Millas Autobus Intercambio
Millas Autobus Intercambio
Millas Autobus Intercambio
Él trabajó durante toda su vida en una ferretería del centro. A las ocho y media de la mañana llegaba a la
parada del autobús y tomaba el primero, que no tardaba más de diez minutos. Ella trabajó también
durante toda su vida en una mercería. Solía coger el autobús tres paradas después de la de él y se bajaba
una antes. Debían salir a horas diferentes, pues por las tardes nunca coincidían.
Jamás se hablaron. Si había asientos libres, se sentaban de manera que cada uno pudiera ver al
otro. Cuando el autobús iba lleno, se ponían en la parte de atrás, contemplando la calle y sintiendo cada
uno de ellos la cercana presencia del otro.
Cogían las vacaciones el mismo mes, agosto, de manera que los primeros días de septiembre se
miraban con más intensidad que el resto del año. Él solía regresar más moreno que ella, que tenía la piel
muy blanca y seguramente algo delicada. Ninguno de ellos llegó a saber jamás cómo era la vida del otro:
si estaba casado, si tenía hijos, si era feliz.
A lo largo de todos aquellos años se fueron lanzando mensajes no verbales sobre los que se podía
especular ampliamente. Ella, por ejemplo, cogió la costumbre de llevar en el bolso una novela que a veces
leía o fingía leer. A él le pareció eso un síntoma de sensibilidad al que respondió comprándose todos los
días el periódico. Lo llevaba abierto por las páginas de internacional, como para sugerir que era un hombre
informado y preocupado por los problemas del mundo. Si alguna vez por la razón que fuera, ella faltaba
a esa cita no acordada, él perdía el interés por todo y abandonaba el periódico en un asiento del autobús,
sin haberlo leído.
Así, durante una temporada en que ella estuvo enferma, él adelgazó varios kilos y descuidó su
aseo personal hasta que le llamaron la atención en la ferretería: alguien que trabajaba con el público tenía
la obligación de afeitarse a diario.
Cuando al fin regresó, los dos parecían unos resucitados: ella, porque había sido operada a vida o
muerte de una perforación intestinal de la que no se había quejado para no faltar a la cita; él, porque
había enfermado de amor y melancolía. Pero, a los pocos días de volver a verse, ambos ganaron peso y
comenzaron a asearse para el otro con el cuidado de antes.
Por aquellas fechas, él ascendió a encargado de la ferretería y se compró una agenda. Entonces,
se sentaba tan cerca como podía de ella, la abría, y con un bolígrafo hacía complicadas anotaciones que
sugerían muchos compromisos. Además, comenzó a llevar corbata, lo que obligó a ella, que siempre había
ido muy arreglada, a cuidar más los complementos de sus vestidos. En aquella época ya no eran jóvenes,
pero ella comenzó a ponerse unos pendientes muy grandes y algo llamativos que a él le volvían loco de
deseo. La pasión, en lugar de disminuir con los años, crecía alimentada por el silencio y la falta de datos
que cada uno tenía sobre el otro.
Pasaron otoños, primaveras, inviernos. A veces llovía y el viento aplastaba las gotas de lluvia
contra los cristales del autobús, difuminando el paisaje urbano. Entonces, él imaginaba que el autobús era
la casa de los dos. Había hecho unas divisiones imaginarias para colocar la cocina, el dormitorio de ellos,
el cuarto de baño. E imaginaba una vida feliz: ellos vivían en el autobús, que no paraba de dar vueltas
alrededor de la ciudad, y la lluvia o la niebla los protegía de las miradas de los de afuera. No había
navidades, ni veranos, ni semanas santas. Todo el tiempo llovía y ellos viajaban solos, eternamente, sin
hablarse, sin saber nada de sí mismos. Abrazados.
Así fueron haciéndose mayores, envejeciendo sin dejar de mirarse. Y cuanto más mayores eran,
más se amaban; y cuanto más se amaban más dificultades tenían para acercarse el uno al otro.
Y un día a él le dijeron que tenía que jubilarse y no lo entendió, pero de todas formas le hicieron
los papeles y le rogaron que no volviera por la ferretería. Durante algún tiempo, siguió tomando el autobús
a la hora de siempre, hasta que llegó al punto de no poder justificar frente a su mujer esas raras salidas.
De todos modos, a los pocos meses también ella se jubiló y el autobús dejó de ser su casa.
Ambos fueron languideciéndose por separado. Él murió a los tres años de jubilarse y ella murió
unos meses después. Casualmente fueron enterrados en dos nichos contiguos, donde seguramente cada
uno siente la cercanía del otro y sueñan que el paraíso es un autobús sin paradas.
Un curioso intercambio
Juan José Millás
Aquel hombre fue con su hijo, de cuatro años, a unos grandes almacenes para ver a los Reyes Magos, que
tenían instalado un quiosco junto a la sección de juguetería. Había mucha gente y los servicios de
seguridad estaban muy ocupados con tantas familias que habían ido a lo mismo. El hombre, que era algo
claustrofóbico, empezó a sentirse mal entre las multitudes, de manera que a la media hora de soportar la
asfixia y los empujones decidió marcharse.
Al llegar a la calle notó que el niño que llevaba de la mano no era el suyo. El niño y él se miraron
perplejos, aunque ninguno de los dos dijo nada. La reacción inmediata del hombre fue regresar al tumulto
para recuperar a su hijo. Pero cuando pensó que seguramente no lo encontraría en seguida, y que tendría
que ir a la comisaría para poner una denuncia, decidió hacer como que no se había dado cuenta. Entraría
en casa con naturalidad, con el niño de la mano, y sería oficialmente su mujer la primera en notar el
cambio. Confiaba en que fuera ella la que se ocupara de toda la molesta tramitación para recuperar a un
niño y devolver al otro.
Afortunadamente, el niño no daba señales de angustia. Caminaba, dócil, junto a él, como si
también temiera que la aceptación de error fuera más complicada que su negación. Entonces, el hombre
notó que el niño todavía llevaba en la mano la carta a los Reyes Magos. Le dio pena y buscó un buzón de
correos asegurándole que de ese modo llegaría también a su destino. Después, para compensarle, le invitó
a tomar chocolate con churros en una cafetería. Entró en casa con naturalidad y saludó a su mujer, que
estaba viendo su programa favorito de televisión. El hombre esperaba que ella diera un grito y se pusiera
inmediatamente a llamar a la policía mientras él fingía un desmayo para no tener que participar en todo
el follón que sin duda se iba a hacer. Pero su mujer miró al niño y, después de unos segundos de duda, le
dio un beso y le preguntó si había conseguido ver a los Reyes Magos.
-Hemos echado la carta en un buzón- respondió el niño.
-Bueno, también así les llegará- respondió la mujer regresando a su programa favorito de
televisión.
También ella, al parecer, prefería hacer como que no se había dado cuenta para evitar las molestas
complicaciones de aceptar el error. Además, si actuaba en ese momento, se perdía el final del programa.
El hombre se quedó algo confuso, pero ya no podía dar marcha atrás, de manera que llevó al niño al
dormitorio de su hijo y lo dejó jugando mientras se servía un whisky para relajar la tensión. Esa noche
durmió mal, pensando que el niño se despertaría en cualquier momento llamando entre lágrimas a sus
padres verdaderos. Cada vez que abría los ojos, espiaba la respiración de su mujer para ver si ella también
estaba inquieta, pero no llegó a notar nada anormal. En cuanto al niño, durmió perfectamente, mejor que
su propio hijo, que siempre solía despertarse dos o tres veces para pedir agua. Durante los siguientes días,
aprovechando la hora del baño o el momento de ponerle el pijama, comprobó que el niño no tenía
malformaciones. Se extrañaba de que los que se hubieran llevado a su hijo verdadero no hubieran salido
aún en los periódicos o en la televisión denunciando el error. Pensó que se trataría también de una pareja
algo tímida y enemiga de meterse en complicaciones.
El niño se adaptó bien al nuevo hogar, sin hacer en ningún momento comentarios que pusieran
en peligro la estabilidad familiar. En muchos aspectos, era mejor que el hijo propio, pues comía sin
necesidad de que le contaran cuentos y no se hacía pis en la cama. El hombre se acordaba a veces, con un
poco de culpa, de su verdadero hijo, pero se le pasaba en seguida pensando que estaría perfectamente
atendido por un matrimonio de clase media, como los que había visto en la cola de los Reyes Magos, que
le cuidaría con la solicitud con la que él y su mujer se ocupaban del niño que les había tocado. Después de
todo, los niños lo único que necesitan es afecto. A lo mejor hasta había dejado de hacerse pis en la cama
al cambiar de ambiente, lo que sin duda le daría mayores dosis de seguridad.
Es cierto que el hombre llegó a dudar de sí mismo en alguna ocasión, pues todo iba tan bien, todo
era tan normal, que a veces parecía imposible que se hubiera equivocado realmente de hijo. Con éste se
llevaba mejor que con el verdadero, que estaba muy mal criado por su madre y era muy caprichoso. El
nuevo le obedecía en todo y era muy raro que llorase si no le dejaban ver la televisión o le mandaran
pronto a la cama. O sea, que se encariñó con él. Un día, después de Reyes, lo llevó al cine. Se trataba de
una película de dibujos animados y había también más niños que en una macroguardería. El caso es que,
sin saber cómo, al salir del cine observó con sorpresa que llevaba de la mano a su verdadero hijo.
Seguramente, los niños habían visto a sus padres verdaderos y habían hecho el intercambio por su cuenta.
Ninguno de los dos dijo nada. Cuando llegaron a casa, la madre, que estaba viendo la televisión, disimuló
también. Los primeros días fue todo bien, pero en seguida volvió a hacerse pis en la cama y a hacer follones
a la hora de comer. El padre, para consolarse, pensaba con nostalgia en el otro hijo y llevaba todos los
fines de semana al suyo a lugares donde había multitudes con la esperanza, nunca confesada, de que un
nuevo error se lo restituyera.