El documento cuenta la historia de una conversación entre Tom y Kate donde discuten sobre los sueños y aspiraciones de Kate de convertirse en escritora. Al final de la conversación, Tom la acompaña a su casa y le promete que la llamará.
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El documento cuenta la historia de una conversación entre Tom y Kate donde discuten sobre los sueños y aspiraciones de Kate de convertirse en escritora. Al final de la conversación, Tom la acompaña a su casa y le promete que la llamará.
El documento cuenta la historia de una conversación entre Tom y Kate donde discuten sobre los sueños y aspiraciones de Kate de convertirse en escritora. Al final de la conversación, Tom la acompaña a su casa y le promete que la llamará.
El documento cuenta la historia de una conversación entre Tom y Kate donde discuten sobre los sueños y aspiraciones de Kate de convertirse en escritora. Al final de la conversación, Tom la acompaña a su casa y le promete que la llamará.
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—Eres un aguafiestas, Tom Harper.
Para que lo sepas soy una buena
escritora. Y sería una buena periodista. —¿Quién dice que eres buena escritora? —Yo. Y un día escribiré un libro. Maldita sea. Se le había escapado. Miró hacia otro lado y dejó de hablar. —Lo dices en serio, ¿no es verdad, Kate? —Su voz era suave como la mañana y Kate asintió en silencio—. Entonces puede que algún día lo escribas —andaba de puntillas, procurando no pisar ninguno de sus sueños—. Antes yo también quería escribir un libro. Pero lo dejé correr. —¿Por qué lo dejaste correr? — preguntó ella, horrorizada, mientras él trataba de mantener una expresión de seriedad; le encantaba la intensidad de Kate. —Lo dejé correr porque no sé escribir. Puede que algún día tú lo escribas por mí. Permanecieron callados durante un rato, contemplando el mar, disfrutando de la brisa nocturna que les acariciaba el rostro. Siguieron acurrucados el uno contra el otro, sin decir nada, hasta que salió el sol. Luego subieron al coche y regresaron a San Francisco. —¿Quieres desayunar antes de que te deje en alguna parte? Estaban en Palo Alto y el pequeño coche deportivo británico de Tom se acercaba ya a la calle donde vivía Kate. El coche lo había alquilado para su estancia en la ciudad. —Creo que debería regresar. —¿Nos vemos esta noche? —dijo él. —No puedo —parecía alicaída—. Prometí a mis padres que cenaría con ellos. Y tienen entradas para un concierto. ¿Después? Y luego él se iría de la ciudad y ella nunca volvería a verle. De pronto la tristeza le ensombreció el semblante y Tom sintió deseos de besarla. No como una niña. Como una mujer. Quería abrazarla y sentir su corazón latiendo contra el suyo. Querría… Borró aquellos pensamientos de su mente. Kate era demasiado joven. —No podré después, princesa. Mañana tenemos partido. Tengo que acostarme antes de las diez. No te preocupes. Tal vez podamos vernos mañana antes de que me vaya. ¿Quieres ir al aeropuerto conmigo? —Sí —la expresión de desánimo empezó a desvanecerse. —¿Quieres ver el partido mañana? —Tom se echó a reír al ver algo en la cara de Kate—. Dime la verdad. Detestas el fútbol, ¿no? —Claro que no —dijo ella, aunque se rio. Él lo había adivinado—. No lo detesto. —Solo que no te gusta mucho, ¿verdad? Tom se echó a reír y meneó la cabeza. Era perfecto. Una niña, una estudiante universitaria, de alguna familia elegante y estirada. Era una locura. Una locura de cabo a rabo. —De acuerdo, señor Harper. ¿Y qué? ¿Tiene importancia que yo no sea la mayor forofa del fútbol que hay en el mundo? Tom la miró con una sonrisa y volvió a menear la cabeza. —No. No tiene la menor importancia. De hecho, la idea le hacía gracia. Estaba harto de hinchas. De pronto se encontraron delante de donde vivía ella y llegó el momento de despedirse. —Bueno, pequeña, te llamaré más tarde. Kate sintió ganas de hacerle prometer que la llamaría, de pedirle que no se olvidara de hacerlo. Pero ¡qué diablos!, él era Tom Harper y ella no era más que otra chica. Nunca volvería a llamarla. Kate se envolvió con una tenue capa de indiferencia, asintió con la cabeza, sonrió tranquilamente y se apeó del coche. Él la detuvo antes de que pusiera los pies en el suelo. Le apretó el brazo hasta casi hacerle daño. —Oye, Kate. No te marches así. He dicho que te llamaría. Y lo he dicho en serio. Kate se volvió hacia él con una sonrisa de alivio. —Bueno. Es que pensaba que… La presión sobre su brazo disminuyó y él le acarició dulcemente una mejilla. —Ya sé lo que pensabas, pero estabas equivocada. —¿De veras? Se miraron a los oj