Los Pies Envueltos en Calcetines Amarillos

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»Los pies envueltos en calcetines amarillos.

Las ventanas abiertas y el viento primaveral entrando por ellas,


moviendo con parsimonia las cortinas blancas.

El aroma a café en la mañana.

La risa rebosante de Yuri.

Era la lista de cosas que Otabek Altin mas amaba en el mundo. Y


tendrá sólo un mes, para darse cuenta de porque todo eso había
desaparecido«

»Otayuri«
El sonido metálico de las llaves al caer contra el cenicero de
cerámica, generó un tintineo gracioso entre las paredes de la
silenciosa habitación. Fue un ruido mínimo, de esos a los que uno
no le toma importancia cuando la televisión está encendida, no
mientras carcajadas llenas de vida rebotan entre las paredes del
lugar.

Pero en aquel silencio, aquella melodía corta y sin sentido parecía


inclusive pesada, tanto como lo eran sus pisadas sobre el piso
limpio.

Estaba reluciente, aquel piso. Todo el apartamento lo estaba. Lo


recorrió con la mirada mientras dejaba su chaqueta de cuero llena
de aromas ajenos sobre el perchero, y se quitaba el calzado.
Estaban demasiado sucios como para faltarle el respeto a aquella
superficie aseada con tanto cuidado.

El silencio de aquel lugar era algo que amaba antes. Encontraba


encantadora aquella ausencia de ruido molesto durante sus
primeros años allí; tal vez porque sabía que tarde o temprano, su
novio despertaría y acabaría con aquel ritual, poniendo música
alta para preparar el desayuno.

Siempre le saludaba con un energético "Buenos días, Beka",


preparaba el café como le gustaba mientras corría por el piso con
sus medias amarillas y, en más de alguna que otra ocasión,
aquellos despertares llenos de gloria terminaban en un encuentro
pasional en cualquier rincón de la casa.

Recordó aquellas mañanas luminosas, donde las ventanas estaban


abiertas de par en par y el sol se colaba por entre las cortinas
blancas. Mientras lo hacía, bebió un vaso entero de agua,
intentando calmar la sequedad de su garganta.

No quedaba nada de ello. La luz cálida de esos días dorados había


quedado en la deriva, en alguna porción perdida del tiempo.

Todo se veía azul, casi verde ahora. Todo le era insulso.

Caminó hacia la habitación sin ganas y se quitó el cinturón en el


proceso, preparándose mentalmente para soportar la tortura que
jamás pensó que tendría que vivir al lado del que antes suponía, el
amor de su vida.

Entró con cuidado e intento no despertarle. A pesar de ser el único


lugar del apartamento donde se hallaba una persona, era el cuarto
más silencioso.

El cabello rubio de su novio decoraba las almohadas con fundas


blancas adornadas de azul. Había insistido como un niño en
comprarlas en sus primeras vacaciones juntos. Y ahí estaban,
viéndose como cualquier otro juego de mantas común y corriente,
a pesar de lo insistente que había sido para obtenerlas.1

Le observó acurrucado en la que era su esquina de la cama, con


leves ojeras bajo sus ojos. Frunció los labios sintiendo algo de
culpa, pero no la suficiente como para dejar de escaparse de ese
lugar en las noches. Se sentó al borde de la cama, pasándose con
frustración ambas manos por el rostro. Sentarse en ese lugar
indeseable se había vuelto una agonía, hacía ya unos largos
meses.

Pudo seguir quejándose en silencio, pero el sentir del cuerpo ajeno


removiéndose entre las frazadas, le hizo detenerse.
Yuri se había despertado, probablemente al sentir movimiento o el
ruido que hacia la tela al rozarse. Siempre había tenido un sueño
muy ligero. De todas formas, no sabía si el que despertara cuando
recién llegaba era mejor o peor, o si siquiera debía seguir
planteándose que hacer con respecto a la relación que, muy a su
pesar, aún tenían.

Estaba más que claro lo que debía hacer. No creía poder soportar
otro plato roto en un ataque de ira o sus cortas frases negativas
que le ponían de pésimo humor.

—¿Qué hora es?

—Las cinco y media.

—¿De la mañana?

—Sí.

Se mantuvo sentado aún, dándole la espalda. No tenía ganas de


hablar, tampoco de escucharle. Por alguna razón, se le había
vuelto pesado tratar con él, aún si Yuri ya no solía hablar como
antes. Aún si sus momentos en la cama había menguado, aún si el
silencio siempre era eso. Silencio.

—¿De dónde vienes?

No sabía para que insistía en tener esa charla, porque ya la habían


tenido demasiadas veces y todas acababan de la misma forma.

—Ya sabes, ¿Por qué sigues preguntando?

No le respondió. Un silencio aún más pesado se hizo presente,


sintiéndose hasta aliviado al escucharle esconder un sollozo.
Suspiró con frustración y se dio media vuelta, sintiéndose
realmente culpable al verle llorar por su causa, de nuevo.

Era extraño, porque cuando se acostaba con aquella mujer, no


pensaba en cómo podría estar sintiéndose Yuri. No se preguntaba
si estaría llorando, si se estaría arrancando el cabello de
frustración. No se preguntaba si pasaba madrugadas esperándole,
esperanzado con que esa noche si volvería a cenar luego del
trabajo.

Pero ahora, viéndole derrumbarse otra vez, se sentía el peor ser


humano del mundo.

Le acarició la espalda en un intento de consuelo vacío y terminó


por atraerle a su pecho, dejándole descargar su desesperación
entre sus brazos. Como cuando Potya murió, o como cuando una
película le hacía llorar. Como cuando él no era el causante de sus
penas.

Le sintió aferrarse a su camisa llena de perfume femenino y


contuvo las ganas de suspirar de cansancio. No sabía que sentir
ya. Estaba abrumado y harto, sólo quería fumarse un cigarro en el
balcón, como cuando el trabajo le estresaba.

No duró mucho aquella triste paz. Sus quejas mentales acabaron,


cuando el primer golpe a su pecho llegó, seguido de un reclamo
histérico.

—¡Eres un hijo de puta!

Siempre comenzaba con esa oración. Comenzaba a creérsela


luego de tanto escucharla. Lo que antes eran temblores suaves y
tristes, ahora estaban llenos de rabia y desesperación.
—¡¿Por qué me haces esto?! ¡¿Qué te hice para que me hicieras
esto, Otabek?!

Nada. No había hecho nada.

Y ese era el problema.

—Yuri... los vecinos están durmiendo. Cálmate.

—¡Me valen un carajo los vecinos!, mejor aún ¡Que todo el edificio
se entere de que Otabek Altin es un maldito mujeriego!

Se preguntaba a veces porque se molestaba en regresar. Porque


se quejara cuanto se quejara, siempre se terminaba quedando.

—Yuri...

—¡No, basta! Lárgate de mi apartamento, ¡no quiero volver a verte!

No era su apartamento. Era el de ambos. Pero entendía su derecho


a reclamarlo, ya que era quien más tiempo pasaba allí. Sólo asintió
en silencio y se alejó de la habitación, sin molestarse en tomar un
bolso para llevarse algo consigo. Ya se conocía de memoria
aquella rutina.

Armaría un bolso improvisado en menos de cuatro minutos, se lo


echaría al hombro e iría a calzarse sus botas. Tomaría las llaves
de su moto y antes de poder abrir la puerta...

—Espera...

Ahogó un suspiro cansino y ni siquiera se molestó en voltear.

—Lo siento... lo siento, Beka.


Sus brazos pálidos no tardaron en abrazarle por detrás, mientras la
tela que cubría su espalda absorbía sus incontrolables lágrimas.

Yuri le había echado muchas veces, pero jamás le dejaba irse.

—Es mi culpa, lo siento. Cambiaré y todo será como antes.

—Ya no te amo, Yura. Deja de hacerte esto.

—¡Cambiaré y todo será como antes! — repitió, abrazándole más


fuerte e incrementando el llanto.

Y ahí estaba él, girándose en medio de aquel agarre desesperado


para abrazarle con fuerzas. No odiaba a Yuri, jamás podría hacerlo.

Pero realmente ya no le amaba.

La rutina continuó cuando le alzó y le llevó a la habitación con


cuidado, acostándose a su lado y dejándose abrazar con fuerza.
Estaba cansado de eso. Cansado de esas lágrimas sin sentido y
sus arranques de tristeza. Y mirando cómo se quedaba dormido
otra vez, se preguntaba, porque seguía volviendo.

La mañana siguiente fue, como siempre, la peor parte del proceso.

Yuri se levantaba temprano para intentar cumplir la promesa de


cambiar, preparando el café como le gustaba y abriendo las
cortinas, sólo un poco. Ya no le despertaba con caricias como
antes, porque seguramente tenía demasiado rencor guardado al
saber, que otra mujer también lo hacía.
Y por más que intentaba ponerle buena cara al asunto, el café le
sabía insípido. No le salía delicioso como antes y no podía
entender cómo ello era posible, ni tampoco, cuando comenzó a
cambiar.

Sus pisadas siempre ruidosas eran un toque suave a la cerámica


del piso ahora, como si fuese un fantasma. Ya no cantaba a los
cuatro vientos, ganándose quejas de los vecinos, ni tampoco
buscaba subirse a su regazo para comerle la boca como todas las
mañanas de sus vidas desde que comenzaron a vivir juntos.

Llevaban cinco años saliendo y dos conviviendo. Habían terminado


la preparatoria e iniciado su vida juntos de inmediato, muertos de
amor por el otro.

Él había dejado Kazajistán por los asuntos laborales de su familia,


cayendo justo en la misma escuela que Yuri, donde le conoció. Su
amor por él floreció al mismo instante en que rozaron sus manos y
se sonrieron con la mirada.

En ese tiempo, el menor llevaba el cabello por encima de los


hombros y una sonrisa arrogante a todo lugar que pisaba. Era
energético, orgulloso y tenía una risa maravillosa.

Yuri era perfecto, era el amor de su vida.

Sus recuerdos se vieron interrumpidos por el sonido del televisor


siendo encendido. Vio de reojo, como era costumbre, que no se fue
a recostar en su pecho mientras se burlaban de la poca veracidad
de los filmes o de la forma de vestir de la reportera del clima ese
día, como solían hacer antes.
No, se recostó en el sillón individual, mirando el televisor, sin
realmente prestarle atención.

Y a pesar de que esa imagen le había partido el corazón en


muchas ocasiones, ahora le molestaba presenciarlo.

Si tan sólo le viera sonreír, una vez más...

No ocurriría. No había forma de que volviera a sonreír y no


entendía la razón.

Como pareja, se había preguntado muchas noches que había


hecho mal para hacerle tan infeliz. Comenzó a complacerle con
regalos, salidas, viendo como él intentaba seguirle forzosamente
la corriente.

Hasta que una noche, en la que le había escuchado reír como


antes y habían pasado una hermosa velada, se rindió.

"—¡No me toques, te dije que no quiero!"

Eso fue más de lo que pudo soportar. Podía entender si no tenía


ganas de acostarse con él. Que fuesen novios no significaba que
estaba obligado a complacerle si no lo deseaba.

Pero habían transcurrido meses, los más largos de su vida, sin


tener oportunidad de llevarle a la cama. Podía soportar un "no".
Pero jamás ser empujado de esa forma, como si fuese la peor
peste. Yuri se encerró en el baño toda la noche y no quiso verlo
durante toda la semana, pasándosela enojado, hasta que terminó
disculpándose con él.
No necesitó preguntar, porque sabía que no le respondería.
Simplemente se cansó de arrastrarse por meses, recibiendo
sonrisas sin energías y quejas sobre la mitad de las cosas.

Dejó el café frío a medio tomar y se puso de pie, con intenciones


de salir de allí, rumbo a trabajar.

—¿Ya te vas?

Su voz era pequeña y triste. Y era injusto, porque le dolía no poder


complacerle, quedándose. Más aún, porque no tenía ganas de
hacerlo y se sentía obligado a soportarle.

—Tengo cosas que hacer, debo ir a trabajar.

—Necesito hablar contigo de algo...

—Tendrá que esperar a mañana— se acercó a él y besó su frente,


sintiendo rechazo al hacerlo—. No me esperes a comer y
acuéstate temprano.

Le escuchó un pequeño "suerte" y nada más. No le retuvo ni le


armó una escena, así que supuso que no le amaba tanto como
decía hacerlo.

Y tal como prometió, no volvió sino hasta la madrugada. Hizo su


rutinario ritual dejando las cosas en la entrada y pensó en
encaminarse a la cocina por su vaso de agua.

Encontrarse las luces de aquel lugar encendidas eran una


verdadera novedad para él, ya que cuando llegaba a la casa,
siempre le encontraba durmiendo.
Era irónico, como descansaba su cuerpo sobre el frío mármol de la
cocina, con un vaso de vidrio en manos, mirando al suelo. Le
extendió aquello en modo casi automático, como si supiera que
cada noche, luego de revolcarse con esa compañera del trabajo,
fuese a tomar agua de los vasos que él se quedaba limpiando
luego.

—¿Ya podemos hablar?

Era extraño no estar comiéndose insultos, golpes, llantos y


súplicas. Pero se alegraba por ello.

—Está bien.

—¿Qué vamos a hacer?

—¿Con qué?

—Con nosotros.

Hacía tanto que no escuchaba esa palabra de sus labios. Si los


escuchaba de ella, cuando le preguntaba cuando vivirían juntos,
cuando dejaría las evasivas, cuánto tiempo más debía soportar
acostarse con él y luego fingir que eran sólo compañeros de
trabajo.

Nunca sabía que responderle, a ninguno de los dos.

—Quiero cortar contigo, Yuri. Te lo he dicho muchas veces.

—Pero nunca te vas.

Su mirada verdosa le enfrentó con dureza, haciéndole sentir un


leve escalofrío. Esos colores tan hermosos hacían aparición luego
de meses de estar cubiertos por el manto dorado de su flequillo.
Habían sido dos segundos, pero los había vuelto a ver.

—Cierto, nunca me voy.

Estaban en frente del otro, con una distancia marcada que


levantaba tres muros de hierro e indiferencia invisible entre ellos.

—En un mes es mi cumpleaños.

Cierto.

—Quiero que me regales algo— murmuró, tímido, como jamás


había sido. No se parecía en nada al Yuri que conoció en
preparatoria— y si me regalas eso, te dejaré ir.

—Puedo irme cuando quiera.

—¿Qué haces aquí entonces?

No tenía respuesta para ello. Sabía que podía quedarse durmiendo


con ella, y tenía el dinero para rentar algo barato de momento.
Pero a pesar de ser un hijo de puta, aún pensaba en el bienestar
de Yuri.

El menor no tenía familia. Habían muerto en un accidente cuando


era sólo un niño y su único familiar vivía donde ellos ahora, en
New York. Cuando su tío falleció por una sobredosis de drogas,
Yuri ya era mayor de edad. No tenía amigos, sólo compañeros de
un trabajo que ni siquiera parecía seguir teniendo.

Si le dejaba solo, a la deriva, no podría vivir sus días en paz.

—¿Qué quieres para tu cumpleaños?

—A ti.
El teléfono en su pantalón vibró, por algún mensaje. Inclusive esa
vibración hizo más sonido que la voz de Yuri al musitar eso con
pena. Le entristecía ver en lo que se había transformado sin razón
aparente.

—Estoy justo en frente tuyo.

—No. Quiero que finjas que me amas. Quiero fingir que...

No sabía en qué momento su aún novio se había reducido a eso


que estaba viendo. Era vergonzoso y triste, provocándole querer
huir sin mirar atrás.

—Eso no es sano, Yuri.

—No me importa.

Parecía que nada le importaba ya, realmente. Estaba seguro de


que Yuri ya no sentía nada por él y que sólo era la costumbre de
tantos años lo que no le dejaba soltarle. Habían pasado por
demasiado juntos y consentía que era algo normal no saber qué
hacer cuando todo se reducía a nada.

—¿Quieres pasar estos días fingiendo lo que éramos?

—Quiero que te quedes en casa sólo por este mes. Luego... puedes
irte.

Sonaba tentador terminar con eso de una vez por todas. No era
como si quisiera de verdad a la que era su amante. Pero si sentía
un alivio con ella; era de aquellas relaciones extrañas donde todo
son risas, besos y sexo. Todo estaba bien en ese apartamento de
dos por cuatro, con aroma femenino en cada rincón y cigarros
luego de hacer lo de siempre.
Aún así, se preguntó algo preocupado, que se suponía que haría
Yuri cuando él se fuera.

—¿Qué harás tú cuando todo termine?

—Supongo que buscar un trabajo y.... seguir.

Su semana iniciaba así. Con ella mandándole a la mierda por


pedirle un tiempo sin decirle las razones y a su novio intentando
hacer aquel café, sin éxito en que le supiera bien.

Había abierto las ventanas, como la mañana anterior, y se había


sentado en su sillón individual, mirando ausente el televisor.

Como cada día, besó su frente sin ganas y se fue a trabajar, donde
tuvo la mirada cortante de aquella mujer clavada en la espalda. La
interceptó en los pasillos del almuerzo y le explicó la situación,
terminando por contentarle con besos ocultos en el elevador.

Última vez, se dijo.

Fue pesado saber que no podría ir con ella durante un mes entero,
pero sabía que luego de eso, todo terminaría.

Ingresó a su apartamento y se encontró a Yuri dormido en el sofá


donde había pasado la mañana, abrazando la almohada que
seguramente tenía aún su perfume.

Escenas cómo estás le hacían sentir incómodo, así como una total
mierda. Pero ya le había dicho que no le amaba, no era su culpa
que no pudiera asimilarlo.
Pensó en despertarle... pero prefirió aprovechar a dormir solo.
Fue a mitad de semana que se vio algo sorprendido, al notar las
ventanas un poco más abiertas, dejando entrar la brisa primaveral.
El café seguía sabiéndole mal, pero al menos había puesto música,
bien bajita.

Le vio sentarse en su sillón individual mientras jugaba con las


puntas de su cabello largo y opaco y llevaba esas medias
amarillas que sólo podían quedarle bien a él. Nunca se las quitaba.
Yuri adoraba ese color porque significaba alegría.

Y él solía serlo. Una alegría andante con una voz preciosa.

Tal vez pensaba, que, vistiendo así, se vería un poco menos


deprimente y podría contagiarse el buen humor.

Pues no, no funcionaba. Le oyó reprimir un quejido por algo que no


le gustaba y respiró hondo, intentando cumplir con lo que le había
pedido.

Seguía usando sus camisas viejas para andar por la casa, el


cabello enmarañado en nudos y sus uñas antes bellas, mordidas.

¿Desde cuándo se mordía las uñas? No tenía idea. Hasta tal vez
siempre lo había hecho, pero no en frente suyo.

Fue para el domingo en la mañana, su único día libre, que las


cosas cambiaron un poco más.

Se levantó sin ganas, yendo a por el café insípido de siempre, sin


encontrarlo preparado. Se le hizo demasiado extraño tener que
prepararlo él, más aún cuando lo probó, y se dio cuenta de que él
lo preparaba mucho peor que el rubio. Lo tiró por el drenaje y
suspiró cansado, pensando mentalmente en que debería ser más
agradecido de no tener que hacerlo todas las mañanas.

Se dio media vuelta para buscar los sacos de té que no le


agradaban demasiado, encontrándose con algo que parecía
producto de un sueño.

Yuri había salido de ducharse, portando un pantalón pijama a


cuadros que le había regalado una navidad, el torso desnudo y el
cabello goteando, mientras lo secaba con una toalla pequeña. Y
claro, sus infaltables medias.

—Buenos días, Beka.

Se sintió extraño, asintiendo lento en respuesta. Su piel estaba


expuesta en frente suyo luego de tantos meses, enviándole un
fuerte escalofrío por toda la espalda.

—¿No tomarás café?

Pasó sus ojos observadores por su espalda, bajando un poco a su


trasero, mientras el menor se ponía de puntas de pie para bajar
dos tazas de la alacena. Tuvo que parpadear dos veces antes de
responderle.

—No lo preparaste.

—Tienes manos, ¿sabes? — dijo en son de burla, haciéndole


sonreír de lado. Había extrañado su tono condescendiente en las
mañanas. Supo que vio el desastre de café en el fregadero cuando
le vio relajar su postura—, me seco el cabello y lo preparo.

—Gracias.
—Contraté el servicio de Netflix— mencionó, mientras seguía
dejando que la toalla absorbiera las gotas de su cabello—. Espero
que no te moleste.

—No me molesta...— murmuró, sorprendido por su nueva actitud—,


creí que aborrecías Netflix.

Y era cierto. Cuando salió aquella aplicación, le escuchó quejarse,


diciendo que no valía la pena pagar por un servicio que te ofrecía
una cantidad demasiado limitada de películas.

—Sí, bueno... no era muy entretenido cuando me la pasaba


trabajando.

Esa oración en tiempo pasado le hizo confirmar de manera


indirecta, que probablemente Yuri llevaba poco tiempo sin trabajo.
Tal vez había comenzado a faltar y luego simplemente ya no fue. O
tal vez, le habían despedido. No tenía forma de saberlo, porque
jamás le preguntó y en cierto punto, no le importaba.

—Sí... noté que pasas mucho tiempo aquí.

Yuri sólo le sonrió de lado, feliz por intercambiar con él más de


dos palabras. Le preparó el desayuno, haciéndole sentir
agradecido de aquel sabor, que a comparación de lo que él intentó
preparar, no sabía nada mal.

—¿Quieres hacer maratón de algo?

Se habían tirado cada uno en su lugar de siempre. Otabek tirado


en el sofá y Yuri, en el sillón de la esquina.

—Claro. ¿Alguna idea en mente?


No tenía más que hacer. No podía ir a verla a ella y tampoco
quería pasar el resto del día mirándose las caras. Al menos el
televisor rellenaría los espacios vacíos de su poca comunicación
con él.

—Habrá que ver cómo funciona, primero— jamás habían tenido


Netflix, ni lo habían manejado. Tuvieron que intentar entre ambos,
escribir el nombre de alguna película con el control remoto,
rindiéndose por la flojera que les daba. Terminaron eligiendo una
serie al azar, sólo porque Otabek había visto que todos hablaban
de ella.

Black Mirror era genial, o eso le escuchó decir a Yuri en voz baja.
En más de un momento le oyó una risa bajita por alguna
ocurrencia de los personajes, o por la morbosa situación. Y él
mismo se veía desconcentrado al escuchar aquel sonido lejano,
que había quedado sepultado en algunos de sus dolorosos
recuerdos felices.

—Qué mundo de mierda— uno de los capítulos había llegado a su


fin, donde la protagonista se había vuelto loca en una boda,
cansada de fingir ser algo que no era solo para agradar a los
demás y conseguir la casa soñada a base de puntos en una red
social.

Estaba de acuerdo con que jamás resistiría vivir así.

—La verdad que sí. Tú ganarías muchos puntos y tendrías una


linda casa.

No supo porque tuvo la necesidad de decirle aquello. Pero supo


que había estado bien, al notar la mirada sorprendida sobre su
persona. Sólo podía ver uno de sus ojos, ya que el otro estaba
tapado tras su flequillo. Pero allí estaba, con esas lindas pestañas
suyas, mirándole.

—... ¿Yo?

—Sí. Eres agradable a la vista de cualquiera.

Eso le respondió, pero fue todo. Se formó un silencio extraño, el


cual resolvieron dándole play a otro capítulo.

—¿Dónde dejé...?

—Tu portafolios está sobre la mesa de la computadora.

El lunes de la segunda semana había llegado. Luego de aquel


domingo tan extraño, Otabek estaba listo para volver al trabajo.

Se sorprendió en encontrarse a Yuri con el cabello recogido en


una coleta alta, aún con el flequillo tapando la mitad de su rostro.
Había olvidado lo largo y fino que podía ser su cuello. Por alguna
razón que le supo a nostalgia, quiso dejar un beso allí.

—Cierto— carraspeó y tomó lo que buscaba, guardándolo en su


ordenado bolso de trabajo—, ¿compro la cena en el camino?

—Eso estaría bien— asintió satisfecho. Esa semana parecían


llevarse levemente mejor que la anterior, así que cenar comida
chatarra le parecía una buena idea. Se acercó a él para dejar un
beso en su frente, pero le fue rechazado—. Ya no tienes que
hacerlo si no quieres. Vete, llegarás tarde.
No hizo preguntas. Después de todo, no era como si tener que
hacer eso por obligación le gustara.

—Está bien... te veo luego.

La fila que tuvo que hacer en la freiduría en frente de su oficina, le


había dejado las fosas nasales con una sensación repugnante y la
ropa apestando a frito. Ella se había enojado con él al negarle
pasar una noche a su lado; pero le había prometido a Yuri pasar un
mes entero junto a él. Era cínico decir que era un hombre de
palabra cuando le había engañado, pero sentía que se lo debía.

Llevaba en la bolsa de color madera, aquellas delicias culposas


que Yuri gustaba en devorar, a pesar de que siempre se quejaba
que toda esa porquería se le pegaría a las caderas, deformando su
figura.

Sonrió al recordar las escenas que protagonizaba dramático, a la


vez que no dejaba de ingerir la comida frita con queso encima.
Subió el último peldaño de la escalera y se dispuso a abrir la
puerta.

El alboroto ahogado que venía de adentro, le obligó a detenerse,


confundido.

Vio el número de la puerta y confirmó, que si era la suya. La


señora de al lado salió furiosa, frenando en seco al verle a él.

—¡Creí que está etapa de rebeldía adolescente había terminado!

—¿Rebeldía adolescente, señora?


—¡Son las diez de la noche y ha estado así, sin parar desde el
mediodía!

No tenía ganas de aguantarla. Si bien tenía razón con que era muy
tarde para el alboroto, siempre se desquitaba con ellos porque
seguramente, estaba más sola que un gato callejero y no tenía
nada mejor que hacer.

—Yo me encargaré de arreglarlo, señora. Que pase buenas noches.

Ella bramó algo más, indignada por pagar el alquiler sólo para no
poder descansar, cosa que Otabek ignoró deliberadamente. Al
abrir la puerta, se quedó impresionado al notar, que realmente
había música allí.

Muy buena música.

Dejó su abrigo ligero donde siempre, al igual que sus molestos


zapatos, dirigiéndose a la cocina para dejar la comida.

En medio del camino, se topó con algo en verdad extraordinario.

Yuri bailaba sobre la alfombra del no tan grande salón. Estaba con
sus medias amarillas y su short holgado para dormir, el cual venía
adornado con cabecitas de tigres adorables. Una camiseta
holgada con un nudo al costado y el cabello aún recogido, pero
algo despeinado.

Había movido los muebles, seguramente en un intento por limpiar


la casa, y había terminado así.

El menor notó de inmediato su presencia, acercándose a él dando


saltitos con una preciosa sonrisa que le desestabilizó el corazón
por completo.
—¡Vamos, Beka! ¡Bailemos!

Estuvo por decirle que no, que se les enfriaba la comida, que se
sentía cansado por estar discutiendo con su amante durante todo
el día. Pero... le había prometido que fingirían.

No sabía realmente que ganaba Yuri con todo eso, pero si eso le
liberaba...

—Déjame poner esto en otro lado.

Él no le esperó. Tomó la bolsa y la dejó a un lado, arrastrándole a


la alfombra, donde siguió saltando, cantando y riéndose de los
movimientos ridículos que estaban haciendo.

Y a Otabek, le terminó importando un carajo su vecina gruñona,


así como el resto de los habitaban allí. La habitación se llenó de
risas y voces desafinadas cantando al ritmo de Bruno Mars.

No supieron en qué momento la lista de reproducción llegó a su


fin, sólo que seguían riéndose sin razón aparente. Decían una
palabra para intentar calmarse, y la risa llegaba a ellos otra vez,
sin darles chances a dejar de jugar.

En algún momento de la medianoche, las risas de ambos se


apagaron, dejando un silencio cómodo. Yuri rompió con ello, sin
poder evitar abrir la boca.

—¿Quieres saber cómo lo supe? — preguntó, mirándole con una


suave sonrisa que jamás le había visto antes —; olías a bebe
prostituta y a nicotina cuando volvías a casa.

Supo que su intención no era arruinar el ambiente y echarlo a


perder. Así como también sabía, que su aún novio, era una persona
muy resentida. Le sorprendía que estuviese siendo tan paciente
con él, puesto a que cuando hablaban de infidelidades ajenas a
ellos, Yuri siempre le decía que, si le traicionaba, le reventaría
todos los platos de la casa en la cabeza y jamás le volvería a
hablar.

Entonces, ¿qué estaban haciendo?

—Ya veo.

—¿Estará muy asqueroso? — interrogó de repente, señalando la


bolsa de color madera olvidada en una esquina—la comida frita
helada.

—Supongo que sí.

La calentaron y comieron en silencio, dejando que una serie


hablara por ellos. No se dijeron nada acerca del baile, ni tampoco
hablaron sobre la infidelidad de Otabek.

—Se acerca mi cumpleaños.

Aquellas semanas se habían hecho cómodas. Yuri realmente


estaba intentándolo con todas sus fuerzas, preparando sus
comidas favoritas y preguntándole por el trabajo. Le dijo que aún
no conseguía ningún empleo que valiera la pena, pero que no se
preocupara por ello. Y él confiaba en su capacidad.

Yuri era muy profesional en lo que hacía y sabía que encontraría


algo que le hiciera feliz.
Cuando le interrogó una de las noches porque había abandonado
su puesto, le dijo que simplemente dejó de sentirse a gusto allí.
Que sus compañeros jamás le habían agradado y no podía trabajar
en un ambiente hostil.

Tenía sentido para él, ya que siempre le había escuchado quejarse


de lo negligentes que eran.

—Ya sé.

—¿Qué me vas a regalar?

Soltó una risa sarcástica y se sirvió una porción de la ensalada


que habían preparado juntos.

—¿No que era yo tu regalo?

—Pues no te cuesta nada, ¿sabes?

Eso le hizo reír a ambos. La casa volvía a tener color de a poco,


haciendo que Otabek saliera del trabajo con ganas de verle. A
veces se detenía a comprar el helado que a Yuri le gustaba, o le
llevaba algún artículo interesante del periódico gratis que le daban
diariamente en la oficina.

Sabía que existían las redes sociales para informarse de todo o


encontrar cosas interesantes para leer, pero ellos eran así.
Siempre lo habían sido.

—¿Podemos salir a cenar? — ofreció, sonando como un


adolescente que invita a una chica a salir por primera vez.
Carraspeó nervioso, corrigiéndose —, te invito a cenar.
—¿Saldremos? — su voz levemente ilusionada le dio cosquillas en
el estómago.

—¿Por qué no?

—Creí que saldrías con Jean este fin de semana.

Cierto. Jean, su olvidado mejor amigo. De hecho, su único amigo y


la única persona que Yuri soportaba además de él, aunque dijera
que no.
Llevaban largo rato sin verse, porque estaba demasiado ocupado,
engañando a su novio e intentando cumplirle aquel mes.

—Puedo posponerlo... tu cumpleaños siempre ha sido importante


para mí.

Levantó la mirada del plato sólo para verle sonreír, tan radiante y
hermoso como lo hacía antes.

—Está bien.

Pasó la semana entera buscando el mejor lugar para llevarle. Sus


ganas de salir con él eran tales que hizo una reserva en el lugar
más genial que encontró.
Los días pasaban como una película cliché de Hollywood, donde
estaban teniendo los mejores momentos de su vida.

Sus miradas eran cada vez más cómplices y sus risas más
juguetonas, dejando entrever que algo más ocurría allí, y en cierta
forma, le hacía feliz ese coqueteo. Le recordaba a cuando le
conoció y se hicieron amigos, donde aprovechaba cualquier
ocasión para tocarle o tenerle más cerca de lo que un amigo debía
estar.
De sus labios se escapaban pequeños halagos por la comida, por
cómo llevaba el cabello ese día o por lo limpia que dejaba la casa.
Y Yuri hacia esa risa, la que le indicaba que estaba avergonzado,
enamorado.

Realmente no sabía de donde estaba saliendo eso. Tenía ganas de


besarle, abrazarle y hacerle el amor en cada rincón de la casa,
como siempre se supone que debió haber sido.

En una de esas tantas noches de series, películas y palomitas, las


cosas avanzaron.

Yuri se había puesto de pie de su sillón solitario para ir por unas


cervezas. Y Otabek, le cedió lugar en el sofá donde últimamente
se recostaba solo, pidiéndole con ese gesto, que se quedara con
él.

Los nervios los sentía a flor de piel, como si nunca antes hubiesen
estado así. Se sentía torpe y no sabía cómo dar el primer paso de
nuevo, temiendo ofenderle o ser rechazado.

No podría soportar ser rechazado, no de nuevo, no por él.

Sus manos se movieron de a poco sin quererlo, hasta terminar


acariciándole la mejilla con suavidad. Yuri sólo reprimió su sonrisa
ansiosa y apoyó la cabeza en su hombro, siendo abrazado por él.

Suspiró, sabiendo que el menor seguramente podía sentir los


sonidos exagerados de su corazón. Podía oler su mágico perfume y
el aroma dulce de su cabello. Sus manos pálidas aferradas al torso
de su camiseta y la respiración en su pecho.
La película seguía reproduciéndose frente a sus ojos, pero no la
estaban viendo.

La mano que descansaba en su hombro peinó sus cabellos


dorados con paciencia y delicadeza, sabiendo que eso le
encantaba. Sintió cómo se acomodaba más y retuvo una risa de
dicha. No sabía en qué momento había comenzado a extrañarle
tanto. No supo cuándo esas noches maravillosas se habían ido por
el caño.

Pero no pensaba volver a arruinarlo, nunca más.

Se animó a acariciar su mejilla libre con la mano que le quedaba,


haciéndole levantar la vista suavemente. Apartó el mechón
molesto del flequillo, suspirando al ver sus hermosos ojos de una
vez. Había olvidado que allí, se encontraba el universo. Todo su
universo.

Era hermoso, todo Yuri lo era. Siempre le había parecido una


criatura mágica, que había bajado a la tierra con un propósito
sumamente importante y que, en el camino, había decidido salvar
el corazón de un simple mortal como él lo era.

No le importó llevar dos semanas sin responderle los mensajes


a ella, ni tampoco las escenas deplorables que le armaba en la
oficina. No quería verla nunca más.

Se preguntó cómo demonios había podido hacer lo que había


hecho, teniendo a alguien como Yuri esperándole con la comida
preparada, durmiendo en el sofá o bailando y cantando.

No sabía.
Acarició su labio inferior con el dedo pulgar, una, dos, tres veces,
siendo acariciado con su lenta respiración. El corazón le latía
frenético al igual que el suyo y su nariz le hacía cosquillas a la
suya.

Tuvo ganas de llorar al sentir sus labios otra vez. Al sentir lo suave
que eran y siempre habían sido, al sentirle suspirar de dicha junto
a él.
La nostalgia le golpeó el pecho con dureza, haciéndole reprimir un
par de lágrimas fuertemente. Afianzó el agarre en su rostro y le
atrajo más a él, invadiendo su boca y corazón por completo.

Todo había sido un error, un terrible error. Yuri era su vida, su


novio, su futuro marido. Su primer y último amor y no necesitaba a
nadie más.

Acarició tortuosamente su boca, su lengua. Mordió, succionó y


veneró cada centímetro de sus labios, haciéndole aferrarse con
fuerza de su cuello, sentándole a horcadas suyo.

Su cintura seguía igual de fina, su piel, igual de suave. Yuri


siempre había tenido facilidad para volverle loco, y aún no había
perdido el toque.
Sus dedos fríos le acariciaron el cuero cabelludo, tan rudo y tan
suave al mismo tiempo. Tuvo la necesidad de separarse de él, sólo
para admirar sus labios hinchados, sus ojos llenos de lágrimas y
su cabello despeinado.

—No entiendo como pude vivir sin ti todo este tiempo.

Las palabras habían salido del fondo de su corazón. Podía sentirlo,


y podía sentir que él también pensaba lo mismo.
¿Cómo habían sobrevivido? ¿Cómo pudieron simplemente
ignorarse, dejar de hablar, dejar de reír? ¿En qué momento se le
cruzó en la cabeza que descargar frustraciones sexuales con otra
mujer era mejor que una noche compartiendo con Yuri?

No lo sabía, no podía entenderlo. Su pecho se llenó de


arrepentimiento y se sintió morir, cuando vio sus lágrimas
comenzar a caer.

—Yura...

—Te he extrañado mucho.

Aquella afirmación le partió el corazón un poco más. Se veía


realmente afectado por lo que él mismo acababa de decir,
mientras le pedía disculpas por arruinar el momento con su llanto.

No le molestaba. Le agradaba su sinceridad, le agradaba saber


que ambos se sentían igual. Besó su rostro por completo,
susurrándole mil disculpas.

Él se dejó hacer, completamente sensible y enamorado.

Se sentía una mierda. Una basura. Se sentía asqueado de sí mismo


por decirle que no le amaba, cuando era todo lo contrario.

No quiso presionarle llevándolo a la cama, así que sólo se recostó


a su lado y le besó durante toda la madrugada.

Era el gran día.

El cumpleaños de Yuri.
Se suponía que esa misma noche estaría en todo su derecho de
abandonar la casa, irse a vivir con aquella mujer y desligarse del
rubio para siempre.

Había esperado tanto por eso, tanto. Y ahora no sabía que hacer
realmente.

Si bien los besos de la noche anterior le hicieron sentir como un


adolescente enamorado de nuevo, no estaba seguro de si aquello
había sido producto de la actuación que Yuri le había pedido, o si
realmente las cosas comenzaban a florecer de nuevo.

No era fácil saberlo, con lo inteligente y manipulador que él podía


llegar a ser.

Se levantó de buen humor, más temprano de lo habitual, con Yuri


aferrado a su pecho. Decidió que le dejaría dormir un poco más y
le prepararía un desayuno de cumpleaños.

Le hizo sus waffles favoritos y los decoró con dos bochas de


helado de crema americana, con un té y un pequeño muffin de
chocolate. Dejó una vela sobre éste y la encendió, yendo directo a
la habitación con la bandeja repleta de dulces.

Dejó toda la preparación a un lado y comenzó a despertarle con


pequeños besos en sus mejillas. Y siguió todo el camino por su
rostro, hasta detenerse en sus labios. Bastaron seis besos de esos
para verle abrir sus ojos verdes, rebosantes de felicidad por aquel
despertar.

—Feliz cumpleaños, Yura.

—Beka... me hiciste un desayuno.


Su sonrisa aniñada y sus ojos tiernos le dieron una sensación de
júbilo demasiado intensa. Ignoró lo que le había costado preparar
todo eso y se desvivió besándole todo lo que pudo, felicitándole
mil veces con palabras cariñosas y haciéndole reír como un
infante.

Le hizo soplar la única vela que había encontrado en uno de los


cajones, dándole tiempo para pedir tres deseos.

Desayunaron juntos entre las sábanas y hablaron de lo que harían


esa noche, entusiasmados cómo hacía mucho no lo estaban.

Le costó irse a trabajar ese día, porque despegarse de los labios


de su novio era tan difícil, que no lograba encontrar la razón por la
cual dejó de besarle.

No entendía porque Yuri se había distanciado tanto de él, o el


motivo repentino de su dejadez. Durante su camino al trabajo, se
había puesto a investigar acerca de posibles depresiones, o algo
similar; descubriendo por cada nueva pestaña que abrir en
internet, que todo eso tenía mucho sentido.

La falta de apetito, el llanto, el rechazo, las horas excesivas de


sueño y los cambios de humor tan repentinos. La histeria, la baja
autoestima.

Decía que no era una etapa ni un estado temporal de tristeza. Era


algo mucho más profundo, demasiado como para siquiera poder
entenderlo. Que normalmente era muy difícil detectar a alguien
con una enfermedad tan silenciosa como esa.

Que una sonrisa podía encubrirlo todo.


Cerró los ojos fuertemente y contuvo una maldición. Todo eso
coincidía por completo en lo que Yuri había mostrado esos seis
meses.

¿Cómo demonios pudo ser tan descuidado con él? ¿Cómo pudo
rendirse y dejarle solo?

¿Por qué no lo intentó más?

Se regañó durante todo su horario laboral, diciéndole a su


compañera de trabajo que ya no le volviera a llamar, para luego
preguntarse a sí mismo cómo pudo revolcarse con cualquiera,
cuando Yuri estaba sufriendo de esa manera. Ponerse en el lugar
de su novio, le cerró el estómago, haciendo que se salteara el
almuerzo ese día.

Su mal humor empeoró cuando le envió un mensaje a Jean


avisándole que no saldrían por el cumpleaños de Yuri y éste le
llamó, buscando una mejor explicación.

—Es el cumpleaños de Yura, no es justo salir hoy.

—Precisamente porque es su cumpleaños íbamos a salir... — dijo,


confundido—, es decir, sé que no está bien hacer eso, pero fue tu
idea, Ota.

—Cambié de opinión. Te veré en la semana.

Colgó sin más. Sí, su egoísmo le había llevado a planear estar


ausente para esa fecha. Se odio mil veces más.

Se imaginó lo solo que se hubiese sentido el menor si salía esa


noche y tuvo ganas de vomitar. No lo merecía. No se merecía a
Yuri en absoluto.
Daría lo mejor de sí mismo esa noche. Se pondría la ropa que a
Yuri le gustaba como le quedaba y le pediría perdón, otra vez, de
mil maneras. Le apoyaría en todo, le acompañaría a tratarse, le
haría el desayuno todas las mañanas y le ayudaría a salir de su
depresión, como debió hacer en un principio.

Llegó apresurado del trabajo, ya que debía bañarse, vestirse y


sacar los regalos escondidos que había comprado para él.

Esperaba entrar y encontrar las luces encendidas, música o el


sonido de la regadera.

Sólo encontró el lugar en completa oscuridad.

Prendió las luces algo preocupado y notó que todo estaba tal y
como lo dejó esa mañana. La ropa sin lavar seguía en el canasto,
el televisor en el mismo canal. Las ventanas cerradas y las
cortinas tapándolo todo.

Eso le encendió las alarmas, apresurándose a revisar el salón


principal, la cocina, el baño y finalmente, la habitación.

Yuri estaba acostado, tiritando. No estaba vestido listo para salir,


ni feliz de verle. No estaba llenándole el rostro de besos mientras
le preguntaba porque se había tardado tanto.

No, estaba hecho un mar de lágrimas mientras no dejaba de


temblar.

—¿Yuri? — no tardó en sentarse a su lado a intentar encontrar sus


ojos en todo ese desastre de cabello opaco—; ¿Qué ocurre? Yuri,
mírame, ¿puedes escucharme?
—Lo siento tanto... lo siento mucho— sus murmullos eran difíciles
de entender entre los hipidos subidos de tono. Le abrazó fuerte e
intento mantener la calma.

—¿Qué cosa? ¿Qué hiciste?

—Perdóname, Beka...

Se había calmado. Luego de más de una hora de llanto terrible,


había dejado de temblar, de balbucear incoherencias. Se aferró a
él y le dijo que lo sentía, más veces de las que podía recordar.

Sabía que uno de los síntomas de la depresión era la constante


sensación de culpa. Yuri creía que todos los males del mundo eran
por su causa.

Que, si se quedaron sin café y olvidó ir a comprar, era un idiota.


Que, si Otabek le engañaba, era porque fue un pésimo novio. Que,
si el teléfono se quedaba sin carga, la comida se quemaba o no
podía resolver una cuenta matemática, era un inútil que no servía
para nada.

Y él, en vez de espantar esos pensamientos autodestructivos, sólo


le había alentado a seguir odiándose a sí mismo.

—Amor... ¿Quieres que llame a un médico?

No le respondió. Solo se quedó mirando fijamente la punta de sus


pies, aún con los calcetines amarillos puestos.

Podía suponer que, al pasar tantas horas solo, había comenzado a


pensar en todo lo que ocurría y tal vez, entró en pánico. Por no
saber qué les deparaba, por no saber si él estaba jugando con su
corazón. Tal vez tenía miedo de que le dejara y...

Oh, claro.

Supuestamente, esa era su última noche viviendo allí. No habían


hablado del asunto, así que el menor debía seguir pensando que se
iría.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Sin respuesta.

—¿Por qué no me comentaste como te sentías?

—No es tan fácil... nada es fácil cuando no eres nadie. No sirvo


para nada, Otabek.

Escuchar eso mientras le veía tan derrotado, era triste y


alarmante. Le tomó entre sus brazos y le sentó encima suyo,
acunándole como a un niño pequeño.

—No digas eso. Tú no eres nada de eso.

—No tienes idea de cuantas noches esperé que me abrazaras así,


Otabek. En verdad no tienes idea.

Su llanto volvió a aparecer, más fuerte que antes. Se sintió morir


ante esa oración, dándose cuenta del verdadero daño que le había
causado durante todos esos meses de ausencia.

—¿Por qué no me pediste que me quedara?

—Porque tú ya no me quieres.
Fue él mismo quien tuvo que ahogar un sollozo esa vez. No se
reconocía a sí mismo. No podía creer que le había dicho eso, en
verdad no podía.

—Eso no es cierto... olvida lo que dije, olvida todo lo que dije.

—¡Me estás mintiendo! — el rechazo volvía. Le apartó con furia de


su lado y se quiso bajar de sus piernas—; aléjate de mí, ¡déjame en
paz! Si tanto quieres irte ¡vete de una maldita vez!

—Tú me pediste que me quedara— se aferró a su cintura y no le


dejó bajarse. No cometería el mismo error de nuevo—. Cielo...

—¡No! No te quiero aquí, ¡lárgate!

Soportaría cada blasfemia, cada plato roto y cada lágrima


derramada. Se lo merecía, se merecía todo eso.

—Sí me quieres, sí me quieres aquí— le recordó, sabiendo que Yuri


se arrepentiría si le veía abandonar la habitación —. No volveré a
dejarte.

El sonido agónico de su desesperación le hundió el estómago.


Jamás le había escuchado llorar de esa manera.

—¿No?

—No, nunca más. Nunca jamás.

Le apegó a su pecho y besó sus manos con dulzura. Habían


perdido la reserva del restaurante, pero no le importaba. Podrían
salir otra noche, cualquier otra. La salud de Yuri era primordial,
ahora y siempre.
La medianoche les alcanzó rápidamente, entre besos ansiosos y la
desnudes de sus cuerpos. Las caricias se habían salido de control
y terminaron enredados en las sábanas, fundiéndose ambos en
uno, otra vez.

Escuchar su respiración dificultosa, sus temblores de placer y


llanto, sus apelativos cariñosos y su cuerpo caliente, no era nada
en comparación a ninguna otra cosa que hubiese vivido.

Le marcó como suyo, sintiendo su alma afligida luego de hacerlo.

La culpa volvió a inundarle al saber, que su hermoso cuerpo había


estado esperando por él, sin importarle los actos deshonrosos que
había cometido hacía tan sólo unas tres semanas. Yuri estaba
enfermo, estaba deprimido. Y él se estuvo revolcando con alguien
más todo ese tiempo. Se calzó los boxers al terminar y le ayudó a
ponerse los suyos, como antes lo hacían.

Volvió a posicionarse encima suyo, con la sensación del orgasmo


abandonándole. Buscó sus ojos e intento remediar las cosas,
como podía.

—Lo siento... lo siento mucho, Yura.

Él le sonrió, entre aliviado y alterado. Triste y feliz. Leerle se le


había vuelto una tarea imposible.

—No es tu culpa.

—Te he traicionado... te he engañado.

—No importa, Beka... yo te amo igual.


Eso terminó por quebrarle el espíritu. Sus lágrimas comenzaron a
salir sin control. No podía cargar con todo eso. No podía sentirse
digno de Yuri si no reparaba su frágil corazón antes. Y él le
acariciaba, borrando las lágrimas con sus dedos fríos.

Necesitaba recuperarlo.

—¿Quieres ser mi novio? — sus ojos tristes se abrieron


ligeramente, mirándole con atención —, empezaremos de cero, tú
y yo. Prometo compensarte cada minuto, nos casaremos y
adoptaremos los niños que siempre hemos querido— le insistió,
intentando darle algo de alegría a su voz rota—. ¿Recuerdas sus
nombres? Les pusimos nombre, cielo.

—No puedo ser más tu novio.

Yuri terminó de matar sus esperanzas con sólo susurrar eso. Lo


esperaba, pero a la vez, no.

—Sé que lo he arruinado... lo sé, sólo...

—No has sido tú quien lo arruinó... la culpa fue mía, Beka.

Negó varias veces con la cabeza. Yuri no tenía la culpa de tener


un novio de mierda. Uno desconsiderado y egoísta.

—Eres el amor de mi vida, Yura... yo soy el tuyo, ¿recuerdas? — se


sintió mal al hacerle llorar de nuevo, pero ni siquiera él podía
detener sus propias lágrimas —. Sólo una oportunidad... sólo una.

—No puedo... lo lamento mucho.

—¿Por qué?

Yuri sollozó más fuerte y se negó a mirarle.


—Amor... sólo dime una razón y la respetaré.

Sabía que la razón era su infidelidad, pero necesitaba que lo dijera,


que le echara la culpa. Que se enojara con él y hablaran de ello.

—No puedes ser el novio de alguien que está muerto, Beka.

Le miró confundido.

Muerto. Muerto.

—¿De qué hablas?

—¿No te acuerdas? — preguntó, con una sonrisa rota—. ¿Tanto te


he lastimado que ya no lo recuerdas?

¿Recordar qué?

En un flash doloroso, se le vino a la mente la terrible imagen del


cabello rubio de Yuri mojado en sangre y se sobresaltó, alejándose
de él. Recordar las medias amarillas mojadas y algo anaranjadas
por la humedad con olor metálico comenzaron a marearle.

Las medias amarillas manchadas en sangre.

El baño. Allí fue.

Ahora recordaba. La moqueta blanca llena de aquel líquido del


color del infierno, su cuerpo rígido y pálido, sus ojos hinchados y el
rostro bañado en lágrimas.

No había dejado ni una carta. Ni una explicación. Sólo se había


infringido esas heridas tan crueles y le había abandonado como si
la relación que tenían no valiera nada.

Como si su vida no valiera nada.


Rememoró los meses antes del suicidio. Como Yuri parecía feliz a
veces y otras se quedaba callado de repente. Como más de una
vez reía a carcajadas para luego ponerse a llorar. Cuando dejaba
la comida sin tocar y escapaba de sus muestras de afecto, para
luego buscarle desesperado.

Como la noche que le rechazó, se encerró en el baño toda la


madrugada.

La madrugada donde terminó con su vida.

"—¡No me toques, te dije que no quiero!"

Horas antes de la tragedia, había reído como un niño. Habían


salido a un parque de diversiones y se habían tomado mil fotos
juntos. Se habían besado, habían comido hasta reventar y la
habían pasado como si fuesen dos adolescentes. Yuri había
obtenido un ascenso en el trabajo y habían salido a festejarlo.

Nunca había notado nada. Las señales estuvieron ahí y él no las


había visto.

Hizo un retroceso, asustado. Recordó que, durante todos esos


meses, él mismo había estado solo. Que se había reincorporado al
trabajo luego de su funeral y había conocido a esa mujer. Que
pasaba todo el tiempo posible con ella para olvidar que le
esperaba un apartamento vacío, con restos de tristeza. Una
tristeza tan palpable, que terminó volviéndole loco.

El café sabía insulso porque no era Yuri quien lo preparaba, si no


que había sido él mismo. Que la música alta durante todo el día, la
dejaba encendida para sentir que, al llegar, Yuri le esperaba con
su alegría para sacarle a bailar.
Había bailado solo. Había mirado esas películas solo. Había
cancelado la salida con Jean para pasársela con la ilusión de que
Yuri y él saldrían en una cita y volverían a estar juntos.

Se había engañado, se había vuelto loco.

—No... — su voz salió terriblemente espantada ante la realidad que


le atormentaba—. No, no. No es posible...

—Lo siento tanto... te extraño tanto, Beka— el llanto de Yuri le


puso los pelos de punta. Cualquier persona normal hubiese salido
corriendo de allí. Pero él sólo pudo entregarse al dolor, dejándolo
caer en forma de gotas saladas —; no puedo irme... no quiero irme,
no quería irme. Lo siento mucho.

Tal vez estuviese loco. Ya no importaba. Sólo quería consolarle,


decirle que no fue su culpa y que le amaba de todas formas.

Que lamentaba haber pasado tanto tiempo enojado con él, tanto
tiempo odiándole por abandonarle.

Que le perdonaba con todo su corazón y que lamentaba no haberle


cuidado mejor.

—Yo soy quien lo siente, bebé.

Al despertar al otro día, Yuri no estaba.

Su calor no estaba, su perfume en las almohadas tampoco.


Se puso de pie, con la esperanza de que todo fuera una pesadilla,
pensando qué tal vez le encontraría cocinando, bailando o
cantando por ahí.

Y al revisar la casa, se encontró con que había ropa sucia


acumulada de meses. El piso estaba lleno de polvillo, al igual que
los muebles. No había olor a comida, ni a desayuno. No había
música.

No había ningún Yuri.

Su shock emocional fue lo suficientemente devastador como para


que el conserje llamara a la policía. Otabek destrozó el
apartamento a los gritos, colapsando de nervios.

Su madre volvió desde Kazajistán para quedarse con él. Se negó a


mudarse, estando seguro de que si dormía allí lo suficiente, podría
soñar con él, de nuevo.

Y era verdad, no estaba loco. A veces escuchaba una risilla dulce


escondida entre las paredes. Algunas mañanas despertaba con un
beso tierno en la mejilla, o con un roce de narices. Sentía que Yuri
estaba en cada porción de la casa, a veces triste.
Su madre le regañaba cuando le encontraba acariciando alguna
prenda suya, viendo sus fotografías. A veces, cuando se quedaba
solo, sentía sus abrazos y el perfume de su cabello pasarle por el
frente.

Tenía que aprender a vivir sin él; es lo que le decían.

Otabek, prefería convivir. Tal vez aquel Yuri oculto estaba sólo en
sus delirios, en su imaginación. Pero le gustaba pensar que
realmente estaba allí, con él y que jamás le dejaría.
El problema era que sentir su tristeza le estaba consumiendo a
niveles preocupantes.

Preocupante para el resto, cabía decir.

No volvió al trabajo, ni a salir de la casa. Comenzó a consumir


píldoras para dormir, las cuales su madre administraba para que
no se pasará de la dosis permitida.

Había noches que sólo bastaba con una. Otras, con dos. Pero era
todo lo que su madre estaba dispuesta a darle. Le obligaba a
asistir a las terapias, a acompañarle a eventos de la ciudad a los
que siempre terminaban sin asistir. Intentaba poner música para
alegrar el ambiente y Otabek le pedía que la sacara, porque no era
la que necesitaba escuchar.

No, él quería esas que le recordaban a su novio. Las que bailaban


juntos, las que cantaban en los desayunos. Otras veces, sólo
gritaba que necesitaba a Yuri de nuevo, rompiéndole el corazón a
su progenitora.

Y si hubo algo que aprendió luego de su muerte, es que jamás


debió dejarle solo, ni un minuto.

Lamentablemente, su madre no se había percatado aún, lo mucho


que necesitaba a su novio otra vez.

Cinco píldoras de Diazepam y un trago de alcohol eran suficientes


para terminar con él. Entonces, diez de esas y tres tragos,
tendrían que ser algo seguro.

Se fue a dormir, pensando en que su madre gritaría horrorizada, y


Jean se sentiría muy culpable por no visitarle ese día. Y lo sentía
mucho por ellos, los quería y lo lamentaba demasiado. Pero una
vida sin Yuri... jamás podría ser posible.

Al despertar al día siguiente, se sintió enormemente decepcionado


de encontrarse igual que la noche anterior. Con la botella de
alcohol en la mano y el frasco de píldoras desparramadas por el
piso. Su misma ropa y las sábanas casi sin poner.

Se sentó con un terrible mareo y ganas de vomitarlo todo, pero


pudo controlarse antes de hacerlo. Decidió levantarse antes de
que su madre lo intentara por él, sirviéndole un desayuno que no
quería probar. No hubiese surtido efecto.

Al abrir la puerta de su habitación, sintió el olor a café y el piso


tibio. La música correcta sonando a un volumen moderado y una
voz conocida cantando. Los ojos se le llenaron de lágrimas, a la
vez que sentía su corazón latir con frenesí, otra vez.

Sonrió emocionado y se acercó a paso calmado a la cocina, donde


un lindo chico con medias amarillas, short de tigres y remera
holgada, movía las caderas de manera desprolija mientras servía
café en una taza.

Se apoyó en el marco de la puerta, admirando el apartamento


donde las ventanas estaban abiertas y el viento movía las cortinas
blancas. Donde el aroma a desayuno flotaba entre las paredes.
Donde había sido más feliz que en ningún otro lugar en su vida.

—Buenos días, Beka.

Su sonrisa, tan suave como dulce, tan misteriosa como los delirios
de su mente, terminaron por completar el cuadro de lo que había
sido su vida perfecta.
—Buenos días, Yura.

»
Bueno, lo siento. En verdad siento estar siendo una pésima autora
estos días. Simplemente estoy triste y estás son las cosas que
necesito escribir.

Estoy muy cansada de esto. Estoy harta de ver como esa


enfermedad arruina tantas vidas. Como arruinó la mía durante
tantos años y como se está llevando lejos de mí a una persona que
quiero con cada pedazo de mi ser.

La depresión no es un chiste, no es un juego y no es una etapa. Es


una enfermedad y es muy dura, es terrible. Es inexplicable.

Solamente escribí para descargar la tristeza que siento a veces y


para decirles, que esto es para ambas partes. Para quienes lo
sufren y para quienes no.

Le di este final a la historia porque por más que lo intenté, no pude


darle un final "feliz" dejando a Beka vivo. Simplemente en mi
mente enamorada, ellos no pueden vivir sin el otro, cosas del ship.

Pero realmente creo que sentirnos culpable por la enfermedad


ajena no tiene caso. A veces uno se siente impotente y lleno de
rabia porque no se puede hacer nada. Por más regalos, salidas y
sonrisas que intentes sacar, a veces no funciona. Y eso no es
culpa de nadie, siquiera del padeciente.

»Sólo quería decirlo.


Esto no es culpa de nadie.«3

Espero que, a pesar de todo, disfrutaran la lectura.

Por EmilySweet104
"Nuevos días cargados de estrés para mí vinieron, en los que no
hacía más que vagar por los pasillos de casa con la bici a solas.
Con los juguetes, a solas. Hablando con los retratos puestos en
cada pared... A solas. Oyendo el aburrido y monótono tic-tac del
reloj en el cuarto de mis padres que transformó las horas en
semanas, y las semanas en meses, y los meses en años. "

La clase del sábado del 26 de abril fue diferente. Siendo niños,


jamás preguntamos las razones, sólo las dejamos pasar.

» Oneshot participante en la dinámica #YOIFilmCartoon

» Canción asignada: "¿Y si hacemos un muñeco?" de Frozen

» Advertencias: Angst. Este oneshot tiene como protagonistas a


Viktor Nikiforov y a Yuri Plisetsky, sin embargo, no están
involucrados de manera romántica.

» Los personajes no me pertenecen, son parte de la serie de anime


"Yuri!!! on Ice"
При́ п'ять, Україна1

Cuando tenía ocho, no me interesaba mucho saber de dónde


provenían las cosas. Sólo las dejaba suceder. Nunca me causó ni
un poco de curiosidad conocer de dónde provenían los bebés, o
por qué las aves podían volar y nosotros no. Siendo un niño, se
suele tener más interés a situaciones banales, absurdas o
carentes de sentido para los adultos. Mamá nos decía a mi
hermano y a mí que la vida simplemente era corta como para
preocuparse por realidades más que decepcionantes, y nosotros le
hicimos caso hasta el fin.

Éramos una familia pequeña compuesta de cinco personas y dos


mascotas. Cada invierno, mi hermano y yo salíamos a jugar entre
la nieve para hacer muñecos de esos gigantes que se veían en los
cuentos ilustrados. Usábamos el saco más viejo del abuelo
Nikolai, una de las zanahorias que mamá usaría para la cena y
botoncitos que yo le cortaba a mis propios abrigos bajo el pretexto
de no querer volvérmelos a poner por feos. Viktor se encargaba
de darle forma a la nieve, mientras que yo sólo recogía con mis
manitas algunas bolitas con la gran ilusión de estar ayudando
increíblemente en nuestra misión.1

Él era mucho más alto que yo, mucho más grande y más sabio. En
su vida había llevado alguna novia oficial a casa, y si lo hacía, el
primero en correr hasta la puerta para sacarlo a patadas era yo.
Según mamá, yo solía ser un niño bastante celoso con las
personas más especiales en mi vida. El sentir que me las
arrebataban hacía que un sentimiento de repudio y dolor
invadieran mi pequeño cuerpo a los diez años, y por ende, actuara
como Potya al ver un pepino en el suelo.2

Y también, según ella, Viktor era más consentidor conmigo.


Éramos hermanos inseparables a pesar de la diferencia de edades.

Esa maldita diferencia que lo hizo todo.

—Vendré a buscarte por la tarde, Yuratchka —el abuelo se


despidió de mí, dándome un casto beso en la coronilla que se
formaba entre mis cabellos rubios. Para ese entonces, yo tenía un
corte gracioso con el fleco rodeando mi pequeña cabecita. Era
diminuto y bastante inmaduro como para comprender por qué
Viktor siempre se iba después de dejarme en el colegio—.
Esperemos que hoy haya una buena tarde para todos nosotros.

No, no me interesaba saber de dónde salían las palabras


tampoco. Yo sólo escuchaba al abuelo y asentía, deseándole un
buen día después de notar tensa a toda mi familia por la mañana.
Mamá llamaba a cada instante por el teléfono, mientras que papá
no había ido a trabajar con tal de buscar algunos papeles en su
despacho. El único que debía ir al colegio era yo, y el otro único
miembro disponible de la familia para acompañarme era mi abuelo.
Viktor se había ido por la madrugada a trabajar, y eso, era lo que
más detestaba de los días de la semana: que mi hermano se fuera.

No sucedía siempre. Vitya era un bombero que adoraba el poder


salvar a las personas en los peores instantes. Desde niño, según
papá, soñaba con ser un superhéroe y el único modo de serlo fue
aquel. Normalmente siempre tenía el tiempo libre para llevarme a
la escuela caminando desde casa, pero por alguna razón, el
sábado no fue posible.

Durante los inviernos, me gustaba ver desde mi punto en la


entrada del colegio la manera en la que Viktor se difuminaba entre
la nieve cuando nos separábamos. Los niños solíamos tener
muchos ideales, y estos se basaban normalmente en las personas
que admirábamos. Yo había puesto en un pedestal a mi hermano, y
si me hubiesen dejado escoger entre irme de la ciudad o quedarme
a su lado, hubiese preferido mil veces lo segundo.

Aquel día en el que mi abuelito y yo nos despedimos, me di la


media vuelta para ir con el resto de mis compañeros al salón. Las
clases más aburridas dentro de toda la semana eran las del
sábado, justamente porque éstas no eran más que pequeños
talleres recreativos para los niños por mientras los padres y los
hermanos trabajaban. Solíamos dibujar, cantar, pintar, contar
cuentos y pasarla bien dentro de todo. Nuestra maestra, Lilia, era
increíblemente bonita y estricta con cada uno de nosotros. No era
mala, sin embargo, causaba un poquito de pavor verla enfadada.1

—Niños, por favor, pónganse todos alrededor de la mesa para


partir el pastel, ¿de acuerdo?

La clase del sábado del 26 de abril fue diferente. Siendo niños,


jamás preguntamos las razones, sólo las dejamos pasar. No
tuvimos necesidad de sacar nuestras crayolas, ni de hacer parejas
entre nosotros para los juegos tontos, y eso, para muchos de
nosotros era una gran ganancia. Prefería mil veces cantarle la
canción del cumpleaños a Mila, que esperar impacientemente por
la hora de la salida con hambre y sin pastel en las manos.
El escritorio de la maestra que daba con la ventana hacia la
ciudad había servido para dejar reposar el pastel ahí, mientras que
todos los niños nos amontonamos alrededor de este para desearle
lo mejor a la cumpleañera. Ella estaba más que feliz. Por la
mañana sus padres le habían prometido que, después de regresar
de la empresa en la que ellos trabajaban, irían a comer a su
restaurante favorito y le comprarían el conejito que tanto había
anhelado.

—¡Sopla las velas, Mila! —animó la profesora y en ese instante, las


velitas se apagaron con rapidez. Comenzaron a mostrar ese humo
delgadito que me gustaba mirar incluso cuando yo cumplía años y
Viktor me animaba a hacer lo mismo.

El humo era claro, fino. Podía verse bien gracias al paisaje que se
hallaba justo afuera del colegio y que, por cierto, se colaba por la
ventana. La nieve se veía estupenda. Figuraba parecer uno de los
días más increíbles del año, justo como los fines de semana
especiales en los que Viktor y yo compartíamos al hacer muñecos
de nieve en el patio de nuestra casa.

Y entonces lo vi.

Otro pequeño hilo de humo más oscuro que el de las velitas de


Mila. Largo, justamente tocando las nubes. Mientras más me fijaba
en él, comprendía que no nacía del pastel, sino de la ciudad;
de Pripyat.2

—Maestra... —le dije, jalando suavemente de su vestido— Maestra,


¿qué es lo que pasó ahí?
Ella volteó a ver hacia la ventana. Hizo una de esas expresiones
que mamá solía hacer cuando se preocupaba o prefería no hablar
del tema.

—Nada malo, Yuri —respondió en voz baja—. No sucedió nada


malo. Ven, toma un poco de pastel, ¿quieres?

Inmediatamente pensé que ella prefirió no decirme lo que pasaba


con tal de no preocuparme, justo como mis padres lo deciden cada
vez que discutían a media noche y yo bajaba para preguntar si
todo estaba bien entre ellos. La idea de que las cosas se
arruinaran en mi familia me aterraba más que los truenos y la
oscuridad.

Aquel día salimos temprano de clase. Los padres habían venido


por todos nosotros en masa, y por primera vez, vi un exceso
increíble de automóviles aguardando con los motores encendidos
a la entrada. Justo en frente estaba el de mis padres, y como
últimas palabras, la maestra Lilia dijo claramente lo siguiente:

—Todo estará bien —me dio dos palmaditas en la espalda—. Ve a


casa y no salgas por hoy de ahí, ¿vale?

Cuando eres un niño realmente no interesan las cosas de adultos.


Los noticieros son aburridos, los libros cargados de letras también
y las conversaciones formales eran un dolor de cabeza. Cada vez
que en casa prendían la tele para escuchar las noticias, o mi
abuelo se ponía a leer el periódico en la mesa, levantaba mis
cosas y me iba al jardín trasero para acompañar a mi hermano. Si
él estaba en su día de descanso, se le podía ver la mayoría del
tiempo en la nieve junto con su mascota, un caniche café feo al
que decidió llamarle Makkachin.1

No obstante, justo cuando mi padre había prendido el noticiero y


mi madre también se sumaba a leer el periódico con mi abuelo,
Viktor no estaba como de costumbre afuera, y por ello, yo no tenía
razones para molestarme siquiera en ponerme un abrigo. Él no
estaba. No se hallaba ahí para animarme a hacer muñecos de
nieve con él, ni me preguntaba qué tal la había pasado en el
colegio.

Eso sí que era un problema.

—Mami, ¿Viktor no vendrá a comer con nosotros? —pregunté


inocentemente aquel día. Mi abuelo miró de reojo a mi padre,
animándola a levantarse de su asiento en el sofá para hacerse a
un lado, pidiéndome que los acompañe.

—¿Lo extrañas? —cuestionó, justo cuando recosté mi cabeza en


su regazo. Ella acariciaba mis cabellos conforme hablábamos.

—Siempre voy a extrañarlo.

—Seguramente regresará a casa pronto, o hará alguna llamada —


comentó en voz bajita, dándome un beso en la mejilla—. Hoy tiene
mucho trabajo en la estación.

Mamá tuvo razón. Viktor llamó a casa por la noche. Justo cuando
el abuelo terminaba de cocinar la cena y yo tomaba un poco de
leche con miel caliente mientras jugaba con mis trenecitos, justo
al lado de Potya en la alfombra de nuestra sala. Mamá y papá
hablaron primero con él, luego el abuelo y por último, me tocó el
teléfono a mí. Nunca antes habíamos hecho una llamada tan larga
con él.

—¡Yuratchka! —llamó ella, haciéndome levantarme de golpe para ir


en dirección a la cocina, donde Viktor esperaba hablar conmigo al
otro lado de la línea— Ven, cariño...

Sonreí con emoción, con felicidad, con una pizca de esperanza


invadiendo cada uno de mis sentidos. Era imposible que no me
pusiera a saltar de tan solo saber que mi hermano no se había
olvidado de mí, donde sea en el lugar que esté.

—¡No te despediste de mí al irte! —le regañé a modo de saludo. Él


simplemente empezó a reír vagamente. Al fondo podía oír a un
montón de hombres gritando y el sonido de camiones acelerando
el ritmo.

Probablemente él seguía trabajando arduamente.

Probablemente vendría mañana a casa, pensé.

—Perdón por no hacerlo, Yuri —me dijo. Aún puedo recordar el


tono cansado de su voz, el de su respiración errática haciendo un
esfuerzo sobrehumano por hablarme—. Yo... Creo que no volveré a
casa dentro de un tiempo.1

—¿Qué?

Tenía sólo ocho años cuando, por primera vez, me cuestioné sobre
el porqué de las cosas de los adultos. ¿Por qué había otro hilo de
humo al lado de la velita del pastel de Mila? ¿Por qué mi profesora
se veía desanimada cuando le pregunté? ¿Por qué mamá estaba
llorando al lado de papá en la mesa, mientras me escuchaban
hablar por teléfono? ¿Por qué mi abuelito bajaba la cabeza? ¿Por
qué Viktor no regresaría a casa? ¿Por qué?2

—Las cosas aquí están muy mal —intentó explicarme—. Están


muy, muy mal, Yura. Tengo que ayudar a la gente de aquí.

—¡Pídele a alguien más que lo haga, ya hiciste suficiente!

A los ocho años, derramé por primera vez las lágrimas más
amargas de toda mi vida.

—No puedo, Yuri. Si voy a casa, todos ustedes van a enfermarse


gravemente.

—Mamá me llevó a vacunar hace poco, Vitya —dije, inútilmente—.


¡Puedes venir a desayunar por lo menos con nosotros!2

—¡Yuratchka Plisetsky, escúchame por una vez, por favor! —


regañó él, probablemente llorando al mismo tiempo que yo,
indicándome inmediatamente que en serio, las cosas estaban
fatales— No puedo exponerlos. No puedo volver a casa. Sé
obediente y haz caso a lo que te digo. Obedece a mamá y nunca te
despegues de ella.

Los adultos también suelen olvidar que los niños son totalmente
difíciles de convencer, y yo al ser uno de ellos, insistí por dos
minutos con que regresara a casa, cosa a la que él se negó por
obvias razones suyas. No me interesaba el trabajo que tenía,
tampoco saber a lo que él se refería. Sólo quería que mi hermano
volviera a casa y me cargara entre sus hombros para jugar a ser
los gigantes de un gran reino. Sólo quería que volviera y me
prestara su bufanda para salir a jugar en la nieve, hacer muñecos
de nieve.
—Ya no te veré más... —volví a hablar entre llantos— Hermano, sal
de ahí y ven con nosotros. ¿Por qué parece que no volveré a verte?
No entiendo lo que está pasando...1

—No es necesario que lo entiendas. Ni siquiera yo sé cómo es que


todo esto sucedió, Yuratchka... —Viktor tosió con dificultad al
otro lado del teléfono por largos segundos. Al instante, pude
escuchar a alguien gritándole que fuera a ayudar y mi
desesperación aumentó— Sea lo que sea que pase, quiero que
sepas que los amo. Que siempre pensaré en mamá, en papá, en el
abuelo y en ti. Son mi más grande motivación para vivir, Yuri.

—No, no, no te vayas... Eres todo lo que tengo...

—Todo va a estar bien, ¿de acuerdo? Ustedes van a estar bien, te


lo prometo.

—¡Dijiste que haríamos muñecos de nieve juntos! —por fin exploté


con el teléfono en el oído. Mamá rápidamente se levantó de su
asiento en la mesa para abrazarme, sin privarme de la necesidad
de escuchar a mi hermano por última vez.

—Volveremos a hacerlos, Yura —aseguró, siendo presionado por


las voces que desde un inicio le habían exigido dejar el teléfono
—. Juro que volveremos a hacerlos.1

Y sin más, la llamada se cortó, dando por iniciado el período de


tiempo más helado dentro de los corazones de mi familia.

Al día siguiente, por la tarde, varios oficiales de la fuerza militar


estaban entregando comunicados a las casas de todo el
vecindario junto a varias cajas de pastillas que nos hicieron tomar
cada determinado tiempo durante el día. Nos ordenaron al mismo
tiempo tomar nuestros papeles personales y lo esencial, pues los
autobuses de evacuación saldrían inmediatamente, que primero
las damas y los niños saldrían, y que los caballeros irían de último.

Para la edad que tenía en ese instante, era difícil para mí el


comprender lo que sucedía. No entendía la razón por la que mamá
estaba muy estresada; tampoco entendía por qué no podíamos
llevar maletas, o bien, llevarnos a las mascotas con nosotros en el
viaje. Lo único que pude meterme entre los bolsillos de mi saco
fueron fotografías arrugadas y dulces. Nada más.

Nos llevaron en autobuses repletos de gente, pero en el que yo


iba, sólo íbamos mamá y yo. Papá prometió que él y el abuelo nos
alcanzarían después, que no me preocupara, que todo estaría
bien. Una parte de mi corazón me obligó a pensar que ellos dos
irían a buscar a Viktor y lo traerían por la fuerza, pero al llegar a
Rusia tras largas horas en camino, supe que no fue así.

Nos encontramos con la grata sorpresa de que uno de nuestros


tíos residentes en San Petersburgo nos abrió las puertas de su
casa sin problema alguno.

Nuevos días cargados de estrés para mí vinieron, en los que no


hacía más que vagar por los pasillos de casa con la bici a solas.
Con los juguetes, a solas. Hablando con los retratos puestos en
cada pared... A solas. Oyendo el aburrido y monótono tic-tac del
reloj en el cuarto de mis padres que transformó las horas en
semanas, y las semanas en meses, y los meses en años.

Para cuando vine a darme cuenta, había dejado de ser un niño de


ocho años y pronto me convertí en un hombre de veinte.
Curiosamente, pese a todos los inviernos que pasaron durante ese
tiempo, Viktor jamás volvió a casa.2

Mi infancia fue arrugada y despedazada cual hoja de papel. Los


chequeos médicos fueron más constantes que mis pensamientos
sobre el 26 de abril de 1986. Perdí mucho peso durante nuestros
días de austeridad en nuestra nueva vida; jamás supe algo de mis
compañeros de colegio o bien, si Mila pudo tener ese conejito que
tanto quería. No volví a ver a la profesora Baranovskaya, y
tampoco quise preguntar qué había pasado con Potya y Makkachin
en nuestra antigua casa. Ya sabía la respuesta.6

Escuela nueva, compañeros que se alejaban de mí por


estar contaminado. Los vecinos siquiera nos dirigían la mirada, y
pocas veces pudimos salir de casa tras ser refugiados de la ciudad
evacuada. La explosión de la Planta Nuclear de Chernobyl nos
había otorgado cierta fama ingrata que nos costó años superar.
Cada vez yo me volvía más alto y a la vez, insuficientemente
maduro como para querer aceptar que Viktor pasó sus últimos
días en ese lugar.2

Pripyat, nuestra ciudad, había quedado desolada. Era un lugar


fantasma. El letrero de bienvenida había cambiado
completamente. Bastaba con leer el padrón municipal para tener
pena por el accidente. "Localidad: Pripyat. Fundación: 1970.
Viviendas: 20.414. Habitantes: 0". Cada año, las escuelas y los
periódicos de todo el mundo recordaban el desastre nuclear más
catastrófico creado por el ser humano, en el que una localidad de
50.000 habitantes tuvo que ser evacuada en tres horas y media
por medio de 1.200 autobuses; y miles, miles de hombres murieron
en el intento de apagar la desgracias. Entre ellos, mi hermano.

Y como de costumbre, cada año visitaba la placa que decidimos


hacer en uno de los cementerios de San Petersburgo en memoria a
él.

Viktor Plisetsky

1964-1986
Amado hijo, hermano y héroe.

Me incliné para limpiar la zona de la nieve, dejando un ramo de


nueve rosas sobre su nombre, con cariño, con nostalgia y respeto.
Había pequeñas montañitas blancas a los costados de la placa, y
por un instante, recordé la promesa que nos habíamos hecho
antes de separarnos para siempre.

—Hey, anciano... —saludé en voz baja, sabiendo que no tendría ni


una sola respuesta— ¿Y si hacemos un muñeco?2

La ventisca del invierno azotando mi cabello me dio la respuesta.

»Nota:

*При́ п'ять, Україна (Prypiat, Ucrania)

Después de horas intentando hallar una buena forma de interpretar


la canción, encontré esta. Quien me lee desde hace tiempo sabe
cómo soy y qué clase de historias les traeré, sin embargo, esta es
la primera que en la que me he inspirado de algo tan inocente
como "¿Y si hacemos un muñeco?" y un instante más que
catastrófico para la humanidad: Chernobyl. Este accidente afectó
la vida de aproximadamente 600.000 personas, de las cuáles, los
muertos se encontraban entre obreros, militares, civiles,
trabajadores de la planta nuclear y bomberos.

No quise involucrar a ninguna ship aquí porque no le veía el caso.


Necesitaba plasmar la relación estrecha entre dos hermanos (like
Anna y Elsa) y la razón por la que son separados. Y bueno, el
momento que más se apegaba a mis motivos fue ese. Espero que
lo hayan disfrutado.+

Dato curioso: Frozen es de las películas que menos me gustan de


Disney, pero de las que sí me sé sus canciones, jajaja. ❤

Por BaccelieriCo
» "El amor depara dos máximas adversidades de opuesto signo:
amar a quien no nos ama y ser amados por quien no podemos
amar. "

Mila podía parecer el tipo de mujer que todo puede tenerlo; pero
en realidad, es alguien que tiene mucho que decir acerca del
amor.

»Los personajes de Yuri on ice no me pertenecen.


»Capítulo único«
por EmilySweet104

»
»

"El amor depara dos máximas adversidades de opuesto


signo: amar a quien no nos ama y ser amados por quien no
podemos amar. "1

Alejandro Dolina

—Dejando un poco de lado tu merecida victoria; ¿Qué nos


dices acerca de tu vida amorosa? Hace tiempo se te ve
soltera, ¿nadie ha podido abrirse paso a tu su corazón?

Ella sonrió y se entretuvo unos segundos con los aplausos


del público, así como con algunos vítores y risas. Si bien
antes solía sentirse intimidada por la cantidad de luces y
atención que se podía recibir en un programa de televisión,
había llegado un momento en su vida en que se había
tenido que acostumbrar.

Al ver que la gente se emocionaba, la conductora añadió


un poco de leña al fuego.

—Como una de las deportistas más aclamadas de Rusia,


muchos se preguntan qué hay que tener para llegar al
corazón de Mila Babicheva; ¿Será que puede darnos alguna
pista?

Rió cordialmente y se lo pensó unos segundos.

Sus entrevistas habían aumentado con el pase de los años


y sus acumulados triunfos. Había modelado para marcas de
ropa, participó en comerciales y no había día donde no se
hablara de ella.

La medallista de oro tenía mucho de que sentirse orgullosa


con sus recién cumplidos veintiséis años.

Venía de una buena familia que la había apoyado en cada


pequeño paso, costeando su carrera y grabando todas las
veces que salía en televisión.

Y como si fuese poco, también tenía la belleza y el talento


de su lado.

—Realmente no tengo mucho que comentar al respecto.

La conductora del programa hizo una mueca graciosa


haciendo reír al público y a ella misma, intentando sacarle
información de alguna manera.

—¡Es hilarante! Debes comprender nuestra curiosidad; tu


última pareja ha sido aquel jugador de hockey, y ya hacen
muchos años de ello...

Sabía que le preguntarían eso.

Cuando tenía dieciocho años acostumbraba a cambiar de


novio como de ropa interior, sólo porque decía tener
demasiado amor para dar. Que los hombres eran
demasiado guapos como para quedarse con uno solo.

A pesar de que la prensa solía tomar fotografías de ella con


cada nuevo ligue cuando salían a pasear, había tenido un
único novio, con el cual debieron separarse por jamás
poder coincidir para verse.

Tenía que entrenar, y él también. De todas formas, no le


dolió aquella ruptura que a la semana se encontraba en la
pista como si nada, molestando a Yuri con sus abrazos.

—¡Eso ha sido un amor adolescente!— confesó entre risas


discretas.

En ese tiempo ella se creía una mártir en las relaciones y


en el amor; no lo negaría.
Se creía un alma en pena, un corazón roto, cuando jamás
se había sentido decaída o había soltado ni una lágrima por
nadie.
Leer orgullo y prejuicio o cumbres borrascosas no
convertía a nadie en un experto en el amor.

Se dió cuenta de que aún le faltaba demasiado por


experimentar cuando conoció a Otabek Altin.

No es como si hubiesen hablado alguna vez, tampoco como


si él le hubiese siquiera sonreído. Pero su forma de patinar,
su masculinidad y su duro semblante le habían llenado el
rostro de colores y el cuerpo de cosquillas desconocidas.3

Fue en aquella competencia, donde Yuri había ganado su


primer oro como senior. Dónde Viktor debutó como
entrenador y donde ella había también llegado a ocupar un
buen lugar en el podio.

Había sido una temporada emocionante.

La noche luego de las competencias, habían decidido ir a


bailar con Sara, la cual fue perseguida inevitablemente por
Michelle, el cual fue secundado por Emil. Si bien sabía que
aquel club no era un lugar que Otabek podría llegar a
frecuentar, se sintió aliviada al ver a Yuri por allí
buscándole.1

Intentó por todos los medios que le pasara su número, pero


no lo consiguió. Él se había vuelto egoísta con su primer
amigo, sin querer compartirlo con nadie. Afirmaba que su
amistad con él era especial y que nadie debía interferir en
esta.

Ella fingió ofensa, pero se lo tomó casi como una broma,


como todo lo que él decía.

Dejó de parecerle divertido al día siguiente, cuando en su


gala de exhibición, Yuri había arrastrado al kazajo con él
haciéndole protagonizar uno de los programas más
polémicos de la temporada.1

Ellos se notaban cómodos interactuando allí, a pesar de


conocerse hace pocos días.
Recuerda haber pensado lo increíble que le había parecido
todo y lo celosa que se sintió al darse cuenta de que el lazo
que ellos tenían, no podría tenerlo jamás con él.
—¿Qué nos dices de tus compañeros de pista?— la
conductora parecía entretenida queriendo sacar trapos al
sol—; jamás has salido con ningún patinador, ¿Hay alguna
razón?

—Es una pregunta interesante, de hecho...

—¿Eso es un sí? ¿Has salido con algún patinador?— inquirió


curiosa y visiblemente emocionada, ya que seguramente el
ranking de su programa aumentaba con el pasar de los
segundos.1

Odiaba que hicieran eso, pero era algo a lo que estaba


acostumbrada.

—Oh no, eso está muy lejos de ser cierto. Sólo somos
amigos; me refiero a todos. Conformamos una gran familia.

En realidad... a pesar de que tuvo mil oportunidades, no


pudo aprovechar ni una.

Hubo un verano en el cual el kazajo entrenó junto con ellos,


ya que Yuri había insistido a Yakov hasta el cansancio.
Aún si daba lo mejor de sí misma, él no la miraba
demasiado. Se limitaba a felicitarla por sus logros y luego
seguía en lo suyo, concentrando toda su atención en su
mejor amigo y en aprovechar las clases con Feltsman.1

Le daba algo de celos cuando veía a otras de sus


compañeras acercarse a él con una sonrisa tonta, pero se
alegraba internamente cuando las trataba igual que a ella.
Era un alivio, pero se seguía sintiendo desalentada.
—¿Te ha dicho algo sobre mí?

—¿Uh? ¿Algo como qué?

—Si le parezco linda o algo, ¡no sé!

—Nosotros no hablamos de chicas, bruja.

Yuri sabía que ella estaba loca por él, porque se lo había
mencionado muchas veces esperando que entendiera la
indirecta para que le hablara de ella y de alguna forma, le
generara algo de interés.

No lo hizo.1

Él sólo quería entrenar y compartir el tiempo con su nuevo


amigo, divirtiéndose en el hielo por primera vez en su vida.
Y por alguna razón, Mila sentía que no debía meterse
cuando le veía reír a su lado.

Fue en aquellos momentos en que comenzó a observar más


al rubio, mirándole menos enojado y más comunicativo.
Aunque le agradaba ya hasta con sus caprichos, ahora
disfrutaba platicar con él de muchos temas.

Se encontró con una persona muy compañera que a pesar


de que no lo demostraba abiertamente, valoraba
demasiado a la gente que le rodeaba.

Yuri le hablaba mucho de Otabek, y ella escuchaba


encantada, riendo como colegiala al ver las fotografías del
kazajo en Instagram, haciéndole rabiar cuando decía algo
fuera de lugar sobre él. Le decía que si quería hablar de
eso se fuese con las otras chicas de la pista.
—¿Cómo es la relación con tus compañeros?

—Es excelente, jamás dejaré de decirlo— lo comentó


orgullosa, sabiendo lo mucho que todas darían por llevar la
relación que ella tenía con aquella gente famosa.

—Se ven muy unidos— apremió, pero volviendo a esa


mirada suspicaz que normalmente utilizaba en la
entrevistas—. Hablando de "compañeros de pista"— hizo
comillas en el aire y la gente comenzó a murmurar entre
risas—; al parecer eres muy buena amiga de Otabek Altin...
les hemos visto muchas fotografías juntos.

Los vítores y aplausos iniciaron de nuevo, ansiosos por


saber si había algo más allí de lo que unas imágenes
dejaban ver. Ella rió y negó suavemente, dejando flotar el
suspenso por segundos interminables.

Era gracioso, porque años atrás, hubiese dado lo que fuera


por tener mil fotografías a su lado. Presumirlo frente a todo
el mundo y regocijarse con los rumores de una supuesta
relación.

El paso de los años hacía a las personas madurar, tanto


física como mentalmente.1

Había logrado acercarse más a él y tuvieron salidas a


solas, donde nada ocurrió entre ellos. Cada vez que sentía
que algo podía ocurrir, algo la frenaba, sin dejarle
proceder.

Si bien Otabek Altin era el sueño andante de cada mujer en


la tierra y le había sorprendido de mil maneras, no se veía
como alguien con quien ella saldría. Jamás entendió
porque.

Su caballerosidad y respeto por el otro se le hacía algo


muy atractivo, y a pesar de ello, el tiempo se encargó de
formarlo ante ella como uno de sus mejores amigos.

Con el pasar de los años se volvió toda una mujer;


preciosa, talentosa y llena de determinación.

Otabek también había madurado y crecido en diversos


aspectos, inclusive en su carrera.

El asunto era que aquel cambio en ellos era el esperado


por el mundo, pero la evolución de Yuri no.

Había pasado de un pequeño gatito gruñón a un


majestuoso tigre. Se cortó el cabello y su altura superó
inclusive la de su mejor amigo.
Cuando su cuerpo cambió y pudo reconocerse más
confiado, todos comenzaron a verle como un hombre.1

Había sido casi de una temporada a otra que había pegado


el estirón, generándole ciertos problemas al patinar que le
llevaron a un declive momentáneo en su carrera. Tuvo que
acostumbrar su cuerpo al nuevo peso y altura, moldeando
sus movimientos y saltos para seguir manteniendo la
gracia que le hizo tan famoso.

Mila se encontró con que abrazarle no era igual que antes.


Era él quien la alzaba a ella por los aires, también quien se
burlaba de su altura. Y a pesar del cambio físico, seguían
organizando juntadas en sus apartamentos, mirando
películas hasta la madrugada y contándoselo todo.

El lazo que les unía se fortaleció con el tiempo y se


hicieron tan inseparables, que cuando quiso notarlo, había
caído enamorada de él.

Solían gustarle los hombres más grandes, y se enamoró de


uno tres años menor que ella.4

No fue su culpa, ni la suya. Él era precioso, a veces sexy, a


veces adorable. Pero dulce por sobre todas las cosas, un
buen oyente y con gran determinación. La protegía y
siempre estaba ahí para ella. Tenía una forma extraña de
demostrarle las cosas y eso era algo que le había
fascinado, encontrándole tierno.1

Realmente, no lo pudo evitar.

—Otabek y yo realmente somos grandes amigos de hace


algunos años ya— la conductora hizo una mueca de fingida
tristeza, haciéndole sonreír—; es una gran persona y un
buen profesional.

La mujer asintió estando de acuerdo con eso último,


cambiando el tema para no desviar la atención de lo que
realmente quería averiguar—¿Alguna vez te han roto el
corazón? Como mujer, creo que al menos una vez todas
hemos sufrido siendo jóvenes.

—De hecho, sí. He llorado por semanas luego de ser


rechazada la primera vez.
Ya no le dolía recordarlo. Pero en su momento, hasta
consideró alejarse de las pistas un tiempo. El recuerdo
embargó su mente y le hizo adornar el rostro con una
sonrisa triste, pero comprensiva.

"Recargó inevitablemente todo su peso hacia atrás,


cayendo sentada al hielo. No podía completar los saltos
hace un par de semanas y su cuerpo estaba cansado,
tenso y resentido.

No quería seguir yendo a la pista. Ver a Yuri todos los días,


abrazarle y reír junto a él ya no le ocasionaba la misma
alegría, porque sus sentimientos comenzaban a
desbordarse, haciéndose más presentes que nunca y
desviándole de sus responsabilidades.

No podía dejar de admirar su belleza ni de adorar la forma


tosca y burlona con la que congeniaba con ella,
sintiéndose especial por tener el privilegio de acompañarle
cada día.

El problema eran sus celos.

Yuri era libre, tanto como lo era ella. Con su cambio de


look y nuevo estilo de patinaje, las chicas de la pista
estaban asombradas, al igual que sus fans. Le llovían
abrazos que se negaba a corresponder y sus compañeras
intentaban crear lazos con él, invitándole a salir.

Y para su mala fortuna, muchas veces le veía aceptar y


llegar tarde a las prácticas al día siguiente, dejando en
claro que se habían divertido.1
Aquel dolor no era comparable a ningún otro que hubiese
vivido antes y no se sentía capaz de seguir soportándolo.

—¡Mila, te quiero fuera de la pista!— la voz de Yakov se oía


furiosa pero con un tinte de preocupación—; ¡no vuelvas
hasta que decidas tomártelo en serio!

Asintió con la cabeza gacha e ignoró el dolor en su trasero


por el golpe recibido. Se negaba a levantar la vista con la
humillación pesándole en los hombros.

No tardó en deslizarse fuera de allí, poniéndose los


protectores y saliendo del frío lugar.

—Mila, ¿te encuentras bien?— la voz de Katsuki le hizo


sentir peor. No quería hablar. Si abría la boca, sería para
largarse a llorar e insultar a la primera mujer que se
cruzara. Pasó de todo el mundo y se dirigió directamente a
los vestidores, agradeciendo quedarse sola para poder
llorar.

A esas alturas lo único que deseaba era taparse hasta la


cabeza con mantas y no volver a salir por el resto de su
vida.

—Mila... sal— la voz del centro de sus problemas la


esperaba del otro lado de la puerta, haciendo que se
mordiera el labio para no ser escuchada—. Estupida bruja,
dime qué te pasa. No me hagas entrar.

—¡Déjame sola!— su voz se escuchó entrecortada y


alterada, dejando en evidencia que estaba llorando.
—¿A quién demonios tengo que romperle la cara?— aquello
no fue para mejor; esa faceta protectora de Yuri era una de
las cosas que más le gustaban de él.1

—¡Sólo vete!

—¿Sabes qué? A la mierda— masculló ingresando a los


vestidores, sin importarle que no debía entrar allí. Se
aproximó hacia ella y se hincó en frente suyo para poder
verle bien el rostro—. Dime qué pasa, o te seguiré a tu casa
y dormiré allí hasta que me lo cuentes.1

—No quiero verte más— interrumpió, desesperada por no


seguir escuchándole—. No puedo verte más...

Sabía que nada en esa situación podría mejorar, así que


sólo quería que se terminara lo antes posible.

—...No me jodas— él se ofendió rápidamente—, ¿Qué


mierda te...?

Cuando le miró a los ojos, la confesión se le escapó sin


pausas, generando un torrente de lágrimas que hacía
mucho tiempo quería soltar.

—Te amo— sentía su mentón tembloroso y temió morderse


la lengua de lo alterada que estaba, sintiéndose
avergonzada y expuesta—. Te amo mucho y no lo aguanto
más.

Por unos segundos, sus sollozos fueron lo único que le


dieron sonido a la habitación. No se atrevía a mirarle.

—¿De qué hablas?


—Estoy enamorada de ti; no me odies— se aferró a sus
brazos que le sostenían cada vez con menos fuerza y
levantó la vista notoriamente entristecida—. No sé qué
hacer ahora... no quiero verte más.

—Hey... si esto es una broma...

—¡No es una broma!— la garganta le ardió y supo que había


gritado demasiado fuerte.

—Mila... demonios— el murmullo torpe y nervioso de su


acompañante generó cierta culpa en ella. Él no merecía
nada de eso—. No sé qué decir...

—Sólo déjame sola...

—No quiero dejarte sola— insistió, sin saber ni dónde poner


sus manos—. Yo... lo siento mucho

—Yo también— parpadeó rápidamente y tomó aire, sin


querer arruinarlo más de lo que sentía que lo había hecho
—. Pero tenía que decírtelo... aunque sabía que no me
corresponderías.

Su abrazo de alguna forma la reconfortó, pero no mejoró la


situación.

—Eres increíble. En serio lo creo, y lamento no sentir lo


mismo por ti."

—¿Como has superado aquella decepción?


—No ha sido una decepción en absoluto. Yo sabía que no
tenía oportunidad— aclaró, sintiéndose realmente bien al
poder admitirlo en voz alta.

—¡Que nos queda a las mortales si tú no tenías


oportunidad!— todos rieron, inclusive ella.

—Me ha costado tiempo, no mentiré. Pero tal vez ha sido el


propio amor que le tenía el que me volvió más fuerte y me
ayudó a seguir adelante. El amor jamás tiene la culpa de
estas cosas.

Le había costado en el alma volver a patinar. Verle todos


los días e intentar no llorar.
Sabía que algo se había roto luego de su confesión, aún si
Yuri intentaba por todos los medios que todo siguiera
normal.

Ya no se quedaba a dormir en su casa ni se contaban nada.


Las cosas se habían vuelto inevitablemente frías entre
ellos, dejando un ambiente incómodo entre los demás
patinadores con quienes solían juntarse.

De parte de Mila por el dolor que le ocasionaba su lástima,


y de parte de Yuri, porque no sabía de qué manera tratarla
sin lastimarle.

Los meses se hicieron largos en lo que esa distancia duró,


llevándola a aferrarse completamente a Otabek a la
lejanía. No había día en que no se llamaran y la relación
entre ambos se había fomentado a tal punto, que solía
escapar algunos días a Kazajistán, cuando sabía que Yuri
no andaría por allí y tenía dinero suficiente para un pasaje.

Con el paso del tiempo, su corazón más tranquilo y una


nueva perspectiva acerca del amor, ella y Yuri volvieron a
hablarse nuevamente de a poco, hasta que un día, la
confesión parecía jamás haber ocurrido.
No habían sido meses fáciles, pero era sabido por ambos
que sólo necesitaban aclararse un poco y sanar las heridas
antes de intentar relacionarse nuevamente.

Fue una de esas tantas tardes de café luego de entrenar,


que se animó a hacer la pregunta que la había perseguido
durante tanto tiempo.

"—Yuri— logró desviar su vista del teléfono y obtener toda


su atención—, ¿hay alguna razón por la cual lo nuestro no
hubiese funcionado?

Le había tomado por sorpresa, podía adivinarlo con sólo


ver su rostro sorprendido. Luego del shock inicial, él
frunció el ceño y bajó los párpados, visiblemente
incómodo.

—No realmente. Creo que hubiésemos sido geniales


juntos... tenemos mucho en común, nos llevamos bien...
eres muy bonita— murmuró, avergonzado al tener que
hablar de ello—. Pero, Otabek...

Aquel nombre tan ajeno le hizo levantar una ceja.

—¿Qué hay con él?— su sonrisa triste le erizo los bellos del
brazo y tuvo que ahogar una exclamación.
—Lamentablemente, nada."2

Lo entendió en un suspiro. Jamás había sido ella.

Llevar más tiempo conociéndole, no quitaba el hecho de


que Otabek había tenido un real impacto en la vida de Yuri.

Con él había experimentado una verdadera amistad,


primeras experiencias de las que ella no formó parte y
charlas secretas en la madrugada de las que ella nada
sabía.

Era obvio; ella misma sintió que su mundo tomaba colores


al conocer al kazajo, estando segura de que era el hombre
para ella. ¿Qué abstenía a Yuri de sentir lo mismo?

Ese día llegó a su casa intentado comprenderse a sí misma


antes de hacerlo con ellos.

Uno había tenido su entera atención durante dos largos


años. El otro, se había convertido en su primer corazón
roto.
¿Cómo debía tomarse que los dos hombres que más había
querido luego de su padre, estuviesen enamorados?

Tomó aire antes de hablar con Otabek acerca de ello. Por


supuesto que no reveló el sentir de Yuri, pero sí se encargó
de investigar lo más posible acerca de si sentir.

"—¿Por qué me preguntas algo así de repente?— le había


llamado cuando era de madrugada, importándole poco
haberle despertado. Se había pasado el día entero
intentado acostumbrarse a la nueva información.
—Ya sabes como soy... ¿entonces?— él suspiró y se quedó
en silencio, dándole una idea de lo que le respondería—. No
me voy a enojar, cuéntame...

—Sí... siempre lo estuve— admitió, haciendo que reprima


un suspiro. Contuvo el aire y continuó escuchando—, pero
Yuri era un niño y yo su mejor amigo... decírselo hubiese
arruinado todo.1

—¿Y qué te detiene ahora?

—Tú— cerró los ojos con lentitud y de repente sintió que su


cabeza pesaba—; es decir... has llorado mucho por él y
eres mi mejor amiga. Nunca podría hacerte algo así, Mila."2

Le costó demasiado tiempo convencerles. Les aseguró que


ella estaba bien, que las cosas habían cambiado y que no
buscaba ser la piedra en el camino de nadie. Como ninguno
cedió ante ello, fue ella misma quién organizó un pequeño
plan junto a Georgi para juntarles y obligarles a hablar de
lo que tenían pendiente.

Para cuándo la sonrisa de Yuri se volvió radiante al día


siguiente de aquel encuentro, se encontró a sí misma
realizada.

Eso era lo que quería.1

La relación de ellos no salió a la luz y aún no lo hacía,


sorprendiéndola bastante teniendo en cuenta la cantidad
de años que llevaban juntos ya.
Yuri siguió subiendo fotos de ambos pero nada
comprometedor, ya que no quería que la prensa les
molestara demasiado.

Y al final, luego de pensarlo por semanas, se encontró con


que imaginarles juntos, ya no suponía un peso en su
corazón.

—Entonces, ¿no hay nadie especial en tu vida?

—Claro que sí. Mi familia, mis amigos, mis entrenadores. Mi


corazón es muy grande y tengo lugar para todos ellos.

—Pero románticamente hablando; ¿Qué puedes decirnos


sobre el amor?

—Pues... es una pregunta muy abarcativa— rió, ganándose


el asentimiento comprensivo de la conductora—. Nadie
tiene la verdad absoluta o la fórmula justa. Entenderlo es
complicado; aún más siendo joven. Creo que hemos sido
muchas quienes hemos estado enojadas con la vida por no
obtener lo que queríamos, pero... a veces, simplemente no
es el adecuado. A veces, esa persona no está destinada a
ti.

A medida que pasaba el tiempo y veía de lejos y de cerca la


relación que ellos dos comenzaron a tener, pudo notar que
lo que ella sentía por Yuri ya no era amor; pero lo que éste
sentía por Otabek, sí lo era. Que se correspondían y que
ella no era nadie para entrometerse.

—Duele mucho al principio... pero el amor siempre va más


allá de una confesión correspondida.
Recordó festejar con ellos cuando comenzaron a salir.
Alegrarse cada vez que subían fotos juntos, y se daban la
mano en secreto. Ser la primera en visitarles cuando
comenzaron a vivir juntos y ser la única en saber, que
Otabek le propondría matrimonio a Yuri en la próxima gala
de exhibición.5

—El amor es algo maravilloso, pero jamás es igual. He


aprendido a apreciarlo en cada persona y creo que el día
que encuentre a alguien para mí... simplemente, lo sabré.

—¡Tenemos a una veterana de guerra aquí!— festejó la


mujer, felicitándole—; a pesar de todo ello que me has
contado, ¿eres feliz ahora?

Recordó la manera en que ganó el último grand prix,


llevando la bandera de su país en los hombros. Cuando
besó la medalla, cuando sus padres le abrazaron al
regresar a casa.

Las felicitaciones de su equipo y la mirada orgullosa de


Yakov.

Lo orgullosa que se miraba a sí misma al espejo cada


mañana y lo fuerte que se había vuelto. Supo que el amor
estaba bien, más aún, si se trataba del que se tenía a sí
misma.

—Definitivamente, sí.
»
»
»

¿Qué tal? Quería probar algo nuevo desde una perspectiva


más innovadora. Jamás había escrito sobre Mila; sólo la
mencioné en algunos de mis fics. Me parecía interesante
hablar desde su perspectiva y mostrarles que el amor no
siempre es como lo pintan las películas de Disney.
A pesar de lo doloroso que pueda ser el rechazo, no hay
que olvidar que el amor es libertad. Atar a alguien por
egoísmo puede convertirse en el peor de los males, y creo
que nadie merece algo así.2

Sinceramente, dedico este escrito a dos personas que no


voy a etiquetar, pero que me han convertido en esta Mila y
han cambiado mucho mi perspectiva acerca de lo que el
amor significa.

Agradezco a quienes se han animado a leerlo; nos


encontramos en otro escrito✨

Por EmilySweet104

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