Las Flechas Del Tiempo - Richard Morris

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Las flechas del tiempo www.librosmaravillosos.

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Colaboración de Sergio Barros 1 Preparado por Patricio Barros


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Reseña

Estudia la naturaleza del tiempo y responde a otras preguntas


esenciales sobre la noción científica del tiempo.; también explica las
antiguas teorías cíclicas y lineales del tiempo. y las controversias
actuales, desde la teoría de la relatividad hasta la noción de
entropía.
La noción del tiempo ha fascinado al hombre desde los albores de la
historia. ¿Cuál es la naturaleza del tiempo? ¿Tiene un inicio y un
final o se prolonga hacia la eternidad? ¿El tiempo indivisible?
Richard Morris respondo a estas preguntas centrándose en la
noción científica del tiempo no sin antes comparar y explicar las
antiguas teorías cíclicas y lineales del tiempo.
Algunos capítulos de este libro estudian en profundidad las
controversias científicas actuales sobre el tiempo, desde la teoría de
la relatividad hasta la noción de entropía.

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Índice
I. ¿Qué es el tiempo?
II. Tiempo cíclico y tiempo lineal
III. Tiempo abstracto
IV. El cálculo infinitesimal y la noción de determinismo
V. El descubrimiento del pasado y la idea de progreso
VI. La edad del mundo
VII. Entropía y dirección del tiempo
VIII. Las cinco flechas del tiempo
IX. Tiempo relativista
X. Tiempo cósmico
XI. Origen y fin del tiempo
XII. ¿Qué es el tiempo?
El autor

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Capítulo I
¿Qué es el tiempo?

Hay preguntas que pueden parecer tan insulsas como para no


concederles demasiada atención, pero también suelen ser
precisamente ésas las más desconcertantes cuando uno se detiene a
analizarlas. En general, las cosas no son tan sencillas como
parecen, y, de golpe percibimos la complejidad que ocultaban,
turbándonos entonces esa misma pregunta, aparentemente sin
importancia.
Dentro de esa categoría se inscribe el interrogante: ¿Qué es el
tiempo? Todos sabemos lo que es el tiempo. Es lo que mide el reloj.
Así de sencillo. Pero si lo analizamos más detenidamente,
descubriremos que éste es un tema complicado, que esa pregunta la
forman, en realidad, muchas más relacionadas con ella. Por
ejemplo, ¿qué es eso que llamamos «el paso del tiempo»? ¿Avanza
siempre el tiempo a la misma velocidad? ¿Fluye como un río, o es el
momento al que llamamos «ahora» el que pasa del presente al
futuro? ¿Cabe imaginar que se pueda parar el tiempo o invertir su
paso? ¿Tuvo el tiempo un principio? De tenerlo, ¿cómo se produjo?
¿Tendrá un final? ¿Qué ocurría antes de que se creara el Universo?
¿Es el tiempo tan sólo una sucesión de acontecimientos, o posee
algún tipo de realidad independiente? ¿Qué es exactamente eso que
mide el reloj?

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Hace unos 1.600 años, san Agustín hizo una observación muy justa
a este respecto. Preguntó: « ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo
pregunta, sé lo que es, pero si se lo quiero explicar a quién me lo
pregunta, entonces, no lo sé.» Por supuesto, no se puede tomar tan
insólita declaración al pie de la letra. Cuando un filósofo dice no
conocer la contestación a una pregunta, generalmente se ha de
esperar que a esa profesión de ignorancia le siga un análisis
exhaustivo. En eso, san Agustín no fue ninguna excepción. Después
de hacer semejante afirmación, desarrolló ampliamente el tema,
concluyendo al final que el tiempo era algo que residía en el alma.
No pretendo estudiar en detalle el análisis que san Agustín hace del
tiempo ni tampoco voy a extenderme sobre la opinión de otros
filósofos que han intentado abordar este tema. Me interesa más
considerar bajo un punto de vista científico la cuestión de lo que es
el tiempo, pues considero que se debe conocer lo que la ciencia
puede desvelar sobre el mismo antes de determinar cuáles son los
planteamientos filosóficos que se le han de aplicar. De enfocar el
tema de cualquier otra manera, el esfuerzo intelectual será
improductivo. Así, sería inútil filosofar sobre el origen de los tiempos
ignorando lo que la física y la cosmología dicen al respecto.
Desde el inicio de la revolución científica del siglo XVI, la ciencia ha
ido apropiándose de muchos de los temas tradicionalmente
pertenecientes a la filosofía. Así es como, para los griegos de la
época clásica, era una actividad filosófica la de indagar la
naturaleza del mundo físico. Platón trató extensamente de

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cosmología en su diálogo Timeo, mientras que Aristóteles escribió


sobre los fenómenos naturales en obras como Física y Meteorología.
Incluso en el siglo XVIII, el filósofo alemán Emmanuel Kant especuló
sobre la naturaleza del espacio. Hoy día, todas estas cosas son
objeto de estudio de las ciencias: la física, la química y la
cosmología.
Aunque los filósofos todavía sigan tratando de algunos asuntos
relacionados con el tiempo, la ciencia, está haciendo suyo el tema de
lo que es el tiempo. En el ámbito de la física, el desarrollo de
disciplinas como la mecánica, la termodinámica y la electrodinámica
ha permitido plantear importantes preguntas y obtener al menos
una respuesta provisional. En el campo de la cosmología, la teoría
del «big bang» sobre el origen del Universo ha abierto el campo a las
especulaciones científicas en torno a cómo se inició el tiempo.
También es evidente que las teorías de Einstein sobre la relatividad
han dado paso a los experimentos y a los análisis teóricos
directamente relacionados con la naturaleza del espacio y del
tiempo.
El siglo XX ha sido una época de grandes descubrimientos de la
física. Por eso estuve a punto de empezar por tratar algunos de los
avances que se situaron poco después de 1900, como, en particular,
la teoría de la relatividad de Einstein, propuesta en 1905. Sin
embargo, concluí que no era esa la mejor forma. Después de todo,
no partieron de Einstein las ideas modernas sobre el tiempo. Por el
contrario, fueron evolucionando lentamente, a través de los siglos, y

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es más fácil comprender el porqué de la visión actual que tenemos


del tiempo conociendo primero la forma en que las ideas fueron
progresando, y los diversos caminos que siguieron quienes
reflexionaron sobre ello.
Existen diferencias relevantes entre el tema del tiempo y temas
científicos como el de la relatividad, o la teoría de las partículas
subatómicas. La relatividad se descubrió durante el primer decenio
de nuestro siglo. Todavía es más reciente el descubrimiento de que
los átomos no son los constituyentes básicos de la materia, ya que
están hechos de partículas aún más pequeñas. Por otra parte, el
tiempo es un asunto sobre el que la humanidad viene meditando
desde hace milenios, quizá desde el mismo comienzo de la
civilización.
Durante siglos, se ha producido una interacción continua entre la
visión filosófica, las tendencias sociales y las ideas científicas sobre
el tiempo. Por consiguiente, comprenderemos mejor el concepto
moderno de tiempo viendo el cómo y el porqué de dichas
interacciones.
En épocas pasadas, la noción del tiempo ha sido, en general,
totalmente diferente de lo que es hoy. No sólo los filósofos y los
eruditos comprendían el tiempo de diferente manera a como lo
vemos nosotros, sino que debía responder a lo que el sentido común
dictara respecto a lo que era la realidad. Pero lo que se consideraba
de «sentido común» hace unos dos mil años poca relación tiene con
lo que se considera de «sentido común» hoy día. Por ejemplo, la

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mayor parte de las civilizaciones antiguas no compartían nuestra


visión del tiempo, como un continuo lineal que se prolonga en un
futuro indefinido. Los pueblos antiguos creían que el tiempo era de
carácter cíclico, o sea, que los acontecimientos históricos seguían
unos esquemas cíclicos, reflejándose dichos esquemas en la propia
naturaleza del tiempo.
En una civilización tras otra, nos encontramos con mitos que
anuncian la destrucción final del mundo, tras lo cual habrá una
nueva creación que dará origen a un nuevo ciclo. Según estos mitos,
el mundo experimentará unos esquemas de acontecimientos
condenados a repetirse indefinidamente. Algunos de estos ciclos
eran francamente complejos. Así, en la antigua Grecia, se creía que
el tiempo seguía un proceso llamado el Gran Año. El destino del
mundo era ser destruido por el hielo durante el Gran Invierno, y por
el fuego durante el Gran Verano. Después de cada cataclismo, se
crearía un nuevo mundo, y la humanidad volvería a progresar
atravesando las edades del oro, de la plata, del bronce y del hierro.
Algunos, como los seguidores del filósofo Pitágoras, los estoicos, y
parte de los filósofos neoplatónicos creían en la doctrina del eterno
retorno. Pensaban que los seres humanos estaban destinados a
volver a nacer en ciclos futuros, y que los mismos acontecimientos
(o similares) se reproducirían una y otra vez. Algunos creían que
habría otra Atenas, otro Sócrates, y otra condena a beber la cicuta.
Naturalmente, no todos aceptaban esas ideas. Pero incluso
Aristóteles, que rechazó la doctrina del eterno retorno, creía que la

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historia seguía unos esquemas cíclicos, y que, en cierto sentido, se


podía considerar el tiempo circular.
En cuanto a nosotros, consideramos generalmente el tiempo como
algo que se prolonga en línea recta hacia el pasado y el futuro. No
creemos que el tiempo sea circular, ni que vuelva a producirse otra
época como la de la Grecia clásica, y tampoco que Sócrates (o
alguien similar a él) vaya a nacer de nuevo. Sí es verdad que
permanecen rastros de la idea de ciclo en nuestro pensamiento. Por
ejemplo, hay quien percibe ciclos en la historia, o quien defiende
teorías cíclicas en la Bolsa. Pero, en conjunto, tenemos tendencia a
considerar el tiempo como una continuidad. Esa forma de pensar la
hemos heredado del cristianismo. Los primeros autores cristianos
recalcaron la importancia de unos hechos históricos que nunca
volverían a repetirse. Para ellos, la historia no evolucionaba por
ciclos, sino que la Creación se había producido en un momento
determinado del tiempo. Cristo sólo murió en la cruz una vez, y sólo
una vez también resucitó de entre los muertos. Finalmente, en
algún momento del futuro, se cumplirían los propósitos de Dios, y
pondría fin al mundo de una manera definitiva.
El concepto lineal del tiempo ha obrado un profundo efecto sobre el
pensamiento occidental. Sin él, sería difícil concebir la idea de
progreso, o hablar de evolución cósmica o biológica. Después de
todo, sería imposible realizar progreso alguno si los mismos
esquemas hubieran de repetirse una y otra vez. Además, de existir
una evolución, debería ser de un tipo que se repitiera

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indefinidamente. Y un cosmos que se repita a sí mismo es


fundamentalmente diferente del que se haya creado en un momento
determinado del tiempo, y vaya evolucionando hasta alcanzar su
estado actual.
El paso de una visión cíclica a una visión lineal del tiempo no es el
único cambio profundo que ha ocurrido. Por ejemplo, hoy día
pensamos en el tiempo como una cantidad abstracta que puede
dividirse en horas, minutos y segundos. Pero no es así como se vio
durante la mayor parte de la historia. Hasta el final de la época
medieval, el tiempo se expresaba en los ciclos de la naturaleza y de
la vida diaria. Si se dividía el día en horas, dichas horas no eran
todas de la misma longitud. Había doce horas de luz de día y doce
horas de oscuridad. De esta forma, las horas del día y de la noche
variaban de longitud durante el año, igualándose sólo durante los
equinoccios de primavera y otoño. Tampoco, por supuesto,
importaba mucho la duración de las horas, ya que la unidad de
trabajo no era la hora, sino el día. El trabajo se empezaba con el
alba y se concluía a la caída del sol. Sólo los monjes de los
monasterios necesitaban saber la hora del día, para dedicarse a sus
oraciones.
Pero cuando se generalizaron los relojes durante el siglo XIV, tomó
consistencia el paso del tiempo. Gradualmente, se llegó a captar
éste de una forma que hubiera sido inconcebible en épocas
anteriores. Fue entonces cuando se dividieron las horas en minutos
y segundos, y cuando los trabajadores de las ciudades empezaron a

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iniciar e interrumpir la labor a horas determinadas. El tiempo se iba


transformando lentamente en una cantidad abstracta con existencia
propia.
La recién descubierta posibilidad de pensar en el tiempo como algo
abstracto fue uno de los factores que precipitó la revolución
científica del siglo XVI. Se puede decir que la física moderna nace
con los estudios de Galileo sobre el movimiento, pero éste no
hubiera podido hacer sus descubrimientos en ese campo de no
haberse dado cuenta de que el tiempo constituía una herramienta
para analizar el movimiento de los cuerpos físicos. No es exagerado
afirmar que fue Galileo quien descubrió que el tiempo era una
cantidad física.
Galileo elaboró, el primero, las leyes que rigen el movimiento de los
cuerpos en caída libre, tras comprender que la aceleración de esos
cuerpos tenía que ver con el tiempo, y que su velocidad se
incrementaba por igual durante cada segundo de su caída. Éste fue
ciertamente un descubrimiento importante. Sus antecesores, en
general, no se habían preocupado mucho de la función del tiempo, y
se inclinaban a pensar que la velocidad de un objeto al caer debía
ser constante, o que la velocidad era proporcional a la distancia
recorrida, no al tiempo.
En el capítulo 3 analizaremos con más detenimiento los
descubrimientos de Galileo. De momento, basta con señalar que su
hallazgo de que el tiempo era una herramienta útil para analizar el
mundo físico abrió una vía que la ciencia aún sigue. No existe

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prácticamente ningún campo de la física que no esté relacionado


con el tiempo. Así, los físicos hablan de los miles de millones de
años que tomó la evolución del Universo, y de las diminutas
fracciones de segundo que representa la vida de las partículas sub
nucleares inestables. El cálculo infinitesimal, la herramienta
matemática que se utiliza en todos los campos de la física, se
inventó en un principio para que los sabios dispusieran de un modo
de estudiar la evolución física de los sistemas en el tiempo.
En los capítulos siguientes, me adentraré en la evolución del
concepto que se ha ido teniendo del tiempo. No se hubiera llegado a
la ciencia moderna de no haberse producido esos cambios de
enfoque. Realmente, la ciencia se desarrolló en la cultura occidental,
y fue sólo ésta la que contempló la idea de un tiempo abstracto,
lineal.
A medida que los sabios iban intentando comprender la naturaleza
del tiempo, iban surgiendo tantas incógnitas como respuestas
hallaban. Cuanto más han sabido del tiempo, más difícil se ha
vuelto el tema. Por ejemplo, los físicos han descubierto cuatro
diferentes «flechas» que pueden usarse para definir la dirección del
tiempo. Pero nadie sabe con seguridad de qué forma las diferentes
flechas del tiempo están relacionadas una con otra, y tampoco cómo
enfocar esa quinta flecha que es la percepción psicológica del
tiempo. Se ha descubierto que, en ciertas circunstancias, se puede
especular sobre el retroceso del tiempo o sobre objetos que viajaran
hacia atrás en el tiempo. Los físicos se han encontrado con que el

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tiempo que han experimentado observadores diferentes no siempre


pueden sincronizarlo entre sí. Y, sin embargo existe un tiempo
cósmico que caracteriza al conjunto del Universo. Los científicos
disponen de pruebas que demuestran la existencia de una
interacción subatómica rara y única que actúa de forma diferente a
cualquier otra con respecto al tiempo. Ignoran, no obstante, la
importancia que puede tener este hecho, si la tiene. Finalmente,
han especulado sobre el principio del tiempo, concluyendo que, en
realidad, no sabe nadie si se trata de un fenómeno lineal que tuvo
un inicio, o si resultará, al final, que es de carácter cíclico.
Con esto, no. pretendo insinuar que no se sabe lo que es el tiempo.
Por el contrario, quiero recordar que cuando se admite que un tema
está lleno de incógnitas suele ser señal de haber alcanzado cierto
grado de conocimiento del mismo. Por mi parte, considero que quien
cree que plantea una incógnita saber lo que es el tiempo tiene un
conocimiento mucho más amplio de la cuestión que el que piensa
que tiempo es «eso que mide el reloj».

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Capítulo II
Tiempo cíclico y tiempo lineal

Los antiguos babilonios eran unos magníficos astrónomos que,


además, fueron registrando sus observaciones durante siglos. Ya en
1800 a.C. disponían de catálogos de las estrellas y tenían
constancia de los movimientos de los planetas. A mediados del siglo
VIII a.C., compilaban los datos que iban observando en el cielo en
fechas determinadas, y aplicaban técnicas matemáticas tan
complejas como las que usaban los astrónomos occidentales en la
época de Copérnico. Incluso después de que Alejandro Magno
subyugara a los babilonios en 331 a.C., éstos siguieron
perfeccionando sus métodos de observación, consiguiendo unos
resultados sorprendentes. Durante la última parte del siglo IV a.C.,
el astrónomo babilonio Kidinnu calculó el movimiento del Sol con
una precisión que no se superó hasta el siglo XX.
Los babilonios llegaron a semejantes resultados sin disponer de
telescopios, ni de relojes precisos, y sin ninguno de los instrumentos
de medición que se encuentran en los observatorios actuales. Se
valieron, en vez de ello, de las observaciones astronómicas que se
habían ido registrando durante centenares de años, y sus
resultados fueron precisos por haberlas llevado a cabo
regularmente. De esta forma, aunque las mediciones en sí
contuvieran inexactitudes, su efecto fue mínimo. Extendiéndose a

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períodos de centenares de años, los errores tienden a anularse por


compensación.
No debemos creer que los babilonios estudiaban lo que acontecía en
el cielo por mera curiosidad intelectual. No propusieron ninguna
teoría que pretendiera explicar los movimientos que observaban en
los cielos nocturnos. Sólo les preocupaba anotar lo que ocurría, y
predecir eclipses, conjunciones y retrogradaciones. Tampoco les
interesaba averiguar por qué se comportaban como lo hacían los
objetos celestes. Tan sólo querían saber lo que había ocurrido en el
pasado, y elaborar técnicas que les permitieran prever los
acontecimientos que se observarían en el futuro.
Los babilonios pensaban que los cielos eran divinos. Tenían
identificados a los planetas con los dioses babilonios, y creían que
escrutando sus movimientos se podían adivinar las intenciones de
los dioses. Así, los astrónomos babilonios, más que científicos, eran
unos sacerdotes que indagaban, e intentaban interpretar, los
augurios celestiales.
Tanto los babilonios como las demás civilizaciones mesopotámicas
antiguas practicaban profusamente las artes de adivinación. Desde
tiempos inmemoriales, los sacerdotes han intentado predecir los
hechos futuros estudiando las vísceras de los animales, u
observando los dibujos que se formaban cuando se echaba aceite en
el agua, o interpretando hechos de tan mal agüero como el
nacimiento de animales deformes. Estaban seguros de que las

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fortunas de reyes y Estados podían adivinarse comunicando con los


seres y las fuerzas sobrenaturales.
En algunas ocasiones, los reyes mesopotámicos no se fiaban de las
predicciones de sus adivinos, pero cuando así ocurría, su
escepticismo solía deberse la mayor parte de las veces a las dudas
que albergaban en cuanto a la honestidad profesional de éstos. No
dudaban de que un rey debía recibir oráculos de los dioses, y llevar
los asuntos de Estado de acuerdo con ellos.
Así es como Mesopotamia se transformó en el lugar de nacimiento
de la astrología. Al principio, los adivinos sólo intentaban
interpretar los presagios del cielo, pero a medida que se fueron
perfeccionando los métodos astronómicos de los babilonios, fueron
tomando mayor importancia la predicción de los movimientos de los
planetas y la de los eclipses. La adivinación astrológica se había ya
vuelto preponderante en la época de la dinastía caldea (entre 625 y
539 a.C.). Los caldeos consideraron que los acontecimientos celestes
podían utilizarse no sólo para prever la fortuna de los reyes y de las
naciones, sino también el destino de cualquier individuo.
Posiblemente, los caldeos no hayan hecho horóscopos, ya que esa
clase de astrología parece haberse desarrollado más adelante,
durante el siglo V a.C., después de que los persas hubieran
sometido a Babilonia. Pero los astrónomos caldeos sí partían de la
idea de que los acontecimientos terrestres seguían un esquema
cíclico. Después de todo, las estrellas y los planetas se movían en

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función de ciclos. De ahí que fuera muy lógico pensar que debían
observarse ciclos semejantes en la Tierra.
Según escritos antiguos, en algún momento comprendido entre 290
y 270 a.C., el sacerdote babilónico Beroso habría emigrado a la isla
griega de Cos, donde impartió enseñanza de la filosofía babilónica.
El filósofo romano Séneca, que vivió unos trescientos años después,
relata que Beroso expuso una doctrina sobre el Gran Año. Según
parece, éste enseñaba que el mundo sufriría periódicamente su total
destrucción, para volver a ser creado, a intervalos periódicos,
cuando todas las estrellas se agolparan en la constelación de
Cáncer. Cada nueva creación marcaría el inicio de un nuevo Gran
Año, durante el cual los acontecimientos que se produjeran en la
Tierra serían paralelos a los del Gran Año inmediatamente anterior.
Según dicha doctrina, los sucesos terrestres mostraban unos
esquemas cíclicos punto por punto paralelos a los que se leían en el
cielo.
Ignoramos cuál es la fiabilidad del relato que hace Séneca de las
creencias en vigor durante la dinastía caldea. Cuesta creer, sobre
todo, que los caldeos pensaran que las estrellas se iban a agolpar
finalmente en una sección del cielo. Con toda seguridad, tenían
suficientes conocimientos de astronomía como para saber que sólo
los planetas cambiaban de posición relativa.
No obstante, es muy probable que los caldeos creyeran en algo
similar al Gran Año. En los escritos griegos de la época clásica
existen numerosas referencias a este concepto, y es probable que lo

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tomaran de los caldeos, quienes constituyeron su mayor fuente de


conocimientos astronómicos.
Durante las épocas clásicas, las vías de comercio que partían de
Mesopotamia llevaban a los puertos griegos del Mediterráneo. Por
esas rutas no circulaban sólo las mercancías, sino también los
conocimientos, pudiéndose así familiarizar los griegos con la cultura
babilónica. Los griegos utilizaron los datos astronómicos registrados
por los babilonios, como lo demuestran las referencias ocasionales
de sus escritos a la astrología de los caldeos. Cabe pues deducir que
lo que llevó a los griegos a especular sobre el Gran Año debieron ser
sus contactos con la civilización mesopotámica.
En su diálogo Timeo, Platón da una definición del Gran Año que
parece algo más razonable que la de Séneca. Según Platón, el Gran
Año tocaría a su fin cuando todos los planetas volvieran a la
posición que habían ocupado en un tiempo remoto. Entonces se
iniciaría otro Gran Año, que, a su vez, culminaría cuando los
planetas hubieran vuelto a su posición inicial. Platón no especificó
la duración del Gran Año. Los comentaristas la situaron, tiempo
después, en unos 36.000 años.
Platón no dice que se produzcan cataclismos cósmicos al final del
Gran Año. Tampoco pretende que éste tenga un principio o un final
definidos. Después de todo, la posición de los planetas sigue siendo
la misma que ocuparan el Gran Año anterior en todo momento. Así,
los planetas se asimilan a un reloj perfectamente preciso.

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Por supuesto que en tiempos de Platón no existía nada similar a un


reloj mecánico. Sin embargo, no por eso resulta descabellado
comparar su visión del movimiento de los planetas con el de las
manecillas del reloj: cada doce horas, se vuelve a la misma posición,
sin que haya ni principio ni final, puesto que el ciclo de doce horas
puede volverse a iniciar desde cualquier punto.
Para Platón, el Gran Año no reviste el mismo significado que para el
sacerdote Beroso y quienes, como Séneca, propagaron sus
doctrinas. A Platón le interesaba menos exponer una teoría cíclica
de los sucesos que indagar en la propia naturaleza del tiempo. A su
forma de ver, el movimiento de los planetas era tiempo. El tiempo
existió a la vez que los cielos, no podía existir sin ellos. Los cielos
eran «la imagen cambiante de la eternidad».
En su diálogo Timeo, Platón nos dice:
Así es como nació el tiempo junto con los cielos, de tal
forma que, habiendo surgido a la vez, habrían de
desaparecer juntos si tal fuera su destino: y se hizo tan
similar como fuera posible a la eternidad, que constituyó su
modelo.
Y:
Son pocos los hombres que son conscientes de los períodos
de (los planetas)... En realidad, son casi inconscientes de
que sus movimientos errantes son tiempo, al dejarles
perplejos su gran número y su asombrosa complejidad. No
por eso deja de poderse percibir con claridad que el número

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temporal perfecto y el año perfecto (Gran Año) llegan a su


culminación cuando las ocho órbitas han cumplido sus
revoluciones totales con relación a las demás, medidas por
el movimiento regular de su órbita.

No sólo Platón defendía la idea de que el tiempo es inseparable de


los movimientos periódicos que se observan en el cielo, puesto que
acompaña a todo el pensamiento griego. Siempre se asocia el tiempo
al movimiento circular, por lo que se suele imaginar frecuentemente
el tiempo en forma de círculo. Cuando se completa el Gran Año, no
sólo los planetas vuelven a su punto de partida, sino que el tiempo
lo hace también.
A veces, se ha asociado la noción del tiempo circular a la doctrina
del eterno retorno. Tanto los pitagóricos, como los estoicos y los
filósofos neoplatónicos, que elaboraron sus doctrinas partiendo de
las de Platón, después de la muerte de éste, creían que volverían a
nacer los mismos individuos, y que los mismos acontecimientos, o
parecidos, se repetirían una y otra vez. Aunque no todos
sostuvieran esta creencia, hasta quienes se oponían a ella tenían
tendencia a pensar en el tiempo como en algo cíclico, y veían
esquemas cíclicos en el mundo circundante.
Aristóteles, sostenía que no todas las cosas volvían sobre sí mismas
de la misma forma. Consideraba, en particular, que la existencia de
los seres humanos seguía un esquema lineal, no cíclico, «porque
aunque tu generación presuponga la de tu padre», decía Aristóteles

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en Sobre la generación y la corrupción, «la suya no presupone la


tuya». Sin embargo, incluso Aristóteles hablaba de la manera de
pensar de los seres humanos como de algo cíclico que se repetía un
infinito número de veces. En realidad, él también creía que el
tiempo era circular. En su Física nos dice el propio Aristóteles que:
«si un solo y mismo movimiento se reproduce alguna vez, será un
solo y mismo momento». En otro pasaje del mismo libro, explica con
claridad:
Por eso también es por lo que se piensa que el tiempo es
movimiento de la esfera, es decir porque los demás
movimientos se miden así, y el tiempo, por ese movimiento.
También eso explica el dicho corriente de que los asuntos
humanos forman un círculo, y que hay un círculo en todas
las demás cosas que tienen un movimiento natural, que se
producen y pasan.
Esto ocurre porque a todas las demás cosas se las distingue por
el tiempo y tienen un inicio y un final como si estuvieran
sometidas a un ciclo; hasta el tiempo se ve como un círculo.

En sus Problemas, Aristóteles llega incluso a apuntar que


pudiéramos estar viviendo antes o después de la época de Troya:
«De ser un círculo la vida humana, y al no tener el círculo ni
principio ni fin, no tenemos por qué ser “anteriores” a quienes
vivieron en tiempos de Troya, ni ser ellos “anteriores” a nosotros por
estar más cerca del principio.» El caso es que puesto que el círculo

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no tiene principio ni final, no tienen un sentido absoluto el «antes»


ni el «después».
Esta forma de pensar puede parecer extraña hoy día.
Dan ganas de preguntarse: « ¿Pero cómo puede ser el tiempo
circular cuando los mismos acontecimientos no se repiten
indefinidamente?» Quizá debiéramos comparar el concepto griego de
tiempo con nuestra noción de «hora del día». Decimos que vamos a
trabajar «a la misma hora» cada día, o que nos vamos a la cama o
nos levantamos a una «hora» determinada. Para entender el punto
de vista de los griegos, debemos hacer el esfuerzo de imaginar que
ese concepto se extiende a sucesos que abarcaron miles de años.
Así, para los griegos, todo el Cosmos, y no sólo la alternancia del día
y de la noche, presenta un esquema cíclico.
Por supuesto, algunos de estos griegos consideraban que el tiempo
era circular en el sentido de que se repetían exactamente los
mismos hechos indefinidamente. Esta fue una de las doctrinas del
estoicismo, una escuela filosófica fundada por Zenón de Citio (que
no tiene nada que ver con Zenón de Elea, el autor de las famosas
aporías) en el siglo III a.C.
Los estoicos llegaron a la conclusión natural de que el tiempo
circular implicaba un rígido determinismo. Puesto que lo que
ocurriría en el futuro no sería sino una repetición de lo que ya había
sucedido en el pasado, los seres humanos eran incapaces de influir
en el transcurso de los acontecimientos. Según los estoicos, sólo la
voluntad humana era libre. Aunque no se pudiera alterar el curso

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de la vida previsto por el destino, quedaba la posibilidad de cultivar


una voluntad virtuosa y tomar una actitud resignada. Según Marco
Aurelio, emperador romano y filósofo estoico, el alma virtuosa podía
«aspirar a la eternidad, abrazar y comprender las grandes
renovaciones cíclicas de la creación, y percibir así que las futuras
generaciones no habrían de presenciar nada nuevo».
Los griegos y los romanos no fueron los únicos pueblos antiguos
que consideraban que el tiempo era cíclico. La filosofía india del
tiempo de los Vedas (entre 1500 y 600 a.C.) concebía los ciclos
dentro de otros ciclos. El más corto era una edad, calculada en unos
360 años humanos, mientras que el más largo correspondía a las
vidas de los dioses, que se estimaban en cerca de 300 billones de
años. Pero el tiempo no se agotaba, incluso después de pasar esos
billones de años. Los propios dioses morían y volvían a nacer, y los
ciclos cósmicos de creación y destrucción se prolongaban
eternamente.
Los antiguos chinos se imaginaban el Cosmos como una interacción
cíclica entre el yin y el yang. Cuando la astronomía china avanzó
hasta el punto de poder determinar períodos planetarios, se calculó
que el mundo tenía un ciclo de 23.639 años. Los aztecas, por su
lado, fueron algo más parcos al estimar el tiempo. Calcularon un
ciclo de 52 años, al cabo del cual creían que el mundo corría el
peligro de ser destruido. Esto ocurría unas veces sí, y otras, no. En
caso de suceder, el mundo pasaba a una nueva edad, o «Sol».

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Los mayas creían en el tiempo cíclico y también en las catástrofes


cíclicas Cuando, en 1698, los miembros de la tribu maya Itzá
huyeron de un grupo de invasores españoles fue porque se
pensaron que había llegado el momento de la catástrofe. No fue
casualidad el que los españoles decidieran someter a los Itzá ese
mismo año. Los misioneros habían visitado esa tribu unos ochenta
años antes y se enteraron de la fecha para la que estaba previsto el
final de aquel ciclo.
También formó parte de la mitología nórdica la creencia en los ciclos
del mundo y en la destrucción y nueva creación periódicas del
Cosmos. Según la colección de mitos que se conoce con el nombre
de los Edda en prosa, el Cielo y la Tierra quedarían destruidos al
producirse el Ragnarok («Crepúsculo de los dioses»), aunque eso no
supondría el final de los tiempos, ya que el mundo estaba destinado
a ser creado de nuevo. Según estos mitos, habría un nuevo cielo y
una nueva tierra, así como otros dioses y una nueva raza humana.
El tiempo siempre se ha regido por la observación de
acontecimientos cíclicos como la salida y la puesta del Sol, las fases
de la Luna, y la alternancia de las estaciones. En cuanto el hombre
comenzó a observar las estrellas, se dio cuenta de que también se
producían movimientos periódicos en los cielos. Cuando se tuvo
noción del «tiempo», no fue sino natural referirlo a esos
acontecimientos periódicos. Puesto que la idea del tiempo cíclico
aparece en tantas culturas, debe concluirse que hubiera parecido
"hasta ilógico considerarlo como un fenómeno lineal.

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La noción del tiempo lineal sé introdujo en el pensamiento


occidental con el judaísmo y el cristianismo. El judaísmo fue la
única religión del mundo antiguo que se centrara en
acontecimientos históricos únicos, dándose por sentado que habían
acaecido en determinados puntos del tiempo. Así, el éxodo de Egipto
sólo había ocurrido una vez, y era un hecho específico de gran
importancia religiosa. Del mismo modo, Dios hizo promesas a
Abraham en una determinada circunstancia, y le entregó las Leyes
a Moisés en un momento definido. En el antiguo judaísmo, la
historia era el contexto en el que se cumplían los propósitos de
Dios, y hubiera sido una verdadera blasfemia pretender que los
sucesos históricos se repetían ciclo tras ciclo.
No les era ajeno a los antiguos judíos el concepto de tiempo cíclico,
puesto que leemos en el libro del Eclesiastés: «Lo que ha sido es lo
que será; y lo que se ha hecho, lo que se hará; y no hay nada nuevo
bajo el Sol.» Sin embargo, no era frecuente encontrar referencias a
semejantes ideas en el Antiguo Testamento. Más bien se incidía en
la realización de los designios de Dios en un tiempo lineal que partía
de la Creación.
El cristianismo llevó incluso a un mayor extremo el concepto del
tiempo lineal. El hecho primordial de la doctrina cristiana eran la
muerte y resurrección de Cristo, y se privaría de sentido la
redención de suponer que habían ocurrido hechos similares en
numerosas ocasiones en ciclos cósmicos diferentes. «Y se le pidió
entonces a Cristo que cargara con los pecados de muchos», dice san

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Pablo en su Epístola a los hebreos. Y se lee en 1 Pedro 3:18: «Porque


Cristo también sufrió en una ocasión por los pecados.»
Según la doctrina cristiana, el mundo fue creado en un determinado
momento, y se extinguiría en una fecha indefinida. El mundo, no
era eterno, como lo creían los griegos, sino que tenía un comienzo y
tendría un fin.
La naturaleza del tiempo fue un tema por el que se preocuparon
algunos de los primeros padres de la Iglesia, especialmente san
Agustín; que fue obispo de Hipona, en el norte de África, en 396 a C.
En la época de san Agustín, la noción cíclica de tiempo era algo bien
conocido en el mundo romano, y los filósofos neoplatónicos
exponían la doctrina del eterno retorno. Como estas ideas eran
incompatibles con la doctrina cristiana, era obvio que se tenían que
combatir. En su Ciudad de Dios, san Agustín acusó a la doctrina del
tiempo cíclico de haber sido promulgada por unos «sabios
engañosos y engañados». Dicha doctrina no sólo era insensata,
también era impía. Al igual que san Pablo, san Agustín se esmeró
en recalcar que «Dios murió un día por nuestros pecados; y, tras
resucitar de entre los muertos, no volvió a morir».
También rechazó las doctrinas ligadas a la astrología. Aunque
parezca a veces que se interesaba más por el determinismo
astrológico que por la asociación ya antigua entre la astrología y las
ideas relacionadas con el tiempo cíclico y el Gran Año, debía ser
consciente, sin lugar a dudas, de que existían esas incidencias entre
ambas. No era probablemente ninguna casualidad que la astrología

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experimentara un nuevo auge entre los romanos (poco caso le


hicieron los griegos) aproximadamente en la misma época en que se
difundieron las ideas de los estoicos y los neoplatónicos.
La noción de tiempo cíclico no desapareció por completo a pesar de
que la Iglesia se opusiera violentamente a ella, y las especulaciones
sobre los ciclos cósmicos se prolongaron hasta bien avanzada la
Edad Media. También se ha de suponer que fue tema de discusión
bastante frecuente durante el siglo XIII pues en 1277, Étienne
Templer, obispo de París, citó ese concepto en sexto lugar, dentro de
los 219 que, según él, debían condenarse por heréticos.
Pero la herejía permaneció: el Gran Año seguía siendo motivo de
gran discusión durante el Renacimiento. Incluso en una época tan
cercana a nosotros como el siglo XIX, el filósofo alemán Friederich
Nietzsche defendió la doctrina del eterno retorno y el tiempo cíclico.
Argüía Nietzsche que si el Universo era finito, y el tiempo era
infinito, era inevitable que se repitieran una y otra vez los mismos
acontecimientos. Aunque no pretendiera, como los griegos, que el
tiempo en sí era circular, sí creía que con el tiempo los hechos
habían de repetirse.
Los primeros padres de la Iglesia ahondaron con bastante
profundidad en el concepto del tiempo lineal. Así, según san
Agustín, la historia se dividía en seis fases, por analogía con los seis
días de la creación. La primera fase se iniciaba con la creación y
acababa con el diluvio. La segunda empezaba con Noé y acababa
con Abraham. La tercera abarcaba desde Abraham hasta David, la

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cuarta concluía con la cautividad de Babilonia, y la quinta, con el


nacimiento de Cristo. La última era, la final, partía del nacimiento
de Cristo, y se proseguiría hasta el juicio final, cuando Dios pusiera
fin a los tiempos.
Este fue el esquema más o menos ortodoxo que prevaleció durante
la Edad Media. Por supuesto, había variantes del mismo. Por
ejemplo, algunos teólogos dividían la historia en cuatro, y no seis
períodos, los cuales correspondían a los imperios babilónico, persa,
macedonio y romano. Sin embargo, pocos eran quienes dudaran de
que estaban viviendo en la última edad del mundo. Era un hecho
generalmente reconocido que el nacimiento de Cristo suponía el
inicio de la «vejez» del mundo.
Ninguno de ellos sabía cuál era la fecha en que se produciría un
segundo advenimiento, aunque todos coincidían en que no ocurriría
en un futuro incierto y remoto, y en que la humanidad estaba
agotando sus últimos días de existencia. Por eso, la cultura
medieval se desentendía de cualquier idea de progreso social o
intelectual: era limitado el tiempo de que todavía se podía disponer,
y, de todas formas, el mundo era tan sólo un lugar de paso. Así, el
objetivo del hombre no debía ser mejorar sus condiciones de vida en
este mundo, sino prepararse para la eternidad.
Quizá estas ideas tuvieran algo que ver con la incongruencia que a
veces caracterizó la vida durante la Edad Media. Parece ser que los
hombres y mujeres que vivieron en esa época llegaron a extremos
mucho más exagerados que los de otros tiempos. Los poderosos

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acostumbraban vestir de forma extravagante, organizaban fiestas


fastuosas, y daban rienda suelta a los placeres. Tampoco vacilaban
en caer en excesos emotivos. Aunque, en principio, se adherían a
doctrinas alejadas de las cosas de este mundo, se comportaban
como si necesitaran apurar al máximo el poco tiempo que les
quedaba.
Incluso la gente corriente se dejaba llevar por los excesos hasta
donde podía. Y cuando los sacerdotes que iban de pueblo en pueblo
les hablaban del juicio final, del infierno o de la pasión de
Jesucristo, provocaban a veces sollozos tan amargos que tenían que
interrumpir el sermón hasta que remitiera el llanto de los fieles.
Estas intensas expresiones de emoción no necesariamente estaban
vinculadas con la religión. Así, hubo una ocasión en la que los
ciudadanos de Mons, en el suroeste de Bélgica, se compraron un
bribón para disfrutar la experiencia de descuartizarlo. Según un
observador de esa época, este espectáculo levantó tales ánimos en
quienes lo presenciaron que la alegría «fue mayor que si un nuevo
Santo Cuerpo hubiera resucitado de entre los muertos».
Y luego estaban los santos, que, de vez en cuando, mezclaban
cenizas con su comida o ponían su virtud a prueba durmiendo
junto a jóvenes mujeres. En la época medieval, se veneraban las
reliquias religiosas sin el menor discernimiento, ya fueran
verdaderas o falsas. Se ha dicho que en la Europa de la Edad Media
había suficientes astillas de la Santa Cruz como para construir una
flota de barcos, de haberlas podido reunir. También los cadáveres

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constituían valiosas reliquias. Cuando santo Tomás de Aquino


falleció, algunos de los monjes de su monasterio decapitaron el
cuerpo e hirvieron la cabeza para conservarla como reliquia. En
cierta ocasión, el rey Carlos VI de Francia repartió algunos de los
huesos de su antecesor, san Luis, con motivo de una fiesta. Incluso
ocurría que los cazadores de reliquias no estaban dispuestos a
esperar a que muriera un santo. Así es como, hacia el año 1000,
unos campesinos de Umbría intentaron asesinar a san Romualdo, el
ermitaño, para hacerse con sus huesos.
Ya fuera porque estuvieran convencidos de que el mundo llegaba a
su fin, o por cualquier otro motivo, lo cierto es que los pueblos de la
Edad Media tenían un concepto diferente del tiempo que nosotros.
Aunque el tiempo lineal del cristianismo había sustituido al tiempo
cíclico de la antigüedad, el tiempo no era algo de lo que se
dispusiera en abundancia. Durante la Edad Media, se creía que era
extremadamente limitado el intervalo de tiempo que mediaba entre
la creación y el segundo advenimiento. Algunos lo calculaban en
unos seis mil años, mientras que otros afirmaban no saber con
exactitud cuánto era el tiempo asignado. No obstante, todos tenían
muy claro que, cualquiera que fuera el tiempo que Dios había
estipulado, el tiempo terrenal era insignificante ante la eternidad.
El sentido medieval del tiempo difería también del nuestro a otro
respecto. Durante la Edad Media, no se tenía individualmente la
misma conciencia del tiempo que tenemos ahora. La gente no
llevaba relojes que les señalaran el momento dividido en horas,

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minutos y segundos, ni quedaban citados a horas determinadas.


Empezaban el trabajo con el alba, y no a la misma hora de cada día
durante todo el año. Por eso, durante la mayor parte de la época
medieval, casi toda la gente ignoró siempre la hora que era.
No se inventó el reloj mecánico hasta el siglo XIII. Al principio, se le
consideró casi como una mera curiosidad. Quienes necesitaban
saber aproximadamente qué hora del día era, como los monjes, que
debían rezar sus oraciones a horas determinadas, seguían fiándose
de los relojes de agua y de sol.
En el siglo XIV, se pudo alcanzar mayor precisión gracias al invento
del escape, un dispositivo que regía los movimientos del reloj
mecánico. Ya se podían construir relojes capaces de alcanzar una
precisión que se situaba entre los quince o treinta minutos por día.
Se fueron extendiendo los relojes públicos y, alrededor del año
1345, se dividía por primera vez la hora en minutos y segundos.
Sólo muy a finales de la época medieval existió cierta probabilidad
de que la población, en general, supiera lo que era un reloj. Lo que
marcaba la vida no era el tiempo abstracto de las horas ni de los
minutos, sino el ritmo de la vida diaria y de las estaciones.
El día de trabajo empezaba con el alba, y acababa con la caída del
Sol, y nadie se quejaba de que éste fuera más largo al principio del
verano que en cualquier otro momento del año. Después de todo, así
lo había establecido Dios, en su inescrutable sabiduría. Además,
aunque la sucesión de las estaciones de la agricultura y las
festividades de la Iglesia recordaran indefectiblemente el paso del

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año, pocos eran los campesinos que supieran en qué año vivían.
Cabe además suponer que muchos serían los miembros de la
aristocracia que tampoco lo sabrían. Era esa una época en la que
sólo los clérigos sabían leer y escribir.

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Capítulo III
Tiempo abstracto

La invención y el perfeccionamiento del reloj mecánico fue uno de


los avances tecnológicos más importantes que se produjo en la
sociedad occidental. Como lo señaló el historiador y sociólogo Lewis
Mumford, el reloj fue lo que permitió disociar el tiempo de los
“ciclos” naturales «y contribuyó a que se tuviera conciencia de un
mundo independiente, medible en secuencias matemáticas», algo/
tan necesario para que progresara la ciencia. El reloj dio mayor
valor al tiempo terrenal, a la vez que disminuía la preocupación
medieval por la eternidad. Éste aparato también transformó el
tiempo en una entidad abstracta con existencia propia, formada por
una secuencia de horas, minutos y segundos.
Aunque ya se construyeran relojes durante la segunda mitad del
siglo XIII, los primeros aparatos no eran muy precisos, y, la mitad
de las veces, se adelantaban o se atrasaban horas durante el curso
del día. El fallo residía en que nadie había inventado la forma de
regular la velocidad del movimiento del mecanismo. Los relojeros
sabían muy bien que con unas pesas se podían accionar los
mecanismos del reloj, y también eran capaces de hacer ruedas
dentadas, pero, como dijo, Richard, el Inglés, en 1271, los
fabricantes de relojes no conseguían «perfeccionar debidamente su
trabajo».

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La dificultad de regular el movimiento del reloj se resolvió


aproximadamente hacia el final del siglo, cuando se inventó el
escape de rueda catalina. Este mecanismo controlaba la velocidad
del movimiento del reloj. Se componía de un eje de volante que regía
el movimiento de una rueda dentada, y de una varilla oscilante que
desempeñaba la misma función que el volante de un reloj moderno.
El «tictac» del reloj lo produce el movimiento del escape.
Muchos de los primeros relojes en los que se utilizaba el principio
del escape fueron fabricados a principios del siglo XIV para ser
utilizados en los monasterios. A diferencia de los relojes modernos,
no llevaban esfera, y estaban tan sólo constituidos por un
dispositivo que hacía sonar las campanas cada hora. Si bien no es
fácil determinar exactamente su precisión, es improbable que fuera
superior a media hora por día.
Estando ya algo más avanzado el siglo XIV, empezaron a aparecer
relojes con esferas. La mayor parte de ellos eran públicos, y estaban
colocados en las iglesias y las catedrales. Al principio, no tenían
más manecillas que las de las horas. No fue sino hasta el siglo XVI
cuando consideraron necesario añadir la manecilla de los minutos
para mostrar las subdivisiones de la hora.
No era mucha la exactitud de los relojes que se fabricaron durante
el siglo XIV. Parece como si no vieran la necesidad de medir el
tiempo con algo más de precisión. En todo caso, los fabricantes de
relojes de la Edad Media prefirieron la solución fácil de añadir más y
más ruedas y engranajes, con lo que complicaban el mecanismo, a

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la de idear una forma de regular el movimiento del escape. Eso no


quita para que fueran admirables muchos de los relojes del siglo
XIV. Algunos llevaban incorporados calendarios móviles y
presentaban elementos astronómicos que indicaban la posición del
Sol, de la Luna y de los planetas. Naturalmente, estos dispositivos
tan complejos se estropeaban frecuentemente, por lo que se solía
considerar necesario asignar un puesto de «vigilante regulador» que
supervisaba el funcionamiento del reloj y lo ponía en hora
periódicamente. A veces, incluso eso no bastaba. En 1387, el rey
Juan de Aragón contrató a dos hombres para que tocaran las
campanas para indicar la hora, ante el hecho de que su reloj
fallaba. Aproximadamente en la misma época, el reloj del palacio
real de París era tan poco de fiar que le dedicaron una copla:
L’horloge du palais, elle va comme il lui plaît, o sea, «El reloj del
palacio funciona como le da la gana».
A pesar de que los primeros relojes eran unos mecanismos
inexactos y caros, que además necesitaban cuidados continuos, la
fabricación de relojes se transformó en una de las mayores
industrias del siglo XIV. Por supuesto, muchas eran las razones que
había para ello, como el orgullo municipal, por ejemplo. Las
ciudades competían a ver cuál se compraba el reloj más
perfeccionado para su catedral. También era importante el hecho de
que muchos relojes mostraran la evolución de los cuerpos
planetarios, ya que la astrología despertó en esa época un renovado

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interés. Hasta se consideraba esencial para conseguir éxito en


varios tipos de empresas conocer la posición de los planetas.
La proliferación de relojes ejerció un influjo importantísimo en la
cultura tardía medieval y la de los inicios del Renacimiento. De
pronto, cada cual sintió muy conscientemente el paso del tiempo,
puesto que bastaba con observar la manecilla del reloj a medida que
giraba sobre la esfera para «ver» el tiempo. Con ello, el tiempo había
dejado de ser tan sólo una secuencia de experiencias: se había
transformado en algo que se medía en función del paso de las horas
y de sus subdivisiones.
La visión que hasta entonces se tenía del tiempo se modificó
rápidamente al acabar la Edad Media y dejar paso al Renacimiento.
Una forma de ilustrar estos cambios puede ser la de comparar las
referencias que se hacen al tiempo en las obras de los poetas
italianos Dante y Petrarca. Dante, nacido en 1265, expone una
visión típicamente medieval, mientras que Petrarca, nacido 39 años
después, y a quien frecuentemente se considera el primer poeta
moderno, enfoca ese mismo tema de una forma radicalmente
diferente. Dante comparte con la Edad Media su preocupación por
la eternidad, mientras que Petrarca tiende a ver el tiempo como un
bien que se puede atesorar o desperdiciar. Tiene una conciencia del
paso del tiempo que está ausente en Dante.
En su Divina Comedia, Dante nombra el tiempo en diferentes
ocasiones. Por ejemplo, en el Canto XXXI del Paraíso, dice haber
llegado «a lo eterno desde el tiempo». En el Canto XXVII, incide en la

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importancia del tiempo terrenal comparándolo de nuevo con la


eternidad. El tiempo, dice Dante, está enraizado en el primum mobile
(en la astronomía tolemaica correspondería a la parte más externa
de las esferas celestiales); pero en la Tierra, sólo vemos pasar las
hojas del tiempo. En el Canto XXXII del Purgatorio, Beatriz le dice a
Dante que será un habitante de la Tierra durante un «breve» tiempo,
y añade luego, alegóricamente, que será «para siempre un
ciudadano de esa Roma en la que Cristo es un romano».
Petrarca, por su lado, se siente atormentado por el paso del tiempo
en la Tierra. Se queja de la brevedad de la vida, y de su «curso
rápido, precipitado y desordenado». Se lamenta por «lo irrecuperable
del tiempo, lo pronto que se pierde la flor de la vida, la fugitiva
belleza de un rostro sonrosado, la fuga desesperada de la juventud
que nunca volverá, la astucia de la edad que avanza, imperceptible».
La vida, dice Petrarca, es una carrera hacia la muerte en la que
«todos somos propulsados con movimiento uniforme, arrastrados
sin que varíe el ritmo del avance».
Tanto Dante como Petrarca están de acuerdo en afirmar que la vida
es breve, pero no por eso debemos dejarnos engañar por esa
aparente similitud. Mientras que a Dante parece no preocuparle el
paso del tiempo, esto, para Petrarca, se transforma en obsesión.
Cuando Dante menciona la brevedad de la vida, lo hace sólo para
recalcar la importancia relativa de la eternidad; sin embargo,
Petrarca lo hace pensando en un tipo de tiempo que se puede
cuantificar.

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Mucho efecto parece que ejerció sobre Petrarca el hecho de


descubrir que el tiempo estaba dotado de una aterradora realidad,
pues durante la última época de su vida se esforzó muchísimo por
conservar todo el que aún le quedaba. En las numerosas cartas que
dirigió a sus contemporáneos decía que era una locura perder
aunque sólo fuera un día. La vida, se quejaba, «fluye sin cesar y se
consume... cada día te acerca más a la vejez. Vas mirando a tu
alrededor, te entretienes en unas cosas y otras, y para cuando te
das cuenta, te encuentras con que tienes el cabello canoso». Puede
no ser casualidad el que la figura del Padre Tiempo remonte a los
dibujos que se hicieron para ilustrar las poesías de Petrarca.
No sólo fue en la poseía donde se reflejaron los cambios de punto de
vista respecto al tiempo. También aparecen en la esfera económica.
Durante la Edad Media, uno de los motivos por los cuales se
prohibió la usura fue el considerar que cargar un interés equivalía a
vender tiempo, cuando se presuponía que éste sólo pertenecía a
Dios. Visto así, el usurero vendía algo que no era suyo.
Al principio del Renacimiento aún seguía prohibida la usura,
aunque el desarrollo del capitalismo hizo que se fuera relajando
poco a poco esta norma. Los primeros capitalistas comprendieron
que el tiempo era algo que se podía medir y utilizar, y. a medida que
fueron tomando fuerza en la sociedad, ésta, en su conjunto, empezó
a adoptar su visión. Los mercaderes se dieron cuenta de que la
lentitud de los viajes por tierra y por mar incidía en sus beneficios,
al igual que otros factores, como las alzas y los descensos de precios

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con el tiempo, y las horas de trabajo de sus empleados (en esa


época, los mercaderes acostumbraban contratar a campesinos y
artesanos). Primero las campanas, luego los relojes empezaron a
señalar las horas de las transacciones comerciales y de ponerse a
trabajar. Se concedió mayor importancia a la forma de distribuir el
tiempo en los lugares de trabajo. Aunque la unidad de trabajo
siguiera siendo el día, y no la hora, el trabajo ya se iniciaba y se
concluía en momentos determinados. Esta era la primera vez en la
historia de la humanidad que se utilizaba el tiempo medido por un
reloj para ordenar la vida de los individuos.
Hacia el final del siglo XVI, un nuevo concepto del tiempo, como
entidad capaz de ser medida y utilizada, se introducía en la ciencia.
Fue aproximadamente entonces cuando el científico italiano Galileo
se percató de que era necesario averiguar el papel que desempeñaba
el tiempo si se quería idear una teoría que explicara el movimiento
de los objetos en el aire.
Algunos de los descubrimientos científicos nos parecen tan
evidentes que cuesta comprender la importancia que se les dio y por
qué no se hicieron mucho antes. Así, para nosotros, es obvio (lo
intuimos) que un cuerpo sufre una aceleración en su caída, y que
su velocidad aumenta con el tiempo. Y el que Galileo descubriera
que los cuerpos se comportaban de esa forma no lo consideramos ni
mucho menos como una hazaña. Más bien nos cuesta creer que
pudiera haber alguien que se lo imaginara de otra forma.

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Pero en tiempos de Galileo, esto no era nada evidente. Algunos


negaban que los cuerpos experimentaran la menor aceleración al
caer. Incluso hubo una época en que el propio Galileo compartió esa
opinión; cuando escribió sobre este tema siendo aún joven, sostuvo
que esa aceleración aparente no era sino una ilusión.
Para entender mejor los problemas que se le plantearon a Galileo,
sería interesante repasar someramente los intentos de sus
antecesores para solucionar la incógnita del movimiento. No estaría
de más, entre otras cosas, examinar algunas de las teorías de
Aristóteles, puesto que las ideas de éste seguían teniendo
aceptación general durante la última parte del siglo XVI.
Aristóteles distinguió entre diferentes tipos de movimiento, siendo
algunos de ellos el aumento, la alteración, el movimiento natural y
el movimiento violento. Estos dos últimos eran dos tipos de
movimiento característicos de los cuerpos en movimiento. La
expresión «movimiento natural» definía la tendencia de un objeto
pesado, a caer y también la del fuego o del humo a ascender. Según
Aristóteles, los objetos caían en su intento por volver a su lugar
natural cerca del centro del Universo. Además, el filósofo afirmaba
que la velocidad con que caía un objeto era proporcional a su peso.
Aristóteles creía que el movimiento violento de un objeto que se
arrojara en dirección horizontal o hacia arriba suponía otra clase de
fenómeno. A diferencia del movimiento natural, el movimiento
violento exigía una fuerza motriz. Si tal como lo preconizaba la
doctrina aristotélica nada podía moverse de no haber algo o alguien

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que lo moviera, resultaba que sólo podía un objeto desplazarse, ya


sea horizontalmente o hacia arriba, si se ejercía sobre el mismo una
fuerza continua. Una flecha, o una piedra, atravesaban el aire
porque algo la iba impulsando. En cuanto dejara de aplicarse la
fuerza, cesaría el movimiento violento, y sería sustituido por el
movimiento natural hacia el centro de la Tierra.
Aristóteles afirmaba que el propio aire proporcionaba la fuerza del
movimiento. Así, cuando la flecha salía disparada por la cuerda del
arco, el aire que desplazaba salía impulsado detrás de ella, creando
una turbulencia que la propulsaba hacia adelante. Aun siendo
paradójico, también creía, sin embargo, que la resistencia del aire
frenaba la flecha, por lo que finalmente ésta caía al suelo. De esta
forma, el medio en el que un objeto se desplazaba suministraba, por
una parte, la fuerza motriz, y, por otra, la resistencia que hacía
cesar el movimiento.
Casi todas las conclusiones de Aristóteles sobre el movimiento eran
erróneas, pese a lo cual logró integrarlas en un sistema lógico y
razonablemente coherente. Tan impresionante pareció, que todo
pensamiento en torno a las leyes del movimiento siguió fundándose
en las ideas de Aristóteles hasta la época de Galileo.
Ocasionalmente, algún filósofo o sabio podía poner en duda alguna
de las conclusiones de Aristóteles, pero, aparentemente, no se le
ocurrió a ninguno de ellos que toda su teoría debiera rechazarse.
Tampoco sería fiel a la realidad pretender que los predecesores de
Galileo no avanzaron en absoluto en el esfuerzo por comprender

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mejor el movimiento de los objetos en el aire. No fue éste


precisamente el caso. Cuando se tradujeron en latín las obras del
filósofo, durante el siglo XII, los eruditos de la Edad Media
intentaron desarrollar las teorías que descubrieron en la obra de
éste titulada Física. Sus especulaciones les condujeron a algunos
logros reales.
Tomemos, por ejemplo, el caso de William of Heytesbury, un erudito
del siglo XIV. Gran parte de su trabajo pudiera parecer aberrante de
analizarlo bajo un enfoque actual. Uno de los temas que estudió fue
el de la rotación de un cuerpo cuya parte exterior iba destruyéndose
o corrompiéndose continuamente, mientras la parte interna se iba
dilatando o enrareciendo. No parece habérsele ocurrido a
Heytesbury el poco sentido que tenía dedicar tanto esfuerzo a
imaginar el comportamiento de un trozo de masa de buñuelo
combustible que se hincha a medida que se va quemando por fuera
mientras gira1. En la Edad Media, la ciencia se asemejaba a una
búsqueda escolástica que poco o riada tenía que ver con la
experimentación ni con sus aplicaciones prácticas.
Sin embargo, Heytesbury y sus colegas de Oxford se anticiparon a
Galileo estudiando el tema del movimiento acelerado.
Desgraciadamente, no supieron relacionar la aceleración con el
movimiento de los cuerpos en caída libre, por lo que parecen
haberse limitado a la especulación abstracta. A Galileo le hubiera

1 Este ejemplo es mío, no de Heytesbury.

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resultado mucho más fácil ampliar su saber sobre el


comportamiento de los cuerpos en movimiento de haberse difundido
más las teorías de los eruditos de Oxford en su época.
La física medieval alcanzó su mayor logro con la teoría del ímpetu,
que le proporcionó a Galileo un punto de partida para sus propias
especulaciones. La teoría del ímpetu, que fue perfeccionada por;
Jean Buridán, filósofo parisino del siglo XIV, estaba fundada en las
observaciones sobre el movimiento que hizo el escritor griego Juan
Filoponio, en el siglo VI a.C.
Filoponio contemplaba con escepticismo la afirmación de Aristóteles
de que era el contacto con el aire lo que provocaba el movimiento
violento. Efectivamente, de ser el aire lo que proporcionaba la fuerza
motriz, hubiera debido ser posible mover una piedra agitando el aire
detrás de ella. Ya que, sin lugar a dudas, eso no era así, Filoponio
buscó otra explicación y llegó a la conclusión de que debía existir
una fuerza motriz en la propia piedra. Si se le podía imprimir a una
piedra semejante fuerza por medio del objeto que la movía (por
ejemplo, la mano que la tiraba), era fácil explicar el movimiento.
Según Filoponio, la fuerza adquirida haría moverse la piedra hasta
que la resistencia del aire o una colisión con otro cuerpo
contrarrestaran dicha fuerza.
Buridán llevó esta teoría más lejos, y dio el nombre de «ímpetu», a la
fuerza hipotética de Filoponio. Lanzó la hipótesis de que el ímpetu
dependía a la vez de la velocidad y de la cantidad de materia de un
cuerpo. Llegó a la conclusión de que cuando un cuerpo perdía

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contacto con quien lo había movido, su ímpetu no disminuía


mientras no actuaran otras fuerzas. Así es como, en condiciones
ideales, el cuerpo habría de seguir desplazándose en línea recta y a
una velocidad siempre igual.
Buridán utilizó esa misma teoría para explicar el comportamiento de
los cuerpos al caer. A diferencia de muchos de los contemporáneos
de Galileo, Buridán sí vio que los objetos experimentaban una
aceleración en su caída. Siguiendo a Aristóteles, supuso que, al
caer, un cuerpo adquiría una velocidad proporcional a su peso.
Luego, al seguir cayendo, el peso impartía cierto ímpetu, que se iba
incrementando al proseguir la caída. Y este ímpetu creciente hacía
que el cuerpo se moviera con velocidad cada vez mayor hasta
golpear el suelo.
Si bien la teoría del ímpetu presentaba ciertos méritos, por otra
parte, tenía un defecto mayor: la dificultad de comprobarla con un
experimento. Así, no servía para calcular el tiempo que tardaría un
objeto en caer desde una altura determinada, o la distancia hasta la
cual llegaría un proyectil que se disparara o se arrojara en dirección
horizontal.
Pero esto no les preocupaba a Buridán ni a sus contemporáneos,
puesto que no les interesaba aventurar cálculos ni verificar por
medio de experimentos las teorías que exponían. Al igual que
Aristóteles, sólo pretendían explicar las causas del movimiento.
Querían saber por qué los objetos se comportaban de una forma
determinada, antes que averiguar cómo lo hacían.

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Es significativa la distinción entre los dos tipos de explicación, pues


demuestra la diferencia que existe entre la ciencia moderna y la
medieval. El científico moderno aspira a saberlo que ocurre en la
naturaleza, y a descubrir cuáles son las leyes matemáticas por las
que se rige ese fenómeno que observa. No le interesa el porqué. No
se pregunta por qué los átomos están constituidos por núcleos
cargados positivamente, y rodeados de electrones cargados
negativamente, pero sí cómo los átomos están ligados entre sí,
formando moléculas, y desea conocer los mecanismos físicos por los
que los átomos emiten luz. Tampoco se plantea por qué la
electricidad y el magnetismo están relacionados entre sí, sino cómo;
y exige disponer de ecuaciones matemáticas que le permitan
calcular, por ejemplo, cuál es la cantidad exacta de corriente
eléctrica que será inducida al mover un imán a cierta velocidad por
un circuito.
Se ha de considerar a Galileo: como el primer físico moderno por
haber sido él el primero en recalcar la importancia primordial del
cómo en toda explicación científica. Galileo escribió que la ciencia
debía ocuparse del «mundo tangible» (hoy, diríamos el «mundo real»),
y no del mundo del argumento abstracto. Semejante idea parecería
actualmente casi una banalidad, pero en la época de Galileo
suponía un tipo de enfoque revolucionario. Tan nueva era la idea
que incluso el gran filósofo y matemática René Descartes fue
incapaz de comprenderla. A principios del siglo XVII, éste escribió

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en contra de las teorías de Galileo sobre el movimiento por


considerar que no se habían explicado las causas del movimiento.
No se sabe cómo se le ocurriría a Galileo tan novedosa idea. Cuando
se puso a reflexionar sobre el tema del movimiento, al final del siglo
XVI, no existía la física experimental. En vez de observar la
naturaleza, los sabios seguían comentando las teorías de Aristóteles
así como la teoría del ímpetu, que ya tenía dos siglos, sin que jamás
se les ocurriera investigar la forma de actuar de los objetos en
movimiento.
Puede que fuera el carácter rebelde de Galileo lo que le incitara a
estudiar la naturaleza, y que esto le hiciera finalmente descubrir la
importancia del tiempo en la física. Como suele ocurrir con muchos
innovadores, a él también le encantaba burlarse de lo convencional,
al menos en el ámbito de las ideas. Así, cuando describía sus
descubrimientos, rara vez desaprovechaba la oportunidad de
ridiculizar los conceptos aristotélicos.
Su interés por desvelar el enigma del movimiento puede situarse
alrededor del año 1590. En 1589, con veinticinco años, ocupó el
puesto de profesor de matemáticas en la Universidad de Pisa. Allí
estuvo impartiendo su enseñanza hasta 1592, cuando aceptó el
cargo mejor retribuido de catedrático de matemáticas en la
Universidad de Padua. Estando en Pisa, escribió un tratado de

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mecánica2 titulado De motu. Esta obra no fue publicada en vida del


autor. No obstariíe7existen versiones manuscritas de la misma, en
las que se aprecia con claridad que Galileo ya ponía en duda los
principios de física de Aristóteles a una edad todavía temprana.
El argüía que, en contra de lo que afirmaba la doctrina aristotélica,
los objetos no caían a una velocidad proporcional a su peso, sino
que, por el contrario, todos los cuerpos hechos de la misma materia
caían a la misma velocidad. Así, una bola de plomo de diez libras no
tenía por qué caer a una velocidad diez veces mayor que otra bola
que pesara una libra. Si se soltaban ambas bolas a la vez desde la
misma altura habían de tocar el suelo al mismo tiempo. Más
adelante, Galileo generalizó esa afirmación, y sostuvo que todos los
objetos, de la materia que fueran, habían de caer en el mismo
intervalo de tiempo en ausencia de resistencia del aire. Sin
embargo, en su tratado en latín De motu, solo habla de los cuerpos
de una misma composición material.
Dicho sea de paso, no es nada probable que Galileo haya intentado
demostrar su tesis dejando caer pesos desde lo alto de la torre
inclinada de Pisa. Esta conocida historia parece haber sido
inventada por Vincenzio Viviani, un discípulo de Galileo, que
escribió una biografía bastante idealizada de su maestro después de
la muerte de éste. Según Viviani, el experimento se llevó a cabo en
presencia de los alumnos de Galileo y de algunos profesores más de

2La mecánica es la parte de la física que estudia la acción de la energía y las fuerzas sobre los
cuerpo

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la Universidad de Pisa, pero no se ha recogido ninguna referencia


escrita a esa demostración en aquella época, por lo que los
estudiosos dudan que jamás se produjera.
Sí sabemos, por otro lado, que un profesor de Pisa hizo
experimentos de ese tipo, en 1612, para demostrar la validez de las
teorías aristotélicas sobre el movimiento. Comprobó, tal como lo
esperaba, que un objeto pesado llegaba al suelo antes que otro, más
ligero. Aunque no era mucha la diferencia de tiempo de descenso, sí
podía apreciarse.
Hoy día, a nadie le sorprendería semejante resultado. El objeto más
ligero acusará más la resistencia del aire. Pero, por supuesto, esto
no demuestra que sea correcta la teoría de Aristóteles, como el
propio Galileo lo señaló en su último libro. Dos nuevas ciencias:
Aristóteles dice: «Una bola de hierro de cien libras que cae
desde una altura de cien braccia (el braccio era una
medida de longitud equivalente a 58,4 centímetros) toca el
suelo antes que otra, de sólo una libra, que cae desde una
distancia de sólo un braccio.» Si se hace el experimento,
se comprueba que la mayor se anticipa a la menor en dos
pulgadas, o sea, que cuando la mayor alcanza el suelo, la
otra la sigue dos pulgadas más atrás. Y ahora pretendéis
ocultar, detrás de esas dos pulgadas, los noventa y nueve
braccia de Aristóteles, y airear mi diminuto error, cuando
guardáis silencio sobre ese otro, tan enorme.

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Cuando Galileo escribió De motu ya era consciente de que era


incorrecta la descripción que daba Aristóteles de la caída libre, pero
aún no había concebido él mismo una teoría válida. Todavía
ignoraba que la aceleración era una característica fundamental del
movimiento de los objetos en su caída. Sabía que se producía una
aceleración, pero intentaba explicarla de otra forma.
De hecho, dio dos explicaciones, algo contradictorias, para justificar
la aceleración que se había observado en los cuerpos cuando caían.
Tan pronto decía que era una ilusión, un engaño de la perspectiva,
corno se servía de la teoría del ímpetu para demostrar que la
aceleración de un cuerpo en su caída no era sino un fenómeno
temporal que duraba, como mucho, unos pocos segundos. Afirmaba
que si se dejaba caer un objeto durante un tiempo suficientemente
largo, llegaría a alcanzar una velocidad que luego sería permanente.
Según Galileo, los objetos inanimados tomaban ímpetu de las
superficies en las que estaban posados. Así, una pelota que
estuviera encima de la mesa recibiría de ésta un ímpetu que
contrarrestaría exactamente su peso. Si se quitara la pelota de la
mesa y se la dejara caer, ese ímpetu habría de ser vencido antes de
poder alcanzar su velocidad característica. A medida que se
debilitara dicho ímpetu, la pelota iría adquiriendo cada vez mayor
velocidad. Pero, una vez desaparecido el ímpetu, no habría más
aceleración.
Pero nunca llegó a publicarse De motu, probablemente porque
Galileo vio que sus observaciones de la caída de los cuerpos no

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confirmaban su teoría. Aproximadamente en la época en que estaba


escribiendo su tratado, empezó a observar el comportamiento de
unas bolas que echaba a rodar por unos planos inclinados. Al
parecer, en seguida obtuvo resultados que contradecían sus
razonamientos teóricos.
Se dio cuenta de que poco podía aprender mirando cómo caían los
objetos, al ser su aceleración tan rápida que era difícil percatarse de
lo que realmente estaba ocurriendo. En el caso de soltar un objeto
desde una altura de 2,5 a 3 metros, éste alcanza el suelo en cuatro
quintos de segundo, y si se aumenta la altura hasta unos 30
metros, el tiempo de descenso tampoco pasa de dos segundos y
medio. Y Galileo no disponía de medios para medir unos tiempos
tan reducidos con cierta precisión. Tampoco podía determinar cuál
era la velocidad de un cuerpo mientras caía, en un punto
determinado de su descenso.
Pero el sabio sí comprendió que podía aminorar los efectos de la
gravedad echando a rodar las bolas por unos planos inclinados.
Efectivamente, haciendo descender la bola hasta el suelo por un
plano levemente inclinado, tardaba mucho más tiempo en llegar al
término de su camino. Así, colocando una bola a una altura de tres
metros, tarda más de 22 segundos para rodar abajo por un plano
inclinado a un ángulo de 2°. Aunque se pueda seguir considerando
que «cae» por motivo de la gravedad, lo hace a poca velocidad.
Al ir experimentando, Galileo empezó a darse cuenta de que los
cuerpos manifestaban siempre una aceleración al caer. Además,

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ideó una fórmula matemática que relacionaba el tiempo con la


distancia desde la que caía un objeto. Concretamente, descubrió
que la distancia era proporcional al cuadrado del tiempo. Digamos,
por ejemplo, que si un objeto descendía un metro durante el primer
segundo, al cabo de dos segundos, bajaba cuatro metros, al final del
tercer segundo, nueve metros, y así sucesivamente.
Este tipo de descripción resulta engorrosa de explicar en palabras.
Se puede expresar de forma mucho más sencilla la relación entre la
distancia y el tiempo usando la siguiente fórmula matemática:

d ∝ t2

en la cual ∝ es un símbolo matemático que significa «es


proporcional a». Cabe resaltar que esta fórmula relaciona la
distancia con el tiempo transcurrido. Describe a qué distancia ha
caído un objeto al cabo, digamos, de tres segundos, pero no a qué
distancia cae durante el tercer segundo solamente.
No fue Galileo el primero en ver que el tiempo tenía que estar algo
relacionado con la distancia a la que caía el objeto; eso era más que
evidente. Incluso tampoco fue el primero en elaborar una fórmula
matemática que relacionara el tiempo transcurrido con la distancia
recorrida en un movimiento acelerado. Esto lo habían conseguido ya
más de doscientos años antes un grupo de físicos de Oxford, en
plena Edad Media, pero no se les ocurrió relacionar sus resultados
con el tema de la caída libre. Ahora bien. Galileo fue el primero en

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medir el tiempo de los hechos físicos, pues, que se sepa, en la época


en la que llevó a cabo sus experimentos, ninguno había intentado
medir el tiempo de la caída libre.
Una vez establecida la relación entre la distancia y el tiempo, era
obvio que el siguiente paso consistía en descubrir la relación entre
el tiempo y la velocidad. Sin embargo, Galileo no dio
inmediatamente ese paso. Parece haber supuesto, como lo hicieron
la mayor parte de los eruditos de su época, que la velocidad y la
distancia de caída eran proporcionales una a la otra.
De hecho, no lo son. La velocidad es proporcional a la raíz cuadrada
de la distancia a la que ha caído un objeto. Cuando ha caído a una
distancia de cuatro metros, se ha movido sólo dos veces, no cuatro
veces, más rápido que lo hiciera cuando sólo había recorrido un
metro. Tampoco se le debe culpar a Galileo de no haberlo intuido
antes. Cuando dio por sentado que la velocidad y la distancia eran
proporcionales, no hizo sino aceptar lo que entonces se creía.
Tardó bastante tiempo en poner en duda esa suposición. En el
otoño de 1604, a Galileo se le ocurrió comentar a su amigo de
Venecia, Fra Paolo Sarpi, el descubrimiento que había hecho en
cuanto a la distancia y el tiempo. Sarpi le pidió que le diera una
prueba matemática de lo que aseguraba. Y realmente, dejó escrita
esa prueba, aunque se ignora si se la envió a su amigo. Pero se
conserva entre sus manuscritos.
La demostración resultó ser falsa, pues Galileo pensó erróneamente
que había demostrado la proporcionalidad cuadrática de la

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distancia y del tiempo partiendo del supuesto que la velocidad y la


distancia eran proporcionales, cuando, en realidad, la velocidad es
proporcional al tiempo. Aunque un cuerpo en su caída no se mueve
a una velocidad cuatro veces mayor después de haber recorrido
cuatro metros, sí avanza a una velocidad cuatro veces mayor
después de cuatro segundos. De nuevo, quedará esto más claro
expresando el comportamiento del cuerpo en su caída en términos
matemáticos, en vez de hacerlo con palabras. La relación entre la
velocidad y el tiempo equivale a:

v = at

La velocidad es igual al producto de la aceleración por la distancia.


De la misma forma, se puede expresar la relación entre la distancia
y el tiempo por medio de la ecuación:

d = ½at2

Esta fórmula exacta es la que encontró Galileo poco después de


averiguar que la distancia era proporcional al cuadrado del tiempo.
Finalmente, Galileo también descubrió la fórmula correcta de la
velocidad. Nadie sabe exactamente cuándo la encontró, ni de qué
forma. Lo que sí se sabe es que le costó llegar a esa conclusión. De
hecho, parece ser que pensó, durante un tiempo, que la velocidad
era proporcional a la vez a la distancia y al tiempo. Pudo tardar

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hasta el año 1615 aproximadamente en ver con claridad cuáles eran


las relaciones correctas entre unas cosas y otras.
No tiene por qué sorprendernos que le costara tanto tiempo
encontrar la solución del problema. Después de todo, la velocidad
de un cuerpo en aceleración era una cantidad difícil de definir.
Mientras el objeto se mueva a velocidad constante, no hay
problema. Si se desplaza a una velocidad de diez metros por
segundo, avanzará diez metros en un segundo, veinte metros en dos
segundos, y así sucesivamente. Pero en el caso de los objetos en
aceleración, Galileo no se enfrentaba con una velocidad constante,
sino con una velocidad instantánea que cambiaba constantemente
con relación al tiempo.
Cuando se acelera un objeto, la velocidad no es nunca la misma en
un momento que en el siguiente, pues va incrementándose. Ni tan
siquiera se puede medir directamente la velocidad instantánea.
Todo lo más se puede calcular la velocidad media durante un corto
período.
Por eso no fue asunto fácil definir que la velocidad instantánea era
proporcional a una cantidad pero no a otra, aunque, al final, Galileo
supo resolver el problema. Después de reflexionar durante más de
veinticinco años sobre el tema, logró averiguar lo que ocurría
cuando un objeto caía.
Una vez aclarado esto, ya era fácil determinar el movimiento de un
cuerpo que se desplazara en una dirección arbitraria. Así, sabiendo
cómo se comportan los objetos acelerados, ya no es difícil predecir

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lo que ocurrirá con una piedra que se tire en dirección horizontal.


Es evidente que describirá una curva descendente. Su inercia la
arrastrará en una dirección horizontal, mientras que la gravedad la
hará acelerar en dirección vertical. De la combinación de un
movimiento horizontal y otro vertical resulta la curva geométrica
que se conoce con el nombre de parábola.
Del mismo modo, se puede calcular lo que ocurrirá con una bala de
cañón que se dispare en ángulo para alcanzar mayor distancia.
Como en el caso de la piedra, se pueden considerar por separado los
movimientos vertical y horizontal. Puesto que la gravedad sólo
acelera la bala de cañón en sentido vertical, su inercia la desplazará
de nuevo horizontalmente a velocidad constante. La componente
ascendente de su movimiento decrecerá gradualmente a medida que
la gravedad aminore la velocidad de la bala de cañón. Una vez que
empiece a caer hacia abajo, se irá acelerando su descenso, al igual
que la piedra.
De nuevo, se obtiene una parábola, pero, ahora, de dos ramas en
vez de una. Naturalmente, la trayectoria es perfectamente simétrica,
mientras supongamos (como lo hacía Galileo) que los efectos de la
resistencia del aire son tan limitados que se pueden descartar. De
ser así, lo que se ha elevado ha de descender exactamente de la
misma forma.
Dicho sea de paso, también es una parábola la curva que describen
los cables que sustentan un puente colgante. Imaginando el puente
boca abajo, la curva es la misma que la que describe la trayectoria

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de un proyectil. Si cortamos la curva en dos, de tal forma que nos


quedamos sólo con la mitad que representa el movimiento de caída
descendente, tenemos una curva que representa la trayectoria de la
piedra que se ha tirado horizontalmente.
No fue ciertamente mera casualidad el que Galileo escribiera sobre
la trayectoria de los proyectiles. En su época, como en la nuestra, se
sabía que los militares podían sacar provecho de los progresos de la
ciencia y de la tecnología. Galileo practicó el pluriempleo enseñando
matemáticas a los oficiales del ejército, a quienes les interesaba
aprender a mejorar la eficacia de las piezas de artillería. También
inventó, fabricó y vendió un instrumento que servía para medir el
ángulo de elevación de los cañones.
La ciencia pudo sacar provecho de su preocupación por los
problemas militares, ya que su análisis del movimiento de los
proyectiles podía aplicarse a cualquier cuerpo que se moviera a
proximidad de la superficie terrestre. Después de todo, cualquier
objeto que se arroje, se levante, se impulse o se dispare en cualquier
dirección se comporta exactamente de la misma forma; su
movimiento lineal le arrastra en sentido horizontal, mientras que la
gravedad crea una aceleración vertical. Después de los
descubrimientos de Galileo en el campo de la mecánica, ya sólo
quedaban por solucionar los problemas relacionados con el
movimiento circular, y por investigar los efectos de la fricción y de la
resistencia del aire.

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Hemos visto que la primera teoría válida de mecánica se debe a


haber sabido interpretar el papel que desempeñaba el tiempo en los
procesos físicos. También se deducirá de los siguientes capítulos
que prácticamente toda la física tiene que ver con el tiempo. Pocas
cosas hay en el mundo que sean perfectamente estáticas. Los
procesos físicos no existen, se producen. Si uno está dispuesto a
hacer caso omiso de unas pocas excepciones irrelevantes, se podría
incluso definir la física como la ciencia que estudia los cambios
físicos.
Por definición, el cambio es algo que se produce en el tiempo.

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Capítulo IV
El cálculo infinitesimal y la noción de determinismo

Galileo luchó con el tema de la naturaleza del movimiento durante


decenas de años. De todas las preguntas que se planteó, la que más
le costó resolver fue la de la naturaleza de la velocidad instantánea.
Durante años, tuvo la impresión de que ese concepto no era sino
una ficción matemática, de no ser una contradicción de términos.
Cuando comprendió que debía enfrentarse con la velocidad
instantánea para poder explicar el comportamiento de los cuerpos
en movimiento, esa noción siguió dificultándole la tarea.
Para entender por qué le angustiaba tanto ese concepto, cabe
plantearse: ¿Cómo se ha de definir esa cantidad que llamamos
«velocidad», aunque la pregunta parezca falta de sentido? Al fin y al
cabo, todos tenemos una idea intuitiva de la velocidad. Pues bien,
basta con estudiar la pregunta en detalle para darse cuenta en
seguida de que no es tan fácil la cosa.
Mientras el cuerpo se mueva a una velocidad constante, no hay
problema alguno. La velocidad será sencillamente la distancia
dividida por el tiempo. Si se hace rodar una pelota por el suelo de
forma que su avance sea constante, y recorre cinco metros en dos
segundos, su velocidad será de dos metros y medio por segundo.
Tampoco plantea dificultades el cálculo de la velocidad media. Así,
si se deja caer un objeto desde una altura de veinte metros, tardará
dos segundos en alcanzar el suelo. Durante esos dos segundos,

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experimentará un cambio constante de velocidad al verse acelerado


por la gravedad. No obstante, se puede de nuevo dividir la distancia
recorrida por el tiempo, y decir que su velocidad media es de diez
metros por segundo.
Pero imaginemos que se trata de saber a qué velocidad se
desplazaba el objeto después de pasar exactamente medio segundo.
En este caso, parece no servir la definición de la velocidad según la
cual equivale a la distancia dividida por el tiempo. Durante un
instante, el objeto no recorre ninguna distancia, cuando el
«instante» se define como un tiempo sin extensión.
Para Galileo, la noción de velocidad significaba movimiento, pero la
velocidad instantánea era una velocidad que se situaba en un
espacio de tiempo durante el que el objeto no se movía. Así,
preguntar lo que era la velocidad instantánea equivalía a preguntar
a qué velocidad se desplazaba un objeto durante un tiempo tan
breve que se paralizaba el movimiento.
El sabio no aportó nunca una definición válida de la velocidad
instantánea. Esquivó el enigma imaginando una situación en la que
un cuerpo alcanzaba una velocidad instantánea determinada y
seguía moviéndose a la misma velocidad. Dicho de otra forma, la
velocidad instantánea era la velocidad que se mediría de ser ésta
constante y no instantánea. Por ejemplo, la velocidad que alcanzaba
un objeto en su caída después de medio segundo se equiparaba a la
que habría desarrollado de no haber seguido experimentando una
aceleración.

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No se le puede culpar a Galileo de utilizar una definición tan


confusa. Por el contrario, se merece nuestra admiración por haber
intentado enfrentarse con cantidades que variaban con el tiempo. El
que diera con la fórmula correcta, v = at, para determinar la
velocidad instantánea de un objeto en su caída, en una época en la
que los métodos matemáticos que permitieran calcular el coeficiente
de variación aún no se habían desarrollado, es una prueba de genio,
no motivo de censura.
Es fácil manejar cantidades constantes. Así, la altura o la anchura
de un objeto pueden medirse con una regla; o el peso, colocando el
objeto en una balanza. Tampoco presenta problemas mayores el
medir el paso del tiempo. Aunque en tiempos de Galileo, los relojes
no tenían manecillas para los segundos, sí se podía medir el tiempo
con relojes de arena o de agua, y también tomando el pulso.
Pero no se podían medir directamente las cantidades variables, ni
era fácil enunciarlas en términos matemáticos. El cálculo
infinitesimal, la rama de las matemáticas que se ocupa de los
coeficientes de variación, no había sido aún inventado.
El cálculo infinitesimal fue descubierto por un inglés y un alemán,
cada uno por su lado. Se trata del matemático y físico inglés Isaac
Newton, y el filósofo, barón Gottfried Wilhelm von Leibniz, que
investigaron durante la segunda mitad del siglo XVII. El
descubrimiento de Newton y Leibniz constituye uno de los mayores
logros matemáticos de todos los tiempos. Abría unos campos

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totalmente nuevos en las matemáticas, así como en las ciencias


físicas.
Hoy día, toda la Física, y la mayor parte de la alta matemática, se
fundamentan en el cálculo infinitesimal.
Newton y Leibniz tuvieron muchos precursores. Los matemáticos de
la antigua Grecia, como Antifón, el sofista, Eudoxo y Arquímedes,
resolvieron algunos de los problemas de cálculo infinitesimal más
sencillos. El propio Galileo lo usó también sin saberlo cuando sacó
la fórmula d = ½at2, de la distancia recorrida por un cuerpo en su
caída. Fueron, sin embargo. Newton y Leibniz quienes elaboraron
los teoremas matemáticos más importantes, y quienes hicieron del
cálculo infinitesimal una disciplina capaz de ser utilizada por otros
sabios y matemáticos. Ni los matemáticos griegos, ni Galileo, ni
ninguno de los demás precursores de Newton y Leibniz
comprendieron nunca las implicaciones de las técnicas con las que
habían topado. Tampoco llegaron a entender del todo bien los
problemas relacionados con los coeficientes de variación y las
cantidades instantáneas.
Para ver exactamente lo que aportaron Newton y Leibniz, conviene
volver a analizar de nuevo el tema de la velocidad instantánea. Pero
ahora ya no necesitamos limitarnos a considerar la velocidad de un
cuerpo al caer, y puede resultar más instructivo enfocar el tema de
la velocidad instantánea desde un punto de vista mucho más
general.

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Supongamos que un objeto se está desplazando, y que su velocidad


cambia con el tiempo. Puede tratarse de un objeto cualquiera, como
un planeta que gira dentro de su órbita, alrededor del Sol, o bien
una bala disparada por una pistola, cuya velocidad va
aminorándose por motivo de la resistencia del aire. Pudiera incluso
servir una hoja arrastrada por una ráfaga de viento.
Supongamos que deseamos saber la velocidad del objeto en un
momento correspondiente exactamente a un segundo después de
un punto de partida arbitrario. ¿Cómo se determina su cantidad? Se
obtiene una estimación aproximada de la velocidad instantánea
midiendo la distancia a la que se mueve el objeto en dos segundos;
se determina su posición en un tiempo cero, y después de haber
transcurrido dos segundos. Esto nos dará una velocidad media que
equivale más o menos a la velocidad instantánea que pretendíamos
captar. Después de todo, el instante que nos ocupa se sitúa en un
punto medio del intervalo de tiempo de dos segundos.
Es evidente que se puede mejorar esta evaluación. Si usamos el
intervalo entre 0,5, 1 y 1,5 segundos, y aplicamos el mismo método,
el resultado habrá de ser algo más preciso. Y no hay motivo para
pararse aquí, puesto que se puede hilar más fino, y utilizar el
intervalo entre 0,9 segundos y 1,1 segundos, logrando así una
estimación más perfecta. De hecho, no existe aparentemente más
límite en la precisión creciente que se puede alcanzar, que la de
disponer de instrumentos de medición capaces de registrarla. Así,
podríamos tomar el intervalo de tiempo situado entre 0,9999

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segundos y 1,0001 segundos, para calcular la velocidad media


partiendo de ahí.
Las medias que calculemos de esa forma se irán acercando cada vez
más a la velocidad instantánea que buscamos. Pero aunque
empecemos a medir una milmillonésima de segundo antes de la
marca de un segundo, y nos paremos una milmillonésima de
segundo después de ésta, seguiremos disponiendo tan sólo de una
velocidad media. Es como si aun habiendo encontrado la forma de
evaluar la velocidad instantánea con el grado de precisión que
deseamos, nos encontráramos todavía tan alejados de una posible
definición de la cantidad, como lo estaba Galileo.
Pero supongamos ahora que avanzamos un paso más, e imaginemos
que el objeto recorre una distancia infinitesimal durante un
intervalo de tiempo igualmente infinitesimal. Aunque fuera
imposible medir unas cantidades tan pequeñas, parece ser que se
pudiera usar con la finalidad de crear una definición como la
siguiente: la velocidad instantánea es una distancia infinitesimal
dividida por un tiempo infinitesimal.
A primera vista, no se tiene la seguridad de haber llegado a alguna
parte con esto. No está claro que sea válido utilizar cantidades
infinitesimales, y ni tan siquiera es obvio que existan semejantes
cantidades. Por una parte, deben ser mayores que cero, y la
expresión matemática 0/0 carece de sentido; puede equivaler a
cualquier cosa. Por otra parte, las cantidades infinitesimales
deberían ser más pequeñas que cualquier número que uno se

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pudiera imaginar. De no serlo, no hubiéramos conseguido definir la


velocidad instantánea. En vez de eso, hubiéramos obtenido una
velocidad media durante un breve período de tiempo. Parece como si
al intentar definir la velocidad instantánea, estuviéramos echando
mano de una noción bastante sospechosa.
Los propios Newton y Leibniz se sentían incómodos con el concepto
de las cantidades infinitesimales. De hecho, habría de pasar más de
un siglo antes de que los matemáticos encontraran la forma de
prescindir de él, y sentaran finalmente el cálculo infinitesimal sobre
unas bases lógicas y firmes. Sin embargo, sí se tuvo
inmediatamente la certeza de que el concepto en sí, aunque fuera
algo dudoso, podía ser muy útil. La definición de la velocidad
instantánea como una razón de infinitesimales tuvo consecuencias
importantes para las matemáticas. Abría el camino a una nueva
técnica matemática, hoy día llamada cálculo infinitesimal.
La velocidad instantánea se define como un coeficiente de variación.
Es la medida de la velocidad a la que la distancia varía con el
tiempo. Esto significa que si se dispone de una fórmula para
expresar la velocidad, debería ser posible también sacar la fórmula
de la distancia. Los métodos del cálculo infinitesimal permiten
precisamente hacerlo. Así es como Newton y Leibniz fueron capaces
de demostrar que se podía utilizar la ecuación de Galileo para hallar
la velocidad instantánea de un cuerpo en su caída, v = at, para
derivar de ella la fórmula de la distancia, d = ½at2. Además,

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también cabía la posibilidad de trabajar en sentido opuesto, para


obtener la fórmula de la velocidad partiendo de la de la distancia.
Una ecuación, como v = at, que contiene un coeficiente de variación
se llama ecuación diferencial. Si sabemos la distancia que ha
recorrido un cuerpo en un instante, esa misma ecuación nos indica
la distancia que recorrerá al momento siguiente. Si se considera la
velocidad como una razón de infinitesimales, la ecuación nos
indicará entonces que durante cada período infinitesimal de tiempo,
el cuerpo recorrerá una distancia infinitesimal adicional.
Básicamente, el cálculo infinitesimal es un método para sumar esas
distancias infinitesimales.
Quizá sea más fácil comprender esto por medio de un ejemplo.
Supongamos que invertimos una cantidad de dinero a plazo en un
banco, y que ésta se capitaliza diariamente. Esto significa que, cada
día, ese dinero genera un pequeño interés. Para conocer el
rendimiento al cabo de un año, se deben ir añadiendo los réditos de
cada día (existe una fórmula para calcularlo, por lo que no es
necesario sumar una columna de 365 cifras). De la misma manera,
cuando se utiliza el cálculo infinitesimal para resolver una ecuación
diferencial, se suman las cantidades infinitesimales, y también
existen fórmulas para esto.
La incidencia práctica de todo ello es enorme. Por ejemplo, sabiendo
la posición de la Tierra en cada instante, se puede determinar su
posición al momento siguiente, y al siguiente, y al otro, puesto que
basta para ello con disponer de una ecuación diferencial que

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describa su movimiento. Y si se sabe dónde se encontrará en esos


instantes, el cálculo infinitesimal podrá utilizarse para determinar
su movimiento en todo momento. Y no sólo cabrá la posibilidad de
especificar dónde estará, sino también la velocidad a la que se
moverá en cualquier momento del futuro. Además, en sentido
opuesto, permitirá averiguar dónde se encontraba en cualquier
momento pasado.
Los mismos métodos pueden aplicarse a cualquier problema que
presente coeficientes de cambio. El cálculo infinitesimal se utilizará
para describir el movimiento de una cuerda en vibración, o se
aplicará al flujo de los fluidos y de las corrientes eléctricas, o
también al comportamiento de las partículas en el mundo
subatómico. Pero quien lo utilizó por primera vez con éxito fue
Newton al aplicarlo a su teoría de la gravitación.
En 1687, Newton publicó su obra más importante. Escrita en latín,
estaba titulada Philosophiae Naturalis Principia Mathematica
(Principios matemáticos de filosofía natural). En este libro (al que se
suele hacer referencia llamándolo Principia Mathematica, o, a veces,
más sencillamente Principia) Newton completó el análisis del
movimiento que inició Galileo, expuso su ley de la gravitación,
explicó el movimiento de los cuerpos celestes, y estudió temas como
las mareas oceánicas, el movimiento de los cuerpos que están
frenados por la resistencia del aire, y el movimiento de los fluidos.
Sus tres leyes, del movimiento figuran al principio del libro. Son tan
importantes que merece la pena citarlas en su totalidad:

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· Todo cuerpo permanece en su estado de reposo o de


movimiento rectilíneo y uniforme de no ser que le obliguen a
cambiar de estado las fuerzas que actúen sobre él.
· El cambio de movimiento es proporcional a la fuerza ejercida,
y se produce en la dirección de la línea recta a lo largo de la
cual actúa la fuerza.
· A cada acción se opone siempre una reacción igual; o, la
acción mutua de un cuerpo sobre otro es siempre igual, y
está dirigida en sentido opuesto.

La primera ley, que ya conocía Galileo, es la ley de la inercia.


Establece que un cuerpo que no está en movimiento permanece en
reposo de no ser que alguna fuerza se ejerza sobre él, y que un
objeto que se desplaza en línea recta seguirá en esa dirección en
ausencia de fuerzas.
La tercera ley, el principio de Newton de la acción y la reacción,
podría ilustrarse con la propulsión de un cohete. Éste adquiere
velocidad porque expulsa gases en expansión a elevada velocidad,
que se dirigen hacia atrás. La aceleración hacia adelante constituye
la reacción. Cabe señalar que, de acuerdo con la primera ley, el
cohete seguirá moviéndose en la misma dirección cuando cese la
propulsión, o sea, por ejemplo, cuando se le agote el combustible.
Otro ejemplo corriente de la acción y la reacción es el culatazo del
fusil. Al salir la bala propulsada hacia adelante, el fusil «golpea»
hacia atrás el hombro de la persona que dispara.

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Sería absurdo afirmar que una de las tres leyes de Newton sea más
importante que las demás, pues se necesitan las tres para analizar
el movimiento. No obstante, pudiera considerarse que la segunda es
la que tiene un significado más profundo, pues constituye un
enunciado, en términos de lenguaje, de lo que es una ecuación
diferencial. Cuando Newton utiliza las palabras «cambio de
movimiento» está refiriéndose al coeficiente de variación en el
tiempo. La segunda ley suele expresarse por medio de la siguiente
fórmula matemática:

F = ma

Fuerza igual a masa por aceleración. Pero la aceleración no es sino


el grado en que la velocidad cambia en el tiempo. Así, un cuerpo que
caiga dentro del campo de gravedad de la Tierra aumentará su
velocidad a razón de diez metros por segundo, cada segundo. Si
inicialmente está en reposo, caerá a una velocidad instantánea de
diez metros por segundo después de un segundo, a razón de veinte
metros por segundo después de dos segundos, y así sucesivamente.
Conociendo la fuerza que se ejerce sobre un cuerpo, se pueden
aplicar los métodos de cálculo a la ecuación diferencial F = ma, y
determinar la velocidad en cualquier momento. Puesto que la
velocidad también es un coeficiente de variación, se puede dar un
paso más, y precisar en qué lugar del espacio se sitúa el cuerpo en
cualquier momento del pasado o del futuro. Por el hecho de ser la

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aceleración el coeficiente de variación de otro coeficiente de


variación, existe el recurso de llevar a cabo la operación dos veces.
Las leyes del movimiento de Newton no sirvieron de mucho para
mejorar el conocimiento del movimiento de proyectiles en el caso en
que la resistencia del aire fuera tan reducida que pudiera ignorarse.
Este problema lo había solucionado ya Galileo. Por consiguiente, el
uso del cálculo infinitesimal y de las leyes del movimiento no aportó
nada nuevo. Sin embargo, los métodos que elaboró Newton sí
permitieron dar solución a problemas de mayor dificultad, como la
determinación de los movimientos orbitales de los cuerpos celestes.
Hoy día se conoce a Newton por su ley de la inversa del cuadrado
que se aplica a la atracción de la gravedad. Dicha ley enuncia que
todos los cuerpos que gravitan se atraen entre sí con una fuerza
inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Por ejemplo,
de doblarse la distancia, la atracción de la gravedad será una cuarta
parte de lo que era (porque cuatro es el cuadrado de dos): de
triplicarse la distancia, la fuerza será la novena parte de lo que era,
y así sucesivamente.
En realidad, Newton no fue el primero en suponer que los cuerpos
que gravitan se atraen entre sí de esa forma. Cuando se publicaron
los Principia de Newton, unos cuantos contemporáneos suyos, como
el físico Robert Hooke, el astrónomo Edmund Halley y el arquitecto
Christopher Wren ya habían imaginado que pudiera ser válida la ley
de la inversa del cuadrado. El mérito de Newton no estuvo en
exponer la ley en cuestión, sino en demostrar que podía deducirse

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de las leyes del movimiento de los planetas que descubrió


anteriormente ese mismo siglo el astrónomo alemán Johannes
Kepler.
Newton utilizó el cálculo infinitesimal para demostrar
matemáticamente la validez de la ley de la inversa del cuadrado. Su
razonamiento fue el siguiente: de ser válida la ley de la inversa del
cuadrado, se podía calcular la fuerza ejercida sobre un cuerpo
(como la Tierra, o Marte, por ejemplo). Si se introducía esa fuerza
conocida en la ecuación F = ma, también se podía calcular la
aceleración de ese cuerpo. Una vez conocida la aceleración, el
cálculo infinitesimal permitía determinar la forma en que la posición
y la velocidad del cuerpo cambiaban con el tiempo, y se podía
calcular la órbita. Naturalmente, se podía seguir el razonamiento en
sentido contrario también. Partiendo de las leyes de Kepler (que
definían el movimiento orbital), se podían hacer los mismos cálculos
en sentido inverso, y deducir de ellos la ley de la inversa del
cuadrado.
De no haber descubierto Newton el cálculo infinitesimal,
probablemente no hubiera llegado a estos resultados, y se le
hubiera recordado como un integrante más de un grupo de sabios
ingleses que investigaron sobre la aplicación de la inversa del
cuadrado a la atracción de la gravedad, sin ser capaces de
demostrar que sus teorías eran válidas.
Es sorprendente que Newton utilizara tan poco el cálculo
infinitesimal en sus Principia. Reconoció más adelante que se servía

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de él para conseguir las pruebas matemáticas que necesitaba, pero


que luego sustituía a éstas por unas pruebas fundamentadas en
unos complicados dibujos geométricos. Newton debió ser consciente
del valor inestimable del cálculo infinitesimal, pero no llegó a fiarse
del todo de un método basado en un concepto tan dudoso como el
infinitesimal.
Sus propios comentarios al respecto demuestran su falta de
confianza hacia las bases lógicas del método. El primer artículo que
escribió sobre ese tema, publicado en 1669, reflejaba que su método
«sería explicado en breve, si bien no demostrado con precisión». En
el segundo artículo sobre el mismo tema (1671), explicó el cálculo
infinitesimal de forma algo diferente a como lo hiciera en el primero.
En el tercer artículo, hizo la crítica de sus trabajos anteriores, y dio
otra explicación que, a decir verdad, no era más satisfactoria que las
dos anteriores.
Newton no consiguió decir si se debía considerar las cantidades
infinitesimales como cantidades fijas o si éstas variaban
continuamente. Las definió como unos incrementos «tan pequeños
como fuera posible», sin poder, no obstante, precisar lo pequeños
que eran. Tampoco se decidió a darles un nombre determinado: tan
pronto se refería a las cantidades «indivisibles», como a los
«incrementos nacientes», o a las «cantidades indivisibles y
evanescentes».
Su rival, Leibniz, topó con las mismas dificultades. Éste dijo de las
cantidades infinitesimales que «tendían a cero» o que eran

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«infinitamente pequeñas». Aparentemente, se percató desde el


principio de que esa noción conllevaba dificultades. Un número
infinitamente pequeño había de ser mayor que cero e inferior a
cualquier fracción que se pudiera nombrar. En un artículo que se
publicó en 1689, Leibniz consideraba los números infinitesimales
como algo ficticio, no real. En vez de aclarar las cosas, su intento de
explicación las empeoró aún más. ¿Cómo podía uno utilizar
números ficticios para calcular cantidades reales? Ni tan siquiera
Leibniz parece que lo supiera. En un artículo publicado seis años
después, atacó a los críticos «exageradamente ávidos de precisión», y
comentó con bastante poco acierto que no se debería, por exceso de
escrupulosidad, descartar un método que tan útil había resultado.
Cuando Leibniz le explicó a la reina Sofía de Prusia su concepto de
lo infinitamente pequeño, a ésta no le pareció que se tratara de algo
especialmente difícil. Según relata el ensayista e historiador escocés
Thomas Carlyle, la reina contestó que ella no necesitaba que la
instruyeran a ese respecto, pues la conducta de los cortesanos la
había familiarizado perfectamente con lo infinitamente pequeño.
Otro tipo de reacción fue la que tuvieron los matemáticos. Así, los
matemáticos suizos Jacques y Jean Bernoulli se refirieron a los
escritos de Leibniz sobre el cálculo reprochándoles que supusieran
«un enigma en vez de una aplicación».
Para comprender el problema, volvamos, momentáneamente, a la
definición de la velocidad instantánea. Lo expliqué partiendo de que,
en un tiempo infinitesimal, un objeto recorrería una distancia

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infinitesimal. Al ser la velocidad la distancia dividida por el tiempo,


la velocidad instantánea es el cociente de dos cantidades
infinitesimales.
Pero esta definición no sirve si consideramos las cantidades
infinitesimales como números muy pequeños de la clase común. Si
tomamos un período de tiempo igual a una milésima de segundo,
todo lo más podremos calcular una velocidad media durante ese
tiempo. Tampoco adelantamos nada utilizando un período igual a
una milmillonésima de segundo, o a una billonésima de una
milmillonésima de segundo, puesto que seguiremos dando al final
con una media. Las cantidades infinitesimales han de tender a cero.
Para complicar aún más las cosas, a veces se encuentra uno con
cantidades infinitesimales de un orden superior, unas cantidades
que son infinitamente pequeñas comparadas con las ya
infinitamente pequeñas del primer orden. Por ejemplo, la
aceleración se define como el coeficiente de variación de la
velocidad. O sea, que es el coeficiente de variación de otro
coeficiente de variación. Se necesita utilizar las cantidades
infinitesimales para definir la velocidad instantánea, y usarlas de
nuevo por segunda vez para poder hablar de aceleración
instantánea. Y aquí no acaba. De existir cantidades infinitesimales
de segundo orden, no hay motivo para que no existan también de
tercero y cuarto órdenes, u órdenes más altos. Aparentemente, no
tienen fin los grados de pequeñez infinita.

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Pudiera pensarse que los físicos y matemáticos del siglo XVII


tendrían reparo en utilizar el cálculo infinitesimal mientras no se
asentara en unas bases lógicas más firmes. Quizá lo tenían, pero no
por eso dejaron de utilizarlo. Este había sido un descubrimiento
demasiado importante para descartarlo. Abría campos
completamente nuevos a las matemáticas, y, al cabo de poco
tiempo, los físicos se percataron de que tampoco podían pasar sin
él.
La mayor parte de las leyes de la física están expresadas
matemáticamente en forma de ecuaciones diferenciales, por la
sencilla razón de que casi todas las cantidades de que se ocupa la
física varían en el tiempo. Ninguna de dichas ecuaciones podría
resolverse sin el cálculo infinitesimal, por lo que cualquier esfuerzo
por descubrir leyes naturales sería improductivo. Efectivamente, ¿de
qué serviría descubrir una ley si luego fuera imposible ponerla en
práctica?
Existen algunos tipos de problemas en los que no desempeñan
papel alguno los coeficientes de variación en el tiempo. Pongamos el
caso de querer averiguar la forma en que varía la presión
atmosférica en función de la altitud. Pues bien, también se necesita
el cálculo infinitesimal para dar una solución a este problema, pues
la disminución de presión a medida que aumenta la distancia sobre
la superficie de la Tierra es también un coeficiente de variación. En
realidad, una ecuación diferencial es una ecuación que conlleva un
coeficiente de variación de algún tipo, aunque no por eso ha de ser

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coeficiente de variación en el tiempo. A pesar de que la mayor parte


de las ecuaciones en física sí describen procesos que se inscriben en
el tiempo, hay algunas excepciones.
En 1734, siete años después de morir Newton, el obispo y filósofo
británico (George Berkeley publicó su libro titulado The Analyst Or a
Discourse Addressed to an Infidel Mathematician, Wherein It Is
Examined Whether the Object, Principles, and Inferences of the
Modern Analysis Are More Distinctly Conceived, or More Evidently
Deduced. Than Religious Mysteries and Points of Faith. «First Cast
the Beam Out of Thine Own Eye; and Then Shalt Thou See Clearly to
Cast Out the Mode of Thy Brother’s Eye» (El analista, o discurso
dirigido a un matemático infiel. Donde se estudia si el objeto, los
principios y las inferencias del análisis moderno están concebidos
con más claridad, o están deducidos de modo más evidente, que los
misterios religiosos y los dogmas de fe. «Sácate primero la viga de tu
propio ojo, y verás mejor para sacar la paja del ojo ajeno.») (Está
visto que en aquella época a los autores les gustaban los títulos
largos.) Berkeley acusaba a los matemáticos que utilizaban el
cálculo infinitesimal de actuar sin lógica, y tachaba a éste de
incomprensible. Además, les culpaba de utilizar un razonamiento
que no estaba admitido por la teología. Tras señalar que las
cantidades infinitesimales no eran «ni cantidades finitas, ni
cantidades infinitamente pequeñas, ni incluso nada». Berkeley
llegaba a la conclusión de que debían ser «los espíritus de
cantidades desaparecidas». Observaba sardónicamente que quien

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usara semejantes métodos «no debía ser demasiado escrupuloso en


materia de dogmas teológicos».
Los matemáticos contestaron en masa a las críticas de Berkeley,
aunque ninguno supo defenderse debidamente de las acusaciones.
En 1734, tampoco sabían los matemáticos lo que era una cantidad
infinitesimal. Muchos tuvieron la sinceridad de admitir su
desconcierto. Unos años antes, el matemático Michel Rolle,
contemporáneo de Newton, había reconocido que el cálculo
infinitesimal no parecía ser sino una sarta de falacias ingeniosas.
Más adelante, otros llegaron a la conclusión de que ese método de
cálculo era básicamente ilógico, pero que los errores que contenía
conseguían anularse unos a otros. Cuando los alumnos del
matemático francés Jean Le Rond D’Alembert pusieron en duda los
métodos que éste les enseñaba, D’Alembert solo supo decirles que
siguieran adelante, no obstante, y les prometió que finalmente les
llegaría la «fe». El autor francés Voltaire, que divulgó las teorías de
Newton en Francia (mientras le dejó la difícil labor de traducir los
Principia de Newton a su amante, la marquesa de Châtelet resumió
el tema con bastante acierto. El cálculo infinitesimal, según
Voltaire, era «el arte de numerar y medir exactamente una Cosa
cuya Existencia no podía concebirse».
A pesar de todo, las dificultades lógicamente asociadas con este tipo
de cálculo no impidieron que los sabios lo utilizaran para sacar
conclusiones de gran alcance. A sus ojos, los logros prácticos del

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método aportaban pruebas en favor del determinismo, doctrina


según la cual todo en la naturaleza depende de causas anteriores.
Desde la época de Descartes, muchos filósofos y sabios habían
imaginado el mundo de la naturaleza como si de una enorme y
complicada máquina se tratara, que actuara según los principios
matemáticos de las leyes de la naturaleza. Cuando los sabios
empezaron a ver lo importantes que eran las ecuaciones
diferenciales para la física, se fortaleció esa imagen. Efectivamente,
las ecuaciones diferenciales permitían predecir el comportamiento
futuro de cualquier sistema, mientras se conocieran la posición y la
velocidad de las partículas de que se componía, en cualquier
momento.
Así, la solución de la ecuación diferencial F = ma permite calcular la
órbita de cualquier objeto astronómico, mientras se conozcan las
fuerzas que se ejercen sobre el mismo. Sabiendo en qué lugar de su
órbita se encuentra en un momento determinado, y la velocidad a la
que se mueve en ese instante, se pueden calcular su futura posición
y su velocidad. De la misma forma, se calculan ambas cosas en el
pasado.
De poderse llevar a cabo estos cálculos para un planeta, un
asteroide o un cometa, había de ser posible hacer cálculos similares
para cualquier clase de objetos, al menos, en principio. Además,
debería dar lo mismo (o al menos, eso creían en el siglo XVIII) el que
dichos objetos fueran muy grandes, o microscópicos. Pensaban que
si los métodos de cálculo eran correctos, debía uno ser capaz de

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predecir el futuro comportamiento de cualquier cosa. Y de ser así,


lógico era concluir que estaba determinado de antemano el
comportamiento de toda materia.
El astrónomo y matemático francés del siglo XVIII, Pierre Simon,
marqués de Laplace es quien mejor dio a conocer esta visión del
tema. Según Laplace:
Deberíamos considerar el estado actual del Universo como
el efecto de su pasado y la causa de su futuro. Un espíritu
que conociera en todo momento la totalidad de las fuerzas
que animan la materia y las posiciones mutuas de los
seres de que se compone, y fuera capaz de abarcar lo
suficiente para someter esos conocimientos a análisis,
podría condensar en una sola fórmula el movimiento de
los mayores cuerpos del Universo y, a la vez, del átomo
más ligero. Un intelecto así no conocería la incertidumbre,
y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante
él.

Aunque no existiera ese espíritu (o «demonio de Laplace», como se le


llama a menudo) no por ello pierde fuerza el razonamiento. Es
perfectamente lícito sostener que el futuro está determinado
rigurosamente sin por eso suministrar un método para predecirlo.
Por otra parte, de ser válida la hipótesis de Laplace, eso descarta
que exista el libre albedrío del hombre, pues tanto el cerebro como
el cuerpo humano están constituidos igualmente por materia. Por

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consiguiente, se debería poder describir su conducta por medio de


las mismas ecuaciones diferenciales que se aplican a los átomos de
que están formadas las materias inanimadas.
Naturalmente, de no ser válidos los métodos del cálculo
infinitesimal, tampoco lo sería el razonamiento de Laplace, puesto
que partía del supuesto que se podía describir por medio de
ecuaciones diferenciales el comportamiento de toda materia, y que
esas ecuaciones diferenciales podían resolverse, al menos, en
principio. Si realmente el cálculo infinitesimal era una sarta de
falacias; si, además, no era válido el supuesto de que sabiendo lo
que ocurría en un momento determinado se podía predecir lo que
sucedería al siguiente, y al otro, y al otro, entonces no había motivo
suficiente para aceptar la teoría según la cual el Universo estaba
regido por el determinismo*
Las dudas a ese respecto las despojó finalmente el matemático
francés Augustin-Louis Cauchy en 1821. Ese año, Cauchy publicó
una obra titulada Cours d’analyse (Curso de análisis), en la que
presentaba un método para sentar el cálculo infinitesimal sobre
unas, bases lógicas y sólidas.
Lo consiguió descubriendo un método para librarse de las molestas
cantidades infinitesimales. Demostró que se podía fundamentar esa
clase de cálculo en la noción de límite.
Como ya hemos visto, el problema que había con las cantidades en
cuestión era el ser diferentes de cero, pero más pequeñas que
cualquier número finito. La dificultad desaparece si se toman series

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de números cercanas a cero, pero sin realmente alcanzarlo nunca.


Consideremos, por ejemplo, la serie 1, 1/2, 1/4, 1/8, 1/16, 1/32...
(los puntos después de 1/32 significan que la serie se prolonga
indefinidamente). Puesto que cada número es la mitad de pequeño
que el anterior, nos podemos acercar todo lo que queramos a cero,
con sólo prolongar la secuencia adecuadamente. En tal caso,
decimos que el límite de la serie es cero. Se observará que aunque
ésta se aproxime arbitrariamente a cero, no contiene cantidades
«infinitamente pequeñas».
En un libro como éste, resultaría quizá excesivamente técnica la
explicación que se pudiera dar de la forma en que Cauchy utilizó
esas secuencias, y de la noción de límite, hasta llegar a deducir de
ello los teoremas fundamentales del cálculo infinitesimal. Sin
embargo, sí se puede afirmar que el método de Cauchy, que el
matemático alemán Karl Weierstrass perfeccionó unos cincuenta
años después, deshizo definitivamente toda duda de que se le
pudiera dar al cálculo infinitesimal una sólida base lógica.
¿Quiere esto decir que es válida la doctrina del determinismo? No
necesariamente. De hecho, el determinismo es todavía tema de
debate, sin que nadie haya aportado una solución definitiva ni se
pueda asegurar que alguien lo hará algún día. Es uno de esos
enigmas que permanecerá en el ámbito de la filosofía al no darle
respuesta la ciencia. Y es evidente que la ciencia nunca lo ha
resuelto: el razonamiento de Laplace no sirve.

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Antes de explicar los fallos que tiene, quiero hacer observar que, en
cierto sentido, el determinismo es una teoría del tiempo.
Si se sostiene que la configuración actual del Universo presupone,
por lógica, todas las configuraciones futuras del mismo, el futuro ha
de estar —en cierto sentido— contenido en el presente. Si sólo hay
un futuro posible, puede considerarse, de alguna forma, que los
acontecimientos futuros «existen» ya. Por otra parte, de haber
muchos futuros posibles, los acontecimientos futuros no son sino
potencialidades. En la teoría de Laplace, no se distingue realmente
entre el pasado y el futuro, al estar ambos contenidos en el
presente.
Esto no impide que quien quiera seguir creyendo en el libre
albedrío, lo haga si así lo desea, puesto que el razonamiento de
Laplace contiene dos fallos distintos. El primero consiste en
pretender que el espíritu super humano del que habla pueda
conocer con exactitud las leyes de la naturaleza. Semejante punto
de partida quizá no sea válido. Sabemos hoy día que no hay
seguridad alguna de que existan leyes físicas exactas.
Durante los siglos XVII y XVIII los sabios creían que estaban
descubriendo los principios físicos y matemáticos que Dios usara
cuando creó el Universo. No obstante, es hoy día un hecho
generalmente admitido que las «leyes de la naturaleza» que la
ciencia va descubriendo no son, en realidad, sino aproximaciones.
Si bien la ciencia avanza, no descubre verdades fundamentales Tan
sólo se aproxima a ellas con mayor precisión. Así, las leyes de

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movimiento, de Galileo, constituían exclusivamente una descripción


aproximada del comportamiento de los cuerpos en su caída, y del de
los proyectiles. Para poder llegar a las leyes en cuestión, Galileo
tuvo que suponer que la fuerza de la gravedad permanecía
constante, y que podía hacerse caso omiso de la resistencia del aire.
Pero la gravedad no es constante, puesto que se debilita a medida
que uno se aleja del centro de la Tierra. Aunque la diferencia de
gravedad ejerza un efecto reducido sobre un objeto que caiga desde
una altura de cinco o cincuenta metros, no se puede decir que las
ecuaciones de Galileo fueran exactas hasta el último decimal. Y
también es verdad que la resistencia del aire siempre reduce algo la
velocidad, por poco que sea.
Tampoco eran exactas las teorías de Newton. Las teorías de la
relatividad restringida y la relatividad general de Einstein
demuestran que la mecánica de Newton sólo permitía una buena
aproximación mientras no fuera muy elevada la velocidad ni muy
intensos los campos de gravedad. Tampoco existe motivo para
considerar que Einstein dijo la última palabra a este respecto. Sin
embargo, se ha de esperar que los físicos descubrirán finalmente
nuevas teorías capaces de mejorar esa aproximación.
Bien pudiera ser un proceso sin fin el de descubrir leyes físicas,
comparable al de la serie de números 1, 1/2, 1/4, 1/8, 1/16 ... A
pesar de acercarnos cada vez más a nuestro objetivo, paso a paso,
pudiéramos no llegar nunca al final. Al no ser tampoco capaz el
demonio de Laplace de avanzar hasta el final de la serie, no podía

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predecir lo que iba a ser válido en todos los tiempos. Cuanto más
lejos intentara indagar en el futuro, más se multiplicarían las
inexactitudes. En semejante caso, se podría decir que el
razonamiento del determinismo sólo tiene una validez muy relativa.
En segundo lugar, en el razonamiento de Laplace, se sostiene que la
posición y la velocidad de todas las partículas de que está
constituido el Universo pueden determinarse con exactitud, al
menos, en principio. Sin embargo, el descubrimiento de la mecánica
cuántica, a principios del siglo XX, demostró que esa suposición no
era válida.
La mecánica cuántica es la teoría que trata del comportamiento de
la materia a nivel del átomo. Uno de sus resultados más
fundamentales se materializa en el Principio de indeterminación o de
incertidumbre de Heisenberg; que lleva el nombre del físico alemán
Werner Heisenberg; quien lo descubrió en 1927. El principio de
indeterminación enuncia que la posición y el momento (o la posición
y la velocidad, puesto que se define el momento como el producto de
la velocidad y la masa) de una pequeña partícula, como un átomo o
un electrón, no pueden determinarse simultáneamente. Por
supuesto, podemos medir cualquiera de esas cantidades con toda la
precisión que deseemos, pero, cuanto mayor grado de precisión
alcancemos en una, menor será en la otra. Si pudiéramos localizar
un electrón en el espacio, su momento (y, por lo tanto, su velocidad)
sería totalmente desconocido.

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Existen diferentes formas de interpretar este principio. Se podría


afirmar, por ejemplo, que sólo sirve para determinar un límite
dentro de la precisión de las mediciones simultáneas. No obstante,
la mayor parte de los físicos se adhieren a la Interpretación de
Copenhague del principio en cuestión, la cual fue elaborada por el
físico danés Niels Bohr y sus colegas del Instituto Bohr de Física
Teórica, de Copenhague. Según la interpretación de Copenhague, no
tiene sentido hablar de sí una partícula subatómica tiene
simultáneamente una posición exacta y un momento exacto. Se
considera que tanto el «momento» como la «posición» son unas
nociones que se concibieron para describir los objetos del mundo
macroscópico, pero cuya validez es limitada en el terreno del átomo.
Al ocuparse de cantidades que contienen incertidumbres, la
mecánica cuántica no puede describir el comportamiento de las
partículas subatómicas siguiendo un criterio determinista. Sólo es
capaz de tratar medias estadísticas. Por ejemplo, si se impulsa un
electrón en dirección a una pantalla fluorescente, no hay posibilidad
de calcular exactamente en qué punto éste alcanzará la pantalla, y
sólo se podrá prever la probabilidad de que tocará la pantalla en
algún punto. Para comprobar lo que dice la mecánica cuántica, es
necesario dirigir un elevadísimo número de electrones en dirección a
la pantalla. En este caso, la mecánica cuántica prevé cierto tipo de
distribución estadística, la cual se observa en los experimentos.
De todo ello se deduce que el demonio de Laplace no sería capaz de
calcular la posición futura de ninguna partícula atómica. Todo lo

Colaboración de Sergio Barros 84 Preparado por Patricio Barros


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más, podría calcular promedios estadísticos. Cabría la posibilidad


de interpretarlo como cierta clase de determinismo, aunque mucho
más «flojo» que el que Laplace tenía en mente.
Á1 final, se acaba concluyendo que el razonamiento de Laplace no
demuestra nada, en realidad. Se ha de señalar, no obstante, que los
razonamientos arriba expuestos no significan que el mundo sea
básicamente indeterminista, ni que exista el libre albedrío. Lo único
que he pretendido demostrar es que el razonamiento de Laplace es
poco convincente.
Además, se ha de señalar que algunos físicos han intentado buscar
formas de incorporar de nuevo el determinismo en la mecánica
cuántica, arguyendo que si ésta fuera una teoría perfecta, se podía
prescindir de probabilidades y promedios estadísticos. Hasta ahora,
no han tenido mucho éxito sus esfuerzos por encontrar una teoría
más amplia. Concretamente, algunos resultados teóricos recientes
parecen demostrar que si se quiere sostener que los
acontecimientos del mundo subatómico están predeterminados de
alguna forma, se han de aceptar algunas conclusiones bastante
extrañas. 3 En este momento, parece que quienes se adhieren a la
interpretación de Copenhague ocupan una posición segura, pero,
entonces, eso quiere decir que nadie sabe lo que nos depara el
futuro, La física no ha proporcionado una respuesta definitiva en

3 Así, tenemos la interpretación de la mecánica cuántica, según la cual hay «mundos múltiples»,
al sostener que el Universo se divide en un par de universos paralelos siempre que se toma una
«opción» cuántica. Remitimos al lector a quien le interese esta interpretación a la obra Otros
mundos, de Paul Davies publicada en la colección Biblioteca Científica Salvat.

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cuanto a si el futuro está o no predeterminado. Por eso, la pregunta


sigue perteneciendo al ámbito de la filosofía. Y el tema del demonio
de Laplace no tiene fundamento. Pese a todo ello, tampoco son del
todo convincentes los argumentos que defienden el indeterminismo.
Así, se habrá de concluir que la ciencia no ha dado contestación a la
pregunta más importante sobre el carácter del tiempo futuro; la de
saber si sólo existe un futuro posible, o si son muchos los que cabe
imaginar.

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Capítulo V
El descubrimiento del pasado y la idea de progreso

La gente que vivió en la época del Renacimiento no tenía idea del


progreso. Posiblemente ha de atribuirse eso a su respeto por la
antigüedad y, también, en parte, al hecho de no haberse todavía
descartado del todo las ideas medievales sobre el tiempo. Fue el
Renacimiento un período durante el cual el redescubrimiento de los
antiguos clásicos, combinado con el mito de la edad de oro, hizo
creer que no se iba a lograr superar en los tiempos modernos las
realizaciones de la época clásica. Como, al igual que sus
antecesores, los hombres4 del Renacimiento creían que era bastante
limitado el tiempo que quedaba, no demostraron demasiada
propensión hacia el progreso intelectual o social. Aunque alguna vez
se interesaran por el concepto antiguo del tiempo cíclico, no se
plantearon, en general, el poner en duda la idea de que el mundo y
la humanidad estaban próximos a su fin.
Gracias a la invención del reloj mecánico y al trabajo de poetas
como Petrarca, o sabios como Galileo, el tiempo se estaba volviendo
una entidad abstracta que se podía atesorar, desperdiciar y
analizar, y que servía para ordenar la vida diaria. Sin embargo, a
ninguno se le ocurrió que el tiempo pudiera extenderse
indefinidamente en el pasado y en el futuro. Esto equivale a decir

4 Omito intencionadamente a las mujeres al referirme al Renacimiento, ya que, en esa época,


los temas intelectuales todavía estaban exclusivamente reservados a los hombres.

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que se había descubierto el tipo de tiempo que se expresa en horas


y segundos, pero no el que dura eones.
Durante el siglo XVIII se admitió la cronología fundada en la Biblia,
lo que suponía que el mundo tenía una edad de menos de 6.000
años. Era una idea ya extendida durante la Edad Media la de que el
mundo se creó hacia el año 4000 a.C., si bien se tuvo que esperar
hasta el año 1650 para que el arzobispo James Ussher situara la
fecha de creación en el año 4004 a.C. Por eso, durante el
Renacimiento, se consideró al mundo como algo no excesivamente
viejo.
Tendremos una idea más clara de cómo se veía el pasado en el
Renacimiento si examinamos la cronología bíblica en términos de
generaciones en vez de años. «4.000 a.C.» y «6.000 años» son unos
conceptos demasiado abstractos para tener sentido real. Muchos de
nosotros tendemos a considerar 6.000 años como un tiempo
sencillamente «muy largo», y, en el aspecto psicológico, tampoco
existe tanta diferencia entre 6.000 y 6 millones de años: en ambos
casos, se trata de una duración muy superior a la de la vida
humana.
Ahora, examinemos lo siguiente: si el mundo tenía menos de 6.000
años de existencia, y la cronología según el Antiguo Testamento se
ceñía a la realidad, la madre de Moisés, Jocabed, podía fácilmente
haber conocido a Jacob, y Jacob, a su vez, al hijo de Noé, Sem. Y
Sem hubiera conocido seguramente a Matusalén. Este sólo tenía
243 años cuando murió Adán. Puesto que se considera que Adán

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fue creado tan sólo cinco días después de empezar el tiempo, todo el
período que abarca desde la creación hasta el éxodo no hubiera
durado más de cinco o seis generaciones (cierto es que algunas eran
largas, pues se cree que Matusalén vivió hasta los 969 años). Y, a
pesar de todo, ese período, tal como se suponía en la Edad Media y
el Renacimiento, era mucho más largo que el que quedaba de
existencia. Por eso, no es de extrañar que a quienes vivieran en la
Edad Media les preocupara la eternidad, o que durante el
Renacimiento no se tuviera demasiada noción del progreso.
Cuando se inició la Reforma protestante a principios del siglo XVI,
se reforzó la creencia en la cronología de la Biblia, al menos en los
países que aceptaron los nuevos dogmas protestantes. Los
protestantes rechazaron la autoridad de la Iglesia católica romana, y
promovieron la interpretación literal de la Biblia. Mientras los
estudiosos católicos, desde los tiempos de san Agustín hasta
principios del siglo XV, admitían una interpretación alegórica de los
relatos bíblicos, los protestantes insistían en que Dios había dictado
los libros de la Biblia, por lo que eran un relato histórico fiel a la
realidad. Martín Lutero, por ejemplo, ridiculizó la hipótesis de
Copérnico según la cual la Tierra giraba alrededor del Sol,
apoyándose para ello en la interpretación literal de las escrituras.
Señaló que la Biblia afirmaba que Josué había hecho detenerse el
Sol —no la Tierra. Lutero también adoptó el año 4000 a. C. como
año de la creación, por lo que pensaba que el fin del mundo estaba
próximo. «El mundo se extinguirá dentro de poco», decía. «Estamos

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a las puertas del día final, y creo que al mundo no le quedan más de
cien años de existencia.»
Cuando, en 1572 y 1604, aparecieron en el cielo unas «nuevas
estrellas» (actualmente conocidas como explosiones de supernovas),
se las consideró, en general, como presagios de la destrucción
inminente. Anteriormente, se creía que las constelaciones
permanecían inmutables. Por eso, cuando se observaron las
supernovas, se tomó como una señal de que la corrupción que
reinaba en la Tierra se había extendido a los cielos. Y cuando los
astrónomos vieron con su nuevo instrumento, el telescopio, las
manchas solares, concluyeron que también el Sol se descomponía.
Para el poeta isabelino. John Donne, incluso las montañas eran
síntoma de degeneración. En base a la idea entonces generalizada
de que la Tierra había sido en su origen una esfera perfecta, Donne
hablaba de los montes y los valles como si fueran «verrugas y
señales en la cara de la Tierra», y advertía: «Recapacitad, y
arrepentiros, en este mundo cuya proporción está desfigurada.»
Un contemporáneo de Donne, sir Walter Raleigh, coincidía con él.
Cuando Raleigh empezó a escribir su History of the World (Historia
del mundo) en 1604, mientras estuvo encarcelado en la Torre de
Londres (se le había condenado a muerte por alta traición; una
suspensión de la pena hizo que se retrasara su ejecución hasta
1618), aceptó implícitamente la cronología de la Biblia. Según él, la
fecha de la creación se situaba en 4032 a.C. Teniendo en cuenta,
como la mayor parte de sus contemporáneos, que el mundo había

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de durar 6.000 años, llegó a la conclusión de que ya quedaban


menos de 400 años.
Entre 1630 y 1640, el físico .sir Thomas Browne se expresó en el
mismo sentido, y explicó por qué era inútil preocuparse de nociones
como el progreso. «Es demasiado tarde para ser ambicioso», dijo
Browne. «Las grandes mutaciones del mundo ya se han producido, o
el tiempo sería demasiado breve para nuestros propósitos.»
El concepto moderno de un tiempo extenso, quizá sin límites, se
introdujo de una forma bastante indirecta en el pensamiento
occidental. Poco a poco, la noción de tiempo comenzó a cambiar, no
porque se rechazara de golpe la cronología de la Biblia, ni porque los
filósofos y los físicos fueran sacando nuevas conclusiones sobre la
naturaleza del tiempo, sino porque se iba conociendo mejor la
naturaleza de las leyes de la física. Así es como la nueva noción de
tiempo fue tomando auge hasta extenderse de forma casi insidiosa.
Después de conocerse la obra de Galileo, los filósofos y los sabios
acabaron dándose cuenta de que el comportamiento de los objetos
físicos podía describirse en términos de matemáticas. De ahí se llegó
a la conclusión de que existían unas leyes de la naturaleza
establecidas por Dios para ordenar Su creación. Dicho sea de paso,
éste era un concepto totalmente nuevo. Para la mayor parte de los
pensadores de la Edad Media, la noción de una «ley de la
naturaleza» hubiera sido del todo incomprensible. En su época, lo
que más podía aproximársele era la ley natural, pero ésta nada
tenía que ver con el comportamiento de los objetos físicos, puesto

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que se trataba de una ley moral que regía el comportamiento


humano.
La nueva noción de que la propia naturaleza estaba sometida a
leyes partía de la base implícita de que esas leyes no cambiaban con
el tiempo. Por cierto que casi hubiera sido una blasfemia tan sólo
sugerir lo contrario. De haber unas leyes de la naturaleza, su origen
divino implicaba que debían permanecer fijas en todos los tiempos.
Si el Universo estaba regido por unas leyes inmutables, costaba
imaginar que el mundo estuviera deteriorándose tal como lo creían
muchos pensadores del Renacimiento y de la Reforma. La creación
de Dios quizá acabaría siendo destruida, pero, sin embargo, se
podía esperar que todo seguiría siendo aproximadamente igual
durante un futuro previsible. Un Universo conforme a las leyes no
podía desintegrarse súbitamente.
Aunque el razonamiento sea bastante complicado, va avanzando por
etapas claras y lógicas. De haberse planteado, lo más seguro habría
sido aceptado por los pensadores más destacados del siglo XVII. No
obstante, es curioso que no se tiene conocimiento de que se
expusiera nunca. Era un ideal que se asumía sin saberlo.
Forma parte del pensamiento de todas las épocas el admitir ciertas
ideas inconscientemente. Por ejemplo, si los griegos de la época
clásica no hubieran aceptado implícitamente que se podía
comprender el mundo por medio de la razón pura (y no de los mitos
o de la religión), nunca hubiera existido nada parecido a la filosofía
griega. Durante la Edad Media, pocas veces se puso en tela de juicio

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la omnipresente autoridad de la Iglesia y la validez de la revelación


divina: era algo que se daba por sentado en esa época.) Desde los
tiempos de Galileo, los sabios han ido asumiendo tácitamente varios
hechos de naturaleza filosófica, que probablemente no haya modo
de probar. Han admitido, en primer lugar, que el Universo es
fundamentalmente comprensible, y, en segundo lugar, que los
instrumentos más adecuados para favorecer esa comprensión eran
la experimentación y la utilización de la inferencia matemática. Todo
ello parece tan natural que a muchos de nosotros ni se nos ocurriría
ponerlo en duda. Y, sin embargo, no tenemos forma de demostrarlo
en realidad. Que sepamos, puede haber cosas del Universo que
nunca lleguemos a comprender.
Se dice que la filosofía moderna empieza con Descartes. Quizá tenga
esto algo que ver con haber sido él el primero en exponer
detenidamente el nuevo enfoque científico. Sólo fue después de
conocerse los escritos de Descartes cuando se generalizó el debate
sobre las «leyes de la naturaleza». Su filosofía ayudó mucho a
difundir la idea de que la humanidad vivía en un Universo cuyo
funcionamiento estaba gobernado por leyes.
Resulta paradójico que casi todas las teorías científicas del propio
Descartes resultaran erróneas. A pesar de su contribución positiva
a las matemáticas, las ideas que expuso sobre física y cosmología
estaban, en general, equivocadas. Así, creía que el movimiento de
los cuerpos dentro del Sistema Solar era similar al del agua en un
remolino. Decía, además convencido, que a los planetas los

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arrastraba un vórtice celeste y que existían más vórtices alrededor


de otras estrellas.
Al final, este error, en concreto, estimuló el progreso de la ciencia en
vez de dificultarlo, ya que, después de Descartes, no se descartó la
posibilidad de que el Universo pudiera ser muy grande, o quizá de
una extensión infinita. De ser las estrellas unos cuerpos similares al
Sol, podía haber innumerables sistemas planetarios. Si bien Newton
refutó la teoría de los vórtices, Descartes hizo avanzar la hipótesis
de Copérnico desplazando la Tierra aún más lejos del centro del
Universo. En la cosmología de Descartes, ni la Tierra ni el Sol
constituían el centro de la creación de Dios.
De Descartes también partió la idea de la evolución cósmica. Se dio
cuenta de que si el Universo estaba gobernado por unas leyes fijas,
esas leyes bien pudieran también determinar su evolución en el
tiempo. Supuso que el Universo, en su origen, se hallaba en un
estado de caos primigenio «cuyo desorden era tal que los poetas
jamás pudieran imaginar». Según Descartes, con el paso del tiempo,
las leyes naturales dieron lugar a la creación de las estrellas. En
base a esta teoría, era inevitable que se formaran estrellas. Se
piensa que llegó a la conclusión de que las leyes de la naturaleza
actuaban guiadas por el determinismo mucho antes de que Laplace
inventara su famoso razonamiento.
Según la teoría de Descartes, la Tierra fue originariamente una
pequeña estrella. Después de un tiempo, aparecieron en su
superficie unas nubes similares a las manchas solares. Finalmente,

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se formaron varias capas de nubes, las cuales, al acumularse,


hicieron que disminuyera el vórtice que rodeaba la Tierra, y luego se
destruyera. Así es como la Tierra, junto con el aire que la rodeaba,
cayó en dirección al Sol hasta ser capturada por el remolino de éste.
Pasó más tiempo, y «fueron formándose naturalmente las montañas,
los mares, los manantiales y los ríos, y aparecieron metales en las
minas, y las plantas crecieron en el campo». Probablemente, debió
desarrollarse un proceso semejante en muchos otros lugares del
Universo. De ser correcta la teoría de Descartes, existirían muchos
mundos habitados.
Pero tan pronto como Descartes expuso su teoría, se apresuró a
descartarla, prudentemente. Señaló que con ello sólo pretendía
decir que la Tierra podía haber evolucionado de esa forma, y añadió:
«Sabemos perfectamente bien que (la Tierra y las estrellas) nunca
surgieron de esa forma.» Descartes advirtió: «La Revelación nos dice
que Dios creó todo lo que constituye el mundo a la vez.»
No se sabe si Descartes creía o no en su teoría de la evolución. Se
advierte en ciertas partes de sus escritos que no quería atraerse la
censura eclesiástica. Ya había visto cómo trató la Iglesia a Galileo, y
no tenía vocación de transformarse en mártir de la ciencia. Su
refutación de la teoría también pudo ser sincera, puesto que quizá
la dio tan sólo como ejemplo de la forma en que podían actuar las
leyes de la naturaleza. O cabe la posibilidad de que creyendo
realmente en ella, hiciera rectificaciones para que no se le acusara
de herejía.

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Pero sí quedó clara una cosa: Descartes no compartía la opinión,


defendida por muchos de sus contemporáneos, de que el mundo iba
a llegar pronto a su fin. Por el contrario, fue uno de los mayores
defensores de la idea de progreso. Pensaba que la humanidad podía
contemplar un futuro de duración infinita durante el que se
inventarían «multitud de artefactos que nos permitirían disfrutar,
sin esfuerzo alguno, de los frutos de la Tierra y todos sus
beneficios». Lo conocido, seguía, «no representa casi nada
comparado con lo que queda por conocer». En opinión de Descartes,
el futuro auguraba progresos tanto en medicina como en la ciencia y
la tecnología. Decía que, al final, la humanidad podría librarse «de
infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como de la mente, e
incluso quizá del deterioro por la edad, si supiéramos lo suficiente
sobre sus causas, y los remedios que nos ha dado la naturaleza».
Descartes citó a la evolución cósmica, tecnológica, científica y social.
Sólo dejó de lado la evolución de los organismos vivos. El vacío lo
llenó en seguida Leibniz, que empezó a tratar esos temas hacia
finales del siglo XVII. En su Protogaea, de 1693, Leibniz señaló que
habían existido muchas formas de vida durante los períodos
geológicos anteriores, que luego se habían extinguido. Sacó la
conclusión de que, por consiguiente, había motivos para creer que
«hasta las especies animales han sido transformadas muchas
veces». Además, añadió que la evolución podía haberse producido
desde la eternidad. Según él, existían dos posibilidades: «O bien no
hubo comienzo, y los momentos o los estados por los que pasó el

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mundo han ido perfeccionándose eternamente, o el proceso sí tuvo


un inicio.» Consideraba que ambas posibilidades eran compatibles
con la noción de avance continuo de la evolución.
Fue Leibniz el filósofo que proclamó que era éste «el mejor de los
mundos posibles», la doctrina que satirizó Voltaire en su novela
Candide. Aunque el libro de Voltaire sea divertido de leer y esté
escrito con humor, no presenta la doctrina de Leibniz con arreglo a
la verdad. Contrariamente a lo que él da a entender, Leibniz no
negaba que existiera maldad en el mundo, ni pretendió que el
mundo hubiera llegado a un estado de perfección. En la visión de
Leibniz, «el mejor de los mundos posibles» era un mundo capaz de
evolucionar, y de perfeccionarse con el tiempo. A este respecto, su
posición no era muy diferente de la de Descartes.
Aunque Leibniz escribiera sobre la posibilidad de una evolución
biológica, parece como si pensara que semejante evolución, de
haber ocurrido, se produjo en un pasado muy remoto. La mayor
parte de sus especulaciones son de naturaleza metafísica. Su noción
de la evolución está generalmente ligada a la idea de un progreso
futuro hacia la perfección.
No por eso descartó del todo la evolución biológica. En realidad,
llegó hasta sugerir que la propia humanidad podía haber
evolucionado. Según sus teorías filosóficas, el alma humana no
podía crearse ni ser destruida, puesto que siempre había existido.
De ahí, cabía suponer que, en algún momento, las almas pudieran

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haber vivido en los cuerpos de los antecesores pre humanos del


hombre. Hablando de las almas, observaba Leibniz:
Me imagino que las almas que algún día se volverán
humanas habrán estado, como las de las demás especies,
en las simientes, y en los antepasados, hasta Adán, y que,
por consiguiente, habrán existido desde el principio de las
cosas, siempre en algún tipo de cuerpo organizado... Pero
hay varios motivos por los cuales parece propio pensar
que sólo existieran como almas de seres sensibles, o
animales.

Leibniz añadía que Dios sólo dotó a las almas de razón cuando
evolucionaron los primeros hombres.
Si bien Leibniz y Descartes podían discurrir sin impedimento alguno
sobre unos eones del tiempo largos y posiblemente sin fin, la mayor
parte de sus contemporáneos se seguían sintiendo coaccionados por
la cronología de la Biblia. Hasta bien adentrado el siglo XVIII, era un
hecho ampliamente aceptado el que el mundo tuviera una
existencia de menos de 6.000 años.
Pero esta imagen se fue resquebrajando poco a poco. Algunos
individuos fueron suficientemente observadores para darse cuenta
de que si el mundo era tan joven como se pretendía, eran difíciles de
explicar algunas pruebas fósiles y de geología de que se disponía.
Así, en 1663, el naturalista británico John Ray estudió las huellas
fósiles de una selva virgen, lo cual le dejo profundamente turbado.

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Le confió a un amigo que «son tales las consecuencias de todo ello


que contradicen las enseñanzas de la Sagrada Escritura en cuanto a
la novedad del mundo».
En 1691, Edward Lhuyd, un conocido de Ray, le escribió que había
caído una piedra enorme de una montaña en Gales, y precisaba que
había miles de piedras similares en los dos valles al pie de esa
montaña. No obstante, sólo dos o tres habían caído en el tiempo que
recordara alguien que viviera en ese momento. Eso suponía que las
montañas de la Tierra debían existir desde hacía muchísimo tiempo,
de no ser, por supuesto, que se pudiera «atribuir una gran parte de
ellas (las piedras que habían caído) al diluvio universal».
Ray llegó a una conclusión similar. Partiendo de los cambios
geológicos que debieron ser necesarios de no haberse formado las
montañas en primer lugar, observó que «si las montañas no estaban
ahí desde el principio, o bien el mundo era mucho más viejo de lo
que se imaginaba la gente, pues se necesitaba un intervalo de
tiempo increíblemente largo para que se produjeran semejantes
cambios... o, en tiempos primitivos, la creación de la Tierra ocasionó
muchas más conmociones y mutaciones en la superficie que
después».
Pero los geólogos de las generaciones sucesivas no siguieron con el
tema. En vez de discurrir sobre la edad de la Tierra partiendo de los
conocimientos de Ray, prefirieron intentar conciliar los
descubrimientos geológicos con la cronología de la Biblia. Esto les
tuvo ocupados durante dos siglos. Hacia principios del siglo XIX se

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volvió ortodoxa una teoría geológica a la que luego se llamó


catastrofista. Según los catastrofistas, las formaciones geológicas
que aparecían en la superficie de la Tierra podían atribuirse a toda
clase de inundaciones y cataclismos que se habían producido en
diferentes épocas de la historia de la Tierra. La última de estas
catástrofes era, por supuesto, el diluvio que relata la Biblia.
Durante el siglo XVIII, la teoría del catastrofismo sirvió para explicar
la presencia de rocas sedimentarias, que habían sido depositadas
probablemente en el curso de inundaciones sucesivas, así como las
características de los fósiles que se conservaban en dichas rocas.
Según los catastrofistas, la vida en la Tierra se había extinguido
durante cada levantamiento, y se volvía a crear después. Esta
doctrina de las «creaciones especiales» constituía una forma de
explicar las discontinuidades dedos fósiles sin tener que invocar la
noción, todavía sospechosa, de la evolución biológica.
Una vez que los científicos se percataron de que los fósiles eran
restos de organismos vivos, se enfrentaron con el problema de
explicar por qué habían dejado de existir algunas formas de vida
antes presentes. A esto, la teoría de la creación especial aportaba
una contestación plausible. En aquella época, se disponía de
testimonios paleontológicos mucho menos completos que hoy día, y
no era obligado deducir que el progreso entraba dentro de una
evolución si no se quería. Bastaba con suponer que la vida en la
Tierra había ido destruyéndose por intervalos, y que las formas

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biológicas que se habían extinguido habían sido sustituidas por


otras.
Esta teoría presentaba, de todas formas, un inconveniente. Como se
registraba tal diversidad de fósiles, y aparecían tantas clases de
organismos a diferentes niveles de los depósitos de sedimentación,
se había de suponer que se había producido un número muy
elevado de catástrofes (veintisiete, según una de las estimaciones). A
algunos científicos les costaba aceptar semejante hipótesis de tan
múltiples cataclismos.
El problema no era ya que esa noción contradijera el relato de la
creación según el Génesis, puesto que, en esa época, se aceptaba
que los «días» bíblicos de la creación se tomaran como períodos de
tiempo de longitud indefinida, y, por consiguiente, bastaba con
suponer que todas las catástrofes, salvo la última, se habían
producido antes de la creación de Adán. La dificultad estribaba en
descubrir los mecanismos que ocasionaban todas las supuestas
catástrofes. De admitir que la Tierra había sufrido varias
inundaciones, se había de explicar de dónde venía toda esa agua y
adonde se fue luego. Una cosa era creer en el diluvio de Noé, pero
otra era dar por sentado que habían ocurrido veintisiete
inundaciones a escala mundial.
Es evidente que el catastrofismo no era la única explicación posible
de los testimonios geológicos y fósiles que se habían hallado. De
hecho, apareció una teoría rival al final del siglo XVIII. En 1785, el
geólogo escocés James Hutton leyó su Theory of Earth (Teoría de la

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Tierra) ante la Royal Society de Edimburgo. Dicha sociedad publicó


el libro en sus Proceedings (Actas) en 1788, y se sacó una edición
ampliada, en dos volúmenes, en 1795.
Hutton rompió con los catastrofistas sosteniendo que los cambios
geológicos no se producían súbitamente y a intervalos largos, sino
lenta y continuamente. Afirmó que todavía se estaban formando
rocas sedimentarias, principalmente en los océanos. Mientras tanto,
las rocas expuestas al aire y al agua experimentaban una erosión, lo
que producía grava y suelo. Los valles los creaban los ríos; no se
formaron durante los diluvios periódicos. Finalmente, según
Hutton, las fuerzas internas contenidas en la Tierra causaban
hundimientos y levantamientos. Las montañas se iban creando
lentamente, durante largos períodos de tiempo, y, de la misma
forma gradual, se iban desgastando.
Se considera a Hutton como el fundador de la geología moderna.
También se le puede ver como el hombre que descubrió el tiempo
geológico. De ser correcta su teoría, se necesitaban evidentemente
periodos largos para que obraran cambios en la Tierra. La teoría del
catastrofismo sostenía que el mundo tenía algo más de 6.000 años
de existencia, pero el aceptar dicha teoría no llevaba implícitamente
a la conclusión de que tuviera tanta edad. Si habían ocurrido
catástrofes periódicas a intervalos de unos miles de años, bien
pudiera sólo tener unos 50.000 años. Por otra parte, la teoría de
Hutton exigía que la Tierra tuviera varios millones de años de
existencia, como mínimo. Si las fuerzas geológicas que moldearon la

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superficie de la Tierra en tiempos pasados fueron las mismas que


las que actuaban entonces, los cambios no podían haberse
producido rápidamente. Como dijo el propio Hutton, su teoría
suponía que «no había rastro de un principio, ni perspectiva de un
final».
Hasta cierto punto, la teoría de Hutton representaba un retorno a la
visión de Descartes. Como éste, Hutton suponía que la evolución —
en este caso, la evolución geológica— se debía al cumplimiento de
las leyes naturales, que no cambiaban en el tiempo. Los
catastrofistas, sin embargo, habían tenido que echar mano de
acontecimientos raros y extraordinarios (e incluso de la intervención
divina) para explicar las formaciones geológicas que se observaban
en el presente.
Las teorías que, como las de Hutton, estaban fundamentadas en
que los cambios del pasado eran el resultado de fuerzas que seguían
actuando en el presente, fueron clasificadas más adelante bajo el
nombre de uniformitas. Poco caso hicieron los contemporáneos de
Hutton de su uniformismo. No supieron comprender que éste era el
elemento más importante de su teoría, y, en vez de ello, cuando se
referían a ésta y a las teorías de otros geólogos escoceses, las
llamaban «vulcanistas», porque recurrían a la existencia de fuerzas
creadas por la acción de los volcanes y al calor del centro de la
Tierra. Por su parte, los catastrofistas recibieron el apodo de
«neptunistas» porque recurrían a la formación de sedimentos
durante los períodos de inundaciones. Ocurría como si los geólogos

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de la época de Hutton no quisieran imaginar la perspectiva de un


tiempo infinito, y evitaran tener que hacerlo, desviándose para ello
del tema principal, y dirigiendo su atención a los interrogantes
menos importantes de todos los que planteara Hutton.
Tras varias decenas de años, en 1830, el geólogo británico Charles
Lyell publicó el primer volumen de una obra titulada Principles of
Geology (Principios de geología). Este libro tuvo una enorme
repercusión, y logró que finalmente no quedara más remedio que
enfrentarse con el tema del uniformismo. Si bien Lyell no aportó
ninguna nueva idea importante a la geología, sí fue un gran
sistematizador. Obligó a sus contemporáneos a tomar conciencia del
tema al someterles una gran cantidad de pruebas que había ido
recopilando y ordenando alrededor de éste.
Lyell, que había viajado mucho por Norteamérica y por Europa,
analizó detalladamente todas las formas de las que podían
producirse los cambios geológicos. Afirmó que cualquier proceso
similar a un levantamiento volcánico, a la sedimentación, al
intemperismo o a la erosión podía explicar las formaciones
geológicas observadas, por lo que no había necesidad de suponer
que se produjeran catástrofes, ni que actuaran en el pasado ningún
tipo de fuerzas geológicas que no se observaran en el presente. Lyell
siguió la huella de ciertas formas animales a través de los sucesivos
estratos geológicos, y señaló que de haber ocurrido catástrofes,
debieron limitarse a ciertas zonas, sin llegar a ser mundiales.

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No es fácil que se exagere el significado del libro de Lyell, pues no


sólo revolucionó la ciencia de la geología, sino que también
proporcionó a Darwin el estímulo necesario para avanzar en su
teoría de la evolución. Los Principios de geología fue uno de los libros
que se llevó Darwin durante su viaje por mar en el curso del cual
formuló por primera vez sus ideas sobre la selección natural. Sin él,
pudiera no haber existido la teoría darwiniana. Darwin, él mismo
admitió: «Siempre tengo la sensación de que mis libros salen a
medias del cerebro de Lyell.»
La importancia de los Principios de Lyell reside en que probaban que
había mediado suficiente tiempo para producirse la evolución.
Después de su publicación, los geólogos empezaron a percatarse de
que la Tierra debía llevar existiendo millones, si no decenas de
millones de años, por lo menos. Ya en los años 1860, se hablaba de
períodos de tiempo de centenares de millones de años. Y la teoría de
Darwin necesitaba esos centenares de millones de años para poder
llevarse a cabo, ya que su principio de selección natural implicaba
que los cambios de la evolución iban efectuándose de forma muy
gradual. De no haber existido la Tierra más que desde hacía unas
pocas decenas de millares de años, como pretendían los
catastrofistas, no hubiera podido producirse ningún cambio
apreciable dentro de la evolución.
No fue Darwin quien estuvo en el origen de la noción de evolución
biológica. Como hemos visto, se trataba de un concepto ya antiguo
que remontaba nada menos que hasta Leibniz. Y tampoco fue éste

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el único antecesor de Darwin. Durante el siglo XVIII muchos fueron


los sabios franceses que trataron el tema de la evolución biológica.
Entre ellos puede citarse al matemático Pierre Louis Moreau de
Maupertuis; el naturalista Georges Louis Leclerc, conde de Button,
y el naturalista también, Jean Baptiste de Monet, Caballero de
Lamarck. Maupertuis incluso se anticipó a las teorías modernas dé
genética, al suponer que existían partículas hereditarias. Según
Maupertuis, dichas partículas podían experimentar mutaciones
capaces de producir cambios en las características físicas de
plantas y animales.
Erasmus Darwin, abuelo de Charles Darwin, también era
evolucionista. Discurrió sobré ese tema de tal forma que el poeta
Samuel Taylor Coleridge acuñó la expresión «darwinizar», para
referirse al hecho de elaborar teorías extravagantes. En realidad, lo
que el poeta consideró aberrante fue la forma que Erasmus Darwin
tuvo de tratar el tema, no el evolucionismo en sí. En 1819, cuarenta
años antes de que se publicara The Origin of Species (El origen de
las especies) de Charles Darwin, Coleridge dio una conferencia
sobre temas filosóficos, en la que mencionó una teoría que «se ha
extendido bastante, incluso entre los cristianos, según la cual la
raza humana salió de su estado salvaje, pasando gradualmente, a
través de varias etapas, del mono al hombre».
Así, lo que se debe a Charles Darwin no es el imaginar que las
especies experimentaban una evolución, sino la elaboración de una
teoría que explicaba de qué forma se producía esa evolución. La

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teoría de Darwin partía de la noción de selección natural. Según él,


los individuos que, juntos, formaban cada una de las especies,
habían de luchar sin cesar por la supervivencia. Quienes poseían
rasgos hereditarios que les capacitaban para adaptarse bien a su
entorno transmitían esos rasgos a su descendencia, mientras que
aquellos cuyos rasgos hereditarios eran menos favorables se morían
o no conseguían reproducirse. Así es cómo quedaban seleccionados
los rasgos más convenientes.
La evolución darwiniana es un proceso que consta de tres etapas.
Primero, tiene que existir cierta variedad en los miembros de una
especie. De ser exactamente idénticos todos los individuos, no
cabría la posibilidad de que se seleccionaran los rasgos más
positivos. Segundo, han de ser hereditarios los rasgos que
diferencian a un individuo de otro. Tercero, se tiene que producir
una selección, de tal forma que algunos de los rasgos se conserven
en las generaciones sucesivas, mientras que otros desaparecen, De
estar presentes todos estos elementos, las especies irán cambiando
poco a poco, en el transcurso de largos períodos de tiempo. O. dicho
de otra forma, experimentarán una evolución.
Tampoco la noción de selección natural surgió por primera vez de la
mente de Darwin. Se trata de un concepto antiguo que remonta por
lo menos al siglo XVII, aunque es evidente que los naturalistas de
ese siglo no relacionaron la selección natural con la evolución. A su
forma de ver, la selección no era sino un sistema similar al de la
poda, para velar por la conservación de los ejemplares sanos y

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eliminar los más débiles. Creían que servía sencillamente para


impedir que los miembros de una especie se volvieran
progresivamente menos sanos al cabo de varias generaciones.
Darwin no fue ni tan siquiera el primero en relacionar las nociones
de evolución y de selección natural. Veintiocho años antes de
publicarse El origen de las especies, un botánico escocés llamado
Patrick Matthew había sugerido ya que la evolución se debía a la
selección natural, en un apéndice de su libro On Naval Timber and
Arboriculture (Sobre la madera de construcción de barcos y la
arboricultura). Unos pocos años después, el naturalista inglés
Edward Blyth expuso la misma idea. Aparentemente, Blyth le
concedió a esa observación tan poca importancia como lo hiciera
Matthew, puesto que dejó enterrada su hipótesis en medio de un
artículo que trataba de las variedades de animales.
A pesar de todo, es a Darwin a quien se le debe atribuir el origen de
la teoría de la evolución por medio de la selección natural; aunque
no fuera el primero en elaborar la hipótesis, sí fue él quien recopiló
las pruebas que se necesitaban para demostrar su validez.
Desempeñó un papel comparable al de Newton, quien, sin haber
sido quizá el primero en idear la ley de la gravitación —de la inversa
del cuadrado—, fue el único hombre, en la Inglaterra del siglo XVII,
que supo demostrar la validez de esa ley por medios matemáticos.
No pretendo aquí estudiar exhaustivamente la teoría de Darwin, ni
seguir el progreso de la noción de selección natural. Sólo quiero
demostrar que el concepto de evolución ya estaba latente mucho

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antes de que Darwin pusiera sus ideas por escrito, y señalar la


relación que hubo entre las ideas de la evolución y el empeño por el
progreso en la época de la reina Victoria.
Varios autores opinan que aun si no hubiera vivido Darwin, la teoría
de la evolución se hubiera impuesto igualmente, por el hecho de que
la idea de progreso se había transformado casi en artículo de fe en
la época victoriana. Puesto que se consideraba entonces que la
evolución era una especie de versión biológica del progreso, es
probable que alguien hubiera salido defendiendo la validez de la
hipótesis de la evolución por la selección natural, de no haber
estado Darwin para hacerlo.
Siendo la evolución algo que la cultura victoriana estaba
predispuesta a aceptar, cabía esperar que la teoría en cuestión se
admitiría muy rápidamente en cuanto se propusiera, y esto es
exactamente lo que ocurrió. Se ha de reconocer que hubo cierta
oposición durante los años que siguieron inmediatamente la
publicación del Origen de las especies, pero se ha exagerado su
importancia. No sólo se aceptaron rápidamente las ideas de Darwin,
sino que se adoptaron en la práctica. En 1863, sólo cuatro años
después de publicarse el libro de Darwin, el geólogo inglés Charles
Kingsley observó que el mundo científico estaba «alterado». Darwin,
decía, estaba «conquistando a todos, y arrasaba como la marea». Al
año siguiente, se le concedió a Darwin la Copley Medal de la Royal
Society, la más alta condecoración que se otorgaba a un científico
en Inglaterra. Y, en 1866 el botánico Joseph Hooker anunciaba con

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júbilo a la British Association que la teoría de Darwin era


perfectamente ortodoxa.
Hasta el público, en general, se entusiasmó con su teoría. No
faltaron, por supuesto, los anatemas desde algún que otro púlpito,
ni algo de oposición por parte de los creacionistas. La mayor parte
de la gente, no obstante, se mostró muy dispuesta a aceptar
cualquier nueva idea que hubiera sido respaldada por la comunidad
científica, y más encajando tan bien con el sentir general. Por
supuesto, las ideas de la evolución se extendieron con rapidez, sin
que apenas pudiera haber sido de otra forma. Además, la época
victoriana se caracterizó por su interés por la ciencia. Era entonces
frecuente que eminentes científicos se dirigieran a un público
obrero. También se daba la circunstancia de ser un momento en
que un tratado tan imponente como los Principios de geología de
Lyell, que constaba de seiscientas páginas, se vendía con gran éxito.
En 1869, la publicación religiosa The Guardian recomendaba la
décima edición de los Principios de geología, donde Lyell se afirmaba
partidario de la teoría de Darwin ante sus lectores. Esto llevó a
declarar al amigo de Darwin y naturalista Alfred Russel Wallace que
«entre que los tories adoptan proyectos de ley de reforma radicales y
que la Iglesia preconiza el darwinismo en sus periódicos, no
debemos estar lejos del milenio». Darwin no se mostró satisfecho
con el giro que tomaron las cosas. Temía que habiéndose adoptado
su teoría con demasiada rapidez se desencadenaría enseguida una
reacción en contra de la misma. No tenía por qué haberse

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preocupado. Cuando, en 1871, publicó su Descent of Man


(Descendencia del hombre), se encontró con que sus ideas sobre los
antecesores del hombre se aceptaban sin rechistar.
En un sentido estricto, la teoría de Darwin no era una teoría de
progreso. Cuando las especies evolucionan, no alcanzan realmente
niveles «más elevados», sino que sencillamente se adaptan a los
cambios del entorno. A los seres humanos les halaga creer que ellos
representan una especie de culminación dentro de la evolución. Sin
embargo, no hay motivo que justifique semejante apreciación
antropomórfica. Hasta pudiera concebirse que la humanidad no
resultara ser sino una aberración momentánea dentro de la
evolución. Aunque el género Homo tan sólo tiene 2 millones de años
de existencia, ya dispone de capacidad para destruirse a sí mismo.
Y no se puede afirmar que un género que sólo dure 2 millones de
años esté demasiado conseguido en materia de evolución. Si
pretendemos ser objetivos al respecto, habremos de llegar a la
conclusión de que ni tan siquiera lograremos probablemente emular
la trayectoria de la cucaracha, que viene evolucionando desde hace
aproximadamente 250 millones de años.
Pero en la época victoriana no se veían así las cosas. Para quienes
vivían entonces, los términos «evolución» y «progreso» eran
prácticamente sinónimos. Tan enamorados estaban de sus ideas de
evolución que procuraron encontrar ejemplos de evolución en
campos ajenos al mundo biológico. No necesitaron alejarse mucho
de él. Poco después de ser aceptada la teoría de Darwin, los

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antropólogos de la era victoriana empezaron a hablar de la


evolución de las costumbres y de la sociedad humanas. Hasta
consideraron las prácticas sexuales en términos de evolución.
Según la doctrina aceptada en aquella época, los miembros de las
sociedades humanas primitivas —y también en las sociedades
primitivas de entonces— vivían en la mayor promiscuidad. Al cabo
de largos períodos de tiempo, esto había abocado a la monogamia de
la edad victoriana, que constituía, naturalmente, el mayor grado de
perfección.
Mientras tanto, el filósofo británico Herbert Spencer se esforzaba
por elevar la evolución a la categoría de principio cósmico. Según él,
las leyes de la evolución (o sea, el progreso) gobernaban
prácticamente todos los procesos naturales que podían observarse
en el Universo. Sostenía que, en su origen, la superficie de la Tierra
había sido muy lisa, y que, desde entonces, iba evolucionando hacia
una mayor complejidad. El enfoque de Spencer era totalmente
opuesto al que imperaba en la época isabelina, cuando se pensaba
también que la Tierra había sido lisa en el momento de su creación,
pero se consideraba su creciente irregularidad como una prueba de
corrupción. El clima de la Tierra también había evolucionado a lo
largo de extensos períodos de tiempo, según creía Spencer. Desde
que se creara, la Tierra se había ido diversificando.
Para Spencer, el principio de la evolución era mucho más que una
ley biológica. Ese concepto podía aplicarse igualmente a los
fenómenos sociales. Decía que las sociedades humanas también

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habían ido evolucionando hacia una mayor complejidad. Lo mismo


valía para el lenguaje humano y para las herramientas que usaba el
hombre.
Y, evidentemente, el propio Universo reproducía este mismo
principio. Así, las estrellas y los planetas habían evolucionado a
partir de las nebulosas gaseosas. Al igual que todo lo que contenía,
el propio Universo adquiría una complejidad creciente al hilo de
largos años. En opinión de Spencer, la evolución era una ley
cósmica universal.
Pocos son quienes leen actualmente a Spencer. Incluso algunas
historias de la filosofía ni tan siquiera mencionan su nombre. Sin
embargo, en vida despertó la admiración de muchos, y quizá fuera
el más leído de los filósofos. Había un motivo muy evidente para
ello: incluso en mayor proporción que Darwin, Spencer fue el
profeta de la buena nueva del progreso.
¿Por qué se tenía tal obsesión por el progreso en la época
victoriana? Suele contestarse generalmente que era porque la gente
estaba impresionada por los logros de la revolución industrial. Pero
tiene que haber algo más. Hoy día, los avances tecnológicos se
suceden a todavía mayor velocidad, y, sin embargo, nos hemos
transformado en unos escépticos que, a veces, se preguntan si la
tecnología no estará progresando demasiado rápidamente, y si no
nos estamos creando con ello más problemas de los que resolvemos.
Quizá no sea posible explicar, de forma sencilla, por qué el progreso
se transformó casi en un ideal religioso durante la última parte del

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siglo XIX. El que se ensalzara semejante punto ha de ser el


resultado de la interacción de varios factores complejos.
Pero sí se puede explicar de dónde partió la idea de progreso. Surgió
del concepto que tenía Descartes de las leyes de la naturaleza.
Después de él, se empezó a asemejar al Universo a una gran
máquina que se movía de acuerdo con unos principios fijos. Así,
llegó a considerarse el mundo como algo que había de continuar
indefinidamente en el futuro. Se creía menos en la intervención
divina, y se contemplaban los milagros con escepticismo. El
progreso —social, intelectual, tecnológico y biológico— era posible
porque había tiempo.
Esta forma de ver la naturaleza llegó a su auge durante la época
victoriana. Entonces, la ciencia estaba revestida de mayor prestigio
que en ninguna otra época de la historia, incluso más que en
nuestros días. Se creía que los descubrimientos de la ciencia eran
incontrovertibles, y que las leyes científicas no podían ser sino
exactas. Estaba extendida la creencia de que el Universo —si no la
mente humana— estaba regido por un determinismo como el de
Laplace.
No fue sino en el siglo XX cuando la relatividad y la mecánica
cuántica empezaron a sembrar incertidumbres en este panorama.
En todas las épocas ha sido la noción de tiempo un elemento
fundamental para orientar la visión que, a su vez, se tuviera del
mundo. Los antiguos griegos consideraban que el tiempo era cíclico,
por lo que no concebían la idea de progreso, sino que difundieron el

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mito de la degeneración después de una edad de oro. Pero, para


muchos, la edad de oro no se situaba sólo en el pasado: se hallaba
también en el futuro. Así, el poeta Hesíodo, aproximadamente
contemporáneo de Homero, comentaba que vivía en la edad del
hierro, la peor de todas. Hubiera sido mucho mejor para él, decía,
haber nacido mucho antes —o después.
El concepto de tiempo lineal fue introducido por el judaísmo, y luego
desarrollado por los primeros escritores cristianos. Pero se trataba
de un tiempo lineal de breve duración, pues se había iniciado en un
pasado no muy lejano, y pronto llegaría a su fin. El tiempo abstracto
sólo empezó con la invención del reloj, y con las investigaciones de
Galileo en torno a los cuerpos en su caída. Partiendo de Descartes,
este tiempo fue transformándose gradualmente en el tiempo sin
límite que forma parte de la visión moderna del tema.
Algunos escritores preconizan que el motivo de que la sociedad
tecnológica se desarrollara exclusivamente en occidente reside en
que sólo allí existía la noción de tiempo lineal, como si quisieran
relacionarlo con la noción de progreso. Y por supuesto que ambas
cosas están ligadas, pero eso no es todo. Sólo pudo materializarse el
interés por el progreso cuando se percibió el tiempo de la misma
forma que lo hicieran personajes como Hutton, que lo veía como
algo en lo que no había «vestigios de principio alguno ni
perspectivas de final».

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Capítulo VI
La edad del mundo

Durante el siglo XVII, las teorías de Descartes y de Newton


acostumbraron a los filósofos y los sabios a la idea de que el
Universo pudiera ser infinito. Aunque Descartes no desarrollara ese
tema, otros autores se dieron cuenta de que su teoría de los vórtices
dejaba entrever la posibilidad de prolongar el espacio hasta el
infinito. Si cada estrella era el centro de un vórtice capaz de
contener un sistema planetario, no parecía descabellado deducir
que el número de dichos sistemas fuera ilimitado.
Por otra parte, Newton afirmó explícitamente que él creía en un
Universo infinito. En 1692, expuso sus motivos en una carta que
dirigió al pastor y erudito inglés Richard Bentley. De no ser infinito
el Universo, explicaba, la gravedad haría que se concentraran en su
centro todas las materias de que estaba compuesto. «Pero si las
materias estuvieran distribuidas por igual en un espacio infinito»,
seguía, «nunca se juntarían para formar una sola masa, sino que
unas se agruparían en una masa, y otras, en otras, hasta constituir
un número infinito de grandes masas diseminadas por todo ese
espacio infinito, a grandes distancias unas de otras.»
De estar esparcido el Universo por un espacio infinito, cabía
suponer que el tiempo fuera igualmente infinito, y pudiera
extenderse indefinidamente tanto hacia el pasado como hacia el
futuro. Por supuesto que no había ninguna relación lógica entre la

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infinitud del espacio y la infinitud del tiempo, pero tampoco la


mente humana necesita siempre que la haya. En cuanto se empieza
a considerar una variedad de infinito, ya resulta más fácil imaginar
inmediatamente otra clase de infinitudes. Así es como unos pocos
empezaron a percatarse de que en un Universo sin límites en el
espacio, este mismo podía no tener ni principio ni fin.
Así como algunos de los filósofos griegos —como Aristóteles, por
ejemplo— habían discurrido sobre la eternidad del mundo, la mayor
parte de los hombres de ciencia de los siglos XVII y XVIII no lo
hicieron. La doctrina cristiana lo impidió. Así resultó que incluso
quienes estaban familiarizados con la filosofía clásica griega, o con
los universos infinitos de Newton y Descartes, se guardaron de
analizar la posibilidad de que el tiempo fuera infinito. La amplia
mayoría de los sabios de esa época eran creyentes, por lo que
generalmente se abstuvieron de expresar ideas que pudieran
considerarse heréticas.
Pero cuando Lyell demostró, durante el siglo XIX, que no se podían
sostener las teorías geológicas estrictamente ligadas a la cronología
de la Biblia, se rompió enseguida aquel silencio autoimpuesto. Si
bien el propio Lyell no creía que el tiempo era infinito, sino tan sólo
inimaginablemente extenso, algunos de sus seguidores fueron
menos prudentes. Poco después de publicarse los Principios de
geología, algunos geólogos empezaron a hablar de un tiempo que se
prolongaba en un pasado infinito. Como Lyell había demostrado que
las causas de los cambios geológicos en el pasado eran idénticas a

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las que actuaban en aquel momento, los hombres de ciencia no


tuvieron el menor reparo en concluir que la Tierra debió existir
siempre.
El físico británico William Thomson no vio esto con buenos ojos.
Para él, el mundo no podía haber existido desde un tiempo infinito,
ni era probable que tuviera más de 100 millones de años de
existencia. Además, dijo Thomson, incluso los principios en que se
basaba la doctrina del uniformismo eran sospechosos, por ser
contrarios a una de las leyes fundamentales de la física.
Thomson, a quien la reina Victoria elevó a la dignidad de par en
1892, como reconocimiento de su labor científica, suele citarse
frecuentemente con el nombre de lord Kelvin. Casi todos sus
contemporáneos le consideraron como el mayor físico de su época.
Por eso, cuando Kelvin rechazó los principios de uniformismo, la
comunidad científica le hizo caso.
Kelvin había sido un joven brillante. Publicó su primer trabajo
científico antes de los diecisiete años. Cuando, en 1846, a los
veintidós años, entró de profesor de Filosofía Natural en la
Universidad de Glasgow, tenía ya impresos veintiséis documentos de
trabajo. Después de ser nombrado para la cátedra. Kelvin siguió
produciendo trabajos científicos a un ritmo prodigioso. Se le
reconoció ampliamente el valor de sus aportaciones, y se le concedió
el título de «sir» en 1866. El día de Año Nuevo de 1892 recibió el
título de barón Kelvin de Largs. Para entonces, ascendían a más de

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quinientas sus publicaciones científicas, y había recibido títulos de


doctor honorario de diez instituciones de cinco países diferentes.
Sus objeciones al uniformismo se basaban en la segunda ley de la
termodinámica, que descubrieron, cada uno por su lado, él mismo y
el físico alemán Rudolf Clausius, a principios de los años 1850. La
segunda ley, que constituye uno de los principios de mayor alcance
de la física, puede enunciarse de muchas maneras diferentes. Quizá
la más sencilla sea la del propio Kelvin. Según él, cualquier proceso
que convierta la energía de una forma en otra pierde siempre algo de
esa energía en forma de calor. Ninguna máquina, ni ningún proceso
de la naturaleza puede trabajar con una eficacia del cien por cien.
Naturalmente, también hay una primera ley de termodinámica. Esta
no es sino un enunciado del principio de conservación de la energía:
la energía puede convertirse de una forma en otra, pero no puede ni
crearse ni ser destruida5. Por ejemplo, cuando está encendida una
cerilla, la energía química se convierte en luz y calor. Un generador
eléctrico convierte la energía mecánica en eléctrica; un motor
eléctrico es un aparato que la vuelve a convertir en energía
mecánica. En ninguno de esos procesos se crea ni se destruye
energía.
La segunda ley de la termodinámica puede demostrarse con el
siguiente ejemplo: la energía química contenida en la gasolina se

5 Después de que Einstein publicara su teoría restringida de la relatividad en 1905, se tuvo que
modificar ligeramente, ya que la famosa ecuación E = mc2 significa que la masa y la energía son
intercambiables. La masa se convierte en energía en un reactor nuclear, o en la explosión de
una bomba de hidrógeno, por ejemplo.

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convierte en energía mecánica en un motor de automóvil. De


acuerdo con la segunda ley, este proceso no puede ser
perfectamente eficaz. De hecho, el rendimiento es bastante limitado,
puesto que la mayor parte de la energía convertida por un motor de
combustión interna calienta el motor o sale expulsada por el escape.
Hasta los motores Diesel de mayor rendimiento convierten la
energía química en movimiento con una eficacia algo inferior al
35%. Además, no hay forma de vencer esa limitación. Según la
segunda ley de la termodinámica, una parte considerable de la
energía se disiparía en forma de calor incluso en un motor perfecto
sin fricción.
Existe otra forma de enunciar las dos leyes de la termodinámica,
que no por ser algo coloquial deja de ser precisa. La primera ley
podría expresarse como sigue: «Nunca se da nada a cambio de
nada», y la segunda: «Y además, algo se sale perdiendo.» O, dicho de
otra forma, no se puede crear energía partiendo de la nada, y
cuando se convierte, siempre se desperdicia algo.
Al aplicar la segunda ley a la geología, Kelvin sostuvo que las
fuerzas geológicas no podían actuar a un ritmo constante durante
un período indefinido de tiempo. Mientras estuvieran actuando, su
energía se iría disipando en forma de calor. Finalmente, la Tierra
perdería su energía interna, y dejarían de producirse cambios
geológicos. Después de todo, la energía almacenada en la Tierra no
era infinita. Y precisamente, para que estos cambios geológicos

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vinieran efectuándose desde tiempos infinitos, hubiera sido


necesario un suministro infinito de energía.
Kelvin razonó que si la segunda ley significaba la no validez de la
doctrina uniformista, debería ser capaz de servirse de la primera ley
para calcular desde cuándo existía la Tierra. Puesto que era
evidente que los cambios químicos que intervenían dentro de ésta
sólo eran capaces de producir cantidades insignificantes de energía,
también le pareció evidente a Kelvin que la temperatura del interior
de la Tierra fuera disminuyendo gradualmente. La energía no podía
crearse de la nada, por lo que el calor de la Tierra se debía estar
escapando.
Partiendo de la suposición que la Tierra fue en su origen una masa
líquida, Kelvin dedujo que habrían pasado unos 98 millones de años
desde que la corteza se enfriara y se solidificara. Al admitir que ese
resultado pudiera estar alterado por hechos desconocidos
imputables a la estructura del interior de la Tierra, Kelvin adelantó
prudentemente que su edad podía estar comprendida entre los 20
millones de años, con lo cual sería relativamente joven, y los 400
millones, una edad venerable.
En su época, se admitía generalmente que la Tierra estuviera en
estado líquido en su inicio. Hoy día, los científicos albergan sus
dudas al respecto. Muchos creen que se condensó a partir de una
nube relativamente fría de gas y polvo que se encontraba en la
órbita del Sol primigenio. No obstante, aunque se hubiera conocido
durante el siglo XIX esta teoría u otra similar, ello no hubiera

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incidido en los resultados obtenidos por Kelvin, puesto que lo que él


pretendía determinar era la edad máxima de la Tierra. Y, de suponer
que ésta había sido en su origen relativamente fría, se habría
llegado a una edad inferior, no superior. En ese caso, habría sido
menor la cantidad de calor que se hubiera disipado, por lo que
podía haber ocurrido en menor tiempo.
Kelvin leyó su primer trabajo sobre el enfriamiento de la Tierra en
1862. Durante el resto de su vida, volvió repetidamente sobre el
tema, y fue perfeccionado cada vez más sus estimaciones a lo largo
de varias decenas de años. Si bien al principio estaba dispuesto a
admitir una edad tan elevada como 400 millones de años, en 1897
sostuvo que la cifra más probable sería de 24 millones de años.
Kelvin aplicó un razonamiento semejante a la temperatura del Sol.
En 1862, calculó que el Sol no podía tener más de 500 millones de
años. La estimación que juzgó más probable la situó en 100
millones de años, aproximadamente la misma edad que había
calculado para la Tierra, aunque concedió menos importancia a
estos cálculos que a los que aplicó a la Tierra, ya que, por el hecho
de que los conocimientos de la física del Sol eran limitadísimos, su
razonamiento en este caso iba a ser menos convincente.
Kelvin se enzarzó en una violenta discusión con los geólogos en
1868. A principios de ese año, leyó ante la Sociedad Geológica de
Glasgow un escrito titulado «Sobre el tiempo geológico». Hacía seis
años que había leído su primer escrito sobre la edad de la Tierra. Ya
en 1868, había adquirido tal certeza referente a su método como

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para limitar la longitud del tiempo geológico a un período de tiempo


no superior a los 100 millones de años.
Si bien lo que atacaba eran las teorías de los geólogos uniformistas,
quienes más heridos se sintieron por sus afirmaciones fueron los
biólogos partidarios de la teoría de la evolución. Durante mucho
tiempo se había admitido que si la evolución se debía a la selección
natural, se necesitaba para ello largos períodos de tiempo.
Recordemos que uno de los puntos de partida más importantes de
Darwin era el postulado de que no existían saltos súbitos en la
evolución. Según él, las especies evolucionaban porque la selección
natural actuaba sobre pequeñas variaciones que se producían
naturalmente; estos cambios eran muy graduales.
Cuando Darwin escribió el Origen de las especies, no indicó el
tiempo que se requería para que se produjera un cambio en la
evolución. No obstante, quedó claro para sus contemporáneos que
pensaba en términos de centenares de millones, o incluso miles de
millones, de años. Darwin se refirió en una ocasión a los períodos de
tiempo. En la primera edición del Origen de las especies, presentó
una estimación que pretendía demostrar que algunos cambios
geológicos habían necesitado hasta 300 millones de años para
efectuarse. Sin embargo, en conjunto, se había conformado con la
conclusión de Lyell de que el tiempo pasado había sido
inimaginablemente extenso.
Por eso, se comprende que le molestara enterarse de que Kelvin
había encontrado, al parecer, unas pruebas incontrovertibles de que

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no cabía pasar de los 100 millones de años. Se sabe que, en


privado, se refirió a Kelvin como a un «odioso espectro», y que
intentó modificar sus teorías para encajar la evolución dentro de las
nuevas limitaciones de tiempo.
Hubo circunstancias en las que, por intentarlo, llegó a contradecirse
a sí mismo. Así, en la última edición del Origen de las especies,
trató de acelerar el proceso de la evolución bajo el supuesto de que
«en los primeros tiempos, el mundo sufrió transformaciones físicas
más rápidas y violentas que las que ocurren ahora, lo cual indujo, a
su vez, otros cambios, a un paso semejante, en los organismos que
entonces existían». O sea, que la evolución había sido más rápida
cuando el mundo era joven y se producían situaciones caóticas.
Pero resultaba que estas afirmaciones contradecían directamente
otras partes del libro, que se arrastraban de las ediciones
anteriores, y en las que el autor explicaba con toda claridad que la
evolución de la vida inicial había seguido un ritmo más lento.
A los ojos de algunos científicos, las limitaciones que imponía Kelvin
a la edad de la Tierra no presentaban mayores dificultades. Si la
física no admitía que tuviera más de 100 millones de años, ésa era
la cifra con la que se debían conformar los geólogos y los biólogos en
sus trabajos. Ésta fue la opinión de Thomas Henry Huxley, el
biólogo británico que encabezó la breve lucha que se entabló en
defensa de las teorías de Darwin. En 1869, Huxley observaba:
La biología toma su tiempo de la geología. El único motivo
que tengo para creer en la lentitud con que se producen los

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cambios en las formas de vida es su persistencia en toda


una serie de depósitos, los cuales han tardado mucho
tiempo en formarse, según nos dice la geología. Si la
medición geológica está confundida, no les quedará más
remedio a los naturalistas que modificar en consecuencia
sus teorías en cuanto al paso al que dicen que se han
producido los cambios.

Kelvin no estaba de acuerdo con esto. Aunque no negara que había


existido una evolución, argüía que la selección natural era un
mecanismo demasiado lento para poder provocarla. Por cierto,
tampoco estaba seguro de que la vida hubiera evolucionado en la
Tierra por primera vez, ya que pudiera haber sido de origen
extraterrestre. Según él, los organismos primitivos podían haber
llegado a la Tierra desde un mundo anteriormente habitado. Y, por
supuesto, cabía otra posibilidad evidente: la de la creación divina.
A finales del siglo XIX, la cifra avanzada por Kelvin de 100 millones
de años ya era un hecho prácticamente admitido. No sólo la
aceptaron los geólogos, sino que incluso hicieron sus propios
cálculos, que parecieron confirmar la evaluación de Kelvin. Por
ejemplo, el geólogo británico John Phillips estimó que la roca
sedimentaria se formó a razón de un pie (30,48 cm) cada 1.332
años. Considerando el espesor de los sedimentos en la superficie de
la Tierra a 72.000 pies (21.946 metros), obtuvo la cifra de
95.904.000 años, sorprendentemente próxima a los 100 millones de

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Kelvin. En 1899, el geólogo irlandés John Joly calculó la cantidad


de sal que los ríos arrastraban al mar cada año, y concluyó que los
océanos tenían una existencia de unos 90 millones de años.
Hoy sabemos que ni la Tierra ni los océanos son tan jóvenes.
Actualmente, se estima la edad de la Tierra en 4.600 millones de
años. Es más difícil determinar la edad de los océanos, a los que
hoy día se atribuyen al menos 2.000 millones de años. Pero, a
finales del siglo XIX, había tomado carácter de dogma la idea de que
la Tierra tenía 100 millones de años de existencia. Los geólogos no
estaban dispuestos a aceptar la última evaluación, probablemente
más aproximada, de Kelvin, de 24 millones de años, ni someter a un
examen más profundo los cálculos algo dudosos, mientras éstos
dieran el resultado «correcto». Algunos geólogos previeron que pocos
años después se cambiaría radicalmente de opinión respecto a la
edad de la Tierra.
En 1896, cuando estaba experimentando con unas muestras de
sulfato de potasio uranilo, un compuesto químico que contenía el
elemento uranio, el físico francés Henri Becquerel descubrió que el
uranio emitía un tipo misterioso de radiación capaz de oscurecer las
placas fotográficas. Unos dos años después, la física francesa de
origen polaco Marie Curie empezó a estudiar varias sustancias
naturales que presentaban el efecto que Becquerel había señalado.
En 1898, junto con su marido, Pierre Curie, anunció que habían
descubierto dos elementos nuevos: el radio y el polonio. Marie
acuñó la palabra «radiactividad» para describir la emisión

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espontánea de energía por parte de esas dos sustancias. Más


adelante, en 1903, Pierre Curie, junto con su asistente Albert
Laborde; descubrió que esa emisión de energía se acompañaba
además, de producción de calor.
El mismo año, el físico británico Ernest Rutherford se puso a
experimentar con las sustancias radiactivas. No tardó mucho en
comprobar que la cantidad de calor despedido era proporcional al
número de partículas alfa que habían sido emitidas. Anteriormente,
Rutherford había demostrado que las sustancias radiactivas emitían
tres clases de radiaciones, a las que llamó alfa, beta y gamma,
según las tres primeras letras del alfabeto griego. Varios años
después, se demostró que las partículas beta eran electrones, y que
las partículas alfa eran idénticas a los núcleos del elemento helio
{compuesto por dos protones y dos neutrones).
Aunque en 1903 Rutherford no supiera todavía lo que eran las
partículas alfa, se dio cuenta de que la energía que se desprendía
cuando se liberaban podía explicar el calor del interior de la Tierra.
Observando que la materia radiactiva estaba presente en el suelo en
una concentración de cerca de cinco partes por 10.000 millones,
pensó que bien pudiera encontrarse en la misma concentración en
toda la Tierra. De ser así, señaló, desprendería suficiente calor para
mantener a ésta a temperatura constante. En este caso, todos los
cálculos de Kelvin —que se basaban en la suposición que la Tierra
se estaba enfriando— eran erróneos. El calor producido por la

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radiactividad sería capaz de mantener caliente el interior de la


Tierra durante un larguísimo período de tiempo.
En 1904. Rutherford presentó sus descubrimientos ante un grupo
de personas reunidas en la Royal Institution. Cuando ya iba a
iniciar la conferencia, advirtió que Kelvin se hallaba entre el público.
Naturalmente, esto suponía un problema, por lo que previendo que
al influyente Kelvin no le iba a gustar que un joven físico,
relativamente desconocido, contradijera sus teorías, Rutherford
buscó un recurso. Y lo encontró. Varios años después, relataba el
incidente como sigue:
Al poco de entrar en la sala, que estaba en la penumbra,
me percaté de que allí estaba lord Kelvin entre el público, y
vi que me iba a meter en un lío, en la última parte de la
conferencia, donde hablaba de la edad de la Tierra, y
presentaba un punto de vista contrario al suyo. Con gran
alivio, observé que enseguida se había quedado dormido,
pero, al llegar al momento difícil, vi que se enderezaba,
abrió medio ojo y me lanzó una mirada siniestra. Me vino
rápida la inspiración, y dije que lord Kelvin había limitado
la edad de la Tierra, mientras no se descubriera ninguna
nueva fuente de calor. Esta manifestación profética enlaza
con el tema de que tratamos esta noche, ¡el radio!
¡Cuidado!, me avisó el hombre con una sonrisa.

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Pero Kelvin no quedó convencido. Poco después de la conferencia de


Rutherford, publicó un escrito en el que rechazaba la idea de que el
radio pudiera emitir calor perpetuamente, y arguyó que la energía
que ésta y otras sustancias radiactivas desprendían debía provenir
de alguna fuente exterior. «Cabe pensar que, de algún modo, unas
ondas etéreas suministran energía al radio mientras éste transmite
calor a la materia ponderable que lo rodea.» Dos años después, en
1906, Kelvin mantuvo un debate público con algunos de sus colegas
más jóvenes, y negó que el radio pudiera explicar el motivo del calor
de la Tierra o el Sol. Llegó hasta el punto de defender que el calor no
podía acompañar la emisión de partículas alfa, como pretendía
Rutherford. En vez de ello, según él, el calor debía ser el producto
de la emisión de partículas beta.
La querella duró poco, pues Kelvin murió al año siguiente, y la joven
generación de científicos siguió pacíficamente estudiando los
diversos tipos de materias radiactivas, así como las clases de
radiaciones que emitían. No mucho después, ya era un hecho
admitido el que la emisión de partículas alfa se acompañaba de una
emisión de calor, y que era ciertamente posible que la Tierra
existiera desde tiempos indefinidamente remotos.
Varios años antes de morir Kelvin, algunos de esos jóvenes
científicos ya habían entrevisto la posibilidad de dar incluso un paso
más. Las sustancias radiactivas podían proporcionar el medio de
averiguar la edad de la Tierra. En 1905, cuando el químico
estadounidense Bertram Boltwood comprobó que el uranio se

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transformaba en plomo al sufrir una desintegración radiactiva, se


vislumbró lo que podía ser un método preciso de fechar
acontecimientos por medio de la radiactividad. En 1907, siguiendo
una idea propuesta por Rutherford, con quien había colaborado
antiguamente, se dedicó a investigar, partiendo de la base que si se
medían las cantidades de plomo y de uranio contenidas en un
mineral, debía ser posible determinar la edad de la muestra de
mineral en cuestión. Si, en su origen, sólo había estado presente el
uranio, la cantidad de plomo que se hubiera mezclado al mismo
debería permitir medir la cantidad de tiempo que había pasado
desde que se formara la muestra de mineral. Boltwood midió
muestras tomadas en diez ubicaciones diferentes de tres
continentes, y obtuvo unos resultados comprendidos entre 410
millones y 2.200 millones de años. Esto demostraba que la Tierra
tenía mucha mayor antigüedad que lo que Kelvin sostenía. Y puesto
que la Tierra no podía ser más joven que la muestra más antigua,
su edad debía evaluarse por lo menos en 2.200 millones de años.
Si se toma una muestra de uranio, toda ella acabará
desintegrándose en plomo. Este proceso no es sencillo. La
desintegración se produce en catorce etapas. Se inicia cuando el
uranio 238 (el número 238 significa que el núcleo de ese isótopo de
uranio contiene en total 238 protones y neutrones; un núcleo de
uranio tiene siempre 92 protones, pero como puede variar el
número de neutrones, existen diversas variedades de uranio, o de
isótopos de uranio) emite una partícula alfa, y se desintegra en torio

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234. El torio emite una partícula beta y se transforma en protactinio


234. Se emite otra partícula beta, creándose uranio de nuevo. Pero
esta vez es un isótopo más ligero, el uranio 234. Las tres etapas
siguientes dan torio 230, radio 226 y radón 222, respectivamente.
Después de unas cuantas desintegraciones radiactivas sucesivas, se
forma el plomo 206. Como el plomo 206 no es radiactivo, cesa ahí la
cadena de desintegración.
Aunque no sea posible predecir exactamente cuándo va a
desintegrarse un átomo radiactivo, se ha establecido que
exactamente la mitad de una muestra de uranio 238 se desintegra
transformándose en plomo al cabo de 4.500 millones de años. Los
físicos dicen que el proceso tiene una vida media de 4.500 millones
de años. Diremos, de paso, que dicha noción de vida media puede
aplicarse a cada desintegración en particular, o a la cadena de
desintegración en su conjunto. Conociendo la vida media de la
cadena, se puede determinar la antigüedad de un mineral que esté
formado a la vez por uranio y plomo. Como cabe suponer que no
había plomo presente en el mismo originariamente (los procesos
químicos y físicos hubieran llevado el uranio originario a
cristalizarse por sí mismo), la proporción entre plomo y uranio será
la que permitirá., calcular la edad del mineral .con una precisión del
12% o más.
Hoy día, la cadena de desintegración del uranio-plomo no es sino
una más de las que se utilizan para evaluar la edad de los
minerales. Hay otras como la serie de torio-plomo (vida media de

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13.900 millones de años), la de potasio-argón (1.300 millones de


años), y la de rubidio-estroncio (47.000 millones de años). Así es
posible fechar rocas por medio de varios métodos diferentes, con lo
que se pueden comparar resultados. Por cierto que el conocidísimo
método del carbono para determinar edades no sirve para indicar la
antigüedad de la roca. Con este sistema sólo se consigue averiguar
la edad de materias orgánicas que han absorbido el carbono de la
atmósfera, y tienen menos de 70.000 u 80.000 años.
Por medio de esos métodos, y de otro más reciente que se llama
datación por huellas de fisión (consiste en medir la fisión espontánea
de los núcleos de uranio en fragmentos de gran tamaño, en vez de
recurrir a la desintegración, menos violenta, por emisión de
partículas alfa y beta), se ha demostrado que algunas rocas
volcánicas tienen más de 3.700 millones de años. Aunque esto no es
sino un límite más bajo de la edad de la Tierra —los 3.700 millones
de años no es sino una evaluación de la fecha de formación de la
corteza terrestre—. La Tierra en sí ya existía desde un tiempo antes
de que se formara una corteza sólida.
Los estudios de los meteoritos, que debieron formarse
aproximadamente en el mismo tiempo que la Tierra, demuestran
que una edad de 4.600 o 4.700 millones de años sería más
probable. Esta cifra ha sido confirmada al fechar las rocas que
trajeron de la Luna los astronautas que participaron en las misiones
Apolo. Por ser la Luna más pequeña que la Tierra, parece razonable
imaginar que su corteza se solidificó antes. Así, las rocas lunares

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deberían resultar algo más antiguas que las que se hallan en la


Tierra. Y esto es exactamente lo que se comprobó. Las muestras del
Apolo registran una edad de hasta 4.200 millones de años.
Los métodos radiactivos de determinar fechas pueden utilizarse no
sólo para revelar la edad de las rocas que contienen elementos
radiactivos, sino también para averiguar la edad de esos mismos
elementos. El método que se utiliza en esos casos es algo más
complicado, y consiste en comparar la cantidad de elementos
radiactivos que pertenecen a diferentes cadenas de desintegración.
La edad de los elementos se podrá determinar comparando la
abundancia relativa de dos de esos elementos con la abundancia
primordial que se calcula en teoría.
Este método es, por supuesto, algo menos exacto que el que se usa
para averiguar la edad de las rocas terrestres. No obstante, puede
utilizarse para conseguir un límite más bajo en la edad del
Universo. No sirve, sin embargo, para determinar la fecha del big
bang6 que se produjo cuando se creó el Universo, por el hecho de
que no se crearon entonces los elementos pesados, radiactivos.
Éstos se formaron como resultado de las reacciones nucleares que
intervinieron dentro de las estrellas de masa elevada. Cuando
algunas de esas estrellas quedaron hechas pedazos tras las
explosiones de supernovas, los elementos pesados se esparcieron en

6 Se tratará con mayor detalle la teoría del big bang en los capítulos XI y XII.

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el espacio. Finalmente, parte de esas materias quedó en las nubes


de polvo y gas de que se formó la Tierra.
Como los elementos radiactivos se formaron un tiempo después de
la creación del Universo, lo único que se puede decir es que éste ha
de ser algo más antiguo que los propios elementos. En este caso,
ocurre algo similar a lo que sucedió con las rocas de la Tierra.
Como ya dije anteriormente, el haber descubierto rocas de una
antigüedad de 3.700 millones de años sólo nos permite deducir que
la Tierra debe tener una antigüedad aún mayor, pero sin que eso
nos dé una fecha exacta de su formación.
Se ha calculado la abundancia relativa de varios pares diferentes de
elementos radiactivos, por lo que se ha estimado la edad mínima del
Universo de diversos modos. Juntando todos los datos que se han
obtenido de ese método de fechar acontecimientos, se llega a la
conclusión de que los elementos radiactivos tienen por lo menos
10.000 u 11.000 millones de años de antigüedad, o incluso hasta
17.600 millones. Esta cifra ha sido confirmada por el cálculo teórico
de la edad de las estrellas más antiguas. El análisis espectroscópico
de la luz que emiten esas estrellas revela que tienen entre 15.000
millones y 19.000 millones de años. La suma de toda esa
información nos lleva a deducir que el Universo debe existir
probablemente desde hace al menos 15.000 millones de años.
Actualmente se dispone de un método más de evaluar la edad del
Universo. Desafortunadamente, no da siempre el mismo resultado.
Se habló de él a finales de los años setenta, cuando un grupo de

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astrónomos llegó a la conclusión de que el Universo no tenía más de


10.000 millones de años de existencia. La publicación de
semejantes resultados desató una polémica tan violenta que recordó
la que surgió en la época de Rutherford y Kelvin, por su
sorprendente similitud con esta última. Poco después de final de
aquel siglo, los científicos utilizaron los métodos radiactivos de
fechar acontecimientos, obteniendo así unas edades para la Tierra
mayores de las que admitieran Kelvin y los geólogos (los cuales
siguieron aferrándose durante un tiempo a la cifra de 100 millones
de años). Hoy día, los nuevos métodos de datar por medio de la
radiactividad están dando a los elementos radiactivos una
antigüedad mayor de la que algunos astrónomos atribuyen al
Universo.
Para comprender cómo llegó a enzarzarse la polémica, se ha de
volver atrás y comentar brevemente un descubrimiento que se hizo
en 1929. Creo que el desarrollo ulterior del tema será muy
revelador. Como veremos, la edad del Universo ha vuelto sobre el
tapete en diversas ocasiones, y se ha rectificado muchas veces.
En 1929, el astrónomo estadounidense Edwin Hubble dio a conocer
su descubrimiento: el Universo se estaba expandiendo. Unos años
antes, se había descubierto que la luz que emitían las galaxias
lejanas tendía al rojo. Cuando los astrónomos observaron algunas
de las longitudes de onda de la luz características de las estrellas de
esas galaxias, vieron que dichas longitudes de onda eran algo
diferentes cuando provenían de las galaxias muy remotas.

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Se sabía desde hacía tiempo que las modificaciones de la longitud


de onda estaban relacionadas con las velocidades de aproximación y
de retroceso. Las estrellas que se desplazan en nuestra dirección a
la vez que se desplazan en sus órbitas en torno al centro de nuestra
galaxia emiten una luz que tiende hacia el extremo azul del
espectro, mientras que la luz de las que se alejan de la Tierra tiende
hacia el rojo.
Este efecto no hace que las estrellas o las galaxias parezcan rojas en
la realidad. El desplazamiento afecta sólo a la longitud de onda
componente de la luz, no al aspecto visual de la estrella. Aunque la
luz visible que emite la estrella se desplaza efectivamente hacia el
rojo, algunas de las longitudes de onda ultravioletas invisibles
también sufren una modificación, pues se transforman en un azul
visible para el ojo humano.
Pero, si bien el paso al rojo no se aprecia visualmente, sí se vuelve
patente cuando se examina la luz por medio de instrumentos
científicos. Con ellos se puede decir si una estrella o una galaxia se
están acercando a la Tierra o si se alejan de la misma, y también se
sabe la velocidad a la que lo están haciendo.
La luz de unas pocas galaxias tiende al azul. Una de ellas es la gran
galaxia de la constelación de Andrómeda, por ejemplo. No obstante,
todas las galaxias en las que se aprecia una desviación hacia el azul
están cercanas a nuestra Vía Láctea. Forman parte de lo que los
astrónomos llaman el grupo local de galaxias. Puesto que las
galaxias del grupo local están ligadas por la gravitación, de tal forma

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que se mueven unas en torno a otras, se podía esperar que su


conducta fuera diferente de la de las galaxias en general. Y,
efectivamente, es así: en todas las galaxias situadas más allá del
grupo local, se aprecia el desplazamiento hacia el rojo.
Hubble advirtió que la luz de las galaxias más apagadas eran las
que mayor desplazamiento mostraban hacia el rojo. Como su
aparentemente reducida luminosidad demostraba que eran las más
lejanas, Hubble llegó a la conclusión de que los objetos más alejados
de nuestra propia galaxia eran los que se separaban de ella a mayor
velocidad. Esto sólo podía significar una cosa: el Universo se estaba
expandiendo. El motivo de que las galaxias distantes parecieran
estar alejándose de la Tierra era sencillamente que las galaxias se
estaban separando unas de otras.
Un ejemplo sencillo permitirá explicar por qué ocurre esto. Basta
con imaginar un trozo de masa que contenga pasas y se meta en un
horno. A medida que vaya subiendo la masa, la distancia entre cada
pasa irá aumentando. Además, las pasas más alejadas de la base
serán las que se irán separando unas de otras con mayor rapidez. Si
dos pasas casi se tocan, no variará prácticamente la distancia entre
ambas, mientras que si se encuentran en los extremos opuestos de
la masa que está subiendo, se alejarán una de otra con gran
rapidez.
Hubble no se conformó con observar que se producía una
expansión. También quiso averiguar en qué medida se producía.
Para ello, se necesitaba determinar la relación entre la velocidad de

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fuga y la distancia. Determinar la velocidad de fuga era bastante


fácil. Cuando Hubble hubo medido el corrimiento hacia el rojo, ya
pudo calcular sin dificultad la velocidad. Pero medir las distancias
ya era un asunto más complicado. De hecho, no existía forma de
determinar directamente la distancia de ninguna galaxia.
Los astrónomos utilizan el método de triangulación para averiguar
la distancia de las estrellas más próximas. La posición aparente de
una estrella cercana se desplaza cuando se observa desde los lados
opuestos de la órbita de la Tierra. Como la Tierra está situada a
unos 149.675.000 km del Sol, su posición en el espacio se desvía
unos 299.350.000 km en seis meses. Después de todo, la órbita de
la Tierra es casi circular, y el diámetro de un círculo es exactamente
el doble de su radio.
Pero este método no sirve para las estrellas más alejadas, y menos
aún para averiguar la distancia de otras galaxias, situadas todavía
más lejos. Cuando el diámetro de la órbita de la Tierra es pequeño
comparado con la distancia que se intenta medir, la desviación de la
posición aparente es demasiado reducida para poderse medir, aun
utilizando los telescopios más potentes.
Los astrónomos se sirven de muchos métodos diferentes para
calcular la distancia de los objetos alejados. Todos ellos parten del
principio que cuanto más alejada esté una fuente de luz, más
apagada se verá. Por ejemplo, una vela muy próxima al ojo del
observador le parecerá a éste muy brillante, mientras que la luz de
un proyector alejado puede aparentar ser menos intensa.

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Conociendo el brillo intrínseco de un objeto y comparándolo con su


brillo aparente, existe la posibilidad de calcular la distancia del
objeto en cuestión. Se puede determinar la distancia a la que se
encuentra un proyector sabiendo la cantidad de luz que emite. Este
mismo principio tan sencillo puede aplicarse a una estrella o una
galaxia. Para calcular distancias, los astrónomos miden la
oscilación aparente de varios tipos diferentes de objetos, entre los
que se encuentran las estrellas brillantes, las nubes de gas
resplandecientes, las supernovas e incluso las propias galaxias.
Cuando Hubble llevó a cabo sus observaciones de los astros, en los
años veinte, centró su interés en unas estrellas que se conocen con
el nombre de cefeidas. Se trata de unas estrellas cuyo destello varía,
alcanzando mayor o menor brillo, con una regularidad que ha
permitido determinar los períodos de estas estrellas, o sea, el tiempo
que transcurre entre dos momentos sucesivos de máxima
luminosidad.
Ya desde 1912, se sabía que existía alguna relación entre el período
de una cefeida y su luminosidad intrínseca. Cuanto más brillaba
una cefeida más lentamente centelleaba. Midiendo el período, podía
calcularse el brillo, y, por consiguiente, su distancia.
Hubble consiguió localizar cefeidas en nuestra galaxia vecina,
Andrómeda. Después de practicar sus mediciones, pasó a otras
galaxias más alejadas. Cuando llegó a galaxias tan alejadas que ya
no podía apreciar cefeidas en ellas, adoptó otros sistemas de
indicación de distancias. Así, sabiendo la distancia a que se halla

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Andrómeda, se puede determinar el brillo intrínseco de las estrellas


más brillantes de esa galaxia. Si las estrellas más brillantes de una
galaxia más remota son similares —no hay motivo para que no lo
sean—, se podrán utilizar esas estrellas para averiguar la distancia
de esa galaxia también. Se necesita recurrir a las cefeidas para
disponer de una base dentro del proceso de medición de la
distancia, pero, una vez que ya se tiene, todo lo demás encaja ya
rápidamente.
Ya en 1929, Hubble tenía trazados gráficos en los que se mostraba
la relación entre la distancia y la velocidad de fuga. Esto, a su vez, le
permitió calcular la velocidad a la que el Universo se estaba
expandiendo. Ahora bien, si de verdad se estaba expandiendo, se
había de presuponer que en algún momento habría estado muy
comprimido. Determinando el grado de expansión, se debería poder
retroceder para evaluar el tiempo transcurrido desde que se iniciara
la misma. Esto es precisamente lo que calculó Hubble. En 1936 dio
a conocer que, tal como lo había calculado, el Universo no podía
tener una antigüedad de más de 2.000 millones de años.
Esa cifra tan sólo presentaba un inconveniente: en 1936, los
científicos ya habían averiguado por los sistemas de fechar objetos
por medio de la radiactividad que algunas rocas de la Tierra existían
hacía 3.500 millones de años. De tener razón Hubble, resultaba que
las rocas habían de ser más antiguas que el propio Universo. Ante lo
obviamente absurdo de esa conclusión, era evidente que, o bien
fallaba algo en los sistemas de datar sirviéndose de la radiactividad,

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o bien había errores sistemáticos en las mediciones hechas por


Hubble.
Se averiguó finalmente el motivo de la discrepancia, en el
transcurso de los años cincuenta, cuando descubrieron los
astrónomos que existían dos clases distintas de cefeidas variables, y
que su luminosidad intrínseca no era la misma. Al no distinguir que
las había de dos tipos, Hubble introdujo errores en su medición de
las galaxias próximas a las nuestra. Y al medir las distancias con
un sistema escalonado, arrastró el error a su evaluación de la
distancia de las galaxias más alejadas.
Durante el mismo período, se descubrió que era también inexacto
otro de los patrones que usó Hubble para medir distancias. Para
observar las galaxias que estaban tan alejadas que no se apreciaban
cefeidas en ellas, Hubble se había servido de las estrellas brillantes
como indicadores de distancia. Se descubrió que, algunas veces,
tomó a las grandes nubes resplandecientes de gas hidrógeno por
estrellas especialmente luminosas, introduciendo así otro error
sistemático.
Se corrigieron los errores en los resultados de Hubble, y se revisó la
edad del Universo, incrementándola hasta alcanzar
aproximadamente 10.000 millones de años. Luego, durante los años
sesenta y setenta, se afinaron algo más los cálculos de distancias, y
se obtuvo una edad situada entre 13.000 y 18.000 millones de años.
Esta edad se expresó dentro de unos límites, sin precisar una cifra
determinada, pues se debían tener en cuenta dos tipos diferentes de

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inexactitudes. La primera era consecuencia de tener que medir


todavía las distancias por etapas: primero, se averiguaba la de los
objetos más cercanos, y de ahí se partía para evaluar la de los que
se encontraban más allá. Por eso, todo error que se introdujera en
una de las etapas repercutía en todas las demás, y, a pesar de
haberse logrado perfeccionar algo los métodos de determinar
distancias, las inexactitudes seguían siendo mayores que las
habituales en otros tipos de mediciones astronómicas.
Se consideró que se podía expresar el grado de expansión con una
precisión cercana al 15%. Sin embargo, la inexactitud en el cálculo
de la edad del Universo era algo superior, pues los astrónomos no
eran capaces de estimar con exactitud el paso a que se iba frenando
la expansión.
La gravedad retrasa la expansión del Universo. La atracción mutua
de las galaxias y de otras materias del Universo hace que la
velocidad de fuga decrezca al cabo de largos períodos de tiempo.
Por lo tanto, para fijar la edad del Universo se necesita averiguar
primero su grado de expansión actual y en el pasado. La dificultad
de determinar la edad del Universo es comparable a la de averiguar
el tiempo que un objeto ha tardado en caer desde una altura
desconocida. No sólo se necesita saber a qué velocidad se desplaza
ahora, sino también su grado de aceleración. La única diferencia
entre este problema y el de descubrir la edad del Universo estriba en
que la expansión de éste experimenta una desaceleración en vez de
una aceleración.

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Para conocer la desaceleración, se ha de evaluar en qué medida la


gravitación retrasa el proceso. Y, para determinarlo, se necesita
conocer la cantidad de materias que están sometidas a la misma en
el Universo. Desgraciadamente, no se ha conseguido dar una
respuesta a esa incógnita.
Se trata de una grave dificultad, pues los astrónomos sólo pueden
calcular la masa de las materias que pueden ver. Así, se podrá
averiguar la masa presente en un cuerpo que emita luz, o cualquier
otro tipo de radiación, como ondas radioeléctricas o rayos X, pero,
desafortunadamente, el Universo está formado por mucha materia
oscura que no emite radiación alguna, y muchas galaxias aparecen
rodeadas de un halo oscuro. Además de que los astrónomos no
saben con certeza la cantidad de materia oscura que existe en el
espacio intergaláctico, tampoco saben siquiera lo que es. Se han
hecho algunas suposiciones respecto a lo que será esa materia
oscura. Así, los halos pueden estar constituidos por agujeros
negros, unos cuerpos demasiado pequeños para ser capaces de
ignición como las estrellas, o incluso por nubes de partículas
subatómicas llamadas neutrinos. Y caben aún más posibilidades.
Hasta que los astrónomos no sepan lo que es esa materia negra, no
es de esperar que puedan averiguar el retraso que ocasiona la
gravitación.
Se ha intentado medir directamente la desaceleración del Universo.
Existe la posibilidad de observar galaxias situadas a más de 10.000
millones de años luz. Puesto que un año de luz es, por definición, la

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distancia recorrida por un rayo de luz en un año, se deduce que la


luz de esas galaxias fue emitida hace más de 10.000 millones de
años. Cuando un astrónomo dirige la mirada a los objetos remotos,
la está dirigiendo igualmente a grandes distancias del pasado.
Siendo así, en principio, deberían ser capaces de definir
directamente el grado de expansión del Universo en un tiempo
situado en el pasado a 10.000 millones de años del tiempo presente.
Pero este método no da buenos resultados en la práctica, pues su
inexactitud es aún mayor que la habitual en las mediciones de
distancias. Por eso se consideran poco fiables los datos que se
obtienen sobre la edad del Universo partiendo de ese tipo de
métodos, y son tan variables las cifras que se adelantan. Según
unos autores, el Universo existiría desde hace 15.000 millones de
años; esta cifra se sitúa aproximadamente en el medio de los límites
comprendidos entre 13.000 y 18.000 millones de años; también se
dice que tiene 18.000 millones de años: éste es un máximo
aproximado. Otras veces, se dan cifras de 10.000 millones o 20.000
millones de años, en base a la teoría según la cual eso representa al
menos un orden de magnitud correcto.
Si bien se dudaba en optar por 13.000 o 18.000 millones de años, la
estimación no dejaba de parecer razonable, ya que coincidía
relativamente con la edad de los elementos radiactivos, de nuestra
galaxia y de las estrellas más antiguas. Por eso, a mediados de los
años setenta, se dio por solucionado el problema. Se había llegado a

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atribuir al Universo una edad todavía algo imprecisa, pero


razonable.
Tan apacible felicidad se vio turbada a finales de los setenta,
cuando un grupo de astrónomos de la Universidad de Arizona, del
Smithsonian Astrophysical Observatory, y del Kitt Peak National
Observatory, observo que la atracción gravitatoria estaba llevando al
grupo local de galaxias a caer dentro del campo de un cúmulo
gigante de galaxias en la constelación de Virgo, a una velocidad de
unos 500 kilómetros por segundo. Concluían que si no entrábamos
en órbita alrededor del cúmulo gigante de Virgo, chocaríamos con él
dentro de aproximadamente 60.000 millones de años.
Igualmente señalaron que eso significaba que nuestra galaxia
estaba situada en una bolsa del espacio que se estaba expandiendo
a menor velocidad que el conjunto del Universo. De ser correcto ese
resultado, no podían serlo los valores aceptados para el grado de
expansión del Universo. Tras calcular de nuevo la edad del
Universo, obtuvieron la cifra de 7.000 a 10.000 millones de años.
Naturalmente, semejante conclusión levantó una polvareda de
controversias. Hubo astrónomos que se negaron a aceptar como
correcta la nueva cifra, alegando que contradecía los resultados que
se habían obtenido para las edades de las estrellas más antiguas y
de los elementos radiactivos. Y hubo otros que defendieron las
evaluaciones anteriores del grado de expansión, alegando que eran
más precisas de lo que pretendían los integrantes del grupo de
Arizona-Smithsonian-Kitt Peak.

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El debate sigue pendiente. Se han obtenido nuevos datos, aunque


no todos los astrónomos coinciden en los resultados. Algunas de las
observaciones parecen apoyar la primera estimación de 13.000 a
18.000 millones de años, mientras que otras pruebas se inclinan a
favor del cálculo de 7.000 a 10.000 millones de años. Por lo que se
ve, las distancias astronómicas pueden medirse de diferentes
formas y con diferentes métodos, que están dando, por cierto,
resultados también diferentes.
Esto se debe a la falta de acuerdo general respecto a las técnicas de
medición de la distancia que ofrecen mayor precisión. Algunos
astrónomos se fían de las que Hubble elaboró el primero, basándose
en que esos métodos se han ido perfeccionando durante decenas de
años, mientras que otros creen que las nuevas técnicas, como las
que consisten en medir la velocidad de rotación de las galaxias, dan
resultados más precisos 7. Actualmente, se considera que tan sólo se
puede llegar a dos conclusiones. Primero, el grado de expansión, y,
por consiguiente, la edad del Universo se conoce con tal inexactitud
que puede ser el doble de una de las evaluaciones. Segundo, si se
ha de resolver finalmente el asunto, no se habrá de dar crédito a
algunas de las ideas que hoy día se aceptan, pues si unos métodos
diferentes dan resultados también diferentes, no todos pueden ser
correctos.

7 La velocidad de rotación de una galaxia está relacionada con la cantidad de masa que
contiene, la cual está relacionada, a su vez, con su luminosidad.

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Ni tan siquiera se puede afirmar, con un mínimo de seguridad, que


los datos coincidentes que se obtienen de la determinación de la
edad de las estrellas y de los elementos radiactivos den mayor
credibilidad a una edad de 13.000 a 18.000 millones de años,
puesto que ahí también se hallan imprecisiones. Además, el simple
hecho de que la mayor parte de este trabajo se haya elaborado
cuando se aceptaba precisamente ese margen de edad puede haber
influido en los resultados. No olvidemos que cuando se creía que la
Tierra tan sólo existía desde hacía 100 millones de años, los
geólogos encontraron fácilmente pruebas que parecían corroborar
ese resultado. Los métodos científicos no son siempre tan precisos
como pudiera pensarlo el profano, y cuando se espera un resultado
de una magnitud determinada, eso influye a veces en lo que se
obtiene.
Así, ¿cuál será la edad del Universo? Pues casi seguramente por lo
menos 7.000 millones de años, y probablemente menos de 20.000
millones. Por ahora, se puede considerar que quienes prefieren tirar
hacia arriba disponen de una ligera preponderancia en cuanto al
número de pruebas que apoyan su posición. Pero habiéndose
rectificado ya tantas veces los cálculos de la edad del Universo, no
tendría por qué extrañar que se descubrieran de pronto nuevos
datos que obligaran a replantearse el problema otra vez. Quizá lo
más razonable sea quedarse con los 15.000 millones de años como
una cifra intermedia, sin por eso descartar que la edad real pueda

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resultar superior o inferior a ésta en 5.000 o 6.000 millones de


años.

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Capítulo VII
Entropía y dirección del tiempo

Quizá la mejor forma de tratar el tema de este capítulo consista en


dejarse llevar por la fantasía. Imaginemos que un vehículo espacial
extraterrestre esté vagando por el Sistema Solar, y que pase a
suficiente distancia de la Tierra como para que se le acerque una
lanzadera espacial. Supongamos también que el objeto extraño ha
sufrido algún percance y que su tripulación ha muerto desde hace
miles de años.
Si bien el personal que está a bordo de la lanzadera espacial no
dispone de medios para remolcar hacia la Tierra el vehículo extraño,
sí consigue subir a bordo y tomar cierto número de objetos. Entre
éstos se encuentran unos discos. Tras examinarlos, los científicos
de la Tierra descubren que son unas grabaciones similares a las de
los vídeos. En cuanto averiguan para qué sirven ya les cuesta poco
encontrar el método de leerlos y analizar así sus imágenes.
La única pega reside en que parece como si los discos pudieran
leerse en ambas direcciones, sin que se aprecie, a primera vista, con
claridad cuál es la correcta. No obstante, los científicos se dan
cuenta de que basta con descubrir cuál es el sentido hacia adelante
en un solo caso, ya que sabiendo en qué dirección funciona uno de
los discos, cabe deducir que todos los demás se han de leer en el
mismo sentido.

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El primer «vídeo» que analizan muestra un planeta con dos lunas.


Los científicos observan que el planeta gira alrededor de su eje, y
que las dos lunas describen revoluciones en torno a él. No obstante,
las secuencias de las imágenes no les permiten determinar si están
pasando el disco en la dirección debida. Para eso, necesitarían saber
si el planeta gira de este a oeste o de oeste a este. Al desconocer el
sentido de rotación, no están seguros de si están pasando el disco al
revés.
El disco siguiente muestra al planeta girando alrededor de una
estrella. Esto tampoco aclara nada. Si se estuviera pasando el disco
al revés, el planeta aparecería sencillamente siguiendo la misma
órbita en dirección opuesta. Ambas direcciones de giro son
perfectamente compatibles con la ley de gravitación de Newton y las
leyes que rigen los movimientos de los planetas, de Kepler.
Cuando los científicos ponen el tercer disco, descubren enseguida
que contiene unos dibujos animados en los que se describe la
colisión de una partícula alfa con un núcleo de torio 234. Al
combinarse ambos, se forma el uranio 238. Cabe igualmente la
posibilidad de que el dibujo animado muestre, en realidad, la
desintegración de un núcleo de uranio 238 en torio 234 y una
partícula alfa. No hay forma de saberlo, porque toda reacción
nuclear que se observe en la naturaleza puede también darse al
revés. Siempre que se vea que un núcleo determinado puede
desintegrarse emitiendo una partícula alfa, se llega
automáticamente a la conclusión de que la absorción de una

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partícula alfa también puede ser la causa de que se forme ese


núcleo.
Así pues, los investigadores toman el cuarto disco. Éste contiene
otro dibujo animado que muestra a un gran número de moléculas
colisionando unas con otras, y con las paredes del recinto en que se
encuentran. Ya para entonces, los observadores empiezan a
desesperarse, ya que tampoco en este caso se puede saber si se está
pasando el disco en sentido correcto. Si la sucesión debiera ser en el
sentido opuesto, las moléculas de gas se moverían sencillamente en
dirección contraria, pero seguirían expuestas al mismo tipo de
colisiones, y las mismas leyes físicas regirían su movimiento.
Ahora ya, los investigadores se preguntan si podrán aclarar el
misterio alguna vez, al no haberles permitido distinguir entre las
dos posibles direcciones del tiempo ninguno de los discos que llevan
probando. Pero, como aún les quedan varias docenas más, pasan
obstinadamente al siguiente.
El disco muestra ahora unos cuantos vehículos extraños que se
desplazan sobre una superficie pavimentada. Esta vez, tampoco
saben si están pasando correctamente la grabación, porque no
distinguen entre la parte delantera y trasera de los vehículos. Se
percatan de que si hubiera forma de averiguar si los vehículos
emiten calor, la segunda ley de la termodinámica les permitiría
dilucidar si están pasando bien o mal el disco. Después de todo,
como señaló Kelvin, cuando la energía pasa de una forma a otra,
parte de ella ha de disiparse en calor. A diferencia de las colisiones

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moleculares, de las reacciones nucleares y del movimiento orbital, la


disipación del calor es un proceso que no es simétrico en el tiempo.
Existe una diferencia entre disipación y absorción del calor.
Desafortunadamente, en una grabación de vídeo no se puede
apreciar el flujo calorífico. Así que toman el disco siguiente. En
cuanto la imagen se proyecta en la pantalla improvisada, se dan
cuenta de que este disco es diferente de todos los demás. Muestra
una pieza de metal incandescente sostenida por algo similar a un
par de pinzas. A medida que avanza el disco, la pieza de metal va
perdiendo intensidad: es evidente que va cediendo calor a su
entorno. Al fin, se ha conseguido saber cuál es la forma correcta de
pasar los discos. Saben que ése, concretamente, está en el sentido
adecuado, puesto que el calor fluye siempre espontáneamente de los
objetos calientes en dirección a los objetos fríos. Nunca se produce
lo contrario. No se ve nada en la película que esté calentando la
pieza de metal, pero sí se aprecia que el calor de ésta pasa a las
pinzas. Al irse enfriando la primera, las puntas de las pinzas
empiezan a ponerse incandescentes, y se vuelven a oscurecer a
medida que pierden calor.
El flujo de calor espontáneo siempre se dirige hacia la misma
dirección. Cuando dejamos caer un cubo de hielo en un vaso de
agua, el calor fluye del agua al hielo, haciendo que éste se derrita.
Nunca veremos formarse espontáneamente hielo en un vaso de
agua, a no ser que se haya colocado en el congelador de la nevera.
Cuando se introduce un trozo de hierro caliente en el agua, el hierro

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se enfría, y parte del agua se evapora. A ningún herrero se la ha


ocurrido nunca calentar el hierro metiéndolo en un baño de agua.
Por supuesto, se puede hacer que el calor fluya en dirección
opuesta. Si estamos dispuestos a gastar energía, cabe la posibilidad
de hacer fluir el calor desde un objeto frío hacia otro más caliente.
De hecho, la nevera funciona según este principio. El motor de la
nevera bombea el calor desde el interior frío del aparato hacia la
habitación, cuya temperatura es superior. No obstante, siempre que
no haya gasto de energía, el calor fluirá siempre del objeto caliente
hacia el que esté frío, sin que se haya observado nunca el proceso
inverso.
El que el calor fluya espontáneamente en una dirección
determinada es uno de los enunciados de la segunda ley de
termodinámica. Equivale a la afirmación de Kelvin según la cual la
energía se disipa en forma de calor cuando ésta pasa de una forma
a otra.
Se puede demostrar por medios matemáticos que esas dos versiones
de la segunda ley son equivalentes. La mejor forma de comprobarlo,
sin recurrir a las matemáticas, consiste en pensar que, de ser
incorrecto cualquiera de los planteamientos, podrían existir
máquinas de movimiento perpetuo. Una rueda giratoria seguiría
girando indefinidamente si la energía de su movimiento no se
disipara en forma de calor como resultado de la fricción. De manera
similar, si el calor fluyera espontáneamente hacia los objetos
calientes, se podría usar para hacer funcionar un motor de vapor,

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ya que mientras el calor siguiera fluyendo, el motor no se pararía


nunca. Existe un tercer enunciado de la segunda ley, que es el
siguiente: Una máquina de movimiento perpetuo del segundo tipo es
imposible.
Una máquina de movimiento perpetuo del primer tipo violaría la
primera ley de la termodinámica, la de conservación de la energía,
mientras que una máquina de movimiento perpetuo del segundo
tipo no estaría basada en la creación de energía a partir de la nada,
sino en el hecho de que se pueden violar los principios básicos que
rigen la conducción de calor.
La segunda ley de la termodinámica es una ley camaleón. Se puede
expresar de más maneras diferentes que cualquier otra ley de física.
El motivo de que tome tantas formas diferentes se debe a que es la
más general de todas las leyes que hayan descubierto los científicos.
Se aplica a casi todo.
Efectivamente, una ley como la de la gravitación de Newton se aplica
exclusivamente a los cuerpos que tienen suficiente tamaño para
ejercer una fuerza gravitatoria conmensurable: las leyes de la
mecánica cuántica sólo atañen a las partículas microscópicas; a su
vez, las leyes de la electricidad y del magnetismo describen el
comportamiento de los objetos que tienen una carga eléctrica o
campos magnéticos conmensurables. Sin embargo, la segunda ley
de la termodinámica se puede aplicar a toda clase de materias, de
cualquier forma. Ni tan siquiera es necesario que exista un flujo de
calor, puesto que dicha ley también describe el comportamiento de

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los sistemas químicos, eléctricos y mecánicos en los que es


inapreciable la producción de calor. Es una ley que rige la
conversión y la transmisión de energía, y toda materia conlleva
alguna clase de energía.
Es natural que si se ha de utilizar la segunda ley de la
termodinámica en casos en que no hay flujo de calor, ésta se ha de
plantear de un modo más general. Tendría escaso sentido hablar de
la disipación o de la cesión de calor cuando no fluye calor alguno, o
aludir a máquinas de movimiento perpetuo cuando se pretende
describir una reacción química, o la producción de energía eléctrica
por una pila seca. Pues bien, sí que existe una definición así de
general de esta segunda ley: La entropía de un sistema aislado no
decrece nunca.
Se llama sistema aislado al que no presenta interacción con lo que
le rodea. Por supuesto que en la naturaleza no existe ningún
sistema completamente aislado. Siempre hay alguna interacción con
su entorno. No por eso esta noción, al igual que muchas otras
abstracciones que se usan en física, deja de ser muy útil, ya que si
conseguimos comprender un comportamiento en un caso teórico,
eso nos ayudará a entender mucho mejor los procesos que se
desarrollan en la vida real. De hecho, se suele lograr una excelente
aproximación tratando los sistemas reales como si fueran sistemas
aislados. En muchos de los casos, el intercambio de energía con el
entorno es tan reducido que puede ignorarse sin más. Por cierto, la

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técnica de descartar los factores no importantes viene usándose


desde los tiempos de Galileo.
Recordemos que cuando éste quiso averiguar el comportamiento de
los cuerpos en movimiento no intentó introducir en sus cálculos los
efectos de la resistencia del aire, pues se dio cuenta de que, en la
mayoría de los casos, éstos no influían prácticamente nada.
También vio muy claro que si algún día fuera necesario estudiar
algún caso en el que cobrara importancia la resistencia del aire,
siempre se estaba a tiempo de modificar su teoría. En realidad, esto
es exactamente lo que hicieron Newton y los físicos de las
generaciones siguientes, cuando inventaron ecuaciones para
describir el movimiento en los casos en que la resistencia del aire
tuviera suficiente importancia para no descuidarlo.
En alguna ocasión se ha descrito la física como «la ciencia de las
aproximaciones». Y es que la naturaleza es un asunto harto
complicado, por lo que, en vista de que sería una tarea imposible
intentar comprenderla en toda su complejidad, los físicos
simplifican las cosas, dejando de lado los factores que consideran de
menos trascendencia. Aunque esto suene a «chapuza», el sistema
resulta bastante eficaz. La práctica de obtener aproximaciones les
permite a los físicos descubrir principios generales que, de otra
forma, hubieran permanecido ocultos. A partir del momento en que
se han descubierto los principios generales, las cantidades que se
hubieran dejado de lado inicialmente pueden integrarse de nuevo

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siempre que el científico se encuentre con casos en que sea


necesario hacerlo.
Aunque no existan sistemas realmente aislados, se suele obtener
una aproximación muy buena admitiendo que lo estuvieran. Por
ejemplo, cuando se introduce un cubito de hielo en un vaso de
agua, una pequeña cantidad de calor ha de fluir dentro del vaso,
proveniente del ambiente que rodea a este último. No obstante,
semejante intercambio de calor es muy inferior al que se produce
entre el agua y el hielo. Si se considera como un sistema aislado el
conjunto del vaso con el agua y el cubito de hielo, a efectos
prácticos, tan sólo se están ignorando los procesos ajenos, para
centrarse en lo más importante. Al final, se consigue comprender
mejor cuáles son los procesos físicos que intervienen que si se
hubiera intentado tenerlo todo en cuenta.
Muchos de los logros de la física se deben a la práctica de las
aproximaciones en el intento de dar con principios generales. Uno
de los más importantes fue el descubrimiento de la noción de
entropía por Clausius, en 1865. Clausius observó que cuando fluía
el calor desde un cuerpo caliente en dirección a uno frío, ocurría
algo muy importante. Era evidente que el calor seguía
transmitiéndose hasta que ambas sustancias llegaban a equilibrar
su temperatura. Pero ocurría algo más.
Para averiguar qué es eso más que sucedía hemos de contemplar
con mayor atención la forma en que la energía hace que se
produzcan fenómenos físicos. Observamos entonces que la energía

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de por sí no basta para que ocurran esas cosas, sino que han de
estar presentes niveles diferentes de energía.
Así, la energía gravitatoria que contiene el agua hará girar la rueda
de un molino o suministrará la energía que generará potencia
eléctrica al pasar por una turbina. Para eso, sin embargo, es
necesario que el agua caiga de un nivel a otro. Nunca se ha
generado potencia con el agua de un lago sin desagüe, por mucha
energía gravitatoria que poseyera el lago en cuestión. Esta energía
no tendría utilidad, aunque el lago estuviera situado mucho más
arriba del nivel del mar. Para poder utilizar la energía, ha de existir
una caída de agua, pues lo que importa en este caso no es la altura
geográfica a la que se encuentre la masa de agua, sino la diferencia
de altura entre el lugar desde donde se precipita y el lugar donde
cae.
Cualquier sustancia más caliente que el cero absoluto ( 273°C, la
temperatura en la que se anula el movimiento molecular) contiene
energía calorífica. Pero nadie ha encontrado la forma de hacer
funcionar un barco sirviéndose de la energía calorífica que poseen
los océanos de todo el mundo, por muy considerable que sea. Dicha
energía calorífica no puede convertirse en energía cinética mientras
no haya diferencias de temperatura. Por eso, la energía calorífica de
los océanos está desprovista de utilidad.
Del mismo modo, un motor de vapor no podría funcionar si el vapor
producido en su caldera no estuviera a mayor temperatura que su
entorno. Tampoco funcionarían los aparatos eléctricos de la casa si

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no hubiera una diferencia de voltaje en los dos cables que los


conectan a la toma de la pared. Las propias plantas no podrían
crecer de no llegar un flujo de energía desde la superficie caliente
del Sol hasta la superficie relativamente fría de la Tierra.
Para apreciar mejor la importancia de esas diferencias en el
contenido de energía vale más que volvamos de nuevo al caso del
objeto caliente y del frío. Al ponerlos en contacto, el calor fluirá de
uno a otro, permaneciendo igual la cantidad total de energía que
poseen. Pero aunque la cantidad total de energía que hay dentro del
sistema siga siendo la misma mientras se va igualando la
temperatura de los dos objetos, algo se habrá perdido.
Este algo es la capacidad de producir un trabajo útil. Mientras
seguía habiendo una diferencia de temperatura, se podía utilizar la
diferencia de energía para generar electricidad, por ejemplo. Para
eso, hubiera bastado con atar los dos extremos de un termopar a los
objetos, y se hubiera creado inmediatamente una corriente eléctrica.
A su vez, esta corriente se hubiera podido usar para hacer funcionar
un pequeño motor. Naturalmente, después de equilibrarse la
temperatura entre los objetos, esto ya no se podría hacer.
Como resultaría incómodo ir repitiendo cada vez en la explicación
«la capacidad para producir trabajo», lo sustituiré por algo más
sencillo. Quizá lo más adecuado sea hablar de «desequilibrio»,
puesto que, en realidad, sólo cuando existe un desequilibrio —una
diferencia entre los niveles de energía— se puede conseguir un
trabajo útil.

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La pérdida de desequilibrio caracteriza a todo proceso natural. Las


diferencias de energía tienden a igualarse y a desaparecer. Así, el
agua busca su nivel más bajo; las diferencias de temperatura se
compensan; la energía eléctrica almacenada en una batería se
descarga si se deja de usar esta última durante demasiado tiempo;
la energía nuclear almacenada en el uranio también desaparece,
disipándose en forma de calor, cuando el uranio experimenta una
desintegración radiactiva. El desequilibrio radiactivo desaparecerá
aún con mayor rapidez si el uranio está refinado y si se le somete a
una reacción en cadena en un reactor nuclear. Incluso el
desequilibrio entre el Sol, caliente, y la Tierra, fría, quedará anulado
al final, cuando el Sol se extinga al cabo de unos 5.000 millones de
años.
La versión que da Clausius de la segunda ley de termodinámica no
es sino una forma de resumir todo esto en un enunciado sencillo y
conciso: la entropía puede definirse como la ausencia de
desequilibrio. A medida que desaparece el desequilibrio, o la energía
disponible, aumenta la entropía. Así, puede decirse que la entropía
de cualquier sistema aislado tiende a incrementarse. Si queremos
mayor precisión, e incluimos los casos excepcionales en los que la
entropía permanece igual, tenemos el enunciado de la segunda ley
que dimos al principio al tratar este tema: la entropía de un sistema
aislado no decrece nunca.
La noción de entropía permite relacionar entre sí los diferentes
enunciados de la segunda ley de termodinámica. La observación que

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hacía Kelvin de que la energía tiende a disiparse en forma de calor


equivale a decir que la entropía tiende a aumentar; a medida que se
disipa el calor, se va disponiendo de menos energía útil. La
observación de que el calor fluye espontáneamente desde los objetos
calientes en dirección a los objetos fríos no es sino otra forma de
señalar que cuando se ponen en contacto esos objetos uno con el
otro desaparece el desequilibrio. El resultado de ello es un aumento
de entropía. Finalmente, no puede existir una máquina de
movimiento perpetuo del segundo tipo puesto que ninguna máquina
puede servirse de la energía que la rodea mientras no se produzca
un estado de desequilibrio.
La noción de entropía es excepcionalmente útil, al permitir usar la
segunda ley de termodinámica en circunstancias en las que no
existe intercambio de calor. Supongamos, por ejemplo, que hacemos
el vacío de aire en un recipiente metálico. En realidad, no tiene
demasiada importancia el tipo de recipiente que se use, ya que
podría ser una botella, o incluso una caja de metal. Para que el
ejemplo sea más fácil, diré que es una caja.
Supondré, luego, que la caja contiene una separación que la divide
en dos. A continuación, imaginaré que se introduce un gas
cualquiera en una de las mitades de la caja. Así, una mitad de la
caja estará llena de gas, y en la otra mitad existirá el vacío.
De hacer esto, se habrá creado un estado de desequilibrio. Habrá
energía en el lado de la caja donde está el gas, y no habrá ninguna
en el lado del vacío. Se podría utilizar parte de esta energía

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acoplando dos tubos a la caja. Si, por medio del sistema de tubos,
se permite que pase el gas de un lado de la caja al otro, ese flujo
podrá utilizarse para hacer funcionar un dispositivo mecánico
cualquiera, o incluso para generar una pequeña cantidad de
electricidad. El principio es el mismo que genera electricidad al
hacer pasar agua por una turbina.
Supongamos ahora que se perfora un agujerito en el centro de la
caja, permitiendo así al gas pasar de un lado a otro. Una vez hecho
esto, el gas fluirá hasta que se iguale la presión en ambos lados. El
desequilibrio desaparecerá, la entropía aumentará, y se perderá la
capacidad de realizar un trabajo. Este proceso es comparable al que
se observa cuando se produce una cesión de calor al poner en
contacto sistemas calientes y fríos.
Muchas veces se define la entropía asimilándola al desorden. Bajo
mi punto de vista personal, la noción de desequilibrio esclarece de
modo más intuitivo la noción de entropía. No obstante, el recurrir a
la idea de desorden presenta la ventaja de que no obliga a definir la
entropía en términos de su opuesto (no se podría definir la entropía
en términos de equilibrio por ser el equilibrio un estado final,
mientras que la entropía puede ir en aumento a medida que se
acerca a ese estado).
El desorden —y la entropía— aumenta cuando se introduce un
cubito de hielo en un vaso de agua para que se disuelva. En este
ejemplo, la disposición ordenada de las moléculas de agua en el
cristal de hielo es sustituida por la distribución aleatoria, más

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desordenada, que caracteriza al agua en su estado líquido. De la


misma forma, puede decirse que, en una caja donde haya, en una
parte, gas, y, en la otra, el vacío, hay más orden que en una caja
donde el gas estuviera difundido por todo su interior.
La desventaja de expresar la entropía como desorden reside en que
cuando la palabra «desorden» se utiliza como término técnico, tiene
un significado diferente del que adquiere en el lenguaje normal. Así,
cuando se está formando un cristal en un líquido, aparece una
estructura que estaba ausente antes de que se iniciara el proceso de
cristalización. A medida que crece el cristal, aumenta la entropía del
sistema. La disminución de entropía en el cristal está compensada
con creces por el aumento de entropía en el líquido. Por
consiguiente, en cierto sentido, aumenta el «desorden» dentro del
sistema aunque la ordenada estructura del cristal vaya creciendo.
Pero se ha de tener mentalidad de físico para apreciar un aumento
de desorden en este caso. El que aparezca una estructura no
significa necesariamente que aumente el orden, a pesar de que el
lenguaje normal «estructura» sea equivalente a «orden». Este es el
motivo por el cual el identificar la entropía con el desorden puede
inducir a confusión a los no científicos, en algunos casos aislados.
Ahora bien, si se define la entropía como lo opuesto del
desequilibrio, no habrá nunca ambigüedad alguna.
La segunda ley de termodinámica afirma que la entropía de todo
sistema aislado tiende a aumentar. Dicho de otra forma, cuando se
abandona a las cosas a sí mismas, tienen tendencia a dejar de

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funcionar, sin que esto quiera decir ni mucho menos que la entropía
aumente en todas las circunstancias. En realidad, es bastante
frecuente que disminuya. Así, la entropía decrece cuando se hacen
cubitos de hielo en la nevera, o cuando se fabrica un envase
metálico que contiene gas a presión, o cuando se carga una batería
recargable. La entropía también se reduce cuando una planta
absorbe parte de la energía solar por fotosíntesis, o cuando un ser
humano se come un filete.
Aunque la segunda ley diga que la entropía aumenta en los
sistemas que están aislados de su entorno, nada dice respecto a los
sistemas sometidos a las influencias externas. Sin embargo, éstas
son ciertamente importantes en los ejemplos citados más arriba.
Una nevera no es ningún sistema aislado, puesto que consta de un
motor que bombea el calor de su interior y lo expulsa al recinto en
que se encuentra. Cuando hablamos del gas que se halla a presión
dentro de un envase, tampoco se trata de un sistema aislado; se
necesita energía para comprimir el gas en cuestión.
A pesar de todo, la segunda ley sí puede aplicarse en estos casos.
Tan sólo necesitamos para ello aplicarla al sistema ampliado
formado por el objeto junto con lo que le rodea. Es verdad que la
entropía disminuye dentro de una nevera, pero si tomamos como un
conjunto el sistema de que forma parte la nevera, comprobaremos
que se respeta la segunda ley de termodinámica, pues la entropía
aumenta en el sistema que está compuesto por la nevera, el recinto
donde se halla, y los circuitos eléctricos que suministran la energía

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necesaria para hacer funcionar el motor. En el caso del aerosol,


observaremos que la entropía aumentará en el sistema constituido
por la lata, el dispositivo que comprime el gas, y la fuente de
energía.
Los organismos vivientes constituyen otro ejemplo excelente de esto,
pues es un hecho bien conocido que acumulan desequilibrio (en
forma de energía química en una planta, por ejemplo) a medida que
transcurre su existencia. Se dice también, a veces, que los
organismos presentan una entropía decreciente, en vez de creciente,
por lo que se ha acuñado el término «negentropía» (de «entropía
negativa») para describir esos procesos.
Si bien es verdad que la entropía tiende a disminuir en los
organismos vivientes, al menos hasta su muerte, no hay motivo
para dar demasiada importancia a este hecho. Después de todo, los
organismos no son unos sistemas aislados. Aunque nadie sepa en
realidad cómo se puede calcular la entropía de una seta, o de una
vaina de guisantes, o de un ser humano, los físicos, en general,
parecen estar bastante seguros de que la entropía del sistema
constituido por los organismos, su entorno y su fuente esencial de
energía —el Sol— sí aumenta, mientras que nadie ha sido todavía
hasta hoy capaz de demostrar de una manera científica que la
«negentropía» que supuestamente caracteriza a la vida tenga la
menor importancia. Siempre que observemos que está
disminuyendo la entropía de un sistema podemos concluir que ese
sistema debe formar parte de otro mayor. Si entonces consideramos

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el sistema mayor en su conjunto, y vemos que está razonablemente


aislado, cabe concluir, en general, que cumple con la segunda ley de
la termodinámica. Puesto que un aumento de entropía es un
aumento de cantidad en el tiempo, la segunda ley nos permite
distinguir entre el futuro y el pasado, y definir lo que el astrónomo
británico sir Arthur Eddington llamó «la flecha del tiempo». La
segunda ley nos dice que el pasado y el futuro son diferentes: habrá
más entropía en el futuro, y había menos en el pasado.
Esta diferencia no aparece en ninguna de las leyes fundamentales
de física. Como lo demostraban los ejemplos que se dieron al
principio de este capítulo, las leyes de mecánica, de gravitación y de
física nuclear son perfectamente simétricas respecto al tiempo. No
se pueden utilizar para comprobar si un disco de vídeo se está
pasando hacia adelante o hacia atrás. En el caso de esas leyes,
ambas direcciones en el tiempo son iguales. Tampoco ninguna de
las leyes básicas que no se mencionaron en los ejemplos, como las
leyes de la electricidad y del magnetismo, o la de la mecánica
cuántica, distinguen entre el pasado y el futuro. Si hubiera forma de
retroceder en el tiempo, no por eso dejarían de dar una descripción
perfectamente adecuada del comportamiento de la materia.
Cabe resaltar que la segunda ley de termodinámica no se refiere
para nada al «flujo» del tiempo. No dice nada de ese momento que
llamamos «ahora», el cual se desplaza inexorablemente hacia el
futuro. La segunda ley tan sólo dice que el Universo se muestra
diferente en las dos direcciones opuestas. A este respecto, no existe

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nada en la física que sirva para describir ese flujo. La física no dice
nada sobre la velocidad a la que el tiempo «queda atrás» con relación
a nosotros (de no ser que seamos nosotros quienes nos desplazamos
en un tiempo sin movimiento). Todo lo más que se puede decir es
que el tiempo avanza a razón de un segundo por segundo o de una
hora por hora, lo cual, por supuesto, es muy poco esclarecedor.
Todavía me quedará algo que decir sobre el «fluir» subjetivo del
tiempo en el siguiente capítulo. De momento, es preferible volver al
análisis de la segunda ley de la termodinámica. Cuando dije que
ninguna de las leyes fundamentales de física distinguía entre las
dos direcciones del tiempo, estaba excluyendo intencionadamente
esta segunda ley. La ley de aumento de la entropía es sólo una ley
estadística; no es «fundamental» porque no es capaz de describir el
comportamiento de un átomo o una molécula en particular: sólo
trata del comportamiento de la media de un gran número de ellos.
La entropía no es pues una noción que se pueda aplicar con un
significado concreto a una sola partícula, ni incluso a un pequeño
número de partículas.
Esto se aprecia con claridad si volvemos a algunos de los ejemplos
que hemos utilizado anteriormente. Consideremos, por ejemplo, el
flujo de calor que se establece entre un objeto caliente, del que
parte, hacia el objeto frío, al que se dirige, y recordemos que el calor
no es sino una vibración molecular. La temperatura está en relación
con la velocidad media de un gran número de moléculas. Cuando
decimos que un objeto está «caliente», eso significa que, en

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conjunto, las moléculas de las que se compone están vibrando muy


rápidamente. Cuando un objeto está «frío», la media de movimiento
de las moléculas de que está formado es muy lenta. Sin embargo, la
energía se distribuye de forma desigual entre las moléculas, por lo
que algunas de las moléculas de un objeto caliente vibran despacio,
mientras que algunas de las que se encuentran en una sustancia
fría vibran rápidamente. Así, cuando el calor se transmite a un
objeto frío, no vemos sino un cambio de comportamiento medio.
Es lo mismo hablar del calor en términos de vibraciones
moleculares que opinar sobre el promedio de esperanza de vida. Si
tomamos un grupo de varios miles de personas, podremos predecir
con bastante aproximación la edad a la que morirán. De no poderse
calcular esto, no existiría el negocio de las compañías de seguros de
vida. Sin embargo, no podemos prever la edad a la que se morirá
una persona en particular. Puede morirse siendo un niño, o puede
vivir cien años.
Del mismo modo, cuando decimos que fluye el calor, eso significa
que un grupo de moléculas que se mueven con rapidez está
cediendo parte de su energía a un grupo de moléculas que vibran
despacio, y que hay suficiente número de moléculas en cada grupo
para que se puedan hacer predicciones con valor estadístico. Si sólo
tuviéramos dos moléculas, la que albergara la mayor cantidad de
energía podría fácilmente tomar energía de la que se mueve más
despacio si chocaran de forma adecuada. En este caso, no se podría

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hablar para nada de flujo de calor, y tampoco aplicar con propiedad


la noción de entropía.
Más sencillo todavía es el caso de las moléculas en la caja. Si el gas
estaba al principio limitado a uno de los lados de la división, y se
suprime ésta, aproximadamente la mitad de las moléculas de gas se
desplazará rápidamente hacia el otro lado de la caja, con lo que
aumentará la entropía en ese momento. Pero esa «mitad» es una
media estadística, y no se puede prever lo que hará cada molécula
en particular.
Si la caja contuviera inicialmente una sola molécula, o un pequeño
número de ellas, pudiera ocurrir cualquier cosa. Por ejemplo, cuatro
moléculas podrían desplazarse de tal forma que las cuatro se
encontraran en uno de los lados de la caja en un momento
determinado, y en otro de los lados, en otro momento. En este caso,
no cabría decir que había aumentado la entropía. Al fin y al cabo, el
aumento de entropía se debía a que las moléculas se hallaban
encerradas en uno de los lados de la caja en un tiempo, y a que,
luego, estaban distribuidas más o menos por igual por toda la caja.
El físico John Wheeler; de la Universidad de Tejas, resume el
carácter estadístico de la segunda ley de termodinámica como sigue:
«Pregúntale a cualquier molécula lo que piensa de la segunda ley de
termodinámica, y se te echará a reír.» Wheeler pretende decir con
esto que sólo las leyes de física, básicas y simétricas en cuanto al
tiempo, como las leyes de mecánica o de mecánica cuántica, son
capaces de describir el comportamiento de una molécula en

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particular. Dicho comportamiento no está gobernado por la ley de


entropía creciente. De no importarnos caer en el antropomorfismo,
podríamos decir que una molécula no sabe, por sí sola, distinguir
entre las dos direcciones del tiempo.
Esto no significa que el «tiempo» sea irrelevante a nivel
microscópico. En realidad, es importantísimo, con toda seguridad.
Se puede hablar de la velocidad de una molécula, y calcular la
distancia que recorre en cierto período de tiempo. Las partículas
subatómicas que se desintegran formando otras partículas tienen
una duración de vida8 determinada. Cuando los átomos despiden
una radiación, emiten una energía cuya frecuencia es de unos
cuantos ciclos por segundo.
Sin embargo, el único método que hayamos analizado —hasta
ahora— y sirva para definir la «flecha» del tiempo parece esfumarse
en cuanto entramos en el mundo microscópico. De ahí que nada
nos impide tratar de averiguar si las partículas, tomadas
individualmente, son capaces de retroceder en el tiempo. Cabe
preguntárselo, ya que no se conoce ninguna ley de física que obligue
a descartar el retroceso en el tiempo.
El físico estadounidense Richard Feynman propuso una teoría en
este sentido, en 1949. Feynman, que recibiría luego el premio Nobel
por su trabajo teórico sobre las partículas elementales, afirmó que,

8Estas duraciones de vida son unos promedios estadísticos similares a las vidas medias de la
desintegración radiactiva.

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en ciertos casos, cabía la posibilidad de observar ese movimiento de


retroceso en el tiempo.
Se admitió la teoría de Feynman como explicación del
comportamiento de las antipartículas. Toda partícula subatómica
que conocen los físicos tiene su antipartícula. Las partículas y las
antipartículas se aniquilan mutuamente cuando chocan, creándose
energía en su lugar. Por ejemplo, cuando coincide un electrón con
su antipartícula, el positrón, desaparecen ambos, mientras se
observa un rayo gamma. Esta reacción es un ejemplo de la
transformación de la materia en energía, y se expresa por medio de
la ecuación de Einstein E = mc2.
Si se transforma de esa manera la materia en energía, cabe suponer
que el mismo proceso ha de poderse efectuar en sentido inverso. Y
lo hace. En determinadas circunstancias, un rayo gamma se puede
transformar en una conjugación partícula-antipartícula. De
disponer el rayo gamma de la energía adecuada, puede desaparecer,
haciendo que nazcan un electrón y un positrón.
Feynman señaló que existía otra forma de interpretar ese proceso.
Supongamos, dijo, que un positrón no fuera sino un electrón que se
estuviera desplazando hacia atrás en el tiempo. De producirse
semejante retroceso, se podría interpretar de forma algo diferente el
hecho de la aniquilación y de la creación. La «aniquilación» podría
describirse como una inversión súbita del movimiento del electrón.
Pudiera ser, según Feynman, que el electrón y el positrón que

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aparentemente se estaban aniquilando uno al otro no fueran sino


una misma partícula.
Para comprender mejor lo que Feynman quería decir, supongamos
que la «aniquilación» sucede exactamente a las 15 h 15. Si el
electrón invirtiera en ese momento su dirección en el tiempo, no
existiría nada después de ese momento, excepto el rayo gamma que
emitió el electrón cuando «se disparó» hacia atrás. El electrón siguió
el curso del tiempo hasta las 15 h 15, momento en el cual empezó a
retroceder hacia el pasado. Tampoco existiría el positrón después de
las 15 h 15.
Por otra parte, al electrón se le hubiera visto dos veces antes de las
15 h 15: la primera vez, como un electrón que se está desplazando
hacia adelante, y la segunda, como un electrón que se desplaza
hacia atrás. A nuestro parecer, las dos partículas deberían verse de
forma algo diferente una de otra. Y sobre todo, de no habernos dado
cuenta de que una de ellas avanzaba hacia atrás en el tiempo, se
hubiera podido creer que presentaba unas propiedades diferentes
de las de un electrón.
Un electrón posee una carga eléctrica negativa, mientras que la del
positrón es positiva. No obstante, según la teoría de Feynman, esa
carga positiva es ilusoria: lo negativo parece positivo cuando se
desplaza en una dirección en el tiempo opuesta a la nuestra.
Su teoría describe de forma similar la creación de la pareja electrón-
positrón. Se «crea» cuando un electrón que se está desplazando
hacia atrás (o sea, un positrón) cambia de dirección, y se desplaza

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de nuevo hacia adelante. De ser correcta la teoría, el electrón podría


estar indefinidamente haciendo marcha adelante y atrás en el
tiempo. Así, un electrón podría desplazarse hacia adelante hasta las
15 h 15; dar media vuelta, y volver hacia las 15 h 10; ir hacia
adelante hasta las 15 h 17; y volver hacia atrás hasta las 15 h 11, y
así sucesivamente. En este caso, habría pasado por las 15 h 12
muchas veces, y cada una de las veces ocupando una posición
diferente en el espacio.
Parece ser que la idea de esta teoría surgió a raíz de una
conversación telefónica que sostuvo Feynman con su profesor de
física, John Wheeler, y que éste imaginó que pudiera existir ese
movimiento en zigzag. En el discurso que pronunció cuando recogió
su premio Nobel, Feynman relató como sigue la conversación:
«Feynman», dijo Wheeler, «ya sé por qué todos los electrones poseen
la misma carga y la misma masa.»
« ¿Ah, sí? ¿Por qué?», preguntó Feynman.
Y Wheeler contestó: «Porque todos son el mismo electrón.»
Es muy probable que cuando Wheeler formuló esa hipótesis, no
estaba sino expresando algo que se le había ocurrido, sin que por
ello lo estuviera proponiendo seriamente. Pero Feynman vio que se
podía partir de esa idea para transformarla en una teoría seria. En
realidad, es a este último a quien se atribuye la teoría, aunque
naciera de una idea de Wheeler, por ser él quien elaboró su
formulación matemática y demostró su utilidad para resolver
problemas relacionados con el comportamiento de las partículas

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elementales. Al llegar a este punto, cabe preguntarse: « ¿Qué


pruebas tenemos de que sea realmente posible ese retroceso en el
tiempo?» Y, la verdad, por supuesto, es que no penemos ninguna.
Matemáticamente, el punto de vista convencional según el cual los
electrones y los positrones se aniquilan unos a otros, y la teoría de
retroceso en el tiempo de Feynman, son equivalentes. No parecen
ser sino dos formas alternativas de contemplar un mismo fenómeno.
Tanto el positrón que avanza en el tiempo, como el electrón que
retrocede, poseen las mismas características. No hay forma de
distinguir entre ambos, por lo que el físico tiene libertad para
utilizar la descripción que mejor le convenga.
La idea aparentemente paradójica de que sea posible un movimiento
hacia atrás en el tiempo se deduce del hecho de que no existe flecha
del tiempo a nivel subatómico9. En los casos en que desaparece esa
flecha, somos libres de imaginar el tipo de comportamiento del
tiempo que nos apetezca.
Quienes son reacios a plantearse el movimiento de retroceso en el
pasado, pueden consolarse fijándose en el fallo que presenta
realmente la teoría de Feynman. No es capaz de explicar por qué, de
ser posible ese movimiento en zigzag, existe un número tan elevado
de electrones comparado con el de positrones. Los átomos de que se
compone la materia, en general, están hechos de partículas, no de
antipartículas. Los electrones se encuentran por todas partes,

9 Salvo en el caso de una excepción menor, poco frecuente, de la que se hablará en el capítulo
siguiente

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mientras que los positrones sólo suelen verse en los laboratorios. Y


esto no es lo que observaría si los electrones se disfrazaran de
positrones la mitad de las veces. Y, por supuesto, si sólo hubiera un
electrón que estuviera saltando continuamente hacia adelante y
hacia atrás, existiría el mismo número de electrones que de
positrones.
El propio Feynman planteó esa objeción cuando mantuvo su
conversación con Wheeler. «Pero, profesor», objetó, «hay menos
positrones que electrones.»
«Bueno», contestó Wheeler, «puede que estén ocultos en los protones
o en otro sitio.»
Dicho sea de paso, no se debería tomar demasiado al pie de la letra
la respuesta de Wheeler, pues implica que los objetos puedan
desaparecer de golpe. Supongamos, por ejemplo, que los electrones
de mi cuerpo (y las demás partículas, que podrían, probablemente,
darse la vuelta y transformarse también en antipartículas)
decidieran no pasar de las 17 h 30. De suceder eso, dejaría yo de
existir en ese momento. Por supuesto, no todas las partículas tienen
por qué decidir necesariamente a la vez dar media vuelta. Pero,
aunque no lo hagan, puede existir un punto en el tiempo más allá
del cual no vaya jamás ninguna de las partículas del Universo. Este
iría perdiendo masa gradualmente durante cierto tiempo, al cabo del
cual desaparecería.
Como la ley de la entropía creciente es una ley estadística, se habría
de esperar que existieran fluctuaciones y que, en algunos casos, el

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aumento de entropía se invirtiera durante un breve período de


tiempo. Al fin y al cabo, las leyes de la probabilidad ya señalan que
los acontecimientos muy poco probables han de suceder, tarde o
temprano, por poco frecuentes que sean. A la larga, el rojo y el
negro salen el mismo número de veces en el juego de la ruleta,
aunque sólo se observen esporádicamente las rachas de rojo o de
negro.
Si se analizara una de estas fluctuaciones en el momento de
producirse, se vería que los acontecimientos se estaban
desarrollando hacia atrás en el tiempo. Así, una fluctuación
estadística muy importante pudiera hacer, por ejemplo, que todo el
gas contenido en una caja se concentrara en uno de los lados. Una
fluctuación de tipo diferente pudiera hacer fluir el calor desde un
cuerpo frío en dirección a uno caliente. Cosas así no irían en contra
de ninguna de las leyes fundamentales de física, y el movimiento de
cada molécula en particular respetaría perfectamente las leyes de la
mecánica cuántica.
No se registran fluctuaciones así de importantes, no por ser
imposibles, sino sencillamente porque son demasiado poco
probables. Así, en el caso de una caja que sólo contuviera cien
moléculas de gas, se habría de esperar más de 1020 años (1020 es el
número representado por el numeral 1 seguido de veinte ceros) para
que pudiera suceder algo similar. Como 1020 años supone
aproximadamente 10.000 millones de veces más tiempo que el que

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equivale a la edad actual del Universo, cabría estar sorprendidos si


sucediera semejante acontecimiento.
Además, una caja de tamaño razonable no contiene un centenar de
moléculas, sino una cantidad del orden de 1023 o 1024 de ellas. La
probabilidad de que todas ellas se concentraran en uno de los lados
es tan pequeña que es prácticamente desdeñable. Por eso se puede
afirmar, con una seguridad casi absoluta, que semejante
circunstancia no se dará nunca.
Pero quizá sea en la vida corriente donde encontremos el mejor
ejemplo que demuestre la improbabilidad de producirse
fluctuaciones de gran magnitud. Si dejo caer una copa de vino al
suelo y observo cómo se hace añicos, estoy contemplando un caso
de aumento de entropía. La rotura de la copa es uno de los procesos
irreversibles que rige la flecha del tiempo de la termodinámica.
Señalo, de paso, que éste es un caso en el que la definición de la
entropía que se basa en la noción de desorden resulta más útil que
la que lo hace en la noción de desequilibrio. Al romperse la copa, un
estado de desorden sustituye al de orden.
De existir una fluctuación estadística de suficiente magnitud, cabe
imaginar que se recomponen los trozos de cristal, y que la copa
vuelve a mi mano. No hay motivo fundamental alguno para que esto
no ocurra, si se espera el tiempo necesario. Las fluctuaciones
estadísticas pueden hacer que las moléculas de aire contenidas en
la habitación se muevan exactamente de la forma adecuada para
que los trozos de cristal se junten de nuevo. A su vez, otras

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fluctuaciones pueden crear unos breves aumentos de temperatura


en los cantos rotos, de tal forma que se suelden, reconstituyéndose
así la copa. Y una última fluctuación habrá creado tal corriente de
aire debajo de ésta, ya entera, que la ha empujado hacia arriba.
Según las leyes de estadística, esta secuencia de acontecimientos es
posible, aunque realmente poco probable. Sería muy difícil calcular
exactamente su índice de probabilidad, que debe ser del orden de
una de 1010/25. Ahora bien, 1010/25 es el número representado por el
numeral 1 seguido de 1025 ceros. Es un número tan grande que si
se escribiera entero, llenaría más páginas que las de todos los libros
jamás publicados. Y aunque los diferentes países del mundo
siguieran publicando a su ritmo actual durante 10.000 millones de
años, aún faltarían libros para contener todos los dígitos de que se
compone. Es como si las leyes de la estadística nos dijeran: «Los
milagros sí son posibles, pero la probabilidad de que ocurran es tan
remota que equivale prácticamente a cero.»
Aunque todo esto pueda parecer un juego de la imaginación, no por
ello deja de demostrar algo importante. Puesto que son tan
sumamente improbables las fluctuaciones de gran magnitud,
podemos afirmar con fundamento que siempre que observemos un
estado de entropía reducida, no será por pura casualidad. Los
cubitos de hielo no se deben a ninguna fluctuación casual: se hacen
en las neveras; y las copas de vino tampoco son el resultado de
acontecimientos fortuitos: se fabrican.

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De registrarse fluctuaciones importantes, no existiría la flecha del


tiempo. Se podría ver en un vídeo cómo se está deshaciendo un
cubito de hielo, sin poder decir si realmente se está fundiendo, o si
se está presenciando una grabación pasada al revés, en la que se
estuviera formando espontáneamente un cubito. Lo improbable de
que sucedan fluctuaciones importantes nos permite afirmar que la
flecha del tiempo no va a desaparecer del mundo que nos rodea,
aunque parezca debilitarse en los sistemas microscópicos.
A pesar de que la flecha del tiempo de la termodinámica da de
promedios estadísticos, no deja de ser muy real. Si bien la flecha
puede desaparecer a nivel subatómico, la del tiempo no es ninguna
ilusión. Además, ésta existe no sólo en los sucesos que se producen
a nuestro alrededor, sino también en el conjunto del Universo.
Dicho de otra forma, la dirección del tiempo no es un fenómeno
aislado. Cuando los astrónomos estudian el Universo, observan una
entropía reducida en el pasado y tienen sobrados motivos para
esperar que haya una mayor entropía en el futuro. Resulta que a
pesar de que un electrón pueda no estar sometido a la flecha del
tiempo, el Cosmos sí lo está.

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Capítulo VIII
Las cinco flechas del tiempo

Si bien la flecha del tiempo termodinámica es la más importante de


todas, existen en realidad cinco formas diferentes de distinguir la
dirección del tiempo. La expansión del Universo es una de ellas.
Aunque pueda no haber nada realmente fundamental en la
asimetría temporal de ese proceso, sí se diferencia en él el pasado
del futuro: la materia de que está formado el Universo estaba más
comprimida en el pasado, mientras que estará más dispersa en
algún momento del futuro. No obstante, no se tiene seguridad de
que dicha expansión se prosiga indefinidamente. De haber
suficiente masa en el Universo, el retardo gravitatorio hará
finalmente interrumpirse la expansión. La opinión que predomina
actualmente entre los astrónomos es que esto no ocurrirá nunca,
pues no parece ser que el Universo contenga suficiente materia para
que suceda. No por eso deben desdeñarse unas cuantas incógnitas
importantes. Como ya señalé anteriormente, nadie sabe en realidad
de qué están hechos los halos extra galácticos, ni la cantidad de
masa que contienen exactamente. La mayor parte de los datos de
que se dispone hoy día indican que no albergan suficiente materia
para interrumpir la expansión. Tampoco son muy de fiar las
evaluaciones de los astrónomos a este respecto.
Por consiguiente, se ha de concluir que aunque no sea probable que
cese la expansión, sí cabe esa posibilidad. De producirse, en algún

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momento, dentro de varias decenas de miles de millones de años, le


sucedería una fase de contracción. Como el tiempo seguiría
transcurriendo probablemente en la misma dirección cuando esto
ocurriera, ya no se tiene la seguridad de que la flecha del tiempo
que nos proporciona la expansión tenga mayor importancia.
Además, no se sabe si esa flecha tiene o no algo que ver con la
flecha termodinámica. La dinámica de un Universo en expansión
está relacionada con las interacciones gravitatorias del Universo.
Desgraciadamente, no se sabe cómo calcular la entropía de un
campo gravitatorio. Los físicos no están ni tan siquiera seguros de
que la noción de entropía pueda aplicarse a la gravedad, o si es una
característica de la materia exclusivamente. Naturalmente, se han
registrado algunos intentos de dar una solución a este problema y a
otros relacionados con él, si bien los resultados que se han obtenido
hasta la fecha son discutibles. La segunda ley de termodinámica
puede aplicarse a la materia que contiene el Universo, pero sigue sin
resolverse la cuestión de si describe o no el comportamiento de los
campos gravitatorios que crea dicha materia.
Si ya la segunda flecha del tiempo —la expansión del Universo—
ofrece dudas en cuanto a si reviste una importancia fundamental o
no, la tercera flecha del tiempo es tan insignificante que hasta su
propia existencia es un misterio, y no parecen existir motivos
suficientes para dedicarle el menor interés. Por lo que han podido
averiguar hasta ahora los físicos, su existencia no tiene
consecuencias que influyan en los demás procesos físicos.

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Antes de que explique lo que es la tercera flecha del tiempo,


conviene que me aparte algo del tema para incidir en el
comportamiento de las partículas elementales. Una buena forma de
empezar puede ser recordando que en el capítulo anterior se señaló
que las leyes de la física nuclear permiten que las reacciones se
produzcan en sentidos opuestos. Si puede darse cierto tipo de
desintegración nuclear, también puede suceder lo contrario. Por
ejemplo, algunos núcleos se desintegran emitiendo partículas alfa.
Siempre que ocurra, se pueden crear los mismos núcleos
bombardeando un núcleo adecuado con partículas alfa de la energía
conveniente.
Muchos son los núcleos que se desintegran emitiendo partículas
beta, o electrones (el electrón tiene dos nombres porque la
desintegración beta se descubrió unos cuantos años antes de que se
estableciera la identidad de las partículas beta y la de los
electrones). Cuando se produce la desintegración beta, se emite
también una segunda partícula, un antineutrino, que es la
antipartícula del neutrino. Los neutrinos y los antineutrinos están
desprovistos de carga eléctrica y prácticamente de masa 10, y se
desplazan a velocidades próximas o iguales a la de la luz.

10 Hasta hace relativamente poco, se creía que los neutrinos y los antineutrinos carecían
totalmente de masa. Unos experimentos recientes (controvertidos) parecen indicar que no
necesariamente es así. No obstante, de tener masa los neutrinos, ésta es sumamente pequeña,
lo que dificulta mucho los experimentos con los que se intenta medir. No se han conseguido
resultados definitivos hasta la fecha.

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No se observa el mismo proceso en sentido inverso. Esto, de todas


formas, poco o nada tiene que ver con la dirección del tiempo. No
existe motivo alguno por el que un núcleo no pudiera absorber
simultáneamente un electrón y un antineutrino. Lo único por lo que
no lo vemos es por la escasa probabilidad de que eso ocurra. Para
que sucediera, haría falta que tres partículas —un núcleo, un
neutrón y un antineutrino— se juntaran en el lugar adecuado y en
el momento conveniente. Además, los tres necesitarían poseer la
cantidad exacta de energía requerida.
Es muy probable que suceda esa reacción beta inversa, pero con tan
escasa frecuencia que no lo vemos nunca. Sí se dan, sin embargo,
unas reacciones similares a la de la desintegración beta, en las
cuales intervienen dos partículas en vez de tres. Por ejemplo, si un
neutrino colisiona con un neutrón, hay veces en que los sustituyen
un protón y una partícula beta. Se ha comprobado que esta
reacción y otras similares se producen también en sentido inverso.
Así pues, no se aprecia una flecha del tiempo en las reacciones
nucleares, y tampoco en las reacciones entre las partículas
elementales, en general. No obstante, existe una excepción. Hay una
partícula llamada mesón neutro K, o kaón, que sí presenta una
asimetría de tiempo.
El mesón K es una sub partícula atómica que sólo se observa en el
laboratorio. Es una de las numerosas partículas que se crean
cuando los físicos provocan colisiones híper energéticas entre
partículas en los aceleradores de partículas. El mesón K no es un

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constituyente normal de la materia ni desempeña papel alguno en la


desintegración nuclear.
Existen tres tipos de mesones K. Uno de ellos posee una carga
positiva, otro, negativa, y el tercero es eléctricamente neutro. De los
tres, sólo el mesón neutro K toma parte en reacciones que no sean
simétricas en el tiempo. Es la única de las miles de partículas
elementales descubiertas hasta ahora en la que se haya observado
semejante propiedad.
Como la mayor parte de las partículas elementales 11, el mesón K es
inestable. Se desintegra en menos de una millonésima de segundo
después de haber sido creado. Esta desintegración puede producirse
de diferentes formas. Frecuentemente, el mesón K se transforma en
tres mesones pi, o piones. En otro proceso de desintegración, lo
sustituyen un pión, un positrón y un neutrino. Según cálculos
teóricos, si la desintegración de los mesones K ha de ser simétrica
en el tiempo —si las leyes de la física de las partículas han de ser
incapaces de distinguir entre uno de esos tres tipos de
desintegración y su proceso inverso—, entonces, el kaón debe
desintegrarse siempre en tres partículas, ya que de hacerlo en dos,
el proceso no sería reversible en el tiempo.

11La expresión «partícula elemental» no es apropiada, puesto que de acuerdo con la teoría
admitida actualmente, la mayor parte de esas partículas están constituidas, en realidad, por
una combinación de otras partículas más pequeñas, incluso más fundamentales, llamadas
quarks. En mi libro Desmantelamiento del Universo expongo el papel que desempeñan los
quarks.

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En 1964 se observó que, a veces, sucede una desintegración en dos


partículas. Las desintegraciones anómalas no ocurren muy a
menudo. En más de un 99% de los casos, el mesón K se desintegra
en tres partículas. No obstante, ocasionalmente se da una
desintegración excepcional en dos partículas, la cual puede
utilizarse para definir una flecha del tiempo.
Naturalmente, se han registrado varios intentos de explicar
teóricamente por qué la desintegración del mesón K presenta una
asimetría en el tiempo. Hasta ahora, todos han fallado. El hecho de
que la anomalía no influya en los demás procesos asimétricos en el
tiempo no sirve sino para añadir misterio a su existencia. Puesto
que los mesones K no son una parte constituyente normal de la
materia, cuesta imaginar que la flecha del tiempo que presentan
tenga algo que ver con la expansión del Universo, o respecto al
«paso» subjetivo del tiempo. Dicha característica tampoco está
relacionada con la flecha del tiempo de la termodinámica. Los
cálculos teóricos han demostrado que no es posible utilizar la
desintegración del mesón K para producir un aumento de entropía
en un sistema aislado. Incluso de ser posible, seguiría siendo muy
tenue el lazo entre la desintegración del mesón K y la entropía.
Aunque muchas veces no hayan creado sino confusión los intentos
por relacionar entre sí las demás flechas del tiempo, sí tenemos idea
de por qué existen esas flechas. Desde luego que sin ellas el mundo
sería un lugar de lo más paradójico. Si, en ocasiones, el tiempo
subjetivo retrocediera, o si las fluctuaciones termodinámicas

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llevaran a una disminución de la entropía, lo menos que puede


decirse es que la realidad resultaría extrañísima. Pero parece ser
que carece de la menor importancia la asimetría en el tiempo del
mesón K, y nadie ha sido capaz de proponer motivo válido alguno
por el que pudiera observarse. Tampoco sabe nadie por qué habría
de ser capaz el mesón K de distinguir entre las dos direcciones del
tiempo cuando las demás partículas no lo hacen, ni por qué las
distingue en escasamente el 1% de los casos.
La cuarta flecha del tiempo es la flecha electromagnética. Las ondas
electromagnéticas (se incluyen en esta categoría la luz, los rayos X,
las ondas radioeléctricas y los rayos ultravioletas e infrarrojos) se
propagan en el futuro, no en el pasado. Por ejemplo, cuando los
impulsos radáricos se reflejan desde la Luna, su eco se detecta unos
segundos después de ser emitido el impulso, no unos segundos
antes. Cuando miramos el Sol, lo vemos en la posición que ocupaba
algo más de ocho minutos antes; éste es aproximadamente el
tiempo que tarda la luz en recorrer la distancia comprendida entre
el Sol y la Tierra. Tampoco vemos el Sol en la posición que ocupará
ocho minutos después, ni lo vemos en los dos lugares a la vez.
A primera vista, no se aprecia nada especialmente misterioso en que
haya una flecha electromagnética del tiempo. Después de todo, si la
flecha no existiera sería posible enviar señales al pasado, violando
así el principio de causalidad. Cabría entonces la posibilidad, por
ejemplo, de apostar al fútbol, y, de perder, enviarse a sí mismo un

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mensaje en el pasado, para dar instrucciones de apostar en sentido


contrario.
Se pudiera pensar que, de todas las flechas del tiempo, la flecha
electromagnética fuera la más sencilla de comprender, pero,
desgraciadamente, no es así, pues plantea muchísimas dificultades.
Las leyes de la electrodinámica, una teoría de la que es autor el
físico escocés James Clerk Maxwell, y data de mediados del siglo
XIX, define con acierto toda radiación como una combinación de
campos eléctricos y magnéticos oscilatorios. Como todas las leyes
básicas de física, las de la electrodinámica son simétricas en el
tiempo: las ecuaciones no distinguen entre el pasado y el futuro
Siempre que se resuelven esas ecuaciones se dispone de dos
respuestas. Una de las soluciones corresponde a una onda que
radia en el futuro, y la otra, a una onda que se propaga en el
pasado, a pesar de lo cual tan sólo se observa la que se propaga en
el futuro.
Ni tan siquiera se tiene la seguridad de que esto sea un fallo de la
teoría, puesto que todas las demás teorías que describen los
procesos físicos fundamentales son igualmente reversibles en el
tiempo. En todo caso, la teoría de la electrodinámica está
perfectamente probada. Describe magníficamente bien no sólo la
emisión de radiación, sino también todos los fenómenos eléctricos y
magnéticos conocidos. Si se pudiera modificar la teoría de tal forma
que no pareciera prever la existencia de la propagación de radiación
en el pasado (y no existe aparentemente forma de conseguirlo), es

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probable que el nuevo enunciado de la teoría resultaría erróneo en


otros casos.
Nos vemos pues obligados a explicar de alguna otra forma en qué
consiste la flecha electromagnética del tiempo. Comencemos pues
por imaginar que las ondas electromagnéticas son capaces de
propagarse hacia atrás en el tiempo. Así tendremos una idea de lo
que pueden ser esas ondas, para seguir luego más adelante.
Como no son visibles las ondas electromagnéticas, será conveniente
sustituirlas por un tipo similar de movimiento de ondas.
Supongamos que se tire una piedra en un estanque perfectamente
quieto. Cuando la piedra se hunde en el agua se forman ondas en la
superficie de ésta, y se van ampliando hasta alcanzar los bordes del
estanque. Estas ondas tendrán forma de círculos concéntricos cada
vez mayores.
Supongamos ahora que las ondas, en vez de propagarse en el
futuro, se propagan en el pasado. ¿Qué aspecto tomarían? Antes de
contestar, hemos de señalar que el movimiento invertido de las
ondas debería interpretarse desde nuestro punto de vista habitual,
acostumbrado a mirar hacia el futuro. Volviendo a la pregunta, nos
parecerían exactamente iguales a como veríamos las ondas que
progresaban antes hacia adelante, en una grabación que se
estuviera pasando hacia atrás. Desde nuestro punto de vista,
parecería como si las ondas se originaran en los bordes del
estanque, y fueran contrayéndose hacia el centro hasta llegar al

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punto en que la piedra tomaba contacto con el agua. Después de


que cayera ésta en el estanque, el agua se quedaría en calma.
Según las leyes de movimiento de las ondas, no hay nada que
impida que esto ocurra. Las ecuaciones matemáticas que definen el
movimiento de las ondas en el agua hacia adelante en el tiempo
admiten también que este movimiento se produzca hacia atrás. Se
da una situación exactamente similar a la que se observa en
electrodinámica. Las leyes de la naturaleza permiten imaginar un
tipo de movimiento que no se ve en la misma.
El que no se observe no quiere decir que sea imposible, sino
sencillamente que es demasiado improbable. Si los bordes del
estanque vibraran exactamente como debieran, podrían crear unas
ondas que progresaran hacia adentro y se contrajeran hasta tocar la
piedra en el momento preciso de entrar ésta en contacto con el
agua. Si las ondas tuvieran exactamente la magnitud conveniente,
anularían el efecto de la piedra, de tal forma que el estanque
permanecería en calma después de ser alcanzado por ésta. Es
evidente que la oportunidad de que pueda suceder semejante cosa
es tan remota como la que tenía la copa de vino de recomponerse
después de rota y subir hasta la mano que la sostenía.
He descrito el caso de las ondas que se iban contrayendo en el agua
de la misma forma que si se tratara de un acontecimiento que
ocurriera en dirección hacia el futuro, y sin embargo, se suponía
que había de suceder en dirección al pasado. De hecho, así era, pero
tampoco cambia eso nada. Las ondas que se dirigen hacia atrás en

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el tiempo serían exactamente equivalentes a las que se dirigían


hacia adentro hasta alcanzar la piedra. Ambas descripciones no son
sino dos formas diferentes de contemplar una misma cosa. No hay
mayor posibilidad de diferenciarlas que de distinguir entre un
positrón que se desplaza hacia adelante en el tiempo y un electrón
que esté retrocediendo.
Tampoco se puede insistir mucho en este punto, ya que no somos
capaces de observar el movimiento en el pasado. Bajo nuestro punto
de vista, el pasado se ha ido, y lo único que podemos ver es un
comportamiento similar al que se observaría en una película o una
grabación que se estuviera pasando al revés. Viéndolo así, cabe
siempre la posibilidad de interpretarlo de dos formas, según
queramos ver las cosas de la forma habitual, o sea, hacia el futuro,
o bien adoptando el punto de vista opuesto.
Veamos ahora el caso de las ondas electromagnéticas que
retroceden. Para mayor facilidad, tomaremos un ejemplo similar al
de las ondas en el estanque. Supongamos que una estrella o una
bombilla están emitiendo luz. Las ondas de luz se propagarán en
todas las direcciones. Las crestas y los senos de las ondas dibujarán
una serie de círculos concéntricos cada vez mayores. Dicho sea de
paso, las crestas y senos de las ondas son los de los campos
magnéticos y eléctricos oscilantes de que se compone la luz.
Las ondas luminosas que se movieran hacia atrás en el tiempo
tomarían la forma de esferas que se estuvieran contrayendo, al igual
que las ondas concéntricas del estanque. De existir semejantes

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ondas luminosas, podríamos considerarlas como si se hubieran


originado en las paredes de una habitación o —en el caso de una
estrella— en algún punto del espacio exterior y fueran absorbidas
por la bombilla o la estrella después de propagarse hacia adentro.
Si sólo existieran ondas que retrocedieran, no se verían brillar las
estrellas ni las bombillas, ya que en vez de emitir energía la
absorberían. Ahora bien, es evidente que ni las estrellas ni las
bombillas son objetos oscuros que absorban energía. Pero se ha de
explicar el mero hecho de que no lo sean, ya que si son válidas las
leyes de la electrodinámica, ese comportamiento extraño debería
verificarse en la realidad.
Caben dos tipos de explicación. La primera es similar a la que se dio
para justificar la ausencia de ondas que retrocedieran en el tiempo,
en el ejemplo del estanque, o sea, que, si bien es posible semejante
radiación hacia adentro, es tan poco probable que no se da. Es la
misma clase de comportamiento improbable que no admite la
segunda ley de la termodinámica.
Así, para que una bombilla absorbiera energía de esta forma, los
átomos de las paredes de la habitación deberían emitir luz
espontáneamente de la forma precisamente adecuada para producir
una onda en retroceso del tipo exacto que se necesita. No sólo las
paredes deberían emitir luz, sino también hacerlo coordenadamente
para que las crestas y los senos resultantes presentaran una
configuración esférica. Si una de las partes de la pared produjera
crestas de onda que no se alinearan perfectamente con las de las

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demás partes, esa configuración esférica se disgregaría. Y ni tan


siquiera el laboratorio más avanzado equipado con los dispositivos
electrónicos y ópticos más perfeccionados sería capaz de producir
una configuración de onda tan perfecta.
Si pudiéramos deducir que no se observa radiación en retroceso en
el tiempo porque se necesitan para ello unas condiciones demasiado
improbables, no sería tan desconcertante la flecha del tiempo
electromagnética, ya que cabría sencillamente suponer que estaba
relacionada con la flecha del tiempo termodinámica, o que, al igual
que en el caso de ésta, ciertos acontecimientos fueran tan
improbables que no se verificaran; pero, desgraciadamente, el tema
es más complicado, al existir otra posible explicación del origen de
la flecha electromagnética. Además, que se sepa, poco tiene que ver
con la termodinámica o las leyes de probabilidades.
En 1945, Wheeler y Feynman elaboraron una teoría fundada en la
suposición de que si las leyes de electrodinámica admiten la
radiación invertida en el tiempo, semejante radiación ha de existir
en la naturaleza. Según su teoría, el que no veamos esa radiación se
debe a que los procesos de emisión y absorción la anulan.
El objetivo inicial de Wheeler y Feynman no consistía en explicar
con su teoría la ausencia de radiación invertida en el tiempo, sino
buscar la forma de subsanar las dificultades matemáticas que
surgían en las teorías que trataban las interacciones entre las
partículas cargadas y los campos electromagnéticos. Aunque sólo lo
consiguieran en parte, su teoría despertó mucho interés entre los

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cosmólogos, por abrir camino a una posible relación entre la flecha


del tiempo electromagnética y la expansión del Universo.
Wheeler y Feynman partieron del supuesto que la radiación
electromagnética podía emitirse en ambas direcciones del tiempo, e
intentaron averiguar las consecuencias de esa suposición.
Plantearon pues el caso en que la radiación emitida en el sentido
habitual, o sea, hacia el futuro, fuera finalmente absorbida por
algún tipo de materia. Descubrieron que, de ocurrir esto, las
partículas de que estaba constituida esa materia remitirían la
radiación, la cual también se emitiría en ambas direcciones. Una
mitad seguiría en dirección al futuro, pero la otra mitad empezaría a
recorrer el camino inverso, hacia el pasado.
En definitiva, habría dos ondas que retrocederían en el tiempo, una
que se propagaría a partir del emisor inicial, y otra que rebotaría
hacia atrás desde el «elemento de absorción en el futuro». Wheeler y
Feynman descubrieron que ambas ondas se anularían exactamente
una a otra. Cuando la onda proveniente del elemento de absorción
en el futuro se acercara al presente, convergería en el emisor inicial
e interferiría, destruyéndolas, en las ondas que estuvieran
dirigiéndose hacia el pasado.
La interferencia destructivas un fenómeno que se viene observando
desde hace tiempo en óptica. Cuando las ondas luminosas se
juntan de tal forma que coinciden las crestas de una onda con los
senos de otra, se anulan simultáneamente, produciendo la
oscuridad. Este es, en cualquier caso, un fenómeno que se puede

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observar sin necesidad de aparatos científicos. Basta para ello con


mirar hacia una fuente de luz entre dos dedos. Al juntar los dedos
hasta casi tocarse, se verán franjas luminosas y franjas oscuras.
Las franjas oscuras se deben a la interferencia destructiva, mientras
que las de luz son de interferencia constructiva, lo cual sucede
cuando las crestas de una onda se ponen en línea con las de otra.
No estaña de más resumir ahora lo que hemos dicho. Un emisor en
el presente emite radiaciones tanto en el pasado como en el futuro.
Las que se dirigen al futuro serán absorbidas finalmente. El
elemento que absorbe desde el futuro devuelve la onda a su pasado.
Cuando esta onda converge hacia el presente, anula la onda que se
dirigía al pasado.
En otras palabras, hemos explicado por qué no existía radiación
hacia el pasado, pero no hemos dicho nada de la onda del futuro
que converge hacia el presente. ¿Por qué no la vemos?
Teóricamente, la vemos, pero no la interpretamos como una onda
del futuro. Recordemos que es una onda que converge desde el
futuro. Sin embargo, desde nuestra visión dirigida al futuro, nos
parecerá que se trata de una onda que diverge hacia el futuro. O
sea, que se verá como una radiación normal. Si se analiza la teoría
más a fondo, se comprobará que esa onda que proviene del futuro
va a interferir constructivamente en la onda que se dirige hacia el
futuro desde el presente, por lo que esa onda parecerá ser más
intensa.

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¿Acaso esta teoría no implica que la radiación debería entonces


parecemos más luminosa de lo que prevé la teoría convencional?
Por supuesto que no. No olvidemos que, según la teoría en cuestión,
el 50% de la energía del elemento emisor se dirigía hacia el pasado,
y la otra mitad, hacia el futuro. De esta forma, inicialmente,
tenemos una onda hacia el futuro que sólo presenta la mitad de la
luminosidad que prevé la teoría convencional. Pero cuando la onda
convergente regresa del futuro, interfiere constructivamente en un
caso, y destructivamente en otro: anula el 50% que se dirige al
pasado, y añade el 50% que faltaba a la onda que se dirige al futuro.
El resultado neto es que tan sólo vemos una onda normal que se
dirige hacia el futuro.
Todo esto parece algo confuso, y usted se estará preguntando si
realmente es necesario complicarlo tanto. ¿Es indispensable recurrir
a la existencia de radiaciones que retroceden en el tiempo? Si, al
final, resulta que la radiación en sentido inverso en el tiempo se
anula, ¿por qué se la introduce al principio?
Por supuesto, el lector a quien se le ocurren estas preguntas tiene
motivos para planteárselas. Pero la teoría Wheeler-Feynman
también presenta puntos a su favor. Así, explica la ausencia de
radiación en sentido inverso al del tiempo sin recurrir a ningún
supuesto que no se encuentre ya en la teoría de la electrodinámica.
Esta ciencia da por sentado que pueda existir una radiación
invertida en el tiempo, y Wheeler y Feynman no hacen sino tomarse
la teoría al pie de la letra, y descubrir, entonces, que se trata de un

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tipo de radiación de la que no cabe preocuparse, pues no se puede


observar. Esta teoría de Wheeler-Feynman será correcta o no, pero,
en todo caso, proporciona una solución atinada para el problema de
la existencia de una flecha del tiempo electrodinámica.
Por supuesto, esta teoría sólo funcionará si existe un elemento de
absorción en el futuro. De tener que anularse las ondas invertidas
en el tiempo, deben existir elementos en el futuro capaces de
absorber toda la radiación dirigida hacia el mismo. A su vez, esto
implica que el Universo no puede expandirse indefinidamente. De
hacerlo, una parte de la radiación que emitieran las estrellas no
llegaría nunca a ser absorbida, y la materia se dispersaría
demasiado en un futuro Universo.
Si, por el contrario, el Universo se contrae finalmente, la materia se
hallará en un estado más comprimido de lo que está hoy día. En tal
caso, toda la radiación que se dirige al futuro acabaría cruzándose
con la materia capaz de absorberla.
Como ya dije anteriormente, tanto los astrónomos como los
cosmólogos son partidarios de creer que el Universo seguirá
expandiéndose indefinidamente. Si algún día llegaran a recoger
datos que constituyeran una prueba concluyente de esa suposición,
cabría poner en duda la teoría de Wheeler-Feynman. Pero si
descubren que el Universo contiene suficiente masa como para que
la expansión llegue a interrumpirse e induzca el inicio de una fase
de contracción dentro de miles de millones de años, no se podrá
decir que eso confirme la teoría de Wheeler-Feynman. Se habrá

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demostrado sencillamente que su teoría no está en contradicción


con los datos astronómicos.
Como dijo el filósofo de la ciencia británica, de origen austríaco, Karl
Popper, nunca se puede probar realmente que sean correctas las
teorías científicas. Todo lo más, se puede intentar refutarlas por
medio de pruebas experimentales. Dice Popper: «Generalmente, nos
fiamos de las teorías que siguen en pie tras numerosos intentos de
refutarlas.»
Si finalmente deducimos que el Universo entrará en una fase de
contracción en algún momento del futuro, la teoría de Wheeler-
Feynman habrá superado una de esas pruebas. Pero incluso de ser
así, los físicos no se verán obligados a aceptar su validez, ya que en
ese caso, aún seguiría habiendo dos posibles explicaciones para
justificar la ausencia de ondas invertidas en el tiempo. De hecho, la
explicación que recurre a la improbabilidad de que se produzcan
ondas de ese tipo pudiera todavía resultar la más sensata, pues
también explica el que no se produzcan ondas en dirección opuesta
al tiempo en el agua.
Por otra parte, la teoría de Wheeler-Feynman presenta una
importante ventaja sobre su rival: supone la existencia de una
relación entre la termodinámica y la cosmología, por lo que abarca
mayor campo que la otra explicación. Su atractivo está
precisamente en tratar de dar respuesta a un tema tan
desconcertante como la posible relación que existe entre las
diferentes flechas del tiempo. Aunque no proponga ninguna

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conexión entre la flecha del tiempo electrodinámica y la expansión


actual del Universo, sí indica que hay una relación entre esa flecha
y una futura contracción.
Ha sido ya motivo de fuerte controversia la naturaleza de las
relaciones —si las hay— entre las cuatro flechas del tiempo
definidas por la física, sin que se hayan conseguido resultados
verdaderamente concluyentes al respecto. Y aún está rodeada de
mayor misterio la relación que pudiera haber entre las cuatro
flechas de la física y la flecha psicológica del tiempo. Tan enigmática
es que algunos filósofos han llegado a la conclusión de que el tiempo
no existe en realidad.
La dificultad no estriba en dar con la explicación de por qué las
flechas de la física y la flecha psicológica apuntan en la misma
dirección: se podría justificar esto con el hecho de que estamos
hechos de materia normal y que podemos considerar nuestros
cuerpos como unos motores térmicos dentro de la termodinámica.
Lo realmente preocupante no es saber por qué apuntan en una
misma dirección las flechas de la psicología y de la física, sino por
qué son tan diferentes.
Todos tenemos noción del «paso» subjetivo del tiempo. Somos
conscientes de que existe un momento que llamamos «ahora», que
parece avanzar inexorablemente hacia el futuro. Pero la física no
necesita esa noción del «ahora». Sus leyes sólo tratan de la dirección
del tiempo, y permanecen mudas sobre el momento presente. Dicho
de otra forma, la física desconoce el «paso» del tiempo. Lo único que

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la física nos dice en realidad es que algunas grabaciones de vídeo


nos muestran acontecimientos imposibles cuando se pasan al revés.
De hecho, si intentáramos introducir la idea del «paso» del tiempo
en la física, surgirían inmediatamente dificultades. Cierto es que se
puede describir cómo se desplaza un objeto en el tiempo. Así, un
automóvil recorre tantos kilómetros por hora, o una bala tantos
metros por segundo. ¿Pero a qué velocidad se desplaza un «ahora»?
Ésta es una pregunta que la física deja sin respuesta.
En física el tiempo es una dimensión, y, como las tres dimensiones
del espacio, puede representarse por medio de una línea que se
prolonga indefinidamente en ambas direcciones. Pero la dimensión
del tiempo no goza de instantes privilegiados. Cada momento del
tiempo está situado al mismo nivel que los demás. Por ejemplo,
aplicando las leyes del movimiento de Galileo a la trayectoria de un
proyectil, podemos calcular que dará en el blanco un número
determinado de segundos después de salir del arma, pero no
influirá para nada el que se haya disparado a las seis de la mañana
o a las cuatro de la tarde, o si fue el 14 de febrero o bien el 21 de
septiembre: el tiempo de recorrido será siempre el mismo, ya se
dispare el proyectil «ahora», se haya disparado en algún momento
del pasado, o se vaya a disparar en algún momento del futuro.
La diferencia entre las dos descripciones opuestas del tiempo —la
que lo define como un «ahora» en movimiento, y la noción de tiempo

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como dimensión— fue objeto de estudio por parte del filósofo de


Cambridge J. Ellis McTaggart12, a principios de este siglo, o sea,
mucho tiempo antes de que los temas asociados con el tiempo
llamaran poderosamente la atención de los físicos. En 1908,
McTaggart publicó un trabajo en el que distinguía entre lo que llamó
una serie A y una serie B dentro del tiempo. Por serie A, McTaggart
entendía la descripción del tiempo fundada en la noción de pasado,
presente y futuro. Por serie B, entendía la distinción entre anterior y
posterior.
Se aprecia inmediatamente que resultan algo diferentes esas dos
formas de considerar el tiempo. Por ejemplo, cuando se dice que
«Isabel II es la reina actual de Inglaterra», se está utilizando la
noción del «ahora», mientras que se prescinde de ella al afirmar que
«el reino de Enrique VIII precedió al de Isabel I». En el primer caso,
se hace referencia a un momento del tiempo presente. En el
segundo, lo que se afirma es igual de válido hoy que en la época en
que reinaba Isabel I, y que dentro de quinientos años.
McTaggart sostenía que ambas descripciones del tiempo se
contradecían, y concluía que, por consiguiente, el tiempo debía ser
una ilusión. Aunque pocos filósofos contemporáneos aceptan esta
conclusión, la filosofía no ha aportado respuestas definitivas a las
preguntas que planteó McTaggart. No es fácil averiguar la relación
que existe entre sus series B (asombrosamente similares al tiempo

12Efectivamente, éste es el «profundo McTaggart» que cita William Butler Yeats, en su poesía «A
Bronze Head» (cabeza de bronce).

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según la física) y sus series A (que, al incluir un «ahora», se parecen


mucho al tiempo subjetivo).
Algunos filósofos y científicos han intentado solucionar el problema
afirmando que el «ahora» no es sino un fenómeno subjetivo. A su
forma de ver, no existiría lo que se denomina presente de no haber
seres conscientes para percibirlo. Si la percepción consciente no
creara el «ahora», todos los momentos del tiempo coexistirían a un
mismo nivel.
A mi modo de entender, no es sostenible semejante opinión, y el
«ahora» no me parece ser puramente subjetivo. De hecho, es fácil
imaginar formas de intentar demostrar su realidad objetiva. Cuando
estoy presenciando un partido de béisbol y percibo que se golpea la
pelota «ahora», no se trata de algo que sólo existe en mi conciencia,
puesto que todas las demás personas que se encuentran en el
estadio experimentan la misma percepción simultáneamente. Si
aceptamos que compartimos el mismo «ahora», necesariamente
debemos reconocerle cierta existencia objetiva a ese momento del
presente. Además, puedo fotografiar el acontecimiento en el
momento en que sucede. Al revelar la película, ésta demostrará que
el «ahora» que experimenté y el acontecimiento que sucedió en aquel
«ahora» eran objetivamente reales. Y es que no es tan fácil
deshacerse del tema del tiempo subjetivo como a algunos les
gustaría. Lo más seguro es que debemos seguir adoptando la visión
que impone el sentido común de que existe un «ahora», por muchos
problemas filosóficos de difícil solución que eso nos cree.

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La relación que pueda haber entre el «ahora» subjetivo y el tiempo


de la física no es sino uno de esos problemas. Otro, aparentemente
igual de difícil de resolver, consiste en averiguar exactamente lo que
es la percepción del «ahora».
Es evidente que el presente subjetivo no es un instante matemático.
De serlo, no seríamos capaces de oír el tic-tac del reloj. El hecho de
que oímos el tic y el tac como una unidad, no por separado, parece
demostrar que ambos forman parte del presente psicológico. De la
misma forma, si el «ahora» subjetivo tuviera una duración nula, no
seríamos capaces de captar ritmos musicales. Los tiempos o
compases musicales nos harían poca impresión a no ser que las
notas separadas una de otra en el tiempo estuvieran de algún modo
presentes simultáneamente en la conciencia. Y tampoco podríamos
percibir el movimiento si el «ahora» fuera un instante. Todo lo más,
observaríamos que un cuerpo en movimiento ocupa posiciones
diferentes en diferentes instantes.
Luego está el misterio del «paso» del tiempo, tan ajeno a todo el resto
en la física. Está claramente demostrado que dicho «paso» está
relacionado de alguna forma con los procesos biológicos cíclicos que
se producen en el cuerpo. Se ha observado en experimentos que
cuando sube la temperatura del cuerpo por motivo de la fiebre o por
diatermia, se distorsiona el sentido del tiempo, dando la impresión
de pasar mucho más despacio. Pero, en cualquier caso, ¿por qué
varía tanto la sensación de «paso» del tiempo incluso cuando la
temperatura del cuerpo permanece constante? ¿Por qué pasa el

Colaboración de Sergio Barros 202 Preparado por Patricio Barros


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tiempo despacio cuando nos aburrimos y más rápidamente cuando


estamos entretenidos? ¿Tendrá que ver este fenómeno con la
velocidad a la que el cerebro procesa la información? Pero, entonces,
¿cómo actúa? ¿Y qué relación tiene esto con la capacidad que tienen
algunas personas de despertarse por sí mismas a determinadas
horas? ¿A qué se debe el que, a menudo, podamos calcular una
duración con precisión, incluso en condiciones en las cuales el
tiempo no esté «pasando», de una manera aparente, a su ritmo
normal?
En 1936, se sometió a dos sujetos a un experimento que consistió
en encerrarles en una habitación insonorizada, durante 48 horas y
86 horas, respectivamente. Al final de su encierro, ambos supieron
evaluar el tiempo que había pasado, con una precisión superior al
1%. Y no puede decirse que una habitación insonorizada constituya
un entorno especialmente interesante. Sólo cabe imaginarse que a
los sujetos en cuestión les debió parecer que el tiempo pasaba
«despacio» mientras estaban allí.
Y sin embargo, ese sentido del tiempo, que resultó tan acertado
durante el experimento de 1936, falla estrepitosamente en
circunstancias diferentes. Así, individuos que han permanecido
semanas o meses en cuevas subterráneas han descubierto, a su
salida, que habían estimado muy por debajo de la realidad el tiempo
de su estancia bajo tierra. De igual manera, en determinadas
circunstancias, se calcula muy por debajo o muy por encima el
tiempo transcurrido, a pesar de ser breve. A cuántos de nosotros

Colaboración de Sergio Barros 203 Preparado por Patricio Barros


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nos habrá ocurrido mirar el reloj al rato de estar ocupados en una


tarea absorbente, y sorprendernos del mucho tiempo que ha
pasado.
La psicología contemporánea no parece preocuparse mayormente de
investigar cuál es la naturaleza del tiempo subjetivo. Quien busque
documentación sobre el tema se encontrará con que muchas de las
referencias a ideas o experimentos al respecto remontan a cincuenta
o incluso cien años atrás. Así, resulta que la naturaleza de la flecha
del tiempo subjetivo es aún más enigmática que los interrogantes
que plantea la presencia de cuatro flechas del tiempo distintas en
física. De ahí que convenga quizá dejar de lado, por ahora, el tiempo
subjetivo, y volver al tema del tiempo tal como lo contempla la física.

Colaboración de Sergio Barros 204 Preparado por Patricio Barros


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Capítulo IX
Tiempo relativista

Supongamos que un cometa ha entrado en el Sistema Solar, y que


su órbita le va a aproximar mucho de la Tierra. Imaginemos
también que los astrónomos quieren determinar en qué momento
pasará por la órbita de Marte. ¿Cómo van a calcularlo?
A primera vista, se trata de un problema sencillo. Basta con que los
astrónomos observen el cometa cuando pase por la órbita de Marte.
Si saben a qué distancia de la Tierra se encuentra el cometa en ese
momento, será fácil calcular el tiempo. Por ejemplo, si el cometa se
halla a 306 millones de kilómetros de distancia, la luz tardará unos
diecisiete minutos en recorrer la distancia que separa al cometa de
la Tierra. Así, cuando los astrónomos vean que éste cruza la órbita
de Marte, sabrán que están observando un acontecimiento que
sucedió diecisiete minutos antes. Tan sólo necesitan restar esa
duración de la hora que lean en el reloj: si el reloj marca las 9 h 52,
una simple resta dará el resultado de 9 h 35.
Supongamos ahora que exactamente en el mismo momento en que
se está llevando a cabo esa observación, un vehículo espacial pasa
delante de la Tierra en dirección al cometa, a una velocidad
equivalente al 70% de la velocidad de la luz. Imaginemos que unos
astrónomos que viajen a bordo de ese vehículo hacen exactamente
el mismo cálculo. ¿Qué tiempo obtendrán ellos?

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El sentido común nos dicta que llegarán a la misma conclusión de


que el cometa cruzó la órbita de Marte a las 9 h 35. Pues no, el
sentido común nos puede confundir en ocasiones; como ésta,
precisamente, en la que, aplicándolo, se llegaría a un resultado
erróneo. Efectivamente, los astrónomos del vehículo espacial
concluirían que el cometa atravesó la órbita de Marte hacia las 9 h
40, y no a las 9 h 35. A pesar de tomar el mismo tipo de medidas y
de hacer los mismos cálculos que los astrónomos de la Tierra, el
momento en que para ellos se ha producido ese acontecimiento
diferirá del que se habrá calculado en tierra.
Si recurrimos al sentido común, concluiremos que si existe una
diferencia, será porque uno de los grupos de observadores ha debido
confundirse. Sin embargo, el sentido común nos lleva de nuevo por
malos derroteros: no existe motivo alguno para dar preferencia a las
observaciones de un grupo sobre las del otro, pues ambas son
válidas. Según la teoría restringida de la relatividad de Einstein, las
mediciones del tiempo que tomen unos observadores que se hallen
en diferente estado de movimiento no coincidirán unas con otras.
Dicho de otra forma, el tiempo es relativo; es sencillamente
imposible definir el momento exacto en que se produce un
acontecimiento distante. En realidad, puede ocurrir perfectamente
que un acontecimiento lejano se sitúe en el «pasado» para un
observador, y en el «futuro» para otro.
Imaginemos la siguiente situación: ambos grupos de observadores
han recogido datos del camino recorrido por el cometa mucho antes

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de acercarse éste a la órbita de Marte, y han concluido de antemano


(mientras el cometa se encuentra, digamos, próximo a la órbita de
Júpiter) que su trayectoria cruzará la órbita de Marte a las 9 h 35 y
las 9 h 40, respectivamente. Por eso, a las 9 h 37, los observadores
situados en la Tierra considerarán que el hecho ya ha sucedido 13,
mientras que los de la nave espacial calcularán que va a ocurrir
dentro de tres minutos en el futuro.
El tiempo no es totalmente relativista en la relatividad restringida.
Los observadores situados uno cerca del otro en el espacio
coincidirán siempre en el significado del término «el presente»
mientras se aplique a acontecimientos próximos. Si un vehículo
espacial pasa delante de la Tierra en el preciso momento en que se
produce la detonación de una bomba de hidrógeno, no tendrán
ninguna dificultad los tripulantes del vehículo y los observadores
terrestres en ponerse de acuerdo sobre el momento en que ambos
han visto la explosión, puesto que habrá sido a la vez. Y de no
existir ningún acontecimiento que ambos grupos de observadores
pudieran mirar, siempre podrían hacerse señales unos a otros y
utilizar dichas señales para sincronizar sus relojes. Esto quiere
decir que comparten el mismo «ahora». Pero, tratándose de
acontecimientos distantes, no ocurre así. En la relatividad, la idea
del «ahora» no va más allá del «aquí».

13 Por supuesto, no lo verán ocurrir hasta las 9 h 52. puesto que la luz tarda diecisiete minutos en
recorrer la distancia que separa la órbita de Marte de la Tierra.

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Como todo ello puede sonar muy raro, vale más dejar para más
adelante las implicaciones de la teoría restringida de la relatividad, y
comenzar por explicar, en primer lugar, lo que es esta teoría, y cómo
se descubrió.
La noción de «relatividad» no fue inventada por Einstein. De hecho,
también es relativista la mecánica de Newton, si bien en un sentido
más restringido que las teorías de Einstein. La mecánica de Newton
obedece al principio conocido como relatividad de Galileo. Según las
leyes del movimiento de Newton, no existe forma de detectar el
movimiento absoluto; todo lo más, se puede observar el movimiento
de dos cuerpos en relación uno con el otro.
Este principio se llama relatividad de Galileo porque fue él quien
señaló por primera vez que no existe ningún experimento que se
pueda llevar a cabo en un barco navegando por el océano, que
permita averiguar si éste se mueve o no. Por ejemplo, un objeto que
se dejara caer desde un mástil hasta la cubierta siempre parecerá
que cae en línea recta hacia abajo, ya se esté moviendo o no el barco
con respecto a la tierra o al agua. Si, por ejemplo, el barco se
desplaza a una velocidad de diez nudos, el objeto se moverá con la
nave a una velocidad horizontal de diez nudos mientras cae. Para
quienes lo observen desde la cubierta, sólo será aparente el
movimiento vertical.
A principios del siglo XX, Einstein observó que si bien las leyes del
movimiento de Newton obedecían al principio de la relatividad, la
teoría de electrodinámica de Maxwell no se ceñía a éste. Así, la

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teoría de Maxwell suponía que se creaba siempre un campo eléctrico


cuando se ponía en acción un imán, y nadie dudaba de que no
fuera verdad. En la época de Einstein, este fenómeno se había
confirmado repetidamente: era el principio en que se basaban los
generadores eléctricos. Sin embargo, Einstein vio algo muy peculiar
en esta suposición teórica concreta: si los imanes en movimiento
generaban campos eléctricos, y los estáticos no, debería ser posible
detectar el movimiento absoluto.
En la práctica, se ignoraba cómo conseguirlo. Si se construía un
dispositivo para detectar esos campos, éste registraría la misma
lectura ya se moviera él mismo o el imán. Einstein intuyó que,
contrariamente a lo que pretendía la teoría de Maxwell, era
imposible detectar el movimiento absoluto. Se dispuso pues a
comprobar lo que ocurriría si se formulaba de nuevo la teoría de
Maxwell, pero esta vez bajo la óptica relativista.
Se encontró con que, para modificarla de esa forma, necesitaba
suponer que la velocidad de la luz era constante, medida por el
observador que fuera. Según Maxwell, la luz se componía de
vibraciones electromagnéticas, por lo que cualquier suposición
relacionada con la velocidad de la luz (y de otras radiaciones
electromagnéticas, que se desplazan a la misma velocidad) había de
incidir en lo referente al comportamiento de los imanes. Y las
ecuaciones matemáticas que constituían la teoría de Maxwell
relacionaban ambos fenómenos.

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El asumir que es constante la velocidad de la luz puede sorprender.


De ser eso correcto, daría lo mismo que una fuente de luz fuera
estacionaria o que se me acercara a gran velocidad. En ambos
casos, si mido la velocidad de la luz que emite dicha fuente,
obtendré el mismo resultado: 299.792,457 kilómetros por segundo.
Además, seguirá siendo el mismo si me desplazo rápidamente hacia
la fuente de luz. En realidad, si sólo importa el movimiento relativo,
no incide para nada el que la fuente de luz venga hacia mí o yo me
acerque a ella.
Einstein sabía perfectamente bien que, en general, las velocidades
no presentaban semejante tipo de constancia. Por ejemplo, si un
tren se desplaza a una velocidad de 80 kilómetros por hora, y un
pasajero tira un objeto, en el sentido de la marcha, dentro del
vagón, a una velocidad de 50 kilómetros por hora, el objeto se
desplazará a 130 kilómetros por hora con respecto a la Tierra.
Igualmente, si un avión reactor se desplaza a una velocidad de
1.000 kilómetros por hora, el proyectil que dispare a una velocidad
de 800 kilómetros por hora se lanzará hacia su blanco a 1.800
kilómetros por hora. Ni tan siquiera las ondas sonoras presentan la
constancia que Einstein atribuía a la luz. Si me muevo en dirección
a una onda sonora que se esté dirigiendo hacia mí, su velocidad
parecerá mayor que si permanezco quieto.
Einstein debe haber sido consciente de que semejante afirmación
iba en contra del sentido común, pero también vio que el postulado
de la constancia de la velocidad le permitía no sólo ampliar a la

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electrodinámica el principio de la relatividad, sino que también


aportaba una solución a algunas de las dificultades que la física
arrastraba desde hacía tiempo.
Cuando Maxwell publicó su teoría en 1873, se sabía desde hacía
más de un siglo que la luz era un fenómeno ondulatorio. Ahora
bien, los fenómenos ondulatorios son vibraciones. Así, el sonido se
produce cuando se hace vibrar las moléculas del aire, y las olas del
mar pueden considerarse como vibraciones lentas de la superficie
del agua. No sorprende pues que los físicos del siglo XIX
concluyeran que la luz debía ser el resultado de las vibraciones que
se producían en algún medio. De ahí que consideraran que el
espacio debía estar ocupado por una sustancia llamada éter, la cual
servía de soporte a las vibraciones que llegaban a la Tierra desde el
Sol y aseguraba la transmisión de la luz en la superficie terrestre.
Se imaginaba que el éter no sólo ocupaba espacios «vacíos», sino que
también estaba entremezclado con la atmósfera de la Tierra.
Pero esta teoría presentaba múltiples problemas. Según los
cálculos, para que el éter fuera capaz de transportar las rápidas
vibraciones de la luz, había de ser bastante rígido. Por otra parte,
debía estar lo suficientemente enrarecido para no ofrecer resistencia
detectable al movimiento de la Tierra en su órbita alrededor del Sol,
y no era fácil imaginarse cómo podían coexistir semejantes
características en una misma sustancia. Además, nadie supo
descubrir cómo se podía detectar experimentalmente la presencia

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del éter. Cuando Einstein publicó su trabajo sobre la relatividad, en


1905, todos esos intentos habían fallado.
Einstein barrió todos esos problemas de un plumazo, cuando
afirmó, en el documento que acabamos de citar, que si nadie había
conseguido detectar el éter era porque no existía. Cabe resaltar que
si se llega a haber confirmado experimentalmente la presencia de
esa sustancia hipotética, las ideas de Einstein hubieran sufrido un
golpe fatal, pues de existir tal éter, también habría movimiento
absoluto. O se estaría uno moviendo con respecto al éter, o se
permanecería estacionario. Además, en tal caso, la luz no se
desplazaría a una velocidad de 299.792,457 kilómetros por segundo
con respecto a un observador en movimiento, puesto que lo haría a
esa velocidad con respecto al éter.
Aunque parece ser que lo que llevó a Einstein a hacer esas
suposiciones en cuanto a la velocidad de la luz fueron más bien
consideraciones de tipo teórico que no consecuencia de resultados
experimentales, merece la pena relatar un experimento famoso que
fue llevado a cabo casi veinte años antes de que se publicara la
teoría de Einstein, en el transcurso del cual se intentó medir la
velocidad de la luz respecto al éter. En 1887, los científicos
estadounidenses Albert Michelson y Edward Morley construyeron
un aparato capaz de comparar las velocidades de unos rayos de luz
que se desplazaban en direcciones diferentes con relación al
movimiento de la Tierra. Siguiendo el razonamiento según el cual
ese movimiento había de desencadenar un «viento» de éter que

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parecía soplar más allá de la Tierra, llegaron a la conclusión de que


la luz debería parecer desplazarse a menor velocidad cuando fuera
«a contracorriente» que cuando soplara el viento de éter a sus
espaldas. Descubrieron, con sorpresa, que no se detectaba ninguna
cantidad relevante de viento de éter. Si bien obtuvieron un pequeño
resultado positivo, era muy inferior a lo que esperaban, y podía
deberse a cierta inexactitud en el experimento.
Desde 1887, se han registrado numerosos experimentos similares al
de Michelson y Morley, y se han practicado mediciones directas de
la velocidad de la luz. Los experimentos confirman la suposición de
Einstein de que la velocidad de la luz, medida por cualquier
observador, es siempre constante.
Al principio de este capítulo traté algunos aspectos relacionados con
la naturaleza del tiempo en la relatividad restringida. Ahora ya ha
llegado el momento de adentrarnos algo más en esta materia. Para
ello, utilizaremos un «experimento mental» que se inventó hace casi
ochenta años. Imaginemos que dos rayos caen en los dos extremos
de un tren que se dirige rápidamente hacia su destino, y que los ven
dos observadores, uno situado junto a las vías, y otro montado en el
centro del tren.
Supongamos que el observador que permanece en el suelo está
situado a igual distancia de los dos puntos donde cae el rayo y que
ve los dos relámpagos en el mismo instante. Concluirá
naturalmente que los dos rayos alcanzaron el tren a la vez. Es
consciente de que no ha visto el rayo en el momento de caer, pero

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como la luz de los dos destellos recorre distancias iguales en el


mismo intervalo de tiempo, inmediatamente deduce que el rayo cayó
a la vez en los dos lugares.
Veamos ahora el observador situado en medio del tren. Como está
alejándose de la luz de un relámpago y acercándose a la del otro
relámpago, verá el rayo que cayó en la parte delantera del tren una
fracción de segundo antes, mientras que el rayo que cayó atrás
tardará más en llegar hasta él, puesto que tiene que «alcanzarle» a
pesar de que él se aleja.
Supongamos ahora que admitimos que el movimiento es relativo, lo
cual no modifica para nada la descripción anterior de los hechos, ya
que es perfectamente válido considerar la situación desde el punto
de vista del observador que se encuentra en el suelo. El hombre que
está en el tren verá en primer lugar uno de los relámpagos, ya sea el
movimiento relativo o no.
No obstante, el admitir la relatividad del movimiento sí trae consigo
importantes consecuencias. Como la posibilidad, por parte del
observador que viaja en el tren, de sostener que es él, y no el
observador desde el suelo, quien está inmóvil. De todas formas,
tampoco el hombre del suelo estaba realmente estático. Estaba, de
pie, sobre una Tierra que giraba sobre su eje e iba describiendo
revoluciones alrededor del Sol.
Si el hombre del tren pretende tomar como sistema de referencia el
de la ausencia de movimiento, deberá concluir que los dos rayos no
cayeron a la vez en los dos extremos del tren. Bajo su punto de

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vista, el destello de los dos relámpagos se dirige hacia él a la misma


velocidad. Como las distancias recorridas son las mismas, deberá
admitir que el rayo cayó en la parte delantera del tren un poco antes
que en la parte de atrás.
Así, el suponer la constancia de la velocidad de la luz, por una
parte, y la relatividad del movimiento, por otra, llevó
inmediatamente a la conclusión de que no existe una simultaneidad
absoluta en los acontecimientos que están separados en el espacio.
Cuando éstos parecen ser simultáneos dentro del sistema de
referencia de un observador no son generalmente simultáneos en el
sistema de referencia de otro.
Esto explica de dónde provenía el desacuerdo entre los diferentes
observadores del ejemplo que se dio al principio del capítulo. Las
dificultades de determinar exactamente cuándo cruzaba el cometa
la órbita de Marte son la consecuencia del hecho que la noción de
«ahora» no puede aplicarse a un acontecimiento que está
sucediendo a 306 millones de kilómetros de distancia. Como la
órbita de Marte está separada de nosotros en el espacio, no
podemos decir qué hora es allí ahora, ni la hora que será después
de haber pasado otros diecisiete minutos de nuestro reloj. Hablar
del «ahora» en cualquier otro lugar equivale a recurrir a la noción de
simultaneidad de acontecimientos espacialmente separados, cuando
la relatividad restringida afirma de una manera clara la no validez
de ese proceso.

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Es evidente que se puede calcular el tiempo de un acontecimiento


lejano, pero la validez de dicho tiempo es limitada, y será diferente
del tiempo calculado por un observador que se encuentre en un
estado distinto de movimiento. De ahí que no estemos en
condiciones de afirmar qué hora «es realmente» en la órbita de
Marte, en el Sol, o en una estrella lejana. Cuando los fenómenos se
muestran diferentes ante observadores en distintos estados de
movimiento, no hay forma de decidir cuál de ellos «acierta», puesto
que todos ellos tienen razón.
Según la teoría restringida de la relatividad, los observadores que se
encuentran en distintos estados de movimiento ni tan siquiera
coincidirán en cuanto al orden de los acontecimientos en
determinados casos. Añadamos ahora un tercer observador al
experimento imaginario de antes, y situémoslo en el centro de un
tren que se cruce con el primero. Bajo el punto de vista de ese
observador, el rayo caerá en la parte trasera del primer tren antes
de caer en la parte delantera. Verá sucederse los dos
acontecimientos en el sentido opuesto en el que los habrá
presenciado el observador del otro tren.
El resultado se puede resumir como sigue: si tenemos dos
acontecimientos separados por el espacio, a los que llamaremos A y
B, y unos observadores en diferentes estados de movimiento,
algunos observadores concluirán que A sucedió en primer lugar,
mientras otros insistirán en que B precedió a A. En tal caso, puede

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incluso ocurrir que el mismo hecho haya sucedido en el «pasado» de


un observador y en el «futuro» de otro.
No obstante, la teoría restringida no transforma en totalmente
arbitrarias las nociones de «pasado» y de «futuro», ni contradice las
nociones habituales de causalidad. Ningún observador, cualquiera
que sea su estado de movimiento, verá nunca hundirse un clavo en
un trozo de madera antes de ser golpeado aquél por el martillo.
Tampoco verá nunca ningún observador que un balón de baloncesto
pase por el aro antes de que lo tire el jugador. Finalmente, cualquier
observador admitirá que la luz de las estrellas distantes incide en la
superficie de la Tierra mucho después de ser emitida. El orden de
sucesión de los acontecimientos sólo depende del observador
cuando los mismos acontecimientos se producen a suficiente
distancia el uno del otro como para que una señal que se desplace a
la velocidad de la luz no tenga tiempo de llegar desde el primer
acontecimiento hasta el segundo antes de que este último se haya
producido. En el caso de los relámpagos, por ejemplo, el mero hecho
de que uno de los observadores los viera como si fueran simultáneos
implica que no se podrían unir de esa forma por medio de una
señal.
La relatividad restringida postula que, sea lo que sea el tiempo, no
es una sustancia que «fluya» de forma uniforme por el Universo. El
«momento» en que se produce un acontecimiento alejado depende
del estado de movimiento del observador. O, como dicen los físicos,
cada observador tiene su propio tiempo correcto, el cual, en general,

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no coincide con el de los observadores que se desplazan con


respecto a él.
Como en el capítulo anterior se diferenció el tiempo de la física del
tiempo subjetivo, convendría señalar ahora que la relatividad
restringida no depende realmente del tiempo subjetivo. Cuando se
habla de «observadores», no necesariamente se ha de pensar en
seres humanos conscientes, puesto que también puede constituir
un observador cualquier dispositivo electrónico que registre
acontecimientos en una grabación. Tampoco está ligada la
relatividad restringida a la noción del «ahora», y si he utilizado los
términos «pasado», «presente» y «futuro», sólo ha sido para mayor
claridad en la exposición, ya que se hubiera podido analizar la
relatividad restringida sin usarlos para nada. Efectivamente, se
hubiera podido hablar de un tiempo t1, t2, y así sucesivamente,
aunque, de esa forma, la explicación quizá le hubiera parecido
demasiado abstracta al lector no iniciado en la materia.
Si se examinan detenidamente las ecuaciones matemáticas de la
relatividad restringida, se pone de manifiesto el comportamiento
extraño que aparentemente puede adoptar el tiempo. La teoría prevé
la existencia de un efecto de dilatación del tiempo. La mejor forma de
explicar este fenómeno es dando un ejemplo. Supongamos que una
nave espacial se aleja de la Tierra a una velocidad igual al 87% de la
velocidad de la luz. Bajo el punto de vista del observador que
permanezca en tierra, el tiempo a bordo de la nave transcurrirá a un
paso doble de lento. Parecerá que los relojes de la nave funcionen a

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la mitad de velocidad que los de la Tierra. Eso afectará también a


los procesos biológicos. Parecerá que la tripulación de la nave sólo
envejece seis meses mientras que en la Tierra pasa un año.
Como la relatividad restringida sólo admite la existencia del
movimiento relativo, quienes estén a bordo de la nave pueden
perfectamente considerar que ellos no se mueven, y que es la Tierra
la que se está alejando de ellos. De pensar así, observarán el mismo
efecto, pero al revés, o sea que, para ellos, será el tiempo de la
Tierra el que estará transcurriendo más lento. Cada vez que sus
relojes registren el paso de una hora, los de la Tierra sólo habrán
avanzado treinta minutos.
Supongamos ahora que la nave se dirige a una estrella lejana, y
regresa luego a la Tierra a la misma velocidad. De durar todo el viaje
veinte años, según los cronómetros de la nave, ¿cuántos años
habrán transcurrido en la Tierra? ¿Diez o cuarenta?14
Esta pregunta nos lleva a lo que se llama la paradoja de los gemelos.
El nombre le viene de que se puede plantear la pregunta
imaginándose que un componente de un par de gemelos viaja en la
nave mientras su hermano se queda en la Tierra. Así, cabrá
replantearla de la forma siguiente: « ¿Cuál de los gemelos se volverá
mayor que el otro?» A pesar de su nombre, la «paradoja» de los
gemelos no es tal paradoja, puesto que, en realidad, la contestación

14 No incide para nada el que la nave se esté acercando a la Tierra o alejando de ella, puesto
que la dilatación de tiempo que se producirá no está relacionada con la dirección, sino con la
velocidad relativa.

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es perfectamente clara. El que se encuentre en la nave envejecerá la


mitad que su hermano gemelo que haya permanecido en la Tierra.
Por lo tanto, si el viaje ha durado veinte años, calculados según el
tiempo que transcurre en la nave, al final del mismo, habrán pasado
cuarenta años en la Tierra.
El motivo de que sólo sea válida una interpretación es que cuando
la nave se dirige a otra estrella, gira, y vuelve a su punto de partida,
dejamos de tener una situación simétrica. En algún momento, la
nave tuvo que desacelerar, pararse, y acelerar de nuevo en dirección
opuesta. No cabe imaginar que el hecho de encender los cohetes de
la nave hiciera pararse todo el Universo, y luego lo acelerara en
dirección contraria. Aunque pueda admitirse perfectamente que los
observadores de la nave supongan inicialmente que la Tierra es la
que se aleja de ellos, no pueden suponer que la Tierra ha girado y
corre a su encuentro durante la segunda etapa del viaje. El
movimiento a velocidad constante es relativo, pero no lo es la
aceleración. Analizando a fondo los cálculos de dilatación del
tiempo, se observa que en la Tierra pasa el doble de tiempo desde
cualquier punto de vista. Como era de esperar, uno de los gemelos
realmente resulta volverse mayor que el otro: no es que sea mayor y
más joven a la vez.
La solución de la paradoja de los gemelos demuestra que la
dilatación del tiempo no es una ilusión, sino que es absolutamente
real. Por otra parte, su magnitud aumenta con la velocidad relativa.
Si la nave viajara a una velocidad igual al 99% de la velocidad de la

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luz, el tiempo transcurriría siete veces más despacio, de tal forma


que 140 años en la Tierra equivaldrían a 20 años en la nave. Y si la
nave viajara a una velocidad igual al 99,9% de la velocidad de la luz,
transcurrirían en la Tierra 447 años. Según la relatividad
restringida, hay un sentido en el que el viaje en el tiempo es posible
en el futuro.
¿Y viajar en el pasado? Según una quintilla humorística que se
publicó en la revista británica Punch,
There was a young lady named Bright,
Who traveled much faster than light.
She started one day
In the relative way,
And returned on the previous night.

(Había una jovencita llamada Bright, / Mucho más veloz que la luz,
/ Que se fue un día / Por la vía relativa, / Y volvió la noche
anterior.) A su manera, esta descripción es perfectamente correcta.
Según la teoría restringida de la relatividad, si algo pudiera
desplazarse a mayor velocidad que la luz, retrocedería en el tiempo.
No obstante, es muy improbable que la señorita Bright o cualquier
otra persona fuera capaz de ir y volver la noche anterior. Esta teoría
también postula que la velocidad de la luz es una velocidad límite:
es posible aproximarse a ella, pero sin poderla alcanzar nunca.
La relatividad restringida prevé igualmente que los objetos que se
mueven a gran velocidad experimentan un incremento de masa. Así,

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si un objeto se desplaza al 87% de la velocidad de la luz, no sólo se


reducirá a la mitad el transcurso del tiempo, sino que el objeto en
cuestión llegará a pesar el doble. De incrementar aún más su
velocidad, su masa irá aumentando. A la velocidad de la luz, su
masa se volvería infinita. Como, a medida que aumentara la masa
se necesitarían cantidades crecientes de energía para acelerar el
objeto, se debería disponer de una energía infinita. De ahí que sea
imposible alcanzar velocidades iguales a la de la luz.
Al igual que la dilatación del tiempo, el aumento de masa está en
relación con el estado de movimiento del observador. Por eso, los
tripulantes de una nave espacial que viaje a gran velocidad no
notarán ningún aumento de masa, aunque los observadores en
tierra sí lo observen. Eso no impide que tanto la dilatación del
tiempo como el aumento de masa sean absolutamente reales: no es
ninguna ilusión creada por la diferencia de velocidad. Si se pudiera
acelerar un grano de polvo hasta una velocidad suficientemente
próxima a la de la luz, pudiera adquirir una masa igual a la de un
planeta. Si un grano de polvo semejante se estrellara contra la
Tierra, el impacto sería tal que todo nuestro planeta estallaría en
fragmentos.
A veces se oye decir que aún nos queda mucho por descubrir, y que,
en algún momento indefinido del futuro, adquiriremos nuevos
conocimientos que nos mostrarán cómo superar esa «tenue
barrera». Si bien es verdad que se tienen que hacer muchos más
descubrimientos, no creo probable que lleguemos nunca a

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demostrar que existe una velocidad mayor que la de la luz. De


hecho, las nuevas teorías que surgen en el campo de la física no
acostumbran sustituir a las anteriores. La mayor parte de las veces,
las mejoran, sencillamente, o muestran el comportamiento de la
materia en condiciones más extremas que las de antes. Dicho de
otra forma, tan sólo nos permiten una mayor aproximación.
Así, cuando Einstein publicó su teoría restringida de la relatividad,
no por eso se descartó la física de Newton. De hecho, una de las
cosas que confirmó la teoría de Einstein fue que las leyes del
movimiento de Newton seguían siendo válidas en los casos en que
las velocidades eran reducidas con relación a la de la luz. Y se sigue
utilizando la mecánica de Newton en los casos en que las
velocidades no son importantes. Las diferencias entre sus
estimaciones y las de la relatividad restringida son tan pequeñas
que, la mayor parte de las veces, no pueden medirse.
Se citan en ocasiones unas partículas hipotéticamente más veloces
que la luz, llamadas taquiones. La relatividad restringida no
descarta que puedan existir semejantes partículas. Más bien parece
prever su existencia al igual que la electrodinámica preveía las
ondas que retrocedían en el tiempo. La única limitación que parece
imponer al comportamiento de los taquiones es su pretensión de
que no pueden nunca pasar la «barrera de la luz» desde el otro lado.
De existir partículas que se desplacen a mayor velocidad que la luz,
no pueden en ningún caso desacelerarse hasta alcanzar una
velocidad inferior a la de la luz.

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Actualmente, no está demostrado que existan los taquiones. Tan


sólo constituyen una eventualidad teórica interesante. Cabe la
posibilidad de que sean reales, pero que no interfieran en la materia
normal, más lenta que la luz. De ser así, sin duda podemos
ignorarlos a efectos prácticos. En definitiva, difícilmente se va a
considerar «real», en el mismo sentido que los objetos que vemos a
nuestro alrededor, algo que no se puede ver.
Si existieran los taquiones, y se pudieran utilizar de alguna forma
para transmitir señales, se podrían enviar mensajes al pasado Como
ya señalé anteriormente, la relatividad restringida postula que todo
lo que se desplace a mayor velocidad que la luz puede retroceder en
el tiempo. El mundo sería un lugar de lo más paradójico de poderse
enviar mensajes hacia el pasado: los acontecimientos futuros
podrían ser la «causa» de acontecimientos pasados.
Por cierto, los taquiones no tienen nada que ver con el hecho de que
un positrón pudiera ser un electrón que se estuviera desplazando
hacia el pasado. Al igual que todas las demás clases de materias
conocidas, los positrones se desplazan siempre a velocidades
inferiores a la de la luz, por lo que a pesar de poderse interpretar el
comportamiento del positrón según la teoría del retroceso en el
tiempo, esas partículas no sirven para enviar mensajes al pasado.
Así, de poderse utilizar, por ejemplo, los positrones para transmitir
un mensaje en Morse, tan sólo saldría éste en la dirección habitual:
hacia el futuro.

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La relatividad restringida enuncia otro postulado importante relativo


al comportamiento de los objetos que se desplazan a gran velocidad.
De acuerdo con la teoría, un objeto que se desplaza a alta velocidad
experimenta una contracción en el sentido de la longitud. Se acortará
en el sentido de su movimiento. Así, desde el punto de vista del
observador situado en la Tierra, una nave espacial que se esté
alejando de ésta se irá acortando, mientras que para el observador
que viaja en la nave, la Tierra se aplana.
Es precisamente esa contracción espacial lo que hace que difieran
los observadores al definir el momento en que se ha producido un
acontecimiento en lugares distantes. Para comprenderlo, volvamos
otra vez al ejemplo del cometa que cruza la órbita de Marte. Para
calcular el «momento» en que ocurre, los astrónomos situados en la
Tierra dividen la distancia desde ésta hasta la órbita de Marte por la
velocidad de la luz. Conociendo esta distancia, y la velocidad a la
que se desplaza la luz, pueden ya definir sin dificultad el tiempo que
tardará un rayo de luz en recorrer esa distancia.
Pero la contracción espacial hace que los astrónomos de la nave que
se aleja de la Tierra a gran velocidad obtengan un resultado
diferente. Para ellos, la distancia que separa la Tierra de la órbita de
Marte es mucho menor. Y es que dicha contracción no afecta
exclusivamente a los cuerpos materiales, sino que influye en la
medición de las distancias. Por ese motivo, cuando los observadores
calculan el tiempo que necesitaría un rayo de luz para alcanzarles
se encuentran con que no coinciden los resultados de unos y otros.

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Por supuesto, podrían utilizar la distancia que les dieran los


astrónomos desde la Tierra, pero, en ese caso, estarían calculando
el tiempo según el sistema de referencias de la Tierra, y no según el
suyo.
Tanto las distancias en el espacio como los intervalos de tiempo
parecen diferentes a observadores que se hallen en estados de
movimiento diferentes, a pesar de que la relatividad restringida se
basa en que una cantidad que abarca a la vez el espacio y el tiempo,
como es la velocidad de la luz, es siempre una constante. Esto
parece indicar que quizá el espacio y el tiempo no son unas
entidades distintas, sino que, en cierto sentido, estarían ligadas una
a otra. De hecho, los físicos suelen juzgar conveniente sustituir las
tres dimensiones del espacio y la dimensión única del tiempo por
una geometría tetradimensional llamada espacio-tiempo.
No fue Einstein quien descubrió la noción espacio-tiempo. La
elaboró el matemático alemán de origen ruso Herman Minkowski,
en 1907, dos años después de publicarse la teoría restringida de la
relatividad. Minkowski observó que ni los intervalos de tiempo ni las
distancias espaciales eran invariables en la relatividad, pero que era
posible combinar el espacio y el tiempo en términos matemáticos de
tal forma que los intervalos de espacio-tiempo permanecieran
constantes para cualquier observador. Así, aunque los observadores
que se hallen en estados diferentes de movimiento discrepen, en
general, en cuanto al momento en que se producen los
acontecimientos, y el espacio que les separa, estarán dispuestos a

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aceptar que los acontecimientos en cuestión presentan una


separación determinada en el espacio-tiempo.
Se ha creado un concepto tan erróneo, en la mente de los profanos
en la materia, referente al espacio-tiempo, que conviene aclarar
primero lo que no es, antes de explicar lo que es en realidad. Para
empezar, el utilizar el concepto de espacio-tiempo no quiere decir
que el tiempo sea una clase de espacio. En la relatividad restringida,
el tiempo reviste esencialmente las mismas características que en la
física clásica o en la vida diaria. Sigue siendo unidimensional, e
implica flechas que apuntan siempre a una dirección determinada.
El que se utilice la noción espacio-tiempo no presupone tampoco
que haya cuatro dimensiones espaciales. De hecho, aunque se
pueda hablar de un continuo tetradimensional espacio-tiempo, ni
Einstein ni Minkowski añadieron otra dimensión a las tres
habituales. A ese respecto, la mecánica de Newton es tan
tetradimensional como la relatividad. En ella también se utilizan
una dimensión de tiempo y tres de espacio. La única diferencia
reside en que en la física de Newton no hay interacción entre el
espacio y el tiempo como la hay en la relatividad.
EI único motivo de que se utilice la noción de espacio-tiempo es que
simplifica bajo el punto de vista matemático la teoría restringida de
la relatividad, y aunque sea perfectamente posible prescindir del
concepto en cuestión, no se hace para no topar con dificultades
innecesarias. Tampoco puede decirse que resulten especialmente
complicadas las matemáticas tetra dimensionales, ya que se trata

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sin más de introducir cuatro coordenadas en vez de las tres de


costumbre. Matemáticamente, una dimensión no es sino una
coordenada. Unas veces, es conveniente utilizar tres coordenadas,
mientras que otras, es más fácil usar cuatro o más.
Los matemáticos suelen trabajar con espacios pluridimensionales, o
incluso con espacios de dimensiones infinitas, sin que ello les
plantee complicaciones insuperables. Incluso los físicos utilizan
ocasionalmente los espacios de dimensiones infinitas, cuando
quieren enfocar un problema en términos matemáticos abstractos.
Esto no significa, por supuesto, que exista un número infinito de
dimensiones en el espacio.
Si ya se tiene una idea muy confundida de lo que es el espacio-
tiempo, aún peor se interpreta la propia teoría restringida de la
relatividad, y el profano tiene tendencia a considerarla
especialmente abstrusa. No hace tantos años que se solía leer en la
prensa afirmaciones según las cuales sólo habría cuatro (o cinco, o
siete) hombres en el mundo que entendieran la relatividad
(aparentemente, no habría ninguna mujer capaz de comprenderla).
En realidad, la relatividad restringida es una de las teorías de física
más sencillas bajo el punto de vista matemático. Tan fácil es, que se
puede enseñar sin dificultad a estudiantes de bachiller. Si bien
pueden sorprender sus postulados, su contenido básico no es
realmente muy difícil de captar. La teoría general de la relatividad
de Einstein (que se tratará en el próximo capítulo) es muy

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complicada en el aspecto matemático, pero no es ese el caso de la


teoría restringida.
Tampoco parece ser mucho el peligro de que esta última teoría sea
destronada súbitamente. Se trata precisamente de una de las
teorías más asentadas de la física. Sus postulados se afirman día
tras día, cada vez que los físicos aceleran partículas subatómicas en
los modernos aceleradores de partículas. Siempre que se repite la
operación, las partículas presentan aumentos de masa y dilatación
del tiempo. Varios experimentos demuestran que los objetos
macroscópicos experimentan igualmente los efectos relativistas
previstos. Así, en 1976, se confirmó que se producía una dilatación
del tiempo, tras observar un reloj atómico excepcionalmente preciso
que iba transportado en un avión, sobrevolando una pista de
carreras muy larga. A pesar de que el avión volaba a una velocidad
relativamente baja —comparándola con la velocidad de la luz—, el
reloj fue lo suficientemente preciso para que se pudiera medir la
dilatación del tiempo inducida por la velocidad. Otro experimento
realizado dieciséis años antes había confirmado la existencia de este
fenómeno de una forma algo menos directa, cuando se comparó la
radiación emitida por una muestra de hierro-57 colocada en una
centrifugadora, con la emitida por una muestra sin centrifugar.
Al ser una teoría tan probada la de la relatividad restringida, no
cabe sino tomar muy en serio sus postulados sobre la naturaleza
del tiempo, aunque puedan sorprender al principio. Y como las
nociones que maneja son realmente extrañas para quien tenga un

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concepto del tiempo basado en el sentido común, pre relativista,


resumiremos a continuación el contenido de este capítulo:
1. No se puede definir de forma tajante el «momento» en que
sucede un acontecimiento distante. Puesto que distintos
observadoras calculan tiempos diferentes, es realmente
imposible aplicar semejante concepto. Si enfocamos el tiempo
en términos subjetivos, podremos decir que el «ahora» no va
más allá del «aquí».
2. Se produce un efecto de dilatación del tiempo en los objetos
que se desplazan a gran velocidad .Éste es un efecto real, no
ilusorio, como lo demuestra la «paradoja» de los gemelos.
3. Si dos hechos acontecen tan cercanos en el tiempo o tan
separados en el espacio que no existe señal que se desplace a
la velocidad de la luz capaz de ir de uno a otro antes de que
suceda el último, su orden de sucesión es ambiguo. Algunos
observadores concluirán que ha sucedido primero el
acontecimiento A, y otros, que el acontecimiento B fue el
primero en producirse.
4. Aunque se pueda afirmar de forma vaga queda relatividad
restringida signifique que «el tiempo es relativo», dicha teoría
no contradice las ideas habituales de causalidad.
Efectivamente, nunca se dará el caso de un observador que
vea caer un balón de baloncesto a través del aro antes de que
lo haya tirado el jugador.

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Capítulo X
Tiempo cósmico

En el transcurso de los primeros años del siglo XIX, el matemático


alemán Karl Friedrich Gauss estuvo durante un tiempo levantando
planos del reino de Hannover. En 1827 escribió un trabajo en el que
recogía las mediciones que tomó en un triángulo formado por las
cimas de tres montañas: Brocken, Hohehagen e Iselberg. Gauss
pretendía averiguar si la suma de los tres ángulos del triángulo era
igual a 180°, o algo menor.
Actualmente, a cualquier estudiante de segunda enseñanza se le
enseña en la clase de geometría que la suma de los ángulos de todo
triángulo es igual a 180°. Existe un teorema que demuestra que eso
se verifica siempre, por lo que no hay excepciones posibles. Así
pues, ¿qué pretendía Gauss? ¿Poner en tela de juicio la validez de
unos teoremas geométricos que se venían considerando definitivos
desde los griegos antiguos?
No precisamente. Gauss estaba intentando comprobar si el espacio
estaba curvado o no. Planteaba si la geometría del espacio se atenía
realmente a la geometría euclidiana convencional, o si se le había de
aplicar una geometría no euclidiana. La suma de los ángulos de un
triángulo sólo es igual a 180° en la geometría de Euclides. En una
geometría no euclidiana, puede ser más, o menos.
No fue muy concluyente el experimento de Gauss. Sus mediciones
dieron un resultado superior a 180° en unos 15 minutos de arco, o

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aproximadamente cuatro milésimas de grado, lo cual no demostraba


nada por ser mucho mayores que eso las inexactitudes del propio
experimento. Gauss se dio cuenta de que la suma verdadera de los
ángulos podía ser 180°, o un poco más, o un poco menos. Las tres
conclusiones eran compatibles con sus datos. Así, fue incapaz de
averiguar si la geometría del espacio cerca de la superficie de la
Tierra era euclidiana o no.
La geometría euclidiana fue sistematizada por el matemático griego
Euclides aproximadamente hacia el año 300 a.C. Fundó su
geometría en varios axiomas y postulados que, según él, no
necesitaban demostración. Así, uno de los axiomas afirmaba que la
suma de los iguales daba iguales, y uno de los postulados era que la
línea recta era la distancia más corta entre dos puntos. Los
principios de los que derivan los teoremas de la geometría
euclidiana eran los axiomas y los postulados.
Uno de los postulados que le debió parecer a Euclides algo menos
evidente que los demás, ya que lo demostró con toda clase de
teoremas antes de utilizarlo, fue el postulado de las paralelas, en
virtud del cual por un punto exterior a una recta no se puede trazar
más que una paralela a esta recta15.
Después de la muerte de Euclides, varios matemáticos griegos, que
también albergaban alguna sospecha con respecto al postulado de
las paralelas, intentaron sustituirlo por otro postulado que

15En realidad, ésta es una versión moderna del postulado de Euclides, pues él mismo lo expuso
de una manera algo más complicada.

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pareciera más evidente intuitivamente, o buscar una forma de


deducirlo de los demás postulados y axiomas. Pero fallaron todos
los intentos. A pesar de lo controvertible del postulado de las
paralelas, nadie fue capaz de encontrar la forma de no servirse de
él.
Se prosiguieron los intentos hasta principios del siglo XIX, con tan
poco éxito como tuvieran los griegos. Quizá existiera una forma
distinta de formularlo que lo hubiera hecho realmente evidente, o
una manera de deducirlo; en todo caso, nadie supo encontrarla.
Finalmente, unos pocos matemáticos empezaron a plantearse lo que
ocurriría si se sustituyera el postulado en cuestión por otra cosa. ¿Y
si se dijera que no se puede trazar ninguna paralela por un punto
exterior a una recta? ¿Y si se supusiera que una recta puede tener
muchas paralelas? ¿Sería posible basar una geometría en unos
puntos de partida tan extraños? ¿Ya sería coherente semejante
geometría? ¿Estaría exenta de contradicciones?
Estuvieron meditando sobre este tema Gauss, el matemático ruso
Nikolai Ivanovich Lobachevsky, el matemático húngaro Johann
Bolyai, y el matemático alemán Georg Friedrich Riemann.
Descubrieron que, efectivamente, cabía la posibilidad de imaginar
otras geometrías16.
Hay varios aspectos en los que se diferencian las geometrías no
euclidianas de las que sí lo son. Así, en la geometría de Gauss,

16Como Gauss no publicó sus resultados, se atribuye generalmente a Lobachevsky, Bolyai y


Riemann el descubrimiento de la geometría no euclidiana.

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Bolyai y Lobachevsky, fundada en que hay más de una paralela que


pasa por un punto determinado, los ángulos del triángulo suman
menos de 180°, y las superficies de las figuras geométricas, como
los triángulos o los círculos, se obtienen por medio de fórmulas
diferentes de las de la geometría euclidiana (por ejemplo, la
superficie de un círculo no es igual a πr2). La geometría de Riemann,
que parte de la idea de que no existen líneas paralelas, aún puede
parecer más sorprendente. Según ella, se puede trazar un número
indefinido de líneas rectas distintas por dos puntos, y no existe
ninguna línea de longitud infinita.
En la geometría no euclidiana, se llama espacio curvo al espacio
físico. Los científicos utilizan frecuentemente este término, dándole
un significado matemático preciso, que, no obstante, puede
desconcertar al profano. Debe quedar claro que el hecho de que un
espacio tridimensional esté «curvado» no significa que exista una
cuarta dimensión en la que el espacio esté «curvado hacia adentro»,
ni debe uno imaginarse el espacio como si fuera un objeto
deformado. Es más sencillo considerar el espacio curvo como un
espacio que obedece a un tipo determinado de geometría que como
algo físicamente alabeado.
Cuando un espacio tridimensional presenta una geometría como la
que investigaron Gauss, Lobachevsky y Bolyai, se dice que ofrece
una curva negativa. Un espacio curvado negativamente, y sin
límites, tiene una extensión infinita, al igual que un espacio plano
(euclidiano). Si el espacio de nuestro Universo está negativamente

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curvado o es plano, un rayo de luz que se emita en cualquier


dirección se prolongará indefinidamente.
Por el contrario, un espacio positivamente curvado es finito, por el
hecho de que en ese tipo de geometría no existen líneas de longitud
infinita. Si el espacio de nuestro Universo estuviera curvado
positivamente, un rayo de luz que se emitiera en cualquier dirección
volvería finalmente a su punto de partida desde la dirección opuesta
(siempre, por supuesto, que el Universo dure lo bastante como para
permitirle dar la vuelta completa al mismo). El recorrido de
semejante rayo de luz sería aproximadamente similar al de un avión
que efectuara un giro completo alrededor de la circunferencia de la
Tierra.
De ofrecer nuestro Universo una curva espacial positiva, ha de ser
finito, lo cual no implica que tenga límites. Nunca se podría llegar al
«borde» de semejante Universo, por no tener bordes. Tampoco cabría
la posibilidad de viajar «fuera» de él, ya que «fuera» no significa nada
en este caso.
De nuevo, existe una analogía con la superficie de la Tierra, aunque
dicha analogía cesa en cierto momento de la comparación. La Tierra
presenta una superficie bidimensional finita que se curva en la
tercera dimensión. Por consiguiente, se puede «salir» de la superficie
bidimensional volando en un cohete o en un avión. No habría
semejante opción en un espacio tridimensional positivamente curvo.
Aunque Gauss ya se planteara a principios del siglo XIX si el
espacio era plano o curvo, pasó casi un siglo antes de que nadie

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prosiguiera seriamente su investigación. Tanto los físicos como los


matemáticos contemplaban las geometrías no euclidianas como
meras curiosidades matemáticas. Pocos eran los que dudaban de
que se pudiera describir el espacio del Universo físico con algo que
no fuera la geometría plana de Euclides.
Esta situación cambió radicalmente en 1915, cuando Einstein
expuso su teoría general de la relatividad. Según ésta, el espacio se
curvaba en presencia de masas gravitatorias. La gravedad, decía
Einstein, existía porque la presencia de la masa daba al espacio una
geometría no euclidiana.
En realidad, la relatividad general no trata del espacio curvo, si no
de un espacio-tiempo tetradimensional y curvo. Si bien se puede
prescindir, si se desea, del concepto de espacio-tiempo en la
relatividad restringida, las ecuaciones de la teoría general
demuestran que existe una interacción entre las coordenadas del
tiempo y del espacio, más complicada de describir, por lo que se ha
de recurrir necesariamente a una formulación matemática
tetradimensional. Es fácil comprender por qué ocurre así. Basta
para ello con recordar que, en relatividad restringida no permanecen
constantes la distancia ni el tiempo tal como lo contemplan
diferentes observadores que se desplacen a velocidad distinta. Por el
contrario, sí es siempre igual la velocidad de la luz, que incluye
ambos factores: distancia y tiempo (la luz se desplaza a
299.792,457 kilómetros por segundo). La relatividad general, por su
parte, se ocupa, no ya de las velocidades relativas, sino de los

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observadores en estado de aceleración uno con relación a otro.


Puesto que el tiempo interviene dos veces en la aceleración (por
ejemplo, todos los objetos situados cerca de la superficie de la Tierra
experimentan una aceleración de 975,36 centímetros por segundo;
cada segundo que pasa, su velocidad aumenta en 975,36
centímetros por segundo), la teoría general de la relatividad relaciona
el tiempo con el espacio de un modo bastante complejo.
Uno de los Postulados en que se basa la relatividad general es el
principio de equivalencia. La idea es realmente sencilla. Se sabe
desde la época en que vivía Galileo que una de las características
evidentes de la gravedad es provocar la aceleración de las cosas. Así,
los objetos que caen al suelo no lo hacen a velocidad constante, sino
a una velocidad creciente. Einstein concluyó que eso suponía cierta
equivalencia entre la gravedad y la aceleración. Vio que si conseguía
expresar dicha equivalencia en una fórmula matemática,
relacionaría tanto la gravedad como la aceleración con la curva del
espacio-tiempo, obteniendo así una teoría de la relatividad.
El principio de equivalencia se muestra con un sencillo ejemplo.
Supongamos que me administran un anestésico, y que me despierto
en una habitación totalmente cerrada. Supongamos también que
experimento los efectos normales de la gravedad. ¿Me permite eso
deducir que la habitación forma parte de un edificio situado en la
Tierra? ¿O cabe igualmente la posibilidad de que la habitación sea
un compartimiento de una nave espacial alejada de la Tierra, que
viaja a una aceleración de un g?

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La respuesta es que no puedo averiguarlo. Experimentaré


exactamente la misma sensación si estoy sometido a la atracción de
la gravedad de la Tierra que a una aceleración de un g. Tampoco
podré servirme de ningún experimento para distinguir entre ambas
situaciones. El mero hecho de utilizar el término «g» (de «gravedad»)
para medir la aceleración es prueba de ello.
La relatividad general es matemáticamente muy complicada, pero
no así los conceptos en que se funda. Lo demostraré trazando
primero las líneas generales de sus principios básicos, y volviendo
luego a los temas principales de nuestro análisis:
1. La relatividad restringida se ocupa de los casos en los que los
observadores se desplazan, uno con relación a otro, a velocidad
constante.
2. La relatividad general expresa lo que ocurre cuando los
observadores experimentan una aceleración, uno con relación
a otro.
3. Pero el observador es incapaz de distinguir entre los efectos de
la gravedad y los de la aceleración en el espacio; la
característica principal de la gravedad reside en que los
cuerpos que gravitan provocan la aceleración de los objetos.
4. Por consiguiente, una teoría que explique los sistemas de
referencia acelerados también será una teoría de la gravedad.
5. Según la relatividad restringida, habría cambios en el tiempo y
en la longitud. Los cambios que se exponen en la relatividad
general tienen mucho mayor alcance. Un observador que

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experimente una aceleración verá de forma diferente la propia


geometría del espacio-tiempo. Esta última sufre una
modificación similar por efecto de la gravedad.

De hecho, de acuerdo con la teoría general de la relatividad, la


gravedad es la curvatura del espacio-tiempo que se debe a la
presencia de objetos de masa elevada.
Al ser difícil imaginar un espacio curvo, cabe pensar que será
prácticamente imposible intuir lo que es el espacio-tiempo. Por
suerte, no resulta tan complicado. El espacio-tiempo curvo de la
relatividad general no difiere demasiado del espacio curvo de la
geometría no euclidiana tridimensional. En realidad, cuando se
aplica la teoría general de la relatividad a nuestro Universo, se
obtiene una curva negativa (geometría de Gauss, Lobachevski y
Bolyai) o positiva (geometría de Riemann). Se pueden analizar por
separado la curva del espacio y la «curva» del tiempo.
De ser negativa la curvatura del espacio en el Universo, éste ha de
extenderse infinitamente en todas las direcciones, y el tiempo es
también infinito; en este caso, se hablaría de un Universo abierto,
en expansión continua, sin límites. De ser positiva la curvatura, el
Universo será finito, al igual que su existencia en el tiempo; éste
sería un Universo cerrado. En un Universo cerrado, la relatividad
general supone que el retardo gravitatorio llevará finalmente al cese
de la expansión. El Universo se contraerá progresivamente hasta
alcanzar un volumen cada vez menor de espacio, y desaparecer con

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un gigantesco crujido (big crunch) análogo a la también gigantesca


explosión del big bang.
La relatividad general no nos dice si el Universo está curvado
positiva o negativamente, ni si tiene un futuro finito o infinito. La
teoría de Einstein nos dice que los dos tipos de Universo son
posibles. El tema debe resolverse por la observación.
La curvatura media del espacio es función de la cantidad de materia
que contiene el Universo. Si la densidad media de masa es superior
a una cifra crítica llamada densidad crítica, entonces estamos ante
un Universo cerrado. La densidad crítica es fácil de calcular.
Corresponde a 5×10-27 kilogramos por metro cúbico,17 o
aproximadamente tres átomos de hidrógeno por 0,764 m 3.
Como vimos en el capítulo 6, los astrónomos no han conseguido
averiguar la cantidad de materia que contiene el mundo. Según
algunas teorías, no sería superior al 10% de la densidad crítica.
Pero semejantes estimaciones carecen de valor, pues los astrónomos
son conscientes de las enormes lagunas que puede tener el método
que ha llevado a tales conclusiones.
Existe una correlación entre el tiempo que ha transcurrido desde el
big bang y el hecho de que el Universo sea cerrado o abierto. Si los
astrónomos definieran la densidad de masa del Universo, ambos
temas quedarían resueltos. Si, a su vez, se conociera la

17 10–27 es 1 dividido por 1027.

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desaceleración, se podría calcular tanto la densidad de masa como


la edad del Universo.
Digamos de paso que significa algo muy preciso la edad del
Universo, si bien la teoría restringida de la relatividad dice que la
medición del tiempo es relativa. No deja de ser paradójico el que la
relatividad general sea menos relativista que la teoría restringida.
Aunque no contradiga lo que dice la relatividad restringida respecto
a las mediciones de tiempo tomadas por diferentes observadores,
permite definir un tiempo cósmico, el cual puede aplicarse a todo el
Universo, en conjunto.
El tiempo cósmico es el que mediría un observador que se
desplazara a la par de la expansión media del Universo. Al igual que
el tiempo en termodinámica, el tiempo cósmico es una noción
estadística. Tomándolas por separado, las estrellas y las galaxias
pueden presentar una velocidad estadística en una u otra dirección,
pero, en conjunto, su movimiento coincide con el del Universo.
Difícilmente podría ser de otra forma, pues tanto las estrellas como
las galaxias, y otras materias, forman parte del Universo.
La expansión del Universo hace que las galaxias se alejen unas de
otras. De estar muy distanciadas, la velocidad de recesión puede
suponer una fracción importante de la velocidad de la luz. A pesar
de todo, los observadores que se hallan en distintas galaxias
calcularán el mismo tiempo cósmico.
A todos los efectos prácticos, el tiempo cósmico es idéntico al tiempo
terrestre. Si bien es verdad que la Tierra gira sobre su eje y describe

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revoluciones alrededor del Sol, y que, a su vez, el Sol gira en una


órbita alrededor del centro de nuestra galaxia, no obstante, todas
esas velocidades son pequeñas si se las compara con la de la luz.
Por consiguiente, los efectos de dilatación del tiempo relativistas
serán reducidos, y el tiempo calculado en la Tierra se aproximará
mucho al tiempo cósmico.
Así, cuando decimos que el Universo tiene una antigüedad de
10.000, 15.000 o 18.000 millones de años, se pueden tomar esos
años como si de años terrestres se tratara. Claro que la propia
Tierra tiene menos de 5.000 millones de años, pero eso no importa
demasiado, puesto que tan sólo tomamos un año de los suyos como
medida de referencia, sin que eso signifique que tenga tantos años
de existencia como el propio Universo.
A pesar de todo, sería un error pretender que todos los objetos del
Universo comparten un tiempo universal aproximadamente
equivalente al de la Tierra. No se pueden separar los efectos que
ejercen las masas gravitatorias sobre la geometría del espacio de sus
efectos sobre la geometría del tiempo. Los campos gravitatorios, en
particular, producen un efecto de dilatación del tiempo muy similar
al que se aprecia en la relatividad restringida. Todos los campos
gravitatorios frenan el paso del tiempo, por lo que una gravedad
muy intensa es capaz de provocar una dilatación de éste
francamente importante. Hay casos, incluso, en que la gravedad
detiene totalmente el tiempo, al menos tal como lo ve un observador

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situado a una distancia determinada de los campos que originan la


dilatación en cuestión.
Así es como los agujeros negros detienen el tiempo. Se trata de los
restos del hundimiento de estrellas gigantes de elevada masa, cuyo
campo gravitatorio es tan intenso que lo retiene todo, hasta la luz.
Actualmente, los astrónomos no disponen de pruebas directas que
avalen la existencia de los agujeros negros, pero sí han reunido
suficientes pruebas circunstanciales convincentes para creer en
ellos. Además, la teoría general de la relatividad parece prever la
formación de agujeros negros siempre que una estrella se hunde,
cuando sobrepasa una masa crítica determinada.
La presión que crean las reacciones nucleares dentro de la estrella
retiene las capas externas de ésta, pero la energía nuclear que las
provoca sólo dura cierto período de tiempo. Además, cuanto mayor
sea la estrella, menos tiempo durará dicha energía. La mayor
cantidad de materia que contiene una estrella grande lo compensa
ampliamente el hecho de que la energía nuclear se consumirá a
mucha mayor velocidad.
Las estrellas del tamaño de nuestro Sol tienen una vida de unos
10.000 millones de años. Otras estrellas de menor masa pueden
vivir muchos más años, mientras que las estrellas muy grandes
viven unos pocos millones de años, o incluso menos. Como el
Universo existe desde hace mucho más que unos pocos millones de
años, las estrellas han dispuesto de tiempo más que sobrado para
crearse, gastar su energía y morir.

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No todas las estrellas que mueren se transforman en agujeros


negros. Nuestro Sol, por ejemplo, no seguirá nunca ese destino. Se
convertirá en un gigante rojo cuando se acerque al final de su vida,
aproximadamente dentro de 5.000 millones de años, y luego irá
contrayéndose gradualmente hasta volverse una diminuta y fría (fría
en el contexto estelar, por supuesto) enana blanca. Las estrellas que
poseen más de cerca de 1,4 masas solares al final de su vida
correrán otro tipo de suerte: se transformarán en estrellas de
neutrones, tras contraerse. El nombre les viene de que cuando las
fuerzas gravitatorias exceden ciertos límites, los restos de la estrella
quedan tan comprimidos que los protones y los electrones son
sustituidos por neutrones. Una estrella de neutrones pudiera
compararse a un «mar» denso de neutrones.
Las enanas blancas son unos objetos muy densos. Se ha calculado
que una caja de cerillas llena de la materia de que están
constituidas las enanas blancas pesaría unas diez toneladas en el
campo de gravedad de la Tierra, y que una probeta llena de esa
misma materia alcanzaría un peso superior al de dos docenas de
elefantes. Las estrellas de neutrones son aún más densas. La
materia concentrada en su centro es aproximadamente 1015 veces
más densa que el agua. Un centímetro cúbico de tal materia tendría
una masa de cerca de 1.000 millones de toneladas.
Son ciertamente convincentes las pruebas de que existen las enanas
blancas y las estrellas de neutrones. Los telescopios permiten
observar las enanas blancas, y midiendo su brillo se puede calcular

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su masa y su densidad. También se pueden observar las estrellas de


neutrones, porque emiten impulsos en forma de radiaciones
radioeléctricas, luz o rayos X. Cuando forman parte de sistemas de
estrellas dobles, se calculan sus masas estudiando su movimiento
orbital. La densidad de las estrellas de neutrones se calcula
basándose en datos teóricos sobre su estructura, a pesar de lo cual
no hay motivo para dudar de la validez de esos resultados teóricos.
Se considera actualmente que existe un límite respecto a la masa
que puede acumular una estrella de neutrones. Dicho límite se
sitúa entre 1,6 y 3,0 masas solares. Si la estrella de neutrones
sobrepasa ese límite, las fuerzas gravitatorias se volverán tan
fuertes que la materia de que se compone la estrella no aguantará
más compresión.
Una vez que ha empezado el proceso de compresión, nada puede
detenerlo. La materia que contiene la estrella podría resistir un
mayor hundimiento, pero la presión creada por esa resistencia sólo
contribuirá a acelerar el colapso. En la relatividad general, la
existencia de presión no sirve sino para recrudecer las fuerzas
gravitatorias. La materia de que se compone la estrella se
comprimirá hasta el punto de ocupar un volumen cero, volviéndose
entonces infinita la densidad de la materia. Se llama singularidad
ese punto de densidad de masa infinita.
A pesar de que los físicos y los astrónomos tengan gran confianza en
los postulados de la relatividad general, muchos de ellos
permanecen algo escépticos a este último respecto, y dudan que

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exista realmente eso que se llama singularidades. Señalan que


cuando surgen infinitudes en los cálculos teóricos suele significar
que la teoría comienza a fallar. A su forma de ver, el postulado de
las densidades infinitas que aparece en la relatividad general
demuestra que se la ha llevado más allá de los límites dentro de los
que es válida.
Realmente, no les falta razón. No es de esperar que se siga pudiendo
aplicar la relatividad general cuando toda la materia de una estrella
de gran masa está comprimida en una región mucho más reducida
que la de un núcleo atómico. Para describir los acontecimientos
gravitatorios que se desarrollan dentro de un volumen tan pequeño,
se necesitaría combinar la relatividad general con la mecánica
cuántica, la teoría que sirve para describir los acontecimientos de
nivel subatómico.
Los físicos ya han elegido un nombre para designar una teoría que
combinara la relatividad al y la mecánica cuántica: sería la teoría de
la gravedad cuántica. Desgraciadamente, nadie sabe cómo se puede
elaborar semejante teoría. Éste es uno de los problemas aún por
resolver en la física teórica. Por consiguiente, tampoco sabe nadie si
las singularidades existen o no.
Ahora bien, incluso no existiendo, es probable que la materia de que
se compone la estrella se halle comprimida hasta un punto
inimaginablemente pequeño. Se ha calculado que la gravedad sólo
debería modificarse por efecto de los cuanta a distancias de 10 33

centímetros o menos. Esto supone varios órdenes de magnitud

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inferiores al del núcleo atómico, cuyas dimensiones son del orden de


10 13 centímetros. Incluso si se pudiera observar un residuo de
estrella tan comprimido, los científicos no serían capaces de
determinar si se trataba de un punto, o una región de tamaño
reducido, pero finito.
Y, por supuesto, no se podría observar una singularidad (a partir de
ahora, me referiré a las singularidades como si existieran, teniendo
en cuenta las reservas hechas más arriba) aunque fuera posible
introducirse en un agujero negro. Es imposible penetrar en un
agujero negro ya sea para estudiar la singularidad que se
encontrara en su centro, o cualquier otra cosa que se hallara dentro
de la superficie llamada horizonte de acontecimientos. Cualquier
cosa que cruce el horizonte de acontecimientos y penetre en el
agujero negro quedará retenida para siempre en el horizonte. Ni tan
siquiera la luz puede escapar.
El horizonte de acontecimientos no debe imaginarse como una
superficie física. Es sencillamente el lugar donde la gravedad creada
por la materia en la singularidad se vuelve tan fuerte que atrae,
reteniéndola definitivamente, cualquier cosa que cruce el horizonte.
Este último está constituido por una esfera de un diámetro
aproximadamente igual a 6 kilómetros multiplicados por la masa
del agujero negro en masas solares. Por lo tanto, un agujero negro
tres veces más pesado que el Sol mediría unos 18 kilómetros de
ancho, mientras que uno que superara veinte veces el peso del Sol
tendría un diámetro de unos 120 kilómetros.

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El horizonte de los acontecimientos es también la superficie en la


que se detiene el tiempo, al menos bajo el punto de vista de un
observador externo. Para comprender exactamente lo que esto
significa, imaginemos que un vehículo espacial esté acercándose a
un agujero negro. Para el observador que esté situado a cierta
distancia, el tiempo que transcurra en la nave parecerá pasar con
lentitud creciente a medida que se acerque al horizonte de los
acontecimientos. Cuando la nave llegue al horizonte, el tiempo se
detendrá, con lo que la nave quedará ahí flotando durante toda la
eternidad. O sea, que para los observadores situados en el universo
exterior, la nave no penetrará nunca en el agujero negro.
Sin embargo, los observadores que viajan a bordo de la nave
contemplarán la situación desde una óptica totalmente diferente.
Para ellos, el tiempo seguirá transcurriendo con normalidad, y nada
les impedirá atravesar el horizonte de los acontecimientos, hasta
introducirse en el agujero negro. Si el agujero negro es de los que
tienen una masa varias veces superior a la del Sol, no tendrán
ocasión de contemplar lo que ocurre allí dentro, puesto que las
intensas fuerzas gravitatorias del agujero desintegrarán la nave
poco después de atravesar ésta el horizonte de los acontecimientos,
si, por supuesto, esto no ha ocurrido ya antes de penetrar en el
agujero negro.
Nada nos impide imaginar que la nave entra efectivamente en el
horizonte de los acontecimientos de un agujero negro de, digamos,
un millón de masas solares. Son muchos los astrónomos que creen

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que pueden existir semejantes agujeros negros con una super masa
de ese tipo en el centro de las galaxias. Hay tal cantidad de materia
en los núcleos galácticos que bien pudieran crearse agujeros negros
de semejante tamaño. Una vez que se creara un agujero negro en
esa región, aumentaría muy rápidamente de tamaño, ya que sus
campos gravitatorios capturarían cantidades enormes de gases y
polvo interestelar, y engullirían hasta estrellas enteras.
El diámetro de un agujero negro de un millón de masas solares
mediría unos seis millones de kilómetros. Una nave que cruzara el
horizonte de los acontecimientos podría encontrarse a suficiente
distancia de la singularidad como para que su tripulación pudiera
explorar toda la región interior del agujero, al menos durante un
breve tiempo. Es evidente que sería un suicidio, puesto que, ya
dentro del agujero negro, serían atraídos hacia la singularidad, y lo
que quedara de su nave desaparecería al llegar a la misma.
Por otra parte, los observadores a bordo de la nave no sólo podrían
estudiar lo que ocurriera en el agujero negro, sino contemplar
también lo que estuviera sucediendo en el universo exterior. La luz
no puede escaparse de un agujero negro, pero es evidente que
puede penetrar el horizonte de los acontecimientos viniendo desde
fuera. Así, los tripulantes de la nave serían incluso capaces de
recibir los mensajes que se les mandara desde el universo exterior.
Ahora bien, les sería imposible contemplar la singularidad en el
centro. La luz, al igual que otras formas de radiaciones
electromagnéticas, puede dirigirse a una singularidad, pero luego

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queda retenida allí. Así, la singularidad seguiría siendo invisible


para los observadores de la nave, al igual que lo serían los sucesos
que se produjeran dentro del agujero negro para los observadores
del exterior.
Parece increíble que, visto por un observador, el tiempo se detenga y
deje a la nave paralizada en el horizonte de los acontecimientos,
mientras el tiempo sigue transcurriendo de forma perfectamente
normal desde la perspectiva de otros observadores. En realidad, no
hay contradicción en esa conclusión. La nave no se encontraría en
dos lugares al mismo tiempo. Y es que la expresión «al mismo
tiempo» incluso carece de sentido en este contexto, puesto que en
esta situación habría dos tiempos diferentes: el tiempo a bordo de la
nave, y el tiempo del universo exterior a ella. Cuando la nave
alcanzara el horizonte de los acontecimientos, la diferencia entre
ambos tiempos sería tan grande que no habría forma de
conciliarlos. Por otra parte, en cualquiera de los marcos de
referencia, el comportamiento de la nave sería inequívoco: en un
momento determinado se encontraría en un lugar específico.
Podría ser divertido ver los efectos de la dilatación del tiempo por la
gravedad en el horizonte de los acontecimientos de un agujero
negro. Imaginemos, por ejemplo, que uno de los astronautas
hubiera sido anteriormente tenor de ópera, y estuviera cantando un
aria (por qué no el Gótterdämmerung de Wagner) al acercarse al
horizonte de los acontecimientos. Ocurriría que, para los
observadores del universo exterior, se quedaría sosteniendo la

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misma nota durante toda la eternidad. Suponiendo que se tratara


de un mi bemol, el tenor estaría entonándolo en el momento de
alcanzar el horizonte, y todavía se seguiría oyendo cuando el Sol se
transformara en una gigante roja al cabo de 5.000 millones de
años18.
Esto es al menos lo que la teoría de la relatividad general prevé que
sucedería. Pero, ¿hasta qué punto cabe fiarse de la teoría?
¿Podemos estar realmente seguros de que existen los agujeros
negros? De ser así, ¿tenemos garantías de que la relatividad general
describe correctamente el comportamiento de los objetos que se
acercan a ellos o penetran en su interior?
Para poder dar una contestación a esas preguntas, se necesita
proceder a un gran número de observaciones y de experimentos. Al
fin y al cabo, las teorías se tienen que probar, pues son muchas las
que, siendo plausibles, han resultado ser erróneas, y hasta Einstein
se equivocaba, a veces.
Lo mejor será ir analizando el tema punto por punto. ¿Hay
realmente agujeros negros en el Universo? Probablemente. A pesar
de que no se puedan ver, sí hay pruebas que permiten deducir
indirectamente su existencia. Si el agujero negro forma parte de un
sistema de estrellas dobles, y si éste y su compañera dan vueltas
una alrededor de la otra en órbitas moderadamente próximas, los

18 Cierto es que en esto hay un pequeño fallo: la dilatación del tiempo aminoraría tanto la
velocidad de las vibraciones sonoras que ya no se oiría la nota. Quizá más vale ignorarlo para
no estropear la anécdota.

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campos gravitatorios del agujero negro atraerán la materia de la


superficie de la compañera. Al ser atraída esta materia —
mayormente hidrógeno, puesto que es éste el componente esencial
de las estrellas— hacia el agujero negro, experimentará una
aceleración. Esto hará que la materia emita radiaciones en forma de
rayos X. Naturalmente, los rayos X que se emitan después de que el
material alcance el horizonte de los acontecimientos permanecerá
invisible. Ahora bien, antes de que eso ocurra, se habrá producido
una gran emisión de ellos.
Los astrónomos han detectado numerosas fuentes de rayos X en el
Universo, aunque, por supuesto, eso no significa automáticamente
que se haya descubierto un agujero negro. Hay muchas otras
formas en que se da ese tipo de radiación. No obstante, algunas
radiofuentes emiten a intervalos muy cortos. La intensidad de los
rayos X varía en el intervalo de milésimas de segundo. Tal
fluctuación demuestra que la superficie emisora es muy reducida,
pues un objeto mayor emitiría la radiación a intervalos más
constantes, al compensarse las variaciones de intensidad.
No basta, además, con observar períodos de impulsos irregulares
para concluir que se está ante un agujero negro. Se necesitan
confirmaciones de otro tipo antes de darlo por sentado. Entre otras
cosas, se ha de comprobar que esos rayos X oscilantes provienen de
un sistema de estrellas dobles, y que uno de los objetos de que se
compone el conjunto es demasiado oscuro para poder verlo. Pero
incluso así permanece la duda de si se ha encontrado un agujero

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negro. Efectivamente, el objeto invisible no tiene por qué ser uno de


esos agujeros, ya que puede tratarse sencillamente de una estrella
normal que es demasiado oscura para verse. Es necesario buscar la
forma de calcular la masa del objeto invisible en la superficie de
emisión de los rayos X, y sólo si se descubre que el objeto en
cuestión presenta una masa elevada habrá motivos para pensar que
puede ser, de hecho, un agujero negro.
Sería fácil calcular la masa del compañero de la estrella si los
astrónomos dispusieran de medios para observar directamente el
movimiento orbital del componente visible del sistema de doble
estrella. Desgraciadamente, la mayor parte de las estrellas están a
tal distancia de la Tierra que esto no es factible. No obstante, el
movimiento de una estrella puede deducirse de la luz que emite.
Cuando su movimiento orbital la aleja de la Tierra, su luz se
desplaza hacia el rojo, mientras que si gira en redondo y empieza a
moverse en la dirección contraria, la luz se desplazará hacia el azul.
El estudio de estos desplazamientos hacia el rojo y hacia el azul
demuestran que algunos sistemas binarios de estrellas presentan
componentes oscuros de masa realmente elevada.
Actualmente, Cygnus X-l, una fuente de rayos X en la constelación
del Cisne, y que fue descubierta en 1965, es la candidata a agujero
negro con mayores posibilidades. Se ha averiguado que los rayos X
proceden de un sistema binario compuesto por una estrella gigante
de un azul brillante, de una masa aproximadamente veinticinco
veces superior a la del Sol, y un objeto oscuro de diez a quince

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masas solares. Se cree que el objeto oscuro es un agujero negro


porque, de acuerdo con la relatividad general, todo objeto oscuro y
compacto con semejante masa debe ser un agujero negro, sin que
haya otra alternativa.
¿Hay realmente agujeros negros en el Universo? Sería fácil contestar
a la pregunta si se pudiera observar, de hecho, el hundimiento de
un agujero negro, o enviar una nave espacial a Cygnus X-l para
estudiarla mejor. Pero, ya que no es posible, el problema se reduce a
plantearse el grado de fiabilidad que se ha de conceder a los
enunciados de la relatividad general.
Tampoco así es fácil dar una contestación, pues existen teorías
alternativas de la gravedad, y, además, las pruebas experimentales
en las que se asienta la relatividad general son mucho menos
convincentes que las que confirman la teoría restringida. La
relatividad general es difícil de probar por estar fuera de nuestro
alcance los intensos campos gravitatorios que se forman, lo cual
obliga a llevar a cabo los experimentos en la gravedad relativamente
débil que se registra a proximidad del Sol y de la Tierra.
Esto no impide que se hayan conseguido varios tipos de pruebas
experimentales. Así, gracias a la gran precisión de los relojes
atómicos, se ha podido medir la dilatación del tiempo debida a la
gravedad de la Tierra. Para eso, se han tenido que hacer verdaderos
milagros. Por ejemplo, para confirmar experimentalmente la
relatividad general, se tuvo que medir el cambio de frecuencia en
una radiación determinada que sólo estaba presente en la

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proporción de uno a 1015. Esto no impide que se hayan ideado


muchas clases de experimentos, los cuales, dentro de los límites
posibles de precisión, confirman los postulados de la relatividad
general.
También se pueden probar los postulados de la relatividad general
en lo que se refiere a los efectos gravitatorios de la masa que
contiene el Sol. Por ejemplo, la órbita del planeta Mercurio
experimenta un tipo de perturbación llamada precesión del perihelio
(la órbita bastante alargada de Mercurio no permanece fija; «baila»
alrededor del Sol durante un período de varios siglos) que parece
coincidir perfectamente con los postulados de Einstein. También se
pueden medir los efectos que tendrá la curvatura del espacio cerca
del Sol sobre la luz u otra radiación que roce la superficie solar. Y se
observa que los rayos de luz que pasan rozando al Sol se desvían en
la proporción que prevé la teoría general de la relatividad. Se han
hecho rebotar haces radáricos en Venus, Mercurio y Marte desde la
Tierra cuando dichos planetas se han situado del lado opuesto del
Sol, comprobándose que cuando el haz roza el Sol, su gravedad
provoca una leve dilatación del tiempo a su regreso hacia la Tierra.
De nuevo, los resultados se ciñen a los postulados teóricos.
Siempre han sido diminutos los efectos que se han logrado medir.
Así pues, no ha quedado demostrado tajantemente que la
relatividad general sea realmente superior a ciertas otras teorías, si
bien estas últimas no suelen ser, en general, sino modificaciones de
la de Einstein, con la desventaja, además, de resultar más

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complicadas. Y como los científicos escogen siempre la teoría más


sencilla que explique un determinado número de fenómenos, y sólo
recurren a otras más complejas cuando parece quedarse corta la
más fácil, la relatividad general sigue teniendo aceptación en todo el
mundo.
Por supuesto que no es lo mismo tomar mediciones en el reducido
campo gravitatorio de la Tierra que extrapolarlas a los campos de
gravedad intensos que actúan presumiblemente en torno a un
agujero negro, aunque tampoco haya realmente motivo para no
hacerlo. Los físicos no han descubierto nada que les incite a sentir
la necesidad de modificar la relatividad general antes de alcanzar la
región de gravedad cuántica. Además de que no es nada fácil poner
a prueba una teoría como la de la relatividad general, tampoco los
científicos han descubierto nada que la contradijera en los setenta
años que han transcurrido desde que se expuso por primera vez.
Cabe deducir, por consiguiente, que los agujeros negros existen
probablemente aunque no se hayan aportado pruebas definitivas de
ello; y que se tienen motivos sobrados para creer que son correctos
los postulados de la relatividad general que se refieren a los
fenómenos observables a proximidad del horizonte de los
acontecimientos de un agujero negro. O sea que, a menos que se
rechace de golpe la relatividad general, habremos de seguir
considerando muy probable que, en determinadas situaciones, el
tiempo se pueda detener.

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Capítulo XI
Origen y fin del tiempo

Como ya hemos visto, los astrónomos no saben con exactitud la


edad que tiene el Universo. Si bien la mayor parte de ellos admiten
que tenga unos 15.000 millones de años, otros pretenden que es
más joven. La controversia es todavía mayor respecto a si el
Universo es cerrado o abierto. Hasta hace unos pocos años,
imperaba la versión del Universo abierto, al abundar las pruebas en
este sentido. Pero todo cambió cuando se descubrió que las galaxias
estaban rodeadas de halos oscuros cuya composición se ignora. Por
lo tanto, mientras se desconozca la naturaleza de los halos, será
imposible evaluar de cuánta materia se compone el Universo.
Y, a pesar de todo, prácticamente todos coinciden en que el
Universo lo originó una gigantesca explosión: el big bang. A primera
vista, resulta del todo paradójico que existiendo aún tantas
incógnitas respecto al estado actual del Universo se pueda
comprender la naturaleza de un hecho que sucedió hace miles de
millones de años. Por cierto, ¿qué prueba se tiene de que se
produjera semejante explosión?
La mayoría de los astrónomos reconocerán que hay motivos
suficientes para creer que el Universo naciera de esa forma, pues,
en cierto modo, se aprecian aún sus efectos, si bien la explosión se
produjo hace unos 15.000 millones de años.

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Existen tres tipos importantes de pruebas de que hubo tal big bang.
Primero, el hecho de que el Universo se esté expandiendo.
Observando las galaxias lejanas, se comprueba que eso se viene
produciendo desde hace miles de millones de años. Por
consiguiente, el Universo debe haberse encontrado en un estado
relativamente comprimido en algún momento del pasado.
Realmente, si se parte de la expansión actual y se vuelve la vista
atrás, difícil es no concluir que el Universo debió ser una bola de
fuego muy densa, que explotó.
El admitir que existió esa bola de fuego lleva a sacar dos
importantes conclusiones. La primera, que se debería poder
observar todavía la luz que desprendía. Efectivamente, los
astrónomos no conocen nada que le impidiera seguir viajando a
través del espacio durante los cerca de 15.000 millones de años que
han transcurrido desde que se emitió. La segunda conclusión que se
desprende de la existencia de tal bola de fuego en cierto momento,
es que el Universo debería tener una determinada composición
química para que se pudieran producir en ella cierto tipo de
reacciones nucleares. Los productos de esas reacciones todavía
deberían estar presentes en el Universo actual.
Ambas cosas han sido comprobadas. Se puede ver la luz del
acontecimiento que supuso la creación, y el Universo tiene la
composición que era de esperar. Así, puesto que no hay ninguna
teoría más que sea capaz de justificar estas observaciones con
suficiente credibilidad, los científicos han concluido que el Universo

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debe haberse encontrado en un estado de incandescencia y de


elevada compresión antes de pasar a un estado de rápida
expansión.
La astronomía difiere de las demás ciencias físicas en un aspecto.
Cuando los científicos llevan a cabo sus experimentos en los
laboratorios, estudian fenómenos que ocurren en el presente,
mientras que los astrónomos analizan los acontecimientos que
sucedieron en el pasado. Incluso cuando su observación se centra
en un objeto cercano, como puede ser el Sol, nunca lo verán cómo
es en el momento de estudiarlo. Puesto que la luz tarda algo más de
ocho minutos en viajar desde el Sol hasta la Tierra, sólo se podrá
ver el Sol tal como era ocho minutos antes.
Cuando los astrónomos contemplan las galaxias lejanas, su mirada
se vuelve aún más atrás hacia el pasado. De ser correcta la escala
de distancias admitida actualmente, las galaxias más alejadas que
permiten ver los modernos telescopios están a más de 10.000
millones de años luz de nosotros, por lo que si el Universo tiene
realmente una antigüedad de 15.000 millones de años, en esas
galaxias se están presenciando hechos que sucedieron
aproximadamente 5.000 millones de años después del origen.
Incluso se pueden ver tiempos más remotos observando las ondas
radioeléctricas que inciden en la Tierra desde todas las direcciones
del espacio, pues dichas ondas son residuos de la luz que se emitió
desde la bola de fuego primigenia. Fueron descubiertas en 1964 por
dos científicos de Bell Telephone Laboratory, Arno Penzias y Robert

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Wilson. El nombre completo que se dio a estas ondas es más bien


largo: radiación ambiente de microondas cósmicas, aunque las define
de forma relativamente sencilla. «Radiación de microondas» se aplica
a las ondas radioeléctricas cuya longitud de onda es inferior a un
metro. «Cósmico» se refiere al origen de las ondas, y al decir
«ambiente» se sugiere que dan la sensación de hallarse en todas
partes. La radiación que descubrieron Penzias y Wilson no parece
provenir de las estrellas, ni de las galaxias, ni de ninguna otra
fuente discreta, sino que constituye un «ambiente» que se origina
desde cualquier punto del cielo. Además, es siempre la misma.
Aunque se dirija un radiotelescopio hacia diferentes regiones del
cielo, la intensidad de la radiación ambiente de microondas sólo
varía en menos de tres partes por diez mil.
Aunque hubiera existido una bola de fuego primigenia que emitiera
luz en gran cantidad, no por eso se vería realmente luz en el cielo
hoy día. La luz que haya viajado por el espacio durante 15.000
millones de años ha debido estar sometida a un enorme
desplazamiento hacia el rojo. El principio que rige dicho
desplazamiento es exactamente el mismo que se aplica a la luz
emitida por las galaxias más alejadas. No hay ninguna diferencia
entre el hecho de que la luz haya sido emitida por una estrella o por
hechos que sucedieron en la propia bola de fuego. Tanto por el paso
del tiempo como por viajar la luz a través del espacio, las longitudes
de onda se van alargando. Como el big bang precede en el tiempo a
cualquier estrella o galaxia visibles, la luz que emitió ha de haber

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experimentado unos desplazamientos inimaginables hacia el rojo.


La luz ha tenido que transformarse en ondas radioeléctricas, pues
ésta es la forma que toma la radiación electromagnética de mayor
longitud de onda. Y, por supuesto, la radiación ha debido venir de
todas las direcciones, puesto que todo el Universo observable,
incluida la Tierra, está hecho de la materia que estuvo
originariamente en la bola de fuego.
Para comprender qué es lo que buscan los astrónomos cuando
estudian el ambiente de microondas, cabe analizar más a fondo la
teoría del big bang, y centrarse en lo que pudo suceder en las
primeras fases de la expansión del Universo. Entre otras cosas, se
necesita saber si el ambiente de microondas es el resultado de los
procesos que se desarrollaron en el momento de la creación, o si es
el producto de hechos que ocurrieron algo después.
La teoría del big bang parte de la base que el Universo estaba
originariamente muy comprimido y que su temperatura era
elevadísima. Debió estar caliente puesto que se enfriaría al
expandirse. Es un caso similar al del enfriamiento de los gases
cuando se expanden: así, el gas que sale de un aerosol da sensación
de frío porque se extiende a un mayor volumen al salir del orificio
del envase.
Se puede calcular la temperatura que debió tener el Universo en un
momento determinado del pasado. Por ejemplo, un millón de años
después de su origen debió registrar una temperatura de
aproximadamente 3.000 °K. El símbolo K corresponde a los kelvins,

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o grados por encima del cero absoluto. Puesto que el cero absoluto
es igual a -273 °C, los kelvins se convierten en grados Celsius
restándoles 273. Por consiguiente, 3.000 °K corresponderían a
2.737 °C. En la práctica, 2.700 °C daría una aproximación
suficiente, puesto que no estamos trabajando con cifras exactas.
El enfriamiento del Universo a 3.000 °K supuso una transición
importante en su evolución. Efectivamente, mientras la temperatura
fue superior a ese valor, no hubiera podido existir materia en forma
de átomos normales. El calor era tan intenso que los átomos
debieron ionizarse; la energía que fluía entonces en el Universo era
tal que los electrones salían despedidos de los átomos en cuanto
eran capturados.
Pero resulta que la luz ejerce una interacción bastante fuerte en los
electrones libres. A veces, los electrones absorben la luz, y la emiten
de nuevo una fracción de segundo después, aunque lo más
frecuente es que la dispersen, haciendo que ésta gane o pierda
energía en ese proceso. De haber existido observadores conscientes
en el Universo en aquella época, lo único que hubieran podido ver
sería una niebla densa que despediría una luz amarilla.
Y entonces, cuando el Universo tenía algo menos de un millón de
años, la expansión progresiva hizo que la temperatura descendiera
por debajo de los 3.000 °K. Súbitamente, los electrones libres
pudieron unirse a los núcleos atómicos que estaban presentes en
todas partes, y así es cómo se formaron los átomos. Como los
átomos provocan una mucha menor dispersión de la luz que los

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electrones libres, la niebla se levantó de golpe, volviéndose así el


Universo transparente.
Y así ha seguido de transparente. Por consiguiente, podemos
deducir que el ambiente de microondas que vemos actualmente se
originó aproximadamente un millón de años después del origen. Por
supuesto, una gran parte de él se emitió mucho antes. Eso no
impide que hasta que se levantó la niebla, la radiación experimentó
tantos rebotes, y sufrió tal cantidad de transformaciones, que lo
único que podemos pretender estar «viendo» cuando contemplamos
el ambiente es el Universo tal como era cuando tenía un millón de
años de existencia.
Basta con hacer unos cálculos bastante sencillos para averiguar que
cuando el Universo se volvió súbitamente transparente, su estado
de compresión era aproximadamente mil veces superior al actual,
independientemente de que el Universo sea un Universo cerrado o
abierto, puesto que el mismo resultado sirve en cualquiera de los
casos. A pesar de que un Universo abierto, y, por lo tanto, infinito,
no pueda hacerse «mayor», en el sentido habitual de la palabra, sí
puede expandirse, entendiendo por ello que se pueda dispersar más.
Si bien el Universo era mucho más pequeño hace un millón de años
de lo que es ahora, ya había experimentado una considerable
expansión desde el big bang. Por consiguiente, para creer de verdad
en esa teoría, hemos de encontrar un medio de volver la vista aún
más atrás en el tiempo. Después de todo, aunque apenas parece
probable, cabe imaginar que el Universo nunca fue mucho más

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pequeño que cuando se volvió repentinamente transparente. De no


disponer de pruebas que confirmaran que existía ya antes, no
hubiéramos podido tener la total seguridad de que la expansión no
hubiera empezado entonces.
Afortunadamente, sí hay pruebas de ello, e incluso cabe la
posibilidad de «ver» el Universo tal como era exactamente tres
minutos después del big bang gracias a los estudios que se han
llevado a cabo respecto a la composición química del Universo.
Dos elementos, el hidrógeno y el helio, constituyen la principal
materia visible de que se compone el Universo. Todos los demás,
entre los que se incluyen la mayor parte de los que forman la Tierra,
sólo existen en pequeñas cantidades. De los dos componentes más
importantes del Universo, el hidrógeno es, con mucho, el más
abundante, por representar el 75% de su peso, mientras que el 25%
restante es helio. Éste es el porcentaje que se observa generalmente,
tanto en las galaxias más alejadas como en la nuestra. No es fácil
que contengan errores importantes las mediciones que se han
tomado, ya que es relativamente sencillo determinar la composición
química de una estrella o una galaxia. Basta con analizar la luz que
emite. También se puede apreciar la cantidad de hidrógeno y de
helio que ocupa el espacio interestelar observando su emisión de
ondas radioeléctricas.
Las reacciones nucleares que se producen en el interior de las
estrellas convierten el hidrógeno en helio. Se trata de un proceso
similar al que se da en la explosión de una bomba de hidrógeno. La

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fusión del hidrógeno produce la mayor parte de la energía que


emiten las estrellas. No obstante, éste es un proceso demasiado
lento para podérsele atribuir la cantidad de helio que se observa en
el Universo, puesto que las estrellas no vienen existiendo desde
hace suficiente tiempo para poder producir más de una pequeña
parte del helio existente.
La teoría del big bang sí justifica la presencia de grandes cantidades
de helio. Según cálculos, se habrían creado condiciones adecuadas
para la formación de helio cuando el Universo llevaba existiendo
unos tres minutos. Antes de eso, la temperatura era demasiado
elevada para que se pudiera producir la reacción de fusión del
hidrógeno, mientras que, al cabo de un rato, ya era demasiado fría.
Las concentraciones de deuterio, un isótopo del hidrógeno que está
presente en todo el Universo en la proporción de veinte o treinta
partes por millón, confirma esta conclusión. El núcleo de hidrógeno
normal sólo consta de un protón. Por su parte, el núcleo de deuterio
se compone de un protón y de un neutrón. Se dice que el deuterio
es un isótopo de hidrógeno porque cuando se combinan los núcleos
con electrones para formar átomos sólo se une un electrón al núcleo
en cada caso. El electrón de carga negativa reacciona
exclusivamente ante la presencia de un protón de carga positiva,
mientras que ignora al neutrón (que carece de carga eléctrica).
No se puede formar deuterio en las estrellas. El enlace de un solo
protón con un solo neutrón no es muy fuerte, por lo que no se
necesita mucha energía para que se deshaga. A las temperaturas

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que imperan en el centro de las estrellas, los núcleos de deuterio se


disgregan nada más formarse. Por consiguiente, el deuterio que está
presente en el Universo sólo puede haberse formado en la bola de
fuego primigenia. La teoría del big bang justifica igualmente la baja
concentración de deuterio, al formarse éste en una de las fases de
creación del helio, y desaparecer la mayor parte de él cuando se
formaron los núcleos de helio. Así, los núcleos de deuterio que hoy
quedan son los que no encontraron pareja para combinarse.
Sabiendo que podemos «ver» el Universo tal como era sólo tres
minutos después de su creación observando las concentraciones de
helio y de deuterio, cabe preguntarse si no habrá medio de remontar
algo más en el tiempo. En principio, efectivamente existe esa
posibilidad, aunque se topa con unas dificultades de
experimentación tan grandes que todavía no se ha conseguido.
Según cálculos teóricos, se habrían producido cantidades ingentes
de neutrinos aproximadamente un segundo después del principio de
la creación. Como éstos rara vez experimentan una interacción con
la materia, deberían existir hoy día en el Universo unos 100
millones de ellos por cada neutrón o protón. Esto significa que debe
haber un número de aproximadamente 500 neutrinos en cada
centímetro cúbico de espacio en el Universo, y que por el cuerpo
humano pasan cerca de un millón de billones de neutrinos cada
segundo.
Se desconoce desafortunadamente la forma de detectar los
neutrinos cósmicos. La dificultad estriba en que estos neutrinos

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han ido perdiendo energía durante los 15.000 millones de años que
han transcurrido desde que fueron creados, y que, actualmente, su
energía debe ser la milmillonésima parte de la que poseen los
neutrinos que son subproductos de las reacciones nucleares que se
producen en el Sol. Teniendo en cuenta que incluso son difíciles de
detectar los neutrinos solares, con su relativa energía, cabe
imaginar la inutilidad aparente de intentar observar los neutrinos
cósmicos, en el estado presente de la técnica experimental.
No obstante, se nos ofrecen nuevas oportunidades si volvemos la
vista algo más atrás. Sabemos, por medio de cálculos, que
aproximadamente una milésima de segundo después de la creación,
se debieron formar múltiples quarks, que son los componentes
teóricos de unas partículas como los protones y los neutrones. La
mayor parte de los quarks debieron combinarse entre sí para
producir neutrones, protones y otras partículas. Como se tienen
motivos para creer que algunos de ellos se quedaron sin pareja, al
igual que ocurrió a los núcleos de deuterio que fueron creados tres
minutos después y no consiguieron combinarse para formar helio,
se han llevado a cabo experimentos para descubrir los restos de
esos quarks, aunque, hasta la fecha, sin éxito. Tampoco han podido
detectar los físicos ninguna de las demás partículas residuales que
teóricamente deben seguir existiendo.
Según las teorías actuales sobre las interacciones híper energéticas,
se debieron crear monopolos magnéticos, o sea, polos magnéticos
aislados, al sur y al norte, durante el big bang. En ese caso, debería

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ser en tan poca cantidad que no es fácil encontrarlos. Tampoco


parece ser posible detectar gravitones, unas partículas teóricas
asociadas con la fuerza de la gravedad, a pesar de que el big bang
tuvo que producirlas en cantidades inmensas.
Ahora bien, la situación experimental puede cambiar con gran
rapidez, y la búsqueda que se prosigue de restos de quarks y de
monopolos magnéticos quizá dé resultados positivos dentro de
pocos años. Mientras tanto, habrá que depender exclusivamente de
la teoría para ahondar en lo que ocurrió durante los tres primeros
minutos que siguieron al nacimiento del Universo.
Tampoco pretendo aquí analizar en detalle las interacciones que
pudieran haber existido al principio del Universo, puesto que si he
estudiado la teoría del big bang ha sido para intentar averiguar en
qué puede ayudarnos a comprender la naturaleza del tiempo. De
todas formas, se han publicado, unos cuantos libros muy
interesantes que tratan sobre la física del big bang. Ahora, les
propongo volver al momento del tiempo que se sitúa a 10 43

segundos después de la creación.


Entonces el Universo alcanzaba una temperatura
inimaginablemente alta y su densidad era elevadísima. De ser
correctas las teorías actuales, la temperatura habría de situarse
alrededor de los 1032 °K (o 1032 °C; cuando se habla de temperaturas
de cientos de millones de billones de billones de grados, no hay por
qué preocuparse de la diferencia de unos 273 grados que hay entre
ambas escalas), y la densidad de la materia era de

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aproximadamente 1018 (un millón de billones) toneladas por


centímetro cúbico. La energía desarrollada era tan grande que cada
partícula tenía aproximadamente la misma energía que la de un
acorazado que se desplazara a máxima velocidad por el océano.
Aquí es donde un escéptico podría objetar que no tenemos pruebas
de que se dieran semejantes condiciones. Y pudiera tener razón, en
parte, pues todo lo que venimos comentando parte de la base que la
teoría general de la relatividad de Einstein permanece válida en
condiciones mucho más extremas que aquellas en las que jamás se
haya sometido a prueba. Pero tampoco ha encontrado nunca nadie
algo que impidiera aplicar esta teoría al Universo primitivo en ese
momento de su evolución. Así que lo mejor que se puede hacer es
tirar adelante con lo que enuncia la teoría. Al fin y al cabo, es la
mejor teoría de la gravedad de que disponemos, por lo que no
conviene ser demasiado dogmáticos respecto a la visión que ésta
nos ofrece. Y tampoco hay nada malo en intentar imaginar en qué
consiste.
En un capítulo anterior se señalaba que la relatividad general prevé
que se deben formar singularidades cuando las grandes estrellas
extintas se hunden, constituyendo los agujeros negros. En esas
condiciones, no puede no haber singularidades, si es que la teoría
expone correctamente los sucesos. Durante los años sesenta, los
físicos británicos Roger Penrose y Stephen Hawking demostraron
algunos teoremas según los cuales, si la teoría general de la
relatividad es cierta, es inevitable que se formen singularidades

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siempre que la gravedad sea suficientemente intensa. Dicho de otra


forma, no parece existir probabilidad alguna de que las partículas
de la materia que se hunde en un agujero negro puedan «evitarse»
unas a otras para no formar una singularidad.
Y cierto es que la gravedad tiene semejante intensidad en las
primeras fases del big bang. Estos teoremas demuestran —de
nuevo, partiendo de que la relatividad general sienta bases
correctas— que toda la materia y la energía del Universo deben
haberse concentrado en una singularidad a la hora cero. Los
teoremas en cuestión no prueban sin embargo de manera fehaciente
que existieran las singularidades. Cuando nos acercamos a la región
de los cuantos, donde ya no se supone sea válida la relatividad
general, los teoremas dejan de ser aplicables.
Se supone que la relatividad general es válida hasta distancias
próximas a los 10 33 centímetros. Concretando más, existe una
cantidad, llamada distancia de Planck —en honor al físico alemán
Max Planck, que fue uno de los fundadores de la teoría de los
cuantos—, igual a 1,61×10 33 centímetros. A distancias inferiores a
ésta, se necesita echar mano de una teoría de la gravedad cuántica
si no se quieren cometer errores al describir los procesos físicos.
De todas formas, se supone que la teoría general de la relatividad va
perdiendo precisión a medida que se aproxima a esa distancia; no
es que deje de ser válida repentinamente. Por consiguiente, a nadie
le preocupa demasiado el factor de 1,61. Cuando los físicos hablan

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de un punto en el que la relatividad general deja de ser aplicable, les


basta con tener una aproximación.
Si se divide la distancia de Planck por la velocidad de la luz, se
obtiene una cantidad a la que se llama el tiempo de Planck. Siendo
la velocidad de la luz 3×1010 centímetros por segundo, el tiempo de
Planck es 5,36×10 44 segundos. Este es el tiempo que tardaría la luz
en recorrer la distancia de Planck. De nuevo, si sólo nos interesa
estar dentro del orden de magnitud correcto, se puede redondear la
cifra a 10 43 segundos. Se considera que la teoría general de la
relatividad deja de ser válida cuando se calculan tiempos situados a
menos de 10 43 segundos después de la creación del Universo. Nada
se sabe de los hechos que sucedieron antes de ese momento. Es
posible que tanto el espacio como el tiempo en sí tuvieran
características totalmente diferentes de las de ahora. Y bien puede
ser que la propia noción de «espacio» y de «tiempo» deje de tener
sentido alguno en esa región.
Cuando se habla de la teoría del big bang, frecuentemente se
recurre a términos como «el origen», «la creación del Universo», etc.
No quiere eso decir que la teoría en cuestión afirme que el Universo
fuera creado en un momento determinado, ni mucho menos. Lo
único que nos puede decir la teoría es que en el tiempo de Planck, el
Universo se hallaba en un estado inmensamente denso y a una
temperatura elevadísima. El tiempo de Planck constituye un punto
más allá del cual no alcanzamos a ver: es el punto en el que se

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estrellan de una manera irremisible todos los conocimientos de


física.
Qué duda cabe de que se puede hacer toda clase de conjeturas
respecto a lo que pudo acontecer antes del tiempo de Planck. Pero,
entonces, ya se entra en el dominio de la filosofía, o incluso de la
teología. No se trata ya de física. Tras hacer esta salvedad, cabe
enumerar las diferentes posibilidades que se ofrecen. Son tres,
esencialmente:
(1) El Universo fue creado en un instante determinado.
(2) El Universo existía de alguna forma que desconocemos
antes del big bang.
(3) Tanto el propio tiempo como el espacio fueron creados al
suceder el big bang.

Esta tercera posibilidad llama poderosamente la atención de


muchos físicos, pues permite prescindir de los problemas filosóficos
ligados a la perspectiva de un pasado infinito, y, simultáneamente,
a los que tienen que ver con la creación en un instante determinado
(se evitan, por ejemplo, planteamientos como el de preguntarse por
qué se dice que el Universo fue creado en ese instante preciso y no
mil millones de años antes). Por añadidura, esta tercera posibilidad
tiene también respaldo científico. Después de todo, no se trata de
que el big bang fuera el acontecimiento que provocó la explosión
expansiva del Universo en el espacio, sino que el propio espacio se
expandió con el Universo, puesto que el big bang fue generalizado.

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O sea, que el big bang puede haber significado el inicio del tiempo,
con lo que carece de sentido preguntarse lo que ocurrió antes, pues
no existiría tal «antes».
No porque los astrónomos y los cosmólogos acepten, en general, la
teoría del big bang en su conjunto, dejan de ser conscientes de sus
limitaciones. Efectivamente, son varios los fenómenos a los que no
da explicación. Así, no nos aclara por qué la curvatura media del
espacio-tiempo es tan próxima a cero.
Los astrónomos no han sido capaces de averiguar si vivimos en un
Universo cerrado, de curva positiva, o en uno abierto, de curva
negativa. Sólo saben que la densidad de la masa en el Universo se
sitúa en algún punto comprendido entre una décima parte del valor
crítico y diez veces éste. Podría pues decirse que el Universo
permanece indeciso en un punto intermedio.
A primera vista, una incertidumbre igual a diez veces en un sentido
u otro no parece poderse considerar pequeña. Sin embargo, los
cálculos indican que en una época anterior el Universo ha debido
encontrarse en un equilibrio mucho más precario. Para hallarse
actualmente tan cerca del límite, ha debido expandirse, en el tiempo
de Planck, a una velocidad igual a un valor crítico, con una
precisión del uno por 1060. De haberse expandido tan sólo algo más
despacio, la gravedad hubiera interrumpido rápidamente esta
evolución, y el Universo hubiera experimentado un nuevo
hundimiento, acompañado de una gran detonación —o big burp
(gran eructo), como se ha dado en llamar con cierto sentido del

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humor—. Y de haberse acelerado algo más de lo conveniente la


expansión, la materia se hubiera dispersado a tal velocidad que no
se hubieran formado galaxias. Como la velocidad de expansión y la
densidad de masa están relacionadas entre sí, se debió llegar a un
equilibrio muy preciso para que se creara la densidad que hoy
conocemos.
Cuando los físicos dan con una cantidad que tiene un valor muy
preciso, generalmente buscan el motivo. Se ha de considerar un
fallo el que la teoría del big bang no permita explicar por qué la
curvatura media del Universo se aproxima tanto a cero. Ciertamente
se podría suponer que es una simple coincidencia, pero no dejaría
de ser ésta una forma burda de zanjar la cuestión. Además,
tampoco es tan probable que una sencilla coincidencia resulte así
de precisa.
Otro de los inconvenientes de la teoría del big bang reside en que no
explica por qué la materia está distribuida de modo tan uniforme en
el Universo. Es verdad que, a simple vista, no hay tal regularidad,
ya que cuando se mira al cielo, no se ve una neblina uniforme, pues
la materia parece estar concentrada en las estrellas. Ahora bien,
observando el Universo a escala muy grande, se empieza a apreciar
esa uniformidad. En cuanto se avanza hacia distancias de mil
millones de años luz o más, las galaxias se ven distribuidas de
manera bastante homogénea, y se asemejan a los granos de arena
en la playa. Si bien a una hormiga le parecerá que los granos de
arena son enormes piedras irregularmente distribuidas, para un ser

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humano que contemple la playa a una distancia de varios


centenares de metros, ésta supondrá una superficie relativamente
llana y regular. Además, el ambiente de microondas también forma
parte del Universo, e incluso es más uniforme que las galaxias.
Como ya señalé en su momento, varía aproximadamente en unas
tres partes de cada diez mil.
La uniformidad del Universo no parece plantear problemas hasta
que se recapacita sobre el hecho de que, según la teoría del big
bang, hay sectores importantes del Universo que nunca han estado
en contacto uno con otro. Si éste tiene una antigüedad de unos
15.000 millones de años, las regiones del Universo que están
separadas por más de 15.000 millones de años luz no pueden influir
una en otra. Se tarda 15.000 millones de años en recorrer esa
distancia, y las influencias causales no pueden desplazarse a mayor
velocidad que la luz. Además, dichas regiones no pudieron haber
estado en contacto en el pasado. Durante las fases más remotas de
la evolución del Universo, las distancias aplicables eran incluso más
reducidas. Así, cuando el Universo tenía un segundo de vida, las
regiones que estaban separadas por más de un segundo luz
(299.350 km) no estaban en contacto causal.
A pesar de ello, esas regiones distantes tuvieron que estar en
contacto para producirse la uniformidad que se observa. Por lo que
sabemos, el Universo —al menos visto bajo un punto de vista muy
general— se expande en la misma proporción en todas direcciones.
A cualquier lado que dirijamos la vista, la materia y la radiación

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presentan aproximadamente la misma densidad, lo cual induce a


pensar que algún factor ha debido influir para que unas regiones
tan separadas una de otra actúen de una manera tan perfectamente
coordinada.
De hecho, la versión genuina de la teoría del big bang no justifica el
que haya galaxias. Cuando se hacen cálculos detallados, se llega a
la conclusión de que para formarse galaxias, el Universo debe haber
tenido una configuración irregular durante las primeras fases de la
expansión. De no ser así, las partículas de materia se hubieran
alejado unas de otras antes de que la gravitación les ofreciera la
oportunidad de fundirse en galaxias. Pero la teoría no parece poder
explicar el motivo de esa irregularidad.
En 1980, el físico Alan H. Guth, del Massachusetts Institute of
Technology propuso una nueva hipótesis, una explicación de la
teoría del big bang que allanaría algunas de las dificultades. La
teoría del Universo inflacionario de Guth es de tipo especulativo, y se
basa en otras teorías que también lo son. No obstante, su idea es
perfectamente plausible. Aunque hasta ahora no existan pruebas
experimentales que la apoyen, presenta cierto atractivo intuitivo.
Para comprender lo que Guth pretende con su teoría, se ha de hacer
una digresión y hablar brevemente de las fuerzas existentes en la
naturaleza. Los físicos han descubierto cuatro: la gravedad, la
fuerza electromagnética, la fuerza nuclear híper energética y la
fuerza nuclear hipo energética. La fuerza electromagnética gobierna
todos los fenómenos eléctricos conocidos magnéticos, y a ella se

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debe la radiación electromagnética. La fuerza nuclear híper


energética es la que enlaza los protones y los neutrones en los
núcleos atómicos, mientras que la fuerza nuclear hipo energética
está presente en algunos tipos de procesos nucleares, como la
desintegración beta.
Los físicos desearían descubrir una sola teoría que justificara las
cuatro fuerzas. De conseguirlo dispondrán de una teoría única que
explicará, de forma escueta y precisa, el comportamiento de la
materia. Además, cabe esperar que una teoría que abarca las cuatro
fuerzas diera a conocer nuevos fenómenos. Al menos, esto es lo que
ha ocurrido cuando anteriormente se han elaborado teorías que
unificaban las diversas fuerzas de la naturaleza. Así, cuando en el
siglo XIX, Maxwell reunió en una teoría las fuerzas eléctricas y
magnéticas, no sólo se demostró que la luz era una forma de
radiación electromagnética, sino que también se previó la existencia
de las ondas radioeléctricas.
En 1967 se relacionaron las fuerzas electromagnéticas y las fuerzas
hipo energéticas, cuando el físico estadounidense Steven Weinberg y
el físico Pakistani Abdus Salam descubrieron, cada uno por su lado,
una forma teórica de unificar ambas interacciones. Desde entonces,
se ha confirmado experimentalmente la teoría de Weinberg-Salam.
Dicha teoría prevé, entre otras cosas, la existencia de partículas
anteriormente desconocidas, y cuya presencia se ha observado
luego en el laboratorio.

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Los físicos teóricos están intentando actualmente dar un paso más


para encontrar la forma de unificar las fuerzas electromagnéticas,
las fuerzas hipo energéticas y las híper energéticas (la gravedad
plantea dificultades especiales, por lo que es probable que sea la
última en integrarse en un esquema teórico unificado). Ya existe
cierto número de teorías que intentan llevar a cabo la unificación. El
inconveniente de dichas teorías generales unificadas (en inglés, se
las llama frecuentemente GUT, por grand unified theories) es su
carácter especulativo. Por consiguiente, no se sabe cuál de ellas
puede ser correcta, de serlo alguna.
Aunque existan varias teorías de ésas se parecen entre sí, por lo que
se puede utilizar indiferentemente una u otra como base de partida
para algunos postulados teóricos, sin preocuparse demasiado de
cuál tiene visos de ser más correcta. Así, según dichas teorías, el
protón, del que se creía antes que era una de las pocas partículas
perfectamente estables, se desintegra para formar otras partículas
después de 1030 a 1032 años. Los físicos experimentales intentan
actualmente demostrarlo en pruebas de laboratorio, sin haberlo
conseguido hasta la fecha.
Sería utilísimo disponer de una teoría general unificada para
explicar acontecimientos que se produjeron en los primeros tiempos
de la historia del Universo. Al fin y al cabo, la finalidad de esas
teorías consiste en describir las propiedades de la materia en
condiciones híper energéticas, cuando se sabe que la energía de las
partículas que existieron durante la primera milésima de segundo

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después de la creación del Universo es muy superior a la que nunca


se pueda producir en un laboratorio.
Desde luego que a Guth le interesaba menos la incidencia de las
teorías generales en la aclaración del comportamiento de unas
partículas determinadas, que el comportamiento del propio
Universo. En su análisis descubrió que, según esas teorías, el
Universo debió pasar por una fase de expansión especialmente
rápida cuando tenía aproximadamente 10-35 segundos de existencia.
Según Guth, se produjo una etapa de expansión inflacionaria de
cerca de 10-32 segundos de duración, durante la cual el Universo
aumentó de tamaño 1025 veces o más.
De tal forma, la fuente de la mayor parte de la materia y de la
energía del Universo actual pudiera estar en la energía que se
generó en aquella fase de rápida expansión. Se recordará que en la
famosa ecuación de Einstein E = mc2, la materia y la energía son
equivalentes. Por consiguiente, la producción de energía ha de llevar
a la creación de materia. Guth afirma que para explicar el Universo
actual, no se necesita sino dar por sentado que hubo un tiempo en
que existió una burbuja caliente y fuertemente curvada de espacio-
tiempo que podía contener unas veinte libras (aprox. nueve kilos) de
materia; a partir de ahí, todo el resto pudo crearse gracias a la
energía desarrollada por la inflación. Guth añade además que la
expansión inflacionaria pudiera ser la fuente de toda la materia y la
energía. Ni tan siquiera sería necesario suponer que estaban

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presentes estas veinte libras de materia cuando se inició la


inflación. Según él, el Universo podía ser «una fabulosa ganga».
¿Pretende Guth que el Universo pudiera haber sido creado de la
nada? Pues sí, y no. Es posible que el Universo se desarrollara
desde una porción de espacio-tiempo exenta de materia. Pero eso no
es «nada». En la teoría general de la relatividad, la propia curvatura
del espacio-tiempo puede constituir una fuente de energía, y los
cambios en esa curvatura serían los que generarían materia.
Efectivamente, en la teoría de Einstein, el espacio-tiempo puede
tener unas propiedades casi materiales.
Aunque la teoría del Universo inflacionario parezca poco realista,
eso no ha de servir para criticarla. También lo parecían las teorías
de Einstein, cuando las expuso por primera vez; y la mecánica
cuántica igualmente. Eso no impidió que luego se confirmaran.
Precisamente, a veces sólo las teorías más sorprendentes tienen
probabilidades de resultar acertadas, ya que, en ocasiones, se
necesita recurrir a nuevas formas de enfocar los procesos que se
desarrollan en la naturaleza para tener una oportunidad de
vislumbrar lo que ocurre en ésta. Y qué duda cabe que toda nueva
forma de pensar choca al principio. Generalmente, los físicos
reconocen que ha de ser así. El físico danés Niels Bohr, uno de los
fundadores de la mecánica cuántica, criticó en una ocasión una
nueva teoría por considerar que no era «lo bastante descabellada».
Aunque todavía no haya la menor prueba de que la teoría de Guth
sea válida, la noción de un Universo inflacionario sí parece permitir

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solucionar algunos de los problemas tan difíciles de manejar si uno


se intenta atener a la teoría original del big bang. Efectivamente,
resuelve, por ejemplo, el problema del aplanamiento —o sea, por qué
la curvatura media del espacio ha de ser tan próxima a cero— con
cierta habilidad. Los cálculos demuestran que al final del período
inflacionario, el Universo ha debido expandirse exactamente a la
velocidad adecuada; esto es el resultado de la dinámica de la
inflación. El hecho de que el Universo se aproxime tanto al límite
que separa la curvatura general positiva de la negativa es una
consecuencia automática de la expansión inflacionaria.
La teoría de Guth también justifica la uniformidad de la expansión y
de la distribución de la radiación y la materia. Si el Universo se
expandió tanto como se deduce de la teoría de Guth, durante el
período inflacionario, eso significa que, antes de iniciarse ese
período, tuvo que ser mucho más pequeño de lo que supusieron
anteriormente los cosmólogos. Antes de que comenzara la inflación,
habrían estado en contacto causal diferentes porciones del
Universo, de tal forma que se hubieran compensado las
irregularidades del contenido energético del Universo y de su
velocidad de expansión.
La teoría no explica con igual suerte la existencia de galaxias. Si
bien implica que debieron producirse fluctuaciones durante el
período inflacionario, las cuales pudieron dar origen a regiones en
las que la densidad de la materia se volviera luego más elevada que
la del conjunto, prevé unos conglomerados de materia de mucho

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mayor tamaño que las galaxias. Pero éste es un problema


solucionable. En todo caso, la teoría del Universo inflacionario
explica mejor la existencia de galaxias que la teoría original del big
bang.
Por último, la teoría de Guth podría explicar el motivo por el cual los
físicos aún no han conseguido confirmar la existencia de los
monopolos magnéticos. En la teoría original, los monopolos
deberían encontrarse en todas partes, mientras que según la del
Universo inflacionario, sólo se produjeron unos pocos.
En conjunto, se ha de reconocer que la teoría del Universo
inflacionario resulta bastante atractiva. Cuesta creer que una teoría
que da explicación a tal cantidad de cosas no contenga al menos
algo de verdad. Por supuesto, hasta que no se confirme alguna de
las teorías generales unificadas, la del Universo inflacionario
carecerá de bases sólidas. Esto no impide que se la deba tomar en
serio, porque aunque resulte ser incorrecta en algún aspecto, sí
puede abrir vía a una mejor comprensión de algunos de los
acontecimientos que se produjeron poco después del big bang.
También sirve para especular sobre temas como el origen de los
tiempos. Para eso, se han de imaginar los acontecimientos
anteriores al tiempo de Planck. Y teniendo una idea de lo que pudo
ocurrir cuando el Universo tenía 10–43 segundos de vida, se puede
intentar adivinar lo que pudo acontecer aun antes.
Cuando tratamos de volver la vista más atrás del tiempo de Planck,
nos encontramos sin ninguna teoría para guiarnos, porque en esa

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región del tiempo las condiciones eran tan extremas que las leyes de
física dejan de ser aplicables. Pero, si bien se trata de una
especulación, tampoco es pura fantasía. No puede uno imaginarse
lo que le apetece, sino que se deben contrastar las nuevas ideas con
lo que se sabe actualmente de los acontecimientos que se
produjeron después del tiempo de Planck.
De ser correcta la teoría del Universo inflacionario, resulta que, a los
10 43 segundos, el Universo era una burbuja diminuta de espacio-
tiempo que contenía escasa materia, o ninguna. Es posible que
antes del tiempo de Planck existiera algún tipo de caos primigenio.
Por supuesto que semejante caos, de haberlo, no existió ni en el
espacio ni en el tiempo, puesto que ni uno ni otro habían sido
creados todavía.
Cabe pensar que del caos nacieran unas burbujitas de espacio-
tiempo. Algunas se contraerían, otras se expandirían, aunque la
mayor parte de ellas debieron desaparecer casi en el momento de
formarse. Pero, de tiempo en tiempo (es una forma de decir, puesto
que no cabe hablar de intervalos de tiempo cuando éste pudiera no
haber existido todavía) algunas de ellas seguirían existiendo durante
un período superior al tiempo de Planck. Mientras unas
desaparecieron enseguida, otras se siguieron expandiendo
lentamente, hasta ser alcanzadas por la expansión inflacionaria que
según la teoría de Guth se inició al cabo de unos 10 35 segundos.
Una de esas burbujas se habría transformado en el Universo en el
que vivimos actualmente.

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Por supuesto, esto lleva a la conclusión de que pueden existir


muchísimos más universos, quizá incluso un número infinito de
ellos, aunque sin que sea posible precisar «dónde» se encuentran.
En definitiva, como cabe imaginar que el espacio-tiempo sólo existe
dentro de los universos en cuestión, no tendría sentido aplicarles
términos como «dónde» o «cuándo».
Aunque a primera vista quizá sorprenda esta visión de las cosas, en
realidad, no hay motivo para que cueste más creer en varios
universos que pensar que el nuestro fue el único que jamás se creó.
Además, si pudo nacer de esa forma un Universo, qué razón puede
haber para que no se dieran las mismas circunstancias un número
infinito de veces más.
Tampoco es ésta la única posibilidad. Puede pensarse que nuestro
Universo viene existiendo, de una forma u otra, desde un tiempo
infinito, sin haberse formado espontáneamente a partir de una
burbuja de espacio-tiempo. En el próximo capítulo lo analizaremos
más detenidamente. De momento, sólo especulo con la posibilidad
de que el tiempo (o, para ser más precisos, el espacio-tiempo) haya
podido tener un comienzo y quizá tenga un fin.
Si estamos en un Universo cerrado, no sólo habrá habido un
principio, sino que habrá un fin de los tiempos, puesto que un
Universo cerrado ha de acabar colapsándose. No se sabe
exactamente cuándo, porque los astrónomos no han conseguido
todavía determinar con precisión el paso a que se está frenando la
expansión del Universo. No obstante, como, al parecer, éste

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proseguirá su expansión durante algo más de tiempo, de ser


cerrado, no empezaría probablemente a contraerse hasta dentro de
unos 40.000 o 50.000 millones de años.
La contracción seguiría un proceso muy lento al principio, hasta
que al irse acercando cada vez más las galaxias unas a otras,
aumentaría la atracción gravitatoria y se precipitaría el colapso. De
no haber nada que interrumpiera el proceso, las condiciones
volverían a ser, al final, similares a las que se dieron poco después
del big bang. Al avanzar la contracción, la materia de que se
compone el Universo quedaría en un estado cada vez más
comprimido. El hundimiento de un Universo cerrado no se
diferencia del de una estrella extinguida que se transforma en
agujero negro: toda la materia contenida en el Universo se
desintegraría, siendo sustituida por una singularidad o por una
región de espacio-tiempo de dimensión más reducida que la
distancia de Planck. Si realmente el Universo nació de una burbuja
de espacio-tiempo en medio del caos primigenio, el «crujido final»
(big crunch) lo devolvería al caos de donde había salido.
Existe igualmente la posibilidad de que se produzcan unos procesos
desconocidos que lleven el Universo a «rebotar» y a explotar de
nuevo, repitiéndose el big bang. De no ocurrir eso, el big crunch
significaría —sin ninguna clase de dudas— el final de los tiempos.
Si toda la materia y la energía del Universo se reducen a la nada, es
probable que el propio espacio-tiempo deje de existir.

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Si, por el contrario, estamos ante un Universo abierto, la expansión


actual proseguirá indefinidamente. Las galaxias seguirán alejándose
unas de otras; una a una, las estrellas irán extinguiéndose. Se
crearán nuevas estrellas, pero, al final, se irá agotando el
suministro del gas interestelar de que se componen éstas. Cuando
el Universo llegue a la edad de unos 100 billones de años —
aproximadamente diez mil veces más viejo que ahora— el cielo se
habrá vuelto completamente oscuro.
Al extinguirse las estrellas, algunos de sus planetas se habrán
vaporizado durante la fase en que éstas se transforman en gigantes
rojas. Los planetas que aún existan saldrán despedidos de sus
sistemas estelares por las colisiones interestelares que se
producirán al cabo de 1015 o 1017 años. Si bien no son muy
frecuentes semejantes colisiones, sucederán inevitablemente si el
Universo alcanza una época tan avanzada.
Cada una de estas colisiones fortuitas hará que las galaxias pierdan
algunas de sus estrellas por evaporación galáctica. Éste es un
proceso similar al de la evaporación de moléculas de un líquido. En
ambos casos, las colisiones hacen que algunas de las estrellas o de
las moléculas adquieran suficiente energía para escapar a la fuerza
de atracción del resto A la vez que esas estrellas —pueden
representar hasta el 90% en una galaxia tipo— salen en dirección al
espacio intergaláctico, las demás estrellas se ven arrastradas hacia
los núcleos galácticos. Si bien no se producen actualmente agujeros

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negros de masa super elevada en el centro de las galaxias,


seguramente se formarán en esa etapa de evolución del Universo.
Al cabo de 1018 años (un trillón), no quedarán del Universo salvo los
residuos de las galaxias hundidas y los diversos objetos que estarán
esparcidos por el espacio: estrellas extinguidas, agujeros negros del
tamaño de una estrella, planetas y otros objetos más pequeños,
como cometas.
Y se podría seguir imaginando incluso más allá. Antes de hacerlo,
me voy a desviar algo del tema para dejar sitio a unos breves
comentarios en cuanto a la precisión con que se pueden prever los
acontecimientos futuros eventuales. Se debe partir necesariamente
de que las leyes que se conocen de física siguen siendo aplicables a
hechos que acontecerían a lo largo de una inmensa extensión de
tiempo. Es evidente que no se tiene la total seguridad de que esto
sea así, por lo que siempre que se habla de hechos que acaecerán
dentro de 1018 años, el nivel de incertidumbre es muy elevado.
La dificultad estriba en que no tenemos garantías de que las leyes
de física permanezcan inmutables a unos plazos de tiempo tan
largos. Así, cabe pensar en la posibilidad de que cambie la
intensidad de la fuerza de la gravedad, aunque se sabe que la
gravedad sólo llegará a volverse más fuerte o más débil
gradualmente, al cabo de un proceso muy lento. Se ha demostrado
experimentalmente que, de modificarse la fuerza de la gravedad, el
cambio debe ser del orden de menos de veinte o treinta partes por
billón cada año. Supongamos ahora que la gravedad se esté

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volviendo más o menos intensa en una proporción demasiado


pequeña para detectarla con los medios de que se dispone
actualmente. La modificación no supondría ningún cambio
apreciable en la estructura del Universo al cabo de mil millones de
años, o incluso dentro de 10.000 o 100.000 millones de años, pero
si, en vez de eso, se trata de billones o trillones de años, ya cambia
por completo el asunto. Así que si estamos decididos a aventurarnos
en predicciones, tenemos que suponer que la gravedad seguirá
siendo exactamente la misma, y admitir también que no se
producirán alteraciones en las demás fuerzas de la naturaleza. Se
desconoce la validez de estos puntos de partida.
Cuando se consideran períodos muy extensos de tiempo, también se
ha de suponer que no intervendrán procesos desconocidos capaces
de falsear los resultados. Tampoco hay forma de averiguarlo. Así, los
planteamientos anteriores se basan en que nada afectará a la
estabilidad de la materia en general durante los próximos 1018 años.
Y pudiera no ser verdad. Por ejemplo, se dijo que los monopolos
magnéticos podrían catalizar la desintegración de las partículas
nucleares al cabo de largos períodos de tiempo. Pues bien, si
realmente existen los monopolos, y si los hay en mayor número de
lo que prevé la teoría del Universo inflacionario, esa desintegración
podría afectar a la materia mucho antes de que las estrellas
empezaran a perder sus planetas, o las galaxias a perder sus
estrellas. Y, por supuesto, no hay que descartar que un número
indeterminado de procesos desconocidos todavía para nosotros, se

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puedan desarrollar en nuestro Universo, y afectar también a la


futura estabilidad de la materia.
Ahora bien, sin perder de vista todas estas reservas, sigue siendo
lícito intentar ver aún más allá en el futuro de un Universo abierto.
Tampoco hay nada malo en averiguar hasta dónde se puede llegar
de la mano de las teorías que se aceptan hoy día. A pesar de que no
nos permitan hacernos una idea del todo precisa, la única otra
alternativa que nos queda es tirar la toalla y renunciar a prever
nada.
De ser correctos los postulados de las teorías generales unificadas, y
si el protón se desintegra al cabo de 1030 a 1022 años, los planetas
que sigan existiendo y las estrellas que no se hayan transformado
en agujeros negros desaparecerán aproximadamente a la vez. Los
protones irán desintegrándose, y las estrellas y los planetas
quedarán reducidos a partículas sub nucleares. Muchas de dichas
partículas se desintegrarán a su vez, por lo que lo único que
quedará del Universo serán agujeros negros, electrones, positrones,
neutrinos y antineutrinos, y también alguna radiación de muy débil
intensidad.
Tampoco durarán indefinidamente los agujeros negros. Si se les
aplica la mecánica cuántica, se llega a la conclusión de que éstos
acabarán por evaporarse en forma de chorros de radiaciones y de
partículas. Antes de que esto ocurra, ha de pasar un tiempo
larguísimo. Los agujeros negros de mayores dimensiones, o sea, los
de masa super elevada que se hallan en el centro de las galaxias,

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sólo desaparecerán al cabo de algo así como 100100 años. No


obstante, éste será su inevitable destino si son correctos los
enunciados de la mecánica cuántica, y si realmente se puede hacer
algún tipo de conjetura tratándose de unos hechos que acaecerán
después de un período de tiempo 1090 veces superior al que el
Universo lleva existiendo.
Con el tiempo, sólo quedarán electrones, positrones, neutrinos,
antineutrinos y radiaciones. Luego, al cabo de otros 1070 años más,
aproximadamente, los positrones y los electrones se anularán entre
sí, y serán sustituidos por chorros de rayos gamma. Mientras tanto,
el Universo proseguirá, naturalmente, su expansión. Así, los rayos
gamma experimentarán un desplazamiento hacia el rojo, e irán
perdiendo energía a medida que se vayan transformando en rayos
X, radiaciones ultravioleta, luz visible, radiaciones infrarrojas, y,
finalmente, ondas radioeléctricas. Al final, sólo quedarán en el
Universo los neutrinos y los antineutrinos, y quizá unos pocos
electrones y positrones que no hayan sido anulados. Como la
expansión continúa, la distancia entre las partículas irá
aumentando hasta que, prácticamente, no quede en el Universo
sino espacio vacío.
Así pues, también en un Universo abierto acaba por desaparecer el
tiempo. A medida que el espacio se va volviendo cada vez más vacío,
y se evapora sin que nada quede de él, dejan de producirse
acontecimientos, y sin ellos para marcar el paso del tiempo, este
último no se puede medir ni incluso definir. Todavía se podría quizá

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relacionar el paso del tiempo con la expansión persistente del


espacio ya casi vacío, aunque es evidente que ese tipo de tiempo —si
efectivamente se le puede llamar así— poco tendrá ya que ver con el
que medimos en la Tierra.

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Capítulo XII
¿Qué es el tiempo?

Isaac Newton creía saber lo que era el tiempo. Al comienzo de sus


Principia, escribió: «El tiempo absoluto, verdadero y matemático, por
sí solo, y debido a su propia naturaleza, fluye regular, sin relación
con nada exterior a él.»
Hoy sabemos que Newton estaba confundido a varios respectos. El
tiempo no es absoluto, es relativo. Tal como lo demuestra la teoría
restringida de la relatividad, las mediciones de tiempo dependen del
estado de movimiento del observador. Y el tiempo no es una
sustancia que «fluye regular, sin relación con nada exterior», ya que,
según la teoría general de la relatividad, la presencia de materia
crea campos gravitatorios, los cuales originan una dilatación del
tiempo.
Finalmente, si el tiempo «fluye», no es con un flujo que pueda
medirse con experimentos de laboratorio. El desplazamiento del
«ahora» desde el presente al futuro parece ser un fenómeno
subjetivo. En física, no existe la noción del «momento presente», y
las ecuaciones matemáticas relativas a las leyes y a las teorías
físicas sólo se ocupan de los intervalos entre instantes de tiempo.
No existe ningún patrón con el que se pueda medir el paso del
tiempo. Todo lo más, se puede decir que el tiempo se desplaza hacia
delante a un paso de un segundo por segundo, lo cual posee las
mismas virtudes aclaratorias que definir la palabra «gato» diciendo

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que un gato es un gato. Carece igualmente de sentido afirmar que el


tiempo «fluye regular». Entonces, si no es uniforme el paso del
tiempo, ¿cómo se pueden medir sus irregularidades?
Cuando los físicos hablan de las flechas del tiempo, nada en esa
noción tiene que ver con un flujo. Cuando hablamos de las «flechas
del tiempo», sólo queremos indicar con eso que el mundo se ve
diferente en un sentido del tiempo que en el otro. Intentaré aclararlo
con una analogía. Supongamos que una mujer se halle en una
playa de espaldas al mar. Si mira de frente a ella hacia la tierra, y
luego se gira para mirar al mar, verá las cosas de forma diferente.
Habrá una asimetría a lo largo de una de las direcciones del
espacio. Sin embargo, el que exista asimetría no significa que haya
movimiento en una dirección u otra. El observador lo ve sin
necesidad de moverse.
Si no sirve la definición de Newton, ¿cómo se ha de definir el
tiempo? No se puede decir que sea algo que define el orden temporal
de los acontecimientos. Aun haciendo caso omiso de lo que de
circularidad tiene el término «temporal», está la dificultad de que el
orden de los acontecimientos en el tiempo depende del estado de
movimiento del observador. La relatividad restringida nos dice que
si un acontecimiento A precede a un acontecimiento B en el sistema
de referencia de un observador, el orden puede invertirse en el
sistema de referencia de otro observador.
La mejor solución consiste quizá en considerar el tiempo bajo el
punto de vista de la relatividad general y verlo como uno de los

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elementos de la geometría tetradimensional del espacio-tiempo. Aun


así quedan preguntas por contestar. Nadie sabe si el concepto de
«tiempo» tiene sentido alguno cuando se entra en la región de
Planck. A la escala de 10 43 segundos o menos, el «tiempo» pudiera
dejar de existir. Existe también la alternativa de que, a esa escala, el
tiempo estuviera constituido por unas pequeñas partículas, a veces
llamadas cronones. Quizá la dimensión del tiempo no tenga una
estructura continua y uniforme. Éste bien pudiera componerse de
unas partículas tan diminutas que no hayamos sido capaces de
detectarlas. O sea, que el tiempo puede estar formado por
momentos discretos, sin nada entre ellos.
La teoría general de la relatividad es la que parece ofrecer la
definición más completa del tiempo. Y, a pesar de todo, no nos
aclara por qué hay flechas del tiempo, ni en qué están relacionadas
entre sí. Lo más desconcertante es la relación entre la relatividad
general y la flecha del tiempo en termodinámica. Al no estar seguros
los físicos de cómo se calcula la entropía de un campo gravitatorio y
ni tan siquiera de si se puede aplicar el concepto de entropía a la
gravedad, es difícil comprender lo que tiene que ver la dinámica del
Universo con la dirección del tiempo.
La presencia de esa dificultad ha contribuido a que se urdieran
especulaciones extrañas. Por ejemplo, cabe preguntarse si no
pudiera invertirse la flecha del tiempo en un Universo que se
estuviera contrayendo. De haber alguna relación entre el aumento
de la entropía y la expansión del Universo, habría motivos sobrados

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para deducir que la entropía disminuiría en un Universo que se


estuviera contrayendo. De ahí, que si se sigue utilizando la entropía
para definir la flecha del tiempo, se debería concluir que el tiempo
empezará a retroceder en cuanto se inicie la fase de contracción.
En esta etapa del Universo, la luz no la emitirían las estrellas, sino
que ésta se dirigiría hacia ellas. Los ríos remontarían su curso, y la
lluvia subiría desde el suelo en dirección al cielo. Y de vivir todavía
seres inteligentes en ese momento de la evolución del Universo, no
les sorprendería nada de esto, puesto que sus procesos mentales
funcionarían también al revés: pensarían «hacia atrás», por lo que
verían los fenómenos exactamente igual que nosotros. Además,
verían la contracción del Universo como si fuera una expansión.
Volverían la vista hacia el big crunch, que para ellos sería el
comienzo del Universo, no el fin.
Si el tiempo se invirtiera en el momento de mayor expansión, sería
del todo arbitrario diferenciar un Universo en expansión de otro en
expansión. No se podría determinar en qué mitad del Universo se
estaría viviendo, ni habría forma de distinguir entre el tiempo hacia
el futuro y el tiempo hacia el pasado, puesto que todo dependería
del punto de referencia de cada uno. Por consiguiente, en semejante
Universo, el tiempo no tendría fin. En vez de eso, tendría dos
comienzos. Se puede afirmar sin miedo a confundirse que la mayor
parte de los científicos no dan excesivo crédito a esta posibilidad. Si
bien se puede imaginar un Universo con dos big bangs y sin big
crunch, esa teoría presenta unos problemas de difícil solución. Por

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ejemplo, imaginemos hallarnos unos pocos millones de años


después de que se invirtiera la expansión del Universo. Como
también se habría invertido la flecha del tiempo, la luz se emitiría
ahora en dirección a las estrellas, y, a la vez, nos seguiría llegando
la luz emitida por las estrellas y las galaxias hace cientos o miles de
millones de años luz antes. Para el observador que se encontrara en
el Universo en el que se hubiera invertido el tiempo, la radiación se
dirigiría a la vez hacia el pasado y el futuro. Se llega así a una
conclusión bastante paradójica, sobre todo considerando el hecho
de que un observador que viviera unos pocos millones de años antes
de que se interrumpiera la expansión vería los fenómenos de forma
normal.
Aunque se planteen algunos problemas teóricos, no parece ser que
haya forma de demostrar que el tiempo no pueda invertirse en el
momento de máxima expansión. Intuyo que nuestra incapacidad
para excluir semejante posibilidad puede no ser sino un reflejo del
escaso conocimiento que tenemos de la naturaleza fundamental del
tiempo. Si los físicos tuvieran un mejor conocimiento de la relación
entre gravitación y entropía, estarían quizá en condiciones de
demostrar que un Universo así de paradójico no podría existir.
Luego, están los problemas de aplicar la segunda ley de la
termodinámica al conjunto del Universo. Éste debió nacer en el
caos. El caos es, por definición, un estado de elevada entropía
(cuando hablamos de «caos», queremos decir mucho desorden). De
hecho, aparecieron muchos tipos de estructuras desde que comenzó

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el Universo. Así es como se formaron las estrellas y las galaxias.


Tanto la creación de dicha estructura como el que las estrellas
adquieran mayor entropía a medida que consumen su combustible
nuclear parecen demostrar que el Universo no está ciertamente en
un estado de máxima entropía ahora. ¿Cómo puede ser, si tan
elevada era la entropía al principio? ¿Acaso la segunda ley de la
termodinámica no dice que la entropía aumenta siempre con el
tiempo?
Han sido varios los intentos de dar respuesta a estos interrogantes.
Así, en 1983, el físico británico Paul Davies sugirió que la teoría del
Universo inflacionario pudiera justificar el estado de entropía
relativamente baja en que se halla el Universo. Según Davies, la
entropía del Universo habría podido alcanzar su máximo punto en el
tiempo de Planck, pero la expansión inflacionaria que se produjo
poco después habría creado una «discontinuidad de entropía».
Supuso que aunque la entropía aumentara durante la fase de
expansión inflacionaria, aumentó aún más la capacidad de entropía.
Se podría comparar el incremento de entropía durante esa fase a lo
que sería ir echando agua en un recipiente que fuera creciendo a
mayor velocidad que el caudal que se pudiera verter en él. Por eso,
al final del período inflacionario, la entropía alcanzó mayor nivel que
antes, pero sin estar ya próxima al máximo. Davies llegó más lejos
en su razonamiento al suponer que era la inflación del Universo lo
que determinaba la flecha del tiempo. A su forma de ver, la inflación
fue lo que permitió que aumentara la entropía.

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Otros físicos son más prudentes. Muchos de ellos piensan que el


Universo se originó en un estado de baja entropía, por lo que son
varias las hipótesis que se barajan sobre lo que pudo ser ese bajo
estado de entropía, sin que por eso se vea próximo el momento en
que quede zanjada la controversia. Y hasta que no se resuelva el
dilema de la entropía gravitatoria, no se sabrá, en realidad, cuál de
esas hipótesis tiene posibilidades de vencer.
A veces, se tiene la sensación de que las investigaciones científicas
que ahondan en el tema del tiempo aclaran más lo que el tiempo no
es, que lo que es realmente. De hecho, la física revela que la propia
noción de tiempo contiene unas contradicciones aparentes difíciles
de dilucidar. La teoría restringida de la relatividad nos dice que el
tiempo no es una sustancia que «fluye con regularidad» por el
Universo. Pero la relatividad general parece implicar, al menos
cuando se aplica al Universo inicial, que el espacio-tiempo tiene
unas características casi materiales. El hecho de existir flechas del
tiempo parece indicar que el tiempo debería tener una dirección
definida. Sin embargo, se puede considerar al positrón como si
fuera un electrón que estuviera retrocediendo en el tiempo. La
segunda ley de la termodinámica parece decir que la flecha del
tiempo es un fenómeno macroscópico y estadístico, a pesar de lo
cual la asimetría en el tiempo que presenta una partícula única y
sin importancia como el mesón K nos demuestra que, a veces, se
aprecia también una flecha del tiempo a nivel subatómico. En
definitiva, se sabe tan poco sobre el origen de las flechas del tiempo

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que es imposible demostrar que el tiempo no pueda invertir su


dirección en un Universo que se estuviera contrayendo.
Ni tan siquiera se puede decir si el tiempo tiene un origen y un final,
o si el Universo que conocemos viene existiendo desde un tiempo
infinito. En el capítulo anterior estudié las diferentes formas en que
pudiera haber comenzado el Universo, pero, tal como vimos, las
teorías que describen su origen se basan principalmente en
especulaciones. Es perfectamente posible que el tiempo se extienda
hasta el infinito en el pasado, e igualmente en el futuro. Y resulta
atractiva bajo el punto de vista filosófico la idea de que el espacio y
el tiempo fueran creados cuando se produjo el big bang, pero no por
eso se ha de concluir que eso es lo que ocurrió.
Desde los años treinta, los físicos y los cosmólogos vienen tanteando
la posibilidad de que el Universo experimentara una serie
interminable de expansiones y contracciones. Estas teorías
partidarias de un Universo oscilante parten de la base de un
Universo cerrado que no queda destruido por un big crunch, sino
que, en cierto sentido, «rebota» y explota, produciéndose un nuevo
big bang. Nadie sabe, por cierto, de qué forma pudiera rebotar.
Tampoco hay motivos para descartar esta eventualidad. Después de
todo, cuando uno se encuentra en una situación que presenta
muchas incógnitas respecto a lo que pudo ocurrir, es perfectamente
lícito recurrir a toda clase de especulaciones. Además, pocas
probabilidades habrá de descubrir la gran verdad del Universo si

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descartamos de antemano cualquier cosa que pudiera resultar


verídica.
Si nos remitimos a Alan Guth, la teoría del Universo inflacionario
supone que el Universo no puede rebotar hacia atrás después de un
big crunch, si bien éste es un tema muy controvertido. El
comportamiento que adoptaría el Universo en semejante situación
depende de las bases de que parta cada uno, no sabiendo además
nadie cuáles de ellas son correctas. Además, cabe la posibilidad de
imaginar teorías de la gravedad según las cuales el Universo
rebotaría si se contrajera hasta alcanzar un radio mínimo
determinado. Esta teoría, por ejemplo, es la que ha elaborado el
físico John William Moffatt, de la Universidad de Toronto: es la
teoría gravitatoria no simétrica. Aunque resulte algo más complicada
que la de Einstein, no se dispone de pruebas experimentales que
permitan excluirla, por lo que no se ha de descartar la eventualidad
de un Universo que rebote.
Tampoco se contradiría con la teoría general de la relatividad de
Einstein, por cierto, mientras el rebote se produjera después de que
el Universo se hubiera contraído hasta unas dimensiones menores
que la distancia de Planck. Como la relatividad general no alcanza a
decirnos lo que ocurre en esa región, también permanece muda en
cuanto a si los efectos cuánticos podrían provocar semejante rebote.
Quizá sí, o quizá no. No obstante, puesto que nuestro principal
empeño consiste en descubrir cuáles pudieran ser las

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consecuencias de un rebote, más vale seguir adelante, sin


preocuparse excesivamente de los detalles del proceso que seguiría.
En un principio, se admite con cierto agrado la idea de un universo
que rebote, ya que, de hacerlo, podemos pensar que seguirá
existiendo indefinidamente, en cuyo caso no habrá un fin de los
tiempos, y el entorno podrá seguir siendo adecuado para el
desarrollo de la vida. Ahora bien, cuando uno se pone a pensar que
la entropía iría aumentando probablemente de ciclo en ciclo en un
Universo oscilante, empiezan a apuntar los problemas. Por medio de
cálculos precisos, se ha demostrado que un Universo oscilante en el
que la entropía sería creciente no experimentaría ciclos de longitud
constante. Con cada ciclo, iría alargándose el tiempo que
transcurriría entre el inicio de la expansión y el hundimiento final.
Un Universo así se comportaría de forma opuesta a como lo haría
una pelota que rebotara. Así como la pelota no alcanza nunca la
altura del primer bote en los sucesivos, el Universo oscilante
rebotaría cada vez a «mayor altura».
Se ha calculado que de vivir en un Universo así, se han debido
suceder ya al menos cien ciclos. Puesto que un centenar de ciclos
tienen necesariamente una duración finita, un Universo oscilante
debe haber tenido un origen en el tiempo, cuando precisamente una
de las cosas que se pretendía evitar con esta teoría del Universo
oscilante era caer en ese origen temporal. Por lo tanto, el resultado
no es muy satisfactorio, además de que un Universo que rebotara de
esa forma no seguiría ofreciendo condiciones favorables al desarrollo

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de la vida. A medida que fuera aumentando la entropía, irían


decreciendo progresivamente las posibilidades de creación de vida
en los ciclos sucesivos. También se irían acumulando seguramente
los agujeros negros en un Universo oscilante, de suponer, como es
probable, que sobrevivirían al rebote. Al final, llegarían a ser muy
numerosos, tanto que no quedaría materia suficiente para formar
estrellas y galaxias que no estuviera concentrada en los agujeros
negros.
No existen pruebas de que no vivamos en un Universo que rebote de
tal forma. No obstante, resulta que si queremos especular sobre si el
tiempo pudiera no extenderse hacia un pasado infinito, habríamos
de modificar algunos de nuestros puntos de partida, o seguir un
camino diferente.
Se puede hacer, por supuesto. Así, el físico John Wheeler expone la
posibilidad de que cambien las propias leyes de física cada vez que
el Universo se hunde y se expande de nuevo. En la teoría del super
espacio de Wheeler, el Universo se vuelve a crear bajo una forma
distinta en cada ciclo. El hecho de modificarse las leyes naturales
hace que no se acumulen la entropía y los agujeros negros, por la
sencilla razón que las leyes que rigen el aumento de la entropía y la
formación de los agujeros negros cambiarían también cada vez que
el Universo experimentara de nuevo un big crunch.
La teoría de Wheeler es evidentemente especulativa, pero, ¿acaso no
lo son también las que sostienen que el Universo sólo puede
atravesar un solo ciclo, o, al menos, un número reducido de ellos?

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Ya que no existen pruebas que nos permitan decidir entre éstos,


sólo podemos llegar a la conclusión de que no hay forma de
averiguar cuándo comenzó el tiempo. Quizá estemos viviendo en un
Universo que se creó hace 15.000 millones de años, y cuyo futuro se
extiende en el infinito. O pudiéramos estar viviendo en un Universo
cerrado que tuvo su origen en su momento determinado, y se
acabará en otro momento determinado. O también en un Universo
cíclico cualquiera.
Aunque nuestro Universo fuera creado de la nada, y fuera abierto,
pudieran existir ciclos de algún tipo. Después de todo, se pudo crear
un número muy elevado de universos, quizá un número infinito de
ellos, en diferentes ocasiones. Es evidente que éstos no se
sucederían en el tiempo ni coexistirían en un sentido temporal. De
sólo existir el tiempo dentro de los universos, sería imposible
ordenarlos en función de una dimensión temporal. Ahora bien, de
haber muchos universos distintos, la situación no sería muy
diferente de aquella en la que se sucedieran en el tiempo, un ciclo
tras otro.
No es muy riguroso afirmar que lo que ha ocurrido una vez puede
volver a suceder infinidad de veces, pero sí incita a pensar que se
debería al menos contemplar la posibilidad de que haya otros
universos. Por supuesto que cuando se habla de un «universo» en
este sentido, ya no se puede definir como «todo lo que existe», y se
debería modificar su definición de tal forma que significara «una
región independiente del espacio-tiempo». No existe motivo alguno

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para no hacerlo. Como señaló el Humpty Dumpty de Lewis Carroll,


se puede definir una palabra de modo que signifique lo que uno
quiere.
Estas mismas razones son las que esgrimen quienes defienden la
posible existencia de vida extraterrestre. Puesto que tampoco hay
pruebas de que haya o no vida en algún otro lugar del Universo, se
suele recalcar que si la vida se desarrolló en la Tierra, también pudo
surgir en muchos sitios más. Cuando faltan razones concluyentes,
generalmente se tiene que echar mano de las que parecen
plausibles.
Quizá el Universo oscile, o quizá no. Pero aunque no lo hiciera, eso
no impide que puedan existir muchos universos, algunos de ellos
con planetas muy similares a la Tierra. De haberlos, nos
encontraríamos con algo bastante parecido a un Universo de tipo
cíclico, aunque no se podría decir que el tiempo fuera cíclico en el
sentido estricto de la palabra, puesto que los ciclos de
acontecimientos no se sucederían uno a otro. A pesar de todo, el
tiempo tendría unas características más próximas al tiempo cíclico
de los antiguos que al tiempo lineal de la civilización occidental.
Este tipo de ciclos se iría repitiendo sin fin.
No pretendo decir con esto que la sabiduría de los antiguos les
hiciera ser conscientes de una realidad que sólo ahora empezamos a
descubrir. Sería absurdo. Está ampliamente demostrado que la
antigua noción de tiempo cíclico fue consecuencia de observar los
procesos cíclicos de la naturaleza, como la revolución aparente de

Colaboración de Sergio Barros 304 Preparado por Patricio Barros


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las estrellas alrededor de la Tierra, las fases de la Luna y la


alternancia de las estaciones, mientras que los conceptos modernos
de tiempo cíclico, por el contrario, se asientan en complejas teorías
sobre la naturaleza del Universo.
Recordemos, no obstante, que no tenemos la seguridad de que el
tiempo sea cíclico, por lo que puede resultar que tanto el tiempo
como el Universo supongan un hecho que sólo sucedió una vez. Y
tampoco ha de extrañar que no sepamos si es más válida la noción
de tiempo cíclico o lineal. Desde luego, cuanto más a fondo se
estudia el concepto de tiempo, más son las dudas que surgen, sin
poderlas despejar. Tampoco quiero cerrar el tema dando la
impresión que nos debe inspirar un temor reverencial la exploración
de los misterios del tiempo, pues considero que la mejor forma de
acometer un problema difícil consiste en averiguar los interrogantes
principales, pese a que éstos no tengan aún respuesta. De hecho,
aunque la ciencia no haya ahondado aún lo suficiente en el enigma
del tiempo, al menos ha sacado a la luz las preguntas que cabe
hacerse al respecto. Y es que para llegar a comprender, es esencial
saberse plantear primero las incógnitas.

Colaboración de Sergio Barros 305 Preparado por Patricio Barros


Las flechas del tiempo www.librosmaravillosos.com Richard Morris

El autor

Richard Morris es doctor en Física Teórica desde


1969, y autor de una docena de libros y
colaboraciones sobre cuestiones y problemas
científicos. Entre sus obras, pueden citarse: Las
flechas del tiempo, The Edges of Science, The
Nature of Reality y Cosmic Questions.
Actualmente vive en San Francisco.

Colaboración de Sergio Barros 306 Preparado por Patricio Barros

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