Versiones de Caperucita Roja
Versiones de Caperucita Roja
Versiones de Caperucita Roja
Había una vez una niñita en un pueblo, la más bonita que jamás se hubiera visto; su madre estaba
enloquecida con ella y su abuela mucho más todavía. Esta buena mujer le había mandado hacer una
caperucita roja y le sentaba tan bien que todos la llamaban Caperucita Roja. Un día su madre, habiendo
cocinado unas tortas, le dijo.
-Anda a ver cómo está tu abuela, pues me dicen que ha estado enferma; llévale una torta y este tarrito de
mantequilla.
Caperucita Roja partió enseguida a ver a su abuela que vivía en otro pueblo. Al pasar por un bosque, se
encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas ganas de comérsela, pero no se atrevió porque unos
leñadores andaban por ahí cerca. Él le preguntó a dónde iba. La pobre niña, que no sabía que era
peligroso detenerse a hablar con un lobo, le dijo:
-Voy a ver a mi abuela, y le llevo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
-¿Vive muy lejos? -le dijo el lobo.
-¡Oh, sí! -dijo Caperucita Roja-, más allá del molino que se ve allá lejos, en la primera casita del pueblo.
-Pues bien -dijo el lobo-, yo también quiero ir a verla; yo iré por este camino, y tú por aquél, y veremos
quién llega primero.
El lobo partió corriendo a toda velocidad por el camino que era más corto y la niña se fue por el más largo
entreteniéndose en coger avellanas, en correr tras las mariposas y en hacer ramos con las florecillas que
encontraba. Poco tardó el lobo en llegar a casa de la abuela; golpea: Toc, toc.
-¿Quién es?
-Es su nieta, Caperucita Roja -dijo el lobo, disfrazando la voz-, le traigo una torta y un tarrito de
mantequilla que mi madre le envía. La cándida abuela, que estaba en cama porque no se sentía bien, le
gritó:
-Tira de la aldaba y el cerrojo caerá. El lobo tiró de la aldaba, y la puerta se abrió. Se abalanzó sobre la
buena mujer y la devoró en un santiamén, pues hacía más de tres días que no comía. En seguida cerró la
puerta y fue a acostarse en el lecho de la abuela, esperando a Caperucita Roja quien, un rato después,
llegó a golpear la puerta: Toc, toc.
-¿Quién es?
Caperucita Roja, al oír la ronca voz del lobo, primero se asustó, pero creyendo que su abuela estaba
resfriada, contestó:
-Es su nieta, Caperucita Roja, le traigo una torta y un tarrito de mantequilla que mi madre le envía.
El lobo le gritó, suavizando un poco la voz:
-Tira de la aldaba y el cerrojo caerá.
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Caperucita Roja tiró de la aldaba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el lobo le dijo, mientras se escondía
en la cama bajo la frazada:
-Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.
Caperucita Roja se desviste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en
camisa de dormir. Ella le dijo:
-Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!
-Es para abrazarte mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué piernas tan grandes tiene!
-Es para correr mejor, hija mía.
Abuela, ¡qué orejas tan grandes tiene!
-Es para oírte mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué ojos tan grandes tiene!
-Es para verte mejor, hija mía.
-Abuela, ¡qué dientes tan grandes tiene!
-¡Para comerte mejor!
Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió.
Moraleja
Aquí vemos que la adolescencia,
en especial las señoritas,
bien hechas, amables y bonitas
no deben a cualquiera oír con complacencia,
y no resulta causa de extrañeza
ver que muchas del lobo son la presa.
Y digo el lobo, pues bajo su envoltura
no todos son de igual calaña:
Los hay con no poca maña,
silenciosos, sin odio ni amargura,
que en secreto, pacientes, con dulzura
van a la siga de las damiselas
hasta las casas y en las callejuelas;
más, bien sabemos que los zalameros
entre todos los lobos ¡ay! son los más fieros.
Érase una vez una pequeña y dulce coquetuela, a la que todo el mundo
quería, con sólo verla una vez; pero quien más la quería era su abuela, que ya no sabía ni qué
regalarle. En cierta ocasión le regaló una caperuza de terciopelo rojo, y como le sentaba tan
bien y la niña no quería ponerse otra cosa, todos la llamaron de ahí en adelante Caperucita
Roja.
Un buen día la madre le dijo :
- Mira Caperucita Roja, aquí tienes un trozo de torta y una botella de vino
para llevar a la abuela, pues está enferma y débil, y esto la reanimará. Arréglate antes de que
empiece el calor, y cuando te marches, anda con cuidado y no te apartes del camino: no vaya
a ser que te caigas, se rompa la botella y la abuela se quede sin nada. Y cuando llegues a su
casa, no te olvides de darle los buenos días, y no te pongas a hurguetear por cada rincón.
- Lo haré todo muy bien, seguro - asintió Caperucita Roja, besando a su
madre.
La abuela vivía lejos, en el bosque, a media hora de la aldea. Cuando
Caperucita Roja llegó al bosque, salió a su encuentro el lobo, pero la niña no sabía qué clase
2
de fiera maligna era y no se asustó.
- ¡Buenos días, Caperucita Roja! - la saludó el lobo.
- ¡Buenos días, lobo!
- ¿A dónde vas tan temprano, Caperucita Roja? -dijo el lobo.
- A ver a la abuela.
- ¿Qué llevas en tu canastillo?
- Torta y vino; ayer estuvimos haciendo pasteles en el horno; la abuela está
enferma y débil y necesita algo bueno para fortalecerse.
- Dime, Caperucita Roja, ¿dónde vive tu abuela?
- Hay que caminar todavía un buen cuarto de hora por el bosque; su casa se
encuentra bajo las tres grandes encinas; están también los avellanos; pero eso, ya lo sabrás -
dijo Caperucita Roja.
El lobo pensó: "Esta joven y delicada cosita será un suculento bocado, y
mucho más apetitoso que la vieja. Has de comportarte con astucia si quieres atrapar y tragar
a las dos". Entonces acompañó un rato a la niña y luego le dijo :
- Caperucita Roja, mira esas hermosas flores que te rodean; sí, pues, ¿por
qué no miras a tu alrededor?; me parece que no estás escuchando el melodioso canto de los
pajarillos, ¿no es verdad? Andas ensimismada como si fueras a la escuela, ¡y es tan divertido
corretear por el bosque!
Caperucita Roja abrió mucho los ojos, y al ver cómo los rayos del sol
danzaban, por aquí y por allá, a través de los árboles, y cuántas preciosas flores había, pensó:
"Si llevo a la abuela un ramo de flores frescas se alegrará; y como es tan temprano llegaré a
tiempo". Y apartándose del camino se adentró en el bosque en busca de flores. Y en cuanto
había cortado una, pensaba que más allá habría otra más bonita y, buscándola, se internaba
cada vez más en el bosque. Pero el lobo se marchó directamente a casa de la abuela y golpeó
a la puerta.
- ¿Quién es?
- Soy Caperucita Roja, que te trae torta y vino; ábreme.
- No tienes más que girar el picaporte - gritó la abuela-; yo estoy muy débil
y no puedo levantarme.
El lobo giró el picaporte, la puerta se abrió de par en par, y sin pronunciar
una sola palabra, fue derecho a la cama donde yacía la abuela y se la tragó. Entonces, se
puso las ropas de la abuela, se colocó la gorra de dormir de la abuela, cerró las cortinas, y se
metió en la cama de la abuela.
Caperucita Roja se había dedicado entretanto a buscar flores, y cogió tantas
que ya no podía llevar ni una más; entonces se acordó de nuevo de la abuela y se encaminó a
su casa. Se asombró al encontrar la puerta abierta y, al entrar en el cuarto, todo le pareció tan
extraño que pensó: ¡Oh, Dios mío, qué miedo siento hoy y cuánto me alegraba siempre que
veía a la abuela!". Y dijo :
- Buenos días, abuela.
Pero no obtuvo respuesta. Entonces se acercó a la cama, y volvió a abrir las
cortinas; allí yacía la abuela, con la gorra de dormir bien calada en la cabeza, y un aspecto
extraño.
- Oh, abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!
- Para así, poder oírte mejor.
- Oh, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!
- Para así, poder verte mejor.
- Oh, abuela, ¡qué manos tan grandes tienes!
- Para así, poder cogerte mejor.
- Oh, abuela, ¡qué boca tan grandes y tan horrible tienes!
- Para comerte mejor.
No había terminado de decir esto el lobo, cuando saltó fuera de la cama y
devoró a la pobre Caperucita Roja.
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Cuando el lobo hubo saciado su voraz apetito, se metió de nuevo en la cama
y comenzó a dar sonoros ronquidos. Acertó a pasar el cazador por delante de la casa, y
pensó: "¡Cómo ronca la anciana!; debo entrar a mirar, no vaya a ser que le pase algo".
Entonces, entró a la alcoba, y al acercarse a la cama, vio tumbado en ella al lobo.
- Mira dónde vengo a encontrarte, viejo pecador! – dijo -; hace tiempo que
te busco.
Entonces le apuntó con su escopeta, pero de pronto se le ocurrió que el lobo
podía haberse comido a la anciana y que tal vez podría salvarla todavía. Así es que no
disparó sino que cogió unas tijeras y comenzó a abrir la barriga del lobo. Al dar un par de
cortes, vio relucir la roja caperuza; dio otros cortes más y saltó la niña diciendo :
- ¡Ay, qué susto he pasado, qué oscuro estaba en el vientre del lobo!
Y después salió la vieja abuela, también viva aunque casi sin respiración.
Caperucita Roja trajo inmediatamente grandes piedras y llenó la barriga del lobo con ellas. Y
cuando el lobo despertó, quiso dar un salto y salir corriendo, pero el peso de las piedras le
hizo caer, se estrelló contra el suelo y se mató.
Los tres estaban contentos. El cazador le arrancó la piel al lobo y se la llevó a casa. La
abuela se comió la torta y se bebió el vino que Caperucita Roja había traído y Caperucita
Roja pensó: "Nunca más me apartaré del camino y adentraré en el bosque cuando mi madre
me lo haya pedido."
Había una vez una niñita a la que su madre le dijo que llevara pan y leche a su abuela. Mientras la niña
caminaba por el bosque, un lobo se le acercó y le preguntó adonde se dirigía.
– A la casa de mi abuela, le contestó.
– ¿Qué camino vas a tomar, el camino de las agujas o el de los alfileres?
– El camino de las agujas.
El lobo tomó el camino de los alfileres y llegó primero a la casa. Mató a la abuela, puso su sangre en una
botella y partió su carne en rebanadas sobre un platón. Después se vistió con el camisón de la abuela y
esperó acostado en la cama. La niña tocó a la puerta.
– Entra, hijita.
– ¿Cómo estás, abuelita? Te traje pan y leche.
– Come tú también, hijita. Hay carne y vino en la alacena.
La pequeña niña comió así lo que se le ofrecía; mientras lo hacía, un gatito dijo:
– ¡Cochina! ¡Has comido la carne y has bebido la sangre de tu abuela!
Después el lobo le dijo:
– Desvístete y métete en la cama conmigo.
– ¿Dónde pongo mi delantal?
– Tíralo al fuego; nunca más lo necesitarás.
Cada vez que se quitaba una prenda (el corpiño, la falda, las enaguas y las medias), la niña hacía la misma
pregunta; y cada vez el lobo le contestaba:
– Tírala al fuego; nunca más la necesitarás.
Cuando la niña se metió en la cama, preguntó:
– Abuela, ¿por qué estás tan peluda?
– Para calentarme mejor, hijita.
– Abuela, ¿por qué tienes esos hombros tan grandes?
– Para poder cargar mejor la leña, hijita.
– Abuela, ¿por qué tienes esas uñas tan grandes?
– Para rascarme mejor, hijita.
– Abuela, ¿por qué tienes esos dientes tan grandes?
- Para comerte mejor, hijita. Y el lobo se la comió.”
4
© Robert Darnton. “La gran matanza de gatos y otros episodios de la historia de la cultura francesa”. Ed.
Fondo de Cultura Económica, México, 1987.
Nota:
En los cuentos campesinos franceses, según señala Robert Darnton, el final catastrófico para el
protagonista no supone ningún tipo de sermón, moraleja o castigo por la mala conducta. El universo
planteado por estos cuentos no está gobernado por ninguna moral tangible, la buena conducta no
determina el éxito, ni la mala conducta el fracaso del protagonista. Caperucita no ha hecho nada para ser
devorada por el lobo “porque en los cuentos campesinos, a diferencia de los de Charles Perrault y de los
hermanos Grimm, ella no desobedece a su madre, ni deja de leer las señales de un orden moral implícito
que están escritas en el mundo que la rodea. Sencillamente camina hacia las quijadas de la muerte. Este
es el carácter inescrutable, inexorable de la fatalidad que vuelve los cuentos tan conmovedores, y no el
final feliz que con frecuencia adquirieron después del siglo XVIII.” (Darnton, Robert. Op. cit; pág. 62.)
Serían las cinco cuando Caperucita llegó a la casa de su abuela. Por supuesto, adentro estaba el
lobo.
Pasá, nena, está abierto- le dijo cuando escuchó los golpes en la puerta-. Y cerrá enseguida,
que hace un fresquete...
Caperucita puso la canasta sobre la mesa y se derrumbó en una silla.
¡Qué voz ronca tenés, abuela!. Ni que comieras tuercas.
Al lobo le molestó un poco el comentario.
Es por mi catarro de pecho, querida.
Te traje caramelos de miel, yogurt casero y no sé cuántas cosas más que metió la
vieja en la canasta.
Pesaba mil esta canasta. Ladrillos habrá puesto. Algo pegajoso se volcó adentro. Ahora que te
miro bien: ¡qué boca enorme tenés ¡Y qué dientes amarillos! ¿Siempre tuviste los dientes así de
amarillos?
El lobo se incorporó en la cama para mirarse en el espejo. Tuvo que reconocer que no era una
hermosura.
Son los años, tesoro.
Serán. Además es la primera vez que te veo los ojos así de colorados.
Grandes, querrás decir.
Sí, grandes también, pero yo digo colorados, colorados como los de los conejos.
Eso fue muy fuerte para el lobo. Nunca lo habían comparado con un conejo.
Son para mirarte mejor, querida.
¿Te parece?
Los comentarios de Caperucita siguieron.
¡Qué orejas inmensas tenés, abuela!
Son para escucharte mejor.
No me parece que hagan falta orejas así para escuchar bien. La gente tiene orejas normales y
escucha lo más bien. ¿Y por qué tenés las uñas tan torcidas?
El lobo escondió las manos debajo de la frazada.
Y decíme, ¿cuánto calzás? Nunca ví unos pies tan grandes. Ni el tio Cosme tiene los pies de
ese tamaño.
El lobo escondió las patas.
Caperucita seguía.
Ese camisón te queda chico. ¿Engordaste?
Tenés el cuello como, como lanudo..., como estropajoso...¡Y bigotes!
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De las orejas te salen pelos negros.
De la nariz también te salen pelos. Y te cuelgan unos m....
¡Basta! - aulló el lobo.
Lloraba.
Saltó de la cama, tiró la cofia al suelo y se fue sin cerrar la puerta, de lo más deprimido.
Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de
un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su
abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representa
un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad. Además, su abuela no estaba
enferma; antes bien, gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí
misma como persona adulta y madura que era.
Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían
que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él. Caperucita Roja,
por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse
intimidada por una imaginería tan obviamente freudiana. De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja
se vio abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta.
- Un saludable tentempié para mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí
misma como persona adulta y madura que es -respondió.
- No sé si sabes, querida -dijo el lobo-, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola estos
bosques. Respondió Caperucita:
- Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu
tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial (en tu caso propia y globalmente
válida) que la angustia que tal condición te produce te ha llevado a desarrollar. Y ahora, si me perdonas,
debo continuar mi camino.
Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado
social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente, conocía una ruta más
rápida para llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando
con ello una línea de conducta completamente válida para cualquier carnívoro. A continuación, inmune a
las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se
acurrucó en el lecho. Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo:
- Acércate más, criatura, para que pueda verte -dijo suavemente el lobo desde el lecho.
- ¡Oh! -repuso Caperucita. Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo.
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- Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes! (relativamente hablando, claro está, y, a su modo,
indudablemente atractiva).
Respondió el lobo:
- Soy feliz de ser quien soy y lo que soy…Y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras,
dispuesto a devorarla. Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el
travestismo, sino por la deliberada invasión que había realizado de su espacio personal. Sus gritos
llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnicos en combustibles vegetales, como él
mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de
intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el lobo como Caperucita Roja se detuvieron
simultáneamente…
- ¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está haciendo? -inquirió Caperucita. El operario
maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios.
- ¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un Neandertalense cualquiera y delegar su capacidad de
reflexión en el arma que lleva consigo! -prosiguió Caperucita. ¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar
por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de
un hombre.Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el
hacha al operario maderero y le cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo
creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar una forma alternativa de
comunidad basada en la cooperación y el respeto mutuos y, juntos, vivieron felices en los bosques para
siempre.
James Finn Garner: Cuentos infantiles políticamente correctos. CIRCE Ediciones, S.A. Barcelona.
- ¿Y cuentos, don sapo? ¿A los pichones de la gente le gustan los cuentos?- preguntó el piojo.
- Muchísimo.
- ¿Usted no aprendió ninguno?
- ¡Uf! un montón.
- ¡Don sapo, cuéntenos alguno!- pidió entusiasmada la corzuela.
- Les voy a contar uno que pasa en un bosque. Resulta que había una niñita que se llamaba Caperucita
Roja y que iba por medio del bosque a visitar a su abuelita. Iba con una canasta llena de riquísimas
empanadas que le había dado su mamá...
- ¿Y su mamá la había mandado por medio del bosque?- preguntó preocupada la paloma.
- Sí, y como Caperucita era muy obediente...
- Más que obediente, me parece otra cosa- dijo el quirquincho.
- Bueno, la cuestión es que iba con la canasta llena de riquísimas empanadas...
- ¡Uy, se me hace agua la boca!- dijo el yaguareté.
- ¿Usted también piensa en esas empanadas?- preguntó el monito.
- No, no- se relamió el yaguareté-, pienso en esa niñita.
- No interrumpan que sigue el cuento- dijo el sapo; y poniendo voz de asustar continuó la historia-:
cuando Caperucita estaba en medio del bosque se le apareció un lobo enorme, hambriento...
- ¡Es un cuento de miedo! ¡Qué lindo!- dijo el piojo saltando en la cabeza del ñandú-. A los que tenemos
patas largas nos gustan los cuentos de miedo.
- Bueno, decía que entonces le apareció a Caperucita un lobo enorme, hambriento...
- ¡Pobre...!- dijo el zorro.
9
- Sí, pobre Caperucita- dijo la pulga.
- No, no- aclaró el zorro-, yo digo pobre el lobo, con tanta hambre. Siga contando, don sapo.
- Y entonces el lobo le dijo: Querida Caperucita, ¿te gustaría jugar una carrera?
- ¡Cómo no!- dijo Caperucita-. Me encantan las carreras.
- Entonces yo me voy por este camino y tú te vas por ese otro.
- ¿Tú te vas? ¿Qué es tú te vas?- preguntó intrigado el piojo.
- No sé muy bien- dijo el sapo-, pero la gente dice así. Cuando se ponen a contar un cuento a cada rato
dicen tú y vosotros. Se ve que eso les gusta.
- ¿Y por qué no hablan más claro y se dejan de macanas?
- Mire mi hijo, parece que así está escrito en esos libros de dónde sacan los cuentos.
- Y cuando hablan, ¿También dicen esas cosas?
- No, ahí no. Se ve que les da por ese lado cuando escriben.
- Ah, bueno, no es tan grave entonces- dijo el monito-. ¿Y qué pasó después?
- Y entonces cada uno se fue por su camino hacia la casa de la abuela. El lobo salió corriendo a todo lo
que daba y Caperucita, lo más tranquila, se puso a juntar flores.
- ¡Pero don sapo- dijo el coatí-, esa Caperucita era medio pavota!
- A mí me hubiera gustado correr esa carrera con el lobo- dijo el piojo-. Seguro que le gano.
- Bueno, el asunto es que el lobo llegó primero, entró a la casa, y sin decir tú ni vosotros se comió a la
vieja.
- ¡Pobre!- dijo la corzuela.
- Sí, pobre- dijo el zorro-, qué hambre tendría para comerse una vieja.
- Y ahí se quedó el lobo, haciendo la digestión- siguió el sapo-, esperando a Caperucita.
- ¡Y la pavota meta juntar flores!- dijo el tapir.
- Mejor- dijo el yaguareté- déjela que se demore, así el lobo puede hacer la digestión tranquilo y después
tiene hambre de nuevo y se la puede comer.
- Eh, don yaguareté, usted no le perdona a nadie. ¿No ve que es muy pichoncita todavía?- dijo la iguana.
- ¿Pichoncita? No crea, si anda corriendo carreras con el lobo no debe ser muy pichoncita. ¿Cómo sigue
la historia, don sapo? ¿Le va bien al lobo?
- Caperucita juntó un ramo grande de flores del campo, de todos colores, y siguió hacia la casa de su
abuela.
- No, don sapo- aclaró el zorro-, a la casa de la abuela no. Ahora es la casa del lobo, que se la ganó bien
ganada. Mire que tener que comerse a la vieja para conseguir una pobre casita. Ni siquiera sé si hizo buen
negocio.
- Bueno, la cuestión es que cuando Caperucita llegó el lobo la estaba esperando en la cama, disfrazado de
abuelita.
- ¿Y qué pasó?
- Y bueno, cuando entró el lobo ya estaba con hambre otra vez, y se la tragó de un solo bocado.
- ¿De un solo bocado? ¡Pobre!- dijo el zorro.
- Sí, pobre Caperucita- dijo la paloma.
- No, no, pobre lobo. El hambre que tendría para comer tan apurado.
- ¿Y después, don sapo?
- Nada. Ahí terminó la historia.
- ¿Y esos cuentos les cuentan a los pichones de la gente? ¿No son un poco crueles?
- Sí, don sapo- dijo el piojo-, yo creo que son un poco crueles. No se puede andar jugando con el hambre
de un pobre animal.
- Bueno, ustedes me pidieron que les cuente... No me culpen si les parece cruel.
- No lo culpamos, don sapo, a nosotros nos interesa conocer esas cosas.
- Y otro día le vamos a pedir otro cuento de esos con tú.
- Cuando quieran, cuando quieran- dijo, y se fue a los saltos murmurando-: ¡Si sabrá de tú y de vosotros
este sapo!
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Querido don Lobo:
Cuántos años han pasado ¿no? Seguramente usted está entrecano y con algún diente postizo, igual que
yo. Seguramente tendrá nietos. Yo tengo una que se llama Sidonia. Tuvimos varias discusiones de familia
para que no la llamaran con un sobrenombre, Gordi, por ejemplo. Porque tenía unos rollitos que Ud. se
hubiera almorzado con fruición.
Hablé con mi hija y mi yerno y les conté lo feo que fue para mí darme cuenta, ya de grande, que mi
nombre real se borró de un saque porque a mi abuela se le ocurrió llamarme para siempre como a esa
capucha roja hecha por sus propias manos. Y lo peor es que yo no me daba cuenta. Y el mundo entero la
apoyó.
Usted se preguntará por qué le escribo. Bueno, ya que no lo maté cuatro o cinco veces como por
momentos tuve ganas, hoy quiero atar algunos hilos sueltos de nuestra historia.
Quiero contarle por ejemplo que yo fui al bosque porque mi mamá, con esa maldita costumbre que suelen
tener muchos grandes, me mandaba de delegada frente a mi abuela en lugar de ir ella. ¿No le parece
arbitrario que mamá (sin motivos conocidos) mande a nena chica a que atraviese bosque con lobo para
llevar manteca y tortas a abuela enferma? No entiendo por qué, si usted estaba en el bosque y ella lo sabía
y también sabía de su apetito, esa mamá mía no me acompañó o me enseñó a defenderme.
¿A usted le enseñaron algo sobre las chicas que iban al bosque? Seguro que le dijeron que yo solamente
era "comida" y que para ser un buen lobo había que comerse una chica.
Bueno, ahí andaba yo, sola. Pero el bosque estaba lleno de otras cosas. Además de las flores con las que
mi mamá me dijo que no me entretuviera, había pájaros, escarabajos que hacían divertidas pelotas, cañas
para hacer flautas, olores misteriosos. Me llené de preguntas. ¿Por qué las palomas hacían nidos tan pero
tan chatos que los huevitos se les caían? ¿Por qué el pino y su fruto, la piña, tenían la misma forma
puntiaguda? Si se lo preguntaba a mamá o a mi abuela me contestaban: "Porque sí" o "Porque Dios lo
quiso", o que una chica debe estar ocupada y no andar preguntando pavadas. Alguna vez el leñador me
enseñó a orientarme en el bosque mirando de qué lado crecía el musgo en los árboles. Pero no lo terminé
de entender, y lo veía tan poco…
Yo sentía que tanto mi mamá como mi abuela siempre tenían razón. Y esa mala costumbre de que no se
me escaparan pensamientos me ponía bastante mal. Cuando me encontré con usted sólo recordé la
advertencia de mamá. "Cuidado con el lobo". Pero –me dije atolondrada- ¿cuidado de qué? Encima me
había entretenido con las flores, dos pecados juntos, pensar si la vieja no estaría equivocada y tirarme una
canita al aire. Para colmo usted era amable, poderoso y pícaro. Con una sola pregunta, con tres frases que
me dijo, logró que yo le ubicara la casa de mi abuela que fuéramos los dos para allá, y encima, usted por
el camino más corto y yo por el más largo. La muy mamerta sólo hizo lo que sabía: obedecer.
Después, cuando entré a la casa y mi abuela salió con esa idea de que me sacara la ropa y me acostara
con ella, me sentí para el diablo, pero a los mayores no se los contradice y menos si están enfermos.
A partir de ahí poco y nada recuerdo. Sólo el miedo y la oscuridad.
Dicen que usted me comió entera. Gracias, eso ayudó a que saliera bien parada. El leñador se portó, hizo
lo suyo ese muchacho. La que salió muy enojada fue mi abuela que repetía todo el tiempo: "Yo le dije a tu
madre, yo le dije a tu madre".
En fin, don Lobo, pasó mucho tiempo. Pero cuando yo salí de su panza y pude sacudirme un poco el
susto, me dije: "A éstas ya no les hago más caso". No sé si seguirá tan bestia como antes o cambió un
poco después de semejante experiencia. Lo que sí sé es que sigue vivito y coleando y tiene hijos y nietos
como yo. Y que algo podría haber pensado sobre estas cosas.
Mi mamá y mi abuela siguen diciendo que verdades eran las de antes y que las mujeres no tenemos que
pensar pavadas porque esa es la voluntad de Dios y si no, nos come el lobo. También es cierto que mi
mamá a veces me mira con curiosidad y una chispa verde parecida a la envidia.
La historia, para mí, siguió para adelante con mi hija, con la nieta. Cada tanto la pequeña Sidonia tiene
que cruzar el bosque. Eso es inevitable, ni siquiera es noticia. Siempre se encuentra con todo lo probable
de encontrar en un bosque. Pero ella sabe algo sobre esas cosas. ¡Con los tiempos que estamos viviendo!
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La última vez se encontró con un lobito bastante piola y se hicieron tan pero tan amigos que no dan para
personajes de cuentos como el que vivimos nosotros. Me alegro. Aunque parezca mentira, algo cambió en
este mundo y por lo menos esta nieta mía necesita un cuento diferente.
Desde todos estos años que me sirvieron para mirarme mejor, lo saluda atte.
Caperucita Roja
Mayo 1989
En Devetach, L. (1991). Oficio de palabrera. Literatura para chicos y vida cotidiana. Córdoba:
Comunicarte, 2012.
El lobo apareció cuando Cinthia Scoch ya había atravesado más de la mitad del Parque Lezama.
-iHola! iPero qué linda niña! Seguro que vas a visitar a tu abuelita -la saludó.
-Sí, voy a visitarla y a llevarle esta torta porque está enferma.
-¿Y si la torta está enferma para qué se la llevas? ¿Tu idea es matarla?
-No, la que está enferma es mi abuela. La torta está bien.
-Ah, entiendo. Entonces puedo dejarme la torta como postre.
-¿Cómo?
-Que me gustaría acompañarte para que no te ocurra nada malo en el camino. Por acá anda mucho ele-
mento peligroso. ¿Cuál es tu nombre?
-Cinthia Scoch.
-Lindo nombre.
-¿Usted cómo se llama?
-Jamás me llamo. Siempre son otros los que me llaman. ¿Vamos?
A poco de caminar, Cinthia y el lobo encontraron a una chica y a un chico que estaban sentados sobre
un tronco, llorando.
-Pobres... -se apenó Cinthia-. ¿Qué les ocurrirá?
-Bah, no te detengas -murmuró el lobo-. Ya te dije: este lugar está lleno de pordioseros y granujas.
Deben ser ladrones, carteristas, drogadictos, mendigos.
Pese a la advertencia, Cinthia se acercó a los niños.
-Estamos extraviados -le explicaron-. Nuestro padre nos abandonó porque se quedó sin trabajo y no
tenía para alimentarnos.
-Lo siento -dijo Cinthia.
-¿Para qué? -preguntó el lobo, impaciente-. iSi ya está sentado! Mejor vamos a lo de tu abuelita.
-¿Cómo se lla... perdón, cuáles son sus nombres, chicos? -preguntó Cinthia.
-Yo, Hansel -respondió el chico, mirando con simpatía a Cinthia.
-Y yo, Gretel -balbuceó la nena, secándose las lágrimas con la manga del pulóver y mirando descon-
fiada al lobo.
-Bueno, vengan con nosotros. Vamos a lo de mi abuela y allá, mientras nos comemos esta torta, pode-
mos pensar en alguna solución -propuso Cinthia.
Los cuatro siguieron camino. El lobo iba malhumorado porque se le estaba complicando el plan de co-
merse a Cinthia. De la rabia, no dejaba de patear cuanta piedrita había en el sendero.
Poco después se toparon con un grupo de siete niños o, para ser más preciso, seis y medio, ya que uno
era una verdadera miniatura. Venían marchando en fila con el chiquitín adelante, y al encontrarse con los
otros se detuvieron, confundidos.
-¿Perdieron algo? -los interrogó Cinthia.
-Es que... veníamos siguiendo unas piedritas que yo había dejado caer en el camino de ida para orien-
tarnos al volver. Era la única forma que teníamos de encontrar el camino de regreso a nuestra casa...
-No entiendo -dijo Cinthia.
-Nuestros padres nos abandonaron porque no tienen trabajo -empezó a explicar el pequeñito.
-¡No lo había dicho, yo! ¡Este lugar está infestado de pordioseros, huérfanos y delincuentes! -lo inte-
rrumpió el lobo, tirando del brazo de Cinthia. Pero ella se resistió.
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-¡Un momento! ¡Debemos prestar atención a este niñito!
-¡No hay que prestar nada! ¡Después no te lo devuelven!
-El problema es que en esta parte del camino las piedras han desaparecido -terminó de explicar el ni-
ñito.
Cinthia miró furiosa al lobo y éste se hizo el desentendido.
- Vengan con nosotros a lo de mi abuela. ¡Llevo una torta!
-Muchas gracias -dijo el chiquitín, emocionado, y muy respetuosamente se presentó:
-Me llaman Pulgarcito, y éstos son mis hermanos.
Continuaron camino.
El lobo estaba cada vez más impaciente porque al ser tantos, se complicaba el plan de comerse a Cin-
thia. Aunque enseguida, pensándolo mejor, se le ocurrió algo:
-Querida Cinthia -dijo el lobo-, como ya encontraste amiguitos que te pueden acompañar, puedo re-
gresar a mis quehaceres. Hasta pronto y que les vaya bien a todos.
-Adiós, señor. Gracias por su compañía. Poco después el grupo llegó a la casa de la abuela. Cinthia
golpeó la puerta y esperó. Pero en lugar de permitirle pasar con todos sus amigos, la abuela le dijo:
-Ay, querida, justo hoy que estoy enferma me visitas con todos tus amiguitos. ¡No quiero contagiar-
los!
-Está bien, abuela -respondió Cinthia, desilusionada. Les pidió a los chicos que la esperaran afuera, y
le dio la torta a Hansel para que la tuviera.
Una vez que pasó al interior de la casa, la abuela cerró la puerta y la miró de una manera extraña.
Cinthia notó algo raro.
-¡Qué orejas tan grandes, abuela!
-Para escuchar mejor lo que dicen los vecinos, querida.
-¡Y qué peludas tus manos!
-Para ahorrar en guantes...
-¡Y qué boca tan grande!
-¡Estaba esperando que dijeras eso! -exclamó el lobo, desfigurado de bestialidad-. Tengo esta boca tan
grande... ¡para comerrrr... -había empezado a decir la abuela, cuando se escucharon tres enérgicos golpes
en la puerta.
Cinthia abrió. Era una loba.
-Vengo a buscar a mi marido.
-Acá no hay ningún lobo -le explicó Cinthia.
-No estoy para bromas, nena. Puedo oler a ese inútil a trescientos metros. ¡Oh! Ahí está. ¿Qué hace
disfrazado de anciana humana? ¡De dónde sacó esa ropa?
-¡Sólo estaba haciéndole una broma a esta simpática criatura! -dijo el lobo.
-¿Broma? ¡Cómo para bromas estoy yo! -dijo la loba-. Acabo de encontrar a dos cachorros humanos
en el parque. Sus padres los han abandonado. Se llaman Rómulo y Remo y pienso amamantarlos yo mis -
ma. Es necesario que vengas conmigo y me ayudes a armarles un lugar donde puedan dormir -dijo, o más
bien ordenó, la loba.
Cuando el lobo se marchó, Cinthia, que no había entendido nada de lo ocurrido, encontró a su verda -
dera abuela amordazada en el baño. Sólo cuando la anciana se calmó, pudieron entrar los demás chicos y
entre todos comieron la torta.
Los chicos vivieron unos días con la abuela de Cinthia y luego pudieron regresar con sus padres.
Hansel y Gretel, como todo el mundo sabe, lograron encontrar el camino que conducía a la casa de
sus padres, aunque antes debieron vencer a una bruja que los tuvo prisioneros varios días.
Pulgarcito y sus hermanos también pasaron ciertas peripecias para regresar con su familia, pero final-
mente lo consiguieron gracias al ingenio del diminuto, que hasta llegó a casarse con una princesa.
En cuanto al lobo, se vio obligado a buscar comida para alimentar a los robustos y apetentes Rómulo
y Remo, y ya no tuvo tiempo para fechorías. De grandes, los niños viajaron a Europa y fueron muy im -
portantes, aunque como hermanos no se puede decir que se llevaran bien.
La loba, por último, fue apreciada por todo el barrio de San Telmo, que premió su gesto levantando
una estatua en el mismo Parque Lezama. Cualquiera que pase por allí puede verla. Es una escultura que
muestra a una loba y a los dos niños, y está ubicada en el sitio donde el animal los encontró.
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De Cinthia Scoch no podemos agregar demasiado, pero se dice que por allí circula un libro que cuenta
parte de sus aventuras.
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Lobo rojo y Caperucita feroz de Elsa Bornemann
En el bosque de Zarzabalanda –precioso bosque que queda bastante lejos de aquí- había una vez
en la que la paz era la reina del lugar. Sus habitantes convivían felices y contentos: desde los árboles de
troncos y copas más anchos y altas hasta las hierbas más delicadas... desde los osos más corpulentos hasta
la más frágil de las mariposas.
Todos, felices y contentos.
Las personas no habían penetrado aún en ese bosque y a este cuento habría que colocarle –ya
mismo- el cartelito de “Colorín Colorado” si no fuera porque llegó un día en el que esa paz, esa
tranquilidad del “había una vez” del principio se convirtió en “otra vez”. Y esa “otra vez” empezó un
tiempo de miedo en el bosque de Zarzabalanda.
Claro que únicamente para los lobitos (pero miedo al fin...), por lo que la maravillosa paz, de la
que todos disfrutaban hasta entonces pasó a ser un recuerdo.
El caso es que los lobitos comenzaron a vivir muertos de miedo.
¡Ah...! Los pobres tenían razón de sentir así...
Las lechuzas habían visto algo que... y los pájaros madrugadores habían contado que...
¡Ah!, qué mala suerte!
¿Qué habían visto las lechuzas?
Pues a una nena solitaria, silenciosa y cubierta con una caperuza recorriendo –de noche- los dos
únicos caminitos que daban vueltas como serpentinas a través del bosque de Zarzabalanda. Ella los
atravesaba una y otra vez, como si quisiera aprender sus recorridos de memoria.
Los dos caminitos los habían abierto los animales –de tanto ir y venir de un lado a otro- y
comunicaban cuevas, madrigueras, nidos, tal cual se comunicaban las casas de los hombres en cualquier
barrio del mundo.
Uno era un largo camino largo. El otro, un corto camino corto.
¿Qué habían contado los pájaros madrugadores?
Pues que durante sus volares más allá del Zarzabalanda, ellos llegaban, ellos legaban a los
alrededores de un pueblo vecino donde vivía esa nena y que – según lo que habían oído por allá- se decía
que era la mismísima Caperucita Feroz.
¡Ay, qué desgracia! ¡La Caperucita Feroz andaba –ahora- suelta en los bosques de Zarzabalanda!
¡Y se comentaba que su mayor deseo era conseguir pieles de lobitos para confeccionar sus capas!
Nada menos que la peligrosa Caperucita Feroz... Una nena parecidísima a la Caperucita del viejo
cuento que todos conocemos, sí, aunque parecida solamente porque también era una nena... también
usaba una graciosa caperuza para cubrir cabellos y espalda... y también acostumbraba a atravesar los
bosques... Pero mientras que la antigua Caperucita era buena como el pan, ésta –la de nuestra historia- no,
nada que ver. Lo cierto es que era una criatura mala, muuuy mala, remala, malísima, supermala, a la que –
por supuesto- nada le encantaba más que hacer maldades.
El que más asustado estaba –desde que se había enterado de que la Caperucita Feroz andaba
recorriendo el bosque lo más campante- era el lobito Rojo, un animal hermoso como nunca nadie vería.
(Lo llamaban “Rojo” porque era totalmente pelirrojo.)
Su mamá lo cepillaba –cada mañana- desde las orejas hasta la punta de la cola. Su pelaje colorado
quedaba –entonces- tan brillante que algunos animales vecinos opinaban que lo lustraban con pomada.
¡Ay!, y decían –cuchicheando muy bajito- que la Caperuza Feroz justo andaba en busca de una piel como
aquella para hacerse una capita de invierno...
Una tarde, la mamá llamó a Rojito y le anunció:
-Querido hijo mío, vas a tener que ir hasta la casa de la abuelita para llevarle estas lanas. Me
mandó a avisar que ya se le acabó el montón que le enviamos el mes pasado.
Y le dio una cesta repleta de madejas con las que la abuela loba, solía tejer abrigadas mantas.
El lobito se puso a temblar.
-Brrr... Ir... ¿Yo solo? –preguntó, porqué, hasta ese día, él siempre había visitado a la abuela junto
con su madre.
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-Sí, hoy no puedo acompañarte, pero ya estás crecido y es hora de que empieces a atravesar el
bosque solito y solo.
-Pero... mami... –protesto Rojo-, ¿y si se me aparece la Caperuza Feroz?
Un poquito disgustada debido a que su pequeño no demostraba ser valiente, la madre resopló,
dando fin a la charla:
¡Si se te aparece esa fiera de dos patas y trenzas rubias... a espantarla con un horrible gruñido y
una serie de dentelladas frente a su misma nariz! ¿O acaso mi hijo no es todo un señorito lobo?
Rojo se sintió un poco avergonzado, porque la verdad era que no tenía el coraje que esperaba su
mamá. Pero tragó saliva y se quedó calladito, pensando que debía animarse a salir solo, por primera vez.
Y se animó.
Por eso, al rato partió rumbo a la casa de la abuelita, canasta en para y tratando de “hacerse el
valiente”... (¡pero con un miedo...!)
Uno de los hijos de sus vecinos, el pequeño lobito Negro, lo vio partir y pensó: “¿A dónde irá
Rojo solito y solo? ¡Qué raro!” Y –curioso como era- empezó a seguirlo sin que el otro se diera cuenta.
Por más “Señorito Lobo” que fuera, como decía su mamá, Rojo tomó el caminito más corto, ése
tapizado de piedrecitas y apenas rodeado por algunas matas enanas.
Bien sabía él que el largo era el más hermoso, cercado por hileras de pinos que perfumaban al aire con el
olorcito a siempre verde que tanto le gustaba. Pero no se atrevía a surcarlo sin la compañía de su mamá.
“Solo, ni loco...”, pensaba, mientras apuraba el paso a través del camino corto. Y por allí andaba –medio
al trotecito y silbando para espantar el susto- cuando oyó una vocecita que lo llamaba:
-Rooojooo... Rooojooo...
Enseguida, una nena de trenzas rubias y bien encaperuzada, saltó a su lado, saliendo de atrás de
unos arbustos.
El lobito se puso a temblar.
-Brrr... ¡La caperucita Feroz...!
(Escondido entre unas matas, el lobito Negro también temblaba)
-¿A dónde vas? –le preguntó ella al lobo Rojo, con una sonrisa que dejaba al aire una hilera de
dientes tipo serruchitos.
-A... a... la... la... ca... sa de mi abueli... de mi abuelita... –contestó Rojo, mientras el corazón le
hacía chiqui-trac, chiqui-trac debido al miedo que tenía.
Por su parte, el corazón del lobito Negro se arrugó como una pasa de uva... ¡pero las orejas no!
Por eso, pudo escuchar –perfectamente- la conversación entre los otros dos.
-¿Así que vas a visitar a la abuela? Entonces...equivocaste el camino –siguió diciendo Caperucita
Feroz-.
Por aquél se llega más rápido al otro lado del bosque –y la nena le indicó a Rojo el sendero más largo.
Claro que Rojo sabía que por aquel camino se tardaba el doble de tiempo para llegar a la casa de
la abuela, pero como estaba tan asustado, lo único que deseaba era alejarse de la Caperuza. Por eso, le
hizo caso y salió disparando para allí.
Siempre ocultándose, el lobito Negro también disparó, a la cola de Rojo.
La nena se puso a reír y su risa era aguda y finita como picoteos de aguja de coser.
De inmediato, echó a correr a través del camino más corto.
Así fue como, la viva, llegó antes que nadie a la casa de la abuela de Rojo.
La vieja loba estaba en la cama –tapada hasta la nariz a causa del fuerte resfrío- cuando oyó que
golpeaban a su puerta.
-Toc Toc Toc Toc.
-¿Quién es?
-Yo, tu nieto Rojito, abuela –le contestó, entonces, la Caperucita, fingiendo la voz.
-Adelante, querido; la puerta está abierta...
-La Caperucita Feroz entró a la casa más rápido que el viento. Y como la vieja loba no tenía
puestos sus anteojos, no pudo ver que quien había llegado no era su nieto... ¡sino la temible Caperucita!
¡Tarde se dio cuenta! Y tarde para defenderse de la malísima criatura –entonces- que la atacó sin
darle tiempo ni para calzarse las lentes ni ara pegar un aullidito de socorro siquiera.
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Fue así como –al ratito no más- la pobre anciana se encontró encerrada dentro de una bolsa, con
una mordaza que no le permitía quejarse y ubicada dentro de ropero.
La Caperucita Feroz se puso –entonces- la cofia y los anteojos que le había quitado al abuela, se
tapó su propia ropa con otro camisón de la loba y se metió en la cama, a esperar a lobito Rojo...
¡Ja! ¡Ya pronto lo cazaría como a un ratón y podría hacerse la capa de invierno con su preciosa
piel colorada!
Entretanto, Rojo se aproximaba a la casa de su abuelita contento, porque se suponía que el peligro
había quedado atrás.
Pero el peligro lo estaba esperando...
(Lo que había quedado atrás... era el curioso lobito Negro, que corría con la lengua afuera para
espiar a su vecino sin que éste se diera cuenta...)
Finalmente, Rojo llegó a la casa de su abuelita.
El Negro se escondió detrás de un árbol cercano a la puerta de entrada.
-Toc Toc Toc Toc –oyó que Rojo golpeaba.
-¿Quién es? –oyó que le contestaban.
-Soy yo, tu nieto Rojito, abu...
-Adelante, querido, la puerta está abierta...
Y el Negrito vio cómo su vecino entraba a la casa.
Apenas el lobo Rojo miró hacia la cama de su abuela, se quedó duro: ¡Allí estaba la Caperucita
Feroz, disfrazada de abuela loba! ¡El no era ningún tonto como para confundirla!
Pero... ¡y su querida abuelita...? ¿Dónde estaría...? ¿Qué le habría hecho esa fiera de trenzas rubias
y dientes como serruchitos?
¡Tenía que averiguarlo!
Entonces -muerto de miedo-, Rojo se hizo el zonzo. Y –muerto de miedo- se acercó a la cama...
pero no tanto...
-Ho... hola, abu...
-¡A mis brazos, tesorito! –exclamó la Cape, imitando la voz de la vieja loba.
Pensando en su abuela, el lobito Rojo juntó coraje.
-Te... te... tra... je estas lanas... –y puso la cesta sobre los pies de la cama mientras trataba de elegir
alguna de las más gruesas madejas, a todo lo que daba.
-¿No vas a darme un abrazo, mi vida? –le dijo Caperucita.
-¡Claro que sí! –y Rojo se abalanzó sobre ella con una resistente madeja estirada.
La sorpresa que se llevó Caperucita fue tanta que el lobito pudo atarla a la cama con las lanas.
Tuvo que usar casi todas y sí que le dio trabajo, porque ella -¡cosa de no creer!- tenía la fuerza de un
leñador.
La chica pataleaba y chillaba a más no poder y ya empezaba a cortar las lanas con sus afilados
dientes cuando el lobito Negro –que por una ventana había espiado lo sucedido- empezó a aullar
desesperado.
-Auuuuu... Auuuuu... Auuuuu... xiii... liooooo... Auu... xiii... liooooo... Auuuuu…
En el bosque de Zarzabalanda, los lobitos habían aprendido que ese aullido quería decir: “¡La
Caperucita Feroz al ataque!”
Por eso, rápidamente salieron de sus moisés, de sus cunas, de sus camitas o abandonaron sus
juegos todos los pequeños lobos y dispararon hacia el lugar de donde surgía al aullido de socorro.
Si desde lo alto hubieran podido verse los dos caminos en esos momentos, ambos habrían parecido
ríos oscuros, ocupados como estaban por tantos lobitos en movimiento.
Pronto llegaron a la casa de la abuelita de Rojo, cansadísimos y con los corazones batiéndoles
como tamborcitos debido a la carrera.
Entretanto, en la habitación de la abuela loba las cosas habían empezado a ponerse muy difíciles
para Rojo.
La Caperuza Feroz ya estaba casi suelta y sujetaba –fuertemente de la cola- al pobre Rojito cuando
vio –pasmada- cómo diez, treinta, setenta, noventa, más de cien lobitos entraban en la casa dispuestos a
defenderlo.
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Se lanzaron encima. Se le abalanzaron como una ola lobuna.
-¡Perdón! ¡No me coman! ¡Piedad! ¡No me maten! gritó entonces ella, al borde de un ataque de
nervios. Los lobitos no tenían ninguna intención de comerla, aunque sí de darle un escarmiento, un susto
grandote, para que no le quedaran ganas de estrenar maldades.
-¿No pensabas usar mi piel para hacerte una capa de invierno? –protestó el Rojo.
-¡Nunca te importaron nuestras vidas! –dijo el Negro.
-¿Dónde está la vieja abuelita? -aullaron todos-.
Ya vas a ver lo que te pasa, Caperucita Feroz, si fuiste capaz de dañarla...
La nena estaba realmente aterrorizada por primera vez en sus siete años.
Antes de caer desmayada debido al susto, alcanzó a decir:
-No me comí a la abuelita de Rojo... Está encerrada en el ropero...
¡Qué alegría se desparramó –entonces- dentro de la casa!
La abuela fue rescatada de su encierro y –durante un rato- todos festejaron el reencuentro.
Los ojitos de Rojo brillaban, cargados de lagrimones. (Y sí... A veces, también se llora de
alegría...)
Más tarde, in divertido desfile atravesó el bosque de Zarzabalanda de un lado a otro: allá iban
todos los lobitos más la vieja loba.
Llevaban la cama en andas y en la cama –bien atada con sogas que les había dado la abuela- iba la
Caperucita Feroz, todavía desmayada.
La nena recién abrió los ojos y volvió en sí cuando los lobitos apoyaron la cama junto a un cartel –
después de mucho andar- y le tiraron de las trenzas para despabilarla. En el cartel decía: AQUÍ
TERMINA EL BOSQUE DE ZARZABALANDA.
Entonces, cortaron las sogas y la dejaron escapar rumbo a su pueblo.
A medida que huía de Zarzabalanda –corriendo de un modo que en vez de una criatura parecía un
avión- la Cape pudo escuchar las enojadas voces de los lobitos, amenazándola.
-¡Si te vemos otra vez por estos pagos va a ser tu último paseo! –le decían.
-¡Ni siquiera se te ocurra volver!
Pero ni falta que hacía que se lo dijeran, porque la Caperucita Feroz no le quedaron ganas de
molestar a ningún lobito.
Cuentan que –a partir de ese día- únicamente usó capas de piel de nailon...
No, ya ni en sueños se le ocurrió fastidiar a lobito alguno. Porque... -¡ja!- una cosa había
Caperucita Feroz capaz de vencerlos.
(Y –por su bien- lo entendió: ella NO era boba.)
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