Sssss 6

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—Eres un aguafiestas, Tom Harper.

Para que lo sepas soy una buena


escritora. Y sería una buena periodista.
—¿Quién dice que eres buena
escritora?
—Yo. Y un día escribiré un libro.
Maldita sea. Se le había escapado.
Miró hacia otro lado y dejó de hablar.
—Lo dices en serio, ¿no es verdad,
Kate? —Su voz era suave como la
mañana y Kate asintió en silencio—.
Entonces puede que algún día lo
escribas —andaba de puntillas,
procurando no pisar ninguno de sus
sueños—. Antes yo también quería
escribir un libro. Pero lo dejé correr.
—¿Por qué lo dejaste correr? —
preguntó ella, horrorizada, mientras él
trataba de mantener una expresión de
seriedad; le encantaba la intensidad de
Kate.
—Lo dejé correr porque no sé
escribir. Puede que algún día tú lo
escribas por mí.
Permanecieron callados durante un
rato, contemplando el mar, disfrutando
de la brisa nocturna que les acariciaba
el rostro. Siguieron acurrucados el uno
contra el otro, sin decir nada, hasta que
salió el sol. Luego subieron al coche y
regresaron a San Francisco.
—¿Quieres desayunar antes de que
te deje en alguna parte?
Estaban en Palo Alto y el pequeño
coche deportivo británico de Tom se
acercaba ya a la calle donde vivía Kate.
El coche lo había alquilado para su
estancia en la ciudad.
—Creo que debería regresar.
—¿Nos vemos esta noche? —dijo
él.
—No puedo —parecía alicaída—.
Prometí a mis padres que cenaría con
ellos. Y tienen entradas para un
concierto. ¿Después?
Y luego él se iría de la ciudad y ella
nunca volvería a verle. De pronto la
tristeza le ensombreció el semblante y
Tom sintió deseos de besarla. No como
una niña. Como una mujer. Quería
abrazarla y sentir su corazón latiendo
contra el suyo. Querría… Borró
aquellos pensamientos de su mente. Kate
era demasiado joven.
—No podré después, princesa.
Mañana tenemos partido. Tengo que
acostarme antes de las diez. No te
preocupes. Tal vez podamos vernos
mañana antes de que me vaya. ¿Quieres
ir al aeropuerto conmigo?
—Sí —la expresión de desánimo
empezó a desvanecerse.
—¿Quieres ver el partido mañana?
—Tom se echó a reír al ver algo en la
cara de Kate—. Dime la verdad.
Detestas el fútbol, ¿no?
—Claro que no —dijo ella, aunque
se rio. Él lo había adivinado—. No lo
detesto.
—Solo que no te gusta mucho,
¿verdad?
Tom se echó a reír y meneó la
cabeza. Era perfecto. Una niña, una
estudiante universitaria, de alguna
familia elegante y estirada. Era una
locura. Una locura de cabo a rabo.
—De acuerdo, señor Harper. ¿Y
qué? ¿Tiene importancia que yo no sea
la mayor forofa del fútbol que hay en el
mundo?
Tom la miró con una sonrisa y
volvió a menear la cabeza.
—No. No tiene la menor
importancia.
De hecho, la idea le hacía gracia.
Estaba harto de hinchas. De pronto se
encontraron delante de donde vivía ella
y llegó el momento de despedirse.
—Bueno, pequeña, te llamaré más
tarde.
Kate sintió ganas de hacerle
prometer que la llamaría, de pedirle que
no se olvidara de hacerlo. Pero ¡qué
diablos!, él era Tom Harper y ella no era
más que otra chica. Nunca volvería a
llamarla. Kate se envolvió con una tenue
capa de indiferencia, asintió con la
cabeza, sonrió tranquilamente y se apeó
del coche. Él la detuvo antes de que
pusiera los pies en el suelo. Le apretó el
brazo hasta casi hacerle daño.
—Oye, Kate. No te marches así. He
dicho que te llamaría. Y lo he dicho en
serio.
Kate se volvió hacia él con una
sonrisa de alivio.
—Bueno. Es que pensaba que…
La presión sobre su brazo disminuyó
y él le acarició dulcemente una mejilla.
—Ya sé lo que pensabas, pero
estabas equivocada.
—¿De veras?
Se miraron a los oj

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