Leteo. Arte y Crítica Del Olvido (Harald Winrich)

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LETEO

Arte y crítica del olvido

Harald Weinrich

Traducción de Carlos Fortea

Biblioteca
de ensayo
Siruela
España, 1999
ISBN: 84­7844­468­8
I. El lenguaje del olvido

Todo el mundo es desmemoriado. A todo el mundo le ha pasado haberse olvidado aquí de esto,
allá de aquello, y haber olvidado por completo alguna cosa trabajosamente aprendida de memoria. Por
eso, nadie puede decir con ligereza: esto será inolvidable, esto no lo olvidaré nunca. Porque el hombre
es por naturaleza un ser olvidadizo (animal obliviscens). Las percepciones del olvido propio y ajeno
forman parte desde la juventud de las experiencias elementales de toda persona, y son una de las plagas
de la senectud. Así que este libro no requiere ninguna definición académica de la palabra “olvido”. Lo
que esta palabra significa se sabe siempre, y es lo que menos puede ser olvidado.
Pero con esto tampoco queda suficientemente clara la circunstancia que esta palabra designa.
Porque por nuestros cotidianos encuentros con el olvido aún no sabemos suficientemente hasta dónde
alcanza su poder sobre nuestra vida, qué pensamientos y sentimientos desencadena en las distintas
personas, cómo incluso —si con simpatía o antipatía— arte y ciencia se adueñan del olvido, y, por
último, qué diques políticos y culturales pueden ser levantados contra él cuando no es compatible con
el derecho y la moral.
Para saber más sobre todos estos aspectos del olvido, y también para [p. 15] adoptar una postura
diferenciada respecto a ellos en la propia vida, podría ser de utilidad someterlos a una consideración
histórico­cultural, centrada en el trato del arte con el olvido, junto con una igualmente necesaria crítica
del olvido... incluyendo una crítica del arte del olvido. Esto es lo que se va a exponer y discutir en este
libro, por el que fluye con sus meandros el Leteo, el río del olvido, con ayuda de gran número de
ejemplos, tomados principalmente de la literatura. Pero tomaremos las primeras indicaciones de la
discreta sabiduría del lenguaje cotidiano.
Empezaremos por la lengua latina, que directa o indirectamente se ha convertido en modelo para
muchas lenguas modernas y para el uso lingüístico especializado en las ciencias. Hay que partir del
verbo oblivisci, que es “deponente”, es decir, un verbo con forma pasiva pero significado activo. Esta
cualidad formal se adecua bien al significado “olvidar”, que también se sitúa como una especie de
medium entre actividad y pasividad.
Pero sea como fuere, en el latín vulgar del período romano tardío el deponente oblivisci es
percibido, como todas las formas verbales de este tipo, como demasiado complicado, y es sustituido por
una forma activa más fácil de emplear. Ésta se deriva del participio de pasado oblitus, y aunque no esté
recogida en testimonio escritos se documenta de manera fiable en la forma *oblitare. Tales
derivaciones tienen, por regla general, significado frecuentativo o iterativo, expresan pues un
acontecimiento que ocurre con frecuencia o se repite varias veces, lo que tampoco se adecua mal al
olvido.
De la forma verbal oblivisci se deriva en latín el nombre oblivio, “olvido”, que se encuentra
también en muchas locuciones, por ejemplo: in oblivionem venire “caer en el olvido”, y aliquod
oblivioni dare, “echar algo en olvido”. En [p. 16] el lenguaje especializado retórico­jurídico, lex
oblivionis significa tanto como “olvido prescrito por la ley” o “amnistía”. Junto al nombre común
oblivio, el lenguaje literario, por ejemplo Virgilio, conoce también la forma oblivium, que sin embargo
se emplea la mayoría de las veces en la forma plural oblivia. De la forma nominal se deriva también el
adjetivo obliviosus, “olvidadizo”, a partir del cual el lenguaje especializado latino de tiempos
posteriores, por ejemplo, Kant, forma un nuevo nombre abstracto con la forma obliviositas.
De la forma verbal del latín vulgar *oblitare depende una gran parte de la familia de palabras
románica del olvido. En lengua española ha surgido de ahí, con una metátesis ­bl­/­lv­, el verbo
“olvidar”, que ha reunido en torno a sí una familia entera de palabras: “olvido”, “olvidanza”,
“olvidoso”, “olvidadizo”, “olvidadero”, “(in)olvidable”. El verbo “olvidar” se emplea con frecuencia
también como reflexivo (“me he olvidado”). También se usan mucho expresiones perifrásticas como
“caer/poner en olvido”, “dar, echar, entregar al olvido”. Fray Luis de León escribe, en un verso de
fuerte carga metafórica: “el alma que en olvido está sumida”, y en otro: “en sueño y en olvido
sepultado”. La semántica del olvido obtiene apoyo suplementario en combinaciones negativas con
“memoria”, por ejemplo: “desmemoria”, “desmemoriarse”, “desmemorado” y “desmemoriado”.
El panorama es similar en las otras lenguas románicas. En francés, del latín vulgar *oblitare se ha
formado el verbo oublier, del que a su vez se derivan el nombre oubli y muchas otras expresiones. Del
francés antiguo oublier procede del préstamo italiano obliare, aunque está reservado a un uso elevado­
literario, igual que el nombre oblio, derivado de él, que sin embargo es muy frecuente como término
del lenguaje científico. [p. 17] El italiano común dispone más bien del verbo dimenticare, del que
procede el nombre dimenticanza. Estas formas son derivaciones negativas del nombre mente, que en la
lengua italiana antigua (Dante) se usa normalmente con el significado de “memoria”. Así que se puede
parafrasear el significado de dimenticare como “perder la memoria”. Una situación comparable la
ofrece la lengua portuguesa, con una familia de palabras igualmente doble. Se usa por una parte, de
forma parecida al castellano, el verbo “olvidar”, con su derivación nominal “olvido”, y por otra el verbo
esquecer y su nombre esquecimento, derivados del latín cadere, “caer”, en una evolución peculiar del
portugués. Las dos últimas formas mencionadas, con su correspondiente familia de palabras, son las
expresiones más usadas en el lenguaje cotidiano.
Las lenguas germánicas han recorrido un camino distinto, pero asimismo muy ilustrativo, en su
formación de palabras. Esto se pone especialmente de manifiesto en el verbo inglés forget. Está
formado a partir del verbo (to) get, “obtener”, en unión del prefijo for­, que convierte el movimiento
“hacia aquí” del verbo simple en un movimiento “hacia allá”. Así que, en su significado, puede ser
parafraseado como “desobtener”. Esto casi es ya una definición del olvido. Exactamente la misma
formación de palabras subyace en el verbo alemán vergessen. Sin embargo, es menos llamativa, ya que
en la lengua alemana actual ya no existe un verbo simple con la forma *gessen. Pero se puede hacer la
analogía con una pareja de palabras que se usan actualmente: kaufen/verkaufen, que permite advertir
una inversión similar de la dirección de la idea (comprar/vender). También en estas dos lenguas los
mencionados verbos del olvido están rodeados por las correspondientes familias de palabras, cuyos
elementos no vamos a detallar aquí. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar tanto [p. 18] en
inglés como (según el modelo anglo­americano) en alemán un giro que ha alcanzado enorme éxito en el
lenguaje cotidiano. Se trata, en inglés, del giro forget it, que en alemán corresponde a das kannst du
vergessen. Se utilizan esas expresiones sobre todo el situaciones en las que, con gesto despectivo y
perdonavidas, se dice de una u otra cosa que no es importante mencionarla y no hace falta seguir
teniéndola en cuenta. Entonces, se dice en ambas lenguas, a modo de alivio, descarga o relajación del
interlocutor: Oh, forget it o Ach, das kannst du vergessen. No creo que este giro deba ser tomado a la
ligera en un análisis histórico­cultural del olvido. Mediante el análisis psicolingüístico de dos idiomas,
se ha realizado un importante descubrimiento no poco problemático: a las decisiones de irrelevancia del
olvido permitido puede ir vinculado un tentados alivio del espíritu, que deja a todos los implicados en
él de un estupendo humor.
Pero la imagen del olvido que el lenguaje refleja no estaría completa si no se tuviera en cuenta
con qué palabras se modula el olvido, es decir, cómo se combina en la actualidad. Esto se hace a través
de los verbos modales —con frecuencia negados— “(no) poder”, “(no) querer”, “(no) deber”, que se
anteponen en cada caso al infinitivo olvidar. A esto se añaden expresiones modales como “hay que”,
“es preciso”, “se permite” y muchas otras de este tipo, que contribuyen asimismo a la flexibilización
psíquica del olvido. Se pueden imaginar todas estas modalidades como las “marchas” lingüísticas del
olvido, con las formas negativas como “marcha atrás”. Con ayuda de las distintas expresiones modales,
se puede conjugar en el lenguaje un buen número de modalizaciones altamente rico en matices, en el
que se encuentra especial placer con la exageración contrastiva, por ejemplo:
—Quiero olvidar eso, pero no puedo. [p. 19]
—No podría olvidarlo aunque quisiera.
—Se podría olvidar eso, pero no se debe olvidar.
La negación puede ser considerada como el caso límite de modalización del olvido. Dado que las
expresiones del olvido mismo pueden considerarse hasta cierto punto como negaciones léxicas, puesto
que el olvido es negación de la memoria, su combinación con una negación gramatical (¡no te olvides
de la llave!) produce una doble negación con significado afirmativo, que entra como forma verbal
supletoria en el paradigma positivo de la memoria (¡acuérdate de la llave!). A esto se adecua
especialmente bien la florecilla que desde la Baja Edad Media se emplea en el lenguaje del amor y se
ha vuelto desde entonces imprescindible para los enamorados de muchos países, el nomeolvides (en
alemán: Vergissmeinnicht, en inglés: forget­me­not, su nombre botánico es Myosotis), que como
apelación a la fidelidad es al menos tan eficaz como el positivo pensamiento o pensée.
En relación con la negación, el griego (antiguo) merece una consideración aparte. En él
encontramos datos interesantes para la historia conceptual del olvido en la explicación de una palabra
que al principio se nos antoja extraña en este contexto. Me refiero a la palabra aletheia, “verdad”, que
naturalmente ocupa un lugar central en el pensamiento de los filósofos griegos. El primero elemento de
la palabra, a­, es sin lugar a dudas un prefijo de negación (alpha privativum). El elemento anexo ­leth­
designa algo escondido, oculto, “latente” (esta palabra latina está emparentada con ­lenth­), de forma
que la verdad, por su significado literal, aparece —con Heidegger— como lo no escondido, no oculto,
no “latente”. Pero como el elemento de significado ­leth­ aparece también en el [p. 20] nombre de
Lethe, el mítico río del olvido, por la formación de la palabra aletheia se puede entender que la verdad
es también lo “no olvidado” o lo “que no hay que olvidar”. De hecho el pensamiento filosófico de
Europa, siguiendo a los griegos, buscó la verdad durante muchos siglos en el lado del no­olvido, es
decir, de la memoria y el recuerdo, y sólo en la Edad Moderna hizo el intento, más o menos titubeante,
de otorgar también cierta verdad al olvido.

El ejemplo de la palabra aletheia, “verdad”, ha mostrado ya que para los distintos matices de
significado que se registran en la familia de palabras del olvido pueden ser decisivas las
representaciones gráficas, que a veces se remontan hasta el mito. Por eso, vamos a echar un vistazo a
las metáforas que expresan olvido.
En uno u otro sentido, las metáforas del olvido están referidas a las de la memoria. Cuando, por
ejemplo, se presenta la memoria como paisaje (topográfico) —así lo expresa la imagen predominante
de la mnemotecnia retórica—, las metáforas del olvido ocupan en este paisaje preferentemente los
páramos, por ejemplo, los terrenos arenosos, en los que lo que hay que olvidar es barrido por el viento.
Por eso, es casi lo mismo escribir algo en la arena o en el viento. Pero en este paisaje, surgido quizá de
una tala, también se puede enterrar algo voluntariamente, de tal modo que la hierba crezca sobre ello.
Entonces, queda “fuera del mundo”.
En cambio, si con ayuda de los antiguos filósofos uno se imagina la memoria como un almacén,
nos acercamos tanto más al olvido cuanto más descendemos a esos sótanos. Allí el recuerdo abismal
pasa imperceptiblemente al olvido... o resurge de él. Pero esa profundidad también puede ser la de un
pozo, imaginable como el “profundo pozo del yo” (Hegel) o como la “fuente del pasado” (Thomas
Mann). [p. 21] Pero quizá el olvido, dicho de forma trivial, no sea más que un “agujero en la memoria”,
en el que algo cae o desaparece. De ahí que los giros, como en inglés to fall into oblivion, en francés
tomber dans l'oubli, estén extendidos en muchos idiomas; en alemán, Goethe aún conocía el giro ins
Vergessen fallen.
El olvido, oculto o yacente en las profundidades, es pues, por su naturaleza, oscuro; es el
“tenebroso olvido” (Schiller), “el sombrío olvido” (Víctor Hugo). Incluso en campo abierto y a la luz
del día, el olvido está oscurecido por nubes (Píndaro) o por la niebla (Jorge Semprún). Esto no tiene
forzosamente que tener connotaciones negativas; también el suave crepúsculo fomenta el olvido cuando
se anhela a éste, como sucede en unos versos inolvidables del “Nocturno” del poeta alemán Matthias
Claudius:

El mundo está tranquilo


Y envuelto en el crepúsculo
Tan familiar y amable,
Como cuarto silencioso
Donde el día penoso
Al sueño y olvido marche.

“Sueño” y “olvido” son en este poema casi sinónimos. De acuerdo con esto, también Paul Valéry
escribió una vez: “Dormir es olvidar” (S'endormir c'est oublier). Por eso, no poder olvidar es
comparable al insomnio; Nietzsche sufría de ambos. De ahí que traer a la memoria algo olvidado (en
francés rappeler, “recordar”) equivale casi a la llamada al despertar.
De otra forma, y en relación con las metáforas de la memoria, que desde Platón gustaban de la
imagen del libro y los útiles de escritura, el olvido aparece [p. 22] como laguna en el texto que hay que
llenar con un esfuerzo de escritura y de pensamiento, pero que quizá también es lo que hace enigmático
e interesante el texto como lagunas. En García Lorca, Poeta en Nueva York, leemos: “El olvido estaba
expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo”.
Al final del texto, el (querer) olvidar traza una raya gruesa, una raya final. Aún más violentamente
cae lo escrito en el olvido cuando —como antaño en Alejandría— las bibliotecas arden: una idea
obsesiva en Jorge Luis Borges, Elias Canetti y Umberto Eco, un trauma alemán desde el 10 de mayo de
1933, día del auto de fe nazi...
De la forma de ver la escritura y la lectura procede también la popular imagen de la tablilla de
cera, que permite otras metáforas aplicables de múltiples maneras. Porque la tablilla de cera era en la
Antigüedad un artilugio de escritura barato y manejable para la vida cotidiana, ya que después de usarla
la capa de cera se podía alisar con poco esfuerzo y podía ser utilizada como tabula rasa para nuevos
escritos. De ahí que alisar las tablillas fuera una actividad que muchos autores emplean, en la estela de
Platón, para ejemplificar el olvido (voluntario). Fray Luis de León escribe en un poema: “Poco a poco /
borro de la memoria cuanto impreso / dejó allá el vivir loco”.
Con la modernización de los útiles de escritura cambian también las metáforas del recuerdo y el
olvido. Así pues, si se puede o se debe olvidar algo que está escrito sobre papel, es tachado o, si se trata
de una pizarra y tiza, borrado y eliminado con una esponja húmeda (¡pasemos la esponja por ello!). La
metáfora de la cancelación o extinción (Thomas Bernhard) acompaña la reflexión sobre el olvido desde
la Antigüedad hasta la era de las modernas máquinas de escribir y calcular de los procesadores
electrónicos de datos. [p. 23] Así, la tecla de suprimir se ha convertido en uno de los elementos más
importantes del ordenador; pero ¡ay! si se pulsa por error o a destiempo, porque entonces se produce la
caída del programa, temida como una pesadilla (y expresada con la metáfora habitual del pozo y del
agujero) por todo usuario. Ésa es la muerte de todo el trabajo intelectual realizado, y lo recordado o
almacenado se hunde en la tumba del olvido.

La más eficaz de todas las imágenes y comparaciones del olvido procede del mito desde la época
griega temprana (Hesíodo, Píndaro). Entre los griegos, Lete es una deidad femenina, que forma pareja
con su opuesta Mnemosine, la diosa de la memoria y madre de las musas. Según la genealogía y la
teogonía, Lete procede de la estirpe de la Noche (en griego: Nix, en latín: Nox), pero yo no puedo por
lo menos mencionar también el nombre de su madre. Es Éride, la Discordia (en griego Eris)... la oveja
negra de esa familia.
Sin embargo, la genealogía representa un escaso papel en la recepción de este mito, porque Leteo
es ante todo el nombre de un río del infierno que otorga el olvido a las almas de los muertos. En esa
imagen y ese mundo de imágenes, el olvido se sumerge por completo en el elemento líquido agua. Hay
un sentido profundo en el simbolismo de esas aguas mágicas. En su suave fluir se disuelven los duros
contornos del recuerdo de la realidad, y son de esa manera liquidados.
En concreto, entre los autores de la Antigüedad se discutía por qué campos beatíficos o funestos
fluían las aguas del Leteo, y cómo se podía localizar exactamente el curso del río en relación con las
otras corrientes del infierno (Aqueronte, Éstige, Flegetonte, Cocito). El que pretende saberlo con más
exactitud es el geógrafo Pausanias, [p. 24] que identifica en Beocia una de las fuentes del Leteo, junto a
la que, a la vez, brota un manantial de Mnemosine. Sin embargo, los autores de la Antigüedad
coinciden en que las almas beben las aguas del Leteo para, mediante el olvido de su existencia anterior,
hacerse libres para renacer en un nuevo cuerpo. Esto se describe en Virgilio de la siguiente forma:

Tum pater Anchises: animae, quibus altera fato


Corpora dedentur, Lethaei ad fluminis undam
Securos latices, et longa oblivia potant

Dice el padre Anquises: las almas a la que el hado


ha destinado otros cuerpos, beben junto a las ondas
del Leteo tranquilas aguas y un largo olvido.

Por Virgilio, como después veremos, lo sabe todo Dante sobre el río Leteo, y por Dante a su vez
Milton en su epopeya El paraíso perdido (1667­1674). En todo caso, en ella hay que distinguir con
precisión entre el “lago” del olvido (the forgetful lake), presentado como un “lago ardiente” (burning
lake) ideado por Milton como castigo para los ángeles rebelados contra Dios y expulsados por ello del
cielo, y el río Leteo, de efectos mucho más suaves y que no está al alcance de los ángeles caídos, y que
nos es descrito de la siguiente forma:

Far off from these a slow and silent stream,


Lethe the river of oblivion rolls
Her wat'ry labyrinth, whereof who drinks,
Forthwith his former state and being forgets,
Forgets both joy and grief, pleasure and pain. [p. 25]
Más lejos, una lenta silenciosa corriente,
el río del olvido, Leteo, desarrolla
su laberinto líquido; quien bebe de sus aguas
de inmediato su antiguo y ser olvida,
olvida gozo y penas, placeres y dolores.

De la misma época procede un soneto de Quevedo que yo quisiera incluir entre los poemas
leteicos de la literatura europea, aunque no mencione el nombre Leteo. El río del que aquí se habla lleva
más bien un nombre genuinamente español. Es el Guadalquivir. A él se vuelve el poeta enamorado con
un mandato de memoria. ¿Lo ejecutará el río?

Aquí en las altas sierras de Segura,


Que se mezclan Zafir con el de el Cielo,
En Cuna naces líquida de yelo,
Y bien con magestad ene tanta altura.

Naces, Guadalquivir, de fuente pura,


Donde de tus cristales, leve el vuelo,
Se retuerce corriente por el suelo,
Después que se arrojó por peña dura.

Aquí el primer tributo en llanto enbío


A tus raudales, porque a Lisi hermosa
Mis lágrimas la ofrezcas, con que creces.

Mas temo, como a verla llegas Río,


Que olvide tu corriente poderosa [p. 26]
El aumento que arroyo me agradeces.

Es de temer, de hecho, que el Guadalquivir no lleve a la amada ausente el mensaje amoroso del
poeta, porque es el mismo río del olvido, Leteo, con cuyas aguas se confunden, indistintas, las lágrimas
del recuerdo.

Vamos a concluir este pequeño paseo por la historia de la literatura del Leteo con una imagen más
alegre. La encontramos en un poema del poeta suizo Conrad Ferdinand Meyer, que no debilita sino que
intensifica el recuerdo de una amada muerta bebiendo del Leteo, porque también el olvido establece un
acuerdo entre los amantes:

Te tocaba a ti beber,
y alzaste el cuenco lleno,
y dijiste con guiño familiar
“¡Corazón, bebo el olvido!”.

Las aguas de este río del más allá no son, pues, necesariamente, como cree el antipático bachiller
del Fausto de Goethe, las “turbias aguas del Leteo” o, como dice Goethe dice de sí mismo, “una etérea
corriente del Leteo” que empapa refrescante la vida entera. De ésta confiesa Goethe, en una carta de
sus últimos años: “He sabido apreciar, utilizar e intensificar desde siempre esta gracia sublime”. [p. 27]
II. Olvido mortal e inmortal

1. Arte del recuerdo / Arte del olvido


(Simónides, Temístocles)

Vayamos a Grecia. La época es en torno al 500 a. de C. Se celebra una fiesta que brinda el marco
para el mito fundacional del arte de la memoria (mnemotecnia, ars memoriae).
Un púgil llamado Skopas ha alcanzado la victoria y encarga al poeta Simónides de Ceos (ca. 557­
ca. 467 a. de. C) componer un canto de alabanza (epinikion) en la conmemoración de este
acontecimiento deportivo y recitarlo durante la celebración de la victoria. Así ocurre, y el deportista es
solemnemente cantado por el poeta.
Skopas no ha elegido a un poeta cualquier para cantar su gloria. De él opina Platón que fue un
“hombre sabio y divino”, y Lessing, que tiene una clara idea de él y lo incluye en la Ilustración griega,
le llama el “Voltaire griego”. Sobre todo, Simónides ha hecho famosas sus concepciones estéticas con
la sentencia: “La pintura es poesía silenciosa, la poesía es elocuente pintura”. Sin embargo, no podemos
hacernos una idea clara de su obra poética, pues no se ha conservado. Tampoco su alabanza de Skopas.
Sólo sabemos que este texto existió por una anécdota que Cicerón y Quintiliano cuentan en sus escritos
retóricos, y [p. 29] que es repetida por autores posteriores. La historia también nos ha llegado, en una
variante distinta, en forma de fábula (Fedro, La Fontaine). Según estas fuentes anecdóticas y fabulosas,
Skopas quedó descontento con la obra realizada por Simónides, ya que el poeta invirtió dos tercios de
su panegírico con los jóvenes dioses gemelos deportistas, los Dióscuros Cástor y Pólux, y sólo un tercio
en él. Por tanto, el poeta sólo podía reclamar un tercio de los honorarios recordados. Que los dioses le
pagaran los otros dos tercios.
Pero la historia aún va más allá. En el banquete celebrado después, la que el boxeador invitó
también a su poeta, el portero llama inesperadamente a Simónides y le hace abandonar la sala. Han
llegado dos jóvenes que desean hablar con él a toda costa. Simónides sale de la habitación, pero no
encuentra a nadie esperándole fuera. En ese instante, el techo de la sala se derrumba y entierra bajo las
ruinas al anfitrión y a todos sus invitados. Sólo Simónides, que ha salido a tiempo, se libra de la
muerte. De este modo pagaban los dioses —Cástor y Polux en persona— su deuda de gratitud. Skopas
en cambio, que quería olvidar esa deuda para con el poema, es castigado.
¿Y qué pasa con la mnemotecnia? Los retóricos Cicerón y Quintiliano conocen otra continuación
más de la historia (por la que los fabulistas ya no se interesan). Cuando, tras la horrible desgracia, los
deudos van a enterrar a sus muertos, hallan los cadáveres tan desfigurados y mutilados que no resultan
identificables. Pero Simónides logra ayudarlos. Como poeta, dispone de una buena memoria espacial, y
recuerda con exactitud en qué lugar de la mesa se sentaba cada invitado. Esta memoria espacial le
permite identificar a los muertos por su ubicación en el espacio.
Desde esta proeza memorística, el poeta Simónides está considerado [p. 30] el inventor de la
mnemotecnia, y ésta es contemplada como un arte con el que se puede vencer el olvido. Quizá con esto
se hace referencia subconsciente incluso al olvido de los muertos, si es que Stefan Goldmann tiene
razón en su bien fundada opinión de que la anécdota de Simónides, con sus variantes, sitúa el origen de
la mnemotecnia en el culto grecorromano a los muertos. De hecho, en el origen del esfuerzo
mnemotécnico de Simónides se halla una amenazante catástrofe de la memoria: la muerte repentina,
que convierte el recuerdo en problema. Sea como fuere, en Cicerón y Quintiliano la asombroza proeza
memorística de Simónides se ha convertido en un “arte” (en griego: techne, en latín: ars). En cualquier
caso, hay que entender aquí esta expresión en el sentido premoderno del término. Se entiende por arte
un conjunto de conocimientos, reglado y de este modo bien aprehensible, de una cierta complejidad,
que exige para aprenderlo notable esfuerzo y paciencia, porque “el arte es largo, la vida corta” (ars
longa, vita brevis). Hay que descartar por tanto todas las asociaciones románticas y posrománticas de
espontaneidad, creatividad y genialidad cuando se habla de este antiguo concepto del arte. Tampoco
hay que pensar en la ciencia. Las que después se llamarían “artes liberales”, entre las que, junto con la
retórica, se incluye también la mnemotecnia, están clasificadas como la propedéutica de las ciencias y,
hasta la Edad Moderna, forman parte de la formación general, aún no diferenciada específicamente.
Así pues, de la mnemotecnia antigua y medieval se puede decir — esto es visible ya como centro
de gravedad de la anécdota de Simónides— que en principio la memoria está espacializada. Es pues en
sustancia un “arte espacial” (topografía). El artista de la memoria que sigue el ejemplo de Simónides
sitúa, como [p. 31] primer elemento para sus fines —en el caso de la retórica, siempre el discurso en
público—, una constelación fija de “lugares” (en griego: topos, en latín: loci) que le son bien
conocidos, por ejemplo, su casa o el foro. En esos lugares deposita en ordenada sucesión los distintos
contenidos de la memoria tras haberlos transformado en “imágenes” ( en griego: phantasmata, en latín:
imagines), si es que no lo son por naturaleza. Éste es el logro de su “imaginación” (en griego:
phantasia, en latín: imaginatio). En su discurso, el artista de la memoria sólo tiene que recorrer
mentalmente (en latín: permeare, pervagari, percurrere) la sucesión de lugares y evocar por orden las
imágenes. Este arte se desarrolla siempre, por tanto, en un paisaje de la memoria, y en ese paisaje todo
lo que ha de ser recordado de manera fiable tiene asignado un lugar. Sólo el olvido carece de lugar.

¿O quizá el olvido está más próximo a la memoria de lo que parece a primera vista? Ésta es una
cuestión que ha dado origen a otra famosa anécdota de la Antigüedad. Incluso se aproxima mucho, en
los protagonistas, a la de Simónides. Porque un contemporáneo del poeta Simónides, mucho más
conocido que él, fue en Atenas el político y general Temístocles (ca. 524­459 a. de. C.). Él convirtió
Atenas en un puerto importante y, tras su victoria sobre los persas en la batalla naval de Salamina
(480), en la mayor potencia naval del Mediterráneo oriental. A pesar de tan destacados éxitos militares,
en su vejez fue condenado al ostracismo y desterrado de la ciudad. Se refugió en el imperio Persa,
donde puso fin a su vida.
Como sabemos por la biografía de Plutarco y algunas otras fuentes, Temístocles fue un hombre
de grandes dotes intelectuales, que también [p. 32] dominaba magníficamente el arte de la elocuencia.
Sin embargo, en las fuentes se pueden leer algunas cosas desfavorables en lo referente a su carácter. Por
ejemplo, también el poeta Simónides tuvo que sufrir consecuencias de su mordacidad.
Ambos ateniense aparecen juntos en una anécdota que Cicerón cuenta en distintos lugares de sus
escritos sobre elocuencia. Según él, un día Simónides fue a ver a Temístocles y le ofreció enseñarle la
mnemotecnia, de forma que con su ayuda “pudiera acordarse de todo” (tu omnia meminisset).
Temístocles respondió que no necesitaba mnemotecnia alguna. Mejor que a recordar todo lo posible,
prefería que le enseñara a olvidar lo que quería olvidar (gratius sibi illum esse factorum, si se oblivisci
quae vellet, quam si meminisse docuisset). Según otra versión de la misma anécdota, Temístocles
respondió escuetamente que no estaba interesado en un arte de la memoria sino en un arte del olvido
(ars oblivionis).
¿Por qué desea Temístocles un arte del olvido? La respuesta de Cicerón es: “porque se le quedaba
en la memoria todo lo que había visto u oído”, o, en un comentario posterior del autor sobre la misma
anécdota: “porque todo lo que entraba en el alma de este hombre jamás volvía a salir de ella”. Esto
concuerda con una observación biográfica de Plutarco, que atestigua que el político ateniense conocía
por su nombre a cada uno de los ciudadanos de Atenas. Después, en el exilio, en un solo año y ya
anciano, aprendió tan perfectamente la lengua de los persas que podía hablar sin intérprete con su rey.
Al parecer, el Temístocles de la anécdota ciceroniana sólo se burla del arte de la memoria de Simónides
y [p. 33] ensalza su contrario, el arte del olvido”, porque dispone de una brillante “memoria natural”
que retiene más bien demasiado que demasiado poco.
Nace así, en un primer momento en formulación anecdótica, la idea de un arte del olvido, que ya
no desaparecerá de la faz de la Tierra. Volveremos a encontrárnoslo con distintos nombres, como por
ejemplo “amnestonía” (de amnesia, olvido), “letognomía” o “letotecnia” (ambos de Leteo, el mítico río
del olvido).
Por lo demás, Cicerón también cuenta qué era lo que del recuerdo y el olvido inquietaba
especialmente al general ateniense. Su problema, en la formulación literal de Cicerón, es el siguiente:
“Retengo en la memoria incluso lo que no quiero retener; en cambio, no puedo olvidar lo que quiero
olvidar” (Nam memini etiam quae nolo, oblivisci non possum quae volo).
Dotada con la autoridad de Cicerón, la anécdota de Temístocles, y unida a ella la idea de un
deseable o al menos imaginable arte del olvido, sigue recorriendo el mundo y llega al cabo de unos dos
milenios y medio, pasando por muchas estaciones intermedias, hasta Umberto Eco. Éste imagina un día
con unos amigos, en achispada euforia, un juego que consiste en inventar disciplinas científicas que no
sólo no existen —superar ese obstáculo es precisamente el incentivo— sino que no pueden existir,
porque son imposibles por razones históricas o lógicas­epistemológicas. Entonces le viene también a la
cabeza el arte del olvido, al que llama ars oblivionalis. De ahí surge en seguida, ya muy en serio, una
ponencia para un congreso (1966) en la que con estrictos métodos semióticos, es decir, desde un punto
de vista teórico­semiótico, se intenta demostrar que no puede haber un arte del olvido [p. 34] como
contrapartida al arte de la memoria desde el momento en que todos los signos constituyen presencias, y
no ausencias. Como máximo, Eco otorga a este arte del olvido un mísero lugar al borde de la semiótica,
diciendo que una mnemotecnia muy eficaz podría acabar produciendo, por una multiplicación de sus
logros (by multiplying presences), un estado crítico de confusión de la memoria que tendría el olvido
como consecuencia. Éste sería pues un arte del olvido que tendría sentido sólo como válvula de escape
al arte de la memoria. Hoy podemos leer las reflexiones de Eco en forma de ensayo científico; está
publicado en su versión inglesa con el título: “An “Ars oblivionalis”? Forget it”. Pero la invitación de
Eco a olvidar por completo o casi por completo el ars oblivionalis al poco de darlo artísticamente a la
luz ha despertado mi curiosidad, así que por mi parte quiero invitar al lector a buscar conmigo
referencias que indican que quizá este arte del olvido existe en alguna parte, aunque no pueda existir
según los argumentos de Eco, y que uno se lo encuentra a cada paso, desde Homero hasta nuestros días.

2. Ulises habla del olvido (Homero)

En el canto séptimo de su Odisea, Homero cuenta cómo Ulises, en su dificultoso viaje de regreso
a Troya, naufragó en las costas de la isla feacia de Esqueria. Mísero y agotado, es descubierto en la
playa por la hija del rey, Nausícaa, y sus compañeras, y llevado al palacio de su padre Alcínoo. Allí se
ofrece al náufrago la mejor hospitalidad que un extranjero pueda desear en el mundo de Homero. Tres
días se queda Ulises entre los feacios, para volver después, cargado de regalos, a su isla natal de Ítaca, a
bordo de un barco equipado por sus anfitriones. [p. 35]
Pero antes de que Ulises abandone la hospitalaria isla de los feacios, en la fiesta de despedida que
se ofrece en su honor, se deja convencer por sus anfitriones y cuenta su historia a los asistentes, y
empieza: “Soy Ulises, hijo de Laertes...”. La subsiguiente narración llena cuatro cantos de la Odisea
(IX­XII) y resume los obstáculos que durante diez años se opusieron al retorno del héroes. Ulises había
tenido que luchar con acantilados y tempestades, potencias hostiles habían atentado contra su vida,
entre ella no sólo el tuerto Polifemo sino también el poderoso dios del mar. Posidón, que había causado
su naufragio en las playas feacias. Sin embargo, los mayores y más peligrosos obstáculos que se
opusieron a su retorno a Ítaca habían sido para Ulises los ocasionados por las múltiples tentaciones del
olvido a las que se había visto expuesto en las etapas de su largo extravío. Y de ellas habla a los feacios
en tres episodios de su relato. Tratan de los lotófagos, de Circe y Calipso.
De los lotófagos habla Ulises al principio mismo de su historia, en el canto noveno. Al hacerlo, se
remonta muy atrás en el tiempo; sus asuntos aún van bien, y su flota reúne doce barcos. Con ellos ancla
frente a una costa desconocida —¿era quizá la isla de Meninx, hoy Djerba?— y envía unos cuantos
hombres a tierra, a explorar la isla. No regresan. ¿Habrán topado con habitantes hostiles que los hayan
apresado o incluso muerto? No ha ocurrido tal cosa. Antes bien, los habitantes de la isla han acogido
cordialmente a los exploradores y los han atendido con hospitalidad. Les han dado también un fruto que
olía agradablemente a miel, llamado loto, que ellos mismos solían tomar regularmente, por lo que se los
llamaba lotófagos (“comedores de loto”). Pero este fruto, además de estar bueno, tiene la propiedad de
otorgar el olvido. Así que después de tomar el fruto del loto los exploradores de [p. 36] Ulises no sólo
han olvidado por completo el objetivo de su viaje, el regreso a Ítaca, sino también la orden de
exploración de Ulises, y se han entregado por completo a la degustación de la sabrosa fruta y a la
dulzura de la estancia entre los amistosos lotófagos.
Inquieto por la tardanza de los exploradores, Ulises manda a buscarlos. Los encuentran sumidos
en la dichosa embriaguez del olvido, y se los llevan “llorando” de vuelta a los barcos, a pesar de su
resistencia. Allí son encadenados a los bancos de los remeros, para que no regresen a los peligrosos
disfrutes de los lotófagos. Ulises prohíbe severamente, a sí mismo y a los otros marinos de su flota,
probar esa droga. A toda prisa, hace levar anclas y proseguir el viaje.
Los filólogos homéricos y los farmacólogos han empleado mucho esfuerzo en averiguar con
exactitud qué clase de planta puede haber sido la que producía esa droga del olvido. Se ha pensado en
un determinado nenúfar o loto del que se sabe que tenía notable importancia en el culto egipcio a los
muertos y que se consumía “en forma de flor”. Sin embargo, hoy ya no se puede establecer de manera
inequívoca su papel entre el recuerdo de los muertos y el olvido de los muertos, y no se sabe mucho
más de lo que Ulises contó de ella. Además, de los versos de la epopeya no se desprende con claridad si
la droga causaba un olvido permanente o sólo pasajero. Lo único seguro es que el fruto del loto no sólo
sabe dulce sino que también brinda un “dulce olvido”, de manera que aquellos que lo prueban no
desean más que seguir viviendo en las comodidades de ese hermoso presente.
El segundo episodio en el que Ulises habla del olvido trata de la hermosa pero pérfida diosa
Circe. El episodio se encuentra en el décimo canto de la Odisea. [p. 37] Nuevamente Ulises arriba con
sus compañeros a una costa desconocida, otra vez se envían exploradores. En su búsqueda, llegan al
palacio de Circe, de la que pronto se descubre que dispone de toda clase de malignos poderes mágicos.
Los exploradores de Ulises lo experimentan en sus propias carnes, ya que la vara mágica de Circe los
transforma en cerdos y son encerrados en una pocilga, sin perder sin embargo su conciencia humana.
Pero antes de que se produzca esa metamorfosis, Circe ha dado a los incautos exploradores un bebedizo
mágico que una vez más resulta ser una droga del olvido, que como el fruto del loto borra el recuerdo
de la patria. La receta farmacológica de esta droga se describe incluso en detalle en los versos
homéricos; se trata, según ellos, de una bien dosificada mezcla de vino de Pramnos, queso, harina y
miel amarilla. También en el caso de Circe esta “droga fatal” (en griego pharmakon ligron) actúa de
forma que los huéspedes que sin temor la prueban “pierden todo recuerdo de su patria”... lo que en este
caso debe haber aliviado un tanto su destino de cerdos.
¿Como sigue la historia? Ulises se pone en camino para buscar a sus desaparecidos compañeros.
Recibe la ayuda de Hermes, el mensajero de los dioses, que le advierte de las artes mágicas de su
pérfida anfitriona y le da un antídoto. Con su fuerza y ayuda, Ulises consigue neutralizar la magia del
olvido de Circe y persuadirla además de devolver la condición humana a sus marineros convertidos en
cerdos.
Sin embargo, pronto el propio Ulises es víctima de otra magia del olvido contra la que no posee
antídoto alguno. Se deja seducir por Circe y sucumbe en sus brazos a la magia del amor. Ulises pasa un
año entero con Circe, y durante este tiempo, [p. 38] en que actúa la droga del olvido, olvida el regreso
junto a Penélope. Finalmente, sus compañeros tienen que obligarle a continuar viaje, y Ulises abandona
a la amada con el corazón oprimido.
El tercero de los episodios de olvido narrados por Ulises trata de las artes y astucias de la ninfa
Calipso. Para ella, una vez más, el amor es, como en el caso de Circe, la más eficaz droga del olvido.
Actúa siete años. Es un largo período, y hace mucho que para Ulises, sediento de acción, el amor de la
ninfa se ha convertido en una carga, aunque entre ellos exista la notable diferencia de condición de que
él es un mortal y ella, en tanto que diosa, es inmortal. Entonces Calipso juega su última carta. Si la
ama, ella hará inmortal a Ulises, y entre néctar y ambrosía —la comida y la bebida de los dioses— éste
olvidará para siempre todas las cosas terrenales y, naturalmente, también a su esposa Penélope.
Pero Zeus lo ha dispuesto de otro modo. A través del mensajero Hermes, da a la ninfa Calipso la
orden de dejar ir a Ulises de inmediato. Abandona la isla en una balsa. Furioso con esa intervención del
padre de los dioses en sus igualmente divinos derechos, Posidón hace que la balsa se quiebre. De este
modo llega Ulises, náufrago, hasta los feacios, a quienes habla en seguido d ella tentación del olvido, la
más peligrosa.

Homero es sin duda el primero pero no el único poeta griego que, junto a la memoria, otorga
también al olvido un lugar de honor en la literatura, como Muchele Simondon ha descrito en detalles y
con convincentes argumentos. Hesíodo tiene aquí un papel crucial. En su Teogonía, contrapone por vez
primera la diosa de la memoria, Mnemosine (en latín Memoria), próxima al día claro y al dios solar
Apolo, a la oscura diosa del olvido, Lete, emparentada con la noche. Ambas diosas tienen sus derechos
y sus propios reinos, a [p. 39] ambas pueden ofrecer sus sacrificios los mortales, según pretendan
poderosa ayuda del recuerdo o del olvido. Del olvido se desea sobre todo salud y curación cuando el
padecimiento y el dolor agobian a un mortal. Porque poder olvidar la desgracia es ya la mitad de la
dicha. Así lo dicen en la poesía sobre todo los trágicos (especialmente Eurípides) y los poetas del amor
(especialmente Alceo).
También los pharmaca pueden ser de utilidad. En ellos se muestra de nuevo la ambivalencia de
las fuerzas del alma humana entre el recuerdo y el olvido. En Grecia se conocen drogas para ambos. En
cuanto al recuerdo, está documentado que el artista de la memoria Simónides, el ya presentado inventor
de este arte, tomaba drogas para fortalecer la memoria. En cuanto al olvido, hay que añadir a las drogas
ya conocidas por Homero la plabta nepente, procedente de Egipto, que se mezcla con el vino y a la que
se atribuye el poder de atenuar el padecimiento y el dolor, la rabia y la ira, así como todos los demás
males, por medio del olvido. La hermosa Helena echa mano de esta droga del olvido cuando advierte el
dolor que ha caído sobre griegos y troyanos por culpa de su belleza.
A todos estos dadores de olvido y de consuelo se añade desde la época griega otra droga más, que
hasta hoy no ha perdido su popularidad al servicio del arte del olvido. Me refiero al vino, que “ahuyenta
las penas” (Eurípides). El vino es un sabroso regalo de los dioses, que hay que agradecer a Dioniso (en
latín: Bacchus), cuyo culto embriagador se extiende con rapidez en la Grecia poshomérica y en todo el
ámbito mediterráneo. Alceo, el poeta de Lesbos, llama por eso al vino, que hace olvidar las penas con
más eficacia que todas las demás drogas, “la mejor droga” (pharmakon ariston). [p. 40]
Los poetas modernos no piensan de manera muy distinta al respecto. De un inabarcable número
de testimonios, entresacaremos aquí solamente el de Schiller que, al igual que Goethe, sabía apreciar un
buen vino y pasó con su amigo el poeta de Weimar muchas horas bebiendo de excelente humor. De
Schiller citaré unos cuantos versos del poema “La fiesta de la victoria”, situado en el contexto
mitológico de la guerra de Troya. Néstor, uno de los triunfadores griegos, alcanza a la prisionera
Hécuba, esposa del rey troyano Príamo, una copa de vino, y dice:

¡Apúrala, fresca libación,


Y tu gran dolor olvida!
Espléndido es de Baco el don,
y aplaca del corazón la herida.

Es un sabio el que así habla. Los griegos escucharon gustosos su consejo.

3. Amor olvidadizo (Ovidio)

Mucho se olvida en el amor. Eso lo sabían en la antigua Roma los muchachos y muchachas que,
por ello, para olvidar amores iban a la puerta Colinia, donde junto al templo de Venus había también
una divinidad del amor lethaeus, el “amor leteico”, llamado así por el Leteo, el mítico río del olvido.
Aunque esta divinidad no prometía combatir el olvido, más bien, según el fingido testimonio del poeta
Publio Ovidio Nasón (43 a. de C.­ca. 17 d. de C.), tenía fama de procurar un profundo olvido cuando
una amada indigna o un amado infame [p. 41] ya no merecía el amor. Así pues, los jóvenes corrían a la
estatua del amor letheaus para “implorar el olvido” (oblivia poscere) con sus oraciones y votos.
¿De qué manera ayuda este dios romano? ¿Cómo extingue, ya que el amor lethaeus es una
divinidad fluvial, la molesta brasa del amor? Se trata de una difícil tarea incluso para un dios, y lleva
tiempo alcanzar la anhelada meta: “el fin del amor” (finis amoris). El amor lethaeus no dispone de
remedios milagrosos para este fin. Ayuda a la manera humana, mediante el arte del olvido, que se
puede estudiar como en la escuela, y cuyo maestro en lo que al amor se refiere es el propio Ovidio, que
con su Arte de amar (Ars amatoria) se ha hecho un nombre en la literatura latina. El mismo poeta
enseña pues en sus versos el arte de amar (amare) y el arte de, en caso necesario, desaprender ese amor
(dediscere amare), lo que recuerda a aquel filósofo griego y virtuoso de la retórica forense que en Roma
habló un día en favor de una causa y al día siguiente, con la misma convicción, en contra de esa causa.
En lo que se refiere al arte de olvidar el amor, cuyo abogado se declara Ovidio en sus poemas
satírico­didácticos Remedios de amor (Remedia amoris), se trata, como el título indica, de un arte
curativo. El poeta Ovidio es aquí el médico... ah, un médico que padece a menudo la enfermedad que
afirma saber curar (medicus aeger). No importa, en cualquier caso el autor conoce ese arte y puede
mencionar los remedios con los que los necesitados de olvido superarán ­ojalá­ el abismo entre querer
olvidar y poder olvidar. Por lo demás, con sus propuestas terapéuticas se dirige por igual a pacientes de
ambos sexos; proporciona, como gráficamente dice, armas a ambos bandos. Sin embargo, para su
exposición [p. 42] elige la perspectiva, próxima a él en tanto que autor masculino, de un hombre
enamorado que quiere olvidar a su amada infiel.
¿De qué índole son los remedios que se prescriben para esta enfermedad? En Ovidio no se habla
de fármaco alguno; parece despreciar las drogas del olvido, de las que el poeta tenía que conocer por lo
menos la flor de loto, por sus lecturas de Homero. Apenas una vez se habla brevemente del vino, del
que Ovidio dice que su consumo moderado intensifica el amor, pero su consumo inmoderado embota,
junto con los otros sentidos, también el del amor. Aparte pues de esto, todos los medicamentos aquí
recomendados son —dicho sea de forma moderna— de tipo psicoterapeútico.
Lo primero que resulta genial de este arte erótico (o antierótico) del olvido es que el experto
médico, con metodología en apariencia paradójica, pero de hecho virtuosamente refinada, pone
precisamente el arte de la memoria al servicio del arte del olvido. Como paciente, el amante debe
esforzar al máximo su memoria para recordar vivamente, según todas las reglas del arte, lo... odiosa
que en realidad era su amada. ¿Acaso tenía una figura redondeada? Era gorda. ¿Tenía unos miembros
delicados? Era flaca. Asimismo, no era moderna, sino que su cabello era más bien negro como la pez.
¡Y las cualidades de su carácter! ¿No se acuerda ya él de lo codiciosa, avara, caprichosa, embustera,
inmisericorde y, naturalmente, infiel que era? El primer paso en este arte de desaprender el amor
consiste en cualquier caso en traer a la memoria, con tanta claridad como sea posible, todos los defectos
de la amada (omnia damna) y la pena de amor que producen. Constantemente hay que tener presente el
objetivo de tornar agria en la memoria la dulzura del antiguo amor (inascescere). Y el paciente tiene
que perseverar a toda costa en estos esfuerzos (perfer!). [p. 43]
Más detalladamente aún que estos logros positivos expone el autor a continuación los esfuerzos
negativos que según su doctrina fomentan el olvido. Siguen pues ahora las estrategias del olvido en
sentido estricto, que actúan directamente sobre el alma. Como primera medida, hay que sacar de la casa
todas las imágenes de la amada. El autor menciona aquí expresamente las “imágenes grabadas en cera”,
con lo que en seguida hay que pensar que, según la mencionada metáfora platónico­aristotélica, la
memoria es como una tablilla de cera en la que están impresos los signos e imágenes que hay que
recordar. Además, en ningún caso se pueden volver a leer viejas cartas de la amada, que probablemente
habrá conservado el amante: “¡Al fuego con ellas!” (omnia in ignes). Por otra parte, hay que evitar
estrictamente todos los lugares que estén vinculados a recuerdos de la amada, en primer término, desde
luego, su habitación y su cama, que rápidamente podrían inflamar el ascua que hay bajo las cenizas,
pero también todos los demás lugares en los que la amada gustaba de estar y donde quizá —¡eso sería
una catástrofe para la terapia!— se podría volver a encontrarla.
Para rehuir todos estos peligros y olvidar a la amada, es especialmente recomendable el viaje. El
mayor tiempo posible (lentus abesto) y lo más lejos posible (via longa) debe marchar el que ama, si
quiere olvidar el amor. Así que lo mejor es que viaje al campo, donde fácilmente pensará en otras cosas,
pero que se lleve amigos, para no cavilar en solitario. En general, la compañía y las conversaciones
sugerentes están entre los más importantes remedios contra el amor. En cambio, hay que evitar la
música, la danza y el teatro; están demasiado próximos al amor y podrían dar nuevo impulso a la vieja
pasión. [p. 44] En cualquier caso, se impone la cautela continuamente, porque “de la más pequeña
chispa puede brotar el mayor fuego” e minimo maximus ignis).
¿Puede el artista del olvido leer en su fase de curación a poetas y poetisas de Grecia y de Roma
tan prestigiosos como Calímaco, Safo, Anacreonte, Tibulo y Propercio? Se impone en este punto la
mayor cautela, porque su lectura es también una ocupación muy peligrosa. Para cada uno de ellos vale
lo que Ovidio dice del poeta Calímaco: “No es hostil al amor” (non est inimicus amoris). Incluso sus
propios poemas de amor, que suenan “de algún modo parecidos”, los incluye Ovidio en esa clase de
poesía, y desaconseja su lectura a aquel que quiera olvidar el amor.
¿Qué distracción resta pues? Naturalmente quedan, ya que el ocio siempre se alía con el amor, el
trabajo (opus), el servicio al Estado en la paz (toga urbana) y en la guerra (munera Martis). Todas estas
actividades contribuyen a olvidar poco a poco el amor. La cosa puede ir despacio, pero eso no causa
daño alguno, porque sólo quien lentamente olvida (lente desinere) olvida de forma duradera. Y que en
este camino nadie se queje y se engañe a sí mismo con las palabras, dichas entre juramentos: “Ya no os
amo”. Quien así habla están aún muy lejos de haber olvidado su amor.
Así que por último, para poner fin a todas las vacilaciones, hay que recurrir al más extremo y más
eficaz remedium amoris, que en todo caso es bastante infalible. Y es: nuevo amor, nueva llama (novus
amor, novae flammae). Con esto el enamorado llega rápidamente a la encrucijada y tiene que optar:
¿impera el antiguo o el nuevo amor? Si el nuevo amor se alza con la victoria, están resueltos todos los
problemas, porque “un nuevo amor vence a cualquier amor” (successore novo vincitur omnis amor).
Con este remedio extremo alcanza [p. 45] definitivamente (¿de veras?) su objetivo el arte del olvido de
Ovidio.

4. Olvido trascendental y recuerdo terreno (Platón, san Agustín)

En el diálogo platónico Menón, Sócrates, en el que podemos reconocer al portavoz de Platón


(428­347 a. de C.), expone a su interlocutor Menón con un experimento su método pedagógico
(“método socrático”). Se basa en enseñar mediante preguntas. Sócrates provoca que un muchacho, un
esclavo, que no tiene ni idea de la matemática, mediante preguntas y más preguntas, descubra por sí
miso leyes elementales de la geometría. Sin duda esto no ocurre sin errores, que han de ser corregidos
mediante preguntas suplementarias, pero al final del juego de preguntas y respuestas el sujeto del
experimento (como diríamos hoy) ha alcanzado el objetivo educativo fijado, y sabe que la superficie de
un cuadrado no crece el doble (como pensaba al principio) sino el cuádruple si se duplica la longitud de
sus lados.
¿De dónde ha sacado el joven ese conocimiento si no se le ha dado como materia positiva de
aprendizaje? La respuesta de Platón apunta, mucho más allá del marco de la pedagogía, al centro de su
metafísica. Ese conocimiento procede, según su convicción, de una existencia prenatal en la que el
alma, no obstaculizada por corporeidad alguna, ha visto las ideas eternas de las cosas y por tanto
también la verdadera naturaleza de las figuras geométricas. De ahí que el aprendizaje sea esencialmente
un recordar (anamnesis). Sólo es necesario en [p. 46] cada momento un pequeño incentivo pedagógico
en forma de preguntas para impulsar ese proceso.
Aún así, entre la contemplación prenatal de las ideas y el recuerdo terreno —en las mejores
condiciones educativas— de lo anteriormente contemplado hay un abismo. Porque el nacimiento
significa olvido. ¿Olvido total? Eso no, porque de lo contrario ni con el más hábil método
interrogatorio sería posible reavivar por medio del recuerdo los conocimientos adquiridos antes del
nacimiento. Un saber latente perdura al olvido que supone el nacimiento como encarnación en un
cuerpo con todos sus defectos. Pero incluso con la aplicación consecuente del “método socrático”
siguen siendo una trabajosa labor de enseñanza y aprendizaje arrancar al olvido su botín. Porque el
olvido está al comienzo de la vida humana en esta Tierra, entre el nacimiento y la muerte, y marca la
pauta.
El teorema metafísico de un proceso en tres niveles, con las tres fases: contemplación de las
ideas, olvido y recuerdo, ocupa de tal modo el centro de esta filosofía que Platón apenas muestra interés
por la cuestión de si lo felizmente aprendido mediante el recuerdo puede volver a ser olvidado en el
curso de una vida humana. ¿Hay un olvido secundario de este tipo?, y ¿qué se puede hacer,
eventualmente, en su contra?
En Platón sólo se encuentran respuestas dispersas e incompletas a esta pregunta. En cualquier
caso, no espera nada bueno de la mnemotecnia, que en su época ya forma parte del repertorio fijo de la
retórica. Hace que Sócrates se burle del orador Hipias, famoso por su memoria, calificándolo de sofista.
Con la doctrina de la anamnesis en mente, Platón ha construido por entero sobre la memoria natural, no
sobre la artificial.
Esto incluye también un cierto menosprecio de la escritura, en tanto que [p. 47] se espera de ella
que ayude a la memoria “desde fuera”. En su opinión, hay que temer lo contrario; apoyada en las falsas
garantías de la memoria escrita, la memoria oral morirá con el tiempo. Ese reproche ya se lo hace —
según un mito que Platón cuenta, y con el que está de acuerdo— al dios Theuth, inventor y “padre” de
la escritura, el rey de Egipto, Thamus, que en tanto que mortal conocía al parecer mejor las debilidades
del ser humano. Aún así, el escepticismo de Platón frente al apoyo a la memoria que brinda la escritura
no puede haber sido tan radical, ya que nos ha dejado sus obras por escrito... al contrario que Sócrates,
que jamás escribió una sola línea.
A esto apunta también la metáfora platónica ya mencionada, que ha aportado el modelo de
pensamiento básico para muchas consideraciones posteriores sobre el recuerdo y el olvido: la imagen
de la “tablilla de cera” de la memoria. Los griegos y romanos hacían uso en la Antigüedad, aparte de
las inscripciones sobre material duro, de dos clases distintas de material de escritura: papel, fabricado a
partir del arbusto del papiro, y de uso bastante caro, y por tanto empleable tan sólo para escritos
importantes, y tablillas de escritura cubiertas de cera, en las que se escribía con un punzón (stilus) lo
que sólo tenía una importancia momentánea, y podía ser borrado con rapidez alisando la capa de cera.
Tales tablillas de cera, que podían utilizarse para fines variables, eran de uso notablemente más barato
y, por tanto, especialmente adecuadas para anotaciones ocasionales en apoyo de la memoria oral. Por
tanto, estaban más próximas al olvido que el papel y, en épocas posteriores, el aún más valioso
pergamino. En el pasaje de su teoría de la anamnesis en el que se habla del hundimiento del saber [p.
48] prenatal en el, sin embargo, no definitivo olvido del alma hecha hombre, Platón hace la consoladora
observación de que toda alma humana está, por así decirlo, cubierta al nacer por una capa de cera, que
no contiene aún “im­presiones”. De este modo, sería comparable a un bloque de cera, y este es un
regalo que los hombres tienen que agradecer a la diosa de la Memoria y madre de las musas.
Hay que observar aún que, según Platón, no todos los hombres han recibido de la divinidad sus
tablillas de cera individuales de igual calidad, como don de nacimiento. La tablilla de la memoria es de
distinto tamaño en las distintas personas, y la cera es de distinta pureza y dureza. Así, sin duda en el
momento del nacimiento toda tablilla de cera están sin escribir, en una tabula rasa (más adelante se
dirá: “una hoja en blanco”), pero no presta iguales servicios a todos los hombres en el curso de su vida.

Si echamos un vistazo a los filósofos de siglos posteriores y buscamos afines a Platón que hallan
seguido sus huellas y reflexionado sobre la interrelación de la memoria y el olvido, tenemos que
internarnos aproximadamente tanto en la era cristiana como Platón estaba separado de ella en la era
anterior al nacimiento de Cristo. Allí nos encontramos al filósofo y padre de la iglesia Aurelio Agustín
(354­430 d. de C.), que como creyente cristiano trata de unir, en su reflexión sobre el enigmático
milagro del olvido, la filosofía platónica (recibida en gran medida a través de Plotino) y la teología
bíblica, hasta donde lo admite la doctrina apostólica. Para eso, primero hay que haber leído la Biblia y
haberla entendido con precisión en su sentido manifiesto y oculto. Se trata ante todo de tender un firme
puente de memoria entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, en el que judíos y cristianos puedan
encontrarse, [p. 49] como adeptos a una religión monoteísta de la memoria.
Porque ya en la Biblia judía, el Antiguo Testamento en el canon cristiano, se presenta la relación
de Dios con su pueblo elegido, Israel, como un contrato (pacto, alianza) que reposa en la mutua
memoria y cuya vigencia no está limitada temporalmente (foedus sempiternum). Este contrato tiene por
contenido que Israel honrará el nombre de Dios y vivirá estrictamente conforme a sus leyes, y a cambio
Dios siempre extenderá su poderosa manos sobre Israel. En consecuencia, Dios nunca olvidará a su
pueblo elegido, con la condición de que ese pueblo tampoco olvide a su Dios. Pero eso es precisamente
lo que amenaza con ocurrir una y otra vez, sobre todo una vez que Moisés ha llevado a los israelitas
desde el destierro egipcio a la Tierra Prometida, donde “mana leche y miel” y el bienestar adormece la
devoción.
Contra ese olvido siempre amenazante se alza en la Biblia, sobre todo en el Deuteronomio, la voz
del enviado de Dios, que en nombre del Señor llama a la conversión: “Yo soy Yavé, tu Dios, que te ha
sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre”. Existe un contrato de la memoria, que
también regirá en el futuro y se basará en la reciprocidad, porque Dios ha dicho: “No te rechazará ni te
destruirá ni se olvidará de la alianza que a tus padres juró”.
Esta “antigua” alianza debe seguir rigiendo también, según la voluntad de los Padres de la Iglesia
cristiana, bajo el signo de la “nueva” alianza, pero fortalecida ahora y enriquecida por los actos de
salvación que Jesucristo ha llevado a cabo con su encarnación humana y pasión. En el centro de este
recuerdo está la cena, con el mandato de conmemoración a los discípulos: “Haced esto en
conmemoración mía” (en la Vulgata: Hoc facite in meam commemorationem). [p. 50] En virtud de ese
mandato de recuerdo también el cristianismo, como el judaísmo, se convierte en religión de la
memoria, cuya dimensión histórico­temporal frente al judaísmo está sobre todo modificada porque la
“presencia real” en el sacramento, por lo menos para los cristianos católico, tiende a superponerse a la
“presencia memorial” de Dios.

¿Ha quedado definitivamente descartado, con la antigua y nueva alianza de la memoria concluida
entre Dios y el pueblo creyente, todo peligro de olvido? Esta pregunta inquiera el apasionado corazón
del santo Padre de la iglesia Agustín, y domina su libro más personal: sus Confesiones (ca. 400).
Porque este obispo de Hipona, en el norte de África, no siempre ha llevado la vida de un santo. Durante
largos años de su vida fue pagano y pecador. La profunda cesura de su “conversión” separa en su vida
el olvido de Dios de su devoto recuerdo, y las confesiones del santo marcan para él —al mismo tiempo
como oración de penitente— el camino del olvido de Dios (oblivio Dei) a la comunidad de la memoria
de la fe cristiana. La más profunda experiencia de la fe consiste ahora pasa san Agustín en que el
mismo Dios al que pecaminosamente ha olvidado no le ha olvidado a su vez a él. Dios no ha pagado
pues en la misma moneda, sino que en su indulgencia y clemencia ha respondido al olvido del pecador
con su memoria divina, mucho más perdurable. Así, san Agustín puede rezar: “Te invoco a ti, que me
has creado y, olvidado de ti, no me has olvidado.
La asimetría entre el olvido humano y la memoria divina que se puede apreciar en esta invocación
lleva a san Agustín a nuevas reflexiones y le conduce a insertar [p. 51] en sus Confesiones una amplia
teoría de la memoria que llena el libro X. Las consideraciones filosófico­psicológicas del autor
comienzan con un gran asombro ante las capacidades de la memoria humana: “Grande es la fuerza de
la memoria”. Plazas y casas, campos y llanuras: éstos y otros paisajes forman los “ingentes espacios”
que están almacenados en la memoria humana, de tal modo que al espíritu humano le es posible
“pasear” por entre los innumerables recuerdos allí localizados. Esto ya se había dicho en la
mnemotecnia clásica; y no debe sorprender que san Agustín lo repita, ya que durante muchos años de
su vida ejerció el oficio de profesor de retórica. Sin embargo, lo que más asombra a san Agustín en esa
experta contemplación suya es que entre la masa de los contenidos de la memoria se halla incluso el
olvido (inesse oblivionem in memoria mea). Es posible recordar que se ha olvidado algo.
Esta paradójica peculiaridad de la memoria humana es explicada con más precisión por san
Agustín con el ejemplo de la parábola bíblica de la dracma perdida. En Lucas 15, 8­9 se dice lo
siguiente: “¿O qué mujer que tenga diez dracmas, si pierde una, no enciende la luz, barre la casa y
busca cuidadosamente hasta hallarla? Y una vez hallada, convoca a las amigas y vecinas, diciendo.
Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido”.
En los Evangelios, Jesús cuenta esta parábola —una variante de la parábola de la oveja
descarriada, modernizada para una cultura monetaria— con el objetivo de mostrar a los eruditos y
fariseos la alegría que reina entre los ángeles del cielo cuando un solo pecador reencuentra a Dios. Pero
san Agustín distingue otro sentido más en esta parábola. Quiere entenderla desde un punto de vista
mnemológico, y se pregunta: una mujer ha perdido [p. 52] un dracma... ¿habrá olvidado también la
moneda? Si ése fuera el caso, jamás podría recuperarla. Porque sólo puede esperar recobrarla si al
encontrar la moneda puede al menos reconocerla. En consecuencia, al buscarla tendrá que tener la
imagen de la moneda aún en su memoria.
Igual que la mujer de la parábola bíblica busca la perdida dracma con una posiblemente confusa
imagen de la moneda en la profundidad de su memoria, así busca san Agustín en su vida al Dios sin
duda perdido, pero no del todo olvidado. ¿Dónde lo buscará primero? Lo hace en su memoria. La
memoria es el lugar donde Dios, recordando su alianza con el hombre, se ha alojado incluso en los
pecadores, y donde, no del todo alcanzable por el olvido del pecador, espera el día en que el finalmente
convertido se reencuentre con él. Desde las profundidades de la memoria, Dios envía una señal con
cuya ayuda el ser humano puede hallar la salida de los errores de su olvido. So las ideas eternas que
Dios ha implantado en la memoria de los hombres, incluso sin su conocimiento y voluntad. Al
principio sólo están “latentes” en él, pero con adecuados esfuerzos del espíritu pueden ser elevadas a la
conciencia y mostrar así el camino hacia Dios. En san Agustín, éste es un pensamiento —caso—
platónico: no hay “rememoración” de una contemplación prenatal de las ideas, pero sí “pre­
memoración”, implantada en el nacimiento y en tanto que tal apriorística, de un conocimiento de la
sabiduría que hay que desarrollar en la vida y que culmina en el reconocimiento de Dios. Buscar a Dios
significa pues buscar en la perdición del olvido de Dios (oblivio Dei, donde Dei es un genitivus
obiectivus) los signos de la memoria de Dios ( memoria Dei, donde Dei es un genitivus subiectivus) y
dejarse guiar por sus “huellas” en el camino de la conversión. [p. 53]
De este modo, en virtud de esta memoria, Dios no sólo es buscado sino finalmente también
encontrado. Esa esperanza la fundamental san Agustín en otro pasaje con una especulación, a la vez
psicológica y teológica, sobre la esencia de la Trinidad. Trina, argumenta san Agustín en su ulterior
libro, De Trinitate, es no sólo la divinidad, con sus tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, sino
también el alma humana, con las tres fuerzas del espíritu: memoria (memoria), entendimiento
(intelligentia, cogitatio) y voluntad (voluntas, providentia). Estas dos trinidades se corresponden punto
por punto la una con la otra, de forma que en la memoria humana se reconoce al miso tiempo la
característica trinitaria de la primera persona divina, Dios Padre, como la memoria personificada de
Dios. Si esta atribución ha de tener sentido teológico, entonces no se puede referir a ninguna memoria
de palabras (memoria verborum), sino sólo, en el estricto sentido ontológico del término, a una
memoria de cosas o real (memoria rerum) que en Dios es idéntica al conjunto de su creación. Dios
Padre ha creado el mundo, así que ahora “está” en la memoria divina... incluyendo esos puntos ciegos
producidos por el pecaminoso olvido del hombre. Así, también el pecador Aurelio Agustín, si en la
oración confiesa al creador su largo olvido, puede esperar una vida dichosa en la memoria de Dios y
también que el pecado de su olvido quede borrado para toda la eternidad.
5. Recuerdo y olvido ante Dios y ante los hombres (Dante)

La muerte es el más poderoso agente del olvido. Pero no es omnipotente. [p. 54] Porque, desde
siempre, contra el olvido en la muerte los hombres han levantado las murallas del recuerdo, de tal modo
que las huellas que permiten seguir la memoria de los muertos pasan por ser, entre prehistoriadores y
arqueólogos, los signos más seguros de la existencia de una cultura humana. Los rituales de culto a los
muertos, con sus intercesiones, sacrificios y prendas funerarias, sirven sin duda en muchos casos, ante
todo, para asegurar al fallecido un cierto bienestar en el más allá. Pero los monolitos funerarios siempre
actúan también como “monumento”, advirtiendo a los vivos que no deben olvidar a sus muertos... o
que deben olvidarlos progresivamente, porque “la vida sigue”.
De este modo, el tiempo se alía más con el olvido que con el recuerdo. La sabiduría de nuestros
antepasados ha sacado de ellos la conclusión práctica de fijar en la memoria privada de los muertos un
marco ritual en el culto público que, en la sucesión habitual de las conmemoraciones, refuerza la
memoria más allá de la tumba y al mismo tiempo la limita mediante su habitualidad social, Así, se
pone cada vez más tiempo de por medio entre el acontecimiento de la muerte y el decreciente número
de motivos habituales para una commemoratio mortuorum.
Pero cuando los poetas, con el poder de su pluma, aere perennius, hacen suyo el recuerdo de los
muertos, el olvido ya no puede practicar su habitual juego con la memoria de los hombres. Haber
demostrado esto con perfección clásica es el privilegio de uno de los más grandes poetas de la literatura
universal, Dante, que levantó en torno a la memoria de los muertos, siempre amenazada por el olvido,
la imperecedera catedral de su Divina Commedia.
El poeta florentino Dante Alighieri (1265­1321) escribió esta obra, en cien [p. 55] cantos y
14.233 versos, a principios del siglo XIV, expulsado de su ciudad natal y, por ello, amenazado en el
exilio por el olvido. El poema trata de un imaginario recorrido por los tres reinos del más allá, Inferno,
Purgatorio y Paradiso. Este recorrido es pues una visita a los muertos; el propio Dante es el único vivo
que tiene acceso a ese mundo ultraterreno. En consecuencia, también es el único que tiene que cargar
todo el peso de la memoria de ese recuerdo de los muertos si nosotros, los vivos de este mundo, hemos
de tener noticia de ello.
Empecemos por decir que Dante ya se había enfrentado al problema de la memoria en un escrito
anterior, titulado Vida nueva (Vita Nuova, 1292­1293). Este “librito” (libello), mezcla de poesía y prosa,
está dedicado a la memoria de su —real o ideal— amor de juventud, Beatrice, que murió tan joven que
Dante no pudo expresarle en vida toda la veneración y todo el amor que había sentido por esa “elevada
dama de su memoria (la gloriosa donna de la mia mente). Y cuando ha muerto y ha sido acogida en el
cielo como “bienaventurada” (“beata” Beatrice), el habitual olvido humano amenaza en la tierra su
recuerdo, porque los ojos del joven Dante no rehuyen seguir a otras bellezas, lo que no debe estar
permitido a esos “malditos ojos”:

Voi non dovrete mai, se non per morte,


la vostra donna, ch'é morta, obliare.

Jamás debisteis, sino con la muerte,


olvidar a vuestra dama, que ha muerto.

Para escapar a todas las tentaciones del olvido, Dante promete, al final [p. 56] de la Vita Nuova,
que durante el resto de su vida levantará un monumento literario al perenne recuerdo de Beatrice, en el
que ella será tan ensalzada “como ninguna mujer ha sido ensalzada jamás por un poeta” (dicer di lei
quello che mai non fue detto d'alcuna).
Ése es el fundamento de la memoria para la Divina Commedia de Dante, el recuerdo de Beatrice.
En ella Beatrice, descendiendo a la esfera superior del paraíso, acompaña al poeta con sus preces en su
recorrido y sale al encuentro de su propio recuerdo.

Los espacios que Dante recorre en el viaje al más allá de su Divina Commedia forman un paisaje
cósmico en el que se ha asignado un lugar a las almas de los fallecidos. Él hallá su camino en medio d
este paisaje con ayuda de guías, entre los que el poeta romano Virgilio al principio y el santo cristiano
Bernardo de Claraval al final del viaje serán acompañantes especialmente expertos. El primer tramo del
viaje conduce al infierno, que en el paisaje ultraterreno de Dante tiene la forma de un enorme embudo,
causado mucho antes de la creación del hombre por la caída de Lucifer. Dante desciende a este
“anfiteatro” (Goethe), que llega hasta el centro de la Tierra. El purgatorio en cambio tiene la forma de
un cono montañoso igual en su volumen al embudo del infierno; por eso se habla también de una
“montaña de purificación” que Dante ha de escalar en zigzag tras su ascenso del infierno. En su cumbre
se encuentra el “paraíso terrenal”. Finalmente, como tercer reino del más allá, Dante conoce el paraíso
celestial, que se abomba cristalino en esferas concéntricas por encima del mundo terreno. A estas
alturas celestiales es alzado Dante, y llega hasta la esfera superior, el empíreo, no lejos del lugar donde,
en medio de una luz inaccesible, se entroniza la Santísima Trinidad. [p. 57]
En sus recorridos por esos tres reinos ultraterrenos, Dante se encuentra a cada paso las almas de
los fallecidos, que según la “gran sentencia” de la justicia divina ocupan el lugar (loco, luogo) que les
corresponde en el infierno, el purgatorio o el paraíso. Entabla conversación con ellas, contempla sus
destinos, almacena sus historias en la memoria. De este modo se convierte en el hombre de memoria
universal que finalmente puede contar a sus lectores, en los versos de su gran poema, lo que ha visto en
las distintas estaciones de su imaginario viaje al más allá y ha almacenado artificialmente en su
memoria.
En la Divina Commedia de Dante, tenemos ante nosotros una exacta reproducción literaria del
antiguo arte de la memoria. El principio básico de esa mnemotecnia es que todos los contenidos de la
memoria se recogen como “imágenes” que el orador tiene que depositar en determinados “lugares” de
un paisaje previamente elegido. El “camino” del discurso consiste en recorrer sucesivamente los lugares
de la memoria para evocar en el orden correcto las imágenes allí depositadas. Eso es exactamente lo
que hace Dante. Las almas de los fallecidos y el lugar donde las encuentra en el más allá son para él las
imágenes que memoriza para después, cuando a su retorno al “alegre mundo” de los vivos escriba su
poema, poder evocar en orden su encuentro con ellas. En ese sentido, se puede calificar a la Divina
Commedia de Dante como una obra de arte de la memoria.
Sin embargo, en el paisaje poético ultraterreno de Dante hay que considerar, junto al punto de
vista mnemológico, también uno teológico, en el sentido de la teología de la memoria agustiniana.
Hemos visto que san Agustín quiere reconocer en la tríada psicológica memoria­intellectus­voluntas
una reproducción humana de la trinidad divina, [p. 58] de tal forma que de las tres personas divinas
Dios Padre representa la memoria, Dios Hijo el entendimiento y el Espíritu Santo la voluntad (o la
previsión). Dante se apropia expresamente de esta especulación sobre la Trinidad en varios pasajes de
su obra, así también en la Divina Commedia. Pero Dios Padre como esencia de la memoria divina es
también, por otra parte, el creador del mundo. De ellos se desprende para la teología de Dante que el
mundo creado por Dios Padre tiene su esencia como creación en que “está” guardado en la memoria
divina. Esto vale tanto para este mundo como para el más allá. Cuando Dante, como hemos visto,
recorre el más allá, según todas las reglas del arte retórico, como un paisaje de memoria, explora con su
memoria humana, de manera poética, la memoria de Dios ( memoria Dei, donde Dei es un genitivus
subiectivus ). Dante, que como hombre de memoria viene de este mundo, descubre esto sobre todo en
que todas als almas que encuentra en el más allá tiene su memoria intacta. Recuerdan —con una
pequeña excepción, de la que en seguida hablaremos— con la máxima precisión todo lo que han hecho
o han dejado de hacer en la Tierra para su salvación o su desgracia. De este modo, la memoria es
omnipresente en la Divina Commedia. Lo cual es altamente asombroso si se considera al mismo tiempo
que por ese paisaje del más allá discurre también el Leteo, el río del olvido.
Ya hemos conocido el Leteo y sabemos que esta corriente mítico­poética pertenece desde la más
antigua tradición a la topografía de los infiernos. Las aguas de la corriente del Leteo tienen el poder de
quitar a los fallecidos, a su entrada en el reino de la Muerte, el recuerdo de la vida terrena. Esto ocurre
de distinta manera según sean las fuentes de la tradición. [p. 59] Según algunas versiones del mito, los
fallecidos son rociados con las aguas del Leteo o sumergidos bajos sus ondas. Por otra parte, está muy
difundida la idea de que los fallecidos beben del río el agua del olvido. Finalmente, en determinadas
versiones del mito pueden aparecer dos o más formas de actuar del agua para eliminar con reforzada
energía los recuerdos de este mundo. Así, Dante habla en un pasaje de que los fallecidos se “lavan” en
el agua del Leteo, en otro, de que “prueban” las aguas del olvido.
En la diferencia de los pasajes citados se pone de manifiesto un peculiar problema estructural que
Dante tiene que resolver en su Commedia si quiere dotar las personas de su mundo ultraterreno de una
memoria no disminuida. Porque ¿en qué parte de este paisaje de la memoria dejará correr el autor
Dante Alighieri el río Leteo, si Dante mismo, como personaje en este poema, es representante de la
memoria y en consecuencia no puede exponerse al olvido? El hombre memoria Dante es muy
consciente de este problema. Cuando, en el séptimo círculo del infierno, su guía, Virgilio, le menciona
los ríos de los infiernos, el Leteo no está entre ellos. A la sorprendida pregunta de Dante, Virgilio le
consuela remitiéndose a más adelante: “Ya verás el Leteo” (Lete vedrai). De hecho en su recorrido
Dante tiene que esperar aún algún tiempo antes de llegar a la orilla de ese río. Sólo al final del
purgatorio, en los amables campos del paraíso terrenal, fluye ante Dante el río Leteo, y el caminante
sabe lo que sus aguas logran: “quitan la memoria del pecado”. De ello se desprende que en todo el
infierno, como también en la mayoría de los cantos del purgatorio hasta llegar al paraíso terrenal, al
final de la segunda parte de la Divina Commedia, todas las almas que Dante se encuentra no están
sometidas al olvido. [p. 60]
Pero ¿lo están una vez que han bebido las aguas del Leteo? Puede parecerlo, pero por un instante,
porque de la misma fuente de la que fluye el Leteo brota en la Divina Commedia otro río, Éunoe, que
significa “buen sentido” o “buena memoria”. Este río gemelo tiene el poder de contrarrestar con sus
aguas curativas el olvido del Leteo en aquellas almas bienaventuradas que ascienden del paraíso
terrenal al celestial, y de reforzar en ellas el recuerdo de las buenas acciones que llevaron a cabo en su
vida terrena, de tal modo que puedan entrar al cielo con una buena memoria en todos los sentidos. Sólo
que, debido al Leteo, estos beatos han perdido una parte de su memoria, ya que bajo la influencia de
Éunoe ya no pueden recordar sus pecados (que sin duda —en sentido lato— habrá habido incluso en
una vida de santo)... un defecto con el que sin duda podrán ser eternamente felices.
Así ocurre pues que en la Divina Commedia, aparte de la pequeña limitación mencionada para los
bienaventurados, todos los personajes que aparecen pueden intercambiar ideas y recuerdos con el
caminante terreno Dante en virtud de su intacta memoria. El desplazamiento del río Leteo al paraíso
terrenal, unido a la cotrarrestadora influencia del río Éunoe, ha producido esta obra de arte
mnemotécnica.

Alterando el recorrido de Dante por el más allá, vamos a analizar primero la segunda parte de la
Divina Commedia y a observar cómo se comportan el recuerdo y el olvido en el purgatorio. Porque
desde este punto de vista el purgatorio es quizá la parte más interesante del más allá de Dante. Esto se
pone especialmente de manifiesto si se tiene a mano para la lectura de Dante el libro La naissance du
Purgatoire (1981), de Jacques Le Goff. [p. 61] En este libro, cuyo último capítulo está dedicado al
“teólogo” Dante Alighieri, el historiador francés expone de manera convincente cómo por la puerta del
purgatorio el tiempo (humano) hace su entrada en el más allá y allí pone en cuestión el imperio de la
eternidad (divina). De este modo el purgatorio, que Le Goff llama “infierno a plazo”, es el ámbito más
humano del más allá, dado que las almas penitentes del purgatorio son las únicas cuyo destino aún no
está completamente decidido. Sin duda, como los condenados del infierno y los benditos del paraíso,
han escuchado ya su definitiva sentencia y pueden estar seguros de que, una vez expiadas sus
temporales condenas, alcanzarán la dicha eterna terminado el período de penitencia. Pero el tiempo que
tienen que pasar como penitentes no está establecido. Así, para las almas del purgatorio existe la
posibilidad de que el tiempo que tienen que expiar en este territorio del más allá se reduzca por un acto
de divina clemencia... en términos modernos, por un indulto. Sin embargo, las almas penitentes no
pueden hacer nada para conseguir esa reducción; su vida terrenal ha terminado, así que ya no tienen
ninguna posibilidad de actuar ni de modificar nada. Sólo los vivos pueden actuar, en todo caso, en favor
de los penitentes en el purgatorio, para lograr una reducción de sus penas temporales y acelerar su
traslado al cielo. Pero esto sólo puede ocurrir de manera indirecta, si mediante su oración mueven a un
santo o una santa, o mejor todavía a la Virgen misma, a interceder ante Dios en favor de una de esas
pobres almas.
Aquí vuelve a entrar en escena la memoria. Un alma penitente en el purgatorio lo tiene mal si
ningún ser vivo cumple su obligación de pariente o de amigo (o aunque sólo sea su obligación general
como cristiano) y no practica commemoratio mortuorum alguna. [p. 62] Si amenaza este peligro de
olvido, es “vivo” interés de los “muertos” enviar un mensaje, un agente, un hombre de memoria de
vuelta a este mundo, para que hable allí de su existencia penitente en el purgatorio y traslade a los vivos
su grito de ayuda.
Dante es ese hombre de memoria. A él se dirigen los penitentes del purgatorio apenas notan la
presencia de un vivo en el reino de los muertos. Pero ¿quiere Dante, caminante por el más allá, cargar
con todos esos mensajes? Y si quiere, ¿estará en condiciones de hacerlo, dado que tantas almas apelan
en el otro mundo a su memoria? En lo que se refiere a la disponibilidad de Dante, hay poco que temer,
ya que el poeta, según se demuestra, es fácil de mover a la comprensión y la compasión. Pero ¿hasta
dónde alcanzará la capacidad y fiabilidad de su memoria si este hombre ha de almacenar en ella tan
variadas vivencias? ¿Bastará realmente un breve detenerse del caminante en un lugar del más allá para
conservar en su memoria todo lo que allí ha visto y oído, para que no sea cubierto y empujado hacia el
olvido por otras imágenes recogidas en su ulterior caminar? Una memoria natural, por buena que sea,
no alcanza sin duda para tal logro. Sólo una memoria profesional (memoria artificiosa) puede llevar a
cabo, si el hombre de memoria ha aprendido el arte de la mnemotecnia.
Veamos dos encuentros, caso querría decir dos “casos” que ilustran los distintos aspectos de
nuestro planteamiento. El primero caso trata del juez de Pisa Nino Visconti, que era amigo de Dante.
Ha sido enviado por sentencia divina al purgatorio, donde le espera un largo período de expiación de
sus pecados. ¿Puede quizá esperar que su viuda rece por la salvación de su alma? Por desgracia no,
según parece, ya que la viuda ha vuelto a casarse bastante rápido, de lo que el esposo en el purgatorio
saca la conclusión de que ya no le ama [p. 63] y hace mucho que lo ha olvidado. Pero felizmente aún
está su hija Giovanna, en cuya intercesión pone especiales esperanzas, porque la oración de un niño
procede siempre de un corazón puro. Sin embargo, precisamente en un niño no cabe excluir del todo
que, entregado a sus juegos infantiles, no piense en su padre. Los niños son olvidadizos. Así que
también en este caso es preciso un hombre de memoria para contrarrestar el olvido infantil:

Di'a Giovanna mia che per me chiami


La dove agl'i innocenti si risponde.
Non credo che la sua madre piu m'ami,
Poscia che tramuto le bianche bende,
Le quai convien che, misera, ancor brami.
Per lei assai di lieve si comprende
Quanto in femmina fuoco d'amor dura,
Se l'occhio o il tato spesso non l'accende

De a mi Giovanna que en mi nombre implore,


en donde se responde a la inocencia.
No creo que su madre ya me ame
luego que se cambió las blancas tocas,
que conviene que, aún, ¡pobre!, las quisiera.
Por ella fácilmente se comprende
cuánto en mujer el fuego de amor dura,
si la vista o el tacto no lo encienden.

Contra la ley de La donna e mobile la memoria no parece ser de ayuda, contra el olvido infantil
quizá lo sea.
El segundo caso es el de Marco Lombardo. Sin duda este fallecido [p. 64] no acaba de llegar al
purgatorio puesto que ha avanzado ya hasta la tercera curva de la montaña de la purificación. No tiene
ante sí una espera demasiado larga. Aún así, una a la historia de su vida, que narra a Dante, el insistente
ruego de que se interceda por él en la Tierra. Dante empeña en ello, sin titubeos, la fuerza de su
memoria, y promete trasladar a los vivos ese grito de ayuda del más allá. De este modo se crea una
auténtica cadena de intercesiones que va del penitente Marco Lombardo al caminante Dante, de Dante a
los parientes aún vivos, de éstos a los santos y, finalmente, de los santos a Dios, para que se apiade de
la pobre alma. Todos los eslabones de esta cadena presuponen una memoria capaz, que no deje margen
al olvido. Si falla uno solo de los eslabones, si una de las personas implicadas, por ejemplo, Dante,
pierde la memoria, se rompe la cadena de intercesiones y nada cambiará en el destino del alma
penitente.
Pero ¿cómo ha de proceder este hombre de memoria cuando a su retorno a este mundo tenga que
transmitir tan gran número de graves y apremiantes mensajes? ¿Viajará quizá en persona de destinatario
en destinatario para entregarlos? Aquí, me parece admisible ver el podema dantesco, en tanto se dirige a
una pluralidad de lectores, y según la lógica inmanente a su ficción poética, como la fidelísima
ejecución de un encargo integral que el hombre de memoria Dante ha aceptado en su viaje por el más
allá.

Aún más que en el purgatorio, en el infierno la memoria se eleva sobre un oscuro fondo de
olvido. Esto ha de entenderse, en primer lugar, en un sentido puramente físico. Porque, según una
antigua regla del ars memoriae, las imágenes de la memoria, si no quieren ser olvidadas, tienen que
estar bien iluminadas en la psique, ni demasiado claras ni, [p. 65] sobre todo, demasiado oscuras. Pero
el infierno dantesco es un reino oscuro, un “mundo ciego”. Y en otro pasaje Dante describe el infierno
con una impresionante sinestesia: “Llegué al lugar donde toda luz enmudecía” (Io venni in luogo d'ogni
luce muto). ¿Qué hacer contra el peligro de olvido que ello supone? El único medio por así decirlo
técnico, concretamente mnemotécnico, del que Dante hace uso contra este impedimento a la memoria
es una invocación a las musas, que al fin y al cabo son las nueve hijas de Mnemosine, la diosa de la
Memoria. Dos veces invoca Dante en el Inferno a las musas. La primera invocación, general, se
encuentra al comienzo del descenso al infierno:

O Muse, o alto ingegno, or m'aiutate:


O mente, che scrivesti cio ch'io vidi,
Qui si parra la tua nobilitate!

¡O musas! ¡O alto ingenio, sostenedme!


¡Memoria que escribiste lo que vi,
aquí se advertirá tu gran nobleza!

La relación entre las musas y la memoria que ellas favorecen es aquí por entero evidente. La
segunda llamada a las musas se encuentra al final del Inferno, en aquel momento de su peregrinación
en que Dante se acerca al punto más profundo y oscuro del infierno:

Mas a mi verso ayuden las mujeres


que a Anfión a cerrar Tebas ayudaron,
y del hecho el decir no sea diverso. [p. 66]

Estas mujeres mitológicamente esbozadas son una vez más las musas. Pero ¿en qué forma pueden
las musas ayudar a la memoria? Esta pregunta es fácil de contestar. Las musas ayudan, naturalmente, de
forma artística, ya que a ellas les están confiadas las artes. Respecto a la memoria, la ayuda viene pues
del arte de la memoria.
Pero esto se refiere sólo a los problemas memorísticos de Dante. Las almas condenadas al
infierno tienen otros problemas. En cualquier caso, en el infierno ya no hay ningún interés “vital” de
los muertos que pueda dirigirse al arte recordatorio del hombre de memoria Dante con el objetivo de
influir sobre el destino de las almas penitentes en el más allá; porque en la puerta de entrada al infierno
se puede leer la inscripción: “Abandonad toda esperanza los que aquí entráis” (Lasciate ogni speranza
voi ch'entrate).
Sin embargo, todas las almas que penan eternas condenas en el infierno tienen un recuerdo pleno,
no disminuido por agua alguna del Leteo, de su vida terrena, sobre todo de los graves pecados a los que
deben su condenación. Pero ¿de qué les sirve tal memoria? Dante da a esa pregunta distintas respuestas.
Para algunos de esos desdichados, es un consuelo que Dante les deje contarle su vida terrena para que
difunda ese conocimiento entre los vivos. Así, por ejemplo, Ciacco Fiorentino, que debe su lugar en el
infierno a la “dañosa culpa de la gula”, implora a Dante:

Ma quando tu sarai nel dolce mondo,


Pregoti che alla mente altrui mi rechi;
Piu non ti dico e piu non ti rispondo.

Pero cuando hayas vuelto al dulce mundo,


te pido que a otras mentes me recuerdes; [p. 67]
más no te digo y más no te respondo.

También los sodomitas, que conforme al código moral de la época están condenados al séptimo
círculo del infierno por su pecado contra natura, ruegan a Dante que se emplee en la tierra para que su
recuerdo no se extinga de la memoria de los vivos: “¡Haz que la gente hable de nosotros!”
En este círculo del infierno se halla también, para dolor de Dante, su reverenciado profesor
Brunetto Latini, a cuya “imagen paternal” rinde profundo respeto. De él, cuando estaba vivo, ha
aprendido Dante, más que de otros maestros de la palabra, “cómo el hombre alcanza la eternidad”
(come l'uom s'eterna). Y ahora se lo encuentra en el infierno debido a su “mortal” pecado. ¿Debe aun
así haber para él una posteridad en la memoria del mundo? Sí, de hecho Brunetto Latini lo desea, y
debe ser ante todo una memoria literaria, de su obra maestra, el Trésor. A todas luces, para Ciacco
Fiorentino, Brunetto Latini y otros muchos desdichados del Inferno hay una importante diferencia en
que su condenación eterna se añada una condenación de la memoria, lo que agravaría hasta el extremo
su desesperado destino ultraterreno con un total olvido de este mundo.
“Condenación de la memoria” (damnatio memoriae) es un concepto jurídico que ha representado
un papel importante en la historia de la cultura del recuerdo y el olvido. Procede, en su forma habitual,
del Derecho público y penal romano. En Roma, la condena de la damnatio memoriae afectaba sobre
todo a emperadores y otros poderosos, que en un cambio político, a su muerte, por ejemplo, o tras una
revolución, eran declarados “enemigos del Estado”. Entonces se destruían sus imágenes, se derribaban
sus estatuas, [p. 68] se quitaban sus nombres de las inscripciones. Muchos de sus decretos dejaban de
tener vigencia de un día para otro, de forma que ni siquiera esos testimonios recordaran ya a la “no
persona”. Así le ocurrió, por ejemplo, como cuenta Suetonio en una de sus biografías de los césares, al
odiado emperador Domiciano cuando cayó víctima de un atentado en el año 96 d. de C. En seguida, a
instancias del Senado, fueron derribadas sus estatuas (clipei, imagines) y borradas de las inscripciones
las menciones de su nombre (tituli), todo ello con el declarado fin de “abolir de este mundo toda
memoria” (abolendam omnem memoriam) en lo referente a su persona.
Fuera del Derecho romano, se conoce también algún tipo de damnatio memoriae en otros
sistemas jurídicos de la Antigüedad. En el Antiguo Testamento se encuentra, por ejemplo, la profética
amenaza de sanción: oblivione delebitur nomen eius (“su nombre será borrado por el olvido”). En el
Drecho canónico cristiano la damnatio memoriae ha estado vinculada principalmente a la pena de
excomunión.
Volvamos a Dante. En su camino por el infierno no puede ayudar a las almas que allí penan por
sus pecados. Su destino está definitivamente sellado, la condena es por toda la eternidad. En último
extremo, Dante puede evitar, si la simpatía y la compasión le mueven, que a la damnatio personae se
añada la damnatio memoriae. Es la única corrección que como hombre de memoria puede hacer en la
sentencia que los envió al infierno... si es que los condenados así lo quieren. Bocca degli Abbati, por
ejemplo, que como “traidor” expía sus pecados en el noveno círculo del infierno, no quiere para sí
semejante consuelo. Casualmente, en su recorrido por el infierno Dante le ha golpeado con el pie y
herido el rostro. [p. 69] Como reparación de esa no intencionada lesión, Dante le ofrece cuidar en la
Tierra de su pervivencia en la memoria de la humanidad. Pero esto no es lo que desea, de forma que
rechaza ásperamente la oferta de Dante:

“Yo estoy vivo, y acaso te convenga


­fue mi respuesta­, si es que quieres fama,
que yo ponga tu nombre entre los otros.”
Y él a mí: “Lo contrario desearía;
márchate ya de aquí y no me molestes”.

Así, el nombre de Bocca degli Abbati es inscrito en el libro de la memoria de Dante contra su
declarada voluntad, y también para él queda rechazado el olvido eterno.

Aparte de la temida o aceptada damnatio memoriae, para comprender el Inferno dantesco hay que
tener en cuenta otro aspecto jurídico: la ley del talión (lex talionis, en Dante: contrapasso). Se cita con
frecuencia este principio jurídico según el Antiguo Testamento: “ojo por ojo, diente por diente”, pero
este principio puede encontrarse también en mucho sistema jurídicos, incluso en la actualidad. En
Dante, la ley del talión se vuelve hacia lo trascendental y está íntimamente vinculada con su teología de
la memoria.
Como ejemplo, sirva el episodio que trata del trovador provenzal Bertrand de Born. El poeta, al
que Dante estima mucho por sus versos, está condenado a penar eternamente en el infierno porque con
sus poemas políticos incitó a Enrique, el primogénito del rey Enrique II de Inglaterra, a rebelarse contra
su padre, el rey. [p. 70] Ahora bien, “rebelión” (en Dante: ribellione) es sin duda un concepto jurídico
abstracto, y en consecuencia difícil de utilizar desde un punto de vista mnemotécnico. Para anclarlo
mejor en la memoria, hay que concretarlo y visualizarlo conforme a las reglas del mnemotecnia. Y esto
es lo que Dante hace, porque el infeliz poeta aparece en el infierno, ante los espantosos ojos de Dante y
Virgilio, como una imagen fácilmente recordable por la fuerte impresión que causa en la imaginación, y
en consecuencia también en la memoria, de los caminantes ultraterrenos:

Io vidi certo, de ancor par ch'io lo veggia,


Un busto senza capo andar si come
Andavan gli altri della trista greggia;
E il capo tronco tenea per le chiome,
Pesol con mano a guisa di lanterna;
E quel mirava noi, e dicea: “Oh me!”.

Yo vi de cierto, y parece que aún vea,


un busto sin cabeza andar lo mismo
que iban los otros del rebaño triste;
la testa trunca agarraba del pelo,
cual un farol llevándola en la mano;
y nos miraba, y “¡Ay de mí!”, decía.

Visto a la luz de la retórica, un cuerpo sin cabeza es un ejemplo prototípico de lo que los maestros
de la mnemotecnia han llamado “imagen agente” (imago agens), con cuya ayuda el pecaminoso
proceder llamado “rebelión” en el abstracto lenguaje del Derecho se inscribe en la memoria del
observador de forma en extremo sugerente, [p. 71] enteramente gráfica: el concepto se transforma en
una metáfora para ser almacenado como imagen de memoria. Porque según la lógica medieval de esta
metáfora —que Livio hizo famosa— la rebelión del súbdito contra su rey es comparable a una
sublevación del cuerpo contra su cabeza.
En este punto vuelve a entrar en juego la figura jurídica de la ley del talión. Porque en el Inferno,
donde ya no hay perdón de los pecados, todo el sistema de sanciones se basa en el principio de la ley
del talión. En palabras de Dante: “Según fui en vida, así soy en la muerte” (Qual io fui vivo, tal son
morto). Conforme a esta máxima, en la justicia divina se equilibran con exactitud los dos platillos de la
balanza, de lo que uno (quale) contiene los pecados y el otro (tale) las penas. Por otra parte, Dante ha
escogido precisamente el episodio de Bertrand de Born para poner de manifiesto de forma ejemplar
este principio penal, de ahí que el canto termine con las siguientes palabras del desdichado trovador:
“Se cumple en mí la ley del talión” (Cosi s'osserva in me lo contrappasso).
Sin embargo, los distintos casos de ley del talión en la Divina Commedia sólo son ejemplos, y en
cierto modo “normas de ejecución” de una lex talionis que abarca todo el más allá, y en la que el
pensamiento mnemológico y teológico de Dante se solapan por completo. Esto deriva a su vez de la
teología de la memoria agustiniana, que también aquí es fundamental para Dante, conforme a las
siguientes consideraciones del Padre de la Iglesia: sin duda el infierno está destinado a los pecadores,
que han olvidado de Dios (convertantur peccatores in infernum, omnes gentes quae obliviscuntur
Deum), según los salmos (Sal 9:18), pero aún pueden volver a la salvación si, aunque sea ya tarde en su
vida, vuelven a acordarse de Dios. Para san Agustín es una cuestión que atañe a su propia certidumbre
en la salvación [p. 72] el poder o no contarse entre esos pecadores que un día se arrepienten y por tanto
vuelven a ser incluidos en la memoria de Dios. Porque si, por otra parte, un pecador no se arrepiente, en
el infierno se le aplicará infaliblemente el aequum iudicium de la ley del talión, y “según” él ha
olvidado a Dios en este mundo, “así” será olvidado por Dios en el otro. En este sentido mnemológico­
teológico, la pena del Inferno es la expresión del eterno olvido de Dios. También para el Purgatorio
vale esta frase, pero con la importante restricción de que las almas penitentes en él sólo han sido
olvidadas temporalmente por Dios. Consecuentemente, también las penas del purgatorio están
sometidas, con una limitación temporal, al principio jurídico de la ley del talión.
Queda por discutir la aporía que se da en que, según la teología de la memoria de Dante, de raíz
agustiniana, haya que ver en el Inferno un lugar de olvido eterno y en el Purgatorio uno temporal
cuando ambos, en tanto pertenecen al paisaje ultraterreno de la memoria, son parte de la memoria real
de Dios. ¿Puede existir el olvido en medio de la memoria? Sí, y se puede considerar incluso un hecho
de la experiencia, como san Agustín ha expuesto en la parábola, antes discutida, de la dracma perdida.
Según san Agustín, es posible sin duda recordar que se ha olvidado algo sin saber lo que se ha olvidado.
Así, Dios recuerda sin duda que hay pecadores en el infierno, pero no hay lugar alguno en su memoria
para lo que le han hecho con su vida pecadora y lo que tienen que sufrir a cambio, en el uniforme
“contrapeso” de la sanción. La objetividad y automatismo de la pena de la ley del talión como aequum
iudicium es aquí un recuerdo “cosificado” de sanción que, como contrapeso, es correspondencia directa
del olvido de Dios. Sólo en el Purgatorio la memoria de Dios pone un límite temporal a su propio
olvido, [p. 73] hasta que ha pasado el período de penitencia. Con ello comienza para el alma purificada
—por fin— la vida eterna, que ha de ser entendida mnemo­teológicamente como la acogida en la
perdurable memoria de Dios. De este modo, el poema dantesco confirma en sus tres reinos para el más
allá lo que el salmista y el padre de la iglesia Agustín habían enseñado ya para este mundo.

Si el paraíso de Dante, como hemos visto en nuestro recorrido por la mnemo­teología, es la


perdurable memoria real de Dios, en la que las almas llamadas por Dios a la beatitud (entre las que
también se encuentra Beatrice) hallan la vida eterna en la conciencia de sus buenas obras, Dante, que
conoce el paraíso como último reino ultraterreno, sigue siendo un hombre de memoria con una psique
por entero humana. ¿Qué puede hacer en el paraíso una memoria tan limitada, aun disponiendo de
todos los recursos del arte retórico de la memoria? Hay que pensar que, precisamente según este arte,
para conservar bien las imágenes de la memoria importa mucho que estén bien iluminadas en la psique.
No pueden ser demasiado oscuras (ése era el problema en el Inferno), pero tampoco pueden tener una
luz demasiado clara. Precisamente ese problema óptico de la memoria agobia ahora al caminante
ultraterreno Dante en las esferas celestiales del paraíso, y esta específica dificultad se hace tanto mayor
cuanto más se aproxima Dante al centro de luz del paraíso, donde la trinidad reina en la “viva luz” (vivo
lume). Aquí se demuestra, para profunda pena de Dante, que también “demasiada luz” (troppa luce)
puede ser dañina para la memoria. De hecho, de la deslumbrante luz de las esferas celestiales, sobre [p.
74] todo en el empíreo, emana un peligro de olvido que se debe a que las impresiones visuales se
perciben con contornos excesivamente iluminados, y por tanto poco nítidos:

Fue mi visión mayor en adelante


de lo que puede el habla, que a tal vista
cede y a tanto exceso la memoria.
(E cede la memoria a tanto oltraggio.)

La palabra oltraggio, que en lengua italiana actual significa “ofensa”, “escarnio”, ha de ser
entendida en el verso de Dante como “desafío excesivo”. Las imágenes de la memoria, en cierto modo
veladas por el brillo de la divinidad, desbordan la memoria y dejan, por tanto, sin lengua al poeta.
Pero, según la lógica de las metáforas dantescas, hay que contar con otro efecto secundario, no
menos digno de reflexión, de esa plenitud de la luz divina. Dios es por así decirlo el sol de ese cielo, y
de ese sol no sólo emana luz sino también calor. De este modo, fácilmente se puede fundir la “cera” de
la memoria humana. Los versos que se refieren a ello han de ser sin duda entendidos, en primer
término, como que “tanto ver” supera la capacidad de un ser humano. De ahí que Dante no haga
siquiera el intento de describir en sus versos, con palabras terrenas, lo que ha visto realmente en ese
paisaje celestial. Sólo los “afectos” que se desencadenan en su alma son quizá —con la ayuda de Dios
— accesibles a la memoria humana. De ahí que, según la humilde confesión de Dante, lo que el lector
puede leer en el último canto de su Divina Commedia sea muy poco en comparación con la gloria
divina, hasta donde al poeta le fue concedido verla en su caminar ultraterreno. Sólo un débil reflejo ha
quedado en él [p. 75] de aquella visio beatifica, e incluso ese resto sólo puede convertirse en lenguaje si
es escuchada la invocación de Dante, que en la versión de Bernardo es la siguiente:

O somma luce che tanto ti levi


Dai concetti mortali, alla mia mente
Ripresta un poco di quel che parevi,
E fa la lingua mia tanto possente,
Ch'una favilla sol della tua gloria
Possa lasciare alla futura gente;
Ché, per tornare alquanto a mia memoria
E per sonare un poco in questi versi,
Piu si concepera di tua vittoria.

¡Oh suma luz que tanto sobrepasas


los conceptos mortales, a mi mente
di otro poco de cómo apareciste,
y haz que mi lengua sea tan potente,
que una chispa tan sólo de tu gloria
llegar pueda a los hombres del futuro;
pues, si devuelves algo a mi memoria
y resuenas un poco en estos versos,
tu victoria mejor será entendida!

En los versos de esta invocación volvemos a encontrar los conceptos fundamentales de la


mnemotecnia en estrecha vecindad contextual con las expresiones de humildad con las que Dante
expresa el sometimiento de la naturaleza humana a las leyes del olvido [p. 76] (un poco, una favilla sol,
alquanto). Pero nosotros, lectores, que hemos seguido asombrados al hombre de memoria Dante por el
infierno y el purgatorio, tenemos todos los motivos para admirar al poeta también en el paraíso, porque
en esta última parte de la Divina Commedia ha logrado llegar a su culminación el drama de la
existencia humana, sub specie aeternitatis, con el drama de la memoria humana y el olvido. [p. 77]
III. La astucia de la razón olvidadiza

1. ¿Queda sitio en la cabeza?


(Vives, Rabelais, Montaigne)

En tiempos pasados, digamos que hasta la difusión de la imprenta en el siglo XVI, muy pocas
personas tenían acceso a los libros, y tampoco a las bibliotecas. Se leía, si se leía, de manera
“intensiva” y no “extensiva”. Así pues, los eruditos tenían que llevar en la cabeza sus conocimientos, y
se cumplía la regla citada posteriormente por Kant, aunque ya no con plena convicción: “Sólo sabemos
cuanto retenemos en la memoria” (tantum scimus quantum memoria tenemus). El arte de la memoria,
enseñado escolarmente en numerosos tratados como cuarta parte de la retórica, era por tanto
considerado, en toda la Edad Media y hasta entrada la Edad Moderna, el fundamento imprescindible de
toda formación.
Esto se ve aún, sin limitación crítica alguna, en el humanista Juan Luis Vives (1492­1540), al que
por lo demás se ha llamado el fundador de la moderna pedagogía. En lo que se refiere a la memoria, en
sus distintos escritos sobre las artes liberales y las ciencias humanas se atiene a la acreditada valoración
de la memoria artificialmente desarrollada, y [p. 79] ni por un instante se le pasa por la cabeza que
quizá haya que hacer también algún alarde de olvido en la res publica litterarum.
Muy al contrario, sus ideas acerca de un aprendizaje y estudio con éxito se basan, se mire por
donde se mire, en las reglas de la antigua mnemotecnia, que sigue conformando, mediante muchos
consejos prácticos, como una dietética mnemotécnica. Estos consejos permiten reconocer la intención
de combatir el olvido en su raíz en la vida del alumno y estudiante. Veamos algunas muestras de su
“asesoramiento” mnemotécnico, acompañados de mi comentario desde el lado del olvido.
“El alumno debe ejercitar diariamente su memoria, de modo que no haya un solo día en que ésta
no tenga algo que aprender.”
Comentario: la memoria tiene que ser omnipresente en la vida del erudito. En otra máxima sobre
el ejercicio de la memoria, Vives añade aún la observación de que el alumno debe aprender algo de
memoria todos los días, incluso “aunque no sea necesario”. El principio de la lucha sin pausa contra el
olvido está pues por encima de cualquier criterio de relevancia imaginable.
“¡No des descanso alguno a tu memoria!”
Comentario: la alternancia entre tensión y distensión (en latín: negotium/otium) que se concede al
cuerpo se le niega a la memoria, que tiene que tener sus contenidos listos para ser utilizados en
cualquier momento (facillima ac promptissima memoria). Según esto, nunca hay disculpa para el
olvido.
“Cuantas más cosas confíes a la memoria, tanto más fielmente las guardará; cuantas menos, tanto
más infielmente.”
Comentario: una observación digna de consideración y empíricamente bien asegurada. [p. 80] La
contraposición en la segunda parte de la misma significa, naturalmente: cuanto más espacio concedas al
olvido, tanto más rápido se producirá.
“Si quieres aprender algo de memoria, léelo por la noche [antes de acostarte] cuatro o cinco veces
con toda atención, luego échate a dormir, y por la mañana [nada más despertar] pide a tu memoria
cuentas de lo que le has confiado la noche anterior.”
Comentario: este consejo, en forma similar, se encuentra repetidas veces en los manuales del arte
retórico de la memoria; al parecer, demostró su eficacia. Desde el punto de vista del olvido, es de
reseñar aquí que la noche y el tiempo del sueño se ven por así decirlo atrapadas por el repetido
memorizar. Recordemos que ya en Hesíodo Lete, la diosa del olvido, es descendiente de la diosa
Noche. Al aprender, hay que atacarla por ambos lados, es decir, al acostarse y al levantarse.
“Si alguien quiere aprender de memoria lo que está estudiando, que se aparte y se vaya al jardín o
al cementerio; allí podrá clamar de tal manera que despierte a los muertos.”
Comentario: aprender de memoria significa siempre aprender en voz alta, el cuerpo tiene que
aprender también. Porque si el espíritu quiere olvidar, el cuerpo tiene una ayuda en reserva: un sonido,
una forma, una asociación. Respecto al olvido, hay que considerar además el cementerio como lugar de
aprendizaje. Ya al hablar de Simónides, el antiguo inventor de la mnemotecnia, llamábamos la atención
acerca de la relación entre muerte y olvido y, como contrapunto, entre muerte y memoria. También en
el cementerio la memoria se aproxima especialmente al olvido.
“La memoria se sostiene por medio de una buena salud; [p. 81] por eso, hay que evitar sobre todo
el estómago lleno, el consumo de comidas crudas o estropeadas, el consumo desmedido de vino o
cerveza fuerte y el yacer de espaldas en la cama.”
Comentario: tenemos aquí, frente al repertorio de drogas del olvido que ya conocimos en los
griegos, un catálogo de prescripciones dietéticas y otros consejos con cuya ayuda el futuro hombre de
memoria puede eludir los peores peligros del olvido. Pero, sin duda, a alguien que quiera olvidar algo
no se le puede aconsejar hacer sencillamente lo contrario de lo aquí aconsejado.
“El vino es la muerte de la memoria” (Vinum memoriae mors).
Comentario: esta máxima, la más importante en el arte dietético de nuestro moralista, no necesita
comentarios eruditos, ya se quiera recordar u olvidar.

Un humanista de especial cuño, porque fue a la vez humorista y fantasmagorita literario, fue el
autor francés Francois Rabelais (ca. 1494­1553), más o menos contemporáneo del español Juan Luis
Vives, al que debemos la más elocuente novela burlesca de la literatura francesa. Los personajes que
dan nombre a esta novela, cómicamente seria y seriamente cómica, Gargantúa y su hijo Pantagruel, son
gigantes de estatura y, en tanto que humanistas cabales, gigantes de la memoria. En Gargantúa esto se
observa ya en su educación, a la que están dedicados varios capítulo de la novela sesudamente cómicos.
El joven Gargantúa es educado al principio —de forma prehumanista— en el espíritu o
antiespíritu escolástico. Esto ocurre, como el autor señala expresamente, en la época anterior a la
invención de la imprenta, así que el educando tiene que aprender durante años los aburridos saberes
escolásticos, y naturalmente tiene que aprenderlos [p. 82] de memoria, del derecho y del revés. Pero
esto no le beneficia nada, pues el alumno tan sólo consigue tener la cabeza llena de necedades. Ha de
venir un nuevo profesor, Ponócrates (que en griego significa más o menos “maestro del esfuerzo”), y
París será el nuevo lugar de estudio. Aquí se ensaya para Gargantúa un plan de estudios distinto: el
Humanismo ha de tener entrada en su cabeza.
Pero ¿cómo puede ocurrir esto si la cabeza de Gargantúa está llena de todas las necedades
escolásticas que se le han embutido con anterioridad? Ponócrates tiene una idea. Administra a su
educando con una nueva droga para el olvido: el eléboro. Se trata de un medicamento que actúa con
rapidez, catártico; provocando en el paciente un fuerte deseo de estornudar, éste es liberado de golpe de
su inútil saber y olvida todas las locuras escolásticas que hasta entonces atascaban su entendimiento. En
la novela se dice de la siguiente forma:
Para acometer mejor su obra, Ponocrátes pidió a un erudito médico de su tiempo llamado Magister
Teodoro que pensara si sería posible volver a llevar a Gargantúa a un camino mejor. El médico le purgó
canónimamente con eléboro de Antiquira, y este medicamento lo limpió de toda la alteración y el
perverso hábito del cerebro. Con este medio, Ponócrates logró también que su discípulo olvidara todo lo
que había aprendido con sus anteriores maestros.

El remedio funciona, y Ponócrates puede poner manos a la obra con su plan de estudios
humanísticos. Lo curioso de la novela (¡y de su época!) está en que este nuevo plan de estudios, aunque
tiene otros contenidos, está construido por entero, exactamente [p. 83] igual que el antiguo, sobre
gigantescas prestaciones memorísticas. Y así, el capítulo en el que se describe con todo detalle el nuevo
programa educativo lleva el siguiente título: “De cómo Gargantúa fue educado por Ponócrates
siguiendo un plan en el que no perdía ni una hora del día”.
Jean Starobinski ha expuesto de forma convincente, haciendo una exacta lectura de este capítulo
de la novela, cómo en la estricta distribución del tiempo del plan de estudios ponocrático so trasluce un
nuevo sentimiento que propiciará el nacimiento de la civilización industrial en el continente europeo y,
conforme a su modelo, en todo el mundo moderno. Ésta es una idea que no vamos a seguir aquí. Sin
embargo, en relación con el tema del recuerdo y el olvido tiene no poco interés el hecho de que en este
capítulo de la novela el profesor humanista hace un esfuerzo grotescamente sobrehumano para lograr
un máximo nivel de rendimiento memorístico. Desde las cuatro de la mañana hasta entrada la noche,
Gargantúa tiene que aprender sin excepción todos los conocimientos de la formación humanista y de la
ciencia, y esto sigue significando aprenderlos de memoria, con no menos de ocho fases de repetición
fijas, repartidas a todo lo largo del día, sin que ni las comidas ni la satisfacción de necesidades físicas
en un lugar tranquilo se libren de ser ocasiones de aprender de memoria.
Sin embargo, el lector moderno comprueba con cierto alivio que también la antítesis de este
curriculo heroico­burlesco ha encontrado un lugar en la novela. Es la dulce utopía de la abadía de
Thélème (del griego thelema, “voluntad”), fundada por Gargantúa en su vida posterior. Allí
desaparecen todos los esfuerzos del aprender, y con los planes de estudios y los horarios han sido
abolidos incluso los relojes. “Contar las horas es perder el tiempo”, [p. 84] dispone Gargantúa para su
fundación. Los felices habitantes de este monasterio, hombres y mujeres, se levantan de la cama cuando
quieren y pasan el día más agradablemente posible según su voluntad y capricho. “Haz lo que quieras”,
es la divisa máxima de la abadía de Thélème. En las páginas de la novela no se dice si también poder
olvidar so cuenta entre las libertades de los thelemitas, pero se deduce fácilmente de la divisa de esta
simpática abadía.

Avanzamos alrededor de medio siglo, y leemos, para continuar nuestras consideraciones, la obra
de otro gran autor de la literatura francesa: Michel de Montaigne (1533­1592). Con sus Essais (1580­
1588) creó un nuevo género literario en el que también encuentra su adecuada expresión una nueva
manera de pensar. En los ensayos, sin una ilación muy estricta, de esta obra en prosa de un millar de
páginas, Montaigne presenta, con una escritura relajada, en cierto modo como ejemplar de la especie
humana, a un hombre real, tal como vive y lee, siente y reflexiona: él mismo.
Esto es, en forma literaria, al mismo tiempo un examen público y una puesta a prueba de su
cabeza, un examen ingenii, y cabe suponer que Montaigne ha unido la para él tan importante palabra
essai (de incierta etimología) a la palabra latina examen (es decir, de ingenii), con el significado con
que lo usa el autor español Juan Huarte de San Juan, cuyo Examen de ingenios fue traducido al francés
justo el año de publicación de los primeros Essais, 1580. En este sentido, con o sin conocimiento de
Huarte, hay que entender la siguiente declaración de intenciones de Montaigne: “En lo que se refiere a
las capacidades naturales que hay en mí, de las que ésta es la prueba...” (Quant aux facultés naturelles
qui sont en moi, de quoi c'est ici l'essai...). [p. 85]
Esta manifestación está en el importante ensayo I, 26, que lleva el título: “De la educación de los
niños” (De l'institution des enfants). Por lo demás, no es la intención de Montaigne en los Essais
“formar” (former) a la persona, prefiere describirla —tomándose él como ejemplo— tal como es en su
auténtica conducta (en latín: mores, en francés: mœurs). En este sentido Montaigne es ya un
investigador de la conducta o “moralista”. Pero ahora una condesa le ha pedido que la asesore en la
educación de su hijo, y con esta ocasión Montaigne da a entender, más bien de pasada que de forma
programática, cómo se imagina él una buena educación, lo que incluye consideraciones acerca de la
elección de un preceptor (en francés: gouverneur) adecuado. Para él está fuera de toda duda que el
joven ha de ser oportunamente educado “de una manera nueva”. Al respecto, debe tenerse en cuenta
que no hay que hacer de este hijo de un conde ningún erudito, sino un hombre de mundo culto (en
Montaigne: habil'homme, después en Francia: honnete homme), que esté a la altura de todas las tareas
públicas posibles y pueda ser, por ejemplo, alcalde de Burdeos, como Montaigne lo fue dos veces en su
vida.
Ahora bien, este joven (lo mismo vale para el educador que hay que buscar para él) ¿habrá de ser,
como hemos visto en Vives y Rabelais en el mismo siglo, un modelo de buena memoria, de forma que
toda educación se oriente al ejercicio y formación de esta especial “capacidad natural”? Ya no cabe
hablar de ello en Montaigne, por vez primera, hasta donde yo sé, en la historia europea del espíritu.
Para el ejercicio del ingenio (Montaigne dice para esto casi siempre esprit) lo que hace falta ahora —y
ésta es realmente una nueva forma de educar— es la máxima pedagógica “saber de memoria no es
saber” (savoir par cœur n'est pas savoir). [p. 86] En contraposición a ese saber memorístico, que sólo
se alimento de libros, ha de cuidarse en su opinión un conocimiento del mundo que procede de la
experiencia vital y es independiente de los libros: “Lo que se sabe directamente se dispone de ello sin
tener que mirar un modelo, sin tener que dirigir los ojos a un libro”. Montaigne echa mano aquí de la
antigua distinción, ya usual en la retórica clásica, entre memoria de palabras (memoria verborum) y
memoria de cosas (memoria rerum), y ante esa disyuntiva no le cuesta trabajo tomar una decisión:
“Nuestro educando debe tener buenos conocimientos materiales, y entonces las palabras le seguirán en
abundancia, y podrá cogerlas [por los pelos] si no quieren seguirle” (Mais que notre disciple soit bien
pourvu de choses, les paroles en suivront que trop;il les trainera, si elles en veulent suivre). Bien se
puede deducir de ello que la convicción de Montaigne es que se pueden olvidar sin más las palabras si
se retienen bien las cosas.
Se ve que las críticas a la memoria en Montaigne en modo alguno se pueden entender como
hostiles a la educación. Él mismo era un hombre muy culto, que había aprendido latín como primera (!)
lengua, antes de “su” francés, de un preceptor alemán (!), y trataba con los autores clásicos como se
trata con buenos amigos. Ni siquiera podemos creer sin más su afirmación de que tenía por naturaleza
“una memoria increíblemente débil”, dado que para todas las experiencias de la vida se le ocurren las
citas adecuadas de las autoridades griegas y latinas. Con ayuda de su memoria, fuera mala o buena,
mantuvo un brillante orden en su cabeza, de forma que el lector no pierde ni un momento el hilo en el
aparente desorden de sus ensayos.
Así se entiende también la siguiente máxima de Montaigne, que se [p. 87] ha convertido en una
frase hecha entre todas las personas cultas, por lo menos de Francia, tanto entre los defensores como
entre los detractores de la memoria. Está también en el mencionado ensayo sobre la educación, y forma
parte de las consideraciones que hay que tener en cuenta a la hora de elegir al profesor. La frase dice:
“Quisiera que también se prestara cuidadosa atención a escoger para él [el discípulo] un educador que
tenga la cabeza mejor bien sentada que bien llena” (Je voudrais aussi qu'on fut soigneux de lui choisir
un conducteur qui eut plutot la tete bien faite que bien pleine). Se trata de un rechazo, de insuperable
claridad, a la memoria recolectora y almacenadora como esencia de toda sabiduría pedagógica, y de un
ajuste de la memorización a una medida humana.
Por eso, es razonable que en este nuevo programa educativo ya no haya que insuflar el saber,
como expresaba una imagen popular muy extendida desde el siglo XVI, con un “embudo”. De este
modo sólo se puede obtener un saber libresco, y en contra se pronuncia otra máxima de Montaigne:
“Enojosa formación, una formación puramente libresca” (Facheuse suffisance qu'une suffisance pure
livresque). Porque ¿qué clase de hombres han de ser aquello que sólo hayan aprendido a utilizar su
memoria, pero no su entendimiento? Degeneran en “asnos cargados de libros” (des anes chargés de
livres). En este contexto surge también en Montaigne la contraposición, que ya apunta a Nietzsche,
entre memoria y vida. La frase en cuestión dice: “El profesor no debe limitarse a preguntar [a su
discípulo] las palabras de la lección, sino preguntar por su sentido y esencia, y no debe juzgar el éxito
docente por sus logros memorísticos, sino por el valor testimonial de su vida” (Qu'il en lui demande
pas seulement compte des mots de sa leçon, mais du sens et de la substance, et qu'il juge du profit qu'il
aura fait, non par le témoignage de sa mémoire, mais de sa vie). [p. 88]
En el ensayo sobre la educación de Montaigne no se habla expresamente de olvido. Pero la
conmoción que la hasta entonces indiscutidamente reinante memoria sufre con las observaciones
críticas del moralista Michel de Montaigne crea el espacio para una percepción del olvido, largamente
reprimida en público, como una fuerza cultural no del todo despreciable. En este sentido, el olvido está
implícito en la crítica de la memoria de Montaigne, y pronto saldrá explícitamente a la luz en la historia
de la cultura, a menudo refiriéndose directamente a Montaigne.

2. ¿Cuánta memoria necesita el ingenio?


(Cervantes, Huarte / Lessing, Cordemoy, Helvetius)

En el tratado sobre antropología de Kant se encuentra un pensamiento difícil de entender sin un


comentario histórico. Dice que “los ingeniosos raras veces tienen una memoria fiel (ingeniosis non
admodum fida est memoria).
Para explicar esta sentencia, tenemos que retroceder en el tiempo y empezar por echar un vistazo
a un muy leído escrito de Aristóteles que la mayoría de las veces es citado con su título latino De
memoria et reminiscentia. En él, el filósofo distingue entre la “memoria” (en griego: mneme, en latín:
memoria) y el “recuerdo” (en griego: anamnesis, en latín: reminiscentia), pero la distinción aristotélica
no coincide con los significados que nosotros asociamos a estos conceptos desde el Romanticismo.
Ante todo, es digno de mención en el escrito aristotélico que ya en la primera frase el filósofo establece
una relación empírica [p. 89] entre la memoria y el recuerdo, por una parte, y la distinta capacidad
psíquica (o ingenium/ingenio, como ha denominado posteriormente) de cada ser humano, por otra. En
su opinión, en las personas que disponen de una buena memoria se muestra un ingenio “lento”,
mientras que en aquellas que disponen de una buena capacidad para el recuerdo se observa un ingenio
“rápido”, con cuya ayuda estos individuos pueden comprender también con rapidez las enseñanzas de
la ciencia.
De estas relaciones han tomado buena nota los aristotélicos de todos los tiempos, y volvemos a
encontrarlas de forma similar, por ejemplo, en Plotino, Avicena, Averroes, Alberto Magno y sobre todo
Tomás de Aquino, en su extenso comentario al mencionado escrito de Aristóteles. También la cita de
Kant que abría este capítulo forma naturalmente parte del mismo contexto, pero revela el extraño giro
de la recepción de esta relación, causado por el hecho de que los filósofos posteriores no supieron qué
hacer con la distinción aristotélica entre memoria y recuerdo (¡en su significado conceptual!) y
pusieron todo el énfasis en el dogma de que en la mayoría de las personas no suele haber buen acuerdo
entre la memoria aislada y un ingenio alerta.
Esto no sólo se ha conservado como saber filosófico a lo largo de los siglos, sino que se ha
extendido, por muchos canales, al saber popular, sobre todo en la España del Siglo de Oro. Allí vemos
ante nosotros a esos desiguales personajes: el caballero don Quijote, alto y enjuto, y junto a él a su
escudero Sancho Panza, bajito y rollizo, el uno cabalgando su caballo, el otro su asno, tal como la
tradición iconográfica, que se remonta directamente a la descripción fisiognómica de los dos personajes
en la inmortal novela de Cervantes, los ha representado de manera arquetípica. Con ellos cabalga la
memoria, en el asno... y el olvido, a caballo. [p. 90]
El que estas dos capacidades físicas estén repartidas del modo en que yo —por ahora,
simplificando un poco— lo he descrito aquí, ha de atribuirse a la doctrina posaristotélica del
temperamento y a la psicología del ingenio basada en ella, por la que Cervantes se ha dejado inspirar a
la hora de describir el carácter de sus héroes hasta en los detalles fisiognómicos. Según esto, don
Quijote es el héroe melancólico de la novela, y Sancho Panza el flemático.
El temperamento melancólico de don Quijote se basa en una determinada “mezcla” (en latín:
temperamentum) de los humores corporales en la que predomina la sequedad. Ella es también la
responsable de su constitución física, de tal modo que es acertadamente visto por su entorno como el
caballero de la Triste Figura. Sin embargo, aún más importante para el carácter del caballero es que, en
tanto que melancólico, aflora en todas las manifestaciones de su temperamento un ingenio
especialmente cualificado, que le capacita para los más asombrosos actos psíquicos. Es, como ya dice
el título de la novela, “el ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha”. Tal ingenio no se nutre de la
memoria, sino de las capacidades de un agudo entendimiento y una desbordante imaginación. No
obstante, con estas dotes de ingenioso hidalgo corre el máximo peligro de ser víctima de una locura
típica de la melancolía.
Sancho Panza está a salvo de tales riesgos debido a su temperamento flemático. Las cualidades de
frialdad y humedad que según las ideas de la época produce este temperamento y, como sustrato suyo,
una constitución física consecuentemente redondeada dan sin duda al carácter de un hombre así
menores dotes espirituales, pero le protegen en cambio de todos los extremos de la locura. Un hombre
así, con un ingenio “simple”, [p. 91] se parece, como don Quijote observa suspirando respecto a Sancho
en distintas ocasiones, al asno que monta, del que la historia natural sabe ya desde la Antigüedad que es
el animal de menor entendimiento pero de mayor memoria.
Así es Sancho Panza. Las modestas dotes intelectuales con las que tiene que ganarse la vida
consisten en una memoria notablemente buena, en cuyo sustrato cerebral húmero­frío las imágenes del
recuerdo se asientan durante largo tiempo. De esta memoria es capaz de extraer toda su sabiduría de la
vida. De ahí que Sancho Panza sea en la novela —primero sólo asnalmente, luego con un sentimiento
de su valor cada vez más impresionante— el hombre de memoria. Lo que ha almacenado ante todo en
su inagotable memoria son los innumerables refranes en los que tan rica es la cultura popular española.
A Sancho se le atropellan en la boca cuando habla:

Sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por
salir unos con otros; pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo.

Otras asombrosas sabidurías que Sancho exprime venga o no venga a cuento las explica él mismo
diciendo que las ha tomado de los sermones del cura o de los predicadores de cuaresma y las guarda
desde entonces en la memoria. Con ayuda de todos estos refranes y del resto de sus saberes
memorísticos, Sancho, que naturalmente no sabe leer ni escribir, ha almacenado tanta sabiduría
popular, a despecho del “corto” y “tosco” ingenio de su cabeza de campesino, que todo el mundo está
asombrado y admira el memorístico [p. 92] ingenio de este “simple discreto” que, finalmente, incluso
sabe estar a la altura de las circunstancias como gobernador de una ínsula.
En contraste con este temperamento flemático de Sancho Panza, vamos a observar una vez más,
con algo más de atención, al melancólico temperamento de don Quijote, a causa del cual puede
llamársele “ingenioso” por antonomasia. El temperamento de la melancolía se produce, según las
concepciones de la época, mediante la interacción de sequedad y frialdad. Pero hay, como se puede leer
en detalle en las autoridades médicas de la época, una forma especial de melancolía que surge del
sobrecalentamiento de la bilis negra y en el lenguaje latino especializado de la medicina recibe el
nombre de melancholia adusta (melancolía por adustión). Para esta específica melancolía se aplica en
toda la historia de la psicología del ingenio la regla empírica aristotélica, considerada definitiva, según
la cual “todos los ingeniosos han sido melancólicos” (en la versión latina de Cicerón: omnes ingeniosos
melancholocos fuisse). Todavía Goethe dice de esta cita que “se aduce con frecuencia”. En lo que a don
Quijote se refiere, el sobrecalentamiento de su melancólico temperamento se produce por la acción de
la droga de la lectura, concretamente por la desmedida lectura de novelas de caballerías, con las que
pasa su vida de hidalgo en un pueblo de La Mancha, de cuyo nombre el autor de la novela no quiere
acordarse (!), hasta que ocurre el siguiente acontecimiento:

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de
manera que vino a perder el juicio. Llenósele la [p. 93] fantasía de todo aquello que leía en los libros, así
de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y
disparates imposibles; y asenstósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina
de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

De este modo, don Quijote se convierte en un “caso” médico­psicológico. Entre sus síntomas
está, en primer lugar, “que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aún la administración de
su hacienda”. Que su locura caballeresca tenga como presupuesto el olvido del mundo real se explica a
partir de la condición y los cambios de su ingenio melancólico, que ni en su mezcla natural (sequedad y
frialdad) ni en su forma patológicamente recalentada (sequedad y calor) ofrece condiciones favorables a
la memoria, que necesita sobre todo humedad del cerebro. Sin embargo, en condiciones de
sobrecalentamiento pueden desplegarse magníficamente entendimiento e imaginación, que exigen
precisamente esa cualidad y producen, por tanto, la forma ingeniosa de la melancolía, el “ingenio”
enloquecido. La disposición al olvido es pues en el melancólico caballero un aspecto natural de su
locura y un presupuesto necesario de su ingenuidad o de su genio, como se dirá más adelante, cuando
se examinen con más precisión las relaciones entre “genio y locura”. Y en la genialidad de esa locura se
halla también el motivo por el que generaciones de lectores —y ya el propio Cervantes, según avanza
en la narración de su historia— han sentido por este amable héroe una abundante simpatía y
admiración.
¿Cómo termina la historia? Por medio de una intriga de [p. 94] los razonables, el caballero de la
Triste Figura es devuelto con astucia a su lugar natal en La Mancha. Allí enferma, de una enfermedad
también diagnosticada como melancolía, cae en un profundo sueño que hay que interpretar como
curativo y queda libre como por milagro de su locura y olvido del mundo, y por desgracia también de
su genialidad: memoria ex machina. Muere de una muerte pacífica, convertido en el buen vecino,
Alonso Quijano el Bueno.
¿De dónde había sacado Cervantes los conocimientos médicos y psicológicos de que hace gala en
la conformación literaria de los personajes de su novela? Parece haberlos obtenido del médico y
filósofo de la naturaleza Juan Huarte de San Juan (1529­1591), que representa un importante papel en
la historia de la cultura de la memoria y del olvido. Huarte publicó en el año 1575 un libro titulado
Examen de ingenios que fue muy leído y comentado en toda Europa. Del amplio efecto de este libro en
el mundo intelectual europeo habla, entre otras cosas, el hecho de que casi doscientos años después, en
1752, fue traducido al alemán nada menos que por el joven Lessing, bajo el título Prüfung der Köpfe
(Examen de las cabezas).
Apoyándose en autoridades clásicas, como Aristóteles, Galeno, Cicerón y san Agustín, pero
echando también mano de su propia experiencia como médico, Huarte distingue tres fuerzas
fundamentales (en Lessing: capacidades) del alma: la memoria, la imaginación y el entendimiento. En
su opinión, estas tres fuerzas fundamentales dependen en su condición de cómo se repartan y mezclen
en el cuerpo, especialmente en el cerebro, las cuatro cualidades fundamentales: calor, frío, sequedad y
humedad. De ello depende que cada individuo tenga un temperamento bueno o no tan bueno. [p. 95] Si
un cerebro tiene mucha humedad, es bueno para la memoria, porque las “im­presiones” de las imágenes
del recuerdo son retenidas largo tiempo por la densa y pegajosa masa cerebral. Un cerebro seco
favorece en cambio el entendimiento rápido, y un cerebro caliente estimula la viva fantasía. Finalmente,
un cerebro frío no sirve para nada y sólo hace al espíritu rígido e inmóvil.
Según cómo estén repartidas las mencionadas cualidades en las distintas personas, así será el
ingenio natural de cada individuo. Por eso, la tarea de la psicología empírica (Huarte dice: “filosofía
natural”) será examinar el ingenio de cada persona para ver su condición, con el especial objetivo de
poder encaminar a los jóvenes a las profesiones adecuadas para ellos... una especie de consultoría
científica. Así se explica también el título Examen de los ingenios.
En lo que concierne especialmente a la memoria, que según la firme convicción de Huarte
requiere para funcionar bien una masa cerebral húmeda, mantiene una precaria relación con las otras
fuerzas fundamentales del alma, es decir, con el entendimiento y la imaginación. Por una parte, en un
cuerpo bien temperado estas fuerzas actúan felizmente unidas, en tanto la imaginación proporciona a la
memoria las imágenes de las que ésta se “im­pregna”, con lo que la memoria mantiene tales imágenes
el mayor tiempo posible a disposición del entendimiento. Pero por otra parte, en un cuerpo bien
temperado estas fuerzas actúan felizmente unidas, en tanto la imaginación proporciona a la memoria las
imágenes de las que ésta se “im­pregna”, con lo que la memoria mantiene tales imágenes el mayor
tiempo posible a disposición del entendimiento. Pero por otra parte, en su ya casi estructuralista
“filosofía”, Huarte no puede pasar por alto que de las cuatro cualidades fundamentales del cuerpo hay
dos parejas que no son compatibles, a saber: calor y frío, sequedad y humedad. Esto afecta
especialmente a las fuerzas de la memoria y el entendimiento. Porque, como la memoria necesita un
sustrato cerebral húmedo y blando, y el entendimiento en cambio uno seco y duro, una [p. 96] persona
sólo puede tener una de las dos cosas, o (blanda) memoria o (duro) entendimiento. De ello deduce
Huarte:

Desta doctrina se infiere claramente que el entendimiento y la memoria son potencias opuestas y
contrarias; de tal manera, que el hombre que tiene gran memoria ha de ser falto de entendimiento, y el
que tuviere mucho entendimiento no puede tener buena memoria, porque el celebro es imposible ser
juntamente seco y húmedo a predominio.

Por lo demás, en este punto de su teoría Huarte es consciente de que contradice al gran
Aristóteles, quien en su distinción entre mneme y anamnesis (en latín: memoria y reminiscentia, en
español: memoria y recuerdo) había dejado un camino abierto para hacer compatible con el
entendimiento al menos una de esas capacidades, el recuerdo. Huarte en cambio no asume esa
distinción y se deja llevar sin intento alguno de mediación a la consecuencia de declarar la “enemistad”
entre el entendimiento y la memoria. La agudeza de este pensamiento no se le escapó a la censura de su
época: tachó esa frase en la segunda edición. Desde Huarte pues, salvando la censura, se encuentra en
el mundo este pensamiento con toda su fuerza: entendimiento y memoria son facultades incompatibles.
No se puede contar con ambas. Dichoso puede llamarse aquel al que la naturaleza ha dado un cerebro
seco y en consecuencia una disposición natural al uso feliz de su entendimiento o (si se añade el calor)
de su imaginación. Pero si el temperamento natural de su ingenio ha dispuesto otra cosa, sólo le queda
la puramente pasiva capacidad de la memoria para abrirse camino en la vida. Y a la hora de elegir
profesión pocas ciencias serán adecuadas para él, entre las que en [p. 97] todo caso hay que mencionar
en primer lugar la lingüística, porque para Huarte, el filósofo, está fuera de duda que las lenguas “con la
memoria se adquieren”.
Sin embargo, aún hay que mencionar en este contexto algunos otros aspectos, al menos por su
valor anecdótico. Sin duda en su libro Huarte es un incansable abogado de las diferencias que se
encuentran en el mundo, lo que, concretamente, se plasma en que su obra hay muchos plurales
(ingenios, habilidades, diferencias, grados, ciencias...), pero también se encuentran párrafos en los que
tipifica de forma cuestionable. Los jóvenes, enseña todavía con cierta plausibilidad, tienen una
sustancia cerebral más blanda y en consecuencia también una memoria mejor que los viejos, que con su
cerebro desecado por una larga vida olvidan más rápido. Además se atribuye a las mujeres, a las que se
cree dotadas de poco espíritu, una muy competente memoria, en compensación a ese defecto. Y por
último hace también a la geografía representar un papel en el territorio del alma. ¿Qué espíritu pueden
tener los pueblos, se pregunta, que habitan en el húmedo y frío norte de Europa, por ejemplo, los
alemanes? Su respuesta es clara y escueta: “Los alemanes grande memoria y poco entendimiento”.
En la filosofía de Huarte sólo marginalmente se habla del olvido. Pero, naturalmente, se halla
implícito en su sistema. Porque quien por su ingenio está en disposición de alcanzar altos logros del
entendimiento o de la imaginación no tiene que preocuparse por el olvido a ello vinculado. Un genio
puede permitirse olvidar. Si le falta algo en su almacén de sabiduría, fácilmente podrá sustituirlo con lo
propio e inventar algo nuevo. Empieza aquí una era de la historia de la cultura europea en la que la
memoria pierde hasta entonces indiscutido papel de relumbrón en la opinión pública y desciende o [p.
98] incluso resbala sin cesar en la escalera del prestigio cultural, lo que al mismo tiempo significa un
crecimiento del prestigio del olvido.

Más o menos a mitad del camino histórico entre el español Juan Huarte y su traductor alemán
Lessing, encontramos en Francia al filósofo Géraud de Cordemoy (1626­1684), que ha seguido la pista
también a las relaciones entre ingenio y memoria, sobre todo en su obra de filosofía del lenguaje,
publicada bajo el título Discours physique de la parole (más o menos: Discurso sobre la corporeidad de
la palabra, 1677). Cordemoy es cartesiano; en consecuencia, tiene que vérselas primariamente con el
problema cuerpo­alma, que se presenta bastante complicado, sobre todo porque en Descartes el cuerpo,
como cosa extensa (res extensa), y el alma como conciencia aespacial (res cogitans), son sustancias
básicamente distintas, cuya interrelación resulta problemática.
Cordemoy tiene entonces la interesante idea de iluminar el problema alma­cuerpo desde el punto
de vista de la filosofía del lenguaje, ya que está claro que al hablar lo corporal (la fonación) y lo
espiritual (el significado) actúan juntos, como en general ha de suponerse para el cuerpo y el alma. Esta
interacción se produce en el siglo lingüístico, cuya cara física es la fonación y la espiritual el
significado. La filosofía del lenguaje de Cordemoy se presenta, pues, como una semiótica cartesiana.
De este punto de partida lingüístico­filosófico se desprende también que Cordemoy tiene que
dedicar a la constitución del cuerpo al menos la misma atención que a la naturaleza del alma. Para ello
le viene muy bien la teoría del temperamento, tal como la hemos visto en Huarte, y la utiliza para, con
su ayuda, “examinar” (examiner) [p. 99] el ingenio de las personas. Porque está claro que en los
distintos temperamentos el cuerpo actúa sobre el alma, concretamente a través del cerebro. Esto se
demuestra empíricamente si se examinan las diferencias naturales de los distintos caracteres de los
hombres. Para ello le interesa especialmente el nivel intelectual de los individuos. Porque, según el
cerebro conste de una sustancia más fina o más burda, el alma puede desarrollar fuerzas intelectuales
más o menos elevadas.
Aquí entra en juego en Cordemoy la memoria (mémoire), que él incluye entre las fuerzas
intelectuales inferiores. Tiene como sustrato físico partes del cerebro más burdas y fijas (les parties du
cerveau plus grosses et plus fixes), en las que las impresiones y sensaciones se mantienen durante largo
tiempo. Quien albergue en su cabeza un cerebro en el que predomine esta especial condición, no podrá
reclamar al mismo tiempo una rápida capacidad de comprensión y sensibilidad, porque estas
propiedades presuponen un cerebro cuyas partes puedan moverse suelta y vivazmente. Lo que a su vez
acarrea una mala memoria. En consecuencia, según la convicción de este aturo no se pueden tener al
mismo tiempo ambas cosas, intelecto y memoria, y las personas se distinguen según estén creadas, por
su cerebro, para lo más alto, el espíritu, o para lo más bajo, la memoria.
¿Cómo se muestra esto en concreto, por ejemplo, en un orador? Hay, según Cordemoy, dos clases
de oradores. Unos sólos disponen de su memoria como fuerza innata. En consecuencia, sólo pueden
“copiar” las palabras de otros, y además “sin producir nunca nada propio” (sans jamais rien produire
qui soit original). Muy otro es el caso del orador que por la condición de su cerebro sea un homme de
génie. En él la fertilidad [p. 100] de su espíritu se revela en que en cada ocasión, en el juego entre la
razón y la imaginación, en seguida reconoce los distintos puntos débiles y fuertes, y en consecuencia
sabe con exactitud dónde ha de poner los acentos en su discurso. Así, puede hablar sin más sobre
cualquier objeto que se proponga, sin temor a que no se le ocurran las palabras adecuadas: éstas surgen
por sí mismas si él domina el contexto. Por eso, un espíritu así puede renunciar sin lamentarlo a una
buena memoria, y el balance al respecto para el genio es: “poca memoria” (peu de mémoire).

Regresando al siglo de la Ilustración y volviendo así a la proximidad temporal con Kant, del que
partimos en este capítulo, hay que hablar del filósofo francés, aunque procedente de Alemania, Claude­
Adrien Helvetius (1715­1771), y especialmente de sus dos libros De l'esprit (Sobre el espíritu, 1758), y
De l'homme (Sobre el hombre, póstumo, 1773). Al hacerlo, hay que tener especialmente en cuenta que
el concepto ingenium se expresa en la lengua francesa, la mayoría de las veces, con la palabra esprit,
pero a veces también por la palabra génie.
La problemática a la que se enfrenta Helvetius está caracterizada por el hecho de que Descartes,
al principio de su Discours de la Méthode, califica el sano juicio como la cosa mejor repartida del
mundo. Según esto, a cada hombre le ha sido asignado por el creador mismo quantum de bons sens
(sens commun). Sólo hay que encontrar, con la ayuda de la filosofía, un método adecuado para hacer el
uso correcto de su sano juicio.
Helvetius no pretende apartarse de este dogma filosófico, pero se plantea —de forma similar a
Cordemoy— la cuestión de cómo conjugar [p. 101] esta doctrina cartesiana con el notorio hecho de que
las distintas personas disponen de dotes intelectuales sumamente disímiles (le grande inégalité d'esprit)
y por tanto también son distintas en su naturaleza humana. Naturalmente, se replantea la pregunta,
puesta sobre la mesa con toda claridad por Huarte, acerca de las “diferencias de ingenios”. En la
antropología kantiana también se discute esta cuestión, y se trata como contraposición entre el “sano y
común juicio” y el “ingenio”, limitándose el primero a la “verdadera necesidad”, mientras el ingenio
representa “una especie de lujo de las cabezas”.
Helvetius en cambio se interesa especialmente (y más que Kant) por el lujo del ingenio, y en
particular reflexiona acerca de si las notables diferencias en las dotes intelectuales que pueden
constatarse en las distintas personas pueden ser explicadas mediante sus distintas capacidades
memorísticas. ¿Existe quizá una relación entre la “altura” del espíritu y la “anchura” (étendue) de la
memoria? Helvetius en modo alguno quiere poner en cuestión que el espíritu humano únicamente
pueda actuar en cooperación con la memoria. Al fin y al cabo, sólo puede comparar objetos y,
comparándolos, valorarlos, si al mismo tiempo puede imaginar simultáneamente esos objetos. Pero para
esa necesaria ayuda le parece al filósofo que basta con una memoria corriente, como la que cualquiera
puede tener.
¿Qué ventaja se pueden esperar de tener una “gran memoria”? De una memoria así espera
Helvetius, en cualquier caso, esos “infértiles objetos” como nombres, cifras y datos, que no tienen
ningún interés para la “gente de espíritu” (gens d'esprit). Quien necesite tales conocimientos para su
reflexión puede conseguirlos ad hoc con poco esfuerzo. Hay testigos históricos que han pasado ya por
ello. San Agustín y Montaigne, por ejemplo, [p. 102] de cuya lectura desprende Helvetius que, según su
propio testimonio, tenían una débil memoria, defecto que, a todas luces, no les ha impedido en lo más
mínimo abrir nuevos caminos al género humano. Por otra parte, ¡qué logros intelectuales pueden
exhibir los grandes artistas de la memoria (prodiges de mémoire) —aquí cita el autor como prueba los
nombres, aún hoy conocidos para los filólogos, de Scaliger, Hardouin y Longuerue— si se los
comprara con los grandes genios que ha producido la historia universal: Tácito, Newton y Maquiavelo,
además de los ya mencionados! En este contexto, Helvetius también piensa con respeto en Descartes y
Milton; no han inscrito sus nombres en la historia del espíritu por repetir de memoria lo ya sabido
desde antiguo, sino que deben su fama a la evidencia de haber hecho nuevos y estimulantes
descubrimientos en el reino del intelecto.
¿Le sirve, pues, al espíritu que la memoria lo nutra más de lo habitual? Esto ya no es lo deseable
para el filósofo ilustrado Helvetius. Un excesivo afluir de nutrientes procedentes de la memoria parece
ser más bien perjudicial para el espíritu, igual que una falta crónica de esa nutrición. De todo ello
concluye Helvetius:

Le grand esprit en suppose point la grande mémoire: j'ajouterai meme que l'extreme étendue de
l'un est absoluwent exclusive de l'autre.

La grandeza intelectual no presupone en modo alguno una amplia memoria; incluso añadiría que
una extrema extensión de la memoria es incompatible con esa grandeza.

Según su convicción, intelecto y memoria sólo son positivamente compatibles si se somete a la


memoria a una estricta disciplina, si se deja que el intelecto la conforme y ordene. [p. 103] ¿Cómo crea
el espíritu ese orden en la memoria? Es un logro de la atención, que según la situación ilumina
especialmente ora éste, ora aquel ámbito de la memoria. Con ello, por otra parte, lo no iluminado por la
atención en cada momento lo hunde en la oscuridad del olvido. Así, en la memoria so separa
constantemente lo importante de lo no importante. Y, para Helvetius, es preciso tener el valor de no
querer saber mucho, “infinitamente mucho”, porque sólo a ese precio se puede distinguir con precisión
lo poco que es esencial. En todo caso los grandes genios pueden, si quieren seguir a Helvetius,
postergar la memoria sin temor ni preocupación y hacer que es su cabeza actúe el olvido natural.
Mientras la Ilustración tenga la palabra, tendrá vigencia la regla formulada por Helvetius: “El genio no
es el producto de la gran memoria”. [p. 104]
IV. Olvido ilustrado

1. Pensamiento racional, olvido metódico


(Descartes, Thomasius)

Al final del Renacimiento, los maestros de la retórica reaparecen y prometen poner bajo control,
con un (¿último?) y poderoso esfuerzo de la memoria, todo el viejo y nuevo conocimiento del que la
humanidad disponía hasta entonces. Uno de ellos es el profesor de retórica Lambert Schneckel, que
escribió en el año 1593 un tratado erudito: De memoria.
El filósofo René Descartes (1596­1650) leyó a este autor, como documenta Frances A. Yeats, lo
que le produjo un divertido interés por sus consejos mnemotécnicos. Está claro que precisamente
durante la lectura de la obra de Lambert Schenkel se dio cuenta de que ese método no era en absoluto
adecuado para él. Él, Descartes, propondrá otro camino e intentará resolver el problema de la memoria
lejos de la conocidísima mnemotecnia y yendo en dirección contraria a sus artes. En sus Cogitaciones
privatae (1619­1621), escribe al respecto:

Cuando leí las sugerentes necedades de Lambert Schenkel, pensé [p. 105] que podía alcanzar
fácilmente con mi imaginación todo lo que había descubierto con tal de que remitiera siempre las cosas a
sus causas (per reductionem rerum ad causas). Y si finalmente todas se remiten a una única causa, se
pone de manifiesto que para las ciencias en su conjunto no es precisa la memoria (patet nulla opus esse
memoria ad scientias omnes) (…). En esto consiste el verdadero arte de la memoria, en extrema
oposición a lo que hace el ese necio. No es que carezca por entero de éxito con su arte, pero
sencillamente despilfarra en él demasiado papel, porque no observa el orden correcto, que consiste en
poner las imágenes de la memoria en una relación de dependencia mutua. Schenkel en cambio yerra
voluntaria o involuntariamente justo en lo que constituye la clave de todo el misterio (clavis totius
mysterii).

Las observaciones de Descartes sobre la “extraviada” mnemotecnia de Lambert Schenel apuntan,


pues, a la crítica de que ese tipo de arte de la memoria se ha hecho de manera irracional. Si en vez de él
el filósofo invoca la razón, con su ayuda podrá solucionar todo el problema de la memoria “con
facilidad” de otro modo, a saber: de forma estrictamente racional.
Es lo que hace Descartes uno años después, en el año 1637, en su Discours de la méthode. Pero en
este documento fundacional —redactado en francés— del racionalismo filosófico se habla menos
explícitamente de la memoria que en los escritos en latín publicados antes y después sobre el mismo
tema, las Regulae ad directionem ngenii (1628) y las Meditationes de prima philosophia (1641), de
forma que también hay que tener en cuenta aquí las manifestaciones hechas en ellos. En lo que
concierne al Discours de la méthode, el camino intelectual que el autor ofrece a sus lectores consta de
dos etapas. En la primera etapa, Descartes se somete al inaudito acto de energía, recomendable sólo a
espíritus [p. 106] fuertes, de eliminar de la conciencia todos los contenidos que pudieran ser de alguna
forma errados o engañosos. Esto afecta todas las ideas que los sentidos, la imaginación o la memoria
hayan ofrecido a la razón, así como, además, a todas las opiniones eruditas tradicionales que debido a la
costumbre se han adherido a estas ideas desde las escuelas filosóficas de la Antigüedad y sobre todo
desde la escolástica. Puede ser, concede Descartes, que no todos los contenidos de la conciencia
merezcan un rechazo tan radical, pero la menor duda tiene que mover al filósofo que actúe de forma
consecuente a preferir desechar (rejeter) demasiados contenidos de la conciencia que demasiado pocos.
Al final de este proceso de examen crítico, al espíritu escéptico sólo le queda una certidumbre: la
certeza intuitiva de la existencia de uno mismo como ser pensante (res cogitans), expresada en la
famosa fórmula “pienso, luego existo” (je pense, donc je suis, posteriormente más exacta en latín, en
las Meditationes: sum cogitans). Esa certeza inmediata de la propia existencia se distingue ahora por
una “percepción clara y distinta” que no puede ser conmovida por duda alguna. Con tal certidumbre —
que además puede ser definitivamente asentada por el conocimiento igualmente cierto de un Dios
verdadero—, Descartes pasa a la segunda etapa de su camino intelectual en la que vuelve a acoger poco
a poco en su conciencia todos aquellos contenidos que antes había desechado, por un escrúpulo quizá
excesivo, pero sólo en tanto puedan resistir al criterio de lo clara et distincta perceptio.
¿Qué tiene que ver este método de pensamiento racional con la memoria y el olvido? Esto es algo
que hay que examinar, en primer lugar, con respecto a la primera etapa del camino intelectual
cartesiano. De esta etapa hay [p. 107] que decir que representa en toda su concepción una estrategia
integral del olvido. No sólo aquellos objetos que la memoria entrega a la conciencia sino todos los
contenidos que se encuentran en esta “casa” del espíritu son entregados a un olvido regulado
metódicamente. ¿Desaparecen por completo de la conciencia? Esta pregunta no puede ser respondida
de forma unívoca con los recursos intelectuales que Descartes pone a disposición de sus lectores.
Descartes no piensa en términos psicológicos, sino metafísicos. Podríamos explicar este hecho
diciendo de los contenidos desechados de esta primera etapa que están depositados en un almacén
provisional, donde se sustraen durante cierto tiempo a la conciencia. Pero aún no están fuera del
alcancé evocador de la misma porque, tras un examen crítico, en la segunda etapa del camino
intelectual todos o al menos algunos de ellos pueden volver a ser “recordados”. Sólo la certeza primaria
de la propia existencia como res cogitans, unida ala certeza igualmente inmediata de la existencia de
Dios, está excluida del paso necesario por ese almacén del alma lejos de la conciencia, y forma sin
cuarentena temporal alguna los fundamentos de la nueva conciencia.
Descartes atribuye a la voluntad (“la fuerza de voluntad concebida por Dios”) un especial papel
en este proceso intelectivo. Antes de empezar el proceso crítico intelectual, el espíritu está “ocupado”
por todas las ideas y opiniones posibles, que han anidado allí “contra la voluntad” del sujeto. No
desaparecen por sí mismas, sino que han de ser expulsadas de él por un acto de la voluntad. En
consecuencia, el olvido metódico de Descartes es un olvido voluntario. En contraposición a esta
primera etapa del pensamiento cartesiano, su segunda —y esencial— etapa está unida de forma
especial a la memoria, como [p. 108] Descartes pone de manifiesto múltiples veces, especialmente en
sus “Reglas” y “Meditaciones”. Porque si el pensamiento racional ha de pasar de sus certezas primarias
a otros conocimientos del mismo grado de certeza, tiene que recorrer —de manera inductiva o
deductiva— cadenas bastante largas de argumentación que sólo pueden ser contempladas
intuitivamente en sus relaciones “claras y distintas” si la memoria ha sido entrenada expresamente para
ese fin. Para hacerlo con éxito, no sólo es necesaria una nueva memoria, sino incluso los principios de
una nueva mnemotecnia.
Todavía hay otro sentido, quizá más básico, en el que Descartes pone la memoria al servicio de su
filosofía racional. Los adeptos al cartesianismo quizá no siempre hayan apreciado lo bastante cuánta
importancia atribuye Descartes en su Discours de la méthode a distintas circunstancias cuya relevancia
racional no se aprecia a primera vista. El “discurso” filosófico de Descartes es durante largos tramos, y
en las frases decisivas sobre la certeza de la existencia, una narración autobiográfica de las
circunstancias en las que un día llegó a su gran descubrimiento. En sus propias palabras, cabe decir de
estos fragmentos narrativos del texto que son una “historia de su alma”. Esto incluye una confesión a
los lectores como la de que hubiera deseado mejor memoria que la que de hecho se le ha concedido.
Pero ¿por qué Descartes revela tantos detalles anecdóticos de la historia de su vida, que estarían mejor
en cualquier novela que en un tratado filosófico de fundamental importancia? Sabemos, por ejemplo,
que René Descartes, de veintitrés años, siendo oficial al servicio del duque Maximiliano de Baviera,
pasó en Alemania el invierno de 1619­1620. En el cuartel de invierno, que para él significa
concretamente una habitación bien calentada, no hay entretenimiento alguno, de manera [p. 109] que el
joven, en vez de pasar el tiempo con toda clase de distracciones como corresponde a su condición,
puede emplear todo su tiempo de ocio en reflexionar sobre sí mismo y su pensamiento... con el
resultado conocido de que Descartes vive este período como el gran giro en su vida de filósofo. Pero
¿qué pueden importarnos a nosotros, lectores de hoy, esos detalles, cuando por otra parte el método
hallado en el cuartel de invierno de Alemania nos advierte en contra de confiar en la “memoria
mendaz”? ¿Acaso esta advertencia no tiene que valer (con una distinción introducida por Endel
Tulving) más frente a la “memoria episódica” empleada por Descartes que frente a una memoria
semántica”?
Creo que habría que volver a considerar aquí las dos etapas del método cartesiano, con la cesura
de la certeza de la existencia que separa la primera etapa de olvido inducido metódicamente de la
segunda de recuerdo controlado metódicamente. Porque si el resultado metafísico del cuartel de
invierno de 1619­1620 tuvo realmente tanta importancia para el pensamiento filosófico, naturalmente
ese acontecimiento intelectual no puede ser en modo alguno víctima del olvido, sino que, como
Descartes escribe, tiene que “grabarse tan profundamente en el alma como para que nunca pueda
olvidarlo”.
Para conseguir esto se invoca una vez más a la voluntad, que sin duda, si en la primera etapa del
camino intelectual ha de encargarse de manera fiable de conseguir un olvido metódico, en la segunda
puede convertirse en el garante seguro de que los progresos alcanzados por estas nuevas vías del
pensamiento no vuelvan a perderse por olvido. Parece que Descartes confió instintivamente, sin
disponer aún de esa distinción en su lenguaje filosófico, más en la memoria narrativo­episódica que en
la sistemático­semántica. [p. 110]
Entre los cartesianos posteriores, el pensamiento parece mucho más cartesiano que en el propio
Descartes, pero comparten con la cabeza de su escuela el menosprecio a la memoria. Como ejemplo de
esto puede servir la Teoría de la razón, orientada por Descartes, que el profesor de Halle Christian
Thomasius (1655­1728) publicó en alemán (¡lo que entonces era una campanada!) en el año 1691. se
trata de una lógica redactada en dos partes, estrictamente formal según las ideas de aquellos tiempos.
La primera parte, titulada “Introducción a la Teoría de la razón”, puede ser calificada, conforme al uso
lingüístico actual, de lógica pura o teórica, la segunda parte lleva el título de “Ejercicio de la Teoría de
la razón” y es una lógica aplicada o práctica. Sobre todo en esta parte se encuentran las consideraciones
del autor sobre el papel de la memoria en el proceso intelectivo.
Thomasius es, como muestra también su valeroso uso de la lengua alemana como lengua
científica, un profesor con dotes pedagógicas. Se pregunta cómo puede, como filósofo, enseñar a
pensar, cuando se propio método didáctico no fomenta la reflexión, sino la repetición. Se queja
amargamente de aquellos profesores que sólo dictan sentencias a sus estudiantes, en vez de disputar
ellos sobre su vigencia. Puede que el aprendizaje de tales sentencias fortalezca la memoria de los
estudiantes, pero sobre todo impulsa el praeiudicium auctoritatis y debilita, en consecuencia, la
capacidad de juicio. Por eso, él mismo “dictará poco o nada”, y su consejo más importante será: “Enla
investigación de la verdad, ¡note abandones nunca a la autoridad de una sola persona, sea quien fuere!”.
En este contexto Thomasius, como Cartesius (así llama a Descartes) antes que él, reflexiona sobre
el arte de la memoria, que él llama ars mnemoneutica. [p. 111] ¿Sirve este arte para algo? Sí, responde
Thomasius, la memoria puede ser de utilidad para éste o aquel “manejo” pero hay que guardarse de las
muchas actitudes pedantes y fantásticas que se han adherido a este arte a lo largo del tiempo. No se
puede, por ello, sobrestimar el arte de la memoria ni ver en él en ningún caso un “tesoro de sabiduría”.
Porque en la ciencia lo que importa nunca es la elección de las palabras, sino tan sólo “la cosa misma”.
Algo que se ha aprendido correctamente puede ser expresado sin más “con toda clase de palabras”.
Pero por desgracia, añade Thomasius, a menudo se infringe burdamente esta regla y muchos
estudiantes repiten lo que no han entendido “como las monjas el salterio”. También el papagayo le sirve
en este contexto como animal emblemático del aprendizaje erróneo y repetitivo, especialmente en los
niños. El pensamiento se mide por otro rasero, porque “un quinto de juicio ha de apreciarse más que
una libra de memoria”.
Para el siglo posterior a estos dos pensadores, Cartesius y Thomasius, al que también se ha
llamado el siglo de la razón, está claro que la razón tiene que seguir su propio camino y mantenerse
alejada en lo posible de la memoria y el arte de la memoria. En el futuro la memoria ya no tendrá su
lugar en el juicio sino en el prejuicio, al que la Ilustración ha declarado la guerra. Tan firme es la unión
de memoria y prejuicio en el siglo de la Ilustración que, al final de este período histórico, Hegel podrá
constatar que el desprecio por la memoria se ha consolidado a su vez como prejuicio. [p. 112]

2. Experiencias regladas y no regladas con el olvido


(Locke y Voltaire)

Los empiristas no pudieron hacer un proceso tan sumario a la memoria como los racionalistas. Si,
por ejemplo, todo conocimiento, como enseña John Locke (1632­1704) en su Essay Concerning
Human Understanding (1689­1690), procede de la experiencia, bien de la experiencia externa, es decir
de la percepción temporal (sensation) bien de la experiencia interna o sentimiento (reflection), tiene
que haber en el alma un “almacén” (storehouse, repository) para las ideas en el que puedan perdurar
cierto tiempo. La memoria, pues, retiene las ideas (retention) y permite rescatarlas cuando se da la
ocasión, pero acompañadas de la idea debilitadora de que son cosas pasadas. De esta forma se pueden
comparar y compensar también las ideas pasadas con las presentes: una condición importante para la
adquisición de experiencia y sabiduría. Sin embargo, no es difícil distinguir las ideas pasadas de las
presentes. Si, por ejemplo, una idea actual está unida a penalidades y dolor (pain), puede desprenderse
sin más de esa idea que la acompaña cuando es recordada a posteriori.
Pero ¿está bien equiparada la memoria para tales logros? En este sentido, al filósofo inglés le
acometen notables reparos. Locke conoce sin duda algunas personas cuya memoria es tan duradera
como una inscripción tallada en mármol, pero otras escriben los contenidos de su memoria en barro o
en la arena. Esas diferencias individuales tienen su fundamento en el cerebro: The temper of the brain
makes this difference. Pero en su ensayo Locke quiere prescindir de esas diferencias y establecer con
carácter general [p. 113] que toda memoria humana está expuesta a una “caducidad en el tiempo”
(decay in time), de forma que se la puede comparar con una tumba cuya lápida se borra poco a poco.
Las enfermedades de todo tipo pueden además acelerar el olvido.
El olvido forma parte, por tanto, de la memoria como “defecto” que la amenaza constantemente.
Y éste es, cuando se produce, un grave fallo, porque sin la colaboración de la memoria las demás
fuerzas del espíritu quedan, según la convicción de Locke, “en gran parte inútiles”.
Además de en la propia Inglaterra, John Locke tuvo en Francia sus más fieles partidarios. Quiero
extraer de ese grupo a un autor que dio vigencia a las doctrinas del inglés no sólo con argumentos sino
también con gracia: Voltaire (1694­1778). De esto se beneficia también la teoría de la memoria y el
olvido de Locke, tratada por los demás más bien de pasada. En cualquier caso, hay que empezar por
decir de Voltaire que estas cuestiones no ocupan el centro de su interés filosófico. En su Ditionnaire
philosophique (1764), por ejemplo, ni siquiera aparecen las entradas “memoria” y “olvido”. Sin
embargo, en su vejez (1775) Voltaire escribió sobre este tema una corta pieza en prosa, se podría decir
que es una fábula filosófica, en la que concede al filósofo inglés —al que llama, con británica
minoración, un Anglais— tener toda la razón sobre la memoria.
Al comienzo de su fábula, Voltaire repite brevemente las teorías incompatiblemente contrapuestas
de los innatistas cartesianos, por una parte, y de los sensualistas lockianos, por otra. ¿Carece la
memoria de importancia metafísica porque todas las ideas son innatas al alma desde el nacimiento
(ideae innatae), como enseñan los adeptos de Descartes, o tiene, como opinan los sensualistas que
invocan a Locke, una importante [p. 114] función mental en el almacenamiento de las impresiones
sensoriales? La Sorbona (que Voltaire transforma sarcásticamente en Nosobre, “no sobria”) condena
ora una, ora la otra opinión doctrinal, pero siempre condena algo. En cambio, para la “humanidad
pensante” —que según Voltaire es la cienmilésima parte del género humano— está claro que sólo el
partido inglés puede tener razón. La propia señora Memoria, en griego Mnemosine, la madre de las
musas,da razón a esto. Y entonces el asunto se convierte en fábula. Las musas traman por encargo de su
madre una gran “travesura”, en cierta medida cartesiana, que consiste en privar de toda memoria a la
humanidad durante unos días y precipitar al mundo en un total olvido. En seguida explota el caos, aún
peor que la confusión lingüística de Babel. Los hombres ni siquiera se acuerdan de cómo satisfacer sus
necesidades más elementales, lo que no sólo afecta a la ingestión de alimentos sino también a lo
contrario. Y naturalmente, nadie tiene escrúpulos morales a la hora de robar o prostituirse. Pero ni
siquiera se puede calificar de robo semejante conducta, porque también los significados de las palabras
han caído en el olvido. Resultado: “Todo estaba confuso, todo amenazaba hundirse, por falta de
entendimiento, en el hambre y la miseria” (Tout était confondu, tout allait périr de misère et de faim,
faute de s'entendre).
Sin embargo, después de unos días de caos las musas, y con ellas su madre Memoria/Mnemosine,
tienen compasión y se apiadan de la humanidad desmemoriada. Los pobres mortales, enloquecidos por
sus filósofos cartesianos y guiados como borregos por la Sorbona/Nosobre, parecen ya lo bastante
“ilustrados” (éclairés) como para reconocer lo que hubieran podido aprender de manera más rápida y
sencilla con Locke, a saber: que las cosas no funcionan sin memoria. Quod erat demonstrandum. [p.
115]

3. Inútil aprender de memoria (Rousseau)

Según su propia estimación, Jean­Jacques Rousseau (1712­1778) solamente tenía “un poquito de
memoria” (mon peu de mémoire). De este hecho, si es que puede considerarse tal, bien merece que se
investiguen sus fundamentos psíquicos. Es fácil imaginar cómo Jean­Jacques, que quizá tenía por
naturaleza una memoria enteramente normal, vino a París desde su patria helvética y pronto hubo de
notar que todo lo que llevaba consigo en su memoria provinciana servía de poco allí. Por ejemplo, para
poder participar en las conversaciones de los salones literario­filosóficos había que organizar la
memoria de tal forma que a una palabra clave o estímulo dado siguiera con rapidez una respuesta
ingeniosa. Hay indicios de que Rousseau no tuvo mucho éxito en estas conversaciones brillantes, y por
eso sacó, pusilánime, la conclusión de que había sido enteramente abandonado por su memoria. Pero al
mismo tiempo se rebeló en su interior contra esta conditio oblivionalis e hizo desesperados intentos
por obligar a su memoria a someterse a su voluntad también en los salones parisinos. Así, por ejemplo,
observó a los actores mientras se aprendían de memoria sus textos, y él mismo trató de grabar en su
terca memoria citas y hermosos pasajes de escritores antiguos y modernos, pero fue en vano, porque,
comprensiblemente, su memoria aún se contraía más ante tales coacciones, y se negaba a prestar tan
antinaturales servicios. De esta manera, se podría explicar desde el punto de vista de la actual
psicología de la memoria la “enfermiza” condición olvidadiza de Jean­Jacques.
En favor de esta explicación habla también el [p. 116] hecho de que Rousseau al parecer, cuando
sometía su memoria alas leyes de su propia psique, no se veía impedido por un olvido inusual. Porque
este escritor supuestamente tan asediado por el olvido ha sida al mismo tiempo, como demuestran sus
Confesiones y las Ensoñaciones de un paseante solitario, uno de los grandes maestros de la
autobiografía. Y ¿cómo puede un autor cautivar a los lectores con acontecimientos de su vida si no se
acuerda bien de nada? De hecho, precisamente los fragmentos de sus libros más apreciados por sus
numerosísimos lectores consisten en recuerdos enormemente vivos, cuya belleza está a menudo en el
detalle de las “marcas de la memoria” (signes mémoratifs), de tal modo que Jean­François Perrin pudo
escribir un día, elogiando a Rousseau, que ha logrado hacer legible “el todo de la memoria en el nada
de la anécdota o el detalle en apariencia carente de interés”. ¿Acaso ha dejado Rousseau, a falta de
auténticos recuerdos, libre curso a su imaginación? ¿Ha inventado simplemente sus recuerdos este
notorio olvidador?
Un hombre que ha hecho de la sinceridad el principio básico de sus confesiones no podría en
modo alguno llevar sobre su conciencia un olvido así. De modo que, en sus Confesiones, no sólo se
esfuerza en apartarse lo menos posible de la verdad de la memoria sino que toma también las
posteriores Ensoñaciones como excusa para rendir cuentas del contenido en poesía y verdad de sus
narraciones autobiográficas. Es cierto, reconoce con toda sinceridad, que no todos los detalles de su
autobiografía son auténticos hechos de la memoria. La ley del olvido se ha colado entre los
acontecimientos de entonces y su actual rememoración, y de este modo muchos de sus recuerdos están
empañados o se han borrado. Al escritor no le queda otra elección que llenar las “lagunas” de su
memoria con productos de su imaginación. El hombre de memoria y el hombre de olvido tienen que
escribir juntos este libro. [p. 117]
Entonces, ¿no tenemos ante nosotros unas “sinceras” confesiones que puedan resistir una
comparación con las de san Agustín, escritas igualmente con el énfasis de la sinceridad? Ante esta
pregunta, tenemos que creer en Jean­Jacques, cuando en lo que respecta a sus recuerdos distingue entre
una memoria de los sentimientos. Los verdaderos hechos de su vida, confiesa de todo corazón el autor,
puede que los haya olvidado, pero los sentimientos positivos o negativos que produjeron esos hechos se
han grabado tan profundamente en su memoria que, cuando los rememora al escribir, se ve sacudido
por ellos con la misma violencia que entonces. La pluma le tiembla todavía hoy con el temblor del alma
de entonces.
Según esto, en la persistencia de sus sentimientos a lo largo de los muchos años de su vida se
encuentra la verdad de la memoria que su creador concedió a Jean­Jacques Rousseau, y que en él se ha
librado de todo agarrotamiento espiritual. ¡Cómo puede perjudicar que un montón de hechos hayan
caído víctimas del olvido! Lo que realmente ha sido olvidado merecía también ser olvidado.
Pero en nuestro comentario hasta el momento de la vida de Jean­Jacques Rousseau hemos dado
un gran salto desde la llegada del joven provinciano de Ginebra a la metrópoli de París hasta las
Confessiones y Ensoñaciones de sus años tardíos. En medio hay una vida entera, llena de y marcada
por pensamientos críticos sobre el mundo en que este autor tuvo que vivir y en el que, como él tenía
bien claro, tendrían que vivir otros jóvenes en el futuro. Hay que hablar ahora del tratado sobre la
educación al que Rousseau dio, por el nombre del educando, el título de Émile (1762). La cuestión de
cómo hay que proceder con la memoria [p. 118] en la educación a la vez natural y racional de este
joven representa un papel clave en el tratado de Rousseau.
Desde el principio se deja en claro al lector que la anterior praxis educativa en la escuela y en la
ciencia padece el gran mal de un desmesurado adiestramiento memorístico. ¡Que los jóvenes, en su
triste juventud, tengan que aprendérselo todo de memoria y sin pensar! La larga lista de los reyes en
clase de historia, la masa de los demás datos históricos, las interminables nomenclaturas de la geografía
y la astronomía... ¡y en primer lugar, naturalmente, las lenguas clásicas y toda la memorización que
suponen! ¡Y encima, padres y profesores aún están orgullosos cuando logran hacer de sus hijos
“pequeños prodigios” (petits prodiges) en lo que respecta a la memoria!
Todo esto es una pedagogía errónea desde la base. Según la convicción defendida con toda pasión
por Rousseau, esta pedagogía de la memoria, que él atribuye expresamente a la mnemotecnia clásica, es
un funesto extravío de la educación. Así que si Émile ha de ser educado conforme a las leyes de la
naturaleza y la razón, la formación que se le dé ha de ser reestructurada desde la base, y lo primero que
hay que hacer es despedirse de toda la ciencia de las palabras (science de mots), con su lastre de
material para la memoria. Esto incluye, para él, las lenguas hasta ahora tan apreciadas, que desdeña sin
rodeos como “inutilidades de la educación”. Una sola lengua basta para iniciar la educación; cualquier
otra no hace más que sembrar la confusión en la memoria del discípulo. Sólo en años posteriores
admite Rousseau la clase de latín para los discípulos avanzados.
Finalmente, en su plan educativo para Émile, Rousseau sacrifica, junto con el penoso aprendizaje
memorístico, toda la enseñanza de [p. 119] los fundamentos iniciales de literatura, representados aquí
por las fábulas de La Fontaine, que en Francia (como en Alemania las baladas de Schiller) constituyen
objeto clásico de los ejercicios de memoria literaria. Las palabras de Rousseau al respecto no carecen
de claridad:

Émile n'apprendra jamais rien par cœur, pas même des fables, pas même celles de La Fontaine,
toutes naïves, toutes charmantes qu'elles sont (…). On fait apprendre les fables de La Fontaine à tous les
enfants, et il n'y en a pas un seul qui les entende; quand ils les entendraient ce serait encore pis, car la
morale en est tellement mêlée et si disproportionnée à leur âge qu'elle les porterait plus au vice qu'à la
vertu.

Émile nunca deberá aprender de memoria, ni siquiera fábulas, ni siquiera las de La Fontaine, por
inofensivas y amables que puedan ser (…). Se hace aprender de memoria las fábulas de La Fontaine a
todos los niños, y no hay uno solo que las entienda; pero si las entendieran puede que aún fuera peor,
porque la moral está tan mezclada en la fábula y es tan poco adecuada a su edad que los niños antes la
considerarán vicio que virtud.

Para poder interpretar correctamente este juicio de Rousseau hay que tener en claro que esos
niños a los que se obliga a aprender fábulas aún no han alcanzado, según él, la edad de la razón. En
consecuencia, o todavía no tienen en absoluto capacidad de juicio o ésta sólo alcanza, conforme a su
edad, a objetos y actos propios de su mundo. En cambio la verdadera “moral” de las fábulas, en las que
se trata del bien y del mal, la astucia y la violencia, el dominio y la servidumbre, no tiene un lugar en
ese mundo infantil. Si a pesar de eso se obliga a los niños a aprenderse tales fábulas de memoria e
impregnarse de su moral, [p. 120] se les está inculcando ideas que no están sometidas a ningún control
de la razón y en consecuencia dan pie a “peligrosos prejuicios”.
Entonces, ¿es que el joven Émile no va a leer nada? Rousseau da una respuesta muy hábil a esta
pregunta. Émile debe leer según su voluntad en el gran “libro de la naturaleza”, y contemplando la
naturaleza formar su espíritu en las cosas (choses) en vez de en las palabras (mots). Según esto, la
memoria de Émile tendrá que ser primer una “memoria de las cosas” (mémoire des choses, memoria
rerum) y sólo después una memoria de las palabras (mémoire des mots, memoria verborum), ya que en
aquellos que saben arreglárselas con las cosas las palabras adecuadas acuden solas. Así lo había
enseñado ya en Roma el viejo Catón: “¡Ten las cosas, y les seguirán las palabras!” (Rem tene, verba
sequentur).
Sólo un libro queda excluido de la prohibición de lectura de Rousseau: Robinson Crusoe, de
Defoe. Émile puede leer su historia, incluso debe leerla como prueba de que un hombre puede crear su
propio mundo sin ayuda de nadie. El naufragio por el que Robinsón va a parar a una isla desierta y
queda aislado de la civilización fue para este aventurero el fértil estímulo para exigir a sus fuerzas un
rendimiento que nunca hubiera obtenido entre las comodidades de su vida anterior. La historia de
Robinsón es, por tanto, una parábola de que también Émile estará en condiciones de recorrer su camino
por sus propias fuerzas, sin las ventajas de la civilización.
¿Se educa a Émile para el olvido? Ésa no es, directamente, la intención de Rousseau. Según su
voluntad, Émile debe hallar, como hombre activo, “la verdadera memoria”. Pero el así educado Émile,
y ése es su riesgo personal, será [p. 121] un —en todo caso amable— “extranjero” (un aimable
étranger) en su entorno, ya que éste, mientras él no esté dispuesto a cambiar, le tratará como a una
persona que ha olvidado todo lo que goza de reconocimiento general como obra cultural de la memoria.
Ante esta memoria colectiva, es un extranjero que ha olvidado la cultura, pero existe la lejana esperanza
de que un día, cuando todos los hombres sean educados como Émile, no él, sino, viceversa, esos niños
prodigios de la memoria verbal, sean los verdaderos extranjeros en su entorno cultural, como ha
ocurrido de hecho en Europa.

4. ¿Por qué hay que olvidar completamente el nombre de Lampe? (Kant)

Estamos bien informados sobre la vida y la muerte del filósofo Immanuel Kant (1724­1804) por
numerosas fuentes. Entre ellas tienen especial valor testimonial las tres biografías, publicadas el mismo
año de su muerte, de sus discípulos Borwski, Jachman yWasianski. En ellas se basa también la obra en
prosa de Thomas de Quincey, The last days of Immanuel Kant (1827), así como el documental francés
Les derniers jours d'Emmanuel Kant, de Philippe Colin (1995).
Por ésas y otras fuentes sabemos también que durante los largos años de su vida de filósofo, sin el
embrollo de una esposa y unos hijos, Kant tuvo un fiel servidor llamado Martin Lampe, que le ayudaba
en todas las cuestiones de la existencia doméstica, desde despertarlo por las mañanas puntualmente a
las cinco (“¡Ya es hora!”), pasando por la comida puntualmente a la una (“¡La sopa está en la mesa!”),
hasta el vespertino corte de las plumas que el filósofo necesitaba para escribir al día siguiente. [p. 122]
El resto de las tareas del criado se desprende del relato, por lo demás un tanto irrespetuoso, que
Heinrich Heine hizo de la jornada estrictamente regulada del filósofo de Königsberg en su escrito
Sobre la historia de la religión y la filosofía en Alemania (1934). El relato reza:
No creo que el gran reloj de la catedral local lleve a cabo su diaria tarea con menos pasión y más
regularidad que su paisano Immanuel Kant. Levantarse, tomar café, escribir, dictar sus clases, comer, ir a
pasear, todo tenía su tiempo determinado, y los vecinos sabían con toda exactitud que la campana de la
iglesia daba las tres y media cuando Immanuel Kant salía de su casa con su levita negra y su bastón de
caña y caminaba hacia la pequeña avenida de los tilos, que debido a él se llama aún ahora camino de los
filósofos. Lo recorría ocho veces arriba y abajo, en cualquier estación, y si el día estaba turbio o las
nubes negras anunciaban lluvia, se veía a su criado, el viejo Lampe, caminar temeroso y preocupado tras
él, con un largo paraguas bajo el brazo, la viva estampa de la previsión.

La previsión no impidió que Kant se separara un día de su criado. Esto ocurrió en el año de 1802,
cuando Kant ya tenía 78 años y mostraba claros signos de senilidad. Wasianski cuenta en detalle el
proceso, pero no conoce ningún motivo exacto para el despido del criado. Por el propio Kant, el
biógrafo sólo se enteró de que Lampe le había faltado de tal modo que le daba vergüenza decirlo.
Sin embargo, no cabe excluir que el propio Wasianski, que en los últimos años de la vida de Kant
fue su administrador de confianza y amigo —y después de su muerte también su albacea testamentario
—, fuera no sólo testigo sino también agente de esta “supresión”. [p. 123] Al parecer Lampe no pudo
acostumbrarse al nuevo condominio en la casa y, en tal situación, se permitió ésta o aquella
“insubordinación”. En todo caso, está claro que cuando Lampe se fue por fin ya estaba listo el sustituto
escogido por Wasianski: un soldado veterano llamado Johann Kaufmann, al que Kant ya no pudo
acostumbrarse, sobre todo debido a su elevado tono de voz, tan castrense. ¿Fue el cambio de criado, a
avanzada edad, una decisión adecuada para este “solterón”, según la expresión de Heine? Cabe tener
algunas dudas. Porque la persona del viejo criado estaba al parecer tan firmemente unida a las
costumbres cotidianas del filósofo que el nombre de Lampe no se le quería ir de la cabeza. Sin duda
hacía falta un esfuerzo especial para echar de la memoria el conocido nombre. Así que Kant, según
todos los indicios, no sólo concibió la categórica intención de olvidar a Lampe de una vez por todas,
sino que llevó ese “deber” al papel. Entre las notas a cuyo uso se había acostumbrado, Kant en apoyo de
su memoria se encontró un papel en el que decía, de puño y letra de Kant: “El nombre de Lampe ha de
ser totalmente olvidado”.
De este hallazgo entre los papeles de Kant se asombra en extremo el albacea Wasianski, que
percibe en la nota “un peculiar signo de la debilidad de Kant”... lo que por el contexto hay que entender
como “senilidad”. Porque la anotación, añade Wasianski para explicar su apreciación, sirve, como es
sabido, para que algo se conserve de manera fiable en la memoria, y no precisamente para olvidarlo.
Forzar a la memoria a fomentar el olvido le parece al discípulo de Kant una contradictio in adiecto, que
no se puede esperar de un profesor de lógica.
En todo caso, en estos tiempos posfreudianos no podemos seguir interpretando con tanta
simplicidad la irritada conducta de Kant. ¿No podría ser la nota, por ejemplo, un interesante “acto
fallido”, en el que Kant, por razones que habría que [p. 124] averiguar, se había extraviado, errado,
trabucado? ¿O es su conducta como la de su tardío y ficticio descendiente, el profesor Kien (iba a
llamarse originariamente Kant) en la novela de Elias Canetti Auto de fe (1935), del que se dice en el
texto que, como estaba dotado de una “memoria en verdad fenomenal”, había cogido la costumbre de
registrar en un libro de notas todas las necedades que quería olvidar? ¿Qué logra pues o qué yerra la
escritura al servicio del olvido, ancilla oblivionis?

Al parecer Kant no tenía problemas de memoria en su vida privada y profesional. Borowski


certifica que tenía una memoria “espléndida”, Jachmann habla de una “enorme” memoria. En su
ancianidad, seguía sabiéndose de memoria largos pasajes de escritores griegos y latinos aprendidos en
su época escolar. Entre los modernos escritores alemanes, había que contar a Bürger, Hagedorn y sobre
todo Haller, cuyos poemas se sabía también “en su mayoría de memoria”, según el testimonio de
Borowski. También disponía de una gran tesoro de anécdotas, del que hacía hábil uso en la mesa, en
animadas conversaciones con sus invitados. Porque Kant era —lo que no necesariamente se desprende
de sus escritos filosóficos— un brillante anfitrión y conversador cuya urbanidad e ingenio en la
conversación, también y precisamente con las damas, eran muy apreciados en la sociedad de
Königsberg.
También como profesor de universidad podía confiarse a su memoria. Sus lecciones magistrales
eran “completamente improvisadas” (Jachmann). Al parecer, había desarrollado para su actividad como
científico un arte memorístico propio, que recomendaba a sus estudiantes para que ejercitaran la
capacidad de su memoria. [p. 125] Según el testimonio de Borowski, consistía en imaginarse el
conocimiento como “repartido en distintos recipientes en nuestra cabeza”, de modo que lo almacenado
de esta forma se puede sacar en caso necesario del “cajón” correspondiente... una topografía en toda
regla, en el sentido del arte memorístico de los retóricos, pero cortada a la medida de las necesidades
filosóficas.
Tampoco en sus opiniones filosófico­pedagógicas Kant dejó duda alguna de que es necesaria
cierta capacidad de memoria si se quiere participar de la cultura y de la ciencia. Por eso en su opinión
hay que ejercitar la memoria ya en los años jóvenes, y sobre todo en el aprendizaje de idiomas no hay
ningún camino que evite el esfuerzo de la memoria. También en disciplinas tales como la historia y la
geografía le parece imprescindible “un cierto mecanismo” en el uso de la memoria. Por último, para
todo el ámbito de la pedagogía Kant admite la vieja regla: “Sólo sabemos cuanto retenemos en la
memoria (tantum scimus quantum memoria tenemus). Incluso advierte expresamente en contra de
aprender sólo para algún examen, es decir “para el olvido futuro”.
Pero todo esto no son más que observaciones marginales en su obra filosófica. Porque junto a sus
tres Críticas, las sucesivas de la razón pura, de la razón práctica y del juicio, Kant no escribió una
cuarta Crítica concerniente a la memoria. Sólo desde puntos de vista prácticos, concretamente en sus
lecciones sobre antropología didáctica y sobre pedagogía general, se ocupó con más detalles de la
memoria y el olvido. En todo caso, no consideró necesario completar su sistema filosófico con una
explícita teoría de la memoria. En él, como en otros pensadores de la Ilustración, la memoria no ocupa
el centro de reflexión.
Así que en los pasajes de su obra en los que se dedica [p. 126] principalmente a la memoria, Kant
da el mayor valor a imponer los principios racionales de la Ilustración también frente a esta capacidad
intelectual. Por eso recomienda distinguir tres formas de memoria, que han de llamarse de la siguiente
forma: memoria mecánica, ingeniosa y juiciosa. Estas tres formas de memoria le parecen al mismo
tiempo niveles de rango. Van desde un trato con la memoria por entero carente de valor hasta uno
racional, pasando por uno problemático.
La “memoria mecánica”, de rango inferior, no merece en modo alguno el aplauso del filósofo
ilustrado, ni siquiera para la enseñanza escolar de los primeros años. Si los niños aprenden
“meramente” (¡a Kant le encanta esta palabra!) de memoria y de forma mecánica, es decir, si tan sólo
son adiestrados y amaestrados, no cabe esperar que “aprendan a pensar”.
Los reparos de Kant contra la memoria mecánica valen especialmente para la clase de religión. Si
ésta se limita a que los niños aprendan a “recitar” un rígido lenguaje de fórmulas y se acostumbren de
este modo a la “mera imitación, tarea únicamente de simios”, se les da un concepto pervertido de la
devoción. La verdadera educación no se puede confundir con una “repetición meramente literal”. Lo
mismo vale para cada nivel superior de transmisión del saber. Así que cuando Kant dicta una lección
sobre filosofía general, para él está claro que esa disciplina, que no existe aún como ciencia, no puede
ser adquirida a través de la memoria. Sólo con un método “investigador” es posible acercarse a
semejante ciencia.
Naturalmente, como Kant no puede por menos que reconocer, hay algunas ciencia que dependen
más que otras de conocimientos memorizables. En ellas han destacado algunos humanistas y filólogos
como “hombres prodigio de la memoria”. [p. 127] Estos autores, escribe, acarrean con sus logros
memorísticos cargamentos de material científico que pueden ser elaborados por otras cabezas que han
aprendido a pensar. Por eso Kant tampoco quiere hablar despectivamente de tales artistas de la
memoria, lo que de todas formas hace cuando incluye una memoria de este tipo entre las potencias
inferiores del espíritu y constata, resumiendo de forma bastante despreciativa:

Las potencias inferiores no tienen por sí solas ningún valor, por ejemplo, un hombre que tenga
mucha memoria, pero ningún juicio. Un hombre así será un diccionario viviente. También son necesarios
tales burros de carga del Parnaso que, aunque por ellos mismos no puedan aportar nada sensato, acarrean
materiales para que otros puedan hacer algo bueno con ellos.

En segundo lugar, y en el rango medio de la inteligencia, Kant sitúa la “memoria ingeniosa”.


Oculta bajo esta expresión está la vieja mnemotecnia, asociada al ingenio, que seguía teniendo adeptos
en su época. ¿Qué debe opinarse de este arte retórico? No mucho, o incluso nada en absoluto, responde
Kant, en tanto que se basa en que los contenidos de la memoria que han de ser preservados del olvido
se asocien arbitrariamente con otras imágenes, de las que se supone que se memorizan mejor. Para Kant
éste es un método absurdo, que termina por sobrecargar doblemente la memoria para cada objeto. Para
la paradoja psíquica de que dos o más objetos vinculados se puedan recordar de forma más sencilla y
duradera que los objetos individuales, el pensamiento racional de Kant no muestra comprensión alguna.
Quizá también aquí su preferencia por metaforizar los contenidos [p. 128] de la memoria como cargas y
cargamentos le haya vetado el acceso a tales consideraciones. Sea como fuere, Kant sólo puede ver en
esto un procedimiento enteramente “disparatado”, carente de reglas y que no puede ser justificado por
la razón. No cabe sorprenderse, pues, de que tras estas consideraciones críticas Kant establezca
categóricamente: “No existe un arte de la memoria (ars mnemonica) como categoría general”.
Queda por discutir, en tercer lugar y en el máximo rango de la inteligencia, la “memoria
juiciosa”. Deriva su nombre del juicio (iudicium), entendido aquí como la capacidad de hacer una
selección razonable entre la masa de contenidos de la memoria. El juicio tiene, pues, frente a la
memoria una inequívoca función reductora. Como ejemplo de memoria juiciosa, Kant menciona en
primer término el sistema de Linneo de las especies naturales, que sin duda sigue dando que hacer a la
memoria, pero, con toda su complejidad, está hecho de tal modo que de todos los puntos de vista
imaginables de la taxonomía botánica y zoológica sólo uno, la reproducción, es la base de todo el
sistema. Como otros ejemplos, Kant menciona la “topografía” de una biblioteca bien ordenada, así
como el arte de abstracción de la cartografía. De este contexto forma parte también la idea cuasi­
racional mencionada arriba de los “cajones” o “recipientes” en la cabeza, porque la que el propio Kant
se orientaba mnemotécnicamente. De todas estas formas de memoria juiciosa, Kant no sólo espera una
sensible reducción de los contenidos a almacenar, sino también una ayuda eficaz a la hora de llamar de
forma rápida y fiable a la memoria lo olvidado en cada momento.
En estas consideraciones se aprecia que en Kant la [p. 129] memoria, si es que se le dedica
atención, se ve continuamente limitada por el control de la razón, y en la mayoría de los casos se
encuentra falta de legitimación suficiente. En concreto el “mero” aprender mecánico de memoria, pero
también el arte de la memoria que juega “meramente” con sus asociaciones, han de aceptar ser
expulsados de la casa de las ciencias. Sólo la memoria sometida estrictamente al juicio y obligada por
él a muchas renuncias le parece al filósofo ilustrado lo bastante racionalizada como para colaborar a
“reflexionar y concluir por sí misma” en el ámbito crítico. En Kant se tiene casi la impresión de que el
filósofo crítico se encuentra más a gusto en el olvido que en la memoria; porque quien olvida no es al
menos un “recitador” y “ciego imitador” y, como ninguna opinión errónea se lo impide, puede también,
como olvidador, actuar como “pensador autónomo” (Selbstdenker) y ser de este modo “realmente
ilustrado” (wirklich aufgeklärt).

Para poder apreciar con más exactitud estas convicciones de Kant en todo su alcance, se
recomienda ponerlas en relación con las prácticas de la escritura. Al hacerlo volvemos a partir de las
“notas recordatorio” (Borowski) de las que Kant se servía en la ancianidad para apoyar su memoria
natural, incluyendo la enigmática nota en la que Kant apuntó lo que era urgente olvidar. ¿Es ése un
procedimiento adecuado para ayudar al menos a la memoria? De hecho Kant debía de estar convencido
de ello, dado que en su antropología llama a la escritura “espléndido arte”, que puede compensar sin
más la falta de una memoria natural. Esto ha de entenderse en Kant de forma enteramente práctica; el
filósofo había adoptado la costumbre, sobre todo en sus paseos vespertinos (en los que no toleraba
ningún acompañante que le hablara), de llevar consigo una pizarrita para anotar en seguida sus
ocurrencias, [p. 130] y califica de “gran comodidad” ese tipo de apoyo a la memoria. También la nota
de Lampe parece tener esta finalidad práctico­memorística. Incluso para nosotros esta relación resulta
plausible, porque, si hemos leído los recuerdos de Wasianski sobre los últimos años de Kant, podemos
recoger en la memoria, junto con las noticias acerca de la vida del filósofo, el nombre de su criado
Lampe, lo que sin su plasmación en letra impresa no habría sido posible.
Vayamos ahora a la inversión que tanto extrañó a Wasianski. ¿Podía Kant esperar que olvidaría
mejor y más rápido el nombre de Lampe tomando nota de su propósito de olvido? ¿Se puede fomentar
no sólo la memoria sino incluso su contrario, el olvido, anotando algo? El propio Kant parece haber
tenido una clara conciencia problemática de esta paradoja. Sobre la relación entre escritura y olvido, en
vez de escritura y memoria, escribe en una ocasión, refiriéndose a Platón: “Uno de los ancianos dijo: El
arte de escribir ha arruinado la memoria (en parte la ha hecho prescindible)”. Como comentario propio,
Kant añade a esta cita de Platón: “Hay algo de cierto en esta frase”.
De hecho hay algo, e incluso bastante de cierto, en que la invención de la escritura, para la Grecia
prehomérica, trajo por una parte a la humanidad un insospechado ensanchamiento de la memoria
cultural, pero por otra tuvo que dar un golpe considerable a la memoria que hasta entonces funcionaba
de forma “oral”. Si sólo se tiene en cuenta esta memoria natural, la escritura ha de ser calificada más
bien de aliada del olvido que del recuerdo. La “revolución escritural” (the literate Revolution, según
Havelock) ha vuelto pesada esta memoria natural, y a menudo el acto de escribir, o al menos anotar, [p.
131] va unido a una simultánea instrucción de borrado a la memoria natural que compite con lo escrito,
tal como lo expresaba en una ocasión el escritor francés Bernardin de Saint­Pierre, en el siglo XVIII:
“Lo que llevo al papel lo saco de mi memoria, y en consecuencia lo olvido” (Ce que je mets sur papier,
je l'ote de ma mémoire, et par conséquent je l'oublie).
El próximo impulso o empujón lo recibe la memoria natural en la historia con la invención y
difusión de la imprenta, desde finales del siglo XV. Ahora los libros, que Borges llama “simulacros de
la memoria”, se vuelven accesibles para la generalidad. Desde entonces la memoria cultural está
materialmente presente en muchas bibliotecas públicas y privadas, y si ahora hay muchas cosas que ya
no es necesario aprender de memoria, se sabe a cambio dónde pueden ser encontradas fácilmente.
La memoria de la cultura ha respondido de forma epistemológica a cada uno de los dos impulsos
innovadores que dieron ventaja cultural a la memoria manuscrita o impresa frente a la memoria natural.
La respuesta al impulso innovador vinculado a la invención de la escritura es la mnemotecnia,
desarrollada por la retórica de la literatura en prosa. Porque la mnemotecnia de la retórica ha sido hecha
para la prosa, que tiene que renunciar a auxiliares mnemófilos como el metro y la rima.
Al segundo impulso, la invención de la imprenta y los sucesivos reajustes en el almacenamiento
del saber vinculados a ella, responde epistemológicamente la crítica intelectual de la memoria, primero
con los moralistas (Montaigne), luego con los ilustrados, desde Descartes hasta Kant. Con radicalidad
creciente, se pone en cuestión la ingenua acumulación del saber y sólo se da importancia, entre estas
informaciones, a lo que se ajusta a los “cajones” y “recipientes” construidos por la razón. [p. 132] De
este modo, la memoria natural es sometida a los criterios racionales del juicio. En muchos autores
ilustrados, especialmente en Rousseau en su nueva pedagogía, se puede hablar de una guerra en toda
regla entre la razón y la memoria, que se decide inequívocamente a favor de la razón y en perjuicio de
la memoria.
También en Kant los frentes están claros. Por el lado de la memoria están los “recitadores”, por el
otro los “pensadores autónomos”, entre los que se incluye el propio Kant. Estos últimos se distinguen
en que, como Borowski dice de Kant, “buscan, sin la menor consideración hacia autoridad alguna (…),
la verdad, la pura verdad, y difunden después lo encontrado”. En la ciencia de Kant, ésta es la
diferencia que separa la mera enseñanza de la filosofía del auténtico filosofar. Sólo rechazando la
memoria tal como imperaba en la filosofía académica de su tiempo, pudo Kant convertirse en el “gran
destructor en el reino del pensamiento” (Heine) y en el “demoledor de todo” (Mendelssohn), aunque
estas violentas metáforas no se adecuen al carácter de una persona de la que Borowski dijo: “La palabra
ingenuidad expresa por completo a Kant”.

Volvamos a Lampe. ¿De qué clase era pues, en esa era ilustrada, la memoria de un hombre
sencillo llamado Lampe (traducido del alemán al castellano: lámpara)? Naturalmente los biógrafos, que
querían recoger la vida de Kant y no la de Lampe, no nos han dado información directa al respecto.
Sólo de su sucesor, el de la fuerte voz, Kaufmann, escogido por el propio Wasianski, éste nos dice que
al cabo de un tiempo estaba ya en condiciones de completar sin fallos las citas latinas de Kant cuando
él ya no podía recordarlas enteras. ¿Le alegraría esto a Kant? [p. 133]
Sin embargo, en los escritos filosóficos del propio Kant podemos encontrar algunas indicaciones
adecuadas para arrojar una luz sobre la memoria de Lampe, y con ello indirectamente también sobre
sus propios recuerdos y olvidos. El problema que da ocasión al filósofo para estas observaciones es el
del olvido, llamado también obliviositas en su lenguaje filosófico. El olvido es descrito por Kant muy
gráficamente como un estado en el que la cabeza está “como un tonel agujereado”. Según la
experiencia de Kant, los ancianos padecen especialmente este mal, pero no aparece por naturaleza,
como inevitable manifestación de la edad, sino que en muchos casos es atribuible a que estas personas
han echado a perder su memoria desde la juventud debido a toda clase de dispersiones. La desenfrenada
lectura de novelas, por ejemplo, es según estricta convicción de Kant una ocupación que acostumbra el
espíritu a la dispersión y, por tanto, lo arruina para la reflexión. En consecuencia ya en el colegio hay
que prestar atención a que las “distracciones habituales” no se asienten en la cabeza del alumno, porque
de lo contrario se le estará educando para el olvido.
Quizá en el caso de Kant y su criado Lampe se podría pensar que al menos el filósofo, al que
apenas podemos imaginar como alumno poco atento o devorador de novelas, habrá aprendido en su
larga vida a evitar los riesgos de la dispersión y el olvido, mientras precisamente en el caso de Lampe
habría que estar más bien preocupado a ese respecto. Pero lo ocurrido parece ser lo contrario. El propio
Kant registra en una ocasión, como experiencia suya, que el “hombre común” (y naturalmente
podríamos pensar en seguida en Lampe), en todas sus ocupaciones cotidianas, no tiene al parecer
dificultad alguna para hilvanar [p. 134] los contenidos de su memoria sin mucho “razonear”. El erudito
en cambio se ve constantemente asediado en su reflexionar por distracciones que le apartan de la clara
línea de sus pensamientos. Así lo atestigua, junto al relato del biógrafo Jachmann, el propio Kant.
Durante sus clases, un botón que faltara en la chaqueta de un estudiante, y más aún la moda de los
cabellos largos “a lo genio”, bastaban para causar una de esas distracciones del filósofo. Pero tampoco a
un nivel más elevado se libra de tentaciones de este tipo, ya que según observa Borowski incluso el
cargo de rector, que ejerció dos veces en la Universidad de Königsberg, y con gran fidelidad a sus
obligaciones, le deparaba “mucha dispersión”. Esta bien, pues, que un erudito así, amenazado por todas
partes por las distracciones, tenga un criado Lampe —el “teórico” un “práctico” (Wasianski)— que
como hombre común pueda descargar al caballero erudito de la tarea memorística de la vida cotidiana.
Como podemos saber por Jachmann, esto ocurrió así totalmente. Cuando Kant reprochaba en una
ocasión a su criado Lampe llevar excepcionalmente una librea amarilla en vez de una librea blanca
prescrita, se enteró por su disculpa no sólo de que el criado pensaba casarse con esa ropa al día
siguiente, sino también, para su gran sorpresa, de que Lampe ya había estado casado antes hacía
muchos años.
Así pues, cuando el filósofo un día, por los motivos que fuere, despidió a este útil criado con su
rectilínea memoria, las distracciones, especialmente, los “muchos y extraños pensamientos
secundarios” relacionados con “asuntos domésticos”, jugaron su perturbador juego con el erudito con
mucha más fuerza de lo que lo había hecho siempre. [p. 135] El propio recuerdo de Lampe, el cómodo
sirviente de la memoria, bien pudo convertirse en una gran distracción, desmesuradamente torturadora,
que paralizase el pensamiento del erudito de tal modo que éste, si quería seguir filosofando, tuviera que
empezar por olvidar el nombre de Lampe.

Pero hasta ahora hemos dejado de lado un aspecto de la vida y filosofar de Kant que es
importante para arrojar quizá una luz distinta sobre la nota del olvido concerniente a Lampe. Una de las
razones por la que tres biógrafos a la vez publicaron una vida del filósofo en el mismo año de su
muerte, 1804, es que en los últimos años de su vida Kant se vio afectado por un debilitamiento de sus
facultades mentales que conmovió profundamente a su entorno de Königsberg, y que al cabo de un
tiempo terminó en una total “impotencia psíquica” (Jachmann). Ese debilitamiento se manifestó sobre
todo en una disminución, primero incipiente y después en rápido progreso, de su memoria, que quizá, si
los síntomas pueden ser aún hoy interpretados correctamente, pueda diagnosticarse avant la lettre como
enfermedad de Alzheimer. Esa espléndida, inmensa memoria, que tantos motivos de elogio había dado
en su vida anterior, se disolvía en la nada, y con ella el genio del “mayor filósofo de su tiempo”
(Jachmann). Una imagen lamentable se ofrecía a los amigos, y Jachmann —profundamente conmovido
por el hecho de que el amado maestro ya no le reconociera un día— escribe: “El hombre que había
asombrado con sus teorías a los sabios de Europa tenía que hacer que su vieja hermana, que jamás
había comprendido la inteligencia y el lenguaje de su hermano, le apuntara las palabras necesarias para
designar pensamientos completamente normales”. El mismo biógrafo intenta que el estado de Kant no
se entienda en modo alguno como “enfermedad mental” sino como “debilidad de espíritu”. Esto
recuerda con qué dificultades [p. 136] tuvo que luchar alrededor de cien años después el “loquero”
Alois Alzheimer con sus colegas cuando quiso diagnosticar y tratar como una enfermedad
completamente normal la dolencia que después llevaría su nombre.
¿Cuándo empezó esta dolencia —debilidad o enfermedad senil— en Kant? Los datos al respecto
difieren. El que más lejos va es Wasianski, que es el que menos elogia la memoria de Kant y, en vista
de su desaparición en la ancianidad, señala que el propio Kant escribe de sí mismo que ya en su
primera juventud era bastante “olvidadizo”. ¡De hecho en una ocasión, jugando después del colegio,
había olvidado su mochila con los libros en el lugar donde jugaba! En avanzada edad, recordaba bien
los acontecimientos más antiguos, pero mal los recién ocurridos... lo que desde la perspectiva actual se
puede entender como una variación del conocido tema Old men forget (Shakespeare, Enrique V).
Pero en el mismo biógrafo encontramos también algunos síntomas observados con más exactitud.
Así observa, por ejemplo, en sus conversaciones con Kant, que se van haciendo cada vez más
entristecedoras, que éste domina el lenguaje cotidiano con grandes dificultades, pero el lenguaje
especializado de las ciencias todavía con gran exactitud. Eso parece haber dificultado sobre todo las
conversaciones en la mesa, para las que Kant había establecido la regla estricta de que no se podía
hablar en modo alguno de cuestiones filosóficas y en absoluto acerca de sus propios libros. Finalmente,
Wasianski llama la atención sobre un hecho que sucede en el año 1802, año en que el biógrafo reseñaba
ya una cierta “disminución de su memoria”, observada incluso por el propio Kant. Precisamente por
esa razón Kant cogió por entonces la costumbre de llevar notas y cuadernillos “para evitar la repetición
y prevenir la multitud de entretenimientos”. [p. 137] Cuando en el verano de ese año se blanqueó el
estudio de Kant y el filósofo tuvo que recoger sus cosas, quiso quemar todo el montón de notas que se
habían acumulado hasta ese momento. No importa si hay que interpretar esta intención como expresión
de su amor por el orden o como voluntaria estrategia del olvido, el caso es que el auto de fe no tiene
lugar porque Wasianski ruega que se le entreguen los papeles como recuerdo. Como en ese momento
Lampe ya llevaba medio año “eliminado”, posiblemente la nota de Lampe se encontraba también en ese
legado en vida, como suele decirse hoy. De esta forma, al menos en lo que concierne a la posteridad, el
propósito de olvido de Kant referente a su criado Lampe se convirtió en su contrario, y recordamos hoy
a este fiel o quizá menos fiel servidor sobre todo porque el recuerdo de olvido de Kant arrojó sobre él
tan curiosa luz.
No sabremos nunca si la nota produjo en Kant recuerdo u olvido, sobre todo porque alrededor de
esa misma época los síntomas de la enfermedad de Alzheimer se extienden dramáticamente sobre la
conciencia de Kant. En el gran olvido, nombre que también recibe esta enfermedad, se pierde también
para nosotros el olvido o no­olvido de Lampe. ¿O quizá incluso podríamos sospechar que en la vida de
Immanuel Kant la inolvidable separación de su familiar Lampe fue precisamente el acontecimiento que
dio a la vida del filósofo el último empujón hacia el camino que llevaba a la noche del olvido? ¿No será
quizá la nota de Lampe no recordatorio de un imperativo pragmático, sino expresión de la resignada
entrega a la fatalidad del olvido, que cae sobre él implacable, y en cuya noche ahora ha de sumergirse?
[p. 138]
V. De los riesgos del recuerdo y el olvido

1. Amores olvidados, fielmente narrados (Casanova)

Tras estudiar Derecho en Padua, Giacomo Casanova (1725­1798) recibió con quince años los
cuatro órdenes menores de manos del patriarca de Venecia. Ahora llevaba sotana, y también era
reconocible como clérigo por su tonsura. La gente sencilla veía en él a un sacerdote, su abuela incluso a
un “apóstol”. Estaba feliz con su nieto, con cuya vocación sacerdotal creía asegurada la salvación de su
alma y quizá la de toda la familia.
El joven clérigo tiene que pronunciar su primer sermón en la iglesia del párroco Tosello. Elige
como tema unos versos de Horacio. La idea disgusta al párroco: los poetas paganos no tiene cabida en
la Iglesia. Sin embargo, pronto se ofrece al joven otra oportunidad de demostrar su valía como
predicador; el 19 de marzo de 1741, a las cuatro de la tarde, ha de subir al púlpito y pronunciar el
solemne sermón en honor de san José, el casto esposo de la Virgen María. Casanova redacta el sermón
y se lo aprende de memoria, repitiéndoselo por las noches al ir a dormir y por las mañanas al despertar.
No tiene problemas con la memoria, como ya se ha visto durante los estudios.
El joven clérigo Casanova ha tenido ya acceso, en torno [p. 139] a su esta época, a la sociedad
refinada de Venecia. Así que justo el día de la festividad de San José es invitado a comer por el conde
de Monreale. Se come bien, y se hace honor al vino. Casanova está a punto de olvidar sus obligaciones
como predicador. Un mensajero tiene que ir a buscarlo. Casanova llega a la iglesia justo a tiempo.
Ahora el joven clérigo, cansado por la comida y aturdido por el vino, está en el púlpito, tiene ante
sí los rostros de la comunidad congregada. La introducción al sermón, el exordio, todavía más o menos
le sale, pero luego pierde el hilo, se trabuca. Los oyentes cuchichean, a duras penas contienen la risa.
Entonces Casanova es presa del pánico, “pierde la cabeza”, y todo el sermón trabajosamente aprendido
de memoria queda olvidado. Sólo con un desmayo medio fingido medio auténtico logra salir del paso.
Se desmaya en el púlpito, su cabeza golpea pesadamente contra la pared. Inconsciente, es llevado a la
sacristía. Su catástrofe (mon désastre) es completa, y el tan fatalmente olvidadizo Casanova ha sacado
su conclusión: “He renunciado por completo a esta profesión” (J'ai entiérement renoncé a ce métier).
El camino para la vocación erótica de Casanova está expedito. Empieza también con el párroco Tosello,
o más exactamente con su hermosa sobrina Angela. Giacomo ama a Angela, Angela ama a Giacomo y
está dispuesta a convertirse en su esposa. Pero hasta entonces guarda su virtud “como un dragón” y no
concede al amante ni el más mínimo favor y libertad. La “codicia” de esta “negativa” Angela transtorna
al amante por entero, y la contención que se le impone “le deseca”. El amor se convierte en tortura,
tiene que “olvidar por algún tiempo a la cruel Angela”.
Le ayuda a hacerlo una estancia en el campo, donde, en casa de sus anfitriones, conoce a la hija
del guardés, Lucía, de catorce años, que en [p. 140] su conmovedora ingenuidad le parece un ángel en
figura humana. Durante días y noches Casanova lucha consigo mismo sin saber si debe seducir o no a
la niña inocente. Finalmente, todo queda en que se limita a halagarla con tiernas palabras y termina su
estancia en el campo sin asaltar la sede de su castidad.
Con la vuelta a Venecia, el amor hacia Angela entretanto olvidado se inflama de nuevo en él.
Casanova vuelve a asediarla con sus deseos, y ella sigue manteniéndose firme... pero no del todo.
Porque Angela pasa pronto una noche con sus amigas, las hermanas Nannette y Marton. Son más estas
frívolas criaturas que la circunspecta Angela las que, por la noche, dejan entrar a Casanova en su casa y
al cuarto de ella. La única vela pronto se consume, y Casanova concibe las más hermosas esperanzas.
Pero en la habitación oscura como boca de lobo empieza un juego de flirteo y confusión (en Casanova:
badinage) en el que, entre las risas de las dos amigas de la coqueta y casta Angela, ésta logra que su
amante no consiga atraparla en toda la noche. Es “una noche enojosa” (une facheuse nuit).
Furioso, Casanova abandona la ciudad y recoge en Padua su título de licenciado. En lo que a
Angela se refiere, ahora va a olvidarla definitivamente. Pero para eso no basta con un título académico.
Más bien experimenta auxiliares del olvido más eficaces en cuando vuelve a Venecia, a manos de las
amigas hasta entonces apenas apreciadas, Nanette, de dieciséis años, y Marton, de catorce. Se acuerda,
con el consentimiento de Angela, una repetición más feliz de la desgraciada noche. Cuando llega el
momento y Casanova, equipado esta vez con una botella de vino de Chipre y una lengua ahumada, se
presenta en el dormitorio, falta Angela. [p. 141] El amante se harta: “Se acabón. Detesto a Angela”.
Pero la noche le dura lo bastante a Casanova como para conformarse bajo las sábanas con las dos
compañeras que le quedan, un gozo de amor que Casanova anota haber disfrutado por primera vez en
su vida (une jouissance dont je goutais pour la premiere fois de ma vie). Ahora Angela está
definitivamente olvidada, y Casanova puede escribir, titulando este capítulo (I, 5) de la historia de su
vida: J'oublie Angéla.
Todo esto lo sabemos, como ya decíamos arriba, por la autobiografía redactada por Casanova en
lengua francesa y publicada largo tiempo después de su muerte con el título Historie de ma vie, que
terminó en el año 1797, a los setenta y dos años, en el castillo bohemo de Dux. Allí era huésped del
joven conde Waldstein, que le ofreció un último refugio poco antes de su muerte, cuando el mundo ya
casi le había olvidado. Al conde Waldstein debemos también que con estos recuerdos de vida y amores
Casanova se haya convertido en un maestro de la literatura erótica y un clásico de la literatura mundial.
Una de las encantadoras peculiaridades y paradojas de estas “confesiones” (así dice el autor
ocasionalmente, haciendo un guiño a san Agustín y a Rousseau) es que Casanova recuerde también con
toda exactitud las circunstancias de su olvido.
Para poder escribir, anciano, estos recuerdos, lejos de los asuntos del mundo, Casanova ha
fortalecido durante su vida su memoria —que como hemos visto le abandonó indignamente en una
ocasión— mediante anotaciones, y ha conservado también muchas de las cartas que escribió y recibió.
De esta forma, puede acordarse sin esfuerzo de las innumerables mujeres que amó en su vida. Pero
jamás se jacta de la multitud de sus aventuras amorosas. Casanova no es un don Giovanni, y no tiene
con él ningún Leporello que lleve el registro de sus numerosas “conquistas”. De las mujeres a las que
ha hecho la corte [p. 142] incansablemente mientras le han quedado fuerzas, Lydia Flem dice, en su
biografía de Casanova, que las amó “una a una”. Sin duda, en cada nueva aventura amorosa, que sus
viajes por Europa le ayudan a encontrar, Casanova busca una y otra vez el placer de los sentidos, pero
no le estimula lo que siempre es igual en este juego sino lo que satisface su “curiosidad” de manera
distinta en cada caso. El amante de los libros que Casanova también fue quiere leer en cada mujer como
en un libro, y eso incluye que, como lector, para poder abrir un libro tiene que cerrar otro. Así entre dos
amores, entre dos lecturas, hay una cesura, que en el lenguaje erótico de la época de Casanova se llama
olvido y de hecho, en el vértigo de los sentidos del siguiente encuentro, significa el olvido, pero
siempre aquel que no excluye el recuerdo posterior.
Esto se ve claramente en la más bella de las historias de amor de Casanova, que trata de su
encuentro con Henriette y forma dentro de sus recuerdos una pequeña novela de amor, cerrada en sí
misma. Henriette, así se llama una joven “aventurera” que Casanova conoce por azar en una hostería, es
francesa y viaja por Italia, disfrazada de hombre, en compañía de un capitán húngaro de sesenta años.
Él no habla francés, ella no habla húngaro: se entienden por señas, apoyadas en algo de latín. La
curiosidad de Casanova se despierta: Qui est donc Henriette? El conocimiento con la desigual pareja se
traba con rapidez, y Casanova queda encantado por la mujer, tan hermosa como inteliggente y educada,
que es dueña de un gusto natural y sabe hablar de geometría como un geómetra, y de filosofía como
Cicerón en sus Disputaciones tusculanas. Toca el violonchelo como una concertista y aprende italiano
en treinta días. ¿Quién es entonces esta “divina Henriette”?
Eso ni lo sabe el capitán húngaro ni lo averigua el curioso veneciano. [p. 143] La historia de la
vida de Henriette es su secreto, lo que naturalmente incrementa el interés de Casanova. Pronto arde de
amor por la francesa, y también ella le corresponde. El capitán húngaro, algo desbordado ya por la
aventura, da su consentimiento y Henriette pasa a manos de Casanova y se convierte en su nueva
amante. Al capitán, que ahora sigue solo su camino, le impone al despedirse el estricto mandato de no
investigar su paradero y tratarla como a una desconocida en el futuro, si sus caminos volvieran a
cruzarse. En una palabra: Oubliez­moi.
El estricto mandato de olvido deja pensativo al veneciano, que ha escuchado este diálogo de
despedida, y da a entender a su nueva acompañante que posiblemente un francés pueda olvidar al serle
ordenado, pero jamás un italiano. “Es fácil decir olvídame” (Oubliez­moi est bientot dit), pero para él es
impensable olvidar voluntariamente. Desde este intercambio de palabras, el motivo del olvido está
presente en los pensamientos de la pareja.
Casanova y Henriette viajan, se aman, son felices. ¿Durará su felicidad? ¿Tiene que durar?,
devuelve Henriette la pregunta, ¿es que puede acaso durar la felicidad? Poco a poco, Casanova averigua
o adivina algunas cosas singulares de su vida. Henriette (o como se llame en realidad) procede al
parecer de una familia de la nobleza provenzal, ha huido porque iba a ser internada en un convento y
ahora es buscada por su familia. Difícilmente se podrá impedir que la encuentren. Eso significará la
separación de Casanova. Esa amenaza pende sobre ellos. Henriette lo sabe, y su amante lo intuye
también, pero durante largo tiempo no quiere saberlo o en todo caso no quiere verlo. Él, el virtuoso del
olvido, no quiere olvidar en esta ocasión.
El nudo del drama se desarrolla en Parma. [p. 144] Un francés presente por casualidad allí,
también él un curioso, reconoce a la aventurera. Van y vienen cartas entre Italia y Francia, y pronto ha
llegado para Henriette la temida hora del retorno. Con el corazón oprimido, Casanova se somete al
destino. Aún acompaña a Henriette hasta Ginebra, donde ambos se alojan en el hotel Á la Balance. Aún
se les concede unos días, horas, minutos felices, luego un coche señorial se lleva a la aventurera
nuevamente capturada a su patria provenzal. Atrás queda, en su hotel ginebrino, un Casanova
profundamente triste, que desespera de la felicidad y del amor.
Le llega un mensaje de despedida. Al principio sólo contiene la palabra Adieu. Luego, Casanova
descubre, grabadas con un diamante en una de las ventanas del hotel, otras palabras de despedida de
Henriette. Contienen el motivo del olvido, que en secreto él siempre temió: “También olvidarás a
Henriette”. Si este dato no es una mistificación, se plantea la cuestión de cuál es la auténtica redacción
del texto. Las dos versiones no dicen exactamente lo mismo. Especialmente la palabra “también” de la
versión de la autobiografía de Casanova supone una sustancial diferencia. ¿Ha reconocido quizá
Henriette en su Casanova, en los tres meses de convivencia, a un artista del olvido, de forma que ahora
está dispuesta a alinearse “también” en la fila de las amantes olvidadas? ¿O insiste, en la versión del
casanovista detective aficionado, en que incluso el olvido, si “un día” se instala entre ellos, será un
acontecimiento único?
La verdad de esta despedida parece estar, más allá de ambas hipótesis, [p. 145] en una carta que
Casanova encuentra escrita de puño y letra de ella a su vuelta a Parma, y cuyo texto exacto recoge en su
autobiografía. El párrafo de la carta concerniente al olvido dice:

Soy yo, mi único amigo, la que tenía que abandonarte. No hagas más grande tu dolor pensando en
el mío. Imaginemos que hemos tenido un sueño agradable, y no nos quejemos de nuestro destino, porque
nunca un sueño tan agradable ha durado tanto. Ensalcémonos, pues, por haber sabido hacernos
plenamente felices durante tres meses seguidos; apenas hay mortales que puedan decir una cosa así.
Ojalá que no nos olvidemos nunca el uno del otro, y a menudo recordemos nuestro amor con el
pensamiento para reavivarlo en nuestras almas, donde a pesar de nuestra separación nos alegraremos
mucho más vivamente de él. Por eso, no hagas averiguaciones sobre mí, y si el azar quisiera facilitarte
saber quién soy, compórtate como si no lo supieras. Permíteme decirte, mi querido amigo, que he puesto
en orden mis asuntos y seré por el resto de mi vida tan feliz como pueda serlo sin ti. No sé quién eres;
pero sé que nadie en el mundo te conoce mejor que yo. En toda mi vida futura ya no tendré más amantes,
pero deseo que tú no tengas la misma idea. Quisiera que siguieras amando, e incluso que encuentres otra
Henriette. Adieu.

¿Ha olvidado Casanova a Henriette? Como él escribe, no: “No la he olvidado”. Le creemos. Pero
nunca volvió a ver a Henriette, aunque la buscó en la Provenza, donde ella vivía en su castillo. Se
mantuvo oculta de él. Pero los dos amantes intercambiaron cartas amistosas hasta el final de su vida.
¿Priva esto de todo fundamento al olvido para Casanova, de una vez por todas? Puede que no del
todo. Porque oigamos cómo sigue su autobiografía. [p. 146] Tras la lectura de la carta de despedida de
Henriette, Casanova se queda unos días como paralizado. No come, no bebe, no está para nadie. Por
fin, un amigo consigue arrastrarlo al teatro, remedium amoris. Allí ocurre en seguida lo que Casanova
llama, en el título del capítulo siguiente, “una fastidiosa aventura con una actriz”. Ésta le contagia una
desagradable enfermedad venérea, que le impone no menos de seis semanas de abstinencia. Es lo que
dura una cura de mercurio. Durante este período, Casanova tiene ocasión de pensar de nuevo en
Henriette y su profecía de olvido. Se avergüenza de haber querido olvidar tan rápido.

Llegados a este punto, nada sería más ilustrativo que tener a mano, paralelamente a la lectura de
Casanova, una autobiografía de Henriette, y leer en ella con qué pensamientos y sentimientos vio esta
mujer al hombre Casanova, y si por su parte le olvidó o no le olvidó. Esa autobiografía no existe, pero
por la carta reproducida arriba, que nos ha llegado a través de Casanova, así como por algunos indicios
fragmentarios de la investigación casanovista, podemos intuir la interesante lectura que nos hemos
perdido. No es difícil adivinar la razón de que Casanova escribiera la historia de ese amor y Henriette
no: Casanova era un hombre, Henriette una mujer. Si en los pasados siglos ya era poco frecuente que
una mujer olvidara las normas del decoro femenino y usara la pluma como un hombre, era doblemente
raro, y, hasta donde yo sé, no ocurría, que las mujeres osaran destacar en público en el precario arte del
olvido. ¡Cómo iban a hacerlo! En la historia, fueron fácilmente desplazadas al papel de olvidada. O si
no eran olvidadas del todo, como las Angela, Lucía, Nanette y Marton de Casanova [p. 147] (¡sólo
conocemos sus nombres de pila, por así decirlo sus nombres en el juego!), sólo podemos tener un
conocimiento intuitivo de sus sentimientos, porque ni escribieron nada ni probablemente sabían
escribir. Lo que estas muchachas pensaron sobre el olvidar y el ser olvidadas está completamente
cubierto por su silencio. En todo caso, podemos sospechar que, como un siglo largo después la “tía
María” de la novela La via del male (1896), de la escritora sarda Grazia Deledda, peregrinaron hasta
una imagen próxima para pedir a la Virgen el recuerdo de los correcto y el olvido de lo errado, como se
dice hacían las muchachas romanas ante la estatua de amor lethaeus. Aquí, en Cerdeña, encontramos
excepcionalmente una mujer que como escritora ha registrado tales problemas del olvido. Pero lo ha
hecho sólo de pasada, en una novela que por lo demás sigue líneas de acción muy distintas y muy
masculinamente violentas.
Así que tampoco el libro que el lector tiene ahora ante sí carece de interesantísimos papeles
femeninos, formados en gran parte por el olvido y más aún por el ser olvidado, pero faltan en toda la
línea las grandes autoras que hayan modelado ellas mismas desde su perspectiva este gran tema de la
historia de la cultura. Lete es sin duda una diosa, pero —hasta ahora— no reina sobre la literatura
femenina. Es éste un hecho y un fenómeno en la historia cultural del olvido que requiere a su vez una
interpretación histórico­cultural. No me atrevo a decidir si calificarlo de lamentable mientras estas
páginas blancas no estén mejor inscritas en la ciencia leteica, lo que sin duda en el futuro no dejará de
ocurrir. [p. 148]

2. Una oda al olvido (Federico el Grande)

En el año 1737, tres años antes de subir al trono como Federico II de Prusia, para la historia
Federico el Grande, el príncipe heredero Federico, de veinticinco años, escribió en su castillo prusiano
de Rheinsberd, en lengua francesa, una “Oda al olvido” (Ode sur l'oubli). El poema consta de seis
estrofas de diez octosílabos cada una, rimadas conforme al esquema de las grandes odas de Malherbe:
[p. 149]

“Oda al olvido” [p. 151]

Enemigo fatal del estudio,


Destructor de todo mi saber,
Que arrebatas del más duro esfuerzo
El trabajoso fruto:
Olvido, rival de mi memoria,
Deja ya de oponerte a mi gloria,
Respeta mi intención;
Quiero que me ilumine la razón,
Y que de la virtud la ley severa
Guíe toda mi acción.

De los héroes de Grecia el ejemplo,


Inmortalizado por Rollin,
Alza mi corazón a la sapiencia
Que el carácter de aquellos personajes impregnó.
Su valor y grandeza de espíritu
Alimentan en mí la misma llama
Que su ardor antaño avivó.
Imito al justo Arístides;
Que mientras Sócrates me guía,
Alejandro anime mi corazón.

Cuando estudio, esperando


Haber grabado en mi alma
Cuanto de importancia han
Producido la paz y la guerra,
Busco en vano en mi memoria,
Nada sé ya de la historia
Que sabía hace un instante;
Como un surco volandero
Que se traza por la arena
Se lo lleva el menor viento, [p. 152]
Igual haces perecer,
Canalla y hombre de bien,
El mérito y el poder,
Nada sirven contra ti.
¡Qué vana es nuestra grandeza!
Olvidado está ya Eugenio
Acaba de fenecer,
Y del Olvido no le salvan
Panteón ni funerales,
Ni sus famosas batallas.

El amante se queja de que su amada


Lo abandona con ligereza,
Y Alcidón, que ahora tiene sus caricias,
Ha triunfado de su orgullo.
Eres tú el que causó ese perjurio;
Ahora él gime, él murmura,
Y para mejor vengarse de ti,
Pone fin a su larga ausencia,
Vence a olvido con presencia,
Y pronto vuelve Chloris a ser suya.

Pero si causas alarma,


También nos libras de males,
Y que las penas que desarmas
Cedan paso al dulce reposo;
Y es esa amable magia
La que nos hace tu apología.
Nacimos para la desgracia; [p. 153]
Pero sin ti habría más miserias.
Y ni las mismísimas severas Parcas
Hallarían quien las consolara en esta tierra

Hoy, 22 de enero de 1737, en Remusberg


Federico

La “Oda al olvido” de Federico no es una gran obra. Está escrita en un francés todavía un tanto
torpe y se basa en principio estrechamente en el tópico convencional de la memoria. Esto se percibe
especialmente en la primera estrofa, que parece escrita por entero desde la idea de un estudiante
aplicado. El olvido es apostrofado como molesto perturbador del aprendizaje. La segunda estrofa
continúa esta idea y le da además un énfasis humanista. El modelo de Alejandro lleva entonces a la
temática de la tercera estrofa. Su tema es la historia, especialmente importante para la educación de un
príncipe, con los grandes hechos de paz y de guerra. Pero ni siquiera esta materia quiere quedarse en la
memoria del príncipe heredero; lo que sabía “hace un instante” (ce meme instant) ha quedado ya
olvidado.
Una también tradicional metáfora del olvido sirve de transición a la cuarta estrofa. Si la huella de
la memoria sólo es “un surco volandero” trazado en la arena, el menor soplo de viento se la llevará.
Con esa imagen, el autor retoma el motivo de la vanitas, y en una imagen conocida, por ejemplo, por
los Trionfi de Petrarca. En éstos, es el “ciego olvido” el que con el tiempo “triunfa” sobre justos e
injustos, sobre el poder y el mérito. La ley de lo perecedero de todos los valores terrenales es probada
después por Federico [p. 154] con un ejemplo de la historia más reciente. Es el del príncipe Eugenio,
cuya muerte en el año 1736 era para el autor del poema un acontecimiento contemporáneo, tanto más
cuando que el joven príncipe heredero ha luchado a sus órdenes en 1734 contra los franceses. El
lamento por lo perecedero acuñado aquí para el general Eugenio —también él un príncipe—, que
“acaba de fenecer” adquiere una expresa inflexión hacia la memoria con la ejemplar mención de los
funerales y el monumento. El olvido triunfa aquí sobre la memoria.
En la quinta estrofa el principesco autor, casado desde hace poco, encuentra una clásica escena
pastoril para el olvido en el amor. Chloris ha abandonado a su amante y ama ahora a Alcidón. Pero
antes de que compadezcamos demasiado al amante, al que el autor no da nombre alguno, hay que tener
en cuenta por qué motivos, según el texto de los demás versos, ha sido desplazado tan vilmente. Ha
descuidado a su amada con una larga ausencia. ¿No es esto también expresión de un olvido? Por tanto,
como ocurría ya en Ovidio, el remedium amoris de la coqueta Chloris parece consistir en curar el
olvido de él con el de ella. La receta es eficaz, y el amante abandonado, según se dice literalmente,
“Pone fin a su larga ausencia, / Vence a olvido con presencia”. De este modo, el recíproco juego del
olvido tiene un final feliz.
En la sexta y última estrofa de su oda, Federico convierte la queja hasta entonces predominante
contra el olvido en una “apología” del poder del olvido. Puede que siga prevaleciendo todo lo que ha
alegado en su poema contra el olvido; pero ahora —audiatur et altera pars— tiene que presentarse
como abogado de la defensa y alegar, en favor del olvido, que felizmente también nos libra del recuerdo
de más de [p. 155] una desgracia y cuida de este modo de que podamos volver a dormir. Así que
también tiene peso en el último verso de la oda, la palabra consolateur.
¿Por qué escribe esta oda al olvido el príncipe heredero de Prusia? ¿Es éste un tema próximo a un
hombre de veinticinco años, que desde hace un año, recién casado, vive en su propio castillo de
Rheinsberg, al que ya califica de su Sanssouci y en el que cree estar pasando “el verano de su vida”?
Aquí toca la flauta y disfruta siendo el centro de una corte de la que ya, como después y con más
claridad en Postdam, emana un resplandor intelectual. Pero el príncipe heredero también toma en serio
sus obligaciones como futuro gobernante. Esto incluye, entre otras cosas, un estricto programa,
autoimpuesto, de lectura y aprendizaje, al que dedica muchas horas del día y de la noche. Pero esta
tarea no le resulta una carga, se siente como si su vida hubiera comenzado sólo hace un año, con su
traslado a Rheinsberg. Escribe en una carta: “Nunca he vivido días tan felices como aquí”.
Preguntémoslo otra vez: ¿es que este hombre joven y feliz tiene, por así decirlo, algo que olvidar?
Pues sí, muchas cosas indican que tenía un fatal acontecimiento que olvidar, que ya había caído con
enorme peso sobre su joven vida algunos años atrás. Me refiero al grave conflicto que se vio obligado a
sostener con su real padre, y, en relación con esto, a la muerte violenta de su amigo Katte en el año
1730, cuando Federico tenía dieciocho años.
Su padre, el rey Federico Guillermo I, fue para su país un déspota bienintencionado, y para su
hijo un padre implacablemente severo, que sometió a su presunto sucesor en el trono a un férreo
régimen educativo. El joven príncipe heredero siente tanto agobio ante ese entrenamiento embotador y
castrense que planea la fuga a Inglaterra junto con su amigo, [p. 156] el teniente de la guardia Hans
Hermann von Katte. El proyecto es descubierto, la fuga fracasada. El rey está fuera de sí con su
“descastado hijo”. Un consejo de guerra decidirá sobre el “evadido teniente coronel Fritz” y su
cómplice. Pero el tribunal se declara incompetente para juzgar el delito del heredero del trono. Sin
embargo, decreta “cadena perpetua” como pena por la planeada deserción del teniente Katte. El rey
considera la sentencia demasiado suave, y la anula; con la omnipotencia del soberano absoluto,
condena a muerte al acusado. El 6 de noviembre de 1730, Katte es decapitado con la fortaleza de
Küstrin y, por orden expresa del rey, ante los ojos del príncipe heredero, obligado a contemplar la
ejecución desde la ventana de la celda en la que guarda riguroso arresto. De nada sirve que Federico
ofrezca a su inclemente padre su propia vida a cambio de la de su amigo. El rey no cambia de opinión,
y Federico sólo puede gritar a su amigo, arrodillado ante el montón de arena del patíbulo: Je vous
demande mille pardon, antes de que el verdugo ejecute la sentencia de muerte. Por tres veces
consecutivas, Federico se hunde en un profundo desvanecimiento.
Las actas del proceso y otras fuentes históricas no dejan lugar a dudas de que esta cruel tragedia
fue vivida por todos los implicados en ella como un drama ejemplar del recuerdo y el olvido. Ya el
delito de abandono de las banderas es considerado por el consejo de guerra, esencialmente, como un
delito de olvido, ya que el teniente Katte desertó “con olvido del juramento prestado”. También al
propio príncipe heredero, aunque se libra de la misma pena, en una orden reservada se le reprocha su
acto, “olvidado de Dios y del honor”, de forma que durante largo tiempo duda de si su real padre
“perdonará y olvidará del todo” ese crimen.
Desde el punto de vista del rey, la ejecución del desertor [p. 157] ante los ojos del también
desertor príncipe heredero es un ejemplo necesario para la educación de la memoria del mismo. La
cabeza del amigo separada del cuerpo —comparable a la cabeza cortada de Bertrand de Born,
coadyuvante a la rebelión, en el Inferno de Dante— debe grabarse profundamente en la memoria del
príncipe, como inolvidable imago agens, para no desaparecer jamás de ella.
¿Ha alcanzado el rey su cruel objetivo educativo? En este punto tenemos que atenernos a indicios.
En primer lugar, sobre la ejecución de Katte existe el testimonio de un compañero de su regimiento que
asistió a ella, el mayor Von Schack. Éste declara sobre Katte, el 2 de diciembre de 1730: “No olvidaré
mientras viva su constancia y denuedo, y he aprendido mucho de su preparación para la muerte como
para desear aún menos olvidarla”. Si el príncipe heredero sintió el acontecimiento tan profundamente
—al menos— como el mayor Schack, ha quedado oculto por el velo del triple desmayo. Pero el mayor
general Von Lepel, que le visitó al día siguiente de la ejecución, testimonia que el príncipe heredero se
había quejado con amargas palabras: “El rey cree que me ha quitado a Katte, pero lo veo en pie ante
mis ojos”. Y un día después el capellán castrense Müller, que por encargo del rey ha de apelar a la
conciencia del príncipe, tiene que objetar humildemente a su mandante que teme para Federico “una
grave enfermedad del ánimo que no tenga salvación”.
Finalmente, Federico es indultado por el rey. Poco a poco, se le restituyen todos los derechos y
obligaciones del heredero del trono. Y Federico se somete. Trabaja con celo y constancia en la hacienda
estatal, y ya el 19 de diciembre de 1730 su nuevo mentor, su jefe de gabinete, Hille, anuncia al rey: “Su
Alteza Real está [p. 158] contento como un jilguero”. ¡Extraño testimonio! El biógrafo francés de
Federico Ernest Lavisse desaprueba semejante alegría, y sentencia que todo el drama fue puesto en
escena por ambos protagonistas, el rey el príncipe heredero, con la misma “sobrehumana sangre fría”,
que le deja a él, el biógrafo, igual de frío: “Sus penas no son de las que conmueven”. Sin embargo, en
su estricto juicio el crítico biógrafo no valora siquiera la posibilidad de que Hille pudiera haber fingido
ante el rey una progresiva curación del príncipe heredero de las consecuencias de su melancolía. Al fin
y al cabo, hay que tener en cuenta que algunos años después el flautista de Rheinsberg decía de sí
mismo en un verso en alemán, sin duda en tono distinto: “Soy un lugano que canta en su jaula”. Con la
jaula no cabe pensar que se haga referencia al querido palacio de Rheinsberg sino más bien a la jaula
del recuerdo y al jilguero o lugano del olvido de ella.
Tras esta mirada retrospectiva de Rheinsberd a Küstrin y de allí otra vez a Rheinsberg, vamos a
leer una vez más la “Oda al olvido” de Federico. En todo caso, si tenemos en cuenta que la época es la
primera mitad del siglo XVIII, no podemos esperar de Federico una poesía de confesión. Sin embargo,
las dos primeras estrofas, que daban al principio una impresión escolar, alcanzan más peso existencial
si el lector tiene presente que aquí un joven que durante su adolescencia ha sido educado lejos de la
literatura y la cultura recupera con placer y exaltación, hasta los límites de su capacidad, lo que durante
tanto tiempo se le ha negado. También se habla en estas estrofas, tres años antes de subir al trono y de
las primeras acciones bélicas del gobierno federiciano, de heroísmo e inmortalidad. En sus ejemplos,
los generales Arístides (el de las Termópilas) y Alejandro (el de Issos) encierran en una pinza al
pacífico Sócrates. [p. 159] Pero en la tercera estrofa se produce un aterrador fallo de la memoria. Todo
lo memorable se le borra en la arena al que quiere aprender. En este punto de la lectura del poema, no
se puede dejar de pensar en aquel montón de arena en la fortaleza de Küstrin en el que fue decapitado
el teniente Katte... ¡si el viento borrara las huellas de sangre sobre esa arena! Porque no es un “canalla”
sino un “hombre de bien” el que ha dejado allí su vida, por él, el príncipe heredero, que ahora se
lamenta: “¡Qué vana es nuestra grandeza!”. El siguiente ejemplo, el del príncipe Eugenio, vuelve a
apartarnos de este peligroso asunto. Yo quisiera leer también la quinta estrofa como una estrofa de
distracción, tanto más cuando que el propio Federico fue en sus posteriores años de matrimonio el
perpetuo ausente. Sólo con la última estrofa, en la que por primera vez en la oda se ensalza al olvido
como bálsamo, volvemos a tocar el suelo de una honda melancolía más encubierta que revelada por las
expresiones “mal”, “penas”, “desgracia” y “miserias”, pero que al mismo tiempo trasluce, por así
decirlo, la sincera nostalgia del “dulce reposo”, digamos que de un Sanssouci.
Según esto, el autor de este poema tenía ya de joven, cuando quería seguir viviendo como
príncipe heredero y prepararse para el cargo de gobernante de Prusia, algunas cosas que olvidar, que
reprimir, en términos freudianos. ¿Se convirtió quizá por esta razón en el cínico que despreciaba a los
hombres que describe el embajador francés, marqués de Valori, ya en los tiempos de Rheinsberg? Que
el lector responda por sí mismo a esta pregunta, que merece quizá un análisis psicoanalítico. Pero en lo
que concierne al olvido, llama la atención que Federico, ya en la primera carta que el 8 de agosto de
1736 escribió [p. 160] desde Rheinsberg —naturalmente en lenguaje francesa— a Voltaire, trate el tema
de la memoria y el olvido. Federico empieza hablando de las obras de Voltaire, que permanecerán tanto
en su memoria como su autor. Luego pasa a hablar de su propia memoria, y añade: “Conociendo la
escasa extensión de mi memoria, hace mucho que vacilo al elegir aquellas cosas que considero dignas
de ocupar espacio en ella”. Éste es ya casi un comentario de las primeras estrofas de su oda, escrita
poco después y fechada el 22 de enero de 1737. Acompañada de una carta de 8 de febrero de 1737, envía
a Voltaire la oda para que le dé su opinión crítica. En la carta, señala expresamente que, hasta donde él
sabe, nadie ha tratado aún ese tema. Por lo demás, anima a Voltaire a tener con sus versos “toda la
severidad de un maestro y la dura inflexibilidad de un censor”.
En una carta de abril del mismo año, Voltaire responde al ruego del príncipe heredero. Tras haber
elogiado al principio a Su Alteza Real por honrar con el poema la lengua francesa y dignarse adornar la
literatura francesa, aborda en détail los distintos versos y no ahorra las críticas. Las observaciones de
Voltaire se pueden leer en su carta a Federico de 25 de abril de 1737. Realmente han sido tan
“implacables” como el joven autor había deseado imprudentemente. Porque en su respuesta a Voltaire
de 14 de mayo de 1737 Federico habla de una “condenación” de su oda y admite en bloc todos los
errores que Voltaire ha encontrar en su “sincero” examen de los versos. Sin embargo, no se desanima
por esta crítica y expresa su deseo de establecer contacto personal con el famoso autor francés, cosa que
ocurrió, primero en una visita a Rheinsberg y luego, por un tiempo más prolongado, en Sanssouci,
Postdam. Así empezó, bajo el signo del olvido, un memorable episodio de la historia de la literatura
franco­alemanas. [p. 161]
3. Casos y acasos del olvido (Tuttu, con brio)

Los que mejor saben lo que es un caso son los médicos, juristas, teólogos y otros “casuistas”, que
a menudo, para poder hacerse una idea acertada del correspondiente caso, tiene que ser también buenos
contadores de historias. Y, naturalmente, todos ellos se interesan menos por los casos felices que por los
problemáticos y desgraciados que también el olvido causa en abundancia. A continuación presentamos
por tanto, en forma de nueve casos, una pequeña casuística del olvido, extraída de distintos géneros
narrativos de la literatura universal.

Primer caso:
El profesor distraído (Valerio Máximo)

Ya hemos conocido en este libro al filósofo Immanuel Kant como profesor distraído (y que sufría
por su distracción). Pero en la historia cultural del olvido no es él el modelo de este tipo de erudito
olvidadizo, sino —dos milenios antes que él— el filósofo griego Carneades (ca. 214­ca. 129 a. de C.),
de la escuela escéptica de la Academia ateniense.
Carneades goza de una fama un tanto ambigua dentro de la historia de la filosofía. En una visita a
Roma como miembro de una legación filosófica de Atenas, arriesgó su fama como científico
pronunciando en dos días sucesivos ante su auditorio romano dos conferencias sobre la justicia, y ello
in ultramque partem, es decir, una vez a favor y otra en contra de la justicia. El texto de las dos
conferencias no se ha conservado, así que no podemos estimar cómo un filósofo defendió, con dos
argumentaciones contradictorias, el escepticismo, [p. 162] en su opinión recomendable ante todos los
grandes conceptos.
Con buena o mala fama, Carneades tiene que haber sido en todo caso un filósofo tan penetrado de
la erótica de la ciencia y la erudición que en su vida no había lugar para otra cosa. Para todo lo que
afectaba a su existencia era un “despistado” sin esperanza, y se olvidaba tanto de sí que las personas de
su entorno no sabían qué hacer para que se alimentara. Cuando estaba a la mesa, cuenta el compilador
de anécdotas romano Valerio Máximo, olvidaba regularmente llevarse la cuchara (el tenedor aún no se
había inventado) a la boca. Su mujer o compañera Melissa (su relación con Carneades es objeto de
discusión entre los autores) tenía que alimentarle como a un niño (una fuente posterior dice: como a un
pajarillo). Era así de despistado, de olvidado de sí.
¿O no lo era? Ésa es una pregunta que plantea con razón el historiador Gadi Algazi, al que debo
también las referencias a las fuentes antiguas y medievales, y sugerencias para entender esta anécdota.
Porque naturalmente se puede decir, casi con la misma justificación, que Carneades no era
precisamente despistado para los problemas de su ciencia, y tenía inamoviblemente presentes sus
eruditos pensamientos incluso durante las comidas. En este sentido, no se dejaba distraer en lo más
mínimo, y no permitía un instante al peligroso enemigo, el olvido, que le apartara de su reflexión.
“Sólo”, desde la perspectiva de su fiel Melissa se ve en él la otra distracción, la distracción vital, y en la
mesa con más claridad que en ningún otro sitio. Porque si Melissa no le hubiera llevado a la boca la
mano con la cuchara, este distraído profesor, por sutiles y sublimes que fueran sus pensamientos, no
habría podido sobrevivir en el mundo real, el mundo de Melissa. [p. 163]
Segundo caso:
La viuda olvidadiza de Éfeso (Petronio)

La historia de la viuda de Éfeso que olvidaba con rapidez aparece por vez primera en el escritor
latino Petronio (siglo I d. de C.), en un episodio de su novela El satiricón. Eumolpio se llama el
narrador, y sus divertidos oyentes son marineros. Después de Petronio, otros muchos autores de la
literatura universal repitieron la historia, de manera que La Fontaine, al comienzo de su narración La
Matrone d'Éphese, se pregunta si conseguirá renovar una vez más una historia contada y recontada con
tanta frecuencia. Pero estas dudas no le impidieron transformar la vieja historia de Petronio en una
nueva parábola con moral masculina: “La mujer siempre es mujer” (La femme est toujours femme). Ha
habido después otras muchas versiones de este motivo itinerante, hasta llegar al entremés de Jean
Cocteau “La escuela de las viudas” (L'École de veuves, 1936), que sigue el famoso modelo de “La
escuela de las mujeres” (L'École des femmes) de Moliere, y cuyo contenido bien puede ser llamado
escuela del olvido.
¿Qué pasó en Éfeso? Un anciano ha muerto. ¿Le olvidará con rapidez su viuda (en Petronio
matrona quaedam)? Parece que no, porque esta joven y hermosa mujer ha decidido seguir a la muerte
al fallecido esposo. Así que se hace encerrar con su fiel criada en el panteón del esposo muerto, y
espera su propia muerte por hambre: “un ejemplo de amor y fidelidad” (Petronio), “un adorno del
género femenino” (La Fontaine). Cocteau alega un motivo más para esta heroica decisión: quiere dar
una lección al mundo, especialmente al mundo femenino y sobre todo a su envidiosa y voluble cuñada,
incapaz de imaginar siquiera tanta fidelidad. [p. 164] “El futuro guardará mi nombre. Quizá llegue a
tener un busto de oro en la columnata del templo, y las malas esposas se ruborizarán cuando pasen ante
mi”. Así pues, la viuda va a morir por la perenne memoria de sí misma.
Pero sucede que en el mismo cementerio tres delincuentes ejecutados cuelgan de la cruz (según
Petronio) o de la horca (según La Fontaine y Cocteau). Un guardían es responsable de que nadie robe
los cadáveres para enterrarlos honorablemente. Pero al guardián le llama la atención la solitaria tumba
con las dos mujeres, que, al cabo de cinco días de hambre, han empezado a dudar de que su sacrificio
sirva de algo (en Petronio: Quid proderit?, en La Fontaine: Qu'importe?). El guardián alimenta, con
buenas palabras y una modesta cena, el deseo de vivir que está brotando, y cuando las dos mujeres han
probado las comidas, también el amor comienza a brotar. No pasa mucho tiempo antes de que la vida
de la hermosa viuda prosiga felizmente con su segundo marido, el guardián. Así, por una vez en la
literatura (con mucha más frecuencia en la vida), la comida y el olvido son aliados, y la vida, en alianza
con ambos, ha vencido.
Pero aún amenaza un peligro. Mientras en la tumba del marido muerto florece el nuevo amor,
fuera en el cementerio es robado el cadáver de uno de los tres criminales que había que vigilar. Esto
significa máximo peligro para el vigilante; puede perder su vida (Petronio) o su posición (Cocteau).
¿Qué hacer? Una descarada ocurrencia (en Petronio, de la viuda; en La Fontaine, de la criada; en
Cocteau, del guardián) salva la situación. Con el acuerdo de todos los implicados, el cadáver del hasta
hacía poco amargamente llorado esposo es colgado de la cruz o de la horca. Es un pequeño servicio que
aún puede rendir a los vivos, [p. 165] porque —dice Cocteau— “Un muerto es un muerto”. Por tanto,
entre los vivos, al menos en Éfeso, vale decir: Quien está olvidado, está olvidado.

Tercer caso:
Una intriga de olvido en el harén (Las mil y una noches)
Al califa Harun al­Raschid no todo le va como debería en lo que al amor respecta. Entre las
esclavas de su harén, hace mucho que ama a una belleza a la que sin embargo, últimamente, ha
postergado un poco. ¿La ha olvidado acaso? Han discutido, y la esclava, a la que aflige el enfado, busca
consuelo en el vino, prohibido por el profeta.
Una noche, el califa se encuentra a esa esclava dando tumbos, borracha, por el palacio.
Precisamente eso inflama de nuevo su pasión, y tiende los brazos hacia ella para abrazarla. Pero la
esclava esquiva su deseo y le consuela con promesas para el próximo día: entonces estará mejor
preparada para su llegada. Cuando al día siguiente el califa le hace anunciar por un criado que irá a
visitarla en sus aposentos, ella se niega a recibirle y le envía el siguiente mensaje: “El día claro borra
las palabras de la noche”.
¿Cómo hemos de entender el rechazo de la esclava? ¿Por qué “olvida” de día la promesa hecha
por la noche? ¿Quizá porque el califa ha olvidado antes a la amada? Entonces el califa se encuentra en
el grotesco papel de un olvidador olvidado. Pero ¿puede permitirse el “emir de los creyentes” semejante
desaire? ¿Habrá jugado la esclava a un juego demasiado peligroso?
Veamos cómo sigue la historia. Para nuestra sorpresa, el drama del olvido en el harén de Bagdad
se resuelve de forma pacífico­poética. [p. 166] El califa está impresionado por la sabiduría de la frase
de la esclava: “El día claro borra las palabras de la noche”, y da a sus tres poetas de la corte, Al­Raqasi,
Abu Mus'ab y Abu Nuwás, el encargo de que cada uno de ellos componga al instante un poema cuyo
verso final rece: “El día claro borra las palabras de la noche”.
Así ocurre. De los tres poemas que se le presentan, distingue con premios los versos de los poetas
Al­Raqasi y Abu Mus'ab. En cambio, el siguiente poema del poeta Abu Nuwás se va de vacío:

Largo fue el amor, más estuvimos lejos.


Reñimos; más de nada sirvió la riña.
La encontré embriagada, de noche, en palacio;
Mas era casta incluso en la embriaguez.
De sus hombros la túnica derribó el jugueteo;
También cayeron prestas las otras ropas.
De la rama colgaban delicadas manzanas,
El viento sacudía las caderas.
Dije: ¡Dale a tu amado fiel promesa!
Y ella dijo: Mañana se cumplirá.
De mañana fui, y dije: ¿Tu palabra? Y ella dijo:
El día claro borra las palabras de la noche.

Desgraciadamente, no sabemos si el califa consumó su amor con su olvidadiza esclava. ¿Olvidó


generosamente, tras estos versos del indiscreto poeta que de forma tan arriesgada se acercaban a la
realidad, su peligroso olvido? ¿Se reiría quizá a pesar de todo? [p. 167]

Cuarto caso:
Mutabor... y nada de risas (Hauff)

Una vez más, volvemos a Bagdad. Allí reina ahora el califa Jasid. Le asiste en los asuntos de
gobierno su hombre de confianza, el gran visir Mansor. Los dos se aburren, no pasan muchas cosas en
Bagdad.
¿Cómo pone en marcha el cuentista alemán Wilhelm Hauff (1802­1827) la acción del cuento “La
historia del califa cigüeña”? Un mercader se instala ante el palacio, y ofrece toda clase de mercancías.
El califa y su gran visir le compran esto y aquello, y finalmente llama su atención una lata con un polvo
negro acompañada de un papel con extraños signos caligráficos. Selim el Sabio los descifra. El
documento explica, en latín, que todo el que aspire ese polvo y diga al mismo tiempo la palabra latina
Mutabor se podrá convertir en el animal que elija y entenderá el lenguaje de los animales. Esta
metamorfosis no conlleva peligro alguno, porque el que la practica no tiene más que hacer tres
reverencias hacia Oriente, pronunciando otra vez la palabra mágica Mutabor, para volver a su figura
humana. En todo caso, y ésa es la única condición, durante ese juego de aspiraciones y metamorfosis
bajo ningún concepto debe reír, o la palabra mágica caerá instantáneamente en el olvido.
El califa se arriesga al experimento. En las inmediaciones de un estanque próximo en el que
puede verse una pareja de cigüeñas, el califa y su gran visir prueban los polvos de la metamorfosis y en
el acto —Mutabor— se convierten en dos cigüeñas. Y, naturalmente, entienden el “cigüeñés”.
Resulta divertido para el califa cigüeña y su también emplumado [p. 168] acompañante escuchar
el parloteo de la pareja de cigüeñas, y deducir de él que también la vida de una cigüeña es bastante
humana. Pero aún más divertido les resulta mirar a la joven cigüeña probando toda clase de fantásticos
pasos de baile para lucirse en una fiesta cigüeñil. Y entonces las dos recientes cigüeñas no pueden
contenerse más, y estallan en una “irresistible carcajada”... para su gran desgracia, porque eso es lo que
no debían de hacer si querían volver a transformarse en personas. Y de hecho ya no les sirve de nada
hacer tres reverencias a Oriente y tratar de rememorar la palabra mágica. La han olvidado, y su
desesperado intento no pasa de un ridículo “Mu­Mu­Mu...”. Siguen siendo cigüeñas, y tienen que ver
desde los tejados de Bagdad cómo Mirza, hijo del enemigo mortal de Jasid, es investido con el califato.
Pero los cuentos románticos de Hauff no suelen terminar tan cruelmente. Una fea lechuza, que
también está hechizada, acude en ayuda de las cigüeñas, y uniendo sus destino escuchan al mago
perverso que les ha causado a todos la pérfida metamorfosis la palabra olvidada: Mutabor. Con su
poder, las cigüeñas vuelven a ser califa y gran visir, la lechuza resulta ser una hermosísima princesa,
también hechizada, con la que el califa se casa de inmediato, y el mago y su hijo Mirza son castigados.
De este modo, todos los peligros causados por la risa y el olvido son conjurados al final.
Wilhelm Hauff escribió su cuento “La historia del califa cigüeña”, y los otros cuentos que
conforman el Almanaque de cuentos. Año 1826, “para hijos e hijas de las clases formadas”. De ellos (a
los menos de los varones) le cabía esperar que estudiaran latín en el instituto y tuvieran también que
memorizar formas verbales tan complicadas como mutabor, “yo seré transformado”. Una vez aprendida
y razonada su estructura gramatical, esta forma [p. 169] verbal ya no es un especial problema
memorístico, suponiendo que la clase de latín se imparta con la debida seriedad.
Por eso en este cuento es una ocurrencia especialmente atractiva por parte del autor unir el motivo
del olvido con el de la risa. Califa y gran visir, que como árabes tenían que sentir el peso del latín al
menos tanto como en Alemania en el siglo XIX los niños de las clases cultas, sólo podían esperar
retener en su memoria la palabra mágica si ningún acontecimiento gracioso les hacía reír y les apartaba,
por tanto, de la seriedad de la vida. Porque no caben risas con la memoria. La risa se alía mejor con el
olvido, y donde más prospera —“Mu­Mu­Mu...”— es en el límite entre el olvido y el recuerdo. Pero al
final en este cuento no es el alegre olvido el que triunfa, sino el alegre recuerdo del califa, que en sus
horas de ocio imita al gran visir como cigüeña, para alegría de la señora califa y de sus hijos. Ojalá que
éstos nunca olviden la palabra mágica Mutabor (y todo lo demás que haya que tener en la cabeza en el
colegio).
Quinto caso:
Gran desorden en casa del pequeño Sansón (Heine)

Nos detendremos aún un momento en el Romanticismo y acompañaremos, leyendo a Heinrich


Heine (1797­1856), a un noble polaco, el señor Schnabelewopski (el que se ría al leer este nombre lo
olvidará de inmediato), en su viaje por Europa. Llega a Leiden, donde se aloja en la posada “La vaca
roja” y entabla en seguida una relación amorosa con la posadera, lo que, entre otras cosas, mejora la
comida. De ello se benefician también los otros huéspedes, de los que el viajero nos habla en sus
memorias. [p. 170]
Todos ellos son originales. Uno de ellos es el pequeño Sansón. De él nos dice Heine, en el papel
del narrador señor de Schnabelewopski, que como judío es un deísta apasionado y venera en Dios al
“relojero” del universo. Sin embargo, los otros comensales de la posada “La vaca roja” resultan ser
ateos, y sus burlas hacen sufrir no poco a nuestro deísta.
El caso se plantea porque el pequeño Sansón cuida temeroso de que nadie mueva en su habitación
ni el menor objeto. Porque, dice el narrador, “sus muebles y demás efectos le servían de ayuda,
conforme a los preceptos de la mnemotecnia, para fijar en su memoria toda clase de datos históricos o
frases filosóficas”. ¿Puede esto salir bien? No, si hay una criada que quiere limpiar. En ausencia del
estudioso Sansón, saca resuelta un viejo baúl de la habitación y vacía además los cajones de su cómoda.
Se produce la catástrofe para la memoria. Porque cuando el pequeño Sansón vuelve a casa, no halla
nada en su sitio en el familiar paisaje de su memoria. Todo está confundido y olvidado: los datos de la
historia asiria no menos que las pruebas de la inmortalidad del alma, trabajosamente recogidas y
localizadas en buen orden en los cajones de la cómoda.
El narrador de la historia no dice a sus lectores cómo siguió funcionando la mnemotecnia del
pequeño Sansón después de este accidente. ¿Pudo restablecer el perdido orden de su memoria? ¿Se rió
la criada —una tardía sucesora de la criada tracia del filósofo griego Tales— del mnemotécnico, o
incluso él de ella? Con seguridad, los comensales se rieron de ambos, y Heine, el satírico, se ríe una
vez más de todos, porque para él el arte de la memoria, practicado en los colegios, forma parte desde
hace mucho de las cosas risibles de una edad oscura que sólo para reírse de ellas se puede arrebatar el
merecido olvido. [p. 171]
En el texto de Heine se habla más veces del pequeño Sansón, al que se distingue del modo más
prolijo del gran Sansón, rebosante de fuerza, de la historia bíblica, pero ya no en relación directa con la
confusión topográfica en la posada de Leiden. El joven tiene un final trágico. En una nueva disputa
religiosa con el gordo Driksen, al que no puede ganar para el deísmo, la discusión teológica da paso a
un duelo con armas blancas, en el curso del cual el débil Sansón, cuyos bracitos, “lamentablemente
delgados”, apenas pueden sostener la espada, es gravemente herido de una estocada en el pulmón.
¿Se ha producido esta disputa y desgracia sólo porque el pequeño teólogo no ha podido ordenar
sus pruebas de la existencia de Dios, irremediablemente enmarañadas tras la adversidad en el paisaje
mnemotécnico de su habitación? ¿Ha sido quizá sólo por eso por lo que no ha podido convencer al
gordo Driksen de la verdad de sus opiniones deístas? Una infección pone fin a la vida del pequeño
Sansón. Con esto termina el fragmento en prosa titulado “De las memorias del señor de
Schnabelewopski”, una historia para reír y un poquito también para llorar. Una historia de Heine.

Sexto caso:
Hanno Buddenbrook se atasca (Thomas Mann)
En la casa Buddenbrook de Lübeck aún se ríe gustosamente. Porque la familia prospera, y el
negocio florece. Así que Thomas Mann (1875­1855) hace empezar su novela con una despreocupada
carcajada. Tony, de ocho años, pulcramente vestida, está sentada en las rodillas de su abuelo, el
acomodado propietario de la empresa [p. 172] y cónsul Johann Buddenbrook, y ha de recitar el
catecismo luterano en presencia de la cónsul y otros miembros de la familia. La cónsul inicia un
importante artículo de fe: “Creo que Dios me...”. La muchacha piensa esforzadamente un momento y
recita luego, con creciente seguridad, el artículo entero: “Creo que Dios me ha creado junto con todas
las criaturas...”.
Aquí el narrador interrumpe ya el discurso memorístico de la niña devota y sumisa y describe el
placer de memorizar que el recitado mecánico ha causado en el espíritu de la pequeña catecúmena.
“Cuando se ponía en marcha —pensó—, era una sensación como cuando en invierno bajaba con sus
hermanos en el trineo pequeño por el Jerusalemberg; uno dejaba de pensar, y no se podía parar aunque
se quisiera.”
Así que la memorización del catecismo es como una superficie resbaladiza, demasiado
resbaladiza. Porque ahora, en el texto del catecismo sigue la lista sumaria de todo lo que Dios, en su
gracia y bondad, ha creado en el mundo, y entonces en la mente de la pulcra Tony se mezclan toda
clase de deseos de niña con la lista, y sigue recitando: “Además de vestidos y zapatos, comida y bebida,
casa y granja, mujer y niño, campo y ganado...”.
Por fin le ha llegado al abuelo y cónsul el momento de estallar, de puro placer ante la
declamación, en una carcajada largamente contenida a la que en seguida se unen los miembros de la
familia presentes. El narrador cuenta incluso que el anciano señor sólo ha organizado el “pequeño
examen” con su nieta para poder burlarse con ese motivo de las verdades de fe del catecismo cristiano­
protestante (según la mujer del cónsul: “lo más sagrado”). Hace mucho que para el comerciante de
Lübeck es ya algo arcaico aceptar las verdades, sagradas o profanas, con la mera memoria, en vez de
examinarlas con el entendimiento. [p. 173] Sólo los niños acceden de esa manera tan anticuada a la
religión, y él constata divertido que también a ellos “se les borran los pensamientos” al memorizar.
Antoine Buddenbrook, llamada Tony, es un buen conejillo de indias para tales experimentos
memorísticos. Encarna entre los Buddenbrook, a lo largo de toda la novela, la memoria viva de la
familia y de la empresa. Le ocurra lo que le ocurra —tres matrimonios fracasados, el uno cada vez más
desgraciado que el otro—, vive por entero de esa vieja memoria y de su prestigio, incluso cuando un
presente inane hace mucho que ha oscurecido el brillo del pasado.
En agudo contraste con Tony, la artista de la memoria, su hermano menor, Christian, que regresa
a la patria tras ocho años de ausencia, representa el total olvido de todo lo que conforma la tradición
familiar y empresarial de los Buddenbrook. Siempre que se habla de la memoria del comerciante
hanseático, Christian (“Krischan”) no presta atención. Sin duda lleva el apellido Buddenbrook, pero no
tiene una memoria Buddenbrook. Sin embargo, sí tiene una espléndida memoria anecdótica para sus
vivencias y aventuras en Valparaíso o en las calles de mala fama de Hamburgo, igual que tiene una
excelente memoria neurótica para los síntomas de sus incontables enfermedades. Por ejemplo, “no
olvidará nunca”, para espanto de toda la familia, cómo conoció a su “en absoluto inferior” Aline
Puvogel.
Pero llega otro día, un día festivo. La familia Buddenbrook tiene razones para celebrarlo. La
empresa cumple cien años. Y el actual propietario de la misma, Thomas Buddenbrook, disfruta, como
cónsul y senador de la vieja ciudad hanseática de Lübeck, de un prestigio mayor que ningún otro
Buddenbrook antes que él. Sin embargo, con las tareas [p. 174] cotidianas y las preocupaciones
comenciales está a punto de olvidar el inminente jubileo. ¿Se lo recordará alguien? Naturalmente, lo
hace Tony, que se sabe en unión con todo su entorno: “¿Crees que la ciudad podría olvidar el
significado de este día?”.
El día festivo empieza para el senador con migraña. Sin embargo, asume todas las tareas de
representación que el jubileo lleva consigo. Primero, en el salón, recibe la felicitación de la familia,
entusiasta incluso la de la normalmente tan fría esposa, Gerda. Luego se hace entrega del regalo, la
gran placa que celebra la memoria centenaria de la empresa. Muestra los retratos de los cuatro
propietarios de la firma, y en letras de oro bajo cada imagen sus nombres y fechas. También está
representado el actual propietario, el primero que ha sido senador: “¡Qué día!”.
Pero antes de que empiece la parte oficial del programa de festejos, al senador aún le espera un
especial acontecimiento. Su único hijo Hanno espera en el salón para recitar un poema con motivo del
aniversario. Se sitúa junto al piano, donde hasta hace poco estaba la placa. Miradas expectantes se
dirigen al joven. “Himno al pastor”, de Uhland. Luego los versos, adecuados a la solemne ocasión:
“Éste es el día del Señor”. Sin embargo el padre, severo, interrumpe el recitado. Su hijo ha olvidado la
reverencia inicial, y muestra además una actitud fláccida. Aún recita otro verso: “Estoy solo en la vasta
campiña”. Luego, Hanno Buddenbrook se atasca definitivamente. ¿Qué le ocurre al muchacho?
Normalmente aprende muy bien, y se sabe de memoria muchos poemas de la colección Des Knaben
Wunderhorn. En todo caso, a menudo le abruma el exceso de sentimiento al leer y aprender los versos.
Nunca ha podido “decirlos” en público.
Pero desde el punto de vista de la opinión pública, [p. 175] incluida la persona pública del
senador Buddenbrook, este fracaso tiene otro significado. Ha puesto ignominiosamente de manifiesto
que Hanno no tiene suficiente fuerza vital como para sostener la memoria del apellido Buddenbrook.
Con él, hay que temer que la familia, que la empresa, se atasquen de pronto en su avance histórico. Así
ocurre de hecho. La “decadencia de una familia” (tal es el subtítulo de la novela) es imparable. Y más
adelante Hanno hará patente la ruina una vez más cuando en el registro familiar, debajo de su nombre,
trace “con pluma de oro una hermosa y limpia raya doble a lo largo de la hoja”, una raya de olvido y de
final porque: “Creía... creía... que no habría nada más”.

Séptimo caso:
Mnemotecnia y letotecnia (Luria)

Este caso está, como suele decirse, tomado de la vida real. Se trata de un caso médico, publicado
en el año 1968 por el médico y neuropsiquiatra ruso Alexandr Romanovich Luria ((1902­1977) tras
treinta años de observación de un paciente, con el título Un pequeño folleto sobre una gran memoria: el
intelecto de un mnemonista, un libro traducido a caso todas las lenguas occidentales, que se ha
convertido en un clásico de la literatura sobre la memoria. En principio el título no apunta al problema
de un arte del olvido, porque el paciente Seresevski, cuya historia se cuenta, no sufre de amnesia sino
de una memoria casi patológica, pero en todo caso desmesurada (hipermnesia). Sea lo que sea lo que
este hombre experimenta, aprende, vive, pasa infaliblemente a su memoria y se mantiene en ella por
tiempo ilimitado. Es un hombre que no puede olvidar nada. ¿Estamos ante un problema terapéutico? [p.
176] Al principio no parece que así sea, porque Seresevski se adapta a su hipermnesia, que también
tiene sus ventajas, y presenta en público su arte memorístico. Se convierte en mnemonista profesional,
que en el escenario deslumbra a sus espectadores con fantásticos logros memorísticos. En el curso de
sus puestas en escena, este hombre de memoria al que el público pide proezas cada vez más difíciles ha
mejorado su memoria natural mediante toda clase de prácticas, con lo que de paso, sin ninguna clase de
referencia histórica, ha descubierto por su cuenta y utilizado sistemáticamente la mnemotecnia especial
de la antigua retórica.
En lo que concierne a nuestro problema en sentido estricto, un capítulo de la historia del doctor
Luria lleva el título: “El arte del olvido”. Porque el autor, que en este sentido es comparable a Freud, no
se interesa sólo por las ilimitadas prestaciones de una memoria única sino además por toda la estructura
intelectual de este hombre, que tiene considerables dificultades para formar un sencillo concepto
general como “perro”, para lo que hay que olvidar tantas propiedades individuales de tantos perros
concretos. Al parecer, para poder pensar en conceptos, incluso para poder desarrollar ordenadamente
sus representaciones —hasta cuatro en una noche—, ni siquiera este exitoso artista de la memoria
puede renunciar a ciertas prestaciones del olvido. Pero ¿cómo? ¿De qué forma se aprende a olvidar
cuando se tiene una memoria infalible? Ésta es una cuestión que se convierte en problema médico­
psicológico para el mnemonista y su observador médico, y así, ambos elaboran para resolverlo distintas
estrategias, que se pueden considerar elementos de un arte general del olvido. El doctor Luria acuña
para estas estrategias, de forma paralela al bien conocido concepto de la “mnemotecnia”, el neologismo
[p. 177] “letotecnia”, dando al río del olvido, Leteo, la patente lexicológica. La estrategia más
importante, y a todas luces más exitosa, de este arte del olvido consiste paradójicamente, según el
doctor Luria, en que Seresevski lleve al papel lo que quiere olvidar. A veces este truco es ya suficiente
para borrar el correspondiente contenido de la memoria, y si no, el artista de la memoria convertido en
artista del olvido rompe la nota escrita y tira los trozos de papel, o los quema. Esto parece en todo caso
ser de utilidad. Es interesante que la escritura, a la que normalmente concedemos tan elevado papel
para la memoria cultural e individual, se ponga aquí, dando un peculiar rodeo, al servicio del olvido.
Pero en nuestras consideraciones precedentes ya hemos que Platón entendía la escritura, incluso aunque
no fuera destruida, como enemiga de la memoria natural.

Octavo caso:
Hipermnesia y amnesia (Borges)

Un problema similar, pero sin relación visible con el caso ruso, lo encontramos también en la
literatura, y del modo más intenso en el relato Funes el memorioso, publicado por Jorge Luis Borges en
el año 1942 (antes de Luria). Renate Luchmann ha dedicado un interesante ensayo a los paralelismos
entre Luria y Borges, del que he tomado distintas sugerencias. En Borges, volvemos a encontrarnos con
un caso notable y patológico. El protagonista de la historia es un campesino sin formación llamado
Ireneo Funes, que ha llevado una vida completamente normal hasta que un día le ocurre la desgracia de
ser derribado del caballo y quedar paralítico en el accidente. Al mismo tiempo, sufre una lesión en la
cabeza que no sólo no le hace perder la memoria sino que, al contrario, la incrementa hasta lo ilimitado,
tal como [p. 178] ya hemos visto en la realidad en Seresevski. En un santiamén, el inválido aprende
latín, inglés, francés, portugués, almacena sin esfuerzo casi infinitas series de vocablos y cifras y no
sólo recuerda cada bosque que ha visto alguna vez sino también cada hoja de cada árbol de cada
bosque, e incluso “cada una de las veces que la había percibido o imaginado”. Pero este don le depara
también las mayores dificultades a la hora de formar conceptos generales: ha almacenado demasiados
detalles en su infalible memoria. Y naturalmente, no puede dormir. Porque dormir, comenta el narrador,
es “distraerse del mundo”. La simple necesidad de dormir exige, pues, un arte elemental del olvido. En
Ireneo Funes, consiste en que para dormir imagina una fila de casas negras, “hechas de tiniebla
homogénea”. De esta forma la memoria se oscurece, por así decirlo. En esa oscuridad desaparecen
también, por lo menos por un tiempo, los contenidos de la memoria. Otra estrategia del olvido consiste
en que se imagina “en el fondo de un río, mecido y anulado por la corriente”. No parece difícil
reconocer en ese río el leteo del mito, que aquí “liquida”, por así decirlo, los contenidos de la memoria.
Noveno caso:
Un nombre para olvidar (Milan Kundera)

El escritor checo, pero emigrado a Francia desde 1975, Milan Kundera (nacido en 1929) ha
reflexionado mucho sobre el olvido en sus novelas y ensayos, especialmente en su Libro de la risa y el
olvido (Le livre du rire et de l'oubli, 1985, original checo de 1978), porque ha tenido que vivir mucho
tiempo bajo un régimen que disponía de la memoria [p. 179] y el olvido a su discreción política. Pero
no sería checo si de vez en cuando no nos diera algo de lo que reír.
Así, en su novela La lentitud (La lenteur, 1955), unos personajes se reúnen en París para tomar
parte en un congreso de entomólogos. Entre los participantes está también un entomólogo checo, que
según el novelista ha ganado prestigio científico en su disciplina con el descubrimiento de la musca
Pragensis. Durante décadas fue proscrito en su país por los gobernantes comunistas y se le impidió
comunicar sus conocimientos al mundo especializado. Así que la ciencia lo olvidó. Pero ahora, después
de la quiebra del comunismo, está rehabilitado y puede participar en un congreso internacional por
primera vez en su vida.
En el vestíbulo del palacio de congresos, la secretaria busca su nombre en la lista de
participantes. Esto resulta difícil. Se llama Čechořipsky. ¡Quién es capaz en Francia de pronunciar
semejante nombre, de escribirlo, de encontrarlo en el teclado de una máquina de escribir o de un
ordenador francés, con sus dos acentos circunflejos invertidos! Así que el profesor tiene que dejarse
llamar Tchécochipi, Sechoripi, Chenipiqui, Chipiqui o, en el mejor de los casos, Cêchôripsky, en esta
última forma siempre con dos circunflejos a la francesa y en el sitio equivocado. Pero Čechořipsky da
valor a su propio y auténtico nombre y quiere verlo respetado, ver cómo se pronuncia correctamente y
se escribe conforme a la ortografía establecida en su país por el reformador Jan Hus. Su nombre ya ha
sido olvidado durante demasiado tiempo.
El congreso empieza. En el momento preciso Čechořipsky es llamado a presentar su ponencia por
el presidente del mismo. Ocupa la tribuna y empieza con una introducción personal sobre lo feliz que
está de poder hablar como hombre [p. 180] libre ante una audiencia internacional de competentes
científicos de su especialidad, después de tantos años de falta de libertad. Un aplauso atronador
envuelve al erudito checo tras estas conmovedoras palabras. El propio Čechořipsky se conmueve por
ese aplauso, por esa abrumadora manifestación de simpatía. Y abandona la tribuna, olvidándose por
completo de pronunciar su conferencia.
Una situación embarazosa. El caso no se ha presentado nunca Aquí y allá se oye una risa
reprimida en la sala. Durante un instante, el presidente del congreso parece irritado, luego llama con
rapidez al siguiente ponente. Al fin y al cabo, un congreso tiene que discurrir sin fricciones. En un
congreso no se ríe.

4. Noticias sobre el “mascador” de París (Victorien Sardou)

El quinto día del mes de Termidor (el 23 de julio, según el cómputo burgués del tiempo) del año
1791, el aristócrata Alexandre de Beauharnais subió erguido al patíbulo. No lejos el lugar de la
ejecución, en una mazmorra del Terror revolucionario, su esposa Joséphine, que después sería
emperatriz de los franceses al lado de Napoleón, esperaba el mismo destino. La caída de Robespierre el
9 de Termidor la salvó. Pocas semanas después fue liberada de la prisión y pronto conoció al general de
artillería Bonaparte, que en seguida se interesó vivamente por la belle y temperamental criolla. El resto
de su vida es historia.
¿Cómo ocurrió que Joséphine se salvara por poco de la guillotina? ¿Una casualidad? ¿O fue una
grave enfermedad en prisión, que un médico compasivo diagnosticó como mortal? La hipótesis mejor
documentada dice que Joséphine se salvó, [p. 181] junto con un gran número de prisioneros, debido a
la valerosa acción de un actor llamado Charles Labussiére. Este hombre, del resto de cuya vida no se
sabe casi nada, salvo que era un actor mediocre en pequeños escenarios, había sido contratado como
escribiente auxiliar de los tribunales en el París revolucionario, y bajo el Terreur trabajaba como
registrador en las dependencias del Comité de Salvación Pública. A esta institución iban a parar los
hilos del terror que manejaba el aparato de poder de Robespierre, y todos los expedientes de las
denuncias, que por regla general terminaban en sentencia de muerte, pasaban por estas oficinas.
También las denuncias contra Alexandre y Joséphine de Beauharnais deben de haber pasado por este
lugar, y probablemente también por las manos del escribiente Labussiére. Este hombre aseguraba
después, de forma creíble, que había salvado a Joséphine haciendo desaparecer su expediente penal.
De hecho, no cabe dudar de que el actor y escribiente auxiliar Charles Labussiére salvó de la
muerte a gran número de inculpados y acusados (¿pero fueron realmente mil doscientos, como él
afirmaba?) organizando el olvido en este conmutador del terror judicial, primero probablemente sólo en
favor de colegas actores, luego a mayor escala, para muchos otros. Es probable que en este punto entre
en juego la leyenda, que dice que Labussiére, como no podía sencillamente llevarse los peligrosos
expedientes, los destruyó masticando el papel, hoja por hoja, y tragándoselo. Por eso posteriormente,
cuando pasó el Terror, se le llamaba con admiración el “mascador” (le macheur).
Hacer que se olvide una peligrosa noticia escrita en papel por el procedimiento de tragarse la nota
es una de las más antiguas estrategias del secreto. [p. 182] Mensajeros y espías en misión arriesgada
hacían uso de este método siempre que eran apresados. La vida y la muerte dependían de si era posible
hacer desaparecer a tiempo el papel comprometedor en el aparato digestivo. Así, es bien comprensible
que también en el sistema judicial, sobre todo cuando los expedientes penales representan la memoria
implacable de una justicia sangrienta y criminal, el procedimiento pueda ser nuevamente puesto en
práctica y perfeccionado: una eficaz técnica de olvido contra la tiranía de Robespierre, el hombre que
no olvidaba nada. En todo caso, dejaremos a un lado si ha de agradecerse al valeroso “mascador” que
no perdieran la vida mil doscientas personas.
En lo que concierne a Joséphine, parece haber creído firmemente que su fantástico salvamento de
la muerte en el patíbulo no se debía más que al actor Labussiere. Porque cuando este hombre estuvo en
apuros y sus colegas actores organizaron, en el año 1803, un acto benéfico en favor suyo basado en el
programa Théatre de la Porte­Saint­Martin de París, Joséphine participó en este acontecimiento junto
con el cónsul Bonaparte y pagó inusualmente alto por su palco.

Volveremos a encontrarnos dicho teatro cuando veamos el monumento literario que el dramaturgo
francés Victories Sardou (1831­1908) levantó al valeroso actor y escribiente auxiliar Charles
Labussiere. Hablamos del drama Thermidor, que Sardou puso en escena en el año 1891, cien años
después del punto de inflexión de la Revolución Francesa.
La primera escena del drama tiene lugar a primera hora de la mañana, a orillas del Sena. Entre los
madrugadores hay un pescador que tiene una cesta justo a sí. [p. 183] Discretamente, el contenido de la
cesta es vaciado en el río durante la pesca. Se trata de bolas humedecidas de papel gris, que las aguas
del Sena se llevan con rapidez. Algunas otras personas, que aparecen a molestar, son desviadas por
medio de inofensivas conversaciones. Entonces se nos dice el nombre del supuesto pescador: se llama
Charles Labussiere.
Entonces, una historia de amor se entreteje con la acción. Tiene lugar entre un amigo de
Labussiere, un soldado revolucionario de buen corazón que lleva el belicoso nombre de Martial, y una
muchacha, educada para monja hasta la llegada de la revolución, llamada Fabienne Lecoulteaux.
Martial salva a Fabienne de un destino de fugitiva y se enamora de ella. Piensa ya en el matrimonio.
Pero primero, nos enteramos de más cosas acerca de Labussiere. Su verdadera profesión —ya nos
lo podemos imaginar— es la de actor, pero en ese momento —unos días antes del 9 de Termidor del
año 1791— trabaja como escribiente en las oficinas del Comité de Salvación Pública, donde se encarga
de los expedientes penales de aquellos sospechosos para los que la muerte en el patíbulo es segura.
También su propio nombre ha estado ya en la “lista” de los candidatos a la muerte. Labussiere se enteró
por casualidad, y aprovechó una ocasión favorable para asumir ese “espantoso cargo” en la “cueva del
monstruo” con el fin de borrar de la lista su propio nombre, y por tanto, como él mismo lo llama,
“eclipsarse” (pour se faire oublier). Al segundo que salva de la muerte es a un colega actor, y siempre
con la misma táctica de hacer inencontrables los expedientes. Para no tener que dar demasiadas
explicaciones por este “desorden” en los archivos, tartamudea; le llaman también “Charles el
tartamudo” (Charles le bégayeur).
¿Cómo se libra Labussiere de los expedientes? Parece [p. 184] que Sardou consideró inverosímil
la “masticación” como técnica de olvido no sospechosa. Así que al principio hace a su protagonista
quemar los expedientes, lo que quizá podría ser creíble para los primeros documentos, pero tiene que
resultad demasiado arriesgado, y por tanto demasiado inverosímil, para algunos cientos de actas, en los
que se cifra en el drama la capacidad del destructor de expedientes. Así que la imaginación del autor
idea para su personaje el siguiente procedimiento, que incluso a gran escala puede resultar factible: en
una palangana de su oficina, Labusiere empapa en agua los expedientes, rasga el papel húmedo en
pequeñas tiras y hace con ellas una pasta gris de papel que se puede sacar de la oficina sin llamar la
atención en forma de manejables bolitas. Pero aún falta la última etapa de esa estrategia, que se
desarrolla a temprana hora de la mañana a la orilla del Sena, donde un pescador nada sospechoso
entrega el contenido de su cesta a las fluyentes aguas del Sena. Los nombres de los sospechosos se han
perdido definitivamente para la sangrienta justicia. Por eso, no es difícil reconocer en el Sena, en tanto
que sus aguas transportan los últimos resto de los expedientes penales que había que destruir, el río del
olvido, el Leteo.
Sin embargo, el drama Thermidor apunta aún hacia un trágico clímax. Sin duda en esta obra
también es derrocado Robespierre (acto III), pero antes “las ruedas de esa terrible máquina de matar”
sigue rodando. Así, perseguida en persona por el jefe de la policía, en la lista de los que hay que
ejecutar en seguida aparece una nueva víctima: Fabienne. Labussiere, por cuyas manos pasa también
este expediente, se ve apremiado por su amigo Martial a salvar también a esta muchacha de la muerte
segura con la ya acreditada técnica [p. 185] de olvido: “Se la olvida, y la cosa está hecha” (On l'oublie
et c'est fait). Pero ya se sospecha del tartamudo, que tras la caída de Robespierre, de repente, ya no
tartamudea. Sólo podrá borrar de la lista el llamativo nombre de Fabienne Lecoulteux poniendo en su
lugar a otra víctima, lo que significará su muerte segura.
Pero ¿tiene derecho un hombre a salvar, por conocerla, a la víctima de un crimen escogiendo él
mismo de entre la lista de sospechosos a otra persona más o menos desconocida, entregándola a una
muerte segura? ¿Por ejemplo a un hombre de ochenta y dos años cuyo nombre, Alexandre Le Couteux,
suena parecido? ¿O mejor, para que coincida el sexo, a Jeanne­Octavie Lecoutteux, de cuarenta y dos
años, pero con dos hijos? ¿O, finalmente, a una persona de veintiséis años, la edad de Fabienne, que
tiene el mismo apellido, Marie­Clotilde Lecoulteux, que ha llevado una vida de fille galante y antes de
la revolución era la maitresse de un general?
Ante este fatal dilema, el drama se convierte (escena III, 9) en instancia moral. Martial, el
soldado, no tiene reparos a la hora de cambiar a su amada por esa “criatura” desconocida: “¡Cógela, ya
te olvidarás!” (Prends­la donc, celle­lá, tu l'oublies). En cambio Labussiere tiene graves reparos
morales, porque también esa persona es una créature humaine para él. Finalmente, se deja convencer
para hacer la voluntad de su amigo: “Matémosla pues” (tuons­la donc!).
No voy a seguir relatando en detalles el ulterior desarrollo de la obra, en su, desde el punto de
vista dramático, más bien débil acto IV, sino a contar tan sólo que la acción de salvamento de Fabienne
fracasa in extremis, sobre todo porque ella misma no quiere dejarse salvar. Entretanto, ha hecho los
votos ante un obispo que actúa en la clandestinidad, y se dirige alegre al martirio. Por eso ella, la
monja, es al final la heroína [p. 186] más visiblemente trágica (o melodramática) de la obra, y el
verdadero héroe dramático (y moral), Chales Labussiere, se va de vacío.
El 24 de enero del año del centenario, 1891, los actores de la Comédie­Française estrenaron el
drama Thermidor, del prestigioso autor Victories Sardou. El estreno fue entendido por una parte de los
espectadores como una provocación “antirrepublicana” e interrumpido momentáneamente por un
concierto de pitos. Entre los defensores que los valores nacionales y republicanos, el escritor Maurice
Barrés y el político Georges Clemenceau se distinguieron por sus invectivas contra la obra. El
escándalo teatral tuvo un epílogo político en el Parlamento. Rápidamente, el ministro del Interior dictó
una prohibición: un teatro nacional no puede pecar contra la Nación y su gran Revolución. Pero unos
años después un teatro privado volvió a poner el drama Thermidor en su programa; fue el ya
mencionado Théatre de la Porte­Saint­Martin, donde en el año de 1803 había tenido lugar la
representación benéfica en favor de Charles Labussiere. La obra también fue representada con gran
éxito en muchos otros escenarios de Europa. [p. 187]
VI. Nuevas energías a partir del arte del olvido

1. Sombra olvidada y nueva memoria (Chamisso)

La Revolución Francesa significó para Francia un desplome histórico de la memoria, y sus


repercusiones en la vida pública fueron mucho más lejos de lo que la historia europea había conocido
hasta entonces como “condenación de la memoria” (damnatio memoriae). Todo lo que recordaba al
Ancien Régime estaba mal visto ahora, y el olvido era la primera obligación del ciudadano. Al mismo
tiempo, se implantaban en rápida sucesión los signos de una nueva memoria, para facilitar el olvido de
la vieja.
La primera fase de esta revolución de la memoria afectaba al lenguaje de la cortesía, más o menos
ceremonial, que en Francia, como “centro de la cortesía” (La Bruyére), había echado raíces de memoria
especialmente profundas. Así, no sólo se abolieron los títulos y predicados de nobleza de la monarquía,
sino que también las formas corteses monsieur, madame y mademoiselle fueron sustituidas por
“ciudadano” y “ciudadana” (citoyen y citoyenne). También la cortés distinción entre vous, “usted”, y tu
estaba destinada a caer en el olvido... junto con muchos otros signos del recuerdo del Ancien Régime,
que incluso Madame de Staël, educada en la cortesía, contaba entre las formas ceremoniales dignas de
ser olvidadas. [p. 189]
Otros campos de aplicación del olvido republicano fueron las dimensiones del espacio y el
tiempo. Ahora estaba consagrado al olvido lo que antes concernía a la topografía, todos los “lugares de
memoria” (lieux de mémoire) de la época prerrevolucionaria, y con ellos los paisajes históricos
tradicionales de Francia (Champaña, Borgoña, la Provenza...), a favor de los departamentos, de nueva
implatación y disposición geométrica. Es significativo de la estrategia de memoria vinculada a esto que,
hasta entrado nuestro siglo, uno de los logros memorísticos más reconocidos del sistema escolar
republicano en Francia era poder recitar de memoria los nombres de los departamentos en el orden
correcto, a ser posible tanto hacia adelante como hacia atrás.
Menos duradera que en la ordenación política del espacio fue la revolución de la memoria en el
orden del tiempo. En este punto, las aspiraciones fueron al principio demasiado lejos. El calendario
republicano, implantado en 1792, que ya no contaba los años desde el nacimiento de Cristo sino desde
el Año Uno de la República, debía expulsar de los cerebros el recuerdo de las festividades cristianas e
implantar a la vez las nuevas fiestas republicanas en la memoria colectiva. Pero tampoco los nombres
de los días de la semana y de los meses, de raíz mitológica e histórica, se libraron de los
revolucionarios. Así, en la época del Terreur no era el domingo, sino el décadi (“décimo día”, en la
contabilidad decimal de los días de la semana temporalmente vigente), el día sin ejecuciones, y el
propio Robespierre no fue ejecutado el 28 de julio, sino el 10 de Termidor. En el año 1805, el
calendario revolucionario fue abolido nuevamente por Napoleón. Tampoco los intentos de dictadores
posteriores (Lenin, Mussolini, Hitler) por sellar el correspondiente desplome de la memoria con un
calendario radical [p. 190] o parcialmente nuevo resultaron duraderos.
Vamos a observar en un “caso” histórico­literario lo que el desplome de la memoria de la
Revolución Francesa pudo significar para un individuo concreto. Hablaremos del escritor alemán
Adelbert von Chamisso (1781­1838), nacido, descendiente de una noble estirpe francesa, pocos años
antes de la revolución, en el palacio condal de Boncourt, en la Champaña, con el nombre de Louis
Charles Adélaïde Chamisso de Boncourt. Los aristócratas que habitaban ese castillo no fueron colgados
de las farolas por los revolucionarios, pero tuvieron que abandonar su casa solariega y su patria
francesa en el año 1792. Con ellos se fue también Adélaïde —por ese nombre de muchacha se le
llamaba en la familia—, de once años, a Alemania, donde ya desde la revocación del edicto de
tolerancia de Nantes, en el año 1685, se había acogido hospitalariamente a muchos emigrantes de
Francia, sobre todo hugonotes protestantes. Sin embargo, los años del exilio fueron una dura época para
la familia Chamisso, hasta que pudo regresar a Francia al terminar la persecución de los aristócratas.
El hijo menor de la familia se quedó en Alemania. Tras un período de preparación como paje en
la comitiva de la reina Friederike Louise, entró como jovencísimo oficial —ya no se hacía llamar
Adélaïde, sino, en buen alemán, Ludwig— al servicio del ejército prusiano, que luchaba contra el
ejército revolucionario francés al mando de Napoleón. Entretanto había aprendido bastante bien la
lengua alemana, y aprovechaba cada hora libre para leer obras de literatura alemana. Más aún que su
origen francés, esa ocupación tan poco castrense suscitaba la desconfianza de sus camaradas prusianos,
pero en el asedio [p. 191] de Hameln (1806), cuando el comandante entregó la fortaleza
“cobardemente” y sin combatir a los sitiadores franceses, pudo demostrar con sus sincera indignación
para qué país era su lealtad. Adelbert von Chamisso —así se llamó desde entonces hasta el fin de sus
días— parece haber olvidado por completo su patria francesa y los recuerdos a ella vinculados. De
hecho, cuando algún tiempo después se hace posible el retorno a Francia, no muestra inclinación
duradera por volver a la patria, y se instala definitivamente en Alemania.
Pero quizá las apariencias engañen. En ese viaje que por primera vez volvía a llevarle a la tierra
de los franceses, Chamisso visitó en la Champaña la vieja sede familiar de Boncourt. Sin embargo,
nada encontró del castillo de su padre. Después de que la familia condal partiera hacia la emigración,
los nuevos señores habían puesto un tiempo el castillo a la venta. Como no se encontró comprador, el
castillo fue derribado. Incluso las piedras fueron llevadas a otro lugar, así que nada recordaba el antiguo
dominio nobiliario. El aristocrático lugar de memoria se había convertido en un símbolo del olvido
republicano.
Adelbert von Chamisso, lleno de tristeza, no siente sin embargo amargura alguna contra los
ejecutores de esa obra del olvido, y menos aún contra los campesinos que cultivan el campo donde un
día se alzó el orgulloso castillo de Boncourt. Pero en su recuerdo el castillo de su infancia aparece de
nuevo ante sus ojos, y escribe —no en seguida, sino muchos años después—, en alemán y después en
francés, su más hermoso poema: “El castillo de Boncourt”.

Me soñaba de niño, aquí de vuelta,


y mi anciana cabeza sacudía; [p. 192]
¿Qué me buscáis, imágenes,
que hace tiempo olvidadas creía?

Se alza en sombreados campos


un castillo reluciente,
yo conozco sus torres, sus almenas,
el portón, el pétreo puente.

Desde el escudo de armas, familiares,


los leones a mí me están mirando.
Saludo a esos viejos conocidos,
y entro al patio volando.

Allí yace la esfinge sobre la fuente,


y allí, donde la higuera reverdece,
allí, tras esas ventanas,
mi vida el primero sueño merece.

A la capilla entro del castillo,


y del antepasado busco la tumba;
allí está, allí las viejas armas
colgando están de la gran columna.

Los ojos, velados de tristeza,


no ven los rasgos de la inscripción,
por más que la luz con fuerza rompe
por las vidrieras de vivo color.

Aún estás, castillo de mis padres,


con firmeza grabada en mi mente,
y has desaparecido de la faz de la tierra, [p. 193]
y el arado correo sobre tu frente.

Mas quiero retirarme,


en la mano mi canción,
de país en país cantando
recorrer de la tierra la extensión.

Sin duda en sus primeras estrofas este poema puede ser leído como reforzamiento de la vieja
memoria prerrevolucionaria, que a pesar del mandato de olvido republicano (“imágenes, que hace
tiempo olvidadas creía”) busca una expresión poética. El castillo con sus torres y almenas, con sus
escudos y armas, con capilla y tumba de los antepasados aparece como si estuviera “con firmeza
grabado”, una centelleante visión del Ancien Régime. Pero en un análisis más profundo, que
probablemente acierta con más exactitud con la intención del poema, los versos de Chamisso han de ser
entendidos más bien como un diálogo poético con el olvido. Porque el verdadero castillo, levantado con
piedras, ha desaparecido de la faz de la tierra, y el arado del campesino surca ahora el campo donde un
día estuvo. Pero a este campesino, junto con la tierra que ahora le pertenece, lo “bendice” el poeta “con
emoción y con suavidad” (en el texto francés dice: “con el corazón sereno”), y al hacerlo sanciona su
propio abandono de la vieja memoria feudal, referida al espacio a la posesión, que sustituye por una
nueva memoria.
Esta nueva memoria tiene en principio algunas cualidades características de la ciencia de su
tiempo. Porque Adelbert von Chamisso es un científico, o [p. 194] más exactamente un naturalista.
Después de estudiar Medicina y Ciencia Naturales en la Universidad de Berlín, en los años 1815­1818
toma parte como “erudito titular” en una expedición científica y vuelta al mundo en el bergantín ruso
Rurik, y escribe después un relato de la expedición y varios artículos científicos que hallan mucho eco
en ambientes eruditos. Un honroso nombramiento de director de los Reales Jardines de Berlín expresa
la estimación que este justly distinguished naturalis (según Charles Darwin) encontró en el mundo
científico. Entendemos que este hombre pudiera escribir de sí mismo, en el relato de su viaje por el
mundo: “No tendré vanidad de invocar el pasado de nuestra historia, en el que había una nobleza a la
que mis padres pertenecieron (…). Soy un hombre del futuro (…). Dejemos ir al pasado, porque ha
pasado”.
¿Es esto un reconocimiento del olvido como motor de la innovación científica? Chamisso no
tiene una idea tan monocorde de la ciencia. Porque dentro del mundo científico Chamisso se esfuerza
por conseguir un lugar prestigioso en la memoria, y no deja de disfrutar de que un colega llame en su
honor Lupinus chamissonis al altramuz californiano que ha descubierto, o que otro llame, también en
honor suyo, Papilio chamissonis a una clase de mariposa brasileña. Chamisso está no menos orgulloso
de que en la ruta de la expedición del Rurik, no lejos del estrecho de Bering, se le dé su nombre a una
isla, y a un puerto del archipiélago de las Carolinas, en el Pacífico. Según esto, se puede hacer una
interpretación literal cuando Chamisso escribe, ya en su primer informe sobre la expedición, que
considera esta publicación su principal obra científica y desearía hacerse con ella un nombre que “le
sustrajera al olvido”. Finalmente, ha de mencionarse también el logro con el que Chamisso consiguió
[p. 195] el mayor reconocimiento como científico: el descubrimiento del cambio de generación en las
bogas. Las bogas —así lo explica una moderna enciclopedia, con reverente mención al biólogo
Chamisso— son tunicados que se reproducen alternativamente de forme sexual y no sexual. Así pues,
debido a estos y otros méritos, en el almacén de conocimientos de las ciencias, sobre todo dentro de la
nomenclatura de Linneo, hay un no despreciable recuerdo de Chamisso, comparable a la memoria de
clase de una familia condal. En cada uno de los casos, se distingue por el hecho de que con un
descubrimiento relevante o cualquier otro logro realizado por vez primera se inicia una nueva serie de
memoria, tal como Chamisso decía de su propio escrito sobre las bogas: “Inicia algo nuevo”.

Sin duda dejaríamos esa innovadora memoria de Chamisso en mera cuestión de juego lingüístico
de la ciencia, si Adelbert von Chamisso no nos hubiera dejado, como saben todos los amigos de la
literatura, La maravillosa historia de Peter Schlemihl, que el autor escribió en el año 1813 y publicó en
el año 1814 (antes de su gran expedición). En esta “fábula” (según Chamisso), que también puede ser
calificada de “cuento” (según su amigo Hitzig) o “mito moderno” (según Denis de Rougemont), trata
una vez más, esta vez tomando como ejemplo a un personaje arquetípico, del problema de la memoria y
el olvido. Porque el desdichado héroe de esta historia es un hombre que ha vendido su sombra al diablo,
y tiene que seguir viviendo sin ella. Schlemihl se llama el héroe de esta historia, y por tanto lleva un
nombre que, en una tradición narrativa judeo­yídica que se remonta al Talmud, designa a una especie
de gafe que —olvidado por toda suerte y quizá por Dios— atrae como un imán toda clase de desgracias
y de líos, que lo llevan a sucumbir. [p. 196]
Al principio de la extraña historia de Chamisso, cuando Peter Schlemihl, sin recursos, armado tan
sólo con una carta de recomendación para un tal señor Thomas John, llega a una ciudad portuaria del
norte de Alemania, tal vez Hamburgo, este joven es sin duda un don nadie, pero aún no es un gafe.
Peter Schlemihl se muevepor entre la elegante sociedad congregada en el parque en torno al rico señor
John y su hermosa amante Fanny. También Schlemihl obtiene, por otra parte, una explicación sumaria
para unas circunstancias para él tan nuevas; reza, en las cínicas palabras del señor John: “El que no
tiene al menos un millón (…) es, si me disculpa la expresión, un canalla”.
En esa situación, el diablo aparece en la forma de un hombre insignificante vestido con una levita
gris y ofrece su trato. Una bolsa siempre llena y todos los bienes del mundo que se puedan comprar con
ella a cambio de su nimia sombra, que en todo caso, el hombre de gris lo admite, es “una hermosa
sombra”. Peter Schlemihl se convierte por un tiempo en el colaborador del diablo.
Antes de dedicarnos a la cuestión de qué pasa con esa sombra y lo que su pérdida conlleva para
Schlemihl, vamos a contemplar con un poco más de detalle al diablo con el que se ha firmado ese
pacto. Se trata, como queda claro en todas las descripciones, de un diablo bastante poco vistoso, un
diablo casi sin atributos, ya que incluso los pocos caracteres que le hacen identificable —“un hombre
silencioso, fino, flaco, larguirucho y entrado en años”, vestido con una “levita de tafetán gris de estilo
franconio antiguo”, con “gesto humilde, por no decir sumiso”— no son más que la cifra de su falta de
atributos. Sin embargo, llama especialmente la atención —sobre todo si se le compara con los grandes
y renombrados demonios de la historia universal y de la literatura: Lucifer, Belcebú, Leviatán,
Asmodeo, Mefistófeles— [p. 197] que no tiene nombre. Sólo se llama “el hombre de gris”, e incluso
esa denominación puede ser leída como mera cifra de su falta de nombre. Un demonio sin nombre,
pues, un anónimo oficial del Infierno se incauta de la sombra de Peter Schlemihl, pero uno que tiene
una memoria infalible, en la que ninguna obligación cae en el olvido. Sólo por eso se desarrolla
también en su deudor el potencial de memoria de ese nombre, de manera que el hombre llamado Peter
Schlemihl se convierte en un verdadero Schlemihl (gafe).
En las condiciones esbozadas, empleando una expresión relativamente inespecífica y además
anacrónica, podemos calificar la perdida sombra de Schlemihl como su “memoria colectiva”. Como se
sabe, la expresión fue acuñada en los años veinte del siglo XX por Maurice Halbwachs y en los últimos
años ha ocupado el centro de la actual investigación de la memoria. Expresa el hecho evidente de que
una memoria individual en modo alguno es propia tan sólo, en todos sus aspectos, del individuo
correspondiente, sino que está conformada por muchas otras memorias sociales: familia, paisaje, grupo
profesional, clase, religión y otras agrupaciones sociales. También revela, pues, en su núcleo lo que el
propio Chamisso, preguntado por la sombra de Schlemihl, llama “lo sólido” en ésta, y lo que Thomas
Mann ilustra después, en su hermoso ensayo sobre Chamisso, como su “solidez burguesa”. En todo
caso, por Chamisso no sabemos casi nada concreto sobre la prehistoria de Peter Schlemihl; es como si
un velo de olvido se hubiera tendido sobre ella. Pero todos los personajes de la historia observan de
inmediato en este caballero, que como hombre rico no pasa inadvertido, la falta de la sombra, y
espontáneamente les repele ese estigma, sobre todo a la joven y hermosa Mina [p. 198] y a su honesta
familia, para la que un yerno sin sombra, por rico que sea, es inconcebible. No se le concede un olvido
colectivo.
Que la sombra de Schlemihl tiene algo que ver con la memoria y el olvido se desprende también
del origen de este motivo literario. En un viaje, cuenta Chamisso en todo anecdótico, perdió en una
ocasión sombrero, abrigo, guantes, pañuelo y todos sus bienes muebles. Cuando su amigo y poeta
Friedrich de La Motte­Fouqué —también él de origen francés, más exactamente hugonote— escucha
esto, pregunta en tono burlón si Chamisso no perdió también su sombra. Ambos ríen e imaginan juntos
semejante desgracia. Ha nacido el caso extraño, núcleo de la novela.
Se trata sin duda de una divertida anécdota, que incluso puede ser tomada como verdadera
historia, pero a la que no se quita nada de su gracia si se ve en ella algo más que la expresión un poco
ridícula de un momentáneo olvido. Porque concuerda con esta anécdota un sueño o pesadilla que asedió
y al parecer atormentó a Chamisso unos años después, cuando ya había escrito el Peter Schlemihl. El
sueño devuelve al autor a su época de servicio en el ejército prusiano. Como joven oficial, en el sueño,
tiene que tomar parte en un desfile y observa, para su espanto, que ha olvidado la daga. Para las
concepciones de la época, es un olvido mucho más grave que el mencionado en la anécdota, que es
disculpable porque sólo afecta a los bienes de un “paisano”. Sin embargo, haber olvidado la daga es
para un oficial como era Chamisso un olvido imperdonable, que afecta al honor y llena el olvido de
culpa.
Así ocurre también, trasladado al ámbito burgués, con Peter Schlemihl, que no ha “perdido”
sencillamente su sombra. Más bien la ha cedido al hombre de gris a cambio de dinero, lo que el entorno
de Schlemihl percibe de inmediato como estigma, es decir, como señal de exclusión. [p. 199] En todo
caso, no queremos pasar por alto que la sombra perdida no significa también el alma perdida. A
diferencia del pacto de Fausto con el diablo, Schlemihl “sólo” ha vendido al hombre gris su sombra y
no su alma inmortal, y le honra no librarse de su primera culpa a costa de una segunda culpa, más
grande aún. Así que sigue siendo un gafe, pero no se convierte en uno de los grises, muy al contrario
que el señor John, del que oiremos hablar en el curso de la historia, que antes que Peter Schlemihl ha
sido ya víctima del hombre de gris, pero —al parecer también pasando por el rodeo de la sombra
cedida— al fin y al cabo le ha cedido también su alma. Ahora el rico señor John está pagando ya el
precio de su mala acción en el Más Allá, y al final de la historia oímos su queja, como un eco lejano de
la lex talionis del Inferno de Dante: “He sido juzgado por el justo juicio de Dios”.
El camino de Peter Schlemihl no conduce al infierno. Pero tampoco consigue rescindir el
“medio” trato con el hombre de gris. Así que durante el resto de su vida tiene que andar sin sombra por
el mundo y tener cuidado de llamar lo menos posible la atención con esa falta de sombra. Es
interesantísimo observar, desde el punto de vista de la técnica narrativa, cómo el autor pone fin a su
historia en estas condiciones. Porque a Chamisso se le ocurre una salida que ningún lector inocente
puede prever. Hace que el ya definitivamente sin sombra Peter Schlemihl se convierta en lo que
también él es: naturalista. Como “erudito privado”, dice Schlemihl de sí mismo, emprende una “nueva
forma de vida”. En todo caso, la transición de esta nueva vida se ve velada en la historia por algunos
elementos mágico­fantásticos, especialmente el hallazgo casual de las botas de siete leguas, con las que
recorre el mundo a ritmo [p. 200] vertiginoso, así como de su contrapartida, los zapatos frenadores, con
los que cuando lo requiere puede frenar la velocidad de su movimiento. Se trata, hay que replicar a
quienes desprecian este calzado extraño, pero muy eficaz, de una máquina espacio­temporal muy
sencilla, pero de fabulosa eficacia, que anticipa algunas ucronías de los siglos XIX y XX. Porque
Schlemihl utiliza estos dos auxiliares para el muy realista objetivo (hoy en día ya cotidiano) de unir en
rápida alternancia la incansable investigación de campo en todos los continentes con el tranquilo trabajo
de redacción en un apartado lugar. En pocas palabra: como investigador se comporta de forma bastante
racional en cuanto a sus objetivos, aproximadamente como exige la ciencia moderna.
Lo verdaderamente sorprendente en este giro del relato es que en el naturalista Schlemihl no se
nota en absoluto la antes tan discriminadora falta de sombra. En el peor de los casos se ha vuelto
insignificante, y es sencillamente olvidado por la sociedad. De ahí que la maravillosa historia de Peter
Schlemihl pueda terminar —otra vez de forma imprevisible— con una sobria y objetiva rendición de
cuentas que el erudito privado Schlemihl hace a su autor, el erudito privado Chamisso, y en la que, en
la última página del relato, se dice:

He conocido, hasta donde han alcanzado mis botas, la Tierra, su configuración, sus cumbres, su
temperatura, su atmósfera en sus cambios, las manifestaciones de su fuerza magnética, la vida en ella,
especialmente en el reino vegetal, más a fondo que ningún otro ser humano antes que yo. He recogido los
hechos, con la mayor exactitud posible y en un orden claro, en varias obras, y plasmado fugazmente mis
conclusiones y opiniones en algunos tratados. He... [p. 201]

¡Feliz, pacífica ciencia, en la que, viviendo con o sin sombra, se puede existir igual de bien
recordando u olvidando lo que se ha sido, y es posible moverse por el mundo! Ni siquiera es preciso
temer al hombre de gris, si este cuento se hace realidad algún día.

2. Un arte mefistofélico: el olvido de Fausto (Goethe)


Nos encontramos en el estudio del científico Heinrich Faust, el Fausto de Goethe. El muy docto
profesor se halla en el punto culminante de su carrera, es un “gran hombre”. Sin embargo, está
radicalmente insatisfecho con sus esfuerzos intelectuales. Su ciencia le parece “humo de ciencia”, su
esfuerzo por saber, juegos de manos (“y hacer más tráfico de huecas palabras”); su laboratorio, un
“execrable y mohoso cuchitril”:

Ante mí se cierra Naturaleza.


Se ha roto el hilo del pensamiento,
Hace mucho me asquea todo conocimiento.

Está claro que se trata de una grave crisis existencial y creativa, conocida en la biografía de no
pocos científicos, pero que alcanza en Fausto hasta lo más hondo de su existencia.
Las campanas de Pascua y los coros de la Resurrección salvan a Fausto del suicidio. Más
exactamente, dado que él no vincula creencia alguna a ese mensaje de Pascua, le salva el recuerdo de
los despreocupados años de infancia y juventud: [p. 202]

Estos acentos, familiares desde mi niñez,


Me llaman ahora de vuelta a la vida.
(…)
Tal recuerdo, impregnado de infantil sentimiento,
Me impide ahora dar el último y grave paso.

Es digno de mención que, entre todos los dones intelectuales de que este científico dispone en
abundancia, al parecer sólo la memoria le dé asidero en la vida.
Mefistófeles entra en escena. Con él hace Fausto la conocida apuesta. Es sellada con sangre, lo
que significa, en palabras de Mefisto: “Piénsalo bien, no lo echaremos en olvido”. Al parecer, el diablo
tiene una magnífica memoria. ¿Qué gana Fausto en esta apuesta? Ante él se abre un insospechado,
inconmensurable campo de investigación, llamado vida, que ahora puede abarcar en toda su longitud y
latitud, altura y profundidad con ayuda del diablo, y que va a experimentar “siempre aspirando” a algo.
La apuesta “responde” de que esa satisfactoria aspiración nunca tendrá fin. ¿Y qué espera ganar
Mefistófeles? El diablo siempre quiere una sola cosa: el alma, y la mejor forma de alcanzar ese
objetivo, ése es su cálculo, es no olvidar nada él, y llevar al doctor Fausto, mediante un loco torbellino
de acontecimientos, de un olvido a otro, hasta que al final —quizá— se olvide de sí mismo. Ya vemos
que al menos el diablo cree en el arte del olvido y sabe servirse de él para sus fines.
La primera estación del arte del olvido mefistofélico es la taberna de Auerbach. Para un
científico, flor de estufa, un lugar magnífico para olvidar... piensa Mefistófeles. Quizá haya leído a Luis
Vives, y conozca la frase: vinum memoriae mors, frase muy instructiva, que puede estar al tiempo tanto
en un arte de la memoria como en uno del olvido. [p. 203] Sea como fuere, el diablo ha subestimado a
su discípulo de olvido. Fausto se mantiene malhumorado y monosilábico: “De buena gana me iría ahora
mismo”.
Mefistófeles cambia de estrategia y prueba otra forma de distraer a su profesor: el sesentón es
rejuvenecido treinta años en la cocina de las brujas, el tiempo de una generación, según dice el texto.
Un cambio generacional siempre produce una crisis de memoria y ofrece una oportunidad al olvido. El
rejuvenecimiento de Fausto va unido a un cambio de clase social: el erudito se convierte en un hombre
de mundo, en un noble (“hidalgo”). Con ambos cambios, según el plan de Mefistófeles, el olvido de
Fausto dará un gran salto adelante: con los años borrados, también sus circunstancias caen en el olvido.
Incluso cuando al cabo de unos diez años, el escenario del drama retrocede al “alto salón gótico
abovedado” y al “laboratorio” del erudito, no hay recuerdo. Fausto pasa durmiendo esta escena, y no
sabemos nada de sus recuerdos o de su memoria. Cuando despierta, piensa ante todo en Helena, cuya
imagen fantástica se le ha aparecido en sueños.
En cambio, el entorno de Fausto guarda buena memoria de todo lo que ha ocurrido. Así su
fámulo Wagner, que tras la inexplicada desaparición de Fausto se ha convertido en su sucesor en el
cargo y prosigue ahora sus trabajos de investigación, no cambia, por piedad, nada en el estudio de
Fausto, lo mantiene pues como lugar de memoria, y también su antiguo discípulo, convertido ahora en
bachiller y aún más insoportable que entonces, recuerda exactamente las circunstancias de la antigua
tutela del famoso profesor Fausto (en realidad, según él ha creído siempre, Mefistófeles). Todos se
acuerdan pues, y naturalmente también [p. 204] el propio Mefistófeles, que lleva la batuta, pues de lo
contrario no hubiera escogido este lugar. También le apremia asegurarse de su buena memoria:

Si alzo la vista arriba, aquí o allí,


nada veo cambiado, todo está intacto;
los vidrios de colores me parecen más empañados,
las telarañas se han multiplicado,
la tinta está seca, amarillento el papel,
pero todo ha seguido en su sitio;
incluso veo aquí aún la pluma
con que Fausto firmó su pacto con el diablo.
Sí, en el fondo de su cañón ha cuajado
la gotita de sangre que le saqué.

Así vuelve el criminal al lugar del crimen. Fausto en cambio no se percata de nada. En esta
escena, con los demás sentidos, su memoria también está dormida.
El arte del olvido de Mefistófeles, probado en Fausto, alcanza su punto culminante en las escenas
de Margarita. Allí demuestra dos veces una fuerza especial: al principio, cuando Fausto olvida todo lo
demás por su amor a la muchacha, y una vez más al final, cuando Fausto va a olvidar incluso ese amor,
aunque ha jurado de buena fe: “Nunca podré olvidarlo, nunca perderlo”. A Margarita le sucede lo
contrario; ella tiene una buena memoria natural, y no ignora la memoria colectiva de su entorno. Por
eso, sabe que quizá el “amor eterno” que el enamorado le jura no llegue tan lejos, porque conoce el
refrán que dice “ojos que no ven, corazón que no siente”. Los refranes expresan en forma escueta el
saber conservado en la memoria colectiva. [p. 205]
En todo caso, Margarita no se atiene siempre a la sabiduría de ese refrán. Se ha “olvidado de sí”,
aunque sólo una vez, como los santos alegran en su favor al final de la tragedia:

Concede también a esta alma buena


que tan sólo una vez se olvidó de sí,
y que no sospechaba que faltaba,
tu perdón adecuado a su pecado.

Fausto ha olvidado con rapidez a Margarita. “Pasado mañana” mismo es la noche de Walpurgis.
Partida, ocupaciones, nuevas distracciones: todos ellos acreditados remedia amoris que fomentan el
olvido. Y Mefistófeles es el poderoso colaborador del mismo, siempre dispuesto a “arrastrar” al
incauto:

Los arrastro por la vida más salvaje,


por la pura insignificancia.

Ahora, el profesor distraído por Mefistófelescon diabólica habilidad tiene su brujeril Sabbat: una
orgía del olvido. Fausto es arrastrado a ella. Pero entonces, de pronto, inesperado para los dos viajeros
que recorren el Harz, un recuerdo surge ante los ojos de Fausto, “una niña hermosa y pálida”:
Margarita.
Vemos que Fausto aún no es el virtuoso del olvido para el que Mefistófeles quiere educarlo con su
arte. Así que éste tiene que escuchar el reproche: “Y entretanto me acunas en insulsas distracciones”.
Mefistófeles responde: “No es ella la primera”. En su memoria se amontonan los casos de este tipo.
“Noche, campo abierto”. En esta breve escena Fausto corre, [p. 206] junto con Mefistófeles, “al
galope a lomos de negros caballos”, en ayuda de Margarita. El macizo de Rabenstein, la Roca del
Cuervo, ante el que discurre su cabalgata, es ya un preludio del lugar del juicio: un angustioso recuerdo
anticipado. Mefistófeles lo borra con rápidos gestos: “¡Pasemos, pasemos de largo!”. Sigue la escena de
la mazmorra. Una vez más, el diálogo entre Fausto y Margarita trata del recuerdo y del olvido. Fausto le
dice:

Dejemos lo pasado.
Me estás matando.

Incluso en esa situación, Fausto apuesta por el olvido. Así que no hay ninguna escapatoria de la
cárcel, aunque las puertas estén abiertas. El olvido de Fausto es el destino de Margarita.
La segunda parte de la tragedia empieza en un “lugar ameno”. Fausto, agotado, busca el sueño.
Lo obtiene con ayuda de los elfos. Porque el Leteo, el río del olvido, fluye por esa agradable comarca, y
los elfos, instigados por Ariel, regarán a Fausto con las aguas de ese río. Al mismo tiempo, esta cura de
olvido —es la nueva variante del arte del olvido mefistofélico— es un sueño curativo en el sentido
médico del término, como lethargus (palabra que contiene una vez más a Lete). También es digno de
mención en esta escena que Mefistófeles ya no tiene que esforzarse en ser agente del olvido. Ha
encontrado en Ariel y en los elfos suaves, tiernos (¿o debo decir bobos, ingenuos?) auxiliares, que
llevan a cabo esa tarea incluso sin su colaboración. El olvido ya no parece agotador, por lo que siente
una agradable sensación de alivio:

Se extinguieron ya las horas, [p. 207]


huyeron el dolor y la felicidad;
¡presiéntelo! Vas a quedar curado;
confía en la mira del nuevo día.

Lo que importa aquí es la palabra “nuevo”. Porque el olvido —lo veremos con más agudeza aún
en Nietzsche— despeja el camino para lo nuevo. El reclamo de lo nuevo resuena una y otra vez en el
arte mefistofélico del olvido:

¿Aún no os habéis cansado de esa vida?


¿Cómo puede gustaros a la larga?
Está bien que se pruebe una vez,
¡pero luego vayamos a otra cosa nueva!

Y en la noche de Walpurgis incita a la bruja prendera:


¡Dedicaos a las novedades!
Sólo las novedades nos atraen.

Una y otra vez las novedades, en términos modernos “innovaciones”, parecen ser en los planes
del diablo el más eficaz cebo del olvido para el doctor Fausto. Él mismo parece intuir el peligro, porque
responde a los versos que acabamos de citar con la preocupada exclamación: “¡Con tal de que no me
olvide de mí mismo!”. Pero eso es precisamente lo que amenaza con ocurrir, así que el olvido sigue
siento el reverso inevitable de su aspiración hasta el fin de sus días, cuando el envejecido científico
sigue dejándose deslumbrar, ante el proyecto de ganar nuevas tierras, por la fascinación de lo nuevo. [p.
208] El diablo sabe muy bien qué beneficio puede sacar de ello.
Así siguen desarrollándose los acontecimientos en los hemisferios norte y sur, en la Edad
Antigua, Media y Moderna, de forma que no sólo en el tercer acto, sino en muchos otros pasajes de la
segunda parte, podría figurar la acotación: “El escenario se transforma por completo”. Y todo esto está
sometido a la ley del ritmo:

He corrido por el mundo


atrapando cada antojo por los pelos,
dejando ir lo que no me bastaba,
tirando de aquello que se me escapaba.

Y con todos los abruptos cambios de este tipo siguen estando vinculados, una y otra vez, rápidos
borrados de la memoria: “Que el pasado haya quedado a nuestras espaldas”. Y eso no lo dice el artista
del olvido Mefistófeles, sino su magistral discípulo Fausto, que se imagina repetidamente una nueva
existencia: “¡Que nuestra alegría sea libre como la Arcadia!”.
¿Tiene entonces razón Germaine de Staël cuando, en su libro sobre Alemania, califica a Fausto de
“carácter inconstante”? Para esta francesa de educación clásica, éste es un reproche considerable,
porque la “constancia de carácter” es en la poética aristotélica una cualidad fundamental, a la vez
dramática y mnemotécnica, que en el drama garantiza la unidad de la acción. ¿Qué es, pues, en el
Fausto, para expresarlo con el título de un conocido poema de Goethe, la “permanencia en el cambio”?
¿Cuál es el objetivo de esta carrera, y con qué utilidad sigue Fausto estudiándola? Se ha dicho a
menudo, y así se lee también claramente en muchos versos del drama, que la “aspiración” de Fausto es
su meta, de tal modo que una aspiración absoluta, que se pone a prueba en objetos y acontecimientos
siempre [p. 209] nuevos, no puede, por definición, alcanzar el descanso y la paz, y no cabe esperar un
“Detente” de este “aspirante”. ¿O quizá sí? Pero entonces se habrá perdido la apuesta. ¿O quizá no?
La sentencia se pronuncia en las últimas escenas del drama, que será hasta el final un drama de
memoria y olvido. ¿Sigue siendo el viejo Fausto, centenario por voluntad del octogenario Goethe, el
héroe de la acción que se lanza hacia nuevas orillas al precio del olvido, y que ahora quiere coronar su
difuso actuar con una última gran acción al servicio de la humanidad? Cuando en esta escena está a
punto de pronunciar el “Detente”, Fausto es un pobre hombre viejo y ciego, cuyas aspiraciones
terminan al fin, como ya había temido en algunos momentos de su vida, “en el vacío”. ¿Vuelve esto a
crear mejores condiciones para la memoria? No se puede decir. Hasta el fin de sus días, Fausto sigue
siendo aquel en el que se ha convertido con la ayuda de Mefisto. Sigue siendo, si se me permite
reavivar una vieja expresión, “el olvidador”. Posiblemente, al borde de la tumba, como sospecha con
ingenio Adorno, haya olvidado incluso su apuesta,, “junto a todos los delitos que, en las redes de
Mefistófeles, cometió o permitió”. Ése sería en todo caso el máximo triunfo que el diablo podría
apuntar en la cuenta de su arte del olvido... lo que de todos modos no le reporta el anhelado botín, el
alma de Fausto, porque el cielo también tiene sus artes, que, salvo que todos los indicios engañen,
juegan en favor de la memoria, y no del olvido. En todo caso, este arte no parece comportarse de forma
tan sencilla como Mefistófeles imagina, es decir, como catálogo de distracciones y desplazamientos. [p.
210]

3. Precario proyecto de desmemoria (Nietzsche)

Uno de los más bellos poemas sobre el olvido (o sobre la alegría, la felicidad, la soledad...) es el
escrito por Friedrich Nietzsche (1844­1900),y se encuentra en el ciclo de sus ditirambos dionisíacos,
bajo el título “El sol se pone”. Dice así:

¡Serenidad dorada, ven!


¡Dulcísismo y secreto anticipo
de la Muerte!
¿Recorrí mi camino con demasiada prisa?
Sólo ahora que el pie se ha cansado
tu mirada me alcanza,
tu dicha me alcanza.

Alrededor tan sólo ondas y juego.


Lo que un día fue difícil
se hundió en azul olvido,
ociosa está ahora mi barca.
Tempestad y viaje... ¡cómo los ha olvidado!
Se ahogaron el deseo y la esperanza,
calmos están el alma y el mar.

¡Séptima soledad!
Nunca sentí
más cerca la dulce certeza
más cálida la mirada del sol.
¿Arde aún el hielo de mi cumbre?
Plateado, ligero, un pez
nada más allá de mi bote... [p. 211]

Antes de dirigir la mirada al “azul olvido” (blaue Vergessenheit) en este poema, hemos de tener
en cuenta que el ardiente apóstrofe del verso inicial no va dirigido al olvido, sino a la serenidad, y que
no es el olvido lo que se pretende resaltar en la composición, sino la felicidad. Pero sin duda se hace
referencia a una felicidad que sólo puede alcanzarse en un estado de profundo cansancio y agotamiento.
También el olvido, en tanto que sublimado en “azul olvido”, forma parte de este contexto, y constituye
una misteriosa alianza con la felicidad y la alegría.
De ello informa, en impresionantes imágenes, la segunda estrofa. Es la estrofa del Leteo. Pero el
río del olvido se ha convertido en mar, y el bote que había que llegar a alguna orilla ha perdido el
rumbo, con los remos recogidos, y está ahora quieto sobre el azul del agua, en cuyas profundidades se
ha ahogado y olvidado todo aquel desear y esperar que aún se oponía a esa serenidad y esa felicidad.
Una vez revocado todo peso, según parece, por el olvido, en esta perfecta (“séptima”) soledad, se
abren a la vista nuevos espacios lejanos, hacia los que el bote, ahora un pez, puede deslizarse
fácilmente. Una prospección apolínea, parece, cierra este poema dionisíaco. Pero ¿adónde va el viaje
cuando “se pone el sol”?

La posición de Nietzsche entre el recuerdo y el olvido no es fácil de determinar, ni siquiera si


tiene una posición. Así que, si queremos saber algo más preciso, tenemos que acompañarle por distintas
estaciones de su vida, y empezamos [p. 212] por Basilea, adonde Nietzsche ha sido destinado en el año
1869, con veinticuatro años, como profesor de filología clásica. Su actividad docente en la Universidad
de Basilea tiene que ver con el olvido y la desmemoria, sobre todo su curso sobre retórica, en el
semestre de invierno de 1872­1873, que incluía un ars memoriae. No se sabe si Nietzsche también
estaba al tanto de la idea concurrente de un ars oblivionalis. Sea como fuere, en la fuente principal de
sus preparativos para el curso, la monografía de Richard Volkmann La retórica de los griegos y
romanos, publicada en 1872, está reseñada también la anécdota de Temístocles. En consecuencia,
Nietzsche podría haberla conocido.
Pero aún no hemos llegado al olvido, no del todo. Porque antes el joven profesor, como
corresponde a su cargo, rinde homenaje a la memoria. Su disciplina en la investigación y la docencia, la
filología clásica, era entonces —y probablemente lo sigue siendo hoy— una ciencia principalmente
histórico­filológica. Y nos encontramos al fin y al cabo en el apogeo del historicismo. Así que
Nietzsche escribe también su primer libro como profesor de esta disciplina con la declarada intención
de hacer una contribución a esta gran obra de memoria: El origen de la tragedia en el espíritu de la
música (1872). A tal punto se remonta, con esta obra histórico­filológica, en la historia de Occidente,
que Sócrates es presentado casi como un moderno. Aún así, al menos los filólogos que leyeron este
libro advirtieron de inmediato que a su autor no le importaba el pasado, sino el presente: Richard
Wagner es el secreto garante de Nietzsche para el siempre posible surgimiento y renovación de la
tragedia a partir del genio de la música. La polémica (Joachim Latacz dice hoy al respecto: la “fértil
polémica”) esta servida. [p. 213] Un joven y entonces aún totalmente desconocido científico de su
especialidad, Ulrich von Wilamowitz­Möllendorf, se despacha con una “aniquiladora” crítica y exige
públicamente al profesor, pocos años mayor que él, que abandone su cátedra de Basilea y practique su
“filología del futuro” fuera del mundo académico. Este ataque se produce en 1872­1873, es decir, en el
mismo momento en que Nietzsche pronuncia su curso de retórica. Poco después, en el año 1873,
escribirá la segunda de sus “Consideraciones intempestivas”, y la publicará al año siguiente con el
título “Utilidad y desventajas de la Historia para la vida”. Con esto volvemos a topar con el olvido,
porque este escrito es, en su sustancia, una apología del olvido. Es incluso en cierto sentido un arte del
olvido en toda regla, por lo menos según las concepciones de su treintañero autor, que con elocuentes
palabras recomienda a sus lectores, y puede que sobre todo a sí mismo, “el arte y la fuerza de poder
olvidar”.
¿Qué quiere olvidar, artificialmente, Nietzsche? La sumaria respuesta es: la Historia, es decir, la
historia transformada en arte y ciencia, desde lo orígenes hasta la actualidad, que con el incremento de
sus conocimientos, pero también mediante su mero progreso en el tiempo, alcanza una complejidad
cada vez mayor y se deposita como una masa gravosa sobre la memoria del hombre con formación
histórica, hasta que, por pura sobrecarga de memoria, éste pierde la elemental capacidad de vivir y de
actuar. Un profundo reparo antropológico, que recuerda en ocasiones a Rousseau y Herder, se opone,
pues, a la proliferación de la memoria: “Y sin duda este conocimiento se insufla o imparte al joven en
su educación, como saber histórico; es decir, se le llena la cabeza con un enorme número de conceptos
extraídos del conocimiento de segunda mano [p. 214] de épocas y pueblos pretéritos, y no de la
inmediata contemplación de la vida”... ¡una “ocupación de ancianos”! A una escasa utilidad se añade
una enorme desventaja de la Historia para la vida, y en la pugna entre la memoria y el olvido el olvido
obtiene la primacía. Porque, dice Nietzsche: “Toda acción incluye el olvido”.
Sin embargo, esta máxima no debe aplicarse sin limitación alguna. Sin duda en su escrito
Nietzsche combate con pasión el historicismo, al que llama “enfermedad histórica”, pero no se
desprende por completo de la Historia y de la historiografía. Todo hombre y todo pueblo, concede
expresamente, necesita “un cierto conocimiento del pasado”. Así, distingue, especialmente en una
clasificación que en algunos pasajes recuerda a Montesquieu, entre una historiografía monumental, una
anticuaria y una crítica, y arremete sobre todo contra la historiografía anticuaria, en la que sólo quiere
ver “el repugnante espectáculo de una ciega furia coleccionista, un incansable reunir todo lo que ha
sido”. En cambio, concede validez dentro de unos límites a la historiografía monumental, lo que
podemos entender también como homenaje a su gran colega de Basilea Jakob Burckhardt. Según
atestigua una carta a Gersdorff, Nietzsche oyó “con placer” el discurso sobre la grandeza en la Historia
pronunciado por Burckhardt en 1870, y señala expresamente lo que Burckhardt lo pronunció
improvisando y de memoria. Esta consideración monumental de la Historia, pues, que posterga las
pequeñeces entre los “grandes momentos” en favor de las más importantes figuras y acontecimientos,
debe mantener su validez, así como la consideración crítica de la Historia, que anticipa ya a Walter
Benjamin, que es de tal condición que “lleva a juicio al pasado, lo interroga minuciosamente y por fin
lo condena”. Sin embargo, es significativo que inmediatamente después [p. 215] de la manifestación
citada Nietzsche evoque a Mefistófeles, en concreto su frase: “Todo cuanto tiene principio / merece ser
aniquilado; por eso, fuera mejor que nada viniese a la existencia.”
Con esto hemos vuelto a Mefistófeles y su arte del olvido. Al contrario que Fausto, Nietzsche no
tiene a su lado a ningún Mefistófeles como ayudante del olvido y mentor de su arte, por lo que es el
único responsable de su apología de olvido histórico. Pero aparte de esto, entre Fausto, el protagonista
del olvido, y Nietzsche, el apologeta de esta facultad, existen sorprendentes coincidencias y
paralelismos. Así que, despreciando a los límites entre ficción y realidad, imaginemos simultáneamente
a los personajes Heinrich Faust y Friedrich Nietzsche y comparémoslos tal como Plutarco sometía a
comparación a los grandes griegos y romanos. Ambos son inicialmente jóvenes, en torno a los treinta
años... en todo caso, en lo que a Fausto se refiere tengo en cuenta ya el rejuvenecimiento en la cocina de
las brujas. En cualquier caso, ambos tienen en ese momento la vida por delante. Fausto ha dejado atrás
los “esqueletos de animales y osamentas de muertos” de su estudio y Nietzsche la “bulliciosa chusma
filológica” de su profesión académica. “¡Que el pasado haya quedado a nuestras espaldas!” es pues —
ya lo he citado una vez— el lema de Fausto, y en Nietzsche leemos, con otras palabras, la misma
exclamación: “¡Fuera todo lo pasado!”. Además: sólo quien domina el arte del olvido está, en palabras
de Fausto, en condiciones “de seguir aspirando a la existencia máxima” o —en la formulación de
Nietzsche— de arriesgarse a aquella “aspiración a lo infinito” que éste llama “fenómenos dionisíaco”
en su escrito sobre la tragedia.
Si ahora, conociendo las circunstancias en las que Nietzsche tenía [p. 216] que ejercer su cargo
académico en Basilea desde la publicación de su escrito sobre la tragedia, buscamos explicaciones
biográficas a su apología del olvido histórico y —anticipando ya en algunas ideas a Freud— queremos
buscar la causa de ese malestar que puede haber inspirado a nuestro autor esa diatriba contra la
memoria, podremos observar en la lectura de la segunda “Consideración intempestiva” a un hombre —
¡un hombre joven!— que ha intentado desprenderse de un golpe liberador del conflicto entre su cargo
filológico y su inclinación filosófica. De hecho, Nietzsche se liberó algunos años después de esa
situación que se había vuelto insoportable, con lo que el desprecio de la memoria dejó de tener sentido.
Pero la tesis ya estaba en el mundo, y muchos lectores han encontrado desde entonces en la segunda
“Consideración intempestiva” de Nietzsche —sobre todo cuando ésta se volvió largamente
“tempestiva”— una justificación filosófica para despachar a la memoria cultural con la mejor
conciencia filosófica, y al fin y al cabo lo lograron en más de un sentido, y mucho más plenamente de
lo que el propio Nietzsche había querido o considerado incluso imaginable.
¿Cuál es el principio básico de ese arte del olvido de Nietzsche? Consiste en sustraer a contenidos
de la memoria hasta ahora fielmente conservados, en este caso la formación histórica, la base
motivadora, y construir desde la acción, desde la vida, desde el futuro una nueva motivación
concurrente, a partir de la cual la memoria se organice de nuevo. “Bienaventurados los
desmemoriados” (Selig sind die Vergesslichen) es la promesa de Nietzsche. El pensamiento utópico se
desarrollará después a partir de este arte del olvido.
Esta segunda “Consideración intempestiva” no es la última palabra de [p. 217] Nietzsche respecto
al arte del recuerdo y el olvido. Catorce años después de esta “Consideración”, en el año 1887, el autor
vuelve al tema en su escrito La genealogía de la moral, concretamente en el segundo de los tratados
publicados con este título, donde se retracta radicalmente de sus anteriores manifestaciones. Sin duda
tiene presente lo que cuando era joven había escrito en favor del olvido al servicio de la vida... él mismo
tenía una espléndida memoria. Ahora tampoco quiere desdecirse, y en su nuevo escrito mantiene que en
la “desmemoria activa”, como ahora prefiere llamarla, hay que ver “una forma de la fuerte salud” con la
que se puede vivir feliz como ser humano. Pero ¿es posible también fundar sobre ella una moral, como
Nietzsche se ha propuesto?
El segundo tratado sobre la genealogía de la moral en que Nietzsche se plantea esta cuestión lleva
el título: “Culpa”, “mala conciencia” y cuestiones afines. Ya desde el título apunta la dirección básica
de sus consideraciones. Nietzsche no aborda el problema de la moral frontalmente, donde resplandece
la fachada de la virtud, sino desde el lado oscuro, desde la culpa y la expiación. Y también en ese
camino da un rodeo y se pregunta, antes de tratar el problema de la culpa (Schuld), qué significan las
deudas (Schulden) en el trato recíproco de los hombres. Ese a primera vista inofensivo plural y
metonimia de la palabra “culpa” plantea una interesante visión de la moral, en tanto que la relación,
expresada en deudas, entre un deudor y un acreedor, presupone una memoria que funcione. En lo que
concierne al acreedor es interés vital suyo acordarse de la prestación concedida por él. Sólo si es muy
generoso o de gran corazón puede olvidar su haber. El deudor en cambio, cuyo interés egoísta le
aconsejaría quizá no reembolsar la prestación recibida y olvidarla sin más, tiene que recordar la
promesa de pago si quiere conservar su crédito y encontrar otro acreedor en el futuro. [p. 218] En estas
condiciones, las deudas son partidas contables del recuerdo.
Esto también se aplica, si queremos seguir el camino de los pensamientos de Nietzsche, al más
peligroso singular del término, es decir a la “culpa”, que exige expiación. En la mala conciencia del
criminal, la culpa está presente como partida contable del recuerdo. Eso lo sabe también la opinión
pública, en tanto se ha dado un orden jurídico que tiene una memoria sensible para todas las
infracciones de la moral, para la culpa pues. Sólo la expiación legalmente establecida da la culpa al
olvido, y la vida puede continuar sin la dañosa carga de la memoria.
Estas consideraciones de Nietzsche sobre la genealogía de la moral son pioneras al menos en un
sentido: se distinguen esencialmente de otras y más antiguas fundamentaciones de la ética, como las
que se encuentran de Aristóteles a Kant, en que aquí la moral se asienta —dicho modernamente—
sobre una base comunicativa. En el contexto de las deudas se comunican al menos dos personas, el
acreedor y el deudor, y su base comunicativa es la memoria. Lo mismo se aplica al sistema jurídico,
con sus condiciones jurídico­penales de culpa y expiación, y se negocian también comunicativamente,
en el discurso y contradiscurso orales de una vista pública. Por tanto, si la moral en su conjunto está
hecha de la misma materia espiritual que las deudas y la culpa, entonces también es de naturaleza
comunicativa, y presupone en todas las personas una memoria que funcione y que esté dispuesta a
funcionar. De ello se deriva además que para aquellos que dan importancia a una moral pública y
privada es necesario mantener a raya al olvido. Por eso, la cuestión fundamental de la moral es, en
palabras de Nietzsche: [p. 219] “¿Cómo se da la memorial al animal humano?”. La respuesta coincide
con las consideraciones esbozadas acerca de las deudas y la culpa: “Se marca algoa fuego para que
permanezca en la memoria: sólo lo que no deja de hacer daño permanece en la memoria”. A ese
principio llama Nietzsche su “mnemotécnica”.
En todo caso, no se ha resuelto la cuestión de si esta estricta mnemotecnia moral es tan exitosa en
el “animal humano” como el autor exige. Porque más o menos en la misma época, en su escrito Más
allá del bien y del mal, Nietzsche anota el siguiente aforismo:

“Lo he hecho yo”, dice mi memoria. “No puedo haberlo hecho”, dice mi orgullo, y se
mantiene implacable. Por fin, la memoria cede.

Tenemos, pues, que vérnoslas, resumiendo lo dicho, con “dos Nietzsches”, que en aras de la
sencillez distinguiré como el Nietzsche filólogo y el filósofo. El uno fomenta un arte del olvido, el otro
pone límites a esa exigencia por razones morales. Los dos Nietzsches plantean la cuestión de la
memoria y el olvido como una cuestión moral. Así que no sólo se trata de lo que —con o sin arte—
podamos recordar u olvidar, sino también de lo que —con o sin arte— tenemos que recordar a toda
costa y quizá, pero quizá no, debamos olvidar. A esto se une inmediatamente la cuestión de si tenemos
algún poder sobre la memoria y el olvido, y en qué medida, es decir, sin aquello que con nuestra mejor
voluntad queremos recordar u olvidar es algo que podemos de hecho recordar u olvidar. En este punto
dejamos a Nietzsche, y continuamos con Sigmund Freud para que siga asesorándonos. [p. 220]
4. Olvido aplacado y no aplacado (Freud)

No es evidente la vinculación de Sigmund Freud (1856­1939) y el psicoanálisis con el olvido.


Entre los 331 términos recogidos en el vocabulario del psicoanálisis de Laplanche y Pontalis, falta el
olvido. Faltan incluso el recuerdo y la memoria. Sin embargo, de esta constatación terminológica no se
puede derivar sin más un desinterés de Freud por tales cuestiones. En primer lugar, en lo que concierne
a la memoria, Freud observa en sí mismo “extraordinarias capacidades memorísticas”, y también
incluye la atención científica a la memoria entre las tareas de la investigación psicológica. Incluso
muestra interés por la mnemotecnia. En la praxis psicoanalítica tampoco se procede sin memoria; Freud
insiste en que el médico que lleva a cabo el tratamiento no debe tomar notas durante el mismo. Sólo a
posteriori el curso de la conversación terapéutica entre el paciente y el analista debe ser, de memoria,
plasmado por escrito.
Al principio, Freud se ocupa del fenómeno del olvido en relación con el síntoma de los actos
fallidos. ¿Qué ocurre físicamente cuando alguien se confunde al oír, al leer, al escribir, o cuando aplaza,
pierde, olvida algo? En alemán, todos estos verbos comienza por idéntico prefijo (ver­, como en el
verbo vergesen, “olvidar”), y en ello constata Freud la “interior similitud” y puede, por tanto, excluir
que se trate de meros actos casuales. Al parecer, todos estos “actos fallidos” se basan en el olvido, así
que Freud pronto se concentra en aquellos casos en los que el olvido más le “sume en el asombro”. Esto
incluye en lugar preferente el fenómeno del olvido de los nombres propios. [p. 221] ¿Por qué los
nombres se olvidan tan rápido, incluso él mismo, por lo demás? Es revelador. ¿Hay alguna razón para
que precisamente los nombres de persona se olviden con especial facilidad? Es la idea, procedente en
última instancia del Derecho romano y reelaborada por Dante, de la damnatio memoriae, el olvido
como pena máxima, peor que la muerte.
Para ver con más exactitud la relación entre memoria y olvido en la obra de Freud, es conveniente
prestar atención a las metáforas, con cuya ayuda Freud describe estos fenómenos psíquicos, sobre todo
dos metáforas en circulación desde la Antigüedad y que desde entonces han dado lugar a muchísimas
imágenes. Me refiero a las metáforas de la tablilla de cera y el almacén de la memoria. Para empezar
por la primera, quisiera llamar la atención sobre una pequeña reflexión, poco tenida en cuenta, que
Freud escribió en el año 1924 con el título “Nota sobre el bloc mágico”. El tema de esta reflexión es la
memoria en su más importante materialización, o sea, en forma de escritura. Según Freud, hay que
distinguir dos clases de memoria escrita, según lo duradero de la anotación. El papel, escrito con tinta,
acoge un “rastro duradero de la memoria”. Una pizarra, en cambio, en la que se ha escrito con tiza
puede ser fácilmente borrada. El primer “sistema de recuerdo” favorece, pues, la memoria a largo
plazo, mientras el otro, que apuesta por el recuerdo a corto plazo, está más próximo al olvido.
Pero resulta que en la época de Freud ha salido al mercado un nuevo artefacto de escritura y
juego, llamado “bloc mágico”, que combina ambos sistemas de recuerdo. Se trata, según la descripción
de Freud, de una tablilla de cera cuya superficie está preparada, mediante un papel transparente y una
capa de celuloide, de tal modo que se puede [p. 222] escribir en ella con un punzón y borrar con
facilidad la escritura reproducida de este modo en la cera simplemente quitando las dos cubiertas. Pero
el rastro de lo escrito con el punzón queda en la capa de celuloide cuando se sostiene contra la luz, y
sigue siendo legible incluso después de borrada la escritura. Por tanto, el bloc mágico contiene al
mismo tiempo una memoria perecedera sobre materia blanda y una duradera sobre materia dura. De las
comparaciones que Freud hace entre el bloc mágico y la mente del hombre, sólo quiero mencionar aquí
que compara la capa de cera, que sólo acoge fugaces rastros del recuerdo y pronto vuelve a entregarlos
al olvido, con el inconsciente.
También la metáfora del “almacén” de la memoria ocupa un lugar preeminente en la obra de
Freud, aunque desplazado a un espacio típico de alta burguesía y, es interesante, dividido en dos zonas.
Freud imagina un salón con una gran antesala. En esta antesala se agita todo lo inconsciente, mientras
lo consciente tiene su lugar en el salón. Es característico del psicoanálisis freudiano que en el umbral
entre los dos espacio ejerza su trabajo un vigilante, “que examina los distintos movimientos del alma,
les da el visto bueno y no les deja pasar al salón si suscitan su desconfianza”: los afectos del alma están
en movimiento entre la “antesala del inconsciente” y el salón donde mora el consciente. Porque el
inconsciente quiere volverse consciente, pero es contenido por la “resistencia” del vigilante en el
umbral y, si por un descuido de éste ha puesto un pie más allá del umbral y se ha vuelto por tanto
“preconsciente”, es expulsado del salón. Se entiende que Freud haya calificado a esa expulsión de
concepto “topográfico”. Este proceso se desarrolla de hecho entre dos “lugares” (topoi, loci).
Guiado por éstas y similares indicaciones, comparo en mis ulteriores consideraciones el
inconsciente de Freud con el olvido (más exactamente: con lo olvidado), [p. 223] teniendo en cuenta
que Freud usa como terminología principal “inconsciente”, y sólo como terminología secundaria, pero
no por ello infrecuente, “olvido” o “lo olvidado”. De todos modos, hay que asumir una cierta falta de
precisión en el concepto de “inconsciente”, ya que Freud no siempre distingue con claridad entre el
inconsciente y el preconsciente. Su nada amado discípulo C. G. Jung se apoyará posteriormente en esto
para precisar a su manera la terminología de Freud, distinguiendo entre un inconsciente personal y uno
colectivo. En cualquier caso,el primero plano en la atención de Freud lo ocupa el inconsciente de una
persona, motivado por su biografía. Y este inconsciente es lo olvidado. Porque lo inconsciente en
sentido freudiano no es en modo alguno lo no sabido. Los nombres de las calles de Vladivostok, que
probablemente sean desconocidas para todos nosotros, no constituyen nuestro inconsciente. En
consecuencia, el inconsciente es un ex­consciente que ha sido olvidado, pero no por eso ha
desaparecido de faz de la Tierra. Sigue siendo una capa “latente” del espíritu, porque —según reza un
teorema fundamental del psicoanálisis— en la vida espiritual no se pierde nada. Según esto, todo olvido
tiene una razón.
Esta teoría es un hito en la historia cultural del olvido. Con Freud, el olvido ha perdido su
inocencia. Desde ahora, alguien que ha olvidado o quiere olvidar algo tiene que justificarse y estar
preparado para una —posiblemente embarazosa— pregunta acerca del porqué, tanto más cuanto más
convencido esté de que su olvido no necesita justificación alguna, de que simple y sencillamente ha
olvidado algo.
Pero Freud tiene una sospecha específica en lo que se refiere a los motivos del olvido: el [p. 224]
motivo universal que, sospecha, está detrás de todos los casos individuales de olvido y hay que buscar
tercamente y sacar a la luz en el tratamiento psicoanalítico como “intención secreta del que olvida”, es
el motivo del malestar (Unlust). Olvido gustosa y fácilmente lo que me resulta desagradable, irritante,
embarazoso, lo que atormenta mi conciencia, y alcanzo de este modo mi objetivo psíquico: “evitar el
malestar”. Es sabido que Freud califica como represión (Verdrängung) precisamente esta acción del
malestar que tanto fomenta el olvido. Por eso escribe en una ocasión: “lo inconsciente, es decir, lo
reprimido”.
El genial descubrimiento de Freud es que lo reprimido­olvidado no ha sido sencillamente
eliminado y liquidado, sino que sigue actuando como inconsciente, retumbando y atemorizando al
alma. Esto malamente olvidado es patógeno y causa distintas enfermedades mentales. “La histeria (…)
es consecuencia la mayoría de las veces de grandes amnesias”, escribe Freud en una ocasión,
estableciendo el principio del que ha de partir el arte del psicoanalista. Si esta terapia no se aplica o no
es eficaz, el paciente se ve obligado a repetir incesantemente lo reprimido­olvidado en manifestaciones
patológicas: un trabajo de Sísifo.
Si podemos atribuir este descubrimiento de Freud a su trato con el olvido, quizá también estemos
facultados para compararlo y explicarlo con una idea central de la mnemotecnia clásica, y ruego al
lector que me permita en este punto echar un pequeño vistazo a capítulos anteriores. Según decíamos
en ellos, la mnemotecnia clásica era un arte de lo concreto y visible. Sus reglas exigían hacer concreto
todo lo abstracto y además traducir en imágenes todo lo concretado. En este sentido, la mnemotecnia es
un arte gráfico; expresado de otro modo, imaginación y memoria no son, desde esta perspectiva, más
que las dos caras de una misma cosa. [p. 225]
Entre los contenidos de la memoria, según hemos sabido por los viejos maestros del ars
memoriae, se adhieren a la memoria de manera especialmente firme y duradera aquellas imágenes que
agitan nuestros afectos y excitan emocionalmente al espíritu. En los manuales del arte de la memoria
reciben el nombre de imagines agentes. Recordemos que Dante es un genial maestro de este arte
gráfico. En el infierno encuentra, como ya hemos visto, al trovador Bertrand de Born, que como pena
eterna lleva en la manos su cabeza cortada y la agita por el pelo como si fuese un farol. Es una imago
agens genuinamente dantesca, y tiene su correspondencia exacta en la teoría freudiana de las —si se me
permite decirlo— “imágenes agentes del olvido”. Las imágenes agentes de este tipo, sobre todo cuando
son relevantes para la biografía, no se pueden expulsar de la psique, siguen “actuando” y, además, como
no son admitidas por el ego o el super­ego, lo hacen de forma patógena. Una imago agens
genuinamente freudiana es, por ejemplo, un recuerdo de la infancia de Leonardo da Vinci, un buitre que
le abre la boca con la cola y después le golpea repetidamente con ella en los labios. Puede imaginarse
por qué Freud en su teoría del olvido incluye partes del cuerpo que Dante no había tenido en cuenta en
su teoría de la memoria.
Además, las imagines agentes tienen en Freud su propia semiótica, con la que se hacen
perceptibles para el psiquiatra adiestrado en este arte, cuando no para el propio paciente no adiestrado.
Más exactamente, hay dos lenguajes de los sueños. Así por ejemplo, una turbación reprimida­olvidada
puede salir a la luz en el acto fallido de alguien que se confunde hablando. [p. 226] Y para las imágenes
agentes del “olvido del sueño” (este concepto también es de Freud) baste con recordar los numerosos
sueños edípicos, sueños de castración o de deseo de muerte descritos y analizados por Freud.
Ahora pasemos a la terapia, de mayor interés no sólo para los médicos sino para los lingüistas,
porque se basa enteramente en el lenguaje. Pacientemente, el psicoanalista hace hablar al enfermo, la
mayoría de las veces le hace contar una historia. El psicoanalista limita al máximo su actividad verbal,
pero practica cierta retórica persuasiva, con la que guía al paciente hacia determinadas interpretaciones
que concuerdan con la teoría. Se trata claramente de hacer retroceder al olvido. El psicoanálisis no es,
pues, expresión de un arte del olvido, sino de un arte de la memoria. Concretamente narrar y dejarse­
narrar se puede entender como una excelente estrategia de memoria, como puede leerse en detalle en el
ensayo “En narrador”, de Walter Benjamin.
¿A qué fines curativos sirve volver a traer a la conciencia lo reprimido­inconsciente con las
mnemotecnias esbozadas, predominantemente narrativas, en otras palabras, para qué volver en no
olvidado lo olvidado? Freud describe varias veces este objetivo con metáforas jurídicas (“parábola del
juez y el acusado”). Hay que reabrir un conflicto, tramitar nuevamente un caso, ver un proceso en
segunda instancia con el objetivo de “revisar el proceso entonces despachado”. Quizá de este modo se
logre, espera Freud, un veredicto absolutorio o, al menos, alegar circunstancias atenuantes que permitan
que lo malamente olvidado contribuya a la curación mediante el no­olvido.
Aquí termina, por regla general, la reflexión psicoanalítica... como en una novela que llega hasta
el final feliz y nada más. Al contrario que [p. 227] en el freudiano Pierre Bertrand, que ha escrito un
libro sobre el olvido en el que también habla extensamente del arte del olvido de Freud. Se pregunta
qué pasa, en Freud, después de la curación. ¿Tiene el paciente curado (si es que está curado) que retener
mucho tiempo en su memoria lo olvidado revivido? ¿O conducirá semejante activación del consciente,
mantenida a la larga, a otros daños psíquicos, que sólo podrán subsanarse si el paciente curado puede
olvidar definitivamente lo que tan felizmente ha superado con la ayuda del psicoanálisis? Por eso,
Pierre Bertrand distingue en Freud, o en todo caso en la lógica del análisis freudiano, entre un olvido
negativo o malo y un olvido positivo o bueno. Yo preferiría llamar a estas dos formas de olvido, de
forma algo más próxima a las metáforas jurídicas de Freud, olvido no conciliado y conciliado. El
primero es en todo caso el olvido previo al tratamiento psicoanalítico, el segundo el posterior a este
tratamiento. Si esta idea es correcta, y a mí me parece consecuencia de la teoría freudiana, entonces el
arte del olvido de Freud se basa esencialmente en esa distinción entre un olvido no conciliado y uno
conciliado, así como en un amplio reconocimiento de que no hay ninguna vía directa, por ejemplo, la
mera debilitación de las imagines agentes, que lleve del uno al otro. No se puede evitar el rodeo a través
de la conciencia. Lo cual es una paradoja del arte del olvido freudiano, pues este rodeo, para ser llevado
a cabo con éxito, ha de ser confiado al arte de la memoria, de manera que éste resulta ser un auxiliar del
arte del olvido (ancilla oblivionis). [p. 228]

220
VII. De la poesía del olvido

1. Oscuro recuerdo y abismal olvido,


con una advertencia contra los papagayos
(Mallarmé, Valéry)

Deslumbrada por la serena luminosidad del Clasicismo y cegado por el foco de luz de la razón
ilustrada, la poesía del Romanticismo llevó a cabo en toda Europa un insospechado cambio hacia el
vislumbre o incluso el total oscurecimiento bajo el protector manto de la noche. El redescubrimiento de
la edad “oscura” por los hermanos Schlegel y Chateaubriand, así como la poetización de la oscuridad
de la noche en los Himnos a la noche de Novalis y en los Nocturnos de E. T. A. Hoffmann, son
manifestaciones del mismo impulso histórico, que va de la luz a la oscuridad y de la acción diurna al
“entusiasmo de la noche” (Novalis), y que dio nueva intensidad a la poesía. ¿Se puede encontrar por ese
camino a la desmemoria, la “hija de la noche”?
Los caminos de la historia no son tan cortos. Antes, los románticos tuvieron otra experiencia.
Descubrieron el recuerdo. Ahora sabemos que ya Aristóteles, en un escrito del mismo nombre (De
memoria et reminiscentia), había distinguido entre memoria y recuerdo (en griego: mneme y
anamnesis, en latín: memoria y reminiscentia). [p. 229] Pero esta teoría, al contrario que el resto de las
opiniones doctrinales de Aristóteles, ha tenido relativamente poca repercusión sobre la historia cultural
de la memoria, y tampoco coincide en absoluto con la distinción hoy habitual, que debemos a los
precursores del Romanticismo. Para los modernos el recuerdo, que distinguen de toda la tradición
europea de la memoria, es una especie de memoria privatizada con una dimensión individual y
biográfica. Por eso, en principio los recuerdos siempre son “mis” recuerdos; conservan para mí y los
míos (sean quienes fueren) lo que de singular he experimentado en mi vida y he “vivido” en este
sentido. Puesto en verso, esto se convierte en “poesía de la experiencia” (Erlebnisdichtung), tanto más
poética cuanto más profundamente descienda el poema a la “noche de la conservación” (Hegel). Crear
es un trabajo de minero, sólo así puede recuperarse el “tesoro” del recuerdo.
Muchos de los hermosos poemas que los lectores no querríamos echar de menos en nuestro
propio tesoro de recuerdos han surgido de esta forma. Sin embargo, para la historia de la cultura
mnemológica no se puede pasar por alto el impacto negativo de esta evolución. Hemos de constatar que
la memoria cultural no se ha recuperado por completo de los golpes que recibió en épocas precedentes
por parte de moralistas e ilustrados, e incluso de románticos. Surge “sólo” una poesía del recuerdo, que
pasa en cierto modo de puntillas ante la humillada memoria pública y vuelve a la conversación pública
con el limitador sello de níhil obstat de lo privado, individual y personal, llevando consigo en todo
caso, de contrabando, una carga considerable de “profundidad”, exagerada en conocedores y sibaritas.
Cosas insospechadas de las “oscuras alcobas de los recuerdos” (Baudelaire: l'alcove obscure des
souvenirs), [p. 230] cosas sin estrenar del tesoro de sensaciones que uno guarda en su interior
(Wordsworth: emotions recollected in tranquility), todo esto muy alejado del “frío don de abstracción
de los filósofos” (Herder) y de la “fría región de la memoria” (Schiller).
Pero no hemos llegado aún al olvido, en el prerromanticismo, Romanticismo temprano o alto
Romanticismo, sino en todo caso en el Romanticismo tardío o posromanticismo, al que también se
puede llamar, sintetizando, la Modernidad. Esta fase final de la poesía (post)romántica del recuerdo se
alcanza de manera muy evidente en Francia con Mallarmé y Valéry. En ellos, el “oscuro” recuerdo se
transforma, cuando ha alcanzado una profundidad máxima de acopio meditativo, en abismal olvido.

Stéphane Mallarmé (1842­1898) no escribió muchos poemas, pero en algunos de ellos, aunque no
pocas veces pasen por “oscuros”, se acercó estimulantemente a la perfección estética. De esos poemas
escribe Roger Dragonetti que “para Mallarmé el olvido es una condición esencial del estado poético”.
Vamos a acercarnos primero al olvido poético de Mallarmé por el lado teórico, que en este autor
siempre tiene un matiz lingüístico. Así, en el año 1885 escribió para el Tratado sobre el verbo (Traité
du verbe) del lingüista René Ghil un prólogo en el que reflexiona sobre la fuerza significativa de una
palabra liberada de las coacciones de la sintaxis. El pasaje más importante, citado a menudo, dice:

Je dis: une fleur! Et, hors de l'oubli ou ma voix relegue auncun contour, et tant que quelque chose
d'autre que les calices sus, musicalement se léve, idée meme et suave, l'absente de tous les bouquets. [p.
231]

Yo digo: ¡una flor! Y del olvido al que mi voz relega todo contorno, distinta de los cálices sabidos,
se eleva musical, idea misma y suave, la ausente de todos los ramilletes.

La flor a la que aquí se alude, y que se eleva brillante sobre toda la realidad floral, es de
naturaleza lingüística. Carece de los nítidos contornos con los que toda flor concreta indica su presencia
y es, en contraste con éstos, cifra de la ausencia (absence), de la que procede, según Mallarmé, la
plusvalía poética de la mera palabra “flor”. El lugar de esa ausencia poética es el olvido, donde ninguna
imperfección de la percepción óptica menoscaba la pureza de la contemplación espiritual. Así, en el
lenguaje poético, del olvido de la contingencia surge una flor como imagen interior y como palabra en
el poema. Celan lo dice de forma parecida: “Flor... una palabra para ciegos”.
Como ejemplo puede servir un soneto sin título de Mallarmé sobre el cisne, que a continuación
presento en original y traducción:

Le vierge, le vivace et le bel aujourd'hui


Va­t­il nous déchirer avec un coup d'aile ivre
Ce lac dur oublié que hante sous le givre
Le transparent glacier des vols qui n'ont pas fui!

Un cygne d'autrefois se souvient que c'est lui


Magnifique mais qui sans espoir se délivre
Pour n'avoir pas chanté la région ou vivre
Quand du stérile hiver a resplendi l'ennui.
Tout son col secouera cette blanche agonie [p. 232]
Par l'espace infligé a l'oiseau qui le nie
Mais non l'horreur du sol ou le plumage est pris.

Fantome qu'a ce lieu son pur éclat assigne,


Il s'immobilise au songe froid de mépris
Que vet parmi l'exil inutile le Cygne.

El virgen, el vivaz y el hermoso hoy en día


¿se dispone a desgarrarnos con un golpe de ala ebrio?
¡Ese lago duro olvidado que hechiza bajo la escarcha
el glaciar transparente de los vuelos que no han huido!

Un cisne de otros tiempos recuerda que es él


magnífico mas que sin esperanza se libera
por no haber cantado la región donde vivir
cuando del estéril invierno ha resplandecido el hastío.

Todo su cuello sacudirá esta blanca agonía


por el espacio infligido al ave que lo niega,
mas no el horror del suelo donde el plumaje está preso.

Fantasma que a tal sitio su puro brillo asigna


se inmoviliza en el sueño frío de desdén
que viste en medio del exilio inútil el Cisne.

El escenario de este soneto es bien conocido para los lectores de poesía: el lago como lugar
poético (ver Lamartine: Le lac) y el cisne como emblema del poeta (ver la imagen, conocida desde la
Antigüedad, de Virgilio como el “cisne de Mantua”). [p. 233] Pero con el desplazamiento a un paisaje
invernal se le quita a la imagen toda la dulzura romántica. El agua está helada, y el cisne se ha retirado
a tierra. Se encuentra allí algo así como en el “exilio”, como el conocido “Albatros” de Baudelaire —un
cisne llevado al exotismo—, que se consume a bordo del barco y se tambalea pesadamente (exilé sur le
sol...).
En el poema de Mallarmé, el lago helado es caracterizado como “olvidado” (Ce lac dur oublié).
¿Por qué y por quién ha sido olvidado el lago? Esa pregunta llevó hace años a un estudioso de
Mallarmé, Charles Chassé, a buscar en un gran diccionario publicado en tiempos de Mallarmé, el
Littré. Allí encontró la referencia etimológica de que la palabra francesa oublier, “olvidar”, estaba
emparentada, a través del latín oblivisci, oblitare, con el adjetivo lividus (en francés: livide, lívido). Por
ello, considera que en su poema Mallarmé utilizó el participio oublié con este significado etimológico
profundo y, de esa manera, oscureció intencionadamente, llevándolo al hermetismo, un significado
superficial claro: “ese lago duro y lívido”.
El ya mencionado Roger Dragonetti sale al paso de esta idea y protege al autor de una
interpretación tan trivial. El sentido del poema hay que buscarlo no en un significado etimológico del
olvido sino en uno poético. Me uniré a este criterio y, para interpretar este poema, empezaré por
describir la poética del olvido de Mallarmé.
El soneto Cygne tiene una consistente dimensión mnemónica, cuyos polos son el hoy
(aujourd'hui) y el ayer (autrefois). El recuerdo del pájaro va de un gélido presente a un más
esplendoroso pasado, pero en vano (sans espoir). En el lago olvidado se ha congelado todo recuerdo de
la época de los vuelos, y no queda liberado [p. 234] ni siquiera por un “hermoso” día de invierno. El
propio cisne parece congelarse. Pero precisamente en medio de esa opacidad invernal (stérile hiver /
ennui) que él niega “fríamente”, resplandece un “puro brillo” que rompe el hechizo invernal: “que viste
en medio del exilio inútil el Cisne”.
Mallarmé escenifica el olvido en un lago en otro poema más. Se trata aquí de un texto más largo,
titulado “El nenúfar blanco” (Le Nénuphar blanc), en el que el autor cuenta en prosa poética cómo, a
solas en un bote, rema hacia una mujer para él desconocida con el fin de saludarla. El encuentro con la
desconocida no se produce, y el remero vuelve. Por qué ocurre esto puede verse ya en la primera estrofa
en prosa, que dice:

J'avais beaucoup ramé, d'un gran geste net assoupi, les yeux au­dedans fixés sur l'entier oubli
d'aller, comme le rire de l'heure coulait alentour. Tant d'immobilité paressait que frolée d'un bruit inerte
ou fila jusqu'a moitié la yole, je en vénifiai l'arret qu'a l'étincellement stable d'initiales sur les avirons
mis a un, ce qui me rappela a mon identité mondaine.

Había remato tanto, con gesto limpio, los ojos dirigidos al total olvido del viaje, porque la risa de
la hora me rodeaba. Tanta inmovilidad sólo parecía rozada por un ruido inerte que llegaba justo a la
mitad de la barca, y no advertí que ésta se paraba hasta que las iniciales en los remos levantados brillaron
inmóviles, lo que me recordó mi identidad mundana.

También aquí empieza la experiencia poética con un olvido. El autor rema y olvida que rema.
Entonces el bote es retenido por un cañaveral, y el remero sale sobresaltado de su ensimismamiento.
Entonces vuelve el recuerdo (en el texto: me rappela) [p. 235] y el viaje vuelve a tener principio y fin
en sus pensamientos. ¿Qué fin puede ser? ¿Una banal visita? El autor elige la “fuga” ante tanta cercanía
y busca, como ya preludiaba el inicial olvido, “la virginal ausencia” (la vierge absence), Sólo se lleva
de su travesía un nenúfar, como recuerdo de un “selecto éxtasis”.
Dragonetti reúne éstas y otras experiencias que pueden obtenerse de los poemas de Mallarmé en
un juicio literario que dice: “La poética de Mallarmé extrae del olvido lo que se desprende de las cosas,
para luego hacerlo brillar en las palabras”. Es, quiero añadir, una poética de profunda negatividad, que
hace surgir sus pocas afirmaciones de los estanques leteicos” (étangs léthéens).

Mallarmé, el maestro, tuvo en la poesía y la crítica un discípulo que se convirtió también en


maestro: Paul Valéry (1871­1945). Comparte con Mallarmé la reivindicación sublime de la poesía y las
exigencias igualmente planteadas a un pensamiento cuya sustancia es la poiesis (arte de hacer). El
olvido también tiene su lugar aquí, y en una dimensión profunda que se acerca al espíritu de la poesía.
En principio hablaremos de los (¡también pocos!) poemas de Valéry. Sin duda en ellos el olvido
es sólo un motivo secundario, pero tiene la misma dignidad que en Mallarmé como fuente de intensidad
poética. Así, por ejemplo, en su poema temprano “Las bailarinas vanidosas” (Les vaines danseuses).
Estas bailarinas, en las que quizá podamos reconocer las fugaces inspiraciones del poeta que aún no se
ha depurado hasta la severidad última del arte, son de hecho “vanas”. Parecen “ligeras flores”, sus
movimientos son rítmicos, delicados y encantadores. ¿Es ésta una imagen de la poesía, tal como la
concibe Valéry? [p. 236] Las palabras finales dan una imagen distinta, una contraimagen. Porque
algunas de estas bailarinas, lo sabemos, tienen otra esencia:

Mais certaines,
Moins captives du rythme et des harpes lointaines,
S'en vont d'un pas subtil au lac enseveli
Boire des lys l'eau frele ou dort le pur oubli.

Pero certeras,
menos cautivas del ritmo y de las arpas lejanas,
se van con paso sutil hacia el lago velado
a beber de los lirios el agua frágil en la que duerme el puro olvido.

Es fácil reconocer en este lago velado (¿por la niebla?) de Valéry el lago helado de Mallarmé. El
“puro” olvido es común es común a ambos poemas. “Duerme” (il dort) en las profundidades del lago y
sólo se entrega al poetas cuando éste renuncia a todo triunfo fácil.
Otro poema de Valéry, esta vez de una época posterior, recuerda la poética del olvido de
Mallarmé, tal como la hemos visto en el poema en prosa Le Nénuphar blanc. Lleva el título “El
remero” (Le rameur). El poeta ha interiorizado el papel del remero, y rema contra una poderosa
corriente (contre un gran fleuve). No tiene ojos para la belleza de la naturaleza a su alrededor, y con el
corazón duro (le cœur dur), destruye a cintarazos su imagen reflejada en el espejo del agua. También la
barca “rasga”, como veremos en la tercera estrofa del poema, la intacta imagen de la belleza de la
naturaleza:

Arbres sur qui je passe, ample et naïve moire [p. 237]


eau de ramages peinte, et paix de l'accompli,
Déchire­les, ma barque, impose­leur un pli
qui coure du grand calme abolir la mémoire.

Árboles por los que paso, amplia e ingenua superficie,


agua de ramajes pintada y paz de lo acabado,
desgárralos, barca mía, impónles un pliegue
que rápido y con gran calma destruya la memoria.

Un “rebelde”, dice la siguiente estrofa, se revuelve contra el encanto (charmes) y la gracia


(graces)... y también contra una memoria demasiado plana, como hemos visto ya en la estrofa
precedente. Todo es duro remar cuando el viaje va río arriba, “hacia las fuentes” (je remonte a la
source).

Pero, visto en su conjunto, no es tanto el lírico como el pensador Valéry el que ha ido en pos del
juego de memoria y olvido. Porque a la escueta obra lírica de Valéry se contrapone una amplia obra
crítico­ensayística que ve incrementada su importancia con las anotaciones de sus Cahiers (Cuadernos,
1894­1945), llevadas a cabo durante décadas. Precisamente en esta última obra encontramos las más
variadas y profundas reflexiones sobre estos temas. Casi durante toda su vida, Valéry jugó incluso con
la idea de desarrollar una teoría general de la memoria para establecer las leyes de esta misteriosa
capacidad (mystérieuse memoire) y determinar con precisión los límites entre el recuerdo y el olvido.
Sin duda no llegó a escribir ese libro, pero es posible reconocer con claridad o al menos rastrear sus
líneas maestras en las anotaciones de sus Cahiers y en otros escritos del autor. [p. 238]
Las siguientes cuatro sentencias de distintos Cahiers acotan aproximadamente el campo que
Valéry recorre en su reflexión sobre el recuerdo y el olvido:

Nous en savons rien de la mémoire, rien, rien (No sabemos nada de la memoria, nada, nada).
La mémoire serait une inélégance dans mon systéme (La memoria sería una inelegancia en mi
sistema).
La mémoire en nous servirait a rien si elle fut rigoureusement fidele (La memoria no nos serviría
de nada si fuera rigurosamente fiel).
Sans oubli on n'est que perroquet (Sin olvido no se es más que un papagayo).

Antes de abordar las reflexiones de Valéry sobre este tema, vamos a dirigir nuestra atención a una
concepción gráfica que aparece mencionada en distintos pasajes de su obra y al parecer era importante
para él. Se trata de la imagen del papagayo (en francés: perroquet). En la historia de la pedagogía
europea, el papagayo aparece casi desde principios de la Edad Moderna como sucesor del asno en el
papel del animal necio, pero con la particularidad de que no sólo dispone, como aquél, de una
asombrosa memoria, sino que para colmo con su ayuda está en condiciones de expresar su propia
necedad. Con la sustitución del asno por el papagayo como animal simbólico de la necedad y falta de
educación se había perfilado ya la crítica de la memoria de la Ilustración. Como ejemplo de esto puede
servir el fragmento Le Jaco ou Perroquet cendré, en la Histoire naturelle de Buffon del año 1779,
donde este género de papagayos encuentra sin duda admiración por su memoria, por una parte, pero
donde por otra, con la astucia de la razón ilustrada, se nos cuenta que un papagayo de esta especie,
propiedad de un cardenal (!), [p. 239] había sido capaz de recitar sin errores la profesión de fe
apostólica, y otro había servido incluso como capellán a bordo de un barco y rezado —es decir, por
supuesto, repetido estúpidamente— el rosario de los marineros. Porque este pájaro es, según Buffon, un
virtuoso en la mera repetición (répéter).
El mismo “pájaro hablador” (Goethe) lo encontramos en varios pasajes de la obra de Paul Valéry,
así por ejemplo en el diálogo en prosa L'idée fixe (1932). La “idea fija” de una de los participantes en el
diálogo es declarar la guerra a los conceptos inexactos, porque echan a perder el pensamiento. Es ésta,
como ha demostrado Jürgen Schmidt­Radefeldt en una ilustrativa comparación con Leibniz, una idea
central del pensamiento lingüístico de Valéry. En opinión de Valéry, sólo se puede curar esa debilidad
de nuestro lenguaje conceptual si cada vez que un pensamiento amenaza con fracasar por falta de
nitidez se plantea la pregunta precisa: “¿Qué entiende usted exactamente por esa palabra?”. Ante esta
pregunta, espera el participante en el diálogo, quedarán en ridículo conceptos grandilocuentes como
“Espíritu”, “Personalidad”, “Esperanza”, “Universo” y “Naturaleza”. Palabras como éstas son llamadas
aquí “papagayos”. Por tanto, para acabar con esas palabras ha afilado arco y flecha, con los que está
dispuesto a disparar a todos los papagayos que pueblan el “cielo del espíritu”, en primero término al
superpapagayo Univers (el papagayo de los papagayos, Psittacus psittacorum), pero después la palabra,
igualmente negativa, Nature, que ha de ser considerada la hembra del papagayo (perruche) y ha de ser
asimismo abatida inmediatamente.
El amigo de este enemigo del papagayo percibe el baño de sangre que [p. 240] aquí se prepara
como innecesariamente cruel, y recomienda “distender el arco” y tratar con más suavidad a los
papagayos. “La precisión es hermosa, pero...” (La précision est une belle chose, mais...). Pero no halla
oídos para este intento de apaciguamiento, y el otro insiste en su método implacable y estricto. ¿Por
qué? Porque estas palabras papagayo son del tipo de las que siempre se repiten una vez que se han
aprendido: “Las hemos aprendido. Las repetimos” (Nous les avons appris. Nous les répétons).
Aquí se ve claramente que la crítica del lenguaje de Valéry es en su sustancia crítica poietica de la
memoria, en la forma elemental de una crítica de la repetición. A Valéry le repugnan las repeticiones de
todo tipo, y en sus anotaciones no se cansa de condenar como antiintelectual la actividad de repetir.
Como una entre muchas manifestaciones, podemos citar el siguiente juicio: “Al espíritu le repugna la
repetición; en tanto que se repite, deja de haber espíritu” (L'esprit abhorre la répétition; et tant que l'on
se répete, il n'y a pas d'esprit). Para escapar a este riesgo y tentación, Valéry se rige hasta la manía (así
lo dice él mismo) por la regla radical de “empezar por el principio” en todas las actividades del espíritu.
También la memoria tiene que ser pensada desde el principio. Este principio se encuentra en el
presente. Sólo se hace realidad, según Valéry, haciendo que el presente “retroceda” al pasado,
“intervenga” en él y le imponga de este modo un nuevo orden conforme a los fines del presente. Como
la acción presente, por principio, está abierta al futuro, también puede decirse que en la memoria viva
el pasado es conformado desde el futuro, lo que puede manifestarse con la expresión “el futuro del
pasado” (l'avenir du passé). En este contexto, Valéry tampoco puede sustraerse al juego de palabras le
souvenir de l'avenir.
Respecto a la memoria, de su temporalidad se desprende para Valéry [p. 241] que necesariamente
implica un momento de olvido, en tanto que el pasado tiene que olvidar al menos que es pasado (le
passé oublie qu'il est passé). En todo caso, en algunos pasajes de sus escritos Valéry también juega con
la idea de distinguir dos tipos de memoria. Una de ellas, que quizá sólo exista como experimento ideal,
puede recibir el nombre de mémoire brute, lo que con igual justificación se puede traducir como
“memoria cruda” o incluso —dado que Valéry siempre apreció mucho los modelos económicos de
pensamiento— “memoria bruta”. Se caracteriza porque retiene con absoluta fidelidad todo lo que ha
ocurrido alguna vez. También sigue exactamente, en la sucesión de sus contenidos, la corriente
temporal que discurre desde el pasado hacia el futuro pasando por el presente. Sin embargo, Valéry está
convencido de que tal memoria, si existiera, no serviría para nada. La otra memoria en cambio,
probablemente la única real en la psique de los hombres, sólo conserva, de la masa de acontecimientos,
lo que es relevante para el presente o el futuro, y desarrolla, por tanto, una temporalidad por derecho
propio. Esta memoria es calificada por Valéry como “limitada” o “inteligente”. Sin duda también
habría estado de acuerdo con llamarla, en contraposición a la “memoria bruta” mencionada arriba,
“memoria neta”.

Entre las dos memorias, la bruta y la neta o, en otras palabras, la “tonta” y la “lista”, discurre un
límite estructural que Valéry explica con concisión por medio del siguiente teorema: La mémoire est
d'essence corporelle (La memoria es de esencia corporal). De ese cuerpo, que siempre es mi/tu cuerpo
actual y dirigido hacia el futuro, sigue diciendo Valéry que impone a la memoria sus condiciones. [p.
242] “Sólo por el cuerpo se llega seriamente al pensamiento” (La pensée n'est sérieuse que par le
corps). El instrumento del que el cuerpo se sirve para separar los recuerdos cotidianos y triviales de los
que sirven a la vida, y hacer de este modo de la memoria necia una inteligente, es el olvido. “¡Ah, si no
hubiera olvidado todo lo que he olvidado!” (Ah, si je n'avais pas oublié tout ce que j'ai oublié). Este
suspiro de alivio no es sin embargo toda la verdad, sino una verdad a medias. Viéndolo con más
atención, Valéry considera aconsejable distinguir un “olvido­pérdida” (oubli­perte) de un olvido
positivo, lo que en más de un sentido recuerda al olvido curativo, y por así decirlo higiénico para la
mente, de Nietzsche. Consideraciones de este tipo provocan en Valéry la exclamación, en apariencia
contradictoria: “El olvido: ¡qué alivio, pero también qué debilidad!” (Quel bienfait,mai quelle faiblesse
que l'oubli!). Paralelamente, pues, a la doble memoria hay también un doble olvido, uno tonto y uno
listo. Pero sólo este último interesa en el fondo a Valéry, ya que es el único que ayuda al pensamiento a
conformar su capacidad de juicio.
¿Qué es, pues, exactamente lo que aporta este olvido útil, que también puede ser llamado
“orgánico”, “funcional”, “articulado”, “fértil” o incluso “creativo”? Según Valéry no es ésta una
cuestión fácil, y exige, para obtener adecuada respuesta, cierta pasión en la autoobservación. Por eso,
los esfuerzos de Valéry se centran en observar con la mayor precisión posible el proceso del olvido en
la propia psique, de experimentarse empíricamente como alguien que olvida (regarder l'oubli, se voir
oubliant). Finalmente, el autor termina por opinar que este olvido, aunque o quizá precisamente porque
es un “trastorno” (dérangement) o un “desorden” (désordre) de la memoria, ha de ser contemplado
como un presupuesto fundamental del pensamiento: [p. 243] “El pensamiento tiene el olvido como
condición esencial de su papel al actuar” (La pensée a pour condition essentielle de son role dans les
actions, l'oubli). El “arte de pensar” (l'art de penser) conjurado por Valéry en varios pasajes de su obra
depende esencialmente de este olvido útil.
En estas circunstancias, sería de mucha ayuda que alguien, como el monsieur Teste de Valéry en
la obra en prosa del mismo nombre, pudiera recordar u olvidar a voluntad. Pero esto presupone una
“memoria singular” (une mémoire singuliére) como sólo ha sido dada a un hombre tan reflexivo como
monsieur Teste, y no al común de los mortales. Valéry concluye: “Es imposible olvidar
voluntariamente, PERO SE PUEDE AYUDAR AL OLVIDO” (Imposible d'oublier volontairement,
MAIS ON PEUT AIDER A L'OUBLI). Este intento lo representa en Valéry otro personaje literario, del
que se ocupó al parecer durante toda su vida y ya en L'idée fixe es su “idea fija”: Robinsón. Las
anotaciones de Robinsón de Valéry (no son más que fragmentos) abarcan en la edición de la Pléiade
unas diez páginas en prosa, y se encuentran allí bajo el título “Historias desmigajadas” (Histoires
brisées). El autor empieza sus notas algún tiempo después del naufragio de Robinsón. Robinsón ha
alcanzado los primero éxitos en la reconstrucción de la cultura material en su solitaria isla, y tras duro
trabajar puede permitirse el ocio por vez primera. Entonces empieza para él la segunda fase de la
reconstrucción, el restablecimiento de su cultura intelectual. Tiene que “volver a ser un hombre”
(redevenir un homme). En esto el olvido tiene un papel clave.
Valéry se tomó una libertad característica con respecto al personaje de Defoe. Su Robinsón perdió
en el naufragio no sólo una parte considerable de sus bienes y toda herramienta propia de la
civilización, sino también, debido al golpe de una ola, una parte [p. 244] (!) de su memoria. El
diagnóstico cuasi médico podría ser: amnesia (parcial). Valéry habla en sus anotaciones de “islas de
memoria” (ilots de mémoire) que Robinsón ha conservado, entre ellas en cualquier caso el importante
recuerdo de haber sido más de lo que es ahora (etre “plus”).
La pregunta es qué ha dejado este, a pesar de todo, “feliz Robinsón” en el vacío de su memoria
con ocasión de su nuevo comienzo intelectual, una vez que, como “nuevo Adán”, se le ha dado la
inesperada oportunidad de librarse de tantos contenidos inútiles de la memoria. Así que le vemos
sentado en su isla, reflexivo, en medio de innumerables papagayos, cuya cháchara consiste en puras
repeticiones. ¡Aquí está otra vez el motivo del papagayo y de la repetición, tan querido para Valéry! Sin
embargo, según da a entender Valéry, Robinsón no va a aceptar esta superabundante oferta de memoria,
sino que en vez de ello aplicará las más estrictas normas de utilidad a todo restablecimiento de su
formación intelectual. Hoy ya no necesita, por ejemplo, todas sus muchas reminiscencias de anteriores
lecturas, por lo que hay que “desecharlas” (rejeter). El feliz y en cierto modo utópico final de la
robinsonada descansa, por tanto, en una “re”­constitución de la cultura sensatamente limitada, muy
superior a la vieja cultura hipertrófica anterior al naufragio. Sólo ahora Robinsón ha encontrado en
verdad una isla, en su cabeza.

2. Poesía del recuerdo desde las profundidades del olvido (Proust)

El mayor monumento literario que se ha levantado en [p. 245] los tiempos modernos a la
memoria cultura se lo debemos al escritor francés Marcel Proust (1871­1922), en forma de su admirada
obra novelística En busca del tiempo perdido (A la recherche du temps perdu). Pero mientras su
contrafigura medieval, la Divina Commedia de Dante, surgió en una época en que la memoria aún
disfrutaba del máximo prestigio en la cultura europea, la novela de Proust coincide con una época en la
que el valor cultural de la memoria era tan bajo como nunca antes. Estas circunstancias históricas no
eran desconocidas para Proust, y de ahí que su propia estimación de la memoria sea ambivalente. Por
una parte, en su conciencia creación y memoria habitan próximas, y está convencido de que para el
escritor la realidad sólo se conforma en la memoria. Así, una flor sólo se transforma en una “verdadera
flor” (une vraie fleur) como objeto de memoria. Por otra parte Proust —en esto totalmente en
consonancia con su época— apenas muestra interés por la memoria habitual, por cuya acción se
conserva lo experimentado, aprendido, vivido, de forma resistente al olvido. Así, en su obra apenas
encontramos signos de que haya pensado nunca en la mnemotecnia retórica.
Esta aparente contradicción se resuelve cuando, a partir de un conocimiento más preciso de su
obra (y del examen de un gran número de útiles comentarios e interpretaciones), se advierte que para la
concepción de su quehacer novelesco Proust distingue entre una memoria voluntaria (mémoire
volontaire) y una memoria involuntaria (mémoire involontaire). Sólo considera relevante para su
poética novelesca la forma de memoria mencionada en último lugar.
Empecemos por ver la forma de memoria mencionada en primer lugar. Proust la denomina,
además de “memoria voluntaria”, “memoria de la inteligencia” (mémoire de l'intelligence). [p. 246]
Para la literatura, esta memoria controlada de forma racional es “inútil”, ya que según la convicción de
Proust no facilita una verdadera imagen del pasado. En este sentido hay que entender que Proust haga
confesar al narrador de su novela: “Los esfuerzos de mi memoria y mi razón siguen fracasando”.
Sin embargo, Proust salva de esta mala fama el valor de la memoria poética mediante su
ingeniosa invención de la mémoire involontaire. Con ella se refiere a una forma de memoria que se
sustrae al control de la razón y la voluntad escabulléndose hábilmente de él. Esta memoria ya no intenta
despertar los recuerdos mediante esfuerzos de la voluntad, y renuncia también a asegurarlos frente al
olvido mediante toda clase de técnicas más o menos hábiles. Sobre todo, la memoria involuntaria se
toma tiempo. Puede esperar mucho si hace falta, muchísimo tiempo, hasta que en algún momento, tras
largos intervalos, ciertos recuerdos retornan “espontáneamente”... si es que quieren volver algún día.
Para que ello ocurra, el que recuerda tiene por fuerza que tener paciencia y adoptar una actitud
absolutamente pasiva respecto al pasado, para que la voluntad de querer recordar no eche a perder todo
recuerdo.
Es de sobra conocida la forma en que Proust utilizó los recursos de su arte narrativo para mostrar
la acción de la memoria involuntaria, así que puedo abreviar la descripción. El sabor de una magdalena,
el tintineo de una cuchara contra el borde de un plato, incluso el olor a gasolina de un automóvil, son
los triviales mensajeros de esta nueva y poética memoria, con cuya ayuda el personaje de la novela es
arrebatado a los amplios paisajes del recuerdo. Con esto se desencadena al mismo tiempo en su
conciencia una inaudita sensación de felicidad, un signo seguro de que el recuerdo ha vencido al tiempo
y, según espera el narrador, a la muerte. [p. 247]
¿Puede también llamarse mnemotecnia a esto? Yo no calificaría así la intención de Proust. Un
“arte” en el sentido del arte de la memoria y una “técnica” en el sentido de la mnemotecnia es siempre
un procedimiento controlado por la razón, con unas reglas creadas al efecto, y por tanto necesariamente
del lado de la “memoria de la inteligencia”. Si queremos describir con las ideas de Proust “el edificio
inmenso del recuerdo” (l'édifice inmmense du souvenir) que subyace a esta obra novelesca, deberíamos
hablar, en vez de una mnemotecnia, más bien de una “mnemopoética”, que tiene un procedimiento
completamente distinto.
Por ejemplo, los sentidos. La mnemotecnia de los antiguos se basaba en el principio de la
sensorialización. Entre los cinco sentidos, consideraban la vista como el supremo sentido, el más
próximo a la razón, y por eso se le daba tanta importancia en la mnemotecnia a que los contenidos de la
memoria siempre se puede contemplar como imágenes de la misma (phantasmata, imagines). Justo esa
regula maxima del viejo arte de la memoria es abolida por Proust, de forma casi provocadora. Para él,
los ojos ya no son los mensajeros preferentes de la memoria. Por eso también llama “memoria ocular” a
la denostada “memoria de la inteligencia”; une mémoire de l'intelligence et des yeux. Así pues, no es en
primer término la vista, el más agudo e inteligente de los sentidos, la que debe indicar el camino a la
memoria, sino que Proust invoca precisamente a los otros sentidos (el oído, el olfato, el gusto y el tacto,
según el canon clásico), menos agudos, para que ofrezcan sus servicios a la misma. Todos estos
sentidos hasta ahora despreciados por el arte de la memoria compensan, según la convicción de Proust,
su eventual falta de agudeza mediante la durabilidad de sus impresiones, [p. 248] y sirven así mejor a la
memoria que quiera recordar un largo período de tiempo que el sentido de la vista, quizá más eficaz a
corto plazo. Entre esos pocos sentidos prominentes, el oído, al que ya Herder había llamado el “sentido
medio”, ocupa una posición intermedia. Está también, como el propio Herder había descrito en detalle,
especialmente próximo al lenguaje (oral). En Proust, la fuerza evocadora del oído se dirige
principalmente al recuerdo de las palabras, y en particular a los nombres propios. Son determinados
nombres de persona, como Champi (de la novela de Georges Sand Fraçois le Champi), y más aún que
estos nombres de persona ciertos nombres de lugar, cuyas resonancias en la memoria involuntaria le
parecen al autor dignas de un capítulo propio en la novela (“Noms de pays. Le nom”).
Después siguen, en línea descendiente, los sentidos “menores” propiamente dichos. Como
ejemplo del sentido del olfato puede servir el arbusto de espino blanco de Proust. Bordea un camino,
lleno del “invisible y firme aroma” de las flores de espino (leur invisible et fixe odeur), y desencadena
espontáneamente en Marcel una “oscura y flotante” sensación de recuerdo. El ejemplo más conocido,
casi ejemplo escolar, de la fuerza evocadora del sentido del gusto es la ya mencionada magdalena, cuyo
sabor devuelve al narrador, en el momento de probarla, a su infancia, a un tiempo muy lejano en que el
pequeño Marcel sintió por vez primera en su vida ese sabor especial.
Por último, el tacto. Proust no ha limitado su acción a la mano que palpa, sino que ha entendido
todo el cuerpo con todos sus miembros como instrumento del tacto. Así pues, cuando los hombros, las
caderas o los muslos adoptan inconscientemente una u otras postura durante el sueño, pueden devolver
a la memoria del durmiente, en sueños o al despertar, [p. 249] recuerdos de la primera juventud
largamente olvidados; son para él “fieles guardianes del pasado”, y se aplica la norma somática general
de que uno tiene la memoria en las costillas, en las rodillas y en los hombros. También podemos
entender con Proust el sentido quinesiológico, que en los tiempos modernos ha sido añadido al canon
de los cinco sentidos, como ampliación específica del tacto, y contarlo asimismo entre los sentidos
menores. Un conocido ejemplo de este sentido es en la novela de Proust aquella experiencia sensorial
de percepción del movimiento que se produce cuando un caminante planta sus dos piernas sobre placas
de altura desigual de un suelo de piedra. Así ocurre en el desigual empedrado de la mansión de
Guermantes, lo que desencadena inmediatamente un recuerdo involuntario del empedrado, asimismo
desigual, del baptisterio de San Marcos de Venecia. Todo esto se une sin forzarlo en Proust en una
“memoria del cuerpo” (mémoire du corps), que se remonta hasta muy atrás en el pasado, en la que
inconscientemente queda fuera del alcance de la razón todo lo que sólo puede ser registrado por los
sentidos “menores”, especialmente próximos al cuerpo, porque éstos penetran en el interior de la
naturaleza humana mucho más que el sentido de la vista, demasiado cercano a la razón. Estos sentidos
de ubicación “más profunda” son, por tanto, también los sentidos más poéticos.
¿Ha caído quizá en el olvido el olvido mismo en mi exposición de la mnemopoética de Proust?
Esto sólo es así a primera vista, porque en todo lo que se ha dicho hasta ahora sobre la memoria
involuntaria de Proust el olvido siempre está al fondo del escenario. Porque en contraposición a los
fines a corto plazo a los que obedece la memoria voluntaria, la involuntaria, que se sirve de los sentidos
menores, es una memoria de larga duración, [p. 250] referida al espacio de la vida de una persona.
Pueden haber pasado años y décadas entre la percepción sensorial que ha desencadenado el recuerdo y
la vivencia evocada por ella. Con frecuencia se trata de retrotraerse a un recuerdo de la primera (¡pero
no de la primerísima!) infancia, que de este modo se abre paso, con un gran salto temporal, hasta el
mundo de un adulto que recuerda. Entre estos dos momentos hay, pues, un largo intervalo que sin
embargo —al contrario que en Bergson— precisamente no se percibe como duración sino que se
mantiene inconsciente en su extensión temporal. En otras palabras, la memoria involuntaria excava un
largo y profundo túnel de olvido. Mucho de lo que finalmente llega a la memoria, a través de una
constelación más o menos casual de acontecimientos en sí mismos insignificantes, ha estado quizá
media vida oculto en la profundidades de un insondable olvido. Ahora sale a la luz desde esos
“estratos” y “depósitos” (a Proust le encantan esas metáforas geológicas) inferiores. En su narratología,
Proust tiene una clara conciencia de ese “infalible” juego del recuerdo y el olvido (cette infaillible
proportion... de souvenir et d'oubli). En este contexto, incluso plantea que cuando a una persona se le
concede el don del recuerdo poético lo que importa es una “exacta dosificación de memoria y olvido”
(un exact dosage de mémoire et d'oubli). Al parecer, es precisamente en el largo olvido, en cuyo seno
una vivencia real puede madurar hasta alcanzar su especificidad psíquica, donde está la fuente de esa
plusvalía poética que distingue un fragmento de vida cuando ha atravesado el olvido y resurge de él,
renovado y transformado. De ahí que con igual derecho se pueda llamar a la mnemopoética de Proust
tanto poética del olvido como poética del recuerdo, pero probablemente su mejor [p. 251] definición
sea una poética del recuerdo surgida de las profundidades del olvido.
Esta poética proustiana tiene, como ya observara Walter Benjamin, determinadas características
en común con el psicoanálisis de Freud, aunque ni Proust es freudiano ni su obra novelesca un objeto
adecuado para un estudio psicoanalítico de la literatura. Más bien podríamos contemplar a Freud y
Proust como seculares adversarios, aunque antes habría que tener en cuenta lo que hay en común en los
dos autores en lo que se refiere al recuerdo y el olvido. Freud, lo hemos visto arriba y podemos ahora
acentuarlo de forma un poco diferente pensando en Proust, parte como éste de una determinada
“memoria del cuerpo”. Pero en Freud se manifiesta como una enfermedad cuyos síntomas físicos,
inconscientes para la mente, conservan un recuerdo insuficientemente digerido o que por cualquier otro
concepto resulta atormentador. Ésa es la memoria involuntaria de Freud, relegada por un profundo y
duradero olvido de la conciencia dominante y su bien dispuesto instrumento, la “memoria consciente”.
¿Cómo se puede curar esa enfermedad, que en su núcleo psíquico es una enfermedad de la memoria?
La respuesta de Freud es el psicoanálisis, es decir, un proceso arbitrariamente iniciado por el
psicoanalista y guiado por él profesionalmente, que en los sueños o relatos del paciente devuelve a la
conciencia lo involuntariamente olvidado, por medio de una acción paciente o sugerente, con el
objetivo de someter de nuevo lo involuntario a lo voluntario. Simplificando, el camino freudiano del
psicoanálisis se puede describir con la siguiente fórmula: de la memoria involuntaria y patógena por un
olvido profundo y duradero, a la memoria voluntaria y sana (que a su vez, como hemos visto, puede
convertirse en un olvido conciliado, no perjudicial para la salud). [p. 252]
La mnemopoética proustiana se puede interpretar como el reverso exacto del psicoanálisis
freudiano. En Proust, al principio del proceso se encuentra una memoria trivial, voluntaria y sometida a
todos los fines cotidianos posibles, la de la vida normal. En cuanto se agota su valor de uso, envía sus
contenidos a un olvido igualmente cotidiano. Para la poesía, esta memoria carece de interés. Sólo
cuando el olvido ha durado lo bastante y se ha hecho lo bastante profundo puede actuar la memoria
involuntaria, y sacar a la luz sin control de la razón y la voluntad, desde ese abismo del olvido, cosas
insospechadas que, depuradas de toda contingencia por la larga duración del olvido, son esencialmente
humanas y radicalmente poéticas. Expresado de forma resumida y simplificada, Proust sigue la
máxima: de la memoria voluntaria y banal, a través de un olvido profundo y duradero, a la memoria
involuntaria y poética. Por lo demás, a esta última forma de memoria se une también una energía útil
para la vida, que cura el temor al tiempo y a la muerte y es sentida como benéfica por las personas que
se confían a ella. [p. 253]
VIII. ¿Derecho al olvido, paz mediante el olvido?

1. Ficciones del yo olvidado (Pirandello, Sciascia)

Tras la melancolía y laxitud del fin de siglo, con su refinamiento y desengaño, a principios del
siglo XX Europa se ve arrebatada por una nueva sensación vital que promete juventud y acción. Vuelve
a merecer la pena forjar planes y marcar su ritmo; el futuro quizá pueda alcanzarse hoy. Pero ¿cómo
será el futuro?
El italiano Luigi Pirandello (1867­1936) no sólo jugó a este juego en sus novelas, relatos y obras
de teatro, sino que también lo puso en escena, pero al mismo tiempo lo desenmascaró como ficción. La
ironía (en su lenguaje: l'umorismo) le permitió este doble juego.
El lugar que en él corresponde al olvido se muestra en la novela El difunto Matías Pascal (Il fu
Mattia Pascal, 1904). El protagonista de la novela, que le da nombre, cuenta su historia en primera
persona. Pero es por así decirlo una historia desde el más allá, porque para el mundo Matías Pascalya
está muerto y “difunto” (la expresión italiana fu, en francés feu, deriva del lenguaje administrativo
latino: qui fuit). Sin embargo, para él mismo sigue viviendo con otra identidad, como un hombre
insignificante llamado Adriano Meis, [p. 255] que ha hecho su fortuna en la ruleta en Montecarlo y
ahora puede llevar una vida confortable con los intereses de sus ganancias.
El cambio de identidad no ha sido planeado. Matías Pascal malvivía como bibliotecario en una
pequeña ciudad italiana, junto con su mujer, Romilda, siempre despeinada, y una suegra gruñona que le
amargaba la vida día tras día. Además, Matías Pascal tenía deudas agobiantes. Al final de una de las
muchas peleas domésticas, simplemente ha dejado a su familia sin despedirse, llevando algunas liras en
el bolsillo.
El dinero alcanza justo para un viaje a Montecarlo y una apuesta arriesgada en el tablero. La
suerte le es propicia. Abandona el casino convertido en un hombre rico. Ahora puede volver con su
familia y reemprender su vida conyugal después de trece días de ausencia. Cuando ya está sentado en el
tren, su mirada cae sobre una noticia de prensa titulada “Suicidio”. Un muerto, se lee allí, ha sido
identificado como Matías Pascal, desaparecido desde hace días, y además por su propia esposa.
El siguiente capitulo de la novela lleva el título “Cambio de tren” (Cambio treno). El fugitivo no
vuelve a casa. Está muerto, es decir, es libre. No hay esposa, ni suegra, ni deudas que le agobien ya:
Libero, libero, libero! Pero si Matías Pascal está muerto para el mundo, el que sigue viviendo necesita
un nuevo nombre. Se llamará Adriano Meis, será otro hombre (un altr'uomo) y podrá vivir feliz sin la
carga del pasado (senza piu il fardello del mio passato). Una nueva sensación de vivir (un nuovo
sentimento della vita) da alas a este Adriano Meis, mientras para el “difunto” Matías Pascal empieza el
largo viaje hacia el pasado.
Por un tiempo las cosas van bien, incluso muy bien, en la nueva vida de Adriano Meis. [p. 256]
Disfruta a placer de su nuevo yo, que puede conformar a voluntad, y se dota de una biografía ficticia
tomándose licencias de poeta y embustero. Se “inventa” a sí mismo. Y disfruta de ser un forastero, un
forastero de la vida (forestiere della vita).
En una prisión romana, mientras mira pensativo el Tíber (alias Leteo), cuyas aguas pronto se
perderán en el mar —este capítulo lleva el título: “Por la tarde, mirando el río” (Di sera, guardando il
fiume)—, sabe que su olvido —él sigue pensando: su “libertad”— ha llegado a su límite. No es que
vaya a ser reconocido. Su “marca inalterable”, un ojo estrábico, se puede corregir mediante una
operación. Pero el amor se presenta, y con él no hay bromas. La curiosa signorina Caporale muestra un
claro interés por el tímido huésped de la pensión, que no recibe correo y no lleva alianza, y por su parte
Adriano Meis no puede contener los sentimientos que ve nacer en él por otra señorita, la silenciosa
Adriana. Un beso impremeditado y fugaz a la muchacha que lleva “su” nombre hace inevitable la
pregunta: “¿Quién eres?”. Una vez más, por algún tiempo, en la biografía cada vez más fantástica
triunfa la ficción ya casi artística de la nueva existencia. Pero ¿por cuánto tiempo? En cualquier caso,
Adriano no puede casarse con su Adriana sin una memoria oficialmente certificada.
Una vez más, el olvido tiene que prestarle ayuda. Adriana, a la que Adriano grita sólo con el
pensamiento un “¡Olvida! ¡Olvida!” (Dimentica! Dimentica!), es abandonada, y Adriano Meis vuelve
con su familia como el difunto Matías Pascal. Su larga desaparición queda aclarada, se reanudan las
viejas costumbres (“el café sin azúcar, ¿verdad?”), aunque entretanto su “viuda” ha vuelto a casarse, lo
que el retornado acoge con alivio y pronto legaliza con un divorcio. [p. 257] De los viejos conocidos
casi no le conoce ninguno, es “como si nunca hubiera existido”. Sigue viviendo en otro lugar, sin que
nadie repare en él, y visita de vez en cuando el cementerio, donde yace enterrado un desconocido en
cuya lápida fue grabado el nombre del difunto Matías Pascal.
No se puede ignorar que entre el difunto Matías Pascal de Pirandello y el Peter Schlemihl sin
sombra de Chamisso existen algunos llamativos llamativos paralelos. Ambos personajes llevan al
principio una existencia corriente, hasta que se produce el insólito acontecimiento que cambia
radicalmente sus vidas. Matías Pascal muere como ciudadano y adopta, como Adriano Meis, una nueva
identidad que por la inesperada ganancia en el juego hace posible. Algo parecido le ocurre a su
predecesor alemán Peter Schlemihl, que con el inesperado trueque de su sombra por “la bolsa de la
fortuna” se ve en la agradable situación de parecer un personaje adinerado y ser cortejado por las gente
como el conde Peter.
Un diablo en persona, que provoque esos cambios con su poder mágico, sólo aparece en
Chamisso; en la novela de Pirandello, está escondido en las circunstancias. En lo que se refiere al
motivo de la sombra, que da su especial carácter a la historia de Peter Schlemihl, se retoma también en
la historia de Adriano Meis, alias Matías Pascal, y se despliega narrativamente en varios pasajes,
especialmente en el capítulo “Yo y mi sombra” (Io e l'imbra mia). Sin embargo, Pirandello le ha dado
por así decirlo la vuelta a este motivo: Adriano Meis es un hombre que sólo es sombra de sí mismo
(un'ombra d'uomo), e igual que una sombra en la calle se siente expuesto sin defensa alguna a las
pisadas de los hombres.
Pero esta sensación de Adriano no aparece en seguida. [p. 258] Al principio disfruta, igual que el
conde Peter, de las comodidades de su nueva vida, y en ambos personajes esto dura hasta que la
memoria social reclama sus derechos. En ambos relatos, el amor se convierte en primer mensajero de
esta memoria, porque Mina en Chamisso y Adriana en la historia de Pirandello quieren casarse. Así
pues, hay que presentar una solicitud ante el registro civil (o ante la vicaría). Pero para eso hay que
tener un nombre registrado, papeles en regla y —demostrado por tales documentos— un pasado
certificado. Por eso ambos matrimonios quedan en nada, y el hombre sin memoria colectiva —hombre
sin sombra aquí, sombra sin hombre allá— tiene que continuar su incansable “peregrinación”
(Chamisso) y “vagabundeo” (Pirandello: vagabondaggio).
En Pirandello, que escribe casi un siglo después de Chamisso, los aspectos sociales del motivo de
la memoria y el olvido destacan más que en su predecesor alemán. Por ejemplo, ¿qué puede hacer
Adriano Meis cuando un día le roban todo el dinero que le queda? Conoce incluso al ladrón, podría
denunciarlo a la policía, y probablemente así recuperaría su dinero. Pero ¿quién es él para presentar
semejante denuncia? Oficialmente, y por tanto para la opinión pública y la sociedad, no existe ningún
Adriano Meis, y tampoco existen ya documentos personales del difunto Matías Pascal. Está, pues,
olvidado entre los expedientes, a pesar de que este hombre que oficialmente no existe tiene en la
memoria con todos los detalles tanto su auténtica biografía como la inventada. Sin embargo, para la
sociedad burguesa es un hombre olvidado.
Esto se ve también en la siguiente crisis de identidad a la que se ve expuesto Adriano Meis. Esta
vez se trata de su honor de burgués. El hombre de honor Adriano Meis es ofendido. Un orgulloso
español, el pintor Manuel Bernáldez, le levanta la mano en una [p. 259] disputa y (casi) le abofetea el
rostro. Según un código de honor aún no totalmente obsoleto a principios de siglo, esto es en toda regla
una ofensa al honor, que sólo puede lavarse con sangre. En consecuencia, Adriano Meis tendría que
retar a duelo al ofensor, hacerle llegar el reto por medio de un padrino y finalmente asumir ante la
sociedad todas las consecuencias legales del duelo. Pero todo esto es posible únicamente si se tiene
identidad no sólo para uno mismo, sino que se puede presentar también ante la sociedad. Así que el reto
no se produce, y Adriano Meis tiene que seguir viviendo “sin honor”.
Tras estas y algunas otras experiencias con el poder de la memoria colectiva, Adriano Meis
comprende que no puede salir del estado de olvido al que ha ido a parar nolens volens con la sola fuerza
de la ficción y la mentira. Por un instante piensa en el suicidio. Pero ¿quién moriría entonces: Adriano
Meis, que nunca existió, o Matías Pascal, que hace mucho que ya no existe? Así que, al cabo de dos
años,el héroe de la novela regresa a su ciudad natal y reasume su vieja identidad sin hacer ruido. Lo
mismo intenta en la narración de Chamisso Peter Schlemihl, que desharía gustoso el trato y entregaría
la bolsa siempre llena de su socio con tal de recuperar su antigua sombra. Pero el Gris no acepta el
trato, y Peter Schlemihl tiene que seguir viviendo sin sombra. Eso es en cierto modo lo que hace
también Matías Pascal, que no puede volver a ocupar su antiguo lugar en la memoria pública. Dos
olvidado tienen, pues, que seguir viviendo, de una forma mágica en Chamisso o sin ninguna
perspectiva, aparte de la de la tumba, en Pirandello.

Casi una generación después, en el año 1930, Pirandello retoma el ingenioso juego de ficción en
torno a la identidad perdida en otras condiciones. [p. 260] Las condiciones han cambiado, sobre todo
debido a la Primera Guerra Mundial, que ha sido vivida por las naciones implicadas, incluyendo Italia,
como un profundo desplome de la memoria político­cultural. Ante este telón de fondo, se vuelven
importantes aquellos “casos” médico­jurídicos en los que un hombre ha perdido la memoria, por
enfermedad o herida. Tales casos de amnesia son conocidos desde la Antigüedad y aparecen descritos
en muchas ocasiones en la literatura. Así, el escritor romano Plinio el Viejo (23­79 d. de C.) relata en su
Naturalis Historia, junto a varios ejemplos de memoria anormalmente buena (hipermnesia), también
distintos casos de pérdida patológica de la memoria (amnesia), y escribe de éstos: “Uno que fue
golpeado por una piedra olvidó cómo hablar. Otro que se cayó de un tejado olvidó a su madre, sus
parientes y sus amigos, y otro olvidó en el curso de su enfermedad los nombres de sus esclavos, y el
orador Mesala Corvino hasta su propio nombre”. Plinio deduce de esto que “nada más frágil en el
hombre que la memoria” (nec aliud est aeque fragile in homine). En Simplicius Simplicissimus, que
también enumera ese catálogo de casos, la misma conclusión reza: “Nada más vulnerable en el hombre
que la memoria”.
Que tales casos médicos pueden convertirse también en casos jurídicos es algo que se sabe desde
el siglo XVI. Está documentada por ejemplo, y también Montaigne la conocía, la historia de un francés
llamado Martin Guerre, que es atrapado robando trigo y se marcha con los soldados sin dejar rastro. Ni
siquiera su joven y bella esposa Bertrande sabe nada de su desaparecido esposo. Ocho años después,
Martin Guerre regresa y reanuda su vida conyugal. Nacen dos hijas. Entonces aparece un soldado que
ha perdido una pierna en la guerra. [p. 261] El cojo afirma ser el verdadero Martin Guerre y estar
casado con la hermosa Bertrande. Pero la mujer no reconoce en él a su marido.
¿O no quiere reconocerlo? Se entabla un gran proceso, al que son citados no menos de 150
testigos. Aunque se pronuncian mayoritariamente en contra del cojo, su identidad puede quedar
demostrada fuera de toda duda. Él es el auténtico Martin Guerre. Por último, también Bertrande se
pone de su parte. El falso Martin Guerre es condenado a muerte y ahorcado.
Alrededor de cuatrocientos años después de producirse estos acontecimientos, el escritor italiano
Leonardo Sciascia (1921­1989) recuerda este famoso caso jurídico en un libro titulado El teatro de la
memoria. Lo hace en relación con un caso similar que conmovió a la opinión pública italiana en los
años veinte de nuestro siglo. En el año 1926, en un cementerio de la ciudad de Turín, es detenido un
hombre por supuestos robos de tumbas. Pero el acusado, que no se sabe identificar, no se acuerda de
nada. No tiene memoria alguna, y ni siquiera sabe su nombre. Así que es enviado a un albergue con el
número 44.170. Al cabo de algún tiempo, el periódico La Domenica del Corriere publica su foto y pide
testigos que le conozcan. Se presenta un lector, que cree reconocer en el hombre sin memoria a su
hermano desaparecido en la guerra, el profesor del instituto Giulio Canella. Sin embargo, la búsqueda
de determinadas marcas (cicatrices, lunares) resulta negativa. Pero está la esposa, Giulia Canella, que
con sus dos hijos guarda desde hace diez años luto por el desaparecido. Su juicio lo decidirá todo.
Vestida con ropas anticuadas del año 1916, se presenta ante el hombre sin memoria y, espontáneamente,
reconoce en él a su marido. Ambos reanudan la interrumpida vida conyugal, y pronto nace un tercer
hijo, entre el aplauso de toda Italia. [p. 262]
Un buen día, una carta anónima irrumpe en la nueva felicidad familiar; en ella se afirma que el
hombre sin memoria no es en absoluto el bien considerado ciudadano Giulio Canella, sino Mario
Bruneri, buscado por robo por la policía. La autora de la carta resulta ser la esposa de ese hombre: Rosa
Bruneri. Pero Giulia mantiene impertérrita su testimonio y apoya fielmente a su esposo, Giulio. La
opinión pública italiana se implica apasionadamente en esta pugna de identidad y memoria, y se divide
entre Canelliani y Bruneriani, más o menos como en tiempos de Dante la ciudad de Florencia se había
dividido entre güelfos y gibelinos. En un gran proceso en el que se escucha el testimonio de 142
testigos y se redactan 14 dictámenes jurídicos; una vez agotados todos los recursos, se falla en 1931 el
veredicto final, según el cual el amnésico 44.170 no es Giulio Canella sino Mario Bruneri. Pero éste
sigue viviendo con su Giulia y sus tres hijos, emigra a Brasil con toda la familia y escribe sus memorias
con el proustiano título “En busca de mí mismo”.

Con estos casos histórico­anecdóticos en mente podemos volver a Luigi Pirandello,


concretamente a su obra de teatro Como tú me quietas (Come tu mi vuoi), estrenada en 1930 y, como el
propio autor indica en la obra, inspirada en la historia Canella/Bruneri. El fondo temporal de esta obra
de teatro, que espejea entre la tragedia y la comedia, es, como en la “verdadera” historia contada por
Sciascia, la Primera Guerra Mundial, que con sus fallas sociales y políticas ha causado otro caso de
amnesia, esta vez ficticio.
La temática está desplazada ahora hacia el sexo femenino. Sin memoria aparece aquí una
desconocida (se le llama L'Ignota) de treinta años bellísima. [p. 263] El público se promete un hermoso
caso (un bel caso), sobre todo porque hay por medio un hombre, Bruno Pieri, de unos treinta y cinco
años, cuya esposa igualmente bellísima desapareció en circunstancias no aclaradas hace unos diez años,
en medio de la confusión de la guerra. ¿Es la desconocida sin memoria esa desaparecida, de tal modo
que podemos contar con un final feliz de la historia? Alto, la historia de la identidad no es tan sencilla
para Pirandello. Porque ¿cómo se reconoce a una persona a la que no se ha visto desde hace diez años?
¿Porque tiene el mismo aspecto que entonces? ¿O justo al revés, porque tiene un aspecto distinto del de
entonces? Y, naturalmente, tampoco se puede confiar a toda costa en los testimonios y declaraciones,
porque los testimonios pueden ser falsos y las confesiones aparentes. ¿Quién es quién entonces, y quién
representa qué papel? Se pone en marcha un extraño juego de cambio y confusión para estos
personajes, que buscan a su autor y han vuelto a encontrarlo en Pirandello.
Al final de la obra, cuando ya parece definirse un consenso de todos los implicados a favor de la
identidad de la hermosa desconocida, aparece inesperadamente otro personaje femenino, una
perturbada. Además, es fea y descuidada, más aún que Romilda, la esposa de Matías Pascal. ¿Y si no es
la hermosa desconocida, sino esta loca desgreñada, la buscada mujer de Bruno Pieri? Se trata a todas
luces de una grave decisión para este hombre, sobre todo porque la bella elimina por completo la
cuestión de la memoria, prometiendo “una nueva vida” en la que quizá pueda ser la mujer que él quiera:
“Como tú me quieras” (come tu mi vuoi). Pero las “marcas inalterables”, nombre que reciben los
medios de la anagnórisis en el sobrio lenguaje de los pasaportes y documentos de identidad, no lo
permiten. [p. 264] Una banal mancha hepática inclina finalmente la balanza en favor de la fea
perturbada, y la hermosa desconocida tiene que volver a desaparecer del mapa. Sí, ha representado una
comedia y —¿por desgracia?— ha perdido en el juego.
Comparado con la novela Il fu Mattia Pascal, en su posterior obra de teatro Pirandello ha sido
extremadamente original al tomar un caso clásico de amnesia como motivo de un juego de ficción a la
vez alegre y agobiante. En vez del viejo Teatro de la memoria, lleno de recuerdos de todo tipo,
encontramos en él un escenario vaciado por el olvido, que parece tener todos los papeles a disposición
aún de sus actores. Es un juego con una elevada apuesta, en el que con un poquito de pasado se puede
ganar o perder el más hermoso de los futuros. Durante un par de décadas Europa, amante del teatro, se
emocionará y deleitará con los líos y confusiones de este “pirandelismo”.

2. Olvidar para empezar de nuevo (Giraudoux, Anouilh, Sartre)

Las guerras son orgías del olvido. Es algo que Europa descubrió, a más tardar, en la Primera
Guerra Mundial. ¿Al menos esa experiencia no ha quedado olvidada? La Segunda Guerra Mundial dio
la respuesta que conocemos a esa pregunta.
Entre los escritores que en el período de entreguerras lucharon con la pluma porque al colapso de
la memoria no le siguiera la catástrofe cultural aún peor de una Segunda Guerra Mundial, hay que
mencionar en primer lugar y puesto de honor al novelista y autor teatral francés Jean Giraudoux (1882­
1944). [p. 265] Poco después de la Primera Guerra Mundial llamó su atención la problemática de la
amnesia, en la que se inspiró para su novela Siegfried et le Limousin (1922), y para su obra de teatro,
desarrollada a partir de ésta, Siegfried (1928). Con esto, el motivo de la memoria y el olvido de un
notable giro para la opinión pública europea, porque en ambas obras literarias Giraudoux trata el caso
médico como problema político, que afecta sobre todo a la relación entre las dos naciones, Alemania y
Francia, de la que Giraudoux escribe, en el programa de la obra Siegfried: “La cuestión de la concordia
germano­francesa es la única cuestión grave del universo. Todos los demás problemas se derivan de las
finanzas o de la calamidad” (La question de leur concorde est la seule question grave de l'univers.
Tours les autres problemes relevent de la finance ou de la calamité). En la persona de Siegfried, un
soldado del frente sin memoria, Giraudoux muestra con medios literarios que este problema político es
en su núcleo un problema de memoria y olvido.
De Giraudoux quiero en este punto decir brevemente que entre sus brillantes dotes estaba también
una magnífica memoria. Estudió Germanística en París y pasó un curso como becario en la Universidad
de Múnich, así como en calidad de preceptor del príncipe de Sajonia­Meiningen. En el año 1910 ingresó
en la carrera diplomática y llegó, como experto en Alemania, a ocupar altos cargos en el Ministerio de
Exteriores. En la Primera Guerra Mundial combatió en el frente, fue herido varias veces y recibió
importantes condecoraciones. Durante la Segunda Guerra Mundial fue incluso ministro (Commissaire
a l'Information) durante un breve período, en 1939­1940. No se unió a la Resistencia, pero tampoco fue
un hombre de Vichy. No llegó a ver la liberación de país de la ocupación alemana; murió el 31 de enero
de 1944.
Giraudoux escribió la novela Siegfried et le Limousin en el año 1922, [p. 266] en unas pocas
semanas. No fue una novela importante, y quizá hoy habría sido olvidada si el autor no hubiera escrito
después a partir de ella la obra teatral Siegfried, que hizo historia del teatro. Sea como fuere, también la
novela merece respeto como obra extraordinariamente valiente para la época, en la que por primera vez
después de la guerra parecía posible la reconciliación.
La acción de la novela es relatada por un narrador en primera persona, que como Giraudoux se
llama Jean, como Giraudoux procede de la región de Limoges (le Limousin) y como Giraudoux ha
estudiado Germanística. Cuando ese germanista lee en una ocasión el periódico Frankfurter Zeitung,
llama su atención un artículo firmado con las letras S. V. K., cuyo estilo le resulta conocido. Ese texto
(alemán) le recuerda el estilo de una novela corta (francesa) salida de la pluma de un amigo suyo
desaparecido en la guerra que usaba el trivial nombre de Jacques Forestier. ¿Qué significa esa
similitud? ¿Un plagio? El lector del Frankfurter Zeitung se convierte en detective que investiga acerca
del autor del artículo. Se trata, no tarda en averiguar, de un político alemán —muy alemán como su
nombre—, Siegfried von Kleist, que vive en Múnich y está considerado carismático líder de opinión en
la Alemania de la posguerra. Muchos de sus compatriotas ven en él al salvador, incluso al redentor
(como también se puede traducir la expresión francesa sauveur) que llevará a Alemania desde la derrota
hacia un nuevo esplendor. Al carisma de este hombre, según nos enteramos por el investigador,
contribuye notablemente el hecho de su oscuro origen. En la guerra se le encontró en el campo de
batalla, gravemente herido e inconsciente. También su memoria quedó borrada por la herida. Es el
“hombre sin memoria” (l'homme sans mémoire). [p. 267] Una enfermera alemana, Eva, le atendió hasta
que estuvo curado y “bautizó” al innominado con el hombre de Siegfried. Así, el aura de un misterioso
origen rodea la identidad de este gran alemán. Pero el novelista germanista y detective aficionado de
Francia está casi seguro de su sospecha. Se pone de acuerdo con Genevieve Prat, la prometida del
amigo desaparecido, y ambos parten rumbo a Múnich, donde pronto reconocen en el político alemán
Siegfried von Kleist al escritor francés Jacques Forestier.
En este punto dejamos la novela para continuar con el drama germano­francés de la memoria en
la obra de teatro Siegfried. Entre la novela de 1922 y la obra de teatro de 1928 hay unos años ricos en
acontecimientos políticos. El punto más bajo en las relaciones entre las dos naciones se alcanza en el
año 1923, el año de la ocupación del Ruhr. Pero se ve una primera “luz en el horizonte” (Stresemann)
en las negociaciones que conducirán a los Tratados de Locarno (1925) y a la entrada de Alemania en la
Sociedad de Naciones (1926). Esto repercute también en el clima literario, y Giraudoux, que ha
participado personalmente como diplomático y político en estos acontecimientos, se pronuncia en su
obra de teatro, con menos reservas irónicas que en la novela y con una cierta confianza en sí mismo,
por el establecimiento de una nueva relación de vecindad germano­francesa. Por eso un crítico
bienintencionado llamó a la obra de Siegfried un “Locarno en tres actos”. Fue un éxito abrumador, y
cimentó la fama de Giraudoux como autor teatral. Sólo por parte alemana la crítica sacó algunas faltas
a la obra.
Es comprensible que en su versión dramática Giraudoux hiciera algunos cambios respecto a la
versión narrativa, al menos uno atribuible a la situación política. Porque entre 1922 y 1928 ha tenido
lugar en Múnich el Putsch de Hitler (1923). [p. 268] Había que evitar reconocer en Siegfried a un
Hitler, así que Giraudoux desplazó la acción desde Múnich a la pequeña ciudad de Gotha, cuyo nombre
podía conocer el público francés por el calendario nobiliario de Gotha. También se podía distinguir una
especie de Weimar en la ciudad turingia.
Por razones dramatúrgicas, el narrador en primera persona también ha desaparecido. Como
personaje de la acción, es sustituido por el filólogo alemán Robineau, pero éste tiene que ceder su
función de detective esclarecedor de la historia a la prometida, que sigue llamándose Genevieve, pero
es franco­canadiense, para poder bajo ese camuflaje llevar a cabo mejor su acción esclarecedora. Se
trata de devolver a ese hombre sin memoria llamado Siegfried su auténtica memoria y, por tanto, su
identidad francesa como Jacques Forestier: un trabajoso proceso de recuerdo.
Finalmente esto se consigue, y de forma además muy sutil. Siegfried, que por razones para él
mismo inexplicables se siente atraído por Francia, quiere aprender francés y contrata con esa finalidad
precisamente a aquella franco­canadiense en la que, desde luego, no reconoce a su antigua prometida.
El político alemán se revela en seguida un estudiante de lenguas con grandes dotes. Pronto habla sin
acento alguno la lengua del enemigo secular. Y en veinte lecciones del método Berlitz, en las que la
profesora le hace también aprenderse de memoria mucha información sobre el país, y en las que el
incomparable placer de emplear el imparfait du subjonctif no deja de hacer su efecto, regresa por medio
del lenguaje el recuerdo de Francia, la prometida, su auténtico yo, y Genevieve le quita por fin las
últimas dudas: “Eres francés, eres mi prometido, Jacques, ése eres tú” (Tu es Français, tu es mon
fiancé, Jacques, c'est toi). Una chapa de identidad, felizmente hallada, del soldado [p. 269] dado por
desaparecido, y el alegre movimiento del rabo de su perrito Black, sellan el reconocimiento o
anagnórisis, como suele llamar la historia de la literatura a tan felices acontecimientos desde la cicatriz
de Ulises. Los prometidos, que se reencuentran gradualmente, vuelven juntos a Francia. Pero ¿con
quién exactamente vivirá Genevieve en Francia, con Siegfried o con Jacques? Sus últimas palabras en
escena son: “Siegfried, te amo” (Siegfried, je t'aime).
Mi breve relato habrá puesto sin duda de manifiesto que, tanto con su obra de teatro Siegfried
como ya antes, en otro registro, con su novela Siegfeid et le Limousin, Giraudoux ha expuesto el caso de
amnesia de un soldado herido en la guerra como parábola de otra crise d'amnésie, la crisis de olvido
germano­francesa. La relación de los dos países vecinos, Francia y Alemania, recogida aún a principios
del siglo XIX por Germaine de Staël como un contraste interesante y estimulante, se ha endurecido y
vuelto cada vez más agarrotada desde la guerra de 1870­1871 y la fundación del Imperio alemán, y ha
llegado al colapso total en la Primera Guerra Mundial: un desplome binacional de la memoria con las
consecuencias conocidas para Europa y todo el planeta. A ambos lados del Rin, las memorias
colectivas de los hombres se encogen como una balzaquiana piel de zapa hasta alcanzar las miserables
dimensiones de los rituales nacionalistas. Giraudoux, que ha mantenido la cabeza clara en medio de esa
furia de olvido, se burla ya de ello en su novela. Los niños alemanes, leemos, rezan todas las noches
antes de irse a dormir una oración, que se han aprendido de memoria, que empieza: “Santa María,
Madre de Dios, libera al mundo de la espantosa raza de los franceses. Llena eres de gracia, intercede
ante Dios para que los lugares donde los franceses te veneran en vano, [p. 270] Lourdes, etcétera, se
conviertan en lugares de horror...”. Y los niños franceses rezan al mismo tiempo lo que también se han
aprendido de memoria: “San Gabriel, te devolvemos la espada que ha vencido al pequeño Hindenburg.
San Miguel, te devolvemos el escudo que dio en el suelo con el pequeño Ludendorff...”
Pero, felizmente, hay en ambos países unos cuantos reductos en los que ha sobrevivido otra
memoria, una memoria cultural. Giraudoux está convencido de que el lenguaje es una de esas zonas
residuales de la memoria, más exactamente el estilo, suponiendo que el estilo, como se sabe desde
Buffon, es expresión de una capa especialmente profunda de la memoria humana: “El estilo es el
hombre mismo” (Le style est l'homme meme). ¿Por qué sospecha el narrador en primera persona de la
novela la identidad del novelista francés Jacques Forestier en el articulista alemán Siegfried von Kleist?
Donde lo identifica con más seguridad es en cierta predilección estilística por el uso de la litotes. La
litotes, hay que decirlo aquí (porque el autor no considera necesario explicarlo) es una figura retórica
que se manifiesta en variadas formas de contención, diciendo por ejemplo “no mal” en vez de “bien” o
“estupendo”. Entre todas las figuras retóricas, la litotes está considerada en Francia —por lo menos
entre los literatos franceses de los años veinte— como un signo sutil de la cultura clásica francesa. Así
lo expresaba con toda claridad André Gide, que en una obra en prosa de 1921 describe el clasicismo
francés, es decir, la literatura francesa del siglo XVII, de la siguiente forma: “El clasicismo tiende en su
conjunto a la litotes. Es el arte de expresar lo más posible diciendo lo menos posible” (Le classicisme
tend tout entier vers la litote. C'est l'art d'exprimer le plus en disant le moins). El novelista Jacques
Forestier, que ama esta litotes de economía expresiva, es pues un [p. 271] perfecto representante de la
educación clásica francesa. Ha interiorizado sus principios, y en este exquisito rasgo estilístico, y no en
algún capricho cualquiera, es donde se reconoce la cualidad de francés de Siegfried y su identidad con
Jacques Forestier.
Sin embargo, en la versión para las tablas Giraudoux renuncia a este sutil medio de
reconocimiento y echa mano en su lugar —quizá por consejo de su director, el experimentado hombre
de teatro Louis Jouvet— del acreditado recurso de la chapa de identidad. La escena exige señales más
claras. Pero Giraudoux no ha renunciado a la profesión de fe en el idioma como sustrato elemental y
fundamental de la memoria, porque gracias al idioma, avanzando lección a lección, recupera Siegfried
la memoria tanto en la novela como en el drama.
¿Qué tipo de memoria exactamente? Desde el punto de vista médico, el caso es claro. En la
amnesia del soldado gravemente herido en el frente, se ha borrado toda la memoria hasta el momento
de la lesión cerebral... salvo aquel resto arcaico, inexplicable desde el punto de vista médico, del matiz
estilístico de la litotes. Con ese tipo de misteriosa falta de memoria, vivida como un aura e interpretada
carismáticamente por su nuevo entorno alemán, Siegfried se convierte al mismo tiempo en juguete y
objeto de manipulación de algunos titiriteros políticos, desde la enfermera nacional­pedagógica Eva
hasta los generales golpistas Waldorf, Lédinger y el hugonote Fontgeloy... miembros de un Ejército que
siente de manera muy prusiana y razona de manera muy francesa. La apuesta es, pues: ¿conducirá al
éxito el plan —Eva dice: el “plan Siegfried” (le project Siegfried)— de implantar a este sujeto sin
memoria colectiva en la que lo alemán y lo nacionalista alemán esté por encima de todo? [p. 272] ¿Se
logrará que Siegfried pueda decir: “Mi familia, mi casa, mi memoria eran Alemania” (Ma famille, ma
maison, ma mémoire, c'etait l'Allemagne)? ¿O logrará la valerosa profesora de idiomas reanimar la
memoria colectiva de Jacques Forestier, mucho más compleja y matizada por estar implantada desde la
juventud, volver a cubrirlo con su vieja memoria “como con una manta”? Se trata de una auténtica
“psicomaquia”, como en los frescos antiguos, con la diferencia en todo caso de que el infierno y el
cielo, el demonio y el ángel, que luchan por esta alma, no son tan inequívocamente distinguibles por
naciones como a los chovinistas que desprecian a este autor les hubiera gustado.

En la estela de Jean Giraudoux está también en Francia Jean Anouilh (1910­1987), que alcanzó su
primer gran éxito dramático en el año 1936 con su drama El viajero sin equipaje (Le voyageur sans
bagage). Se trata también de un drama de amnesia que, como en Giraudoux, tiene un protagonista
masculino. Anouilh había vivido el estreno de Siegfried como una revelación y un impulso para su
propia vocación teatral. “Esa tarde de Siegfried comprendí” (C'est le soir de Siegfried que j'ai
compris). De esa obra procede también la metáfora del título, porque ya Giraudoux había llamado a su
protagonista sin memoria viajero “sin equipaje” (sans bagage), y también el motivo de la estación (en
Giraudoux es una estación fronteriza, en Anouilh una estación de maniobras) representa un papel
simbólico en ambas obras. Pero, igual que Pirandello en Italia, también Anouilh en Francia ha separado
el motivo de la pérdida de memoria de la problemática política, aparte de que también aquí la guerra es
el telón de fondo. Gaston, así se llama ahora el protagonista, ha perdido la memoria, igual que
Siegfried, por una herida de guerra. [p. 273] Así, se ha convertido en “el soldado desconocido viviente”
(le soldat inconnu vivant). Y, como Siegfried, también Gaston busca las huellas de su identidad y
examina las familias candidatas a ese pasado. Como inequívoca chapa de identidad puede servir una
cicatriz, que sin embargo Gaston oculta cuidadosamente.
Se multiplican los indicios de que Gaston tiene que ser Jacques, el hijo de la familia Renauld, de
la burguesía provinciana, desaparecido en la guerra. Su madre, su cuñada y la criada Juliette recuerdan
con precisión, quizá con demasiada precisión, a este Jacques, que, según todos los testimonios, ha sido
un auténtico monstruo de niño y de joven. El recuerdo de Jacques no saca a la luz más que vicios y
delirios, y es en su conjunto una cámara de los horrores: “Eras un auténtico monstruo” (Tu étais un vrai
monstre).
¿Qué hace un hombre que recupera la memoria con semejante pasado? ¿”Aceptará” Gaston ese
tenebroso recuerdo como su vida, se “pegará” a esa sombra fatal? ¿O, sencillamente, negará quizá esa
memoria, fundará una nueva identidad, volverá a ser enteramente “puro”, “nuevo como un niño”, dirá
sencillamente: “Existo, yo, a pesar de todas vuestras historias” (J'existe, moi, malgré toutes vos
histoires)? Así reza, pues, su dilema “existencial”. Entonces aparece un hombre rico que busca a su
sobrino desaparecido para legarle su patrimonio. En seguida, Gaston sabe que semejante oferta de
memoria está cortada a su medida. Con esa cómoda memoria pasará el resto de su vida. Las últimas
palabras de Gaston en el escenario de esta “pieza negra” (piece noire) de Anouilh son: “Dejadme a
solas con mi familia” (Laissez­moi seul avec ma famille).

Para ampliar la perspectiva, después de Anouilh quisiera mencionar brevemente a Jean­Paul


Sartre (1905­1980) en la serie de seguidores de Giraudoux. También él puede ser incluido en cierto
modo entre [p. 274] los fugitivos de la memoria que pueden decir frases tales como: “Existo, yo, a
pesar de todas vuestras historias”. Con esto aludo al llamado existencialismo, fundado por Sartre en
1943 con su escrito El ser y la nada (L'Étre et le Néant) y que pronto se convirtió en la moda intelectual
de posguerra en Europa y América. El Homo existentialis, aprendieron de Sartre (y de Heidegger) los
miembros de una generación de posguerra —víctimas y verdugos— sacudida por monstruosos
recuerdos, define su existencia porque, y sólo porque, se desarrolla mirando hacia el futuro, y en virtud
de ese acto creador de identidad es exactamente lo que quiere ser. Esto tiene en Sartre un sentido
claramente moral, porque todo acto existencial fundamenta en su opinión una nueva responsabilidad
que ata a un hombre desde el punto de vista ético... y también político, como Sartre añadió después, y
vivió en su propia existencia. En este sentido el Gaston de Anouilh, el monstruo Gaston, en todo lo
contrario a un existencialista sartriano. No obstante, existe cierto parentesco entre el tipo de posguerra a
la moda filosófica del existencialismo y los personajes sin memoria de Giraudoux y Anouilh, a los que
el destino, o más exactamente el destino bélico, ha dado la ocasión de poder empezar nuevamente todo:
la amnesia como tabula rasa... en Alemania, se corresponde con la famosa y mal afamada “hora cero”
del final de la Segunda Guerra Mundial. Que esta oportunidad de volver a empezar se emplee de forma
moral (Giraudoux, Sartre) o amoral (Pirandello, Anouilh) es otra cuestión, sin duda importante, pero
que desde el punto de vista actual quizá llame menos la atención que la coincidencia histórica de que en
todos estos autores una memoria que funciona como impulso y medida de la acción sea desconectada, o
por lo menos puesta entre paréntesis. [p. 275] Se trata de un fenómeno que merece atento interés,
precisamente cuando una generación lleva una, dos décadas ocupada en revertir esa amnesia y
redescubrir la relevancia histórica, política y moral de la memoria.

3. Perdonar y olvidar (Jesús, Theodor Fontane)

El cristianismo es, lo mismo que el judaísmo y el islam, una religión de libro. Su centro lo ocupa
un libro, la Sagrada Escritura. Sin embargo, es digno de mención y en cierto modo paradójico el hecho
de que Jesús de Nazaret, el fundador de esta religión, no escribiera él mismo una sola línea. Solamente
enseñó verbalmente, y confió por entero a la memoria oral su mensaje de salvación: “¡Haced esto en
conmemoración mía!”. Estas palabras de la última cena pueden ser consideradas el acto fundacional del
cristianismo. Sólo varias generaciones después, y al principio ocasionalmente, se fijó por escrito la
doctrina cristiana, y de ahí surgió a lo largo de los siglos el canon bíblico del Nuevo Testamento.
¿O escribió Jesús alguna vez? Una sola vez habla el evangelista san Juan de un momento en el
que se presenta a Jesús escribiendo. Pero la escena sólo es relatada por este evangelista, así que muchos
teólogos bíblicos no la incluyen en el contenido originario de los Evangelios. Sin embargo, ha sido
acogida en el canon del Nuevo Testamento. Si no fuera por eso, nada sabríamos de un Jesús que
escribe.
Además, hay que hacer notar que Jesús sólo escribe con los dedos en la tierra, y nadie sabe qué
ha escrito en la arena o en el polvo. [p. 276] Ni siquiera es seguro que haya escrito un verdadero texto, o
quizá sólo haya dibujado o “garabateado” en la arena. La escena está en el capítulo 8 de san Juan, y
tiene el siguiente tenor literal en la traducción canónica:

Se fue Jesús al monte de los Olivos, pero de mañana volvió otra vez al templo, y todo el pueblo
venía a Él, y sentado, los enseñaba. Los escribas y fariseos trajeron a una mujer cogida en adulterio y,
poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio.
En la Ley nos ordena Moisés apedrear a éstas; tú, ¿qué dices? Esto lo decían tentándole, para tener en
qué acusarle. Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en tierra. Como ellos insistieran en preguntarle, se
incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra primero. E inclinándose de
nuevo, escribía en tierra. Ellos, que le oyeron, fueron saliéndose uno a uno, comenzando por los más
ancianos, y quedó Él solo y la mujer en medio. Incorporándose Jesús, le dijo: Mujer, ¿dónde están?
¿Nadie te ha condenado? Dijo ella: Nadie, Señor. Jesús dijo: Ni yo te condeno tampoco; vete y no peques
más.

Podemos imaginar bien la escena. Jesús enseña en el templo, naturalmente en forma oral. No se
nos dice nada de que en el templo judío se conserva la Torá, la Sagrada Escritura, que incluso Jesús
consideraba hasta la última palabra escrita por Dios. A menudo incluso comienza sus propias
enseñanzas con las palabras: “Escrito está...” (por ejemplo Mt 21:13, la escena tiene lugar también en el
templo). Frente a esta Sagrada Escritura sólo se otorga el derecho a su interpretación auténtica.
Pero precisamente eso es lo que irrita a los “escribas y fariseos”. Con vileza y maldad, fuerzan
situaciones en las que plantear a Jesús preguntas trampa, tal como ocurre en la historia de san Juan
citada arriba. [p. 277] Le llevan, está claro que a la fuerza, una adúltera atrapada in fraganti. Según la
ley mosaica, en determinadas condiciones el adulterio está castigado con la pena de muerte por
lapidación. Naturalmente, los escribas y fariseos lo saben, y también Jesús. Si en este caso, pues es la
convicción de los acusadores, está probado el delito de adulterio, ¿cómo interpretará el rabino de
Nazaret la Ley mosaica, y cómo la aplicará ante testigos? ¿Condenará severamente a la adúltera según
la Ley, o perdonará “cristianamente” a la pecadora?
Ésta es la embarazosa situación en la que Jesús no continúa con sus enseñanzas, sino que, en
silencio, escribe en la tierra con el dedo, y al parecer en un prolongado acto de escritura, que es
interrumpido por su respuesta oral. Sin duda se puede considerar peculiar el comportamiento de Jesús,
lo que confirma indirectamente un testimonio posterior de la historia eclesiástica cristiana. San Juan
Bautista de la Salle (1651­1719) enseña en un escrito sobre las normas de la cortesía cristiana: “Cuando
se está sentado en algún sitio, no se debe hacer uso de un palo o varilla para escribir o dibujar figuras
en el suelo: tal conducta da la impresión de que uno está en las nubes o es un maleducado”.
Más o menos como aquí se reprocha debió de comportarse también el hombre de la provincia
galilea ante sus adversarios capitalinos. Querían provocar al rabino y son doblemente provocados por
él, primero por su escandaloso escribir en la arena sin prestar atención, y luego por su indignante e
impertinente ignorar el tema, que les pone en cuestión a ellos como personas morales. No lo están
esperando, y por eso ninguno de los presentes se atreve a comenzar la lapidación. Ninguno de ellos
está, al parecer, libre de culpa, quizá incluso precisamente de esa culpa. [p. 278]
Jesús queda a solas con la pecadora. ¿La condenará él ahora, como exige la Ley mosaica?
¿Agravará incluso moralmente la Ley, como ha hecho en el sermón de la montaña (Mt 5:28),
incluyendo el adulterio cometido meramente con el pensamiento? Aquí, ante el templo de Jerusalén,
Jesús no condena a la adúltera, y se conforma con la admonición: “Vete y no peques más”.
Jesús y la adúltera: estamos ante una imagen arquetípica del perdón y el olvido cristianos. Porque
la litotes “no condenar” no significa otra cosa que perdón en el sentido del Padrenuestro: “Y
perdónanos nuestras deudas”, con la obligada réplica anexa: “así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores”. El perdón no se obtiene sin condiciones entre los cristianos; también para la adúltera del
Evangelio de san Juan existe la condición de que cambie en el futuro su forma de vida. De todo esto
surgirá después, como es sabido, la práctica cristiana de la penitencia y la confesión. Todos los pecados,
incluso los “pecados mortales”, pueden ser perdonados por Dios si el cristiano se arrepiente, hace
penitencia y vuelve al camino de la virtud y la justicia.
¿Incluye ese perdón también el olvido, como parece indicar el juego de palabras, habitual desde
antiguo en las lenguas alemanas e inglesa, vergeben und vergessen, forgive and forget (perdonar y
olvidar)? Esto es algo que hay que considerar teniendo en cuenta otro pasaje de la Biblia, en el que el
propio Jesús pensó probablemente. En una oración del perseguido profeta Jeremías se lee lo siguiente:

Yavé es la esperanza de Israel; todos los que le abandonan serán confundidos. Verán sus nombres
escritos en el polvo, porque dejaron la fuente de aguas vivas, a Yavé [Jr 17:13]. [p. 279]

Se hace referencia aquí a los que olvidaron a Dios, a los que rompieron el pacto de memoria con
el Dios de Israel. Sus nombres serán escritos en el polvo (Lutero: en la tierra). Esta escritura no sirve,
pues, al recuerdo, sino al olvido. Según Jeremías, cabe pensar que Jesús entregó a sus tentadores al
olvido, escribiendo sus nombres en la arena. De hecho esos nombres fueron olvidados, si no por Dios,
sí por la historia. Pero quizá también, y eso me parece más próximo a su mensaje, quiso olvidar la culpa
de la pecadora, devolviéndola a “la fuente de aguas vivas”. Así al menos se ha entendido siempre su
enseñanza. Perdonar y olvidar son, por tanto, dos caras de una misma cosa. Me parece que
precisamente esto es lo que se relata en la historia bíblica de Jesús y la adúltera, con afán justamente
mnemotécnico (imago agens). Porque mientras el perdón se expresa con palabras (“no condenar”), el
olvido que lo acompaña y lo abarca como nuevo concepto está contenido en los gestos de quien aquí
escribe la culpa en la arena como Señor del recuerdo y del olvido.

De la adúltera del Evangelio según san Juan pasamos a otra adúltera, separada de ella por muchos
siglos y límites de género del más variado cuño. Pero el problema ha seguido siendo esencialmente el
mismo. Del novelista alemán Theodor Fontane (1819­1898) procede la historia, sin duda ningún
Evangelio, pero sí una novela de gran veracidad. Me refiero a la novela Effi Briest (1895).
El capítulo 25 de esta novela empieza bajo presagios aparentemente felices. El hasta entonces
gobernador provincial barón von Instetten ha sido ascendido a consejero ministerial y trasladado a
Berlín. [p. 280] Ahora “montará su casa” allí con su joven esposa Effi, de soltera Von Briest. También
Effi, que en los últimos años se ha visto asediada por más de un pensamiento atormentador (“como si la
persiguiera una sombra”), se deja atrapar por tan agradables perspectivas y olvida poco a poco que en
su pasado, pero “muy, muy lejos”, se oculta un asunto que podría destruir su felicidad. Hace años
mantuvo una relación con el mayor Von Crampas. Es una adúltera.
Se trata de un pecado grave, le aclaró en una ocasión su criada Roswitha, que mantenía una
relación con el señor Kruse, casado. En aquella ocasión, según ha sabido también Effi, Roswitha trajo
al mundo antes de tiempo un hijo ilegítimo, al parecer una gran vergüenza para ella y su familia. Porque
su padre, herrero de profesión, se lanzó con un hierro al rojo contra su extraviada hija, e incluso su
hermana pequeña le gritó que se fuera. Nada más nacer le quitaron al niño, y no sabe qué ha sido de él.
Es, como Effi no tarda en comentar, “siempre la misma historia”.
Pero Roswitha es católica, procede de Eichsfeld, en la región de Turingia, donde todo el mundo es
católico. Sin duda Effi, que ha sido educada en un “firme protestantismo” tiene tan sólo vagas ideas
acerca de los “papistas”, pero sabe que esa gente tiene que ir regularmente a la iglesia y confesarse, lo
que a veces quizá sea una suerte, por ejemplo, “cuando se tiene algo en el alma y no se puede tragar”.
Así que le pregunta minuciosamente qué ocurre con la confesión, ese sacramento del perdón y el
olvido. Si ayuda realmente a liberarse contra los pecados y poder simplemente tacharlos o si es cierto lo
que la gente dice de los católicos: “lo importante no lo cuentan”.
Roswitha confirma, en lo que a ella respecta, el escéptico prejuicio [p. 281] de Effi: “yo no dije la
verdad”. Así que la confesión tampoco le ha proporcionado un piadoso olvido. ¿Sigue, pues, esa
“persona buena y robusta” padeciendo el efecto del sentimiento de culpa? No, se ha liberado por su
cuenta de la carga de su pecado. Desde luego al principio aún pensaba que tenía la culpa del
inexplicado destino de su hijo, pero ahora piensa que “yo no fui, fueron los otros”. El tiempo, y no la
confesión, le ha ayudado y curado. Porque ya “hace tanto” de todo aquello.
Así que Effi Briest no encuentra consuelo para la pena de su memoria en Roswitha y la práctica
católica de la confesión. Tampoco está en su mejor momento en cuanto a salud. El médico aconseja una
cura en el balneario de Ems. Durante ese tiempo, su marido y el personal doméstico se ocuparán en
Berlín de su hijita Annie. Mientras, un accidente doméstico de la niña desencadena un excitado revolver
en mesas y armarios. Entonces el barón encuentra por azar un paquetito de viejas cartas que Effi ha
guardado. Son cartas de amor del mayor Von Crampas. El adulterio es manifiesto.
Instetten llama a un viejo amigo, el consejero Wüllersdorf, le cuenta la deshonrosa historia del
paso en falso de su esposa y le ruega que transmita al galán su desafío a duelo. ¿O debería perdonar a
su esposa? También esa idea le pasa brevemente por la cabeza, porque: “Quiero a mi esposa”. Pero para
él no resulta decisivo lo que piense y sienta “como individuo”: “pertenece a un todo”. Con esto se
refiere, naturalmente, a la clase social de aquellas personas que en esa época aún se sentían obligadas a
mantener un código de honor. Un código de honor que a finales del siglo XIX ya se había quedado
bastante obsoleto en toda Europa, pero no para un barón prusiano y consejero ministerial como
Instetten. [p. 282] Él no quiere ni puede vivir deshonrado, como solía decirse entonces, aunque el
honor, según osa pensar en un instante de lucidez, no sea más que “un algo social que nos tiraniza”.
Pero aún queda una última posibilidad de evitar la catástrofe familiar. Según Instetten sabe, en el
código de honor (la mayoría de las veces transmitido oralmente, y sólo de pasada registrado por escrito)
hay una cláusula de prescripción según la cual una ofensa al honor prescribe al cabo de diez años, y en
consecuencia ya no tiene que ser reparada con un duelo. Desde el adulterio han transcurrido seis años y
medio. Demasiado poco para la cláusula de prescripción, cree Instetten, ya que un caso como éste sólo
puede considerarse resuelto ante la sociedad como mínimo al cabo de diez años, y ni un día menos. Y
además, el principio de la prescripción, definible jurídica y civilmente como un olvido sancionado
públicamente, es para el barón Instetten “algo a medias, algo débil”.
Así que el destino sigue su curso: “Tengo que hacerlo”. El duelo tiene lugar. Crampas resulta
mortalmente herido. La expiación consiste para Effi en que “se divorcia culpablemente” de su marido,
y también tiene que separarse de su hija: “¡Hace una hora aún una mujer feliz, querida por todos los que
la conocían, y ahora expulsada!”. Ni siquiera la casa paterna la acoge ya, hasta que al cabo de unos
años el viejo Briest entra en razón: “¡Effi, ven!”.
La historia de Effi Briest es un drama de olvido. Las “viejas historias” con el mayor Von
Crampas, que en el lenguaje de la moral, el honor y el derecho reciben el nombre de adulterio, han sido
prácticamente olvidadas por quienes fueron sus actores. Incluso el código de honor, amenazado
también por el olvido, ha introducido en sus rígidas normas de conducta una cláusula de olvido con el
principio de la prescripción: al cabo de diez años (¿por qué precisamente diez?), un delito de honor
puede considerarse olvidado y ya no necesita ser lavado [p. 283] con sangre como sucede en todos los
demás casos. Por lo demás, hay que objetar que Effi aún es muy joven. Era casi una niña entonces,
cuando ocurrió la cosa. Sólo por ligereza (dice Von Crampas) pudo “olvidarse de sí misma”, como solía
decir la gente entonces. Así que la historia de la adúltera Effi Briest podría haber tenido un final
conciliador si los hombres de honor, pistola en mano, hubieran recordado el clemente perdón y curativo
olvido de aquel hombre del templo de Jerusalén que dio su nombre a la religión. Pero el propio
cristianismo ha sido olvidado en esta novela, olvidado por los cristianos, por los católicos tanto como
por los protestantes.

4. Amnesias, amnistías y el enigmático jubileo (Schiller, Kleist, Celan)

El Barroco, al que debemos valiosísimas obras del arte y la literatura, fue también una época de
muchas guerras, en Alemania tuvo lugar la Guerra de los Treinta Años. La siguiente estrofa de un
poema barroco alemán procede de tiempos de guerra y expresa —en sentido alegórico— por qué
caminos puede quizá hacerse la paz en un país destrozado por la guerra. La estrofa dice:

Dejad a un lado castigo y venganza,


y el olvido amad;
lograréis alcanzar
la mayor fama,
a los propios dioses igualar;
sí, tan sólo olvidad, perdonar;
y el país alcanzará la paz. [p. 284]

Más o menos en torno a la época en que se escribió este poema puso pie en la arena política la
idea de que la reconciliación y la paz en la convivencia entre los hombres podían dimanar del perdón y
el olvido cristianos. Así, el historiador Jörg Fisch ha podido mostrar con muchos ejemplos, en un
análisis muy digno de ser leído, cómo precisamente en el siglo XVII europeo, e incluso en el XVIII,
siguiendo en todo caso modelos de la Antigüedad, era habitual en los tratados de paz un amplio
mandato de olvido por todas las acciones culposas de guerra. A menudo se expresaba formalmente
como “amnistía y olvido” (en francés: amnestie et oubli), significando la palabra de origen griego y la
palabra de origen latino, como sinónimos del lenguaje jurídico, lo mismo, a saber: “olvido ordenado”.
Jurídicamente, esta cláusula de olvido expresa una obligación, vigente para ambas partes firmantes de
la paz, de renunciar a toda atribución de culpabilidades y medidas sancionadoras por las pasadas
acciones de guerra. Así, por ejemplo, en la Paz de Westfalia (1648) se dice, ya en el artículo 2, que en
adelante “eterno olvido y amnistía” (perpetua oblivio et amnestia) deben “enterrar” las acciones bélicas
de la Guerra de los Treinta Años y fundamentar una paz duradera. “Poner en olvido” (mettre en oubli)
se llama esta disposición en el lenguaje del Derecho. La concepción jurídica expresada en tales
términos es aún familiar a Immanuel Kant cuando escribe: “Que con la paz también esté vinculada la
amnistía forma parte del propio concepto de la misma”. En este sentido debe entenderse también, tras
los acontecimientos que rodean a la Revolución Francesa, el lema de Luis XVIII, que promete a su país
“unión y olvido” (Union et oubli) al [p. 285] ocupar el gobierno en 1814, y cualificar esta máxima en el
artículo 11 de la Charte constitutionnelle del mismo año de la siguiente forma:

Toutes recherches des opinions et votes émis jusqu'à la restauration sont interdites. Le même oubli
est comandé aux tribunaux et aux citoyens.

Queda prohibida toda investigación de opiniones y actitudes producidas con anterioridad a la


restauración. El mismo olvido se ordena a los tribunales y a los ciudadanos.

Las grandes guerras nacionales y mundiales de épocas posteriores ya no son de un género que
permita que los crímenes de guerra (la expresión es usual desde la Primera Guerra Mundial), cada vez
más espantosos, vinculados a ella puedan ser borrados de la memoria de la humanidad por un olvido
legalmente prescrito. Por eso, es moral e históricamente consecuente que desde los Procesos de
Nuremberg contra los criminales de guerra, cuya concepción jurídica fue ratificada por el Bundestag
alemán y el Tribunal Internacional contra Crímenes de Guerra de La Haya, todo “crimen contra la
humanidad”, especialmente en forma de genocidio, haya quedado excluido de toda amnistía y no pueda
prescribir. Esta disposición incluye todos los crímenes relacionados con la planificación y ejecución de
la “aniquilación” (holocausto, Shoah) de los judíos. Y es también consecuente que Ezer Weizmann,
como Presidente del Estado de Israel, excluyera expresamente en su discurso ante el Bundestag alemán
de 16 de enero de 1996 tanto el perdón como el olvido del genocidio perpetrado por los alemanes contra
los judíos europeos.
Sigue abierta la cuestión de cómo se comportan los individuos, [p. 286] generación tras
generación, frente a esta imprescriptible obligación de recordar, y de cómo se comportarán en el futuro.
¿Es esta prohibición de olvido, que existe irrevocablemente desde Auschwitz entre Israel y Alemania —
y vinculante para ambos pueblos—, una “eterna alianza, que nunca será olvidada” (foedus sempiternum
quod nulla oblivione delebitur), como dice el profeta Jeremías? Pero ¿se puede imponer de verdad
semejante mandato, si ha de regir para todos los tiempos y el hombre sigue siendo un animal
obliviscens, sin que tanto por el lado de las víctimas como por el de los verdugos la memoria se
agarrote y se engendre nueva enemistad? ¿Tiene sentido, entonces, la inteligente máxima de Baltasar
Gracián (1601­1658), que dice sencillamente: Saber olvidar? Pero Gracián añade en seguida: “más es
dicha que arte”. Porque, como moralista, también sabe que “no sólo es villana la memoria para faltar
quando más fue menester, pero necia para acudir quando no convendría”.
En los grandes dramas históricos de Friedrich Schiller (1759­1805) aparece este problema como
elemento trágico. En La doncella de Orleáns (1801), al principio de la acción parecen abrirse paso la
paz y la reconciliación entre el rey Carlos VII de Francia y el duque Felipe de Borgoña. Dice Carlos:
Que se hunda en el Leteo
para siempre lo pasado (…).
¡Olvidadlo! Todo está perdonado. Todo
lo borra este único instante.

Y Felipe (“el Bueno”):

¡Quiero resarciros! Creedme, lo quiero. [p. 287]


Todos los sufrimientos os serán compensados.

Sin embargo, pronto sabemos por la acción del drama que esa “honesta reconciliación” ha
quedado en nada, y la guerra continúa.
Algo parecido leemos o vemos en el escenario en la tragedia de Schiller La novia de Mesina o
Los hermanos enemigos (1803). Aquí es Isabella, la madre, la que se esfuerza, desesperada, por
“liquidar” el fatal pleito entre sus hijos. Así que coge las manos de ambos y les exhorta:

¡Oh, hijos míos! Venid, decidíos


a pagar mutuamente vuestra cuenta,
porque igual es la injusticia por ambas partes.
Sed nobles y, generosos, entregaos unos al otro
la enorme culpa que no podéis quitaros.
¡La más divina de las victorias es el perdón!
¡Arrojad a la cripta de vuestro padre
los viejos odios de la temprana infancia!
Que el bello amor sea la nueva vida,
bendita la concordia, la reconciliación.

Mientras escuchan estas palabras, los hermanos miran al suelo, sin mirarse. Pero la guerra entre
ellos prosigue hasta el amargo fin, la muerte de ambos hermanos. El coro lo ha sabido siempre:

Cosas demasiado graves han ocurrido,


Que jamás se entregan al perdón ni al olvido. [p. 288]

También el coro tiene la última palabra en la tragedia: “El mayor mal es la culpa”.
En otra ocasión más —cronológicamente antes de los dramas mencionados—, Schiller hizo un
intento con el perdón y el olvido. En su drama Wallenstein (1798­1799) volvemos a oír en el escenario
los seductores tonos: “¡Dejad que el pasado se olvide!”. Illo, mariscal de campo de Wallenstein y su
hombre de confianza, dice estas palabras mientras abraza a su adversario Octavio Piccolomini, que
prepara ya la caída de Wallenstein. La escena está cargada de ironía trágica, amplificada por el hecho de
que el mariscal está borracho y tiende a su adversario la bebida del olvido: “¡Que se ahogue toda ira en
esta bebida de la alianza!” Sin embargo, el vino no sirve como droga del olvido, y la tragedia sigue su
curso, sin perdón ni olvido.
Pero no quiero apartarme de Schiller sin recordar su himno —y de Beethoven— “A la alegría”.
En realidad, no se trata de un himno, sino de una “alegre” canción de bebedores, en la que los amigos
brindan por ese poder celestial: “¡Esta copa por el buen espíritu!”. ¿Ayuda este vino a olvidar? Sí, ésa
es aquí la opinión de Schiller, e incluso para el perdón esta bebida de amistad y hermandad es un buen
agüero. Así, los versos invocan:
Sufrid con valentía, millones
Padeced por un mundo mejor
Allá sobre la bóveda del cielo
Hallaréis la recompensa de Dios.

Premiar no se puede a los dioses


Es hermoso ser su igual
Únanse a la alegría [p. 289]
La miseria y la aflicción.

Olvidemos rencor y venganza


Al mortal enemigo el perdón
Que no le atenace el llanto
Ni roa la contrición

Destrúyanse nuestras deudas


Y reconciliado el mundo
Hermanos, sobre la bóveda del cielo
Juzgue Dios, cómo juzgamos.
(…)

Liberación de tiránicas cadenas


Indulgencia también al malvado
Esperanza en el lecho de muerte
Clemencia en el tribunal más alto.

Que también los muertos vivan,


Hermanos, bebed y cantad,
Perdón a todo pecados
Que no haya infierno jamás.

Sí, sin duda es un poema muy idealista, y por cierto más un brindis que un himno. Pero en la
medida en que es un himno, que de hecho sirve oficialmente como himno de Europa, entonces hay que
reflexionar con mayor profundidad sobre el perdón y el olvido como ingredientes de la idea de Europa.
[p. 290]
Las amnistías contempladas caso por caso y aplicadas a individuos reciben el nombre de indultos.
El derecho de clemencia es, desde la Antigüedad, uno de los privilegios fundamentales del soberano,
especialmente cuando gobierna de manera absoluta. Pero también la democracia conoce, dentro de
unos límites, este derecho del soberano, que puede ser entendido como perdón y olvido ordenados
“desde arriba”.
Heinrich von Kleist (1777­1811), en su obra El príncipe de Homburg (1810­1811), que se basa en
acontecimientos bélicos en parte históricos en parte legendarios del siglo XVII, elevó la acción de la
obra, con las potencias del olvido y el perdón, a las cotas de una sutil tragedia. En esta obra
Brandenburgo y Suecia están en guerra. Se avecina una batalla, que después entrará en los libros de
historia con el nombre de batalla de Fehrbellin (1675). Uno de los generales de Brandenburgo a las
órdenes del Gran Elector es el joven príncipe de Homburg. Algo espantoso ocurre. Cuando se están
dando las instrucciones acerca del orden de batalla, el príncipe está tan ausente y “disperso” que al día
siguiente no se acuerda del plan, y en la batalla, aunque recibe múltiples indicaciones de sus
subordinados, se empeña tercamente en dar órdenes de ataque erróneas. Sin embargo, el azar hace que
resulten tácticamente correctas, y la batalla es una victoria. ¿Puede el príncipe de Homburg ser
festejado como el vencedor de Fehrbellin?
En este punto, podemos recordar una reflexión de Sigmund Freud, que señala que la desmemoria,
normalmente un “fallo” insignificante en la sociedad burguesa, es un grave delito en el ejército y en la
guerra. Escribe: “Que en cuestiones militares la disculpa de haber olvidado algo no sirve de nada y no
protege contra la sanción, es algo que todos sabemos y hemos de considerar [p. 291] correcto”. Así le
ocurre también al príncipe en la obra de Kleist. Un consejo de guerra le condena a muerte. Ya se está
cavando la fosa que acogerá su cadáver. Entonces, el príncipe se derrumba. Se olvida de quién es e
implora —“de manera totalmente indigna”— clemencia. Incluso quiere renunciar a la princesa Natalie,
que con sus muestras de inclinación hacia él fue causa de su confusión y desmemoria, si eso puede
mover a la clemencia: “En mi pecho se ha extinguido toda ternura hacia ella”.
Hay algo en el personaje del príncipe de Homburg que recuerda al teniente Katte, que también
tuvo que experimentar toda la severidad de la ley militar y fue ejecutado, a despecho de sus nobles
motivos. El paralelismo entre ambos oficiales se ve subrayado además porque Kleist tomó como fuente
para su drama los Recuerdos de la historia de la Casa de Brandenburgo (1751), salidos de la pluma de
Federico el Grande. ¿Tendrá entonces el príncipe de Homburg que pagar con su joven vida el olvido de
sus obligaciones en Fehrbellin? No, la clemencia se anticipa al Derecho. A ruegos de las damas y de
todo el cuerpo de oficiales, el príncipe es indultado por el Elector. Al oír la palabra “indultado” la
princesa pregunta, para precisar: “¿Va a ser perdonado?”. Sí, la sentencia es “conmutada”, pero con la
condición de que el príncipe pueda personarse a sí mismo. Entonces el príncipe se domina y rechaza la
clemencia condicionada del Elector. Quiere ir a la muerte “reconciliado y alegre”.
El príncipe no es ejecutado. Precisamente el hecho de estar dispuesto a considerar justa la dura
sentencia por su desmemoria da al Elector la posibilidad de transformar el indulto condicionado en
incondicional y confirmarlo como “clemencia justa”.
El Elector del texto de Kleist es sin duda más humano de lo que lo fue en la realidad histórica su
hijo Federico Guillermo I, que no [p. 292] tuvo clemencia alguna para el delito de Katte. Sin embargo,
como aquel en la realidad, tampoco el Elector renuncia en el drama de Kleist a una educación
extremadamente drástica de la memoria principesca. La obra termina con que el príncipe de Homburg
que aún no sabe nada de su indulto, es llevado al lugar de ejecución con los ojos vendados. Sólo cuando
ya suena el redoble del tambor la princesa le quita la venda y le distingue con una condecoración... una
imago agens de angustiosa intensidad. Con una mnemotecnia así de torturante­curativa, se supone que
el disperso príncipe quedará curado de una vez por todas de su poco castrense desmemoria. Como
Federico en la ejecución de Katte, también él cae en profundo desmayo.

De Schiller y Kleist, vamos a un poeta que, como autor judío en lengua alemana, ha
experimentado la tensión entre el recuerdo y el olvido, en su vida y en su obra literaria, más allá de los
límites de los soportable: Paul Celan (1920­1970). Ya el poema que da título a su primer volumen de
poesías, La arena de las urnas (1948), trata del olvido, y dice:

Verde moho es la casa del olvido.


Ante cada una de las batientes puertas azulea tu decapitado
tamborileo.]
Bate para ti el tambor de musgo y amargo vello púbico;
con ulcerado dedo, pinta en la arena tu ceja.
La dibuja más larga de lo que fue, y el rojo de tus labios.
Aquí llenas las urnas y alimentas tu corazón.
Vemos que ante la casa del olvido, dondequiera que esté, se [p. 293] vuelve a escribir o dibujar en
la arena. Y esa arena es a la vez ceniza, porque llena las urnas.
Poco después Celan recogió los poemas de este primer volumen, poco apreciado por la opinión
pública, en un segundo volumen, publicado en el año 1950 con el título Amapola y memoria. En este
volumen está también “Fuga de muerte”, que cimentó su fama literaria.
Que la amapola (Papaver somniferum), que en el título de este volumen aparece emparejada con
la memoria, simboliza el olvido, se desprende de otro poema del mismo, en el que Celan habla
expresamente de “amapola del olvido”. Sin embargo, las valencias entre olvido y recuerdo no son en
modo alguno iguales. El recuerdo es dominante frente al olvido, en tanto que domina obsesivamente al
“maestro alemán” que atrapó para siempre la fuga de muerte.
Las siguientes consideraciones respecto a Amapola y memoria de Celan giran entorno a un
poema suyo posterior, en el que aparece una palabra difícilmente comprensible sin explicación alguna.
Por eso, tengo que imponer al lector un pequeño excuso etimológico y conceptual. Se trata de la palabra
Halljahr, literalmente “año del sonido”, conocida en el alemán antiguo sobre todo a través de la
traducción de la Biblia realizada por Lutero, y que ha sido sustituida en la lengua moderna por la
expresión Jubeljahr, “año jubilar”. Ambas palabras tiene un mismo origen en la palabra hebrea jobel,
que designa un cuerno de caza o también, por metonimia, su sonido alegre y festivo. Lutero reprodujo
el sentido metonímico de esta palabra con la palabra alemana Hall, “sonido”, mientras la palabra
“júbilo” recogida en Jubeljahr o “año jubilar” (o también “jubileo”) conecta, en su evolución como
préstamo, [p. 294] con el hebreo jobel, aunque en todo caso un recuerdo etimológico popular vibra en
la palabra medio y tardolatina iubilum, “júbilo” (como grito de alegría a pastores y cazadores).
Tenemos que escarbar un poco más para fijar con más exactitud el “enigmático jubileo” (dice
Celan en otro poema). En el Levítico se describe con todo detalle lo que es un jubileo en la tradición
judía, y ello con intención legislativa. Lo primero que se establece es que, por analogía con el ciclo de
siete días de la semana, con el Sabbat como día de fiesta y de descanso, debe regir un ciclo semejante
de años, con el séptimo año como año festivo. Sin embargo, hay que celebrar un año aún más festivo
cuando han pasado 49 años (7 x 7). Entonces viene el año quincuagésimo, en el que han de resonar
(hallen) festivos los cuernos, por lo que el año del cuerno o jubilar puede ser llamado “jubileo”.
El año jubilar o jubileo es ante todo un período señalado en la vida de un judío o de la comunidad
religiosa judía porque en este año, como cada séptimo año, se perdonan las deudas pendientes. Por eso
se le llama también “año de remisión” (Vulgata: annus remissionis). Lo que ello significa es que “cada
uno volverá a su posesión”. La “remisión” de deudas se aplica, por tanto, no sólo a las cosas prestadas
sino también a las personas sometidas a servidumbre (por deudas) y, resumiendo, la fórmula de
remisión reza, al final de otro pasaje de la Biblia: “Será para vosotros jubileo, y cada uno de vosotros
recobrará su propiedad”.
Si el jubileo así descrito es, como todas las fiestas judías, una fiesta del recuerdo y la memoria,
unida por el simbolismo del número siete a la creación del mundo y la instauración del Sabbat como
día de celebración y descanso, es al mismo tiempo, por su contenido, un año del olvido. Porque la
“remisión” de las deudas y [p. 295] obligaciones es un acto de olvido ordenado por Dios y anunciado
por Moisés a todo el pueblo. Toda “alienación”, si se puede emplear aquí un vocablo marxista, debe ser
olvidada mientras dure este año: en verdad un motivo de celebración.
Tampoco los cristianos olvidaron después este motivo de celebración. Después de que ya san
Isidro de Sevilla recordara el año jubilar (annus iubilaeus) del calendario judío, sólo para ver
simbólicamente (per figuram) en la remisión de las deudas un signo de la remisión de los pecados en el
más allá y el descanso en Dios (requies aeterna), el papa Bonifacio VIII implanta en el año 1300 un
año de la salvación para toda la cristiandad, que desde entonces se celebrará solemnemente como “año
santo” a intervalos variables cada 100, 50, 33 o 25 años. En el año santo se peregrinaba más que de
costumbre a Roma,para recibir allí la indulgencia plenaria anunciada por el papa con este motivo,
también éste un acto de olvido, para el perdón de todos los pecados. Dante fue uno de los peregrinos de
aquel primer año santo, y en recuerdo de esta gran fiesta del olvido situó su Divina Commedia, su viaje
al más allá que le llevó por los reinos del olvido y del recuerdo —infierno, purgatorio y paraíso—,
precisamente en ese año 1300.
Tras esta larga prehistoria (para los judíos y cristianos creyentes: en mitad de esta historia
vivamente recordada), llego al breve poema de Paul Celan, cuyo primer verso y título es “Y fuerza y
dolor”. Está incluido en el volumen de poemas Parte de la nieve, escrito poco antes de su muerte, en los
años 1967­1968, y publicado a título póstumo en 1970­1971, y reza: [p. 296]

Und kraft und schmerz Y fuerza y dolor


und was mich stiess y lo que me golpeó
und trieb und hielt: y movió y mantuvo:

Hall­Schalt­ Años
Jahre, jubilares y bisiesto

Fichtenrausch, einmal, el rumor de los abetos, una vez,

die wildernde Überzeugung la errabunda convicción


dass dies anders zu sageb de que esto tiene que decirse
sei als] de otro modo]
so. que así.

A pesar de su brevedad, desde el punto de vista formal el poema de Celan puede ser calificado de
poema narrativo. El principio con “y” corresponde al estilo narrativo bíblico (“Y Dios dijo..”). La
misma conjunción “y” se repite cuatro veces a corta distancia, lo que da al poema un fuerte dinamismo.
Ese dinamismo se concreta en los tres verbos “golpeó”, “movió” y “mantuvo”, que se encuentran en
pretérito indefinido y además representan sensorialmente el movimiento por su igual cadencia.
También podemos ver como señal narrativa la locución adverbial “una vez”, que apunta a un
acontecimiento como verdadero objeto del relato. Por último, también la estrofa final pertenece
indirectamente a este contexto narrativo. En ella el autor se aparta con énfasis crítico (errabunda
convicción) del especial modo y manera (“así”) en que ha dicho en este poema lo que tenía que decir.
Tenía que haber sido dicho de forma completamente distinta, quizá totalmente [297] narrativa, o no
narrativa en absoluto. En este discutible sentido, la última estrofa de este poema de Celan puede ser
entendida como expresión de una crítica narrativa que no ahorra a su propia escritura.
Porque ¿qué es lo que Celan cuenta en este poema? El contenido material y narrativo sólo es
reconocible por indicios, igual que Celan, en el resto de su obra literaria, jamás usó de la fuerza de la
narración (¡larga, de largo aliento!), que, según Freud, relaja el espíritu y alivia la memoria. El suceso,
que cabe esperar de una narración, se oculta al parecer en las palabras “rumor de los abetos” (que
también podría ser el “humo de los abetos”), situadas inmediatamente al lado de la señal narrativa “una
vez”, y se encuentra tan comprimido y oculto que no puede ser decodificado sin información
suplementaria. Pero, a juzgar por la semántica de los verbos de la primera estrofa (golpeó, movió,
mantuvo), tiene que haber sido un acontecimiento violento del que produjo ese “dolor”. Es al parecer
esa “herida del recuerdo” que no cicatriza, de la que Celan habla en otro poema y que también
constituye el impulso y el dolor de recordar de la “Fuga de muerte”, y quizá de toda su creación
poética: el holocausto, la inolvidable Shoah.
Quizá el “enigmático jubileo” de nuestro poema pueda relacionarse con este contexto de olvido y
recuerdo. La palabra “jubilar” y “bisiesto”, son palabras del calendario, la una del calendario judío, la
otra del juliano­gregoriano. Ambas pertenecen a ese sistema ordenador que hace el tiempo recordable
para el hombre. Pero el año jubilar no sólo es fecha de recuerdo sino también de olvido, ya queen ese
año de remisión se puede perdonar la culpa [p. 298] y olvidar el recuerdo debido. Cada cincuenta años,
así lo ha dispuesto Moisés, ha de celebrarse tal jubileo.
En su propio cincuentenario, el año jubilar de su vida, Celan dejó la vida voluntariamente. No
podemos descifrar esta muerte. Sabemos que un río, el Sena, se llevó su cuerpo, pero otro río, el Leteo,
no se llevó el espíritu de su obra literaria. [p. 299]
IX. Auschwitz y nada de olvido

1. Jamás olvidaré (Elie Wiesel)

El 10 de abril de 1945 Elie Wiesel, de dieciséis años, fue liberado por tropas americanas del
campo de concentración de Buchenwald. Alrededor de un año antes, había sido deportado a Auschwitz
con toda su familia y todos los demás judíos de su lugar natal, Sighet, una pequeña ciudad de Rumanía.
Ya en la primera selección, su madre y sus tres hermanas, Hilda, Bea y Tzipora, fueron separadas de él
y de su padre; nunca volvió a saber de ellas. Con su padre quedó Eliezer (así le llamaba él), en los
campos de concentración de Auschwitz y Buna, y juntos lucharon diariamente por su supervivencia.
Sólo durante la marcha de la muerte hacia Buchenwald, pocos días antes de la liberación, murió el
padre, extenuado y agotado, con el nombre del hijo en los labios.
Elie Wiesel fue el único superviviente de esta familia judía, y el único testigo que aún podía
hablar en su nombre. Esto no sucedió inmediatamente después de su liberación. Sólo diez años
después, apremiado por el escritor francés François Mauriac, Elie Wiesel llevó al papel en lengua
francesa, con el título Noche (Nuit), lo que los torturadores y asesinos de Auschwitz y Buchenwald,
hombres vestidos con uniforme alemán, habían hecho a su puesto, a su [p. 301] familia y a él mismo.
Desde entonces, Elie Wiesel ha escrito acerca del holocausto (empleo aquí esta pobre expresión, que es
la que él emplea) una y otra vez, en muchos otros libros y artículos, para recoger en palabras
comprensibles lo incomprensible de ese genocidio y preservar del olvido el recuerdo de las víctimas.
Que su escritura tenga un tono de luto y amargura, pero sin odio ni sentimientos de venganza, refleja
una profunda humanidad, en la que todos los lectores de este autor, distinguido en el año 1986 con el
Premio Nobel de la Paz, pueden ver un signo de esperanza.
Elie Wiesel escribió su libro Noche, como el resto de sus escritos, para cumplir una promesa que
el autor data en la primera noche pasada en Auschwitz. La familia ya ha sido separada, los hornos
crematorios humean, y los prisioneros recién llegados comprenden qué fin ha sido pensado también
para ellos. La promesa de Elie Wiesel dice, en el lenguaje solemne y poético y casi bíblico que el autor
le ha dado al mirar hacia atrás:

Jamais je n'oublierai cette nuit, la premiere nuit de camp qui a fait dema vie une nuit longue et
sept fois verrouillée.

Jamais je n'oublierai cette fumée.

Jamais je n'oublierai les petits visages des enfants dont j'avais vu les corps se transformer en
volutes sous un azur muet.

Jamais je n'oublierai ces flammes qui consumerent pour troujours ma Foi.

Jamais je n'oublierai ce silence nocturne qui m'a privé pour l'éternité du désir de vivre. [p. 302]
Jamais je n'oublierai ces instants qui assassinerent mon Dieu et mon âme, et mes rêves qui prirent
le visage du désert.

Jamais je n'oublierai cela, même si j'étais condamné a vivre aussi longtemps que Dieu lui­même.
Jamais.

Jamás olvidaré esa noche, la primera noche en el campo, que ha hecho de mi vida una larga noche
siete veces maldita.

Jamás olvidaré el humo.

Jamás olvidaré los pequeños rostros de los niños, cuyos cuerpos se convirtieron en volutas ante
mis ojos en un azul silencioso.

Jamás olvidaré esas llamas que consumieron para siempre mi fe.

Jamás olvidaré ese silencio nocturno, que me privó por toda la eternidad del deseo de vivir.

Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y convirtieron mis sueños en
polvo del desierto.

Jamás olvidaré todo eso, aunque estuviera condenado a vivir tanto tiempo como Dios mismo.
Jamás.

No puedo imaginar a un solo lector de Noche de Elie Wiesel que pudiera pasar la vista sobre esta
promesa sin apropiarse con angustia de su sentido. Aquí ya no está permitido el olvido. No hay un arte
del olvido, ni puede haberlo. Pero, mirando a posteriores [p. 303] escritos del autor y a otros
documentos de la bibliografía del holocausto, hay que decir también aquí que el problema de la
memoria de Auschwitz aún no queda resuelto con esta promesa, y los riesgos del olvido no han sido
definitivamente conjurados. Esto se aprecia ya en el hecho de que incluso para su promesa Elie Wiesel
ha elegido, en vez de la sencilla afirmación “recordaré”, la enfática negación “Jamás olvidaré”.
¿Realmente no olvidará? ¿Y tampoco olvidarán los descendientes?
Se ha discutido mucho entre los historiadores si el holocausto, tal como fue ejecutado siguiendo
órdenes alemanas, es comparable con otros genocidios de la historia universal de las épocas antiguas y
modernas o si este acontecimiento histórico resiste todo intento de comparación, en su espanto sin
precedentes. También Elie Wiesel ha reflexionado acerca de esta cuestión, angustiosa, pero inevitable
para un historiador, y la ha respondido diferenciadamente en sus escritos; ante este crimen, no se ha
limitado a plantear torturantes preguntas en vez de querer responderlas, incluidas las preguntas a Dios.
Sin embargo, lo que parece fuera de cuestión es que el genocidio de los judíos europeos se
distingue radicalmente de todos los demás genocidios de la historia en al menos una dimensión, y es la
dimensión de la memoria cultural. Porque de los judíos se ha dicho a menudo, y con buenas razones,
que como pueblo han conservado su religión y cultura, más que cualquier otro pueblo de la historia, a
partir de una memoria común, tanto más cuanto que durante siglos han vivido y siguen viviendo hoy en
gran medida dispersos. Por ello se han convertido —en palabras de Jacques Le Gof— en “el pueblo de
memoria por excelencia”. Todo judío siempre tiene en cuenta, dice Elie Wiesel en una [p. 304]
entrevista, la máxima “Ser judío es recordar” (To be a Jew is to remember).
La memoria judía —ya lo vimos en el capítulo dedicado a san Agustín— es en su núcleo una
memoria de Dios, lo que puede verse tanto desde el punto de vista de Dios como desde el de los
hombres. Dios como Señor de la Historia recuerda su Creación y, señaladamente, a su pueblo elegido,
con el que ha concluido un contrato de memoria válido para toda la historia universal. Éste dice,
formulado negativamente, que Dios no abandonará a su pueblo mientras su pueblo resista por su parte
toda tentación de olvidar a su Dios para volverse a otros dioses o ídolos. El culto religioso es, por tanto,
para los judíos siempre una ceremonia de la memoria. Presuponiendo esto, Elie Wiesel puede poner en
boca del cabalista Kalman: “Somos la memoria de Dios”.
La historia es el espacio en el que se pone de manifiesto si ambas partes han respetado o no la
promesa de mutua memoria. En lo que a Dios atañe, no parece haber dudas. ¿Acaso, en su
inquebrantable fe contractual, no liberó a los israelitas de las cautividades egipcia y babilonia y les
otorgó la Tierra Prometida? ¿No han sido a menudo los judíos, incluso después de la destrucción del
Templo, protegidos de los peores riesgos de la dispersión y de algunas persecuciones, aunque no de
todas? Por eso en la oración, especialmente en el Sabbat y en las grandes festividades del calendario
judío, dar las gracias y recordar los grandes hechos que Dios ha llevado a cabo en pro de su pueblo, en
un canto de alabanza a la alianza de memoria entre el cielo y la Tierra, es el núcleo de todo rito judío y
la síntesis de la religiosidad judía.
Pero ¿siguió vigente este contrato de memoria también en Auschwitz? Esta torturante pregunta no
da reposo al joven Eliezer [p. 305] en el campo de concentración y después al escritor Elie Wiesel en su
escritorio. ¿Han traicionado quizá los judíos europeos, más o menos emancipados y asimilados a su
entorno no­judío, su pacto de memoria con Dios? ¿O es Dios mismo el que, con o sin motivo, ha
rescindido por su parte el contrato con Israel? ¿Fueron los judíos de Auschwitz “olvidados por Dios”
(forgotten by God)?
Si Elie Wiesel no tiene respuesta para tales preguntas —y precisamente para esta última pregunta
—, sin embargo podemos encontrar en su obra pistas que hacen avanzar nuestros intentos de
comprender. Porque según una frase, digna de ser tenida en cuenta, de su novela El mendigo de
Jerusalén (Le mendiant de Jérusalem, 1968), el hombre es la historia de Dios (L'homme est l'histoire
de Dieu). Pero el autor es claramente consciente de que esa palabra da miedo a mucha gente.
Ante este trasfondo histórico, puede considerarse el genocidio de los judíos europeos y el intento
de Hitler de exterminar por completo al pueblo judío, al menos en Europa, como un incomparable
atentado, sin precedentes, contra la memoria cultural de la humanidad, como millonario memoricidio,
si esta expresión es adecuada. Porque en ningún lugar del mundo la memoria, como fuerza religiosa y
cultural, se ha encarnado tan plenamente en una colectividad humana como en el pueblo judío, desde
Moisés hasta Moses Mendelssohn y más allá. Hitler y su séquito sabían exactamente que la fuerza
inaudita con la que el judaísmo se ha afirmado en el mundo a través de siglos de diáspora, desprecio y
persecución sólo es comprensible como fuerza extraída de la memoria. Y como igualmente sabían que
ningún proceso de olvido, ni siquiera la asimilación, podía consumir por entero ese potencial de
memoria, se movilizaron bajo el estandarte de la palabra [p. 306] “raza”, la única memoria que
conocían, la obtusa y ciega contramemoria de la sangre (sea ello lo que fuere), para acabar de una vez
por todas con la memoria judía. Y por fin convirtieron a la muerte, millones de veces, en esbirro de su
lucha contra la memoria. Su voluntad era que se tratara de una muerte —en la fosa común, en la cámara
de gas o al borde de una marcha de la muerte— que no dejara el menor rastro de memoria sobre la
Tierra.
Pero mientras ese objetivo final no fue alcanzado, los prisioneros judíos de los campos de
concentración intentaron, hasta el límite de sus fuerzas físicas y psíquicas, mantener viva su memoria
judía. Pronunciaron las oraciones tradicionales, celebraron las fiestas judías, ayunaron a veces en medio
del hambre o, como el judío polaco Zalman, según recuerda Elie Wiesel, se retiraron interiormente por
entero al mundo del Talmud. Pero a estos restos de memoria, afirmados con sobrehumano esfuerzo, se
contraponía por parte de los torturadores la memoria del campo, que funcionaba implacablemente,
simbolizada en los números tatuados en los presos, cuya anotación en el momento de la selección
significaba la muerte. “El doctor Mengele no olvida nada”, escribe Elie Wiesel en Noche.
Por eso, los pasajes más conmovedores del relato de sus padecimientos son aquellos en los que el
autor describe con preciso recuerdo, paso a paso, cómo a los prisioneros, mientras aún siguen vivos, se
les quita toda forma de memoria propia, de manera que el instinto de supervivencia les lleve a olvidar
todo lo que ocurre a su alrededor. Primero, al principio de la persecución de los judíos de Rumanía, se
deportaba sólo, según el relato de Wiesel, a los judíos “extranjeros”. Apenas se habían ido, los judíos
locales ya los habían olvidado. Entonces se golpea al gueto vecino unos días [p. 307] antes del propio
gueto. Una vez más, un telón de olvido cae con rapidez entre los compañeros de sufrimiento del día
anterior y del posterior. En Auschwitz, los prisioneros judíos prometen a su correligionario Akiba
Drumer, que ya está seleccionado para la muerte en la cámara de gas, que rezará por él la oración
funeraria. Amenazados diariamente por la muerte también ellos, lo olvidan. El judío polaco Zalman,
del que ya hemos dicho que se ha retirado por entero con sus memoria al mundo talmúdico, tampoco
sobrevive y es olvidado de inmediato por sus compañeros. En la macha de la muerte hacia Buchenwald,
el rabino Eliahou se mantiene aún un tiempo al lado de su hijo, un poco menos consumido, pero luego
se queda atrás en la fila, y el hijo, en el umbral también de la muerte, le olvida. Por último, al final de la
historia, el propio narrador, Eliezer, es asaltado por la instintiva tentación de no pensar más que en su
propia supervivencia y entregar al olvido, y por tanto a la muerte, a su padre, carente ya de fuerzas. Las
suyas le alcanzan por muy poco para resistir al olvido, lo que ya no salva a su padre.
Así pues, en muchos pasajes el libro Noche de Elie Wiesel es al mismo tiempo un recuerdo de un
múltiple olvido, y entendemos mejor por qué la promesa citada arriba no puede ser simplemente
“recordaré”, sino que tiene que rezar, con enfática negación: “Jamás olvidaré”. El olvido está siempre a
nuestro lado, dispuesto a atacar cuando un hombre quiere recordar. Por eso, una memoria destinada a
durar tiene que luchar con el olvido todos los días. Y para poder hacerlo con éxito tiene que conocer el
olvido, levantar el acta más precisa de él en todas sus manifestaciones conocidas.
Tras su liberación del campo de concentración, Elie Wiesel no quedó a salvo de los ataques del
olvido. En sus primeros tiempos [p. 308] de libertad, durante diez años, el olvido se alió en él con el
silencio... una problemática alianza. Tras esta época empezó a hablar y escribir públicamente, se
convirtió ante todo —conforme a la tradición hasídica, cercana para él por su familia— en contador de
historias. En historias auténticas o transformadas en ficción (a veces también en una mezcla de ambas
cosas), cumplió su promesa, por ejemplo en las dos narraciones Amanecer (1960) y El accidente
(1961), que unió después, con Noche, en una trilogía (1972). Ambos escritos plantean en forma
narrativa la cuestión de cómo se puede seguir viviendo cuando uno lleva consigo el infierno de
Auschwitz en la memoria. La pregunta es planteada por Elie Wiesel de manera ejemplificadora y
casuística y, en ambos escritos, no tanto respondida concluyentemente como vislumbrada de forma más
bien ambivalente.
Entre sus posteriores escritos sólo quiero traer a colación aquí la novela El olvidado (L'oublié,
1992), que no obstante, a pensar de su modelo básicamente narrativo, es más bien una obra didáctica
sobre la memoria y el olvido que una novela. El libro tiene como telón de fondo el cambio
generacional, muy tratado en la bibliografía del holocausto, de la generación de los supervivientes a la
inmediatamente posterior. ¿Cómo debe entenderse el survivor syndrom, es decir, que los supervivientes
no quieran contar a sus hijos nada del espanto al que escaparon? ¿Siguen aún faltándoles las palabras?
¿O no quieren quizá sus destinatarios, los jóvenes, que tienen aún la vida por delante y por tanto son,
por naturaleza, poco dados a volver la vista hacia el pasado, saber nada de la desmesura de lo sufrido?
¿No pueden soportar la exigencia que viene unida a ello? Pero entonces todo lo que la generación de los
supervivientes ha conservado para la posteridad con un supremo esfuerzo de [p. 309] su memoria
amenaza con caer en el olvido, y Auschwitz pronto podrá repetirse con otro nombre. ¿Cómo se puede
conjurar el riesgo de olvido que todo cambio generacional supone?
La novela o ensayo didáctico El olvidado tiene tres protagonistas, que pertenecen a tres
generaciones sucesivas. La generación intermedia está representada por Elhanan Rosenbaum, que es un
superviviente del holocausto y tiene muchos rasgos en común con el autor. Desde su perspectiva
tenemos noticia de su padre, Malkiel Rosenbaum, víctima del holocausto. El destinatario del mensaje
sobre el mismo es su hijo, que también se llama Malkiel, periodista de investigación, que asume en la
novela el papel de narrador. Sin embargo, el verdadero protagonista del libro es la memoria misma.
Porque Elhanan Rosenbaum, el superviviente del holocausto, está amenazado por una enfermedad
incurable que destruye su memoria en un insidioso y acelerado proceso. La enfermedad empieza
cuando este profesor y psicoterapeuta, conocido por su espléndida memoria, se detiene de pronto
durante el recitado del rito del Sabbat y no sabe cómo seguir. Después, no recuerda los nombres de
buenos amigos. Por último busca en vano la palabra “manzana” en su desfalleciente memoria. Pronto
no sabrá el nombre de su hijo, y al final —lo peor de todo— olvidará su propio olvido.
El nombre de la enfermedad no se menciona, y nada añadiría que nosotros le pusiéramos la
denominación Alzheimer. El diagnóstico médico de una memoria que se encoge incesantemente no
hace sino resaltar de forma dramática el mencionado survive syndrom. Más que nunca, urge trasladar lo
conservado en la memoria a la siguiente generación, básicamente representada aquí por el hijo,
Malkiel. Si éste quiere oír la historia de su padre, y [p. 310] otros relatos sobre el holocausto
almacenados en su memoria y nunca narrados, tiene que ser ahora, o será demasiado tarde. Porque
sigue en vigor la regla: “Sólo la memoria es importante”. Por fin, el padre le pide al hijo la solemne
promesa de no olvidar jamás nada de lo que le ha contado. El hijo lo promete. Pero también tiene que
vivir su vida, y pronto observa cuánto le aparta y distrae diariamente el olvido de su propósito de
memoria. Finalmente, sabe que no podrá mantener su promesa, o al menos no por entero. Porque no
existe una “transfusión de memoria”. La memoria, aprende el narrador en su propia persona, es en
última instancia tan individual como la vida. Entonces, ¿quizá también el olvido tiene derecho a la
existencia? ¿Está completamente de parte de la muerte, o también un poquito de parte de la vida?
En una de las historias que el padre cuenta a su hijo en este libro aparece un ciego. También él es
un superviviente del holocausto. Nadie en su pueblo tiene una memoria tan buena como él, de forma
que puede decir de sí, sin restricciones: “Yo soy la memoria”. Pero las gentes le toman por loco. Parece
una locura querer tener memoria. Tampoco la historia de este loco debe ser olvidada.

2. Luchar con el olvido (Primo Levi, Jorge Semprún)

Otra vez hay que hablar , sin clemente olvido, de los horrores de los campos de concentración de
Auschwitz y Buchenwald. Porque, con los prisioneros 174.517 de Auschwitz y 44.904 de Buchenwald,
también las memorias de esos hombres, Primo Levy y Jorge [p. 311] Semprún, estuvieron amenazadas
de extinción física y psíquica. Ambos, el italiano y el español, han sobrevivido al holocausto y han
documentado en sus libros lo que les pasó en los campos y qué fin estaba pensado para ellos tras años
de padecimientos.
Primo Levi, judío turinés y antifascista, fue detenido a finales de 1943, a la edad de veinticuatro
años, por la policía italiana, y entregado a la fuerza alemana de ocupación. Pronto se cerró a sus
espaldas la puerta del campo de Auschwitz, con la inscripción EL TRABAJO HACE LIBRE, y Levi lo
supo: “Así que esto es el infierno”. El prisionero 174.517 sobrevivió al infierno de Auschwitz. En su
calidad de químico, estaba entre los “judíos económicamente útiles” y permaneció en el campo de
trabajo de Buna­Monowitz, un departamento exterior del complejo de Auschwitz, a salvo de la muerte
en la cámara de gas. El 24 de enero de 1945 fue liberado por tropas rusas.
Inmediatamente después de la liberación, con ardientes recuerdo del holocausto, escribió su libro
Se questo e un uomo (Si esto es un hombre), publicado en 1847 por una pequeña editorial. El libro halló
pocos lectores al ser publicado, la editorial quebró, y los recuerdos de Levi cayeron en el olvido. Sólo
en 1958 el libro fue reeditado en una gran editorial italiana y pronto se hizo famoso en todo el mundo
como un testimonio de la humanidad en tiempos inhumanos y como un texto clásico de la bibliografía
del holocausto.
Primo Levi (1919­1987) sobrevivió a Auschwitz de distinta manera que Elie Wiesel. Sin duda
también él era judío, pero cuando fue arrojado al infierno de Auschwitz su familia, radicada en Italia
desde hacía siglos, ya no vivía con plenitud la religión de la memoria judía, y él mismo estaba
asimilado a su entorno italiano [p. 312] que a la entrada de Auschwitz le vino a la mente, en una
asociación obvia, el Inferno de Dante. Los versos de Dante, naturalmente siempre los del Infierno,
siguen acompañándole por las estaciones de su viacrucis, como un leit­motiv, sobre todo los versos:

Qui non ha luogo il Santo Volto:


Qui si nuota altrimenti che nel Serchio!

¡No está aquí la Santa Faz,


y no se nada aquí como en el Serquio!

La Santa Faz es en estos versos una imagen bizantina de Cristo conservada en la catedral de San
Martín de Lucca. El Serquio en el que tan apaciblemente se puede nadar es un río cercan a esa ciudad
toscana. Y es un diablo el que en estos versos aclara a un condenado lo que le cabe esperar en ese
mundo diabólico.
Una vez más, en el undécimo capítulo del libro, titulado “El canto de Ulises”, Primo Levi echa
mano de sus lecturas de Dante para entender el infierno de Auschwitz. Es el episodio de ir a por el
rancho en el campo, junto con Jean, un joven alsaciano que ostenta el codiciado puesto de “pikolo”, y
en esta función se encarga de diversos trabajos ligeros. El experto pikolo sabe que hay que prolongar
cada trabajo como sea posible sin llamar la atención. Se puede reflexionar, hablar, durante una hora
nadie te molesta. ¿Cómo aprovechan el tiempo los dos encargados del rancho? Jean, ya que es chica
para todo, quiere además aprender italiano, pero no sólo palabras como zuppa, campo y acqua. Le
interesa más saber: ¿quién era Dante?, ¿qué es la Divina Commedia?, ¿qué significa en el Inferno “ley
del talión” (contrappaso)? Y Jean es [p. 313] “todo oídos” durante este transporte de sopa, mientras su
compañero le recita de memoria el largo discurso de Ulises en el canto XXVI del Inferno y se lo
traduce lo mejor que puede, comentándolo en francés o en alemán. Sin embargo, a este conocedor de
Dante se le han olvidado unos pocos versos, y ese “agujero en la memoria” le inquieta. Pero la mayoría
de los versos de esta pieza maestra del arte poético de Dante están sin esfuerzo a disposición de su
recuerdo, e incluso los vive al recitarlos como si los oyera por primera vez. Por un instante, Primo Levi
olvida que no es más que el preso 174.517 y que tiene que quitarse la gorra ante el jefe de bloque de las
SS que pasa ante él en bicicleta. “He olvidado quién soy y dónde estoy”.
Al contrario que en la Odisea de Homero, que no conocía, en el canto XXVI de su Inferno Dante
representa el último viaje de Ulises de tal modo que no termina con el retorno al hogar, sino que acaba
en naufragio y ruina. Así que en Dante Ulises cuenta esta historia ya muerto y (por el pecado de
consejero falso) condenado al fuego del infierno. Por esta razón el lector de Dante Primo Levi tiene
también, arrastrando una olla de sopa con “hierba y nabos” por el campamento, la repentina ocurrencia
en su recitatio Dantis de que el último viaje de Ulises bien podría ser una metáfora de su propia
situación en el campo de exterminio de Auschwitz. Y son sobre todo tres versos los que se le pasan por
la cabeza. Está en la admonición que Ulises dirige a sus compañeros:

Considerate la vostra semenza:


Fatti non foste a viver come bruti,
Ma per seguir virtude e conoscenza. [p. 314]

Considerad cuál es vuestra progenie:


hechos no estáis a vivir como brutos,
mas para conseguir virtud y ciencia.

Hay que pensar en estos versos de Dante cuando se leen los sencillos versos del poema que Primo
Levi antepone como lema a su libro de recuerdos. Este poema reza:

Voi che vivete sicuri


Nelle vostre tiepide case,
Voi che trovate tornando a sera
Il cibo caldo e visi amici:
Considerate se questo è un uomo
Che lavora nel fango
Che non conosce pace
Che lotta per mezzo pane
Che muore per un si o per un no.
Considerate se questa e una donna,
Senza capelli e senza nome
Senza più forza di ricordare
Vuoti gli occhi e freddo il grembo
Come una rana d'inverno.
Meditate che questo è stato:
Vi comando queste parole.
Scolpitele nel vostro cuore
Stando in casa andando per via,
Coricandovi alzandovi;
Ripetetele ai vostri figli.
O vi si sfaccia la casa, [p. 315]
La malattia vi impedisca,
I vostri nati torcano il viso da voi.

Los que vivís seguros


en vuestras casas caldeadas,
los que os encontráis, al volver por la tarde,
la comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
quien trabaja en el fango
quien no conoce la paz
quien lucha por la mitad de un panecillo
quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer quien no tiene cabellos ni nombre
ni fuerzas para recordarlo,
vacía la mirada y frío el regazo
como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
al estar en casa, al ir por la calle,
al acostaros, al levantaros;
repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
la enfermedad os imposibilite,
vuestros descendientes os vuelvan el rostro.

Del verso que más recuerda aquí a Dante —Considerate se questo e un uomo (Considerad si es
un hombre)— Primo Levi ha hecho el título [p. 316] del poema y de todo su libro. Con esto se señala al
mismo tiempo el leit­motiv de su relato sobre Auschwitz: la humillación del hombre por el hombre y su
planificada degradación al nivel de un animal. “El campo es una máquina monstruosa de producción de
animales.”
Esto es observado agudamente y con todo detalle por Primo Levi, el químico con el ethos de
precisión de un científico, y registrado con exactitud en su memoria. ¿Cómo se comportan personas que
apenas tienen la esperanza de sobrevivir bajo condiciones de terror cotidiano, en las que el hambre (“el
campo es el hambre”)tiene una omnipresencia especialmente torturadora? ¿Qué queda de la naturaleza
humana cuando los guardianes reprimen sistemáticamente toda emoción humana? El campo de
concentración es, así lo ve el científico Levi, un “gigantesco experimento biológico” en el que cada
preso, si no ha sido seleccionado para la muerte, tiene que mantener día tras día una lucha feroz por la
existencia en la que cada uno de los otros es enemigo o rival. Incluso el menor fallo de comportamiento
conduce a la catástrofe. Simplemente pensar sin control en el pasado o en el futuro puede ser ya un fallo
grave que no tenga arreglo.
En esta lucha por la supervivencia, el preso tiene incluso que economizar su memoria. Ya es
bastante malo que durante la noche pueblen sus sueños los recuerdos de un mundo mejor. Durante el
día su atención tiene que estar dedicada por entero al problema de la supervivencia, pero con el ethos de
no querer olvidar nada de lo sufrido y no permitir que jamás sea olvidado por el mundo. El recuerdo es
para los supervivientes la única obligación (dovere) autoimpuesta, por doloroso que sea ese recuerdo.
Por ejemplo, el recuerdo del preso Ziegler. Su fuerza vital está [p. 317] consumida por las
privaciones y humillaciones. Ahora se avecina una nueva selección, hay que hacer sitio en el campo
para nuevas entradas masivas procedentes del gueto de Varsovia. El “musulmán” Ziegler —así sel
lama, en el despiadado lenguaje del campo, a los presos extenuados hasta el extremo— es colocado en
la selección al lado de aquellos que en los próximos días irán a las cámaras de gas, lo que todos en el
campo, incluyendo las víctimas seleccionadas, saben. Tras la selección, Ziegler se queda un rato en su
sitio. Espera la segunda ración de sopa que se concede a aquellos que, en la selección, han quedado en
el lado de la muerte. Pero se han olvidado de Ziegler. Él se queda allí y espera. Se ha olvidado de su
propia muerte, que quizá se produzca mañana mismo.
Ziegler no debe ser olvidado, ni Auschwitz, ni el holocausto. Por eso Primo Levi escribe su libro,
y tras su liberación lleva una doble vida como químico y escritor. Cuando llega a casa, el libro ya está
listo en su cabeza, y las palabras pronto se alinean ellas solas. Primo Levi escribe sin odio. No quiere
ser juez, sino testigo, y su testimonio, que se basa en una aguda observación y una memoria entregada,
debe ser fiable. Es fiable.
No todos los presos de los campos de concentración ni todas las víctimas del holocausto eran
judíos. Entre los judíos que fueron internados en Buchenwald y sobrevivieron ese campo, hay que
mencionar al español Jorge Semprún (nacido en 1923). Primero marchó al exilio a Francia como
republicano (“rojo español”, en el lenguaje nazi) y combatió contra las tropas alemanas de ocupación
como joven miembro de la Resistencia. Fue traicionado, apresado y llevado a finales de 1943 a
Buchenwald, donde fue liberado por tropas americanas el 11 de abril de 1945. [p. 318]
Ya en sus años jóvenes Jorge Semprún era un literato, un escritor. Así que en el momento de su
liberación no dudó de que podría llevar al papel sus recuerdos de los 18 meses de internamiento en
Buchenwald. Inesperadas dificultades de naturaleza psíquica se opusieron a ello. Sólo en el año 1994,
cincuenta años después, apareció su libro sobre Buchenwald. Está escrito en francés y lleva el título
L'écriture ou la vie (La escritura o la vida). Por su contenido, el título del libro también podría ser
“Recordar u olvidar”, porque durante medio siglo Jorge Semprún tuvo que elegir entre la fijación
escrita de sus torturadores recuerdos y un olvido liberador que le permitiera seguir viviendo (choisir
entre l'écriture et la vie).
Jorge Semprún sobrevivió Buchenwald. Pero el sociólogo Maurice Halbwachs, profesor en el
College de France, así como el sinólogo Henri Maspéro, profesor de la Sorbona, que estuvieron presos
con él en Buchenwald en tanto que franceses, no sobrevivieron. Semprún se siente especialmente
atraído hacia Maurice Halbwachs, que fue su profesor en París. Con él pasa algunas horas libres en el
campo, le recuerda sus clases y discute con él sobre el concepto kantiano de lo “radicalmente malo”.
No se desprende del libro si en esas conversaciones intelectuales se habló también del gran
descubrimiento mnemológico de Halbwachs de la “memoria colectiva”, pero Semprún usa en una
ocasión, en un pasaje posterior de su libro y en otro contexto, la expresión “la memoria colectiva de
nuestra muerte” (la mémoire collective de notre mort).
Pronto a Maurice Halbwachs dejan de alcanzarle las fuerzas para mantener conversaciones
filosóficas. La muerte le llega pocos meses antes de la liberación. Jorge Semprún cuidó de él hasta el
último momento. Como una especie de profano responso, recitó para él el poema de Charles Baudelaire
O Mort, vieux capitaine, il [p. 319] est temps! levons l'ancre! (“Oh Muerte, viejo capitán, ¡es hora ya!,
¡levemos anclas!”). Tras la muerte de su amigo, fue tarea de Semprún borrar de los ficheros, en las
oficinas del campo, el nombre de Maurice Halbwachs y su número de preso. Para la “estadística
laboral” de Buchenwald, ese nombre había quedado olvidado. El número de preso podía ser entregado a
otro, la ficha se podía volver a escribir.
Si el poeta Baudelaire acompañó a Halbwachs hacia la muerte, para Jorge Semprún fue una de als
grandes ayudas para sobrevivir. Semprún sabe de memoria muchos poemas suyos y de otros poetas de
la literatura universal, y en el campo intercambia sus conocimientos poéticos con otros presos.
Menciona a los poetas Paul Valéry (La Fileuse), César Vallejo, Rubén Darío y Heinrich Heine, cuyo
“Die Lorelei”, recitado y cantado en común, desencadena en Jorge Semprún y sus compañeros “una
alegría indecible” (une indicible allégresse). A este tesoro de memoria se añaden, en la biblioteca del
campo, escritos de Kant, Schelling, Hegel y Nietzsche. Después de la liberación, Semprún llena
enseguida el vacío de los años perdidos con otras lecturas, sin que se produzca la irrupción del olvido.
Ahora se añaden René Char, Bertolt Brecht (“Oh Alemania, pálida madre”) y Aragon con su poema
Chanson pour oublier Dachau (“Canción para olvidar Dachau”). Tanto más sorprendente resulta que el
literato Jorge Semprún, que sigue discutiendo de literatura con sus libertadores americanos y ha
visitado, con el teniente americano de origen berlinés Rosenfeld, la casa de Goethe en la calle
Frauenplan, en la cercana Weimar, no esté durante largo tiempo en condiciones de convertir en lenguaje
sus recuerdos de Weimar y Buchenwald.
Precisamente ese problema es el que Jorge Semprún ha designado [p. 320] con la disyuntiva “la
escritura o la vida”. En principio, sólo parece ser un problema superficial. Porque naturalmente,
después de que las puertas del campo se han abierto, este hombre joven disfruta “con imperial olvido”
de los placeres de la vida civil, con cuya ayuda puede desprenderse del horror vivido. Luego, pasan a
primer plano problemas literarios. ¿Qué se debe contestar cuando alguien te pregunta: “Fue duro, ¿eh?”
(C'était dur, hein?) Habría que ser un Dostoievski para poder expresar lo esencial de estos crímenes.
¿Es siquiera legítimo representar la verdad documental con los medios artísticos de la escritura
literaria? Y cada vez más se expande en el superviviente de Buchenwald el puro deseo de vivir (mon
appétit de vivre), y se resiste a ser devuelto por la memoria a las cercanías de la muerte. Días tras día
Semprún aplaza sus planes de escritura, por fin los abandona por completo: “He elegido el olvido” (J'ai
choisi l'oubli).
Así Jorge Semprún “reprime” Buchenwald durante muchos años, se entrega por completo a la
“beatitud obnubilada del olvido”. Luego, en el año 1963, consigue levantar el bloqueo de la escritura, al
menos en parte. Escribe su primera gran novela, Le grand voyage (El largo viaje). Sin duda todavía no
es un libro sobre Buchenwald, pero provoca en él un cierto desplazamiento de fuerzas entre los polos de
la escritura y la vida, y empieza a comprender que no puede esperar que la felicidad de la escritura
alivie la desdicha de la memoria. Escribir significa, al contrario, hacer “el triste trabajo de la memoria”.
Y eso presupone, al contrario que en Proust (al que Semprún no aprecia demasiado), un continuo
esfuerzo de voluntad de la memoria.
Pero, primero, queda aún por resolver el problema concreto de la escritura. ¿Cómo puede un
hombre de letras escribir sobre [p. 321] Buchenwald cuando, por razones que pueden estar tanto en él
como en los lectores, no puede o no quiere contentarse con enumerar documentalmente los horrores y
sufrimientos? ¿Cómo puede él como autor, se pregunta Semprún, sumergirse de nuevo en el presente
del campo, cómo contarlo en primera persona y en presente? ¿Se puede despertar a la muerte, a la que
se quiere olvidar, a la vida literaria?
El 11 de abril de 1987, todo cambia. Ese día, Primo Levi se mata tirándose por el hueco de la
escalera de su casa en Turín. Jorge Semprún, que conocía los escritos de Levi y había llegado también
en una ocasión, en su propio vacilar entre escribir y vivir —o entre escribir y morir, como el título del
libro iba a decir originariamente—, al borde del suicidio, se ve afectado en su existencia de
superviviente por la noticia llegada de Turín. ¿Qué se derrumbó ese día en Turín, se pregunta Semprún,
en la memoria del hombre Primo Levi? ¿Una resistencia, al parecer, que la escritura había mantenido
trabajosamente en pie durante años? ¿Y cuánto tiempo le quedaba a él para escribir, si lavida, con toda
la dulzura de su olvido, corre de todas formas y deprisa hacia la muerte? “Volví a ser mortal” (Je
redevenais mortel). Así, la mortal noticia de Turín revoca definitivamente el bloqueo para la escritura
de Jorge Semprún, y conduce a que se atreva a salir, con la escritura literaria, “al encuentro de la
memoria y de la muerte” (le rendez­vous de la mémoire et de la mort). De ahí salió el libro que ahora
tenemos ante nosotros, y que perdurará en la memoria como un testimonio de humanidad. [p. 322]

3. Recopilador de historias, olvidador de historias (Saul Bellow)

¿Es Mr. Artur Sammler, como indica el nombre alemán del protagonista de la novela Mr.
Sammler's Planet (1970), del escritor americano Saul Bellow (nacido en 1915), un “coleccionista” (en
alemán Sammler)? Su hija Shula, con la que vive en Nueva York, es en todo caso una coleccionista,
colecciona apasionadamente todo lo que cae en sus manos, tenga o no valor. Su padre sin embargo, que
tiene ahora setenta y cuatro años, es un coleccionista especial. Es coleccionista de historias.
Está bien dotado para esa pasión, gracias a una magnífica memoria. Recuerda con exactitud todos
los detalles de las novelas de Balzac que leyó en Cracovia en 1913. Tiene en la cabeza todos los
materiales del libro sobre H. G. Wells en el que está trabajando ahora, en la ancianidad. Sin embargo,
Uncle Sammler no tiene memoria para los hechos cotidianos, charlas familiares, por ejemplo.
El judío polaco que lleva el nombre doblemente alemán de Artur Sammler (¡Artur por
Schopenhauer!) es un superviviente del holocausto. Ha estado delante de un pelotón de fusilamiento
alemán, ha podido salvarse de la fosa común. En la huida mató a un soldado alemán para salvarse él. Su
entorno neoyorquino tiene una vaga idea de esos acontecimientos. Uno de sus parientes jóvenes quiere
saber con exactitud:

­They say that you were in the grave once.


­Do they?
­How was it?
­How was it. Let us change the subject. [p. 323]

­Dicen que has estado una vez en la tumba.


­¿Eso dicen?
­¿Cómo fue?
­Cómo fue. Cambiemos de tema.

El joven también tiene una historia que contar. Él “también estuvo una vez en peligro de muerte,
estuvo a punto de romper el hielo y ahogarse”. Le gusta contar su historia. “Todo el mundo necesita sus
recuerdos” (Everybody needs his memories). Sammler le escucha atentamente: “Me gusta oír esas
historias” (I like such stories).
Así es Sammler. La gran historia (history), en la que siempre está decidido de antemano lo más
digno de ser recordado (the most noteworthy), le deja escéptico. Descargarse del exceso de peso
(burden or excess bagage) no le importa en demasía: Sammler didn't much mind his oblivion. Su
memoria está hecha de tal modo que sólo las contingencias de las pequeñas historias (stories) se
adhieren a ella, y tanto más firmemente cuanto más enrevesadas sean, cuanto más se le enganchen con
sus extravíos (oddities). Esta regla es válida para él incluso en lo que se refiere a la historia del
holocausto. Lo mismo que no está dispuesto o no está en condiciones de responder a la ingenua
pregunta How was it?, le apasiona una extraña historia como la de Rumkowski, el “loco rey de los
judíos de Lodz”. Las autoridades alemanas habían designado a un judío “judío mayor”, y el habían
transferido algunas facultades ejecutivas en el gueto. En seguida al hombre se le subió el papel a la
cabeza, e hizo, con la cínica aprobación de los guardianes, que los habitantes del gueto le rindieran
homenaje como “rey”. Esta historia terrible y grotesca, contada por Sammler en breves palabras, forma
en la novela un pequeño relato independiente, cuya poética es explicada [p. 324] por el narrador de la
novela en relación con Sammler de la siguiente forma: “Se había acostumbrado a inventar. Era un
especialista en primer planos” (He was a specialist of short views).
Cuando Saul Bellow escribió esta novela, las aspiraciones de la humanidad estaban puestas en
planos generales. Un año antes había aterrizado en la Luna el primer hombre. Y el viaje espacial
parecía significar futuro. Así que también el motivo de la Luna, con sus asociaciones futuristas, está en
muchos pasajes de la novela. Pero Artur Sammler se mantiene escéptico ante tales promesas. Su planeta
es este globo terráqueo, es la cosmopolita metrópoli de Nueva York, en la que una cabeza compiladora
puede ver “en primer plano” casi todo lo que merece ser recordado por la memoria humana.
Short views es una expresión del autor británico Sidney Smith (siglo XIX) que Saul Bellow cita
aprobatoriamente en otra ocasión. La cita dice literalmente, como máxima de una estilística de la
oratoria y la escritura sintética: Short views, for God's sake, short views! La ocasión en la que Bellow
cita esta exclamación es su prólogo a los Three Tales (1991), con los que el autor se ha ganado un
respetado lugar entre los clásicos del modernos relato corto. Este prólogo puede ser leído en su
conjunto como una (¡resumida!) poética del relato corto y una creíble profesión de fe en la economía
expresiva. Al final del segundo milenio, escribe Bellow, el lector moderno está “peligrosamente
sobrecargado” (perilously overloaded) de información. Los propios periódicos son terriblemente
gruesos. A esto se añaden otras muchas “distracciones” que se imponen al consciente y causan en el
lector la impresión de haberlo oído todo en alguna parte (We have heard it all). Es una situación de la
conciencia que ya hemos visto, más de un siglo atrás, en el artista del olvido [p. 325] de Basilea,
Nietzsche. Pero la sobrecarga para la memoria ya no procede de la historia (o en todo caso no sólo de
ella), sino de la actualidad misma, que se mantiene masivamente presente debido a los medios de
comunicación y deja poco espacio para el autor que viene con una nueva historia. Sin duda el escritor,
según la convicción de Bellow, sigue teniendo una importante tarea que cumplir. Es el único que puede
“poner en orden la conciencia dispersa” (to put the distracted consciousness in order). Pero esto sólo se
logrará si él mismo se impone disciplina y orden y “no hace perder el tiempo a ningún lector”. Se
deduce, pues, que la máxima suprema para escritor será: “Escribir tan poco como pueda” (He will write
as short as he can).

Uno de los tres relatos cortos a los que Saul Bellow antepuso en el año 1991 su poética de la
escritura breve lleva el título The Bellarosa Connection (1989). Es una variante temática de la novela de
Sammler, pero la condensa y reduce hasta alcanzar una fuerza narrativa especialmente impresionante.
En cierto modo, el narrador de este relato corto continúa el papel del Mr. Artur Sammler de la
novela mencionada (¡no el papel de narrador de esa novela!). Porque en el relato deBellow se habla
asimismo de un hombre mayor, de origen judío, que tiene por naturaleza una memoria especialmente
capaz (the innate gift of memory). Ya siendo un joven estudiante se presentaba en público como artista
de la memoria. Así que hizo del buen funcionamiento de su memoria su profesión, y fundó en
Filadelfia un Instituto Mnemosine, que ofrece sus consejos en todas las cuestiones relacionadas con la
memoria... entre otras, también para la de cómo protegerse del exceso de distracciones. El Instituto
alcanza un [p. 326] gran éxito comercial. Se fundan sucursales en Japón y Taiwan. Sin embargo, la
prevista sede en Tel Aviv fracasa... no se pueden vender neveras a un esquimal.
Cuando el relato termina, el narrador (que carece de nombre) ha cedido ya la dirección del
Instituto Mnemosine a su sucesor, y su problema es más bien cómo librarse de su memoria profesional.
Pero la naturaleza acude en su ayuda. Para su gran asombro e insospechada congoja, un día no recuerda
una palabra en el verso de una canción, el nombre de un río:

Way down upon the...


Way down upon the...
...upon the —River.

Es una espantosa experiencia para él: “Un puente se había caído. No pude cruzar el río —” (A
bridge was broken. I could not cross the —River). ¿De qué río se trata? ¿Del Leteo? No, es “sólo” el río
Swanee, que le viene a la mente tras rebuscar un rato. Pero para el narrador, que durante toda su vida
fue the memory man y pudo incluso dedicarse a ello profesionalmente, este primer fracaso significa una
grave crisis mental. Ésta es la situación en la que escribe de memoria lo que sabe de sus amigos Henry
y Sorella Fonstein y de Billy Rose. Se hace él sólo un “test de memoria” (test of memory).
Conocemos primero a Harry Fonstein, que en cuanto a su destino se asemeja a Mr. Artur
Sammler. También él es, en tanto que judío polaco, un superviviente del holocausto. De Polonia pudo
huir a Italia, y allí fue salvado del nuevo peligro mortal por una organización de ayuda que en principio
desconocía, el grupo Bellarosa. Como refugiado, llegó a América y se casó con la también [p. 327]
judía americana Sorella, con cuya ayuda alcanzó el éxito en los negocios. Ahora podría seguir la
recomendación —formulada sólo con el pensamiento— del narrador: Forget it. Go American, si no
hubiera una cosa en su memoria que no le deja descanso: entretanto, ha podido saber quién le salvó en
Italia de una muerte segura. El misterioso Bellarosa de entonces no es otro que el productor de
espectáculos y multimillonario Billy Rose, que ahora vive en Nueva York no lejos de él, una celebridad
(a celeb) de la escena neoyorquina. Es, en pocas palabras, Broadway Billy Rose. No se sabe
exactamente cómo consiguió su fortuna. ¿No hubo antaño una mafia­connection con Italia? Sea como
fuere, este Billy Rose alias Bellarosa se ha convertido en el salvador de Harry Fonstein, y éste no puede
librarse de la antigua obligación de su educación centroeuropea de presentarse por lo menos una vez en
su vida ante su benefactor para darle las gracias, aunque sólo ea con la palabra thanks.
Pero Billy Rose se niega, no accede a hablar con un hombre para él desconocido u olvidado
llamado Fonstein, no quiere agradecimiento ni recuerdo: I don't like things from the past. ¿Por qué no le
gustan las cosas del pasado? El narrador no ofrece a sus lectores una explicación clara de esta extraña
conducta (oddity), y también Survivor­Fonstein busca en vano las posibles razones de su salvador. ¿No
querrá Billy Rose desviar la atención de la opinión pública de un pasado mafioso posiblemente oscuro?
¿O es que este judío americano ya no quiere tener nada que ver con el resto del judaísmo y quiere ser
sólo americano? ¿Teme quizá la presión agobiante del recuerdo del holocausto? ¿O simplemente una
celebridad tiene que defenderse de las muchas personas que quieren algo de él... siguiendo la máxima
política de George Washington: Avoid entanglements? ¿Hay en última instancia incluso [p. 328] un
derecho al olvido, sin necesidad de fundamentación alguna?
Sean cuales fueren las razones, se desarrolla ahora, expuesta por Saul Bellow con gran arte
narrativo, una dura lucha entre Harry Fonstein, que quiere que Billy Rose se acuerde de él para poder
dar las gracias al menos una vez a quien le salvó la vida, y ese salvador, que o bien ha olvidado a su
entonces protegido o por lo menos quiere olvidarlo hoy (Remember, forget —what's the difference to
me?). Pero la fuerza motora en esta lucha no es tanto el propio Harry Fonstein como su esposa Sorella,
una mujer oronda tanto de cuerpo como de espíritu, cuyo carácter es esbozado con mucha simpatía por
el narrador: She was a tiger wife. Ha comprendido, con su despejada inteligencia, que su marido no
podrá, como dicen los psicólogos, cerrar su memoria abierta hasta que no haya dicho “gracias” al
menos una vez. Para él esto no es sólo una expresión de cortesía sino una parte esencial de la historia
judía de la memoria: al ritual judío de la conmemoración divina pertenece de forma inseparable la
acción de gracias por la salvación de Israel y su retorno desde Egipto: b'yad hazzakah. Sin ello, la
memoria, incluso la de un rescate, seguirá siendo torturadora.
Así que Sorella urde una intriga para obligar a Billy Rose a aceptar la gratitud de Fonstein. Por
azar, llegan a sus manos unas notas que proceden de una antigua secretaria y frustrada admiradora, que
no arrojan la luz más favorable sobre la forma de vida de Broadway­Billy­Rose. Sería bastante
incómodo para este hombre, que precisamente ahora quiere levantar en Israel un jardín de esculturas
como Billy­Rose­Memorial, que saliera a la luz pública un material turbio y quizá de algún modo
utilizable contra él. Es interesante observar cómo en esta escena un hombre que insiste tercamente en
poder olvidar una buena acción es atrapado por las [p. 329] distintas estrategias de memoria de su
entorno con el objetivo de arrebatarle ese querer olvidar. La que más se aproxima a la meta de forzarle a
la memoria es la tigresa Sorella, que a pesar de toda su candidez no duda en extorsionar a Billy Rose
con las notas comprometedoras: o habla un cuarto de hora con Harry Fonsten y acepta su gratitud... o
las notas de la secretaria irán a parar a la prensa. Se enfrentan dos caracteres casi igual de fuertes, y la
lucha que sostienen es una psicomaquia en toda regla: la memoria en lucha con el olvido. Al final Billi
Rose resulta vencedor, no negocia su olvido ni siquiera bajo presión, y Harry Fonstein no le muestra su
agradecimiento. El círculo de la memoria no se cierra.
Al final, Saul Bellow hace, intencionadamente, embarrancar su historia. El narrador olvida
mantener el contacto con sus héroes. Cuando vuelve a seguir su rastro, al cabo de décadas, todos han
muerto: Billy Rose, Harry y Sorella Fonstein. Tan sólo vive Gilbert, el único hijo de Fonstein. En Las
Vegas, combina de forma ingeniosa mnemotecnia y cálculo de probabilidades, y tiene gran éxito en la
mesa de juego. Aparte de él, el único superviviente de la memoria es el narrador, el mencionado ex
director del Instituto Mnemosine, al que el olvido ya está esperando a la orilla del río Swanee.

4. Escribir para extinguir (Thomas Bernhard)

En los numerosos tratados sobre el arte de la memoria redactados por autores italianos en el siglo
XV (Quattrocento), suele encontrarse también un capítulo sobre el arte del olvido. Responde a la
pregunta de qué se puede hacer para expulsar del alma los contenidos de la memoria que, con ayuda de
la mnemotecnia, se han [p. 330] hundido en ella con toda la profundidad posible. También para esto es
necesario un arte, y este arte se puede aprender. Sobre todo, hay que tener claro que tanto un arte como
otro tratan de imágenes psíquicas que en su concepción —según la mnemotecnia aplicada— se
aproximan a las imágenes pintadas o fabricadas con otro material moldeable en la realidad. Las más
difundidas entre los autores italianos del Quattocento, porque se adaptan especialmente bien a la
concepción espacial (“topografía”) de la mnemotecnia, son aquellas imágenes mnemónicas concebidas
como figuras de cera, yeso, barro, madera o piedra, que se reparten en esa forma a lo largo del camino
de la memoria. Cuando más plásticas e “impresionantes” sean estas estatuillas de la imaginación, tanto
más prof+undo se grabarán en la memoria como “imágenes agentes”.
Precisamente en este punto es donde interviene la retórica con su arte del olvido. Porque si las
imágenes de la memoria —con o sin ayuda del arte retórico— están presentes para el espíritu y ocupan
la memoria quizá más tiempo de lo que uno quisiera, entonces es la misma imaginación cuya acción ha
producido estas imágenes la que tiene que hacerlas desaparecer. En cierto modo, no hay más que
cambiar la posición de una palanca para que la imaginación pueda actuar, sin duda en contra de su
verdadera naturaleza, pero en el marco de sus posibilidades, velando, oscureciendo, confundiendo o
destruyendo. Si, por ejemplo, la imagen se imagina sobre papel, éste puede ser arrugado, hecho trizas,
arrojado al fuego o al agua corriente (¡Leteo!). Una imagen mnemónica concebida como estatuilla
puede ser llevada de la luz a la oscuridad o volverse totalmente invisible cubriéndola con un paño, por
supuesto tejido con los materiales de la imaginación. En el caso de imágenes especialmente efectivas,
los maestros de arte [p. 331] del olvido recomiendan métodos más expeditivos. Se puede fundir una
estatua de cera, estrellar contra el suelo una de barro, y lo mejor es tirar por la ventana las figuras de
madera o piedra. Lina Bolzoni, que ha analizados y descrito con exactitud estos tratados, puede ofrecer
al deseoso de olvido un completo arsenal de técnicas de destrucción, que en opinión de sus inventores
son espléndidas para extinguir eficazmente las imágenes no queridas de la memoria.
Pero quizá no sea imprescindible leer tratados italianos del Quattrocento para informarse sobre la
extinción de la memoria. Quizá baste, más próxima a nuestra época, con la lectura atenta de la novela
Extinción (1986), que debemos a la pluma del escritor austriaco Thomas Bernhard (1931­1989). Se trata
de una novela contada en primera persona, de cuyo narrador sólo se nos dice, en la primera y en la
última frase de la novela, que se llama Franz­Josef Murau. Luego conocemos, a lo largo de la novela, el
origen y la historia familiar de este hombre, procedente de un lugar llamado Wolfsegg. Y en torno a
Wolfsegg gira como fascinado todo el mundo de la novela.
Wolfsegg es un lugar de la Alta Austria situado entre Salzburgo y Linz, cuyo centro es la
imponente mansión de la acaudalada familia de la novela. El padre, la madre, el hermano, Johannes, y
las dos hermanas, Caecilia y Amalia, forman parte de este Wolfsegg, que para el narrador, que ahora
tiene cuarenta y ocho años, era en su infancia un castillo de ensueño, pero desde hace mucho es un
lugar diabólico. De sus presiones despóticas ha huido a Roma, donde se distrae de sus atormentadores
recuerdos y encuentra amigos.
La acción de la novela abarca tres días, y se pone en movimiento por el telegrama: “Padres y
Johannes muertos en accidente. [p. 332] Caecilia, Amalia”. La noticia desencadena en el receptor una
corriente de memoria de la que permite participar a su amigo romanos Gambetti (que, en ese papel, se
mantiene casi mudo). El narrador se queda aún un tiempo en Roma (primera parte de la novela) y
después se va a Wolfsegg (segunda parte de la novela), donde asiste al entierro y toma posesión de la
herencia.
Al principio el fugado de Wolfsegg se queda en su escritorio después de recibir el telegrama.
Ante sí tiene unas fotografías, que muestran a sus padres en un viaje a Londres, a su hermano
navegando a vela en el Wolfgangsee y a sus hermanas, todavía vivas, cuya imagen contempla
igualmente, en un viaje a la Riviera. ¿Ha llegado para él la hora de la piedad? No hay piedad alguna en
esta novela, ni nada parecido en Thomas Bernhard. Las fotografías sólo despiertan en él recuerdos
desagradables, repugnantes, y la contemplación de la imagen acaba convirtiéndose en un “insulto a
Wolfsegg” que pronto domina toda la novela. Así ve en los padres, mirando su foto, una pareja grotesca,
dominada por la demoníaca madre, que reina sobre Wolfsegg como un hada perversa sobre su reino
encantado. En comparación con los omnipotentes padres, su hermano Johannes, cazador y navegante,
es una figura más bien mísera, que el narrador percibe principalmente como figura de contraste consigo
mismo, el “renegado”. Por último, las dos hermanas le irritan sobre todo por la sonrisa burlona que han
puesto para la fotografía... lo que da ocasión al narrador de escarnecer de paso el “arte diabólico” de la
fotografía, que congela en la imagen tales expresiones transitorias. Las fotografías son para él, podemos
decir en el lenguaje de la mnemotecnia, “imágenes agentes”, cuyo “inevitable efecto” ya “no puede
sacar de su memoria”.
¿O sí? ¿Acaso una foto, que permite reducir a las personas [p. 333] reproducidas a ocho o diez
centímetros, es algo distinto de un “ridículo trozo de papel” que se puede romper, quemar o aniquilar
sin más de cualquier otro modo? A menudo el narrador ha intentado ya “emplear en este caso el medio
de la aniquilación”. Pero no ha podido, o en todo caso no ha creído que estas imágenes puedan ser
olvidadas: “Sólo se convertirán con tanta mayor intensidad en mis espíritus atormentadores”. El arte del
olvido del Quattrocento no sirve, al parecer, para extinguir el complejo de Wolfsegg.
La contrapartida a esta fallida prueba de destrucción está en una escena en cuyo curso el narrador
cuenta un sueño que tuvo hace algunos años y por el que desde entonces se ve “asediado” una y otra
vez. El lugar del sueño es la hospedería de montaña La ermita, situada en el valle de Grödner. Los
personajes del sueño son al principio, además del narrador, la poetisa Maria (en la que se distingue,
apenas velada, a la poetisa Ingeborg Bachmann), el rabino vienés Eisenberg y el filósofo italiano
Zacchi. El grupo se ha propuesto comparar, en la soledad de la ermita de montaña, la obra de
Schopenhauer El mundo como voluntad y representación con los poemas de Maria. El narrador del
sueño ve todos los detalles, por ejemplo, el “absurdo traje pantalón” que lleva Maria, con tanta claridad
como si estuviera viviendo el sueño “ahora”. De pronto un estruendo, el de un trueno, que sin embargo
sólo es audible para el narrador, rompe la coherencia del sueño: “La película se ha roto”. El estruendo
queda sin explicar. Pero de pronto el dueño de la hospedería entra en la habitación para poner la mesa
del desayuno. Los libros y apuntes que hay sobre la mesa le molestan en esa tarea. Desabrido, exige a
sus huéspedes: “¡Quiten todo eso de la mesa!”. Eisenberg: “¡Atrévase!”. Pero el hospedero, fuera de sí,
tira al suelo el libro abierto de Schopenhauer. El narrador [p. 334] rescata a duras penas los poemas
deMaria, Zacchi las notas. La furia del hospedero se dirige ahora contra la barba de Eisenberg, contra la
extravagante vestimenta de Maria. Por último, amenaza a sus huéspedes con matarlos: “Habría que
erradicar a una chusma así”. El narrador huye de La ermita con sus soñados acompañantes. Después les
cuenta su sueño en la realidad: “Todos callaron al oírlo”.
El relato del sueño de La ermita entra en más de un sentido en el contexto de la “extinción” como
intento de olvido. Se ve que los destructores, los aniquiladores, los extinguidores, son al principio
gentes como el hospedero de La ermita, que empiezan pareciendo completamente normales y amables,
pero a los que la menos alteración de su rutina, libros en la mesa del desayuno, por ejemplo, enfurece
de tal modo que les hace capaces de cualquier cosa sin dejar de ser el jovial hospedero de La ermita.
“De hecho nos amenazaba con matarnos y ponía al mismo tiempo la mesa.” Cuando se trata del olvido,
los destructores, los matadores y los aniquiladores siempre son más rápidos y se anticipan a todos los
intentos de olvido propios.
Por tanto, para poder apreciar correctamente el motivo del olvido de la “extinción” en la novela
de Thomas Bernhard, hay que tener muy en cuenta que en la novela esta palabra aparece al principio en
un contexto enteramente relacionado con Wolfsegg. Allí se habla de los “nuevos bárbaros” que recelan
de todo lo que tiene que ver con cultura “hasta que está extinguido”. Se les llama también apasionados
destructores y desconsiderados saqueadores, y en el mismo contexto se dice de ellos: “Los
extinguidores están trabajando, los exterminadores”.
Wolfsegg es para el narrador el centro mágico de este cuento de terror, una especia de montaña
mágica negativa, con la madre, [p. 335] la “aniquiladora”, como síntesis de esta maldad. En su
demoniaca obra educativa se resumen todas las fuerzas negativas que se pueden encontrar en el entorno
austríaco del narrador. Primera y permanente víctima de su pulsión educativa es su segundo hijo, no
deseado, nacido como “heredero de repuesto”, el narrador de la novela. Ella hace todo lo posible para
quitarle la lectura, los sueños, el pensamiento, para hacerle “olvidar su cabeza”, de forma que al fin y al
cabo ésta queda “casi aniquilada por la educación”. Sólo con la fuga a Roma escapa a la extinción
causada por esa magia negra.
Pero en Roma consigue volver a vivir. Puede al fin, lo que en Wolfsegg con sus cinco (!)
bibliotecas —¡éste es el “arte de la exageración” de Thomas Bernhard!— le estaba estrictamente
prohibido, leer sus libros, de forma que “lo olvida todo a su alrededor”. En Roma también puede
escribir. Y Wolfsegg se convierte en el gran tema de su escritura. Como posible título de un libro sobre
su vida bajo la carga de la memoria de Wolfsegg considera: Las madres o Los rostros burlones de mis
hermanas. Entonces María, la escritora, le da la idea de llamar a su libro Extinción. Es este libro.
¿Se puede entender entonces, como el título parece indicar, como libro del olvido? Eso no es tan
fácil de decir. Extinción es más bien un libro de recuerdos. El narrador se imagina, con la nitidez de su
memoria gráfica, toda la desgracia que ha partido de ese ahora lejano lugar de horror, incluyendo los
detalles y cuestiones accesorias, tal como su memoria los ha almacenado infaliblemente. En ese
recuerdo también el accidente mortal de sus padres y su hermano, que origina la novela, tiene un valor
preciso. Porque con esa muerte han quedado “extinguidas” las personas que son responsables de
Wolfsegg... un castigo que en narrador, con una [p. 336] agudeza que recuerda al Inferno de Dante,
percibe como justa ley del talión. Así, contempla los rostros de los muertos —igual en esto al
“extranjero” de Camus— sin ningún sentimiento, solamente registra sus cambios. Sin embargo el ataúd
de la madre, a la que “sí quiere”, le inquieta. Ya ha sido cerrado, para ocultar a los deudos el cadáver
mutilado de la madre. El narrador hace repetidos intentos de abrir el ataúd. No lo logra, así que la
imagen de la cabeza separada del tronco queda en mera idea, que sin embargo su imaginación dota de
tal grafismo que tiene la eficacia de una imago agens. Con esta eficacia se convierte en signo de la
memoria del talión, de que la “cabeza” de la conjuración wolfsegiana ha quedado tan cortada como en
el Inferno de Dante la cabeza del conspirador Bertrand de Born.
Todavía queda por discutir cómo en esta novela memoria y olvido se entrelazan de tal modo que
el narrador puede recordar al mismo tiempo su trauma de Wolfsegg con toda la nitidez de la memoria y
sin embargo “extinguirlo” con toda la fuerza del olvido. Esto ocurre mediante la escritura de lo
recordado precisamente en este libro, Extinción. El narrador escribe para extinguir. “Escribo un texto
monstruoso”, dice de sí en una ocasión, y ha de entenderse así: “Mi relato no es otra cosa que una
extinción, le había dicho a Gambetti. Mi relato sencillamente extingue por completo Wolfsegg”. Y otra
vez, en otro pasaje (Thomas Bernhard adora las repeticiones obsesivas): “Todos llevamos con nosotros
un Wolfsegg y tenemos la voluntad de extinguirlo para salvarnos, extinguirlo queriendo escribir,
queriendo aniquilar. Pero la mayoría de las veces no tenemos la fuerza necesaria para tal extinción”. Él,
el narrador, reúne no obstante esa (schopenhaueriana) fuerza de [p. 337] voluntad, y así, escribiendo, se
libera de ese Wolfsegg que lleva consigo, puede convertirse en “extintor” de esa torturadora magia, y su
“monstruoso” texto representa un mundo como voluntad y extinción.
Aún no he mencionado que en este libro el padre del narrador es presentado como “nazi
extorsionado” y su madre incluso como “nacionalsocialista histérica”. Han vitoreado al Führer y
escondido después de la guerra en su mansión a varios de sus jefes de distrito. Todos esos nazis están
en el entierro, y saludan al ataúd de su antiguo camarada. Para Schermaier en cambio, víctima de los
campos de concentración, sólo queda el “papel del olvidado”; pasa míseramente su vida en un Estado al
que el narrador no puede sino odiar. Nada de esto se le va de la cabeza, así que su libro debe ser
también una reparación de esa injusticia, una extinción de ese olvido. Y al final de la historia el
heredero y nuevo señor de Wolfsegg regala “sin condiciones” toda la posesión a la Comunidad Israelita
de Viena. Su amigo, el rabino Eisenberg, acepta la donación.
No puedo decir que ese motivo político, entretejido en distintos pasajes de la novela como acción
secundaria, me haya convencido desde el punto de vista artístico (también en el sentido del arte de la
memoria y del olvido). El motivo secundario queda bastante pálido, en relación con su peso histórico,
frente al motivo central, dominado por la madre demoníaca, y como lector no logro invertir esa
relación. También el papel, que para el escritor puede ser quizá instrumento de extinción, resulta
demasiado ligero si quiere expresar además, pero sin sello, un acto de reparación. El papel del que están
hechos los libros es demasiado paciente para semejante lex talionis. [p. 338]
X. Almacenado, es decir, olvidado

1. Una nueva profesión: desechador (Böll, Borges)

Lo que en Nietzsche aún era un problema específico de los historiadores y filólogos, la creciente
carga de recuerdos de la historia, se convierte en el siglo XX en un problema general de la sociedad: el
incesante crecimiento de las cantidades de datos ofrecidos como información que deben ser conocidos.
La sociedad de la información, hace poco aún anhelada, integradora de todas las manifestaciones
vitales e integrada en una red global, se ha hecho realidad tan plenamente que con su realización el
sueño se ha convertido ya en pesadilla. ¿Dónde puede encontrarse en este siglo aquella consideración
intempestiva en la que se haga, clarividente, un balance entre beneficio y perjuicio de la información
para la vida, de manera que ésta pueda en su caso ser cambiada desechando con osadía la información
superflua?
Volvemos a empezar por pensar otra vez en un pequeño escrito. Se trata de un relato corto que
Heinrich Böll (1917­1985) publicó en el año 1957 con el título “El desechador”. La historia se
desarrolla en Colonia. Allí hay una honorable compañía de seguros llamada Ubia, que da trabajo a 350
empleados. Entre ellos, uno [p. 339] —el narrador en primera persona de la historia— tiene una tarea
especial que cumplir. Este empleado desempeña sus servicios antes de las horas regulares de oficina y
después, una vez más sin llamar la atención, por la tarde durante una hora, en cada ocasión poco
después de llegar el correo. Su tarea consiste en clasificar el correo recibido y tirar sin abrirlos todos los
envíos superfluos antes de que lleguen a los oficinistas de la empresa. Es el desechador.
Este hombre está bien cualificado para esta importante tarea, que tiene que hacer todos los días a
manos llenas, “casi como un nadador” (¿en la corriente del Leteo?). Es un “caballero educado”, en
torno a la treintena, de buenos modales. En su vida civil lleva un traje cruzado gris y en el trabajo un
guardapolvo gris. También en lo demás se comporta en más de un sentido como “el Gris” del relato de
Chamisso, con el que le une también la discreción del estricto anonimato. Este caballero gris no sólo ha
escogido, sino inventado esta profesión, y la define exactamente con respecto a su función siempre
negadora: “Esta actividad sirve exclusivamente a la aniquilación”.
Sin embargo, su vocación de desechador no fue reconocible desde la primera infancia. Primero
fue un voraz coleccionista que acopiaba incansablemente toda la información que le caía entre manos:
folletos de viajes, ofertas de vino del Rin, catálogos de arte de todo tipo, etcétera, etcétera, hasta que un
día, a los diecisiete años, llegó la gran crisis y conversión, en la que de un día para otro el celoso
coleccionista se convirtió en el apasionado tirador y desechador. Una teoría general de la economía
cimentó pronto la praxis cotidiana del oficio de desechador, de manera que pudo pensar en enseñar el
arte y la crítica de la razón desechadora en una “escuela de desechadores” propia. [p. 340]
Semejante evolución de este evidente arte del olvido no llega a producirse, quizá porque un cierto
rasgo de duda en la historia de Böll ha impedido su pleno despliegue. Un solo desechador, empleado a
media jornada, por 350 empleados que acopian, es naturalmente demasiado poco para una estrategia
del olvido que opere con éxito. Un análisis crítico ha de considerar también insuficiente la limitación
del desecho a impresos y folletos de todo tipo. ¡Cuántas cosas inútiles no se ocultan también en sobres
bien franqueados y otras respetables cubiertas! Además, en una consideración crítica del relato de Böll
hay que reprocharle que el desechador tenga que ejercer su útil actividad cuasi en secreto, en los
sótanos de la Ubia, aunque hay que admitir que esa localización también puede albergar un oculto
sentido topográfico, porque en el sótano de la memoria pueden darse las mejores condiciones para el
olvido. En todo caso, para la poca entusiasta “apuesta” por este práctico arte del olvido puede haber un
plausible motivo de disculpa en que la época en que se desarrolla este relato, en los años cincuenta, el
arte de la recopilación todavía estaba insuficientemente desarrollado. Porque el gran adversario del
desechador en la Ubia es el fichero central, hoy largamente superado, con sus fichas perforadas. El
desechador también está representado en él por una ficha perforada, cuyas perforaciones significan:
asocial, enfermo mental. Pero ni siquiera esto basta para volverlo inofensivo en la empresa. Así pues,
hay que recurrir a aparatos mejores, más completos, con más y más bytes de capacidad... como así ha
ocurrido. ¡Qué insospechadas capacidades vamos a necesita, tal como ha avanzado la técnica también
por el lado del olvido!

Sin embargo, volviendo la vista a los años cincuenta podemos [p. 341] atribuir a Heinrich Böll y
su parábola del desechador cualidades de clarividente en lo que respecta a los problemas con la
información en la actualidad. Desde entonces se ha vuelto evidente que vivimos en una sociedad
superinformada, en la que la verdadera habilidad no consiste en adquirir información —hoy en día,
cualquiera puede hacerlo a través de Internet— sino en rechazar información, para lo que aún no hay
programas en Internet. Porque naturalmente también aquí hace falta un arte del olvido. Vamos a
estudiarlo de forma ejemplar en un ámbito para el que el filósofo alemán Hermann Lübbe fue el
primero en reclamar atención crítica: el sector archivístico.
Los archivos son institutos para la conservación de expedientes. Conservan los escritos en que se
documentan procesos jurídicos y administrativos como modelo y referencia para fines futuros, que
también pueden ser de naturaleza histórica. Hay múltiples archivos, las más de las veces estatales. Sólo
que en épocas anteriores el archivo de la información socialmente relevante era relativamente poco
problemático, porque la cantidad de material que se almacenaba se mantenía dentro de unos límites.
Algunas parroquias conservan aún su registro de bautizos de siglos pasados. Pero la explosión
informativa del mundo burocratizado ha hecho saltar por los aires todos los límites, y en cualquier
unidad administrativa se produce hoy con facilidad en un solo año tanto material archivable como antes
en un siglo entero. Ningún archivo pude crecer tan rápido como la complejidad del mundo y, por tanto,
la cantidad de información disponible. De ahí que quepa decir: “¡No podemos seguir así!”.
La única solución adecuada —siempre según Lübbe— tiene un nombre entre los archiveros:
casación. Bajo esta distinguida [p. 342] expresión no hay que entender más que la destrucción
planificada de expedientes. Los expedientes van a la trituradora en vez de a las estanterías. ¿En qué
porcentaje? En esto las estimaciones difieren. Se conserva (¿pero por cuanto tiempo?), según las
normas de casación implantadas en la práctica, el diez o el cinco o incluso el dos por ciento del
material archivable. A veces, si la cuota de archivado resultó demasiado elevada, se produce una
“recasación”.
Casación es naturalmente una palabra de olvido, a la que también podría encontrar gusto el
desechador de Böll. Porque los archiveros casadores (tienen que ser la mayoría) son naturalmente
legítimos descendientes de ese desechador profesional de Böll, y podrían formarse en una de las
escuelas ideadas por él. Probablemente allí entenderían que no se trata de un problema de masa
puramente cuantitativa. Porque se podría objetar que la amenaza de casación se soslayaría rearchivando
los gruesos expedientes en soportes de datos de formato pequeño y pequeñísimo, mediante
almacenamiento electrónico o fotográfico. Pero esto es una ilusión, porque la dependencia de tal
almacenamiento de aparatos decodificadores y lectores del más variado tipo y fabricación crece en
proporción inversa a su reducción y ofrece al olvido, al cabo de pocos años, la segura expectativa de
alcanzar la información almacenada y superar su posible casación. Pero quizá pueda incluso ahorrarse
la recasación, si es cierta la frase contenida en un reciente verso de Hans Magnus Enzensberger:
“almacenado, es decir, olvidado”.
Lübbe pone aún algunas esperanzas en la “percepción”. Con este término, introducido por él,
denomina el arte o la ciencia de predecir la futura “recepción” y cuidar de este modo que cada diez,
cinco o dos por ciento de los expedientes que puedan ser [p. 343] salvados sean al menos los
adecuados, aquellos que en el futuro serán realmente utilizados. Sí, ésa es exactamente la cuestión. Pero
¿existe realmente el arte de establecer hoy el camino del futuro olvido, y dónde se enseña, ahora que los
futurólogos han abdicado de sus tareas? Como tentación, la más radical solución propuesta por el
escritor suizo Hugo Loetscher, de una gran “fiesta del borrado”, que se celebraría en todo el mundo el
31 de diciembre de 1999, y en la que se borrarían de un golpe, con la orden de olvido delete, todos los
datos almacenados electrónicamente, es un potente “acto de liberación”. Pero ¿por qué celebrar esa
fiesta del siglo o del milenio, y por qué produciría en la humanidad tanta euforia como el autor
profetiza satisfecho en su utopía? Loetscher escribe: “Este siglo había anotado demasiadas cosas. Se
habían almacenado datos que nadie pensó en utilizar jamás. Así que, cuando se puso en marcha la
campaña de la gran depuración, el éxito fue abrumador.

No sólo los archivos, también las bibliotecas conocen el problema de guardar un siempre precario
equilibrio entre el recuerdo y el olvido. Cierto, todas las bibliotecas crecen, se han más y más grandes.
Pero la cantidad de lo impreso crece aún más aprisa, y al cabo de breve tiempo desborda todos los
espacios y sistemas de ordenación. En principio, quizá sean de ayuda el microfilm y el ordenador.
Paradójicamente, también es un alivio la autocasación química de los libros escritos en papel ácido, que
en cierto modo se olvidan a sí mismos. ¿Qué piensa un inteligente director de biblioteca sobre los
problemas de la memoria y el olvido en lo que respecta a sus libros? ¿Cómo pensaba, por ejemplo,
Jorge Luis Borges (1899­1986), que durante largos años de su vida fue director de [p. 344] la Biblioteca
Nacional de Buenos Aires? Pero la verdadera colección de libros de este gran lector y autor no es la de
Buenos Aires, sino la Biblioteca de Babel.
La Biblioteca de Babel (1941) es, como se sabe, título y tema de —junto con Funes el memorioso
— la que probablemente es su obra en prosa más conocida, en la que también Umberto Eco se inspiró
en su novela El nombre de la rosa para crear la biblioteca de su abadía benedictina.
La Biblioteca de Babel ideada por Borges tiene unas dimensiones desconcertantes. Sus
estanterías se extienden interminablemente, son incluso, si los espejismos no engañan, infinitas.
Además, la Biblioteca existe desde tiempo inmemorial, quizá ab aeterno, de forma que los primeros
seres humanos fueron también los primeros bibliotecarios. Con sus ilimitadas capacidades de
almacenaje, la Biblioteca de Babel no sólo contiene todos los libros existentes, sino también todos los
imaginables en el futuro, porque —según una nota a pie de página— “basta que un libro sea posible
para que exista”. Así, también “la historia del porvenir” está contenida en todos sus detalles en la
Biblioteca de Babel.
La conciencia de que en Babel existe esta biblioteca universal provoca al principio alegres
sentimientos en todos los bibliotecarios que trabajan en ella, y buscan esperanzados entre la masa de
libros —de forma similar a como lo hacían Mallarmé y Valéry— el libro que reúna en sí la complejidad
de todos los demás y, como “cifra y compendio” suyo, tenga que equipararse a un Dios. Sin embargo,
ese “libro total” no es encontrado. La decepción y el abatimiento se extienden, y algunos bibliotecarios
se vuelven locos.
En esta situación, aparece una secta. Sus adeptos son fanáticos del olvido. Movidos por un “furor
higiénico, ascético”, estos [p. 345] puritanos, que naturalmente también son bibliotecarios, ponen
manos a la obra para erradicar de la Biblioteca de Babel todas las “obras inútiles”. Millones de libros
caen víctimas de su obra destructora. Pero esa enorme casación no tiene consecuencias apreciables para
las existencias de la Biblioteca, y es “infinitesimal” en su efecto. Resistente al olvido, como
evidentemente es, la Biblioteca de Babel sobrevivirá incluso a la desaparición del género humano.
Sabemos poco sobre la forma en que el autor Jorge Luis Borges, en su función de director de la
Biblioteca Nacional de Buenos Aires (1955­1973), se las arregló con los problemas de la complejidad
de esta recopilación de libros, ya bastante amplia. Pero en su obra literaria, sobre todo en su poesía de
ancianidad, encontramos muchas reflexiones sobre los límites naturales de la memoria y la “terquedad
del olvido”. Sin duda para un lector apasionado como fue Borges la memoria es “ubicua”, pero también
“el común olvido” forma parte de la naturaleza humana. Qué placer representa, por ejemplo, para el
lector Borges leer por las noches a Virgilio “tras haber aprendido latín y haber vuelto a olvidarlo”.
Porque el olvido está para él tan firmemente unido a la memoria que puede escribir, en una ocasión: “El
olvido es una de las formas de la memoria, su vago sótano, el secreto reverso de la moneda”.
En el olvido se concreta para Borges —alarmante, inquietante— el discurrir del tiempo que se va.
Su emblema preferido es el reloj de arena, en cuyo fluir puede verse al tiempo “el mágico Leteo”. Pero
la arena, desde otro punto de vista, es también analogía de “la ceniza de que está hecho el olvido”,
como aquel polvo en el que el gran, casi barroco “alquimista” de otro poema de Borges transforma al
final todo el terreno: “en polvo, en nadie, en nada, en olvido”. [p. 346]
En los últimos años de su vida, comparable en esto a Beethoven con su sordera y Kant con su
disminución de memoria, Borges, el genial lector, se quedó ciego. Solamente podía leer en su memoria.
Pero Borges no disputó con su destino. Incluso ensalza, en un poema que lleva el miltoniano título On
his blindness, “los blancos dones del olvido”, e incluye en otro “poema sobre los dones” al olvido en la
letanía de sus agradecimientos a la divinidad: “gracias quiero dar al divino por el olvido”. Finalmente,
en un poema titulado “Elogio de la sombra”, incluido en el volumen del mismo nombre, dice en claros
términos por qué don especial está agradecido al olvido:

...tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas.
Llego a mi centro,
A mi Álgebra y mi clave,
A mi espejo.
Pronto sabré quién soy.

En este poema y en muchos otros pasajes de su obra tardía se expresa, en forma de


desprendimiento y olvido, la generosidad de un hombre que sabe despedirse serenamente de una vida
rica y cumplida, con su precioso tesoro de sabiduría.

2. Epílogo sobre el oblivionismo de la ciencia

Dejando a un lado las diferencias específicas entre disciplinas, se puede describir la actividad
científica, tal como hoy en día se [p. 347] practica en todo el mundo, como una empresa de múltiples
cabezas que, según un procedimiento regulado de forma disciplinaria e intersubjetivamente
comprobable, trabaja con conocimientos ciertos acerca del mundo
­obteniéndolos mediante investigación,
­difundiéndolos mediante publicación y
­manteniéndolos disponibles mediante documentación.

Para la ciencia actual, está fuera de duda que estas tres tareas, que quizá se puedan simplificar
como buscar/escribir/almacenar, designan al mismo tiempo niveles del prestigio científico, y ello en
línea descendente. Quien como investigador busca (y esperemos que también encuentra) el
conocimiento científico atrae sobre sí casi toda la atención y el reconocimiento de la opinión pública,
de manera que para las funciones de la escritura y el almacenamiento queda sólo un modesto o ningún
aplauso.
Esto era distinto en la antigua ciencia, digamos en la Edad Media. A los científicos —eran
muchos menos que hoy— parecían estarles dados los conocimientos fundamentales sobre Dios y el
mundo, y ello o por revelación o por la insuperable sabiduría de la Antigüedad, de forma que de lo que
se trataba ante todo era de almacenar esos conocimientos para la humanidad. A esto se subordinaban
las funciones de la escritura y, a más distancia aún, la de la búsqueda. Esta forma de actividad científica
se definía, por tanto, sobre todo por una estrecha vinculación con la memoria. Podemos llamar a esto el
“memorialismo” de la antigua ciencia.
Hemos visto ya, en distintos capítulos de este libro, cómo la memoria cultural de Europa es
alcanzada paso a paso y finalmente superada por la crítica moralista e ilustrada de la memoria, con lo
[p. 348] que va perdiendo también prestigio científico. Este movimiento culmina a finales del siglo
XVII, cuando la ars inveniendi, de forma especialmente clara en Leibniz, se transforma de un arte del
hallazgo (que aún podía operar dentro de un marco de conocimientos dado) en un arte de la invención
(que tiene ante sí un campo abierto de conocimientos). Esto da a la “búsqueda” nuevos derechos y
privilegios, y anima desde entonces a legiones de “investigadores” (researches, chercheurs, ricercatori,
Forscher, etc) a no buscar ya la verdad de la ciencia a sus espaldas, sino delante de ellos.
Nadie puede dudar de que la ciencia de tal modo redefinida se ha convertido en una grandiosa
historia de éxitos. Ha cambiado el mundo. No voy a tratar de decidir aquí si siempre para bien, pero
probablemente ninguno de nosotros, nacidos en este mundo actual marcado por la ciencia, querría
volver a una sociedad que viviera sin búsqueda. Porque hace mucho que todos hemos interiorizado
como evidente el querer buscar y encontrar, y exteriorizado del modo más confortable sus resultados,
en forma de numerosos “logros”.
La cuestión ahora es qué ha hecho la ciencia moderna, trasladado su centro del almacenamiento a
la búsqueda, con la memoria, tras haberla desplazado de su antiguo y brillante papel. ¿Sigue en vigor la
antigua alianza entre ambas? Esta pregunta exige una respuesta diferenciada. Por una parte, los logros
de la memoria que pueden ser alcanzados por la ciencia moderna han aumentado sustancialmente
respecto a antaño. Así, como sabe cualquier usuario, las bibliotecas científicas se han convertido hace
mucho en impresionantes centro de información y documentación, cuya capacidad, tanto en lo que se
refiere al volumen de los bancos de [p. 349] datos como a la rapidez de acceso, se ha perfeccionado al
máximo mediante procedimientos electrónicos y fotográficos de todo tipo. Realmente, hay pocas
razones para quejarse de las actuales posibilidades del almacenaje del conocimiento humano. Por otra
parte, la cosa tiene un reverso dudoso. Quien accede hoy, por ejemplo, en calidad de joven científico, a
la investigación y ha aprendido por tanto a manejar las herramientas de adquisición de información se
ve en seguida, en cualquier disciplina sin excepciones y casi en cualquier tema, ante una oferta de
información tan abrumadora que necesita años para escalar esa montaña de datos. O bien, cuando ha
llegado donde podría empezar su propia búsqueda, constata que entretanto, mientras comprobaba el
“estado de la investigación”, han aparecido nuevas montañas de material que hay que tener en cuenta.
Porque cientos de miles de científicos producen millones de libros, artículos en revistas y otras ofertas
de datos que van mucho más allá de la capacidad del individuo.
Pero en la ciencia sigue teniendo valor —o en cualquier caso nunca ha quedado derogada
formalmente— la regla de conducta, procedente de la época del memorialismo y que refleja un ethos
medieval del conocimiento, según la cual toda actividad investigadora propia presupone el total registro
de la “bibliografía de investigación” existente sobre el tema. Quien infringe este integral mandato de
documentación se expone a una crítica posiblemente implacable, porque “ni siquiera conoce...”. Y así
vemos algunos alevines de científicos, que aún no han reflexionado suficientemente sobre las pérfidas
dimensiones de la oferta informativa, creyendo después de cuatro años de reunir material para su tesis
que aún están al pie de esa montaña y sólo pueden mirar con miedo y desesperación hacia la
“investigación cumbre” (¡una metáfora de [p. 350] montañero!). Porque es evidente que todos aquellos
que no se libran a tiempo del ingenuo ethos de la total documentación, aunque sólo sea mediante un
toque de frivolidad, son asfixiados por la masa de datos disponibles, de tal modo que incluso dejan de
poder tomar parte en el proceso activo de la investigación.
¿Qué cabe hacer entonces? En primer lugar, en toda introducción a la actividad científica, es
decir, en la enseñanza universitaria, se debería enseñar —cosa que hasta ahora casi no ocurre—,
además de las imprescindibles técnicas de adquisición de la información, también el sutil arte de
rechazar informaciones. Porque la ciencia ya no es practicable hoy sin un claro componente de olvido.
No hay que tener mala conciencia ya que, aunque la oferta de información, con la cantidad de datos que
llueve anualmente sobre el científico desde miles de publicaciones, consistiera realmente, tal como se
exige, en conocimientos de verdad nuevos, esta perspectiva tendría que espantarnos profundamente.
Ninguna sociedad puede, sin perder su identidad, digerir tantas innovaciones en tan poco tiempo como
las que hoy se nos ofrecen como información. Es un consuelo decirse, a uno mismo y a otros, que no
sólo algunas informaciones científicas, lamentablemente, sino felizmente muchas informaciones
científicas, no son novedades. Se las puede postergar no pocas veces con escaso riesgo (¡nunca con un
riesgo cero!).
¿Cómo encontrar pues, entre las demasiadas informaciones que nuestras bibliotecas y centros de
documentación escupen al serle solicitadas, sobre casi cualquier tema, las pocas y quizá muy pocas
informaciones que realmente hacen avanzar el pensamiento? Ése es precisamente el arte del olvido que
todo científico tiene que dominar si no quiere verse paralizado en su actividad por una [p. 351]
superinformación crónica. En adelante, llamaremos “oblivionismo científico” a esa competencia de
rechazo racional de la información.
No vamos a inventar aquí el oblivionismo científico, hace mucho que es practicado con especial
éxito por los “investigadores de primera línea”. Esto se ve con más claridad que en ningún sitio en las
ciencias naturales. En ellas podemos estudiar prototípicamente esta circunstancia en el ejemplo de los
bioquímicos Watson y Crick, que en el año 1953 publicaron su histórico descubrimiento de la
estructura del ADN en un artículo que llevaba el sencillo título Molecular Structure of Nucleid Acid, en
una hoja con seis notas al pie, en la revista Nature, y que fueron por ello distinguidos de inmediato con
el premio Nobel. En esta publicación, así como en algunas otras comunicaciones posteriores, podemos
ver que el oblivionismo científico de estos investigadores funciona más o menos conforme a las
siguientes pautas:

I. Lo que se ha publicado en una lengua distinta del inglés... forget it.

II. Lo que se ha publicado en un tipo de texto distinto del artículo de revista... forget it.

III. Lo que no se ha publicado en una de las prestigiosas revistas x, y, z... forget it.
IV. Lo que se ha publicado hace aproximadamente más de cinco años... forget it.

Cada una de estas cuatro pautas exige, naturalmente, si e quieren comprobar con precisión las
condiciones para que sean eficaces, distintas matizaciones, que en el caso concreto también pueden
adaptarse de forma específica a cada disciplina. Así, por ejemplo —respecto a I—, la anglofonía no es
igual de indiscutida en todas las ciencias naturales, sólo en las ciencias objeto del Premio Nobel. El
artículo de revista —respecto a II—, que fue llevado a su posición dominante, desde finales del siglo
XVII, por las academias de las ciencias fundadas en Londres, París y Berlín, resulta insuficiente para
garantizar a tiempo e inequívocamente la prioridad de los resultados de la investigación. Por eso,
muchos investigadores utilizan cada vez más otras formas de publicación más acelerada. Ya el
mencionado artículo de Watson y Crick está, como short communication, en los límites de un artículo
científico. Además, cuáles son —respecto a III— las revistas científicas que se leen de forma exclusiva
en el club de científicos de primera línea es algo que varía, naturalmente, de disciplina a disciplina, a
veces incluso de país a país. Simplemente hay que saber cuáles son estas revistas, y ni siquiera hace
falta hojear las muchas otras para dejarlas de lado. Sin duda hay que observar con especial precisión —
respecto a IV— la regla del olvido, que se refiere a la llamada bibliografía “antigua”, situada más allá
del límite del olvido de unos cinco años. Naturalmente, no se puede decir en sentido estricto que en
Watson y Crick toda la ciencia antigua, desde Aristóteles a Röntgen y Helmholtz, que ya no se citan en
su texto, haya desaparecido. Sin embargo, el conocimiento vinculado a éstos y muchos otros nombres
de grandes eruditos del pasado se ha sedimentado en la práctica cotidiana de la investigación o en su
aplicación técnica y se ha vuelto, por tanto, poco llamativo (“latente”). En cualquier caso [p. 353], esta
memoria histórica revive de forma llamativa en los actos académicos y, por lo demás, es atendida por
especialistas en los que se ha delegado la historia de cada especialidad. En la investigación actual se
permite, pues, un olvido, consciente y controlado metódicamente, de sus condiciones y presupuestos
históricos. Porque a la cumbre, donde está la investigación de primera línea, sólo se llega ligero de
equipaje.
El oblivionismo de la ciencia no puede ser confundido con la falsabilidad. Ésta se basa, como es
sabido, en el sofisma, defendido por Karl Popper y los popperianos, de que conforme a su lógica
interna la investigación no avanza tanto de verdad en verdad como de falsedad en falsedad, siendo la
verdad casi indistinguible de la suma de falsedades constantemente superadas.
Al contrario que en esta concepción, en las constataciones sobre el oblivionismo de la ciencia no
se contiene afirmación alguna sobre verdadero o falso. Naturalmente, la convicción —fundada o
infundada— de que tal o cual opinión de los predecesores es total o parcialmente falsa facilita el olvido
voluntario, pero aún así forma parte del bien ponderado interés de la investigación el olvidar alguna
cosa cierta para poder redescubrirla con orgullo y énfasis en un momento dado y mantener de esta
forma la motivación de los investigadores, mejor que si supieran que mucho de lo investigable es
conocido en una u otra forma desde hace mucho.
Además, no se puede confundir el oblivionismo científico con el revolucionarismo, vinculado al
nombre de Thomas S. Kuhn. Sin duda Kuhn tiene razón cuando afirma, con numerosos ejemplos
tomados de la historia de la investigación, que la ciencia no acumula sus conocimientos piedra a piedra,
“en un trabajo de acarreo”, hasta que en algún momento, en un mítico final de la [p. 354] investigación,
el edificio del conocimiento humano se alza con radiante perfección. Es evidente que la evolución de
las ciencias, como también muchos procesos biológicos evolutivos, avanza a golpes, saltando de
paradigma en paradigma, como Kuhn solía decir al principio, o corriendo de revolución en revolución,
como la vulgarización de Kun gusta de decir... con la problemática y ligeramente ridícula consecuencia
de que naturalmente todo científico que se precie prefiere ser asaltado de paradigmas antes que
miembro del séquito de la normal science.
Para la comprensión del oblivionismo científico podemos tomar de la teoría de Kuhn del proceso
científico, sin tener que asumir plenamente sus premisas e implicaciones, por lo menos que todo
“impulso” al desarrollo científico, ya signifique progreso o retroceso o incluso ambas cosas a un
tiempo, tiene un notable efecto de alivio sobre la memoria de la ciencia. Porque el paradigma superado
puede ser olvidado. En ese sentido, toda caída de un paradigma, sea cual sea su utilidad o perjuicio para
la historia del conocimiento humano, es siempre un impulso al olvido de notable importancia
económico­científica. Fundiendo a Kuhn y Popper y limitándolos a ambos, se puede decir: de acto de
olvido en acto de olvido la ciencia, que tiene que hacer un uso económico de su memoria, avanza hacia
otros conocimientos que, con suerte, son también los mejores.
Pero, como no quiero eludir la importante cuestión de la calidad de la investigación y, sobre todo,
la de la verdad científica, quisiera añadir a las cuatro pautas del oblivionismo científico reseñadas
arriba una quinta, que, sin embargo, con vistas a la calidad de la investigación y la veracidad de sus
resultados, existe en dos variantes alternativas. Ambas afectan a la “corriente principal” (mainstream)
de la investigación. La primera regla dice: “Sigue la [p. 355] corriente principal de la investigación, y
puedes olvidarte de todo lo demás”. La segunda regla dice: “Puedes olvidarte de la corriente principal
de la investigación, que todos siguen”. En pro de la plausibilidad de la segunda regla, podría decirse
que la corriente principal o mainstream de la ciencia quizá no sea más que un afluente del Leteo.
Naturalmente, no es fácil responder a la pregunta de si lo dicho aquí sobre el oblivionismo
científico puede trasladarse también a las ciencias humanas y sociales, ya que esas disciplinas tienen
por regla general una mayor componente histórica. Por eso, en ellas las cuatro pautas reseñadas arriba y
sacadas de las ciencias naturales tienen que ser limitadas, por ejemplo, de la siguiente forma: en las
ciencias humanas y sociales no se pueden olvidar las muchas lenguas que existen en el mundo junto a
la inglesa, ni los numerosos géneros y tipos de texto de la literatura científica que coexisten con el
artículo científico, ni las incontables revistas y series de publicaciones de alcance nacional, regional o
local ni sobre todo la antigua bibliografía de investigación, porque Aristóteles o Averroes, Lutero o
Leibniz pueden ponerse de pronto de plena actualidad. Por estas razones, en las ciencias humanas y
sociales no es tan claramente reconocible una corriente principal de la investigación. Porque estas
ciencias se distinguen sobre todo de la mayoría de las ciencias naturales en que no tienen un frente de
investigación claro, que se localice de forma relativamente inequívoca. En el peor de los casos todo,
tanto lo más sublime como lo más trivial, incluso el olvido, puede convertirse de pronto en objeto de la
investigación. Por eso, estas disciplinas siempre tienen que estar listas para lo inesperado y no pueden
permitirse, por útil que fuera, caminar con un mínimo equipaje de memoria y operar con la [p. 356]
correspondiente ligereza. Dicho de otra forma, sin la experiencia histórica como garantía contra
sorpresas desagradables de todo tipo no se pueden practicar las ciencias humanas y sociales. Por eso,
aunque sin volver a caer en el memorialismo de la antigua ciencia, tienen que seguir practicando con la
memoria. Pero, por otra parte, las ciencias humanas y sociales, como tienen que seguir el ritmo de los
tiempos, están sometidas también a las reglas de juego del oblivionismo científico. El arte es conjugar
ambas cosas, a pesar de la contradicción. Para conseguirlo, hay que ofrecer sacrificios —con un
moderado politeísmo— en los altares de dos deidades: Mnemosine y Lete.

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