Di Ilogo de Ivan y Aliosha Fi Do85

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Diálogo de Iván y Aliosha Karamazov de "Los hermanos

Karamazov"

En un bar, dos hermanos que representan dos modos diversos de mirar el mundo, se reúnen para plantear
la pregunta detrás de toda pregunta. ¿Tiene sentido la vida? ¿Existe Dios? De la respuesta que se den a estas
preguntas, toda respuesta y toda vida darán un giro, y tomarán direcciones muy distintas.

— ... ¿Por qué te inquieta tanto que me vaya? —dijo Iván—. Todavía nos queda mucho tiempo, casi una
eternidad.
—¿Una eternidad, marchándote mañana?
—Eso no importa. Nos sobrará tiempo para tratar del asunto que nos interesa. ¿Por qué me miras con esa cara de
asombro? Respóndeme a esto: ¿para qué nos hemos reunido aquí? ¿Para hablar del amor de Catalina Ivanovna, del
viejo o de Dmitri? ¿Para hacer comentarios sobre la política extranjera, la desastrosa situación de Rusia, o el
emperador francés? ¿Nos hemos reunido para esto?
—No.
—Entonces ya sabes para qué nos hemos reunido. Somos dos candorosos jovenzuelos cuya única finalidad es
resolver las cuestiones eternas. Actualmente, toda la juventud rusa se dedica a disertar sobre estos temas, mientras los
viejos se limitan a tratar de cuestiones prácticas. ¿Para qué me has estado observando durante tres meses sino para
preguntarme si tenía fe o no? Esto es lo que decían tus miradas, Alexei Fiodorovitch, ¿verdad?
—Bien podría ser —dijo Aliocha sonriendo—. Pero oye: ¿no te estás burlando de mí?
—¿Burlarme de ti? Por nada del mundo causaría un pesar a un hermano que me ha estado escudriñando
ansiosamente durante tres meses. Aliocha, mírame a los ojos. Soy un jovenzuelo como tú. La única diferencia es que
tú eres novicio y yo no. ¿Cómo procede la juventud rusa o, por lo menos, buena parte de ella? Va a un cafetucho
caliente, como éste, y se agrupa en un rincón. Estos jóvenes no se habían visto antes y estarán cuarenta años sin
volverse a ver. ¿De qué hablan en el rato que pasan juntos? Sólo de cuestiones importantes: de si Dios existe, de si el
alma es inmortal. Los que no creen en Dios hablan del socialismo, de la anarquía, de la renovación de la humanidad,
o sea, de las mismas cuestiones enfocadas desde otros puntos de vista. Buena parte de la juventud rusa, la más
singular, está fascinada por estas cuestiones, ¿no es verdad?
—Sí; para los verdaderos rusos, la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, o, como tú has dicho, estas
mismas cuestiones enfocadas desde otros puntos de vista, están en primer término. Afortunadamente.
Y al decir esto, Aliocha miraba a su hermano escrutadoramente y le sonreía.
—Aliocha, ser ruso no significa siempre ser inteligente. No hay nada más necio que las ocupaciones actuales de
la juventud rusa. Sin embargo, hay un adolescente ruso que merece todo mi afecto.
—¡Qué bien has expuesto la cuestión! —dijo Aliocha riendo.
—Bien, dime por dónde debemos empezar. ¿Por la existencia de Dios?
—Como quieras. También puedes empezar por el otro punto de vista. Ayer afirmaste que Dios no existe.
Y Aliocha fijó su mirada en la de su hermano.
—Lo dije para irritarte. Vi como relampagueaban tus ojos. Pero ahora estoy dispuesto a hablar en serio contigo,
pues no tengo amigos y quiero tener uno. Iván se echó a reír y añadió:
—Admito que es posible que Dios exista. No lo esperabas, ¿verdad?
—Desde luego. A menos que hables en broma.
—Nada de eso. Aunque ayer, al reunirnos con el starets, se creyera que no hablaba en serio. Oye, querido
Aliocha: en el siglo dieciocho hubo un pecador que dijo: Si Dieu n'existait pas, il faudrait l'inventer. En efecto, es el
hombre el que ha inventado a Dios. Lo asombroso es, no que Dios exista, sino que esta idea de la necesidad de Dios
acuda al espíritu de un animal perverso y feroz como el hombre. Es una idea santa, conmovedora, llena de sagacidad
y que hace gran honor al hombre. En lo que a mí concierne, ya hace tiempo que he dejado de preguntarme si es Dios
el que ha creado al hombre o el hombre el que ha creado a Dios. Desde luego, no pasaré revista a todos los axiomas
que los adolescentes rusos han deducido de las hipótesis europeas, pues lo que en Europa es una hipótesis se
convierte en seguida en axioma para nuestros jovencitos, y no sólo para ellos, sino también para sus profesores, que
suelen parecerse a los alumnos. Así, yo renuncio a todas las hipótesis y me pregunto cuál es nuestro verdadero
designio. El mío es explicar lo más rápidamente posible la esencia de mi ser, mi fe y mis experiencias. Por eso me
limito a declarar que admito la existencia de Dios. Sin embargo, hay que advertir que si Dios existe, si
verdaderamente ha creado la tierra, la ha hecho, como es sabido, de acuerdo con la geometría de Euclides, puesto que
ha dado a la mente humana la noción de las tres dimensiones, y nada más que tres, del espacio. Sin embargo, ha
habido, y los hay todavía, geómetras y filósofos, algunos incluso eminentes, que dudan de que todo el universo, todos
los mundos, estén creados siguiendo únicamente los principios de Euclides. Incluso tienen la audacia de suponer que
dos paralelas, que según las leyes de Euclides no pueden encontrarse en la tierra, se pueden reunir en otra parte, en el
infinito. En vista de que ni siquiera esto soy capaz de comprender, he decidido no intentar comprender a Dios.
Confieso humildemente mi incapacidad para resolver estas cuestiones. En esencia, mi mentalidad es la de Euclides:
una mentalidad terrestre. ¿Para qué intentar resolver cosas que no son de este mundo? Te aconsejo que no te tortures
el cerebro tratando de resolver estas cuestiones, y menos aún el problema de la existencia de Dios. ¿Existe o no
existe? Estos puntos están fuera del alcance de la inteligencia humana, que sólo tiene la noción de las tres
dimensiones. Por eso yo admito sin razonar no sólo la existencia de Dios, sino también su sabiduría y su finalidad
para nosotros incomprensible. Creo en el orden y el sentido de la vida, en la armonía eterna, donde nos dicen que nos
fundiremos algún día. Creo en el Verbo hacia el que tiende el universo que está en Dios, que es el mismo Dios; creo
en el infinito. ¿Voy por el buen camino? Imagínate que, en definitiva, no admita este mundo de Dios, aunque sepa
que existe. Observa que no es a Dios a quien rechazo, sino a la creación: esto y sólo esto es lo que me niego a aceptar.
Me explicaré: puedo admitir ciegamente, como un niño, que el dolor desaparecerá del mundo, que la irritante
comedia de las contradicciones humanas se desvanecerá como un miserable espejismo, como una vil manifestación
de una impotencia mezquina, como un átomo de la mente de Euclides; que al final del drama, cuando aparezca la
armonía eterna, se producirá una revelación tan hermosa que conmoverá a todos los corazones, calmará todos los
grados de la indignación y absolverá de todos los crímenes y de la sangre derramada. De modo que se podrá no sólo
perdonar, sino justificar todo lo que ha ocurrido en la tierra. Todo esto podrá suceder, pero yo no lo admito, no quiero
admitirlo. Si las paralelas se encontraran ante mi vista, yo diría que se habían encontrado, pero mi razón se negaría a
admitirlo. Ésta es mi tesis, Aliocha. He comenzado expresamente nuestra conversación del modo más tontó posible,
pero la he conducido a mi confesión, pues sé que es esto lo que tú esperas. No es el tema de Dios lo que te interesa,
sino la vida espiritual de tu querido hermano.
lván acabó su discurso con una emoción singular, inesperada.
—¿Por qué has empezado «del modo más tonto posible»? —preguntó Aliocha, mirándolo pensativo.
—En primer lugar, por dar a la charla un tono típicamente ruso. En Rusia las conversaciones sobre este tema se
inician siempre tontamente. Pero muy pronto la tontería llega al fin y desemboca en la claridad. La tontería deja la
astucia y adquiere concisión, mientras que el ingenio empieza a dar rodeos y se esconde. El ingenio es innoble; en la
tontería hay honradez. Cuanto más estúpidamente confiese la desesperación que me abruma, mejor para mí.
—¿Quieres explicarme por qué « no admites el mundo»?
—Desde luego. Esto no es ningún secreto, y te lo iba a explicar. Hermanito, mi propósito no es pervertirte ni
quebrantar tu fe. Al contrario, lo que deseo es purificarme con tu contacto.
Iván dijo esto con una sonrisa infantil. Aliocha no le había visto nunca sonreír de este modo.

Cap IV — Rebeldía
—Voy a hacerte una confesión —empezó a decir Iván—. Yo no he comprendido jamás cómo se puede amar al
prójimo. A mi juicio es precisamente al prójimo a quien no se puede amar. Por lo menos, sólo se le puede querer a
distancia. No sé dónde, he leído que «San Juan el Misericordioso», al que un viajero famélico y aterido suplicó un día
que le diera calor, se echó sobre él, lo rodeó con sus brazos y empezó a expeler su aliento en la boca del desgraciado,
infecta, purulenta por efecto de una horrible enfermedad. Estoy convencido de que el santo tuvo que hacer un
esfuerzo para obrar así, que se engañó a sí mismo al aceptar como amor un sentimiento dictado por el deber, por el
espíritu de sacrificio. Para que uno pueda amar a un hombre, es preciso que este hombre permanezca oculto. Apenas
ve uno su rostro, el amor se desvanece.
—El starets Zósimo ha hablado muchas veces de eso —dijo Aliocha—. Decía que las almas inexpertas hallaban
en el rostro del hombre un obstáculo para el amor. Sin embargo, hay mucho amor en la humanidad, un amor que se
parece algo al de Cristo. Lo sé por experiencia, Iván.
—Pues yo no lo conozco todavía y no lo puedo comprender. Hay muchos en el mismo caso que yo. Hay que
dilucidar si esto procede de una mala tendencia o si es algo inseparable de la naturaleza humana. A mi juicio, el amor
de Cristo a los hombres es una especie de milagro que no puede existir en la tierra. Él era Dios y nosotros no somos
dioses. Supongamos, para poner un ejemplo, que yo sufro horriblemente. Los demás no pueden saber cuán profundo
es mi sufrimiento, puesto que no son ellos los que lo sufren, sino yo. Es muy raro que un individuo se preste a
reconocer el sufrimiento de otro, pues el sufrimiento no es precisamente una dignidad. ¿Por qué ocurre así? ¿Tú qué
opinas? Tal vez sea que el que sufre huele mal o tiene cara de hombre estúpido. Por otra parte, hay varias clases de
dolor. Mi bienhechor admitirá el sufrimiento que humilla, el hambre por ejemplo, pero si mi sufrimiento es elevado,
como el que procede de una idea, sólo por excepción creerá en él, pues, al observarme, verá que mi cara no es la que
su imaginación atribuye a un hombre que sufre por una idea. Entonces dejará de protegerme, y no por maldad. Los
mendigos, sobre todo los que no carecen de cierta nobleza, deberían pedir limosna sin dejarse ver, por medio de los
periódicos. En teoría, y siempre de lejos, uno puede amar a su prójimo; pero de cerca es casi imposible. Si las cosas
ocurrieran como en los escenarios, en los ballets, donde los pobres, vestidos con andrajos de seda y jirones de blonda,
mendigan danzando graciosamente, los podríamos admirar. Admirar, pero no amar... Basta ya de esta cuestión. Sólo
pretendía exponerte mi punto de vista. Te iba a hablar de los dolores de la humanidad en general, pero será preferible
que me refiera exclusivamente al dolor de los niños. Mi argumentación quedará reducida a una décima parte, pero
vale más así. Desde luego, salgo perdiendo. En primer lugar, porque a los niños se les puede querer aunque vayan
sucios y sean feos (dejando aparte que a mí ningún niño me parece feo). En segundo lugar, porque si no hablo de los
adultos, no es únicamente porque repelen y no merecen que se les ame, sino porque tienen una compensación: han
probado el fruto prohibido, han conocido el bien y el mal y se han convertido en seres "semejantes a Dios". Y siguen
comiendo el fruto. Pero los niños pequeños no han probado ese fruto y son inocentes. Tú quieres a los niños,
Aliocha. Sí, tú quieres a los niños, y, como los quieres, comprenderás por qué prefiero hablar sólo de ellos. Ellos
también sufren, y mucho, sin duda para expiar la falta de sus padres, que han comido el fruto prohibido... Pero estos
razonamientos son de otro mundo que el corazón humano no puede comprender desde aquí abajo. Un ser inocente no
es capaz de sufrir por otro, y menos una tierna criatura. Aunque te sorprenda, Aliocha, yo también adoro a los niños.
Observa que entre los hombres crueles, dotados de bárbaras pasiones, como los Karamazov, abundan los que quieren
a los niños. Hasta los siete años, los niños se diferencian extraordinariamente de los hombres. Son como seres
distintos, de distinta naturaleza. Conocí un bandido, un presidiario, que había asesinado a familias enteras, sin excluir
a los niños, cuando se introducia por las noches en las casas para desvalijarlas, y que en el penal sentía un amor
incomprensible por los niños. Observaba a los que jugaban en el patio y se hizo muy amigo de uno de ellos, que solía
acercarse a su ventana... ¿Sabes por qué digo todo esto, Aliocha? Porque me duele la cabeza y estoy triste.
—Tienes un aspecto extraño —dijo el novicio, inquieto—. Tu estado no es el normal.
—Por cierto —dijo Iván como si no hubiera oído a su hermano—, que un búlgaro me ha contado hace poco en
Moscú las atrocidades que los turcos y los cherqueses cometen en su país. Temiendo un levantamiento general de los
eslavos, incendian, estrangulan, violan a las mujeres y a los niños. Clavan a los prisioneros por las orejas en las
empalizadas y así los tienen toda la noche. A la mañana siguiente los cuelgan. A veces, se compara la crueldad del
hombre con la de las fieras, y esto es injuriar a las fieras. Porque las fieras no alcanzan nunca el refinamiento de los
hombres. El tigre se limita a destrozar a su presa y a devorarla. Nunca se le ocurriría clavar a las personas por las
orejas, aunque pudiera hacerlo. Los turcos torturan a los niños con sádica satisfacción; los arrancan del regazo
materno y los arrojan al aire para recibirlos en las puntas de sus bayonetas, a la vista de las madres, cuya presencia se
considera como el principal atractivo del espectáculo. He aquí otra escena que me horrorizó: un niño de pecho en
brazos de su temblorosa madre y, en torno de ambos, los turcos. A éstos se les ocurre una broma. Empiezan a hacer
carantoñas al bebé hasta que consiguen hacerle reír. Entonces uno de los soldados le encañona de cerca con su
revólver. El niño intenta coger el «juguete» con sus manitas, y, en este momento, el refinado bromista aprieta el
gatillo y le destroza la cabeza. Dicen que los turcos aman los placeres.
—¿Para qué hablar de eso, hermano?
—Mi opinión es que si el diablo no existe, si ha sido creado por el hombre, éste lo ha hecho a su imagen y
semejanza.
—¿Como a Dios?
—¡Qué bien sabes «devolver las palabras»!, como dice Polonio en Hamlet —dijo Iván riendo—. Te has
aprovechado de las mías. Ciertamente, tu Dios es bello, aunque el hombre lo haya hecho a su imagen y semejanza.
Me has preguntado hace un momento por qué hablo de estas cosas. Te lo diré: me encanta coleccionar hechos y
anécdotas. Los recojo en los periódicos, anoto lo que otros cuentan, y tengo una bonita colección. Naturalmente, los
turcos no faltan en ella, y tampoco otros extranjeros, pero he anotado también casos nacionales que superan a todos.
En Rusia, el garrote y el látigo ocupan un puesto de honor. No clavamos a las personas por las orejas, desde luego,
porque somos europeos, pero tenemos la experiencia de azotar: en esto nadie nos aventaja. En el extranjero estos
sistemas de castigo han desaparecido casi por completo a consecuencia de una mejora en las costumbres, o porque las
leyes naturales impiden a un hombre azotar a su prójimo. En cambio, existe en ciertos paises un hábito tan peculiar,
que aunque se ha implantado también aquí, es impropio de Rusia, especialmente después del movimiento religioso
que se ha producido en la alta sociedad. Poseo un interesante folleto traducido del francés, en el que se refiere la
ejecución, realizada en Ginebra hace cinco años, de un asesino llamado Ricardo, que se convirtió al cristianismo
antes de morir. Tenía entonces veinticuatro años y era un hijo natural al que, cuando tenía seis años, habían entregado
sus padres a unos pastores suizos, que lo criaron con vistas a la explotación. El niño creció como un salvaje, sin
estudiar ni aprender nada. Cuando tenía siete años lo enviaron a apacentar el ganado bajo el frío y la humedad, medio
desnudo y hambriento. Sus protectores no experimentaban ningún remordimiento por tratarlo así. Por el contrario,
creían ejercer un derecho, ya que les habían dado a Ricardo como quien da un objeto. Ni siquiera consideraban un
deber alimentarlo. El mismo Ricardo declaró que de buena gana se habría comido entonces el amasijo que daban a
los cerdos para engordarlos, lo mismo que el hijo pródigo del Evangelio, pero que no lo podía hacer porque se lo
tenían prohibido y le pegaban si se atrevía a robar la comida de los animales. Así pasó su infancia y su juventud, y
cuando fue hombre se dedicó al robo. Este salvaje se ganaba la vida en Ginebra como jornalero, se bebía el jornal,
vivía como un monstruo y acabó por asesinar a un viejo para desvalijarlo. Lo detuvieron, lo juzgaron y lo condenaron
a muerte. En Ginebra no se andan con sentimentalismos. En la prisión se ve en seguida rodeado de pastores
protestantes, miembros de asociaciones religiosas y damas de patronatos. Entonces aprende a leer y escribir, le
explican el Evangelio y, a fuerza de adoctrinarlo y catequizarlo, acaban por conseguir que confiese solemnemente su
crimen. Dirigió al tribunal una carta en la que decía que era un monstruo, pero que el Señor se había, dignado
iluminarlo y enviarle su gracia. Toda Ginebra se conmovió, toda la Ginebra filantrópica y santurrona. Todo lo que
había de noble y recto en la capital acudió a la prisión. Lo abrazaban, lo estrujaban.
—Eres nuestro hermano. Dios te ha concedido la gracia.
Ricardo llora, enternecido.
—Sí, Dios me ha iluminado. En mi infancia y en mi juventud deseaba la comida de los cerdos. Ahora se me ha
otorgado la gracia y muero en el Señor.
—Sí, Ricardo: has derramado sangre y debes morir. No es tuya la culpa si ignorabas la existencia de Dios
cuando robabas la comida de los cerdos y te pegaban por obrar así (sin embargo, no procedías bien, pues está
prohibido robar); pero has derramado sangre y debes morir. Llega el último día. Ricardo, abatido, llora y no cesa de
repetir:
—Hoy es el día más hermoso de mi vida, pues me voy al lado de Dios.
—¡Sí —exclaman los religiosos y las damas de los patronatos—, es el día más bello de tu vida, pues vas a
reunirte con Dios!
La multitud se dirige al patíbulo, siguiendo al carro que transporta a Ricardo ignominiosamente. Todos llegan al
lugar del suplicio.
—¡Muere, hermano! —gritan a Ricardo—. ¡Muere en el Señor! ¡Su gracia está contigo!
Y Ricardo sube al patíbulo entre besos. Lo tienden y cae su cabeza en nombre de la gracia divina.
Es un suceso típico. Los luteranos de la alta sociedad han traducido el folleto al ruso y lo distribuyen como
suplemento gratuito para instruir al pueblo.
La aventura de Ricardo es interesante como rasgo nacional. En Rusia resultaría absurdo decapitar a un hermano
por la única razón de que se ha convertido en uno de los nuestros, al haberle concedido el Señor la gracia, pero
tenemos también nuestras cosas. En nuestro país, torturar golpeando constituye una tradición histórica, un placer que
puede satisfacerse en el acto. Nekrasov nos habla en uno de sus poemas de un mujik que fustiga a su caballo en los
ojos. Todos hemos visto esto, pues es una costumbre muy rusa. El poeta nos describe un caballo que tira de un carro
cargado excesivamente y que se ha atascado, sin que el animal pueda sacarlo del atolladero. El mujik lo azota con
encarnizamiento, sin darse cuenta de lo que hace, prodigando los latigazos en una especie de embriaguez. "Aunque
no puedas tirar, tirarás. Muérete, pero tira." El indefenso animal se debate desesperadamente, mientras su dueño
fustiga sus dos ojos, de los que brotan las lágrimas. Al fin, logra salir del atolladero y avanza tembloroso, sin aliento,
con paso vacilante, lamentable, premioso. En el poema de Nekrasov esto resulta verdaderamente horrible. Sin
embargo, se trata solamente de un caballo, y ¿acaso Dios no ha creado a los caballos para que se les fustigue? Así
piensan los que nos han legado el knut. Sin embargo, también se puede fustigar a las personas. He aquí un caso:
cierto señor culto y su esposa se deleitan azotando a una hija suya que sólo tiene siete años. Al papá le complace que
el garrote tenga espinas. "Así le hará más daño", dice. Hay personas que se enardecen hasta el sadismo a medida que
van dando golpes. Pegaban a la niña durante un minuto y seguían pegándole durante dos, durante cinco, durante diez,
cada vez más fuerte. Al fin, la niña, agotadas sus fuerzas, con voz sofocada, grita: "¡Clemencia, papá! ¡Clemencia,
papaíto!" El suceso se convierte en escándalo público y llega a los tribunales de justicia. Los padres entregan el
asunto a un abogado, a esas "conciencias que se alquilan". El letrado defiende a su cliente.
—El asunto no puede estar más claro. Es una escena de familia como tantas otras que se ven a diario. Un padre
que azota a una hija. Es vergonzoso perseguir a un hombre por obrar así. El jurado acepta la tesis del defensor. Se
retira y emite un veredicto negativo. El público se alegra al ver que dejan en libertad a semejante verdugo. Yo no
presencié el juicio. De haber estado allí, habría propuesto hacer una recolecta en honor de aquel buen padre de
familia...
Es un hermoso cuadro. Sin embargo, Aliocha, puedo ofrecerte otros mejores, también relacionados con los niños
rusos. He aquí uno de ellos. Se refiere a una niñita de cinco años a la que sus padres detestan, sus padres, que son
"honorables funcionarios instruidos y bien educados". Hay muchas personas mayores que se complacen en torturar a
los niños, pero sólo a los niños. Con los adultos, tales individuos se muestran cariñosos y amables, como europeos
cultos y humanitarios, pero experimentan un placer especial en hacer sufrir a los niños: es su modo de amarlos. La
confianza angelical de estas indefensas criaturas seduce a las personas crueles. Estas personas no saben adónde ir ni a
quién dirigirse, y ello excita sus malos instintos. Todos los hombres llevan un demonio en su interior, hijo de un
carácter colérico, del sadismo, de un desencadenamiento de pasiones innobles, de enfermedades contraídas en un
régimen de libertinaje, de la gota, del mal funcionamiento del hígado... Pues bien, aquellos cultos padres desahogaban
de varios modos su crueldad sobre la pobre criatura. La azotaban, la golpeaban sin motivo. Su cuerpo estaba lleno de
cardenales. Y aún extremaron más su crueldad: en las noches glaciales de invierno, encerraban a la niña en el retrete,
con el pretexto de que no pedía a tiempo que se la sacara de la cama para llevarla allí, sin hacerse cargo de que una
niña de esta edad que está profundamente dormida, nunca puede pedir estas cosas a tiempo. Le embadurnaban la cara
con sus excrementos y su misma madre la obligaba a que se los comiera. Y esta madre dormía tranquilamente, sin
conmoverse ante los gritos de la pobre niña encerrada en un lugar tan repugnante. ¿Te imaginas a esa infeliz criatura,
a merced del frio y la oscuridad, sin saber lo que le ocurre, golpeándose con los puños el pecho anhelante,
derramando inocentes lágrimas y pidiendo a Dios que la socorra? ¿Comprendes este absurdo? ¿Puede tener todo esto
algún fin? Contéstame, hermano; respóndeme, piadoso novicio. Se dice que todo esto es indispensable para que en la
mente del hombre se establezca la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica
pagada a tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo
de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve!
¡Pero los niños...! Veo en tu cara que te estoy hiriendo, Aliocha. ¿Quieres que me calle?
—No, yo también quiero sufrir. Continúa.
—Te voy a presentar otro cuadro típico. Lo he leído en los «Archivos Rusos» o en «La Antigüedad Rusa»: no
puedo precisar en cuál de estas dos revistas. Fue en la época más triste de la esclavitud, en los comienzos del siglo
diecinueve. ¡Viva el zar liberador! Un antiguo general, rico terrateniente que tenía poderosas relaciones, vivía en uno
de sus dominios, que contaba con dos mil almas. Era uno de esos hombres (a decir verdad, ya poco numerosos en
aquel tiempo) que, una vez retirados del servicio, creían tener derecho a disponer de la vida y la muerte de sus
siervos. Siempre malhumorado, trataba con altivo desdén a sus humildes vecinos, considerándolos como parásitos o
bufones a su servicio. Tenía un centenar de monteros, todos uniformados, y varios cientos de lebreles. Un día, el hijo
de una de sus siervas, un niño de ocho años, que se entretenía tirando piedras, hirió en la pata a uno de sus lebreles
favoritos. Al ver que el perro cojeaba, el general inquirió el motivo y se le explicó todo, señalándole al culpable.
Inmediatamente, el general ordenó que encerraran al niño, al que arrancaron de los brazos de su madre y que pasó la
noche en el calabozo. Al día siguiente, al amanecer, se pone su uniforme de gala, monta a caballo y se va de caza,
rodeado de sus parásitos, monteros y lebreles. Se reúne a toda la servidumbre para dar un ejemplo y se conduce al
lugar de la reunión al chiquillo con su madre. Era una mañana de otoño, brumosa y fría, excelente para la caza. El
general ordena que se desnude completamente al niño, lo que se hace al punto. El chico tiembla, muerto de miedo, sin
atreverse a pronunciar palabra.
—¡Hacedlo correr! —ordena el general.
—¡Hala! ¡Corre! —le dicen los monteros.
El niño echa a correr.
El general profiere el grito con que acostumbra lanzar a la jauría en pos de las presas, y los perros se arrojan
sobre el niño y lo destrozan ante los ojos de su madre. Al parecer, el general fue sometido a vigilancia. ¿Qué crees tú
que merecía? ¿Se le debía fusilar? Habla, Aliocha.
—Si —respondió Aliocha a media voz, pálido, con una sonrisa crispada.
—¡Bravo! —exclamó Iván, encantado—. Cuando tú lo dices... ¡Ah, el asceta! En tu corazón hay un diablillo,
Aliocha Karamazov.
—He dicho una tontería, pero...
—Sí, pero... Has de saber, novicio, que las tonterías son indispensables en el mundo, que está fundado sobre
ellas. Si no se hicieran tonterías, no pasaría nada aquí abajo. Cada cual sabe lo suyo.
—¿Qué sabes tú?
—No comprendo nada de lo que te he dicho —dijo Iván como soñando—. Y no quiero comprender nada: me
atengo a los hechos. Si los analizo, los transformo.
—¿Por qué me atormentas? —se lamentó Aliocha—. ¿Quieres decírmelo de una vez?
—Sí, te lo voy a decir. Te quiero demasiado para abandonarte en manos del starets Zósimo.
Iván se detuvo. En su semblante había aparecido de pronto una sombra de tristeza.
—Oye, Aliocha: me he limitado a hablar de los niños para ser más claro. No he hablado de las lágrimas humanas
que saturan la tierra, para ser más breve. Confieso humildemente que no comprendo la razón de este estado de cosas.
La culpa es sólo de los hombres. Se les dio el paraíso y codiciaron la libertad, aun sabiendo que serían desgraciados.
Por lo tanto, no merecen piedad alguna. Mi pobre mente terrenal me permite comprender solamente que el dolor
existe, que no hay culpables, que todo se encadena, que todo pasa y se equilibra. Éstas son las pataratas de Euclides, y
yo no puedo vivir apoyándome en ellas. ¿En qué me puede satisfacer todo esto? Lo que necesito es una
compensación; de lo contrario, desapareceré. Y no una compensación en cualquier parte, en el infinito, sino aquí
abajo, una compensación que yo pueda ver.
Yo he creído, y quiero ser testigo del resultado, y si entonces ya he muerto, que me resuciten. Sería muy triste
que todo ocurriese sin que yo lo percibiera. No quiero que mi cuerpo, con sus sufrimientos y sus faltas, sirva tan sólo
para contribuir a la armonía futura en beneficio de no sé quién. Quiero ver con mis propios ojos a la cierva durmiendo
junto al león, a la víctima besando a su verdugo. Sobre este deseo reposan todas las religiones, y yo tengo fe. Quiero
estar presente cuando todos se enteren del porqué de las cosas. ¿Pero qué papel tienen en todo esto los niños? No
puedo resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de
participar en ello los niños? No se comprende por qué también ellos han de padecer para cooperar al logro de esa
armonía, por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo la solidaridad entre el pecado y el castigo,
pero ésta no puede aplicarse a un niño inocente. Que éste sea culpable de las faltas de sus padres es una cuestión que
no pertenece a nuestro mundo y que yo no comprendo. El malintencionado afirmará que los niños irán creciendo y
llegarán a la edad de los pecados, pero el chiquillo que murió destrozado por los perros no tuvo tiempo de crecer...
No estoy blasfemando, Aliocha. Comprendo cómo se estremecerá el universo cuando el cielo y la tierra se unan en un
grito de alegría, cuando todo lo que vive o haya vivido exclame: « ¡Tienes razón, Señor! ¡Se nos han revelado tus
caminos!»; cuando el verdugo, la madre y el niño se abracen y digan con lágrimas en los ojos: «¡Tienes razón,
Señor!» Sin duda, entonces se hará la luz y todo se explicará. Lo malo es que yo no puedo admitir semejante
solución. Y procedo en consecuencia durante mi estancia en este mundo.
Créeme, Aliocha: acaso viva hasta ese momento o resucite entonces, tal vez grite con todos los demás, cuando la
madre abrace al verdugo de su hijo: «¡Tienes razón, Señor!», pero lo haré contra mi voluntad. Ahora que puedo, me
niego a aceptar esta armonía superior. Opino que vale menos que una lágrima de niño, una lágrima de esa pobre
criatura que se golpeaba el pecho y rogaba a Dios en su rincón infecto. Sí, esa armonía vale menos que estas lágrimas
que no se han pagado. Mientras sea así, no se puede hablar de armonía. Borrar esas lágrimas es imposible. «Los
verdugos padecerán en el infierno», me dirás. ¿Pero qué valor puede tener este castigo, cuando los niños han tenido
también su infierno? Por otra parte, ¿qué armonía es esa que requiere el infierno? Yo deseo el perdón, el beso
universal, la supresión del dolor.
Y si el tormento de los niños ha de contribuir al conjunto de los dolores necesarios para la adquisición de la
verdad, afirmo con plena convicción que tal verdad no vale un precio tan alto. No quiero que la madre perdone al
verdugo: no tiene derecho a hacerlo. Le puede perdonar su dolor de madre, pero no el de su hijo, despedazado por los
perros. Aunque su hijo concediera el perdón, ella no tiene derecho a concederlo. Y si el derecho de perdonar no
existe, ¿adónde va a parar la armonía eterna? ¿Hay en el mundo algún ser que tenga tal derecho? Mi amor a la
humanidad me impide desear esa armonía. Prefiero conservar mis dolores y mi indignación no rescatados, ¡aunque
me equivoque! Además, se ha enrarecido la armonía eterna. Cuesta demasiado la entrada. Prefiero devolver la mía.
Como hombre honrado, estoy dispuesto a devolverla inmediatamente. Ésta es mi posición. No niego la existencia de
Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada.
—Eso es rebelarse —dijo Aliocha con suave acento y la cabeza baja.
—¿Rebelarse? Habría preferido no oírte pronunciar esa palabra. ¿Acaso se puede vivir en rebeldía? Y yo quiero
vivir. Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer
definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno
solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te
prestarías a ello? Responde sinceramente.
—No, no me prestaría.
—Eso significa que no admites que los hombres acepten la felicidad pagada con la sangre de un pequeño mártir.
—Efectivamente, hermano mío, yo no estoy de acuerdo con eso —dijo Aliocha con ojos brillantes—. Antes has
preguntado si hay en el mundo un solo ser que tenga el derecho de perdonar. Pues sí, ese ser existe. Él puede
perdonarlo todo y puede perdonar a todos, pues ha vertido su sangre inocente por todos y para todos. Te has olvidado
de Él, es Ése al que se grita: «¡Tienes razón, Señor! ¡Tus caminos se nos han revelado!»
—¡Ah, sí! El único libre de pecado, el que ha vertido su sangre... No, no lo había olvidado. Es más, me
sorprendía que no lo hubieras sacado ya a relucir, pues vosotros soléis empezar vuestras discusiones mencionándolo...
(sigue luego el poema del Gran Inquisidor)

DOSTOYEVSKI F., Los hermanos Karamazov.

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