Mayo24, Reflexiones para La Reforma Del CCyC

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Reflexiones preliminares para una eventual reforma del Código Civil y

Comercial y la Ley de Defensa del Consumidor


Autor:
Shina, Fernando

Cita: RC D 206/2024
Encabezado:

En esta oportunidad, el autor expone las reglas generales que señalan la necesidad de una reforma del Código
Civil y Comercial y la Ley de Defensa del Consumidor para optimizar el ordenamiento jurídico en general y,
particularmente las relaciones de consumo, aplicando para ello los avances de las neurociencias y de la
psicología del comportamiento.

Sumario:

I. Palabras preliminares. II. Derechos humanos, sujetos hipervulnerables y consumidores de bienes y servicios:
El fin del embriagador populismo legislativo. III. El narcisismo jurídico. IV. Una libertad demasiado parecida a la
resignación. V. El optimismo irracional nos gobierna y NO delibera. VI. El descomunal error de confundir sesgos
cognitivos con vicios de la voluntad. VII. Algunas conclusiones no terminativas.

Reflexiones preliminares para una eventual reforma del Código Civil y Comercial y la Ley de Defensa del
Consumidor

I. Palabras preliminares

Durante los últimos años, hemos dedicado especial atención al estudio de las neurociencias. A la primera
fascinación que nos provocó la lectura de los autores más destacados del mundo en esa materia (Kahneman,
Thaler, Ariely, Schiller, Akerlof, Burnett, Gazzaniga, Goleman, Sigman, Bachrach, por solo mencionar algunos)
siguió la ambiciosa intención de aplicar esos conocimientos a las ciencias jurídicas.

No queremos ser divulgadores de ideas, sino utilizarlas para mejorar el Derecho Privado, que sí es nuestro
hábitat natural. Más aún; pensamos que no se trata de incorporar al sistema legal algunas herramientas de las
neurociencias, sino de aceptar que las evidencias aportadas nos obligan a reformularlo desde sus propias bases.

En distintos trabajos, que se acumulan en varios libros y decenas de artículos publicados, tratamos de explicar
cómo las neurociencias y la psicología del comportamiento impactaron definitivamente en las tres teorías basales
del Derecho Privado; es decir, la teoría general del acto jurídico, la del contrato y la de la responsabilidad.
También señalamos cómo debían incluirse esos nuevos criterios en la normativa vigente, evitando o demorando
los cambios legislativos más profundos.

Pensábamos entonces, y seguimos pensando ahora, que antes de modificar leyes debemos ponernos al día en
el estudio de las teorías que explican, mucho mejor que el derecho, el comportamiento del sujeto.
Lamentablemente, la escuela nacional está muy atrasada en esos aspectos teóricos; esa laguna repercute,
indefectiblemente, en la baja calidad de las leyes, la jurisprudencia y la doctrina que cada uno de nosotros le
ofrece, desde su lugar específico, a la sociedad.

Sin perjuicio de lo dicho, creemos que ha comenzado una nueva etapa. Estimamos que ha llegado el momento
de diseñar normas jurídicas específicas que recepten los principios tomados de las neurociencias. Esas normas,
que desde hace tiempo venimos pensando, serán propuestas como alternativas ante una eventual reforma
legislativa del Código Civil y Comercial y la Ley de Defensa del Consumidor.

En este primer artículo, vamos a exponer las reglas más generales que señalan la necesidad de una reforma; en

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sucesivas presentaciones, iremos avanzando con la presentación de las normas necesarias para optimizar el
ordenamiento jurídico en general y, particularmente las relaciones de consumo. Es allí donde mejor se aplican los
conocimientos de las neurociencias y la psicología del comportamiento.

II. Derechos humanos, sujetos hipervulnerables y consumidores de bienes y servicios: El fin del
embriagador populismo legislativo

Hace años que venimos sosteniendo, en una soledad que no nos angustia ni acompleja, que los problemas que
perjudican a las relaciones de consumo, es decir, a más del 90 % de las relaciones jurídicas actuales, no están
relacionados con las cláusulas abusivas de los contratos, ni con los tratos discriminatorios, ni con la codicia de
los proveedores, ni con la hipervulnerabilidad de los consumidores, ni con los derechos humanos.

La solución, o al menos el mejoramiento de las relaciones de consumo, no sucederá por enunciar falsas
identidades entre los Derechos Humanos y la adquisición de televisores gigantes, teléfonos diminutos y
computadoras ultralivianas.

Los DDHH, que nos hemos acostumbrado a usar con una amplitud inapropiada, están relacionados con la
pobreza extrema que padecen millones de personas en el mundo antes que con la compra de un
electrodoméstico o una prenda de vestir[1].

Mucho menos útil será buscar las soluciones en la creación de categorías de sujetos colectivos como los
llamados hipervulnerables. Ni siquiera los creadores de esta inquietante entidad pueden precisar a quienes
pretende incluir, ni cuáles son sus derechos o qué tutela legal efectiva les corresponde.

La Secretaría de Comercio de la Nación emitió, hace algunos años, la Res. 139/20 donde define a los sujetos
hipervulnerables: "Establécese que a los fines de lo previsto en el artículo 1 de la Ley 24240 se consideran
consumidores hipervulnerables, a aquellos consumidores que sean personas humanas y que se encuentren en
otras situaciones de vulnerabilidad en razón de su edad, género, estado físico o mental, o por circunstancias
sociales, económicas, étnicas y/o culturales, que provoquen especiales dificultades para ejercer con plenitud sus
derechos como consumidores. Asimismo, podrán ser considerados consumidores hipervulnerables las personas
jurídicas sin fines de lucro que orienten sus objetos sociales a los colectivos comprendidos en el presente
artículo".

Frente a semejante dislate normativo, cabe preguntarse si existe en el planeta tierra alguna persona que NO
tenga una condición hipervulnerable relacionada con su edad, su género, su estado físico o mental, sus
circunstancias económicas, étnicas, sociales o culturales, que les dificulte su acceso al consumo de bienes y
servicios. Esa generalidad absoluta neutraliza cualquier posible aplicación de esa normativa tan disparatada. Por
otra parte, ¿qué atribuciones jurisdiccionales tiene esa secretaría que, en algunos momentos de la historia de
nuestro país aparece artificialmente inflada con las hormonas del autoritarismo populista, para modificar,
reglamentar o interpretar los alcances y contenidos de una ley nacional como lo es la Ley 24240? No es un
pregunta; es un enunciado retórico: la Secretaría de Comercio de la Nación NO tiene ninguna facultad
jurisdiccional en ese sentido.

La definición de sujeto hipervulnerable propuesta es completamente absurda por su falta de precisión. Ella
permite deducir que todas las personas -humanas o jurídicas- pueden ser, al mismo tiempo, vulnerables, no
vulnerables o hipervulnerables, sin que se sepa cuando se cambia de estado, ni cuando se asume el estado
siguiente. La Resolución 139/20 es otra insensatez normativa propia de un país embriagado por el más rancio
populismo legislativo.

Pensamos que la inclusión de temáticas tan abstractas demora las soluciones que necesitan los consumidores
de las sociedades de consumo modernas. Aun sabiendo que nuestras críticas no tienen buena acogida en la
doctrina, insistimos en señalar que los problemas y las soluciones que requieren las relaciones de consumo
deben buscarse profundizando los estudios de psicología del comportamiento.

Hace años que sostenemos que las relaciones de consumo tienen menos vinculación con las normas jurídicas

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que con los hábitos de conducta que desarrollamos TODOS los seres humanos. Para entender las relaciones de
consumo primero tenemos que estudiar psicología del comportamiento y luego hacer las normas jurídicas que
regulen esas conductas. Sin embargo, hacemos exactamente lo contrario: primero pensamos en reformar leyes y
luego tratamos que nuestro comportamiento se ajuste a ese abstracto ideal jurídico. Es necesario dar vuelta la
página de esa lógica fallida y entender que el consumo de bienes y servicios es un acto psíquico complejo que
debe ser abordado con técnicas, herramientas y conocimientos de otras ciencias.

III. El narcisismo jurídico

Si tuviéramos que dar una rápida definición del narcisismo, utilizando malamente la teoría freudiana, podríamos
decir que ese concepto refiere a un estado psicológico en el cual el sujeto experimenta una exagerada
ponderación de sus virtudes. Esa percepción, generalmente viene acompañada de una inexplicable sensación de
grandilocuencia. En algún sentido, todos somos un poco narcisistas y cada uno lo es a su manera.

El derecho nacional no es ajeno a este fenómeno de la psicología y quizás eso explique porque le cuesta tanto
entender que tomamos decisiones con bajísimos niveles de discernimiento intelectual, intención real y libertad
sustantiva. La ciencia jurídica, empalagada por un severo narcisismo que no cede con el paso del tiempo, se
resiste a entender que nuestra inteligencia racional es menos inteligente de lo que imaginábamos.

La teoría clásica, a pesar de la enorme cantidad de data científica que señala este error en la concepción de la
persona, sigue elaborando sus ejes a partir de un sujeto puramente racional que NO existe. La gran crisis que
atraviesa la ciencia jurídica está motivada por el torpe intento de regular normativamente la conducta de un sujeto
que no conoce. Por ejemplo; si se toma el deber de informar en las relaciones de consumos, se advertirá el
derroche de esfuerzos normativos para intentar, sin éxito, brindarle información al sujeto, pero sin considerar que
los sujetos le tienen aversión a ser informados. Y así hay decenas de ejemplos que dan cuenta de la existencia
de leyes dirigidas a seres imaginarios, irreales.

La psicología del comportamiento hace más de medio siglo que sabe esto. En un didáctico y esclarecedor
'paper' académico, publicado en una revista de psicología de la Universidad Católica Argentina, Nuria Cortada de
Kohan y Guillermo Macbeth, postulan que "Finalmente, Herbert Simon (1957) señaló que el modelo de elección
racional era un estándar poco realista para el juicio humano. Propuso un criterio más limitado para la realidad del
accionar que llamó racionalidad limitada (bounded rationality) y que reconocía en el proceso mental humano
limitaciones; las personas eligen y razonan racionalmente pero solamente dentro de las restricciones impuestas
por su búsqueda limitada y sus capacidades de cálculo"[2].

En sumario: diez años antes de la Ley 17711 (1968) ya se sabía que la conducta puramente racional, postulada
en la teoría general del acto jurídico, iba contra la evidencia científica: nuestro derecho también llegó tarde a esa
discusión que ocurría a mitad del siglo pasado.

Esa gravísima falla teórica, incrustada en la concepción del individuo, no puede arreglarse modificando leyes
viejas o creando nuevas. Nuestro ordenamiento jurídico tiene que modificar sus tres teorías centrales; a saber: a)
la teoría general del acto jurídico; b) la teoría general del contrato y c) la teoría general de la responsabilidad.

Lamentablemente, no tenemos motivos para ser optimistas. Nuestros juristas más jóvenes y brillantes siguen
aferrados a esas concepciones agotadas por el paso del tiempo. Chamatropulos, por caso, señala que "... luego
de tantos estudios e investigaciones citados, muchos podrían poner en duda la existencia misma de la
voluntariedad en la conducta humana y, a partir de dicha negación, quitarle todo sostén a la idea de la
responsabilidad jurídica, de los actos jurídicos y de los contratos. Esta postura debe rechazarse... no se cuenta
con evidencias consistentes que den cuenta de que la libertad de acción sea una mera sensación"[3].

El autor llega a semejante conclusión luego de analizar, a lo largo de cientos de páginas, el pensamiento de los
investigadores más importantes del mundo que, sin incurrir en la más mínima vacilación, explican que esa
voluntad, artificialmente integrada por el discernimiento, la intención y la libertad es una ficción ingenua que
desorienta a las ciencias sociales. ¿Qué otras evidencias se precisan para entender que la construcción de la
teoría del acto jurídico actual se basa en categorías conceptuales equivocadas? Sin un buen diagnóstico es

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imposible encontrar las mejores soluciones para un sistema legal tan obsoleto como el nuestro.

El narcisismo que nos embriaga es, al mismo tiempo, el martirio que nos condena. Narciso fue castigado por los
dioses debido a su vanidad excesiva. La condena consistió en enamorarse de sí mismo; ver su imagen reflejada
en las aguas cristalinas y no poder tomarla para sí porque era símismo. Obnubilado por la mismidad de una
belleza que no podía poseer, Narciso se quita la vida ahogándose en el regocijo de la autocontemplación. El
derecho sigue ese camino.

IV. Una libertad demasiado parecida a la resignación

Desde fines del Siglo XIX (1871) nuestro sistema legal postula que el acto jurídico es una fórmula integrada por el
discernimiento, la intención y la libertad (ver art. 897 del CC)[4].

Esa receta se mantuvo, sin cambios, en la última reforma del CCyC que tuvo lugar en el año 2017. El actual art.
261 dice lo mismo que decía su antecesor ciento cincuenta años atrás[5]. En ambos casos, el acto jurídico se
constituye con una voluntad integrada con el discernimiento, la intención y la libertad del sujeto.

Como ya explicamos en el punto anterior, la evidencia científica demuestra que nuestro escaso discernimiento
está acompañado de una difusa intencionalidad y una libertad ilusoria que suele equiparse con la voluntad.
¿Acaso puede decirse que existe alguna similitud entre la libertad de elegir algo y la actitud de conformarse con
lo que finalmente se ha podido elegir? ¿Es lo mismo elegir (libremente) un Mercedes Benz que aceptar
(libremente) un Fiat Duna? ¿Alguien puede pensar que la resignación es una formulación libertaria?

La doctrina nacional sostiene, con escasos contrapuntos, que la libertad "... alude a la espontaneidad del actuar
voluntario, caracterizada por... la posibilidad de elección entre distintas opciones..."[6] o, como señala el Prof.
Tobías en la obra que dirige Alterini, "... la posibilidad de celebrar un acto sin coacciones externas, es decir,
poder elegir espontáneamente entre varias determinaciones"[7].

Estas teorías, recitadas de memoria por nuestros escolares, son insuficientes para explicar porque millones de
personas eligen, espontáneamente, NO comprar el auto de la escudería alemana y eligen, libremente, adquirir el
Fiat Duna criollo. Tampoco sirven para explicar porque una persona, con más recursos emocionales que
financieros, decide libremente comprar un auto que, previsiblemente, no podrá pagar.

Lo cierto es que la libertad no tiene mucho que ver con los actos jurídicos y menos aún con la compleja trama
emocional que determinan nuestras decisiones. Para decirlo en pocas palabras: nuestra ciencia jurídica, aferrada
a una brújula descompuesta, naufraga entre la neblinosa ingenuidad y la ignorancia complaciente.

V. El optimismo irracional nos gobierna y NO delibera

Las neurociencias y la llamada economía del comportamiento han superado estas cuestiones hace más de
medio siglo. La mayoría de nosotros, dicen Thaler y Sunstein, estamos muy ocupados atendiendo las
complicaciones de nuestras vidas. No podemos perder demasiado tiempo analizando cada una de las decisiones
que tomamos a diario. Cuando tenemos que emitir juicios o presentar conjeturas, nos valemos de reglas básicas
que facilitan la toma de decisiones[8].

Lo que estos célebres investigadores señalan es que carecemos del tiempo y la disposición anímica para
discernir sobre las miles de decisiones que tomamos diariamente. Daniel Kahneman, en una de sus últimas
colaboraciones para el Harvard Bussiness Review, volvía a explicar que "La mayoría de la gente es sumamente
optimista. Los estudios sobre cognición humana atribuyen este exceso de optimismo a numerosos motivos. Uno
de los más poderosos es la tendencia de los individuos a exagerar el propio talente, a creer que están por
encima de la media en su asignación de características y habilidades positivas"[9].

Nuestras decisiones casi nunca son fruto de la deliberación, sino de un optimismo irracional. Ese sesgo optimista
es el que nos impulsa a pensar, impensadamente, que vamos a poder hacer lo que todos saben que no
podremos hacer.

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La conducta humana es la antítesis de esa trilogía utópica que forman el discernimiento, la intención y la libertad.
En sentido similar, Thaler y Sunstein hablan de una "... tendencia sistemática al optimismo no realista..."[10].

Entre nosotros, Chamatropulos se ocupa de este asunto y describe al ‘sobreoptimismo' como un rasgo de la
personalidad, admitiendo que "Las personas tienden a confiar excesivamente en que todo irá mejor de lo que
finalmente sucede. Esto implica sobreestimar el poder de la fuerza de voluntad, subestimar el tiempo que llevará
un trabajo o una tarea, etc."[11].

Acierta Chamatropulos en la descripción del fenómeno, como así también en el entendimiento que Kahneman y
otros investigadores hacen del sesgo cognitivo del optimismo. Sin embargo, pensamos que se equivoca al no
incluirlo como un estado psíquico del sujeto que requiere tratamiento legal específico.

Vamos a detenernos un poco en esta cuestión. Si aceptamos como cierto (nosotros lo hacemos) que el
optimismo es un sesgo sistemático del comportamiento, que se manifiesta como una descontrolada
sobreestimación de nuestras habilidades, seguida de una imprudente subestimación de las dificultades para
lograr los resultados esperados, es bastante obvio imaginar que ese escenario que describe una facilidad
aparente y una complejidad real es sencillo de manipular. Cualquiera que vaya a sacar, o recuerde haber sacado
un crédito, recordará que la oferta siempre alude al escaso valor de las ‘minicuotitas' que, por lo tanto, no
significan NINGUNA dificultad para pagarlas. No obstante, todos saben -ex post facto- que esa insignificancia
financiera fue la puerta de entrada al laberinto sin salida del sobreendeudamiento.

El exagerado optimismo a la hora de contraer el crédito y la abrumadora dificultad a la hora de pagarlo es un


clásico de las neurociencias, pero también de la manipulación antijurídica. Sin embargo, nuestros doctrinarios
omiten considerar esta parte del sobreoptimismo o, peor aún, desestiman su relevancia para darle un tratamiento
normativo apropiado, "Lo planteado es superfluo, dice Chamatropulos, pues los actuales vicios de la voluntad
(error, dolo violencia) contienen con suficiencia la situación fáctica descripta"[12].

Por nuestra parte, sostenemos que las manipulaciones de los sesgos cognitivos generan daños y que, debido a
su complejidad, requieren de un tratamiento legal específico que por el momento no existe en nuestro
ordenamiento.

VI. El descomunal error de confundir sesgos cognitivos con vicios de la voluntad

La doctrina nacional mayoritaria no termina de entender que los sesgos cognitivos no son vicios de la voluntad.
El sesgo es una característica estructural del sistema cognitivo. Por lo tanto, su existencia no se define por la
menor o mayor fuerza de la voluntad del sujeto, sino por la propia condición humana.

Un vicio de la voluntad es una situación circunstancial que nos sorprende furtivamente, ya sea con un engaño
que descubrimos cuando ya es demasiado tarde, o provocándonos un terror que nos inhibe de actuar o nos
obliga a hacer de una forma determinada. Por el contrario, el sesgo cognitivo no aparece repentinamente, sino
que es una característica humana que nos acompaña, durante toda la vida, desde el momento en que nacemos.
No hace falta la intervención de ningún suceso exterior a nosotros mismos para que tengamos una visión
sesgada del universo y sus infinitos dilemas.

Este gravísimo error teórico es el que mejor describe y determina el ocaso de las teorías clásicas del acto
jurídico, el contrato y la responsabilidad. Nuestros teóricos del derecho no terminan de entender que la mayoría
de nuestros errores no obedecen a vicios de la voluntad, sino al involuntario predominio de los sesgos cognitivos.

Kahneman y Tversky, fueron los primeros en explicar este malentendido, tan persistente, que afecta a la mayoría
de las ciencias sociales. En algunos casos, como ocurre nuestra escuela de derecho, el error teórico se
manifiesta con una tozudez tan rigurosamente entrenada que es difícil imaginar un mejoramiento cercano.

"Los científicos sociales de la década de 1970 aceptaban generalmente dos ideas acerca de la naturaleza
humana -explica Kahneman. La primera es que la gente es generalmente racional, y su pensamiento

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normalmente sano. Y la segunda, que las emociones como el miedo, el afecto y el odio explican la mayoría de
las situaciones en las que la gente se aleja de la racionalidad. Nuestro artículo desafiaba a estas dos
suposiciones ... Documentamos de manera sistemática errores en el pensamiento de gente normal y buscamos
el origen de dichos errores en el diseño de la maquinaria de la cognición más que en la alteración del
pensamiento por la emoción"[13].

Lo que Kahneman y Tversky sostenían, hace más de medio siglo, es que no somos tan racionales como
pensamos y que, además, no se requiere la aparición de ningún vicio de la voluntad para que tomemos
decisiones perjudiciales para nosotros mismos.

La teoría general del acto jurídico se ha estructurado a partir de una concepción fallida del sujeto, una concepción
que lo ubica como una entidad racional que solo puede fallar frente a la aparición de obstáculos (vicios) que
inhiban el ejercicio de su voluntad.

Alcanza con analizar superficialmente el art. 260 del CCyC para entender que el derecho nos concibe como
seres racionales cuyo comportamiento puede ser alterado, en forma ocasional, por la presencia de un error, un
fraude o una violencia exterior al sujeto (ver art. 265 a 278 del CCyC), o por la creación de un estado de
necesidad provocado por una debilidad psíquica, o inexperiencia del sujeto (ver art. 332, CCyC).

La comprobada existencia de los llamados ‘errores de sesgo' y fácil manipulación que de ellos puede hacerse
sin viciar la voluntad del sujeto es lo que definitivamente pudrió la teoría clásica del acto jurídico, convirtiendo al
discernimiento, la intención y la libertad en los pintorescos protagonistas de un cuento de hadas.

Empero, a pesar de las evidencias científicas disponibles, la escuela nacional se muestra poco dispuesta a
abandonar el bosque encantando de la libertad ficticia: "Asumir un criterio contrario sería abrir un camino hacia
una casuística innecesaria que, una vez activada, no se sabe dónde podría terminar...", concluye
Chamatropulos[14].

Estamos en las antípodas de este pensamiento. La ciencia merece ese nombre sustantivo únicamente cuando
explora la geografía desconocida. La investigación realizada en el campo conocido es, en el mejor de los casos,
la divulgación de ideas de moda.

¡Necesitamos abrir puertas, no apagar luces! Hasta que no se comprenda cómo funciona el ser humano
seguiremos atascados en el narcisismo teórico descripto en los párrafos anteriores.

VII. Algunas conclusiones no terminativas

1. Es un error pensar que las relaciones de consumo van a mejorar por el hecho de sostener una falsa identidad
con los DDHH o por asignarle la condición de 'hipervulnerables' a un colectivo de sujetos que solo existe en
elucubraciones teóricas de incomprobable utilidad.

2. La doctrina clásica sostiene sus tres teorías basales (acto jurídico, contrato y responsabilidad) a partir de un
sujeto puramente racional que no existe, sin considerar la enorme cantidad de evidencias científicas que señalan
este gravísimo error en la concepción de la persona.

3. Daniel Kahneman, entre otros científicos de nuestra época, explica que nuestras decisiones casi nunca son
fruto del discernimiento, sino de los sesgos cognitivos que integran la estructura psíquica del sujeto.

4. Los sesgos cognitivos no son vicios de la voluntad. El sesgo es una característica estructural del sistema
cognitivo. Su existencia no se define por la menor o mayor fuerza de la voluntad del sujeto.

5. Una eventual reforma del Código Civil y Comercial y la Ley de defensas del Consumidor debe incluir estas
nociones para evitar otro seguro fracaso.

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[1] "Casi 700 millones de personas en todo el mundo viven en situación de pobreza extrema y
subsisten con menos de USD 2,15 al día, esto es la línea de pobreza extrema. Más de la mitad de
esta población se encuentra en África subsahariana... Las perspectivas son también
desalentadoras para casi la mitad de la población mundial, que vive con menos de USD 6,85 al día,
el indicador utilizado para los países de ingreso mediano alto".
https://www.bancomundial.org/es/topic/poverty/overview. (Consultado el 13/05/2024).

[2] Cortada de Kohan, N., Macbeth, G. (2006), Los sesgos cognitivos en la toma de decisiones [en
línea]. Revista de Psicología, http://bibliotecadigital.uca.edu.ar/repositorio/revistas/sesgos-cognitivos-
toma-de-decisiones-kohan.pdf, fecha de captura: 13/04/2024.

[3] Chamatropulos, Demetrio Alejandro, El deber de información frente a las decisiones No Racionales
del consumidor, Buenos Aires, L.L., 2024, pg. 726.

[4] Art. 897, CC.: Los hechos humanos son voluntarios o involuntarios. Los hechos se juzgan
voluntarios, si son ejecutados con discernimiento, intención y libertad.

[5] Art. 260, CCyC.: Acto voluntario. El acto voluntario es el ejecutado con discernimiento, intención y
libertad, que se manifiesta por un hecho exterior.

[6] Fabiano, Aidilio Gustavo, en Lorenzetti, Ricardo Luis (Dir. Gral.), Código Civil y Comercial
explicado. Título Preliminar, Buenos Aires, Rubinzal-Culzoni Editores, 2020, p. 428.

[7] Alterini, Jorge H., (Dir. Gral.), Código Civil y Comercial Comentado, Buenos Aires, L.L., 2016, T. II,
p. 178.

[8] Ver Thaler-Sunstein, Un pequeño empujón..., p. 38.

[9] Kahneman, Daniel, La falsa ilusión del éxito, Buenos Aires, Conecta, 2021, p. 20.

[10] Thaler-Sunstein, Un pequeño empujón..., p. 22.

[11] Chamatropulos, Demetrio Alejandro, El deber de información ..., p. 529.

[12] Chamatropulos, Demetrio Alejandro, El deber de información ..., p. 729.

[13] Kahneman, Daniel, Pensar rápido, pensar despacio, Joaquín Chamorro Mielke (Trad.), Buenos
Aires, Debate, 2018, p. 20.

[14] Chamatropulos, Demetrio Alejandro, El deber de información ... pg. 729.

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