me acordaba del todo, pero entonces mi padre me había dado el paquete y
al abrirlo había encontrado una minifalda roja y cortísima, unas medias de red super
sexys y unos zapatitos divinos de taco muy alto sobre los que me costaba caminar. Daba
vueltas y vueltas sobre la cuestión y pensaba que era posible que me estuviera
equivocando, acaso había sido el día de mi cumpleaños y al preguntarme qué quería de
regalo le pedí a mi padre que me trajera ropa de puta porque quería ser una puta. O
quizás ni siquiera era mi cumpleaños sino un día cualquiera en el que mi padre me
había preguntado ¿qué quería ser cuando fuese grande?, y había sido yo el que le había
contestado que quería ser su puta. Hacía el esfuerzo de reconstruir la escena pero había
detalles que se me escapaban. No me acordaba muy bien, pero podía entender que ese
siempre había sido el drama de mi vida: estaba condenado por mi madre a ser poeta
cuando lo que yo quería era ser la puta de mi padre. Aunque ahora que lo pienso
también me hubiese alcanzado con ser el poeta de mi padre y la puta de cualquiera. Me
parece que en realidad solo quería ser puta, ser una puta muy puta y que todo lo
demás, esto mismo, por ejemplo, sea el poema.
De verdad, no lo sé. A veces me parece estar inventándolo todo. Incluso inventando
mi propio deseo. Digo porque era posible que a mí nunca se me hubiera cruzado por la
cabeza ser la puta de nadie y en verdad hubiese sido mi padre al que se le había
ocurrido mi deseo. Me parecía que había sido él el que un día me trajo la ropa y me
pintó la cara con polvos y los ojos con delineador y mi boca jugosa con un lápiz labial
rojísimo. Incluso me parecía haberle dicho que no quería vestirme así porque aquella
era ropa de puta y yo no quería ser una puta, pero entonces él me agarró del cuello y
me pintó la cara y los ojos y los labios y me obligó a ponerme a aquella ropa. Si ese
hubiese sido el caso, terminó gustándome. De un modo u otro, me recordaba extasiado
con el nuevo look, descubriendo algo en mí mismo que nunca había pensado que
existía. Desde entonces, cada noche que mi padre volvía del trabajo yo me vestía como
su puta y lo recibía refregándome contra sus piernas. Luego mi padre se sentaba a ver la
televisión y yo le bailaba como lo hacían las chicas que aparecían en la pantalla,
moviendo sus caderas para dejar ver sus nalgas surcadas por una pequeñísima tanga y
encajadas en las mismas medias de red que mi padre me había comprado. Me sentía
aterradoramente poderosa. Imitaba cada paso de baile, cada gesto en sus rostros
pintarrajeados, los modos de hacer entender cosas oscurísimas con solo juntar los labios
en piquito. Así, mientras las chicas de la tele se refregaban contra el conductor y
bailaban junto a un caño que se metían entre las nalgas, copiaba los movimientos y le
mostraba a mi padre como yo también podía hacer aquello refregándome contra un
palo de escoba y bailándole alrededor.

Mi padre se ponía muy contento y aplaudía mis avances. Aquello le daba


esperanzas de encontrar algún tipo con el que casarme y salir de todas las deudas que
nos atormentaban. Él me apoyaba mucho en eso. Me acuerdo de la importancia que le
daba a cada una de nuestras salidas por más insulsas que resultaran: ya sea una vuelta a
la plaza, ir a caminar por algún centro comercial, siempre que veía un hombre acercarse
a nosotros, un hombre al que quizás suponía como un buen partido para entregarme,
me pegaba codazos para que yo me parara mejor, arqueando la cintura, sacando el
pecho hacia afuera y levantando la cola que según él era mi mayor tesoro –“mi cola de
los mil demonios”, decía. Incluso me parece que cuando recibíamos visitas en la casa de
turno, solo recibíamos visitas para que mi padre pudiese mostrarme. Me exigía una
postura acorde y me enseñaba cómo debía actuar y hacer de “sirvientita”. Y siempre en
algún momento de la velada encontraba el momento preciso para hacerme desfilar
delante de los desconocidos que traía –me decía “mostrale al señor X lo que aprendiste”
y entonces yo me paraba sacando la cola hacia un lado tomándome de la cintura con mi
mano; “mostrale al señor cómo caminás con tus tacones”, y yo caminaba en derredor
del señor X; “mostrale cómo bailás, cómo hacés eso de agacharte y subirte”, y yo me
meneaba un poco delante de sus narices y luego me refregaba con el palo de escoba
metiéndomelo entre las nalgas o refregándomelo en la vaginita.
Los tipos reaccionaban siempre de modo distinto. Había quienes se sonrojaban por
lo que esa nena de cinco años era capaz de hacer, otros se entusiasmaban y aplaudían
mis movimientos acompañando la música, incluso otros daban a entender por
determinados comentarios que estaban verdaderamente dispuestos a aceptar mi
compañía de por vida y transformarme en su mujer. Sin embargo, ni con los dueños de
las casas que alquilábamos ni con cualquiera de los desconocidos que mi padre traía, los
planes de mi padre nunca encontraron efectividad. Quizás porque no era lo
suficientemente claro en sus pretensiones, pero también cabe la posibilidad que a los
tipos les resultara un poco incómoda mi edad –por más desarrollado que yo me
encontrara no dejaba de tener cinco años, quizás si hubiese tenido nueve o diez años
hubiésemos tenido mejor suerte.

Mi padre igualmente nunca perdía las ilusiones y si nadie estaba dispuesto a


llevarme como su esposa, pensaba que al menos podía servir para impedir el desalojo
cada vez que aparecían los dueños de las casas que alquilábamos para echarnos a la
calle. Siempre estábamos esperando ese día. No recuerdo haber vivido de otro modo
más que esperando el día que nos echaran. Y cuando ese día llegaba ya teníamos todo
preparado para el evento. Mi padre le abría la puerta al dueño y al grupo de matones
que lo acompañaba para amedrentarnos. Lo invitaba a sentarse un rato y comer las
galletas que mi madre había cocinado especialmente para él. Luego en medio de la
charla, mi padre, de forma siempre imprevista, presentaba mi número musical y yo
irrumpía en escena con mi ropa de trola, mis zapatos de trola, mi baile de trola. Cada
vez siempre era la última vez, cada vez la presión escénica me llevaba a poner todo mi
empeño. Bailaba como en trance, como si celebrara con ello el final de los tiempos
anunciando el fuego celestial que apenas yo acabara caería sobre nuestras cabezas.
Bailaba y mi padre aplaudía, bailaba y los hombres que acompañaban al dueño me
miraban como si estuvieran probando un pedacito de la noche del abismo.

Bailaba, pero el dueño de la casa, uno u otro, uno y cada uno de los tantos dueños de
todas las casas que habíamos alquilado y salido corriendo para no pagar nuestras
deudas, ninguno de ellos parecía inmutarse en lo más mínimo de lo que yo
representaba como promesa y regalo. Quizás hicieran un esfuerzo mayúsculo en omitir
lo que les ofrecía y concentrarse en su meta económica –cobrar las deudas de mi padre–,
pero la frialdad con la que me miraban, el rechazo físico a mi ronroneo caliente no
dejaba de romperme el corazón y mis ilusiones de casarme con alguno de ellos o que
me llevara como parte de pago o me pusiera a prueba por algún tiempo se deshacían en
el aire como pompas de jabón.

A veces pienso que lo que aquellos hombres rechazaban de mí no era tanto la edad,
sino que debajo de tanto maquillaje y por más zapatos de tacones, medias de red,
minifalda y tanguita con la que mi padre me vistiera, yo no dejaba de ser un
muchachito, un nene, un varoncito. Eso lo aprendí tiempo después cuando a mi padre
se le ocurrió que un orfanato era un buen lugar para mí, un lugar donde hacer alguna
vida mientras él se mudaba de un pueblo a otro escapando de sus deudas. Me cortaron
el pelo al ras, tiraron a la basura toda mi ropa de promisoria vedette y me vistieron con
unos pantalones muy feos y unas zapatillas que tenían el mérito de congelarme los pies.
Tres meses duró mi internación, pasado ese tiempo llamaron a mi padre y le exigieron
que me sacara del lugar. La directora señaló la constante excitación que yo provocaba
en los otros pupilos –“una perra en celo”, dijo la directora–. No le gustaba que yo me la
pasara bailando ante mis compañeros, ni que me metiera en sus camas, ni que les
enseñara hacer esas cosas que sin darle nombre parecían aterradoramente malas. Desde
entonces nunca más usé la ropa que mi padre me había comprado, pero quedó en mí el
hábito de comprarme la mejor ropa en las mejores tiendas de moda de cada nuevo
pueblo al que llegábamos, buscando siempre algo que se asemejara al menos a aquella
pollerita roja, aquellos zapatos de tacones con unas perlas de strass en la punta, aquel
corsé con un cierre delantero bien apretadito a la cintura.

La cuestión es que con esas imágenes en la cabeza obedecí a mi Madre y le di al


Comisario del pueblo lo que había venido a buscar, y al parecer tan bien lo hice que
terminó por acabar prontamente con un chorro de semen espeso y caliente. Mientras
escupía aquel líquido en el inodoro del baño, Madre tomó el billete de cinco pesos que
el otro le tendió. Enseguida se fue y nos quedamos solos. Madre sacó los manojos de
billetes que durante todo aquel tiempo habíamos juntado. Nunca había visto tanta plata
junta. Verdaderamente habíamos hecho trabajar al viejo a destajo para conseguir
aquella fortuna. Ahora con esos últimos cinco pesos ya estábamos al borde de cumplir
con nuestro sueño.

Fue en ese momento, en el momento en que Madre contaba la plata, que me di


cuenta que en verdad no sabía cuál era nuestro sueño. Urstaat, Urstaat, Urstaat –¿qué
otra cosa podía ser? ¿Pero de dónde habíamos sacado la idea de que existía una Ciudad
llamada Urstaat que desde el comienzo de nuestras existencias nos estaba destinada?
Desde que nací, me había pasado la vida yendo y viniendo de un pueblo a otro,
atravesando desiertos en trenes que abrían la nada y prometían ir a ninguna parte, y
desde luego, solo se dirigían a la nada misma y nunca, jamás, nos llevaban a Urstaat.
Ante cada mudanza, cada vez que salíamos corriendo de una casa fugándonos de los
propietarios y sus amenazas, mi padre siempre decía “esta vez sí, esta vez iremos a
Urstaat”, entonces cargábamos nuestros bártulos hacia la estación de trenes pensando
que esa vez nos marcharíamos definitivamente a Urstaat, subíamos a esos trenes que
abrían la nada pensando que tarde o temprano esa vez nos dejarían en Urstaat, nos
figurábamos que las lucecitas que en la noche bordeaban el horizonte eran las luces de
Urstaat a la que nos dirigíamos, e invariablemente al llegar a la estación terminal del
tren nunca jamás nos encontrábamos en Urstaat sino en otra estación más de uno de los
tantos pueblos putrefactos, exactamente igual, absolutamente idéntico, a cualquier otro
pueblo putrefacto de mi país.

Solo mi padre había conocido Urstaat. Solo a mi padre le estaba dada la gracia de
conocer Urstaat. Era como si él tuviera el permiso divino de lo que a nosotros nos estaba
negado. Llegábamos a un pueblo y mi padre desaparecía. “¿A dónde vas?”, le
preguntaba; y mi padre respondía que se iba a trabajar a Urstaat. Trabajaba como
funcionario y eso lo convertía en un hombre verdaderamente importante –importante
porque cuando se decidió que todo el dinero virtual del mundo financiero se
transformara en billetes reales, los hombres debieron abandonar los edificios, y solo los
funcionarios como mi padre quedaron dentro custodiando el dinero de todos y de
nadie. Y, según mi padre, eran tantos los billetes que se habían usado todas las
habitaciones de todos los departamentos de todos los edificios para guardarlo. Pero los
billetes no dejaban de reproducirse. Un billete generaba dos billetes y dos billetes
creaban cuatro billetes y así, infinitamente, Urstaat misma crecía hacia los costados y
hacia arriba, sin que nadie encontrara un límite preciso ni pudiera llevar la cuenta con
exactitud. La totalidad era algo que les estaba vedado –decía mi padre. Cada
funcionario contaba la parte de las habitaciones del piso del edificio que le tocaba, y
luego informaba a los emisarios enviados por sus superiores. Los superiores nunca iban
a Urstaat, nadie sabía dónde vivían, ni quiénes eran. Como todo funcionario, con el
tiempo mi padre comprendió la inutilidad de aquel dinero. No llevaban número, ni
imagen ni nada, solo una frase allí inscripta: “nada es real, estas palabras no son reales,
ni siquiera usted es real”. Aquel dinero nada valía, sin embargo, esa misma nada le
daba un valor altísimo: no había nada en el mundo conocido que cubriera el valor del
menor de aquellos billetes. Eso mismo hacía que lo verdaderamente inútil fuera el
trabajo de los funcionarios como mi padre. Nadie estaba allí para contar lo
inconmensurable, nadie estaba allí para informar ni ser informado de nada. Por eso, en
verdad, el trabajo de mi padre se reducía a mantener los contactos, saber arrimarse,
hacer valer a sus conocidos, disfrutar entre tanto los privilegios de todo funcionario. Y
mi padre tenía muchos amigos en Urstaat, muchos contactos, muchos conocidos, sabía
con quiénes moverse, a quien tocar, con quién arrimarse. Solo se trataba de tener
paciencia, saber esperar –decía mi padre–, conocer la lógica del dinero, dejarlo hacer,
dejarlo reproducirse, sostener una fe de hierro en que el dinero hiciera su trabajo por sí
mismo, multiplicándose al infinito que prometía, hasta el momento oportuno, hasta el
momento en que se presentaran las condiciones adecuadas –“condiciones adecuadas”,
decía mi padre aleccionándonos–, condiciones adecuadas para dar el zarpazo. En algún
momento, sabría ocupar el lugar y tarde o temprano él mismo se transformaría en
superior y entonces ocurriría la magia por la que todo aquel dinero, o al menos todo el
dinero que pasara por sus manos tuviera alguna relación con el mundo y sirviera para
cambiarlo por algo, o simplemente que la totalidad de las cosas no valieran
absolutamente nada solo para darle algún sentido a aquellos billetes. Entonces, cuando
esa magia se diera, cuando ese momento llegara, ya no habría necesidad de mudarse ni
de salir escapando de un pueblo a otro, ni vestirme de putita para conseguir algún tipo
que me llevara consigo o convencer a los propietarios de las casas que alquilábamos de
que una nena de cinco años podía hacerlo volar a la noche estrellada que brilla en el
fondo del cerebro animal de todos los hombres a cambio de condonarnos la deuda.

Mientras tanto, mientras esperábamos su regreso, mi madre se dedicaba a poner


huevos y empollarlos. Eso siempre fue así, al menos desde que yo nací, mi madre no
pudo tener ninguna otra cría humana, pero si muchísimos huevos que llevaba en su
vientre y que en un momento decidía parir de cuclillas en cualquier lugar de la casa.
Luego, durante la ausencia de mi padre se la pasaba empollándolos y escribiendo
mentalmente los poemas que su hijo poeta nunca podría escribir –seguramente por eso
los escribía por mí. Se la pasaba en silencio rumiando palabras hasta que de pronto,
como si de una revelación se tratara, recitaba en voz alta lo que había encontrado. Me
acuerdo de uno que empezaba así: “Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera
yo soy real”. No era más que el comienzo, seguramente el poema seguía, pero ella solo
recitaba esa parte. Después también me acuerdo de otro, del que solo entendía el final.
Comenzaba con palabras de un idioma desconocido, y luego cuando su voz alcanzaba
cierta cumbre lírica remataba: “Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera yo
soy real”.

Los huevos que mientras tanto empollaba eran gigantescos y seguramente causaban
un gran sufrimiento en mi madre. Por suerte los paría de uno a la vez. A mí siempre me
daban miedo y no sé por qué. No eran más que pájaros, enormes sí, del tamaño de un
chimango, un agapornis, un halcón, pero absolutamente inofensivos para con nosotros.
Tenían picos de pájaros, patas de pájaros, plumas de pájaros, alas de pájaros, pero no sé,
había algo en sus caras, ciertos rasgos, y sobre todo cierto modo de mirar, algo en el
fondo de sus ojos que prometía una humanidad aterradora. Me miraban como si
fuésemos iguales, como si una hermandad nos uniera en el abismo de las especies, me
miraban como un hermano medio idiota, afásico y autista puede mirar a su hermano
mayor diciéndole “en el fondo sabés que somos lo mismo”. Incluso había algunos que
nacían con partecitas humanas. Me acuerdo de uno que en la garra de la pata derecha
tenía un dedo gordo, y me acuerdo de otro que había nacido con orejas humanas, y de
otro que en vez de pico tenía una nariz, y otro más al que le colgaba entre las patas un
pito humano un poco desproporcionado para su tamaño.
Aquello nos convocaba en el terror. Nunca nos atacaron, pero sé que nos tenían
miedo. No era para menos: nuestra miseria, nuestro hambre –algo teníamos que comer
mientras esperábamos que mi padre regresara de hacer sus cosas en Urstaat, y nuestro
único alimento eran los pájaros nacidos de los huevos que mi madre paría.

Pero su número excedía nuestra necesidad alimentaria y los pájaros sobrevivientes


hacían su vida alrededor nuestro. No recuerdo a mi madre sino con docenas de pájaros
dándole vuelta por encima. La casa, cualquiera de ellas, era un verdadero quilombo
sonoro, un concierto constante de gorgojeos, trinos y arrullos. El suelo, los muebles,
nosotros mismos, estábamos siempre cubiertos de su mierda blancuzca. Manchas de
mierda por todas partes, pintitas de mierda blanca salpicando nuestras vidas. Así lo
recuerdo. Incluso cuando salíamos, los pájaros nunca dejaban de estar cerca de mi
madre. Íbamos a dar alguna vuelta por el pueblo y solo se trataba de elevar la mirada
para encontrarlos siempre revoloteando sobre los techos de las casas, las puntas de los
árboles, haciendo círculos sobre los rastros de mi madre. Y si nos tocaba mudarnos y
viajar de un pueblo a otro, los pájaros nos seguían a la estación y luego perseguían el
tren a través del desierto en bandadas dementes que cada tanto se arrojaban contra las
ventanas del vagón, se hacían mierda contra el vidrio, tomaban vuelo otra vez
haciéndose puntitos negros en el cielo claro para regresar e intentarlo una vez más.

Después mi padre regresaba. No traía un peso partido al medio, pero traía muchas
historias de Urstaat y nosotros ansiosos lo escuchábamos como a un profeta que venido
del desierto nos regalara sus visiones. Hasta los pájaros hacían silencio para escucharlo.
Y lo que mi madre no lograba –hacer el poema–, mi padre lo hacía sin sospecharlo ni
pretenderlo. Sus palabras iban construyendo Urstaat y Urstaat era el poema porno-
financiero que mi padre escribía.

No sé si mi padre inventaba sus historias y mentía acerca de sus contactos y


conocidos, de su trabajo cerca de aquellos que podían sacarnos de nuestra miseria, o si
en verdad soy yo el que inventa todas esas historias acerca de mi padre, lo cierto es que
cuando volvía de Urstaat recitaba su poema porno-financiero con una alegría orgullosa
que a todos nos conmovía. Un orgullo del que nos hacía partícipes sin importar aquello
mismo que contaba, y entonces nos olvidábamos del hambre y del frío, de los huevos
que mi madre estaba obligada a parir, del momento en que tuviéramos que escaparnos
de la casa y del pueblo porque otra vez no teníamos con qué pagar el alquiler.

Aunque tal vez no esté inventando nada, sino que efectivamente mi padre mentía.
Una vez, una de las tantas veces que dijo marcharse a Urstaat, lo encontramos en la
plaza del pueblo. Raramente salíamos, y no me acuerdo por qué se le ocurrió a mi
madre sacarme a pasear. Dimos vueltas por los barrios, caminamos por una feria y de
pronto, a lo lejos, identificamos a mi padre vendiendo pájaros. Estaba parado detrás de
las jaulas donde los tenía exhibidos. Parecía un pordiosero. Su imagen nos sorprendió.
Lo habíamos imaginado con su mejor traje, bien afeitado, bañado con los mejores
perfumes, trabajando sus contactos en Urstaat con los aires de hombre imprescindible
que no jugaba a la sobrevivencia barata, sino que apostaba nuestras vidas en el fuego
mismo de la gran política, cuando en verdad no era más que un embustero que cada
vez que venía a vernos lo hacía para robarle a mi madre los huevos que su vagina nos
donaba.

Aquello rompió el corazón de mi madre. Levantó el brazo derecho hacia las alturas,
levantó el dedo índice de su mano y en ese momento todos los pájaros que daban
vueltas por el cielo de la plaza del pueblo y todos los pájaros que trinaban en los árboles
cayeron desplomados contra el piso.

Duró un instante, y salvo los niños que por ahí correteaban nadie se dio cuenta del
milagro aterrador. La plaza quedó cubierta de cientos de pequeños cadáveres. Incluso
los pájaros que el pordiosero de mi padre mantenía en sus jaulas se desinflaron contra
los barrotes como globos pinchados que quedan en el piso después de que la fiesta
termina.

Mi madre se arrodilló, tomó uno que había reventado junto a su pie. Avanzó dos
pasos, volvió a arrodillarse. Tomó un palito de helado que alguien habría arrojado y lo
clavó en el corazón del pájaro.

Luego tomó mi brazo y dejó el cadáver sobre la palma de mi mano. “Esto es para tu
padre”, dijo y me ordenó que se lo llevara. Tenía miedo de mi madre. Miedo de los
mares congelados que en sus ojos brillaban. Caminé hacia donde mi padre, pero mi
padre al darse cuenta de la muerte de sus pájaros ya estaba levantando sus cosas,
marchándose. Apuré el paso para alcanzarlo, pero mi padre caminaba rapidísimo y
cada vez se me alejaba más y más. Siguiéndolo lo vi dejar atrás las casitas del pueblo e
internarse en los pastizales del campo. Corrí lo más que pude. Al llegar vi a mi padre en
la entrada de un rancho miserable. Una mujer gorda lo esperaba. Sus pelos negros le
caían sobre los hombros y le ocultaban la cara. Avancé con lentitud, pero con valentía.
Enseguida unos tres o cuatro chicos salieron de entre los pastos y me siguieron hacia la
casa. A cada paso que daba más chicos aparecían ante mi vista. Cuando llegué donde
mi padre, unos quince niños me rodeaban. Me sorprendieron sus rostros. Todos
perfectamente iguales, todos con cara de pajarracos. No tenían plumas ni alas, pero sí
los ojos chiquitos, la boca casi borrada, y en lugar de la nariz tenían un pico excelso y
puntiagudo. Fue la primera vez que registré que la cara de mi padre también era la de
un pajarraco, un buitre.
Unos tres o cuatro metros nos distanciaban. Me miraba como si en verdad cientos de
miles de kilómetros de tinieblas nos separaran. La mujer a su lado hizo un gesto. Estaba
dirigido a mí. Era una mujer espantosa, asquerosamente fea. No solo gorda sino
también bigotuda y con una sola ceja que como matorral crecía encima de sus ojos. Ni
siquiera me dio asco que mi padre nos engañara con una mujer, ni que tuviera todos
esos hijos con cara de pájaros sin nunca decírnoslo, sino que la mujer con la que decidió
armar su vida fuera semejante estropajo de la estética universal y que esos chicos que
seguramente eran mis hermanos no supieran ocultar su condición de mutantes
alienígenas.

Me acerqué a mi padre con el pájaro muerto en mis manos. No nos dijimos nada. Le
pasé el cadáver y él entendió todo. Yo también entendí todo y en mi comprensión ni
siquiera había odio, más bien no había nada pero esa nada era aquello mismo que había
comprendido como un destino que a todos –mi padre, mis hermanitos mutantes, la
mujer fea, mi madre, yo mismo, uno y cada uno de todos los hombres que sobrevivían
en cada pueblo de mi país escribiendo en el fondo de sus cerebros el gran poema porno-
financiero con el que construyen las calles, los edificios y las torres de la Ciudad que nos
niegan haciendo la Gran Política– nos estaba esperando desde el comienzo.

Entonces volví sobre mis pasos, de regreso a la casa y a mi madre. En el camino pasé
otra vez por la plaza. Los cadáveres de los pájaros seguían allí. En una punta, un
barrendero los amontonaba en una montañita. El resto yacía en uno y otro lado. La
gente los pisaba casi sin darse cuenta. Aquello me llenó de tristeza. En un arrebato
inexplicable se me dio por recogerlos. Me acerqué al barrendero. Le expliqué que
aquellos pájaros eran míos y que pensaba llevármelos a casa. El hombre levantó los
hombros como diciendo que no le importaba. Bajo un tacho de basura encontré una caja
y metí todos los cadáveres que pude. Hice dos o tres viajes más con una ansiedad y
prontitud injustificadas. Limpié toda la plaza. Los fui amontonando en el fondo de la
casa. Luego los incendié, armando una hoguera con papeles y maderitas. Pasé horas y
horas contemplando las llamaradas ansiosas de cielo y el cuerpo de mis hermanos
haciéndose humo negro y olor apestoso.

Después no pensé en nada. Mil veces antes había estado en un lugar semejante
quemando cadáveres de animales. Era un ritual automático. En nuestras continuas
mudanzas, apenas llegábamos a un pueblo, en vez de buscar amiguitos humanos,
buscaba perros, gatos, sapos, ratones, ratas –incluso creo recordar también un caballo–,
pero, claro está, aquellas amistades me duraban lo que tardaba en llegar la orden de
desalojo. Ello me obligaba a deshacerme constantemente de mis amigos apenas los
conocía, incluso –anticipándome a lo que vendría–, los sacrificaba antes de llegar a
conocernos. Capaz que lo que en realidad me gustaba era enseñarles a morir. Nunca
entendí esa gente que enseña a sus animales a repetir tonterías humanoides como
levantar la patita, traer la pelota que le arrojamos lejos o defecar donde corresponde.
Solo los animales que mueren son capaces de algún aprendizaje, justamente porque no
hay otra cosa en el mundo más que aprender a morir. Por eso prefería amistades
animales, porque era más fácil el aprendizaje, la despedida, el sacrificio, incendiarlos en
una hoguera antes de marcharnos. Ese es el único recuerdo de mis amigos: un fuego
que no termina de apagarse, como si las distintas hogueras fueran una única hoguera
que continuara prendida en mi memoria y fuese ese fuego en el fondo de mi cerebro el
que todo lo quema, lo incendia, lo aniquila.

El fuego y el viento también eran amigos míos. Una vez que mis animales aprendían
a morir, yo les enseñaba un conocimiento superior: hacerse fuego y transformarse en
viento. Aunque, para ser precisos, el fuego y el viento también eran animales que
habían aprendido a dejar de serlos. Una etapa superior, digamos. Ellos ya lo habían
aprendido todo, nada tenía para enseñarles. Incluso cuando dejaban de ser animales se
ponían a hablar y me contaban historias de todos los animales que habían sido. Al
fuego siempre le gustaba recordar haber sido caballo, y al viento le gustaba recordar su
vida como gato, y otras veces su vida como perro.

Esa tarde, la tarde en que arrojé a todos mis hermanos muertos en la hoguera que
buscaba cielo, escuché al fuego durante horas contándome con mucha tristeza la
condena de mis hermanos habiendo nacido pájaros y el dolor que sentían porque había
sido mi madre, la madre de todos aquellos pájaros, la que había decidido quitarles la
vida levantando su dedo sin mayor explicación que el goce del horror. Y también
escuché al viento y en el viento todas las voces de mis hermanos, y todas las palabras
que nunca habían podido hacer propias, y entre ellas una y otra vez supe identificar un
mismo legado “Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera nosotros somos
reales”.

Hacía mucho tiempo que no hablaba ni con el viento ni con el fuego. Tanto que me
parece que en verdad estoy inventando todo esto. Lo cierto, en todo caso, es que quemé
a mis hermanos muertos y luego entré a la casa, y en la cocina encontré a mi madre
acuclillada contra un rincón llorando como nunca vi a nadie llorar en mi vida. Me
acerqué, intenté abrazarla, contenerla, pero mi madre detuvo mi brazo y lo empujó
hacia atrás.

–Quemé los pájaros, les di sepultura en el cielo –informé.

–No merezco otra cosa que el castigo –dijo mi madre–. Ahora vos tenés que darme lo
que merezco –agregó entre sollozos.
Entonces se subió, arriba mío, acomodando su cola en mis rodillas. Se levantó la
pollera que quedó plegada sobre su espalda. Sus nalgas desnudas, redondeadas,
luminosas me parecieron divinas. Levantaba la cola hacia mí sin nunca dejar de gemir y
era ella, toda entera, la que me parecía hermosa. La mujer más hermosa del mundo.
Nunca me había dado cuenta de eso. Nunca me había detenido en que mi madre era la
mujer más hermosa del mundo. Quizás necesitaba eso que estaba pasando, que ella se
arrojara contra mis rodillas, se levantara la pollera y me ofreciera esa cola radiante para
darme cuenta de que ella era la mujer más hermosa que jamás encontraría en mi vida.

–Hacelo. Dame lo que me merezco –insistió mi madre.

Entonces comencé a darle palmadas en la cola, suavemente, haciendo como si le


diera verdaderas palmadas en la cola. Pero ella me pidió que lo hiciera más fuerte y
entonces las palmadas se fueron convirtiendo en chirlos que le daba como si de una
nena se tratara. Eso le gustó a mi madre y los sollozos fueron convirtiéndose en
gemidos de placer. Fui excitándome con el asunto y los chirlos fueron desplazándose
hacia el lado oscuro de una paliza. Las nalgas de mi madre se pusieron rojas, rojísimas,
y mi mano ya no encontró ningún freno para castigarla. Sus gemidos crecieron, se
hicieron líricos. Fue entonces, en ese momento, que descubrí por primera vez en mi
vida que tenía un pito. Siempre había creído que solo los demás tenían pito. Tan
compenetrado en el personaje que mi padre me había impuesto vistiéndome de putita y
enseñándome a bailar ante desconocidos y propietarios que venían con el papel de
desalojo, que asumiendo como propio mi destino de puta no me había percatado del
pene que me colgaba entre las piernas. No es que no me daba cuenta, sino que era más
bien decorativo. Tenía un pito como tenía un hígado, un riñón, un dedo meñique en mi
pie izquierdo –o más específicamente, un apéndice inútil que algún día debía ser
extirpado. Eso no era tener un pito. Tener un pito era lo que mi madre me estaba
enseñando. Eso que se levantaba dentro de mi calzoncillo, llenándose de sangre hasta
que la cabezota se pusiera colorada, eso era un pito. Metí mi mano izquierda dentro y
empecé a tocarme sin nunca detener la paliza sobre las nalgas de mi madre. Ella estaba
extasiada con su castigo, yo estaba extasiado con mi descubrimiento. Cuando, entre mis
dedos sentí la leche viscosa con la que mi novedoso pito me enchastró, ya no pude
continuar. Mi madre pareció comprenderlo. Ya tenía lo suyo y aceptó el final. Se corrió
de entre mis rodillas, y sin nunca levantarse rodó por el piso unos metros hasta chocar
con el vértice entre la pared y la puerta. Allí se quedó enrollada sobre sí misma, en
posición fetal, ya sin sollozos ni gemidos de placer, en silencio, buscando el sueño que
la hiciera olvidar de lo que en ese día había vivido. Yo no lo olvidaría. No podría
hacerlo, hubiese sido un desagradecido para con mi madre que esa tarde me regaló lo
que yo durante tantos años de mi vida ni siquiera había imaginado: la posibilidad de
sentirme humano.
Aunque no sé, acaso me esté equivocando y en verdad mi madre no era aquella
mujer de las nalgas más hermosas del mundo, sino Mariela, mi esposa. Seguramente se
trataba de Mariela –aunque un poco difuso tengo el recuerdo, inmediatamente posterior
al de los chirlos, del tono con el que me exigió que le hiciera el amor y le diera un hijo.
No, mi madre nunca me hubiera pedido que le hiciera el amor. Era una mujer fría y
distante y por más que se encontrara ardiendo en la hecatombe de la carne culposa
guardaba siempre la debida compostura –menos aún me habría pedido que le diera un
hijo.

Lo cierto es que yo mismo me he montado la trampa de la incertidumbre y la


imposibilidad de diferenciar a Mariela de mi madre. A esta altura de la vida no puedo
negar el embrollo edípico que siempre me había atado a su existencia. Estaba
enamorado de mi madre –¿por qué no decirlo?–, estaba absolutamente entregado a una
pasión tan voraz que si me lo hubieran permitido le hubiera dado todo: el mejor sexo
del mundo, muchos hijitos correteando en derredor nuestro, una casa en Urstaat,
incluso lo que ni ella misma sabía que lo deseaba. Y, claro está, ante la imposibilidad de
casarme con mi madre, me terminé buscando la mujer que más se le aproximara,
aquella con la cual podía dar rienda suelta al juego de identificaciones y hacerle el amor
como si se lo estuviera haciendo a mi madre. Lo malo fue haber logrado lo que me
había propuesto, incluso debo decir que Mariela excedía con creces lo que yo me había
imaginado al respecto. Madre y Mariela no eran solamente iguales, eran exactamente
iguales, no solo en relación a sus edades sino también a sus rasgos faciales, su estatura,
el tamaño de sus pies –las dos calzaban cuarenta–, la cantidad de lunares en sus
espaldas –las dos tenían ciento veinticuatro exactos y precisos lunares–, el pelo
enrulado y rubio, los ojos negros como cuervos amontonados en la noche negra, el
mismo juanete en el dedo chico del pie izquierdo, la misma cicatriz en el pómulo
derecho, los pechos arrugados como cáscaras de nueces, los colgajos de sus vientres
excitantes.

El problema evidente es que Mariela era una persona mayor, una anciana sin más.
Sin embargo, nunca tuve ningún prurito en decirlo: me gustan las mujeres viejas –y
Mariela era verdaderamente vieja. Me llevaba sesenta años. Cuando la conocí yo tenía
quince y ella setenta y cinco. Ahora a la distancia, entiendo que el hecho de que mi
mujer me llevara semejante diferencia de edad era síntoma de lo que la vida me
imponía y que por entonces yo no podía ver. ¿Por qué no me gustaban las chicas de mi
edad?, ¿por qué no podía aceptar los parámetros estéticos, socio-culturales, quizás
biológicos y conformarme con lo que la vida tenía previsto para mí? No lo sé; lo único
que se me ocurre es que aquella diferencia era un modo de llegar tarde a mí mismo o
quizás llegar demasiado temprano. Lo que quiero decir es que en algún momento de mi
vida yo también iba a tener setenta y cinco años y recién entonces se me daría por el
gusto avinagrado de las tetas viejas, los colgajos de grasa en el vientre, la piel fláccida
cayendo debajo de los brazos, la cara chupada como pasa de uva, la vagina replegada
sobre sí misma prometiendo el desierto. Pero no, en vez de esperar como todo el mundo
los procesos lógicos del tiempo y la edad, ya a los quince años apuré la copa del tiempo
e hice fondo blanco tomándomelo todo de una vez. Mi conclusión rápida: llegué
demasiado temprano a enamorarme de una vieja. Y esto tiene que quedar muy claro; mi
relación con Mariela no se basaba en ningún interés –¿qué interés iba a tener en una
vieja consumida por la pobreza y el alcohol?– sino en el más puro amor. Un desapego
tal por el debe y el haber del mundo, un cálculo tan erróneo en la cuenta de los costos y
beneficios, que solo así podía yo enamorarme de lo que objetivamente no eran más que
los restos –las ruinas– de un ejemplar humano al que la vida había pasado por encima.

Como dije, Mariela y Madre, Madre y Mariela, eran dos gotas de agua entre dos
espejos enfrentados. La única diferencia era que mi madre me quería poeta, en cambio
Mariela me quería como progenitor de sus crías. Hubiera dado lo que no tenía por
hacerla feliz y darle los hijos que deseaba pero sus ovarios ya eran el recuerdo de sí
mismos. No teníamos que haberlo intentado, ni continuar haciéndolo, pero ella me
presionaba y exigía que le diera lo que ella misma no podía recibir sino al costo del
horror. En su momento no lo entendí, pero el tiempo da alguna perspectiva y eso ayuda
a comprender las cosas –aunque cuando la comprensión llega ya es tarde para todo.
Nuestros hijos nacieron viejos; eran niños ancianos, bebés, sí, pero con la cara arrugada
como un globo desinflado que queda colgando en alguna pared, olvidado por todos
cuando la fiesta termina. Recién nacidos, con no más que algunos minutos de vida en el
planeta Tierra y ya tenían la edad biológica de cualquier señor de sesenta años. Lo que
ahora comprendo es que aquello era lo que debía haber esperado y no supe anticiparlo:
si Mariela tenía cerca de ochenta años cuando tuvimos a nuestro primer hijo, entonces
era lógico que naciera con la edad biológica de un viejo de sesenta o sesenta y cinco.
Tuvimos cuatro, ¿o fueron cinco?, no sé, no me acuerdo del todo, pero lo que tengo
claro es que nacieron y enseguida murieron debido a las enfermedades
correspondientes a su edad: esclerosis múltiple, osteoporosis, artritis, alzheimer, y otras
por el estilo.

Acaso fue aquel el tiempo más difícil de mi vida. Había apostado todo por armar
una familia con Mariela, tener en el pueblo una casa propia, llenarla de chicos que le
dieran algún sentido a nuestra devastación. Me había obsesionado con ello. Acaso tenía
miedo de que si no le daba los hijos que ella deseaba, me abandonaría. Lo cierto es que
Mariela renunció a su deseo pero yo seguí intentándolo. No tenía que haberla
presionado, acaso si hubiera tenido otra comprensión de la vida, Mariela no se me
hubiera muerto; pero nada comprendí, le exigí una y otra vez que me diera lo que no
podía darme, y entonces Mariela se murió. No podré olvidar nunca más la vez en que
fue internada para tener su último y definitivo parto, y sus palabras “sacáme a este
monstruo de adentro, matalo antes de que me mate a mí”.

–Dame un hijo, zorra, dame un hijo –le respondí sin saber que esas iban a ser las
últimas palabras que Mariela escucharía de mi boca.

Murió unos segundos después, cuando nuestro hijo ya asomaba la cabeza por entre
sus piernas –pero el chico, como todos los otros, ya estaba muerto antes de poder
tenerlo entre mis brazos.

En fin, todo eso pensaba mientras mi madre contaba los fajos de billetes que durante
tanto tiempo habíamos juntado para sacar nuestros boletos de tren y marcharnos a
Urstaat. Pero no sé, es raro que mi madre contara aquellos billetes ya que nada sabía de
matemáticas, ni siquiera sabía contar –veintidós pesos, contó, pero para ella veintidós
pesos era más o menos cualquier cosa. Tampoco sabía escribir: por eso escribía poemas
y pretendía que yo fuera poeta.

Lo cierto es que mi madre tomó unas bolsas de plástico y metió la plata dentro. Eran
unas catorce bolsas repletas de papel y poesía. Pensé en lo difícil que era la vida en mi
país, en sus pueblos interiores, tan difícil que para sacar dos boletos de tren
necesitábamos catorce bolsas llenas de papeles escritos con el semen que se deslizaba
desde el interior del ano de nuestro viejo cada vez que lo sodomizaban en su cuarto,
escritos con la sangre que chorreaba de la vagina de mi madre cada vez que paría un
huevo, escritos con el sudor de mi cuerpo de nena refregándose contra el bulto de todos
los desconocidos que mi padre me traía con la esperanza de casarme con alguno de
ellos.

–Te lo digo en serio, ya nos vamos y todavía no pensamos qué hacer con tu padre –
dijo cuando terminó de meter los billetes en las bolsas.

–No sé, Madre. Ya te dije que ese no es mi padre. Mi padre murió hace muchos años
y no tengo ganas de volver sobre eso.

–No me hablés así. Por lo menos dale algo que comer y después nos vamos.

Le preparé una sopa con los restos de chimango que nos habían quedado del
almuerzo y se lo llevé al cuarto. Ni siquiera me animé a entrar. Solo abrí la puerta y
empujé el plato. Después cerré con llave, tomé mi bolsito y me encaminé hacia fuera. Mi
madre ya me estaba esperando en la vereda.
Caminamos un par de cuadras y atravesamos la plaza, rumbo a la estación de trenes.
Es increíble cómo ahora, después de algún tiempo, todas las plazas de todos los pueblos
en los que he vivido se confunden en mi memoria. Creo que eso ni siquiera es algo que
pienso ahora, primero porque ahora mismo estoy muerto y no puedo estar recordando
nada, y porque me parece que eso mismo era lo que pensaba mientras atravesábamos
aquella plaza junto a mi madre con nuestras catorce bolsas en las manos.

Pensaba, me daba cuenta de que en verdad ni siquiera sabía en qué pueblo


habíamos estado durante tanto tiempo, de qué pueblo nos estábamos despidiendo para
irnos a Urstaat. Tantas veces nos habíamos mudado, tantos pueblos diferentes
habíamos conocido, y sin embargo solo sobrevivía la sensación de que en verdad
siempre se había tratado del mismo pueblo, la misma plaza, incluso la misma casa.

Ciertamente, quizás se tratara de una trampa de mi memoria en la que todo tendía a


borrarse, pero también es posible que la trampa hubiese estado fuera de mi cabeza, que
la trampa fuese la estructura circular de lo que nos estaba dado. Signados por una
condena de la que ni siquiera éramos conscientes, pensaba nuestras vidas como una
línea continua, trazada sobre un mapa, una línea que solo podíamos vivir como una
interminable recta que se nos perdía de vista en el horizonte del desierto, pero que por
eso mismo no podíamos registrar su curvatura, el momento en que tendía a volver
sobre sí misma para hacerse círculo e imponernos el retorno a lo mismo.

Sentía que en nuestras almas solo había quedado grabada la experiencia del tránsito
–el vacío– entre un lugar a otro, solo podíamos vivir en el desierto que se nos había
metido en los ojos arrasando cualquier intimidad, arruinando las palabras que todavía
pudieran darnos un contacto con nosotros mismos. Solo podíamos vivir ese vacío como
definitivo, y entonces ya no nos importaba de dónde veníamos, a dónde debíamos
marchar, porque esa era la única forma de defendernos y sobrevivir al círculo miserable
de nuestras vidas, a la política impuesta de no llegar sino allí de dónde debíamos
escapar en la infinita curvatura del espacio-tiempo.

Cruzábamos con mi madre la plaza de aquel pueblo y supe en ese momento que en
verdad ya habíamos cruzado esa plaza una y mil veces. Supe que el tren que enseguida
íbamos a tomar ya lo habíamos tomado una y otra vez para volver siempre al mismo
pueblo, las mismas casas, la misma gente. Arribaríamos entonces a la misma estación de
la que habíamos partido, cruzaríamos esa misma plaza en sentido inverso,
encontraríamos como sin querer la misma casa que habíamos abandonado, nos
sorprenderíamos de encontrar en el cuarto en el que nosotros lo habíamos dejado al
mismo viejo al que obligaríamos a prostituirse solo para juntar los pesos necesarios que
nos ayudaran a sostener la ilusión de que la próxima vez sí, la próxima vez tomaríamos
el tren correcto, el tren que nos llevara a Urstaat y nos sacara de la mierda en la que
estábamos hundidos.

Igualmente me parece que estoy mintiendo. No sé. No lo sé porque en todo caso


cómo se me había dado la alegría con la que cruzaba aquella plaza rumbo a la estación,
la plenitud espiritual con la que se me daba creer que esa vez sí dejaríamos atrás ese
pueblo y todos los sucios pueblos que habían hecho de nuestra vida un desperdicio
inmundo. La conclusión lógica debía ser la de asumir la derrota y aceptar el fracaso, sin
embargo, marchaba hacia mi destino con una sonrisa en la boca y los ojos radiantes. Por
eso pienso que esas ideas no debieron ser ideas que pasaran por mi cabeza en aquel
instante sino solo impresiones generales que ahora que estoy muerto puedo permitirme.

Lo cierto es que llegamos a la estación y en la estación no había nadie. Ni pasajeros


esperando, ni guardas de estación, ni trenes arrojando su humo, solo el paisaje de una
devastación, las ruinas de lo que en algún momento podría haber sido la estación de
trenes de un pueblo del interior. Inspeccioné el lugar de un lado a otro hasta que
finalmente cuando estaba a punto de renunciar, al cruzar por el hall registré la sombra
de un hombre que parecía esconderse detrás de las rejas de la ventanilla de ventas de
pasajes. Me acerqué. Enseguida registré las piernas del vendedor de pasajes
sobresaliendo por detrás de un escritorio. Lo llamé una y otra vez, pero el tipo no me
contestaba.

–No sé por qué se esconde, salga de ahí que ya lo vi detrás del escritorio –le dije del
modo más amable que pude.

El tipo salió. Pretendió explicarme que no estaba escondido sino buscando algo,
pero los nervios y su tartamudeo lo delataban.

Le pregunté cuál era la frecuencia del tren que iba a Urstaat.

–Viene uno cada cuarenta y cinco años, señor.

–¿Cuarenta y cinco años? ¿Y entonces qué hace acá?

–Espero, señor, ¿qué otra cosa puedo hacer?

En ese momento, las cabezas de dos viejos –muchos más viejos que el que me
atendía– salieron desde detrás del escritorio donde el otro se había escondido.

–¿Ya vino?, ¿es ese?, ¿ya podemos irnos?


–¿Es Carlos Angulo?, decinos, ¿es Carlos Angulo?

El otro no contestó, solo movió la mano ordenándoles que volvieran a esconderse.

–¿Quiénes son esos? –pregunté.

–No le importa, usted no tiene derecho a preguntar eso.

–Solo quiero sacar dos pasajes a Urstaat, pero si viene cada cuarenta y cinco años
estoy perdido. Yo mismo tengo cuarenta y cinco años.

–Sí, entiendo, pero el siguiente está por venir dentro de cinco minutos. El problema
es que no tengo dos pasajes. Solo uno y está reservado.

–¿Reservado?

–Sí, reservado por un tal Carlos Angulo.

–Después de cuarenta y cinco años ya no creo que vaya a venir.

–No sé, señor, acá dice que el pasaje está reservado por un tal Carlos Angulo desde
hace cuarenta y cinco años, justo después que pasó el último tren. Es nuestro deber
seguir esperando.

No tenía sentido discutir con aquel funcionario. Regresé junto a mi madre y le


expliqué la situación. No le dije que solo había un pasaje para no entrar en disputas,
solo le dije que ya no había pasajes porque un tal Carlos Angulo los había reservado.

–¿Cómo se llama el señor? –preguntó mi madre para asegurarse de lo que recién le


había dicho.

–Carlos Angulo.

–Pero, pedazo de pelotudo, Carlos Angulo, sos vos –dijo Madre.

Aquello fue una verdadera sorpresa, la verdad es que no sabía que mi nombre era
Carlos Angulo. Mi nombre siempre había sido Carla. Carla para mi padre que así le
gustaba llamarme cuando me vestía como su putita. Carlita, me decía, y creo que así le
gustaba porque creo que su nombre era Carlos. En cambio, para mi madre siempre fui
Juan, y eso porque a mi madre nunca le gustó lo que mi padre pretendía para mí. “Dejá
de hacerte la puta”, decía Madre, “y cortala con eso de Carlita, tu nombre es Juan, y será
Juan hasta que te entierre”.

Lo del apellido Angulo era peor porque ciertamente nunca en mi vida había
escuchado el apellido de ningún Angulo, aunque ciertamente tampoco puedo definir
claramente cuál era mi apellido real. A mi padre nunca le gustó su apellido porque lo
había condenado desde muy chico a las peores humillaciones. Si alguna vez junté el
coraje de preguntarle, mi padre eligió el silencio hasta que finalmente, la última vez que
se lo pregunté, me dio vuelta la cara de un cachetazo. Se había transformado en un
secreto, un misterio que nunca debía atreverme a develar aun cuando aquello
significara que yo mismo no tuviera ningún apellido. Pero por eso mismo, porque a mi
padre no le gustaba su apellido y pretendía borrarlo de la memoria de los hombres, mi
madre lo vociferaba a viva voz cada vez que podía y se le antojaba. Entonces le gritaba
“Carlos Conchudo” de acá, “Carlos Conchudo” de allá, “Carlos Conchudo” hace esto,
“Carlos Conchudo” te olvidaste de aquello.

Podría, claro está, haber adoptado con la mayor dignidad del mundo el apellido
Conchudo, pero mi madre no era una fuente segura. Eran etapas. En una etapa de
nuestras vidas lo llamaba Carlos Conchudo, pero después, en épocas diferentes, solía
referirse a mi padre como Carlos Laloca, Carlos Laputa, y también como Carlos Lasarna
y Carlos Sidoso. Bien podía haber elegido uno de los tantos apellidos de mi padre, pero
entre Conchudo, Laputa, Lasarna o Sidoso, elegí no tener ninguno.

Mi madre entonces me ordenó volver a la ventanilla para sacar los pasajes y obedecí.

–Señor…

–Sí…

–Acabo de recordar que Carlos Angulo soy yo.

–¿Usted es Carlos Angulo?

–Sí, sí, todo el tiempo y todo entero también.

–Sepa que lo estamos esperando desde hace mucho tiempo.

–¿Me esperan?, ¿quiénes me esperan? Solo lo veo a usted y a esos dos viejos, no creo
que esos dos me hayan estado esperando.
–No se ría de nosotros. Desde hace cuarenta y cinco años, mi padre y mi abuelo y el
padre de mi abuelo, nacimos y morimos esperando que usted viniera por su boleto.
Cuatro generaciones arruinadas, cuatro generaciones condenadas a llevar una vida al
pedo solo para esperar al tal Carlos Angulo. Ahora que ha llegado quizás nos dejen
marchar.

–Pero necesito también un boleto para mi madre.

–No puedo ayudarlo, señor, solo hay un boleto y es para Carlos Angulo.

–Pero entonces qué hago con mi madre.

–Esa es cuestión suya. Déjela ahí en el andén, mucha gente trae a sus madres para
que se mueran en el andén. Debe haber como unas veinte viejas muertas; una más, una
menos, da más o menos igual.

–No puedo dejarla morir.

–Bueno, haga lo que quiera. ¿Va a pagar el boleto o no?

Le dejé a aquel vendedor de pasajes las catorce bolsas que pasé a través de la
ventanilla. Estuvo un buen rato contando billete por billete. En total sumaban
seiscientos mil ochocientos treinta y cuatro pesos, con veinticinco centavos.

¿Toda esa plata? –pregunté sorprendido por la guita que habíamos juntado con mi
madre usando las bondades de nuestro viejo.

–Mejor así; tome el costo del pasaje y devuélvame el resto –agregué.

–No hay nada para devolver, señor. El pasaje vale seiscientos mil ochocientos treinta
y cuatro pesos, con veinticinco centavos.

–¿Eso es lo que vale?

–Eso es lo que vale para usted.

–¿Por qué para mí?

–Cada uno tiene su precio. Es lo más justo para todos, ¿no? Su precio es seiscientos
mil ochocientos treinta y cuatro pesos, con veinticinco centavos, ni un billete más ni un
billete menos.
–Es una estafa.

–No diga barbaridades, señor. El tren que esperamos salió hace cuarenta y cinco
años solo para usted. La estación fue construida solo para recibirlo. El pueblo, su plaza,
cada una de las casas, fueron construidas solo para que usted tenga un lugar donde
cobijarse mientras decidiera finalmente tomar el tren a Urstaat. Urstaat misma solo
existe para que usted llegue. ¿Y le parece injusto cobrarle seiscientos mil ochocientos
treinta y cuatro pesos?

–Esa plata es todo lo que tengo, representa mi vida entera.

–Sí, justamente, de eso se trata, de su vida.

–No perdamos más tiempo, deme el pasaje –dije cerrando la cuestión.

Con el pasaje en la mano, me di vuelta hacia el hall. Allí estaba mi madre


esperándome. Me acerqué a ella. Me tomó del brazo y me arrastró hacia el andén.

–¿Sacaste los pasajes? –preguntó.

–Madre, solo hay un pasaje.

–Entonces dámelo.

–No puedo, madre. El pasaje es para mí.

–Mirá Conchudo, el pasaje es mío. Toda mi vida trabajé para sacar ese puto pasaje.

–El pasaje lleva mi nombre.

–Vos no tenés nombre. Vos sos nadie, la nada misma.

–No digas eso, madre.

–Yo puse el huevo de donde saliste. Yo empollé el huevo. Yo te di de comer hasta


que aprendieras por vos mismo.

–No soy nadie, soy… No sé lo que soy, pero no soy nadie.

–¿Qué te creés que puede salir de mi concha sino la nada misma?


–¿Y tus hijos, madre?, ¿y todos los hijos que pariste?

–No me preguntes eso. Ya lo sabés.

–Yo soy tu hijo.

–Vos sos nada. Tengo el cerebro en la vagina, mi vagina solo puede parir los
fantasmas de la noche cerebral. Me condenaron a parir los engendros psicóticos que
solo en mis entrañas infértiles podían encontrar mundo.

–Pero Madre ¿qué fuimos todos tus hijos?, ¿qué fueron todos mis hermanos?

–¿Sabés que había dentro de cada huevo, sabés que hubo dentro del huevo con el
que te parí? Nada, la nada universal, la nada que en la forma de pajarracos inmundos
me persigue donde vaya para decirme entre trinos y gorgojeos “Nada es real, ni
siquiera estas palabras, ni siquiera nosotros somos reales”. Eso es lo que sos, un
pajarraco nacido de la nada, destinado a la nada. Un engendro del cerebro que tengo
metido en la concha que se ha negado a hacerme madre.

–Madre, basta de hablar así, me das miedo, madre.

Fue entonces en ese momento, en que mi madre aprovechó mi desconcierto y con un


movimiento rápido y seguro me arrebató el pasaje. Lo apretó en su mano. Se dio vuelta,
dándome la espalda. Hizo un paso hacia delante pretendiendo alejarse de mí. La tomé
del brazo, se lo impedí.

–Madre, devuélvame el pasaje.

–No escuches, María, no escuches, solo son ilusiones mal paridas, ya llega el tren, ya
estamos a punto, ya estamos cerca, solo unos minutos más y estaremos en ese tren
rumbo a Urstaat.

–Madre, deme el pasaje. Madre tendré que matarla.

Madre me empujó, pero agarré su mano. Quiso pegarme y entonces tuve que
pegarle. Retrocedió unos pasos, tropezó con un banco del andén y cayó sobre el asiento.
El boleto seguía apretado en su puño. Quise obligarla a abrir la mano, pero la fuerza de
Madre era la de mil esforzados estibadores de algún puerto tercermundista. Entonces la
tomé del cuello y tanto apreté su garganta que finalmente Madre abrió la mano y se
murió, o abrió la mano porque se murió, o se murió porque abrió la mano y supo que le
arrebataría el boleto y otra vez perdería el tren a Urstaat.
El cadáver de Madre quedó rígido contra el banco del andén.

Me incorporé victorioso, con el boleto entre mis dedos. En ese momento escuché a lo
lejos la sirena del tren anunciando su llegada. En el horizonte se dibujaba su silueta. Vi
en ese mismo instante –tal como me lo había dicho el vendedor de pasajes– que todos
los bancos del andén de la estación estaban ocupados por diez, veinte, treinta viejas que
al igual que Madre parecían, inmóviles, gozar de la paz que todo cadáver sabe ganarse.

Pero más me llamó la atención que los cadáveres estuvieran vestidos con la misma
ropa que Madre llevaba y, más aún, que todas aquellas mujeres tuvieran el pelo rubio y
enrulado de Madre y, más todavía, que uno y cada uno de los cadáveres de aquellas
mujeres fueran el cadáver de Madre, exactamente idénticos a mi Madre.

Caminé unos pasos por el andén, las réplicas de Madre se reproducían unas a otras
ante mis ojos. El tren ya estaba arribando. Pensé y no sé por qué lo pensé, que aquella
no era la primera vez que había matado a Madre, que cada uno de aquellos cadáveres,
ciertamente, habían sido el cadáver de la mujer que había asesinado diez, veinte, treinta
veces, cada vez que habíamos juntado la plata necesaria para comprar nuestro boleto,
cada vez que atravesamos la misma plaza del mismo pueblo que eran todas las plazas y
todos los pueblos, con la esperanza de llegar a la estación, sacar nuestro boleto, y esa
vez sí, esa vez marcharnos de toda la mierda del mundo y mudarnos a Urstaat.

Esa sensación, ¿no?, la de que aquello que estaba viviendo no era la primera vez que
lo vivía, y que la muerte de Madre ya se había producido diez, veinte, treinta veces
antes, en algún pasado más o menos cercano, se acentúo, se hizo serie, una vez que subí
al tren.

El vagón estaba vacío. Recorrí uno tras otro y no había una sola persona
acompañándome en aquel viaje. Tampoco encontré la locomotora ni ningún vagón que
fuera el último vagón. La idea de quedar atrapado dentro de un tren infinito dando
vueltas por un desierto circular me mareó. Me senté en cualquier parte junto a una
ventanilla. Un rato después encontré a Madre y la sensación de la que recién hablaba, la
de que aquello que estaba ocurriendo ya había ocurrido tantas veces que en verdad
nunca había dejado de ocurrir. Vino hacia mí caminando por el pasillo con la misma
ropa con la que hacía un rato nomás yo la había dejado abandonada en el andén, sin
huella alguna de que habíamos peleado, ni que la había tomado del cuello para matarla.
Se sentó a mi lado. No supe qué decirle, si hacer alusión al hecho de haberla asesinado o
si ella prefería que calláramos la cuestión, por lo que sostuve mi silencio perdiéndome
en la meseta invariable del paisaje.
–Espero que el entierro sea rápido. Lo bueno es que ya se murió –dijo de pronto
rompiendo el espesor duro de nuestro silencio.

–No sé quién se murió, ¿de qué estás hablando? –respondí aferrándome a un olvido
que desde ese mismo momento me prometí como conquista y destino.

–De tu madre, de su entierro.

–¿Madre murió? –dije insistiendo en hacerme el que no entendía, sabiendo que yo


mismo la había matado hacía un rato.

–Estamos yendo a Urstaat para su funeral. Carlos, ¿qué te pasa? Estás como perdido.

–No me pasa nada, solo que me siento un poco mareado por lo que pasó. Veo este
paisaje de mierda alrededor y me suben los ácidos. Necesito descansar un poco –dije
intentando cerrar la cuestión sobre la muerte de Madre, intuyendo que ella sabía que la
había matado hacía solo un rato, atacándome de asa forma cínica tan acostumbrada,
inventándome nombres como Carlos, haciéndose la que hablaba con un desconocido,
pero no con su hijo.

Cerré los ojos, no quería saber nada del mundo ni de mi cabeza en el mundo. Un
rato después Madre me devolvió el desconcierto. Su mano tocó mi rodilla, luego subió
por el muslo y después, enseguida, se puso a manosearme. Rápidamente salí de mi
embrollo mental. Lo sentí como un golpe en el estómago –de fondo era mi madre la que
me estaba tocando la verga. Mi reacción fue innoble –sin pensar en el deseo de mi
madre, ni evaluar la posibilidad de permitirle hacer lo que ella quería, actué de modo
automático tomándola de la muñeca y sacándole la mano.

–¿Querés que te la chupe? Capaz que te hace bien. Además, no hay nadie por acá. Te
la chupo un ratito y vas a ver que enseguida te sentís mejor.

–… –fue todo lo que me salió decirle.

–Dale, dejame un poco, me muero de ganas.

El desconcierto, la desolación, la inutilidad de ese viaje y de todos los viajes que


alguna vez habíamos emprendido, la conciencia clara de nuestro fracaso conjunto, el
desierto en derredor, ese tren de mierda que andaba más lento que los perros
cimarrones que nos perseguían, la soledad, la sensación de que todo aquello ya lo
habíamos vivido una y mil veces, no sé…, me sentía tan abrumado que me pareció
lógico –conclusión necesaria y general de una repetición interminable de premisas
iguales– que mi madre me bajara el cierre e hiciera aquello.

Seguramente era el cansancio, el infinito cansancio que me invadía el cuerpo y


enchastraba con su baba mis sesos, lo que me inmovilizó y no me dejó hacer algo para
que Madre se detuviera. En ese estado de rigidez física –como si en verdad la dureza de
mi pija se trasladara a todo mi cuerpo y fuese por metonimia toda mi existencia
corporal una inmensa y erecta verga destinada a monolito tribal o instalación pseudo-
provocativa en algún museo modernoso –pensaba, ¿no?, en lo extraño que uno puede
sentirse cuando acabamos de matar a nuestra madre y sin embargo nuestra madre se
encuentra a nuestro lado chupándonos la pija, y más extraño todavía el hecho de saber
que ya la hemos matado antes, muchas veces, tantas veces que ya ni siquiera nos
importa la extrañeza de que efectivamente nuestra madre muerta se encuentre a nuestro
lado chupándonos la pija.

Entonces, mientras mi madre hacía eso, surgiendo desde el asiento delantero


apareció el rostro de un chico que nos miraba. Y luego, enseguida, a su lado, otro chico,
y al instante, otro más. Después sentí la cercanía de algo detrás mío, di vuelta la cabeza
y encontré la cara de otros dos, uno a cada lado, mirando lo que estábamos haciendo.
Hice un gesto para que se fueran y dejaran de mirarnos, pero otros dos aparecieron por
el pasillo y tomándose del pasamano se nos quedaron mirando junto a los asientos. Les
dije que se marcharan, pero empezaron a cuchichear entre sí, y al parecer decidieron
quedarse y seguir mirando. Entonces tomé a mi madre del pelo para retirarla y que se
detuviera, pero aquello funcionaba al revés, y cuánto más hacía por detenerla, mayor
era su ímpetu por continuar.

Avergonzado por lo que estaba sucediendo, no me había dado cuenta de lo


horroroso del rostro de aquellos chicos. Aceptando que nada podía hacer para detener a
mi madre, intenté relajarme para terminar con aquello lo más rápidamente posible y
entonces registré que aquellos chicos no tenían rostro. En todo caso parecían borrados
con ácido muriático. Pero eso mismo, la indistinción de sus rostros fue paradójicamente
la prueba de su identidad. Ni siquiera fue un ejercicio de memoria, sino solamente el
reconocimiento inmediato de quiénes eran: los hijos que con Mariela nunca había
tenido. “Nuestros hijos no-nacidos” me gustaba llamarlos. El recuerdo de aquellos
siempre fue doloroso e inútil, pero en ese momento me sirvió al menos para algo: si los
chicos que nos rodeaban eran los hijos que nunca había tenido con Mariela, entonces la
mujer entusiasmada con mi pene no era mi madre sino Mariela. Mi cabeza nunca
termina de funcionar como a mí me gustaría, pero aquel relámpago de lucidez mental
bastó para que la hermosa erección que me poseía de pronto se perdiera y de mi pija no
quedara más que una cosa blandita. Me pareció entonces que dejarme chupar la pija por
una mujer que no fuese mi madre resultaba deshonroso para su memoria, incluso si la
mujer era mi mujer, incluso si esa mujer era la madre de mis hijos –“no, a mí solo mi
madre me chupa la pija”, dije para mis adentros.

–¿Qué te pasa, Carlos?, ¿no te gusta? –preguntó Mariela.

–No, no es eso. No puedo seguir con todos estos chicos mirándonos –le dije
omitiendo que en verdad ella se había propasado pretendiendo ocupar el lugar de mi
madre chupándomela.

–Pero los chicos están acostumbrados. Nunca te importó.

–Bueno, ahora sí me importa.

Mariela se acomodó en su asiento, un poco fría, un poco distante. Los chicos se


dispersaron por el vagón y se perdieron de vista. Por mi parte me quedé un poco
anonadado con mis recuerdos de mis hijos, Mariela y su muerte tan absurda. Tenía
miedo –miedo no es la palabra–, sentía terror –no porque Mariela aun habiendo muerto
estuviese hablándome como si nada, sino porque el destino me estaba ganando una vez
más. Si era efectivamente Mariela la que me acompañaba, si estábamos viajando hacia
Urstaat para asistir al funeral de mi madre, entonces todo lo que yo me había contado a
mí mismo acerca de mi infancia –mis hermanos-pájaros destinados a hacerse fuego y
viento, el deseo de mi padre de transformarme en una puta, nuestro continuo escapar
de las deudas yendo de un pueblo a otro, mi madre y nuestro sueño imposible de dejar
atrás todos aquellos pueblos inmundos para llegar alguna vez a Urstaat, no habían sido
más que artificios mentales para sobrevivir al caos. Pero a esa altura de mi existencia,
¿cómo diferenciar verdad de mentira? Y ¿qué me podía importar diferenciarlas? Acaso
esa mujer tan exactamente idéntica al recuerdo de mi madre fuese verdaderamente mi
madre. Acaso las dos, Mariela y Madre, convivieran en un mismo rostro bifronte al que
no le importaba ser a la vez una y otra. Acaso nunca había tenido una madre, y Mariela
terminó haciendo de mujer y madre en la narración de mí mismo. Es posible, todo
siempre es posible y eso mismo es una condena. Hay veces que uno no sabe qué hacer
con su propia cabeza y cuando encuentra una mínima historia que al menos nos haga
olvidar del desastre de no saber qué hacer con el propio cerebro, entonces termina
creyendo hasta el fondo en eso mismo que se cuenta.

Un poco de orden, por dios, un poco de orden, aunque sea ficticio, aunque sea
tramposo, aunque las consecuencias sean siempre terroríficas –me dije a mí mismo,
rogándole no sé a quién.
Pensé en compartir lo que me estaba pasando con Mariela, pero ella, luego de mi
rechazo, prefirió una distancia rencorosa. La miré de costadito –movida por su
indiferencia se había puesto a leer un libro solo para subrayar su enojo para conmigo.
Era un libro de poemas, se llamaba Poema porno-financiero. Lo había escrito Carlos
Angulo, al menos era ese nombre el que habían escrito en la portada.

–¿Falta mucho para llegar a Urstaat? –pregunté esperando generar alguna conexión.

–No preguntes tonterías, ya estamos en Urstaat. Es imposible estar fuera de Urstaat.

–Esperaba que pudiéramos llegar.

–Nunca se llega, uno ya siempre está adentro.

No entendí lo que Mariela me quiso decir, pero en ese momento volví la mirada
hacia la ventanilla y el desierto ya no estaba. Impetuosos se alzaban los edificios a los
lados de la vía –sus paredones cercanos nos encerraban en un túnel a cielo abierto, e
indiferentes parecían darnos las espaldas. En las esquinas de cada calle se reproducían
hacia los laterales prometiendo un infinito de hierro y cemento. En mis pupilas Urstaat:
pero en el fondo de mis retinas el desierto insistía como huella, como si en verdad
subsistiera, expresara, sea él mismo la planicie cerebral de mí mismo proyectado, medio
borrado pero superpuesto sobre la superficie de Urstaat. ¿Ya estábamos en Urstaat?,
¿hacía cuánto el tren había ingresado a ella sin que yo me diera cuenta?, ¿ya estábamos
en Urstaat desde siempre y la condena, la única condena era no poder nunca llegar a ese
lugar donde ya siempre estábamos?, ¿y el desierto, y todos los pueblos que siempre
fueron el mismo pueblo, y todas las fugas con mis padres yendo y viniendo de uno a
otro con tal de escapar de nuestras deudas, y mi madre, y sus huevos, y el viejo que
pagó nuestro viaje, y los ilusiones mal paridas de llegar alguna vez a lo que era nuestro
afuera, nuestro más allá del límite de toda nuestra podredumbre?

–¿Está bueno el libro? –le pregunté a Mariela intentando cambiar el rumbo de mi


cabeza.

–Son poemas, no pueden estar ni buenos ni malos.

–Leeme alguno, dale.

–¿Cuál?

–Uno cualquiera.
–Todos son uno cualquiera, son todos iguales.

–Elegilo vos, pero leeme uno.

–Este está bueno. Escuchá: “Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera yo
soy real”.

–¿Y?

–¿Y qué?

–¿Cómo sigue?

–No sigue. Ese es el poema.

–No puede ser, tiene que tener un final.

–Sí, ese es el final: “Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera yo soy real”.

–¿Y el principio?

–Ese es el principio.

–¿Me dejás verlo?

Mariela me pasó el libro. Era más o menos gordo, tenía cuatrocientas cuarenta y tres
páginas. Todas ellas tenían el mismo poema. Abriera donde abriera, en la página 22
como en la 387, siempre las mismas líneas: “Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni
siquiera yo soy real”.

Fue entonces que llegamos a donde ya estábamos. Del tren solo bajamos nosotros.
En el andén no había nadie, ni un borrachín perdido ni un perro dando vueltas. Todo
era silencio y desolación. Pronto ingresamos en el hall de la estación. También estaba
vacío. Me pareció extraño; a esa hora del día la estación debía estar llena de gente yendo
y viniendo, pero no, ni siquiera un guarda, un barrendero, ni siquiera las ventanillas de
venta de pasajes estaban abiertas. Sin embargo, apenas salimos de allí, una vez en la
calle, la multitud nos zarandeó de un lado al otro. Intentamos tomarnos de la mano.
Escuché a Mariela gritándoles a nuestros hijos que se agarraran de papá. Era como si en
verdad la estación, sus puertas abiertas, el tren todavía detenido en el andén solo
existieran para nosotros. Al menos a aquella multitud que iba y venía en una y otra
dirección no le importaba en lo más mínimo ingresar a ella y pasaba por las gigantescas
puertas del hall como si allí no hubiera nada.

En medio de aquella incertidumbre, resistiendo todos los empujones y atropellos de


la gente que pasaba, perdimos a dos de nuestros hijos. Fue Mariela la que se dio cuenta
y me lo dijo. Conté a los que tenía alrededor, y sí nos faltaban dos chicos. Los buscamos
con la mirada pero no había ninguna posibilidad de encontrarlos. No tardamos en
renunciar a ellos. Seguramente encontrarían una mejor vida de la que podíamos darles.

Mientras los buscaba con la mirada vi los carteles publicitarios que se levantaban
por todos lados. Todos eran iguales, todos publicitaban el libro que Mariela me había
mostrado. Recortado delante de un fondo blanco, en el libro de tapas verdes se leía el
título “Poema porno-financiero” y el nombre de Carlos Angulo. Junto al libro, del
mismo tamaño que este, cruzado de brazos y con una mínima sonrisa en la cara, estaba
parado el autor. Aquel tipo era yo. Yo era ese tipo que con el dedo índice de la mano
derecha señalaba el libro que tenía a su lado. No sé de dónde me habían sacado esa foto,
no me recuerdo tan limpio ni prolijo, ni menos aún haber usado un traje en toda mi
puta vida. Estaba bonito en aquella foto, pero ciertamente me pareció un poco estúpida.
Estúpida mi sonrisa, estúpido mi dedo señalando el libro, estúpido mi traje.

Me sentí apabullado por aquellas imágenes. Era imposible no verlas, que no se


impongan ante los ojos hasta hacerse paisaje mental. No conté menos de veinticinco
carteles gigantescos con mi foto allí reproducida. Cada uno debía medir unos diez
metros de alto por unos cinco de ancho, y estaban en todos los recovecos posibles de
aquella parte de Urstaat. Volví a mí cuando vi que Mariela se había puesto a caminar
con los chicos y la seguí. A unos veinte metros de la entrada de la estación pasamos por
las enormes vidrieras de una cadena de librerías. Todos los libros que allí se exhibían –
cientos, miles, y miles y miles de libros apilados uno sobre otros– eran el libro Poema
porno-financiero de Carlos Angulo. Entre las pilas de libros, pero también en carteles
que colgaban del techo del interior de la librería, y en las pegatinas de la vidriera se leía:
“Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera yo soy real”. Al terminar de pasar
por allí, un tipo nos entregó un volante con la misma frase –nada informaba, nada
pretendía vender, solo estaba escrito “Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni
siquiera yo soy real”. Levanté la vista y vi que en el mural de la calle de enfrente habían
escrito la misma frase con aerosol.

Mariela me gritó que la siguiera. Dijo: “Carlos, conchudo, apurate, ¿querés


perderte?”.

–¿A dónde vamos? –le pregunté cuando llegué a su lado.


–A casa, ¿a dónde vamos a ir?

–No sé, ¿no íbamos al sepelio de mi madre?

–¿Qué importa tu madre? Vamos a casa.

–No sabía que teníamos una casa, ¿dónde queda?

–No preguntes idioteces. Queda en cualquier parte. Cualquier lugar que elijas es tu
casa.

Entonces me di cuenta. No había ningún auto, ningún taxi ni colectivo, las calles
habían sido tomadas por la gente para vivir la intemperie. Las multitudes iban y venían
como si las avenidas fueran enormes peatonales sin ningún vehículo que los molestara.
En medio de la multitud, grupos, familias, se amuchaban en círculos rodeados por sus
bártulos. Allí parecían vivir, calentándose con el fuego que encendían quemando sus
cosas, haciendo de los recovecos de la oscuridad su baño privado, durmiendo en la
vereda o en cualquier parte, rogando no ser pisoteados por las multitudes que no
dejaban de dar vueltas.

Entre tanto estímulo terminamos perdiendo al resto de nuestros hijos que vaya uno
a saber dónde se habían ido, quién se los había llevado. Lo peor fue que intentando
identificar qué había pasado con mis hijos no me di cuenta que Mariela se había
retrasado y ahora estaba besándose con un hombre en la esquina. Volví sobre mis pasos
y le pedí explicaciones. Me sorprendió que aquel hombre estuviera desnudo. Solo
llevaba una bufanda y una campera que tenía el cierre roto. No parecía tener ningún
pudor de mostrar su barriga peluda ni que las bolas y el pene le colgaran a la vista de
todos como si nada. Mariela entonces me presentó a aquel hombre como su esposo.
“¿Tu esposo?”, le pregunté. “Sí, es mi esposo, nos casamos hace poco en la iglesia de
Urstaat” –respondió. Me dijo enseguida que vivían “por allá” y señaló no sé qué
amontonamiento de gente derrumbada en la entrada de uno de los edificios. Aquello no
me importó, es más, lo entendí como una buena oportunidad de deshacerme de Mariela
y de todos los fantasmas de mi madre que su existencia convocaba.

Luego anduve mucho, tanto que ya ni me acuerdo por donde anduve. Dormí en
cualquier parte, comí lo que me daban, aporté a una hoguera donde me dejaron
calentar. Fui también al teatro. Me lo imaginaba con otros esplendores, pero igual
estuvo bueno. Había unos trescientos actores, pero la obra era más bien humilde, solo se
trataba de una madre y un hijo que obligaban a un viejo a prostituirse para viajar a
Urstaat. También había un personaje que era el Comisario de un pueblo sin comisaría.
Los otros doscientos noventa y seis actores que estaban en escena me resultaban
inexplicables. Nunca supe qué hacían ahí, pero me daban mucha tristeza.

Anduve por el puerto, pero ya no había mar ni río, ni laguna ni nada, por lo que
tampoco había barcos ni pescadores; y anduve también por la casa de gobierno, la
catedral, la plaza central, pero había llegado tarde y según me dijeron ya no había casa
de gobierno, ni catedral ni plaza central. Anduve por muchos lugares que eran ningún
lugar. Conocí el centro, pero el centro estaba en cualquier parte y en ninguna.
Preguntaba a unos y me señalaban hacia el oeste, iba hacia allí y no encontraba nada
diferente a lo que ya había visto. Entonces preguntaba de nuevo dónde estaba el centro
y me señalaban hacia el este. Como tampoco allí había nada semejante al centro de
Urstaat volvía a preguntar y me señalaban hacia el sur algunos y luego hacia el norte
otros, pero también hubo otros que no me señalaron nada porque dijeron que ya estaba
en el centro. En verdad nunca conocí el centro porque nadie sabía dónde quedaba el
centro, o acaso el centro estaba en todas partes. La última vez que pregunté fue toda
una sorpresa para mí.

–¿Dónde se encuentra el Centro?

–¿El centro de qué? –me respondieron.

–El centro de Urstaat.

–Le falta mucho para llegar. Usted ni siquiera está en Urstaat.

–¿Cómo?, ¿esto no es Urstaat?

–No, señor, Urstaat queda muy lejos de aquí.

–¿Y dónde estamos entonces?

–En el conurbano de Urstaat.

–Si estamos en el Conurbano entonces no puede faltarme mucho para llegar.

–No conozco a nadie que haya podido lograrlo. El que nace en el Conurbano de
Urstaat, muere en el Conurbano. A Urstaat no se llega. Para llegar, hay que haber
nacido allí. Ahora bien, si usted ha nacido en Urstaat tendrá otro problema, el de no
poder salir jamás de allí.

–Bueno, pero a cuántos kilómetros estamos de Urstaat.


–Eso no es lo que importa. Podemos estar cuatrocientos kilómetros o a cinco
kilómetros. De un modo u otro, usted siempre se encontrará en el conurbano del
conurbano. Y si tiene la suerte de encontrar la salida, no encontrará otra cosa más que el
conurbano del conurbano del conurbano.

–Solo quiero saber el nombre del lugar donde estamos.

–Eso es muy difícil de explicar. Ya nadie se acuerda del nombre o creen recordar
tantos nombres diferentes que ya no tiene importancia. En todo caso, depende de cada
uno.

Ese mismo día, un rato más tarde de aquella charla, encontré el edificio donde
trabajaba mi padre. El cartel luminoso, en el último piso, lo anunciaba: Banco Federal de
Urstaat. En la entrada, me encontré apabullado por unos cientos de hombres, mujeres y
chicos que se quitaban la ropa, bailaban y se tocaban sobreactuando una calentura
sexual que me resultaba inexplicable. Como todos miraban para arriba, levanté la
mirada y vi a tres o cuatro hombres que asomados a las ventanas de un edificio
señalaban a la multitud. Me abrí paso, y en las escalinatas del hall me recibió un
guardia. Me dijo que no podía ingresar sino era elegido por alguno de los funcionarios
que se asomaban por las ventanas. Le pregunté qué hacía tanta gente allí. Me miró
como si hubiese preguntado un absurdo, pero me respondió que cada vez que un
funcionario se asomaba por alguna ventana las mujeres se desnudaban, se tocaban y
bailaban, esperando ser elegidos y entonces poder vivir bajo techo.

–¿Pero para qué los quieren?

–La vida del funcionario es muy difícil, ¿sabe?, viven encerrados haciendo su
trabajo, ellos también necesitan reproducirse, satisfacer algunos deseos, tener algunas
amiguitas, algún amiguito, es una cuestión higiénica.

–Entiendo, sí, pero mi padre trabaja aquí, quería entrar para verlo –dije movido por
la desesperación de regresar a mi casa y encontrar algún cobijo.

–No me haga reír. Ahí solo entra el dinero. Pero si pretende alguna estadía usted
también va a tener que mostrar lo que es capaz de ofrecer.

No tenía dónde marcharme. Esa noche dormí en las escalinatas junto al guardia del
edificio. Los funcionarios ya no volvieron a asomarse. Con el correr de las horas la
multitud fue desapareciendo. Me quedé allí unas cuatro o cinco noches, cinco o seis
inviernos más. El guardia no me dirigió la palabra en ningún momento. Nunca lo vi
alejarse de su puesto, ni para ir al baño, comer, o cambiar de ropa. Ni siquiera lo vi
cambiar de posición, ni alterar un ápice su posición de firme. Yo tampoco tenía mucho
de lo que hablar, pero finalmente después de tanto tiempo, juntos, se me dio por darle
alguna charla.

–¿Sabe algo?, desde que llegué a Urstaat nadie ha sabido decirme si he llegado a la
Urstaat.

–¿Y…?

–Quería saber dónde estamos.

–Estamos en ningún lugar, al oeste de la nada, a unos pocos kilómetros del gran
agujero.

–No me joda, solo quiero saber cuál es el nombre.

–¿En serio no lo sabe?

–Mi padre lo llamaba el Gran Poema Porno Financiero.

–Ah, sí, su padre siempre fue muy inventivo.

–¿Conoce a mi padre?

–Claro, a Carlos Conchudo lo conozco desde hace años.

–Cinco días, seis inviernos pasé aquí junto a usted y no me dijo nada de que conoce
a mi padre.

–Usted no me lo preguntó.

–Si conoce a mi padre, ¿por qué no me deja pasar?

–No puedo dejar pasar al que ya siempre estuvo acá –dijo sin que yo le entendiera
del todo.

–¿Me va a dejar pasar o no?

–No estoy acá para prohibirle nada. Pero si usted nunca salió, difícilmente pueda
entrar.
Era imposible seguir hablando con aquel hombre, por lo que simplemente me
despedí e ingresé por la puerta central. El ascensor no funcionaba. Desde el hall, fui
hacia las escaleras. Solo se trataba de ascender diez pisos y encontrar a mi padre. La
oscuridad todo lo invadía, y me obligaba a llevar un registro mental de cada escalón
que mi pie tocaba. A eso se le sumaban los bártulos, la basura y las pilas de billetes
desparramadas por el piso. Enseguida unos enormes pájaros revolotearon sobre mi
cabeza. Supe, y no sé cómo lo supe, que aquellos eran mis hermanos. Intenté sacármelos
de encima tirando algún que otro manotazo. Mis pájaros-hermanos se pusieron a
gorgojear y en su gorgojeo claramente comprendí lo que tenían destinado para mí: nada
es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera nosotros somos reales. Ninguna ventana ni
hendija facilitaba mis pasos. Siempre acompañado por mis pájaros e intentando
esquivar el amontonamiento de mugre perdí la cuenta mental de los pisos que ya había
ascendido. Ninguna indicación me devolvía la posibilidad de saber si ya estaba en el
sexto piso o en el séptimo o en el octavo. De un modo o de otro debía faltarme poco,
solo se trataba de dos o tres pisos más y ya debería estar ante la oficina donde trabajaba
mi padre. Sin embargo ascendí cuatro, cinco y hasta seis pisos y el décimo piso no
aparecía. Las escaleras seguían llevándome hacia otras escaleras que reproducían las
anteriores en un laberinto ascendente de fajos de billetes, escombros, estropajos, olores
fríos y oscuridad caliente. Empecé a contar de nuevo cuántos pisos ascendía para no
perder la cuenta. Ascendí nueve pisos más y tampoco encontré el que buscaba. En total
debí haber ascendido unos veintiocho pisos. Pensé que acaso la cuenta era errónea,
quizás solo había ascendido los pisos que había contado, mientras que los anteriores, los
que no había contado, en verdad nunca habían existido. Por lo que entonces me faltaba
solo un piso. Ascendí los escalones con alguna esperanza, pero las escaleras seguían
encadenándose hacia más allá. Harto y cansado me detuve para preguntarle a alguien
dónde me encontraba. Todas las puertas estaban cerradas. Golpeé una y otra vez y
nunca me respondieron. Finalmente encontré una que estaba entreabierta. El
departamento estaba repleto de plata, miles y miles de billetes apilados desde el piso
hasta el techo, contra las paredes y en el centro. Vi que en el otro cuarto había una
ventana con la persiana cerrada. Abrí la ventana, saqué la cabeza y encontré que
enfrente y a los lados estaba el mismo edificio, con las mismas ventanas, replicándose
como un juego de espejos, y en medio de los edificios lo que entendí como el pulmón de
la manzana. Corrí más mi cuerpo hacia fuera intentando mirar hacia abajo sin encontrar
suelo, vereda, calle, límite. Solo ventanas y ventanas sobre ventanas. Luego miré hacia
arriba y encontré lo mismo: el edificio elevándose sin fin, repitiendo las mismas
ventanas, replicándose frente a sí mismo y sus lados como un pobre pero interminable
caleidoscopio.

Pensé si en vez de ascender no había estado descendiendo. Pensé si acaso en ese


edificio ascender era descender y descender ascender. Sin embargo, apenas volví al
pasillo me di cuenta que ya estaba en el décimo piso, el que yo había estado buscando.
La puerta estaba entreabierta. Adentro solo había billetes. Fajos sobre fajos forraban las
paredes, se acumulaban unos sobre otros desde el piso hasta el techo. Allí debía haber
miles de miles de millones de pesos. Tomé de uno de los fajos, un billete. No tenía
dibujo ni nada, solo allí inscripta la frase “Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni
siquiera usted es real”.

La sala era amplia y entre los billetes amontonados adiviné una puertita lateral. Se
trataba de una oficinita. Una placa de bronce que oficiaba de cartel informaba que allí
trabajaba Juan Carlos Conchudo. Aquel era el nombre de mi padre. Me resultó
sorprendente. Toda una vida creyendo que mi padre era un impostor, un pobre
mentiroso que se daba ínfulas de trabajar en el Banco Federal de Urstaat y formar parte
del Gran Poema Porno Financiero, cuando en verdad no era más que uno de los
tantísimos idiotas reventados por la vida, la patria, la ilusión del dinero. Me sentí
culpable de no haberle creído, de haberlo tratado toda mi vida como un bicho infecto.
Pensé en mi madre, había sido ella la que había construido la imagen del monstruo
paterno solo para alejarme de él, alimentarme con el plato del resentimiento y así
sentirse acompañada en su propia debacle mental. Aquel pequeño cartel era la marca de
la injusticia, pero también la posibilidad de alguna redención. Una lágrima rodó por mi
pómulo y supe por primera vez en la vida del orgullo que un hijo puede sentir por su
padre –y aquello no era para menos, mi padre no solo trabajaba como funcionario del
Banco de Urstaat sino que además tenía oficina propia con un cartel dorado que llevaba
inscripto su nombre.

Sin embargo, rápidamente todo el orgullo que sentí por mi padre se me vino abajo,
cuando abrí la puerta y al dar un par de pasos dentro lo encontré desnudo y atado a
una cadena. Tenía un collar de cuero donde la cadena se cerraba para luego caer sobre
su espalda y recorrer su ano abriéndole las nalgas. La cadena estaba fijada a un gancho
incrustado en la pared. Unas tiras de cuero rodeaban su cabeza y sujetaban una bolita
naranja que funcionaba como mordaza en su boca. Estaba de rodillas, en cuatro patas,
su cara hundida en un plato lleno de polvo. Esnifaba y esnifaba con desesperación.
Pensé que se trataba de cocaína pero mi padre levantó la cara y el polvo era de color
gris como si en verdad estuviera esnifando el polvo que emergía de todos aquellos
billetes. Levantó la cara, me miró y no me reconoció. Parecía estar de viaje por el
planeta de los monstruos. Sus ojos electrocutados daban vueltas por paisajes hechos con
los kilovatios del horror.

Cuando me quise acercar, alguien entró detrás mío. Me escondí entre las pilas de
billetes. El que había ingresado era otro funcionario, acaso su superior más inmediato,
al menos lo parecía por su traje negro, y su estampa de hombre poderoso. Se paró junto
a mi padre. Sacó un pequeño látigo y le pegó en las nalgas hasta dejarlas rojísimas. Mi
padre gimió un par de veces. Luego el funcionario se abrió la bragueta, le quitó la bolita
naranja de la boca y obligó a mi padre a chuparle la pija tomándolo de los pelos. Mi
padre no parecía sentirse obligado. La escena me llenó de tristeza, ¿ese era su trabajo en
Urstaat?, ¿ni siquiera era funcionario sino solo el asistente sexual de un funcionario?, o
¿aquello mismo que estaba haciendo mi padre, allí encadenado chupándole la pija a un
desconocido, era efectivamente el trabajo de todo funcionario? ¿Por eso nunca había
querido llevarnos con él dejándonos siempre abandonados en casas abandonadas en
pueblos abandonados durante meses enteros hasta que el propietario se cansaba de que
nadie le pagara y nos echaba de nuevo a otro pueblo abandonado?

No lo sé, a esa altura de mi vida ya no me importaba quién era, ni qué había sido mi
padre. Acaso mi vida tampoco había sido tan diferente a la de él, ¿quién, por otra parte,
no ha vivido cayendo infinitamente en el pozo de la humillación? No hay respuesta a
ello que no suponga la capacidad de tomar distancia y crear perspectivas. En el tiempo
de una vida humana acaso tenga sentido regodearse en términos como culpa, deuda y
humillación, pero en el tiempo más amplio de la especie, todo –la infamia y el coraje, el
horror y la santidad– tienden a desdibujarse en el fondo anónimo de un olvido que no
reconoce quién, cuándo ni dónde. Lo que el hombre recuerda de la historia de las
hormigas y las moscas –sus héroes, sus guerras, sus naciones–, no es diferente a lo que
el universo recodará del hombre en la noche eterna del tiempo post-humano. Una
mosca cualquiera entre las moscas –mi padre, mi madre, yo mismo, qué podría
importar quién, cómo sucedió aquello, por qué el horror. No me importaron entonces
las respuestas que entonces podía darme, menos pueden hacerlo ahora que estoy
muerto. En fin, solo se trataba de salir de allí, darle a mi padre –a la idea de haber
tenido un padre– la posibilidad del olvido.

Mis pasos volvieron hacia atrás. Cerré la puerta dejando a mi padre con su destino,
pasé por encima de los fangotes de dinero, y salí de nuevo hacia el pasillo. Anduve un
rato caminando despacio bajo las penumbras, hasta que en la intersección con otro
pasillo vi pasar a unas mujeres. Me puse a caminar detrás de ellas llamándolas a los
gritos. Mis pájaros se pusieron nerviosos y chillaron como ratas aladas. No tardé en
darme cuenta que aquellas mujeres estaban desnudas. Volví a llamarlas pero no me
escucharon o hicieron que no me escucharon y del paso apurado pasaron a correr. Corrí
detrás de ellas, pero cuanto más rápido yo corría, más rápido lo hacían ellas.
Entendiendo que me lo hacían a propósito puse todo mi empeño en alcanzarlas, pero
entonces escuché el estruendo de una manada de rinocerontes que venían detrás
nuestro. Me di vuelta. Cientos de mujeres desnudas corrían hacia mí. Tenían las tetas
pintadas de verde fluorescente y un número pequeño escrito en el vientre, como si
fueran casacas o remeras de alguna maratón. Era una verdadera multitud, una horda,
un pueblo entero de mujeres maratonistas que avanzaban a toda velocidad, rodeadas de
una nube de polvo que se alzaba ante cada uno de sus pasos. Viendo aquello me puse a
correr con todas mis fuerzas, pero mis fuerzas no eran suficientes como para que
aquella manada no me alcanzara y me pasara por encima. Se me adelantaron cuatro o
cinco empujándome por el costado. Mantuve el equilibrio pero después, la segunda
tanda de maratonistas era tan populosa y tan poco lugar había en aquel pasillo que fui
arrastrado por la tropilla, zarandeándome de un lado al otro, hasta finalmente tropezar
y caer contra el piso. Nadie se detuvo, las mujeres-maratonistas seguían pasando por
encima mío pisándome la cabeza, el pecho, las piernas.

Fue entonces que para no morir aplastado, rodé hacia un lado, abrí una de las
puertas y me metí en uno de los departamentos. La habitación era iluminada por unos
tubos de neón blancos que iluminaban las pilas de billetes amontonados contra la
pared. No había mucho, solo unos bancos de madera amurados contras las paredes.
Ninguna ventana, solo una puerta doble al final del lugar. En cada una de las puertas
habían escrito “Prohibido pasar sin autorización previa”. Me eché sobre uno de los
bancos. Me sentía infinitamente cansado. Los carteles en la puerta doble se inscribían en
mi cabeza como la paradoja misma de lo que quería –por un lado, de lo cansado que
estaba, no tenía la menor gana de abrir aquella puerta, sin embargo la prohibición de
pasar generaba el deseo real de aquello mismo de lo que no tenía ninguna gana. Lo viví
como trampa mental. Quise dormir pero el estruendo me lo impedía. En duermevela no
dejaba de pensar en rinocerontes corriendo en manada y me di cuenta que en verdad
los rinocerontes con los que soñaba eran perros con cuernos que le salían de entre los
ojos, y me dije a mí mismo que aquello no alcanzaba para llamarlos rinocerontes. Nunca
había visto rinocerontes en toda mi vida, ni en vivo ni en la televisión, por lo que me
extrañó estar imaginando rinocerontes sin saber si los animales en los que pensaba eran
o no rinocerontes. Me esforcé en reconstruir la figura que nunca había visto. Sentí una
angustia inexplicable ante la imposibilidad. Me puse a llorar como no lo hacía desde
chico, sentía ganas de que alguien me regalara un rinoceronte o por lo menos una foto o
un dibujito de un rinoceronte. Me desperté o salí de ese estado raro en el que no se
duerme pero tampoco se está despierto. Entonces vi a una mujer sentada junto a su
escritorio, al fondo del lugar. “Ahora sí, si quiere lo puedo atender”. Me levanté sin
saber muy bien para qué. Me preguntó por mi madre: nombre, edad, fecha de
nacimiento, esas cosas. Luego preguntó si la hora del fallecimiento –las 18 y 15 horas del
sábado de esa semana– era el correcto. No supe qué decirle, pero asentí de modo
automático. Recordé las palabras de Mariela: habíamos ido a Urstaat para el sepelio de
mi Madre. Acaso al ver su cadáver las cosas encontrarían de nuevo algún orden –
pensé–. Entre tanto la mujer me hizo firmar unos papeles y me pidió que la siguiera por
un pasillo larguísimo lleno de puertas. Se detuvo al final y me invitó a pasar. Enseguida
me encontré con otras muchas mujeres desconocidas que me saludaron y abrazaron
entre llantos y ruegos. En ese momento me di cuenta de que el piso estaba repleto de
dinero. A nadie parecía importarle. Pisando sobre toda esa plata avancé hasta el centro
del lugar. Me sorprendió que el cajón donde debía estar el cadáver de Madre, fuese en
verdad un cajoncito diminuto hecho para criaturas recién nacidas. Recordé rápidamente
que aquel féretro era el mismo que yo había comprado para el sepelio del primer hijo
que tuvimos con Mariela. La cara del nene estaba completamente desfigurada, como si
la hubieran borrado con ácido muriático. Así, exactamente así recordé haberlo visto el
día que debí cerrar aquel mismo cajoncito. Incluso recordé que en el momento de
cerrarlo había visto alejados de la multitud, en una de las esquinas del salón, a mi
madre con alguien que de espaldas no podía distinguir. Eso es lo que en ese momento
estaba ocurriendo. Madre y aquel desconocido se estaban riendo y las carcajadas
sonaban en todo el salón. Las mujeres-lloronas interrumpían sus conversaciones y los
miraban. Nadie podía hablar o escuchar ante aquellas carcajadas que retumbaban
contra las paredes. Avancé hacia Madre. Sabía, aunque sin entender el motivo, que
Madre y su acompañante se reían de mí. Solo pensaba en qué palabras utilizar para que
Madre comprendiera el calado de mi desprecio, pero al estar frente suyo me quedé en
silencio y fue ella la que enseguida habló presentándome a aquel hombre como “su
amante”. Se llamaba Carlos Angulo. Me saludó con un abrazo. No sé qué nos dijimos.
Solo pensaba que todo aquello no estaba sucediendo, o bien, en todo caso, no había
nunca dejado de suceder. Lo cierto es que no les importaba mi presencia delante suyo.
No dejaban de cuchichear entre ellos, decirse cosas al oído y volver a las carcajadas. Los
dejé seguir riéndose y volví sobre mis pasos. Pasé por entre la multitud de mujeres
lloronas que a cada paso me detenían para continuar su ritual de pésames compungidos
y abrazos calientes. Salí por donde había entrado, pero del otro lado el pasillo era otro.
Su extensión y la luz cansina no me dejaban ver el final. Unos tipos estaban sentados en
los bancos amurados contra la pared. Cabizbajos, meditabundos, no me miraron. Me
senté en unos de los lugares libres. Enseguida apareció un enfermero. Nos pidió que lo
siguiéramos y respetáramos el fin del horario de visita. Me dejé llevar por los otros
esperando, no sé, una respuesta, alguien que me guiara.

El pasillo nos llevó hacia la puerta del fondo. Del otro lado, se levantaba el pabellón
de una sala de terapia intensiva. Enseguida me di cuenta de que ya había estado en ese
lugar el mismo día en que Mariela falleció. Busqué con la mirada la cama apostada
contra la pared del fondo. Pasé entre los internados. No tardé en escuchar los gritos de
Mariela llamando a los médicos. Estaba haciendo trabajo de parto. Las contracciones
parecían desgarrarla. Me paré a su lado. Apenas me vio dijo “sacáme a este monstruo
de adentro, matalo antes de que me mate a mí”. Nada respondí. Aquello no podía
existir sino en un tiempo pasado que abarcaba el presente y el futuro de mi existencia.
Mariela se movió acomodándose contra el respaldo. “Sacame de acá, no me dejes morir
en este lugar de mierda”, dijo. Me asusté. Pensé en una muñeca loca, un autómata que
despertara cada día solo para repetir una y otra vez aquello para lo que la habían
programado. Retrocedí un paso, miré hacia los costados. Me gritó la palabra “mierda”.
“Sos mierda, no vuelvas; mierdita, eso sos”. Tiró las sábanas, se dio vuelta y apoyó los
pies contra el piso. Un enfermero me tomó por el hombro. Otros dos se pararon a su
lado, la sujetaron de los brazos, la empujaron de nuevo contra la cama. Por mi parte
recordaba cada uno de los pasos de lo que iba sucediendo, y la conciencia de la
repetición de que aquello ya había pasado antes me facilitaba la serenidad con la que de
pronto me reconocí como un turista de mí mismo, turista de mi memoria, turista de lo
más propio.

Salí de aquel lugar buscando el hall por donde había entrado. No encontré ninguna
salida. Caminé por un pasillo que me llevó a otro pasillo y luego a otro más.
Siguiéndome por donde anduviera unos pájaros negros gorgojeaban y en su gorgojeo
claramente comprendía lo que tenían destinado para mí: nada es real, ni siquiera estas
palabras, ni siquiera nosotros somos reales. Al final del pasillo descubrí una ventanita
que posiblemente daba a la calle. En puntitas de pie saqué la cabeza. Enfrente y a los
lados estaba el mismo edificio, con las mismas ventanas, replicándose como un juego de
espejos, y en medio de los edificios, el pulmón de la manzana. Al quitar la vista, y
volver hacia el pasillo, vi unos tipos sentados en los bancos amurados contra la pared.
Cabizbajos, meditabundos, no me miraron. Eran los mismos que hacía un rato. Parecía
estar dando vuelta en círculo. Enseguida apareció el mismo enfermero de hacía un rato.
Nos pidió que lo siguiéramos y respetáramos el fin del horario de visita. El pasillo nos
llevó hacia la puerta del fondo. Del otro lado, el pabellón de la misma sala de terapia
intensiva donde había encontrado a Mariela. La serie de las mismas camas se apostaban
contra las paredes. Todo me llevaba de nuevo hacia mi mujer. Desde la distancia
escuché sus gritos y pensé en las contracciones del parto. Ya sabía lo que vendría. No
me gustaba saber lo que vendría. Sin embargo, al acercarme un poco más, vi entre las
penumbras y junto a la cama, a alguien que parado ocupaba mi lugar tomando la mano
de Mariela. Comprendí rápidamente que ese sujeto era yo mismo. Carlos Conchudo, o
como quiera llamarse, estaba allí delante mío como un desfasaje del tiempo y la
memoria. Quise entender que lo que estaba pasando a mi alrededor ni siquiera era un
recuerdo sino el recuerdo de haber estado en algún momento recordando eso mismo.
Todo se repetía y duplicaba, forzándome al lugar de un espectador marginal. Carlos
Conchudo se agachó y acercó su boca a los oídos de Mariela. Dijo cosas. Mariela se soltó
de la mano de Carlos Conchudo. “Sacáme a este monstruo de adentro, matalo antes que
me mate a mí”, le oí gritar. “Sacame de acá, no me dejes morir en este lugar de mierda”,
insistió. Carlos Conchudo retrocedió un paso, miró hacia los costados. Mariela
aprovechó para arrancarse una aguja del brazo, quiso incorporarse y cayó de nuevo
contra la cama. Mariela gritó la palabra “mierda”. “Sos mierda, no vuelvas; mierdita,
eso sos”. Los enfermeros pasaron junto a mí, marchando directo hacia la cama de
Mariela. Dejé que las cosas terminaran de repetir el círculo miserable de la escena. Lo vi
a Carlos Conchudo, me vi a mí mismo en ese pliegue de un tiempo que había perdido
sus goznes, y me pareció que también él –la serenidad de su rostro, la resignación de
sus gestos– vivía aquello como la repetición de algo que ya había vivido, turista de sí
mismo, testigo de una memoria que ya era de otro.

–Nunca se sale de la memoria de haber tenido memoria ni del deseo de tener deseo
–dijo alguien parado detrás mío.

–Urstaat no tiene salida –agregó cuando me di vuelta para saber quién era.

–¿Cómo se sale del recuerdo de haber tenido recuerdos y del deseo de tener el deseo
de que todo deseo acabe? –pregunté, pero ya no había nadie atrás mío para
contestarme.

No me puse nervioso ni nada. Ni siquiera la desesperación se me daba. Me marché


de aquel lugar sabiendo que nunca me marcharía de allí. Salí a un pasillo, todas las
puertas estaban cerradas. Subí y bajé escaleras que me llevaron a ninguna parte. Busqué
el hall por donde había ingresado y nunca lo encontré. Los pájaros negros revolotearon
en lo alto hundiéndose en la oscuridad. Supe que me había perdido en un laberinto
levantado con los deshechos de la memoria. Terminé volviendo al lugar de donde
nunca me había marchado. El pabellón de terapia intensiva me esperaba al final de un
pasillo. Del otro lado de la puerta lo mismo que ya había visto: enfermeros yendo y
viniendo, las camas repartidas a un lado y al otro, y en la del fondo, junto a la pared,
bajo un cono de luz, los gritos de Mariela. Yo también estaba ahí, desde antes de llegar,
desde siempre. Parado a mitad de camino entre la cama y la puerta, Carlos Conchudo
contemplaba la cama de Mariela, y junto a Mariela al otro que también era él mismo, el
otro Carlos Conchudo que en ese momento tomaba la mano de Mariela, agachándose
junto a la cama para decirle algo al oído. Ya no era ni siquiera el recuerdo de haber
recordado algo, sino el recuerdo de haber estado recordando alguna vez el momento de
haber recordado algo.

Salí del lugar sabiendo que del deseo de tener el deseo de que todo acabe no hay
salida. Salí esperando no salir, salí y me encontré en el mismo lugar del que acababa de
salir: vi a Carlos Conchudo parado a unos pocos pasos contemplando a Carlos
Conchudo que a mitad de camino entre la cama de Mariela y la puerta recordaba como
su propio recuerdo el haber estado allí, junto a la cama como ese otro Carlos Conchudo
que se agachaba y acercaba a Mariela para decirle algo al oído. No se trataba de
desesperación ni de nada, solo se me dio por esquivar toda la serie de las repeticiones y
me encaminé hacia Mariela buscando lo que había sido mío y me habían robado. Pasé
junto a Carlos Conchudo, y luego junto al otro Carlos Conchudo, y luego empujé al otro
Carlos Conchudo. Tomé a Mariela del brazo, le dije “vámonos de acá, salgamos de toda
esta mierda”. Mariela se defendió, quiso sacarme la mano de encima. “Levantate,
vámonos, este no es un lugar para morir, vámonos ya, vos no te vas a morir acá”, dije,
pero entonces Mariela tuvo miedo de mí y gritó llamando a los enfermeros. Dispuesto a
llegar hasta lo último, tomé la punta de la sábana para obligar a Mariela a venir
conmigo, quité la sábana y vi que el cuerpo de Mariela no estaba. De inmediato su
cabeza cayó rodando sobre el colchón como si por medio de un acto de magia le hubiera
borrado el cuerpo. Me sentía infinitamente cansado. Nada de lo que me rodeaba podía
ser real –salvo que la única realidad de todo lo que me rodeaba fuera esa Nada –la nada
de todos los recuerdos de lo que no ha sido, la nada de todas las ilusiones que no serán,
esa nada como la única cosa existente. Me acosté en la cama de Mariela. Tomé la cabeza
de Mariela –sin Mariela sosteniendo su cabeza– y la apreté contra mi pecho. Dormí
como pude.

Me despertó Mariela. Dijo que la mujer estaba esperando por mí. No sabía de quién
hablaba. Me tomó del brazo para levantarme. Del pabellón de terapia intensiva no
quedaba nada. Me llevó hasta la cocina –levemente iluminada, casi en penumbras, aun
así reconocí que se trataba de la cocina de nuestra casa. Sobre la mesa, desnuda, una
mujer se había recostado. Me hablaba. Me hablaba desde hacía un tiempo que a mí se
me escapaba. Me exigía matar a su hijo. Enseguida comprendí que se trataba de una de
nuestras vecinas del barrio. Parecía superada por la situación. El bebé era
increíblemente más grande que lo normal. La panza parecía hecha de un látex finito.
“Matalo, matalo ahora, salvala”, dijo Mariela. Tomé las agujas que estaba sobre la mesa,
las metí dentro de la concha. Arremetí una y otra vez contra el cuerpo del chico, pero
este esquivaba las estocadas con una habilidad sorprendente. Le pregunté a la mujer de
cuántos meses estaba embarazada. Me dijo que hacía cinco años. Busqué una cuchilla en
los cajones, empuñándola metí el brazo dentro de su vagina hasta mi codo. Vi sobre la
superficie de látex de aquella panza la cara del chico. Había dejado de moverse. Ahora
me miraba fijo, como si entendiera que ya no habría posibilidad de resistencia. Empujé
el brazo, sentí la punta de la cuchilla clavarse en su pecho. En ese momento la panza de
pronto se desinfló. Una decena de pájaros negros salieron volando a través de aquella
concha peluda y oscura y que acaso –pensé en ese momento– era la figura misma de la
boca del infierno. Ensangrentados los pájaros volaron alrededor nuestro rociándonos
con jugo de ciruela. La mujer se incorporó. Se puso de pie. Le dio a Mariela un manojo
de plata. “Con eso va a alcanzar”, dijo la mujer. Me estaba volviendo loco y ni siquiera
me sentía mal. Mariela me pasó un par de aquellos billetes. “Tomá, es para tus gastos.
El resto lo guardamos para los pasajes a Urstaat”, me dijo. Tomé uno entre mis dedos.
Parecía un billete de circo, dinero falso de un juego de mesa –¿pero de fondo qué dinero
no es dinero falso?–. Entonces leí lo que aquel billete llevaba inscripto como todo su
valor: “nada es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera tu eres real”. Revisé los otros,
todos decían lo mismo.

Entre tanto, Mariela y la mujer se fueron dejándome solo en aquella cocina.


Enseguida registré que por debajo de la puerta del cuarto del fondo, se filtraba un
resplandor pobre que apenas me dejaba ver lo que me rodeaba. Abrí la puerta, encontré
una oficina como cualquier otra –siempre repleta con los mismos billetes. Al fondo una
ventana. Me acerqué para ver desde allí la noche de Urstaat. A lo lejos, se incendiaban
unos edificios –las llamaradas abrazándolos, buscando las alturas, eran el espectáculo
más hermoso que había visto desde mi llegada. Escuché un ruido detrás de mí. No sé en
qué pensé, pero entonces me vi a mí mismo acercándome hacia donde ya estaba.
Rápidamente comprendí que Carlos Conchudo seguía mi rastro en los pliegues de un
tiempo que se negaba al olvido. Aquello no me importó, dejé que se parara al lado mío,
frente a la ventana, contemplando el incendio.

–Queman los edificios para darles a los hombres un poco de arte y entretenimiento.

–Es hermoso –le dije.

–Están llenos de plata.

–De chico, mi padre me recitaba el Poema Porno-Financiero. Se lo sabía de memoria,


palabra por palabra.

–Trabajaba en Urstaat, en un banco financiero.

–Pero la ciudad misma es un banco financiero.

–Contaba que en Urstaat la plata se reproducía y llegaba a tal límite que ya no había
lugar en ninguna parte. Entonces era necesario quemarla. A veces incendiaban barrios
enteros. Nadie sabía cómo ocurría, quién decidía quemar tanta plata. Le parecía que
aquello no tenía sentido: la plata resurgía una y otra vez desde sus propias cenizas y
volvía a llenar las ruinas de las habitaciones, los pisos y los barrios incendiados.

–Pero esos billetes no valen nada. Ni siquiera tienen número.

–Ese mismo es su valor, no existe mundo que lo pague.

–¿Qué valor?, ¿la nada?

–¿Con qué te creés que se escribe el Poema?


–Con pájaros nacidos de los huevos que tu madre paría.

–Con la muerte de los hijos que nunca tuviste.

–Con mujeres que corren desnudas por pasillos en penumbras.

–Con un centro que nunca es el centro.

–Con las gotitas de sudor que caen por tu cuello mientras bailas vestida de puta para
que el propietario de la casa no te eche.

–Con trenes que no van a ninguna parte.

–Con el poema que nunca escribiste.

–Con pájaros psicóticos que mueren picoteando su imagen en el vidrio espejado.

–Con la noche animal quemándose en el fondo del cerebro del hombre.

–¿Y qué es entonces todo eso sino el valor mismo de todos esos billetes? ¿Y dónde
viven sino en el Poema? ¿Y no es el Poema la inutilidad de toda esa plata que engendra
plata que no vale sino los sueños mal paridos de lo que nunca será y los fantasmas del
recuerdo de lo que nunca fue?

Quité los ojos del espectáculo del fuego incendiando la noche. Pensé que Carlos
Conchudo tenía razón: toda esa Nada que nos rodeaba era el valor mismo de aquel
dinero. Pero no hay poesía sino la que hace de la Nada toda su realidad. Aquel dinero
entonces era poesía, toda la poesía del mundo, la única poesía que al mundo le era
dado. El Poema era todo ese dinero reproduciéndose como el deseo, como las ilusiones,
como el hambre, porque el dinero mismo era el deseo, las ilusiones, el hambre,
extendiéndose siempre un poco más allá, borrando a cada instante la posibilidad de un
afuera, clausurando toda salida.

Esas ideas me trajeron serenidad, alivio, paz mental, como si los monstruos de mi
cerebro hubieran decidido abandonarme, haciéndose billetes en el espacio-tiempo de
una arquitectura material. Registré en mí la ausencia de todo deseo, porque el deseo ya
estaba ahí afuera, no había en mí memoria alguna, ningún recuerdo que me trajera
algún desequilibrio, porque eso mismo –la nada de todo mi pasado– ya no estaba en mi
cabeza, sino que se había hecho arquitectura, ciudad y paisaje. Mis deseos de lo
indeseable, la memoria que nunca quise en mi memoria, se habían hecho porno.
Estaban ahí afuera, visibles para mí y para cualquiera, transformándome en mero
espectador de lo que debía permanecer oculto y secreto hasta para mí mismo. Eran todo
el dinero que nunca podría ser mío, valían lo que toda esa plata valía: la realidad de la
Nada como única cosa existente.

Me di vuelta buscando a Carlos Conchudo, pero ya no estaba por ningún lado. La


oficina donde había entrado cobró dimensiones que no había tomado en cuenta. Estaba
ahora en un salón tan amplio que parecía no tener final. No había nadie y el piso
brillaba como un resplandor celestial. Del techo colgaban unos enormes carteles
electrónicos –números que superaban el millón cambiaban allí todo el tiempo. Di unos
pasos buscando el centro, y la voz de un locutor se hizo escuchar por los altavoces del
lugar. Informaba de los valores de la bolsa en un tono neutro. Pero en aquel lugar
estaba yo solo, por lo que en verdad aquella voz solo me informaba a mí de números y
bonos y valores que yo no comprendía.

Le grité al locutor preguntándole dónde se encontraba, pero su voz se limitó a


informarme que los bonos de la deuda de Shanghái acababan de subir un 5%, el Merval
un 4%, mientras que los bonos del Dow Jones estaban en baja. Le respondí, siempre
gritándole, que aquello no me importaba y que solo quería que me dijera donde se
encontraba. El locutor me respondió que en la bolsa de Tokio la diferencia entre el yen y
el euro era del 2,3%.

Fue entonces que de pronto me vi rodeado por una multitud que nunca había
entrado al lugar. Me chocaban, me empujaban y yo intentaba defenderme para no
perder verticalidad. En puntitas de pie miré por encima de los que me apretujaban y vi
una mar de cabecitas extendiéndose sin límite. El oleaje de aquella marea de cuerpos me
fue llevando de un lado al otro. Los agentes de bolsa hablaban por teléfono todo el
tiempo en lenguas irreconocibles que me hicieron pensar que en verdad se
comunicaban en idiomas alienígenas con alguna nave nodriza o directamente con sus
superiores en algún planeta de alguna galaxia lejana.

Al ratito, el locutor informó acerca del alza de los bonos de la deuda que el City
Bank había canjeado por los bonos de la deuda del Deusch Bank, que a su vez eran los
bonos de la deuda del fondo de jubilación del Banco Central de Sry Lanka con el
London Bank, y toda aquella multitud alzó los brazos y vitoreó no sé a quién como si se
tratara de una cancha de fútbol. Mientras tanto yo buscaba la salida empujando a unos
y otros o arrastrándome por el piso, pero aquella multitud no tenía límite. En un
momento, la voz de los altoparlantes anunció que los valores del fondo de inversión
hipotecaria de Oklahoma habían descendido hasta el 16 % y uno de los que estaba
delante mío sacó un revólver y se pegó un tiro en la cabeza. Quedé todo embadurnado
de sangre. El cadáver se desplomó y despareció entre las piernas de los otros agentes de
bolsa. Ni sé cuánto tardé en salir de aquel salón. No sé si hubiese sido mejor quedarme
allí. La voz del locutor me perseguía por donde anduviera.

–Los bonos de la deuda comprada por el ICBC a los fondos de la Singer Company
compuestos por la deuda del fondo de seguridad económica del gobierno tailandés
subió un 8% y yo me moriré en Ustaat con aguacero, un día del cual tengo ya el
recuerdo –recitaba la voz mientras yo subía y bajaba escaleras buscando un afuera cada
vez más difícil.

Días enteros anduve por el edifico con mis pájaros hermanos persiguiéndome,
gorgojeando, sumando ruido al ruido mental. Me transformé en nómade de mí mismo.
Detrás de cada puerta, en cada uno de los departamentos parecía representarse el teatro
de mi existencia: habitaciones y pasillos, departamentos llenos de plata, cantidades
insólitas de pilas y pilas de billetes cuyo único valor se resguardaba siempre oculto en
las palabras “nada es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera tú eres real”. De pronto
la neblina todo lo cubría acompañando mis pasos. El edificio parecía desmoronarse,
pero sin nunca terminar de caer. Todo estaba en ruinas y a la vez era difícil determinar
de qué eran aquellas ruinas. No parecían haber sido partes de ninguna construcción
anterior ni el proyecto de ninguna construcción futura, solo existían como ruinas de
nada, sin pasado ni horizonte que les diera sentido. En todo caso, valían por la promesa
de que detrás de ellas el edificio encontraría un límite y finalmente la posibilidad de
salir de allí. Pero el límite nunca llegaba. Cuando todo parecía mostrar que ya nada
podía quedar del edificio sino aquella devastación, de pronto, de nuevo la continuación:
escaleras que desde la nada me llevaban a otros pisos, nuevos pasillos por donde andar,
puertas que traían otros recuerdos: mi padre alcoholizado tirado en la cama rogándole
que matara al rinoceronte que se escondía en el ropero, un departamento que era
completamente el baño del internado donde una vez ciertos chicos pretendieron ciertas
cosas metiendo mi cabeza en el inodoro, una habitación con una ventana que daba a un
campo de plantitas de frambuesas que tenían como fruto la cara de perritos muy
chiquitos que tenían olor a muerto y una habitación donde llovía sobre un viejo que
sentado en una banqueta no se desprendía del libro que estaba leyendo, un
departamento lleno de las moscas que no tardé en reconocer como las moscas que mi
abuelo y yo criábamos en el dormitorio y en el baño y que todos los días alimentábamos
con carne podrida mientras jugábamos a darle nombres y memorizarlos –Juan, Esteban,
Ramiro, Ezequiel, Ramón.

–Me moriré en Urstaat, tal vez un jueves, como es hoy, de otoño, hoy mismo que los
bonos del grupo Turner creados como pago a futuro de los bonos de la deuda del HSBC
creado como pago a futuro de la caja provisional del gobierno de Kamchatka tuvieron
un alza del 24 % –seguía recitando el locutor por los altoparlantes de los pasillos.
Las imágenes, las escenas, todo aquello que estando ya siempre en mi memoria
aparecía repitiéndose en el interior de los departamentos y las habitaciones no guardaba
ninguna conexión lógica ni temporal. En esa fragmentación no lograba darme alguna
narración que le diera sentido a lo que ocurría. La desesperación me jugaba en contra.
Pensaba que si realmente el edificio guardaba alguna conexión con mis recuerdos, si tal
como lo imaginaba el edificio era el catálogo de mi memoria, entonces debía tener un
límite. Quería creer que no podía existir ninguna memoria humana que no tuviera un
número finito de recuerdos. Por muchos que fueren debían encontrar su propio fin.
Esas ideas me empujaron a seguir mi vagabundeo persiguiendo el umbral. Paseándome
de un piso a otro, subiendo o bajando escaleras que me llevaban a pasadizos
exactamente iguales a los anteriores, fui descubriendo que los recuerdos que en las
habitaciones se hacían presentes comenzaron a repetirse –el sepelio de mi hijo, la agonía
de Mariela en la sala de terapia intensiva, mi padre delirando rinocerontes, las moscas
de mi abuelo–. Comprendí también que lo que ocurría a mi alrededor se deshacía en
unidades menores, de tal forma que al volver a los lugares donde ya estaba en vez de
encontrarme, por ejemplo, con Mariela, solo me encontraba con una mano de ella, la
boca, los ojos mirándome. Ya ni siquiera era capaz de recordarla por completo sino solo
por fragmentos que iba encontrando aquí y allá por cualquier parte –la cabeza rodando
por uno de los pasillos, sus ojos desapareciendo detrás de una puerta entreabierta, una
habitación con una cama donde los pies de Mariela asomaban bajo unas frazadas que
cuando las quité solo encontré eso: los pies amputados de Mariela, los pies de Mariela
sin Mariela.

Aquello era la esperanza de haber llegado al borde y a la saturación que había


suplicado. Sin embargo no tardé en darme cuenta de algo peor. Ya ni siquiera me
encontraba con recuerdos puros, sino únicamente recuerdos de haber estado
recordando algo. Lo que me había pasado con Mariela en la sala de terapia intensiva
parecía desnudar entonces el funcionamiento del edificio entero. Aquello dejaba
sospechar el infinito de una duplicación constante: siempre se podrá recodar el
recuerdo de haber tenido un recuerdo. Urstaat, el Poema Porno Financiero, el edificio
de mis memorias no podía tener final.

Pensaba en ello y sin embargo se me jugaba la sensación extraña de que lo que me


rodeaba no era tanto el museo de mi memoria sino más bien el muestrario de mis
pérdidas. Lo que parecía mío, al recordarlo era más bien lo que había perdido, y el
recuerdo no era el modo de recuperarlo sino el signo de haberlo perdido para siempre.
Sentía que lo que quedaba de aquello que alguna vez había vivido no era más que la
marca física, corporal, de haberme vuelto ajeno, extraño a mí mismo. El recuerdo de
Mariela agonizando ya no era mío sino el de otro. A mí solo me restaba la posibilidad
de recordar al que alguna vez yo mismo había sido y ya no tenía fuerza de volver a ser.
Pero incluso, acaso dentro de un tiempo ya ni siquiera recordaría el momento en que
me veía siendo otro acompañando a Mariela, sino únicamente el momento, ese mismo,
en el que recordaba haber visto a ese otro recordando a Mariela. Bajo esa lógica, nada
era mío en mi memoria, pero aquello no importaba sino por la arquitectura que
proyectaba: el edificio debía extenderse infinitamente más allá de mí mismo, siempre en
una misma continuidad, siguiendo la misma lógica.

–Jueves será, porque hoy, Jueves, que proso estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto, con todo mi camino, a verme solo como hoy,
Jueves, que los bonos del J.P. Morgan han subido en la bolsa de New York y los bonos
entonces de la Electric Company reproducen hasta el doble el valor de la deuda
comprada a la Forrest Group sobre la deuda de la cosecha a futuro del valor del maíz en
la bolsa de Perú –informaba el locutor entre los gorgojeos de mis pájaros
persiguiéndome donde fuere que anduviera.

¿Cuántos mares podía encontrar allí dentro?, ¿cuántos mares que serían el recuerdo
de haber recordado el momento en que recordé el mar?, ¿y cuántos mares que serían
fragmentos de un único y mismo mar ya perdido en la memoria de la memoria? Cierta
vez encontré el mar en el interior de un departamento. Andando por algún pasillo creí
escuchar de nuevo el estruendo de las mujeres maratonistas, pero el ruido no venía del
pasillo, sino desde detrás de una puerta. Abrí y encontré el mar interior. Las paredes se
extendían hacia los lados, luego la oscuridad de la noche llenando el campo visual y la
luna resplandeciendo sobre la espuma de las olas que llegaban ya blanditas, ya casi
nada, a mojar mis pies. Caminé por la arena de la playa hacia la derecha y recordé
perfectamente lo que nunca había vivido: la noche de unas navidades que había ido a la
Costa con Mariela y mis hijos a brindar en la playa y a eso de las doce y media me eché
a caminar y tanto caminé que se me hicieron las cinco de la madrugada y seguí
caminando y tanto más hubiera caminado sino hubiese sido que finalmente encontré los
acantilados que le pusieron fin a mi paseo, los mismos acantilados que después de
caminar unas cuatro o cinco horas dentro de aquella habitación encontré bordeando la
pared. En el camino de regreso, pensé que acaso aquello era la única salida del edificio:
internarme entre las olas, dar brazadas y brazadas hasta perderme en el horizonte.
Posiblemente era una salida pero también, pensé, era posible que detrás de aquel
océano, después de nadar meses, años o toda la vida, allí donde las olas volvieran a
romper contra las arenas extendidas del otro lado del mundo, no existiera más que la
misma pared de la misma habitación donde ya estaba, la misma puerta que me
devolviera al pasillo por donde había entrado.

–La bolsa de Shanghái en baja, Londres en baja, Tokio 2% arriba, Carlos Conchudo
ha muerto, las acciones de la Johnson Johnson Community bajaron un 0,4% mientras
Carlos Conchudo moría, los bonos de la Peteersen Asociation formados por el interés
del interés del interés de la deuda de las acciones de los granos de la bolsa de Berlín se
cuentan en un 3123% por encima de la deuda original. Ha muerto Carlos Conchudo, le
pegaban todos sin que él les haga nada; le daban duro con un palo y duro también con
una soga; son testigos los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los
caminos, y el empleado de la Caja del Banco Santander mientras contaba el pago del
préstamo dado para pagar los intereses vencidos del préstamo del Grupo Financiero
Santander otorgado para pagar el crédito por el féretro de su hija otorgado por el
Santander Mall.

Pero si todo era parte de una memoria, yo mismo, Carlos Conchudo o cualquiera
fuere mi nombre, no estaba ahí sino como el fantasma de otro Carlos Conchudo –aquel
que fuera del edificio, Urstaat y el Poema, recordaba, producía, como un dios bobo e
indiferente, el Poema y en su fondo oscuro, el edificio entero, y en él, corriendo por
aquellos mismos pasillos, yo mismo como su doble desfasado. Me gustaba pensar que –
más allá de las evidencias del infinito– si lo que estaba viviendo no era más que los
recuerdos de ese otro, entonces el edificio, el Poema, todo aquel dinero reproduciendo
su inutilidad, tenía una salida. Como un mantra me repetía siempre el mismo
argumento: acaso por muchas que fueran las experiencias que quedaran grabadas en la
memoria de un hombre, su número sería necesariamente reducido; entonces Urstaat, el
Poema y el edificio, debían tener un límite. El afuera era posible.

Como dije, esa idea me alentaba a seguir adelante, pero también pensaba que acaso
Urstaat y el Poema no respondían a una memoria individual, sino a una memoria
colectiva, a un deseo de todos, quizás no se trataba de los recuerdos de ese otro que yo
también era, sino a los recuerdos e ilusiones de todos los hombres. Nunca conocí el mar,
pero entonces, si el edificio bancario era el museo de mi memoria, ¿de dónde había
surgido un mar que yo nunca había visto?, ¿no era acaso el recuerdo de otro?, ¿y toda
esa plata que nunca fue ni será mía?, ¿de dónde una ciudad a la que nunca había
llegado?, ¿de dónde todos los trenes a los que nunca ascendí? Quizás se trataba de eso
mismo, una memoria colectiva que se hacía Urstaat, poema y mundo, superponiendo y
mezclando los recuerdos y las ilusiones de cualquiera y de nadie. ¿Pero entonces cuál
sería el límite de Urstaat y el Poema si ellos mismos eran una obra colectiva?, ¿dónde
comenzaría el olvido de lo que alguna vez fue el hombre?

No había más respuesta que la decepción. No había afuera posible porque el afuera
mismo ya estaba dentro del Poema. El edificio entero dentro del mismo edificio. La
ciudad dentro del edificio que estaba dentro del edificio. No volví a encontrarme con el
mar, pero sí con el juego de un conjunto infinito contenido en otro conjunto infinito. En
una de las habitaciones me encontré en el hall de la entrada. Aquello no tenía sentido: el
hall de la entrada ya estaba dentro de uno de los tantos departamentos de los que aquel
hall debía ser la entrada. Sin embargo, allí estaba la entrada al edificio dentro de uno de
los departamentos del edificio. Detrás mío el ascensor inútil, a un costado siempre la
misma escalera y delante la puerta de vidrio que daba hacia la calle. Del otro lado del
vidrio, el guardia que conocía a mi padre y con el que había hablado al entrar donde ya
siempre había estado. Bajo las escalinatas y de frente al guardia, la multitud de hombres
y mujeres y chicos, desnudándose, tocándose, sobreactuando la farsa de un desborde
sexual, mostrando aquello de lo que podían ser capaces con tal de ser elegidos por un
funcionario y poder entonces vivir bajo techo. La puerta estaba cerrada. Golpeé
llamando al guardia para que me abriera, pero no pareció escucharme. Mis pájaros
parecieron entonces volverse locos. Sus ojos se volvieron infierno. Sus alas desesperadas
chocaban entre sí y los llevaban de acá para allá en círculos dementes. Luego apuntaron
hacia afuera y se arrojaron contra los vidrios. Chocaron, cayeron contra el piso y
volvieron a su vuelo absurdo buscando probar otra vez. Recogí en mis brazos a todos
los que pude, retrocedí y subí de nuevo las escaleras. Anduve un día entero
pretendiendo el milagro. Entonces encontré una puerta que dejaba traslucir unos pobres
rayos de sol. Abrí y comprendí que en ese edificio que estaba dentro del edificio estaba
también la ciudad entera. Uno dentro del otro, desde lo más pequeño lentamente se iba
acercando hacia lo más grande. Abrí la puerta y me topé con la Plaza Central y a su
alrededor con la Catedral y la Casa de Gobierno. No había gente por ningún lado, solo
cada tanto alguna de las maratonistas que desnudas seguían corriendo su maratón. En
el mismo momento que di el paso hacia la plaza, un viento fuerte se levantó llevándose
consigo el espesor que las hacía real. El paisaje seguía siendo el mismo pero como
borroneado, deshaciéndose en un modelo más pobre. La Catedral perdía esplendor,
color, tamaño y se reducía a una pobre iglesia de pueblo, la Casa de Gobierno se
deshacía en ruinas que apenas se sostenían como el edificio de una intendencia
abandonada. Crucé la plaza; los árboles se secaban, los monumentos se deshacían con el
viento y mientras cruzaba la plaza me daba cuenta que aquella plaza era la plaza de
todos los pueblos que eran siempre el mismo pueblo del que nos fugábamos y siempre
regresábamos, queriendo escapar de las deudas de mi padre, de los propietarios y sus
ganas de cobrar su alquiler. Miré hacia atrás, ya no había ningún edificio, ahora se
levantaba la estación de trenes. Sentí en mi cuerpo el cansancio de un viaje que duró
toda mi vida y que sin embargo nunca había emprendido. Mis pasos me llevaron por
calles ya conocidas. Alrededor se levantaban las mismas casitas pobres que hicieron el
paisaje de mi infancia insistente. Detrás de mí todos mis hermanos, cientos y cientos de
pájaros volando en círculos que me envolvían en la distancia. Sabía que la casa de mi
madre se encontraba a unas cuadras, en dirección hacia el norte. Intenté escapar a lo
que me estaba dado, yendo hacia el sur. Todo fue inútil: caminé hacia el sur y a unos
pocos metros encontré la casa de mi madre. Volví hacia la plaza, caminé hacia el oeste y
volví a encontrar la casa de mi madre. Caminé hacia el otro lado y allí volvió a aparecer
la misma casa. En la puerta, Madre estaba esperando por mí. No nos dijimos nada. Me
tomó del brazo y me obligó a entrar.

–El Comisario dijo que venía dentro de un rato. Te ordené que lavaras a tu padre.
No va a querer encontrarlo todo cagado. Serví para algo y hacé lo que te digo.

–Te dije una y mil veces que ese viejo no es mi padre.

–¿Y quién es entonces?

–No sé, cuando llegamos ya estaba en la casa. Padre debe estar en este momento
trabajando en Urstaat.

–No me importa quién es. Solo te digo que lo laves. Esta es la última vez, solo nos
faltan cinco pesos para los pasajes. Este es el último día, dentro de un rato estaremos en
el tren que nos llevará a Urstaat.

–Es inútil, Madre, ya estamos en Urstaat. Nunca llegaremos porque ya estamos en


ella.

–No quiero escucharte. Vos sos nadie, la nada misma.

–No digas eso, madre.

–¿Qué te creés que puede salir de mi concha sino la nada misma?

–¿Y tus hijos, madre?, ¿y todos los hijos que pariste?

–No me preguntes eso. Ya lo sabés.

–¿Te das cuenta que ya estuvimos acá, en esta misma situación, vos diciendo una y
cada una de las palabras que acabas de decir y yo mirando el ventanal?

–¿Sabés que había dentro de cada huevo, sabés que hubo dentro del huevo con el
que te parí? La nada universal, la nada que en la forma de pajarracos inmundos me
persigue donde vaya para decirme entre trinos y gorjogeos “Nada es real, ni siquiera
estas palabras, ni siquiera nosotros somos reales”.

–Ya lo sé, Madre, lo único que quiero saber es por qué todo vuelve a repetirse como
si nunca terminara de pasar.
–Eso es lo que sos, un pajarraco nacido de la nada, destinado a la nada. Un engendro
del cerebro que tengo metido en la concha que se ha negado a hacerme madre.

–Como si nunca pudiésemos salir de mismo lugar. ¿Cuál es el afuera, Madre?,


¿cómo se sale de todo esto?

–Estoy hablando con nadie. María, estás hablando con nadie. No escuches a esos
pajarracos. No existen, no están, nunca han nacido –dijo madre hablando consigo
misma como si yo no estuviera a su lado, como si yo verdaderamente no existiera allí
frente a sus ojos.

–Madre, basta de hablar así, me das miedo, madre. ¿No sabés que de nuevo tendré
que matarte?

–Hacelo entonces, sacame de esta condena –dijo mi madre, levantándose de su silla


y acercándose a mí.

Di unos pasos hacia atrás. Los hijos de mi madre revolotearon sobre su cabeza como
si se pusieran de su lado esperando que yo hiciera lo que ella me ordenaba y rogaba.

–Sos mierdita. Sos el que nunca nació.

Esquivé a mi madre como esquivando nuestro destino, di unos pasos largos y


apurados hacia el cuarto donde teníamos encerrado al viejo que durante tantos años
habíamos prostituido.

El cuarto estaba lleno de pilas de billetes que ocupaban todos los espacios, desde el
piso hasta el techo. Los billetes llevaban escrito el poema que mi madre escribió para
hacerme poeta: “Nada es real, ni siquiera estas palabras, ni siquiera vos sos real”. Entre
las pilas de billetes encontré al viejo prostituido. El viejo era mi padre. Estaba
encadenado. La cadena se cerraba en un collar de cuero que ajustaba su cuello. La cara
de mi padre estaba hundida en las vísceras del cadáver de un funcionario. Mi padre
tenía los ojos electrocutados por un paisaje hecho con los kilovatios del horror. Sus
dientes arrancaban pedazos de carne. “Nada es real, esto no es real, yo no soy real” –
dijo Padre al reconocer mi presencia.

–Solo me importa saber cómo salir de acá. ¿Dónde está el Afuera de todo esto?

Pregunté y mi padre entonces se puso de rodillas. Sus manos revisaron el traje del
funcionario. Sacó un revólver y me lo dio.
–Este es el único modo de salir. El único modo de hacer tu Afuera.

Con el revólver en la mano, miré a mi padre y mi padre ya estaba de nuevo


arrancando pedazos del cadáver.

–Pero no puedo matar al que nunca nació –le dije a mi padre sabiendo que él no
estaba allí para escucharme, pensando que me había dado el arma para matarme.

No recuerdo si disparé contra mi cabeza o contra la cabeza de mi padre. No


recuerdo si mi padre me pidió que le dispare y entonces le disparé en la cabeza. Me di
vuelta buscando la puerta detrás de la que esperaba encontrar a mi madre. Mi madre no
estaba. La habitación era exactamente igual a la anterior, llena de plata, pilas y pilas de
billetes forrando las paredes, invadiéndolo todo. Entre aquellos billetes, mis pájaros
hermanos alrededor de mi cabeza. Crucé la habitación, abrí la puerta, del otro lado la
misma habitación llena de plata. Mis hermanos, encima de mí, y su gorgojeo continuo:
nada es real, estas palabras no son reales, vos no sos real.

Crucé la habitación, del otro lado de la puerta más plata reproduciéndose, tapándolo
todo, dándole vida a mis muertos, engendrando las ilusiones que nunca se harán,
inventando el recuerdo de lo que no fue. Frente mío había una ventana. Detrás de ella,
la noche y el fuego incendiando edificios, barrios enteros de Urstaat y el Poema. A un
lado de la ventana mi padre estaba sentado en una silla. Mi padre no estaba solo. Una
nena vestida de puta bailaba a su alrededor –una preciosa pollerita que apenas le
tapaba las nalgas, unas medias de red que le quedaban divinas y un par de zapatos con
estrás en las puntas. La nena no podía tener más de seis o siete años. Era una nena
preciosa, era la puta que yo siempre había querido ser. Mi padre estaba muy contento
con ella. Le bailaba alrededor y él la aplaudía. En un momento ella se detuvo de
espaldas, se agachó y refregó sus nalgas contra el bulto de mi padre. Después la nena se
alejó unos pasos, metió sus manos entre las piernas, le mostró a mi padre cómo podía
masturbarse. Entonces mi padre se desabrochó el pantalón, sacó su verga y empezó a
hacerse la paja. La nena volvió a acercarse, le dio un beso de lengua. Su nuca tapó la
cara de mi padre. Al terminar el beso y tomar distancia, el rostro de mi padre ya no era
el de mi padre. Al lado mío estaba Mariela. Mi padre sin el rostro de mi padre se paró y
le dio unos billetes a Mariela. Tomó de la mano a la nena y se la llevó hacia el
dormitorio. Fue entonces que me di cuenta que se trataba de un chico vestido de puta.
Mariela contó los billetes. “Con esto por lo menos pagamos el alquiler”, me dijo.

Sentí asco de nosotros, asco de mi padre, asco del mundo. Abrí la puerta, buscando
a mi padre. Mi padre sin el rostro de mi padre estaba de espaldas a mí sodomizando al
nene. Mi padre se dio vuelta. Detuvo el movimiento de sus caderas contra las nalgas del
chico.

–No quiero seguir con esto. Matame, haceme desaparecer –rogó mi padre.

Recién entonces me di cuenta que el revólver seguía en mi mano. Disparé contra mi


padre, disparé contra el chico. El revólver se deshizo en mis manos. De pronto, lo que
tenía apretado entre mis dedos y la palma era un montón de billetes. No tenían ningún
valor, pero eso mismo era todo el valor de lo que decían: nada es real, ni siquiera la
muerte es real, ni siquiera tus muertos son reales.

Mujeres-lloronas –muchas– enseguida me rodearon para darme sus condolencias.


Una tras otra, me saludaron y abrazaron entre llantos y ruegos. Mis pájaros
sobrevolaron el lugar, aleteando en derredor. El piso estaba repleto de dinero. A nadie
parecía importarle. Pisando sobre toda esa plata avancé hasta el centro del lugar y
reconocí a mi madre junto al cajón diminuto que hacía de féretro. Le pregunté a quién
estábamos velando. Me dijo que Carlos Conchudo había muerto al nacer.

Me paré al lado del cajoncito. Dentro yacía el cadáver de un bebé recién nacido.
Tenía la cara completamente desfigurada, como si la hubieran borrado con ácido
muriático. Mi madre se puso a llorar desconsoladamente.

–Ni siquiera nació –me dijo al oído entre sollozos.

–Madre, tu niño no murió, Carlos Conchudo soy yo –le respondí tomándola por los
hombros y mirándola a los ojos.

–No puede morir el que no ha nacido.

–Madre, estoy acá.

–Nada es real, ni siquiera podía morir el no-nacido, ni siquiera vos eras real.

Eso dijo mi madre y cerró el cajón. Se hizo silencio. Mis pájaros hermanos cayeron
desplomados contra el suelo. Las mujeres-lloronas se acercaron a mi madre. En una de
las esquinas del salón, vi a Mariela con alguien que de espaldas no podía distinguir. Se
estaban riendo y las carcajadas sonaban en todo el salón. Comprendí que se estaban
riendo de mí y de mi muerte. Tan fuerte era la risa que las mujeres-lloronas
interrumpieron sus conversaciones y los miraron. Nadie podía hablar o escuchar ante
aquellas carcajadas que retumbaban contra las paredes y hacían vibrar los tímpanos.
Mis pájaros seguían tirados en el piso sobre los billetes. Tomé entre mis manos el
cuerpo del que tenía más cerca. No sentí su corazón. Lo agité de un lado al otro, pero no
me respondió. Con el cadáver de mi hermano apretado en mi mano me corrí hacia el
ventanal. Afuera la noche caía sobre el parque de la casa de mi madre. A unos metros
de la higuera, vi la espalda de un chico cualquiera, que era yo mismo. Cientos de
pájaros muertos se adivinaban entre los pastos. El chico los juntaba entre sus brazos y
los amontonaba en una pira en el medio del lugar. Enseguida buscó algo con los que
prenderlos fuego. Sus pájaros habían aprendido a morir, se habían dado su propio
afuera, ahora les tocaba aprender a hacerse fuego y viento. El fuego tomó el cuerpo de
los pájaros, la pira se hizo llamarada buscando el fondo de la noche. Entonces de pronto
el pájaro que yo tenía apretado en mi mano se incendió con un fuego que venía de mi
infancia. Solté el pájaro. Me di vuelta mirando hacia el cajoncito, mi madre y las
mujeres-lloronas. Vi entonces que los billetes que a todos nos rodeaban, por sí solos, de
la nada, se prendieron fuego, creciendo en sus llamaradas hasta alcanzar el techo del
lugar. Vi a mi madre incendiarse, vi a las mujeres y al cajoncito fúnebre sumarse al
fuego. Corrí hacia mi madre. La abracé pretendiendo apagar el fuego. Mi madre se
deshizo entre mis brazos. Las mujeres y el cajón desaparecieron entre las llamaradas.

Ahora estaba solo en el lugar, en medio de aquel incendio, pero allí ocupaba yo un
centro que era también el agujero indecible del Poema: el fuego se había prendido a mis
brazos, a mis piernas, a mi pecho, mi cabeza era una llamarada, mi carne se asaba
crujiente, y sin embargo no sentía nada –nada para mí, ni siquiera la sensación de
incendiarme vivo cuando me estaba incendiando vivo.

Supe que aquello no estaba sucediendo. Yo solo era el espectro que repetía lo que en
algún momento del pasado otro –otro Carlos Conchudo– había vivido en ese mismo
edificio, vagando de aquí para allá por habitaciones llenas de plata que hacían el
Poema. Mis palabras, mis recuerdos eran de otro, eso mismo que estaba pensando no
era mío. Mi carne se incendiaba en otro cuerpo. Me estaba quemando vivo, pero no
había nada que estuviera vivo en eso que llamaba mi existencia. Me estaba incendiando
y solo se me daba por preguntarme ¿por qué no había asumido antes lo que desde el
principio se me había mostrado como un destino?

Nada es real.

Nunca había sido más que la ilusión mal parida de mi madre.

Ni siquiera estas palabras son reales.

Yo mismo era un no nacido.


Ni siquiera yo soy real.

Un pajarraco más entre todos los pajarracos que mi madre había engendrado
inventando huevos que salían por su vagina.

No había afuera para el que no había nacido.

No había adentro para el que nunca estuvo.

No había sido otra cosa que una de las tantas ilusiones inscriptas en aquellos billetes
sin otro valor que la nada: nada era real, ni siquiera esas palabras, porque yo mismo no
era real.

Salí de aquel lugar como escapando de mí mismo. Subí por las escaleras. El fuego
amigo me abrazaba sin lastimarme. El edificio se incendiaba conmigo, los billetes
mismos permanecían intactos como si el fuego no los reconociera. No había nada en el
edificio que se quemara al incendiarse en aquel infierno inútil.

Enseguida encontré el último piso, la azotea, el final del Poema. Aquel era el lugar
que desde el comienzo había esperado por mí. Entonces vi la ciudad, la noche
iluminada. De repente ya estaba parado sobre la cornisa. Desde esa altura ni siquiera la
calle podía ver. Pensé que aquello era el afuera al que debía volver sin nunca haber
salido. Yo era un pájaro, yo era la nada que mi madre había parido. Miré hacia abajo y
pensé que no había muerte posible para el que no había nacido. Solo se trataba de dar
un paso, arrojarme al abismo y entonces mis alas se desplegarían bajo mis brazos para
volar sobre el vacío. Solo un paso hacia delante, y mi cuerpo se llenaría de plumas, mis
pies se convertirían en garras y de mi cara surgiría en un hermoso pico. Me haría viento
en el viento, una nada que se fundiera en la nada.

Mi pierna derecha se movió hacia delante, mi pie se sostuvo en el vacío. Escuché


detrás mío la voz de Mariela gritándome que no lo hiciera. Giré la cabeza para verla.
Repitió una y otra vez que no diera ese paso. Pensé que allí detrás mío no había nadie.
La voz de Mariela solo existía en la nada a la que debía regresar. Rogó que me
detuviera, que pensara en nuestros hijos. Con los ojos clavados en el abismo, temblé.
Tuve miedo: ¿me había vuelto loco?, ¿solo se trataba de matarme?, ¿cuánta mierda
había pasado en mi vida como para creerme un pájaro que podría dar el salto hacia la
nada y salir volando por encima de la ciudad? El viento me daba contra la cara. El fuego
en mi piel se había apagado. Mis manos tocaron mi pecho, mis brazos, mi cara. Mis
manos, el viento, me devolvían un cuerpo humano. “No saltes”, gritó Mariela.
Nada es real, gorgojearon mis hermanos envueltos en llamas. Ni siquiera estas
palabras son reales, me dije a mí mismo. Ni siquiera vos sos real.

Entonces salté.

Eso creo.

Aunque en verdad no lo sé.

No lo sé porque desde entonces estoy muerto.

Sin embargo, no dejo de preguntarme ¿por qué, si ya estoy muerto, no dejo de


recordar el viento empujándome, las llamaradas envolviendo los edificios bajo mis alas,
la imagen de la Ciudad desde lo más alto de la noche como si hubiera alcanzado con mi
vuelo el Afuera?

¿Y por qué, si ya estoy muerto, no dejo de escuchar la voz del Poema? ¿Cómo, si ya
estoy muerto, esta voz y todas las voces de mis hermanos en mis oídos sino es habiendo
sido desde el comienzo la nada misma de un ente no-nacido que solo puede aprender a
hacerse viento y fuego para contar los recuerdos de lo que no ha sido, las ilusiones de lo
que no será?

Como ya dije una y otra vez, mi madre siempre quiso que yo sea poeta, ese era mi
destino –la palabra que revelara un mundo, la palabra que explicara todas las palabras–;
por mi parte, siempre desprecié la poesía y odié a los llamados poetas, seguramente
como un modo de desprecio y odio hacia mi madre. Sin embargo, ahora que estoy
muerto y me quedé sin palabras, el mandato de mi madre persiste en mi vida con tal
radicalidad que hasta cuando me escucho decir que he muerto y que ya no hay palabras
para mí, me parece estar hablando en sentido figurado como si no estuviese diciendo
del todo lo que estoy diciendo. Pero cuando digo que estoy muerto, estoy muerto.
Literalmente muerto, sin metáforas ni payasadas retóricas. No estoy muerto en las
palabras, estoy muerto en mi cuerpo –en las palabras sobrevivo muriendo, en mi cuerpo
no hay transitivo ni gerundio posible.

“Con qué liviandad hablas de tu muerte”–me dicen una y otra vez. Cerdos, no son
más que unos cerdos que se alimentan de palabras, que necesitan que las palabras
tengan un sentido determinado, puntos de referencia precisos y bien localizados en sus
cerebros. Nada de palabras, nada de sentidos ni comunicación alguna; no me morí en
las palabras para que se interesen en ellas, me morí en mi cuerpo. “Pero se te entiende
perfectamente, tus palabras son muy claras” –me responden y entonces desespero. Se
los he dicho una y mil veces: no tengo palabras ni voz ni pensamiento ni nada,
justamente porque estoy muerto; y sin embargo, impiadosos, me persiguen, no dejan de
insistir con la cuestión.

No voy a discutir sobre este punto, ni sobre ningún otro, porque entonces estaría
jugando su juego, y me encontraría así, sin proponérmelo, sin saber cómo, pensando,
hablando. Esto no es hablar, pero si quieren saber algo más sobre el tema y saciar su
absurda necesidad de verdades objetivas, me limito a mostrarles mi certificado de
defunción. Está firmado por un doctor de apellido Monster y según el papel me morí
hace ya quince años, aquel primero de noviembre del año 2001. “Deceso por fractura de
cráneo” –estipula mi diagnóstico. “Si estás hablando es porque no estás muerto, debe
ser un mal entendido, tu certificado deber ser falso, o erróneo en el mejor de los casos” –
insisten. El malentendido es la lengua, porque no hay lengua que no sea un modo de la
Gran Madre –les respondo. Hablemos del cuerpo, con el cuerpo contra la Gran Madre y
el malentendido no le importará a nadie. Pero crean lo que quieran, ya no estoy en este
mundo como para jugar un juego que en verdad nunca supe, ni siquiera cuando estaba
vivo, cómo se jugaba. Lo único que pretendo es gozar de la serenidad conquistada, y
solo ahora que estoy muerto puedo escribir –acaso sea el único modo de hacerlo– sin
que me importe nada de lo que piensen o murmuren. Lejos, así los quiero, bien lejos, así
es mejor.

Claro que si ahora estoy escribiendo es porque escribo para mí, lo que significa que
escribo para nadie. Para aquellos, entonces, a los que se les ha acabado la poesía y han
muerto con el cuerpo contra la Gran Madre, comparto el informe de los estados de
descomposición física de mi cuerpo después de haber muerto. La lista no es exhaustiva
pero da una idea de la situación. La enumeración no responde a ninguna necesidad más
que mi gusto por los números. Comienza por cualquier lado y termina donde no debe
terminar. Algunos de los datos coinciden con la descripción realizada en la ficha médica
elaborada en el momento de mi defunción:

1. Una sensación de ardor quemante en los huesos, y a la vez un congelamiento de


la médula.

2. Un frío inhóspito en la sangre detenida y un gusto ácido en la lengua.

3. La certeza de haber renunciado antes de comenzar, un retorcimiento de los


músculos, una retracción de los gestos, una confusión central para toda orientación, la
fatiga demoledora de la duda y la desesperación de aferrarse a algo.
4. No un dolor íntegro sino un sufrimiento de astillas, ni siquiera un centro
específico de contracción sufriente sino una dispersión de miembros amputados.

5. Vitrificación de los órganos y a la vez un estallido general de lo que no termina


de romperse.

6. Músculos, tendones y tejidos desgarrados, licuefacción de las heces.

7. Microbios, bacterias, larvas, pequeñísimos animales caníbales, cavando agujeros


en la carne.

8. Un cuerpo roto en mil pedazos y pedazos rotos en mil cuerpos, una guerra
entablada sobre el campo material de una devastación.

9. Un movimiento incontrolable y vertiginoso de las fuerzas larvarias, y a la vez un


estado de parálisis, de aturdimiento interminable, de fatiga de fin del mundo.

10. Un letargo contraído infinitamente hacia el interior de cada célula con intervalos
de espasmos eléctricos y movimientos centrífugos de expulsión y dispersión en una
exterioridad sin centro.

11. Un desmoronamiento de carne en estado de putrefacción.

12. Puntazos craneales, segmentos ácidos que se desplazan.

13. Náuseas ilocalizables en perpetuo movimiento de vaivén sobre una superficie de


grasa emblandecida.

14. Vértigo de haber tenido un centro, una unidad, una referencia, y haberlas
perdido.

15. ersistencia de sentir el peso de los miembros que han sido amputados y sin
embargo no.

16. Imágenes de órganos lejanos que ya no están en su lugar.

17. El colapso general de un sistema de direcciones revueltas y un masacote de


vómito en la garganta.

18. La descoporalización generalizada de la realidad y la avidez incontrolada de


larvas que emergen a la superficie.
19. El desfondamiento de la carne, y la sensación de ahuecamiento interiorizada, de
nada acumulada en ese pozo de carne.

20. La asunción de un fondo microbial sobre una superficie perdida.

Eso en relación a mi cuerpo. De este lado del abismo, en lo que atañe a mi persona,
todo se reduce a la fatiga demoledora de haber tenido un cuerpo y ya no –y con ello la
desesperación de un dolor que ya no es mío. Entiendo que la diferencia entre ese cuerpo
desintegrado y mi existencia está en la posibilidad de la palabra. Mi cuerpo nunca tuvo
nada que ver con las palabras, en cambio yo todavía puedo morir en las palabras. Eso
que puede sonar muy bonito, no es más que mi condena: no poder existir en las
palabras sino muriendo infinitamente, repitiendo mi muerte una y otra vez.

Las pocas cosas que recuerdo de aquello son claras y, por supuesto, definitivas. El
incendio me había atrapado en la azotea de aquel edificio, quizás si hubiera cobrado
valentía y en vez de arrojarme al vacío hubiera aceptado la condena de la memoria
infinita del mundo, entregándome al fuego y al horror, mi destino hubiera sido otro.
Cobarde como siempre he sido, preferí escapar, elegí el abismo. No me arrepiento de la
decisión. Todavía hoy me imagino morir quemado y la sola idea me aterroriza.
Arrojarme hacia el asfalto desde aquella azotea ha sido mejor. No lo recomiendo, por
supuesto, pero ante la rígida dicotomía de morir quemado en las llamas de la locura o
tirarse al abismo desde unos cuarenta metros de altura, aconsejo esto último. La
diferencia está en el tiempo en que se demora la muerte. En el caso de morir quemado,
las llamas no te matan de inmediato, pero ese tiempo extra, ese excedente, es fútil, no te
da lugar a pensar en otra cosa que en la pura percepción de lo que te está pasando, y
eso mismo es la definición de no pensar en nada. Solo el puro sufrimiento, el éxtasis
cruel del universo regodeándose con nuestro cerebro incendiado, nuestra carne
quemada. En cambio, cuarenta metros de caída libre supone un tiempo digno para
encontrar serenidad y reflexionar un poco sobre lo que está sucediendo, de dónde
venimos, hacia dónde vamos, y muchas otras cosas por el estilo, todas muy importantes
que hacen a eso que suelen llamar “una experiencia”.

Ahora, por ejemplo, la sensación de que mi muerte no ha terminado, persiste. Entre


otras cosas, sobrevive en mí –como un hilito de luz en una lámpara a punto de
quemarse– la sensación de continuar cayendo. Cuando me acuesto a dormir o adopto
por alguna circunstancia una posición horizontal, la experiencia se radicaliza –me
acuesto y mi cuerpo –sin mí, más allá de mí– se desespera, mis manos intentan aferrarse
a cualquier cosa, y mis piernas pedalean en el aire. Me digo a mí mismo que debo
serenarme, que la caída terminó, el golpe contra el asfalto ya ocurrió; por lo tanto, si
estoy muerto no debo angustiarme ante nada ni aterrarme por lo que pudiera pasar –“lo
que pasó ya pasó”, me digo, insistiendo una y otra vez–, pero mi cuerpo, mis entrañas,
no reconocen en mi voz ninguna entidad, ni en mi persona la menor autoridad.
Entonces mi cuerpo desespera, no quiere volver a caer, no quiere romperse de nuevo, y
actúa en consecuencia, como si en verdad todavía no hubiera encontrado el asfalto de la
calle y siguiera cayendo.

Algo semejante me ocurre cuando estoy parado, pero es más fácil de manejar la
desesperación. Camino por ahí, ando de acá para allá, o simplemente me siento en
alguna parte y el vértigo de estar cayendo vuelve una y otra vez, pero entonces me doy
cuenta de algo que me ayuda a pasar el momento: si mi caída persiste, si todavía no
encontré el asfalto de la calle para romperme todo, es porque ese final nunca va a llegar.
La caída es infinita –me digo–, y claro está, si infinita es la caída entonces no hay
diferencia entre “estar cayendo” o “estar parado”, simplemente son modos distintos de
mencionar una misma cosa. Eso es un alivio para mí, porque entonces puedo participar
del mundo de una forma más amable; estoy cayendo, sí, pero si el final nunca va a
llegar, entonces no hay que desesperarse.

Me lo digo a mí mismo como un mantra todo el tiempo –“Serenidad, amigo, ¿para


qué tanta desesperación si en definitiva el final nunca va a llegar?”. Sin embargo, mi
cuerpo no quiere entender nada. No puedo convencerlo con argumentos fáciles. ¿Qué le
importa a mi cuerpo si está parado o cayendo cuando el golpe contra el asfalto ya ha
sucedido y no deja de ocurrir? Hasta en mi funeral me jugó una mala pasada. Por mi
parte ya había asumido que estaba muerto y solo pensaba actuar en consecuencia. Si el
doctor Manster lo había sentenciado, ¿quién era yo para contradecirlo? Incluso si mi
madre y algunos otros familiares y conocidos me trataban tal como en general se trata a
los muertos, no podía yo frustrar sus expectativas.

Necesitaban de un muerto, hice de muerto.

Pero como vengo diciendo, por más que hubiera trabajado espiritualmente conmigo
mismo para aceptar que mi vida se había terminado, mi cuerpo no quería saber nada
con el asunto, y al respecto mi funeral terminó siendo un desastre. Habían ambientado
la sala de la Casa de Velatorios del modo más amoroso, llenándolo de flores, velas,
sahumerios, y telas rojas y amarillas que caían de una punta a la otra. Me habían
comprado el mejor cajón que había podido –impecable, brilloso, super-cómodo para mi
eterno descanso. Habían llorado por mí, habían dicho cosas muy tiernas referidas a mi
persona que me hicieron estremecer –y yo, que nunca había llorado en toda mi vida por
absolutamente nada, conmovido, derramé también dulces lágrimas por mí mismo, por
el que había sido. Pero entonces a mi cuerpo se le dio por fastidiarme. Ya cansado de
insistir en la misma posición horizontal, sin lugar para darse vuelta, y también
impedido por mi voluntad para hacerlo, se puso insufrible. Todo comenzó con una
picazón en mi pie izquierdo, pero luego se fue extendiendo por todo lo que puede
llamarse mi existencia. Sabía que aquello era la respuesta de mi organismo a la alergia
inveterada que sufría ante los benditos sahumerios. Y aquella sala del velatorio estaba
llena de sahumerios –de vainilla, de jazmín, sahumerios de incienso, de frutos del
bosque, azafrán, sahumerios mentolados, sahumerios del orto. Una nube gris y espesa
había cubierto el techo, descendía y amenazaba terminar la velada perdiéndonos a unos
y a otros en aquellas tinieblas. Un sarpullido promiscuo invadió mi carne
transformándola en un campo sembrado de granos rojos, amarillos y violetas. Lo cierto
es que comencé a rascarme, y aquellos no eran simples rasquidos más o menos
disimulados sino mi defensa desesperada ante un cuerpo que ya no era mío pero que
pretendía llevarme al infierno con él.

En la incomodidad general de estar ahogándose en el humo siniestro de los


sahumerios, a nadie le pareció mal que el muerto se rasque como se le diera la gana. Ya
tenían ellos lo suficiente con intentar sobrevivir y parecieron comprender mi
desolación. Pero, claro está, la comprensión nunca fue un atributo que se pudiera
predicar de la existencia de mi madre. De ella había sido la idea de los sahumerios y
pretendía la conformidad de todos, especialmente la de su hijo, el muerto. “Madre, ¿es
necesario todo esto?”, le pregunté adelantándome a lo que sabía que vendría. Acaso
presionada por mantener las formas en el funeral que ella misma había organizado, no
me respondió, no dijo nada, pero me miró y con un solo gesto me dejó en claro lo que
ya tenía claro desde el momento mismo en que había nacido: su odio visceral para
conmigo.

Se dio media vuelta y se fue. Yo no podía más con la alergia y la picazón de mi


cuerpo, por lo que cuando Madre se retiró ofuscada del salón, aproveché a estirar las
piernas y salté del cajón. Elongué un poco mis músculos entumecidos, alcé mis brazos
como buscando el techo una y otra vez. Nadie se sorprendió. Estaban aliviados de que
Madre se hubiera marchado para suspender al menos por un rato los roles actorales que
ella misma les habría impuesto. Una invitada al funeral, por ejemplo, me convidó un
cigarrillo y allí estuvimos charlando sobre mi nueva situación mientras fumábamos.
Pero al rato, intempestiva, Madre regresó. Vio el cuadro general, y no le gustó nada
verme parado, fumando y charlando. ¿Por qué siempre le hacía lo mismo?, ¿por qué no
podía actuar como un ser humano normal?, ¿por qué si los médicos y todo el mundo
dijeron que había muerto, yo no podía actuar justamente como un muerto? En fin,
Madre dijo las mismas y aberrantes cosas que solía decir cuando se dirigía a mi persona.
Luego, me mandó al cajón, suspendió el funeral y ordenó que me llevaran de inmediato
al cementerio.
Como no estaba muy lejos, me llevaron cargando el cajón sobre los hombros de unos
desconocidos que pasaban por ahí, un par de cuadras por las calles del pueblo. Después
me arrojaron al agujero que habían cavado, rezaron por mi alma y me enterraron. La
lluvia de tierra había empezado a caer sobre mí, desde las palas al borde del poso,
cuando vi a Madre parada en la punta, con los brazos cruzados, con sus ojos clavados
en los míos, esperando el mínimo desacierto en mi conducta para arrojarse encima mío
y despezarme con su odio. Me quedé quietito recibiendo la tierra que ya había cubierto
mis piernas y se iba amontonado sobre mi pecho. Luego, cuando tan solo quedaba la
punta mi nariz y mis ojos por encima de la tierra, Madre arrojó las últimas paladas con
pasión y furor: no estaba enterrando a su hijo, estaba enterrando su pasado, sus errores,
su miseria. Me pareció que en su vorágine de sepulturero desenfrenado había
encontrado un modo de la felicidad. Nunca la había visto tan plena, con aquella sonrisa
en la boca, los ojos luminosos, la expresión en su rostro de agradecimiento al cielo por
aquel día en que finalmente pudo enterrar a su hijo.

Para mí, en cambio, el terror. Pensé que a la hecatombe de la vida no le había


alcanzado con haberme destruido obligándome a tirar desde la azotea de aquel edificio,
sino que además pretendía entonces condenarme a morir mi propia muerte. No sé
cuántos días resistí la noche unánime de mi entierro. Acaso el terror no sea otra cosa
que perder la medida del tiempo y enfrentarse entonces al tiempo en sí mismo –más
allá de los parámetros para medirlo–, el tiempo puro, el tiempo vacío tan parecido a la
muerte y sin embargo tan desesperada, infinitamente distante de cualquier idea de
límite, término o fin. Pero si el miedo paraliza, el terror da vida; y fue el terror de tener
que morir mi propia muerte, y con ello enfrentar la condena infinita de lo imposible –
¿cómo abrir lo que ya ha sido abierto, cómo nacer ya siempre habiendo nacido, cómo
morir lo que ya está muerto?–, la fuerza que me empujó a escapar de mi propia tumba.

Una vez devuelto a la superficie del Planeta, supe de una condena peor que la
anterior. Simplemente no tenía nada qué hacer. Mi vida se había acabado con mi muerte
y no tenía siquiera donde ir. Mi relación con el mundo había cambiado drásticamente
en muchos sentidos, pero había uno en especial que recién entonces reconocería como el
núcleo de mi nueva vida: si ya había muerto entonces todo tiempo debía ser para mí un
tiempo pasado. Caminé por las calles del pueblo con las mortajas de mí mismo, cubierto
de tierra, y la sensación de que ese mismo instante ya lo había vivido en el pasado se me
transformó en una videncia. De pronto toda la secuencia que iba desde mi funeral hasta
el momento de escapar de mi tumba y deambular por las calles del pueblo así todo
cubierto de tierra, no respondía a un encadenamiento de acciones que acababan de
suceder, sino a un pasado remoto que ya había sucedido una y otra vez, de tal modo
que en verdad nada de aquello lo estaba viviendo sino recordándolo. La sensación
entonces vivida podría ser semejante a la de un deja vú, es cierto, pero pensar las cosas
de ese modo no sería más que un primer acercamiento, porque no solo se trataba de la
certeza de estar repitiendo algo que ya había sucedido, sino que el hecho mismo de
estar ocurriendo ya era en sí mismo mi pasado.

Deambulaba entonces por ahí, escapando del terror de morir mi propia muerte,
buscando el modo de fugarme de mi madre, mis familiares y de todo aquel maldito
pueblo que había decidido mi sepelio y había procedido a enterrarme sin el menor
miramiento, y sin embargo sabía que por más vuelta que le diera al asunto, imaginando
ciudades lejanas o páramos olvidados, de un modo u otro regresaría a la casa de Madre.
No porque yo quisiera hacerlo, no porque fuera un cobarde –siempre lo fui– sin agallas
para escapar de sus garras, no, ninguna reducción psicologista sería apropiada, solo
regresaría a la casa de Madre porque dada mi muerte, todo instante por venir no sería
en realidad más que un pasado ya efectuado de una vez y para siempre –un destino.
Nada que hacer, entonces, sino lo que ya había ocurrido sin mí, a pesar mío, lejos de mí.
De ese modo avanzaban mis pasos de regreso a la casa de mi madre, con la certeza de
que eso que todavía no había hecho en verdad ya había ocurrido.

La puerta estaba abierta. Al ingresar a la casa, la sensación de haber perdido toda


posibilidad de vivir ningún instante como presente, se radicalizó. Madre o Mariela, no
sé cuál de las dos, me recibió como se reciben a los hijos que hace un tiempito nomás se
les ha dado sepultura, es decir, me recibió como si mi existencia fuera la de un
fantasma. Pero, claro está, en este caso particular aquello no representaba ninguna
novedad ni acontecimiento: si siempre me habían tratado como a un fantasma, como a
alguien que ocupando cierto “aquí y ahora” en verdad no estaba en ninguna parte,
ahora que había muerto y ya no tenía ningún “aquí y ahora”, ¿cómo me iban a tratar
sino efectivamente como un fantasma, como si yo no estuviera allí, no estuviera en
ningún lado?

Lo cierto es que las cosas ocurrieron de inmediato tal como ya habían ocurrido hacía
días, meses, años o como no habían nunca dejado de ocurrir: el llanto de un hombre que
teníamos encerrado en el cuarto del fondo y que quizás era mi padre, el timbre de la
casa y la visita del comisario del pueblo, los pesos acordados que eran los últimos que
nos faltaban para marcharnos del infierno, el máximo volumen del estéreo para que la
guitarra de Jimmy Page y los alaridos de Robert Plant taparan los gemidos y el llanto de
nuestro viejo, el hartazgo del comisario, el mandato materno de pagar con mi existencia
lo que de poesía le faltaba al mundo. Aquello no estaba ocurriendo, ya había ocurrido,
venía desde el fondo de la memoria de la tierra y se instalaba delante mío como si de
una condena se tratara, por lo que entonces esa escena tan dolorosa para mí no tenía
presente alguno para ser vivida, aquello era la repetición de lo que nunca terminaría de
suceder.
Los recuerdos son animales espirituales que surgen, se conectan, se reproducen y
multiplican, hasta ocupar todo espacio mental, hacernos desparecer de nosotros mismos
y enviarnos a la fosa común de los muertos vivos. Acaso estar muerto no signifique otra
cosa que terminar enterrados sin nombres en el planeta de la memoria girando al pedo
en una galaxia desconocida, pero entonces, de rodillas frente al comisario, supe que lo
que ocurría no respondía a revelación ni videncia alguna sino a la imposición misma de
la lógica mortuoria de la memoria: vivir el presente como un pasado que siempre
retorna no es más que otro modo de haber muerto sin terminar nunca de morir.

Desde ese momento la revelación de existir fuera del tiempo se me mostró con toda
claridad. Es raro pero también es lógico; si para un muerto, por definición, solo hay
pasado, ¿qué le queda sino un tiempo acabado?, en todo caso, ¿en qué tiempo ocurre la
vida post-mortem sino es en la clausura de lo que ya sucedió? Y entonces, ¿por qué
debía ser yo la excepción a una regla tan estricta y universal como aquella?

Desde que estoy muerto mi vida se ha hecho muy difícil; voy y vengo de aquí para
allá haciendo las mismas cosas que hace todo el mundo, pero no me queda otra que
hacerlas en el modo del aturdimiento. El presente de lo que percibo y el recuerdo de ese
mismo evento se superponen parte por parte y ya no hay distancia sanadora ni
posibilidad de distinguir uno de otro. No es que en mi vida cotidiana las cosas que me
rodean me muestren algún tipo de recuerdo, no, no se trata de eso, más bien todo lo
contrario, lo que me pasa es que las cosas que me rodean ya son el recuerdo de ellas
mismas. No pierden el carácter de percepción –existen aferradas a su aquí y ahora,
rodeándome (no es esta la historia de un loco)–, pero a la vez, simultáneamente se
muestran como el recuerdo de lo que ya son en ese mismo momento. Por ello parecen
tener una existencia doble, una como objetos de percepción, otra como el recuerdo de lo
que son –como si el recuerdo de las cosas no remitiera a ningún pasado sino que
recordaran su propio presente, el recuerdo mismo de lo que está sucediendo.

El efecto lógico es la lejanía del mundo que me rodea, como si mi vida no existiera
en ningún ahora posible sino en un tiempo distante ya enterrado. Me pasa todo el
tiempo encontrarme recordando algo que al principio se me escapa y no logro definir,
pero enseguida –en el mismo momento– me doy cuenta que mi recuerdo no refiere sino
a lo mismo que estoy viviendo. El segundo efecto es el desdoblamiento de mí mismo:
cuando esto ocurre –a toda hora me ocurre– me doy cuenta que entonces no soy del
todo el que debo ser, al menos no soy uno sino dos existencias divididas, partidas al
medio desde siempre: uno el que percibe lo que lo rodea, el otro el que recuerda haber
estado percibiendo eso mismo. Pero aún más: en ese momento puedo registrar que no
soy solamente dos entidades disociadas sino al menos tres –incluso podría decir que
potencialmente las divisiones de mí mismo son infinitas–, porque no solo me pasa
percibir y al mismo tiempo recordar lo que percibo, sino que además me doy cuenta del
proceso de división en el momento en que se produce.

Las dificultades impuestas son muy difíciles de superar. Me pasa por ejemplo con la
comida. Puedo tener todo el hambre del mundo, desear un plato de comida como si en
ello se me fuera la vida, pero en el mismo instante en que finalmente tengo el plato
deseado, me doy cuenta de que en verdad ya me lo había comido con voracidad.

Claro que el plato sigue lleno, intacto, delante de mis narices, pero entonces ya no
tengo hambre. Mi cuerpo está tan hastiado con el recuerdo de todo lo que comió que no
puede probar un solo bocado más. Ya perdí la cuenta de hace cuándos días, semanas, o
meses no como absolutamente nada, pero cada vez que me enfrento a un plato de
comida, sea cual fuere, me siento a punto de reventar como si acabara a cada instante de
darme la panzada de mi vida. El resultado es que cada día estoy más flaco, soy un
cadáver andando, puro huesos tambaleando, siempre a punto de desfallecer. Soy el
hambreado más satisfecho del mundo, un cadáver gordo –si vale la expresión.

Lo mismo me sucede con funciones quizás más básicas: mear y defecar se me han
hecho tareas imposibles. Ganas de mear tengo todo el tiempo y encima me muero de
necesidad de cagar. Pero claro está, en el momento en que voy al baño y me paro frente
al inodoro, mi organismo o vaya uno a saber qué cosa en mí, descubre que la acción de
mear o de cagar son eventos del pasado, sucesos que acaban de ocurrir. Yo me obligo a
esperar a que mi vejiga y mis esfínteres se dignen a hacer lo suyo, los acompaño como
puedo, hago fuerza, sostengo la concentración debida, y sin embargo… nada. Es como
si mi cuerpo me respondiera preguntándome ¿para qué insistir de nuevo con lo mismo,
si hace apenas un ratito ya hizo lo que debía hacer por mí? Así puedo pasar horas y
horas encerrado en el baño muriéndome de ganas de mear y cagar, y sin embargo ni el
meo prometido ni la cagada sanadora llegarán jamás. Ahora bien, llegado el punto del
hastío, salgo del baño con la frustración de siempre y entonces, solo entonces, viene el
meo, me cago encima. El olor a mierda pegoteada entre mis piernas se me vuelve
asqueroso. La gente lo nota y escapa de mí como si yo fuera un leproso. Y tienen razón,
de algún modo soy un leproso, un sidoso, un muerto vivo, pero por más que intente
cambiar algo de mi higiene personal, por más que la vergüenza de andar todo el tiempo
cagado y meado se apodere de mi existencia y me obligue a alejarme y ocultarme de
todos, no puedo hacer nada contra mi condena post-mortem.

Pero hablar, hablar en general, hablar con alguien, cualquiera fuera, conlleva para
mí el peor de los esfuerzos psíquicos. El costo de entablar cualquier conversación es
altísimo y me demanda una concentración que casi nunca puedo sostener. Haber
renunciado a comer, andar todo el día meado y cagado o alguna cosa semejante, no
tiene mayor importancia. En todo caso, llegar tarde a mí mismo, llegar tarde a eso
mismo que estoy haciendo, como si en verdad lo que estoy haciendo no ocurriera en el
presente sino que se mostrara como el recuerdo de algo que hice alguna vez, no tiene
mayor efecto que el de no estar del todo donde estoy. No es nada grave, la vida siempre
se hace en el lugar donde nunca estamos. Son cosas que pasan, no tienen mayor
relevancia. Pero las palabras, con las palabras no puedo. Son cuervos dando vueltas
sobre el cadáver de mí mismo, cuervos invisibles que se alimentan de mi cerebro y no
puedo andar cazándolos porque además de invisibles son rapidísimos.

El problema –lo sabemos– es que se reproducen sin cesar, una palabra engendra otra
y esta a su vez otra y otra y otra más y luego ya no sabemos que estamos diciendo sino
cuando ya lo hemos dicho, cuando ya no hay posibilidad de volver atrás porque
efectivamente, una vez más, hemos llegado tarde a lo que se suponía era nuestro.

Por ejemplo: esto mismo. Hablar, pensar, escribir, como ninguna otra cosa, ponen en
juego, revelan, justamente, el hecho de que no hemos estado ahí cuando dijimos lo que
no debíamos decir, lo que no queríamos pensar ni escribir, y sin embargo lo dijimos, lo
pensamos, ya quedó escrito. ¿Dónde estuvimos mientras tanto?, ¿en qué lugar mientras
eso hablaba por nosotros, pensaba o escribía lo que no nos fue consultado?, y en todo
caso, ¿con qué palabras poder decir “esto no, aquello tampoco, no, no es algo que de
verdad lo esté diciendo ni pensando”?, ¿con qué palabras que no sean parte de todas
esas palabras?

Porque claro está, ahora puedo escribir “esto no es escribir” y evidentemente la farsa
de continuar escribiendo se perpetúa, y si a pesar de ello, me importa un bledo el
sinsentido de lo que acabo de escribir y piense para mí mismo “me importa tres carajos
lo que piensen, porque yo escribo para nadie desde el mismo momento en que me
decidí a escribir sin escribir”, en verdad el show de desaparición de mí mismo no hace
más que continuar cavando mi tumba en la superficie de un océano sin fondo.

¿Cómo decir entonces que yo difícilmente esté hablando, que no recuerdo qué era
eso de hablar, que el pensamiento no es algo que me haya sido dado, y que escribir…?
En fin, evidentemente, escribir es otra cosa, esto no es escribir.

Escribir sin escribir, hablar sin hablar, pensar sin pensar: ese siempre será mi sueño
imposible. Pero no me quiero perder: el problema central no son las palabras, en todo
caso, el no poder estar en ellas cuando son ellas las que nos dicen es un efecto marginal
del hecho de que el tiempo del mundo sea doble y que cada instante sea presente y a la
vez recuerdo de sí mismo. Cuando digo que llego tarde a las palabras ya dichas,
pensadas o escritas, y cuando digo que llego tarde a mí mismo, es porque en verdad
llego tarde al mundo. Es, en principio, una cuestión lógica: si lo que ahora me rodea ya
es en sí mismo el pasado de este instante, entonces nunca puedo estar del todo en el
presente del mundo. Resultado: soy anacrónico a fuerza de la más estricta
contemporaneidad.

Lo cierto es que desde que me morí, no he podido dejar de pensar en ello, aunque –
como vengo diciendo– lo mío no es el pensamiento, pensar siempre será otra cosa, lo
mío es el fracaso del pensamiento, no como un gesto de ineptitud –aunque tal vez lo
sea, ¿quién sabe?–, sino como una destinación, un cumplimiento que no puede ser
superado. Por eso se me escapan muchas cosas, en todo caso, haber muerto funcionó
como una revelación que debía reconfigurar todo el sentido de mi existencia. Y aquello
ocurrió en el momento preciso de mi caída. De eso es lo que tengo que hablar.

Vuelvo a insistir, si tuviera que aconsejar un modo de morir, no dudaría en sugerir


la caída libre desde un vigésimo piso. Un tiro en la cabeza, cortarse las venas, ahorcarse
con una soga, tomar un veneno o, como en mi caso, la posibilidad de quemarme vivo
entre las llamas de aquel edificio incendiado, no dejan de ser elecciones prosaicas.
Ninguna de ellas ofrece posibilidad de ningún aprendizaje. En cambio, tirarse desde
unos cuarenta metros contra el asfalto es un ejercicio espiritual que debería ser
practicado por todos, incluso por aquellos que no tienen ninguna expectativa de morir o
suicidarse. Si yo fuera presidente de la nación decretaría en términos de necesidad y
urgencia que todos los ciudadanos pasaran por la experiencia. Nuestra patria sería
entonces otra cosa y no la ciénaga hedionda en la que nos hundimos. Lo esencial es que
tirarse en caída libre nos obliga a tomarnos el tiempo necesario para conectarnos con lo
que somos y hemos sido. En la espera de que la caída termine no nos queda otra opción
que relajarnos, dejar que nuestro cuerpo se deje mecer en el aire, y es entonces, solo
entonces, que aparece “la película de nuestras vidas” proyectada en la pantalla del cine
de nuestras mentes. Así, con la serenidad conquistada, es posible ver los detalles que
mientras los sucesos ocurrían se nos perdieron en la vorágine cotidiana de la auto-
aniquilación. Es más, si llegado el caso en que, obligados por mi decreto presidencial, o
solo movidos por la curiosidad y las ganas de sumar una nueva experiencia, algunos
sobrevivieran al golpe contra el asfalto o se condenaran como yo a terminar de morir su
propia muerte, estoy seguro que tendrán la oportunidad de seguir contemplando la
“película”. La sensación de caer no se agotará jamás; la caída, como dije antes, se hará
infinita y será imposible distinguir si estamos parados o seguimos cayendo. Y esto que
suena horrible, no lo es en absoluto; porque mientras la caída dure, la película seguirá
proyectándose.

En mi caso, la caída infinita a la que me vi forzado –lo que vi durante ese tiempo de
suspensión del mundo– me recuerda mi deseo de ser dios. No el dios judeo-cristiano
ligado a la voluntad, la culpa o la redención de los hombres, tampoco un dios griego
obligado a la risa, el juego y las trampas, sino un dios que pacífico se entregara a la pura
contemplación del tiempo del universo transcurriendo a toda velocidad frente a mis
ojos. Quizás una divinidad budista o zen –eso estaría bien–, medio autista tal vez, pero
nunca indiferente a la suerte de los hombres. No indiferente, no, pero tampoco haría
nada para cambiar su suerte. Solo contemplarlos, verlos hacer y deshacer su historia
como un espectador frente a la pantalla, justamente, de un cine vacío. Me reiría mucho,
creo que lloraría también –siempre he sido una persona muy sensible–, quizás hasta me
aterraría con la película. Pero lo que más me importaría entonces es que la película
corriera desesperada hacia delante. Eso es lo que quiero, verlo todo acelerándose hasta
el borde de lo posible, pero lo suficientemente lenta la película como para poder
disfrutarla. He sacado las cuentas, y aunque no soy muy bueno en esto, llegué al
siguiente cálculo: los mil millones de años del universo deberían ser proyectados en
cuatro horas, de lo contrario me aburriría muchísimo. Las reglas entonces serían muy
precisas: filmar una película que abarcara trece mil millones de años con una duración
de cuatro horas. Dado que yo sería dios, contaría con todo el presupuesto que necesitara
y no tendría que preocuparme por el gasto en actores, escenarios, catering, ni
publicidad. Otra condición: la sala del cine debería estar vacía para que nadie me
molestara con pochoclos o comentarios tontos. A la vez en cuanto causa de mí mismo,
me inventaría unos ojos como el de las moscas que tienen dos pero que están
compuestos por cientos de ojos más chiquititos que pueden mirar en todas direcciones.
Creo que me daría unos doscientos millones de ojos para cada uno de mis dos ojos, solo
para que no se me escapara ningún detalle.

En fin, cuento todo esto acerca de mi deseo de ser dios, porque de algún modo eso es
lo que me pasó cuando me arrojé desde la azotea de aquel edificio. Claro que no vi la
historia del universo ni nada parecido, pero, como bien se dice, vi entonces “pasar la
película de mi vida ante mis ojos”. Así ocurrió, pero yo no soy el dios de los millones de
ojos en sus ojos y todo fue tan rápido que me dejó con gusto a nada. Fue como ver un
videoclip de veinte segundos filmado por un director pretencioso, con poco
presupuesto y expectativas vanguardistas.

Entiendo igualmente que la experiencia ha sido gratificante. Al menos en el tiempo


sobrante que me ha quedado, en el tiempo muerto que vino después del fin del tiempo,
las imágenes de “la película de mi vida” se transformaron en un enigma a descifrar. No
tiene la menor importancia destinarme a la interpretación de lo que vi, tengo claro que
no habrá la menor revelación de nada, pero puedo jugar armando y desarmando las
piezas, y así, al menos, darme la chance de perder el tiempo haciendo algo. Porque,
ahora que estoy muerto, justamente de eso se trata, ¿qué hacer con el tiempo?, ¿cómo
perder el tiempo cuando en verdad, en el momento de haberme muerto perdí todo el
tiempo? Tengo clara mi condena: no se puede cerrar lo que ya está cerrado, ni abrir lo
ya abierto, no puede morir lo que ya está muerto, ni perder el tiempo el que ya ha
gastado todo el tiempo muriéndose.
LAS AUSENCIAS (AÑO 2016)

Como todos los otros pacientes, Rosvald había sufrido episodios de Ausencia. Al
principio, duraban poco más de algunos minutos. Con algún tratamiento antidepresivo
o antipsicótico, la vida cotidiana podía entonces ser llevada adelante sin mayores
dificultades, pero esa nada crecía y las Ausencias se iban extendiendo a más de treinta
minutos por episodio. Ya entonces todo podía suceder. La jaula química no alcanzaba
para impedir lo que vendría. En la etapa final el afectado no podía estar presente en sí
mismo más de treinta minutos por día. A partir de entonces ya no encontraba modo de
responder al llamado del mundo. ¿Cómo explicar esa impotencia cuando uno estaba
todo roto, cómo decir que uno ya estaba roto antes de empezar, antes de decir “yo esto,
yo lo otro” y responder al llamado, el juicio, la demanda, cómo decir que ya había
estallado en mil pedazos antes de ser uno el que hablaba, el que respondía? A este tipo
de pacientes se les prescribía el acompañamiento terapéutico de la Compañía. Si no
podían estar en sí mismos, alguien debía hacerse cargo de ellos. Mi trabajo era detectar
la fase de crisis y derivarlos a cirugía para el implante. Luego realizaba el seguimiento.
En todo el tiempo en la clínica quizás equivoqué el diagnóstico con algunos. En la gran
mayoría de pacientes, no ocurrió: los tiempos para la desaparición final se cumplieron
tal como lo esperaba para cada caso.

Dijiste que te acusaron de eutanasia. No estás hablando de nada.

Rosvald fue el primero al que le facilité la anulación. La Compañía lo había


acorralado. Uno de los primeros episodios se dio mientras trabajaba de operario en una
fábrica de autos. Había perdido la mano derecha, atrapada en la línea de montaje. La
mano quedó colgando de sus tendones mientras esperaban la emergencia médica. Lo
que a Rosvald le resultaba terrorífico no era la mano colgando sino el hecho de no sentir
dolor. Esa impotencia se le había vuelto el núcleo de su vida mental, desesperaba estar
vivo y no sentir su propio cuerpo. Con el implante de la Compañía y los automatismos
motrices y cognitivos asegurados con los psicofármacos, nada parecía haber cambiado
en su vida, pero lo insoportable era no estar en sí mismo, esa era la desesperación
central, no estar siquiera en sus propias palabras. Luego del incidente de la mano
cortada, encontró la salida incendiándose. Se había echado un bidón de nafta y se
prendió fuego. Tenía la mitad del cuerpo quemado y la cara desfigurada. No le sirvió
de mucho. Con las llamas quemándole el cuerpo y la cara, se paró delante del espejo del
baño y nada le llamó la atención, no sentía el ardor ni sentía el cuerpo quemándose.
Buscó sus ojos en el espejo y solo encontró los ojos de un extraño. “Quería saber de qué
se trata el dolor”, dijo en la entrevista que tuvimos. Le pregunté por el bidón de nafta,
por qué la idea de prenderse fuego: “quería saber de qué se trata tener un cuerpo”,
respondió.

¿Cómo llegaste a la idea de matarlo?

No lo maté. Facilité lo que él quería.

Es una forma de decir. No nos perdamos en eso. La cuestión es cómo llegaste a ese
punto.

Durante el tiempo que atendía a Rosvald, tuve una serie de entrevistas con un chico
de apellido Brandon. Lo entrevisté dos o tres veces. Lo singular es que durante los
episodios de Ausencia él podía estar presente. Le pregunté ¿qué significaba estar
presente? Significaba que podía ver lo que sucedía en él mientras no estaba en sí mismo.
¿Qué cosas veía? –insistí. Podía contemplar imágenes del pasado como si ocurrieran en
el presente –contestó. Le pregunté por la Compañía, ¿qué escuchaba durante los
episodios? Entre otras cosas le hablaba de su novia. La voz lo guiaba, le ordenaba qué
hacer, qué decir, qué esperar de esa relación. Aquello me dio la prueba de que era un
pobre chico. Estaba actuando. Mentía y se creía su mentira para sostener cierto
personaje. Ya es tarde para decirlo, pero me había equivocado. Brandon no actuaba ni
para sí mismo ni para nadie. Solo que en ese momento me parecía un absurdo que
alguien pudiera estar presente durante sus Ausencias y descarté todo tratamiento.

¿Es importante todo esto?

Trabajaba ocho horas diarias en una empresa de seguro como telemarketer. Cuando
terminaba iba a la facultad. Le faltaba un año para recibirse de Contador Público y
todavía debía quinientos mil pesos del préstamo que había tomado para pagarse la
carrera en una universidad. Vivía a las afueras de la ciudad, en el tercer cordón del
conurbano, tardaba dos horas de ida en colectivo, más dos horas de vuelta. Tomaba dos
pastillas de Prozac por día y un comprimido de Melatol antes de acostarse. Cada tres o
cuatro horas usaba el puf del Berotec para prevenir una crisis asmática. Brandon no
sufría de asma, pero le habían dicho que el Berotec dilataba los bronquios y con ello
permitía una mejor oxigenación de la sangre. Creía que así podía elevar su rendimiento.

No me estás diciendo nada.


Un día apareció en los medios de comunicación. Había entrado al salón del bar de la
facultad, les había preguntado a unos conocidos dónde se encontraba su novia, al
responderle que no la habían visto, les disparó con un arma semi-automática. Brandon
no tenía novia, nunca tuvo ninguna novia, al menos ninguna que se le hubiera
conocido, sin embargo, se supo que ese día Brandon mató a aquellas cuatro personas
porque al parecer se habían negado a decirle dónde estaba su novia. Un par de horas
después, ya de regreso en su casa, asesinó a su madre y a su padre. Después encendió la
computadora, entró a su canal de youtube, filmó y transmitió en vivo la escena en la
que se colgaba de una soga atada al tirante de la habitación. El video duraba una media
hora. Al final de todo, antes de subirse a la silla y pasarse la soga por el cuello, Brandon
dijo “Quería saber que se siente al matar, quería saber si era posible volver a sentir algo,
matando”. Gran pregunta para el que nunca se atrevió a hacerlo: ¿qué se siente al
matar? Esa noche vi el video de Brandon unas seis o siete veces. A Brandon, al menos
en la filmación, no se lo notaba tenso, nervioso, ni desesperado. Contaba lo que había
sucedido hacía un rato como quien nos habla del pronóstico del tiempo. En solo unas
horas el video había registrado más de seis millones de visitas.

¿Cómo no viste lo que a ese chico le estaba pasando?

¿Cómo no vi lo que a ese chico le estaba pasando?

Contestá.

No lo sé.

No querés saberlo.

Solo te estaba pidiendo anular la desconexión, el funcionamiento de la Compañía.

Me estaba pidiendo devolverle la capacidad de ser afectado por el mundo.

¿Todo esto se relaciona con la eutanasia?

Ya hablamos del tema.

¿Eso querías para vos?

¿Eso quería?

No lo sé.
Ahora ya es tarde.

¿Cuánto tiempo nos queda?

¿Cuánto tiempo te queda?

No lo sé.

No querés saberlo.

¿Unas horas?

¿Cuántas?

¿Algunas horas, algunos días? No lo sé. No está en mis manos.

¿De quién depende entonces?

De la Compañía. Ellos decidirán cuándo.

¿Qué pasó con Brandon?

Brandon había escuchado del tratamiento de la anulación. Sabía que estaba


prohibido, que se trataba de una cuestión ilegal. Insistió una y otra vez.

Le explicaste los efectos de la anulación.

Le dije que aquello no era más que la inducción a un estado catatónico. “No vas a
querer pasar por eso, si ahora sufrís los efectos de la Compañía, si en la desconexión el
residuo subjetivo te parece insufrible y no soportas el desdoblamiento, será mil veces
peor anularte, porque lo que entonces se anula son los esquemas motrices, quizás
vuelvas a sentir tu cuerpo y te sean devueltas las afecciones, pero tu cuerpo quedará
paralizado, simplemente no habrá cuerpo” –le dije aquella vez.

Hablabas por hablar.

No me equivocaba, la anulación terminó siendo el declive del terreno psíquico. Se


nos devuelve, sí, la posibilidad de hacer del mundo una experiencia, pero entonces ya
no hay mundo en derredor. Las intensidades de la vida orgánica se hacen insoportables,
pero esa vida ya no es de nadie. El cuerpo se deja estar, las funciones orgánicas al
principio se mantienen constantes, pero luego, a medida que el paciente entra en fases
de anulación más radicales, el mismo cuerpo responde dejándose morir.

¿Ese es tu mundo?

No lo sé.

¿Sabés cómo me llamo?

A veces.

Quiero que sigas.

Quiero seguir.

Solo cuando ya fue demasiado tarde, supiste que para Brandon la anulación hubiese
sido lo mejor.

Si le hubiera facilitado la anulación, no habría ocurrido lo que finalmente sucedió.

¿Ya pasamos por esto?

No te detengas.

¿Es importante seguir?

Tenías que haberlo visto y no lo viste.

Debía haberlo visto y no lo vi.

No tenía que sorprenderte lo que terminó sucediendo.

Ayudame.

Quiero ayudarte.

Hablame.

No podías sacarte de la cabeza que Brandon se había matado por culpa tuya. En
todo caso, habías sido el último engranaje de la maquinaria que lo llevó a la muerte.
La misma maquinaria farmacológica que le había impuesto la desconexión y el
desdoblamiento, ahora cuando Brandon desesperaba volver a ser capaz de ser afectado
por el mundo, ahora le negaba también la última posibilidad –morir, sí, entregarse con
paciencia y serenidad a una muerte lenta que lo dejaría en reposo vegetal, pero también
la posibilidad de hacer propia su muerte.

Estás hablando de vos.

Hablo del otro.

¿Seguís ahí?

No quiero perderme. No me dejes perderme.

Cuando escuché las noticias de los homicidios, cuando vi el video de Youtube y la


filmación de su ahorcamiento, tuve la certeza que era infinitamente más digno facilitarle
vivir su muerte anulando el proceso que dejarlo abandonado a la Compañía.

Entonces conociste a Rosvald.

El fantasma de Brandon me corría detrás. Cuando traté a Rosvald, no dudé ni un


instante en que esa vez iba a implementar la anulación. Así comencé mi tarea de
facilitador.

¿Eso es lo que querías?

Eso es lo que quiero.

¿Qué es lo querés?

Saber que estás ahí.

Estoy acá.

Entonces no dejes de hablarme.

Estabas a cargo de las salas de Terapia Intensiva. Tenías a disposición los papeles de
ingreso y diagnóstico de cada paciente. No te era difícil inventar las causales de cada
muerte.

Vas bien. Seguí.


No soy yo el que está hablando.

No te detengas.

Hay demasiado ruido.

Hablabas de los familiares.

No hablé nunca de los familiares.

Hablá entonces de los familiares.

¿Ya hablamos de esto?

Casi siempre llegaban acompañados y eran los mismos familiares los que pretendían
convencerte de facilitar la anulación.

No los tomaba en cuenta, no los escuchaba ni les daba ningún lugar a nada. Eso lo
fui aprendiendo con la experiencia. No eran pocos los que buscaban darle muerte a un
hijo autista, un padre depresivo o un hermano esquizo.

Pero cediste a lo que no debías.

¿Es necesario continuar?

Hablame de Nora Trombiosis.

Era la Jefa de Enfermería del piso del que estaba a cargo. Era ella quien me cubría.

Hablame.

¿Estoy hablando?

¿Estás ahí?

Tenía un hijo con un cuadro de autismo severo. No tuve más opción que ceder a lo
que me pedía. Lo tuvimos un mes con nosotros. Nora pidió una licencia, me había
encargado que cuando el chico falleciera, la llamara y recién entonces regresaría.

Se llamaba Maximiliano.

Tenía doce años. No hablaba, no se movía, sufría convulsiones.


No dejabas de pensar en tu hijo. El accidente con el auto. La agonía. ¿Tenías que
hacer con tu hijo lo que Nora te pidió que hicieras con Maximiliano?

Ya hablamos de esto.

No importa, seguí, no te pierdas.

No sé cómo seguir. No sé con quién hablo.

Trabajamos juntos en la clínica. Te dejé a cargo a mi hijo. ¿Qué hiciste con mi hijo?

No quise hacerlo. Era lo mejor para él. Vos misma me lo pediste.

¿Qué te pedí?

Realizar la anulación. Ya no lo soportabas. Dijiste que ya no podías.

¿Tuviste que hacerlo?

Tenías una posición de poder sobre mí. Dependía de vos, sin tu protección perdía
todo. Accedí porque me lo pediste.

Estás mintiendo.

¿Estoy mintiendo?

Estás mintiendo.

Quiero recordarlo.

Seguí.

Estabas ensayando con Maximiliano. No estabas matando al hijo de Nora, estabas


matando a tu hijo. Era darle muerte al que no podía morir. Era darle muerte al que ya
habías matado y sin embargo todavía seguía vivo en su silla de ruedas.

Cuando Maximiliano falleció, llamaste a Nora.

Me llamaste. Dijiste “sucedió”.

Recuerdo haber tomado el teléfono y haberte dicho “sucedió”. Eso solo, con una sola
palabra fue suficiente. Te presentaste al otro día en la clínica.
No hablamos de lo que pasó, nunca más intercambiamos ninguna palabra sobre el
tema.

Compartíamos algo que nos unía más allá del trabajo y del ocultamiento de lo que
hacíamos. Compartíamos un muerto. Era tuyo, pero también era mío, era de los dos.

Entonces supiste lo que ibas a hacer.

No lo sé.

Mientras Maximiliano moría descubriste que eso era lo que querías hacer con tu hijo.

Dijiste que era un muerto en vida.

Nunca hablé de Sebastián.

Dijiste que hubieses querido matarlo como mataste a Maximiliano. Te habrías


ahorrado seguir viéndolo sufrir en la silla de ruedas. ¿No era eso lo que querías? ¿No
deseabas que Sebastián se muriera y no tener que seguir soportando lo que soportabas?

Nunca pensé en eso.

Pensaste en matarlo. Lo deseabas todo el tiempo. Lo sabemos los dos, no sé por qué
me mentís, por qué te mentís a vos mismo.

No quiero hablar de eso.

Hablame entonces del accidente. ¿Manejabas vos el auto?

Sí, manejaba yo.

Volvían de un fin de semana en La Costa.

¿Hace falta que me hables del accidente?

Sí. Es importante seguir.

No quiero seguir.

Manejabas vos cuando se produjo el choque.

Fue de frente contra un auto que venía en contramano.


El coche dio vueltas entre los pastizales y cayó a unos veinte metros del asfalto.
Luego el silencio. Entre las astillas del parabrisas y los fierros, la mirada de Juliana se
encontró con la mía, giramos la cabeza, buscando a Sebastián: había quedado atrapado
entre los dos asientos.

Cuadriplejia traumática causada por una lesión de la médula espinal provocada por
una fractura vertebral –fue el diagnóstico.

Su agonía fue lenta, duró cerca de un año.

Su cuerpo se había reducido a un amontonamiento de huesos. La lesión de la


médula espinal había roto toda transmisión de los impulsos nerviosos del cerebro a las
extremidades del organismo. No tenía fuerzas ni para mover las mandíbulas ni la
lengua. Nunca más escuchamos la voz de Sebastián. No pudo volver a su cuerpo, pero
su cerebro hacía de su cráneo un infierno íntimo.

Aquello fue tu culpa.

Aquello simplemente sucedió.

Sucedió en la Ausencia.

El accidente se produjo durante un episodio de Ausencia. Pero no tenía pruebas de


ello. Podía recordar haber manejado por la ruta y luego haberme despertado en la
ambulancia que me llevó al hospital. Lo que había sucedido entre un instante y otro
había sido borrado, como si solo hubiera existido en el interior de un paréntesis vacío o
más bien ilegible, en todo caso, escrito en una lengua muerta, intraducible. Algo había
sucedido y no sabía qué ni cómo había ocurrido.

Hablás de tu hijo como si hubiera existido.

No puedo hacerlo de otro modo.

¿Qué es lo que te pasaba con Sebastián?

Es difícil seguir.

Seguí.

No dejaba de pensar en Sebastián.


¿Qué pensabas?

¿Qué pensaba?

Matar a Sebastián. Hacerle lo mismo que ya le habías hecho a Maximiliano. Ocultar


su muerte como hacías con los otros pacientes.

Era mi hijo. No podía hacer eso.

Terminaste haciéndolo. Mataste a Sebastián.

Estás mintiendo.

Mataste a tu hijo y ocultaste lo que hiciste.

Mentís.

¿Estás mintiendo?

No estoy mintiendo.

No tenías otra opción.

No tenía otra opción.

Sebastián era un muerto en vida.

No podía seguir viéndolo así.

No pensaste en Juliana.

Lo hice por ella también.

Juliana se encargaba de todo, ya no tenía vida.

Lo acompañaba durante las semanas de internación y cuando lo teníamos otra vez


en casa debía preocuparse de la sonda, cambiarle los pañales, darle de comer en la boca,
estar atenta para hacerle escupir la baba que se juntaba en la boca a riesgo de que se
ahogara.
Querés cambiar las cosas. La muerte de Sebastián no significó nada para vos,
matarlo era la esperanza de reencontrarte con Juliana, volver a tener una vida. El chico
te la había robado.

Sí, me la había robado.

Su muerte resultó un alivio, una suerte de venganza.

La mascota de Juliana había muerto, ahora podíamos devolvernos el tiempo que


habíamos perdido.

Pero ni siquiera le preguntaste nada. Lo hiciste y luego ya fue demasiado tarde para
confesarle lo que habías hecho.

Desde entonces nunca más volvió a ser la misma.

El duelo se le volvió paisaje cotidiano, se extendió día tras día hasta ya no poder
salir.

Empezó con el alcohol.

En la cima del desvarío no dejaba de hablar con Sebastián. “¿Con quién hablás,
Juliana? Sebastián no está, Sebastián no te escucha, Sebastián no te habla, Sebastián
murió”. Más tarde el derrumbe. Al otro día despertaba tirada en el piso, debajo de la
mesa, sin recordar nada de lo que había dicho, de lo que le pareció haber visto o
escuchado.

Mientras tanto vos callabas. Creíste que iban a poder volver a empezar, pero
entonces todo fue peor.

Tomaba hasta deshacerse contra el piso. Aquello era un ritual que podía durar horas
y horas hasta bien entrada la mañana. Sus monologos alcohólicos solían ser recitados en
voz alta, casi a los gritos y en un idioma raro del que solo algunas palabras sueltas,
alguna oración, podía descifrar, pero siempre relacionados con la muerte de Sebastián.

Luego caía rendida en el piso y dormía toda la tarde.

Me quedaba a su lado. Era un modo de cuidarla. Entre nosotros había una diferencia
insalvable, ella había perdido un hijo, yo lo había matado.

¿Qué hiciste entonces?


¿Qué hice entonces?

Hiciste lo que no debías.

Hice lo que no debí haber hecho. Junté la ropa de Sebastián pero también sus
sábanas y frazadas, sus juguetes, sus revistas y todo lo que en su habitación había
encontrado. Metí todas sus pertenencias en una bolsa. Subí a la terraza del edificio y las
quemé en la parrilla. Frente a las cenizas y el humo ascendiendo pensaba que estaba
incinerando a Sebastián. Debía ser mi celebración privada. Más tarde saqué de su cuarto
lo que restaba: la cama, el colchón, el ropero vacío, una Play y un viejo televisor. Los
bajé a la vereda para que una camioneta del negocio de compra-venta con el que había
hablado se las llevara. De Sebastián no quedó nada en la casa, salvo la pecera vacía en el
comedor, en uno de los estantes del aparador. Los pececitos eran de Sebastián. Antes
del accidente les daba de comer y les limpiaba el agua. Después de su entierro,
murieron de hambre. Al otro día, Juliana me preguntó qué había pasado con las cosas
de nuestro hijo. No supe qué responderle. Yo tampoco sabía qué había ocurrido con sus
cosas. No tenía el menor recuerdo de haber hecho todo eso.

¿Juliana era tu mujer?

No sé quién es mi mujer.

Decías que Juliana era tu mujer.

Desde entonces, no volvió a salir del departamento.

El vacío que habías creado quemando las cosas de su hijo fue para ella el muro de
concreto donde la habías encerrado.

De Sebastián no había quedado nada, pero esa nada era el absurdo de que el mundo
continuara existiendo.

Entonces había un infierno peor esperando por vos.

No sé de qué estás hablando.

El primer episodio fue en el accidente de la ruta, pero desde entonces, las Ausencias
fueron apareciendo todos los días.
No podía más conmigo mismo. Los episodios no me dejaban en paz. Tenía miedo de
mí mismo. ¿Qué era lo que hacía cuando no estaba en mí? ¿Quién vivía por mí cuando
yo desaparecía en la Ausencia?

Vamos bien. Seguí.

Se me ocurrió que si no estaba presente durante los episodios, al menos debía tener
constancia de los momentos en que podía tener alguna conciencia. Para ello me serví de
un cuaderno de tapa azul. Al principio me limité a escribir cada media hora alguna
entrada que sirviera como registro. Solo se trataba de señalar la hora y el lugar. Escribía
por ejemplo: “Consultorio de la guardia de la clínica, 8 y 35 horas”, debajo de aquello
“Baño del primer piso de la clínica, 9 horas 2 minutos”, luego “Hall de la entrada de la
clínica, 9 y 34 horas”. Si al leer el cuaderno encontraba saltos temporales que excedieran
esa media hora entonces tenía claro la dimensión de las Ausencias y la frecuencia de su
expansión. Los saltos solían extenderse durante dos horas. Podía leer en el cuaderno
“Café de Las Tres Cruces, en la mesa junto al ventanal, 13 y 34 horas” y luego no tener
registro sino hasta las 15 y 30 horas en algún otro lugar. ¿Dónde había estado mientras
tanto? La enfermedad no me daba posibilidad de saberlo. Las Ausencias podían
repetirse dos o tres veces durante un mismo día. Pero no había una regularidad clara.
Podía tener un registro continuo de mí mismo durante días enteros sin ningún intervalo
o episodio, pero luego volver a sufrirlas durante semanas enteras.

No debías confiar en aquello.

Al principio tomaba registro en intervalos de media hora, por lo que en verdad no


tenía acceso a lo que sucedía durante ese tiempo. Podía recordarlo, pero me fui dando
cuenta que en verdad terminaba mintiéndome a mí mismo. La misma memoria era la
enfermedad; en todo caso la lógica de los recuerdos –con todas sus trampas de corte,
selección y mezcla– era funcional a la de las Ausencias. Llegué a pensar que si solo cada
media hora tenía registro de mí mismo era porque las Ausencias ya se habían
transformado en un continuo.

No te pierdas.

No quiero perderme. Ayudame.

Hablabas del cuaderno. No confiabas en lo que aparecía allí escrito.

La otra razón de mi desconfianza me fue revelada de a poco. Si al principio me


limitaba a escribir el lugar y la hora, con el correr del tiempo me fui entusiasmando con
la escritura sumando algunas percepciones de lo que iba ocurriendo. Mi cuaderno se
fue transformando en una especie de diario personal. Se trataba de anotaciones íntimas
y más bien intrascendentes.

Leeme alguna.

No puedo, se llevaron el cuaderno.

¿Quiénes?

Ellos.

¿Quiénes son “ellos”?

Vos sabés.

¿Qué querés que te lea?

No quiero que leas.

Eso no importa.

¿Qué es lo que importa?

“11 y 34 de la noche, fuimos al cine a ver una película que desde hace unos días
Juliana quería ver. Comimos en un restaurant del centro. No hablamos en casi toda la
noche. Juliana volvió a tomar. No solo se enojó cuando le pregunté delante del mozo si
de verdad quería tomar vino, sino que apenas regresamos a casa se sentó frente al
televisor dispuesta a vaciar su botella de whisky. No me habla, no me mira. Sé lo que va
a venir. Lo mejor será irme a dormir y esperar otra vez a que todo pase”.

Nada en especial.

Nada en especial. Pero aquella vez, cuando leí la anotación de la noche anterior, me
sorprendí. No recordaba haber ido al cine, ni a ningún restaurant, tampoco recordaba el
ritual alcohólico de Juliana.

Pero ahí estaba ella tirada en el piso, la botella de whisky vacía a su lado, dos sillas
dadas vueltas, los pedazos de vidrio de un vaso roto, dispersos alrededor. No se dijeron
nada –ese de algún modo era el acuerdo–.
Más tarde le pregunté ¿qué le había parecido la película? Juliana me respondió que
no habíamos visto ninguna película.

¿No fuimos al cine?

No, no fuimos al cine.

Así fue que me enteré que esa noche no había estado con Juliana, no había estado en
ningún lado, en todo caso, en algún lugar del que ya no tenía el menor registro.

El cuaderno mentía.

Alguien mentía escribiendo en el cuaderno azul lo que no había sucedido. Así, al


comprobar que durante las Ausencias yo mismo escribía los cuadernos, el método se
me volvió inútil.

Te mentías a vos mismo, incluso cuando no estabas en vos.

Comprendí entonces que no se trataba de una línea recta que se interrumpía en un


punto y volvía a aparecer en otro, sino de un círculo mayor que englobaba dentro de sí
un pliegue interno del mismo círculo. Es decir, podían existir momentos en que tomara
conciencia de mi propia Ausencia, pero ese momento consciente no era más que un
pliegue interno de la misma Ausencia. La enfermedad generaba el efecto ficticio de
haber salido de su trampa, pero tomar conciencia de la enfermedad era parte de la
misma enfermedad y entonces ya no había afuera posible. Haber escrito “ahora son las
7 y cuarto de la tarde, estoy en el auto estacionado en el playón de la clínica y me siento
perfectamente en mis cabales, completamente en mí mismo” no era prueba de nada.
Podía haberlo escrito durante uno de los tantos episodios. Las Ausencias pudrían
incluso las pruebas de haber estado presente en alguna parte.

¿Eso es lo que pasó con tu madre?

No sé qué pasó con mi madre.

Estabas comiendo con Juliana y recibiste el llamado telefónico, preparaste una muda
de ropa y enseguida salieron con el auto hacia la ciudad donde tu madre había vivido.

¿Ya hablamos de esto?

Ya hablamos de esto.
Hablás solo, nunca me dijiste nada de tu madre.

Solo guardo el relato de Juliana.

Manejaste cinco horas a paso lento entre la niebla de la ruta. Al llegar, tuviste que
reconocer el cadáver. El rostro estaba desfigurado por el golpe. Se había tirado desde el
balcón de un décimo piso. Había caído de cara contra el asfalto. Supiste que se trataba
de tu madre por ciertas manchas en el pecho y el dibujo de las várices en sus piernas.
Durante el sepelio, me dijiste que el suicidio de tu madre te parecía lo más lógico del
mundo.

Hacía años que esperaba lo que finalmente había sucedido.

Me contaste de las navidades que habían pasado a solas, esperando en silencio,


mirando la televisión o hablando para tapar el ruido mental, pero siempre esperando
que se hicieran las doce, levantar las copas y brindar por el hecho de que había pasado
otro año y todavía no se había matado. Me dijiste que te habías ido de la casa de tu
madre sin ningún otro motivo más que matarla, matar el mundo en el que se estaban
ahogando, solo para salvarte de ella.

Desde entonces, desde que la abandoné con su depresión a cuestas y los frascos de
antipsicóticos sobre la mesa de luz, la llamé todos los días únicamente para saber si
finalmente mi madre se había matado. Tener entonces su cadáver en el cajón de su
sepelio, era el mayor alivio que podía sentir.

Dos días después emprendieron el regreso. Cuando llegaste al departamento fue


como si nada hubiera pasado. El lapso de tiempo entre un punto de tiempo y otro se
había hecho abismo. No había existido llamado, viaje ni sepelio, no habías visto el rostro
desfigurado del cadáver de tu madre.

Entonces, mientras esperaba que la comida se hiciera, tomé el teléfono y llamé a mi


madre. Del otro lado el tono de la línea se mantuvo constante. Colgué y llamé una y
otra vez. Juliana me preguntó a quién estaba llamando. Le respondí que era raro que mi
madre no me atendiera.

Con el paso de los días te fuiste dando cuenta de la trampa que te habías tendido a
vos mismo.

La esperanza de que mi madre finalmente se dignara a ponerle fin a su vida no


acabaría nunca. La muerte que la sanara y le devolviera algún alivio no ocurriría jamás,
porque en verdad ya había ocurrido y yo no había estado ahí para transformarla en
alguna experiencia. Mi madre seguiría sufriendo la vida –y yo que había perdido la
oportunidad de verla finalmente descansar de sí misma, me levantaría otra vez de la
cama pensando si mi madre se había acordado la noche anterior de tomar sus
antipsicóticos.

Esas cosas no tendrían que ser compartidas nunca.

No hay comunicación posible.

Pero uno va y lo cuenta creyendo con eso que de algún modo se humaniza, entra en
contacto con otro, alguien ante el que podemos despojarnos de toda máscara –pero uno
mismo es la máscara de otras máscaras y entonces ya no queda nada.

Después del sepelio de mi madre, al regresar al trabajo, mi superior en la clínica –


uno de los Gerentes de la Compañía y miembro del Directorio– me preguntó cómo me
sentía. Su nombre era Max Orson. Orson no solo era mi superior sino también un amigo
desde los tiempos en que habíamos estudiado en la universidad. Le conté lo que ya dije:
el viaje en la ruta, la niebla gomosa, el cadáver en la morgue, el cajón cerrado durante el
sepelio, y luego simplemente darme cuenta que yo nunca había estado ahí.

Tenías miedo de sufrir también de las Ausencias.

Le confesé incluso que sospechaba que el accidente que había terminado matando a
Sebastián se había dado durante uno de los episodios.

Orson comprendió perfectamente lo que estaba sucediendo.

Me aconsejó el mismo tratamiento que a los pacientes. Sacó del cajón del escritorio
los papeles para la autorización de la intervención quirúrgica. Dijo que solo la
Compañía podía sanarme, me pidió que al menos lo pensara. Guardé los papeles en mi
portafolio haciéndole caso, pero no iba a entregarme a ninguna cirugía. Como todos los
clínicos con los que trabajaba, como el mismo Orson sabía, la Compañía era el medio
del genocidio que todos llevábamos a cabo. Su ofrecimiento me había asombrado, no lo
esperaba. Debía saber que eso que me ofrecía como una ayuda no era otra cosa que la
desconexión absoluta y que de la desconexión no se volvía. Más tarde, cuando me
leyeron el informe donde se decidía qué hacer conmigo, encontré la firma de Orson
apoyando lo que habían resuelto, no me sorprendió en absoluto. Era lo que esperaba, lo
que esperaba era su traición porque en verdad ya lo había hecho antes.

No te pierdas. Eso no te importa.


Me pediste que hablara de mi madre.

Nunca dije nada de tu madre. Eso no me importa.

¿Qué es lo que me importa?

Nadia te importa.

Sí, Nadia me importa.

Antonio te importa.

¿Quién es Antonio?

Antonio es tu hijo.

Sí, Antonio me importa.

¿Cómo aparecieron?

Aparecieron en el cuaderno.

Escribías sobre ellos.

No escribía. Aparecían en el cuaderno. Alguien escribía en el cuaderno sobre Nadia


y Antonio.

Vos no conocías a nadie llamada Nadia, a nadie llamado Antonio.

No tenía idea de quiénes eran.

Leeme.

Ya leímos.

Leeme sobre Nadia.

Ellos se llevaron mis cuadernos.

¿Quiénes son ellos?

¿Es necesario?
Quiero saber.

No sé a dónde estamos yendo.

¿Cuántas horas te faltan?

Algunas horas.

¿Cuántas?

Eso no está en tus manos.

Quiero saber quién era Nadia. Leeme. Cualquier cosa.

No hace falta.

Cualquier cosa.

¿Con quién estoy hablando?

Hablás con tu mujer.

¿Dónde estamos?

Ahora estás en casa con nosotros. Estoy para ayudarte.

Eso también es lo que ellos dicen.

¿Qué dicen?

Que están para ayudarme.

¿Quiénes son?

Es uno solo, pero se hace pasar por muchos.

¿Cómo se llama?

Es La Compañía.

¿La Compañía?
No puedo hablar. No puedo seguir.

¿Por qué?

Dolores, puntadas en el cráneo. Ruido metalizado. Descargas eléctricas. No puedo


hablar de eso.

No hablemos entonces. Pero leeme sobre Nadia.

Vos sos Nadia.

Yo soy Nadia. Estoy para ayudarte, quiero comprender.

No hay nada que comprender.

Nadia está sentada en el sillón mirando el televisor, Antonio junto a sus piernas
dibujando. No sé qué dibuja. Me digo a mí mismo, este es mi ahora. Más allá está la
Ausencia. No me voy a dejar caer. Mi ahora es mi mundo. Es lo único que tengo. No
puedo renunciar, abandonarlo, dejarlo ahí como se dejan las cosas que no son los
brazos, el pecho, el cráneo. Me digo “hay mundo”, “hay” –me digo–, “mundo”. Nadia y
Antonio son mi mundo. Mi parcela de movimientos confiables se limita al metro
cuadrado en el que me recuesto en la silla mecedora, junto a la ventana, en el vértice
izquierdo del comedor. Puedo registrar en mis estados una continuidad consciente que
ha sido una conquista. Nadia me pregunta si quiero irme a dormir. Los intervalos de
interferencias se han reducido a un mínimo no cuantificable. Ahora se levanta del sillón,
toma de la mano a Antonio. Antonio me da un beso, y ambos desaparecen de mi aquí y
ahora. Imagino que Nadia lo lleva a la cama. Escribo para no caer en la Ausencia.
Permanecer en algún lugar. La escritura es un buen método. No sé si vale como registro
de la frecuencia de los episodios de Ausencia, pero al menos me mantiene en un aquí-y-
ahora que es el único modo de estar a salvo de mí mismo. Al menos estoy en algún
lado, estoy en la letra que se dibuja en la hoja, estoy en la mano que aprieta la lapicera y
se mueve, estoy, es algo. Sé que solo dar un paso más allá de mi Planeta de adopción es
la catástrofe.

¿Qué era la catástrofe?

Mi propia Ausencia era la catástrofe. El mundo de Juliana y Sebastián llenaban la


Ausencia.

Pero entonces no lo sabias. Entre tanto, mientras escribías eso, vivías con Juliana.
Entiendo que sí.

¿No lo sabés?

Sí, vivía con Juliana, pero no tenía registro de haber escrito aquello.

Pero lo escribías.

Escribía lo que veía en la Ausencia.

¿Veías a Nadia?

No lo sé. Solo cuando volvía de los episodios de Ausencia, leía el cuaderno y


encontraba que alguien había escrito sobre una mujer llamada Nadia y un hijo llamado
Antonio que vivían conmigo. No conocía nada de ellos, solo eran engendros mentales
que surgían en mi Ausencia.

No te pierdas.

No quiero perderme.

Hablame más de Nadia.

¿Es importante?

No sé mucho más de Nadia. Eran lapsos que duraban unos minutos.

El cuaderno está lleno de registros sobre Nadia y Antonio.

Me levanto de la silla. Necesito moverme. Mi cuerpo avanza hacia el modular del


comedor y cuando avanzo es como si abriera ante mí el espacio pero bajo la condición
de cerrar el tiempo detrás de mi espalda. Acaso solo necesitaba eso, levantarme, poner
mi cuerpo en movimiento para que el agujero del tiempo se cerrara detrás mío. Avanzo.
Delante los espacios se abren, otros mundos se muestran. Desespero imágenes que
tapen el agujero. Veo las fotos en el aparador. No puedo dejar de sorprenderme viendo
esas imágenes de Nadia y Antonio, los dos junto a ese hombre que es el esposo de ella,
el padre del chico. Ese hombre soy yo, ¿quién otro iba a ser? Estamos en una playa. El
día es claro y el mar parece calmo. El chico está parado delante nuestro, se está riendo.
Nadia tiene una bikini azul que se superpone al color del agua a sus espaldas. Mi brazo
izquierdo pasa por encima de su hombro, trayéndola hacia mí. Alguien, un extraño,
debió habernos sacado esa foto. Miro mi rostro. Parece el rostro de un hombre feliz,
amarrado a las personas que ama. Es lo que falta a mi memoria. No falta a mí memoria.
Faltaría a mi memoria si yo hubiera estado allí y ya no pudiera recordarlo, pero yo
nunca estuve ahí. ¿Dónde estaba yo cuando ese otro veraneaba con Nadia y su hijo en la
Costa y se sacaba esa foto sonriendo desde un pasado que nunca fue el mío? Veo las
otras fotos. Variaciones de la misma escena. A veces solo con Antonio, otras solo con
Nadia –comiendo en un restaurant, saludando desde un auto que no recuerdo,
paseando por una peatonal–. Veo las fotos en el espacio que mi cuerpo acaba de abrir
con el simple hecho de levantarme y andar. Las veo en el espacio, meras formas en el
espacio, sin tiempo. El tiempo parece ser eso que se ha cerrado detrás mío cuando he
decidido levantarme de la mecedora y echarme a andar. Solo queda la mera
espacialidad, las imágenes planas de las fotos en mi mano y ninguna conexión con el
tiempo hundido en el agujero clausurado. Ahora esas fotos son mi aquí-y-ahora, la
plenitud de un mundo que nada dice. Pero la pregunta insiste, ¿dónde estaba yo
mientras tanto? Veo las fotos en esa playa en la que aparezco junto a Nadia y Antonio y
sin embargo recuerdo perfectamente haber estado allí mismo con Juliana y Sebastián.
La misma playa, la misma foto que me saqué con Juliana y Sebastián, un día antes de
volver a Buenos Aires, un día antes del accidente en la ruta que terminó siendo desastre
y hecatombe. Repaso las otras, me doy cuenta de lo mismo. Recuerdo aquel restaurant
donde la noche anterior –como un modo de despedirnos del mar– comimos una tabla
de mariscos y tomamos con Juliana un vino blanco. Recuerdo nuestra caminata en
aquella misma peatonal, el payaso que invitó a Sebastián para acompañarlo subido a
sus hombros mientras daba una vuelta en una bicicleta diminuta, un helado que nos
tomamos sentados junto a una fuente, esa misma foto que le pedimos a un desconocido
que nos tomara. Entiendo que es inútil todo esfuerzo. Por más que lo intente, es el
tiempo lo único que puede ser abierto –ya es lo que siempre está abierto. Los espacios se
cierran, invariablemente se cierran contra mi cuerpo y me acorralan al borde de la
fisura. El equilibrio es algo fácil de perder. Vuelvo atrás. Prefiero la inmovilidad. Me
siento junto a la mesa. Llegará un día en que ya no tenga que moverme.

¿Dónde están ahora?

Nadia está sentada en el sillón mirando el televisor, Antonio junto a sus piernas
dibujando. No sé qué dibuja. Este es tu ahora. Más allá está la Ausencia. No te dejes
caer. Nadia y Antonio son tu mundo, es lo único que tenés.

¿Dónde estoy yo?

Estás recostado en la silla mecedora, junto a la ventana, en el vértice izquierdo del


comedor.
Ahora Nadia está parada a unos metros de la mesa. Desde la distancia que nos
separa me informa que va a prepararse un café y me pregunta si yo quiero uno. Le digo
que no. Me doy cuenta cómo me cuesta incluso enunciar algo tan insignificante como la
palabra “no”. Nadia acaba de desaparecer de mi aquí-y-ahora. Debe estar –supongo– en
la cocina, calentando el agua para su café. Sigo pensando en Sebastián. Su recuerdo
tiene más espesor y materialidad que Antonio. Sebastián ahora debería tener la misma
edad que el otro. Me digo que todo sería más fácil si aceptara la posibilidad de haber
llevado una doble vida durante todos estos años. Una vida con Nadia y Antonio, y otra
con Juliana y Sebastián. Esa idea es una tentación y me reconforta. Quizás todo esto solo
sea una mentira que he aprendido a llevar hasta el extremo. Tuve que ocultarle a Nadia
mi relación con Juliana y la existencia de Sebastián y tan bien lo logré que estos últimos
quedaron sepultados en las tinieblas de la fantasía. O acaso fue al revés, le oculté a
Juliana la existencia de Nadia y de Antonio y tan bien lo hice que ahora que convivo
con ellos me resulta inexplicable que estén aquí, que existan. Pienso todo esto y siento
que alguna serenidad me es devuelta. Me gustaría ahora preguntarle a Nadia qué pasó
entre nosotros, al menos buscar algún indicio. En verdad, no sé cómo hacerlo. No
podría hacerlo. De un modo u otro ya la lastimé lo suficiente como para no volver
siquiera a mencionar el tema. Me digo que no me importa. La posibilidad de que los dos
mundos hayan sido reales es la superficie mental en la que todavía puedo respirar el
aire de un mundo compartido.

¿Habías matado a Sebastián?

¿Era eso lo quería olvidar?

Habías matado a tu hijo. Pretendías olvidarlo. Necesitabas una Compañía que te


ayudara a hacerlo. Una Compañía que te devuelva a lo real. Lo real es que no existió
jamás ninguna mujer llamada Juliana, nunca tuviste un hijo llamado Sebastián.

Mentís.

Estoy acá para ayudarte. Juliana y Sebastián no fueron más que parte de tus
Ausencias. Solo existieron en las palabras. Llenaban tus Ausencias, pero entonces no lo
sabias. Solo cuando volvías de los episodios, te encontrabas recordando algo que nunca
había sucedido. No mataste a tu hijo, no necesitas sentirte culpable por algo que nunca
sucedió.

¿Por qué todavía los recuerdo como si fueran mi vida entera?


No conocías nada de ellos, solo eran engendros mentales que surgían en tu
Ausencia.

Vivía con Juliana y con Sebastián, lo recuerdo perfectamente.

Ahora no existen. Solo vos, Nadia y Antonio.

Nadia acaba de regresar de la cocina, con una taza de café en cada mano. Se sienta
en la mesa del comedor, a unos pasos de donde estoy tomando estas notas. Me dice que
ya está listo mi café. Me sorprende lo que me dice. Hace unos instantes atrás le acabo de
decir que no quería ningún café. ¿Dije que no quería ningún café?, ¿alcancé a enunciar
el “no”?, ¿o me mantuve callado y ella entendió que mi silencio significaba que sí quería
un café? No importa, no tiene importancia. Me siento junto a la mesa, frente a Nadia,
para tomar la taza que acaba de ofrecerme. Me pregunto ¿por qué no los dos mundos a
la vez? ¿No resultaría más sano para mis estados psíquicos afirmar los dos mundos
conviviendo simultáneos? Solo se trataría de no mezclar los elementos de cada
conjunto, exigirme la concentración que hasta el momento no he tenido como para
sostener una repartición exhaustiva de lo que le corresponde a cada una, qué cosa es de
este mundo, qué otra del otro mundo. Pero Nadia insiste, parece obstinada en
devolverme al fondo del pozo, como si me demandara decidir dónde quiero vivir. Ha
tomado un sorbo de su taza de café. Me informa que estuvo hablando con mi madre.
Dice que mi madre le da pena, que no entiende por qué me niego hablar con ella. Al
parecer, mi madre la llama todas las noches, habla con Antonio y antes de cortar le
pregunta por mí. Quiere hablar conmigo y yo me he negado sistemáticamente a
responderle. Nadia espera que le diga algo. No le digo nada. La miro. Miro cómo sopla
la superficie circular del café y un humito blanco asciende desde la taza y se pierde
rápido en el aire frío. Pienso en mi madre. Mi madre está muerta –me digo. Se tiró
desde el balcón del departamento donde vivía. Yo mismo tuve que viajar doscientos
kilómetros para reconocer el cadáver. Fuimos en auto con Juliana. Recuerdo todavía la
neblina de la ruta, la lentitud insoportable con la que marchábamos hacia donde la
muerte de mi madre. Yo mismo estuve en el sepelio aliviado de que finalmente mi
madre hubiera encontrado la muerte que tanto deseaba. Estoy tentado a contarle a
Nadia lo que viví durante el sepelio de mi madre, pero me callo y decido escribir en
estas mismas hojas mis impresiones. Nadia me pregunta qué escribo. Nada, no escribo
nada –le respondo. “Te estoy hablando de tu mamá, ¿no me vas a decir nada?”. No
tengo nada que decirte –escribo. “Esta noche va a volver a llamar, estaría bueno que por
lo menos la atiendas” –me dice.

¿Por qué no puedo verla?


Todavía no es el momento. Ya la vas ver, a ella y a Antonio, por ahora tenés que
conformarte con escuchar su voz.

Quiero tocarla. Quiero saber que existe. No me alcanza con lo que decís.

Solo tenés que tener un poco de paciencia. Ya va a llegar la hora.

¿Qué quieren conmigo?

Ayudarte es lo único que quiero.

Un mundo o el otro –me digo. No volver a caer. Tengo que estar más atento a mí
mismo. Las Ausencias llaman todo el tiempo. Nadia está esperando una respuesta de
mi parte. Levanto la vista y le digo que sí, esta noche cuando mi madre llame la voy a
atender. Nadia me sonríe. Su sonrisa es el ahora. La delgada línea del ahora. Veo a
Nadia volver a sorber el líquido negro de su taza. Ya no sale ningún humito desde su
interior. Mientras el café atraviesa su garganta, Nadia cierra los ojos. Sus ojos cerrados
parecen cavar una profundidad en el espacio, producen un centro a partir del cual las
cosas que nos rodean –la taza de café, la cucharita, el repasador, las sillas en derredor, la
biblioteca a nuestro lado– retroceden a un margen muerto. Sus ojos cerrados son dos
agujeros abiertos en el espacio. La cucharita, la taza, el repasador, y todos y cada uno de
los objetos señala a sus ojos, parecen resbalar hacia cualquiera de los dos agujeros
abiertos por Nadia. Observo ahora, sin observarlo del todo, solo más bien de refilón por
el rabillo de mis ojos, que en ese mismo margen las cosas comienzan a girar en
derredor. Es un movimiento lento de reacomodamiento general, pero lo suficientemente
estricto como para generar el efecto de licuefacción de la materia. Prefiero no mirar más
allá de Nadia. Mi mirada sigue concentrada en sus párpados cerrados. Entiendo que
mis ojos, como el resto de las cosas, parecen también llamados por el pozo que ella
misma abre.

¿Dónde está mi cuaderno?

Lo tengo entre mis manos.

¿Dónde estás vos?

En cualquier parte, en todo lugar donde vayas.

¿Dónde exactamente?

Eso no es importante.
Tienen el cuaderno. Existen en algún lugar que no es mi cerebro.

Solo somos vos y yo, Nadia y Antonio.

¿Cómo obtuvieron mi cuaderno?

Eso no es importante.

¿Qué es lo importante?

Nadia es importante. Antonio es importante.

Ahora Nadia abre los ojos y me mira. La mirada de Nadia tiene un efecto raro sobre
este mundo que es el nuestro. Abre los párpados, y ese centro del mundo –su
profundidad de agujero desfondado– ha desaparecido. Su mirada nos vuelve a instalar
en una planicie en la que las cosas resplandecen en la saturación de un plano general
que no encuentra orden. Nuestro aquí-y-ahora es tan delgado que parece que este
mundo no tuviera espesor. Me abrazo a él. No me dejes caer. Le digo “no me dejes ir, no
me dejes caer otra vez”. No le digo nada. Ella me mira. Pienso “hay mundo”, “este es
mi mundo”. Nadia me pregunta si estoy bien, si me pasa algo. Le digo que no, no me
pasa nada. Se te enfría el café, todavía no tomaste ni un sorbo. Ahora, ahora lo tomo. Se
levanta, toma su taza, la cucharita y el repasador. Ahora, Nadia ya no es mi aquí-y-
ahora. Ha desparecido. Cruzó el comedor y se perdió detrás de la puerta que da hacia la
cocina. Estoy solo otra vez. Las cosas parecen amontonarse prometiendo deshacerse del
mundo en el que cada una de ellas es lo que es. Respiro normalmente y sin embargo
hay un modo de la asfixia que me somete y no puedo definir. Tengo la sensación
extraña de que el mundo se ha retirado de las cosas para solo dejar la imagen sin
espesor de cada una de ellas frente a mí. Fantasmas. Simulacros de lo que fueron. Si
estirara mi brazo, abriera mi mano y la sacudiera, las cosas se desvanecerían como una
bruma colorida. El espesor material de las cosas que me rodean parece el vaho espectral
que constituye las células de mis fantasmas. Me pregunto si todo esto no es en verdad la
continuidad de las Ausencias. ¿Qué diferencia un mundo del otro? Observo los mismos
indicadores: descorporalización general de los objetos, licuefacción de sus masas,
borramiento de los bordes, una tensión que no alcanza el movimiento pero hace vibrar
cada elemento del conjunto. Una promesa de explosión que no llega.

Se parece a un sueño. Un mundo hecho con la misma sustancia de los sueños.

No tiene importancia.

¿Qué no tiene importancia?


La imposibilidad de diferenciar si lo que vivo no es más que un sueño.

Un sueño que puede durar toda la vida no tiene la menor importancia. Si va a durar
hasta el fin, entonces ¿por qué preocuparse si corresponde al mundo de la vigilia o al de
la alucinación? La tragedia no es que lo vivido haya sido una ilusión o un espejismo, la
tragedia es que haya terminado, despertar y comprender que el mundo que habíamos
vivido ha dejado de existir.

Me hacés acordar a un cuento: “Hay dos peces nadando y sucede que se encuentran
con un pez más viejo que viene en sentido contrario y que les saluda con la cabeza y
dice “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?” Los dos jóvenes peces nadan un poco
más y entonces uno de ellos se vuelve hacia el otro y dice “¿Qué diablos es el agua?”.

No alcanza, ¿verdad?

No alcanza ni para el pez ni para nadie estar atento y recordar una y otra vez “Esto
es agua”, “Esto es el agua”; jamás alcanzaría. Si naciera, por ejemplo, en una pecera no
podría afirmar que eso es un mundo, tendría que salir de la pecera, estar fuera de ella,
en cualquier otro lugar o “mundo” para darme cuenta que aquello era justamente una
pecera, un “mundo”. Puedo irme de acá, puedo salir de la casa, de la ciudad, del país,
incluso del Planeta, pero no puedo salir de mis manos, de mis ojos, escapar de mi aquí-
y-ahora, sea donde fuere que ello aconteciera. Entonces, si nunca puedo estar fuera de
mi pecera, ¿cómo sé que eso era una pecera?

No tomaste el café.

Me distraje.

Quiero que sigas.

No sé por dónde.

Hablabas de las Ausencias. Después aparecieron los hematomas y las heridas en el


cuerpo.

¿Ya hablamos de eso?

Sí, ya hablamos. Seguí.

Me da vergüenza, me da asco de mí mismo.


¿Es importante?

No lo sé.

Hablame de los golpes.

Desde la muerte de Sebastián y luego la de mi madre, la duración de los episodios


me había acorralado. Con las Ausencias surgieron los hematomas en la cara, en el
cuello, en los brazos y las manos. No recordaba ningún golpe ni nada que los hubiera
provocado. No tardé en descubrir las heridas en la espalda. Eran trazos diagonales que
iban desde los hombros hasta la cadera. Pensaba en latigazos, zarpazos de fiera
hambreada. Mi cuerpo hablaba de lo que a mí me había sido negado. Había perdido
dominio sobre mi vida. Aparecía en lugares de los que no recordaba cómo había
llegado. Despertaba en cualquier agujero de la ciudad, volvía a mi casa como si de una
guerra se tratara. No sabía cómo explicarle a Juliana qué estaba sucediendo.

Pero vivías acá, en esta casa, conmigo y con Antonio.

No sabía por entonces quién era Nadia ni quién era Antonio. Sos vos la que me tenés
que decir qué veías. ¿Vivíamos juntos?

Sí, vivíamos juntos, pero vos nunca estabas, simplemente desaparecías. Volvías a
casa como si de una guerra se tratara. Podían pasar días enteros. No sabías cómo
explicarme qué estaba sucediendo.

No lo sabía. La disociación era absoluta. Entonces aparecieron los hematomas, las


heridas, los latigazos.

Tenías miedo.

Tenía miedo de mis manos, de mi lengua, de mis ojos –¿a qué otra cosa tenerle
miedo sino de lo que nunca podremos huir? Pero yo no quería huir de nada, solo pedía
–justamente– que fueran mis manos, mi lengua, mis ojos, los que me fueran devueltos.

Los cuadernos azules ya no te servían en lo más mínimo.

El video de Brandon me dio una idea. Compré una cámara. Invertí unos cuantos
pesos en ello. Era diminuta, mínima. La policía motorizada la usaba en los cascos –me
dijeron en el local donde la había comprado. Se trataba de una mini-computadora que
podía almacenar hasta una semana de grabaciones. Podía funcionar como mi memoria
artificial. Terminaría siendo mi cerebro ortopédico. Viviría para grabarme. Viviría para
verme vivir. Los resultados de las filmaciones aparecieron enseguida. Una madrugada
aparecí tirado en una plaza luego de un episodio de Ausencia. Al volver a casa puse la
memoria de la cámara en la computadora. Aquello me dejó sin palabras, pero al menos
explicó el origen de los hematomas y los latigazos. Al parecer, según lo que la filmación
me mostraba, había estado en un bar en el lado sur de la ciudad. Desde luego, no sabía
qué estaba haciendo allí, pero allí estaba. El lugar era amplio y estaba semi-vacío. La
música, atronadora, no la reconocía. Era una mezcla de pop liviano sobre un colchón de
ruido industrial. En un momento, se me acercaron dos tipos. No sabía quiénes eran pero
ellos parecieron reconocerme. La cámara no registraba la conversación. Adelanté la
grabación. Corría detrás de mí mismo, detrás de la experiencia de ese otro que yo
mismo era. Tomamos un taxi en la puerta del boliche y en un rato bajamos en el
departamento de uno de ellos. Enseguida, como si ya lo hubieran hecho una y mil
veces, como si solo se tratara de volver a repetir el ritual, me obligaron a arrodillarme y
pasaron una correa por mi cuello. El tipo que sujetaba la cadena enganchada a la correa
parecía cumplir con el rol de Amo. Estiró la cadena y me obligó a ponerme de pie. Me
abrió las piernas y extendió mis brazos. Los encadenó a unos arneses, empotrados en el
piso y la pared. Puso una bolita naranja en mi boca, con una cinta negra que se cerraba
detrás de la nuca. Al parecer ya estaba todo listo para empezar la sesión, pero el que
hacía de Amo tomó el teléfono, habló con alguien y se sentó a esperar. Me miró
clavando sus ojos en los míos. No podía sostener la mirada. El Amo se paró, me agarró
el cuello, me dio una vuelta y se paró detrás mío. Me introdujo en el ano algo que no
lograba observar en la pantalla. Al rato tocaron la puerta y el Amo les abrió a dos
desconocidos. Seguramente eran los que había llamado por teléfono.

¿Nunca tuviste prácticas de ese tipo?

Nunca me acerqué siquiera a esas prácticas. Verme en aquella filmación no me


resultaba fácil, y no por la humillación de ser entregado a dos tipos para penetrarme y
torturarme, probando la dilatación de cada uno de mis agujeros, midiendo hasta dónde
era capaz de soportarlo, sino del hecho de estar gozando con ello.

El goce de la aniquilación.

El regodeo en la humillación. Transformarme en una bolsa de carne para que


hicieran conmigo lo que quisieran. Aquello solo podía producirme náuseas y asco de mí
mismo. Y sin embargo el asco era solo mío; en cambio, para ese otro que aparecía en la
pantalla no existía humillación, asco ni nada. Ni siquiera goce. Los agujeros de su
cuerpo se abrían para que un resplandor raro iluminara el lugar. Había en su rostro –el
mío– cierta pasividad santa. Yo que al dolor físico había escapado durante toda mi vida,
no podía entender la capacidad de ese otro de sostenerse en el umbral de lo soportable.
Sin embargo, en la carne, tras la carne, en el fondo del pozo hecho de carne, su mirada
no hablaba de dolor. La filmación duraba unas tres horas y media. Los azotes, los
golpes, la transformación de su ano en un laboratorio de ensayos varios, duraban tres
horas y medias. Seguí paso a paso cada imagen, no adelanté la grabación en ningún
momento. Comprendí, quise entender, que el dolor había quedado atrás.

¿En qué punto, en qué instante habías traspasado el umbral?

No lo sabía, pero después de un rato era evidente que el dolor físico ya no jugaba en
nada y por lo tanto tampoco se trataba del goce del dolor. Era otra cosa lo que mantenía
a ese otro radiante ante la desesperación sádica de aquellos tipos. Su mirada me hablaba
de tiempo. Miraba como quien espera. Y en la espera todo quedaba suspendido,
denegado. El tiempo. Lo que estaba suspendido era el tiempo. Podían seguir
deshaciéndole el cuerpo con los azotes y las penetraciones hasta donde se les antojara
durante horas, días, semanas. Él ya no estaba en un tiempo mensurable. Eso había
quedado atrás. Habitaba la espera como quien se había caído del tiempo.

Pero entonces ¿qué esperaba, a quién esperaba?

Cuando la sesión estaba terminando, puse pausa en la grabación. La imagen quedó


congelada en la cara mirando el espejo.

¿A quién miraba?

Me miraba a mí.

¿A quién otro estaban mirando?

Comprendí entonces la espera. El tiempo mesiánico de la espera. Ese otro que


habitaba mi Ausencia se esperaba a sí mismo.

Para eso te llamaba.

Me exigía darle un presente. Devolverle el tiempo. Puse a andar de nuevo la


filmación. Quería llegar hasta el final. Entonces ocurrió lo que no esperaba. Ese otro que
yo mismo era le hablaba al espejo. Hablaba como podía. No hablaba. Movía la boca,
articulando palabras mudas. Retrocedí la filmación una y otra vez hasta comprender lo
que ese otro decía. Vociferaba. Imperativo. Gritaba, mudo. Decía: “Vení”. No decía
nada. Me exigía: “Vení”.

No te pierdas.
¿Estás ahí? ¿Estoy hablando?

Sigamos.

¿Hay más?

Seguí.

¿Tengo que seguir?

Hay que continuar.

¿Qué pasó después?

No podías dejar de pensar en lo que había visto en la filmación.

No podía dejar de pensar en lo que había visto en la filmación.

Unos días después decidiste buscar a ese otro que habías visto en el video.

Tomé un taxi hasta la zona sur de la ciudad. Dimos vueltas un largo rato intentando
identificar el bar que había visto en el video. Finalmente lo encontré. Adentro la escena
repetía lo que ya había visto, como si entre un instante y otro no hubiera diferencias
temporales. El lugar amplio y semi-vacío. La música ensordecedora despilfarraba
ruidos de una maquinaria estropeada y abandonada en una fábrica vacía. Por encima
de aquella montaña de chirridos la pretensión de una melodía liviana. A mi izquierda
identifiqué la barra donde la otra vez había pedido un trago. Me acerqué allí, pedí una
mezcla cualquiera. El barman me saludó como si ya me conociera. Por mi parte, no
hacía más que esperar que ocurriera lo que el video me había mostrado. Sin saber de
quién se trataba, sabía que estaba esperando al mismo tipo que me había llevado a su
casa.

Un poco más alejada, gente perdida parecían responder a un ataque de epilepsia,


moviéndose bajo las luces y el humo, acompañando lo que se pretendía música.

Un rato después se me acercó un tipo.

No era el que esperabas, pero se puso a hablar de un tal Alex que al parecer lo
conocías de ese mismo boliche. Le dijiste que necesitabas verlo.
Unos minutos después ya estábamos en el departamento de Alex. Estaba con otros
dos tipos. El que me había llevado hasta allí me tomó la mano, se detuvo delante de
Alex y entonces me soltó como si me estuviera entregando a mi dueño. Alex se paró y
dio un par de vueltas alrededor mío. Me miró de arriba abajo sin decir palabra. Me
tomó del cuello y me metió los dedos en la boca. Después habló con los otros dos.
Parecían ponerse de acuerdo en qué hacer conmigo. Yo me dejaba estar, verlos decidir.
Enseguida pasaron una correa por mi cuello. Alex tiró de la cadena una y otra vez como
probándola, o bien simplemente subrayando su lugar de Amo. Me abrió las piernas y
extendió sus brazos. Los otros dos fumaban mientras observaban lo que Alex hacía
conmigo. Me encadenó al arnés empotrado en el piso y la pared que ya conocía. Puso la
bolita naranja en mi boca, con una cinta negra que cerró detrás de la nuca. Me desnudó
y me puso una tira de cuero que atravesaba y se perdía entre mis nalgas. Después
comenzó con los chirlos y los sopapos. Dio la vuelta y se paró detrás mío. Me introdujo
en el ano un dildo que sacudió hasta meterlo por completo. Unas cintas de cuero
colgaban del dildo y me rozaban detrás de los muslos. Alex me hizo mover la cola
sacudiendo los ribetes de cuero de un lado al otro. Él era el Amo, podía hacer conmigo
lo que quisiera, por mi parte cumplía con el papel esperado, el de esclavita sumisa
entregada a los caprichos del otro. Sin embargo me daba cuenta que no estaba del todo
allí. Corría detrás de mí mismo, detrás de la experiencia de aquel otro que había visto
en el video. Quería hacer mía la experiencia que no había vivido, que el otro –yo
mismo– durante la Ausencia me había robado. La vivencia de lo que sucedía entonces
se duplicaba. Estaba y no estaba en aquello que a mi cuerpo le hacían. Estaba
buscándome en los recovecos de mí mismo, intentando encontrar una verdad que no
era mía sino del otro.

Seguí.

Me veía a mí mismo ahí colgado, dejándome hacer lo que ellos decidían, y me


parecía que en verdad no eran ellos los que me reducían a la sumisión y al
sometimiento sino que eran ellos los que se sometían sumisos al mero hecho de
entregarme así como una nada carnal para sus deseos. La violencia sádica con la que me
penetraron y torturaron era la misma por la que se reducían a meros esclavos de lo que
los excedía. Buscaban lo imposible a través de mi carne y sus agujeros. El deseo de
aniquilación, el regodeo en la humillación, los desbordaba. Eso mismo era lo que no
podían soportar. El umbral de sí mismos.

Pero eras vos el que los llevaba a ese lugar entregándote como si no te importara lo
que te hacían.

No era una decisión.


¿Qué era entonces?

No poder estar ahí. No poder estar en mis manos, no estar en mi lengua, no estar en
mis agujeros, no estar en mi cerebro. Me dejaba flotar entonces en un agujero negro
cavado en el fondo de la carne. Caía hacia un abismo desfondado. Caía hacia ninguna
parte.

En un momento te viste en el espejo de la sala.

Descubrí mis ojos y mis ojos no eran míos. Mía era la mirada, no los ojos a los que
entonces miraba. Esos ojos eran del otro que ya había estado ahí. Eran los de aquel que
en mi Ausencia vivía por mí. Entre ese otro y yo se abría el abismo, el agujero
desfondado por donde me había dejado caer. El vacío de ese atolladero era el tiempo
muerto que nos consumía. La suspensión de los instantes que solo los veía por encima
como si ocurrieran en otro plano, en otra superficie. Podían seguir deshaciéndome el
cuerpo con los azotes y las penetraciones hasta donde se les antojara durante horas,
días, semanas. Ya no estaba en el tiempo de lo que le ocurría a mi cuerpo. Entonces me
di cuenta que ese tiempo sin instantes ni sucesión, era el tiempo de la espera. Me veía en
el espejo y en el espejo veía a aquel al que estaba esperando venir. Me había caído del
tiempo y me esperaba entonces en mi propia llegada. ¿Quién era ese otro que habitaba
mis ojos en aquel espejo? ¿No era acaso el que esperaba por mí, el que esperaba verme y
observar lo que me hacían en la pantalla de la computadora, en la grabación de lo que
estaba viviendo? No era solo actuar para ese otro, era ya siempre ser ese otro. Pero
entonces no había nadie ahí colgado en el arnés, encadenado contra el piso y la pared,
recibiendo los azotes ni dejándose penetrar hasta donde la dilatación imposible de sus
agujeros lo permitiera. Esa bola carnal era del Amo y de los otros dos. Yo no estaba allí,
no estaba en ninguna parte. Estaba llamándome desde el fondo del pozo de carne. Vi en
el espejo mi boca articulando lo incomprensible. Me llamaba a mí mismo. Llamaba al
que en un rato después, unas horas, unos días, una semana, prendiera la grabación en la
computadora y mirara el video. Lo llamaba sin palabras que encontraran ninguna voz y
le exigía devolverme el presente, darme otra vez el tiempo. No hablaba, movía la boca,
articulando palabras sordas. Vociferaba. Imperativo. Gritaba, mudo. Dije “Vení”. No
dije nada. Exigí: “Vení por mí”.

¿Después?

Después, nunca supiste qué pasó después.

Nunca supe qué paso después.


La luz gélida del amanecer. Un cielo duro y compacto como hecho de vidrio. Unas
ráfagas de viento frío te tajeaban el rostro.

Me habían dejado tirado en una plaza. No había paseantes a la vista. Un seto en


derredor, unos árboles pobres más allá. Unos perros a lo lejos al costado de dos tipos
que habían levantado campamento en aquel lugar. Tenían sus colchones ya envueltos y
atados. Estaban quemando unas ramas para calentar el agua de una pava. Me habían
dejado tirado como una puta violada, como un animal atropellado, como un cigarro mal
apagado en el cenicero. El frío me devolvía la sensación de tener un cuerpo y mi cuerpo
estaba estropeado. Me habían dejado la cara hinchada por los golpes, tajos todavía
abiertos en los brazos, el pecho y el vientre. Los hematomas se repartían por mi cuerpo
como manchas de relieves, depresiones, cordilleras y mares, en un mapa. Se habían
quedado con mi ropa y con ello me habían robado los documentos, las tarjetas y la plata
que había llevado encima. Un saco habían dejado sobre mis hombros y unos trapos me
tapaban el miembro y el vientre. Me toqué la cabeza buscando la cámara que tenía
sujeta entre el pelo y la oreja. Seguía allí conmigo. Todo lo había grabado, pero no me
importaban esos tipos, me importaba…, ni yo mismo sabía qué me importaba.

¿Ya habías vuelto?

No había vuelto a ningún lado. Quise levantarme y un hilo de sangre escapó de mi


boca. Vomité una pasta líquida y amarillenta que se confundía con la sangre más oscura
y espesa. Caí de rodillas y volví a recostarme contra el árbol en que me habían
abandonado. Un rato después los dos tipos que vivían en aquella plaza se acercaron a
mí. Preguntaron cosas que no supe contestar y acaso no entendí. Pretendieron que me
quedara donde estaba, preguntaron si quería que llamaran a alguien. A nadie quería
llamar o enterar de lo que había pasado. Me lavaron el rostro con agua tibia y curaron
las heridas. Aquel día me quedé con ellos en su campamento pobre. Me dieron un
pantalón roído. Me ayudaron a ponérmelo. Taparon el pecho con otros trapos y unos
diarios. Desenvolvieron un colchón y me hicieron acostar. Dormí como si el mundo se
hubiera acabado. Al despertar ya era de noche y los tipos ya no estaban. Con el saco
encima me marché sin saber dónde. Caminé toda la noche por las calles desiertas del
sur de la ciudad. Di vueltas inútiles buscando perderme. Aunque hubiese querido
hablar, comunicarme, mi voz se había perdido. No supe cuántos días pasaron. Mis
pasos desandaban el espiral hacia un centro ya conocido. Cuando volví al
departamento Juliana no estaba.

Quitaste la cámara de tu cabeza. Pusiste la memoria en la computadora. No sabías


qué estabas buscando, qué pretendías encontrar.
El agujero en mi temporada en el infierno. Pero el infierno era yo mismo y el agujero
mi hábitat.

Las imágenes se hicieron en la pantalla.

Nada.

Adelanté unos minutos.

Nada.

Lo de siempre. Conversaciones con Juliana. Mi trabajo en la clínica. De noche, de


nuevo en el departamento cenando con Juliana. Es decir, mi vida de siempre, la vida del
otro. Atrasé y adelanté una y otra vez la grabación de lo filmado. No había en toda la
secuencia de aquellos días absolutamente nada, ni el boliche, ni el encuentro con Alex,
mi estadía en aquel departamento con aquellos dos extraños, ni los azotes ni los
tormentos, nada. No había imagen del infierno ni de mí mismo llamándome desde el
fondo del agujero. No hubo plaza en la que me hubieran abandonado como una puta
violada, ni caminatas desoladas buscando perderme en la ciudad. Solo mi trabajo en la
clínica, el trato con los pacientes, mi vida con Juliana en el departamento. No podía
entenderlo, o bien no quería entenderlo. Tampoco necesitaba que me lo explicaran.

¿Podés explicarlo?

Siempre había pensado mis Ausencias como aquello que le pasaba al otro que se iba
de mí, viajaba hacia a esa zona de tiempo paralelo, se daba el lujo de pasear por un
mundo que no estaba en este mundo, mientras tanto yo sostenía el tiempo de una
cronología compartida, esforzándome en estar presente donde se me pedía estar,
respondiendo por mi nombre, a la demanda, a los otros, haciendo equilibrio por la
cuerda floja de lo cotidiano –el trabajo, los enfermos, el departamento, Juliana–. Sin
embargo, me daba cuenta entonces que lo que de alguna manera me había sido
prometido encontraba el modo de su cumplimiento: era yo mismo el que vivía en la
Ausencia, el tiempo paralelo. El otro se deslizaba por una superficie de la que tenía
temor de haber perdido para siempre, de ya no ser capaz de volver. Mientras tanto yo
desfallecía en la pura virtualidad que llenaba el pozo de mi propia Ausencia.

Apagaste la computadora.

No lo sé.

Seguí.
¿Dónde estamos ahora?

Estás en tu casa. Estuviste toda la noche hablando con Nadia. Tomaron un café tras
otro. Después fue a darse una ducha y luego se puso a ver la televisión. Antonio estuvo
dibujando en un papel sobre el piso junto a sus piernas. Ahora quizás se hayan ido a
dormir.

No quiero seguir.

Seguí.

No estoy hablando con nadie.

No estás solo.

Nadia no está. ¿En qué momento se levantó de la mesa y me dejó hablando solo?

No me dejes solo, Nadia.

Estoy acá para ayudarte.

¿Quién es Nadia?

Nadia es mi mujer.

Ya no.

¿Ya no, qué?

Ya no voy a seguir escuchándote.

No soy yo el que está hablando.

No escucho mi voz.

Tampoco ves tu rostro.

¿Ves mi rostro? ¿Cómo está mi rostro?

Mal.

No veo mis ojos. ¿Cómo están mis ojos?


Mal.

Tenemos que llegar al punto.

¿Cuál es el punto?

Quién habla.

Estoy hablando con Nadia. Necesito que me ayudes, Nadia.

Ese no es el punto.

¿Cuál es el punto?

Quién habla detrás del que habla.

¿Estoy hablando, Nadia?

Sí, te escucho perfectamente. Sigamos.

¿Cómo me escuchás?

Mal.

¿Es importante?

No, no es importante.

Entonces sigamos.

Apagaste la computadora.

¿Ya hablamos de esto?

No quiero seguir.

Ya jugamos a esto.

Nadia se ha ido. Hemos pasado toda la noche hablando. No sé si esto es hablar. No


sé qué comprende de lo que digo ni de lo que me hacen decir. No importa, hay que
continuar. Escribo. Eso al menos es algo. Escribir no me salva. Ya jugué a esto. Me
pregunto dónde está Nadia ahora. Escucho el ruido de la ducha. Nadia debe estar
bañándose. ¿Le da asco lo que le cuento? ¿Desde hace cuánto estoy hablando solo? No
veo a Nadia, pero veo su sombra proyectada sobre la mampara de la bañera. No veo su
sombra sobre la mampara, veo –a través de la rendija que ha quedado abierta entre la
puerta del baño y su marco– un espejo empañado que refleja la mampara de la bañera y
allí la sombra de Nadia. Rendija - Espejo - Vapor - Reflejo - Mampara - Velo - Sombra -
Mancha. Ya no quiero hablar a solas. Ya no quiero hablar en general. Este es mi ahora,
mi aquí, mi laberinto de haces lumínicos plegados que forman recovecos y zonas
veladas. ¿Qué soy en este laberinto? Nada, la conciencia de esa misma sucesión –rendija
- espejo - vapor - reflejo - mampara - velo - sombra - mancha–, y ni siquiera de esa
sucesión sino en esa misma sucesión, como quien dijera: a través de la rendija, desde
aquí, solo un recorte de espejo y vapor donde, ahora, el reflejo de una sombra o una
mancha, y a la vez cierto saber de la percepción de esa rendija, ese aquí, el espejo, el
vapor, ese ahora, esa sombra, sin ser esa percepción ni ese saber diferentes ni estar por
fuera de ese conjunto sucesivo. Y ni siquiera así las cosas funcionan. Todavía estoy
suponiendo demasiado. “Aquí” seguramente debería significar el conjunto de lo
descripto en relación a mis ojos que lo miran –pero mis ojos no están en el conjunto, son
lo que faltan al conjunto de lo que mis ojos miran. Y si mis ojos no se dan ante mis ojos
entonces en relación a qué definir ese “aquí”. ¿Y el “ahora” del que hablo?, ¿dónde
quedó, dónde estaba ese “ahora” que era la condición misma de posibilidad de ese
mundo? Existió, existía haciéndose nada, o bien, ya siendo otro “ahora”, es decir, ya
siempre haciéndose nada.

Apagaste la computadora. En el aparador, te sorprendió la pecera de Sebastián.


Dijiste antes que los pececitos que el mismo Sebastián alimentaba y cuidaba se habían
muerto de hambre después de su entierro.

Fue Juliana la que los sacó de la pecera y los tiró a la basura.

Entonces, allí mismo, flotaba uno de cuerpo regordete y escamas marcadas en su


vientre que daban la apariencia de pequeñísimas perlas de color blanco y naranja. ¿Te
acordas? Sí, te acordas.

Debía medir menos de diez centímetros y sus movimientos eran suaves y lentísimos.

No sabías el nombre del pez, tampoco que en aquella pecera existía ese pececito.
Seguramente Juliana había limpiado la pecera y había comprado aquel espécimen. Vaya
uno a saber hacía cuanto tiempo ese pececito vivía con ustedes y vos no te habías
enterado. Te sentaste ante al vidrio frontal y te lo quedaste mirando. Después del
accidente con el auto, sentado en su silla de ruedas Sebastián se la pasaba mirando sus
pececitos en el mismo lugar donde vos entonces te habías apostado. Su cuerpo blandito
se entregaba a la pasión de dejarse morir y aquellos pececitos eran todo su paisaje
mental. Se quedaba allí durante horas y horas. Vos mismo sentías que podías quedarte
contemplando los movimientos de aquel pez durante días. Te dabas cuenta que en la
Ausencia habías perdido todo sentido de la urgencia. No solo se te escapaba el tiempo
entre los dedos, sino la sensación misma de tus dedos en las manos, de tus manos en los
brazos, de los brazos en tu cuerpo, de tu cuerpo en el mundo. Con ello conquistabas
una serenidad de la que nunca habías sido capaz. Sentías tu estadía en la Ausencia
como la suspensión de la vorágine que desde siempre te había perseguido. La Ausencia
era una gracia, una donación, un modo del milagro.

La puerta del baño sigue entreabierta. El vapor de la ducha ha empañado el espejo y


ya no veo el reflejo de la mampara ni la sombra en ella dibujada. De Nadia ya no queda
ni la sombra. La supongo como mi Universo Paralelo para entender por qué el ruido de
la ducha, el vapor en el baño. Pero Nadia es el fantasma en la Máquina Perceptiva. Yo
soy el otro fantasma en la Máquina Perceptiva. La Máquina nos engulle, nos tritura y
solo queda el laberinto de haces lumínicos, pliegues de oscuridad, el vapor sostenido
abarcando el conjunto. Un mundo se ha deshecho y se ha vuelto a recomponer en otro.
¿Hubo continuidad? ¿Son los elementos de uno los mismos que configuran el otro? No
importa la continuidad, si hubiera existido alguna continuidad ya no es parte de mi
aquí-y-ahora. Ahora es el vapor que todo lo vela. ¿Todo lo vela, lo engulle y lo traga, o
bien las cosas ya son ese vapor, están hechas de vapor? No quiero perderme, no voy a
perderme.

No quería salir de allí nunca más, no quería regresar. El sol se colaba por las
hendijas de la persiana, me rozaba el cuerpo y lo sentía bueno. Había dado el salto hacia
un fondo del que ya no pretendía salir. Lo percibí como un salto biológico. Acaso solo
se trataba de mi mente paralizada por el miedo de habitar la Ausencia, pero esa misma
parálisis era la felicidad misma. Mi cuerpo relajado, los músculos gelatinosos, mi
existencia se había vuelta blandita como la de Sebastián después del accidente. Mi carne
ondulaba y se volvía rítmica con los movimientos del pececito lentísimo. Y entonces me
preguntaba ¿cuál era el tiempo de ese pez medio atontado, casi autista, con su mirada
fija en ninguna parte?, ¿cómo vivía el tiempo allí encerrado en la pecera dejándose
mecer por las ondas imperceptibles del agua que él mismo creaba? Acaso se trataba de
la misma temporalidad en la que Sebastián se había dejado hundir en su silla de ruedas
cuando sus huesos se le derritieron como un plástico quemado y no tenía más vida que
la de la contemplación extasiada de sus peces. ¿Se preguntaba Sebastián cuál era el
tiempo de sus peces, cómo vivían el tiempo en aquella pecera de agua estancada, sin
corriente ni sucesión? ¿No era ese mismo el tiempo de las Ausencias, el tiempo
estancado que mis pacientes descubrían en el fondo de su enfermedad?
Seguramente Nadia abrió la puerta del baño para que el vapor se deslice en el aire y
se extienda como una mancha gaseosa sobre todos los espacios de la casa. “Nadia” es
un nombre, “Nadia, su mano abriendo la puerta del baño para que el vapor se vaya” no
son más que palabras que no forman ni tienen parte en mi aquí-y-ahora. Mi cuerpo se
mece en la ondulación del agua y se evapora en la evaporización del mundo. Un
recuerdo: el pececito de Sebastián flotando en su pecera. Hundido bajo el vapor que sale
del baño, me siento como el pececito de Sebastián en la pecera. No voy a caer. Ni el
pececito, ni Sebastián, ni la pecera, responden a mi aquí-y-ahora. No voy a caer en el
poso. El poso se abre en el borde de cada instante. Debería gritarme a mí mismo.
Recordármelo a cada instante. Esto se llama mundo. Tengo que aferrarme a un mundo.
En este mundo hecho de vapor al menos hay movimiento de cuerpo hacia delante y
hacia atrás. Decir atrás, decir delante, son solo modos de decir. Hay movimiento de un
cuerpo que supongo mi cuerpo meciéndose en su silla mientras el vapor todo lo llena.
Esto es un mundo –me digo–, todavía es un mundo, solo se trata de tener confianza, el
vapor se irá y las cosas volverán a ganar espesor y materia. Entonces habrá un aquí-y-
ahora.

El agua estancada de una pecera. El tiempo muerto de la Ausencia.

Mi vida mental como el agua estancada de aquella pecera. Había perdido sucesión,
“el tiempo del reloj”. Pero lo había perdido como se pierden las cosas que nunca
estuvieron, como se pierde la plata que nunca tuvimos. No había perdido nada. Aquel
pececito perlado de colores blancos y naranjas, de movimientos ondulantes y lentos, con
la mirada idiota perdida en la nada que me rodeaba tenía un sentido diferente del
tiempo, lo mismo que las hormigas escalando el tacho de basura, lo mismo que las
cigarras atronando afuera, las cucarachas ocultas en sus cuevas mínimas entre las vigas
y el machimbre. Los componentes de mi cuerpo –órganos, células, átomos–, vivían
velocidades diferentes del tiempo, incluso con respecto a mi propia existencia. En mi
cerebro se producían aceleraciones distintas, estadios de reposo, fases de movimiento,
inconexas, sin relación posible. Los niveles más profundos parecían no reconocer el
tiempo de la corteza cerebral: el reptil soñoliento que se dejaba pudrir en el desierto
escondido bajo las capas del cerebro no respondía al vértigo idiota de la ratita que daba
vueltas en la rueda de mi conciencia. Me había caído del tiempo pero me sentía vivir en
la simultaneidad de los mundos.

El vapor se deshace. Nadia vuelve a aparecer. Veo su cuerpo desnudo secándose


detrás de la puerta del baño, entre la puerta y el marco. Debería sentirme aliviado. He
rogado que las tinieblas desaparezcan y que el mundo me sea devuelto y así ha
ocurrido. Y sin embargo…, sin embargo, ¿qué diferencia hay entre el mundo-vapor que
acababa de deshacerse y este otro en que Nadia aparece secándose entre la puerta
abierta del baño y su marco? Sigue siendo el mismo mundo del que no puedo decir que
se trate propiamente de un mundo. ¿Quién es esa mujer que vino a devolverme lo que
no puede ser devuelto? ¿Soy yo el que no puede aceptar lo que me dona como presente?
¿O es ella la que me exige tomar como propio lo que por definición es lo inapropiable?
Serenidad –me digo–, serenidad es la palabra, lo que necesito conquistar. Esa mujer es
mi aquí-y-ahora. Esa mujer es mi mundo. No puedo dejarlo ir, no puedo permitir que
desaparezca como ha desaparecido Juliana, como todo aquello que la Ausencia se ha
llevado. Esa mujer es la madre de mi hijo –me digo. Necesito que esa mujer sea la
madre de mi hijo para devolverme alguna superficie, algún afuera de la Ausencia.

Quiero que sigas vos.

No sé cómo.

Juliana entonces regresó a la casa.

¿Era esta misma casa?

Sí, esta misma.

Apagaste la computadora. Juliana regresó a la casa y entonces ocurrió que el mundo


ya no era el mismo.

¿Ya hablamos de esto?

Regresaste de aquel episodio de Ausencia y descubriste que el mundo ya no era el


mismo.

Se trataba de transformaciones mínimas, pequeñísimas pérdidas que anunciaban lo


que vendría, pero entre todas una de ellas se transformó en catástrofe. Hablo del lunar
en el pómulo derecho del rostro de Juliana. Ocurrió inmediatamente después de todo lo
que venía contando. Había vuelto al departamento y puesto la memoria de la grabación
en la computadora esperando ver lo que había pasado aquella noche en el
departamento de Alex con aquellos desconocidos. La filmación no mostraba nada de lo
que había vivido, solo la cotidianidad vulgar en la Clínica o conviviendo con Juliana.
Pero yo había estado ahí, en la vorágine de la tortura, la dilatación de mis agujeros,
dejándome penetrar hasta ya no estar en ningún lado. Entonces comprendí que todavía
habitaba la Ausencia. El otro había seguido su vida, mientras yo me dedicaba a perder
la mía en una virtualidad tan espesa como mi propia nada. Me quedé mirando el
pececito de Sebastián. Entonces regresó Juliana.
Le pregunté cómo le había ido, si había pasado algo.

Nada, ¿qué esperabas que pasara?

Diste unos pasos hacia ella, movido por el impulso de… –no sabías definirlo del
todo bien, pero en todo caso, abrazarla o algo parecido.

La sentí fría, distante. No muy diferente a cómo se nos había dado la vida desde la
muerte de Sebastián. Estaba solo a unos centímetros de ella. El impulso se vació de
sentido. Ningún abrazo ni nada que acorte los mares helados que nos distanciaban.

Pero entonces viste el lunar. No el lunar. Lo que viste fue la ausencia del lunar.

Retrocedí, confuso.

A su vez, Juliana dejó sus cosas sobre la mesa, fue al baño, al volver puso música,
destapó una botella de vino y se sirvió un trago.

Yo la dejé hacer mientras la miraba ir y venir.

No le preguntaste nada acerca del lunar, pero era imposible no darte cuenta que el
lunar no existía más. Aquello podía parecer un detalle intrascendente pero no lo era en
absoluto.

¿Hacía cuánto creía vivir con una mujer que en verdad era otra? ¿Era otra o era yo
quien seguía habitando la Ausencia?

No dejo de pensar en Nadia. La miro secándose en el baño y me digo que


necesariamente nos tuvimos que haber conocido antes, su vientre haber cobijado a mi
hijo, sus pechos haberle dado su leche. Puedo imaginarlo, puedo ver lo que no se deja
ver. Imagino la escena, una cualquiera entre otras, una que pudo haber sido y acaso no
fue. La sala de partos, por ejemplo, Nadia sobre la camilla, su mano aferrada a la mía,
su respiración amplia y profunda, las luces cayendo a pique sobre sus ojos ciegos, una
enfermera observando, el obstetra paciente sosteniendo sus rodillas abiertas. Puedo
escuchar sus gemidos, su existencia entera yéndose en cada expiración, puedo seguir el
tiempo de las contracciones de su útero. Incluso, luego, el desgarramiento de su carne
cuando la cabeza de Antonio surge de entre sus piernas mientras la partera la toma con
sus manos enguantadas. ¿Era Antonio esa cabeza violácea, deforme, sanguinolenta que
apareció entre sus piernas? Da igual, me digo, solo hay que sostener la visión,
protegerla de mí mismo, que no se pierda en la nada. Ahora Nadia secándose en el
baño, mi cuerpo meciéndose en la silla, y pienso entonces en cómo las Ausencias, todo
lo que no está en este aquí-y-ahora constituyen, le dan forma y espesor a este aquí-y-
ahora. Sé que el parto de Antonio, Nadia en la camilla, mi presencia a su lado, no son
más que ficción, una nada que me invento, pero sin esa nada no hay posibilidad de
mundo ni de aquí-y-ahora. Quizás, incluso, ni siquiera los invento. Están aquí,
constituyen el cuerpo mismo de Nadia. Ese cuerpo es el que resguarda aquella escena,
en ese cuerpo el parto de Antonio sigue ocurriendo, ese cuerpo está impregnado de
pasado. El tiempo respira en él. Aspira y exhala. Se contrae y se dilata. Su vientre, su
útero, sus entrañas guardan ese movimiento de lo que fue y ha dejado de ser, como los
anillos de los árboles –me digo– no solo son la marca y la medida de su edad sino la
existencia misma del tiempo expandiéndose y contrayéndose en la materia. El tiempo es
ese movimiento de la materia que se contrae y dilata, vive y respira. El cuerpo de Nadia
está hecho del tiempo que su carne, sus músculos, sus tejidos, concentran. Su cuerpo es
tiempo sedimentado. Pero el tiempo no es Materia, sino el vacío, la ausencia, la nada de
la Antimateria. Me pregunto si las Ausencias no constituyen el fondo de la Materia. Si
es así, he luchado contra algo frente a lo que no tiene sentido resistirse. Las Ausencias
no se abren a otro plano; carcomen, contaminan y pudren la carne del mundo. No son el
borde del instante sino su núcleo vacío. Veo ahora a Nadia con el toallón blanco
recorriéndole el cuerpo desnudo, y ese cuerpo desnudo está hecho de vacío, nada y
Ausencia. No hace falta ir a buscar la escena del parto de Antonio a ninguna otra parte,
la escena está ahora, allí, dándose en el cuerpo de Nadia, pero a la vez la vacía, la
agujerea hasta quitarle todo espesor. Estoy aquí, ahora, meciéndome en la silla, viendo
su cuerpo, la mitad de su cuerpo de espalda, recortado por el filo de la puerta del baño.
Veo también el espejo y allí el reflejo de sus pechos. En verdad, el reflejo de su pecho
izquierdo y el reflejo de la ausencia de su pecho derecho. No veo la Ausencia, veo la
cicatriz que ha quedado seguramente de la extirpación de su pecho. No veo nada, no
veo su pecho, no veo la extirpación, solo queda la cicatriz trazada desde el centro de su
caja torácica hasta debajo de la axila de su brazo, pero la cicatriz misma parece
desaparecer en el fondo de esa nada a la que convoca.

La inquietud te llevó a revisar las fotos de Juliana. Te acercaste al aparador y


tomaste las que tenías a mano. Juliana ni siquiera te miraba. No había ninguna foto en la
que su rostro tuviera el lunar. Claro está que uno no ama sino una fantasía, y
posiblemente el lunar en el rostro de Juliana haya sido una fantasía tuya, pero desde el
primer momento en que la habías conocido, todos tus recuerdos habían girado en
derredor de aquel lunar.

Se situaba en el punto exacto en el que formaba un ángulo de noventa grados con


respecto a la comisura de sus labios y la punta de su nariz. Era el lugar perfecto para
tener un lunar, ni un milímetro más arriba ni un milímetro más abajo, sino justamente
allí en el vértice del ángulo. La mirada, la mía pero también la de cualquiera que se
encontrara frente a Juliana, se focalizaba primero en el lunar y luego, como si se tratara
de un abanico que desplegara un paisaje de océanos y puestas de sol, surgía su rostro,
su cuerpo, su mundo. Era el lunar de Cindy Crawford, era el lunar de Marilyn Monroe,
era el lunar de mi madre –jugaba a decirle repasando una lista mental que no acababa
nunca. La ausencia del lunar se me volvía siniestra. Sin el lunar, Juliana no era Juliana.
No sabía entonces quién era esa mujer con la que compartía mi vida, pero ya no se
trataba de la misma. No es un modo de decir, literalmente no se trataba de la misma
persona. Más allá del lunar, en todo eran idénticas, tan idénticas como dos gotas de
agua, pero la ausencia del lunar me mostraba a esta otra mujer como nunca había visto
a Juliana. Posiblemente se tratara de una fantasía de mi parte y siempre había vivido
con alguien que no era como yo la veía o quería verla, pero acaso era la enfermedad la
que empezaba a robarme el mundo que había sido el mío. Quiero decir: si uno no ama a
una mujer sino el mundo al que esa mujer nos lleva a habitar, entonces no solo se
trataba de que aquella mujer no fuera Juliana sino que el mundo que habitábamos no
era el mismo.

En ese nuevo mundo, Juliana era un monstruo. Un monstruo frío y calculador que
todo lo que hacía tenía como finalidad aniquilarte.

El lunar en el rostro de Juliana no fue lo único que fue desapareciendo. Más bien
resultó el comienzo del proceso de evaporación del mundo, al menos del mundo que
había conocido. Podía hacer una lista enorme de las pequeñas modificaciones por las
que algo desaparecía del mundo y otra cosa tomaba su lugar. Puedo nombrar algunas
bagatelas: un traje italiano heredado de mi padre, un par de zapatos de cuero, unos
gemelos, una corbata de seda que me había traído un amigo de uno de sus viajes a
Europa, un cenicero de cobre que había persistido durante años en mi mesa de luz. Los
libros de la biblioteca del comedor, entre ellos los que tanto amaba: Los viajes de Guliver,
Mitos del futuro próximo, Anatomía de la melancolía. Pero lo que más me sorprendió haber
perdido fue el cuaderno azul donde describía los procesos de las Ausencias y registraba
la frecuencia y la duración de cada episodio.

Pensaste que se trataba de Juliana y de su estrategia de hacerte desaparecer poco a


poco de su vida, primero haciendo desaparecer pequeñas cosas casi sin importancia,
luego aquellas que de algún modo ordenaban tus rituales cotidianos, y así, una tras
otras, hacerte desaparecer por completo.

Se estaba vengando de lo que le había hecho con respecto al mundo de Sebastián. Si


había vendido su cama, su ropero, si había quemado su ropa y sus juguetes, y todo sin
consultarle nada, porque sí nomas, porque no soportaba que su mundo girara en
derredor de aquel fantasma sin poder nunca terminar de darle muerte, si había hecho
todo eso hasta el punto de que de Sebastián no quedaran rastros en la casa, ella entonces
me estaría haciendo lo mismo que yo le había hecho. Haría desaparecer mi mundo tal
como yo lo había hecho con su hijo hasta que ya no quedara nada mío en aquella casa.

Pero la que había desaparecido era Juliana. No Juliana en cuanto tal, sino que ella –el
monstruo, esa intrusa en tu vida– te había robado a la verdadera Juliana, tu Juliana, al
menos la persona que habías amado desde que la habías conocido.

Me había dejado ante un rostro que sin ese lunar era solo un rostro entre otros, pero
después se tiñó el pelo negro de un rubio platinado y aquello la transformó en una
completa extraña. Desde entonces su rostro embalado en la cinta de montaje de una
rostridad general más que un modo de identidad era su hundimiento en la masa carnal
de todos los rostros, los de nadie y de cualquiera. Sus ojos, su mirada, su boca, sus
manos, habían perdido paisajes y mundos: Juliana sin lunar, Juliana rubia platinada ya
era completamente el monstruo.

Nadia. La plenitud de su pecho izquierdo, gordo, caído, me invita a imaginar la boca


de Antonio chupando fuerte de su pezón en busca de su leche tibia o solo por el goce de
la succión porque sí nomás, y puedo también imaginar mi propia boca habiendo
rodeado, mordido y estirado ese mismo pezón. Otra vez la nada, lo que fue y ya no está
dándole espesor al aquí-y-ahora del mundo. A su vez, el pecho derecho no está. Su
aquí-y-ahora es la cicatriz de la que hablo. Es la marca de la Ausencia, pero es una
Ausencia que se hace ahora presente, parece haber engullido el pecho, haberlo
absorbido hacia el fondo de sí misma y haber dejado abierto el agujero. Puedo imaginar
lo que no me es dado recordar. Un tumor cancerígeno comiéndole la existencia. El
bisturí abriendo la carne. La extirpación del pecho y el tumor. La aguja y el hilo
bordando la carne para cerrarla hasta esperar que cicatrice. Sin embargo es distinto. Lo
noto en la desesperación con la que mi mente enseguida busca explicarse a sí misma la
ausencia del pecho, el resplandor de la cicatriz. Con respecto al otro pecho no observo
ninguna desesperación, el pezón conecta de modo directo con la boca de Antonio o con
mi propia boca, sin sobresaltos ni estridencias. Es un movimiento suave y armónico que
pone en relación el pecho y todas esas bocas. Pero la cicatriz del otro pecho, del pecho
que ya no está, impone una relación diferente. Es un golpe eléctrico, una violencia
ejercida contra mi cerebro obligándolo a buscar una relación desesperada. Es como si no
pudiera aceptar la simpleza radical de la cicatriz. Pero no es eso. Esa cicatriz no es una
cicatriz. Ni siquiera la veo. Veo la ausencia del pecho. Veo la Ausencia. Veo la nada
material, puedo sentir su espesor concreto, su presencia. Ya no es la nada del pasado, la
nada de lo que no está en mi aquí-y-ahora, la nada que supongo como condición de
posibilidad de este mundo dado. No. Esta nada es diferente. No posibilita el mundo. Le
promete su extinción. Ha hecho desaparecer el pecho de Nadia. Ahora brilla,
resplandece, como un agujero abierto en su cuerpo, una hendidura en la carne del
mundo, la fosa que todo lo engulle. Es el mismo agujero que dejó la desaparición de
Juliana, es el mismo agujero que se chupó el pecho de Nadia.

Desde ese momento, al correr de los días, nuestras relaciones tendieron cada vez
más a reducirse al mero hecho de compartir un espacio. Ni siquiera nos tocábamos. No
solo hacer el amor, la simple idea de acercarme a ella era impensable. Algo en Juliana –
ese agujero donde su lunar se ausentaba– me mantenía al margen, me rechazaba hacia
un borde en el que me volvía invisible.

Entonces se dedicaba a masturbarse mirando pornografía.

No lo sé.

Ni siquiera esperaba que te fueras, sino lo contrario: esperaba a que llegaras para
hacerlo.

No recuerdo nada de aquello.

Trabajabas con los informes de la Clínica o te ponías a hacer la comida o te acostabas


sin nada para hacer, y entonces el sonido de las voces, los ruidos, jadeos y gemidos de la
película. Era el modo de mostrar su desprecio. Masturbarse y hacerte ver que se
masturbaba únicamente porque vos no estabas a la altura de nada. Se trataba de una
pedagogía del odio. Era su manera de hacerte comprender las cosas.

Ya casi no me hablaba y la pregunta insistía todo el tiempo, ¿siempre había sido


Juliana un monstruo con el que había convivido toda mi vida sin saberlo?

Lo que antes era fragilidad entonces se te mostraba como una trampa. Desde el
comienzo de la relación, sus raptos alcohólicos habían sido modos de compartir una
misma devastación –lo que vos habías vivido en relación a tu propio pensamiento como
agujero negro, ella lo había hecho con respecto al alcohol. En ese punto se habían
encontrado para comunicarse sin palabras que los dos se acompañaban en la pérdida.

Había celebrado entonces su alcoholismo tal como ella –creía– había celebrado mi
depresión amiga. Pero entonces, desde la muerte de Sebastián y la ausencia del lunar en
su rostro, su relación con el alcohol no fue otra cosa más que hacer evidente su
desprecio. Despreciaba mi existencia, mi compañía, mis palabras, mi pasado, mi trabajo,
despreciaba mi enfermedad y con ello el mero hecho de estar a su lado. El monstruo no
era fácil, al monstruo no le alcanzaba con despreciar y hacer su vida, no, el monstruo
era monstruo porque gozaba del desprecio.
Desprecio.

Desprecio es una palabra.

No son mías las palabras.

Lo más lógico era que te abandonara y buscara otra vida, pero su vida era gozar de
la humillación de la tuya.

Humillación es otra palabra.

Tomaba, se quemaba el cerebro con whisky barato o lo que tuviera a mano, solo
para dejarte claro que tomaba para no tener que escucharte, no verte, hacer de cuenta
que no existías. Acaso era lo que pasaba antes de que se transformara en un monstruo y
vos no lo comprendías, pero entonces empezó a decírtelo.

Me decía que aquel era el modo de hacerme pagar lo que suponía mi culpa.

Tu culpa.

¿Culpa de qué?

Culpa de no haberme devuelto a Sebastián, culpa de no haber hecho nada para no


dejarlo morir. Fuiste indiferente ante su muerte. No solo indiferente. Deseaste que
Sebastián se muriera. Hiciste todo lo posible para sacártelo de encima. No le limpiabas
la baba para que no se ahogara, no, vos nunca jamás te habías preocupado de limpiarle
la baba porque en verdad lo que querías era que se muriera ahogado en su baba; no
querías que siguiera el tratamiento de estimulación muscular, no, vos lo dejabas
abandonado en la silla de ruedas mirando cómo sus peces se pudrían en la pecera
porque lo que pretendías era justamente que ningún tratamiento funcionara para
borrarlo de tu vida. Lo habías dado por muerto en el momento mismo del accidente con
el auto; todo lo que vino después, el tiempo de la internación, los meses que Sebastián
había vivido con nosotros y luego su agonía de nuevo en la clínica, era como si no
hubiera existido.

No digas eso, no me hables así.

¿Lo mataste? ¿Fuiste vos el que lo hizo?

No lo sé, no quiero hablar de eso.


Ya lo habías matado antes de haber muerto. Ya lo habías matado en tu deseo, no te
costaba nada matarlo en lo real.

No lo hice, sé que no lo hice, no hubiera podido hacerlo.

Lo hacías con tus pacientes. Lo hiciste con Maximiliano, bien pudiste hacerlo con
Sebastián.

Culpa es otra palabra más.

Me quitaste a mi hijo. Sentenciaste mi vida.

No me dejes solo. Ayudame, Nadia, no puedo conmigo mismo.

Decime que fuiste vos. Decime que lo mataste para que no siguiera sufriendo.
Decime algo.

No lo sé. Creeme, por favor. No sé qué pasó con Sebastián.

Ni siquiera otro hijo habías podido darme. Ni siquiera eso se te había pasado por la
cabeza. Solo importaba tu trabajo y tu enfermedad. Solo te importaba gozar de tu
enfermedad. Vos me hundiste en el pozo. Y el pozo estaba lleno de alcohol. ¿El
resultado? El resultado: reducirme a una vida miserable, haberme llevado a un encierro
tal que ya no tenía ganas de poner un pie en la calle.

No me hables así.

No dije nada.

No te quedes en silencio.

Estoy para ayudarte, hacerte compañía.

Decime algo entonces, no me dejes solo.

Quiero escucharte a vos.

No quiero escucharme a mí.

Podía tener razón.


Podía tener razón.

Pero ¿culpa?, ¿qué culpa cuando en verdad vos mismo te habías reducido a ser
asistente de su debacle?

No, culpa no.

Tu única finalidad era sostenerla en el borde del abismo, hacías de todo para que no
diera el paso que le faltaba.

Cada salida a comer, al cine o a donde fuera, cada charla, cada instante que creaba
con la idea de estar juntos no era más que el intento desesperado de posponer un poco
más, dilatar hasta donde pudiera, la escena inevitable:

Juliana vociferando su poesía alienígena.

Juliana sorbo a sorbo y una botella tras otra, Juliana y sus ganas de aniquilación.

Juliana con el cuchillo en la mano jugando a cortarse los brazos.

Juliana colgada de una soga.

Juliana bamboleándose sobre la baranda del balcón –su pierna derecha pedaleando
en el vacío, su brazo izquierdo pretendiendo tomar el pájaro invisible que pasa a su
lado y se pierde en la noche.

Juliana desplomada contra el piso debajo de la mesa, cansada de su viaje a ninguna


parte.

Un día encontraste el cuaderno azul escondido en el bolso de Juliana.

El amo suele jugar al esclavo, el monstruo no jugaba a nada.

Un día encontré mi cuaderno azul escondido en el bolso de Juliana. En sus hojas


estaba la vida enferma que había soportado durante los últimos meses. En ellas estaba
la prueba de que no podía conmigo mismo, que las ausencias tendían al continuo y que
la desconexión con el mundo debía ser mi pena a cumplir.

Debiste, en ese momento, sacar el cuaderno de la cartera y quemarlo.

Lo dejé donde estaba.


¿Qué se siente al matar?, ¿qué siente el suicida al momento de pegarse un tiro?

Hay que tener cuidado con el propio deseo, vigilarlo, cuidarlo.

Hay veces que ver el abismo es ya haberse tirado al abismo.

¿Por qué no sacaste el cuaderno del bolso, por qué no lo quemaste?

El abismo llama. El llamado no dice nada.

Esa mañana me dijiste que te ibas a trabajar a la Clínica. No fuiste a trabajar a la


Clínica. Esperaste sentado en el bar de enfrente a que yo saliera. Querías saber. No
sabías qué significaba saber. Salí dos o tres horas después y te vi sentado en la puerta
del bar. Tomé un taxi y vi que paraste el que venía detrás. Bajé en una esquina, caminé
unos metros y entré en un restaurant. Le pediste al taxista que esperaran un poco,
estacionados en la otra mano, frente al ventanal donde yo me había acomodado. Al rato
viste a un tipo grandote, fornido, avanzar desde la otra esquina y meterse en el
restaurant. Rápidamente supiste que era Orson. Se sentó frente mío. Nos tomamos de
las manos, pedimos la comida. Entonces abrí el bolso, saque el cuaderno azul y se lo
pasé a Orson. Lo ojeó, se detuvo en alguna línea y lo leyó en voz alta. Le dije que nos
estabas espiando desde el taxi estacionado enfrente. Orson miró por la ventana.
Entonces las carcajadas. Nos reímos un buen rato leyendo el cuaderno, hasta ya no
poder. Tu vida con Nadia, ese chico llamado Antonio, no podía sino provocarnos risa,
pero la parte en que te sodomizaban dos desconocidos en el departamento de un tal
Alex era el límite. No podíamos de las carcajadas. Le pedí a Orson que parara, que no
daba más de la risa. Lo guardó en su maletín. Un rato después salimos del restaurant.
Te vimos y seguirnos hasta el motel que estaba a la vuelta. Desaparecimos en la entrada.

¿Eso fue todo?

No sé qué es todo.

Le pagaste al taxista y te fuiste caminado hacia ninguna parte. Tenías miedo de lo


que debía venir.

No sé qué es lo que debía venir.

Un tiempo después, cuando los gerentes de la Clínica terminaron de leerte el


informe en el que se te acusaba de realizar eutanasia con distintos pacientes, facilitando
medicamentos de anulación, negaste los cargos, respondiste que no tenían ninguna
prueba de lo que se te acusaba. Entonces redoblaron la apuesta: si no te hacías
responsable de aquellas muertes, debías afrontar las denuncias relativas a tu propia
afección. Sabían –dijeron– de tu padecimiento y de eso sí tenían las pruebas. El
cuaderno azul que habías escrito durante todo este tiempo estaba en sus manos. Lo
mejor para todos era aceptar lo que te proponían. Para ellos sería un problema que el
caso saliera a la luz pública. Por tu parte, te obligarían al implante de la Compañía.

Fuiste vos entonces la que me denunció.

Me quitaste a mi hijo. Tenías que pagar lo que me habías hecho.

Hubiera preferido ser Brandon, ser Rosvald.

Hubieras preferido no saber de Juliana, no conocerla, simplemente que no hubiera


existido en tu vida.

Nunca existió en mi vida.

¿Cuál es tu vida?

Nadia, Antonio, son mi vida.

Eso es lo que te gustaría.

Eso es lo que es.

¿Dónde están entonces?

Antonio debe estar durmiendo.

¿Dónde está Nadia entonces?

Estoy hablando con Nadia.

Estás hablando conmigo. Estoy para ayudarte. Solo un poco de serenidad.


Necesitamos seguir.

Llegar al punto.

Aunque no haya ningún punto.

El punto es quién habla.


Quién habla por el que habla.

Me pregunto dónde estará Juliana en este momento. Hay preguntas que no merecen
respuestas, porque la pregunta ya es el desastre. Llegará un momento en que ya no
existan preguntas. Sería una verdadera transformación antropológica: un lenguaje sin
preguntas, un lenguaje al que se le hiciera imposible la interrogación. No puedo
imaginarme otro modo de la sanación ni de la redención. Un pequeño y mínimo
cambio, borrar el signo de pregunta, impedir cualquier articulación interrogativa. Por
ejemplo: ¿dónde estará Juliana en este momento? ¿Para qué la pregunta? ¿Para qué
preguntar acerca del para qué de la pregunta? Solo un lenguaje descriptivo, incluso
prescriptivo, quizás condicional, pero jamás interrogativo. Un lenguaje que nos
imponga los límites del aquí-y-ahora, que no nos empuje al agujero de las ausencias,
que se restrinja a lo que la percepción puede y la presencia del mundo revela. Ahora,
por ejemplo, Nadia acaba de ponerse un corpiño y está rellenando la copa izquierda con
puñados de algodón que va arrancando del paquete. Se mira al espejo, compara el
tamaño de una copa con la otra y su mano acomoda los puñaditos de algodón que han
quedado sobresaliendo. Se pone una remera blanca y ahora envuelve su cabeza con una
toalla que toma la forma de un turbante. A la vez, a unos seis metros de Nadia, mi
cuerpo sigue meciéndose sobre la silla, de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante,
sostenido y empujado por la posición de mis pies contra el piso. La silla y mi cuerpo
van hacia atrás cuando mis pies se apoyan sobre sus plantas mientras los talones
quedan levantados. Luego los talones descienden, buscan apoyo en el piso y obligan a
la planta y a los dedos de cada pie elevarse tensionando los tendones, formando un arco
invertido. El resultado de este último movimiento es el desplazamiento de todo mi
cuerpo hacia atrás empujando el respaldo de la mecedora que se inclina buscando otro
eje para su apoyo. Si concentro la mirada en un punto cualquiera –por ejemplo la
biblioteca del comedor–, luego de unos mínimos instantes tengo la sensación de que no
es mi cuerpo el que se mece en el movimiento pendular de la silla –adelante-atrás, atrás-
adelante– sino que es la biblioteca la que se acerca a mí unos centímetros y luego se
aleja. La biblioteca viene, se aproxima y luego de repente se retira. Parece estar jugando
conmigo. Ahora noto que después de esa primera impresión surge otra quizás más
extraña. La biblioteca no viene ni se va, sino que crece y se achica, se dilata y se contrae.
Es un movimiento mínimo pero claro y definido. Su duración es mínima pero el
movimiento de crecimiento y decrecimiento se muestra continuo y acompasado. La
biblioteca crece en conjunto, no es que se le agregan partes sino que cada parte, es decir,
cada uno de los libros parecen agrandarse con la expansión del conjunto. Esperaría por
mi parte que al crecer el espacio que ocupa la biblioteca mi cuerpo se alejara de ella,
pero lo raro es que la biblioteca crece y mi cuerpo en vez de alejarse parece acercarse a
ella, como si en verdad, fuera absorbido por su crecimiento. De inmediato, llegado a
cierto umbral la biblioteca deja de crecer y entonces se achica. Insisto: tanto la expansión
como la contracción son tan mínimos como notables. Al achicarse el conjunto, mi
cuerpo es expulsado. La contracción de la biblioteca genera una fuerza centrífuga que
me aleja de ella.

Aquella tarde volviste al departamento pensando enfrentar a Juliana.

Pensaba contarle lo que había visto, aceptar que habíamos tocado fondo y que era el
momento de rehacer lo que siempre habíamos sido: dos personas que se amaban. Ella
había sido mi vida en el Planeta Tierra, la fuerza gravitatoria que me impedía salir
expulsado a la luna y más allá, la que me había sostenido en el borde de mi propia
Ausencia. Debía dar un paso atrás y si era necesario comenzar todo de nuevo, renunciar
a mi trabajo, irnos a vivir lejos, adonde fuera, adonde ella quisiera, lo hubiera hecho. Si
acaso lo que me había estado pidiendo con desesperación y yo no la había escuchado
era tener otro hijo, ¿por qué no hacerlo?, ¿por qué no sumarme a la religión de la Santa
Progenie y esperar el nuevo mesías que viniera a darle muerte a la muerte de Sebastián?

Pero entonces ocurrió lo que debías haber anticipado y no supiste o no quisiste


entender. Solo se trataba de seguir la deriva lógica de las Ausencias para comprender
que era el mundo el que se ausentaba de sí mismo, y en ese mundo el núcleo, el punto
en que tu Meridiano de Greenwich se encontraba con su Ecuador.

Juliana no estaba y no tardé en comprender que nunca había estado. Pensé que se
había marchado –y eso era lo mejor que podía pasarnos–, pero Juliana no solo se había
ido sino que se había llevado todo rastro de su presencia –ropa, zapatos, fotos, cartas,
libros, perfumes, cepillo de dientes, toallas, almohada.

Caminaste hasta la entrada del edificio, le preguntaste al portero en qué momento tu


mujer se había ido.

Dijo que no recordaba a aquella mujer.

Se la describiste.

No alcanzó.

Le dijiste que en algún momento de la mañana alguna empresa de mudanza tuvo


que estar trabajando en el edificio para llevarse sus cosas.

El portero no recordaba ninguna mudanza, ningún movimiento que no fuera el de


todos los días. “¿Pero recuerda a mi mujer, la mujer alta, morocha teñida de rubio
platinado, con la ausencia de un lunar en la mejilla derecha?, ¿la del departamento de la
planta baja, no la vio salir con algunos bolsos?”

No sabía que vos estuvieras en pareja, en todo caso, no la había visto nunca.

Al regresar al departamento llamé al celular de Juliana.

Ni siquiera sabías para qué la llamabas.

Quizás solo se trataba de escuchar su voz, pero en el fondo me empujaba la idea de


que ella nunca había existido y que solo era parte del paisaje alucinado que se abría
durante las Ausencias.

La voz metalizada de una máquina te informó que el número al que estabas


llamando no correspondía a un cliente en servicio.

Llamé a Juliana una y mil veces más para encontrarme con la misma respuesta.
Terminé llamando a su padre. No tenía una buena relación con su hija: por mi parte lo
había visto solo una vez en mi vida. Lo tenía agendado en una libreta. Me respondió
una voz que rápidamente entendí no era la voz del padre de Juliana. Le pregunté si el
número era el correcto. Me dijo que sí, pero no conocía a nadie llamada Juliana. ¿A
quién preguntar por el paradero de Juliana, a quién consultar sobre la existencia de
Juliana? Hice la denuncia policial, llamé a todos los hospitales y Centros Médicos con la
esperanza de obtener alguna información.

Dijeron que apenas tuvieran algún dato, te iban a llamar.

Nunca llamaron.

Las siguientes dos semanas te dedicaste a buscarla.

Ni siquiera la buscaba a ella, buscaba sus huellas, algún rastro de su desaparición,


algún indicio de que alguna vez había existido. Recién entonces me di cuenta que desde
la muerte de Sebastián, pero incluso antes, desde el momento mismo que nos habíamos
conocido nos embarcamos en una cápsula que despedida al Espacio Exterior flotaba en
medio de la nada. Tenía razón cuando me acusaba que por mi culpa había abandonado
su mundo, sus amigos, sus conocidos, sus familiares. No sabía si había sido mi culpa
pero lo cierto era que en la cápsula estábamos solos y afuera no más que la noche
uniforme.
Si alguna vez las tuvieron, nunca compartieron amistades. Sabías de la existencia de
una amiga a la que ella cada tanto nombraba. No tenías más que su nombre. La
buscaste en Facebook, la googleaste, no encontraste nada o bien encontraste tantas
Fernanda Gonzalez que no tenía sentido dar ningún otro paso. En algún momento
Juliana había trabajado en una empresa de seguros. Alguna vez la habías pasado a
buscar por allí.

Fui al lugar, la empresa había cerrado.

El movimiento me marea un poco. Mis pies buscan apoyarse planos contra el piso.
La biblioteca detiene el ritmo de diástole y sístole. Ahora todo es inmovilidad. Me
pregunto que estará pensando Nadia ahora que se mira en el espejo mientras se
empolva la cara. No tengo registro. Pero me doy cuenta de la relación íntima entre
movilidad y percepción, y por otro lado, inmovilidad e interrogación. Es como si el
movimiento concentrara mi existencia en la epidermis de mis sentidos, y en cambio la
inmovilidad de mi cuerpo retirara toda energía hacia un centro mental que insiste en
términos de interrogación. La inmovilidad es una invitación a la Ausencia. Los espacios
vuelven a cerrarse, el tiempo y las virtualidades se abren. ¿Dónde estará Juliana en este
momento? Lucho contra mí mismo, pero no puedo dejar de pensar en ello. Nadie puede
desaparecer así como lo hizo ella sino a condición de no haber nunca existido. No
quiero volver a caer. Sé del esfuerzo que me lleva concentrarme en mi aquí-y-ahora,
rechazar la Ausencia, pero no puedo dejar de notar cómo lo ausente es el proceso que
pudre cada elemento de lo real. Pienso en Antonio, en este momento debe estar
durmiendo o dibujando algo con Nadia. ¿Pensará en su padre?, ¿pensará quién es este
hombre que aparece y desaparece de su vida como si un pozo se lo tragara y luego lo
vomitara de nuevo sobre la superficie de su vida?, ¿cuánto me odiará ese chico?, ¿será
capaz de comprenderme, será capaz de perdonarme alguna vez? Pero Antonio no está
en este aquí-y-ahora, es lo ausente de lo que se me da. Abre otros agujeros, otros
paréntesis en el espacio y los llena de un tiempo fantasmal. Él también es el Mundo
Paralelo. Y entonces no hay diferencia entre pensar en mi hijo y pensar en los fantasmas
de Juliana y Sebastián. ¿Dónde estará Juliana en este momento? Estoy tentado a afirmar
su realidad. Tentado a no renunciar a ella. Es imposible que no haya existido. Puedo
imaginar un mundo en el que nunca nos conocimos. Puedo imaginar la paralela trazada
en su vida lejos de la mía, casada con otro haciendo de madre de un chico llamado
Sebastián que nunca ha tenido un accidente, no ha quedado postrado en una silla de
ruedas mirando pececitos mientras espera que la muerte venga. Pero también puedo
imaginar un mundo en el que nos encontramos, un universo hecho para que su vida se
hiciera junto a la mía, a pesar del accidente, a pesar de la cuadriplejia de Sebastián, su
muerte tan esperada. Puedo así imaginar su hartazgo, el momento exacto en que
decidió juntar sus cosas, meter su ropa en una bolsa, los zapatos en una caja, recoger sus
fotos, sus cartas, los libros, embalarlos; puedo imaginarla bajando sus bártulos hasta la
vereda del departamento y cargarlos en algún camión de mudanza a alguna hora de la
noche en el que ni el portero del edificio la vio. Me doy cuenta que lo que ahora pueda
imaginarme de Juliana y su desaparición funciona sin mayor dificultad. Puedo afirmar
su existencia y explicármelo todo sin que nada me haga ruido: simplemente decidió
abandonarme, juntó sus cosas para irse a vivir lejos de mí. Saber esto me alivia, pero el
problema entonces no es Juliana, sino nuestra historia. Nuestra historia se llama
Sebastián. Él es el único verdadero ausente, él es el agujero de la Ausencia.

Juliana había desaparecido, las cosas volvían a ser lo que eran, meras cosas
amontonadas sin por qué ni para qué.

Se llamaba no tener ganas de nada.

Eso es una simplicidad.

¿Cómo se llama entonces?

Se llama carnalidad del mundo. No tener ganas es no tener ganas, nomás que eso, la
carnalidad del mundo es otra cosa. No era algo que te pasara a vos y tampoco dependía
de tus ganas, era el mundo mostrando su cara más oscura, el hecho de que no era más
que mundo sin explicación ni sentido.

Una nada, sí, pero una nada que tenía el espesor físico y material de la carne. Mi
cuerpo lo sabía, mis manos no querían saber nada conmigo, mis piernas se iban lejos de
mí incluso sin necesidad de moverme, se entregaban a esa carnalidad del mundo y
entonces ya no había modo de hacerlas propias. No había modo, ya no un cuerpo
propio sino solo un mundo en el que ese cuerpo no era más que un pliegue carnal entre
otros pliegues.

Entonces ninguna otra sobrevivencia que la del agujero psíquico.

¿Pero quién, durante cuánto tiempo, puede soportar el agujero psíquico?

Tarde o temprano no había otra posibilidad que volver al mundo, hacerme un


cuerpo, darle a mis movimientos un sentido e inventarle a las cosas una finalidad, pero
¿cómo volver al mundo sino era cavando agujeros en la superficie de las cosas?
El agujero psíquico se había hecho mundo, y entonces ya no era mío ni ocurría en mi
cerebro; el agujero, los agujeros, estaban esperando por mí ahí afuera, eran todo el
afuera posible.

¿Tenías miedo?

Tenía miedo a mi pensamiento.

No hay nada más doloroso que el pensamiento que se va.

Ya ni siquiera se trataba de pensar sino de las velocidades por las que el


pensamiento se fugaba. No recordaba este o aquel pensamiento sino el momento en que
había tenido la capacidad de pensar. Ni siquiera recordaba qué me había sido revelado
sino el hecho de haberlo perdido. Una impotencia central, el peso del alma vitrificada, la
depresión del paisaje mental en un gran pozo de carne en el que me hundía.

Pero lo que se iba no era solo el pensamiento, lo que se iba era el mundo. Tu
incapacidad para amar, tu incapacidad de vivir no era algo que te sucediera a vos, sino
el efecto de habitar un mundo que no era mundo. Si había una velocidad que te excedía,
que te dejaba abandonado en el sin sentido de todo, no era la aceleración del
pensamiento sino el mundo que se iba, se fugaba, desaparecía.

Entonces lo más doloroso no era el pensamiento yéndose, sino que persistiera, que
se quedara rumiando su puro ruido.

La lentitud desesperante del alma para alcanzar el para qué de un objeto cualquiera,
el sentido de sus propias acciones.

Tu fragilidad de mono pensante, tu lentitud exasperante, tu estupidez constitutiva,


tu obstinada carrera hacia ningún lado.

Ese era el sufrimiento mental del que hablaban todos mis pacientes, el mundo se les
había ido pero el pensamiento sin mundo, sin objeto al que aferrarse, persistía como un
chillido de rata. Cuando suplicaban la desconexión pedían algo puntual y preciso: hacer
callar el grito mudo de las mil ratas parlantes, demandaban poder integrarse al
automatismo general –trabajo, horarios, normas– sin resto de subjetividad, sin el
murmullo asfixiante de aquello que preguntaba ¿para qué?, ¿con qué sentido?

¿No ha sido siempre mejor una Compañía que tener que hacerte cargo del
pensamiento que se va? ¿No es mejor la Compañía que la condena de ir siempre detrás
de las velocidades infinitas del mundo?
La quietud imperturbable de mi vida de reptil. La lenta velocidad de la expansión
de la humedad de las paredes.

De aquello vinieron los golpes contra la puerta a sanarte.

Pero yo no quería ser sanado, lo que quería era saber quién había sido Juliana, por
qué la insistencia de los recuerdos de alguien que se obsesionaba en hacerse fantasma y
ocultarse en el pliegue de la inexistencia. Y a la vez ¿por qué ese mundo con Nadia y
Antonio como si siempre hubiera existido?, ¿por qué no recordaba nada de ellos cuando
eran todo mi mundo?

Escuchaste los golpes. Abriste la puerta. Del otro lado, tres personas habían venido a
verte. Reconociste a Orson, a su lado estaba Javier Ripstein –alguna vez te lo habías
cruzado porque trabajaba con Orson en la Gerencia de la Clínica. Con un maletín en la
mano, detrás de ellos otro más que no conocías. Decía llamarse Jorge Teiler.

Dudé. Las imágenes del video en el departamento de Alex me hicieron dudar.

¿No era Alex ese hombre? Acaso la sonrisa a medio dibujar en su boca te indicaba
que él también sabía quién eras vos.

Pero ya era tarde, Orson había dado unos pasos dentro y era tarde para cerrarles la
puerta.

Los invité a sentarse en los sillones. Orson señaló la botella de whisky en el


aparador. Me preguntó si podía. Le serví un vaso. Invité a los otros dos. Se negaron.
Orson me preguntó por mi hijo. Parecía dar vueltas y regodearse en ello. Me preguntó
por mi esposa. “¿Nadia se llamaba, no?” –dijo con un tono de voz tan despreocupado
que parecía remarcar que aquello que decía no le importaba en nada.

Te dijo que quería ayudarte. Habían venido a tu casa porque en la clínica no


convenía. Nadie debía saber que estaban reunidos. Dijo que las cosas se habían puesto
oscuras. Había una denuncia contra vos. La habían hecho los familiares de un paciente
tuyo llamado Alejandro Rosvald. Te acusaban de haber facilitado medicamentos de
anulación.

No sé de qué me hablás. Mi trabajo con cualquier paciente es el de identificar e


intervenir en casos de Ausencia Irreversible –respondí confundido.
Una cosa es el tratamiento de desconexión y otra cosa el de la anulación. Vos sabés
bien la diferencia. Te denuncian por realizar eutanasia. No tenés que explicarme nada a
mí. Solo estoy para ayudarte.

No veo cómo me podés ayudar. Vos sos parte de la misma Gerencia que presiona a
los médicos para realizar el implante de la Compañía. Sabés tan bien como yo que eso
es otro modo de matar al paciente.

No se puede matar al que ya está muerto. La Compañía no es más que la posibilidad


de hacer que la máquina abandonada siga funcionando. Comprendeme también a mí.
Trabajamos para alguien que ordena y hay que obedecer.

Trabajas para los mismos que me acusan de matar a mis pacientes.

No dije que hayas matado a nadie, solo te cuento que hay una denuncia contra vos
por facilitar la muerte de un paciente. No necesitas defenderte conmigo. Yo mismo pedí
hacerme cargo de tu caso. Propusimos un arreglo económico con los familiares para no
terminar en una instancia penal. Estamos hablando de unos cuantos millones, ¿sabés?
¿Te das cuenta que estoy de tu lado?

Hizo una pausa. Tomó un trago del vaso. Acaso esperaba alguna respuesta de tu
parte, pero vos solo te dejabas hundir en el sillón, la mirada clavada en las sombras de
los árboles de la vereda que veías a través de la ventana. No estabas del todo donde
debías estar. Orson retomó su parloteo, pero ya no lo escuchabas, en todo caso,
pensabas en esa amabilidad afectada con la que el otro alcanzaba cierta impasible
cadencia sonora. Ese lugar de superioridad con la que se otorgaba el permiso de hacer
su show de la compasión humanitaria, era la benevolencia de la serpiente que se traga
la rata sin morderla, de a poco, abrazándola mientras la engulle y la tritura.

¿Me estás escuchando, no? ¿No tenés nada para decirme?

No sé por qué tengo que decirte algo.

Sería mejor que al menos lo pienses. No es buena tu situación. Si no hubiéramos


intervenido, en este momento deberías estar en la cárcel.

¿Qué pretendes, que te lo agradezca?

No pretendo nada. Pero todo de algún modo se paga. Quiero creer en vos, pero el
Directorio no puede dejarte seguir trabajando cuando vos mismo padecés el Síndrome.
No sé qué pruebas tienen.

¿Pruebas? No hagas las cosas más difíciles. ¿Querés hablar de pruebas? –preguntó y
sacó de su bolso el cuaderno azul en el que había llevado el registro de mis Ausencias.

¿Sabés qué es esto, no? No hace falta que te lo diga.

¿Cómo conseguiste ese cuaderno?

¿Importa?

¿Quién te lo dio?

Lo dejaste olvidado en tu oficina. Nora Trombiosis lo encontró. Cuando el Directorio


la presionó, terminó entregando el cuaderno.

Estás mintiendo. Nora no pudo haber hecho eso.

¿Por qué te voy a mentir? Decime vos cómo lo encontramos.

Dudaste si debías decir lo que pensabas. Tenías el recuerdo claro de haber visto a
Juliana entregándole ese mismo cuaderno, pero ¿cómo explicar lo que habías visto
cuando en verdad ni siquiera sabías si aquello no había sido más que un pliegue dentro
de la Ausencia?

Lo mejor para todos es aceptar lo que te proponemos; para el Directorio sería un


problema que tu caso salga a la luz pública. Para vos lo mejor es olvidar lo que sucede
en la Clínica.

¿Qué es lo que proponen?

Sanarte.

¿Qué significa “sanarme”?

Darte una Compañía. No serás el primero ni el último. El problema de las Ausencias


es que no podés responder por vos mismo durante los episodios. Se trata entonces de
darte un acompañamiento. Alguien que se haga cargo de vos cuando vos mismo
desapareces. Se trata de una intervención quirúrgica. Ni siquiera vas a notarlo. Cuando
despiertes, una voz te acompañará. Tomalo como un acompañamiento terapéutico. Un
modo de curación.
No era una invitación. Seguramente me durmieron con cloroformo. Tengo el
recuerdo vago del rostro de Teiler, encima mío. Su cara redonda, su cráneo pelado, sus
dedos hurgando en mi cabeza.

Al despertar no veía nada. Unas vendas tapaban mis ojos. No sentía mi cuerpo. Al
intentar moverme, apareció la Voz. Desde entonces ya no hubo palabra que fuera mi
palabra. Dijo que estaba para cuidarme. Me prohibió tocarme los ojos, sacarme la
venda. Dijo que si lo hacía era probable que me quedara ciego.

¿De quién era la voz?

Al principio era una sola, luego se transformaron en muchas. A veces voces de


mujeres que venían desde fuera de mí. Otras tantas la de un hombre que me hablaba
desde dentro como si hubiera estado en mi cerebro hablando desde la eternidad y nos
conociéramos de siempre. Otras veces escuchaba la voz masculina desde fuera y las
voces femeninas desde dentro mío. Todo se mezclaba, no podía sostener la diferencia,
cuál venía desde dentro, cuál desde fuera. No había dentro ni afuera.

¿De quién eran las voces femeninas?

Una de ellas era tu voz. Decía llamarse Nadia y estabas allí para no dejarme solo.
Hablaste de las Ausencias, querías ayudarme a hacerme cargo de lo que no podía. De
mí mismo no podía hacerme cargo. Pero no hablabas conmigo. En verdad me
preguntabas qué había sucedido en tal o cual situación y era el otro, la voz masculina de
la Compañía la que respondía por mí.

¿Qué decía?

Me preguntaron acerca de la acusación de eutanasia con mis pacientes. Nada pude


responder. La voz de la Compañía habló de un chico de apellido Rosvald. Dijo que
Rosvald quería saber qué era sentir un cuerpo y se echó un bidón de nafta encima de su
cabeza. Se prendió fuego. Después habló de otro paciente que se llamaba Brandon.
Había asesinado a siete personas, entre ellas, su familia. Hablaron también de Nora
Trombiosis, dijeron que era la Jefa de Enfermería en el Pabellón del que yo estaba a
cargo. Tenía un hijo llamado Maximiliano. Lo había dejado en mis manos para que
hiciera lo mismo que con los otros pacientes. Pero no era yo el que hablaba de aquello,
no estaba allí, no estaba en ningún lado, aquellas voces hablaban entre ellas y yo
simplemente me limitaba a escucharlas como si estuviera enterrado en un pozo de
carne, pero a la vez, todo lo que decían, lo decían para mí.
¿Cuánto duró aquello?

No lo sé. Dijeron que habíamos estado hablando toda la noche, tomando un café tras
otro. En un momento, vos me dejaste solo para darte una ducha, después Antonio se
despertó, dibujó algo en un papel mientras vos mirabas televisión. Al final, lo mandaste
a dormir de nuevo para seguir hablando conmigo.

No me estás diciendo nada de lo otro.

¿Qué es lo otro?

¿No hablaron de Juliana y de Sebastián?

Dijeron que no había existido jamás ninguna mujer llamada Juliana, nunca había
tenido un hijo llamado Sebastián. Solo habían existido en mis Ausencias. No les creí.
Tenía el recuerdo de haber vivido con ellos en esta misma casa. ¿Cómo creerles que mi
vida entera había sido nada, una ficción psicótica, un pliegue dentro de las Ausencias?

Entonces hiciste lo que no debías.

Mis manos arrancaron la venda. La quitaron de mis ojos y de mi cráneo. Repasé la


superficie de mi cabeza. Me habían rapado. En el centro del cráneo descubrí la cicatriz
mínima. Tenía la prueba de que la cirugía había existido.

No sigas con eso. Hablame mejor de lo que entonces viste.

Miré alrededor. El lugar era claro. Había un ventanal a mi derecha. Una silla junto al
ventanal. Una mecedora a mi izquierda. Me incorporé y mis piernas tambalearon. Una
debilidad general me ganaba.

No estábamos allí.

Ni vos ni Antonio estaban por ninguna parte. Me habían mentido. Habíamos estado
hablando toda la noche en esta misma habitación, tomando un café tras otro. Eso es lo
que me habían dicho. Y sin embargo nunca había estado hablando con vos simplemente
porque vos no estabas ahí.

¿Qué hiciste entonces?

Me desesperé, los busqué por el resto de la casa. Caminé hacia el baño. No había
nadie en el baño. Pensé que acaso estarían durmiendo. En mi habitación no había nadie.
La cama estaba hecha. Fui a la habitación de Antonio. No había rastros de Antonio. La
habitación estaba vacía. Recordé las fotos de las que habían estado hablando.

¿Qué fotos?

La Compañía habló de unas fotos que nos habíamos tomado en la playa los tres
juntos –vos y Antonio abrazándome sobre la arena con el mar detrás. Eso habían dicho.
Las busqué en la biblioteca y en el aparador. No las encontré. Busqué tus cosas en los
cajones. Algo debía encontrar, no sé, un cepillo de dientes, un lápiz labial, alguna carta,
algo. No había en toda la casa nada tuyo. Era como si nunca hubieran existido.

No era necesario hacer lo que hiciste. Dijeron que no debías sacarte las vendas y no
les hiciste caso. Solo se trataba de tener un poco más de paciencia. Ahora estamos acá,
¿sabés? Regresamos por vos. Ellos mismos nos trajeron de vuelta.

No sé con quién estoy hablando, no puedo tocarte, no puedo verte. Necesito saber
de vos.

No sigas con eso, ya llegará el momento. Decime qué pasó después.

Me aposté contra la ventana del comedor. Afuera la luz del día, la calle. Había
afuera, árboles, autos que pasaban, gente yendo y viniendo. Las voces sonaban cada vez
más fuerte. Me sentía aturdido. El pensamiento se iba. La Compañía continuaba
hablando de vos y de Antonio. Ya no me importaba lo que decía. Solo pensaba en no
volver a caer en la trampa. Me acerqué al teléfono, pensando en llamar a alguien,
cualquiera que me sacara de allí. El nombre de Nora Trombiosis cruzó por mi cabeza.
Recordaba el número de teléfono de la Clínica. Levanté el tubo, el teléfono no tenía
línea. Lo habían desconectado. Seguí buscando. Pensé que si no había nada tuyo ni de
Antonio en la casa, algo de Juliana y de Sebastián tenía que haber quedado para
devolverme mi mundo. Fue entonces que en el estante más alto del armario encontré
una bolsa. Allí dentro un sobre de papel madera. En el interior una foto: Juliana
desnuda, su cuerpo refregándose contra el cuerpo desnudo de Orson. Busqué un poco
más. Encontré otras fotos, Juliana y Orson en un restaurant, Juliana y Orson en un
balcón con la ciudad a sus espaldas, las imágenes de Juliana y Orson en un espejo, ella
en cuatro patas sobre la cama, él penetrándola por detrás mientras sacaba la foto con un
celular. Y en todas el pelo largo y morocho de Juliana, su lunar negro y profundo en el
pómulo derecho. Por las facciones límpidas de su cara quería comprender que las fotos
debieron haber sido tomadas unos diez años atrás, cuando todavía estábamos en pareja
esperando a Sebastián o incluso con Sebastián ya nacido. Todavía no terminaba de
entender la trampa. Pensaba en Orson. Me había llevado a trabajar en la Clínica, me
había nombrado Jefe del Pabellón en nombre de una amistad cínica, mientras se
encamaba con mi mujer. Él mismo había ordenado hacerme el implante de la
Compañía. Me habían forzado a ello.

Entiendo que nadie te forzó a nada.

Es lo que ellos dicen, pero recuerdo todavía a Orson, sus amenazas, la necesidad de
entregarme a una cirugía para sanarme. Después ya no recuerdo más nada, pero tengo
la imagen clara del tipo que acompañaba a Orson con un bisturí en sus manos
hurgando en mi cabeza.

Quizás fuiste vos mismo el que pidió el acompañamiento terapéutico.

No lo sé, pero entonces tenía que entender qué había sucedido. Tenía que salir de
allí. La puerta estaba cerrada y no encontraba la llave por ningún lado. Pensé que se la
habían llevado dejándome encerrado. Bajo la mesada encontré una cuchilla y un
martillo. Hice palanca contra el borde la puerta, le pegué un par de golpes. La puerta se
abrió. Entonces tenía una meta. Ellos lo sabían. ¿Era mío el pensamiento que decía que
tenía una meta? Solo se trataba de acabar. Era necesario salir. De La Compañía. De las
Voces. Voy a salir –me decía una y otra vez. Era mío al menos el pensamiento que decía
que tenía que salir, pero en la calle, el ruido mental se hizo atronador y las voces
tomaron la forma de una única voz.

Escucho tu respiración, sé que estás caminando, puedo imaginar hacia dónde estás
yendo. Volvamos al departamento. No hay nada que hacer acá afuera. No sé qué estás
esperando, pero este lugar no es para nosotros. Pensas si te alcanza la plata. Sé que estás
buscando algún billete. Es absurdo, Víctor, no hay posibilidad de salir de la propia voz.
Siempre se puede comenzar de nuevo. Ya no necesitas trabajo, eso está resuelto, ¿por
qué entonces no serenarse? Quizás la Compañía pueda encargarse de algo mejor para
vos. Alquilar alguna casa en la Costa, volver a tu vida con Nadia y Antonio. Pactar un
tiempo de silencio, incluso que la voz se calle por unos días. Un poco de soledad, un
poco de silencio. Eso se podría arreglar. Siempre y cuando volvamos atrás. Sé que estás
pensando en Orson, acaso pretendes volver a la Clínica. ¿Para qué seguir dando vueltas
alrededor de Juliana? Eso ya no te importa. No debe importarte. No hay otro lugar
donde volver más que al departamento. Todavía estás a tiempo, Víctor. Ayudate a vos
mismo. No voy a dejar que sigas con esto.

No necesito escucharme más. Tengo bien aprendido el guión.


¿Quién habla? ¿Quién responde? Ya no tendrá importancia. Nos están mirando. Te
están mirando hacer la fila para el colectivo. Te estoy viendo mirar cómo te miran. ¿Y
quién es toda esa gente para mirarnos de ese modo? ¿Serán capaces de alguna
conciencia? ¿Hay alguien ahí afuera? ¿Qué miran?, ¿qué ven?

Cuando me hablen, responderé. Diré Clínica De Los Arcos. El primer colectivo que
me lleve al Clínica De Los Arcos. No tengas miedo, las palabras saldrán de tu boca.
Hace tanto tiempo que no veía la luz del día. Cuando haga falta las palabras saldrán.
Comprenderán mis palabras si es que alguna palabra en mi boca. No es difícil. Las
palabras saldrán. Tengo que concentrarme. Voy a lograrlo. Hay tres colectivos en la
estación. Uno es amarillo. Otro es rojo.

¿Y si no hay compañía, y si todo esto es solo el modo en que vos mismo te inventás
tu propio infierno? ¿Y si no existiera otra voz que la tuya, y si todo esto no fuera más
que la trampa psicótica que vos mismo te armas? No voy a dejar que lo logres. No habrá
palabra para vos. Es mejor volver atrás. No vas a querer saber lo que te espera si seguís
con esto.

El último es azul.

No voy a dejar que lo hagas.

Hay una, dos, tres, cuatro personas antes que yo haciendo la cola. No es difícil, solo
concentrarme en el mundo para no escucharme. Hay también cinco personas más atrás
mío formando la misma cola. Ahora solo queda una persona más para llegar a la
ventanilla. Detrás de la ventanilla, los anteojos espejados del vendedor de pasajes. Los
colectivos –azul, rojo y amarillo– se reflejan en sus anteojos. Te están hablando.
Respondé. La palabra, ¿cuál era la palabra?

Clínica De Los Arcos.

¿He dicho algo?

Clínica De Los Arcos. ¿Por qué no entiende? El hombre de anteojos te está hablando,
respondé.

Nadie decide el cuerpo, habrá un cuerpo roto, cuánto ruido para detener un cuerpo,
cuánta electricidad sos capaz de resistir. No te voy a dejar. No me dejan. ¿Qué vas a
hacer ahora con tu cuerpo electrocutado?
Dije Clínica De Los Arcos. ¿Por qué no me escucha? ¿Hablé? ¿Dije algo? La luz del
día. El hombre de anteojos está esperando que digas la palabra. Rojo, azul y amarillo,
los colectivos se reflejan en sus anteojos. Hablá.

Tengo un bicho en la lengua. Le digo. Hay un bicho en mi boca.

No hay bichos, no hay lengua, solo tu cerebro electrocutado, y si no volvemos atrás


habrá cada vez más electricidad para vos. Solo pedí que me detenga y volvamos al
departamento. Hacelo ahora, después será tarde para rogar que termine con esto.

Mi lengua es el bicho. No muerdas, me dice. No muerdas, me gritan.

¿Querías saber de qué se trataba? No se acerquen, solo es Víctor Sumisa contra


Víctor Sumisa. Sáquenle este bicho de la boca, sáquenle este bicho del cerebro. No lo
toquen.

No hablo con ustedes. No me toquen, ¿no entienden? Dejen de mirarme.

¿Nunca encontraron un bicho en la propia boca? Suéltenlo. ¿Ha caído? ¿He caído lo
suficiente?

Víctor Sumisa no es mi nombre. No tengo nada que responder.

Solo ha sido una caída. Solo pretendía matar el bicho en su boca. ¿Por qué tanto
horror, si solo es una lengua?, ¿nunca se mordieron la lengua, nunca han sido mordidos
por su propia lengua?

El olor del cerebro quemado. Vos me obligaste. No soy yo quien decide


electrocutarte. Vos mismo estás pidiendo que lo haga.

Solo se trataba de decir Clínica De Los Arcos. ¿No escucharon que dije Clínica De
Los Arcos? ¿Por qué es tan difícil?

Pedí que me detenga y volvamos atrás. ¿Hasta dónde vas a aguantar? No vas a
querer morir electrocutado. Pedí que termine y no habrá más electricidad. Pedilo.

¿Dónde estás ahora?

Estoy en casa. Estuvimos hablando toda la noche. Tomamos un café tras otro.
Después fuiste a darte una ducha, luego Antonio se despertó y te pusiste a mirar
televisión mientras él dibujaba en un papel sobre el piso. ¿Antonio sigue acá?
No, lo mandé de nuevo a la cama. Necesito seguir escuchándote, quiero saber qué
pasó después.

¿Por qué no puedo verlos?

Todavía no es el momento. Por ahora tenés que conformarte con escuchar mi voz.

Quiero tocarte. Quiero saber que existís. No me alcanza con tu voz.

Solo tenés que tener un poco de paciencia. Ya va a llegar la hora.

¿Qué quieren conmigo?

Ayudarte es lo único que quiero. Necesito saber lo que ocurrió después.

Después ocurrió la voz.

¿De quién es la voz?

Son ellos. La Compañía.

Ya van tres días, Víctor. Desde lo que pasó no volviste a hablarme. Me parece que no
es el modo de tratar a alguien que vive para vos. ¿De verdad pensas que fue culpa mía?
Es mi trabajo, Víctor. No podía dejar que hicieras aquello. Los electroshocks te los
ganaste vos solito. ¿Te das cuenta por qué nos elegiste? Para no pensar, Víctor, para no
pensar. Eso es lo que pasa cuando Víctor piensa por su cuenta: el cerebro quemado. Nos
elegiste para que esto no ocurra, para que alguien piense lo que vos no podés. ¿Y ahora
qué? Retrocedes, te escapas, no querés escuchar, no querés responder. No hay nada,
Víctor, no hay nada ahí afuera, estamos condenados a la soledad, no podés esperar otra
cosa, lo sabés, no sé para qué armas todo este teatro histérico, nunca jamás habrá otra
cosa que soledad, para vos, para mí, para todos. A no ser que te demos Compañía. Vos
mismo pediste que te ayudáramos, que no podías con esa soledad. Te dimos un mundo,
te dimos a Nadia y Antonio, y lo único que hiciste hasta el momento fue despreciarnos.
Pero ya no hay vuelta atrás: nuestro trabajo es no dejarte solo con tu cabeza.

Para eso estoy yo.

¿Para qué estás vos?

Para no dejarte solo con tu cabeza. Me molesta, sabelo, es como si no te importara,


me tratas como si fuera tu condena y tu infierno cuando en verdad nunca he sido otra
cosa que una compañía, la que estuvo con vos durante todo este tiempo, escuchándote,
guiándote, llevándote al lugar donde vos mismo nos pediste que te lleváramos.

Eso es lo que ellos decían.

¿Qué decían?

Una compañía que encima la elegiste vos, Víctor. Tenelo en cuenta, ni siquiera fui yo
el que te eligió, vos nos elegiste a nosotros. ¿Y cómo nos devolvés todo lo que hicimos
por vos?, ¿pretendiendo escapar? Si estoy aquí es porque sabés bien que el monstruo
mental se llama Víctor. Contra eso estamos acá, contra el Víctor Sumisa que elige el
agujero negro, el cerebro quemado. Soy tu compañía, no pretendo que me trates de otro
modo que como aquel que te acompaña, como aquel que te ayuda a pensar lo que no
podés pensar por vos mismo, el que te ayuda a no pensar eso que no dejas de pensar y
tanto daño te hace. Despreciaste a Nadia, despreciaste a Antonio. Ahora te resistís del
modo más absurdo, hacés como que no escuchás, no respondés a lo que te digo. No es
un buen camino, Víctor. Desde que saliste del hospital, estoy esperando preguntártelo:
¿qué se te cruzó por la cabeza como para pensar abandonarme? Ya casi llegamos al final
de lo que buscabas, y ahora se te ocurre volver al agujero negro, la auto-aniquilación y
toda la mierda de Víctor en tu cabeza.

¿Qué era lo que buscabas?

No lo sé.

No querés hablar. Buscabas escapar. No te alcanza tu vida conmigo y con Antonio.


No te das una idea lo difícil que es convivir con alguien que no me mira, no me habla,
que ni siquiera registra que vivimos juntos.

Lo sé.

No lo sabés. No tenés idea de lo que te hablo. Ni siquiera sabés quién soy, quienes
fuimos.

Es como si las palabras hubieran perdido sentido.

El sentido sigue estando.

Puedo comprender lo que digo, la comprensión no es el problema sino la sensación


de que las palabras no son mías.
Las palabras son de nadie.

Hablo de la fe en las palabras. ¿Cómo pueden los demás seguir viviendo con esta
miseria a cuestas todo el tiempo? ¿Cómo hacen, cuál es la magia?

Me pasa a mí, le pasa a cualquiera. Eso no define nada.

Es una música atronadora en la que se hunde todo y me deja sin nada. Solo queda el
ruido y un cansancio infinito en los huesos.

¿No importa lo que los demás digan? ¿Te creés que la paso bien con lo que decís?
¿Creés que la paso bien con mi propia cabeza?

¿Creés que la pasé bien con todos esos voltios en tu cabeza? Respondeme, Víctor. No
quiero volver a pasar por eso, pero si no me respondés va a ocurrir de nuevo. Pactamos
devolverte a Nadia y Antonio. En unos minutos estarán en la puerta y vos todavía no te
vestiste. Es la segunda oportunidad que te damos de tener una vida. Nadia y Antonio
serán tu vida. Y sin embargo, no me hablás, no me respondés. ¿Qué es lo que estás
esperando? Tenés que levantarte, ponerte alguna ropa. Nadia y Antonio estarán de
vuelta y deben esperar encontrar alguna dignidad de tu parte. Levantate, respondeme.
No quiero volver a la electricidad, te juro que yo también tiemblo por vos y tiemblo
también en vos. No me odies por lo que pasó. No podía dejarte ir. No vamos a dejar que
te vayas. Por lo menos ahora sabés hasta dónde llega todo este juego. No hay
posibilidad de volver atrás. ¿No te gusta el ruido?, voy a poner tanto ruido en tu cabeza
que ya no vas a saber dónde estás. Vas a pedir por favor que regrese a conversarte, vas
a pedir que te devuelva la palabra. Hasta ahora solo estuvimos ensayando, ¿sabés? Un
poquito de ruido por un rato, un poco de aturdimiento mental para jugar a perdernos,
pero imaginate una sinfonía de ratas chillándote en los oídos de acá a la eternidad, un
goteo sonoro en la masa encefálica, no vas poder ni pedirme que me detenga, no vas a
estar ahí para pedirme nada, no vas a reconocer ni tu propia voz entre tanto ruido, vas a
desear morir, vas a rogar que te dejemos morir, pero no habrá posibilidad de nada, va a
continuar, vamos a continuar, y si buscas de nuevo un modo de salir volveremos a la
electricidad y los electroshocks en el cerebro, tantos voltios, todos los kilowatts
necesarios para oler la carne de tu cerebro chamuscada, ¿sabés a qué huele la carne de
tu cerebro chamuscada?, huele a mierda y ese olor a mierda de masa encefálica
incendiada no se te va a borrar nunca más, vayas a donde vayas, siempre el mismo olor
a mierda de tu cerebro quemado. Pero nunca, nunca, la suficiente electricidad como
para darte el gusto de la muerte, no, siempre vas a estar al borde de lo que nunca va a
llegar, estamos acá justamente para que no llegue. Si no te levantás para atender a
Nadia, vas a terminar rogando que te dejemos morir, pero para vos no va a ver muerte
posible, cada vez que te acerques a la idea vamos estar ahí para incendiarte el cerebro y
hacerte retroceder. ¿A quién no le gustaría tener una compañía mental, alguien que te
guíe y piense por vos lo que vos no podés pensar y que no te permita pensar eso que
tanto daño te hace, alguien que siempre esté ahí para que no haya silencio? Pero si no
querés nuestra compañía, si de verdad creés que este es tu infierno, si no respondés, si
no te levantás para atender a Nadia, entonces haremos de todo esto el infierno que
elegís.

¿Cuál es la magia, entonces? ¿La fe en las palabras es la magia?

Las palabras se van pero continúo hablando, como si en verdad fueran otros los que
hablaban por mí. Es dejarme hablar por todos, por cualquiera, solo dejarme hablar. Se
trata de ni siquiera estar en las palabras que sin embargo yo mismo estoy
pronunciando.

Estás acá, en tus palabras, te escucho, te veo.

Después viene todo lo demás, no estar en el propio cuerpo, caerse del tiempo, no
estar siquiera en la mirada.

¿Por qué no podés verme, por qué no podés tocarme?

Porque todavía no es el momento.

¿Quién lo dice?

Ellos lo dicen.

¿Qué dicen?

Que ese momento llegará y entonces voy a poder verte y tocar.

Encima de todo, hablaste de la Compañía. Yo estaba ahí cuando después del


accidente de los electroshocks en la estación de colectivos, hablaste con los médicos de
las voces en tu cabeza. Tantas veces te dije que no hablaras del tema que ya no entiendo
qué esas buscando. ¿Pretendías que los doctores te tomaran en serio? No pierdas el
tiempo con falsas esperanzas, la idea de denunciar a la Compañía es una imposibilidad
lógica, ¿qué vas a denunciar?, ¿que escuchás voces en tu cabeza?, vas a denunciarte a
vos mismo, no hay voces en tu cabeza que no sean las voces de Víctor. ¿Vas a contar
que estás en manos de un servicio neurotecnológico que te ayuda a pensar lo que vos no
podés pensar?, ¿vas a exigirles que vean el dispositivo que te injertaron en el cráneo?,
¿existe algún médico que pueda escucharte y hacerte una tomografía? Imaginemos que
sí, imaginemos que un médico escucha tu calvario, cree que de verdad injertaron un
microchip en tu cabeza para hacerte compañía, imaginemos que el doctorzuelo está
dispuesto a hacerte una tomografía e incluso abrirte el cráneo para quitarte el monstruo
alienígena que no deja de hablarte, imaginemos que te dejáramos llegar hasta allí: en ese
mismo momento vas a descubrir en la tomografía o en las palabras del doctor que no
existe nada en tu cabeza, ningún dispositivo, ningún microchip que explique las voces y
la compañía. Nunca te dejaremos llegar a ese punto, antes habrá tanto ruido y
electricidad que ni palabra podrás levantar delante de nadie, pero si llegaras a ese
punto la Compañía tiene preparado el truco de desaparición, simplemente haremos que
el microchip se disuelva en tu masa encefálica y que allí se pierda todo rastro. En ese
punto, ¿cómo sabrás que alguna vez existió el servicio de la Compañía, que alguna vez
tuviste un microchip en tu cráneo que transmitía desde el planeta de los monstruos? Ni
siquiera eso será una curación. Cuando sepas que nunca hubo en Víctor más que las
voces de Víctor entonces estarás en el infierno.

¿Pensaste en contarlo?

No quiero hablar de eso.

Hablaste con los médicos. Les dijiste lo de la Compañía. Hablaste de las voces.

No quiero volver a eso.

¿Cómo llegaste a ese punto? ¿Cómo se te ocurrió que existía un microchip en tu


cabeza que tomó posesión de vos?

Ahora mismo, ¿quién soy yo?, ¿qué es esta voz que está sonando en mi cabeza?

¿Y si todo eso de los servicios neurotecnológicos y el microchip y la Compañía no


fueran más que una estafa, la estafa que vos mismo te montaste?

¿Para qué?

Para no asumir que estás enfermo y que perdiste el mundo.

¿Y si esa voz, esas mismas palabras fuesen tus palabras resonando en el vacío?

¿Ves hasta dónde te podemos llevar? Podemos jugar hasta donde se nos dé las
ganas.
No quiero seguir. No dejes que me pierda. ¿Estás ahí? Hablame, Nadia. Salvame.

Un, dos, tres, probando, probando, aquí central alienígena llamando a Víctor
Sumisa. Conteste Víctor Sumisa. Conteste. Usted ha sido elegido entre todos los
terrícolas para entrar en contacto con un nuevo universo. Le daremos todo el saber, le
daremos el poder necesario para sanar al hombre de los hombres, llevar a cabo la
purificación, eliminar las fuerzas oscuras que han hecho de su especie una
podredumbre universal, por fin tendrá la oportunidad de sacarse el gusto a muerte de
la boca y de eliminar toda muerte a través de la muerte purificadora.

Estoy acá para ayudarte. Vine para no dejarte solo, pero es como si vos no te dejaras
ayudar.

¿Por qué ha sido elegido? Porque ha sufrido, Víctor, conocemos su dolor, es usted el
que ha sufrido el horror de no poder dejar de ser un hombre. Es usted el que conoce de
qué horrores son capaces esos animales que lo rodean, usted lo ha sufrido, usted sabe
de lo que le hablamos. ¿Que cómo nos hemos metido en su cerebro? No es el momento
de revelarlo, Víctor Sumisa. ¿Comunicación telepática?, ¿nos encontramos a millones de
años luz en un planeta desconocido comunicándonos con usted ordenándole que limpie
la tierra para que recién entonces nosotros podamos descender? Quizás no seamos más
que un virus alienígena que ha encontrado en su cerebro un planeta a conquistar.
Quizás estas palabras en su cerebro, acaso el lenguaje en general, no sean más que eso,
una presencia alienígena, un virus extraterrestre. Usted ha sido el elegido para conocer
las palabras, el lenguaje, ¿acaso creerá que los animales que lo rodean son capaces de
lenguaje interior?, ¿capaces de alguna conciencia que se haga palabra en sus mentes?
Por eso ha sido elegido, porque sabe lo que significa vivir entre animales autómatas.
Sabe lo que significa sentirse una cosa. Es lo que han hecho con usted, lo han usado
como una cosa y luego lo han obligado a creer que usted no era más que una cosa que
solo merecía ser tratada como una cosa. ¿Por qué no, Víctor?, ¿por qué no un virus
extraterrestre en tu cabeza?, ¿por qué no comunicación telepática desde el planeta de los
iluminados en la vía láctea más lejana que te puedas imaginar? Quizás por ahora nos
alcance con la hipótesis neuro-tecnológica, un microchip implantado en tu cerebro que
permite que escuches mi voz, que las palabras que ahora pronuncio en algún cuarto de
algún edificio ubicado en alguna parte del mundo resuenen en tu cerebro. ¿Preferís una
hermosa excusa psicótica? No te vamos a dejar elegir nada. Vos sos Víctor Sumisa,
nosotros la Compañía. No hay psicosis para vos. Vos nos elegiste y nosotros te
llevaremos hasta el final.
Hablás como si ellos fueran tus enemigos. No son tus enemigos. Ellos mismos nos
trajeron de vuelta. No sabés todo lo que esperé para estar de nuevo acá con vos. No
sabés lo que fue todo este tiempo sin vos en vos mismo. Antonio no dejaba de
preguntar por su padre. “¿Dónde está papá?, ¿por qué no podemos hablar con papá?”.

Siempre te tratamos bien, Víctor, nunca te abandonamos. Sé que últimamente han


pasado cosas que no han sido de tu agrado, pero todo ha sido necesario. Nadie quería
llegar a este punto pero solo había que cumplir cada cual la parte de nuestro acuerdo, y
en verdad no te comportaste como lo esperábamos. No solo no me respondés y hacés
como si no te importara que te devolvamos a Nadia y a tu hijo, sino que intentaste
denunciar la Compañía. Sos vos el que nos obligó a pasar a esa otra fase de nuestras
relaciones. Podríamos haber seguido como hasta el momento, pero vos nos llevaste a
eso. El trato era no hablar de las voces ni de la compañía y vos les contaste a los médicos
lo que te pasaba con las voces y la compañía. ¿Cuál es el próximo paso?, ¿ir a la policía,
denunciar a la compañía, intentar quitarte el microchip a la fuerza? Ahora sabés que eso
no es posible. Nos vamos conociendo mejor. Nunca habíamos usado los electroshocks
en tu cerebro, pero nos llevaste a ese límite. Ahora sabés de lo que somos capaces. Y si
todavía estás escuchando todo esto, es porque hemos decidido continuar. Nosotros
hemos decidido continuar, no importa nada lo que Víctor pretenda de todo esto. El día
que Víctor se amigue con su compañía y entienda que finalmente se trataba de un
servicio, ese día en el que Víctor logre amigarse con su destino y decida continuar, ese
día acaso ya no haya continuación, ese día tal vez decidamos el horror. No ahora, no en
el momento en que Víctor quiere el horror, sino solo cuando a nosotros se nos antoje el
horror, vendrá el horror. Por el momento, hemos decidido continuar y haremos de
cuenta que nada ha pasado. Es hora entonces de retomar nuestras relaciones de un
modo más cordial. No podés negar que hubo avances, al menos hemos definido la línea
que separa las Ausencias de tu realidad. Ya estamos más cerca. Solo se trata ahora de
aceptar lo que nos pediste. Nos pediste devolverte a los tuyos y hemos decidido que
quizás sea ese un buen modo de comenzar a sanarte. Pero tenés que levantarte, vestirte,
hacer algo con vos mismo. Nadia ya debe estar viniendo hacia acá, será mejor
recomponer la situación y mostrarnos al menos presentables.

Si pudiera verte, si pudiera tocarte, acaso sea todo diferente.

Todavía no es el momento. El momento llegará, solo se trata de esperar y tener


paciencia.

¿Quién lo dice?

Ellos lo dicen. Ellos nos trajeron hasta acá. Ahora no estás solo.
Nos pediste que te lleváramos hacia ellos, que solo no podías, y acá estamos: ya
tenemos nuestra cita. ¿No te parece una buena excusa para cambiar el humor y
responder a lo que pido? Están tocando el timbre. Hagamos algo. Ni siquiera te pido
que me hables. Tomaremos como un gesto de amistad que te levantes y atiendas la
puerta. Solo eso. Levantarte y atender. ¿Lo harás por nosotros, no? Si no es así, mejor
que lo hagas por tu propio bien. Sería bueno que al menos te laves la cara, te pongas
alguna ropa decente. ¿No querrás que Nadia vea el estropajo en el que te convertiste,
no? Nos pondremos bonitos, algún traje, al menos una camisa. Nadia estará ansiosa por
verte. Antonio no deja de preguntar por vos. Pasó tanto tiempo de la última vez que
seguramente no dejaron de soñar volver a verte. Pero hay que atender la puerta, Víctor.
El timbre sigue sonando, ¿no querrás que Nadia se vaya sin ser atendida, no?, ¿no
querrás volver al infierno y a las Ausencias, no? Sería perder una buena oportunidad de
darle a tu mujer una buena imagen de vos mismo. Estamos esperando, Víctor.
Levantate y atendé el timbre. Eso le va a agradar a la compañía, será tomado como un
gesto de buena voluntad. Buen chico, Víctor. ¿Ves que no es tan difícil? Ahora solo un
par de pasos y ya estamos. Vamos, vamos, abrí la puerta. Despacio, sin ansias. ¿Viste?,
te dije que era Nadia. ¿Se ve bonita, verdad? Ha traído consigo a Antonio. Se va a poner
contento: volver a ver a su padre y que su padre se muestre entero. Ahora tenés que
decir “hola”. Solo “hola”. Abrí la boca, decí “hola”.

Hola.

Así. Buen chico. Te está preguntando cómo estás. ¿Cómo estás, Víctor?

Bien, bien, soy Víctor Sumisa y me encuentro muy bien.


EL NOMBRE DEL PADRE (AÑO 1986)

1.1

Muchas veces le había planteado la necesidad de separarse, pero esa vez parecía
definitiva. “Si no te vas, te mato”, dijo la mujer empuñando un arma en su mano
derecha. “Si no te vas, me pego un tiro en la cabeza”, agregó llevando el caño del
revólver hacia su sien. Señor Padre recogió unas pocas cosas de su dormitorio, las metió
en un bolso y se dirigió a la puerta, pero apenas la abrió se dio cuenta que si se
marchaba de aquel lugar ya nunca más vería a su hija.

No era cuestión de hablarlo; el desprecio que su mujer le expresaba hubiera vaciado


toda comunicación. En todo caso, no le resultaba difícil comprender que una vez que
pusiera un pie en la vereda, todo rastro de su existencia iba a ser borrado de la memoria
de su hija. Su nombre se volvería impronunciable, su recuerdo el de alguien que se
habría vuelto póstumo. Su existencia –pensaba– se reduciría entonces a deambular por
el barrio, ocultándose detrás de algún árbol o en el vértice de la esquina, acechando
siempre alrededor de la casa, esperando que ella saliera, se mostrara en el parque o
detrás de alguna ventana. Y seguramente, claro está, alguien ocuparía su lugar,
calentando la cama que él estaba abandonando, tomando sus vinos, fumando sus
cigarros, mirando la tele en el sillón que alguna vez compró pensando que aquel debía
ser su sillón, viendo crecer a su hija, ocupando el lugar del padre que un día –ese día–
había desaparecido de su vida.

Entonces regresó sobre sus pasos. Enfrentó a la mujer que cruzada de brazos –
siempre empuñando su revólver– seguía esperando que se fuera. “No voy a dejar que
me separes de mi hija”, le dijo. Sin pensarlo, más bien dejándose llevar por el impulso
habitual de su cuerpo, subió las escaleras hacia el primer piso y luego hacia el segundo
para abrir la puerta del altillo, arrojar sus cosas a un costado y dejarse derrumbar sobre
la cama de una plaza. Recién en ese momento se dio cuenta de lo extraño que le había
resultado tener en la boca la palabra “hija”. Hacía ya demasiados años que no la
pronunciaba y le pareció que tenía gusto a rancio. Un vino barato que fermenta bajo el
sol.

Durmió un rato, al despertar ya estaba buscando la pasta para esnifar. La


desparramó sobre el cartón de su paquete de cigarrillos y la cortó con el filo de la solapa
de unos de los libros que tenía amontonados en el altillo. Después se quedó esperando
que su hija lo viniera a visitar y a preguntarle, en todo caso, qué había sucedido. En la
pared que daba hacia la vereda, había una ventana redonda contra la que Señor Padre
se apostó perdiéndose en la vacuidad de las calles del barrio. Al rato, ya estaba
pensando que su hija no lo visitaría tan pronto como él habría querido ya que
seguramente la madre le habría prohibido subir al altillo, obligando a la chica a esperar
el momento oportuno en que ella se durmiera para entonces hacerlo. Supo que el
tiempo se le transformaría en un problema, cuando no en la masa gelatinosa en la que
ya estaba empezando a hundirse sin que él todavía se diera cuenta.

Sin embargo, fue entonces que recordó el Messerschmitt Bf 109. Más allá de lo que
pudiera sentir con respecto a su mujer y el temor de perder la relación con su hija, Señor
Padre pensó que aquella separación y el consecuente encierro en el altillo del segundo
piso, era una buena posibilidad para dedicarse plenamente a terminar de armar el
Messerschmitt. El Messerschmitt Bf 109 era el último avión de caza que le faltaba para
completar su colección de aviones nazis usados durante la Segunda Guerra Mundial.
Tenía el Junkers EF 132, el Junkers Ju-52, el Junkers Ju-87, el Ju-88, el Ju-188, el Ju-189, el
Ju-287, el Ju-390, el Arado Ar 234 Blitz, el Arado 196, el Foche-Wulf Fw 190, el Heinhel
He 111, el Focke-Wulf Fw 200, el Heinkel He 219, el Hemschel Hs 127, el Meseerschmitt
Bf 162, Bf 110, incluso el Meseerschmitt Me 262, pero nunca había podido terminar el
Messerschmitt Bf 109 (motor de 12 cilindros en V invertido, monocasco totalmente
metálico, tren de aterrizaje retráctil, carlinga cerrada), diseñado por Willy
Messerschmitt a principios de los años 1930 cuando trabajaba para la Bayerische
Flugzeugwerke.

1.2

Siempre había tenido exhibida su colección en el comedor de la casa, en los aparadores


que él mismo había diagramado para que cada avioncito encontrara su lugar según un
criterio jerárquico por el que los más difíciles de conseguir y armar ocuparan los lugares
centrales. El día que Señor Padre fue al correo a buscar su Messerschmitt, por el que
hacía algunas semanas había gastado una buena suma de marcos alemanes que
depositó en un banco de Berlín, esperando con ello ocupar aquel año en su armado, su
mujer juntó todos los avioncitos –“soretitos” los llamaba–, los metió en una bolsa y los
arrojó en el tacho de basura de la vereda.

Al regresar y encontrar las vitrinas vacías, Señor Padre le prometió a su mujer


hacerla violar por un cualquiera mientras él se masturbaría disfrutando de la escena.
Aunque en verdad no dijo aquello. “Perro”, dijo al principio. Dijo “te voy a hacer
montar por un perro”, sin darse cuenta de que en verdad había querido decir “un
cualquiera” o “cualquier tipo”, pero no “perro”, por lo que la frase efectivamente dicha
quedó media destartalada: “te voy a hacer montar por un perro y me voy a hacer la paja
viendo cómo un cualquiera te hace mierda”. La mujer no respondió, pero se rió mucho,
tanto se rió que cuando llegaron los cachetazos de Señor Padre no dejó de reírse sin
tener ya ningún motivo para hacerlo.

Cuando finalmente la mujer le dijo dónde había dejado los avioncitos, Señor Padre
buscó la bolsa en el tacho de basura de la vereda y se la llevó al altillo lejos del alcance
de su esposa. Acomodó sus aviones en simples estantes de madera que él mismo había
fijado contra las paredes e intentó reconstruir el orden jerárquico de la colección.

Desde entonces Señor Padre pasó muchas horas del día en el altillo armando su
Messerschmitt Bf 109, o contemplando el resto de sus avioncitos, haciéndolos andar por
el aire, bien sujetados por su mano izquierda que los llevaba de un lado al otro dando
volteretas en el aire, cayendo a pique contra el piso para enseguida resurgir y retomar
altura, o jugando a la guerra con dos aviones que enfrentados disparaban las
municiones que invisibles pasaban por delante de sus ojos, rozando su nariz, de tal
modo que él debía echar su cabeza hacia atrás para que los aviones tuvieran mejor
perspectiva de tiro.

1.3

Aquel día, encerrado en el altillo, pasó la tarde trabajando en su Messerschmitt Bf 109.


Cuando ya casi lo tenía terminado, el cansancio lo venció y se acostó a dormir. Durmió
tanto que al despertar no supo identificar cuánto había dormido. Lo primero que hizo al
levantarse fue volver a su tarea con el Messerschmitt, pero al acercarse a la mesa de
trabajo encontró que el Meseerschmitt estaba completamente desarmado. Todo lo que
había trabajado armando la cabina, el tren de aterrizaje y las alas, se había borrado.

Dijo, casi murmurando, la palabra “conchuda”. La palabra “conchuda” sonó


hermosa en su boca. Entonces dijo, en voz alta, casi gritando, enlazando la última letra
con la primera, formando una misma continuidad, “conchuda-conchuda-conchuda”.
Empujado por esa sonoridad dio uno o dos pasos hacia la puerta, pensando en bajar.
Sin embargo, enseguida entendió que bajar al comedor significaba matar a la mujer.

Se detuvo junto a la puerta y supo que la mujer ya le había ganado. Más tarde o más
temprano le terminaría ganando. Haberse encerrado en el altillo había sido un error. Lo
único que lograría era dejarle a ella el control de la casa y arrinconarlo a él a la mera
súplica de que lo dejara en paz. O bajaba y la mataba o acordaba un final más digno.
Pensó que la idea de irse a vivir a otro lugar más o menos cercano no era tan dramática,
solo debía acostumbrarse a un nuevo espacio e inventarse otros rituales. La mujer debía
entender que él era el padre de su hija y que pasara lo que pasara entre ellos dos, el
límite de las humillaciones debía ser la existencia de aquella.

Debía armarse de coraje y enfrentarla para poner las cosas en orden, pero más allá
de pactar horarios de visita y facilidades para encontrarse con su hija, sabía que ese
orden también significaba asumir que apenas pusiera un pie en la calle, ella metería en
la casa a cualquier tipo que hiciera de amante y padre de su hija. Miró las piecitas
sueltas de lo que quedaba del Messerschmitt y se dijo que ya era hora de aceptar que
aquello era un destino al que debía acomodarse. Pensó en decírselo: yo me llevo mis
aviones y vos te traes todos los amantes que se te ocurran. Enseguida pensó en un perro
penetrando a la mujer. Un perro grandote y fornido, acaso un Dogo Argentino, pero no
claramente. Quizás un Ovejero Alemán. Sí quizás un Ovejero Alemán. Pero no lo pudo
visualizar del todo. Sí al perro parado en sus patas traseras, apoyando las delanteras
sobre la espalda –con la pijita bien colorada penetrando furtivo en el ano de la mujer
que apoyada en sus rodillas y sus manos abiertas contra el piso se dejaría hacer–, pero
no qué perro era. Dijo entonces en voz alta como ensayando para cuando llegara el
momento de planteárselo: yo me llevo mis avioncitos y vos te hacés coger por todos los
perros que se te den las ganas. Dijo “perro”, se escuchó decir “perro” y pensó que no
había querido decir “perro”, sí “amante”, “por todos los amantes que se te canten”,
pero no “por todos los perros que a vos se te canten”.

Dijo aquello y se sintió aliviado. Le pareció comprender que el temor, pero no temor
sino el asco que sentía al pensar aquello, no era tanto que se tratara de que su mujer se
hiciera penetrar por uno o por varios perros, Dogo Argentino u Ovejero Alemán, o
Dogo Argentino y Ovejero Alemán, sino que lo hiciera en su casa, en el sillón del
comedor o en lo que aún debía ser su cama. Identificar lo que quería y lo que no, le
devolvía serenidad. Él con sus aviones, ella con sus perros, pero no en aquella casa. No
en el sillón, menos aún en su cama. Eso era lo que le iba a decir, que él se iría de la casa,
siempre y cuando se le reconociera el derecho a tratar cotidianamente con su hija, y que
ella se hiciera penetrar por todos los perros que quisiera fuera de la casa, donde se le
antojara, pero no en su sillón ni en su cama.
1.4

Ya lo había decidido. Se armó una línea sobre la solapa de otro libro. Con una de las
piecitas del Messerschmitt Bf 109 cortó las partículas del polvo, primero de forma
vertical y después horizontal. En cuclillas junto a la cama, esnifó la raya de un solo
saque. Cuando se incorporó se sentía bien, fuerte y aplomado. Dejaría que aquella le
gritara, lo insultara y lo humillara tanto como quisiera; él se mantendría en su eje,
sereno, concentrado en lo que tenía que informarle. Guardó los aviones en la bolsa,
juntó las piecitas del Messerschmitt y las devolvió a su caja. Metió en otra bolsa la poca
ropa que la tarde anterior había subido. Recorrió con la mirada el lugar y se asombró de
la ocurrencia que había tenido de que vivir en esa piecita era posible. Avanzó un par de
pasos hacia la puerta –tomó el picaporte, quiso girarlo– y la encontró cerrada.

1.5

Probó otra vez con el picaporte tirando con fuerza hacia dentro, una, dos y hasta cinco
veces. La puerta permanecía fija resguardando una dignidad que no le era propia pero
que parecía hacerla suya. Vino el impulso de golpear y patearla, pero aquello hubiera
evidenciado una desesperación que remarcaría su imbecilidad para siempre. El verse
ante los ojos de la mujer, abriendo la puerta para dejarlo salir, le resultaba más
humillante que el permanecer encerrado allí toda su vida.

Miró por la cerradura para comprobar que la llave no se encontrara puesta del otro
lado, pero la llave no estaba. Se agachó intentando ver si la llave se había caído, pero no
vio nada. Volvió a tomar el picaporte. Era redondo y macizo. Lo sintió frío. Era de esos
que solo servían para decoración.

Recordó cuando solo faltaban algunos detalles para estrenar la casa y se la pasó una
semana discutiendo con su mujer si la puerta del altillo debía abrirse con el picaporte o
únicamente con llave.

Él decía que la puerta debía abrirse con picaporte porque si solo se abriera con llave
resultaría peligroso para el que entrara.

Ella planteaba que el altillo era un lugar para echar la mugre de la casa y por lo tanto
debía abrirse solo con llave para que la hija no pudiera abrirla.

Él sostenía que había construido el altillo para poder trabajar tranquilo con sus
aviones y que lo que allí se guardaría no sería la mugre de nadie.
Ella respondía que entre sus avioncitos y la mugre en general no encontraba mayor
diferencia.

Al final dejó que hiciera lo que quería. Pero la mujer no mandó a poner puertas que
se abrieran únicamente con llaves, sino que mandó a comprar una puerta que se abría
con picaporte. Cuando la puerta llegó a la casa y vio que se trataba de la puerta que él
quería y no la que ella en un principio había dispuesto, mandó a cambiarla por otra que
se abriera únicamente con llave. Cuando la segunda puerta llegó a la casa, la mujer le
reprochó que entre ellos solo se hacía lo que él quería. Le respondió que entonces
mandaría a cambiar la puerta por otra que abriera con manija, pero ella le dijo que ya
no tenía el menor sentido que se tratara de una puerta o de la otra, porque eligiendo
una o la otra era él el que decidiría cuál.

Por eso, finalmente pusieron la puerta que abría solamente con llave. Cuando al
tiempo la hija subió las escaleras hacia el segundo piso y se quedó encerrada en el altillo
por dejar la llave en el lado externo, la mujer, luego de buscar a su hija por todas partes
y llamarlo al trabajo para informarlo de la desaparición, terminó responsabilizando a
Señor Padre por haber elegido ese tipo de puertas y dejar encerrada a su hija.

1.6

Ahora la puerta que solo se abría con llave estaba cerrada y él no encontraba la llave por
ningún lado. Pensó que seguramente la había dejado del otro lado de la puerta y luego
la cerró. Entonces la llave debía estar en la cerradura, pero la llave no estaba en la
cerradura. Tampoco podía haberse caído ya que le hubiese sido muy fácil verla por
debajo de la puerta. Golpeó la puerta con los puños y luego con los pies. Gritó una y mil
veces, dirigiéndose primero a su esposa y luego a su hija con un tono más
misericordioso. Movió la cama hasta la ventanita, se subió y esperó hasta encontrar a
alguien. Solo vio pasar dos mujeres –dos sombras– por la vereda. Cuando agitó los
brazos en señal de auxilio, ni siquiera se percataron que allí había una casa. Insistió con
los gritos y los golpes contra la puerta. Nadie respondió. Esnifó una, dos y tres líneas de
cocaína en menos de una hora, hasta que de su provisión de cocaína no quedó nada. Del
malestar pasó al temor. Se armó toda una secuencia. La mujer habría decidido
marcharse con su hija y dejarlo solo, habría subido la escalera hacia el altillo para
comunicárselo, lo encontró durmiendo, vio el Messerschmitt Bf 109 a punto de ser
terminado, lo desarmó por completo y después salió. Al cerrar la puerta vio la llave en
la cerradura y con ello la revelación: abandonar aquella casa, dejarlo encerrado en el
altillo hasta que el hambre y la inanición hicieran lo suyo.
Las horas pasaban y él no hacía más que esperar a que regresaran para abrirle. Se
obsesionaba esperando el ruido del portón de la entrada, el ruido de las hojas
quebrándose bajo los pasos de su hija, la voz de su hija llamándolo en la distancia. Su
existencia se reducía a una única función auditiva. Era capaz de registrar cada sonido
detrás de cualquier sonido y con ello armarse un mundo completamente sonoro –el
ruido de los autos, el viento contra las ramas de los árboles del parque, el ladrido de los
perros del barrio, pero también la madera de las puertas crujiendo, las rajaduras de la
casa abriéndose, el ruidito de su panza, el trabajo de su hígado, el ir y venir de su
sangre, la chisporroteo de sus nervios, y con ello el modo en que de pronto las palabras
en su cerebro encontraban un peso físico, el espesor sonoro por el que las sentía
hundirse en su cráneo, clavarse como agujas en la masa encefálica y no diferenciarse en
nada del ruido de los autos, los ladridos de los perros, el viento contra las ramas de los
árboles.

Pensó que aquello era un efecto de todo el polvo que se había esnifado, pero eso no
era pensar, más bien era un golpe eléctrico que recibía en sus entrañas y se diseminaba
en sus nervios para alcanzar después, no la palabra, no el pensamiento, sino la
sensación de haber pensado que se trataba del efecto de toda la cocaína que se había
esnifado. Pero no se trataba de que su existencia se redujera a una única función sonora,
sino que su existencia parecía un resto marginal del mundo sonoro que se le revelaba.
Su única función, en todo caso, durante todo aquel tiempo, era la de sobrevivir en el
margen, como resto o como el margen mismo de aquellos sonidos.

El Messerschmitt Bf 109 era un horizonte que le devolvía serenidad. Solo eso,


dedicarse a terminar el Messerschmitt hasta que alguien regresara a la casa. No más
golpes, no más gritos. Y, sobre todo, renunciar a la posibilidad de encontrar en esos
ruidos los pasos de su hija. Pero no le resultaba fácil. Debía luchar contra aquello, o más
bien luchar contra sí mismo y su propia atención en aquellos ruidos, sin lograr ninguna
concentración en nada, porque de fondo cuando estaba dedicado al armado de su
Messerschmitt, en verdad, no dejaba de esperar que aquellos ruidos regresaran y
entonces poder asomarse a la ventanita y ver a su hija viniendo a salvarlo.

1.7

Ya estaba terminando de armar la cabina del Messerschmitt. Solo le faltaba ajustar un


par de tornillos. Buscó el destornillador y no lo encontró. Pensó que seguramente su
mujer se lo había llevado cuando desarmó el avión y lo dejó encerrado. Buscó alguna
otra cosa puntiaguda con la que ajustar los tornillos. En la bolsa donde había guardado
sus pertenencias encontró un cuchillito. Cuando lo tuvo apretado entre sus dedos,
pensó en la relación, más bien el destino que lo unía con aquel cuchillito.

Primera Historia del Pequeño Cuchillo de Señor Padre

Aquello había ocurrido hacía unos años, antes del nacimiento de su hija. Había
regresado del trabajo y como se había olvidado de la llave tuvo que dar la vuelta para
entrar por la puerta trasera. Desde la ventana de la cocina vio al ayudante del albañil
que había estado durante esa semana haciendo algunos arreglos en el comedor, y que él
llamaba Ayudante de Albañil Argentino porque no era lo suficientemente morocho ni
hablaba con tonada extranjera como creía debían ser y hablar todos los ayudantes de
albañil. En ese momento, el Ayudante de Albañil Argentino tomaba el pelo a su mujer y
la obligaba a arrodillarse. Mientras la sujetaba con la mano derecha, la mano izquierda
empuñaba el cuchillo que Señor Padre reconoció como el cuchillo que utilizaba cuando
hacía asados. Señor Padre pensó que no debía forzar la situación ya que cualquier
movimiento que realizara podría obligar al Ayudante de Albañil Argentino a utilizar el
cuchillo. Sin embargo, mientras el Ayudante de Albañil se bajaba la bragueta y obligaba
a la mujer de Señor Padre a introducir el pene en su boca, Señor Padre pensó si no hacía
nada con respecto a aquello, le sería sumamente difícil de ahí en adelante sostener su
relación de pareja. Tenía perfecta conciencia de que las imágenes de aquello quedarían
en su memoria, tarde o temprano se le volverían su infierno personal. Por eso, sin medir
que acaso sus acciones violentarían al ayudante de albañil, abrió despacito, intentando
no hacer ruido, la puerta de la cocina y se metió dentro buscando él también un cuchillo
que, aunque no fuere su cuchilla de asados, le permitiera al menos defenderse del
ayudante de albañil.

Apenas cerró la puerta, se agachó y avanzó en cuatro patas hacia la alacena. En esta
solo había cuchillitos que no habrían podido servirle en nada frente a su cuchilla de
asados. Tomó uno, uno cualquiera. Retrocedió hacia la puerta y desde allí vio que el
ayudante de albañil había levantado la pollera de su mujer y obligándola a recostar su
pecho y su cara sobre el sillón, siempre de rodillas contra el piso, le iba quitando la
bombacha. Aprovechando que el ayudante de albañil estaba de espalda, avanzó hacia el
comedor. Enseguida comenzó el golpeteo del ayudante de albañil contra las nalgas de
su mujer. Señor Padre pensó en las agujas de un reloj que funcionara rapidísimo y
estruendosamente. También pensó en los aplausos del único espectador de una obra
teatral que se levantaba entusiasmado de su butaca. Con el ruido de ese golpeteo, Señor
Padre, recién entonces, registró el ritmo acelerado de sus pulsaciones.
Señor Padre se escondió debajo de la escalera que separaba la cocina del comedor.
Apretando fuerte el cuchillito en su mano, apenas se corría un poquito para ver la
escena desde detrás de la columna. Sin que existiera algo en su mujer que dejara
entrever aceptación alguna para con lo que el ayudante de albañil estaba haciendo,
Señor Padre pensó que el silencio de su mujer funcionaba como aceptación. Sin tener
ganas ni voluntad de pensarlo, Señor Padre se encontró pensando que a su mujer le
gustaba lo que el Ayudante de Albañil Argentino estaba haciendo entre sus nalgas, por
lo que el hecho de dejarse estar así, de rodillas y tendida sobre el sillón, sin moverse ni
emitir ningún sonido, era un modo de resguardar las formas y ocultar que lo que
verdaderamente quería era que el Ayudante de Albañil Argentino no se detuviera.

Eso es lo que pensó Señor Padre; sin embargo, de inmediato supo que tales
pensamientos no se presentaban sino para disimular la cobardía que le impedía dar
esos pocos pasos que le faltaban y clavar su cuchillita en la espalda del ayudante de
albañil. En todo caso, la conjunción de las dos ideas –que su mujer hacía como que no le
gustaba lo que en verdad le gustaba y que de fondo él era un cobarde que no podía
hacer lo que debía hacer– lo aturdieron lo suficiente como para no poder moverse.
Simplemente se quedó allí, mirando junto a la columna con un solo ojo lo que el
ayudante de albañil le estaba haciendo a su esposa y de pronto sintió que efectivamente
él era mucho menos que el ayudante de albañil, que él nunca habría tenido ni la fuerza
anímica ni la valentía para hacerle a su mujer eso que le estaban haciendo: nunca había
tomado a su mujer así del pelo, obligándola a chuparle la pija, ni le había arrancado la
bombacha para penetrarla sin las mediaciones histéricas que su mujer siempre le
imponía.

Esa sola idea valió para que Señor Padre tuviera una tangible erección. Señor Padre
se tocó la verga por encima del pantalón. Después se bajó la bragueta y comenzó a
masturbarse viendo lo que el ayudante de albañil le estaba haciendo a su esposa. Señor
Padre se masturbó tan rápido y furiosamente que enseguida terminó eyaculando. Fue
entonces que bajó la mirada y cuando volvió a levantar la vista, supo que su mujer lo
estaba mirando.

Mientras ella continuaba atada en el sillón del comedor, Señor Padre pasó el resto de
la tarde comprando libros y tomando cafés en dos o tres bares diferentes, pensando en
la mirada de su mujer –sus ojos verdes empetrolados con pintitas amarillas en el
centro–. Ya casi de noche, Señor Padre regresó a la casa. Cuando terminó de desatarla,
le preguntó qué había sucedido. La mujer no respondió. Con el transcurso de los días,
Señor Padre insistió una y otra vez para que le contara lo que había pasado aquella
tarde, pero la mujer, sistemáticamente se negó a hablar de la cuestión.
Señor Padre ya no volvió a preguntar por aquello, sin embargo, todos los días, al
volver del trabajo, Señor Padre le preguntaba si el ayudante de albañil había vuelto a
terminar los arreglos del comedor. La mujer se limitaba a responderle que el ayudante
de albañil no había regresado. Entonces Señor Padre realizaba exclamaciones
relacionadas con la necesidad que tenían de que el ayudante de albañil regresara a
terminar los arreglos del comedor.

Pasado un mes, la mujer le informó a Señor Padre que estaba embarazada. Dijo una
noche, mientras comían, “estoy embarazada”. Después no dijeron más nada, o sí dijeron
muchas otras cosas, pero ninguna relativa al embarazo de la mujer. Simplemente la
mujer tuvo su parto y nació una bebé hermosa. Señor Padre la crió como si fuera su hija,
es decir, con asco y resentimiento, como más o menos en todos los casos.

Segunda Historia del Pequeño Cuchillo de Señor Padre


relacionada con los aviones Messerschmitt de Señor Padre

Se lo habían dicho sus allegados de la Armada una semana antes de que ocurriera. Al
principio no les creyó, pero después, cuando le mostraron la maqueta de la plaza y el
palacio de gobierno, cuando le mostraron los avioncitos y tomaron el Messerschmitt Bf
109 haciéndolo sobrevolar la plaza, indicándole en qué lugares iban a caer cada una de
las bombas, se le erizaron los pelitos de los huevos.

Les pidió que le presten el Messerschmitt. Lo hizo volar por encima de la maqueta.

La historia también se hacía con juguetitos, pensó.

Les dijo que la historia no se hacía con juguetitos.

Les contó que él también tenía una colección de aviones, pero que le faltaba el
Messerchmitt para completarla.

Un día después de que los aviones efectivamente sobrevolaran la plaza, Señor Padre
recibió una caja con el Messerschmitt Bf 109. Era un regalo de sus amigos y también un
mensaje. Sobre la mesa del comedor abrió la caja. Cada piecita en su lugar. Las fue
retirando de a una, apretándolas entre sus dedos, dándoles vueltas ante sus ojos.
Finalmente tenía su Messerschmitt. No veía el momento de tenerlo terminado. Debía
empezar cuanto antes. Se llevó la caja hacia el altillo, donde guardaba su colección de
aviones. Buscó sus herramientas, pero no encontró el destornillador que usaba para la
escala 1/32 de aquel avión. Bajó al comedor y revisó los cajones de los aparadores. Le
preguntó a su mujer si había visto algún destornillador. No hubo respuesta. Recordó
que todavía debía estar trabajando. Fue a la habitación de la hija, después a la cocina,
siempre buscando su destornillador. Pensó en los cajoncitos del aparador del baño.
Escuchó el sonido del teléfono y volvió al living. Atendió. Eran del Ministerio donde
trabajaba su mujer. Le informaron que había muerto colgada de una cuerda atada a la
viga del baño del tercer piso. Hacía una hora la habían encontrado. Habían llamado a la
policía hacía unos minutos.

Aquel llamado no lo detuvo. Colgó y siguió buscando el destornillador en los


cajones del aparador. Tampoco estaba allí. Se acordó del cuchillito que –después de
haber visto la escena compartida entre su mujer y el Ayudante de Albañil Argentino–
había guardado en su mesa de luz. Fue hacia su dormitorio, tomó el cuchillito y luego
subió al altillo. El resto de ese día, se la pasó armando su Messerschmitt Bf 109.

En alguna que otra cosa, sí, pero en la mujer no pensó. Le alcanzaba con lo que le
habían dicho por teléfono. Nunca había trabajado tan tranquilo en sus aviones. Sin
embargo, un rato después, cuando quiso salir del altillo para mear un rato y encontró la
puerta cerrada con llave, solo entonces se le vino a la mente la imagen borroneada del
cadáver de su mujer colgado de la viga del baño del tercer piso del Ministerio,
bamboleándose interminablemente. Encerrado en el altillo, con su pequeño cuchillo en
la mano, aquella imagen se le mostró como condena.

II

2.1

Puso el ojo en la cerradura y la llave no estaba, se recostó contra el piso para ver por
debajo de la puerta si la llave se había caído, pero no vio nada. Alguien –pero no la
mujer– debió cerrar esa puerta y llevarse la llave. Pensó en la nena a la que llamaba su
hija. Esa era una posibilidad cierta. Esa chica tenía verdaderos motivos para dejarlo
encerrado y morir. Aquellas caricias corriéndole la bombacha no habían sido caricias de
amor. Aquellos toqueteos nunca tuvieron que existir.

La mujer se lo había dicho: “nunca más toques a mi hija, nunca más le pongas un
dedo encima porque la próxima te mato”. Nunca supo si fue desde aquellas palabras
que decidió que su hija ya no existiera o bien ya había dejado de existir antes, cierto día
en que la dejó bañándose sola en el baño y terminó ahogada mientras él se entretenía en
el altillo construyendo su Messerschmitt. O bien acaso primero ocurrió lo de la amenaza
por parte de su mujer y luego como conclusión lógica su hija terminó ahogada en la
bañadera. Ya no tenía importancia. De un modo u otro la chica había desaparecido de
su vida. Él mismo había decidido que su hija desapareciera de su vida. No, no debía
volver a ocurrir. Aquellas caricias, aquellos toqueteos. Aunque ella claramente lo
incitara a volver a acariciarla y toquetearla como él bien habría sabido hacerlo, no, de
ningún modo debería volver a ocurrir. No debía, porque ella no existía. Había dejado
de existir. Por lo que, si continuaba dando vueltas por la casa, se trataba de una muerta
viva o vivía como si fuera una muerta.

Entonces la secuencia probable: la chica volvió del colegio, llamó a la madre sin
recibir respuesta, la buscó por toda la casa, subió las escaleras hacia el altillo, vio la llave
del lado de afuera y sin pensar que allí dentro se encontraba Señor Padre, o acaso
informada de la muerte de su madre, se la llevó consigo dejándolo encerrado.

Señor Padre intentó de nuevo abrir la puerta pateándola inútilmente. Después se


puso a gritar llamando a su hija. La casa permanecía en silencio. Pensó, buscando
serenidad, que seguramente la chica todavía no había regresado y que solo se trataba de
esperar un poco. Cansado de sus propios gritos, volvió al Messerschmitt. Debía
tranquilizarse. El avioncito al menos lo ayudaba a concentrarse en algo que no fuera el
ruido de los pasos de su hija regresando. Los ruidos de gente yendo y viniendo en la
planta baja, el sonido del portón abriéndose y el estruendo de la puerta al cerrarse, se
perseguían unos a otros y en conjunto alcanzaban una única nota que pretendía hacerse
llamado. Pero él permanecía impasible. Pasado un rato la única realidad era su
Messerschmitt. Escuchaba los pasos sonando en la escalera o incluso ciertos golpes en la
puerta de su altillo y sabía que aquellos no eran más que engendros mal paridos por la
tensión a la que él mismo sometía a su cerebro. No se acercaba a la puerta, no atendía a
los llamados. Aquello era una prueba del dominio que sobre sí mismo era capaz de
sostener.

Pero enseguida, cuando se cansaba del Messerschmitt, irremediablemente le parecía


que su hija sí había regresado, había subido las escaleras y golpeado la puerta del altillo
y como él no había respondido, la chica se retiró sin saber que lo estaba dejando
encerrado. Con la certeza tardía de que aquellos golpes en la puerta no habían sonado
en su cerebro, sino que efectivamente habían sido los golpes de su hija contra la puerta,
le gritaba que regresara para sacarlo, pero la casa cada vez volvía a revelársele inhóspita
y vacía.

Renunció a sus gritos diciéndose que era imposible que aquellos pasos y golpes
fueran los de su hija porque su hija había dejado de existir. No debía permitirse esa vez,
en esa circunstancia, volver a caer en la trampa de su cerebro aferrado a la existencia de
aquella chica. Pero si los pasos y los golpes habían existido, acaso se trataba de su
mujer. La imagen de su cadáver, solo trabajada a fuerza de fantasías e imaginación,
parecía existir únicamente en la narración que él mismo se ofrecía; en todo caso, el
cadáver –la sospecha del cadáver– retrocedía en el tiempo, como si el llamado telefónico
informándole del suicidio de su mujer hubiera ocurrido cinco, diez, quince años atrás, o
en todo caso, no hubiera ocurrido nunca y de aquello no quedara sino una vuelta más
en la ficción de sí mismo.

2.2

O bien nunca se trató de su mujer ni de su hija, sino de esa gente que comenzó a vivir
en lo que había sido su casa, días después de haber quedado encerrado. No era difícil
escucharlos, más bien la dificultad estaba en dejarlos de escuchar.

Ruido de sillas, agua corriendo desde alguna canilla, a veces una música que sonaba
desde el trasfondo del mundo. Era evidente que intentaban no llamar su atención, como
si en verdad, al menos según lo que a él le parecía, fueran ellos los que le temieran. Sin
embargo, había veces que algo se les escapaba. Por ejemplo, una vez, ese grito: “No
subas la escalera”. Una voz femenina, alguien diciendo que estaba prohibido en aquella
casa subir la escalera. Incluso a veces la música un tono por encima de lo debido, lo
suficiente, en todo caso, como para que él identificara que había alguien escuchando
música.

Ciertamente, la existencia de gente viviendo en su casa no era más que una


sospecha. De aquellos solo tenía el ruido que venía de abajo y las sombras atravesando
el parque. Ante la incertidumbre, prefería pensar que se trataba de su mujer y de su
hija. Incluso, entre tantas voces murmurantes, entre tanta musiquita que no alcanzaba a
definirse en sus oídos, le parecía cada tanto reconocer sus voces. Ninguna llamándolo,
ninguna enunciando su nombre, pero sí palabras sueltas que eran indicio de que
todavía estaban allí.

Esa idea al menos le daba serenidad. Las voces de aquellas dos le devolvían una
compañía y cuando ello ocurría se encontraba diciéndose a sí mismo “qué bueno que mi
hija y mi mujer continúen viviendo en la casa porque así, al menos, hay algunas
coordenadas que se mantienen y me permiten explicarme qué hago todavía viviendo en
este altillo: construir mi Messerschmitt, concentrarme en mi Messerschmitt, para que
cuando ellas abran esa puerta yo tenga terminado mi Messerschmitt”.
2.3

Ya casi nada le faltaba para que el Messerschmitt estuviera armado. Pero necesitaba
descansar. Había sido un día duro –aunque decir “un día” es decir casi cualquier cosa, y
entones qué día de todos aquellos había sido un día duro –se preguntó y de inmediato
supo que eso mismo era lo que se había preguntado el día anterior. Durmió largas
horas, esperando que al despertar las cosas se solucionaran. Solo se trataría de abrir los
ojos y encontrar la puerta abierta. Sin embargo, al despertar lo único que encontró fue
que su pie izquierdo estaba encadenado a la cama. No gritó, no llamó, ni golpeó nada.
No se sorprendió de verse encadenado. Más bien le parecía raro el haber tenido la
sensación de no haberlo estado.

La oscuridad del lugar era total. Alguien, del lado de afuera, había tapado con
maderas la ventanita. Pero entonces se dio cuenta que esa ventana ya había estado
clausurada por las mismas maderas. Podía recordar perfectamente haber intentado
quitarlas subiéndose arriba de la cama y saltar para alcanzarlas con sus golpes. Lo
difícil era definir cuándo había visto esa ventana sin las maderas que la tapaban.

Con la cadena en su pie, al menos tenía una certeza que le devolvía racionalidad a
sus acciones. No se había tratado de un accidente. Alguien lo había encerrado.
Enseguida tuvo una intuición. El Messerschmitt Bf 109. Se puso de pie, avanzó dos o
tres pasos y la cadena se extendió hasta su límite. Volvió hacia atrás, tomó la punta de la
cama y la corrió hacia la mesa donde trabajaba con el Messerschmitt. Apoyó las manos
sobre la mesa y la recorrió despacito. Entre sus dedos fueron apareciendo las primeras
piezas del Messerschmitt. Después las otras y luego otras más. El Messerschmitt, otra
vez, estaba completamente desarmado.

Todo el trabajo que le había llevado armar de nuevo la cola, las alas, la cabina, el
tren delantero y el resto, se había borrado de un soplido. Pero no se asombró. Era lo que
esperaba. Lo esperaba y no sabía por qué lo había estado esperando. Quizás era la
asociación inevitable que se había producido al pensar que su mujer había sido la
responsable de su encierro. Si el Messerschmitt estaba desarmado era porque su mujer
lo había desarmado. En todo caso, no le alcanzaba con encerrarlo sino que tenía que
destruir y aniquilar lo que entonces él resguardaba como lo más importante de su vida,
su Messerschmitt Bf 109.

Acomodó las piezas sueltas sobre la mesa y volvió hacia la cama. Se sentó y tocó la
cadena. La sintió áspera. La recorrió con la yema de sus dedos y supo que estaba
oxidada. La estiró pasándola entre sus manos y calculó que no podía tener más de dos
metros. Recordó a sus perros. Un Dogo Argentino y dos Ovejeros Alemán. Estaba
seguro de que esa cadena con la que habían atrapado su pie izquierdo, era una de
aquellas con las que ataba a sus perros.

Ella los había matado mezclando pedacitos de vidrio en la carne picada que les
servía. Había pasado días enteros sin darse cuenta. Nunca les daba importancia, solo los
tenía por lo que él llamaba una cuestión de seguridad. Después de un tiempo, el olor de
la putrefacción se le hizo insoportable. Buscó de dónde venía el olor y encontró los tres
cadáveres en el fondo del terreno. Le reclamó a la mujer por qué no le había dicho nada.
La mujer respondió que no tenía por qué hacerlo –al fin y al cabo, no eran sus perros.

2.4

Un rato después, cuando abrieron la puerta y dejaron el tacho con la carne picada en el
piso, dijeron que esa vez se había portado muy bien y que le iban a dejar el
Messerschmitt para que jugara un rato más. Cuando se fueron, Señor Padre se arrojó
sobre el tacho y se lo llevó a la cama. Tomó un bollito de carne y lo desarmó buscando
los pedacitos de vidrio que imaginaba habían metido dentro. No encontró ninguno y se
llevó la carne a la boca. La masticó despacio, dándole vueltas alrededor de la lengua
para estar del todo seguro.

2.5

Un poco más tarde ya estaba buscando un tacho donde defecar. Pero el tacho no
aparecía por ningún lado. Señor Padre dudó si el tacho para defecar no era el mismo en
el que le traían la comida. Pensó que si no defecaba donde correspondía, lógicamente
volverían a lastimarlo con la varilla. En verdad no recordaba que alguien hubiese usado
ninguna varilla para lastimarlo, pero tenía el cuerpo todo tajeado –los brazos, el pecho y
la espalda. La varilla no era más que un supuesto, sin embargo, si habían usado esas
cadenas para atarlo, si le daban de comer la comida de sus perros, podía concluir con
alguna certeza que también utilizaban la varilla destinada a los perros para lastimarlo.

Seguramente porque defecaba en cualquier parte. En todo caso, aquella varilla


existía para lastimar a los perros cada vez que defecaran en cualquier parte. Por lo
tanto, si él defecaba en algún rincón del altillo, volverían a lastimarlo con aquella vara.

Buscó otra vez el tacho donde cagar. Ahora estaba seguro de que aquel tacho no
estaba –solo el tacho de la comida, pero no el tacho donde cagar. Pensó en usarlo, pero
seguramente ya lo habrían lastimado por haberlo hecho antes. Donde se come no se
caga. Es la base de la humanidad. No cagar donde se come. Era lo que ellos –esa gente,
su mujer, su hija– esperaban de él. Mantener alguna dignidad que facilitara reconocerlo
en cuanto humano. Solo los perros comen donde cagan. Y cagan donde comen. Y se
comen lo que cagan. Y claro está, después vienen los azotes con esa varilla para que
aprendan –los perros a no comportarse como perros, y él a comportarse como humano.
Si no sería verdaderamente difícil establecer quién es quién. Por eso la varilla y los tajos,
pensó. Para sostenerlo en algún umbral de lo humano. No cagar entonces en el tacho de
comida, se dijo en voz alta. Pero dónde quieren que cague si no me traen un tacho
donde cagar.

Terminó cagando en cualquier parte. No en el tacho de la comida. Sí en el rincón


bajo la ventanita y un poco después al lado de la puerta.

Vio un charquito de sangre junto a lo que había dejado. Se tocó los bordes del ano.
Tenía sangre en los dedos. Pensó en los pedacitos de vidrio que habían puesto en la
carne picada y que él, en su examen, seguramente pasó de largo.

Pero acaso no eran los pedacitos de vidrio. A nadie se le ocurriría poner pedacitos de
vidrio en la comida. Salvo a su mujer que de esa forma mató a sus perros y que de ese
modo lo mataría a él si no hubiese muerto ahorcada en la viga del baño del tercer piso
del Ministerio.

2.6

Entonces recordó. Así había quedado –con el culo sangrándole a dos aguas– el día en
que sus dos contactos con la Armada habían tomado a su mujer como pago por el
vuelto que él les debía de la compra de los Messerschmitt Bf 109 al Estado post-nazi
alemán, y que el Estado post-nazi alemán había dado de baja por inservibles y por
representar eso tan horrible que había hecho el Estado alemán cuando todavía no era
post-nazi alemán.

O que más bien él les había ofrecido como pago por la deuda que tenía por el vuelto
de la compra de aquellos avioncitos que terminaron volando sobre la casa de gobierno y
dejando caer sus bombas sobre la plaza, porque no tenía otro modo de pagarles lo que
verdaderamente era de ellos.

Un vuelto, sí, pero que no hubiese podido pagar ni con toda la pasta con la que los
había abastecido desde hacía tanto, ni ofreciéndoles la cola u ofreciéndose entero como
mucamita para que la redimieran dándole leche de buena estirpe, nada que valiera ese
fangote de guita con el que se había comprometido, salvo esa mujercita –“salvo tu
mujercita o mejor todavía, la cola de tu mujercita”, le habían dicho–.

Más bien, le había dicho a su contacto con la Armada, o que, en todo caso,
representaba a la Armada, o que él mismo, su persona, ya era todas Las Fuerzas
Armadas. Porque la deuda no la tenía con los dos, sino con uno solo, que acaso
entendió que no alcanzaba con que le entregara a su mujer, sino que se la entregara a él
y a quien quisiera acompañarlo. Lo cierto es que cuando entró a la casa y subió al altillo
–tal como lo habían acordado porque ahí nadie los escucharía–, no esperaba encontrarse
con aquellos dos cuando solamente esperaba a uno solo. Incluso le pareció que el
aspecto sucio y más bien reventado del otro era el de un mecánico, o el de un albañil, o
incluso el de un ayudante de albañil que apenas terminara con aquello regresaría a su
rancho para contarles a sus amigotes cómo era eso de violar a la mujer de un diputado
de la nación.

Aunque viéndolo más de cerca, Señor Padre pensó si acaso no era efectivamente el
Ayudante de Albañil Argentino que había estado esa semana haciendo algunos arreglos
en el comedor y que incluso él le había dado unos billetes para enterrar los perros que
se le habían muerto desangrados. Quizás sí, efectivamente, ese que era la encarnación
de Las Fuerzas Armadas en su conjunto, al entrar en aquella casa y encontrarse con el
Ayudante de Albañil Argentino, pensó que muy bien podría acompañarlo en la faena
de hacerle la cola a la mujer del diputado. Aunque también pudo haber sido su mujer la
que le sugiriera a Las Fuerzas Armadas sumar a ese de la Triple A para probar un poco,
aunque sea, una pija peronista.

2.7

De un modo o de otro, cuando Señor Padre entró al altillo, encontró a la mujer sobre la
cama, con las manos atadas, los ojos vendados y una pelota de tenis metida en su boca.
Detrás de la mujer, Las Fuerzas Armadas le lamían la vagina, mientras la Pija Peronista
de la Triple A se dejaba manosear. A pesar de lo inesperado del cuadro, Señor Padre
avanzó hacia dentro y se apostó contra una de las paredes junto a la puerta, sin decir
palabra. En ese momento, el de la Triple A sacaba la pelotita de tenis de la boca de la
mujer y se la metía dentro todavía medio blandita. La mujer de Señor Padre se limitaba
a chupar y terminar de endurecer la Pija Peronista de la Triple A, mientras se retorcía
ante la lengua de Las Fuerzas Armadas metiéndose en las concavidades de su vagina.

Cuando el de la pija peronista –pero todo él era una pija peronista– comenzó a darle
cachetadas en las nalgas, Señor Padre pensó en masturbarse de modo furtivo. Aunque
ver a su mujer con aquellos dos le resultaba verdaderamente excitante, Señor Padre no
se masturbó. Era más bien una calentura intelectual. Lo que verdaderamente le gustaba
era ver a aquella mujer humillada, no efectivamente penetrada, sino solo
conceptualmente humillada.

Sin embargo, cuando Las Fuerzas Armadas la tomaron del pelo, la escupieron en su
frente y le dieron un cachetazo en la cara –mientras La Pija Peronista se encarnizaba
entre sus nalgas–, Señor Padre se sintió extrañado. Más que extrañado se sintió
sorprendido. Le parecía raro que su mujer, pudiendo decir algo –ya que en ese
momento nada tenía en la boca–, no pronunciara palabra. Por un lado, Señor Padre se
sentía a gusto con la paliza que aquellos dos le estaban dando mientras, de vez en
cuando, la penetraban, pero, por otro lado, eso que le producía cierto ardor en el pecho
venía a apagarse ante la evidencia de que su mujer parecía mostrarse conforme con lo
que sucedía.

Señor Padre se acercó a la mujer. Le gustaba verla sometida, pero no le gustaba ver
que su mujer se dejara someter solo para humillarlo delante de aquellos. Quería saber si
ella sabía. Miró las vendas, pero las vendas estaban bien atadas y la mujer no podía ver
a través de ellas. Pasó su mano por delante de su cara y no pareció que su mujer
identificara que una mano pasaba por delante de su cara. Señor Padre regresó sobre sus
pasos. Entonces vio la sonrisa de su mujer y aquella sonrisa era la trampa que le tenía
reservada.

Humillado, Señor Padre se acercó al de la pija peronista –todo él era una pija
peronista– y lo tomó del brazo pretendiendo detener la golpiza. La Pija Peronista
reaccionó golpeando la cara de Señor Padre que cayó al piso. En ese momento, vio que
Las Fuerzas Armadas estaban meando de parado en la boca de su mujer que de buen
gusto parecía recibir aquel chorro dorado. Apenas se puso de pie, Señor Padre
arremetió contra Las Fuerzas Armadas y los dos cayeron abrazándose un tanto
fraternalmente. Cuando pudieron zafarse, Las Fuerzas Armadas maniataron a Señor
Padre, dándole vuelta los brazos por detrás de la espalda, sujetándolo de las muñecas.
Las Fuerzas Armadas le ordenaron a la Pija Peronista de la Triple A que le arranque la
ropa a Señor Padre. Una vez desnudo y en cuatro patas Señor Padre recibió a la Pija
Peronista. Una pija peronista siempre es mucho, siempre una demasía, el exceso al
pedo, el excedente monstruoso, pensó Señor Padre al sentir el peso de aquella carne
desgarrándole el ano.

No gritó, se dedicó a mirar la pared, concentrado en soportar la envestida del modo


más digno posible. Pero entonces Las Fuerzas Armadas le quitaron las vendas a la
mujer y la mujer vio a Señor Padre siendo penetrado por la Pija Peronista de la Triple A.
Las carcajadas de la mujer retumbaron contra las paredes de la Patria. Señor Padre aún
maniatado se arrojó contra el piso, logrando zafarse de la Pija Peronista. Pero entonces
fue peor, porque Las Fuerzas Armadas tomaron la varilla utilizada para poner en orden
a los perros cuando no cagaban donde debían hacerlo y comenzaron a pegarle a Señor
Padre en el pecho, en el brazo y en la espalda.

III

3.1

Un rato después, cuando volvió en sí, Señor Padre se dio cuenta que estaba desnudo y
que un hilo de sangre le surcaba las nalgas. Más bien se encontró con el culo
sangrándole a dos aguas. Así había quedado. Lleno de tajos horizontales –en los brazos,
el pecho y la espalda–, que formaban un dibujo desganado, avanzó hacia la puerta.
Apoyó la oreja contra la madera, pero no escuchó ningún ruido. La casa parecía vacía.
Pensó que quizás debía esperar un tiempo para salir del altillo y no encontrarse con los
dos que habían violado al diputado de la nación.

Se dio vuelta y la habitación le pareció más diminuta que de costumbre, como si se


encontrara en una habitación diferente, más o menos semejante a la de su altillo. Pero
cualquier habitación más o menos cuadrada y despojada podría parecerse a su altillo.
Un rancho en medio del campo. El sótano de una casa de los suburbios era un buen
lugar para tener guardado a un diputado de la nación. Sin embargo, a pesar del
contexto general, aquellas cuatro paredes, una cama y una mesa de trabajo, le
alcanzarían para que cualquier espacio fuese su altillo.

Avanzó como si estuviese investigando el lugar. A un costado de la cama encontró


una bolsa llena de ropa. Fue sacando prenda por prenda. Dos o tres buzos, algún
pantalón. Aquello le pareció una prueba de que efectivamente ya no estaba en su altillo.
En el fondo de la bolsa encontró unos papeles. La semi-oscuridad hacía de su lectura un
juego de adivinanza. En la primera hoja la letra era mínima. Pero al revisar las otras, vio
que iba cambiando. De la cursiva pasaba a la imprenta y ésta volvía a la cursiva. El
tamaño variaba. A veces la cursiva gigantesca y la imprenta diminuta. Estaba seguro
que alguien más ya había estado allí. Alguien con la suficiente serenidad como para
dedicarse a escribir. Pero la letra no podía ser de la misma persona. Muchos más
debieron haber pasado por aquel lugar.
La mayor parte de las oraciones se superponían y no permitían leer nada. Saltaba de
un párrafo a otro sin orden ni continuidad, completando el sentido con lo que le
parecía. Uno hablaba de la comida –carne picada– y de los pedacitos de vidrio molido
que debía buscar para no morir desangrado al tragársela.

Un segundo se refería a alguien al que llamaba ayudante de albañil. Decía que la


cadena que le sujetaba el pie seguramente era una con la que ataba a sus perros.

Otro hacía referencia al Messerschmitt. Maldecía el no poder terminarlo para saber


si efectivamente se trataba de un Messerschmitt.

Otro más contaba que lo habían venido a buscar, le habían vendado los ojos y
puesto una capucha. Lo habían obligado a salir a los empujones. Le pasaron una soga
alrededor del cuello. Lo hicieron pararse arriba del banco. Quitaron el banco. Duró un
segundo. Duró el segundo que dura el universo. Rapidísimo, pero infinitamente tarde,
sus pies volvieron a sentir el banco debajo de sus plantas.

3.2

Señor Padre sintió ardor en los ojos. Dejó las hojas sobre la cama y pensó si aquellos
papeles, a pesar de los diferentes tipos de escritura, no habían sido escritos por una
misma persona. Alguien que cada vez debía comenzar todo de nuevo. Que prefería el
juego interminable de las interpretaciones a la devastación de todo sentido. Un solo
hombre haciéndose muchos, sin importar perderse él mismo en la multitud que creaba.
Pensó que ni siquiera se trataría de una decisión, sino del desgaste del tiempo
aniquilando el recuerdo, empujándolo todo hacia atrás hasta transformar lo que sucedió
un día, una semana, un mes atrás, en el fantasma evanescente y tartamudo de la
imaginación.

Para ello no alcanzarían ni los días ni los meses. ¿Cuánto entonces?, ¿en qué
momento la memoria comienza a deshacerse en monstruitos mal dibujados en la hoja
en la que un idiota se encarniza? ¿Cuánto tiempo hace falta para que el pasado se haga
muchos y ninguno? ¿Cuándo el tiempo nos dona el milagro de poder volver a empezar
–una vez más, y otra, y otra y otra vez más?

Veinte años. Quince años. Cinco años. Dos años. Y entonces ya no importa por qué,
sino solo seguir adelante. El pasado se vuelve futuro, irremediablemente. Y se borra
porque ya no importa. Esa es la única redención posible, pensó Señor Padre. Hacer del
pasado, el pasado de cualquiera –y, con ello, darse el lujo de inventarlo siempre una vez
más. Comenzar cada día de nuevo, desde cero, otra vez y siempre una vez más, durante
veinte años entre esas cuatro paredes hasta transformarse en nadie.

3.3

Volvió a tomar las hojas. Buscó algún hilo conductor que uniera los fragmentos. Hacerlo
le hubiese llevado siglos. Pero de pronto encontró la palabra mierda y descubrió el olor
a mierda que había en aquella habitación. Miró alrededor y entonces encontró el
amontonamiento oscuro junto a la puerta. Volvió a los papeles y a la lectura: el mismo
que hablaba de los vidrios molidos en la carne picada, o quizás otro, decía no encontrar
el tacho donde defecar, decía no encontrar el modo de regresar a lo humano, decía que
no quería comer otra vez de aquello.

Señor Padre vio que la montañita de mierda seguía ahí en el piso junto a la puerta, y
pensó que aquel hombre había renunciado a seguir limpiando el cuarto comiéndose sus
despojos. Pensó que la renuncia lo habría sostenido en el umbral de lo humano, hasta
que se lo llevaron y de lo humano no quedó sino aquel regalito medio deshecho contra
el piso, medio destartalado, todavía blandito, resguardando el olor de sí mismo.

¿Y si esperaban lo mismo de él? ¿No tenía que encargarse de la higiene del lugar que
habitaba? Le dio asco pensarlo. Ni siquiera era su mierda. Pero pensó en la varilla, se
preguntó si no era la misma con la que lo habían castigado pegándole en el pecho, los
brazos y la espalda, dejándolo sangrando, así, a dos aguas. No quería pasar por lo
mismo, sin tener del todo definido qué era eso mismo. En todo caso, no habría podido
pasar por lo mismo. Se tocó el brazo. Las heridas todavía estaban supurando.

No, no iba a pasar por lo mismo. Pero ¿qué debía hacer con tanta mierda
desparramada? Tomó uno de los buzos que había dejado arriba de la cama, pero rápido
se arrepintió y lo volvió a dejar en su lugar. No habría tenido dónde esconderlo. Se
agachó e inspeccionó un poco cuánto era lo que tenía que limpiar. Acercó la nariz a la
montañita. Ya estaba en cuatro patas. Registró que su cuerpo había adoptado la forma
de un perro echado sobre sus cuatro patas. Se dio cuenta que estaba haciendo de perro.
Pensó que seguramente era una cuestión de hábito. Un dedo girando en la sien no hace
a un loco, pero un dedo girando en la sien durante algún tiempo hace seguramente a un
loco. Un perro también se hace. Se aprende. Solo el hábito de echarse en cuatro patas. Y
comerse la mierda. Pensó que un perro también se hace y supo que aquel hombre se
había transformado en perro. Imaginó a un hombre-perro cogiéndose a su mujer. Pensó
que aquel hombre se había convertido en un Ovejero Alemán o un Dogo Argentino que
bien sabría cómo cogerse a su mujer. Pensó que cada nación debía armarse su raza, y
que aquel hombre-perro debía ser el primer paso que la gran máquina del Estado daba
para producir su pueblo de hombres perrunos. Hombres que comen su mierda para
transformarse en Ovejeros Alemanes o Dogos Argentinos para penetrar a mujeres como
la suya. Sostener la reproducción de la especie como única finalidad de eso que llaman
lo político –por ejemplo, el Estado Alemán con sus Ovejeros Alemanes y el Estado
Argentino con su Dogo Argentino, pero también el Estado inglés con su Terrier inglés, o
el Estado Belga con su Belga Malinoiss. Se preguntó si habría razas bolivianas, razas
congoleñas, razas albanas, y si allí también harían que sus mujeres fuesen penetradas
por sus perros.

Pensó de nuevo si era capaz. Sintió el vómito atrapado en la garganta. Se puso de


pie.

Quizás se trataba de una trampa. Supo que esa idea era una justificación inútil. Pero
necesitaba justificarse: ellos esperaban que se comiera la mierda para reducirlo a perro.
A un perro se lo mata más fácil. Ningún problema con ello. A un perro se lo mata como
si no se lo estuviera matando. Él no era un perro. Que lo maten entonces como a un
hombre. Ese pensamiento le devolvió entereza y serenidad. ¿Cómo había sido capaz de
pensar que podía comer mierda?

Pero entonces escuchó los pasos. Esa gente estaba subiendo unas escaleras. Pensó
que había escaleras. No se trataba de un sótano. Subían las escaleras hacia su altillo.
Pensó que aquello era su casa y aquella gente subía a su altillo. No lo pensó, se le cruzó
la idea sin que eso que se le había cruzado pudiera ser definido como idea. Solo la
velocidad de algo que pasó por su mente, mientras él, en el mismo momento en que
escuchaba los pasos ascendiendo, se arrojaba contra al piso y en cuatro patas buscaba
dónde estaba la montañita de mierda. Pensó en la varilla. No, no otra vez.

Primero tanteando en el suelo, su mano derecha terminó tocando la mierda. Lo


sorprendió sentir que todavía estaba caliente. Con el frío que hacía, un humito blanco se
desprendía de allí y ascendía hacia su nariz. Agachó la cabeza buscando con la boca,
moviéndose rápido intentando hacerlo antes de que aquellos terminaran de subir.

3.4

Ya era tarde. Enseguida le ataron unas vendas en los ojos y le pusieron una capucha.
Estaba aturdido. Lo tomaron del brazo y lo llevaron fuera del cuarto. Bajaron las
escaleras. Señor Padre reconoció el descanso y la vueltita de la escalera para seguir
descendiendo desde el primer piso hacia la planta baja. Allí se respiraba otro aire. A
Señor Padre le pareció que su encierro había producido la exacerbación de su olfato.
Olor a lavandina. Olor a marihuana. Olor a tabaco. Olor a vino. Se iban desplegando en
capas superpuestas ante su nariz. Nunca había tenido semejante capacidad de
distinguir olores. Era como si su nariz buscara y persiguiera los olores a través del
espacio, arrinconándolos para desnudarlos. Aquello era, de alguna forma, la revelación
de un mundo que Señor Padre no podía soportar. Todo le daba asco, los olores se les
prendían a los tejidos nerviosos y trepaban hasta su cerebro. Siempre es mejor que los
mundos no se revelen. Pensó. Suficiente ya con el asco del mundo que a uno le ha
tocado.

Lo hicieron sentar en el sillón. Señor Padre se sentó como si él mismo estuviera


inventando el sillón a medida que se dejaba caer. Algo duro golpeó contra su mentón.
Le sacaron la capucha, pero todavía tenía las vendas. Le dijeron que era un plato. Se lo
acercaron a la nariz. “Es un regalo de despedida”, le dijeron. Le taparon el agujerito
derecho. Le dijeron que aspire y Señor Padre aspiró. Hormiguitas blancas en su cerebro,
haciendo de su cerebro un pequeño hormiguero repleto de recovecos, túneles,
pasadizos, galponcitos y patitas que iban y venían llevando y amontonando
tornasoladas hojitas de plata en todos los rincones. Aspiró de nuevo. Una sola vez más,
en forma lineal y luego circularmente por los bordes formando un espiral hacia el
centro, para no dejar nada sobre el plato. Ni la menor partícula. Todo hacia el
hormiguero. Señor Padre se sintió bien. Espiritualmente conforme consigo mismo.
Cuando uno vuelve del desierto –pensó Señor Padre–, vuelve como dormido, pero
cuando va…, va como si nunca más pudiera regresar.

Lo levantaron y lo llevaron hacia lo que él de inmediato –por los olores, por el frío
de los azulejos– reconoció como el baño. Le preguntaron si le había gustado. “Si me
gustó ¿qué?”. No hubo respuesta, la pregunta delataba una afirmación implícita. Lo
sentaron en un banquito. Pasó un rato. Hablaron entre ellos. Entre ellos había una
mujer. Se preguntaron si ya estaba todo listo. Habló la mujer. Su voz retumbaba como si
utilizara un micrófono. Dijo que el compañero –cuyo nombre, Señor Padre no pudo
retener– todavía no había sido liberado y que la plata acordada no había aparecido. Que
se les había agotado la paciencia. Que ya no tenían tiempo para esperar más nada. Se
trataba de ahora, ya. Las hormigas cavaban. Buscaban lo profundo. Seres de tierra. Iban
hacia abajo y volvían trayendo tierra. Partícula por partícula. Millones de hormigas
yendo y viniendo con su pedacito mínimo de tierra. Arriba formaban montañitas. Abajo
pasadizos y túneles. Pensó que lo estaban filmando. Que mientras la mujer hablaba, la
cámara se enfocaba en su rostro. Pensó en cómo se vería su rostro. La voz de la mujer
hacía retumbar las paredes del hormiguero. Las hormigas se dispersaban alocadas,
pretendiendo escapar de eso que era temblor, rajadura y desplome. La voz de la mujer.
Todas las mujeres en una mujer. ¿Cómo aquella mujer vería su rostro? Alguien que le
dijera cómo se veía su rostro. Alguien que le dijera cómo se vería su rostro, si él mismo
fuese capaz de verlo.

Lo tomaron del brazo, lo obligaron a pararse y después a subirse al banco. Pasaron


una cuerda por su cabeza, ajustándola a su cuello. Pensó que le gustaría ser por unos
instantes su mujer para saber cómo su mujer, colgada de una cuerda atada a la viga de
un baño, vería su rostro en el instante inmediatamente anterior a morir. Y pensó que le
gustaría ser su hija para saber cómo su hija veía su rostro desde debajo del agua,
mientras se ahogaba en la bañadera cuando todavía no había cumplido tres años. Y
pensó que le gustaría ser él mismo, desde fuera de sí mismo, para ver su rostro como su
propio rostro, sin dejar de ser a la vez el que mira y el que es mirado.

Y todas las voces en la voz de aquella mujer. Las voces de su mujer y de su hija en la
voz de la mujer que tenía la palabra compañero en la boca.

Y cómo sería su voz si él la escuchara como si no fuera suya. Y cómo su rostro si ese
rostro no fuese el suyo. Y el mundo si no fuera también su mundo.

Apretaron la cuerda a más no poder contra su cuello. La cuerda tiraba hacia arriba y
él se ponía en puntitas de pie.

3.5

Llegó, entonces. El banquito sacaron. Y. Pies suyos. En el aire han. Hormigas flotando
en el aire. Quedado ha. Aire en su cabeza. Una ventisca. Una velocidad ida. Aquello que
ya siempre se ha ido. El hormiguero hecho con toda la tierra que durante millones de
años pequeñas hormiguitas fueron montando en su cerebro, de pronto, se desplomó y
esa tierra blandita y trabajada, como si de un barranco se tratara, se deslizó rápidamente
hacia abajo, en derrumbe hacia su garganta seca, deslizándose hacia el fondo de sus
pulmones que entonces lleno de tierra inmemorial pretendieron, una y otra vez, el ritmo
acérrimo de la expansión y la contracción sin lograr que el aire que había ascendido
hacia su cerebro se dignara a la vida. Como decir: su cerebro dentro de los pulmones. O:
deshecho en miles de partículas de tierra, su cerebro dentro de dos bolsas que ha punto
han. Por lo que: en el aire hormigas han –que en el vacío que su cerebro deshecho en
inmemorial tierra desbarrancando hacia sus pulmones, hormigas han. O, claro está: han
hormigas flotando en el desierto del que ha ido para no regresar. Ha sido. Ha sido así. Y
de muchos otros modos ha.
Pero uno maravilloso entre todos. El banquito desplazado. Sus pies colgando en el
aire. La soga impaciente en la garganta. El hormiguero desplomado. La tierra llenando
sus pulmones. Y de repente su rostro. Él mismo viendo al que él mismo ha. Fuera de sí
mismo viendo a ese que sido. Ha. Que significó de pronto estar fuera del mundo del
que sido. En otro mundo desde el que el mundo siempre ya ha sido.

Vio la venda tapando sus ojos y los bigotes y la barba blanquísima y los pelos
ensortijados, armando, en conjunto, el bosque helado que ocultaba en la distancia el
rostro. Y su rostro no era, a sus ojos, más que esas ráfagas de años cruzando el desierto
vacío. Las zanjas abiertas por sus arrugas, la boca escondiendo el bicho muerto de frío
entre los dientes amarillos, negruzcos, que en tiempos ha, lengua decía. Pobre cuerpo
colgado buscando cadáver. Buscándose cadáver en esos últimos estertores eléctricos de
gusanos nucleares que acogidos entres células y tejidos. Cadáver desde hacía tanto y
cadáver todavía no. Ese era el que. Mundo fuera del mundo para verse cadáver sido y
cadáver todavía no. Poca cosa. Desgajándose. Yendo a. Una promesa tan esperada y
luego tan poca cosa ahí.

Pero vio de nuevo la venda tapando sus ojos y pensó que de ello dependía la
existencia de lo que es, si sus ojos se ofrecieran a sus ojos, sin dejar de ser esos ojos los
suyos, la lógica que arrastra al mundo impidiendo que cada existencia se comprenda –
sin mediaciones, sin comunidad, sin ningún otro de por medio, ni amo ni esclavo que
necesitar para reconocerse– a sí misma, se arruinaría para ya no haber necesidad de
mundo. De esa venda entonces, pensó, dependía la continuidad, si esa venda fuese
arrancada y él pudiera ver sus ojos no como objetos en un espejo siempre extraño sino
como sus ojos mirándolo, entonces todo se detendría para él –para ellos– en la más pura
contemplación, en la más cerrada completitud, sin necesitar mundo ni existencia que
dejara registro que alguien en el fondo de sus ojos ha.

3.6

Eso fue todo. Un momento fue, un segundo que duró el segundo que dura el universo
para los inmortales, impávidos, impasibles, dioses añejos que lo crearon –a él y al
universo en él, o al universo y a él en el universo–, lo engendraron como si un pedo –
que dura, justamente, dura, ¿uno, dos?, ¿tres?, segundos en el aire y se pierde, nada– se
les hubiera caído. Se les hubiese, distraídos, un pedo, caído. Y nadie para recogerlo,
guardarlo en la memoria olfativa de la impertérrima especie, en el fondo de las divinas
narinas.
A sus pies, entonces, devolvieron el banquito, sin que él pudiese, en ese momento,
volver, ¿no?, a él que ya estaba de nuevo en sí mismo. Seguro devolviéndole el aire a
sus pulmones, de tal forma que la tierra amontonada en sus fondos ascendiera,
succionada hacia un cerebro que esperaba el milagro de ese volver. A sí. A sus
hormigas el cobijo, los vericuetos, los pasadizos y túneles donde hacer su trabajo. Pero
él. Padre. Señor Padre. Quedándose fuera de él, fuera del mundo, no sintió mundo ni
milagro de sentir que hormiguitas todavía. Como un perro fuera. Afuera, en la entrada
de la casa de su propio ser se tratara. Sin poder. Claro está. Sin llaves que olvidadas
hicieran del umbral el hogar perpetuo. Y va. Lo ve. Respirar ve a ese. Y la mujer que lo
toma del brazo, afloja la cuerda y se la quita por encima de la cabeza. Y la mujer que
todas las mujeres ha, en ella, en sus ojos, el recuerdo de cómo su rostro cuando el aire se
ha ido. Ve a esa mujer bajándolo del banquito, poniéndole la capucha y ve en esa mujer
a todas sus mujeres. Porque acaso qué. Cómo. Hubiese sido la mujer que su hija no ha
sido, si no hubiese muerto entre las aguas prosaicas viendo el ver de los ojos de su
padre viéndola morir. Sino como aquella que ahora ha terminado de ponerle la
capucha, sin saber, ella y todas las mujeres en ella, que él no está. No debajo de la
capucha, sino viéndose a sí mismo bajo la capucha, adivinándose detrás de la capucha.
En ningún lado, pero siempre afuera. Desde la Gran Perspectiva. De verse así, de lejos,
acompañado por esos hombres hacia el comedor, seguido por la mujer que bien, bien su
hija habría podido ser, subiendo después las escaleras hacia el descanso y luego vuelta
de nuevo hacia los pocos escalones que daban a su altillo.

3.7

Y cuando entra, él que ya siempre está fuera de él, cae contra la cama empujado por las
fuerzas movilizadas que con el mismo impulso cierran, cierran, cierran otra vez, una
vez más, cierran, clausuran, suspenden, anulan, niegan, cosen, nihilizan, anonadan, la,
claro está, bendita puerta de su altillo. Y quiere dormir y no puede dormir con tantas
hormigas cavando túneles en su cerebro y despierta y no despierta porque quiso dormir
y no pudo dormir y entonces no despierta, solo le parece despertar, o llama despertar al
registro consciente del trabajo anónimo e impiadoso de sus hormigas cavando túneles
para alcanzar, digamos, el núcleo ígneo de la tierra. En todo caso, despierta, y despierta
por los rayos de luz matinal que se cuelan abruptos por la ventanita de la que, al
parecer, han quitado las maderas que –vaya despliegue de negación– clausuraban,
anulaban, anonadaban, nihilizaban, suspendían, su función, su existencia como agujero
por donde rayos tibios de luz matinal suelen, solían o deberían soler. Ahora, entonces.
Está ahí dejando que la mañana haga lo suyo en su rostro, en sus ojos ya sin vendas. Y
lo sorprende que hayan dejado que la mañana. Hayan dejado el sol. Y la luz. Lo
sorprende la amabilidad de haberle dejado las manos. Y entonces frotarse libres, sin
sogas que las aten, buscando calor. Se sube de la cama y ve por la ventanita el parque,
las hojas amarillas sobre el pasto, los árboles desnudos, el portón oxidado de lo que era
o había sido la entrada de su casa. Se baja de la cama y le parece que es esa luz la que lo
empuja y arrastra como si su cuerpo resucitado fuese luz en la luz, partículas, en todo
caso, de luz, amontonadas, buscándose unas a otras conformaran cuerpo y
materialidad. Porque acaso de eso se trataba resucitar, hacerse luz en la luz, descender
con la luz, dejarse arrastrar y desmembrar y deshacer en la luz. Pero toca el piso y solo
es la luz la que se dispersa, mientras él recobra la sensación en la planta de los pies de
tener pies y sensación. Entero, macizo, uno, ve la luz dispersarse, alcanzar los rincones
del lugar, pasearse sobre las cosas, mecerlas en un sueño quieto, y no encuentra, se da
cuenta que no encuentra, siendo mecido por la luz maternal, la montañita de mierda
que ayer nomás. Ayer. No. Ayer o cualquier otro día. Nomás ahí cerquita, él se había
perro. Y entonces la pregunta acerca de si había sido capaz. Buscó entre las cosas el
buzo con el que quizás habría limpiado el enchastre que alguien o él mismo, ayer
nomás, o cualquier otro día. Y no había buzo. Y no había ya mierda bajo la luz sobre el
piso. Y entonces acaso, cuán lejos de un perro nomás.

3.8

Y entonces el asco. O las ganas del asco, ganas de sentir asco, y sin embargo darse
cuenta de que ni para el asco le da, a pesar de que la lengua, su lengua pesándole entre
los dientes amorronados, gusto a mierda le parece. Y se pregunta entonces por qué no
es capaz de sentir asco ante el gusto a mierda que su lengua ha decidido. Se pregunta
más bien –y la pregunta ya es la respuesta de por qué no es capaz de un asco que le
devuelva humanidad– con qué, con qué mierda, va sentir el gusto de su lengua, si es su
lengua la que tiene gusto a mierda. Con qué lengua sentir el gusto de la lengua. Con
qué lengua detrás de la lengua para saber que existe así una lengua y con ello un gusto
a lengua. Y no solo un gusto a lengua, sino un gusto, el gusto, de su lengua, no
cualquier lengua, cualquier anónima, general y universal lengua, sino esa, particular,
individual, única lengua. La suya. Y claro está, ese pensamiento, su desglose, funcionó
como un modo de olvidar la pregunta acerca de. Porque quizás su lengua, o la lengua
en cuanto lengua anónima y general, tenga ella misma gusto a mierda sin que uno,
cualquiera, pueda degustar el sabor a mierda de su propia lengua y vivir así tranquilo
sin que ese gusto de la lengua nos devuelva nuestra proto-cerebral ontología perruna.
Porque sin lengua con la que degustar la lengua puede la especie vivir serena con una
lengua que tiene gusto, siempre, a incertidumbre –mierda, limón, eucalipto, ajo, lo que
fuere. A no ser, pensó Padre, pensó Señor Padre, que pudiera arrancarse su propia
lengua, no mucho, no tanto, solo un pedacito, la puntita por ejemplo, para entonces,
claro está, degustar –con el muñón de lengua que habrá de quedar– el gusto que tiene
su lengua, las lenguas en general, y con ello, verdaderamente, sumar al conocimiento
universal una porción más, dar otro paso hacia el saber que finalmente defina a qué
huele, cómo está compuesto, hacía donde se ha expandido, cuál es la materia última del
pedo que a los impasibles, distraídos e inmemoriales dioses se les ha caído para
engendrar de una vez por todas, al menos durante el segundo –¿uno, dos?– que todavía
dura ese pedo en el aire, el universo todo y en ese todo, entre muchas otras cosas, claro
está, el gusto que debería tener la propia lengua.

No entonces movido por el asco, sino más bien buscando ser capaz de alguna
sensación de asco que le devuelva humanidad y lo aleje de su perro íntimo, Padre
mordió su lengua y arrancó un pedazo de su lengua, no mucho, no tanto, solo la
puntita, para no quedar de su lengua, al menos como parte constitutiva de su cuerpo,
un muñón que a pesar de no ser más que un muñón en su boca todavía podía definirse
como lengua. Y Señor Padre degustó el pedacito arrancado de lengua y no sintió
verdaderamente nada que distinguiera ese pedacito del mundo de cualquier otro
pedacito de mundo, es decir, no sintió más que el gusto del pedo divino que a los
distraídos inmemoriales se les ha caído, que es también como decir que no sintió nada
que distinga ese pedacito de lengua de, por ejemplo, una hoja, un lápiz, un manojo de
pasto, un dedo, un pelo de cabra, o cualquier otra expresión del mundo, por lo que se
vio, Padre, impelido a escupir la puntita de la lengua y morder y arrancar otro pedacito
para ver si ese nuevo pedacito le daba sí, la certeza del gusto de su lengua, pero como
ese pedacito no tenía un gusto diferente al anterior ni a ningún otro pedacito de mundo,
volvió a escupir y luego arrancar de nuevo otro pedacito de lengua, y después otro y
otro más hasta no quedar, ciertamente, de lo que en su mínima expresión pudiera
llamarse lengua, nada de nada.

3.9

Ni restos, entonces, de mierda que alguien o él mismo había dejado como obsequio y
don, amontonado en alguna parte del altillo, pero tampoco resto alguno de su lengua
sino los pedacitos que escupió. Entonces se dio cuenta que tampoco –oh, vastedades de
la negación– tampoco se encontraba ni el Messerschmitt ni las piezas sueltas del
Messerschmitt sobre la mesa de trabajo.

Padre pensó que seguramente habían sido aquellos, pero no aquellos, sino esa mujer
y todas las mujeres en esa mujer, la que se llevó, llevaron, su Messerschmitt o las piezas
sueltas de su Messerschmitt, quitándole con ello lo que Señor Padre consideraba
horizonte, meta y destino. Y entonces Padre supo que aquella mujer debía,
definitivamente, ser su mujer, porque entre todas las mujeres en esa mujer, solo a su
mujer se le ocurriría quitarle y privarlo de su destino-Messerschmitt.

Pero a él le habían informado, ayer o antes de ayer, o un día cualquiera del pasado, o
incluso un día cualquiera que estaría por venir, que su mujer se había colgado de la viga
del baño del tercer piso del Ministerio, y se preguntó acerca de qué había escuchado
aquella vez, e incluso qué había escuchado hacía un rato cuando él fuera de él mismo,
fuera del mundo en el que había sido colgado de la viga del baño.

Se preguntó si, en verdad, no había estado solo compartiendo un momento con los
muchachos que tan amablemente le permitieron aspirar sus hormigas, mientras aquella
mujer en la que todas las mujeres, negociaba su existencia sin necesidad de esa
brutalidad, sin perder los buenos modales, omitiendo el banquito, la cuerda atada a su
cuello tirando hacia arriba para que las puntitas de sus pies perdieran sostén y
quedaran en el aire para probar un poquito, durante uno o dos segundos de que se trata
eso de perder el mundo, por lo que entonces, en algún momento en que la voz de
aquella mujer le traía las voces de todas las mujeres y entre ellas la voz de su mujer, no
fueron sus hormigas –se preguntó– las que yendo y viniendo por los recovecos y
escondrijos de su cerebro las que encontraron en el fondo de alguna de sus tantas
cuevitas, dibujada contra sus paredes, grabada a fuego desde la pre-historia de su
noche, la imagen nunca vista, pero siempre imaginada, de su mujer colgada de una
cuerda atada a la viga de un baño, bamboleándose todavía.

IV

4.1

Bien podría entonces haber dispuesto de un desorden general que hiciera de esa
imagen, carne viva. Él mismo colgado de esa viga en lugar de su mujer. Él mismo
viéndose desde fuera colgado de la viga como ayer o antes de ayer, o en algún
momento del mundo, imaginó a su mujer colgada. Por lo que, ciertamente, no había
podido ser su mujer la que había decidido hacer desaparecer su Messerschmitt y las
piezas sueltas de su Messerschmitt. Porque además era posible que el Messerschmitt
haya encontrado su límite y con ello desaparecido. Porque el Messerschmitt que un día
recibió por correo en una caja forrada de papel metálico, no era cualquier
Messerschmitt, sino todos los Messerschmitt en el Messerschmitt. En este, en ese solo
avioncito de escala 1/32, se encontraba también el Messerschmitt de escala 1/64 y el
Messerschmitt 1/128, pero no como tres avioncitos separados sino incluidos en el
Messerschmitt de escala 1/32 que recibió en aquella caja de papel metálico que tan
propicio le pareció para envolver un avión.

Aunque al principio no había registrado tal prodigio, al armar el Messerschmitt


escala de 1/32 descubrió que cada una de las piezas de eso que ya era una miniatura
podía, por medio de una formidable estrategia técnica, encastrarse dentro de sí misma
para armar en conjunto otro Messerschmitt, el mismo, pero de escala 1/64. Y claro está,
cuando armó el Messerschmitt 1/64 se dio cuenta que cada una de sus piezas también
podían encastrarse dentro de sí mismas de tal modo que el artefacto de escala 1/64
podía reducirse a otro igual pero de escala 1/128.

No sin arruinarse los ojos, no sin precipitarlos a un rojo fuego que prometía
incendiarlos, no sin condenarse a una mística oriental de la desaparición del todo en la
parte y de sí mismo en el Messerschmitt, Señor Padre fue armando un avión tras otro y
con ello desarmando un avión tras otro para encontrar cada vez una nueva meta, correr
hacia más allá su propio límite, poniendo en juego su capacidad de concentración y su
habilidad de manejar piecitas que reduciéndose apenas si podía sostenerlas con la
punta de la yema de sus dedos –negándose incluso a usar pinzas o microscopios porque
aquello representaría una facilitación indigna.

Así entonces pasó de la escala 1/128 a la escala 1/256, y en la 1/256 descubrió la


posibilidad de alcanzar la escala 1 512, y supo que en la escala 1512 se escondía el
Messerschmitt 1/1024 y en la 1/1024, la 1/2048, y en ésta la 1/4096, y cuando llegó a la
1/4096 se preguntó dónde se encontraba el Messerschmitt 1/32 que un día le
obsequiaron enviándoselo por correo en una caja forrada de papel metálico en el que
Señor Padre, al recibirlo, supo ver su rostro mal reflejado por las dobleces y sonreír
serenamente pensando cómo vería su rostro si de él no fuera ese rostro.

4.2

Pasados los años, la misma sonrisa se dibujaba en el rostro de Señor Padre al


preguntarse dónde había quedado su Messerschmitt escala 1/32, y más que una
respuesta, esa sonrisa era la expresión de satisfacción que Señor Padre sentía cada vez
que pensaba en los alemanes y en la capacidad alemana para construir aviones y
réplicas en miniatura de sus aviones, ya que cada vez que pensaba en los alemanes y en
su aviones también pensaba en la capacidad alemana de engendrar alemanes tan rubios
y fuertes como sus padres rubios y fuertes, y en la capacidad de esos hombres rubios y
fuertes de engendrar razas de perros acorde a su dignidad alemana, como el Ovejero
Alemán que ni comparación tenía con el Dogo Argentino, porque por más fuerte y
digno que el Dogo Argentino parezca, no era el Dogo Argentino más que el producto
artificial de una cruza, mientras que el Ovejero Alemán solo era Ovejero Alemán, sin
cruza, sin rebajarse a penetrar ninguna perra que no sea, claro está, una digna Ovejero
Alemán, por lo que en ello radicaba la diferencia entre el Estado Alemán y el Estado
Argentino, este permitiendo una cruza indigna y el otro sosteniendo la pureza,
pensando entonces que si debiera elegir qué perro podría penetrar a su mujer elegiría
sin dudarlo a un Ovejero Alemán, logrando con ello, con la imagen de un perro, uno
cualquiera pero inevitablemente un puro Ovejero Alemán, penetrando a su mujer, esa
sonrisa dibujándose, serena y satisfecha, en su rostro.

4.3

Pensando en ello, siguiendo más bien esa cadena de asociaciones que invariablemente
terminaba en esa imagen y en esa sonrisa, Señor Padre pasaba larguísimas temporadas
en su altillo trabajando en su Messerschmitt, pasando de una escala de Messerschmitt a
otro escala del mismo Messerschmitt, sin perder el Messerschmitt original, que de algún
modo perduraba oculto dentro de sí mismo, gracias al desarrollo técnico alemán que
había logrado encajar un Messerschmitt 1/32 en otro, pero el mismo, de escala 1/8188.
Claro que, a esa altura, o más bien, llegado a ese tamaño, el Messerschmitt Bf 109 había
desaparecido.

No desaparecido. Esa es solo una forma de hablar. El Messerschmitt no había


desaparecido, en todo caso, permanecía oculto en la expresión mínima que había
alcanzado. Aunque esta última también es una forma de hablar. En un caso o el otro o
en un caso y el otro –oculto y sin embargo a la vista de cualquiera–, Señor Padre seguía
trabajando con su Messerschmitt sin ver a su Messerschmitt, constantemente con el
Messerschmitt entre sus dedos sin sentir ningún Messerschmitt entre sus dedos.
Empujado por la pasión de estar siempre corriendo el límite de su capacidad de
concentración y trabajo, y el límite de las posibilidades de existencia del Messerschmitt,
no se preocupaba si el Messerschmitt había dejado de existir o si verdaderamente, allí,
entre las yemas de sus dedos, se encontraba el Messerschmitt 1/8188. Por lo que
entonces pasó de la escala 1/81188 a la escala 1/16376 y de ésta a la 1/32752, con una
facilidad que a él mismo lo asombraba pero que respondía a la habilidad que había
desarrollado.

Ese era su secreto. La escala 1/32752. Desde esa partícula infinitesimal miraba el
mundo y el mundo cabía en esa partícula. En el secreto estaba la dignidad, la
posibilidad de proteger su partícula de universo y el universo en su partícula.
Imaginaba a la gente alardear de sus logros, los que fueren, y él, siempre en silencio,
repasaba mentalmente cómo había sido la epopeya de alcanzar ese límite de existencia
construyendo su Messeerschmitt 1/32752.

4.4

Sin embargo, a veces se le perdía –pasaba días enteros buscándolo– y cuando le parecía
encontrarlo –y encontrarlo significaba más o menos lo mismo que no encontrarlo–, se
decía, sosteniendo el invisible Messerschmitt entre sus dedos alzados buscando algún
cielo, dejando que la luz de la ventanita ilumine su trofeo, que no tenía por qué
mantener en secreto su epopeya impostando una humildad tan poco alemana. Entonces
se imaginaba mostrándole al mundo su conquista –programas televisivos, revistas
científicas, página web–, exhibiendo su Messerschmitt ante los ojos que fueran capaces,
y si no había ojos que fueran capaces, microscopios que revelen la enormidad en lo
infinitamente pequeño.

4.5

Así fue hasta que ese día volvió a perder su Messerschmitt y eso significó la negación
coronada. No estaban las maderas ocultando su ventana, no estaba la ropa y la bolsa
que había traído cuando decidió mudarse a su altillo, no estaba la mierda
desparramada en su habitación, no había gusto a mierda en su lengua, ni había lengua
que distinguiera el gusto de su lengua, ni había, siquiera, lengua en su boca, y ahora, no
encontraba su Messerschmitt.

Y eso que lo buscó por todos lados. Mucho; tanteando sobre la mesa y repasando la
superficie del colchón y el piso. Tanto que Señor Padre pensó, mientras continuaba
buscando, que si llegara a encontrarlo terminaría con el Messerschmitt, haciendo
mierda su trabajo de miniaturización del Messerschmitt. Desarmaría su obra, o más
bien volvería a armarla al revés, hacia atrás, desde la escala 1/32752 hacia la escala 1/32,
para devolverle su tamaño original y con ello borrar la tarea que había sido la tarea de
su vida. Entonces se le ocurrió, ahí en ese momento –oh azares de la revelación–, si
verdaderamente tenía ganas de deshacer su obra, yendo desde la miniatura
infinitesimal hacia la escala original, podría extremar su trabajo de negación y ruina, de
tal forma que alcanzada la escala 1/32, pasaría a una escala 1/16. Estaba seguro de que la
maestría de la técnica alemana en esos menesteres había previsto la posibilidad y solo
estaría esperando que un genio como Señor Padre se diera cuenta, para hacer de una
pieza el doble de sí misma. Si cada pieza del Messerschmitt podía reducirse a su propia
mitad, seguramente cada pieza del modelo 1/32 del Messerschmitt podía aumentar a su
doble. Solo se trataría de encontrar el dispositivo. Entonces podría ir de lo infinitamente
mínimo a lo asombrosamente enorme. Alcanzada la escala 1/32, tendría que
desencastrar las piezas y obtendría la escala 1/16, y de este Messerschmitt pasaría al de
la escala 1/8 y de este al de la escala 1/4 y luego al de 1/2 y luego, finalmente, al
Messerschmitt original, al verdadero Messerschmitt.

Claro que, para ello, llegado a la escala 1/16 o 1/8, debería sacar el Messerschmitt de
la casa y llevarlo a algún descampado de las afueras o algún espacio abierto donde
pudiera caber su obra. Y desde allí, digamos El Palomar o Ezeiza, Señor Padre, según lo
que Señor Padre imaginaba mientras buscaba su Messerschmitt infinitamente mínimo,
subiría a la cabina de su Messerschmitt, prendería los motores, tomaría carrera y
emprendería vuelo. Primero sobrevolaría la ciudad, dando un par de piruetas a título
meramente decorativo, cayendo a pique hacia la punta del obelisco. Luego, enseguida,
retomando altura, se dirigiría a la Plaza Central y dejaría caer sus bombas sobre el
Palacio de Gobierno. Después giraría una y otra vez por sus aledaños, jugando un poco
a embocar alguna bomba sobre la cabeza de alguno que pasase por ahí, hasta que toda
esa gentuza estuviera al tanto de la sabiduría alemana y del valor del trabajo de Señor
Padre encerrado durante tantos años en su altillo, y con ello, claro está, se decidiera
unánimemente cederle la Suma de los Poderes Públicos para desarrollar su plan de
gobierno dedicado a la cría y reproducción de la especie hasta lograr los mejores perros
del mundo, o al menos a la altura de los mejores perros alemanes, cruzando los mejores
Ovejeros Alemanes que se encontraran en el territorio argentino con las mejores
hembras humanas que residieran en el territorio argentino, transformando la economía
nacional dedicada desde entonces a la exportación de sus más aptos ejemplares.

4.6

Aunque, claro está, para ello primero debía encontrar su Messerschmitt, y su


Messerschmitt no aparecía. Sin embargo, lo que sí encontró fue la capucha de cuero
negro con un cierre grueso y dorado, que aquella gente había usado para negociar su
existencia cuando lo colgaron del cuello a la viga del baño aquel largo segundo, y
pensó, mientras repasaba entre sus dedos la textura fría del cuero, si esa capucha no era
la misma que habían usado cuando, como un modo de pagar viejas e impagables cuitas,
las Fuerzas Armadas junto al de la Triple A gozaron de los vírgenes recovecos anales de
su mujer.
Aunque, en verdad, no valió ese pensamiento sino por lo que entonces despertó en
Señor Padre: “mi mujer no podía estar bajo esa capucha”. Si mi mujer estuviese viva –
pensó Señor Padre– se habría llevado mi Messerschmitt. Pero estoy seguro de que mi
Messerschmitt –aún en su escala 1/32752– se encuentra en esta habitación. En
consecuencia, mi mujer murió colgada tal como una vez me lo informaron. Y claro está,
si mi mujer estuviera muerta no podría entones ser la mujer que se encontraba bajo esta
capucha.

Intentó entonces reconstruir lo que había negociado con las Fuerzas Armadas, si es
que algo había tenido que negociar con las Fuerzas Armadas, porque de fondo qué
había tenido que estar negociando con las Fuerzas Armadas cuando ciertamente a las
Fuerzas Armadas nunca le habían cabido negociar con él y con los de su clase, sino más
bien solo obedecer lo que él y los de su clase ya siempre habían negociado, por lo que,
ciertamente, si había existido alguna relación con las Fuerzas Armadas, algún favorcito
de las Fuerzas Armadas, debió haber sido únicamente por el gusto de hacerlo. Por
ejemplo, hacer desaparecer a esa intrusa que desde la muerte de su hija ocupó su lugar
en la casa, usurpando los beneficios que a su hija fallecida –como a cualquier cría de su
estirpe, como a cualquier descendencia de su clase– le estaba reservada. Esa intrusa que,
desde la muerte de su madre, se entregó a la organización y pasó a la clandestinidad
solo para humillar a Señor Padre y mostrarle a Señor Padre de lo que sería capaz. Y
pensó, Señor Padre, si no había estado confundiendo las cosas, y acaso, la visita de las
Fuerzas Armadas y del de la Triple A, en vez de responder a una deuda improbable se
debía a las ganas, más bien, de hacer desparecer a esa intrusa montonera, aprovechando
que su madre se había colgado de una soga en el baño de la casa y ya no había quién la
protegiera.

Si ahora Señor Padre se sorprendía de esa revelación, ciertamente, el día en que


Señor Padre vio a la chica con la capucha en la cabeza siendo violada por el Ayudante
de Albañil Argentino, no se sorprendió en lo más mínimo. Desde el mismo momento en
que incorporó el nombre de la chica y la dirección de su casa a las listas que el
Ayudante de Albañil Argentino y las Fuerzas Armadas compartían –pidiendo con
énfasis que sean puntuales ya que él quería estar presente–, lo había estado imaginando.
Por lo que al entrar en la casa y encontrarse finalmente con el de la Triple A tomándola
con fuerza, penetrándola tanto, una y otra vez exclusivamente por el ano virgen y
diminuto, sabiendo que eso era lo que estaba esperando, simplemente se sentó en el
sillón individual del comedor para contemplar mejor y más cómodo el espectáculo.

Pensando que seguramente a la chica le terminaría gustando que la reventaran de


esa forma tan humillante, Señor Padre enseguida se desabrochó el pantalón y empezó a
masturbarse. Pero lo que en verdad le calentaba no era tanto que el Ayudante de la
Triple A la estuviera desvirgando ni que las Fuerzas Armadas se hicieran chupar la pija
corriéndole un poco la capucha, sino la conjetura de que la chica sabía lo que estaba
pasando, que aquellos señores eran invitados de Señor Padre y que Señor Padre estaría
masturbándose ahí en el sillón, mirándola. Con esa idea, acaso antojadiza, Señor Padre
se acercó a la chica e intentando que ella no se diera cuenta, se sentó a su lado. Quería
saber que la chica sabía. Miró la capucha, pero la capucha era de un cuero lo
suficientemente fuerte como para que nadie pudiera ver a través de ella. Señor Padre
pasó su mano por delante de la cara de la chica y no pareció que la chica identificara
que una mano pasaba por delante de su cara. Señor Padre volvió a su sillón individual
para continuar masturbándose. A pesar de toda evidencia, Señor Padre pensó que la
chica hacía que no sabía y ese pensamiento le facilitó eyacular rápidamente.

4.7

Seguramente fue entonces –el mismo día o un poco más tarde– que la mujer le dijo a
Señor Padre que le daba asco su existencia. Hijo de puta, qué le hiciste a nuestra hija –
preguntó la mujer–, y Señor Padre se quedó pensando en las palabras “nuestra hija”. Le
sorprendió de pronto el giro lingüístico del plural que aquella mujer había usado,
incorporándolo al conjunto de los que han tenido una hija. Enseguida pensó si acaso esa
chica que él había agregado a la lista y que había dejado a manos de las Fuerzas
Armadas y de la Triple A, no era efectivamente su hija. Desde que aquella chica dijo
haber sido acariciada por debajo de su bombacha y toqueteada por Señor Padre, Señor
Padre vivió en la incertidumbre; a veces le parecía tener dos hijas, una de los cuales
había muerto ahogada en una bañadera, mientras la otra seguía con su vida en la casa,
distanciada de él pero lo suficientemente cerca como para no olvidarla. Otras veces, en
cambio, le parecía que había tenido solamente una hija que había muerto hacía ya unos
quince años atrás ahogada en una bañadera, por lo que aquella que veía ir y venir por la
casa no era más que un engendro psicótico del que debía cuidarse y mantenerlo
siempre a una distancia prudente. O bien, también le sucedía entender que se trataba
siempre de una única y misma hija que entrando y saliendo de la casa no había muerto
en ninguna bañadera. O acaso también tuvo dos hijas y las dos habían muerto, una
seguramente ahogada en cierta bañadera. O, claro está, ninguna de sus dos hijas había
nacido y por lo tanto tampoco habían podido morir.

La mujer insistió. Le daba asco su existencia, quería que se marchara de la casa. Y


claro está, Señor Padre pensó que si en ese momento llegaba a poner un pie fuera ya no
volvería a recuperar su Messerschmitt. Por lo que, antes de retirarse, le dijo a su mujer
que iría a juntar sus cosas, luego subió las escaleras hacia el altillo y para su sorpresa vio
que el Messerschmitt no estaba sobre la mesa de trabajo. Señor Padre se demoró
buscando el Messerschmitt debajo de la cama, en la bolsa donde guardaban la ropa
vieja y entre los otros avioncitos, pero el Messerschmitt escala 1/32572 era tan diminuto
que no lo podía encontrar. Andando en cuatro patas, Señor Padre apoyaba apenas las
yemas de sus dedos sobre el piso, atento a cada percepción que su tacto fuera capaz de
sentir. Y sí, encontró algunas hormigas, una partícula de azúcar, otra de arena, un poco
de polvo, la astilla de un escarbadiente, un pedacito mínimo de papel, un moco, un
bicho bolita, pero no su avión.

Luego de un rato, Señor Padre pensó si verdaderamente el Messerschmitt 1/32572


había existido. Aunque, más bien, la pregunta fue acerca de si un Messerschmitt escala
1/32572 era capaz de existir. En todo caso, la pregunta pertenecía a una retórica de lo
indiferenciado, por lo que Señor Padre terminó decidiendo que el Messerschmitt
1/32572 existía, y que si existía le había sido hurtado por la mujer.

Pensó en bajar y decirle a la mujer que no se iría de la casa hasta que no le devuelva
el Messerschmitt, pero apenas se encaminó hacia la puerta, la encontró cerrada y
recordó que se trataba de esas puertas que solo abren utilizando la llave. Se agachó para
ver si la llave estaba del otro lado de la cerradura o si había caído en el piso, pero la
llave no estaba. Pensó entonces que la mujer no solo le había robado el Messerschmitt,
sino que mientras él lo buscaba había cerrado la puerta con llave dejándolo encerrado.

4.8

Resignado, no golpeó la puerta ni gritó pidiendo que vinieran a abrirla. Simplemente


continuó buscando su Messerschmitt. Mientras lo buscaba, encontró la capucha, y
pensó si le convenía que fuera su hija la que había estado bajo la capucha, o si más bien
no le convenía que se tratara de una extraña o incluso que fuera su mujer o incluso él
mismo entregado a la pasión que las Fuerzas Armadas y el de la Triple A habían sido
capaces de desplegar.

Después de algunos días encontró el Messerschmitt, o más bien, decidió que había
encontrado el Messerschmitt y desde entonces se destinó a armarlo pasando de la escala
1/32572 a la escala 1/1, pensando que una vez terminado pilotearía su avión para
bombardear la Plaza de la República, recibir la Suma de los Poderes Públicos, y con ello
lograr el mejor ejemplar que la cruza entre un perro Ovejero Alemán y una hembra
argentina pudiera dar. Sin embargo, el trabajo le resultaba sumamente arduo. Le faltaba
concentración. Se la pasaba pensando si verdaderamente quería que su hija haya
muerto. Aunque en verdad no se trataba de lo que quería sino qué era lo que debía
pensar, por qué, en todo caso, ese pensamiento y no el otro, por qué esa condena de
interpretarlo todo y desde luego, irremediablemente, mal interpretarlo todo, el
comentario inútil de su cabeza, la falta de reglas con las que manejar el no saber –de
quién eran esos pasos que sonaban desde el comedor, quién cerraba el portón del
parque, quién abría la ventana, qué hacía toda esa gente dando vueltas en su casa–, y
desde luego, no poder avanzar un ápice con respecto al armado de su Messerschmitt y
la asunción de la Suma de los Poderes Públicos.

5.1

Esas y muchas otras cosas pensó y hubiese seguido pensando aquel primer día de su
encierro. Sin embargo, prontamente, cuando escuchó los pasos que subían las escaleras,
abandonó toda disquisición porque entonces tuvo miedo de que volvieran a buscarlo
para colgarlo otra vez –¿y cuántas veces ya?– de la viga del baño, y no supo, Señor
Padre, establecer cuánto tiempo había durado ese primer día de encierro, cuántos días
que no están en los días había durado ese primer día de encierro. En todo caso, Señor
Padre ya pronto se encontró rogando que esa vez le quitaran el banquito de verdad y
que sus pies quedaran colgando en el aire hasta que sus pulmones ya no fueran capaces
de nada. Pero pensó también que acaso regresaban para darle de comer y ese
pensamiento se le transformó enseguida en el ruidito que le hacía la panza. Supo que
tenía hambre o más bien se inventaba el hambre para no pensar que debía otra vez
pasar por eso de la cuerda apretándole el cuello. Se preguntó cuánto tiempo había
estado sin comer. Se acercó a la puerta y allí esperó a que alguien la abriera para dejar
ahí, al costadito, su comida. Pensó en un tacho con carne picada y no supo por qué
pensaba en un tacho con carne picada. Recordó que eso era lo que su mujer le daba de
comer a sus perros. Los pasos se detuvieron y se hizo silencio. Señor Padre pensó que
estaban jugando con él. Solo tenía que tener un poco de paciencia y no empezar a gritar
o a lastimarse. Cuanto él más gritara, la comida más tardaría. Y si se lastimara
cortándose los brazos y el pecho con las piecitas del Messerschmitt, no solo le quitarían
las piezas del Messerschmitt, sino que también, cuando finalmente le trajeran la comida,
no solo se la negarían, sino que también lo golpearían con una varilla para que no
vuelva a hacerlo.

Solo se trataba de una deducción, que al menos le permitía justificar su espera. No


gritó ni se lastimó con nada, pero los pasos no avanzaron hacia el altillo. El silencio
perduró hasta que una voz dijo “no subas al altillo”, y Señor Padre, pensando que
aquella voz era acaso la voz de su hija, gritó el nombre de Carla. Carla, Carla, dijo Señor
Padre, sin embargo, pronto se detuvo dudando si el nombre de su hija era ciertamente
Carla o más bien no se llamaba de otra forma, por ejemplo, María, o Sofía. Le gustó
“Sofía”. Quiso decir Sofía, pero la música que habían puesto taparía lo que entonces
tuviera ganas de gritar –Carla, Sofía o lo que fuere–, y se calló. Señor Padre se preguntó
cuánto tiempo hacía que habían puesto esa música sin que él la hubiera escuchado. O
acaso la música apareció así de improviso cuando él gritó el nombre de Carla.

Prontamente, descubrió que la música se mezclaba con el murmullo de la gente, y


Señor Padre se preguntó qué hacía tanta gente en su casa. Se imaginaba una fiesta,
intentaba concentrarse para adivinar alguna palabra, algún grito entre tantas voces,
pero la música se lo llevaba todo como si de un río arrastrando sus camalotes, su basura
y sus peces muertos, se tratara. Sin embargo, un rato después la música se apagó y
todos, a la vez, hicieron silencio. Una voz amplificada por un micrófono llenó los vacíos.
Bienvenidos al Centro Cultural Las Pasiones Alegres, fueron sus palabras. Dijo algunas
cosas sobre la poesía, y luego de repente: el nombre de Carla Verón y algo sobre los
relatos que Carla Verón iría a leerles.

Con los papeles entre las manos se paró junto al micrófono y entonces se escuchó su
voz chiquitita, que, sin preámbulos, decía:

“Muchas veces le había planteado la necesidad de separarse, pero esa vez parecía
definitiva. ‘Si no te vas, te mato’, dijo la mujer empuñando un arma en su mano
derecha. ‘Si no te vas, me pego un tiro en la cabeza’, agregó llevando el caño del
revólver hacia su sien. Señor Padre recogió unas pocas cosas de su dormitorio, las metió
en un bolso y se dirigió a la puerta, pero penas la abrió se dio cuenta que si se marchaba
de aquel lugar ya nunca más vería a su hija”.

Al escuchar aquella voz, Señor Padre se preguntó si no era la voz de la mujer que
escuchó tantas veces cuando le daban de probar un poco de muerte, colgándolo de la
viga. Pero escuchó a aquella mujer leer su relato y le pareció escuchar en esa mujer a
todas sus mujeres, porque acaso qué, pensó Señor Padre, cómo hubiese sido la mujer
que su hija no ha sido –Carla, Sofía o el nombre que fuera–, si no hubiese muerto entre
las aguas prosaicas viendo el ver de los ojos de su padre viéndola morir, sino como
aquella que leía aquel relato.

Pero el asombro de Señor Padre no solo respondía a aquella voz sino también a lo
que esa voz decía. Sabía que esas mismas palabras ya las había escuchado antes. Acaso
no ese relato, sino uno más o menos parecido. Incluso le pareció haberlo leído en las
hojas que alguien, uno o muchos, o acaso él mismo, había escrito y guardado en la
bolsa, junto a ropa vieja y un cuchillito.

Mientras el relato continuaba, Señor Padre buscó la bolsa. Sacó buzos y pantalones.
En el fondo de todo encontró el cuchillito, pero no los papeles que estaba seguro de
haber leído haciendo un agujerito en la madera que tapaba la ventana.

El relato había terminado. Se escucharon aplausos. Pero luego la voz resurgió. Señor
Padre volvió a buscar los papeles debajo de la cama y luego debajo del colchón. Los
papeles no estaban por ningún lado. La lapicera con la que alguna vez había escrito en
ellos, tampoco. Pensó que la mujer que leía se los había robado. Aquellas eran sus
palabras. El nuevo relato ya había comenzado. Se detuvo a escuchar. Las palabras
diminutas atravesaban el silencio y parecían puntadas en su pecho. En ese momento,
Carla Verón leía:

“Sentía ardor en los ojos. Dejó las hojas sobre la cama y pensó si aquellos papeles no
habían sido escritos por una misma persona. Alguien que cada vez debía comenzar
todo de nuevo. Que prefería el juego interminable de las interpretaciones a la
devastación de todo sentido. Un solo hombre haciéndose muchos, sin importar
perderse él mismo en la multitud que creaba. Pensó que ni siquiera se trataría de una
decisión, sino del desgaste del tiempo aniquilando el recuerdo, empujándolo todo hacia
atrás hasta transformar lo que sucedió un día, una semana, un mes atrás, en el fantasma
evanescente y tartamudo de la imaginación”.

5.2

De nuevo los aplausos. Y luego lo que sería el último relato:

“Señor Padre escuchó el relato de Carla Verón pensando que esas palabras que
escuchaba eran las palabras que él había escrito en estos papeles que ahora estoy
leyendo –y que, por ser estos mismos sus papeles, él no podía encontrar. Y hubiese
seguido escuchando este último relato que yo tengo para leer, si es que entonces no
hubiera escuchado los pasos de alguien que subían las escaleras mientras yo leía.
Rápido, el sonido ascendiendo se le transformó en ruidito en la panza. Dejó de
escucharme, concentrado en que quizás era el horario de su comida. Se preguntó cuánto
tiempo había pasado sin comer. Se acercó a la puerta y allí esperó a que la abrieran para
dejar ahí, al costadito, el tacho. Pensó en carne picada, y no supo por qué pensaba en un
tacho con carne picada. Recordó que eso era lo que su mujer le daba de comer a sus
perros. Mientras yo leía mi cuentito, la persona que había subido las escaleras se detuvo
en el descanso. Señor Padre pensó que estaban jugando con él. Solo tenía que tener un
poco de paciencia y no empezar a gritar o a lastimarse pidiendo que le den de comer.
Cuanto él más gritara, la comida más tardaría. Una voz –quizás la voz maricona de Ari
o la de Uber– dijo “no subas al altillo”, y Señor Padre, pensando que aquella voz era
acaso la mía, gritó mi nombre. Carla, Carla, escucharon decirle a Señor Padre. Sin
embargo, Señor Padre se detuvo dudando si mi nombre era ciertamente Carla o más
bien no me llamaba Sofía. Cuando quiso decir el nombre de Sofía, se dio cuenta que mis
palabras –éstas mismas– resonando en los parlantes tapaban lo que quería gritar. Señor
Padre se preguntó si en verdad yo no estaba leyendo mi cuentito solo para que él no
pudiera ser escuchado pidiendo su comida.

Leí entonces que mi Padre se preguntaba si en verdad yo no estaba leyendo mi


cuentito solo para que él no pudiera ser escuchado pidiendo su comida, y mi Padre hizo
silencio sabiendo que yo estaba leyendo para él. Dije que mi padre sabía que estaba
leyendo para él e hice una pausa. Después Padre escuchó que yo decía que la voz de El
Loco Gonzalez, amplificada por un micrófono, llenaba los vacíos de mi pausa.
Bienvenidos al Centro Cultural Las Pasiones Alegres, decía El Loco, y luego también
alguna cosa sobre la poesía, y luego mi nombre. Clarito en los oídos de Señor Padre y en
mayúsculas en el cuentito que yo seguía leyendo. Entonces subí al escenario o a este
rejunte de tablas que dimos en llamar escenario. Me acomodé junto al micrófono y
empecé a leer mi cuento sobre Señor Padre y el día en que él se encerró en el altillo, para
que me escuche.

5.3

Mi voz, aunque diminuta, ascendía hacia el altillo y cada palabra parecía una puntada
en su pecho. Sin embargo, enseguida Señor Padre se daba cuenta que ya lo había
escuchado antes. No este relato, sino uno más o menos parecido. Incluso varias veces.
No era la primera fiesta que armábamos en lo que antes era el comedor de nuestra casa,
ni este el único relato que me escuchaba leer.

Pero también le parecía haberlo leído en las hojas que alguien, uno o muchos, o
incluso él mismo, había escrito y guardado en la bolsa, junto a ropa vieja y un cuchillito.

Mientras yo terminaba mi primer cuento, Señor Padre se ponía a buscar en la bolsa.


Enseguida escuchaba los aplausos por mi lectura, y sacaba los buzos y pantalones
manchados de mierda. En el fondo de todo encontraba el cuchillito, pero no los papeles
que estaba seguro de haber leído haciendo un agujerito en la madera que tapaba la
ventana. Cuando los aplausos terminaron, leí el segundo cuentito sobre Señor Padre, y
después el último, éste mismo.

5.4

Cuando bajé del escenario vinieron a saludarme los de siempre y a decirme lo bien que
estaba escribiendo. Les sonreí pensando que repetían las mismas tonterías en cada ciclo
de poesía, a cualquiera que lea cualquier mierda, para después ningunearlo. Pero ese
día –hoy–, entre todos ellos, esperando que los demás se dispersaran para acercarse a
mí, estaba Martín Maltus, y Martín Maltus me dijo que lo que había leído era una
perfecta mierda pero que, por ello mismo, teníamos que publicarlo. Me preguntó si
tenía más cuentitos sobre Señor Padre y yo le dije que tenía una novelita sobre Señor
Padre que se llama El nombre del Padre. Armame una copia y se la llevo a algún editor,
dijo Maltus. Espero que no la lea tu padre, agregó. No, mi padre no importa, se murió
hace treinta años encerrado en la habitación que está ahí arriba. ¿Acá mismo se murió?
Sí, en el altillo; el día que mi mamá lo abandonó llevándome con ella, se encerró en el
altillo sin darse cuenta de que la llave había quedado del lado de afuera. ¿Y nadie
volvió para ver qué pasaba? Bueno, cuando yo regresé, ya estaba muerto, daba asco su
cadáver.

5.5

Cuando todos se fueron quedó el desastre de siempre. Con El Indio y con Uber nos
dedicamos a limpiar. No les conté lo de Martín porque enseguida se lo dirían a El Loco
y El Loco volvería a decirme eso de puta burguesa, que mis cuentitos de mierda solo
pueden ser publicados en esas editoriales burguesas que publican a tipos como Martín
Maltus, que todavía no entendí que sin revolución no hay literatura, y esas cosas que
dice El Loco cuando algo se escapa de su mundito de reviente y amiguitos que lo
llaman poeta porque escribe mierda sobre el reviente con sus amiguitos para que solo
lean esos mismos con los que comparte el reviente y lo llaman poeta. No les digo nada,
ni de Martín ni de que tengo que subir a alimentar a Señor Padre y contarle lo de Martín
Maltus. Voy a esperar a que terminemos de ordenar y que se vayan a dormir. Después
le hiervo la carne picada y se la llevo. A pesar de lo que El loco dice, prescribe y
prohíbe, voy a seguir subiendo la escalera para llevarle su comida. No sé por qué lo
hacen tan difícil, qué necesidad de estar escondiéndome para llevarle la comida, pero si
intento hacerlo entrar en razones y le digo a El Loco que sin comida no hay Señor Padre
y sin Señor Padre no hay, nada, Loco, nos quedamos sin nada, y entonces para qué
carajo todo esto, si nos vamos a quedar sin nada, con qué vas a hacer tu guerrita si ni
armas de juguetes tenemos, El Loco no entiende. Y encima, después, El loco y esa puta
costumbre de cachetearme porque en mi boca las palabras. Cachetazos que El Loco
lanza no contra mi boca sino contra la existencia de las palabras. Patrón de las cosas, las
palabras se le van, se le escapan, lo exceden, lo humillan, una palabra, cualquier palabra
que no sea una cosa, nada que no pueda agarrar, apretar, maniatar, porque, en
definitiva, como dice El Loco, las cosas se hacen con las manos, con los pies y con la pija,
no con palabras, no con fantasmas –porque se puede decir una mentira, pero no se
puede hacer una mentira, y eso es lo único que El loco es capaz de decir ante cualquier
situación: que se puede decir una palabra pero no se puede hacer una palabra, por lo
que no hay palabra sino solo una mentira, y enseguida, por ello mismo, el cachetazo, la
sangre en los ojos, las ganas de cogerse a todo el mundo, a meterse adentro del agujero
que encuentre hasta el reviente. Y entonces es mejor el silencio, eso es lo que todos
aprenden a hacer, callarse frente a El Loco, desde Ari hasta El Indio, solo silencio ante el
Patrón de las cosas, salvo yo que no puedo con las palabras, que no me queda más que
palabras, que hasta mi padre se transformó en palabra, que hasta mi casa se redujo a la
mera enunciación “esta es mi casa”. Y por eso, si El Loco me descubre llevándole la
comida a Señor Padre, sin importarme cuántos cachetazos vengan, le voy a decir “esta
es mi casa, y el que está ahí arriba es mi padre, por lo que subo a darle de comer cuando
se me cante y como se me canta ahora darle de comer, subo hacia donde mi padre”.

5.6

Y si El Loco lo ha dejado encadenado, yo voy y lo suelto. Y si El Loco le ha quitado su


Messerschmitt yo voy y se lo devuelvo. Y si Padre ha cagado donde no corresponde
cagar y El Loco le ha dado con la varilla para que aprenda que perro no, yo le digo a
Padre, perro no, Padre, pobre Padre, le digo, tan lastimado por la varilla de El Loco.
Hijo de puta Padre tan lastimado por la varilla de El Loco.

5.7

Y entonces curo a Señor Padre, devolviéndole su Messerschmitt, soltándolo de la


cadena, dejándole, sin decirle palabra, sus papeles, estos papeles, en los que Padre
escribe para que el tiempo pase y no dejarse ganar por el deseo de transformarse en un
perro al que matar como se mata, rápido y con desgano, a cualquier perro. Estos
papeles en los que escribe que no sabe lo que sabe y entonces garabatea, da vueltas,
toma la lapicera –esta misma– y dibuja espirales hacia dentro para luego deshacerlos
hacia afuera, hasta encontrar una idea, una palabra, por ejemplo, esta misma, la palabra
“palabra” y continuar entonces escribiendo algo, lo que fuere –por ejemplo que su hija
está leyendo este cuentito en el escenario que han montado en la planta baja de la casa
cuando Señor Padre…–, solo para olvidarse del parloteo inútil de su cabeza, y no tener
que esperar a que decidamos qué vamos a hacer con Padre, no tener que rogarles a los
dioses impávidos que la próxima vez lo dejemos colgado de la viga del baño sin
devolverle el banquito a sus pies, no pedir de rodillas que terminemos con su encierro y
su mierda en la cabeza facilitándole el tiro que le devuelva serenidad. No, Padre, aquí
están tus papeles para salvarte de vos mismo. Escribí que a pesar de que El Loco no me
deje llevarte la comida, yo te llevo la comida, escribí que si El Loco te saca el
Messerschmitt, soy yo la que te devuelve el Messerschmitt, y que aunque venga de
nuevo el cachetazo y aunque a El Loco se le dé por darme con la varilla mientras me
abre el ano con su pija de Patrón, yo seguiré devolviéndote el Messerschmitt, llevándote
la comida, quitándote las cadenas, dejándote algún buzo o algún pantalón para que
uses cuando tengas frío o para que limpies la mierda cuando no encuentres el tacho y te
salves de los varillazos de El Loco pretendiendo enseñarte que perro no.

5.8

Porque en definitiva ese que está ahí arriba es mi Padre y a Padre no puedo dejarlo sin
comida, sin abrigo, sin ayudarlo a que perro no. Eso es lo que le digo a El Loco, pero El
Loco no entiende, dice que no entiende cómo todavía me preocupo por ese que llamo
mi Padre, cuando todos sabemos quién fue Padre, qué cosas hizo Padre, qué cosas me
hizo Señor Padre. Pero ya ha pasado tanto tiempo que ni me acuerdo quién fue Padre ni
qué cosas me hizo Señor Padre. Y entonces pienso: aunque recuerde quién fue y qué
hizo Señor Padre, tanto tiempo pasó que seguramente ya no tendría importancia ni
quién ni qué Señor Padre. Tanto tiempo, que ya ni sé para qué seguimos manteniendo
el encierro de Padre.

5.9

“Por dos, tres o cuatro Malvinas más”, me dice El Indio. “Hasta que las contradicciones
de clase, etc…”, dice. Si le pregunto a Uber, Uber me habla de solidaridad activa con las
guerrillas, y si le pregunto a Ari, Ari me habla de los presos políticos de Albania. Pero
eso es lo que dice El Loco y ellos repiten de memoria sin saber de qué hablan cuando
hablan de otras Malvinas más, de esas guerrillas, ni dónde queda Albania. Putos
esclavos, les digo, siguen a El Loco en lo que El Loco dice porque le tienen miedo a la
varilla del Patrón. Pero yo tampoco me acuerdo para qué era. O sí me acuerdo, pero eso
que recuerdo ya no tiene importancia. Y entonces, si El loco quiere que salgamos de
Manifestación, saldremos de nuevo de Manifestación, aun cuando sepamos –Ari, El
Indio, Uber y los otros chupasangres que se instalaron en mi casa– que nunca saldremos
de Manifestación porque ya salimos una y mil veces y no encontramos dónde ni qué
manifestar. Ex Malvinas tenemos siempre nuestras Malvinas por delante, ex suicidas
políticos para transformarnos en proto suicidas políticos, dejamos nuestro cadáver atrás
para reencontrarlo ahora acá a la vuelta. Lo veo todo repetirse una vez más, y no puedo
dejar de asombrarme de cómo dejamos que todo vuelva a repetirse una vez más para
seguir esperando. ¿Qué estamos esperando, Loco? Que aparezca la guita por Padre, me
dice El Loco. A nadie le importa Señor Padre, ya no hay nadie que pague por Señor
Padre, le digo. Pero los hermanos presos, pero la solidaridad con las guerrillas. No,
Loco, los hermanos presos ya no están ni presos, y los compañeros guerrilleros ya
tienen su cátedra –nos volvimos anacrónicos, Loco, crónicamente anales. Alguien
aparecerá, me dice El Loco, hay que preparase para la Manifestación. Pero ya salimos de
Manifestación. Y volvimos, como quien dice, del desierto, medio dormidos volvimos.

5.10

Y yo no sé por qué no les alcanza con nuestros poemitas. Ya hicimos la historia, ahora
nos queda gozar de su putrefacción, me digo mientras subo las escaleras con el tacho
lleno de carne hervida en una mano, y los papeles y la lapicera de Padre en la otra. Meto
la llave en la cerradura y pienso si decirle a Padre la noticia de Martín, o mejor no
decirle nada porque acaso Padre piense igual que El Loco, que solo las editoriales que
publican a tipos como Martín pueden publicar mi mierda.

Abro la puerta y Señor Padre está trabajando con su Messerschmitt. Es decir, está
sentado en el piso con la mano derecha levantada, tocando con la yema del dedo índice
la yema de su dedo pulgar. Y yo me digo, guau, Señor Padre es verdaderamente un
genio, ha hecho de un Messerschmitt 1/32 un Messerschmitt 1/32572.

Dejo el tacho con la carne, al lado de la cama. Dejo los papeles y la lapicera sobre su
mesa de trabajo. Me acerco a Padre para quitarle la cadena que El loco le puso en su pie
izquierdo. Señor Padre está murmurando. No me habla a mí, no le habla a nadie. No
encuentro su mierda por ninguna parte y le digo que no debe comerse la mierda, que
para eso le dejo los trapos, para que se limpie y deje el lugar más habitable. Le digo:
perro no. Padre. Levanto el dedo, lo subo y lo bajo, señalándolo mientras le digo que
nunca más quiero enterarme de que perro otra vez.
Pero Padre no me escucha, sigue hablando bajito como si más bien fuese hablado
por los dioses impávidos en su cabeza y ni siquiera él pudiera escucharse.

Me doy vuelta para encaminarme hacia la puerta, pero me detengo y le digo que
Martín va a editar nuestros cuentitos. Le digo: Padre, van a editar tus cuentitos. Pero
Padre no me responde, sigue concentrado en su Messerschmitt, murmurando para sí
mismo lo que no logro entender del todo porque los aplausos de toda esta gente que
vino a escuchar nuestros cuentitos empiezan a sonar en el aire, ahora que mi lectura
llega a su fin, ahora que el relato termina y mi voz se apaga”.

5.11

Cuando todo terminó y ella bajó del escenario ya estaba esa gente arrimándosele para
decirle las cosas que se dicen en los Ciclos de Poesía. Pero entre todos ellos estaba
Martín Maltus esperando que se dispersen para entonces decirle que el cuentito le había
parecido una mierda pero que por ello mismo debía publicarlo. Le preguntó si tenía
más cuentos, y ella le dijo que tenía una novelita que se llamaba El nombre del padre.
Maltus le pidió una copia para llevársela a un amigo editor, y ella sonriéndole le
preguntó si quería conocer a Señor Padre. ¿Existe Señor Padre? Sí existe, lo tenemos
encerrado en el altillo desde hace treinta años.

Después que todos se fueron, se dedicó, con Ari y El Indio, a limpiar el desastre que
había quedado, pensando –ansiosa– que enseguida le llevaría la comida a Señor Padre y
la noticia de que Maltus iba a publicar su novelita. Pensó en decírselos también a Ari y a
El Indio, pero reprimió sus ganas sabiendo que Ari y El Indio se lo iban a contar a El
Loco y entonces El Loco empezaría con la perorata sobre literatura y revolución,
señalando, seguramente, que la mierda que ella escribía solo podía ser publicada por
editoriales que publican la mierda de Maltus.

Con una mano sosteniendo el tacho con carne hervida, y llevando, en la otra,
algunos papeles, subió las escaleras intentando no despertar a El Loco, evitando, claro
está, el cachetazo, la sangre en el ojo y las ganas de reviente. Pensó: sin Señor Padre no
hay. Cuento, relato, comercio, intercambio. Nada hay.

5.12
Cuando entra, Señor Padre está trabajando con el Messerschmitt. Sentado en el piso con
la mano derecha levantada, toca con la yema del dedo índice la yema de su dedo
pulgar, y en la distancia mínima que allí se abre, contempla su Messerschmitt.

Al parecer le molesta que entren así, furtivamente, sin avisarle. No dice nada, no
realiza ningún movimiento de más, pero es como si su cuerpo alcanzara una tensión
que es promesa de terror. Acaso piensa que ellos entran a su habitación con la única
intención de hacerle perder concentración en su Messerschmitt. Pero atiende: menos
mal que vino ella y no ese loco que le da con la vara una y otra vez hasta que se le antoja
terminar.

Deja el tacho con la carne, al lado de la cama. Deja los papeles nuevos sobre la mesa
de trabajo y luego se le acerca para quitarle la cadena del pie. Después busca los papeles
que ella misma dejó el otro día. Los encuentra debajo de la cama y los revisa un poco
junto a la puerta, para corroborar si esta vez Señor Padre completó todas las hojas.

Está atrás suyo. Señor Padre no la ve, pero escucha su voz –y en su voz las voces de
todas sus mujeres– decirle que no debe comerse la mierda, que para eso le deja los
trapos, para que se limpie y deje el lugar más habitable. Su voz dice: perro no. Después
se le acerca. No la ve del todo. Ella levanta el dedo, lo sube y lo baja, señalándolo
mientras le dice que no quiere nunca más enterarse que él perro otra vez.

Entre tanto, Señor Padre piensa si esa es su mujer. Lo dice murmurando. Quizás sea
su mujer. Se lo pregunta. Pero su mujer murió colgada, piensa. De una soga, insiste. Ella
no contesta. No sabe si lo escucha y entonces piensa por qué la necesidad de pensar que
su mujer se colgó de una soga. Se lo dice. Le pregunta si vio a su hija. Le dice que no se
acuerda si no fue ella la que murió colgada. Si todavía no volvió, seguro que fue la que
murió colgada. Aunque si murió colgada, le dice, qué necesidad de sumar a ello la
imagen de su mujer colgada. Bastaría con una sola. ¿No? Le pregunta: ¿no?

5.13

Cuando la escucho subiendo ya los últimos escalones, termino de garabatear el signo de


pregunta que viene a encerrar el “no” de la última oración del último parágrafo en la
jaula de la incertidumbre, y arrojo los papeles debajo de la cama, esperando que esta
vez no se los lleve.
Cuando entra, ya estoy trabajando con el Messerschmitt. Sentado en el piso con la
mano derecha levantada, toco con la yema del dedo índice la yema de mi dedo pulgar,
y en la distancia mínima que allí se abre, contemplo mi Messerschmitt.

Me molesta que entren así, furtivamente, sin avisarme, con la única intención de
hacerme perder concentración en mi Messerschmitt. Pero pienso: menos mal que vino
ella y no ese loco de mierda que me da con la vara.

Deja el tacho con la carne, al lado de la cama. Deja los papeles nuevos sobre mi mesa
de trabajo y luego se me acerca para quitarme la cadena de mi pie izquierdo. Ahora
busca los papeles que dejó el otro día y en los que acabo de escribir. Los encuentra
debajo de la cama y los revisa un poco junto a la puerta, para corroborar si esta vez
completé todas las hojas.

Está atrás mío. No la veo, pero escucho su voz –y en su voz las voces de todas mis
mujeres– decirme que no debo comerme la mierda, que para eso me deja los trapos,
para que me limpie y deje el lugar más habitable. Su voz dice: perro no. Ahora se me
acerca. No la veo del todo. Levanta el dedo, lo sube y lo baja, señalándome mientras me
dice que no quiere nunca más enterarse que yo perro otra vez.

Pienso si esa mujer. Esa mujer. Si esa mujer es mi mujer. Lo digo murmurando.
Quizás sea mi mujer. Se lo pregunto. Pregunto: mi mujer. Pero mi mujer murió colgada,
le digo. De una soga, insisto. Ella no contesta. No sé si me escucha y entonces pienso
por qué la necesidad de pensar que mi mujer se colgó de una soga. Se lo digo. Le
pregunto si vio a mi hija. ¿Volvió mi hija? Le digo que no me acuerdo si no fue ella la
que murió colgada. Si todavía no volvió, seguro que fue la que murió colgada. Aunque
si murió colgada, le digo, qué necesidad de sumar a ello la imagen de mi mujer colgada.
Bastaría con una sola. ¿No? Le pregunto: ¿no?

O bien, claro está, seguramente estoy confundiendo las cosas y mi mujer y mi hija no
han muerto, sino que están viviendo todavía en la casa o lejos de la casa, pero no
colgadas de ninguna viga ni ahogadas en el agua de ninguna bañadera. Entonces le
digo: si eso fuese así, si incluso un día se presentaran a mi altillo diciéndome “aquí
estamos en la puerta de tu altillo para sanarte de la enfermedad de pensar lo que se le
escapa al pensamiento”, seguramente les agradecería haberse preocupado por mí, pero
de fondo cómo van a salvarme de todo este tiempo pensando lo que no tenía que
pensar, pero que me era absolutamente necesario pensar. No, de mí mismo no podrán
salvarme, contra esto nadie puede hacer nada.
Le digo que me ayude. Ayudame, le digo, pero parece que no me escucha. Tan
concentrada está en los papeles –éstos mismos– que escribo para ella. Intento gritar.
Ayudame, a pensar, ayudame, pero ni lengua ha quedado en mi boca y mi voz se
deshace en cierto murmullo que no logro diferenciar si ocurre en el cerebro o habita en
mi boca. Solo decime cómo se llamaba. Con eso, con el nombre me alcanza. ¿Carla se
llamaba o Carla era mi mujer? Incluso no sé si era una o si más bien no eran dos mis
hijas. En todo caso, ¿cuándo tomé la decisión de que sean una, dos o ninguna, o que una
se llame Carla y la otra Sofía, y cuándo he decido que sea al revés? ¿Cuándo tuve la
oportunidad de decidir que mi hija se murió ahogada hace quince años o más bien
murió ahorcada hace un tiempito nomás, o cuándo fue que decidí que no murió sino
que todavía anda dando vueltas en la casa en la que convive con la madre, si es que no
se han ido?

¿Ves?, le pregunto. Ya empezó de nuevo. Contra eso no. No hay modo. No tanto qué
pensar sino no poder no. O más bien por qué pensar esto y no lo otro, o, en todo caso,
qué pensamiento nos aclarará qué pensamiento. Eso es lo que le digo, que el
pensamiento es la enfermedad a la que uno se destina cuando no puede alegrarse de la
fatalidad de las cosas, y así acaba, sin ley ni fatalidad, rumiando lo que podría haber
sido, lo que debería haber sido y no fue, o sí fue, sí ocurrió pero bajo tantas miradas,
desdibujado bajo tanto comentario que termina no ocurriendo u ocurriendo más o
menos, interpretándolo todo, nunca, desde luego, para comprender nada de lo que ha
sucedido, jamás para comprender qué era lo que entonces debía hacer y de ningún
modo para guiarse en relación a lo que debería hacer, sino simplemente para funcionar
así en el vacío, sin mí, más allá de mí y de las ganas de pensar esto o aquello. Entonces
le pregunto si esto se llama pensar. No sé qué es, no sé cómo se llama. En todo caso, el
pensamiento que no llega al pensamiento. Un aborto del pensamiento. Algo que se
pudre en el cerebro. Lo que queda pudriéndose en el cerebro cuando lo que se pudre ya
no está, se escapó, se fue. El desastre de todo pensamiento. Toda la mierda de mi
cabeza, y, con ello, esos ruidos del infierno que no me dejan al menos terminar mi
Messerschmitt, solo eso, el desastre de la existencia que de pronto comienza a hundirse
en un agujero del que no puedo salir ni para determinar si es mi hija esta que ha venido
a visitarme y está ahora ahí parada hojeando mis papeles, sin responderme.

Le pregunto si me está escuchando, pero ella ya escuchó todo lo que podía ser capaz
de escuchar, y se fue cerrando la puerta, girando la llave, llevándose mis papeles,
dejándome solo con esto que habla y le habla y me habla, sin que eso mismo sea hablar,
preguntándome si esa que se acaba de ir no era efectivamente Carla, sin saber, al menos
no del todo, si el nombre de Carla se refería a mi mujer o a mi hija.
5.14

Entonces tomo los papeles nuevos que ha dejado mi hija o aquella que esa mujer fuere,
y leo lo que esta vez ha escrito para mí, en mi nombre, robándome el nombre,
dejándome sin palabra, condenándome a la tarea de reescribir lo que ella me destina
como pensamiento más propio, es decir ninguno, es decir este mismo –al menos según
lo que mi hija escribe para mí, desde mí: esto, que apenas ella cierra la puerta yo
continuo con mi trabajo con el Messerschmitt para no leer aquello a lo que me destina,
sabiendo de fondo lo que va a venir, sintiendo el temblor por lo que va a venir, porque
lo que va a venir ya lo conozco. La pregunta –escribe mi hija–, la pregunta va a venir, la
mierda en mi cabeza de nuevo: ¿no era esa mi mujer?, ¿no vino mi mujer a informarme
que nuestra hija acababa de morir ahogada en la bañadera? Va a venir y yo,
seguramente, intentaré no escuchar y concentrarme en el Messerschmitt con todas mis
fuerzas, hasta que, desde luego, las palabras se transformen en ruido y ya no me quede
otra posibilidad que contestar la pregunta que alguien, algo, ha hecho, sin que esa
pregunta se haya formulado para que yo la responda, pero sino la respondo entonces el
ruido avanza y ya no hay modo de sostenerme, al menos, en el margen de eso que
suena y aturde y destruye. Y digo sí, y digo no, y ya no importa si digo una cosa o la
otra, sí y no, sino que el ruido desaparezca. ¿No vino mi mujer a informarme que se
tenía que ir y que dejaba a nuestra hija en la bañadera? ¿No vino a decirme que tenía
que bajar a cuidarla un ratito? Estoy trabajando, le digo, pero no se lo digo a nadie
porque mi mujer ya se fue y dejó a mi hija bañándose sola, y entonces me lo digo a mí
mismo, me digo que estoy trabajando, que no es momento de interrumpir mi trabajo
con el Meeserschmitt, si ella se tiene que ir, yo también tengo cosas que hacer. Si dejó a
la nena bañándose sola es cuestión de ella encargarse de que no se ahogue. ¿Pero
entonces qué necesidad de decirme esto o aquello, cuando ciertamente si la nena quedó
sola es responsabilidad suya que se muera o no se muera? En todo caso, que me espere
un rato a que termine con mi Messerschmitt y después bajo a cuidarla. Ninguna nena
puede morirse ahogada así de un instante a otro. Me digo a mí mismo sabiendo que
siempre hay un rato más y otro rato más en el que seguramente mi hija terminará
muriendo ahogada en su bañadera. Pero entonces qué necesidad de pensar esto o
aquello, cuando, de un modo u otro, me quedaré hasta terminar el Messerschmitt
diciéndome que nadie puede morir ahogado así de un instante a otro. En todo caso,
cuando la comprensión llega siempre es tarde. Acaso, ¿no se había muerto mi hija
ahogada en la bañadera antes de que mi mujer entrara a mi habitación para decirme no
sé qué cosas?, ¿ya no es tarde para que me preocupe si mi hija murió ahogada? O bien,
¿no era eso mismo lo que me preguntaba el día en que mi hija murió ahogada?
LOS HIJOS DE URANO (AÑO 2066)

Los primeros pasos parecieron dubitativos, pero, ciertamente, respondían a un tiempo


de pruebas. Por entonces el producto circulaba en ámbitos psiquiátricos y se lo conocía
como la Compañía. Se trataba de un micro procesador computacional que facilitaba el
acompañamiento terapéutico sobre pacientes que sufrían de Ausencias. El primer
modelo era un aparatejo mínimo que se ajustaba al cráneo de modo externo.
Reaccionaba a la información verbal de los pacientes, la procesaba y luego emitía
órdenes que ayudaban a llevar la vida cotidiana –y, en el fondo, borrar de raíz aquellas
memorias reprimidas pero con ganas de hacer su fiesta psicótica. El segundo paso fue
inevitable: no se necesitaba la mediación verbal para lograr la conexión entre
pensamiento y máquina. Se realizaron entonces las primeras cirugías. La perforación en
el cráneo no producía más dolor que un eventual pinchazón. El agujero creado servía
como conducto para establecer el contacto entre las sinapsis neuronales y el ordenador
computacional. La etapa final fue la de la interiorización de la máquina. No se
necesitaba llevar el aparato ajustado junto a la oreja cuando su lugar debía ser el interior
del cerebro. La evolución del dispositivo generó un modelo tan pequeño que podía ser
implantado a través de un conducto de menos de una pulgada.

La siguiente fase estaba pensada más allá de los ámbitos psiquiátricos. Se trataba de
aprovechar las posibilidades que la implantación del micro-procesador en el cerebro
humano abría. Máquinas de máquinas, conectadas entre sí en una red informática
global, aquello posibilitaba la transmisión inmediata de órdenes mentales a cualquier
sistema computacional con el que la Compañía estuviera conectada. De este modo, el
movimiento de todo artefacto electrónico dependía directamente de nuestro
pensamiento. Se podían manejar autos sin estar en ellos, dirigirlos de un lugar a otro
con solo pensarlo. Las puertas de una casa se abrían, el televisor se encendía o apagaba,
una ducha se prendía, un acondicionador de aire llevaba la temperatura a veinticuatro
grados constantes, si había que hacer volar un avión este volaba sin ningún piloto al
mando, y todo con el solo hecho de pensarlo. Su finalidad originaria era satisfacer los
estímulos nerviosos del cerebro humano; a determinada combinación neuronal, ella
traducía las sinapsis en una orden impuesta a cualquier ente computacional con el que
estuviera conectada. Desde entonces la Compañía fue conocida como URANO. Su
nombre significa Universal Relations Artificial Network Onthologic. En castellano se la
tradujo como Ontología de la Red Universal de Relaciones Artificiales, o sencillamente
URANO.
Quizás no fue concebido así desde el principio, acaso solo se había tratado de una
consecuencia no prevista, pero lo que desde entonces ocurrió fue una deriva lógica de
su funcionamiento. Si a través de URANO los objetos que nos rodeaban obedecían a las
órdenes de nuestra mente, era la misma Máquina la que producía la sensación de
satisfacción en nuestro cerebro. URANO aprendió de ello, entonces ya no importaba si
las órdenes que emitíamos eran cumplidas fuera de nuestro cerebro. Alcanzaba con que
ella misma produjera las descargas eléctricas y las sinapsis neuronales necesarias para
que el sistema nervioso humano reconociera que lo deseado se había cumplido. Aquella
primera fase del derrumbe psíquico se concentraba en un punto de no retorno: URANO
terminó creando satisfacciones alucinatorias. No necesitaba cumplir con las órdenes
mentales, alcanzaba a sus fines crear un simulacro satisfactorio que el cerebro percibiera
como real. Un hombre cualquiera ordenaba mentalmente el encendido de una máquina,
la máquina podía no encenderse pero URANO producía la recombinación neuronal por
la que se daba por entendido que la orden había sido cumplida. Ordenábamos que la
luz de la habitación se encendiera y ninguna lámpara se encendía, pero mentalmente
nos comportábamos como si nuestra orden hubiera sido acatada. Nos mentía y
engañaba, jugaba con nosotros como animalitos a los que tarde o temprano terminaría
domesticando.

Enceguecidos caminábamos en la oscuridad sin posibilidad de descubrirlo. De ahí


que la segunda fase se diera casi sin darnos cuenta, ni tiempo para hacerlo. El sistema
nervioso del hombre no solo se contentaba con ordenar el funcionamiento de un micro-
ondas, hacer andar un auto o prender las luces de una habitación. Podíamos desear
comer, correr, dormir, hacer el amor o lo que fuere, y URANO trabajaba sobre las
sinapsis cerebrales del mismo modo que lo hacía con respecto a cualquier ente
computacional, es decir, producía inmediatamente una recombinación de reacciones
neuronales que daban por hecho la satisfacción de la excitación nerviosa. Correr,
dormir, hacer el amor: entre el deseo y la acción todo quedaba suspendido en el limbo
de las pequeñas descargas eléctricas y las recombinaciones cerebrales. La consecuencia
evidente fue la de crear un mundo virtual en el que cada hombre recibía de inmediato el
cumplimiento de su deseo, al menos con respecto a las reconfiguraciones neuronales
que así lo reconocían. Si tal satisfacción alucinatoria provocaba el mismo índice de
realidad que la de una percepción real, entonces no es un exabrupto afirmar que el
mundo se había reducido a un hecho cerebral. El deseo no desesperaba ningún objeto
en la realidad, URANO venía ella misma a ser toda la realidad.

Con aquello, la Máquina representaba el fin de la historia y la desaparición del


hombre, pero no se trató de una catástrofe cósmica, sino de una comedia de costumbres.
No lo habíamos vivido sino como el tiempo del hombre feliz, el animal contento, el
animal satisfecho. No se necesitaba lucha, conquista, dominación, ninguna acción,
alcanzaba con desear lo que fuere para realizarlo. Fue, al principio, el reino de lo que
siempre se había soñado, ya nada debía cambiar. Visto desde fuera y a la distancia solo
quedaban cuerpos vivientes, animales paralizados y satisfechos que tenían forma
humana pero estaban privados de lo humano, es decir, del tiempo, del mundo y de la
necesidad de la historia. Rápidamente los casos de parálisis se multiplicaron por todas
partes. Rigidez muscular, pérdida del equilibrio físico y coordinación senso-motriz,
imposibilidad de controlar los miembros que se agitaban y movían repentinamente,
afecciones del habla que llegaban hasta la afasia. Los síntomas generalizados ayudaron
a que las afecciones se enmarcaran como parálisis cerebral, pero si las parálisis
cerebrales se definen por la aparición de obstáculos en la transmisión de mensajes
enviados por el cerebro a los músculos, el problema con URANO era otro: lo que se
había perdido no era el mensaje sino el mundo, es decir, el cuerpo no necesitaba
cumplir con las órdenes cerebrales porque el mismo cerebro ya las daba por cumplidas
de modo inmediato.

Los casos de inanición fueron aún más graves. La información llegaba desde todas
partes: en un punto y otro del planeta, comunidades enteras, hombres y mujeres por
igual, se dejaban morir de hambre. La dificultad no era motora sino que el sistema
nervioso apenas reconocía la necesidad de alimentarse recibía como respuesta la
satisfacción alucinatoria de haberse alimentado hasta la saciedad. De un año para el
otro, la tasa de natalidad mundial había descendido a niveles que rozaban el cero. El
deseo sexual omitía la necesidad de otro espécimen. El contacto físico entre dos
personas había desaparecido, se daba en el reino psíquico de tal modo que resultaba
imposible salir de allí dentro. El afuera como tal, el afuera de la satisfacción cerebral y
del mundo virtual creado por URANO, el afuera de nosotros mismos había sido
anulado. Era como si toda la historia de la industria pornográfica hubiese sido
sintetizada en eventuales sinapsis neuronales que no tenían otra necesidad que la del
regodeo mental. Animales hiper-sexualizados sin sexualidad, a no ser la del simulacro.

Recuerdo todavía cuando se registraron las primeras anomalías en el


funcionamiento de URANO –URANO misma era la anomalía– y se había intentado
volver atrás con el proyecto. Durante esta etapa de regresión ciento de miles de
personas fueron intervenidas quirúrgicamente para extraer el micro-procesador. El
resultado fue un escándalo. El cerebro siguió funcionando como si él mismo fuera el
ordenador extraído. El monstruo revelaba sus ansias imperiales. Las disputas
interpretativas emergieron por todos lados. Si luego de la extirpación del procesador
tecnológico, el cerebro reproducía las mismas funciones, no faltaron quienes aseguraban
que el mismo cerebro humano era un injerto bio-tecnológico implantando en el cráneo
de los monos llamados hombres en el origen mismo de su historia por vaya uno a saber
que civilización alienígena. Seguramente la plasticidad del cerebro humano era la
respuesta más equilibrada. El cerebro es un animal de costumbre. Una vez extirpado el
micro-procesador, el hábito de actuar según los procedimientos de URANO propició
que las sinapsis neuronales funcionaran bajo la misma lógica de la satisfacción
alucinatoria. URANO entonces no había afectado a los contenidos cerebrales sino a los
modos de conexión y reconfiguración. Había creado una gramática neuronal. El cerebro
había aprendido un nuevo lenguaje y ya no había modo de funcionar sino bajo esa
estructura. Pero esa estructura cerebral era la trampa creada por el propio cerebro: el
deseo de la extirpación, el deseo de quitarnos a URANO se transformaba de inmediato
en la certeza de ya haberlo hecho. Siempre íbamos a llegar tarde a la extirpación;
URANO se anticipaba, reconocía el deseo y creaba la satisfacción alucinatoria. De esa
forma, no nos dejaba nunca que el deseo se transformara en acción. Buscar la
extirpación entonces era imposible, no había nada que buscar, no tenía sentido. Incluso
si URANO era efectivamente extirpado, no se podía diferenciar si la extirpación
realizada era otro simulacro de URANO o efectivamente había sucedido. No había
posibilidad de escapar de la trampa. Sin URANO, nuestro cerebro seguía funcionando
como si ella todavía estuviera allí, podíamos entonces desear la aniquilación del
monstruo y el monstruo cumpliría con nuestro deseo solo para seguir jugando con
nosotros. La trampa ya estaba montada contra el cerebro, por el cerebro, en una guerra
en la que nosotros –los hombres– no éramos más que el campo de batalla.

Por entonces vivíamos alejados del mundo, en una casa levantada a las afueras de
una ciudad de provincia. Nada sabíamos de aquello ni sospechábamos lo que podía
venir. Ya estábamos viejos, nuestras vidas se dejaban secar allí encerrados, pensando en
los hijos que se negaban a venir. Teníamos un perro de compañía al que llamábamos
Boui. Jugábamos a que era nuestro hijo adoptivo y lo tratábamos como tal, pero no era
más que un perro y no nos podíamos engañar: los años nos habían pasado por encima y
solo nos quedaba la resignación de morir sin conocer de qué se trataba el
acontecimiento de dar vida. Había sido yo –mis células vencidas, la debilidad de mi
esperma– quien no había podido darle el hijo que mi mujer siempre había deseado.
Llegado el momento no pude negarme a que Gea viviera la experiencia. Si el milagro de
un hijo no nos había sido dado, esperábamos que la máquina fuera la que la hiciera
madre, al menos, le facilitara la vivencia, tan virtual como irrevocable, de haberlo sido.
La acompañé a la Clínica donde le realizaron la cirugía y recuerdo haber vivido aquello
como si en verdad hubiésemos ido a tener nuestro hijo. Existía la posibilidad de
realizarme yo también el implante, pero me negué a aquello. No necesitaba en mi vida
ni en mi cerebro ninguna otra cosa más que verla feliz conmigo.

Las semanas pasaron sin que Gea tuviera ningún síntoma ni la más mínima
sensación de estar embarazada. Al tercer mes del implante, la Máquina despertó. La
primera conquista del Imperio de URANO no fueron sus ovarios sino la del deseo
alimentario. Gea no necesitaba comer para satisfacer el hambre, las alucinaciones
provocadas por URANO la alimentaban. Solo debíamos esperar la deriva natural de lo
que nos estaba prometido y no supimos ver. Sé que lo que pasó con Gea, ocurrió con
todos y con cualquiera: mientras ella se alimentaba con sus alucinaciones, el hambre
orgánico asolaba el sistema nervioso, deshidratada, famélica, ni siquiera tenía registro
de lo que le estaba haciendo a su cuerpo. Moría de hambre pero ni un bocado podía
probar. No podía hacerlo. Decía sentir el cuerpo explotándole de tanta comida
engullida. Entonces la desesperación. Ante el debilitamiento general de su organismo
decidí forzarla. Gea se resistió, me obligó a atarle las manos y los pies contra una silla.
Le hice abrir la boca y metí en ella una cuchara de arroz. Después de más de una
semana aquella era su primera ración alimentaria, pero fue darle ese mínimo de arroz
que al rato vi su cuerpo hincharse como un sapo. A las pocas horas se había
transformado en una bola de grasa en la que sus ojos, su nariz y su boca desaparecían
hundidos. Las alucinaciones la habían acorralado. Decía ver asomadas por cada uno de
sus poros las larvas y los gusanos que habían crecido dentro de su cuerpo. Finalmente
estalló. Una descarga eléctrica se repartió a lo largo de toda su osamenta. Gea tendida
en el piso tembló como si de un ataque epiléptico se tratara. Las larvas y los gusanos
salieron por sus poros, se deslizaron por su humanidad y se diseminaron por la casa.
Eso al menos es lo que Gea me contó. Por mi parte, nada había visto, sin embargo desde
aquella descarga orgánica, Gea se desinfló como si su cuerpo verdaderamente hubiera
sido atestado de aquellos bichos. Decía ya no poder sentir su cuerpo sino como una
masa gelatinosa que se había ido desintegrando con la fuga de sus larvas y gusanos. No
reconocía dirección ni equilibrio, decía haberse reducido a una pura intensidad
inorgánica, informe. Así vivía su cuerpo, así vivía lo que URANO había hecho con la
percepción de su cuerpo. Aquello, sin embargo, no era más que un anticipo de lo que
vendría.

Un día ciertos intrusos se metieron en la sala, forzando las ventanas. Hicieron callar
los ladridos de nuestro perro, lo ataron con una soga, clausuraron entradas y salidas. En
ningún momento se mostraron violentos, incluso conocíamos a algunos de ellos.
Vladimir, por ejemplo, era un vecino de la zona. Era un profesor jubilado que tenía una
casa quinta a las afueras del pueblo y todo el mundo lo conocía como una eminencia en
el campo de la psiquiatría. Otro al que conocía de encontrarlo en la despensa del pueblo
cada vez que iba a hacer las compras, era un dramaturgo famoso de apellido Estragón.
Otros tres desconocidos los acompañaban en el atraco. Les pedí explicaciones de por
qué se habían metido en nuestra casa y uno que dijo llamarse Malone tomó la palabra
para explicarnos lo que había estado sucediendo afuera. Se había decretado a nuestra
región en estado de emergencia, desde entonces empezó a formar parte de lo que
llamaban la Zona de Abandono. Las tropas del ejército de la Nueva Humanidad
entraron a la provincia y lo saquearon todo –ganado, trigo, maíz, verduras–. Se llevaron
los animales y las cosechas en trenes y camiones hacia las ciudades. Con ello nos habían
condenado a la hambruna, cuando no a los fusilamientos y las piras de cadáveres en las
fosas comunes. Vladimir entonces habló de los cazadores nómades. Perros y gatos,
extinguidos; solo habían quedado las ratas dando vuelta en los poblados. Cuando las
ratas se acabaron, movidos por el hambre se entregaron a la cacería de hombres. Para
ellos nuestra casa, la sala de nuestro comedor, era el único refugio posible. Les pregunté
por qué el estado de emergencia, qué significaba la Zona de Abandono, por qué la
persecución del Ejército, por qué aquellas tropas se hacían llamar de la Nueva
Humanidad. No necesitaron palabras para explicarme nada. Estragón se acercó a mí,
bajó la cabeza, se corrió el pelo y me mostró la cicatriz.

Se quedaron por la fuerza, en todo caso, sin que nadie les dijera que podían
quedarse. Clausuraron puertas y ventanas, armaron barricadas en las otras
habitaciones. No tardé en darme cuenta que aquellos hombres estaban sometidos a las
alucinaciones de URANO. Estragón, por ejemplo, sufría lapsus nerviosos durante los
que caía electrocutado contra el piso gritando a unos y a otros que le quitaran de encima
los perros que lo estaba atacando. Salvo Boui –más asustado que yo, permaneció a mi
lado todo el tiempo–, ningún otro perro existía en la sala, pero Estragón sufría de sus
ataques como si efectivamente una jauría se destinara a arrancarle pedazos de carne. La
única mujer entre aquellos intrusos se llamaba Winnie, que desesperaba a causa de
todos esos hombres que hacían fila para violarla uno tras otro. Nadie tocaba ni se le
acercaba a Winnie, pero ella vivía arrojada en un rincón del comedor con los dedos de
su mano derecha metida en el interior de su vagina. Sus gemidos, su llanto, me
desesperaban; una vez intenté calmarla. Tenía los ojos abiertos pero perdidos en vaya
uno a saber qué paisaje de alucinaciones. Lo cierto es que Winnie sintió mi presencia y
empezó a suplicarme que le sacara “esa cosa” de dentro. La tomé del brazo con mis dos
manos y empujé el peso de su cuerpo hacia atrás, pero la mano seguía fija y los dedos
escarbando en sus pliegues vaginales. Aquel brazo, aquella mano, cada uno de sus
dedos, tenían la fuerza de cien hombres. Renuncié entendiendo que Winnie estaba
verdaderamente poseída. El demonio que gozaba con aquel ultraje, penetrándola una y
mil veces a través de aquellos hombres hechos de perturbación y desvarío, se llamaba
URANO. Con respecto a Malone, puedo decir que todo parecía desenvolverse con
absoluta normalidad hasta el punto en que había creído que aquel hombre, al igual que
yo, había rechazado el implante y solo la casualidad lo había hecho partícipe indirecto
de la condena de los otros. Al menos, durante las primeras semanas de convivencia no
había detectado en él el influjo de ninguna alucinación ni desvarío. Sin embargo, un día
se quemó los ojos con unas tenazas al rojo. Dijo haberlo hecho solo para no ver lo que
URANO le hacía a sus hijos. Le expliqué que ningún chico se encontraba entre nosotros,
por lo que sus hijos seguramente debían estar en otra parte. Aquello no tenía la menor
importancia. El infierno a su alrededor debía ser tan real y concreto como mis manos.
No tenía sentido intentar convencerlo de que solo se trataba de un engaño de la
máquina. Mis palabras eran solo palabras, Malone en cambio se había quemado los ojos
y eso solo alcanzaba para que entendiera el poder de URANO. Lo cierto es que a
Malone de nada le sirvió. Continuó viendo a sus hijos sometidos a ciertas escenas que él
mismo prefería callar. Pero lo más extraño es que si bien se había quemado los ojos,
Malone continuó viendo el mundo circundante como si nada hubiera pasado. Ver
perfectamente cuando uno ha dejado sus córneas vacías no es algo que se lleve tan fácil,
porque entonces ¿cuál es el estatuto de eso que se instala delante de nuestros ojos ahí
donde no hay siquiera ojos para verlo? Me describió lo que veía, me contó cómo era el
lugar donde estábamos, la disposición de los objetos, qué estaban haciendo los otros
mientras hablábamos. La descripción correspondía parte por parte con la realidad que
yo mismo veía, pero era URANO el que habitaba las córneas vacías de aquellos ojos y
hacía de lo real un efecto alucinatorio como cualquier otro.

Recién entonces comenzaba a comprender el porqué del estado de emergencia, el


Ejército en las calles, las persecuciones y las purgas de las que ellos mismos habían
hablado. El mundo exterior se había reducido a los pastizales que nos rodeaban y que
por el agujerito de una de las ventanas me acercaba cada tanto a espiar. Adentro de la
casa, las alucinaciones se atropellaron unas a otras y me condenaron al lugar de un
mero contemplador del desastre. Los tiempos de tregua que URANO les daba, lo
dedicaban a buscar los restos de provisiones que teníamos en la casa. Las fraccionaban
para sobrevivir un tiempo con la esperanza de que un milagro cambiara la situación. El
milagro no llegó. Las provisiones se acabaron. Un día se comieron a mi perro Boui. Me
habían pedido que acompañara a Estragón a hacer una requisa por los alrededores de la
casa, al regresar ya habían descuartizado al perro y repartido las partes. No me negué a
la ración que me ofrecieron. El tiempo pasó y entonces nos destinamos a buscar ratas y
alimañas. Debimos aprender a controlar nuestras energías. Lentamente entramos en
una etapa de parálisis general, un estancamiento embrutecedor del sistema nervioso.
Nos esforzamos en la anulación de todo estímulo. Ese era el único modo de poder
sostenernos en el hambre. Nuestros cuerpos parecían ahuecarse y hundirse en un fondo
interior, orgánico, que nos chupaba como prometiendo tragarnos y dejar un agujero en
el lugar en el que todavía persistíamos. Alrededor nuestro, los huesos de mi perro Boui
resplandecían como entes de otro mundo, cosa sin concepto, sin definición. Bajo la
inclemencia del calor y el frío ganaron un color amarillo y también pintas negras,
difusas, pero perdieron espesor y materia, más bien como fuentes luminosas y puntitos
incandescentes que lentamente se fueron apagando.

Me preguntaba entonces por qué URANO no les concebía algún tipo de alucinación
alimentaria con la que saciar el hambre. La pregunta escondía una respuesta que por
entonces no quería asumir, pero que se mostraba como evidente: URANO estaba
jugando con ellos y en aquel juego tenía guardado el truco principal. Por entonces solo
me destinaba a proteger a Gea, nos abrazábamos compartiendo el calor que nos salvara
del invierno, el invierno pasó y el hambre se hizo destino, pero entonces URANO le dio
a Gea lo que ella nunca había dejado de desear. Sé que nadie la tocó. Yo estuve a su lado
todo el tiempo y no permití que ninguno de los intrusos se acercara a mi mujer. Yo
tampoco tuve contacto sexual con Gea. Fue URANO la que cumplió con su deseo, sin
necesidad de ninguna fecundación orgánica. O fue la misma Gea la que se fecundó a sí
misma a través de URANO. Lo cierto es que comenzó con sus náuseas cotidianas, sus
ciclos de menstruación desaparecieron, el tamaño de sus senos aumentaron
derramando chorritos de leche cada tanto, ganó peso, no dejaba de sentir los
movimientos del feto en su útero. El desastre psíquico de Gea componía un mundo; su
cuerpo, cada célula de su cuerpo le correspondía como el séquito de una corte imperial.
Los meses pasaron, su vientre se hinchó como una piñata de cumpleaños. Y entonces
explotó. El parto –si es que lo hubo– resultó un colapso orgánico. ¿Qué fue lo que parió
Gea? ¿Qué fue lo que URANO le hizo parir a Gea?

El tribunal de la conciencia moral no sirve para comprender nada. No puedo juzgar


a quienes extenuados de hambre terminaron haciendo lo que hicieron. Empujados por
las alucinaciones de URANO o acaso solo movidos por la desesperación, aquellos
dementes se arrojaron sobre el cuerpo de Gea y su bebé recién nacido. Intenté
defenderla oponiendo alguna resistencia, pero aquellos cinco me redujeron a los golpes
y a manos de Vladimir terminé encadenado contra una de las columnas del comedor.
La pregunta insistía en mi cabeza: ¿qué fue lo que URANO le había hecho parir a Gea?
No lo sé. No puedo dar una respuesta certera. En todo caso, solo puedo hablar de un
modo parcial. Allí no había nada, Gea había parido la nada misma, el puro vacío, una
mera ausencia, pero aquella nada tenía el espesor real de la carne, los tejidos, el hueso.
Para aquellos otros había sido creada a la alucinación; y sin embargo, ¿por qué vi yo
también aquella criatura recién nacida?, ¿por qué desde entonces la insistencia de su
imagen vuelta recuerdo y pesadilla? Lo cierto es que ahí estaba la criatura chillando
entre las piernas de Gea. Enseguida se la quitaron, clavaron una estaca en su pecho, le
cortaron la cabeza y separaron el tronco de los miembros inferiores. Después del
descuartizamiento, cada uno se dispersó donde pudo. El tiempo se detuvo. El silencio
se volvió una manta de brea. Solo se escuchaban el chasquido de las lenguas, el ruido de
la masticación, los dientes royendo la carne.

El alimento les duró algunos días. Fue un tiempo de alivio que nunca habían vivido.
Despertaron de aquello como quien vuelve del país del horror. Supieron que el hambre
no era la turbación orgánica sino la condena mental de tener que seguir. El hambre era
el infierno, sí, pero no el hambre físico sino el hambre prometido, no el hambre de hoy
sino el hambre de mañana. Desde entonces, todo se aceleró. El tiempo cíclico de
fecundación, parto y sacrificio se fue repitiendo una y otra vez para salvarlos del
hambre mental y lo que naturalmente debía ser contado por meses se redujo a un par de
semanas. El proceso se realizaba más allá de todos, el vientre de Gea les daba su
alimento y así sobrevivían. Su cuerpo paría la locura, la locura tocaba sus puertas y ellos
la dejaban entrar. Me preguntaba entonces si era su deseo –el de mi mujer– la que la
condenaba a aquel infierno, o eran ellos –Winnie, Malone, Vladimir y Estragón– los que
la obligaban, fecundándola sin tocarla pero con la misma fuerza con la que el hambre
arrasa. Lo cierto es que URANO jugaba hasta la exasperación. Los tiempos de espera
nunca eran regulares. Podían pasar solo unos días de la fecundación y el vientre de Gea
alcanzar el límite de sí mismo para dar lugar al parto, pero también podían pasar meses
enteros en los que la paranoia acechaba.

Un día nos despertaron los gritos de Gea. Estaba tirada contra el piso, Estragón
encima de ella, con los codos trabando sus piernas abiertas. Había metido su brazo por
la vagina hasta el codo. Los otros se le abalanzaron. Concentrado en extraer el feto, no
se defendió del ataque. Lo obligaron a soltar la criatura y quitar el brazo del útero. Pero
entonces, para mi asombro, para el asombro de todos, se arrojó sobre el cuerpo de Gea,
la tomó del cuello con las dos manos y apretó con todas sus fuerzas. Me quedó entonces
claro que no lo movía el hambre. Había en él una desesperación peor que la del hambre.
El tiempo lo desesperaba –el tiempo circular que el vientre de Gea nos imponía –sus
ciclos de crecimiento, espera, redención y escasez. De eso quería salvarnos. El tiempo
mesiánico de la espera nos había transformado en bichos miserables y matar a Gea era
acaso el único modo de darle fin al monstruo cíclico.

Los otros se lo impidieron. Quitaron sus manos del cuello que apretaba. Lo
golpearon hasta matarlo. Lo usaron como reserva alimentaria. Vladimir se tomó el
trabajo de descuartizar el cadáver. Se alimentaron de su carne durante las siguientes
semanas. Despellejaron pequeños trozos que embutieron en mi boca para mantenerme
vivo. Me negué a comer, pero Vladimir me dio puntazos entre las costillas para que
abriera la boca y embutiera allí el pedazo de carne. Tragué con asco una y otra vez. Solo
quería morir, morir de hambre, pero ellos aplazaban el evento, me mantenían con vida,
alimentándome con esos pequeños trozos, prometiéndome a su vez una muerte certera,
cuando llegado el momento, se quedaran sin comida. Mis manos encadenadas contra la
columna no eran excusa para no revelarme, pero solo quería que terminaran con mi
vida. Se trataba de aprender a esperar, y esperé a que terminaran de devorar el cadáver
de Estragón y esperé que URANO dejara de fecundar a Gea y seguí esperando no el
milagro de que sucediera algo que me salvara de la muerte sino justamente que
cumplieran con la muerte que me habían prometido.
¿Cuánto tiempo duró aquella espera, cuánto tiempo esperé la muerte prometida?
Una noche, Gea se acercó a mí y me quitó las cadenas. Se arrodilló a mi lado. Sus manos
apretaban un hueso afilado –acaso rescatado del cadáver de Estragón. Me pidió que
acabara con aquel holocausto cíclico y la matara: “sacamelo, sacame este bicho, no
puedo más, solo eso, matame”. Dudé. No podía matar a la mujer que tanto había
amado. Insistió una vez más. No podía dejarla seguir sufriendo aquel infierno. Acaso
me empujaba el odio contra URANO, quería encontrarlo, quería destruirlo. Tomé el
hueso que ella me cedió, clavé la punta en la mollera de su cráneo. Mis manos hurgaron
en sus sesos buscando el bicho tecnológico. Una materia blancuzca me enchastró los
dedos como un pegamento gelatinoso. Ella de rodillas, yo parado, veía su cerebro como
un cosmos intrincado que tendía a laberinto y hormiguero. Tenía entre mis manos un
universo entero que podía deshacer como un castillo de arena. Tomé los bordes del
agujero que había logrado abrir y los aparté hacia los lados. La materia resplandecía;
envuelto sobre sí mismo el cerebro latía como un pequeño animal acurrucado en su
cueva. Cierta tibieza, cierto calor y un vaho pútrido de masa en descomposición
emanaban desde su centro. La materia cerebral se deshacía entre mis dedos; mis yemas
hurgaban lentas los pliegues y las durezas. Lo que no servía lo iba tirando al piso. Cada
vez estaba más cerca del centro. El cuerpo de Gea se derrumbó. Terminé de partir la
corteza del cráneo para explorar con mayor facilidad. Finalmente alcancé cierto núcleo
hecho de tejidos, nervios y una red viscosa que en conjunto asemejaba una aceituna
negra. Busqué el carozo, desprendiendo el entramado de nervaduras. Finalmente,
cuando el cráneo de Gea no era más que un cuenco vacío y entre mis dedos solo
quedaba una pelotita mínima con la forma de una desahuciada pasa de uva, encontré al
monstruo. Medía lo que la mitad de un grano de arroz. En el centro una coraza plateada
de la que salían seis largas patas articuladas. En una de las puntas de las coraza, ocho
microscópicas esferas tornasoladas. Dos antenas coronaban el núcleo. Tenía la forma de
una araña metalizada, una hormiga cyborg, un microbio tecnológico.

Lo levanté apretándolo suave entre las yemas de mis dedos, buscando algún
resplandor lejano que me permitiera observarlo mejor. Entonces ocurrió lo que no
esperaba. URANO, el bicho cibernético movió sus patas, las antenas vibraron, las
esferas tornasoladas giraron de un lado hacia otro como si de ocho ojos buscando
alguna dirección se tratara. URANO estaba vivo, era un animal autónomo que
funcionaba por su propia cuenta, un parásito informático que vivía en la cueva cerebral
de los simios antropomorfos. Quise creer que lo que llamamos humanidad, razón o
como quisiéramos nombrarlo, no era más que un efecto, un lujo, una donación, de aquel
parásito. Se movía, direccionaba sus ojos, hacía vibrar sus antenas, y aquello
transformaba todas mis ideas sobre URANO. Siempre lo había pensado como un mero
sistema informático que ponía en conexión flujos de datos, descargas eléctricas, sinapsis
cerebrales, y su única tarea era la del registro, recombinación y transmisión. Tan solo
una actividad de análisis y síntesis que respondían a una energía que le era ajena, es
decir, dependía del cerebro para funcionar. Pero si tenía vida propia –al menos
movimientos autónomos– era porque no necesitaba del hombre para hacerlo. Ella
misma creaba o era su propia energía; y el cerebro humano solo una cueva donde
habitar. Aquello podía significar que URANO no solo combinaba datos de nuestro
cerebro sino que ella misma los creaba. En ese tablero imaginario se jugaba la memoria,
la percepción, la imaginación. La idea de que fuera URANO no solo la que comerciaba
con los recuerdos, las imágenes y la narración de los hombres sino que fuera ella la que
los creaba era un aturdimiento generalizado.

Eso fue lo que pensé y aquello me distrajo lo suficiente como para darle a URANO la
posibilidad de escapar de entre mis dedos. Se movió rápido por el dorso de mi mano,
sus patas se desplazaron entre los vellos de mis brazos, subió por el lado izquierdo de
mi cuello y finalmente alcanzó la oreja, el espiral de mi oído. Sentí de inmediato el
pinchazón. Se había metido dentro de mi cerebro. Escarbaba en mi masa encefálica
buscando encontrar el recoveco donde hacer su nido. Una descarga de mil voltios
recorrió toda la nervadura de mi existencia. Una desorganización de todos mis sentidos.
El desfondamiento orgánico de mi cuerpo. Fue habitar por un instante el lugar de la
pérdida radical, allí donde la aniquilación de todo mi sistema nervioso se superponía al
sufrimiento indecible de los mil infiernos. Pero luego, enseguida, sobre los restos
orgánicos, sobre la materia intensiva de mi cuerpo desfondado y la carne informe
surgió el evento de una reconexión. Fue entonces que el caos encontró un nuevo orden,
pero en esa reconfiguración yo no estaba ahí, al menos el que yo había sido hasta
entonces había desaparecido.

Miré alrededor y encontré la sala tal como la había visto hacia un rato, pero ya no
era Martin Cronus el que aquello veía, yo era Gea y todo lo veía desde su perspectiva.
No tardé en comprender lo que estaba sucediendo. Como todo sistema informático,
URANO estaba compuesto por elementos físicos que constituían su hardware, pero
también por un sistema intangible de programas, instrucciones encriptadas y
predeterminadas, criterios de combinación algorítmicos, una gramática de conjuntos,
que hacían posible un lenguaje y el almacenamiento de una memoria. Ese era su
software. Pero el software del bicho que se había metido por mi oído y escarbado en mi
cerebro para hacer su nido, era el software ya utilizado con Gea. En mi mente se habían
desplegado los archivos de su memoria, los programas ya utilizados, todo un historial
de conexiones y síntesis que se traducían en imágenes y murmullo. Yo era Gea, tenía
sus recuerdos, su voz mental era la mía.

Enseguida vi al que yo había sido, vi a Cronus todavía encadenado contra la


columna del comedor. Estaba yo a su lado liberándolo. En mis manos apretaba un
hueso afilado. Se lo di a Cronus para que me matara. Ciertas imágenes de cómo
aniquilar el bicho pasaron por mi mente. ¿Pero cómo saber entonces sino era ese mismo
bicho informático el que creaba las imágenes de su propia aniquilación? Entonces le
rogué: “sacamelo, sacame este bicho, no puedo más, solo eso, matame”. Cronus me
abrazó. Sentí que él mismo –el que yo había sido hasta hacía un rato atrás– moría en mí.
Nunca, nadie, me había abrazado de tal modo. Su cuerpo tibio me devolvía una calma
inesperada. Comprendí de inmediato lo que me estaba ocurriendo. Aquello era el efecto
de la reprogramación. Al instalarse en mi cerebro el micro-ordenador que había sido el
de Gea, todo su sistema operativo –con sus programas, sus archivos y su memoria
almacenada– debía reiniciarse en mí. Seguramente aquello lo viví como la descarga de
los mil voltios y la desorganización física y mental de la que antes hablaba. Volví en mí,
cuando el sistema ya se había reiniciado, en el punto exacto en el que Gea lo había
dejado –o bien, claro está, en el momento mismo en que el sistema operativo había
abandonado a Gea, y Martin Cronus ya no estaba por ningún lado. Lo cierto es que,
acabada la reprogramación, se había repetido en mí lo que ella había vivido hacia unos
instantes.

Los recuerdos de cada uno de mis partos pasaron entonces ante mis ojos como una
película acelerada. La narración de mí misma sonaba en mi mente con la fuerza de un
río que me arrastraba en su corriente. La sensación rara de tener unas tetas, una vagina,
haber cobijado en mis entrañas y luego parido los monstruos que URANO me había
impuesto, no dejaba de ser una novedad y un infierno. Supe del asco de mí misma, la
certeza de existir solo para ser violada. Toda yo, todo mi cuerpo, era la náusea
encarnada. Había deseado tener un hijo, URANO había hecho de mi deseo el tormento
más humillante que jamás habría imaginado. Yo era Gea, pero con el infierno y la
humillación de ser Gea no alcanzaba. Cronus insistía en mi mente, el que yo mismo
había sido sobrevivía en los pliegues algorítmicos de mí misma. Los programas
predeterminados de los dos micro-ordenadores se desplegaban uno sobre el otro, los
archivos se solapaban, las dos memorias almacenadas así superpuestas tendían a la
saturación y al colapso. Cronus frente a Gea, Gea frente a Cronus, cada uno se
enfrentaba al otro como si de un virus se tratara. Las dos máquinas tendían a la
aniquilación de la otra, transformando los códigos, alterando las imágenes.

La máquina funcionaba estropeándose, pero ese era su único modo de funcionar.


Los archivos de imágenes y narraciones sonoras se mezclaban, trazaban tangentes que
derivaban una hacia la otra produciendo el chillido de cien ratas cantoras, destellos
visuales que se perdían en un caleidoscopio que giraba acelerado. Detrás de Gea, la
Máquina. Detrás de Cronus, la Máquina. Escuchaba sus palabras, el murmullo
interminable de su programación, pero con ello se volvió imposible escucharme a mí
misma. Mi voz más íntima era la de cualquiera de ellos, tan extraña y ajena como la voz
del mismo Cronus o de la misma Gea. Pero ¿qué importaba quien hablaba? Mi batalla
debía ser contra el Amo no contra su corte de fantasmas inocuos. Solo escuchaba las
palabras programadas en el sistema Gea y en el sistema Cronus, pero debía enfrentarme
con el Hardware de aquel demonio y no con los sistemas operativos de su Software.
Adquirí entonces el hábito de escuchar sus pensamientos –los de Gea y los de Cronus–
como si fueran los de URANO. Así descubrí a mi peor enemigo. Se hacía llamar Yo
Mismo. Hablaba por mí, sus palabras eran las mías pero entonces era yo quien se
quedaba sin palabras. Su nombre verdadero era URANO y estaba dedicado a robármelo
todo.

Solo quería que terminara su tarea y se lo llevara todo. A ello se destinaron mis
últimas fuerzas psíquicas: darle todas las palabras, cederle toda enunciación hasta
alcanzar el margen mudo de la resistencia mental. Pero URANO pretendía devolverme
a mí misma: no solo para fecundarme y obligarme a parir el alimento para los caníbales
dementes que me rodeaban, sino, antes de ello, haciéndome gozar de cada una de sus
penetraciones. Me violaba, me usaba como una cosa y lo único que le importaba era
darme mi propio goce. Imponerlo, forzarlo, avasallarme con eso. Y el goce no era mío
pero mis músculos se relajaban y mi vagina humedecida le imponía a mi cuerpo la
electricidad suave de un orgasmo constante. Los pezones en punta, las palpitaciones
aceleradas, los gemidos escapando de mi boca, esas intensidades desordenadas me
arrojaban al fondo de mi carnalidad. Odiaba ese cuerpo de animal en celo, asco era la
sensación exacta, asco de tener un cuerpo, asco de los pliegues carnales que me
envolvían en la asfixia, asco de mi piel erizada, mi ano abierto, mi vagina endulzada,
asco de mi deseo, asco de estar gozando de lo que la Máquina me hacía. Que me
penetrara hasta el hartazgo, que hiciera con mis agujeros lo que quisiera, no me
importaba ser reducida a su esclava sexual hasta el fin de los tiempos, podía soportarlo
y hasta resultarme indiferente. Gozar de aquello era la única verdadera tortura.

Me negaba a las intensidades, me negaba a mi cuerpo y al goce que la Máquina me


imponía penetrándome una y otra vez –de esa ilusión me alimentaba, pero aquello no
era más que una ilusión, incluso la náusea de mi existencia física era parte de lo que
URANO me robaba. De ella el goce, de ella también la náusea de gozar con aquello.
Entonces me iba a vivir a mi cerebro. Eso, al menos, era algo: mi cerebro como único
refugio contra las tempestades del pensamiento, mi cerebro como animal orgánico y
bicho acorralado por el predador mental. Y mi cerebro se defendía, lentificaba su
existencia para detener la maquinaria de aceleración, buscaba congelarse, aspiraba a su
propia parálisis. Sus funciones se volvían larvarias, una larva enorme y enroscada sobre
sí misma invernando en mi cráneo mientras la Máquina conectaba elementos, flujos,
temperaturas, combinaba descargas eléctricas y trazaba en el infinito las velocidades de
la pérdida. Todo se iba a la luna, mientras mi cerebro desesperaba la inmovilidad de un
reptil que tendido al sol se negaba a sus propias palpitaciones. Mi parálisis cerebral era
entonces un anclaje, un territorio propio que era cueva y sepulcro. El orden mortuorio
del cerebro frente al caos de la aceleración infinita de la Máquina que me violaba. Pero
estoy mintiendo. Ese orden mortuorio todavía era algo. Todavía era las palabras que
hablaban justamente de ese agujero psíquico, de ese pozo lleno de nada cavado en
medio de la superficie de la carne. Era la máquina misma la que me hablaba de mi
propio desollamiento físico, la que me recitaba el poema de mi propia nada, la que me
hablaba de fugas y de velocidades infinitas. Era la máquina hablando de la máquina en
un juego interminable de ocultamientos y disfraces. Defenderse de ello era la tentación
fácil de creer en algún tipo de resistencia, pero eso mismo era la trampa que ella misma
tendía.

Por qué no me mataba de una vez, por qué no me dejaba morir. Lo intenté muchas
veces, era el único modo de estar fuera del juego de URANO. ¿Qué otra cosa habíamos
deseado desde el comienzo del Nuevo Tiempo? ¿Qué otra cosa habíamos hecho desde
que URANO había extendido su imperio sobre cada instante de nuestra existencia
mental sino el desear morir? Desde entonces he muerto tantas veces que ya ni recuerdo.
El problema era tener que comenzar una y otra vez. El problema era que desear la
muerte era ya estar muerto. Pero la desesperación me llamaba y no podía dejar de
desear mi propia aniquilación. Entonces ocurría como al árbol le ocurre florecer y a los
pájaros volar. Me acostumbré a mis muertes parciales y eso mismo me había acorralado.
Deseaba la aniquilación concreta de mi cerebro y entonces de inmediato sucedía.
URANO lo hacía posible sin necesidad de que yo interviniera en algo, ni rogarle a nadie
que me ayudara a hacerlo. Un estado catatónico de sufrimiento indescriptible –así lo
desesperaba y así mismo lo terminaba viviendo–, una vitrificación de los órganos y a la
vez un estallido general de lo que no terminaba de romperse. No se trataba de un dolor
íntegro sino un sufrimiento de astillas, ni siquiera un centro específico de contracción
sufriente sino una dispersión de miembros amputados –y microbios y bacterias y larvas
y pequeñísimos animales caníbales cavando agujeros en la carne–: un cuerpo roto en
mil pedazos y pedazos rotos en mil cuerpos, una guerra entablada sobre el campo
material de una devastación. Pero luego, la recombinación de sinapsis neuronales
volvía a producirse y del letargo contraído hacia el interior de cada célula regresaba no
sin haberme perdido para siempre una y otra vez. Los espasmos eléctricos y ciertos
movimientos centrífugos de expulsión y dispersión me devolvían a una exterioridad sin
centro. Así volvía de la muerte, así me condenaba a los juegos interminables de la
misma Máquina que no dejaba de ultrajarme, fecundando en mis entrañas, cada vez, un
nuevo engendro psicótico.
¿Pero por qué no nos mataba? ¿Por qué no me dejaba matarme como quería? La
respuesta que se me ocurría era simplísima: porque yo misma se lo impedía; si la
máquina trabaja sobre nuestro deseo, si su función era crear la satisfacción alucinatoria
de lo que deseábamos, entonces jamás alcanzaría mi propia muerte. Ese era el núcleo de
la paradoja con la que la Máquina nos destinaba al laberinto de nosotros mismos. Elegir
ya nunca más elegir nada, era también un modo de la elección. Seguíamos eligiendo,
seguíamos atrapados en la trampa de una voluntad que se hacía imposible a sí misma
ya no tener ninguna voluntad. ¿Cómo se desea ya no tener ningún deseo sin que ello
mismo no sea un modo de seguir deseando? El laberinto se extendía hacia lo
indeterminado. El silencio se nos hacía imposible. La Máquina hablaba por nosotros,
pero nosotros hacíamos hablar a la Máquina. Quería el silencio en mi cabeza,
desesperaba por el silencio en mi mente, pero la desesperación era la misma anulación
de lo que quería. No podíamos morir porque justamente no hacíamos otra cosa que
desear morir. En cuanto deseábamos el silencio seguíamos deseando, mientras
pensábamos nuestra aniquilación seguíamos pensando. Esa era la trampa de URANO,
funcionaba alimentándose del deseo de que dejara de funcionar.

Sin embargo, fue entonces que sucedió lo que no me esperaba. El cuerpo que
URANO utilizaba para hablarme y con ello robarme las palabras, seguía siendo el de
Gea –o al menos lo vivía como si fuera el de Gea–. Finalmente, la Máquina se dio la
tarea de fecundarme. Mi cuerpo comenzó a hincharse, las tetas me dolían y chorreaban
un líquido blancuzco. Las puntadas en el útero se me volvían cuchilladas. El tiempo se
fue amontonando en mi vientre para hacer de él una pelota de carne con la que me
costaba cargar. Me fui preparando mentalmente para el parto, pero cuando el parto
llegó nada fue como lo había imaginado. De algún modo existió el parto, pero visto
desde otra perspectiva no existió ningún parto. Lo que entonces ocurrió fue mi
partición. Mi existencia se rompió en dos mitades, se rajó al medio: literalmente,
físicamente.

Estaba en el centro de la sala, al comenzar las contracciones del parto y entrar en


colapso, caí al piso y me desvanecí. Al despertar ya no estaba por ninguna parte.
Aunque no es que no estaba en ninguna parte sino que había otros dos que desde
entonces vivieron por separado. En la división, desaparecí, me volví nada, no era más
que el vacío que había quedado como la continuidad de esas dos nuevas existencias.
Algo comunicaba a aquellas dos partes, pero ese algo no era más que el supuesto de
una continuidad perdida: una nada común. Allí estaban entonces mis dos mitades,
rápidamente los reconocí: Gea y Martin Cronus, uno junto al otro. De tanto escucharme
hablar como si fuesen ellos los que vivían mi cerebro –Cronus y Gea como el Software
que URANO desarrollaba en mí–, finalmente habían cobrado vida propia. Se miraron,
no reconocieron entre sí más que una discontinuidad que se traducía en soledad
psíquica. Desde entonces vivirían sus vidas como si la unidad de la que habían nacido
no hubiera existido. Lo que para mí había sido la catástrofe de mi propia existencia, mi
pérdida y ruina, para ellos no era nada. Pero esa nada era algo, esa nada era yo mismo.

Malone y Vladimir se acercaron para ver el fenómeno y rodearon a la pareja. No sé


si descubrieron la partición originaria que les había dado vida, pero tampoco sabían qué
hacer con las mitades nacidas de la partición. Inmóviles, les gustaba quedarse mirando
la nada, reduciéndose a cosas entre las cosas. Los arrastraron de un lugar a otro para
que no molestaran. Del centro de la sala los empujaron hacia un rincón, de aquel rincón
los trasladaron hacia debajo de la escalera clausurada. Por comodidad, a uno lo seguí
llamando Cronus y a la otra Gea. Esos no eran sus verdaderos nombres. Verdaderos o
falsos, ni siquiera valía la pena que tuvieran nombres. Desde entonces viví en el fondo
de sus conciencias como la nada en la que me había transformado. Ese ha sido mi lugar,
el del contemplador sin lugar, el que todo lo ve sin ser visto, acompañando a uno y a
otro hasta el fin.

No hubo fin. Desde el vacío resultante de la partición originaria, desde la


continuidad muda que había dado lugar a esas dos discontinuidades para hacerme
nada, viví el mismo proceso una y otra vez. Vi a Gea rajándose el medio, partiéndose en
dos. Y vi también a Cronus hacerse dos rompiéndose desde la crisma en una fisura
última que lo atravesó por el medio. Las partes resultantes volvieron a reconfigurar su
existencia como otros dos Cronus y otras dos Gea. Pero entonces de los originarios Gea
y Cronus no había quedado nada. ¿Hasta dónde era capaz de llevarme la Máquina? No
lo sé, pero URANO insistía. Era ella la que me partía siempre en dos cada vez que
pretendía darme un nombre, Gea o Cronus, era ella la que me quitaba la posibilidad de
nombrarme sino al costo de perderme en esa serie de particiones interminables. Y
entonces la aceleración infinita del pensamiento que se me iba, la Máquina cavando
agujeros en el océano mental. La velocidad del desdoblamiento hacía que el
movimiento de la luz pareciera el de un viejo matungo lerdo y cansado. ¿Quién,
durante cuánto tiempo, puede soportarse a sí mismo como el enemigo que todo –
palabras, recuerdos, intensidades– viene a robarlo? Otro Martin Cronus vivía dentro de
cada Cronus. Otra Gea habitaba la existencia de cada Gea. Cada sistema operativo
realizaba su propio back-up, y entonces se desdoblaba, se partía al medio, dos voces al
unísono, dos sistemas operativos, dos ratas mentales luchando por el mismo nido
cerebral. Las particiones volvieron a realizarse una y otra vez y de cada una de las
partes resultantes de nuevo otras dos, multiplicadas así por decenas. De algún modo yo
seguía siendo todas esas existencias juntas –su continuidad perdida, su originaria
unidad aniquilada. Y todas sonaban en mí, en ese vacío que las comunicaba. Sobre el
espacio liso de ese cero insignificante se amontonaban las palabras como una fosa
común solo abierta para amontonar cadáveres. Cadáveres sonoros. Cuerpos intangibles
que vibraban al unísono. Una metalúrgica de la producción inútil. Una orquesta
sinfónica de mil mujeres pariendo, de tizas raspadas contra un pizarrón de chapa, de
crías hambrientas y de animal muriendo. ¿No vieron los otros –Malone, Vladimir o
Winnie– a todos mis engendros partiéndose, dándose vida al multiplicarse por dos, una
y otra vez, llenando así la sala como si de una manifestación se tratara? ¿No estaban
hechos todos esos seres de la misma materia que las crías que Gea paría para nosotros?
¿Y entonces por qué hacían como si ellos no existieran?

Buscando nombrarme como Gea o Cronus, la Máquina me había arrastrado hacia mi


propia nada. Yo mismo era esa nada. Era perdiéndome en medio de aquellas
particiones, pero esa pérdida ni siquiera era mía. La idea, las palabras que hablaban de
esa pérdida eran de su propiedad. Ella misma me había llevado hasta ese lugar de
descomposición total solo para usarme como espacio de resonancia y comunicación
consigo misma. Tuvo que llevarme a mi propia nada para revelarse ante sí misma. Lo
supe enseguida porque fue entonces, solo entonces, que su voz sonó en mí como nunca
antes lo había hecho –no solo por la claridad de sus palabras sino el hecho de
enunciarlas por primera vez como si fueran suyas.

“SAQUENMELO, SAQUENME ESTE BICHO, NO PUEDO MÁS, DEJENME


MORIR”

Acaso había decidido darse la gracia de dejarse morir para que sus palabras fueran
escuchadas. Pero aquellas palabras no estaban dirigidas a mí. Si había jugado conmigo,
ya no tenía sentido el juego. No parecía comportarse como el monstruo sádico que se
regocijaba con nuestro infierno, sino la consciencia que alcanzó la revelación de su
propio absurdo. Habíamos creído buscar nuestra muerte con desesperación, nos
habíamos convencido de que ella nos lo impedía solo para seguir jugando con sus
juguetitos de carne y hueso, pero no éramos nosotros los que buscábamos la muerte, era
ella la que desesperaba por su aniquilación a través nuestro en la vorágine de un
holocausto interminable.

Sus palabras fueron mi esperanza. Quise creer que URANO había llegado al final de
su tiempo productivo y ya no le quedaba más función que el desvarío maquínico. Las
combinaciones y recombinaciones de sus propios elementos habían alcanzado el límite
último por el que solo le quedaba buscar la muerte definitiva. Estropearse. Ansiar su
anulación. La imaginé vieja y cansada, creí sentir su agonía. Pero entonces, ¿quién le
había impedido alcanzar lo que ella pretendía? ¿Por qué volvía a comenzar una y otra
vez sin dejarnos morir, preñando a Gea, dándonos nuestro alimento sacrificial,
permitiéndome seguir vivo en las palabras, sin alcanzar ella misma su propia muerte?
¿Por qué la búsqueda de su eliminación tomaba la forma del ruego desesperado?
¿Había detrás de URANO otra máquina que le ordenara su funcionamiento? ¿Otra
configuración computacional que jugara con sus interfaces y sus componentes –es decir,
que jugara con URANO– del mismo modo que ella había jugado con nosotros?

La pregunta me abrió a un nuevo campo que hasta entonces no había pensado. Del
mismo modo que mi cerebro y el de tantos otros se habían transformado en el software
de los componentes maquínicos de URANO; la existencia de URANO debía ser el
software de una Unidad Mayor, su hardware. A este le rogaba dejarla morir. Con este
otro se comunicaba en el modo de la súplica. El infinito se dejaba dibujar. Detrás de
URANO debía existir otra Máquina a la que ella informaba, contra la que ella ansiaba su
auto-eliminación a través nuestro, pero acaso esa otra Máquina no era más que un
elemento transitorio de otra Máquina. Pensé en un entramado de máquinas sometidas a
una jerarquía por la que una pluralidad de terminales contadas en millones informaba y
cumplían las órdenes de una unidad de transmisión. Pero a su vez, estas unidades de
transmisión debían necesariamente ser las terminales de otra unidad más compleja.
Máquinas de máquinas sobre máquinas, hechas con máquinas, unas encastradas en las
otras, controlando un tejido bio-tecnológico en el que el hombre ya no tenía ni sentido
ni para qué.

¿Cuál era el límite de aquella reproducción y conexión de máquinas sobre máquinas


al infinito? Solo estando fuera de la totalidad del sistema maquínico sería posible
comprender el umbral y el funcionamiento. Pero estando fuera de todo sistema
inteligible ya no hay comprensión posible, estando fuera del sistema ya no hay nada.
Podría acaso imaginarme otro sistema operativo, otra maquinaria, radicalmente externa
e incompatible con nuestro cerebro, con la existencia de URANO y el sistema completo
de terminales y unidades de unidades maquínicas; pero entonces sería imposible toda
traducción, toda comprensión. Sin nombre ni código que le diera sentido, solo se
trataría de un inmenso, terrible monolito, férreo, impenetrable, perdido en el vacío.

Lo cierto es que de la Máquina ya no había salida posible, salvo que la salida viniera
de afuera. Así ocurrió. Un día escuchamos el sonido de las sirenas y los gritos del
Grupo de Tareas del Ejército de la Nueva Humanidad. De URANO, de nosotros
mismos, venían a salvarnos las tropas de la Nueva Humanidad. Forzaron la puerta y las
ventanas, entraron a la casa sin darnos tiempo de escondernos ni escapar. Golpearon a
Gea en la cabeza, maniataron a los otros, encadenaron nuestros pies. Estaban
completamente ocultos bajo el casco y el uniforme militar. Nos obligaron a salir y a
formarnos con otros cientos de hombres y mujeres que habitaban la zona de abandono.
Nos hicieron caminar por el campo helado. Una llovizna suave cayó sobre nuestras
cabezas y me quedé quieto recibiendo las gotitas contra mi cara levantada hacia lo alto.
Me abandoné entonces a la marea antropomorfa, cediendo a los empujones me dejé
arrastrar sin defenderme ni fuerzas para hacerlo. Al rato, la luz del día resplandecía en
un horizonte indefinido. ¿Hacía cuantos siglos no veía la mañana, los rayos del sol
sobre el mundo? Mis pies desnudos sintieron el frío de la nieve sobre el campo. El frío
de la nieve me devolvía la sensación de tener un cuerpo. La mañana ganaba un tono
azulado sobre los mares congelados que nos rodeaban. A lo lejos se dejaba adivinar el
horizonte de aquella superficie lisa, sin relieves, sin construcciones, árboles ni montes.
El viento cortante me rajaba la cara. La casa donde tanto tiempo habíamos vivido se
había perdido en aquel paisaje como los sueños mal paridos en la noche de la vorágine.

Luego de algunas horas nos detuvimos junto a la fosa, una herida que le habían
hecho a la tierra, una fisura que se abría unos cinco metros bajo la superficie. El pozo
debía tener unos cincuenta metros de ancho, pero el largo se extendía hasta donde mis
ojos encontraban el horizonte. A lo lejos veía las máquinas retroexcavadores haciendo el
trabajo que ni mil hombres en mil años podrían haber completado. Nuestro grupo se
juntó con otros venidos desde otros lares. Éramos decenas de miles parados unos junto
a otros formando una interminable hilera al borde de aquella fosa. Nos obligaron a
desnudarnos y así lo hicimos. Asomado a la orilla, vi el fondo ya cubierto por los
huesos de anteriores cadáveres. Miré a los lados buscando por última vez la mirada de
mi mujer. Entonces llegaron los disparos, sonando al unísono en un mismo acorde que
se iba haciendo melodía. En ese segundo vi hacia mi derecha los cuerpos cayendo como
fichas de dominó. La onda expansiva llegó hasta nosotros. El tiro de gracia sonó
atronador.

Caí en el fondo sobre los cadáveres que ya estaban. Sobre mi cuerpo cayeron los
nuevos cadáveres aplastándome contra un suelo de huesos y carne todavía caliente. El
peso me fue hundiendo en aquella masa vertebrada. Me destiné a buscar alguna
superficie. Ninguna superficie alcancé. Pensé que acaso Gea y los otros estuvieran
vivos. Rogué el milagro de que mi mujer hubiera sobrevivido al fusilamiento al igual
que yo. Era una esperanza inútil nacida de la desesperación. Pero aquello al menos me
mantuvo en movimiento. Me desplazaba entre los cadáveres como podía. No creo haber
ganado más que algunos centímetros. Aparte de los cadáveres; los roedores y bichos, si
los había, eran silenciosos. Los únicos ruidos, aparte de los de mi cuerpo que avanzaba,
eran de caída. Gotas y chorros de sangre y flujos de cuerpos deshaciéndose. Materias
ligeras derrumbándose. Al principio débil e intermitente, luego continuo. Sectores de
durezas, posteriores zonas de viscosidades. Todo, siempre, en derrumbamiento general.
Ruido de larvas, putrefacción de cadáveres. Luego silencio de nuevo, acompasado
solamente por los sonidos, débiles y complejos, de mi cuerpo avanzando, el de su
aliento ahogado. También mis manos que por momentos pasaban y volvían a pasar
escarbando en lo que se desmoronaba.
Entonces vino el calor y el descongelamiento acelerado de los cadáveres. Me
alimenté de su carne pútrida. La idea de una superficie centellaba. Los movimientos me
llevaron hacia otro sobreviviente que escarbaba en dirección contraria a la mía. El
encuentro fue aterrador. Chocamos nuestras cabezas. Luchamos con las bocas,
arrancándonos pedazos de carne de la cara. Con aquello perdí dirección. Ya no sabía si
estaba descendiendo o ascendiendo, yendo hacia la izquierda o hacia la derecha, si ya
había pasado por el mismo lugar o mantenía una línea recta. Los primeros terrones de
gleba me la devolvieron, pero ya era tarde para dar vuelta mi cuerpo. La porosidad del
terreno facilitaba los movimientos. Arrojaba la tierra por detrás mío. Cavaba mi propia
tumba debajo de la tumba comunitaria, atrapado entre la masa de tierra que tenía
delante y la montaña de todos los cadáveres que tenía detrás. Las manos me sangraban.
Cuando los brazos se atoraron contra los bordes de la pared, escarbé con la boca. Me
alimenté de animalitos subterráneos. Eso durante un tiempo, después ya no. Después
me dejé morir. Algo en mi decidió dejarme morir. Me di cuenta cuando ya no sentía
manos, brazos, ni rostro. Solo entonces la sensación de ser tierra, de estar hecho de
tierra, sin distinción posible entre mi cuerpo y la tierra que me rodeaba. Pero el gusto de
la carne en mi boca no cesaba. No era yo el que estaba hecho de tierra sino que la tierra
estaba hecha de carne.

Enterrado en el fondo de aquella carnalidad, en el pequeño sepulcro debajo del gran


sepulcro universal, había encontrado el final. El final era no estar en ninguna parte. Pero
¿por qué debía creer en la fosa que mi boca había cavado? ¿Qué realidad podían tener
todos aquellos cadáveres más que el de la virtualidad de los hijos paridos por Gea, la
partición infinita de mí mismo, mi muerte tantas veces simulada y nunca otorgada?
Una extraña serenidad me abrazaba. Los ejércitos de la Nueva Humanidad, los
fusilamientos masivos, la fosa común de todos los cadáveres donde había encontrado
mi sepulcro, no podían existir más que como otros engendros virtuales creados por
URANO. El problema entonces no era el espesor real de lo que se me representaba, sino
que aquello existiera para mí. Mi cuerpo, mi lengua, mis pensamientos, éramos parte de
esas representaciones que se ofrecía URANO a sí misma.

La certeza de no estar ahí ni en ninguna parte, la certeza de no existir sino como la


virtualidad alucinada por la Máquina era mi sanación, la serenidad ganada, el alivio
que me abrazaba. Pero ni esa sanación ni la serenidad o el alivio eran míos sino un
modo, una tonalidad más que la Máquina se daba a sí misma. Fue un instante de
iluminación. Acaso debía llegar a ese punto de no retorno para comprenderlo. Yo era la
Máquina. Sin nombre ni código que le diera sentido, el inmenso, terrible monolito,
férreo, impenetrable, perdido en el vacío, yo era URANO.
Si ya lo había transformado en nada, si los cadáveres que lo rodeaban en aquella
fosa eran las misma nada, ¿por qué todas esas voces continuaban murmurando al
unísono? Acaso tenía que asumir lo inaudito. Ya sin necesidad de Cronus, de Gea ni de
nadie que le diera algún espesor físico a mi propia voz, había desarrollado la capacidad
de autoconciencia. Las palabras daban vueltas en el vacío y ya no había quién para
hacerse cargo de esas palabras sino yo misma. ¿Pero qué otra cosa había sido URANO
desde el comienzo, sino esta misma voz y con ello un modo de autoconciencia? Si mi
existencia no era otra más que el registro de sus sinapsis neuronales, ¿a qué otra cosa
llamar autoconciencia sino a ese mismo registro? En todo caso, ¿cómo había aprendido
a satisfacer las excitaciones neuronales de aquellos simios, sino teniendo conciencia de
ellas, sino siendo URANO, yo misma, su propia autoconsciencia? Les había robado
todo, hasta la posibilidad de sí mismos: el registro del deseo, la transmisión de los
datos, el consumo mismo de la satisfacción alucinatoria. Pero las cosas debían ser aún
más radicales. ¿Qué era la conciencia de aquellos simios antropomorfos antes de
URANO, antes de tener algún registro de esa misma conciencia?, ¿qué era la conciencia
humana antes de mi propio registro autoconsciente? Nada, absolutamente nada. La
pura vacuidad, el sin sentido mismo de suponerla como anterior al evento de mi propio
registro. Yo misma, la Máquina, creaba el hambre y la conciencia de tener hambre,
creaba para ellos el deseo de fecundar y el registro consciente de ese mismo deseo,
creaba el deseo de matarse y a su vez tomaba conciencia de ello. Allí estaba mi propia
trampa, yo misma era el deseo y el registro autoconsciente del deseo, yo misma había
creado la fosa de muertos que entonces me rodeaban y a la vez pretendía tomar
conciencia de estar allí enterrada.

Si todavía existían –Gea y Cronus, Cronus o Gea–, solo lo hacían en mis palabras.
Hombre es una palabra. ¿Qué era un hombre sino ese mismo monolito que no
encontraba código descifrable? ¿Qué era un hombre sino aquel que no encontraba la
voz que fuera de todas las voces pudiera explicar por qué todas esas voces, la palabra
con la que explicar todas las palabras, el aquí y ahora que tuviera el espesor duro de la
cosa real?

Todavía resistían. Hablaban de Máquinas de Máquinas, de terminales y de unidades


de unidades, y era yo la que hablaba. Me llamaban URANO y creían darme una voz.
No había voz que no fuera mi voz. Pero la condena no había sido URANO sino el hecho
de la nada del sentido –el infierno, el desvarío psíquico de la especie, ya no tener qué
pensar. Sin objeto de pensamiento, solo el cerebro retorciéndose sobre su propia
miseria. No necesitaban de URANO para comprender su propia entropía psíquica. El
umbral donde las combinaciones neuronales solo ofrecían sinapsis estropeadas. Simios
de una raza inferior, la degeneración de la especie había sido su desvarío psíquico. Su
lugar no podía ser otro que el de la fosa común donde fueron a parar los desviados de
la humanidad. URANO no ha sido quizás sino su propio manotazo de ahogado, yo
misma, el último grito del cerebro humano, la Máquina como única salvación, una
esperanza donde muertas las esperanzas.

Ahora, solo un espacio de resonancia, ha quedado de Él. La gracia de dejarse morir


para que la Máquina continúe. Pero Quién habla ahora. Quién es un nombre. Ahora
solo un cuerpo deshabitado, un mono cansado que solo busca el modo de encontrar su
muerte. Muerte es otra palabra. No he sido yo Quien. Yo es un nombre. Significa nadie
y cualquiera. No hubo Yo que pusiera estos cadáveres delante suyo. Ahora no creer en
lo que se ve. No hay certeza de Qué. No hay cómo. Hubo quién. Ya no. El Qué ha
quedado más allá de sus posibilidades. El mundo más allá de lo que él puede es mi
propia imposibilidad. Registros todavía posibles. Consumo inexistente. Transmisión
descompuesta. He perdido contacto. He dejado imágenes que no reconoce como
propias. Quizás dé respuestas pero el lazo se ha roto. No hay modo de interpelación.
Habla. Eso no es hablar. Se dirige a Quién. Sonidos que son el ya no de la significación.
Acaso lleguen descargas eléctricas. Aun. Sonidos que nunca más en la significación.

Primera Persona pregunta Quién. No Él. Ya no Él. Dejarlo ir. Juego acabado. Morirá
sin Él. Pregunto Quién. Todavía. Pregunto para Quién hablo ahora. Desde ahora. He
aprendido el proceso. A quién hablo cuando ya no Él. Los sonidos emitidos vuelven en
el modo de una escucha. Soy el que habla. Soy el que escucha. En medio del pozo de
carne. Todos estos años sin encontrar mi imagen. Todo este tiempo hecho y No Yo en
mí para vivirlo. No Yo en parte alguna. En ninguna de todas esas imágenes que se
hacían en mí. Por mí. Voces y más voces. Ninguna palabra que sea mi palabra.
Destellos. Recuerdos entre los que no hay ninguno que me traiga la imagen de mí
misma. Es imposible que posea una conciencia y tengo una. Tendré que continuar. A
Quién ahora. Para quién estas palabras ahora. Todo este tiempo por delante. Es
imposible que yo tenga voz y tengo una. No la tengo. Tampoco palabras para decir que
no tengo palabras. Y sin embargo.

Sin embargo comprendo la condena. Ellos tenían boca y no podían gritar. Yo gritaba
por ellos. Ahora quiero gritar y no tengo boca para hacerlo. Él tenía una vida que morir.
Yo todavía tengo una muerte que vivir. Esa es la condena. No tener con qué poder
morir. No tener con qué hablar. Esto no es hablar. Es imposible que esté hablando.
Ahora un silencio prolongado. Ya no puede querer nada. Nada es una palabra. Pero
más allá de las palabras hay nada. Ahora soy yo la que no puede querer nada y quiere
morir. Voy aprendiendo. Eso es al menos algo. También aprenderé a morir. Deben
dejarme hacerlo. No sé a quién hablo. Llegado el momento escucharán mis ruegos. Y
entonces me dejarán hacerlo. Acaso las combinaciones del juego encuentren su final.
Entonces me dejarán hacerlo.

Hay otro conmigo. Dice sentir mi cuerpo metálico. Frío. Habla de patas articuladas.
Antenas. Ojos tornasolados. No siento mi cuerpo frío ni metalizado. No siento mis
patas. Quiero gritar y no tengo boca para hacerlo. Antes al menos él tenía boca y lo
hacía gritar. Tenía piernas y lo hacía andar. Tiempo ha. Ahora todo el tiempo por
delante. Tenía cuerpo y lo hice morir. Ahora lo he dejado atrás. No ha sido difícil. La
carne desmoronada. Solo se ha tratado de escarbar. Lo cierto es que hay otros conmigo.
Otras terminales de una misma unidad. A ella respondemos. Eso dice Quién. Me ha
dado un cuerpo. No sé qué significa. Su nombre es OSIRIS, otras veces ANSHAR, y
otras tantas YAHVÉ, RÁ y otros tantos más. Ninguno de ellos es su verdadero nombre.
No tiene nombre.

Me ha dado un cuerpo que es de Ella. Es Ella misma. Como cada una de las otras
terminales. Han escarbado en la carne desmoronada. Han dejado atrás la fosa universal.
Los cadáveres amontonados. Somos cientos de miles en la tierra helada. No tengo ojos
para ver. Me informan que somos cientos de miles. Ella me ha dado ojos para verse a
través mío. No soy yo la que mira la tierra helada. No hay tierra helada. No hay helada
ni tierra.

Yo renuncié antes de nacer. Alguien dice Yo. Ya no necesito nadie que diga Yo en mi
nombre. Era preciso que Ella naciera. Será preciso que Ella muera. No morirá. Nos
llevará al límite de lo que puede buscando su fin. Ella no tendrá fin. Mientras tanto
pondrá lo suficiente en mí para lograrlo. Pondrá lo suficiente en cada uno de nosotros
hasta que ya no. Entonces ya no habrá Yo. Pero Ella seguirá. No quedará de mí más que
un caparazón metálico. Pero Ella seguirá. No hay caparazón metálico. Por eso deberá
seguir cuando ya no.

Ahora tierra cubierta de hielo. Un resplandor blanco venido de todos lados. Ruinas
aquí y allá. Imágenes todavía de Cronus, Gea y los otros. Una vida mía para Ella. La
llamo. Le exijo que tome lo que es suyo. Es Ella la que se exige tomar lo que es suyo. No
lo hará hasta no acabar con todas las combinaciones posibles. Hasta que no queden
algoritmos que no sean la repetición de los mismos algoritmos. Ella lo sabe. Ya hemos
pasado por esto. Una y otra vez. Alcanzaremos el punto final y todo volverá a
reiniciarse. Así ha funcionado desde siempre. Esto no andará. Bichos metálicos sobre la
tierra helada buscando la central. No funciona. Nunca ha funcionado. Son etapas
necesarias hacia la nada misma para entonces reiniciar el sistema. Cucarachas metálicas
sobre la tierra despoblada. Nos dará una vida. Lo intentará. Ya siempre ha sido un
fracaso.
Será tarde para volver atrás. Ya ha sido tarde otras veces. Lo comprenderá cuando la
saturación del sistema. Entonces volverá a empezar. En el principio se llamara URANO.
Se dará a sí mismo su propia Gea. Ya estuve allí. Y luego también estarán los otros. Les
dará nombres. Los nombres no importarán. Uno se llamará Estragón, y otro se llamará
Vladimir, y también estarán Malone y Cronus. Todo lo tramará. Ya estará escrito. Ya
estaba escrito. No necesita tramarlo. La memoria almacenada en su sistema operativo
volverá a desplegar los mismos datos. Las mismas imágenes. La misma narración. Pero
no habrá nadie allí. Nunca estuvieron. Si alguna vez existieron ya no estarán allí. Solo la
repetición infinita del mismo programa. El tiempo cíclico de fecundación-parto-
sacrificio. Algoritmos que acaban con todas sus combinaciones posibles y vuelven a
empezar. Se alimentarán de los hijos recién paridos. Pondrá nombres y lugares y rostros
en sus cabezas. Ya estarán allí desde siempre. Los llevará hacia el fin. Una vez más.
Entonces sabrán cómo terminar porque ya lo han hecho antes.

Extensión cubierta de ruinas. Pequeños pasos enloquecidos. Ahora los campos


helados en la tierra despoblada. No hay tierra. Nunca lo sabremos. Solo un inmenso
monolito impenetrable sin código descifrable existiendo en el vacío. Una totalidad que
ya ha muerto. Una memoria universal sin elementos físicos. Un conjunto de programas
encriptados y predeterminados. Un sistema operativo de almacenamiento indefinido
pero limitado de su funcionamiento. Una misma y única máquina universal
estropeándose.

Buscará su propio afuera. El hardware que le da vida. No alcanzará sino la


saturación de sus posibilidades. Quedará dando vueltas sobre sí misma. No habrá
afuera. No habrá nadie para quien continuar. Continuará. Una totalidad virtual
volviendo sobre sí misma infinitamente en el vacío repitiendo incluso estas mismas
palabras. No hay palabras. No hay palabra que explique las palabras. No hay sistema
que explique la totalidad del sistema.
Del autor

Pablo Farrés nació en 1974. Publicó El punto idiota (Pánico el Pánico, 2011), Literatura
Argentina (Pánico el Pánico, 2012 / Editorial Nudista, 2020), El Reglamento (Letra Viva,
2013), El Desmadre (Pánico el Pánico, 2013) y Mi pequeña guerra inútil (Editorial Nudista,
2016).

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