Nuevos Comienzos
Nuevos Comienzos
Nuevos Comienzos
Los cincuenta años son como la última hora del atardecer, cuando el sol se
pone y una intenta encontrarse a sí misma. Recostada contra el tronco leñoso
del aguaribay, árbol sagrado de los Incas, cerré los ojos y me concentré en una
reflexión profunda acerca del camino recorrido en esta incierta vida. El silencio
y el ocaso provocaron en mí, un estado de somnolencia. Adormecida me
asaltaron imágenes con episodios de la infancia y de la adolescencia,
imágenes que se superponían a una gran velocidad y de manera desordenada,
algunas entrecortadas y otras nítidas.
En un momento sentí un olor penetrante a mar y una brisa intensa me
despeinó. Desperté súbitamente. Medio dormida todavía miré a mi alrededor y
traté de entender qué pasaba. Ahí lo vi. Estaba colgando de una rama del
árbol, un ser extraño de color verde mar, con aroma a sal y manos de brisa
fresca. Por tiempos inmemoriales la humanidad ha recurrido a sustancias,
trucos, juegos, pócimas y filtros para intentar hacer realidad algún que otro
deseo. A mí me tocó un genio en vivo y en directo. Se bajó de la rama y ahí, en
ese momento, me percaté de que su cuerpo era transparente. Cubría su
cabeza con un sombrero y llevaba anteojos para el sol aunque ya anochecía.
Cuando me habló noté que su voz era áspera y gruesa como un erizo. Metió
su mano en un morral que colgaba del aguaribay y sacó un papel, miraba el
trozo de papel y me miraba a mí. Con una chispa encendida en los ojos me
dijo que tenía el poder de concederme hacer realidad un sueño, el que yo
desee. Mi piel se convirtió en piel de gallina, me fregué los ojos, los cerré y los
volví a abrir para ver si se había ido. Pero no, ahí estaba esperando mi
respuesta. Entorné los párpados y puse las manos sobre mi pecho, sentí que el
corazón latía acelerado y el cerebro me punzaba. Aspiré profunda la brisa
fresca.
A mis cincuenta años, mientras observaba el crepúsculo tomé una decisión y
expresé mi deseo con fiereza: quería ser cantante. Cantar como Celine Dion.
Entonces recordé que antes, mientras dormitaba, se me había aparecido una
imagen clara y vívida. La de una niña con largas trenzas que giraba alrededor
de una mesa que tenía un hermoso mantel bordado y un juego de té de
porcelana. La mesa estaba sobre un escenario y había mucho público que
hacía palmas al son de la canción: “Vamos a tomar el té, la tetera es de
porcelana pero no se ve…” La niña que había visto en las imágenes giraba
mientras cantaba hasta que en un momento enganchó la esquina del mantel, lo
arrastró en el giro y todo se volvió un quejido de asombro y desolación. Desde
ese día, la niña, nunca más cantó.
Ahora tenía la oportunidad de hacer realidad ese anhelado y postergado sueño
que tanto había deseado durante toda la vida: cantar. Sonreí feliz y confirmé al
genio mi deseo: ser cantante. Volvió a mí aquella niña cantando, girando y
saltando hasta que, en un trompo sin retorno, viajé hasta un escenario
majestuoso, iluminado. Con el rostro radiante de felicidad, mi figura enfundada
en un largo vestido color verde esmeralda y con altos tacones, comencé a
cantar las más románticas baladas. Ovacionada por un público de pie, miré
hacia un costado y el genio me guiñó un ojo.
El genio color verde mar con aroma a sal y manos de brisa fresca se fusionó en
mi canto para no soltarme jamás.