Mastronardi, Íntimo
Mastronardi, Íntimo
Mastronardi, Íntimo
Días pasados, conversando con un poeta que estaba escribiendo sobre Mastronardi, arriesgué la
hipótesis de que la dimensión de lo íntimo
era el camino más expedito para llegar al núcleo de su poesía. Retomo ahora esa conjetura para
verificar mi aserto, haciendo un breve recorrido por la calle apartada que conduce al estable centro
interno de su personalidad poética. Adentrarse en los mayores logros estéticos de Mastronardi,
explorar esos sitios poco frecuentados que mantienen intacta su fascinación, es siempre una
aventura intelectual. Pienso en poemas que pueden contarse con los dedos de las manos, y que
justamente por acceder a la confidencia del sentimiento prolongado en versos memorables,
constituyen un tesoro de poesía que ha sobrevivido airosamente al medio siglo de “mucho ruido y
pocas nueces” que se extiende desde 1966 –el año de Poemas, su último libro con poesía inédita[1]
– hasta el presente. Como constató Borges con cierto estupor: “Una obra muy breve, ayuda”. [2]
En una anotación del Cuaderno 1948-1950, Mastronardi señalaba: “Baudelaire no milita entre los
románticos ortodoxos; sin embargo, pudo escribir: –La sensibilidad de cada uno es su genio’”. [3]
Tampoco Mastronardi fue un romántico ortodoxo; por el contrario, hizo gala de clasicismo, pero
soterradamente confió siempre en la genuina calidez que la entrega de lo íntimo le confiere a la
expresión. Sensibilidad e intimidad son términos que se vinculan estrechamente: es en el ámbito de
lo íntimo donde se templa la sensibilidad. En otra breve anotación, asentada en el Cuaderno
1930-1931, leemos: “Hambre y amor. El hambre, en cuanto despierta el apetito de justicia, tiene una
faz social. El amor se agota en el reino de lo íntimo e individual. Tienden, respectivamente, al
realismo y al idealismo”.[4] De modo que intimidad equivale a vida amorosa; es la vida amorosa la
que construye el espacio ideal que permite la manifestación y el crecimiento de la sensibilidad.
Esa amorosa vida íntima comienza con las primeras manifestaciones del amor materno, con la
lactancia y el aprendizaje de la lengua realizado por la mediación de la madre; ella le habla al hijo
con voz tierna y persuasiva, dando por sentado que si ella se expresa amorosamente la criatura la
entenderá, cosa que en efecto ocurre. Cuando digo lengua materna, por lo tanto, hablo de una
experiencia que se aparta del mero aprendizaje de la lengua madre, el idioma español; hago
referencia, más bien, a la asimilación del idioma por la atracción que ejerce una voz modulada con
musical cadencia afectiva, pautada por silencios amorosos que nada tienen de común, de público, de
colectivo; la lengua madre es de todos; la lengua materna, en cambio, es única, como igualmente
única es la voz de nuestro poeta. Para decirlo con palabras de Mastronardi: “Sólo por la vía del
sentimiento llegamos a lo individual, a lo único”. [5] Del valor formativo que ese estrecho vínculo tuvo
en su sensibilidad nos habla elípticamente –aunque con imágenes de fácil desciframiento– el poema
“Alabando los buenos cielos”, un texto de Tierra amanecida, su primer libro:
.....................................
.....................................
El impetuoso arranque de este poema –un pareado de versos alejandrinos con rima asonante– da la
medida del caudal afectivo que le brindó al poeta el vínculo con la madre. La remota lactancia
fecunda la imaginación, madura la sensibilidad y desemboca finalmente en un ansia desmesurada de
luminosa sensualidad. Esa avidez de vida, sin embargo, menguará rápida y dramáticamente en el
lapso de pocos años. No obstante ese progresivo oscurecimiento, al cual le debemos una memorable
serie de autorretratos –“Tema de la noche y el hombre”, “Los sabidos lugares” y “El forastero” –,
aquella luz primera cristalizará durante la madurez en un puñado de poemas que evocan la plenitud
de su niñez en el ámbito provinciano de la vida familiar: “Luz de provincia”, “Los bienes de la sombra”
y “La rosa infinita”. Aparentemente al margen de esas dos orientaciones que se dirían principales, se
ubican cinco poemas que abordan explícitamente la experiencia del amor, o sea lo íntimo por
antonomasia. Son ellos: “Romance con lejanías”, “Últimas tardes”, “Comienzo de la rosa”, “Música
nocturna” y “Algo que te concierne”. Si bien admiro incondicionalmente todos los poemas de
Mastronardi que acabo de destacar, lo cierto es que tengo especial predilección por estos últimos;
creo que la lectura de ese quinteto permite comprender todo el desarrollo de su aventura poética.
Sobre “Romance con lejanías”, Bioy Casares ha registrado en su Borges una valiosa confidencia del
autor de El Aleph; figura en la entrada correspondiente al martes 11 de diciembre de 1956. Ambos
escritores están leyendo la flamante edición definitiva de Conocimiento de la noche. El comentario de
Borges es el siguiente:
No parece atinado aproximarse a un texto literario haciendo pie en la ocasión que lo genera, pero
Borges en cierto modo lo autoriza con las líneas que acabo de citar. La ocasión, como se habrá visto,
nada tiene de excepcional; es bastante usual que una atracción genuina no encuentre reciprocidad.
El hecho de que Mastronardi, pese al fracaso sentimental, se dé por satisfecho, se explica sin
dificultades: se debe a que la infortunada ocasión le ha permitido hacer una catarsis, alcanzar la
felicidad expresiva. El poema se publicó en revista en 1928, en una versión más extensa y menos
lograda que la definitiva. Seguramente fue escrito en Gualeguay, en los mismos días en que el poeta
comenzaba a esbozar “Luz de provincia”: la forma y el estilo de ambos textos concuerdan, la calidad
de la escritura es la misma.
Transcribo el poema:
La excelencia expresiva de “Romance con lejanías” es tal que apenas si deja margen para las
apostillas. Baste decir que la dimensión íntima aflora desde el primer verso con una delicadeza y una
naturalidad expresiva inaudita; para desplegar inmediatamente, en cascada, una sucesión de
imágenes en las que el diáfano encanto y la más aguda inteligencia artística se funden sin fallas por
obra y gracia de un don melódico admirable: vivaz, envolvente, sin altibajos. Es ese don,
precisamente, el que sigue sosteniendo algunas elecciones léxicas que acaso para algún lector
actual tengan un sabor antiguo, como las “azucenas” y las “violetas”, por ejemplo. Sin embargo, si se
lee a Mastronardi como se lee a un clásico, si se escucha atentamente su música verbal, esos
vocablos en desuso recuperan su encanto, reviven una época feliz en que las flores no daban
vergüenza. ¿Quién, al oír la música de Debussy, puede sentirse molesto por los títulos
deliberadamente poéticos de algunas de sus piezas: Les sons et les parfums tournent dans l’air du
soir; la fille aux cheveux de lin; Feuilles mortes; etc.? También el vínculo de Mastronardi con el idioma
es íntimo, ha convivido largamente con cada una de sus palabras. Y ellas, encantadas por la
atención constante, han acabado por convertir sus versos en melódicas cláusulas mágicas: “Lejano
de esos días que en los días se pierden, / vuelve tu gracia triste a regir mi poema”. El verso
alejandrino de estirpe rubendariana accede a una nueva coloración, a un nuevo tono. Mastronardi
era perfectamente consciente de lo que estaba logrando con su poesía; lo sabemos por una línea
que dejó asentada en su Cuaderno 1930-1931, una línea que traza un límite que sólo puede concebir
uno que ha llegado a un grado de refinamiento superlativo: “La belleza sin gracia atrae pero no
retiene”. [8] La gracia, en este caso, fue un producto del esfuerzo, del lento trabajo de pulimento
efectuado a lo largo de nueve años, ya que entre la primera versión y la versión definitiva hay un
abismo. El mensaje cifrado de este poema se juega en la ambigüedad del texto, porque si bien el
poeta concede que la destinataria pueda ser de otro y él incluso alegrarse por ello, persiste el deseo
de “ser alguno en [su] pecho”.
Inmediatamente después de este comentario, del que importa retener su énfasis –no “enamorado”,
sino “muyenamorado”–, Borges ataca: se explaya a fondo sobre la tortuosa idiosincrasia de su
amigo, una idiosincrasia tendiente a invertir los términos habituales de la comunicación, denostando
con palabras lo insignificante y exaltando con silencios lo significativo. Lo que lo deja perplejo a uno
es que Borges, limitándose a señalar que habría habido un fiasco sentimental en el origen y que
Mastronardi era un tímido imperdonable, no rescate ninguno de los valores estéticos del poema.
Transcribo el poema:
Últimas tardes
serenos, y sabiendo.
Hojeo una vez más las páginas del abultado tomo de Bioy Casares y descubro que hay rastros de
otro breve comentario sobre el poema “Últimas tardes”; dice:
BORGES: «Qué manera de decir que tenía la voz cansada, o voz de cansancio. ¿Por qué decirlo
así?». BIOY: «Porque hay que decir cada frase como nunca se dijo. Hay que inventar expresiones;
hay que huir de las trilladas. ¿Recordás el árbol queriendo todo el patio [de “Luz de provincia”]? Es
una manera de escribir bastante trabajosa y relamida. Después hablan del buen gusto, del
refinamiento de Mastronardi».” (Borges, la noche del lunes 26 de octubre de 1959). A mi juicio, tanto
Borges como Bioy resbalan sobre la superficie del texto, sólo atinan a descalificar, a pedir burda
prosa donde se ofrece poesía impar; resulta penoso oírlos, sobre todo porque hay auténtica alquimia
poética en “Últimas tardes”. Borges y Bioy resbalan porque en verdad es difícil hacer pie en “Últimas
tardes”, una indescifrable imagen de la indefensión:
serenos, y sabiendo.
La poesía del desencuentro de dos solitarios incurables e incompatibles está perfectamente captada
en esa imagen; la esperanza y la tristeza se acompañan a duras penas intentando tornar amable la
incertidumbre, el traspié del deseo en la realidad agonizante y crepuscular, la búsqueda de la cifra
que resuelva el enigma. Al tiempo que despliega imágenes entrañables e inasibles, la suave
salmodia del ritmo lento de la voz que monologa es magia pura. El mensaje cifrado nuevamente se
juega en la ambigüedad del texto: la sufrida mujer está como muerta, pero el poeta, aun sin
esperanza alguna y escribiendo en pasado remoto, al reeditar el poema publicándolo en libro, vuelve
a ofrecerle su mano a esa “luz cordial”.
Recapitulando: las primeras versiones de “Romance con lejanías” y “Últimas tardes” publicadas en
revista datan de mayo de 1928 y de octubre de 1936, respectivamente. Estas fechas indican que la
atención de Mastronardi por la mujer lejana se prolongó durante nueve años, lapso que abarca el
período durante el cual fueron escritos los restantes cinco poemas de Conocimiento de la noche,
“Luz de provincia” incluido, ya que su primer esbozo –“Afectos a una hermosa provincia”– apareció
en revista en noviembre de 1927. Hay que tener en cuenta que la edición original de Conocimiento
de la noche sólo contenía siete poemas, por lo cual sería absurdo considerar que los dos inspirados
por María de Villarino constituyen un superfluo relleno o meras piezas de ocasión; no pueden serlo,
su valor de posición constituye una circunstancia que no puede obviarse: la mujer lejana es la “luz
cordial” que alumbra los poemas más desolados de Conocimiento de la noche –“Tema de la noche y
del hombre” y “Los sabidos lugares”– que no por azar escoltan a los dos poemas de amor; están
emparentados, parentesco consecuente con sus sentimientos y con el furor arquitectónico del ideal
estético de Mastronardi. Doy un ejemplo: la imagen del verso “y yo soy en tu lástima el vendaval
dormido”, de “Romance con Lejanías”, fue concebida mucho antes que “El tema de la noche y el
hombre”, pero bien podría decirse que este último poema ya está in nuce en esa imagen primigenia.
Por otra parte, un poema como “Romance con lejanías” tardó años en alcanzar su configuración
definitiva, de modo que el verso “vuelve tu gracia triste a regir mi poema”, inexistente en la primera
versión, no supone un determinado momento en el tiempo –el de su composición– sino una
constante –el de su pulimento– lo cual equivale a decir que el gobierno de esa gracia triste sobre el
ánimo de Mastronardi fue poco menos que permanente, ya que es inimaginable que se pueda
retocar obsesivamente durante años un poema de amor dedicado a alguien que ya no se ama, que
es un mero recuerdo. ¿O sí? En todo caso, es la única presencia femenina que tiene un perfil propio
en la obra de Mastronardi. Dada la ambigüedad de esos textos, en los que contra toda evidencia la
esperanza no claudica, pienso que la potenciación psíquica que suscitó en el poeta la pasión por
María de Villarino formó parte del proceso constructivo que condujo a la concepción y realización de
Conocimiento de la noche: genera un clima elegíaco, de mágica tristeza, que se sostiene a lo largo
de todo el volumen, que impregna todos los poemas. La intimidad herida es la clave secreta de la
poesía de Mastronardi. Porque por sólidos que sean los valores estéticos de “Luz de provincia”, lo
cierto es que el libro se define por la oscuridad, por el conocimiento del abandono y de la soledad; es
por contraposición a esas realidades de fondo que los poemas solares salen a la superficie y
generan un contrapeso.
El conjunto postrero de 1963, Siete poemas, inaugura una nueva modalidad expresiva en la obra
poética de Mastronardi; él mismo lo señala en la “Anotación preliminar”: “El lector advertirá que traigo
al poema ciertos modismos y giros propios del corriente lenguaje oral. Allí donde la preciosa figura
literaria es más asidua, más débil es el sabor de la vida inmediata. Todo cuanto se gana en altura, se
pierde en verosimilitud. La fantasía –siquiera modesta o rasante– pide el contrapeso y el firme
amparo de la realidad”. [12] No obstante este giro hacia el realismo, la voz sigue fiel al sermo intimus;
el influjo de la intimidad compartida con Valentina Bastos (o Vavá Dias Leite de Basto) es decisivo, a
él se deben las realizaciones más notables del conjunto. Los tres poemas magistrales que contiene
el cuaderno –“Comienzo de la rosa”, “Música nocturna” y “Algo que te concierne”– no son piezas
aisladas, sino que guardan una estrecha relación entre sí. “Música nocturna”, el poema central, es
erótico; busca y encuentra la plenitud en el encuentro sexual:
“Comienzo de la rosa” y “Algo que te concierne”, en cambio, son poemas que van más allá, hacen
pie en una sensualidad transformada; buscan el rostro, palabra clave que se encuentra en ambos
poemas. “Comienzo de la rosa” avanza en esa dirección desde el primer verso, todo el poema se
estructura en torno de la fusión entre lo invisible y la forma, entre la psique y el rostro. Importa retener
el quid del todo, condensado en dos versos admirables:
Lo que equivale a decir que la poesía, en tanto no alcanza la iluminación interior que provee la visión
del rostro, es vana: carece de “gracia”, de genuina belleza. Para comprender cabalmente la
transparencia esencial alcanzada en la inasible trama de “Comienzo de la rosa” –el despertar del
amor en la psique de una adolescente– es necesario detenerse en la alquimia poética que se realiza
minuciosamente en “Algo que te concierne”, el último de los tres poemas que he destacado. El
comienzo y el final del cuaderno –Siete poemas– están ligados, uno remite al otro: el poema final
explica el del comienzo y el poema del comienzo sólo se comprende a la luz del poema final. “Música
nocturna” ocupa un lugar central, es la base sobre la que los otros dos hacen pie. Tan es así que hay
un sintagma que se repite en ese poema y el último: “la intensa lámpara”.
Por otra parte, el estilo tardío del poeta cristaliza a la perfección en “Algo que te concierne”, un estilo
que ya nada le debe a las lecciones antiplatónicas de Valéry. En la senectud, la poética de “la
doctrina artesanal” [13] toca fondo; Mastronardi emerge a un vacío en el que se ve obligado a
esperar la poesía. Otras composiciones típicas de su estilo tardío, no incluidas en libro, como “Dama
desierta” (reverso de “Comienzo de la rosa”), “La medalla”, “Entrada en el desierto” y el inconcluso
“La libreta de direcciones”, no superan lo descriptivo, carecen de intensidad; a mí, por lo menos, no
me conforman. Una anotación del Cuaderno 1968, permite suponer que tampoco lo conformaban al
poeta: “Estoy preocupado: hace años que no recibo noticias del otro mundo, es decir, del alto reino
platónico”. [14]
Transcribo el poema:
Algo que te concierne
todo se ha borrado,
La serena intensidad que emana de este poema –que se inicia con paso prosaico para ir accediendo
pausadamente al ritmo del verso, desplazándose de la ensoñación vagabunda a la precisión de la
lucidez– coexiste con una circunstancia paradojal: la circunstancia de haberlo perdido todo, todo
excepto la facultad de meditar. El interés de Mastronardi por la filosofía fue muy marcado en su
senectud –“gusto latente, hoy más vivo que nunca”, señala en las páginas finales de sus Memorias
de un provinciano, refiriéndose al momento en que escribe el libro–,[15] de modo que no tiene nada
de extraño que la línea reflexiva tome la delantera en su escritura, postergando la línea melódica; no
obstante ello, el poema tiene una andadura rítmica de gran elegancia, que va afinándose a medida
que el texto avanza hacia su final, incorporando versos de espléndida factura al calmoso fluir de la
meditación. La voz del poeta se sitúa más allá de las circunstancias, más allá de las ruinas,
buscando encarnar en firmes palabras la esencia de un vínculo:
Una esencia –afirma un poeta filósofo amigo que no le teme a esta palabra censurada por la época–
es sencillamente el carácter reconocible de cualquier objeto o sentimiento, todo lo que de él cabe
efectivamente poseer en la sensación, o recuperar en la memoria, o transcribir en el arte, o
comunicar a otro espíritu. Todo lo que en el pasado fue intrínsecamente real puede así recobrarse. El
irremediable flujo y el orden temporal de las cosas no son en definitiva interesantes; sólo atañen a las
ocasiones materiales en que las esencias se presentan, o a los vaivenes de la atención, que
revolotea como una polilla alrededor de luces que son eternas.
El repliegue hacia las esencias es un proceso paulatino que en sus inicios se manifiesta como
extrañamiento ante lo que alguna vez fue emocionante o significativo y ya no lo es; alcanza una
enunciación muy clara en un pasaje de sus memorias: “Perdura en mí la imagen de un cuerpo enjuto
[el de su madre] que se curvaba sobre el viejo teclado. La música, como llegada de una edad extinta,
invadía la habitación, por lo común silenciosa, donde la vida no entraba y donde miré con tristeza
muchos objetos que ya no tenían sentido”. [16] Lo que fue sortilegio alguna vez, de pronto da lugar a
lo fantasmagórico; algo que suele suceder cuando se regresa a un lugar en el que hubo felicidad y al
fin sólo aflora desolación. [17] Entre los papeles póstumos de Mastronardi, se ha encontrado una
página en la cual el pasaje que acabo de citar aparece precariamente versificado: “Mother o la vejez”
[18] ; se trata de un “bosquejo o larva”, como solía llamar el poeta a sus apuntes, que intenta
desarrollar la observación redactada originalmente en prosa, pero no lo logra, no va más allá de lo
alcanzado en la prosa de las memorias. El texto no agrega nada a lo ya escrito por Mastronardi; sin
embargo, su conservación no es del todo inútil, ya que demuestra hasta qué punto la poesía es un
don de la reminiscencia, hasta qué punto el método valéryano falla a la hora de intentar resucitar un
pasado muerto. Son experiencias de este tipo –frustradas y frustrantes– las que probablemente
contribuyeron a imprimirle un giro platonizante al poetizar de Mastronardi, llevándolo a formular con
claridad su credo más íntimo en “Algo que te concierne”, credo que cabe en una concisa máxima: “de
fervor está hecha la sustancia de cuanto existe”, y, en especial, la sustancia poética, ya que es en el
interior de un poema donde esa convicción aflora, se consolida, “y pide esencialmente la belleza”. Lo
cual equivale a decir que un poema sin fervor no es un poema; la decepción, el resentimiento o la
amargura son impotentes, no pueden generar poesía.
Su reencuentro con lo amado en la soledad definitiva –tal el tema de “Algo que te concierne”–
sorprende tanto por su cálida desnudez expresiva como por la hondura del sentir y del pensar. Es
que la vena intelectual de la poesía última de Mastronardi, al ser alcanzada por la sensualidad de un
eros aún sensitivo, logra una especial luminosidad. Los favores de ese proceso de decantación son
bien perceptibles en la maestría con que el poeta capta el ámbito en el cual se produce la revelación:
la confluencia entre el pensamiento arcaico y su escritura actual, entre el espacio cotidiano y lo
intemporal, entre su soledad y la aparición del “pensado rostro” del ser amado. La inspiración llega
“del otro mundo”, “del alto reino platónico” (el “antiguo texto” nombrado en el poema es el Banquete
de Platón), generando la anamnesis: el reconocimiento de la “ternura antigua”, la esencia del amor
que reaparece. Concluido el ensimismamiento, el entorno mundano vuelve por sus fueros: el silencio
se puebla de sonidos, irrumpen el viento y la lluvia, también el cronometrado tiempo humano. La
atención desciende al mundo, al tiempo que el poeta asienta sobre el papel los leves trazos de su
mejor autorretrato, un autorretrato equilibrado, límpido, sin tintes oscuros, hecho de puro sentimiento,
el más parecido a quien realmente fue para quienes de verdad lo amaron:
..................................
Ricardo H. Herrera
Días pasados, conversando con un poeta que estaba escribiendo sobre Mastronardi, arriesgué la
hipótesis de que la dimensión de lo íntimo era el camino más expedito para llegar al núcleo de su
poesía. Retomo ahora esa conjetura para verificar mi aserto, haciendo un breve recorrido por la calle
apartada que conduce al estable centro interno de su personalidad poética. Adentrarse en los
mayores logros estéticos de Mastronardi, explorar esos sitios poco frecuentados que mantienen
intacta su fascinación, es siempre una aventura intelectual. Pienso en poemas que pueden contarse
con los dedos de las manos, y que justamente por acceder a la confidencia del sentimiento
prolongado en versos memorables, constituyen un tesoro de poesía que ha sobrevivido airosamente
al medio siglo de “mucho ruido y pocas nueces” que se extiende desde 1966 –el año de Poemas, su
último libro con poesía inédita[1] – hasta el presente. Como constató Borges con cierto estupor: “Una
obra muy breve, ayuda”. [2]
En una anotación del Cuaderno 1948-1950, Mastronardi señalaba: “Baudelaire no milita entre los
románticos ortodoxos; sin embargo, pudo escribir: –La sensibilidad de cada uno es su genio’”. [3]
Tampoco Mastronardi fue un romántico ortodoxo; por el contrario, hizo gala de clasicismo, pero
soterradamente confió siempre en la genuina calidez que la entrega de lo íntimo le confiere a la
expresión. Sensibilidad e intimidad son términos que se vinculan estrechamente: es en el ámbito de
lo íntimo donde se templa la sensibilidad. En otra breve anotación, asentada en el Cuaderno
1930-1931, leemos: “Hambre y amor. El hambre, en cuanto despierta el apetito de justicia, tiene una
faz social. El amor se agota en el reino de lo íntimo e individual. Tienden, respectivamente, al
realismo y al idealismo”.[4] De modo que intimidad equivale a vida amorosa; es la vida amorosa la
que construye el espacio ideal que permite la manifestación y el crecimiento de la sensibilidad.
Esa amorosa vida íntima comienza con las primeras manifestaciones del amor materno, con la
lactancia y el aprendizaje de la lengua realizado por la mediación de la madre; ella le habla al hijo
con voz tierna y persuasiva, dando por sentado que si ella se expresa amorosamente la criatura la
entenderá, cosa que en efecto ocurre. Cuando digo lengua materna, por lo tanto, hablo de una
experiencia que se aparta del mero aprendizaje de la lengua madre, el idioma español; hago
referencia, más bien, a la asimilación del idioma por la atracción que ejerce una voz modulada con
musical cadencia afectiva, pautada por silencios amorosos que nada tienen de común, de público, de
colectivo; la lengua madre es de todos; la lengua materna, en cambio, es única, como igualmente
única es la voz de nuestro poeta. Para decirlo con palabras de Mastronardi: “Sólo por la vía del
sentimiento llegamos a lo individual, a lo único”. [5] Del valor formativo que ese estrecho vínculo tuvo
en su sensibilidad nos habla elípticamente –aunque con imágenes de fácil desciframiento– el poema
“Alabando los buenos cielos”, un texto de Tierra amanecida, su primer libro:
.....................................
.....................................
El impetuoso arranque de este poema –un pareado de versos alejandrinos con rima asonante– da la
medida del caudal afectivo que le brindó al poeta el vínculo con la madre. La remota lactancia
fecunda la imaginación, madura la sensibilidad y desemboca finalmente en un ansia desmesurada de
luminosa sensualidad. Esa avidez de vida, sin embargo, menguará rápida y dramáticamente en el
lapso de pocos años. No obstante ese progresivo oscurecimiento, al cual le debemos una memorable
serie de autorretratos –“Tema de la noche y el hombre”, “Los sabidos lugares” y “El forastero” –,
aquella luz primera cristalizará durante la madurez en un puñado de poemas que evocan la plenitud
de su niñez en el ámbito provinciano de la vida familiar: “Luz de provincia”, “Los bienes de la sombra”
y “La rosa infinita”. Aparentemente al margen de esas dos orientaciones que se dirían principales, se
ubican cinco poemas que abordan explícitamente la experiencia del amor, o sea lo íntimo por
antonomasia. Son ellos: “Romance con lejanías”, “Últimas tardes”, “Comienzo de la rosa”, “Música
nocturna” y “Algo que te concierne”. Si bien admiro incondicionalmente todos los poemas de
Mastronardi que acabo de destacar, lo cierto es que tengo especial predilección por estos últimos;
creo que la lectura de ese quinteto permite comprender todo el desarrollo de su aventura poética.
Sobre “Romance con lejanías”, Bioy Casares ha registrado en su Borges una valiosa confidencia del
autor de El Aleph; figura en la entrada correspondiente al martes 11 de diciembre de 1956. Ambos
escritores están leyendo la flamante edición definitiva de Conocimiento de la noche. El comentario de
Borges es el siguiente:
No parece atinado aproximarse a un texto literario haciendo pie en la ocasión que lo genera, pero
Borges en cierto modo lo autoriza con las líneas que acabo de citar. La ocasión, como se habrá visto,
nada tiene de excepcional; es bastante usual que una atracción genuina no encuentre reciprocidad.
El hecho de que Mastronardi, pese al fracaso sentimental, se dé por satisfecho, se explica sin
dificultades: se debe a que la infortunada ocasión le ha permitido hacer una catarsis, alcanzar la
felicidad expresiva. El poema se publicó en revista en 1928, en una versión más extensa y menos
lograda que la definitiva. Seguramente fue escrito en Gualeguay, en los mismos días en que el poeta
comenzaba a esbozar “Luz de provincia”: la forma y el estilo de ambos textos concuerdan, la calidad
de la escritura es la misma.
Transcribo el poema:
La excelencia expresiva de “Romance con lejanías” es tal que apenas si deja margen para las
apostillas. Baste decir que la dimensión íntima aflora desde el primer verso con una delicadeza y una
naturalidad expresiva inaudita; para desplegar inmediatamente, en cascada, una sucesión de
imágenes en las que el diáfano encanto y la más aguda inteligencia artística se funden sin fallas por
obra y gracia de un don melódico admirable: vivaz, envolvente, sin altibajos. Es ese don,
precisamente, el que sigue sosteniendo algunas elecciones léxicas que acaso para algún lector
actual tengan un sabor antiguo, como las “azucenas” y las “violetas”, por ejemplo. Sin embargo, si se
lee a Mastronardi como se lee a un clásico, si se escucha atentamente su música verbal, esos
vocablos en desuso recuperan su encanto, reviven una época feliz en que las flores no daban
vergüenza. ¿Quién, al oír la música de Debussy, puede sentirse molesto por los títulos
deliberadamente poéticos de algunas de sus piezas: Les sons et les parfums tournent dans l’air du
soir; la fille aux cheveux de lin; Feuilles mortes; etc.? También el vínculo de Mastronardi con el idioma
es íntimo, ha convivido largamente con cada una de sus palabras. Y ellas, encantadas por la
atención constante, han acabado por convertir sus versos en melódicas cláusulas mágicas: “Lejano
de esos días que en los días se pierden, / vuelve tu gracia triste a regir mi poema”. El verso
alejandrino de estirpe rubendariana accede a una nueva coloración, a un nuevo tono. Mastronardi
era perfectamente consciente de lo que estaba logrando con su poesía; lo sabemos por una línea
que dejó asentada en su Cuaderno 1930-1931, una línea que traza un límite que sólo puede concebir
uno que ha llegado a un grado de refinamiento superlativo: “La belleza sin gracia atrae pero no
retiene”. [8] La gracia, en este caso, fue un producto del esfuerzo, del lento trabajo de pulimento
efectuado a lo largo de nueve años, ya que entre la primera versión y la versión definitiva hay un
abismo. El mensaje cifrado de este poema se juega en la ambigüedad del texto, porque si bien el
poeta concede que la destinataria pueda ser de otro y él incluso alegrarse por ello, persiste el deseo
de “ser alguno en [su] pecho”.
Inmediatamente después de este comentario, del que importa retener su énfasis –no “enamorado”,
sino “muyenamorado”–, Borges ataca: se explaya a fondo sobre la tortuosa idiosincrasia de su
amigo, una idiosincrasia tendiente a invertir los términos habituales de la comunicación, denostando
con palabras lo insignificante y exaltando con silencios lo significativo. Lo que lo deja perplejo a uno
es que Borges, limitándose a señalar que habría habido un fiasco sentimental en el origen y que
Mastronardi era un tímido imperdonable, no rescate ninguno de los valores estéticos del poema.
Transcribo el poema:
Últimas tardes
serenos, y sabiendo.
Hojeo una vez más las páginas del abultado tomo de Bioy Casares y descubro que hay rastros de
otro breve comentario sobre el poema “Últimas tardes”; dice:
BORGES: «Qué manera de decir que tenía la voz cansada, o voz de cansancio. ¿Por qué decirlo
así?». BIOY: «Porque hay que decir cada frase como nunca se dijo. Hay que inventar expresiones;
hay que huir de las trilladas. ¿Recordás el árbol queriendo todo el patio [de “Luz de provincia”]? Es
una manera de escribir bastante trabajosa y relamida. Después hablan del buen gusto, del
refinamiento de Mastronardi».” (Borges, la noche del lunes 26 de octubre de 1959). A mi juicio, tanto
Borges como Bioy resbalan sobre la superficie del texto, sólo atinan a descalificar, a pedir burda
prosa donde se ofrece poesía impar; resulta penoso oírlos, sobre todo porque hay auténtica alquimia
poética en “Últimas tardes”. Borges y Bioy resbalan porque en verdad es difícil hacer pie en “Últimas
tardes”, una indescifrable imagen de la indefensión:
serenos, y sabiendo.
La poesía del desencuentro de dos solitarios incurables e incompatibles está perfectamente captada
en esa imagen; la esperanza y la tristeza se acompañan a duras penas intentando tornar amable la
incertidumbre, el traspié del deseo en la realidad agonizante y crepuscular, la búsqueda de la cifra
que resuelva el enigma. Al tiempo que despliega imágenes entrañables e inasibles, la suave
salmodia del ritmo lento de la voz que monologa es magia pura. El mensaje cifrado nuevamente se
juega en la ambigüedad del texto: la sufrida mujer está como muerta, pero el poeta, aun sin
esperanza alguna y escribiendo en pasado remoto, al reeditar el poema publicándolo en libro, vuelve
a ofrecerle su mano a esa “luz cordial”.
Recapitulando: las primeras versiones de “Romance con lejanías” y “Últimas tardes” publicadas en
revista datan de mayo de 1928 y de octubre de 1936, respectivamente. Estas fechas indican que la
atención de Mastronardi por la mujer lejana se prolongó durante nueve años, lapso que abarca el
período durante el cual fueron escritos los restantes cinco poemas de Conocimiento de la noche,
“Luz de provincia” incluido, ya que su primer esbozo –“Afectos a una hermosa provincia”– apareció
en revista en noviembre de 1927. Hay que tener en cuenta que la edición original de Conocimiento
de la noche sólo contenía siete poemas, por lo cual sería absurdo considerar que los dos inspirados
por María de Villarino constituyen un superfluo relleno o meras piezas de ocasión; no pueden serlo,
su valor de posición constituye una circunstancia que no puede obviarse: la mujer lejana es la “luz
cordial” que alumbra los poemas más desolados de Conocimiento de la noche –“Tema de la noche y
del hombre” y “Los sabidos lugares”– que no por azar escoltan a los dos poemas de amor; están
emparentados, parentesco consecuente con sus sentimientos y con el furor arquitectónico del ideal
estético de Mastronardi. Doy un ejemplo: la imagen del verso “y yo soy en tu lástima el vendaval
dormido”, de “Romance con Lejanías”, fue concebida mucho antes que “El tema de la noche y el
hombre”, pero bien podría decirse que este último poema ya está in nuce en esa imagen primigenia.
Por otra parte, un poema como “Romance con lejanías” tardó años en alcanzar su configuración
definitiva, de modo que el verso “vuelve tu gracia triste a regir mi poema”, inexistente en la primera
versión, no supone un determinado momento en el tiempo –el de su composición– sino una
constante –el de su pulimento– lo cual equivale a decir que el gobierno de esa gracia triste sobre el
ánimo de Mastronardi fue poco menos que permanente, ya que es inimaginable que se pueda
retocar obsesivamente durante años un poema de amor dedicado a alguien que ya no se ama, que
es un mero recuerdo. ¿O sí? En todo caso, es la única presencia femenina que tiene un perfil propio
en la obra de Mastronardi. Dada la ambigüedad de esos textos, en los que contra toda evidencia la
esperanza no claudica, pienso que la potenciación psíquica que suscitó en el poeta la pasión por
María de Villarino formó parte del proceso constructivo que condujo a la concepción y realización de
Conocimiento de la noche: genera un clima elegíaco, de mágica tristeza, que se sostiene a lo largo
de todo el volumen, que impregna todos los poemas. La intimidad herida es la clave secreta de la
poesía de Mastronardi. Porque por sólidos que sean los valores estéticos de “Luz de provincia”, lo
cierto es que el libro se define por la oscuridad, por el conocimiento del abandono y de la soledad; es
por contraposición a esas realidades de fondo que los poemas solares salen a la superficie y
generan un contrapeso.
El conjunto postrero de 1963, Siete poemas, inaugura una nueva modalidad expresiva en la obra
poética de Mastronardi; él mismo lo señala en la “Anotación preliminar”: “El lector advertirá que traigo
al poema ciertos modismos y giros propios del corriente lenguaje oral. Allí donde la preciosa figura
literaria es más asidua, más débil es el sabor de la vida inmediata. Todo cuanto se gana en altura, se
pierde en verosimilitud. La fantasía –siquiera modesta o rasante– pide el contrapeso y el firme
amparo de la realidad”. [12] No obstante este giro hacia el realismo, la voz sigue fiel al sermo intimus;
el influjo de la intimidad compartida con Valentina Bastos (o Vavá Dias Leite de Basto) es decisivo, a
él se deben las realizaciones más notables del conjunto. Los tres poemas magistrales que contiene
el cuaderno –“Comienzo de la rosa”, “Música nocturna” y “Algo que te concierne”– no son piezas
aisladas, sino que guardan una estrecha relación entre sí. “Música nocturna”, el poema central, es
erótico; busca y encuentra la plenitud en el encuentro sexual:
“Comienzo de la rosa” y “Algo que te concierne”, en cambio, son poemas que van más allá, hacen
pie en una sensualidad transformada; buscan el rostro, palabra clave que se encuentra en ambos
poemas. “Comienzo de la rosa” avanza en esa dirección desde el primer verso, todo el poema se
estructura en torno de la fusión entre lo invisible y la forma, entre la psique y el rostro. Importa retener
el quid del todo, condensado en dos versos admirables:
Lo que equivale a decir que la poesía, en tanto no alcanza la iluminación interior que provee la visión
del rostro, es vana: carece de “gracia”, de genuina belleza. Para comprender cabalmente la
transparencia esencial alcanzada en la inasible trama de “Comienzo de la rosa” –el despertar del
amor en la psique de una adolescente– es necesario detenerse en la alquimia poética que se realiza
minuciosamente en “Algo que te concierne”, el último de los tres poemas que he destacado. El
comienzo y el final del cuaderno –Siete poemas– están ligados, uno remite al otro: el poema final
explica el del comienzo y el poema del comienzo sólo se comprende a la luz del poema final. “Música
nocturna” ocupa un lugar central, es la base sobre la que los otros dos hacen pie. Tan es así que hay
un sintagma que se repite en ese poema y el último: “la intensa lámpara”.
Por otra parte, el estilo tardío del poeta cristaliza a la perfección en “Algo que te concierne”, un estilo
que ya nada le debe a las lecciones antiplatónicas de Valéry. En la senectud, la poética de “la
doctrina artesanal” [13] toca fondo; Mastronardi emerge a un vacío en el que se ve obligado a
esperar la poesía. Otras composiciones típicas de su estilo tardío, no incluidas en libro, como “Dama
desierta” (reverso de “Comienzo de la rosa”), “La medalla”, “Entrada en el desierto” y el inconcluso
“La libreta de direcciones”, no superan lo descriptivo, carecen de intensidad; a mí, por lo menos, no
me conforman. Una anotación del Cuaderno 1968, permite suponer que tampoco lo conformaban al
poeta: “Estoy preocupado: hace años que no recibo noticias del otro mundo, es decir, del alto reino
platónico”. [14]
Transcribo el poema:
todo se ha borrado,
La serena intensidad que emana de este poema –que se inicia con paso prosaico para ir accediendo
pausadamente al ritmo del verso, desplazándose de la ensoñación vagabunda a la precisión de la
lucidez– coexiste con una circunstancia paradojal: la circunstancia de haberlo perdido todo, todo
excepto la facultad de meditar. El interés de Mastronardi por la filosofía fue muy marcado en su
senectud –“gusto latente, hoy más vivo que nunca”, señala en las páginas finales de sus Memorias
de un provinciano, refiriéndose al momento en que escribe el libro–,[15] de modo que no tiene nada
de extraño que la línea reflexiva tome la delantera en su escritura, postergando la línea melódica; no
obstante ello, el poema tiene una andadura rítmica de gran elegancia, que va afinándose a medida
que el texto avanza hacia su final, incorporando versos de espléndida factura al calmoso fluir de la
meditación. La voz del poeta se sitúa más allá de las circunstancias, más allá de las ruinas,
buscando encarnar en firmes palabras la esencia de un vínculo:
Una esencia –afirma un poeta filósofo amigo que no le teme a esta palabra censurada por la época–
es sencillamente el carácter reconocible de cualquier objeto o sentimiento, todo lo que de él cabe
efectivamente poseer en la sensación, o recuperar en la memoria, o transcribir en el arte, o
comunicar a otro espíritu. Todo lo que en el pasado fue intrínsecamente real puede así recobrarse. El
irremediable flujo y el orden temporal de las cosas no son en definitiva interesantes; sólo atañen a las
ocasiones materiales en que las esencias se presentan, o a los vaivenes de la atención, que
revolotea como una polilla alrededor de luces que son eternas.
El repliegue hacia las esencias es un proceso paulatino que en sus inicios se manifiesta como
extrañamiento ante lo que alguna vez fue emocionante o significativo y ya no lo es; alcanza una
enunciación muy clara en un pasaje de sus memorias: “Perdura en mí la imagen de un cuerpo enjuto
[el de su madre] que se curvaba sobre el viejo teclado. La música, como llegada de una edad extinta,
invadía la habitación, por lo común silenciosa, donde la vida no entraba y donde miré con tristeza
muchos objetos que ya no tenían sentido”. [16] Lo que fue sortilegio alguna vez, de pronto da lugar a
lo fantasmagórico; algo que suele suceder cuando se regresa a un lugar en el que hubo felicidad y al
fin sólo aflora desolación. [17] Entre los papeles póstumos de Mastronardi, se ha encontrado una
página en la cual el pasaje que acabo de citar aparece precariamente versificado: “Mother o la vejez”
[18] ; se trata de un “bosquejo o larva”, como solía llamar el poeta a sus apuntes, que intenta
desarrollar la observación redactada originalmente en prosa, pero no lo logra, no va más allá de lo
alcanzado en la prosa de las memorias. El texto no agrega nada a lo ya escrito por Mastronardi; sin
embargo, su conservación no es del todo inútil, ya que demuestra hasta qué punto la poesía es un
don de la reminiscencia, hasta qué punto el método valéryano falla a la hora de intentar resucitar un
pasado muerto. Son experiencias de este tipo –frustradas y frustrantes– las que probablemente
contribuyeron a imprimirle un giro platonizante al poetizar de Mastronardi, llevándolo a formular con
claridad su credo más íntimo en “Algo que te concierne”, credo que cabe en una concisa máxima: “de
fervor está hecha la sustancia de cuanto existe”, y, en especial, la sustancia poética, ya que es en el
interior de un poema donde esa convicción aflora, se consolida, “y pide esencialmente la belleza”. Lo
cual equivale a decir que un poema sin fervor no es un poema; la decepción, el resentimiento o la
amargura son impotentes, no pueden generar poesía.
Su reencuentro con lo amado en la soledad definitiva –tal el tema de “Algo que te concierne”–
sorprende tanto por su cálida desnudez expresiva como por la hondura del sentir y del pensar. Es
que la vena intelectual de la poesía última de Mastronardi, al ser alcanzada por la sensualidad de un
eros aún sensitivo, logra una especial luminosidad. Los favores de ese proceso de decantación son
bien perceptibles en la maestría con que el poeta capta el ámbito en el cual se produce la revelación:
la confluencia entre el pensamiento arcaico y su escritura actual, entre el espacio cotidiano y lo
intemporal, entre su soledad y la aparición del “pensado rostro” del ser amado. La inspiración llega
“del otro mundo”, “del alto reino platónico” (el “antiguo texto” nombrado en el poema es el Banquete
de Platón), generando la anamnesis: el reconocimiento de la “ternura antigua”, la esencia del amor
que reaparece. Concluido el ensimismamiento, el entorno mundano vuelve por sus fueros: el silencio
se puebla de sonidos, irrumpen el viento y la lluvia, también el cronometrado tiempo humano. La
atención desciende al mundo, al tiempo que el poeta asienta sobre el papel los leves trazos de su
mejor autorretrato, un autorretrato equilibrado, límpido, sin tintes oscuros, hecho de puro sentimiento,
el más parecido a quien realmente fue para quienes de verdad lo amaron:
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1. Poemas, selección de Jorge Calvetti, Eudeba, Buenos Aires 1966. Incluía ocho poemas
inéditos hasta esa fecha.>>
2. Adolfo Bioy Casares, Borges, Ediciones Destino, Colombia 2006, p.528.>>
3. Cuadernos de vivir y pensar, Academia Argentina de Letras, Buenos Aires 1984, p.60.>>
4. Op. cit. p.20.>>
5. Op. cit. p.151.>>
6. Poesías completas, Academia Argentina de Letras, Buenos Aires 1982, p.7.>>
7. Conocimiento de la noche, Editorial Raigal, Buenos Aires 1956, p.25.>>
8. Op. cit. p.12.>>
9. Ana Emilia Lahitte, María de Villarino, Ediciones Culturales Argentinas 1966, p. 32. La
reseña no figura en la Obra completa editada por la UNL.>>
10. Borges, Academia Argentina de Letras, Buenos Aires 2007, p.78.>>
11. Op. cit. p.27-28.>>
12. Siete poemas, Cuadernos de la piririta, Asunción 1963, p. 7.>>
13. Valéry o la infinitud del método, Editorial Raigal, Buenos Aires 1955, p.49.>>
14. Op. cit. p.175.>>
15. Memorias de un provinciano, Ediciones Culturales Argentinas, Buenos Aires 1967, p.
265. >>
16. Op. cit. p.262. >>
17. Cfr. “Entrada en el desierto”, Crisis / 32, p.45. Buenos Aires, diciembre de 1975. >>
18. Obra completa, UNL, Santa Fe 2010, tomo I, p.226. >>