Xfornis La Paz Enviada
Xfornis La Paz Enviada
Xfornis La Paz Enviada
3
Para las cuales, vd. Fornis (2005), que recoge la literatura anterior.
4
Según X. HG. 5.1.29, los lacedemonios estaban «hartos de la guerra», opinión que
se ve reforzada por D.S. 14.110.2.
5
X. HG. 4.5.6 y 9; Plu. Ages. 22.1-7; Andoc. 3.25. Cook (1981), p. 489, matiza que
Beocia había perdido la lealtad de sus aliados a medida que se fue desinteresando de
la guerra y la facción expansionista de Ismenias se fue desinflando; por el contrario,
en opinión de Buck (1994), p. 59, los beocios seguían dispuestos a luchar hasta que se
vieron aislados y sin apoyo en el acto de juramento del tratado (vd. infra).
6
En Fornis (2001) defendimos que lo que Jenofonte – portavoz de la clase privilegia-
da corintia expulsada del poder – presenta como una pérdida de identidad, de soberanía
e incluso como una absorción del estado corintio por el argivo, fue en realidad parte de
esa lucha faccional que llevó al poder a un grupo argolizante respaldado por la guarni-
ción argiva en Corinto, con lo que no hubo ni sinecismo, ni isopoliteia, ni sympoliteia,
«La paz enviada por el Rey» 157
ni isoteleia, ni ningún otro tipo de experimento político imaginado por los historiadores
modernos.
7
X. HG. 4.7.2-7.
8
Fornis (2001), passim.
9
La frase es de Levi (1955), p. 108, pero así ya Hampl (1938), pp. 11-12. Por el
contrario Cawkwell (1981), pp. 70-71, y Badian (1991), pp. 34-35, piensan que hubo
espacio para la negociación por parte de los estados de la alianza corintia.
10
Empezando por el propio Jenofonte (HG. 5.1.30 y 35); se encuentran variantes
próximas en Dem. 15.9 y 29, 20.54; Plb. 1.6.2.
11
Plb. 1.6.1; D.S. 14.110.1; Aristeid. 3.578. Podemos precisar más y establecer su
concreción definitiva en la primavera de 386 gracias a la importante inscripción de Cla-
zómenas (IG II2 28 = SIG 136 = SGHI 114), datada en ese mismo arcontado y que recoge
disposiciones atenienses acerca de la isla que serían imposibles tras la paz, por la cual
la isla quedaba expresamente bajo soberanía persa.
158 César Fornis
12
Momigliano (1934); Ryder (1965), pp. XV, 5-6, 38; Payrau (1971), passim; Moritani
(1988), p. 574; Canfora (1991), p. 65; Quass (1991), pp. 40-42. Santi Amantini (2000),
passim, esp. pp. 21-22, identifica hasta cuatro acepciones de e„r»nh en Jenofonte: trata-
do de paz, situación o tiempo de paz, situación de paz generada por una tratado de paz
o tregua y, por último, iniciativas o negociaciones de paz. En epigrafía tenemos docu-
mentado por primera vez el uso de eirene en la alianza entre Atenas y Quíos de 384 (cf.
infra con n. 67).
13
Con buen criterio Clark (1990), pp. 62, 67, recuerda que es un principio fundamen-
tal que un tratado de paz, sea cual fuere, no puede obligar a los estados que no se aco-
gen a él (œkspondoi); de otro modo no se entendería la coerción aplicada por Agesilao
sobre Tebas, Corinto o Argos para obligarles a tomar parte en el juramento (vd. infra).
14
Como título oficial, koin¾ e„r»nh fue adoptado tiempo después de 386: la sym-
machia de 384 entre atenienses y quiotas se refiere a la paz del Rey tan sólo como
e„r»nh (supra, n. 12) y no es hasta 362/361 cuando tenemos constancia epigráfica en
las líneas 3-5 de una estela hallada en Argos (IG IV 556 = SIG 182 = SGHI 145 = Staats.
292) con la respuesta negativa a una embajada de los sátrapas en rebelión contra el Rey,
acompañado además de expresiones que confirman su extensión a todo el mundo grie-
go: oƒ “Ellhnej presbeÚsantej prÕj ¢ll»louj dialšluntai t¦ di£fora prÕj koin¾n
e„r»nhn; en las fuentes literarias hay que esperar a finales de los años 30 del siglo IV
(Dem. 17.2, 4 y 17; Aesch. 3.254), y evocan una paz común mucho más cercana en el
tiempo, la auspiciada por Filipo II. Sólo una fuente tardía como Diodoro (15.5.1) lo apli-
ca a la paz del Rey: prouparcoÚshj to‹j “Ellhsi koinÁj e„rn»nhj tÁj ™pˆ 'Antalk…dou
(cf. la variante de 15.19.1: t¦j koin¦j sunq»kaj). Así y con todo, expresiones similares
son utilizadas primero por Andócides en su discurso Sobre la paz con los lacedemonios,
de 391, pese a que su testimonio puede verse viciado por su evidente partidismo, por
el hecho de que finalmente esas negociaciones no fructificaron y por las dudas que se
ciernen sobre el empleo «técnico» del término (e„r»nhj perˆ koinÁj to‹j “Ellhsi en
§ 34; p©si to‹j “Ellhsi en § 17), y luego por Isócrates, que en su oratio homónima de
mediados de la década de 350 se refiere – por única vez en toda su obra – a la paz del
Rey como aƒ koinaˆ sunqÁkai, «los tratados comunes» (§ 20). Si a este último alegato
«La paz enviada por el Rey» 159
pÒleij kaˆ mikr¦j kaˆ meg£laj aÙtonÒmouj ¢fe‹nai pl¾n L»mnou kaˆ ”Imbrou kaˆ
SkÚrou: taÚtaj dþ ésper tÕ ¢rca‹on e!nai 'Aqhna…wn. `OpÒteroi dþ taÚthn t¾n
e„r»nhn m¾ dšcontai, toÚtoij ™gë polem»sw met¦ tîn taàta boulomšnwn kaˆ pezÍ
kaˆ kat¦ q£lattan kaˆ nausˆ kaˆ cr»masi. D.S. 14.110.3 y Iust. 6.6.1 resumen a
Jenofonte con alteraciones y omisiones (en el caso del epitomista nada menos que la
entrega de los griegos asiáticos al Rey). Cf. Staats. 242.
18
El mandato real debería aplicarse a todo el territorio asiático, incluidas las pereas
continentales de las islas griegas situadas frente a la costa minorasiática. Frente a la
tesis de Hornblower (1982), pp. 127-129; (1985), pp. 251; (1994), p. 80, de que pasaron
bajo control de los Hecatómnidas carios, vasallos de Artajerjes, Carusi (2003), passim,
esp. pp. 65-69, 116-119, 161-168, 245-247, ve indicios – reconoce que no son pruebas
inequívocas – de que Mitilene, Quíos, Samos y Ténedos mantuvieron chorai en el ve-
cino continente que siguieron siendo partes integrantes de esos estados. El caso de la
peraia de Clazómenas es muy distinto: inequívocamente pasaba a soberanía persa junto
con la isla, la cual es singularizada en el tratado porque, como sostienen Ruzicka (1983)
y (1992), p. 65, Shrimpton (1991), p. 14, y Jehne (1994), p. 36 n. 30, tenía un elevado
valor estratégico para Artajerjes en tanto excepcional lugar de reunión para grandes ex-
pediciones navales como las que preparaba contra Chipre y Egipto (Hornblower [1994],
p. 77, por el contrario cree que se hacía mención expresa de Clazómenas porque estaba
prácticamente unida al continente por un arrecife que haría su estatus ambiguo).
19
Jehne (1994), p. 45, entiende que las cleruquías no suponen una excepción a la
cláusula de autonomia porque se consideran chora ática en la medida en que los ate-
nienses habían expulsado o esclavizado a los bárbaros que las poblaban, que no tenían
derecho a la misma.
20
Correctamente Badian (1991), pp. 35-36, señala que tan importante matiz suele ser
pasado por alto. Vd. infra, n. 29.
21
Th. 8.18, 37 y 58.
«La paz enviada por el Rey» 161
22
Tuplin (1993), p. 84: «Sparta must buy predominance at the price of the freedom
of the Greeks of Asia»; según Musti (2000), p. 171, «Sparta poi si era rivelata inadeguata
al compito che pur si era assunta, dopo il fallimento della lega navale delio-attica, di
prost£tij della grecità d’Asia». Para Urban (1991), pp. 119-120, esto supuso no sólo
una pérdida de poder, sino también de prestigio en el seno de la comunidad helénica.
Sobre las fluctuantes relaciones entre lacedemonios y persas desde el final de la guerra
del Peloponeso, véase ahora Fornis (2007), pp. 188-193.
23
D.S. 14.110.4; Aristeid. 1.293; Pl. Mx. 245e. Para reconciliar estos testimonios con
Philoch. FGrHist 328 F 149a, Hamilton (1979), pp. 253, 318-322, ha defendido que los
atenienses rechazaron los términos de Sardes (en lo que coincide con Quass [1991],
p. 39) y enviaron a Esparta a los embajadores que ya habían ido seis años antes (Andó-
cides, Epícrates, Cratino y Eubúlides) con el objetivo de negociar los mismos términos
de entonces (una paz exclusivamente griega, sin mediación persa), mas al darse cuenta
de que no era posible juraron términos contrarios a sus gr£mmata, por lo que fueron
después exiliados; cf. Judeich (1926), p. 142; Momigliano (1936), p. 101; Bruce (1966),
pp. 276, 279-281, y Badian (1991), pp. 30-33, que también piensan que los embajadores
fueron juzgados tras la paz del Rey, aunque no parecen considerar – o explicitar – una
repetición de la embajada. Bajo nuestro punto de vista, Filócoro se refiere a las fracasa-
das Verhandlungen de 392 y, por lo tanto, la condena ha de datarse en la primavera de
391, tras una rendición de cuentas de los embajadores en Atenas de la que ha sobrevivi-
do el discurso de Andócides (véase Fornis [2005], p. 280 con n. 35).
24
Así también Rice (1971), p. 45 n. 36; Cook (1981), p. 486; Strauss (1986), p. 161, y
Funke (1980), pp. 164-165, quien con razón se muestra crítico ante valoraciones que ha-
blan de un triunfo, ya sea de la clase propietaria ateniense (Beloch [1884], p. 131), ya de
los elementos oligárquicos y conservadores, frente a la corriente demócrata radical (Me-
yer [1902], p. 302; Kounas [1969], p. 111). Urban (1991), p. 123, y Harding (1995), p. 114,
también soslayan este elemento de coerción: el primero considera el bloqueo del Hele-
sponto un «susto» (Schrecken) que hizo a los atenienses temer la pérdida de lo que ha-
bían ganado, mientras el segundo afirma que «the Athenians recognised the advantage of
162 César Fornis
fitting into a new international order, which accommodated the desire of most states for
universal peace and local independence» (ciertamente una descripción idealizada de la
paz del Rey).
25
Atenienses, beocios, argivos y corintios son los únicos mencionados por Jeno-
fonte, y así lo acepta Ryder (1965), p. 36; también Badian (1991), pp. 39-40, aunque
éste hace una distinción entre los participantes «activos» (los beligerantes «mayores») y
los «invitados» por Esparta a adherirse al tratado («las ciudades griegas de Europa y las
islas, excepto los griegos del Oeste, que no quedaran bajo dominio del Rey»). Hamilton
(1979), p. 313, cree que estuvieron presentes todos los estados beligerantes, incluso los
menores. Para Jehne (1994), p. 39 n. 42, es posible que hubiera neutrales, pero reco-
noce que en realidad lo ignoramos. Sí es seguro que, tanto en la paz del Rey como en
subsiguientes paces comunes, hubo estados que por distintas razones optaron por que-
dar al margen de esta clase de tratado multilateral (algunos ejemplos en Clark [1990],
pp. 62-63; contra Aucello [1965], pp. 377-380: «… tutte le poleis elleniche avevano ade-
rito alla pace», así como El Abbadi [1975], p. 21: «… all the Greek cities agreed to sign
the peace at once», en ambos casos sin ulterior explicación ni anotación crítica).
26
Contra la teoría de Wilcken (1941), p. 19.
27
Sobre la posibilidad de una representación – y de un juramento – persa en Esparta,
infra, n. 70.
28
Ciertas fuentes tardías, empeñadas en oponer a un Antálcidas «pacifista» y filobár-
baro a un Agesilao «belicista» y misobárbaro, dejan al rey euripóntida al margen de la
gestación del acuerdo buscando preservar su imagen «panhelenista» (Plu. Ages. 23.2,
tajante en su afirmación de que con la paz de Antálcidas los lacedemonios «cometieron
el acto más desleal y vergonzoso hacia los griegos de Asia», exime de responsabilidad
a Agesilao, quien «había hecho la guerra por ellos» y no participó en tal infamia), pero
en otro lugar ya mostramos nuestro recelo ante la credibilidad de dichas fuentes en
cuanto a un supuesto antagonismo entre ambos prohombres (Fornis [2005], pp. 273-274
con n. 11, donde se dan las fuentes). En cualquier caso, incluso concediendo que al
principio la opinión del diarca no fuera favorable a la paz, enseguida supo extraer las
«La paz enviada por el Rey» 163
ventajas del acuerdo para Esparta y para sí mismo (cf. Cawkwell [1976], p. 68: «… he
may have been making the best of what he considered a bad job»; Rice [1971], p. 22,
y Cartledge [1987], p. 195, hablan de un trabajo conjunto de Antálcidas y Agesilao),
tal y como refleja la anécdota contada en tres lugares diferentes por el de Queronea,
según la cual a la increpación de que con este tratado inicuo los espartanos habían
medizado, Agesilao respondió con ironía que más bien los medos habían laconizado
(Plu. Ages. 23.2-4; Art. 22.4 y Mor. 213B). Tal aseveración no deja de tener un fondo de
verdad si fue Esparta quien propuso los términos de una paz que la convertiría en el
poder hegemónico indiscutible de Grecia, incluso con la posibilidad de mediación per-
sa entendida como un mal menor y aceptable. La cruzada antipersa abanderada por el
Euripóntida en la década anterior se había probado mucho menos positiva y sólo había
conseguido abonar el terreno para un resurgimiento de la política imperial ateniense
en el Egeo.
29
Por poner algunos ejemplos, es invocado en el ultimátum a Atenas de 432
(Th. 1.144.2) o contemplado en el tratado con los argivos de 418 (Th. 5.77.5), además
de formar parte del bagaje retórico de grandes comandantes como Brasidas, Lisandro
o Dercílidas. Por boca de Antálcidas los lacedemonios ya convirtieron el principio de
autonomía en la columna vertebral – y el caballo de batalla – de las truncadas negocia-
ciones de paz de 392 (X. HG. 4.8.14-15; cf. Fornis [2005], passim).
30
Ya antes del comienzo de la guerra, en el discurso de los embajadores tebanos en
Atenas del verano de 395, se observan «forti contrapposizioni tra la Grecia delle città,
qui rappresentata dall´egemone Sparta, e la Grecia delle federazioni [Elei e Tebani] …
le contraddizioni di Sparta sul tema dell´autonomia e ne smascherano il ruolo di garante
della medesima, che essa si era unilateralmente assunta» (Bearzot [2004], pp. 21-30, esp.
p. 30).
31
X. HG. 5.1.32-33. Cawkwell (1976), p. 79, y (1981), p. 70 n. 5; Cook (1981),
pp. 487-488; Badian (1991), p. 34; Jehne (1994), p. 37 n. 39, y Zahrnt (2000), p. 304
n. 16, han subrayado la sorpresa de unos embajadores tebanos no preparados para este
164 César Fornis
que verlo como «un acto arbitrario de la tiranía de Esparta», porque muchos beocios
verían con buenos ojos la disolución para acabar con la hegemonía tebana, que había
convertido a la confederación en una «caricatura» de lo que había sido.
34
Larsen, ibidem; Beck (1997), pp. 239-240. Unos años más tarde, a requerimiento
de Clígenes de Acanto (X. HG. 5.2.11-24, junto con el análisis de Bearzot [2004], pp. 45-
56, al discurso), Esparta también desintegraría la liga calcídica que Olinto construía en
el norte de Grecia (X. HG. 5.2.37-3.9; 3.18-20, 26, 54). No hay prueba de que la cláu-
sula de autonomia promulgada por la paz del Rey se aplicara en Occidente (cf. Jehne
[1994], pp. 38 n. 42, 43 n. 77), sin duda porque Esparta no estaba interesada en ello, de
modo que su aliado Dionisio de Siracusa podía seguir sin obstáculos con su proyecto
de unificar el Occidente griego bajo su égida (cf. Meloni [1949], p. 202). Parke (1930),
p. 71, supone que los argumentos utilizados en el caso beocio pudieron ser que su
confederación era más estrecha que la del Peloponeso y que hubo ciudades beocias
que no deseaban ser miembros, las ciudades que tradicionalmente se habían resistido
a la hegemonía tebana, como Orcómeno, Tespias o Platea, todas ellas gobernadas por
oligarquías de cariz laconizante; para Accame (1941), pp. 6-7, se permitió la liga del Pe-
loponeso porque respondía al principio de autonomia, pues en puridad no se trataba de
una liga sometida a un hegemon, sino de una alianza voluntaria que respetaba la libertad
de las ciudades; Badian (1991), p. 44, añade que, salvo casos de emergencia, Esparta no
instalaba guarniciones en las ciudades, ni recaudaba tributo, ni imponía sus leyes.
35
X. HG. 5.1.34. Cf. Fornis (2001), pp. 223-224; Salmon (1984), pp. 369-370, sugiere
que quizás corintios y argivos, engañados por las maniobras de Agesilao, pensaron inge-
nuamente que la paz del Rey no anularía su «unión», sino sólo la confederación beocia, y
así abandonaron su resistencia; esto es difícil de creer, dado que en los dos intentos an-
teriores de 392 fue una exigencia innegociable de Esparta (cf. Fornis [2005], esp. p. 291),
que ahora además, con el respaldo de Persia, tenía más fuerza para imponer.
36
Aparecen en poder de Atenas durante las negociaciones de paz de 392 (X. HG.
4.8.12; D.S. 14.85.4).
166 César Fornis
37
Son las mismas condiciones negociadas en Esparta en el invierno de 392/391, sólo
que entonces Atenas no había sido derrotada, lo que explica la satisfacción que se res-
pira en Pl. Mx. 245e y Dem. 20.60. Según Cartledge (1987), p. 294, Esparta permitió que
Atenas conservara las tres cleruquías para enemistarla con Tebas, auténtica obsesión de
Agesilao; Clark (1990), pp. 58-59, lo ve más como un reconocimiento del evidente forta-
lecimiento naval de Atenas en la segunda parte de la guerra corintia, pero creemos que
es demasiado optimista en su estimación de noventa trirremes atenienses en servicio
(son más reales las setenta, y no todas en buenas condiciones de uso, de Sinclair [1978],
p. 45; en cualquier caso, cf. Funke [1980], p. 152 n. 68, sobre la escasez de evidencia en
las fuentes para fundamentar cálculos de este tipo).
38
Véase por ejemplo Cloché (1934), pp. 50-52, y Accame (1941), pp. 9-17, que dan
las fuentes; contra Brun (1988), p. 378. Sobrevivió asimismo por un breve tiempo, como
mucho hasta el invierno de 383/382 (Lys. 26.23; Aristeid. 1.173), la alianza entre ate-
nienses y tebanos anudada en el verano de 395 (X. HG. 3.5.7 y 16-17; IG II2 14 = SGHI
101 = GHI 6 = Staats. 223); ambos pueblos mantendrían a su vez contactos con Olinto en
383 (X. HG. 5.2.15), aunque es dudoso si llegaron a materializarse en una symmachia
(el principal inconveniente que se plantea es que, si Atenas anudó tal alianza, no hizo
honor a la misma, pues es seguro que no acudió en ayuda de los olintios cuando fueron
invadidos por los lacedemonios).
39
Un tanto exageradamente Urban (1991), pp. 120-122, llega a ver en Atenas el esta-
do que más había ganado con el tratado de paz.
40
Badian (1995), p. 86.
«La paz enviada por el Rey» 167
41
En este sentido el Rey logró su objetivo porque ningún poder griego holló suelo
asiático en las décadas siguientes con fines expansionistas (pace Hornblower [1994],
pp. 81-82: «The King’s Peace created no impenetrable iron curtain for either side»). La
segunda liga ateniense, que tuvo su ámbito de influencia en el Egeo, respetó en todo
momento la cláusula que ponía las ciudades griegas de la costa minorasiática bajo sobe-
ranía persa (IG II2 43 = SIG 147 = SGHI 123 = GHI 22 = Staats. 257).
42
Iust. 6.6.2; cf. también Philoch. FGrHist 115 F 103; D.S. 14.110.5.
43
Para detalles de estas revueltas, Briant (1996), pp. 668-694.
44
Hampl (1938), pp. 86-88; Payrau (1971), pp. 44-45; Rice (1971), pp. 19-20; Clark
(1990), p. 56 n. 51; Cawkwell (1973), pp. 52-55, y (1981), pp. 77-78, llega a decir que «a
formal “protectorate” may have been assigned to “Sparta and her allies”», frase que, ade-
más de hacer uso de una terminología anacrónica e inapropiada, no encuentra soporte
en las fuentes.
45
X. HG. 5.1.31.
46
Accame (1941), pp. 6-7; Seager (1974), p. 38; Lewis (1977), p. 147 n. 80; Urban
(1991), pp. 109, 117-118; Badian (1991), p. 42; Jehne (1994), p. 40; Zahrnt (2000),
p. 305; Martin (1944), p. 24 n. 17, lo define apropiadamente: «… ce titre attribué ici aux
Spartiates n’est qu’une métaphore. On ne le trouve pas ailleurs. C’est une erreur d´en
faire un terme technique et d’en tirer, comme on l’a fait, des conclusions sur une préten-
due superintendance assignée contractuellement aux Spartiates par le traité. Il ne s’agit
que d’une métaphore exprimant une situation de fait». Quass (1991), p. 49, y Buckler
(2004), pp. 174-175, han argumentado que esta «pasividad» persa habría sido pactada en
Sardes, sin que se hubiera hecho pública u oficial, pero más bien se debe, como hemos
dicho, a una falta de interés del Gran Rey por preservar la paz tras haber alcanzado su
propósito. Hampl (1938), p. 88, y Cook (1981), pp. 484-485, han puesto el énfasis en el
rôle intimidatorio de Artajerjes en el momento de obligar a los demás griegos a suscribir
los términos deseados por Esparta.
168 César Fornis
47
Jehne (1994), pp. 45-47, habla de «maquinaciones» e hipocresía premeditada en los
espartanos al esconder estos intereses de poder bajo el escudo de un «concepto ideoló-
gico positivo» como era el de autonomia, echando por tierra cualquier expectativa de
paz y estabilidad augurada por los aspectos «programáticos» del tratado.
48
X. HG. 5.1.36. Corsaro (1994), pp. 127-130, habla del triunfo de las posiciones
«conservadoras» representadas por Persia, que querría conservar Asia, y Esparta, que
defendería el particularismo de la polis frente a la amenaza de un imperialismo «demó-
crata» y «nacionalista» encarnado por Atenas. Creemos erróneo valorar en estos términos
el contexto que vio nacer la paz del Rey: Esparta desarrolló en el cambio del siglo V al
IV un imperialismo no menos brutal que el anterior practicado por Atenas, con sede en
el Peloponeso y el istmo de Corinto, pero por momentos con ramificaciones en Grecia
central y del norte, Asia y las islas del Egeo.
49
Accame (1941), pp. 1-4, fue el primero en desafiar la communis opinio de enton-
ces (apuntalada por Hampl [1938], pp. 11-12) de que el rescripto real fue seguido de un
tratado formal en el que se explicitaban todos los términos. Otros que han seguido sus
pasos han sido Levi (1955), p. 106; Cook (1981), pp. 483, 494; Jehne (1994), p. 37; Sch-
midt (1999), pp. 84-85, y Zahrnt (2000), pp. 303-304 (según este último, Jenofonte, al
suprimir las negociaciones entre Antálcidas y Tiribazo «para no interrumpir el relato de
las operaciones navales», dificultó la comprensión de «un tratado cerrado entre el Gran
Rey y estados con los mismos derechos, cuyo resultado se muestra como su Diktat»).
50
Wilcken (1941), pp. 15-17; Martin (1944), pp. 22-23, que un tanto ingenuamen-
te opina que «L’auteur des Helléniques a simplement omis de transcrire ce document
capital, sans s’apercevoir que le texte du rescrit, privé de la pièce à laquelle il servait
d’accompagnement et de commentaire, en devenait, sinon absolument incompréhensi-
ble, au moins ambigu et obscur». En realidad, lingüísticamente, el demostrativo taÚthn
«La paz enviada por el Rey» 169
t¾n e„r»nhn sólo puede hacer referencia al documento en el que se inserta, es decir,
al decreto real (cf. Badian [1991], pp. 36-37). Mario Attilio Levi (1955, p. 105) veía en
esta expresión «un significato più aderente a quello in uso nel V secolo, cioè “ordine
politico” o “status di pace”», de modo que no aludiría a las estipulaciones de un tratado
concreto, sino a la fundación de un nuevo orden.
51
Además de la nota anterior, véase entre otros Aucello (1965), pp. 375-379; Ryder
(1965), p. 35; Rice (1971), p. 21; Tuplin (1993), p. 84; Urban (1991), p. 110; Jehne
(1994), p. 37.
52
Wilcken (1941) (la cita es de la p. 10).
53
Ryder (1965), p. 35; Hamilton (1979), pp. 313-316.
170 César Fornis
que el puerto no las tuviera en el momento de la razia de Esfodrias en 379 (X. HG.
5.4.20), cuando se supone que debieron ser reconstruidas junto con el conjunto del cir-
cuito defensivo en 393 – después de ser abatidas en 404 – con el dinero persa aportado
por Conón y Farnabazo (con todo, cuando después del raid X. HG. 5.4.34 dice que los
atenienses «dotaron de puertas al Pireo», no menciona que contraviniese prohibición
alguna, así que sigue siendo más plausible creer que los atenienses no completaron las
defensas del puerto en todas sus secciones que inventar una cláusula ad hoc; cf. Sinclair
[1978], pp. 31-34, y Clark [1990], pp. 63-65).
59
D.S. 15.38.2; Isoc. 8.16, donde se reclama «un retorno al tratado establecido con
el Rey y los lacedemonios», que sin duda debe ser el de 375, no el de 386, denostado
reiterada y vehementemente por el rétor (cf. infra, n. 79).
60
X. HG. 6.3.18 habla de ello como una condición para alcanzar la paz, no como
una cláusula de la misma, pero podemos conceder que el supuesto estuviera recogido y
preguntarnos por qué Jenofonte no lo recuerda antes si las paces precedentes también
lo hacían (encontramos poco convincente la explicación de Cawkwell [1981], p. 74, de
que el historiador lo menciona cuando los espartanos debaten sobre si retirar el ejército
de Cleómbroto desde Grecia central: X. HG. 6.4.2-3).
61
X. HG. 5.2.8-10, 3.10-17 y 21-25.
62
X. HG. 5.1.35. Cf. Sinclair (1978), p. 36; Cook (1981), p. 494; Quass (1991), p. 46
con n. 36; Jehne (1994), pp. 39-40.
63
Aucello (1965), p. 380; Cawkwell (1981), esp. pp. 73-74, 76-79, y Badian (1991),
pp. 42, 46, sobre la estela de Wilcken (1941), pp. 12-14.
172 César Fornis
64
Jehne (1994), p. 39.
65
Sinclair (1978), p. 31. En concreto la disposición que preveía la retirada de guar-
niciones puede responder a los desarrollos de la década que media entre 386 y 375,
cuando Esparta tendía a instalar guarniciones como medio de control de otros estados,
notablemente en pequeñas ciudades beocias y focidias, con lo que establecía en la
práctica un cerco sobre Tebas (Ryder [1965], pp. 58-59; Cook [1981], p. 494). Tampoco
a partir del hecho de que Pelópidas pidiera al Gran Rey en 367 que Mesenia fuera in-
dependiente y que Atenas varase sus naves (X. HG. 7.1.36) se puede proyectar tal cosa
a la paz del Rey. Con buen criterio Clark (1990), p. 61, recuerda la necesidad de rela-
cionar la paz del Rey con las precedentes – aunque abortadas – negociaciones de 392,
hermanadas como están por la importancia de los intereses persas, en lugar de con las
sucesivas paces comunes.
66
Por ejemplo Cawkwell (1981), pp. 72-73, cuyo único punto de anclaje, si es que
puede considerarse así, es que Jenofonte, al describir la paz de 366/365, incluye que ca-
da estado «conserva su propio territorio» (œcein t¾n ˜autîn ˜k£stouj), que para el au-
tor neozelandés equivaldría a una definición de autonomia; cf. también Badian (1991),
pp. 44-46. Rhodes (1999) hace interesantes planteamientos sobre qué se entiende por
autonomia, así como sobre sus diferentes grados y modos de aplicación por los estados
griegos entre 386 y 371, pero siempre apoyándose en casos prácticos, no en hipotéticas
formulaciones recogidas por las paces comunes. Accame (1941), pp. 4-5, aceptado por
Levi (1955), pp. 108-109, asoció el principio de aÙtonom…a al de ™leuqer…a, ya que la
combinación de ambos identifica la plena soberanía de un Estado: el primero se refiere
a la soberanía del derecho constitucional, a la organización interna sin interferencia
ajena, mientras el segundo lo hace a la soberanía del derecho internacional, a la po-
sibilidad de desarrollar una política exterior propia. La gran diferencia con respecto a
Cawkwell es que, mientras la autonomia es explícita en el rescripto, la eleutheria está
implícita en las limitaciones a la libertad de las ciudades en sus relaciones externas, con
lo que no hay necesidad de inferir cláusulas explicativas adicionales. Casi sesenta años
después, Lanzillotta (2000) retoma los postulados de su compatriota sobre los principios
que conforman la soberanía de un Estado para afirmar que tendrían su confirmación en
las inscripciones griegas que recogen tratados de Atenas con otros estados tras la paz
del Rey; Lanzillotta añade que, junto a la eleutheria y la autonomia, aparece la noción
de territorialidad diferenciada de la de pueblo y la caracterización del poder del demos
como aÙtokr£twr y kÚrioj, todo lo cual justificaría según el italiano la idea de que
en el siglo IV griego, con la paz del Rey como base, nació la «doctrina del Estado» tal y
como se entiende hoy día.
«La paz enviada por el Rey» 173
67
IG II2 34 = SIG 142 = SGHI 118 = GHI 20 = Staats. 248. Cf. n. anterior.
68
Ryder (1965), p. 123.
69
Jehne (1994), p. 43 n. 78, que señala que el tratado entre argivos y lacedemonios
de 418 (Th. 5.77.5-7) ya implicaba un reconocimiento de la autonomia para las ciuda-
des grandes o pequeñas, si bien con un carácter regional, circunscrito al Peloponeso.
70
Zahrnt (2000), p. 304, quien no obstante deja la posibilidad abierta sobre ulteriores
negociaciones. Es motivo de discrepancia si el Rey intervino directamente en el tratado,
en otras palabras, si juró la paz. Se ha dicho en este sentido que Artajerjes no se encon-
traba «oficialmente» en guerra con ningún estado griego (Nolte [1923], p. 4; Hamilton
[1979], p. 314; Badian [1991], p. 37; contra Cook [1981], p. 481), lo cual no es cierto,
pues los harmostas espartanos y luego Agesilao saquearon durante años las posesiones
del Rey en Asia Menor – de hecho se acordaron varias treguas que regularon formal-
mente ceses temporales de las operaciones militares (X. HG. 3.2.1 y 18-20, 3.4.5-6; Ages.
1.10-12) –, mientras que también hubo recíproca violación de fronteras en la medida en
que Farnabazo y Conón atacaron Citera, que es tierra lacedemonia (X. HG. 4.8.7-8). Más
enjundia puede llevar el argumento de que la conclusión de tratados en el sentido grie-
go del término no estaba en consonancia con la ideología monárquica persa, revestida
de sacralidad (Nolte [1923], pp. 4-6; Martin [1944], pp. 19 n. 6, 24, y [1949], p. 130; Levi
174 César Fornis
[1955], pp. 106-108; Lewis [1977], p. 147 con n. 79). Sin embargo, en las líneas 10-11 de
la alianza entre Atenas y Quíos (supra, n. 67) y en las líneas 12-15 del decreto de Aris-
tóteles de Maratón bajo el arcontado de Nausínico (supra, n. 41) hay indicación expresa
de que sí prestó juramento, de modo que algunos estudiosos han dado por buenos tan
aparentemente contundentes testimonios epigráficos argumentando que el Rey se com-
prometía así a cumplir los preceptos emanados de él mismo (Hampl [1938], p. 10 con
n. 1; Wilcken [1941], p. 17; Accame [1941], pp. 1-3; Aucello [1965], p. 379; Ryder [1965],
p. 36 n. 2; Cawkwell [1981], p. 69; Cartledge [1987], p. 196; Jehne [1994], pp. 38-39; pero
véase al respecto Badian [1991], pp. 37-39: «… it is far easier to think that an Athenian
rhetor, and the citizens who voted for his proposal, coud not imagine a peace without
thinking of everyone concerned in it swearing to it than that the King actually swore
such an oath»). Incluso si en Esparta no hubo representación persa – Jenofonte no la
menciona –, Artajerjes ya había dado su consentimiento en Susa y Sardes (Urban [1991],
p. 109 n. 422), cosa que por otro lado atestigua D.S. 15.19.1.
71
Musti [2000], pp. 174-175.
72
No es prueba suficiente por sí misma, pace Cawkwell [1981], pp. 71-72, el testi-
monio de Isoc. 12.107 de que «escribieron expresamente que él [el Rey] haría lo que
quisiera» (diarr»dhn gr£yantej crÁsqai toàq'Ó ti ¨n aÙtÕj boÚlhtai).
73
Jehne [1994], pp. 39-41.
74
Clark [1990], p. 57; cf. Urban [1991], p. 110: «Volle Sicherheit laßt sich hier in kei-
nem Fall gewinnen.»
«La paz enviada por el Rey» 175
75
Se ha dicho también (Ryder [1965], p. 40; Sinclair [1978], p. 37; Cook [1981], p. 483;
Badian [1991], p. 42; Schmidt [1999], p. 85; Zahrnt [2000], p. 304 n. 16) que esta vague-
dad o falta de precisión del tratado original también pudo haber sido intencionada en la
medida que un amplio margen de interpretación siempre beneficiará a la potencia hege-
mónica encargada de velar por la buena salud del acuerdo. Contra Urban (1991), p. 110.
76
Cawkwell (1981), p. 69.
77
Ibid., p. 79, donde reconoce que «such speculations go far beyond what is ex-
plicitly attested». Precisamente en el homenaje a Cawkwell, Ernst Badian (1991, p. 42)
expresaba la opinión de que, aun estando seguro de que la paz contenía cláusulas para
la defensa de sus términos, «we cannot even usefully speculate on their nature» (lo que
no le impide admitir que el homenajeado ha contribuido con sus estudios a hacer que
«the Peace was shadowy no longer»); en esta misma línea de pensamiento está Cartledge
(1987), pp. 198-199. La expresión «speculative gymnastics» aplicada a Cawkwell se en-
cuentra en Clark (1990), p. 61.
78
Lys. 33.4-9.
79
Isoc. 4.115-117, 120-128, 166, 172, 175-177 y 180; 12.59 y 106; 14.5 y 19. Entende-
mos que la propuesta que en 356 ó 355 el rétor hace a los atenienses en Sobre la paz
con los lacedemonios (§ 16) de un regreso al orden nacido del tratado con el Rey y los
lacedemonios – renunciando por tanto al segundo imperio naval – se refiere a la paz
de 375 y no a la de 386, no sólo porque ésta es vituperada reiteradamente a lo largo
de su obra por haber entregado al bárbaro a los griegos asiáticos, sino por la alusión a
la retirada de guarniciones de las ciudades y al derecho de cada uno a tener su propio
territorio (cf. Ryder [1965], p. 122; Sinclair [1978], pp. 29-30; Cawkwell [1981], pp. 72-73;
contra Thompson [1983], pp. 75-76).
176 César Fornis
Contra Aristócrates 80, o Éforo, cuya voz nos llega a través del fil-
tro de Diodoro Sículo 81, todos ellos prácticamente contemporáneos,
aunque también autores más tardíos como Polibio, Plutarco o Elio
Aristides 82. Esta valoración trasciende a la propia Antigüedad y ha
calado entre los historiadores modernos, que, por ojos de Isócrates,
han visto en el Rey al «vigilante – y garante – de la paz» (fÚlax
tÁj e„r»nhj) y al «guardián de los asuntos actuales» (tîn parÒntwn
pragm£twn ™pist£thj) 83. Sin embargo, el sesgado testimonio del
rétor «panhelenista» – como el de las demás fuentes – es repudiado
por la realidad política de las décadas siguientes a la paz, donde,
como ha demostrado Michael Zahrnt, no hay rastro de interferencia,
presión o influencia persa sobre los asuntos griegos 84. Problema
diferente es el de los griegos asiáticos, que no era la primera vez
que funcionaban como moneda de cambio en medio de la lucha
hegemónica mantenida por los grandes poderes 85.
Ciertamente las ciudades griegas de Asia perdían algo tan apre-
ciado como la libertad, pero como mal menor alcanzaron una nota-
ble prosperidad económica y una relativa estabilidad política bajo
86
Hornblower (1985), p. 222; Ruzicka (1997), p. 115; Buckler (2004), pp. 171-172, re-
cuerda bajo esta luz el apoyo que los griegos helespónticos dieron a Farnabazo durante
la guerra corintia. Contra Cartledge (1987), p. 198: «… prosperity for the few, exploita-
tion for the many». La convulsa situación interna de las ciudades griegas minorasiáticas
a comienzos del siglo IV se refleja en la documentación epigráfica: véase Lanzillotta
(1981).
87
Según Isoc. 4.176, 180, la única cláusula del tratado respetada fue la rendición de
los griegos de Asia. Ryder (1965), pp. 39-57, y Hamilton (1979), pp. 323-324, han subra-
yado que Esparta intentó asegurar y fortalecer su hegemonía mediante la agresión, no a
través de la legalidad vigente.
88
La paz general ha sido calificada de «nuevo producto revolucionario de esa era»
(Schmidt [1999], p. 82), «el marco por excelencia de las relaciones interestatales griegas
en el siglo IV, desde 386 a 338» (Moritani [1988], p. 573), «la superación de una laguna
178 César Fornis
BIBLIOGRAFÍA
por la que a partir de ahora los griegos sí formarán una comunidad política de derecho
público» (Martin [1944], p. 28) o «el fin formal de las guerras médicas que habían comen-
zado con la revuelta jónica de 499» (Buckler [2004], p. 180).
89
Seager (1974), pp. 47-50; en el mismo sentido El Abbadi (1975), pp. 29-41; Jehne
(1994), pp. 46-47, y Quass (1991), pp. 51-52, 55, aunque este último con el matiz de que
la opinión pública griega no dejaría de creer en la libertad y la autonomia predicadas
por la paz, de ahí las condenas y críticas hacia los abusos. Cf. Payrau (1971), pp. 46-47,
y Zahrnt (2000), pp. 295-298, según los cuales las décadas que median entre 392 y 362
están marcadas por el fracaso reiterado de este tipo de acuerdo de paz, débil institu-
cionalmente, en palabras de la autora francesa, porque no contemplaba «una asistencia
mutua contra el violador de la paz, contra el agresor».
90
Cf. Levi (1955), passim, si bien el estudioso italiano incide en que fue más bien
Persia la impulsora de ese nuevo orden.
«La paz enviada por el Rey» 179
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