La Despedida
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ANALISIS
Un día, Gabriel le confiesa a Ernesto que su peregrinaje terminará en Abancay. La tarde que llegan a la ciudad, las campanas del
pueblo repican mientras las mujeres y los hombres están en la plaza, arrodillados y rezando. Cuando los viajeros preguntan por qué
lo hacen, les responden que están operando al padre Linares, Director del Colegio y predicador de Abancay. Ernesto y su padre se
arrodillan a rezar también, y Gabriel le dice a su hijo que el padre Linares ha de ser su Director.
Mientras Ernesto duerme en el Colegio, ya matriculado y tomando clases, Gabriel se encuentra inquieto. A pesar de que ha dicho
que montará un estudio en la ciudad, luego de diez días no lo ha hecho. Ernesto sabe que su padre, tarde o temprano, se marchará
de allí.
Un día, en una de las visitas de Ernesto a su padre, lo encuentra conversando con un forastero. El hombre, de Chalhuanca, busca
consejo de Gabriel para litigar contra su patrón. Ernesto percibe que su padre está incómodo; es evidente que ya ha arreglado con el
forastero, que ahora llora en quechua, para irse juntos de Abancay hacia Chalhuanca. Finalmente, Gabriel se recuesta sobre la mesa
y llora. El forastero intenta consolarlo pero es inútil. Ernesto se acerca a su padre, que se pone de pie. El cualhuanquino les sirve
cerveza; es la primera vez que Ernesto bebe con su padre.
Se separan casi con alegría, con las promesas de Gabriel de conseguir una chacra junto al río y esperarlo a Ernesto en vacaciones.
Ernesto reflexiona sobre cómo, por primera vez, deberá enfrentarse solo al mundo.
Análisis
En el capítulo II, Ernesto recorre diversas anécdotas vinculadas a los viajes con su padre. Debido a su trabajo, Gabriel ha llevado a
Ernesto a recorrer más de doscientos pueblos andinos. En la descripción que hace el narrador de algunos de ellos, se hace más
presente un tema clave que ya había surgido en el Capítulo I: la memoria. En Los ríos profundos, la memoria es uno de los
fundamentos del relato, ante todo por su polivalencia semántica.
En primer lugar, su relevancia tiene que ver con que los recuerdos son un arma contra la soledad y el dolor. A lo largo del texto
veremos cómo la memoria es, para Ernesto, un lugar donde resguardarse de los abusos, la violencia, la soledad y la discriminación; a
través de la memoria el joven puede revisitar todos esos espacios que han conmovido su espíritu y que funcionan como un refugio
para distanciarse de un mundo confuso y hostil.
Además, la memoria excede al individuo, a los límites de la propia vida de Ernesto, y lo conectan en cierto modo con el pasado
remoto de ese mundo andino que él pretende asumir. En el capítulo I, ante el muro antiguo, Ernesto resalta ante su padre el poder y
la vigencia incaicos, que podrían, a través del muro, devorar a los avaros que viven dentro.
La memoria funciona también como un modo de apropiación del mundo. Ernesto dice: “En los pueblos, a cierta hora, las aves se
dirigen visiblemente a lugares ya conocidos. A los pedregales, a las huertas, a los arbustos que crecen en la orilla de las aguadas. Y
según el tiempo, su vuelo es distinto. La gente del lugar no observa estos detalles, pero los viajeros, la gente que ha de irse, no los
olvida” (p.37). A partir de aquí, da cuenta de que él mismo no olvida, como buen viajero, y enumera los distintos rumbos de las aves.
El viajero se apropia de los pueblos, los comprende y los habita a través de la memoria; de este modo cosecha imágenes y
experiencias que luego atesorará en los momentos más hostiles. Como dijimos anteriormente, Ernesto es una suerte de depositario
de la cultura andina.
Al llegar a Abancay, el joven reflexiona sobre el nombre del pueblo:
Se llama amank’ay a una flor silvestre, de corola amarilla, y awankay al balanceo de las grandes aves. Awankay es volar planeando,
mirando la profundidad. ¡Abancay! Debió ser un pueblo perdido entre bosques de pisonayes y de árboles desconocidos, en un valle
de maizales inmensos que llegaban hasta el río. Hoy los techos de calamina brillan estruendosamente; huertas de mora separan los
pequeños barrios, y los campos de cañaverales se extienden desde el pueblo hasta el Pachachaca. Es un pueblo cautivo, levantado en
tierra ajena de una hacienda. (pp. 47-48)
Abancay no es lo que debería ser, lo que su nombre indica. El mundo que Ernesto contiene en su memoria, el mundo que habita a
través de su mirada andina, panteísta y mágica, es compacto, una totalidad integrada y coherente. Abancay debería ser del color del
maíz, el pisonay y la flor del amancay, un pueblo libre como el vuelo de las aves. En su lugar, es un pueblo de techos metálicos y
estruendosos, un pueblo cautivo y erigido en tierra ajena. Empezamos a ver que, en Abancay, el mundo que se opone al de Ernesto
es desintegrado, incoherente y conflictivo. Esto es tan solo la punta del iceberg de un choque de sistema de creencias, identidades y
valores que se acrecentará con el correr de los capítulos tras su entrada al colegio.
La errancia es, por supuesto, otro tópico privilegiado de Los ríos profundos. La idea del movimiento no solo está representada a
través del relato de los viajes. Como en la cita que acabamos de leer, el “volar planeando” y “mirar con profundidad” de las aves son
imágenes recurrentes, siempre asociadas a valores positivos, a un modo de habitar el mundo que reconforta. Lo mismo sucede con
los ríos. El río es materialmente un lugar a donde recurrir pero, además, es una imagen recurrente de la memoria donde refugiarse.
Aves y ríos son símbolos de la errancia en Los ríos profundos: migran, transitan, recorren. Volveremos más adelante sobre la imagen
del río, paradigma vital de Ernesto, porque es de las más productivas y polisémicas en el texto.
Este vagar es el modo que encuentra Ernesto de comulgar con aquello que lo rodea. Como dijimos, el viajero se apropia de los
pueblos, los comprende y los habita a través de su memoria. Esto tiene una doble valoración: por un lado, hay un movimiento de
exclusión, ya que Ernesto no es oriundo de los lugares que visita, sino que los descubre. Pero este contemplar desde cierta distancia,
la que le otorga el movimiento de llegar y partir, le permite apreciar cosas que otros no ven. En el capítulo I ya nos decía que, al
encontrarse con el río, “el recién llegado se siente transparente, como un cristal en que el mundo vibrara” (p.34). En el capítulo II,
Ernesto dice: “mi padre decidía irse de un pueblo a otro, cuando las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde
duermen los pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria” (p.36). Permanecer es perder de
vista esta mirada que la distancia del errante permite. Errar, como los ríos y las aves, es para Ernesto el modo en que el hombre es
uno con lo que lo rodea, comulgando con la cultura andina y con la naturaleza a través del movimiento, o, como veremos, de la
memoria del movimiento, cuando el mal apremia.
A esta errancia se le oponen los espacios cerrados. Abancay es este pueblo “cautivo”, construido en una tierra que le es ajena. La
tienda que monta Gabriel para atender en Abancay, ya presa de su deseo de partir, es claustrofóbica. Ernesto encuentra a Gabriel
inquieto, incómodo. Esta energía solo cambia en el momento en el que, en el Capítulo III, finalmente se asume que va a partir hacia
Chalhuanca; finalmente puede liberar su tensión, beber y alegrarse un poco. El Colegio, más adelante, se presentará como otro de
estos espacios cerrados que sofocan a Ernesto.
Al final del capítulo III, Ernesto comprende su destino inmediato: enfrentarse al mundo sin la compañía de su padre. Se quedará en
Abancay a estudiar, por lo que ese es su lugar ahora: “recibiría la corriente poderosa y triste que golpea a los niños, cuando deben
enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y de fuego, y de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar
contra las piedras y las islas” (p.55). Este mundo cargado de monstruos y de fuego, una vez más, se opone a la hermosura del canto
del río. El río tiene, y tendrá a lo largo de toda la novela, un sentido liberador. Es un lugar de identificación, de purificación, de
encuentro con la naturaleza tal como la entiende Ernesto. Decimos por todo esto que es, para él, su paradigma vital. A través del río
Ernesto comprenderá mucho de ese mundo andino que asume como propio. Finalmente, esta cita que opera como cierre de una
etapa del texto, funciona a la vez como un anticipo: Ernesto se enfrentará a monstruos y fuegos en este nuevo mundo de Abancay al
que ingresa.
Los ríos profundos es la tercera novela del escritor peruano José María Arguedas. El título de
la obra (en quechua Uku Mayu) alude a la profundidad de los ríos andinos, que nacen en la cima de la
Cordillera de los Andes, pero a la vez se refiere a las sólidas y ancestrales raíces de la cultura andina, la que,
según Arguedas, es la verdadera identidad nacional del Perú.
Publicada por la Editorial Losada en Buenos Aires en 1958, recibió en el Perú el Premio Nacional de Fomento a
la Cultura Ricardo Palma (1959) y fue finalista en Estados Unidos del premio William Faulkner (1963). Desde
entonces creció el interés de la crítica por la obra de Arguedas y en las décadas siguientes el libro se tradujo a
varios idiomas.[1]
Según la crítica especializada, esta novela marcó el comienzo de la corriente neoindigenista, pues presenta por
primera vez una lectura del problema del indio desde una perspectiva más cercana a él, mérito que comparte
con la obra del escritor mexicano Juan Rulfo. La mayoría de los críticos coinciden en que esta novela es la obra
maestra de Arguedas.