De Ilusiones También Se Malvive

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DE ILUSIONES TAMBIÉN SE MALVIVE

Xavier Guix
Créditos

Edición en formato digital: mayo de 2014

© Xavier Guix, 2014


© Ana Mena Delgado, por las ilustraciones del interior
© Ediciones B, S. A., 2014
Consell de Cent, 425-427
08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com

Depósito legal: DL. B. 9670-2014

ISBN: 978-84-9019-776-9

Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com


Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico,
queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
La mejor manera de realizar tus sueños es despertar.

PAUL VALÉRY

La mayor dificultad que arrastramos con nosotros desde la infancia es el saco de ilusiones que
cargamos a la espalda hasta la vida adulta. El problema sutil consiste en renunciar a ciertas
ilusiones sin convertirse en un cínico... Todo el mundo tiene un campo de realidad para trabajar
si lo desea.

MARIE-LOUISE VONFRANZ

Si pudieras elegir
nunca
prescindirías de la ilusión.

RAM TZU

La compulsión surge porque el pasado te da una identidad y el futuro contiene una promesa
de salvación, de una realización de algún tipo. Ambas son ilusiones.

ECKHART TOLLE
DE ILUSIONES TAMBIÉN SE MALVIVE
Introducción

¿Qué es lo que la gente anda buscando?

Uno de los momentos impactantes en la película de Ron Howard


Una mente maravillosa, basada en la vida del premio Nobel de
Economía John Forbes Nash, quien convivió durante años con la
esquizofrenia, es descubrir el extenuante trabajo que supuestamente
realizó el laureado matemático para distinguir lo que era real y lo que
era una mera ilusión de su mente.
He de confesar que una de las tareas con las que más he trabajado, y
con la que sigo haciéndolo a diario, consiste en separar lo que pertenece
a mi mente operativa y reflexiva de aquella que se sumerge en los
pensamientos que me asaltan sin cita previa. No me refiero solo al
poder de la imaginación, a la creatividad o incluso a la intuición. Se trata
de pensamientos que te abordan, que agarras al vuelo, que aparecen sin
saber por qué, que no tienen ni ton ni son. Son pensamientos intrusivos
o vagabundos. Pertenecen a nuestras capas inconscientes y también al
campo que envuelve nuestras relaciones.
El caso es que los pensamientos intrusivos roban la atención, la
memoria y la energía, además de convencerte de su certeza. Crean
estados interiores en forma de memorias emocionales, pueden corroerte
con dudas, tentarte, convertirse en una identidad que toma forma y que
te habla como si fuera una parte de ti mismo. Sin saber cómo, has
construido en tu mente un estado ilusorio. Lo amarás por encima de
todas las cosas porque es tu propia ocurrencia. A partir de entonces
buscarás en el mundo el reflejo de tu creación, de tus expectativas.
Recuerdo, cuando era joven, haber experimentado la ilusión de vivir
todos los acontecimientos a mi alcance y todas las vidas de las personas
que me gustaban. Llegó a ser un sufrimiento escoger. En lugar de gozar
con lo que vivía, sufría por lo que me perdía. Quería estar en todas
partes y con todo el mundo. Imagino que era tan feliz absorbiendo cada
instante de mi vida que sufría por no poder vivirlos todos a la vez.
Tanta compulsión por vivir lograba el efecto contrario. Todo era una
construcción de mi mente que llegó a creerse sus propios pensamientos
anclados en emociones. Pero la irrealidad que había creado tenía efectos
concretos en mi conducta y en mis relaciones. Ignorar cómo nos
montamos películas acarrea que confundamos realidad e imaginación.
Es como vivir atrapados dentro de un cuento, hasta que la vida misma
te da en las narices para que despiertes.
En la práctica como psicólogo observo continuamente la confusión y
los enredos que crea la mente de las personas. Digamos que nuestros
hábitos mentales constituyen un sentido de realidad que alcanza incluso
a la idea de quiénes somos, de cómo somos y de cuál debe ser nuestra
vida. Esa es la ilusión. El mundo no es como lo habíamos previsto e
imaginado. Pasamos de inocentes a huérfanos porque caímos del
caballo, nos dimos de bruces contra el suelo, mordimos el polvo y nos
levantamos con cara de no entender nada: «¿Cómo puede ser que no me
haya dado cuenta antes?»
Este libro presenta una buena parte de los conflictos psicológicos que
crean nuestros hábitos mentales, sobre todo aquellos que, siendo
ilusorios, son vividos y sufridos como si se hubieran convertido en
nuestra manera de ser. Ahondará en la importancia de las creencias
como constructoras de realidades y abordará el complejo tema de la
identidad. También explorará el tema del autoconocimiento. No cabe
duda de que, para confrontar aquello en lo que nos hemos convertido
con el tiempo e identificar nuestras posibles «irrealidades», el
autoconocimiento —la introspección— es un camino excelente junto
con la voluntad de dirigir nuestra vida con sentido.
Así, en los últimos años ha florecido toda una industria dedicada a tal
noble tarea, aunque no es oro todo lo que reluce. Mi amiga Pepa Ninou
llama a este fenómeno «la sociedad del autoconocimiento», en clara
referencia a «la sociedad del conocimiento», etiqueta con la que nos
adentramos en las tecnologías de la información. Hoy día el
autoconocimiento se revela como uno de los aspectos claves en el nuevo
paradigma emergente.
Iniciaba esta introducción con una pregunta: «¿Qué es lo que la gente
anda buscando?» Está claro: vivir en un mundo diferente al que hemos
conocido y construido hasta ahora. Mas no existe un modelo
alternativo y quizá no llegue a existir, porque de lo que se trata es de
encauzarse hacia modelos sociales más heterogéneos. También podría
ocurrir que estuviéramos creando una ilusión colectiva, un mundo
paralelo que, de tanto mirar al cielo, tropezara torpemente por alejarse
demasiado de la tierra.
Lo que sí es una evidencia es que cada vez hay más «buscadores». ¿Y
qué buscan? ¿Dónde? ¿Todo vale? ¿Se ha creado todo un negocio
alrededor de los buscadores? ¿No será esa búsqueda otra jugarreta del
ego? Existen antecedentes que nos pueden advertir de las oportunidades
y los riesgos en el camino del autoconocimiento y del despertar
espiritual, como fue el caso de la conocida New Age.
Arnaud Desjardins, reconocido autor de libros sobre los fundamentos
de la enseñanza espiritual, habla del seeker of truth, o buscador de la
verdad. Concienciados como estamos a través de la moda actual, que
combina lo psicológico con lo espiritual y con técnicas de desarrollo
personal, nunca antes se habían difundido tantas ideas sobre la
liberación, el despertar, el ego, el ser y los caminos, los maestros y las
metodologías para vivir una vida auténtica y trascendente. A la postre,
esa es la aspiración de todo buscador y eso es lo que tanta gente anda
buscando: una vida despierta y verdadera.
No obstante, ese es un camino que se halla hoy repleto de falsos
maestros, metodologías mal utilizadas y miles de creencias que logran
más confusión que autenticidad. Se quiere lograr el éxtasis antes que
aprender a meditar. Se esperan milagros después de la primera
postración. Como los mercaderes que Jesús expulsó del Templo de
Jerusalén, algunos han confundido la espiritualidad con un negocio.
Como narra otra gran buscadora, Mariana Caplan, doctora en Filosofía,
el escenario espiritual contemporáneo está saturado de escándalos
ligados al sexo, al dinero y al poder.
La última parte de este libro también se acercará a estos fenómenos
con un «escepticismo inteligente». Por suerte, no para todo el mundo la
espiritualidad es un pasatiempo sin compromiso ni obligaciones. A esos
buscadores de la verdad hay que dejarles seguir el camino. Al menos no
los distraigamos con nuestras neuras, confusiones o ruidos mentales y
emocionales. El buscador sabe dónde encontrar: en el silencio. La
verdad se esconde ahí, el lugar donde se desvanecen esos estados
ilusorios de la mente que vamos a observar en este trabajo.
Quien busca es probable que empiece por su propio
autoconocimiento. No puede existir una cosa sin la otra. Debe evitarse
lo que Anthony de Mello advertía: «No se pueden poner vendas
espirituales a las heridas de la individuación.» Como veremos, ese
proceso consiste precisamente en hacerse «indivisible», íntegro, de
forma que el aliento de la vida —el pneuma, la espiritualidad— absorba
nuestro ser. Las barreras que pueden impedirlo se encuentran en
nuestros hábitos mentales. Y ahí es donde se cierra el círculo de esta
introducción.
PRIMERA PARTE

LOS ESTADOS ILUSORIOS DE LA MENTE

La inteligencia suprema es no tener ilusiones.

KRISHNAMURTI
La mente y los mundos de Yupi

En los escenarios de nuestra mente todo es posible además de


perfecto. Sentados en el sofá de casa todas las posibilidades están a
nuestro favor, y todas pueden ser recreadas hasta que las sentimos como
si estuvieran sucediendo de veras. En los mundos de Yupi no hay dolor,
ni sufrimiento, ni pena, ni angustia, ni soledad. Se vive eternamente
enamorado. Todo ocurre bellamente y sin esfuerzo. La gente es
hermosa, educada y siempre dispuesta a ofrecer sexo sin condiciones.
No falta nada ni nadie. Se vive colmado de placeres y todo ocurre según
nuestras expectativas. Solo existe un pequeño problema: ¡despertar!
Hay que levantarse del sofá, abrir la puerta de casa y salir al mundo.
Yupi ha dejado de existir.
El choque de realidades (dentro-fuera) se convierte en un encaje de
bolillos a veces irresoluble. ¡Cuán diferentes son las cosas de como se
han imaginado! Ahí se acierta a comprender que el mundo no está
hecho para la felicidad, sino para estorbar la perfección de nuestros
pensamientos. Por eso, solo alcanza la plenitud quien vive sin
expectativas, sin grandes ilusiones, y además se compromete con lo que
ocurre en la única realidad manifiesta: el resultado de nuestra relación
con los demás y con el mundo, es decir, nuestra vida contingente,
aquella que se intenta evitar cuando nos encerramos en nuestra mente.
La dificultad de encajar mente y acción es uno de los quebraderos de
cabeza de la mayoría de los seres humanos. A pesar de que intentamos
mantenernos coherentes, nos sabemos presos de dualidades que nos
invitan a la duda, a la incomprensión de nuestro inconsciente, a navegar
entre emociones opuestas y a la lucha continuada por evitar sufrir. A
menudo, las resolvemos con autoengaños. Hacemos trampas al solitario
para sortear la incomodidad de aceptar la dureza, el vacío o la
incomprensión de un presente irreconocible para nuestra mente
expectante.
No obstante, aquello que nace para tapar huecos existenciales puede
tornarse en una ficción de futuro. Pasamos del adormecimiento a soñar
despiertos. Compramos el billete para ver una película de nuestra vida
que tendrá un final feliz, con la única condición de hacerlo como
espectadores y no como actores. Una vez que salgamos del cine, nos
daremos cuenta de que el vivir ya no sabe a palomitas, y que los efectos
no son especiales, sino reales. Eso significa que ningún guionista vendrá
a salvar al protagonista en el último momento. Después de un buen rato
de ficción, sea en un cine, en un teatro o en el escenario de nuestra
mente, hay que alojarse de nuevo en nuestra piel para seguir sintiendo
todo lo que existe.
Así de claro: abandona todo intento de vivir una vida ilusoria.
Descarta la idea de lo que algún día sucederá. Renuncia a toda vivencia
alojada en el futuro. Niégate a seguir repitiendo tu pasado. Solo existe el
presente. Cada ahora es una posibilidad de elegir. Y elegimos. Podemos
abandonarnos a la experiencia o podemos encerrarnos en nuestra
mente. Vive lo que traiga el ahora. No te quedes a medias. No te
escondas, ni niegues lo que sucede. Acepta lo que es.
Lo que la vida trae es el resultado de múltiples entrelazamientos, la
mayoría de los cuales escapan a nuestro control. La realidad se muestra
inequívoca: nada sucede exactamente igual a como habíamos previsto.
De manera semejante al juego de la ruleta, a veces nuestra decisión
resulta acertada, a veces lo perdemos todo. La vida no es un juego, pero
lo parece. Por eso, el primer estado ilusorio de la mente es creer que
tenemos el poder de mandar sobre la realidad. Abandona todo intento
de controlarlo todo. Acaba con la ilusión de que el mundo funciona
como lo haces tú.
Vivir en el aquí y el ahora es una actitud personal y además una
cultura que lo promueve. Para nuestras mentes occidentales, hijas del
tiempo lineal y de la predicación de los conquistadores de sueños,
parece imposible, incluso temerario y poco inteligente, negarse a vivir
sin expectativas, sin tener diseñado un horizonte que algún día colmará
todas nuestras aspiraciones. ¿Qué hay de malo en ello? Dos aspectos
fundamentales:
El primero, trasladar la motivación y la acción al futuro. La excusa
para demorar la acción de hoy parte de un mañana en el que se darán las
condiciones y se poseerán las fuerzas para hacer lo que nos hemos
propuesto. Todo se pospone, como en aquel simpático cartel que decía:
«Mañana se fía.»
El segundo, consecuente con el primero, es que alteramos la
experiencia del ahora, la postergamos, con lo cual se produce una
curiosa situación: vivir en tierra de nadie. Ni vivimos el presente ni
realizamos la tarea necesaria para alcanzar nuestro objetivo. Luego,
cuando las oportunidades han pasado, vienen los lamentos de lo que se
«debería» haber hecho. El siguiente estado ilusorio de la mente es
esperar que llegue el momento de hacer las cosas, en lugar de hacerlas
ahora. Es como decirle a alguien: «Ahora te daría un abrazo.» ¿Y por
qué no hacerlo en lugar de decirlo?
No hay nada en el futuro que no se esté construyendo ahora. Si no se
crean las condiciones necesarias en el momento presente, nada ocurrirá
mañana, porque el mañana no existe. Empezar un día no es comenzar
de nuevo, porque vivimos en un presente continuo. Nadie puede
empezar nada desde el principio, sino que cada uno tiene que enlazar
con lo anterior. Nacer no es comenzar de cero, de una manera absoluta,
sino enlazar con lo ya existente. Somos seres con herencia. Y, por qué
no decirlo, a menudo tienen más importancia las contingencias que
nuestros propósitos. Una contingencia es aquello que podría ser de otra
manera y no podemos cambiar. Si de camino a casa me atropellan y me
llevan al hospital no se cumple el guion previsto. Podría haber sido de
otra manera, pero lo que ha pasado no lo puedo cambiar.
No tenemos la capacidad de crearnos solos a nosotros mismos, sino
que dependemos de múltiples factores o contingencias que, aunque no
determinan, sí condicionan nuestro devenir. Abandona el estado
ilusorio de la mente que crea la sensación de vivir separado del resto de
la realidad. Cesa de creer en la absolutización del yo, es decir, en la
ilusión de que tú puedes con todo y todo ocurrirá como tú quieres que
suceda.
Abrazamos en cada instante todos los tiempos y todos los tiempos se
reúnen en el ahora para que decidamos qué hacer con cada presente. Así
pues, es el presente el que crea el pasado y el futuro. Crear el pasado no
es cambiar los hechos que sucedieron, sino la visión o interpretación
que hacemos de ellos. Crear el futuro es imaginar unos hechos que aún
no han sucedido. Es un juego de nuestra memoria. Y la memoria no es
un mecanismo rígido, sino dinámico, cambiante y, además, tramposo,
porque lo ajusta todo a nuestros intereses actuales.
El tiempo también se neurotiza, al menos en dos aspectos. Uno es la
inmediatez, la pretensión de que todo encaje, suceda, se exprese, se
obtenga ahora mismo. No hay aguante, no hay dominio de uno mismo,
no se tolera la frustración, todo tiene que ser ya. Del mismo modo, se
pretende eternizar un instante. Se intenta que lo bueno, lo placentero, lo
mágico, lo deseado, lo fascinante, dure más de la cuenta. Que no se
desvanezca nunca, que el momento se convierta en una totalidad. Estos
tiempos nos impiden vivir en el ahora con toda su extensión. Reducen
la experiencia.
En cambio, el presente no necesita ser modificado. Siempre es como
tiene que ser. Todo ha pasado en un ahora y todo pasará en un ahora.
En el presente no hay secuencialidad, como en las películas, sino
simultaneidad. Todo ocurre a la vez. Y todas las posibilidades están
disponibles hasta que tomamos una decisión, hasta que elegimos.
Abandona ese estado ilusorio de la mente que crea la ilusión del tiempo.
Puestos a abandonar, convendría que nos distanciáramos de las
actitudes y los estados que nos alejan del centro de nuestro ser y de
nuestro corazón. Por lo que se refiere a las actitudes, fundamentalmente
son dos: el ensimismamiento y la acción desmedida.
Observa lo que ocurre cuando estás demasiado tiempo dentro de ti, o
cuando no lo estás nunca. Te pierdes. El ensimismamiento hace que
aparezcan tus fantasmas cotidianos, las viejas dudas, confusiones o
temores de siempre. Todo iba bien hasta que te quedaste en el encierro
de la mente. Te atrapó sin darte cuenta tu inconsciente. Nada de lo que
te trae es nuevo. Todo pertenece al pasado, pero te enreda el presente.
Existe un estado conocido como default mode, o ensimismamiento,
en el que conjeturamos sobre aspectos de nuestra autobiografía, o
queremos entender el comportamiento de los demás, o visualizamos lo
que el futuro nos pueda deparar. Pero no somos conscientes de que
siempre damos vueltas a lo mismo. Se ha calculado que, a lo largo del
día, llegamos a tener sesenta y cinco mil pensamientos. La mayoría son
redundantes. Le damos vueltas a lo de siempre, lo cual se mueve en una
franja que engloba lo que queremos y aquello de lo que carecemos:
queremos lo que no existe y carecemos de lo que dejó de existir. Se
sufre, no por lo vivido, sino por lo que podría haberse vivido.
Abandona el ensimismamiento extremo, sal de la cueva de tu
inconsciente o convertirás en reales sus filias y fobias. Encuentra el
equilibrio entre estar dentro y fuera de ti. Esclarece tus sombras para
que no atormenten tu vida. Derruye los muros que aprisionan tu
corazón. Canaliza simbólica y artísticamente tus inquietudes y las
huellas extrañas que intuyes dentro de ti como entidades y/o vidas de
otras vidas. Conócete a ti mismo.
En el caso de la acción desmedida, ocurre que perdemos el contacto
con nosotros mismos, nos perdemos en el hacer. Nos lleva. No nos deja
descansar, no solo física, sino mentalmente y de corazón. Hay que
admitir que una vida sometida al hacer crea mucha tensión y
sufrimiento cuando no hay nada que hacer. Hacer entretiene, tapa
huecos y evita esa engorrosa dificultad de tener que lidiar con la
intimidad, de vivir simplemente según los acontecimientos. De ahí
nacen muchas ilusiones justificadas por la necesidad de trabajar, de
conseguir un sueldo, de corresponder a las responsabilidades
adquiridas, de cumplir con los objetivos propuestos. Existe tanto el
apego al trabajo o al hacer como al tener. Si no aprendemos a difuminar
esa ilusión, parte de la vida se va a convertir en ansiedad, frustración y
sufrimiento.
Es cierto que defiendo la idea de que la fuerza está en el acto. Pero esa
fuerza no empieza por el acto, sino que es su consecuencia. Antes está la
conciencia. Del silencio surgen todas las manifestaciones. Y en ese
silencio uno se encuentra con aquello que lo inspira. Decide desde
dónde actuará con congruencia. El acto es una consecuencia del ser. Y el
ser es conciencia. Y para observarla hay que hacer el silencio.
Por el contrario, una vida apegada al hacer es una vida que no
escucha, que solo actúa mecánicamente o por reacción. Es una vida que
no puede parar, porque teme ese silencio. Es una vida que se llena de
actos y no de vacíos, porque los teme. También es cierto que son vidas
que no han sabido encontrar otro sentido que la acción, porque así se lo
han enseñado. Es probable que se las haya amado cuando han hecho
bien las cosas, cuando han obedecido. Mientras cumples, todo está bien.
El resto se ignora. Si te gusta, si lo haces con ilusión, si te conviene o si
lo odias es lo de menos. Hay que hacerlo. Es lo que hay y no hay nada
más.
Son tristes las vidas apegadas al hacer, aunque, mientras hay cosas por
hacer, van tirando, incluso lo pasan bien. ¡Qué otra cosa se puede hacer!
Entonces es cuando sus parejas les dicen: «No me tienes en cuenta, solo
piensas en trabajar, no tenemos intimidad.» La respuesta no puede ser
más sincera: «Vale, cariño, dime lo que tengo que hacer.» Abandona
toda idea que justifique el hacer antes que el ser; toda acción que no
haya tenido en cuenta el corazón; todo acto que cause sufrimiento solo
porque tienes que hacer otras cosas.
En lo que concierne a los estados, hay que cesar la trinidad pasional:
la mente obsesiva; la emoción desbordante; las sensaciones intensas.
Aún seguimos creyendo que somos «lo que sentimos». Basar nuestra
existencia en tales pasiones es vivir en la confusión. Identificarse con lo
que vamos sintiendo es arrojarse a una especie de noria en la que ahora
subimos y después bajamos. Nada es más cambiante que lo que hoy nos
obsesiona, nos emociona o altera nuestros sentidos. Lo que sentimos es
importante para nosotros, nos permite observar lo que nos está
sucediendo y evaluarlo, pero otra cosa es dejarse arrastrar por eso que
sentimos solo porque lo sentimos.
No obstante, las intensidades, los entusiasmos desmedidos o el fuego
en el cuerpo son aspectos que deseamos eternizar. Lo daríamos todo
por ese instante tan intenso como mágico. Quisiéramos que el mundo
se parara en ese momento y escapar así de la insatisfacción, el
aburrimiento o el vacío. La lucha entre nuestros instintos y nuestro
raciocinio se debate en el terreno emocional, que anda loco por
encontrar un sano equilibrio entre ambos extremos. Ni exceso, ni
defecto, pedía Aristóteles.
Sin embargo, acabamos convencidos de que nuestro corazón anda por
aquí y la cabeza por allá. Abandona de una vez esa polaridad. Mente y
corazón son un flujo continuado. Se interrelacionan. Abandona toda
identificación con tus estados alterados. Solo lograrás ser un esclavo de
tu bioquímica cerebral. No es necesario adormecer los sentimientos,
pero tampoco permitir que se desborden. Virginia Satir diría que hay
que «apadrinarlos». En la ecología emocional decimos que hay que
«canalizarlos creativamente».
Una de las formas más sanas y productivas de huir del vacío y del
aburrimiento es adentrarse en el «conocimiento». La mente científica y
el tributo a la razón han sido los estándares de nuestra última etapa
evolutiva, junto al mecanicismo y el materialismo. Gracias a su
fortaleza, tenemos la percepción de progreso, de avance en todos los
ámbitos, de forma que conocimiento y tecnología han alcanzado una
condición casi divina.
Pero ni lo uno ni lo otro han bastado para que el ser humano sea ni
más sabio ni más feliz. Quizá sepa más y viva mejor, pero eso no se
traduce directamente en vivir con más plenitud. Mejorar las condiciones
de vida, el bienestar objetivo, no guarda una relación directa con la
mejora de la calidad humana, con el bienestar subjetivo. Así, ha hecho
fortuna una frase que dice: «Vivimos mejor a costa de sentirnos peor.»
De esta manera, el vivir para conocer puede contener aspectos
ilusorios que trascienden la mera curiosidad. Puesto que lo observo con
frecuencia, debo advertir de la trampa que se esconde detrás de los que
emplean su vida en pos del «saber»: la renuncia a la experiencia. No hay
que desestimar «saber mucho», sino entender que la sabiduría radica en
lo vivido, y no en lo leído.
El investigador, en su afán por descubrir, experimenta. El atleta, en su
afán por el oro olímpico, entrena y compite. Muchas personas lo saben
todo sin moverse del sofá de casa. No viven, no experimentan, pero
hablan de todo, conocen todas las estadísticas, citan a todos los
expertos, sentencian con frases sabias de otros, juzgan y predicen a
partir de lo que viven los demás. Por lo visto, lo mucho que conocen les
impide vivenciar nada, porque todo está en su cabeza y no en la rueda
de la vida. Se confunde la información con el conocimiento y este con la
sabiduría, la que solo puede alcanzarse habitando en la experiencia. Ya
lo dijo Michel de Montaigne: «La plaga del hombre es la sed de saber.»
Abandona todo lo que te impida vivenciar las cosas. Abandona la
utilización del conocimiento ajeno si no es para fines estrictamente
académicos o por mero goce intelectual. Cesa de hablar si no tienes
nada que decir. Cesa de creerte sabio solo porque acumulas muchos
conocimientos. Cesa de engañarte creyendo que se te admira por tus
«saberes». Solo inspirarás siendo auténtico. Cesa de tratar el saber como
a un dios. Lo que hoy se sabe mañana ha cambiado. Lo que hoy es
dogma, mañana es desecho intelectual. Cuanto más sabemos, más nos
percatamos de lo poco que sabemos y de lo humildes que deberíamos
ser por ello. Habla a la gente de lo que vives y no de lo que conoces. La
voluntad de conocimiento convierte al hombre en mero espectador de
la vida. Sirva el cuento siguiente como metáfora de este concepto:

El viejo Rey había muerto demasiado pronto. Su joven hijo aún no había alcanzado
la madurez. Subió al trono preocupado por estar tan poco formado para el cargo que
le correspondía. Tenía esa penosa sensación de que la corona se le caía de la cabeza, de
que era demasiado grande y demasiado pesada. Se atrevió a decirlo.
Los consejeros se tranquilizaron; pensaron: «Su conciencia de no saber, de no estar
listo, le predispone a ser un buen rey, capaz de aceptar consejos, de escuchar
sugerencias sin precipitarse a la hora de tomar una decisión, de reconocer el error y de
aceptar corregirlo. Alegrémonos por el reino.» Él, deseoso de instruirse, hizo llamar a
todos los sabios del reino: eruditos, monjes y sabios probados. De entre ellos eligió a
algunos como consejeros y pidió a los demás que recorrieran el mundo entero para ir a
buscar y traer toda la ciencia conocida en su época, con el fin de extraer de ella el
conocimiento, incluso la sabiduría.
Algunos partieron tan lejos como la tierra podía llevarles, otros tomaron vías
marítimas hasta los confines del horizonte. Regresaron dieciséis años más tarde,
cargados de rollos, libros, sellos y símbolos. El palacio era vasto. No pudo, sin
embargo, albergar tan prodigiosa abundancia de ciencia. Solo el que regresaba de
China había traído consigo, sobre innumerables dromedarios, los veintitrés volúmenes
de la enciclopedia Cang-Xi, así como las obras de Lao Tsé, Confucio, Mencio y otros
muchos, tanto renombrados como desconocidos.
El rey recorrió a caballo la ciudad del saber que había tenido que mandar construir
para recibir tal abundancia. Se sintió satisfecho de sus mensajeros, pero comprendió
que una sola vida no bastaba para leerlo todo, para comprenderlo todo. Solicitó
entonces a los letrados que leyeran los libros en su lugar, que extrajeran de ellos la
médula esencial y que redactaran, para cada ciencia, una obra comprensible. Pasaron
ocho años antes de que los letrados pudieran entregar al rey una biblioteca constituida
por los simple resúmenes de toda la ciencia humana. El rey recorrió a pie la inmensa
biblioteca así constituida. Ya no era tan joven, veía que la vejez llegaba dando
zancadas, y comprendió que no tendría tiempo en esta vida para leer y asimilar todo
eso. Pidió entonces a los letrados que habían estudiado esos textos que no escribieran
más que un único artículo por ciencia, yendo directamente a lo esencial.
Pasaron ochos años antes de que todos los artículos estuvieran listos, ya que un
buen número de los eruditos que habían partido hacia los confines del mundo
recogiendo todo ese saber estaban ya muertos, y los jóvenes letrados que proseguían la
obra en curso debían leer previamente todo el material antes de resumirlo en un
artículo.
Finalmente se le entregó un libro que contenía una frase sobre cada una de las
ciencias y las sabidurías estudiadas. Al viejo consejero que le traía el libro, el rey
moribundo le pidió en un murmullo:
—Dime una única frase que resuma todo este saber, toda esta sabiduría. ¡Una sola
frase antes de mi muerte!
—Majestad —dijo el consejero—, toda la sabiduría del mundo cabe en tres palabras:
«Vivir el instante.»

Texto recopilado por


MARTINE QUENTRIC-SÉGUY,
Cuentos de los sabios de la India
El mejor ordenador del mundo funcionando con programas
viejos

Los estados ilusorios de la mente son las creaciones mentales con las
que nos identificamos. Nos las creemos porque vienen envueltas de
pensamientos, pero sobre todo de sentimientos. Todo lo sentimos.
Sentimos lo que percibimos. Sentimos lo que pensamos y sentimos
sobre lo que sentimos. El hecho de sentirlo todo en carne propia genera
la idea de un propietario, un yo, receptor e intérprete de tantas
emociones. Hay alguien al que le suceden todas esas cosas y, por lo
tanto, existe. Y, al existir, piensa. Y, al pensar, interpreta. Y una vez ha
interpretado, se cree la interpretación, se implica hasta convertirse en
ella. Todo ha sido un juego de su mente. ¿Solo eso? ¿Todo acaba ahí?
¿Acaso la mente es quien manda en nuestra vida?
La mente es un producto del conjunto de subsistemas que cohabitan
en nosotros. Porque hay cuerpo, hay mente. Sin embargo, de esa mente
nace un fenómeno aún difícil de definir y más aún de situar al que
llamamos «conciencia». ¿Está dentro de la mente? ¿Está fuera? ¿Es el
resultado de la conexión de todas las mentes? Sabemos que somos seres
conscientes porque nos damos cuenta de las cosas, las percibimos, pero
además porque tenemos conciencia. Somos capaces de observar aquello
de lo que somos conscientes. En nosotros existe aquel que no soy yo,
pero que siempre va conmigo.

YO NO SOY YO
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

De esta manera podría decirse que la mente es el contenedor, mientras


que la conciencia es el espacio vacío que existe en su interior, de donde
emergen todos los fenómenos que vivimos. Al ser espacio vacío, los
fenómenos vienen y van. Lo que pensamos y sentimos no es duradero.
Aparece y desaparece. Solo nuestro empeño obsesivo en dar vueltas a
las cosas o en volver a experimentar las emociones logra que
permanezcan. Y, aun así, todo se desvanece para volver a empezar.
Si sabemos que funcionamos de este modo, cuesta creer que sigamos
atrapados en el mismo juego de siempre, que consideremos verdadero
lo que solo es un patrón o programa mental y emocional. Es
exclusivamente para reforzar nuestras certezas que preferimos aquello
de: «Más vale loco conocido que sabio por conocer.» Preferimos pensar
que nuestras programaciones son ciertas a asumir la incertidumbre que
implica la propia dinámica de la existencia. Preferimos la sensación de
que todo está seguro en nuestra zona de confort a arriesgarnos a
explorar tanto nuestra naturaleza como la vida misma. Hacerlo es
demasiado peligroso, porque supone el difícil ejercicio de desapegarnos
de todo aquello a lo que estamos apegados y que nos mantiene en la
ilusión del control.
Si el contenedor lo tenemos lleno y siempre gira alrededor de las
mismas cosas, siempre experimentaremos lo mismo. Llegados a este
punto, la mente se ha identificado con sus contenidos. Ya no somos un
vacío generativo, sino una máquina de repetición. Si no hay reciclaje, si
el contenedor no se vacía de vez en cuando, nuestras vidas quedan
limitadas por lo que hemos metido dentro de la mente. Es cuando
creemos que somos eso que pensamos y sentimos. Nace el ego. Nace
aquel que se capacita para retornar continuamente a sí mismo. Aquel
que debe proteger los contenidos porque teme el vacío. Aquel que por
cualquier cosa se siente cuestionado. Aquel que debe defenderse del
miedo a desaparecer.
Permíteme que use una metáfora que describa la cuestión. Aunque no
me he acabado de congraciar con aquellos que comparan la mente con
un ordenador, al final he encontrado una manera práctica de hacerlo. Si
antes la cuestionaba es por considerar que los humanos, a diferencia de
las máquinas, disponemos de sentimientos. A un ordenador no le sabe
mal dejarte colgado. Tampoco sufre ni se siente abandonado porque lo
cierres cuando te dé la gana. Los humanos pretendemos ser libres. Al
ordenador le importa un pimiento. Es más, si lo fuera, quizá se
equivocaría mucho más.
Imagínate por lo tanto que al nacer recibimos el ordenador más
potente del planeta. Es nuestro cuerpo. Y, dentro de él, el cerebro. No
llegamos a este mundo como una hoja en blanco, como una tabula rasa,
sino con un sistema operativo instalado. Cuando abres un ordenador
por primera vez, ya funciona. Tiene pocos programas pero
fundamentales. Para nosotros se trata de nuestros subsistemas
(instintos, emociones, capacidad de percibir y razonar, y sistemas
orgánicos como el nervioso, el digestivo, etc.).
El sistema operativo no solo dispone de programaciones vitales, sino
que contiene algunas fuentes de información para reaccionar ante las
demandas del medio. Son programaciones elementales heredadas
justamente del sistema instalado (heredado en el caso de los humanos
del sistema familiar, que a su vez hereda de su entorno social y cultural).
Dicho de otro modo, tendemos a funcionar según la información o los
datos recibidos e inscritos en cada una de nuestras células. Son genes y
son también disposiciones. Aparecerán cuando una situación exterior, el
medio, se convierta en su estímulo. Son como un interruptor que se
encenderá si se dan las condiciones adecuadas. Si no es así, puede
permanecer apagado toda la vida.
Todos esos sistemas, subsistemas y programaciones funcionan sin que
sepamos cómo, y cada uno de ellos pugna por hacerse con la situación.
Por eso a veces sentimos dentro de nosotros un pulso en toda regla. Son
procesos inconscientes que no podemos controlar y mejor que sea así.
¿Qué ocurriría si abrieras el ordenador por dentro y empezaras a tocar
piezas? Todo informático te diría que eso no hay que hacerlo nunca.
Esa es su tarea especializada, como es la tarea específica de los médicos
explorar nuestro organismo. La razón por la que la mayoría de
procesos son inconscientes es porque así se aseguran la máxima
velocidad y la máxima eficacia. Dicho de otro modo, si nosotros lo
intentáramos no lo haríamos mejor.
Los ordenadores disponen de un elemento crucial: la memoria.
También lo es para nosotros. Facilita el rendimiento del equipo. Sin
embargo, a las personas la memoria puede complicarles mucho la vida,
por lo que hay que aprender a usarla. Disponemos, al igual que el
ordenador, de una memoria operativa o de trabajo. Pero también
disponemos de una memoria de largo alcance, una memoria
autobiográfica y emocional, junto con un océano inmenso llamado
inconsciente. No solo sirve para el funcionamiento operativo de
nuestro organismo, sino que actúa de director general de nuestros
procesos psicológicos.
El problema es que, por ahorro cognitivo, para disponer de la máxima
capacidad de memoria operativa, traslada al plano subconsciente buena
parte de esos procesos. Por eso no nos enteramos de gran parte de lo
que nos ocurre hasta que, de golpe, tomamos conciencia de ello, o lo
soñamos cuando dormimos. Para ser eficaces, necesitamos mecanizar
gran parte de nuestras operaciones cotidianas. Conducir sería algo
agotador si cada vez que nos ponemos al volante debemos pensar en
cada una de las acciones que hemos de realizar. Cuando logramos
mecanizar el acto de conducir, podemos dedicar la energía mental a
otros quehaceres, como observar el paisaje, escuchar música o mantener
una conversación. Claro que la redundancia tiene también sus
desventajas. Si conducimos distraídos podemos tener un accidente.
Aunque nuestra conciencia nos haga creer que somos los propietarios
del ordenador, quien manda en realidad es ese director. No es que
decida por sí mismo, sino que gestiona mecánica y escrupulosamente
los productos mentales (creencias) que hemos elaborado. Aunque
sigamos siendo los propietarios, en realidad, y sin apenas darnos cuenta,
el poder lo acaba teniendo el director general (el inconsciente) que
posee la habilidad de hacernos creer que tenemos libre albedrío y que la
última decisión nos pertenece.
¿Quién elige? Si lo hace el director general, en realidad quien está
escogiendo es el pasado, es decir, un programa viejo. Si quien decide es
el propietario, quien toma el mando es la conciencia. Y la conciencia
emerge en el presente, es conciencia de algo. El director general, en
cambio, sigue el procedimiento mecanizado con absoluto rigor y la
máxima eficacia.
De todos modos, lo más interesante son los programas que utilizamos
con el ordenador, es decir, los que hemos instalado en nuestra mente a
base de hábitos de conducta y de creencias. Esos son los que han
motivado esta metáfora, porque tienden a envejecer. Un buen día
compramos programas (aprendimos conductas, habilidades, creencias)
para que nos fueran útiles. Y lo fueron durante un tiempo.
Sin embargo, no apreciamos que la vida cambia. Ciegos a ese cambio,
seguimos viviendo con nuestras costumbres o programas, que han
envejecido lo suficiente como para convertirse en un problema para el
funcionamiento del conjunto. Ahora son incompatibles. Tenemos el
mejor ordenador del mundo, o al menos el más completo, pero lo
hacemos funcionar con programas viejos.
¿Qué puede ocurrir a un ordenador tan potente, con las prestaciones
más sofisticadas, pero con programas incompatibles? El ordenador se
bloqueará y nosotros también. O quizá funcione con lentitud. El caso
es que estaremos lejos de aprovechar todo su potencial. ¿Qué hacer
entonces?
Siguiendo nuestra metáfora, lo primero que viene a la mente es
«actualizar» los programas más antiguos. Efectivamente, hay que
ponerse al día, lo que significa revisar aquello de lo que somos
conscientes que se ha quedado anclado en el pasado. Hay que poderse
adecuar a las circunstancias actuales, o lo que es lo mismo, ser
conscientes de lo que ha cambiado a nuestro alrededor (personas,
relaciones, costumbres sociales, formas de trabajar, etc.) y adaptarnos de
forma apropiada. Muchas enfermedades se explican por la incapacidad
de las personas para adaptarse a nuevas condiciones de vida. Les cuesta
demasiado salir de su zona de confort, donde todo es como siempre. Se
resisten al cambio, con lo que solo logran que persistan las mismas
dificultades que, con el tiempo, se complicarán aún más o tenderán a
pudrirse.
Otra opción que debe tenerse en cuenta es la adquisición de nuevos
programas (disponer de más recursos). A veces es mejor reemplazar los
programas viejos y reprogramar. Tal vez al principio cuesta hacerse con
ellos, cuesta integrar nuevos hábitos de conducta o de pensamiento.
Necesitaremos una cierta paciencia para minimizar los viejos programas
si estos vuelven a activarse de forma imprevista, y maximizar los que
nos interesan. El inconsciente debe mecanizar esa nueva opción e
integrarla en el conjunto por si existieran incompatibilidades. Al
director general hay que cambiarle procedimientos para que los aplique
progresivamente sin rechistar. Su labor no es juzgar, sino hacer
funcionar el sistema de la forma más eficaz.
Para que todo funcione con corrección será necesario instalar un buen
antivirus (autoconocimiento) que permita estar al tanto de los cambios,
los ataques intrusivos o los mensajes tóxicos (pensamientos y
emociones) que puedan dañarnos interiormente. A veces pretenden
atacarnos por fuera, pero también podemos dañarnos a nosotros
mismos, podemos colapsar el sistema, podemos tratar mal al ordenador
(nuestro cuerpo), podemos obsesionarnos con un pensamiento viral...
nunca mejor dicho.
Lo más interesante de esta metáfora, no obstante, es comprobar que,
más allá de las características del ordenador, existe un ser que lo maneja.
Obsesionados en saber cómo funciona el ordenador y su sistema
operativo, olvidamos que hay alguien que tiene conciencia de todo ese
proceso. Toda conciencia es conciencia de algo. No solo tenemos
conciencia de los programas que aparecen en la pantalla del ordenador,
sino que podemos alejarnos del aparato y decidir qué hacer con todo
eso. Podemos incluso dejar el ordenador en stand by.
Otra analogía muy útil es la del puzle. Cada pieza del puzle se puede
entender como un fragmento de nuestra vida. Experiencias (agradables,
desagradables o traumáticas), creencias, hábitos, conductas sociales...
cada pieza que tiene algún sentido para nosotros se junta con las otras.
Al completar el puzle, observamos que en él aparece una figura. Y esa
figura la identificamos con nosotros mismos. Ese o esa soy yo. Cuando
nos identificamos con la imagen, nos creemos que somos así.
No obstante, olvidamos por completo que existe alguien que ha
estado haciendo ese puzle. Existe esa conciencia que puede hacer y
deshacer, crear o descrear, extender el puzle o hacer otros alternativos.
En lugar de engrandecer la imagen que ha aparecido, es fundamental
fortalecer al creador. Ese es el que tiene que extenderse. Cada pieza, no
lo dudes, está llena de pasado. Unas son constitutivas, delimitan
corpóreamente el puzle. Otras, en cambio, son significantes, ya que
constituyen el modo como hemos relacionado lo vivido. Es la imagen
que ha creado nuestra psique sobre aspectos determinados de una
vivencia.

Esa imagen queda incorporada al conjunto de piezas recortadas a


través del relato para que encajen. En realidad, las piezas son imposibles
de encajar porque pertenecen a experiencias diferentes, pero eso
entraría en contradicción con la idea de continuidad psicológica
(autobiografía). Dicho de otro modo, todo lo hacemos encajar para que
cuadre según la imagen que tenemos de nosotros mismos. Es la manera
de evitar ataques de incoherencia. Gran parte de nuestros males se
asientan en este interminable juego de pergeñar piezas (autoengaños)
para que, al final, todo siga igual.
Los estados ilusorios de la mente son todos esos programas que
tienden a confundirnos, a llevarnos por el camino de la repetición, de la
reactividad y de la defensa del propietario del ordenador. Creemos que,
si nos quedamos sin el aparato, no somos nada ni nadie. Que si el puzle
se desmonta, quedamos desdibujados y perdidos. Sin embargo, eso no
es así. Somos la imagen del puzle en un momento determinado, y esos
viejos programas cuando aparecen, pero también somos el que junta las
piezas o el que abre y cierra el ordenador, el que observa lo que ocurre
sin más. No es poca cosa. Es la más esencial para trascender las
identificaciones. Es la conciencia que desvela la ilusión de nuestras
percepciones. A una cosa la llamamos «ego». A la otra, «ser».
Con la inspiración que Krishnamurti proporciona, el asunto podría
resumirse así: el observador es lo observado. Nos convertimos, en un
momento concreto, en aquello en lo que fijamos nuestra atención. No
podemos estar sintiendo ira y a la vez observándola. Si lo intentáramos,
quedaríamos fragmentados, deberíamos reprimirla o desplazarla. Si
experimento un estado de sufrimiento, pero lucho por eliminarlo, estoy
en conflicto. Me convierto en una persona sufriente que, a la vez,
intenta dejar de serlo. O soy lo uno, o soy lo otro. El cerebro luchando
consigo mismo: ¡menudo dispendio energético! Algo así puede quitar el
sueño a cualquiera.
Debo volver a mi yo para restablecer la unidad. Ese yo que reconoce
lo que está viviendo, aquí y ahora. Esa es mi realidad. Por suerte, es una
realidad que solo pertenece a ese instante. Y ahí viene la confusión,
consistente en creer que somos y seremos eso porque ha quedado
impreso en la imagen del puzle. Es uno de nuestros mayores
condicionamientos, quizás el más sonado de nuestros autoengaños.
Programados para el autoengaño

La vida es aquello que pasa mientras estás haciendo otros planes.

JOHN LENNON

Una de las formas de construir estados ilusorios son las expectativas.


El vivir es expectante, pues se dan por supuestas montones de cosas
cotidianas que sucederán, más o menos, como tenemos previstas.
También existe la expectación que nace de la curiosidad, del abrir los
ojos y las ventanas de la casa y dejar que entre la vida. ¿Qué ocurrirá
hoy? Otra cosa, en cambio, es vivir pendiente de nuestras expectativas,
es decir, esperar que todo suceda según nuestras previsiones.
Se manifiestan así dos grandes movimientos humanos. El que se abre a
la vida con la única expectativa de acoger lo que venga, o el que llena
listas de todas las cosas que espera que sucedan. Mientras que hay quien
baila con la música que suena, otros esperan que suene su canción. Pero
hay algo que las dos partes tienen en común: el descubrimiento de que
existían expectativas allí donde menos lo habían pensado. No siempre
somos conscientes del proceso por el que generamos expectativas,
porque simplemente son ocurrencias a las que no prestamos demasiada
atención... hasta que ocurre lo contrario a lo previsto. Dicho de otro
modo, muchas expectativas no están programadas, sino que las
inventamos en un segundo.
Un ejemplo es cuando a alguien se le ocurre que lleva un rato sin
saber nada de su pareja o de un hijo, y de repente piensa: «¿Cómo es
que no me ha dicho nada?» Nace en ese instante la necesidad o
expectativa del otro, y tal vez esa persona manda un mensaje que no
recibe respuesta. Pasa el rato y empieza la angustia: «¿Qué estará
haciendo? ¿Le habrá pasado algo? ¿Cómo es que no piensa en mí?»
Insiste con otro mensaje, un poco más exigente. Ahora sí que hay
respuesta, pero no la que se esperaba. La otra persona está en lo suyo,
no tiene la misma expectativa. Se llega así al extremo de inventarse
razones o argumentos para reprocharle una falta de atención por su
parte, cuando en realidad todo lo ha montado la mente del reprochador.
Este ha creado un estado ilusorio. Por lo visto, somos así de divertidos.
Para complicarlo aún más, también existen expectativas sociales
creadas por las modas. A día de hoy, por ejemplo, se han generado
tantos discursos sobre cómo debemos funcionar idealmente en cuanto
personas que los psicólogos nos encontramos con situaciones
inesperadas. Sorprende que una persona llegue a la consulta para
«curarse» de estar triste. Cuando tratas de que comprenda la
normalidad y la naturalidad de dicha emoción, descubres su intención:
«En este momento de mi vida no puedo permitirme estar triste. Es un
inconveniente para mí.»
¿Qué expectativas tiene alguien que está dispuesto a cortar de lleno
con su tristeza, reprimirla o adormecerla? A veces un sueldo más alto; a
veces el quedar bien; a veces seguir triunfando; a veces no soportar esa
imagen de uno mismo; a veces evitar que la familia te vea hundido.
Existe un acuerdo popular en considerar que las ilusiones son esas
muletas que nos ayudan, un empujón para ir hacia delante con más
alegría. Sabiéndonos finitos, preferimos soñar en infinitos para sosegar
la tensión entre Eros y Tánatos. Generar sueños e ilusiones es lanzar un
bumerán al cosmos deseando que vuelva cargado con la realización de
nuestros propósitos. En realidad, eso es lo de menos. Lo importante y
engañoso a la vez es la espera. Mientras haya espera hay vida. Y si hay
vida, aunque sea solo imaginada, significa que no estamos muertos. Es
la gran ilusión, la gran fantasía y el deseo permanente de eternizar
nuestra existencia. Claro que, mientras esperamos, la vida pasa.
Algo de ello tiene que ver con el funcionamiento de nuestra mente.
Parece que estamos dotados de un mecanismo que preserva la
adaptación menos dolorosa al medio. No la evita, pero le pone sordina,
la intenta desplazar e incluso es capaz de convencernos de que la cosa
no va con nosotros. Con ese propósito funcionan los reconocidos
mecanismos de defensa, funciones mentales de alta sofisticación que
robustecen el ego para que sostenga nuestra vulnerabilidad, aunque sea
jugando a autoengañarse.
La negación, la sublimación o la proyección, por ejemplo, logran el
efecto de ver ahí fuera y en los demás aquello que sería insoportable de
admitir en uno mismo. Como en un truco de magia, engañamos a
nuestro consciente para que se proteja de esos demonios alienígenas,
cuando en realidad habitan en las mazmorras de nuestro inconsciente.
La mente consciente actúa como un celador, un guardián que controla
que los instintos y las emociones más temibles sigan en sus celdas y no
inquieten indebidamente.
Mientras todo va sucediendo tal y como tenemos previsto, la
conciencia se mantiene en segundo plano, no estamos pendientes de lo
que nos ocurre porque todo está bajo control. Sin embargo, basta con
que cualquier detalle salga de la normalidad para que esa conciencia que
estaba en stand by adquiera todo el protagonismo. Nuestros sentidos
nos advierten de que ha habido una transgresión de nuestras
expectativas: ¿qué está ocurriendo?, ¿cómo puede ser eso?, ¿qué ha
pasado? No logramos comprender lo que nos sucede.
Cuando cometemos errores y fallos considerados garrafales miramos
hacia fuera intentando atribuir causas y culpas. Pero olvidamos mirar
hacia dentro y descubrir el motín de nuestro inconsciente. La vida ahí
fuera está reflejando la vida de dentro y puede que no nos guste, «no
nos cabe en la cabeza» (la controladora). No nos cabe porque está llena
de lo contrario. Nos parece mentira. Lo curioso es que, durante este
reprocesado, negamos el error. No acertamos a entender que la
expectativa haya salido mal, lo que conlleva muchas veces no hacerse
cargo del desacierto. Será por eso que nos cuesta admitir nuestros fallos
y, en el ámbito de la política, que nadie dimita.
A esos engaños se los considera también «sesgos cognitivos». He aquí
algunos ejemplos:

1. La tendencia a recordar más los éxitos que los fracasos.


2. La aceptación de los éxitos pero no de los fracasos, tanto en tareas
individuales como grupales, como ya observamos.
3. La negación de la responsabilidad propia cuando se producen
daños a terceros.
4. La tendencia a identificarse con los vencedores y a desmarcarse de
los perdedores.

En algunos casos, el estado ilusorio en el que habitamos sin darnos


cuenta tiene poco que ver con nuestra realidad interior, con los recursos
y capacidades de las que disponemos. Dicho de otro modo, nos
adentramos en experiencias para las que no estamos preparados, por
ejemplo: empezar una relación con una persona fascinante pero alejada
de nuestro mundo; aceptar un trabajo que requiere capacidades de las
que carecemos; irse a vivir a un lugar que requiere una adaptabilidad
que no habíamos tenido en cuenta.
Tarde o temprano nos damos cuenta del engaño, del error, de la falsa
ilusión y de la imposibilidad de afrontarlo. En ese punto perdemos el
control, quedamos bloqueados, preferimos desaparecer o regresamos a
etapas anteriores porque nos parece insoportable lo que estamos
viviendo. Estamos demasiado cerca de la zona oscura y nos entra un
pánico terrible a bajar hasta las mazmorras.
Las cosas que suceden en la realidad no han ocurrido aún en el
escenario de nuestra mente, o han sido imaginadas de otra manera. Los
sucesos y los acontecimientos andan siempre por delante de ella. No
estamos programados para la asunción clara y directa de lo que ocurre
ante nuestros ojos. Además, los estados de ánimo también influyen en
lo que vemos. Cuando tenemos temporadas bajas, de perfil depresivo,
ponemos más la atención en aquello que recrea el mismo estado, como
por ejemplo leer noticias trágicas, observar «lo mal que está la gente»,
afirmar el sinsentido de la vida, desmerecer a los optimistas, etc.
Recuerdo a una participante en un grupo de crecimiento personal que,
antes de empezar la sesión, me comentó: «Xavier, ¿no estás de acuerdo
con que el mundo está muy mal?» Me la quedé mirando y le respondí
preguntándole: «¿Qué te ha pasado hoy?» Sonrió. Se dio cuenta de que,
efectivamente, un suceso que aquel día la había trastornado se había
convertido en una generalización. Su estado interior no le permitía ver
su entorno de otra manera.
El mundo debe ajustarse a nuestro sentir y pensar. De no ser así,
caeríamos en lo que en psicología conocemos como «disonancia
cognitiva», según la cual lo que vemos no es lo que es, sino lo que
queremos ver. Por eso no es lo mismo ver que mirar. Educamos la
mirada para que focalice aquello que permite al yo mantener una
apreciable coherencia, aun tratándose de un pequeño engaño (o quién
sabe si el gran engaño es precisamente ese yo al que tratamos de dotar
de consistencia, como veremos en la segunda parte). Ahora sigamos el
recorrido de nuestras ilusiones. La siguiente no tiene desperdicio: el
sufrimiento.
Sufrir por una sola idea

El que no ha sufrido no sabe nada; no conoce ni el bien ni el mal; ni conoce a los hombres ni se
conoce a sí mismo.

FRANÇOIS FÉNELON

El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional.

BUDA

Sentada ante mí tengo a una persona que llora desconsoladamente por


una separación reciente. Aunque entiendo su duelo, hay algo que
chirría entre sus lágrimas. ¿Cómo puede ser que sufra por el fin de una
relación que ha supuesto un calvario para ella estos últimos años? Una
relación con malos tratos, con chantajes e infidelidades; una relación en
la que ha acabado olvidándose de ella misma, sometida a las «neuras»
del otro? ¿A quién llora en realidad? La respuesta es previsible. Llora su
propia desgracia: «¿Cómo he podido aguantar tanto?» Esa es una buena
pregunta.
No es la primera vez que me encuentro en una situación parecida. Se
llora la ausencia de alguien a quien en realidad no se quiere. Es
paradójico. Apena un final que es una liberación. Justificamos eso por el
amor a lo vivido. Se pierde un amor que quiso ser, fue de algún modo y
ya no podrá ser más. Todo esto es comprensible, pero hay algo que me
sigue chirriando. Alguna vez se me ha ocurrido preguntar: «¿Por qué
no lo intentas de nuevo? ¿Quieres reiniciar la relación?» Entonces la
respuesta es un «no» rotundo. Se pasa del lloro a la indignación. Se
sintoniza de nuevo con el presente y ahí no cabe más que la tristeza, en
el mejor de los casos. Pero no hay sufrimiento.
No contento con trasladar a la persona al presente procuro desvelar
qué le ocurre a esa mente: «¿Qué significa esa relación para ti? ¿Qué
“idea” te habías hecho?» Esta no tarda en aparecer: «Nos conocemos
desde pequeños. Toda una vida juntos. Creí que sería así para siempre,
me hacía ilusión.» «Entonces, ¿a quién lloras? Lloras a esa idea.»
Efectivamente, esa persona no se la quita de la cabeza. La causa del
sufrimiento es esa idea y no la realidad de una relación acabada y sin
posibilidad de reconciliación. Ha dejado de querer a esa persona, pero
sigue queriendo a la idea. Una sola idea.
Los estados ilusorios de la mente se basan en «ideas», más que en
realidades presentes. Tenemos ideas de todo. Sin embargo, una idea no
es un hecho. Las cosas suceden a pesar de nuestras ideas. Hay que
entender que lo que llamamos «mente» está formado básicamente de
representaciones mentales, es decir, de imágenes de cualquier tipo
sensorial: imágenes visuales, imágenes auditivas o imágenes de
sensaciones. (Prueba a imaginarte que cortas un trozo de limón y que lo
aprietas para que su jugo caiga directamente en tu lengua.)
Cuando pensamos, en realidad estamos viendo imágenes que actúan
como estímulos, por eso, al pensar, también nos asaltan emociones y
sensaciones, aunque nada de ello esté ocurriendo verdaderamente. El
problema es que dicho proceso es tan veloz que apenas nos damos
cuenta de él. No somos conscientes de todas las imágenes que se nos
pasan por la cabeza, mientras entrelazamos palabras en forma de
diálogos interiores. Es más, algunas personas creen que no ven imagen
alguna. No las ven porque las sienten, pero para sentirlas tienen que
verlas y de eso no se dan cuenta.
Ignorar el proceso de construcción de nuestros pensamientos acarrea
dificultades, en forma de dudas y confusiones. No es lo mismo pensar
(acuden a la mente pensamientos mezclados) que reflexionar (observar
detenidamente una situación). No es lo mismo deliberar (evaluación
entre el pensar y el sentir) que meditar (observar el pensamiento y las
emociones sin detenimiento, dejándolos pasar). No es lo mismo
planificar (pautar el futuro) que soñar despierto (idealizar imágenes).
Muchas personas, por ejemplo, sueñan cambios en sus condiciones de
vida (un nuevo amor, un trabajo diferente, un golpe de suerte, un
cambio de domicilio, un viaje...) que les devolverán la fuerza y la ilusión
que les falta. Se imaginan múltiples imágenes y las recrean hasta el más
mínimo detalle. Sin embargo, no crean ninguna condición que
favorezca el cambio. Todo ocurre en el escenario de su mente, pero no
en la realidad. Se han enamorado de esa idea, y podría ocurrir que
despreciaran posibilidades auténticas de cambio porque no se asemejan
a su imagen idealizada.
No es que no se deban tener ideas en forma de imágenes, al contrario.
Solo que de vez en cuando hay que renovarlas, actualizarlas o
eliminarlas si no tienen otra utilidad que entretener el tiempo. Lo
curioso es que las cosas cambian y nosotros también, pero nos cuesta
creerlo. Sufrimos de un despropósito psicológico conocido como
«ceguera al cambio». Tan habituados estamos a ver siempre lo mismo
que apenas apreciamos los cambios que se producen de forma lenta y
secuencial. En alguna ocasión, he tenido que advertir a algunos padres
de que su hijo ya no es un muchachito indefenso. ¡Que ya tiene treinta
y cinco años, por Dios! Suena a broma, pero no lo es.
Un problema evidente, en el terreno de las relaciones, es esa ceguera al
cambio. Uno de los miembros de la pareja, o de la amistad, está
cambiando. Su cuerpo, su discurso, la forma de pensar o nuevas
conductas indican que está en un camino diferente. En cambio, el otro
miembro de la pareja sigue sosteniendo las mismas cosas de siempre,
sigue hablando como si aún fuesen los de antes, sigue otorgando las
mismas causas a las dificultades de siempre. No se da cuenta de que el
otro ya no está ahí: él sigue viéndolo en el mismo lugar. El desequilibrio
se va haciendo cada vez más grande, hasta llegar a un punto de no
retorno. Eso es lo que hay.
Lo mismo ocurre cuando, dentro de una relación, sea personal o
profesional, una de las dos partes manda de forma regular mensajes del
tipo «Tenemos que hablar», «No estoy bien», «A ver cómo podemos
resolver la situación», «Igual necesitamos que alguien nos ayude». Pero
va pasando el tiempo y no ocurre nada de nada, hasta que un buen día
uno se encuentra con las maletas hechas en la puerta de casa o recibe la
carta de despido. Entonces llegan las prisas, el «No entiendo nada» o el
«No creí que fuera tan grave». En ese momento se descubre la ceguera.
Todo estaba cambiando menos uno mismo.
Algunas experiencias han puesto de relieve la dificultad para ser
conscientes de los cambios. Un ejemplo espectacular es lo que sucedió
en el atentado de la Torres Gemelas. Después del primer impacto, en la
otra torre aún no afectada se dispararon las alarmas de emergencia, y el
estruendo hizo que algunas personas se dirigieran inmediatamente al
exterior. Sin embargo, muchas otras permanecieron a la espera o se
demoraron recogiendo objetos personales. Esos pequeños detalles las
convirtieron en víctimas del segundo impacto. ¿Cómo es posible que
ante situaciones alarmantes sigamos en stand by?
Una de las razones de ello que he expuesto es el encaje entre lo que
sucede ahí fuera y las expectativas existentes dentro de la mente. Nos
cuesta ver el mundo de otra manera. Es como si necesitáramos entender
primero por qué debemos cambiar nuestro comportamiento habitual,
aun encontrándonos en una situación apurada. Del mismo modo que
hay personas que hacen una tragedia de una leve preocupación, otras
necesitan que les esté cayendo la casa encima para acabárselo de creer.
Todo por la ceguera al cambio.
Cuando soy tan explícito al pedir que cesen los estados ilusorios de la
mente es por dos grandes motivos. El primero pone en evidencia que la
mayoría de las veces estamos enamorados de una idea, la convertimos
en una obsesión, la situamos en el Olimpo de nuestros ideales. Pero el
segundo motivo es más grave. Una mente humana acaba funcionando
según las representaciones mentales que hemos construido a lo largo de
nuestra vida. Las hemos organizado, jerarquizado y mecanizado hasta
que se apoderan del inconsciente. Una vez allí, no sabemos por qué
pensamos en lo que pensamos, por qué nos vienen según qué ideas, por
qué nos asaltan estados interiores, dudas, miedos, resentimientos,
enfados, cualquier forma de pensamiento sentido.
A no ser que pongamos conciencia en lo que pensamos, lo que acude
espontáneamente a nuestra mente son respuestas inconscientes, material
instalado en la psique, que tiende a repetirse de la misma manera ante
ciertas situaciones de la vida. Es como aquella canción que se te mete en
la cabeza y no hay manera de que pare (sabes de qué te hablo,
¿verdad?). El problema es que, así como las canciones desaparecen
pasadas unas horas o días, las improntas del pasado son impertinentes,
se han convertido en una identidad al margen, son como pequeños
demonios que parecen robarte parte de tu alma. Esta es la razón por la
que cuesta tanto cambiar. Aunque tengas mil razones por las que dejar
atrás a quien has sido, el inconsciente te traiciona. La buena noticia es
que, del mismo modo que el inconsciente ha aprendido a crear esa
psique, puede aprender a crear otra diferente, a costa, eso sí, de mucha
constancia. Renovar el fondo de armario neurológico precisa de estar
durante tiempo reforzando nuevas conductas. Porque la clave del
cambio mental no es otro que introducir nuevo material para no volver
a lo de siempre. Y, para que eso ocurra, no solo hay que cambiar el
imaginario, sino la vida que te ocupa, la manera de vivirla, de pensarla.
Ahora imagínate que me tienes delante y te digo: «Cesa de tener esa
idea. Abandónala. Asesínala. Acaba con ella. Es la causa de tu malestar,
de tu sufrimiento, de que no avances, de que andes entre dudas. ¿Eres
capaz de dejar de querer esa idea?» Aún recuerdo la cara de susto de
muchas personas que me acaban diciendo: «¡Por Dios, eso no me lo
toques! ¡No me lo quites! ¡No me digas que tengo que abandonar la
idea que me he hecho!» Como si yo tuviera la varita mágica que hace
posible o no los sueños ideales de las personas. ¡Qué duro es a veces
despertar a la realidad! ¿Qué función tienen las ilusiones si en el fondo
nos acaban haciendo sufrir?
Las ilusiones existen porque disponemos de una facultad útil para
adaptarnos al medio: la anticipación. Podernos situar mentalmente en
diferentes tiempos, sobre todo futuros, nos ayuda a prevenir, a prever, a
calcular. Son aspectos eficaces para vivir. Sin embargo, las virtudes del
mecanismo devienen defecto cuando se ponen al servicio de la
especulación, de la congoja o de la fantasía sin fines creativos. Dado que
la mente distingue poco y mal un advenimiento externo de otro interno,
produce los mismos recorridos neurológicos y, por lo tanto, responde
con las mismas pautas.
Lo que quiero decir es que los humanos disponemos de mecanismos
para hacer magia de la buena. Así, consideramos auspicioso un arco iris,
una estrella fugaz, encontrarse una moneda en el suelo o coincidir con
quien estábamos pensando. Por el contrario, vemos el infortunio en un
sinfín de acciones cotidianas que traen consigo la mala suerte.
Acudimos a videntes, leemos nuestro destino en las estrellas o en unas
cartas. Tenemos la ilusión de creer que en alguna parte debe existir una
explicación a lo que nos ocurre y, sobre todo, una pista de lo que nos
sucederá.
Necesitamos creer, por ejemplo, que nuestros encuentros amorosos
no están determinados por las hormonas, la necesidad o el puro azar.
Eso sería demasiado pobre, poco interesante, vulgar. Creemos, en
cambio, que el destino hizo que nuestras almas gemelas se cruzasen, que
todo se dispuso para que nos encontráramos, que los dioses nos
favorecieron o que Cupido finalmente acertó. Necesitamos creer en la
magia, o lo que es lo mismo, que nuestra «idea» se vuelva un día
realidad. Si no, todo esto sería muy aburrido. Porque es muy duro,
demasiado realista, aceptar que todo acabará muriendo.
Tal vez pueda parecer descorazonador y aguafiestas diciendo todas
estas cosas. Quienes me conocen coinciden en que soy una persona
muy entusiasta y vital, por lo que soy poco sospechoso de tener una
visión pesimista de la vida o de que esté pasando por un bache de
angustia existencial. Si tiendo a desapasionar las falsas ilusiones es
porque he aprendido una lección: causan mucho sufrimiento.
Entonces se produce una de las paradojas clásicas en psicología,
aquella según la cual lo que hacemos para resolver los problemas se
convierte en el problema. Dicho de otro modo, el autoengaño y muchas
de nuestras compensaciones son un intento de evitar el sufrimiento, lo
que acaba causando más sufrimiento aún. No solo no logramos evitar el
sufrimiento, sino que tenemos que soportar la frustración de la
expectativa. Dispongo de algunas evidencias que corroboran esta
afirmación.
Una de ellas es vivir con una idea equivocada sobre nosotros mismos.
Suele ser muy frecuente que las personas no se acaben de gustar, que
aspiren a un yo ideal que compense la imagen y el concepto poco
agraciado que tienen de su persona. Puesto que no se gustan, aspiran a
ser quienes no son. En lugar de ahondar en su propio
autoconocimiento, en permitirse ser como son, se proyectan en una
idea de lo que deberían ser. No obstante, a pesar de que sus vivencias les
demuestran, una y otra vez, la imposibilidad de ser quienes no son, no
quieren renunciar a intentarlo una y otra vez, pero sin cambiar. Porque
se trata solo de una idea. En lugar de aceptarse, y a partir de ahí
explorar nuevas conductas y capacidades, las personas se resisten a
quererse y se condenan a una eterna insatisfacción consigo mismas.
Otra evidencia es descubrir que, incluso aquellos que lo han logrado
todo, que lo tienen todo, que no pueden quejarse de nada, también son
infelices. ¡Lo he escuchado tantas veces! ¿Por qué? Su vida se ha basado
en una ilusión: «El día que tenga esto, el día que me case, el día que
tenga mi familia, el día que llegue arriba del todo...» Y cuando llega ese
día uno se muere de satisfacción y al cabo de cuatro días de
aburrimiento. ¿Es eso todo lo que me espera en la vida?
Añadiré también la evidencia de aquellos que se han pasado el tiempo
obedeciendo, logrando aprobación social, cumpliendo con todas las
normas, ahorrando para cuando llegue el momento, construyendo su
pequeño refugio para la jubilación y, de repente, una crisis, un
fallecimiento, una enfermedad o simplemente unas expectativas
frustradas echan al traste su inversión en sueños de futuro. Después de
tanto camino recorrido, suele ser impactante para una persona
descubrir cuánto había de sueño en sus proyectos y qué entretenida
había estado pensándolo, deseándolo casi ocultamente. El autoengaño
funcionó, aunque el choque con la realidad es muy duro. No es que
hiciera algo malo, es que lo confió todo a una única jugada.
Otra evidencia la observo en aquellas personas especialistas en rehuir
responsabilidades. Nada es más tentador que encontrar culpables ahí
fuera, ladrones de sueños, trileros de nuestra mala suerte, conspiradores
cósmicos, cuadrantes estelares desalineados, vidas pasadas, energías
malignas, alianzas familiares perversas... El caso es que, casi siempre,
aparece alguna causa que impide que puedan lograr esa larga lista de
ilusiones que ya tenían desde que eran pequeñas («Si no fuera por...
gozaría de una vida excelente»).
¿Qué hacer entonces con tantas ideas como las que tenemos? Te
invito a que te interrogues de la siguiente manera: ¿quién sería yo sin
esa idea? Lo mismo ocurre con las creencias: ¿quién sería yo si no
tuviera esa creencia? He visto tantas personas que no quieren renunciar
a ninguna de las ideas que tienen sobre sí mismas, sobre sus relaciones,
sobre sus posesiones o sobre su futuro —es decir, sus idealizaciones—
que he podido establecer la relación que crean entre la idea y su propia
identidad.
Sin esas ideas o creencias no saben qué serían. O dejarían de ser lo que
son (lo que no deja de ser otra creencia), o dejarían de poder soñar en
un mañana que las mantiene expectantes en el presente («Lo que seré»).
Las ideas, cuando quedan vinculadas a través de emociones a la propia
identidad, constituyen la mayor de las ilusiones: mantenerse aferrado a
algo, porque soltarlo es caer en el vacío. Y ahí se deja de ser alguien.
Dicho de otro modo, no se es nada ni nadie.
En cambio, cuantas más expectativas se generan más sufrimientos se
producen y más necesidad se tiene de encontrar compensaciones, que a
su vez generan decepciones, que a su vez deben ser compensadas... A
veces los humanos nos asemejamos a los hámsteres. Damos vueltas sin
cesar a los mismos estados ilusorios, que luego se convertirán en un
destino sinsentido.
Vidas platónicas

Solo amamos aquello que deseamos; solo deseamos aquello que nos falta.

PLATÓN

Durante las conversaciones con los pacientes en la consulta, son


comunes los relatos sobre sus sueños e ilusiones. Somos seres que
miramos hacia delante, y deambular demasiado por el pasado causa
sufrimiento. No obstante, pronto se advierte que esos relatos
apasionados esconden una visión más ilusoria que ilusionada.
Juan me habla de lo enamoradizo que es; empieza siempre con pasión
sus relaciones, pero se cansa de ellas en cuanto se compromete; vuelve
de nuevo a lo que le falta. María ha contratado ya a tres coaches para
lograr establecerse en un trabajo, pero no dura mucho; vuelve a estar en
lo que le falta. Jacinto me habla de los proyectos que tiene de irse a vivir
al extranjero; lo malo es que lleva cinco años diciéndoselo, pero nunca
acaba de dar el paso; vive en un vacío que se llenará algún día. Manuela,
excelente madre y una líder en su familia, se pasa el día buscando
actividades en las que desarrollarse; pero cuando las encuentra ha de
dejarlas, porque tiene que atender a los suyos; no se asume; se proyecta
hacia lo que cree que ella debería ser; su mundo rico en afectos no es
suficiente; siempre le falta algo. ¿Qué les ocurre a tantas personas que,
teniéndolo todo, siguen sintiéndose infelices?
Las relaciones son uno de los ámbitos donde mejor se expresa esa
pauta psicológica entre la falta, el vacío y la idealización. Amantes
eternas, buscadoras inagotables de la pareja ideal, enamoradas de
enamorarse, coleccionistas de comienzos, nostálgicas de los amores
perdidos, especialistas en el arte del abandono, las personas instaladas
en el sueño de un amor platónico viven exactamente según lo que dice
aquella canción de Serrat: «No hay nada más bello que lo que nunca he
tenido, ni nada más amado que lo que perdí.» Todo amor adquiere su
estado ideal cuando no se tiene o cuando se ha perdido.
Si examinamos de cerca pasiones tan exaltadas, apreciaremos su
perfecto engaño, su trampa mortal: el estado de carencia o de falta.
Soñar con un gran amor permite imaginárselo a medida, sentirlo en su
estado perfecto y proyectarlo como el gran remedio a la soledad
presente o al vacío interior que supone tanto deseo insatisfecho. No
obstante, todo ese sufrimiento innecesario proporciona un estado de
«falta» al que la persona se acostumbra (lo normaliza, se identifica con
él, se convierte en un ser carente). Esa es su droga, la sustancia que debe
tomar cada día en pequeñas dosis de frustración por el amor que nunca
acaba de llegar.
En realidad, cuando ese amor se convierte en realidad y se supera la
etapa de exaltación, a esa persona le ocurre lo mismo que a los niños
con los juguetes tan deseados que traen los Reyes Magos: se aburren.
Por un lado, un amor real es un amor duro, un amor que se basa en
compromisos, en responsabilidades y en imperfecciones. Por el otro,
esa persona ya no puede tomarse su monodosis de «echar en falta». No
añora, ni sueña, ni puede idealizar. Ya no tiene ante sí una proyección,
sino un ser humano, de carne y huesos, que ama y quiere ser amado
auténticamente. Entonces la persona platónica huye, porque aquello no
es lo que esperaba; porque debe existir algo más ideal, algo que, de
nuevo, le falta.
Otra de las típicas situaciones carenciales consiste en proyectar
escenarios en los que supuestamente se obtendría toda la felicidad ahora
ausente. Ocurre cuando nos invaden la insatisfacción —sea por falta de
ilusión en el trabajo, o por una relación instalada en demasiadas rutinas
— o una especie de sinsentido generalizado por falta de pasión vital. En
ese instante, miramos a la orilla de enfrente creyendo que en ella se
esconde la abundancia de la que nos sentimos privados.
La falta alimenta la imaginación y pronto nos encontramos dibujando
el cómo sería nuestra vida si estuviéramos en la otra orilla, es decir, si
tuviéramos otra pareja, otro trabajo, si viviéramos en otra ciudad, si
habitáramos en otra casa cerca del mar o en medio de la montaña. La
idea se asienta en la mente y se convierte en un pensamiento obsesivo
que nos distrae día y noche. Tanto es así, que se hacen pasos, se
adquiere información, se precipitan algunos acontecimientos de forma
que solo hace falta un pequeño detalle: cruzar de una orilla a la otra. Sin
embargo, mucha gente se queda atorada. Los invade el miedo y la
ansiedad.
Llegados a este punto, algunas personas deciden visitar a un psicólogo
para que las ayude a descubrir el porqué de sus angustias. Entonces se
descubre la trampa: se han obligado a tomar una decisión innecesaria.
Aquello que no era más que una proyección se convierte ahora en un
inapelable destino que hay que transitar. Lo hacen sin recursos, sin
saber nadar, sin una barca adecuada que las lleve de una orilla a la otra.
Empalidecen, se ahogan en sudores fríos, no duermen ni entienden qué
les puede estar pasando, ahora que su sueño está tan cerca.
Y el psicólogo les pregunta: ¿hay alguien que te espere en la otra
orilla?, ¿te han ofrecido un trabajo en la otra orilla?, ¿tienes un lugar
adónde ir en la otra orilla? En todos los casos la respuesta es negativa.
Entonces, ¿para qué tienes que cruzar la orilla? ¿Quién te obliga? ¿Te lo
manda alguien? Ahí es donde se dan cuenta de su pensamiento
platónico. El estado de insatisfacción no es un problema, es solo una
situación desagradable que, además, tiene arreglo. En cambio, cruzar de
una orilla a otra, sin más, eso sí es un problema.
Quizá la filosofía de Spinoza pueda sernos de mayor utilidad, pues
nos habla del deseo como potencia y no como falta. Dicho de otro
modo, cuando no se desea más que lo que se tiene, lo que la vida trae, lo
que uno es. El deseo es potencia y el amor es alegría. Tenemos apetito
de lo que nos gusta, de lo que deseamos, pero ese apetito no es un
sufrimiento, sino una fuerza que nos empuja a gozar de lo que no nos
falta.
En cambio, sufrir por lo que nos falta es aplazar el vivir o hacerlo
haciéndose trampas. Eso es lo que apostilla Compte-Sponville: «Más
vale gozar y alegrarse de lo que se tiene que echar en falta lo que no se
tiene. Más vale amar lo que conocemos que soñar con lo que amamos.
Es la verdad de la pareja, cuando está feliz, y del amor cuando es
verdadero.» Ante la perspectiva de una vida platónica, mejor amar lo
que es.
Obligados a obligarse

Lo que más necesitamos es una persona que nos obligue a hacer lo que sabemos.

RALPH WALDO EMERSON

Sentado ante el grupo, mi maestro, Oriol Pujol Borotau, iniciaba uno


de los momentos célebres de sus sesiones: los principios de vida budista.
En realidad, eran principios de vida que había aprendido en su
singladura por tierras de la India, donde de joven fue a predicar como
jesuita junto a Vicente Ferrer y otros. Con el tiempo, fueron todos
evangelizados por una cultura fascinante que ocupó toda su vida. Dejó
la orden, se casó con una india, Mary Pujol, y vivió hasta su muerte en
Goa. Allí está enterrado, junto a sus playas tan queridas e inspiradoras.
Oriol solía presentarse diciendo: «Hago lo que me gusta y me gusta lo
que hago.» Sin duda era un principio que se le veía practicar con
autenticidad. Pero otro de esos principios llamaba la atención por su
originalidad: «Nada por obligación, todo con ilusión.» Cuando se lo
escuchabas decir te parecía una hermosa declaración, aceptada por la
gran mayoría de asistentes a sus cursos. (¿Qué tal te suena?) No
obstante, el calado de la frase, que se acepta con absoluto alborozo, es
más profundo de lo que aparenta. Lo que observo es que la vida de las
personas está llena de obligaciones. Tanto es así que incluso el vivir con
ilusión se convierte en una obligación más.
Descartemos de entrada, en el campo de las obligaciones, todo lo que
signifique responsabilidad. Puede que exista obligación en muchas
conductas que responden a compromisos adquiridos, sobre todo en
trabajos y en hogares. Una responsabilidad adquirida presupone la
aceptación de sus expectativas y obligaciones. Ahora bien, la
responsabilidad, como muchas otras cuestiones, puede ser vivida desde
la ilusión. Hacer las tareas domésticas suele ser algo más obligatorio que
ilusionante, pero puede convertirse en una actividad que, aunque no
guste, acabe siendo realizada con alegría.
Responsabilidades al margen, gran parte de lo que hacemos pasa por
la obligación, si tengo que hacer caso de lo que me cuenta la gente.
Aceptar las cargas de los demás, no saber decir que no, quedar bien o al
menos no quedar mal, cargarse de compromisos, estar siempre bien,
llegar a todas partes, ser hiperresponsables, controlarlo todo, cumplir,
cumplimentar, agasajar, seguir rutinas, forzar los encuentros familiares
y así un montón de decisiones que tomamos más por obligación, deber
u obediencia que por ilusión.
De entre todas, destaco las que hacen referencia a querer ser lo que no
somos, las que tienen en cuenta la aprobación social (o la de la familia),
las que significan rigidez en el cumplimiento de los mandatos o
responsabilidades y las que se basan en el famoso «debería». ¡Ahí está!
«Debería» en lugar de «desearía».
Uno de los juegos de nuestra mente ilusoria es condenarse a la
obligación de hacer cosas. Parece mentira, ¿verdad? Una vez
contemplados algunos supuestos sobre cómo nos cargamos de
obligaciones, la pregunta siguiente es más incisiva: ¿qué harías si no
tuvieras la obligación de hacer nada? En apariencia, la respuesta es
obvia. Se supone que haríamos todo lo que quisiéramos hacer con
ilusión. Pero ¿es eso verdad? ¿La gente hace lo que quiere y con
ilusión?
Muchas personas, en un gesto de sinceridad, reconocen que, cuando
no tienen obligación alguna, se la acaban buscando. ¿Por qué lo hacen?
Porque temen estar sin hacer nada. Unas no saben estarlo, por lo que
tienen que estar entretenidas o activas. Otras temen dejarse llevar por la
pereza, el ensimismamiento o la fantasía. Parece que no sabemos «estar»
simple y llanamente. Es como si no existiera la ilusión de no hacer nada.
Ante tanto temor, nuestra mente ilusoria genera obligaciones. Nos
obligamos a nosotros mismos porque tememos acabar no haciendo
nada, o al menos nada de lo que se supone que nos hace ilusión. De ahí
la frase de Emerson que encabeza este apartado.
Hoy día, observando a tantas personas encantadas de salir a correr,
me pregunto si siempre disponen de la misma motivación. Hay días en
que las ganas están puestas en otro lugar. Si hicieran caso del lema
«Nada por obligación, todo con ilusión», se permitirían la excepción.
Sin embargo, se hacen llamar por sus colegas corredores para que las
saquen de casa. Si se crean la obligación, aunque sea para no defraudar,
saldrán a correr. Lo mismo les ocurre a las que acuden a comer o de
visita con familiares, solo por no causarles un disgusto. A veces lo
aborrecen, pero se obligan. ¿Y qué decir de aquello en que se han
convertido las fiestas navideñas? Curiosa paradoja: todo el mundo se
queja de la obligación, pero la mayoría la sigue cumpliendo.
Una madre me dijo un día: «Qué tristeza tan grande que siento cada
vez que vienen mis hijos con esa cara de obligación. Me pregunto por
qué insisten en venir cuando no les veo ilusión alguna. Se creen que lo
hacen por mí, cuando lo hacen para tranquilizar sus conciencias. Si
pensaran verdaderamente en mí serían capaces de venir solo cuando lo
desearan. Entonces yo sería feliz.» Lo decía una mujer que se había
pasado la vida luchando contra su propio fantasma del «debería». Se
había obligado tanto que ahora solo quería verse envuelta de ilusión.
Por eso se entristecía cuando la gente de su alrededor seguía
cumpliendo con tantas obligaciones.
El resultado final del que vive una vida llena de obligaciones, de
cumplimientos, de cesiones, de priorizar el interés ajeno, es que acaba
tan harto que prefiere vivir apartado del mundo. Como no ha logrado
establecer límites y hacerse respetar, su destino es no querer saber nada
de nadie, a lo sumo un poco de la familia si no molesta demasiado. Es su
protección, su manifestación rebelde a tanta obediencia. Ha llegado a
un extremo incomprensible: la presencia de los demás ya le hace sentir
obligación, porque no sabe relacionarse de otra manera que asumiendo
sus necesidades. No ha aprendido a hacerlo de otra manera. Sabe que, a
más relación, más cargarán con las cosas del otro. Y no quiere más.
Estas personas parecen egoístas, tener rarezas de gente mayor, padecer
manías propias de un principio de demencia. Pero no es así. Lo que
ocurre es que evitan sufrir, lo mismo que hacemos todos.
Muchas de estas personas necesitan la aprobación social, viven
divididas entre sus intereses y los ajenos. Les disgusta decir que no. Se
obligan a ser complacientes o, al menos, cumplidoras, dignas de
confianza, meticulosas y eficientes. Temen el error o los juicios
equivocados y valoran en exceso los aspectos de sí mismas que se
relacionan con la disciplina, la perfección y la lealtad.
Malviven entre el deseo propio y la culpa de sentir impulsos
prohibidos, entre la necesidad de ser y la rabia por no permitírselo
(«Tendría que haber dicho...», «Tendría que haber hecho...»). El
resultado final de todo este desaguisado tiene algunos aspectos que se
han de considerar:
El primero es un estado profundo de tristeza y de agresión hacia sí
mismas. Se echan la culpa y a la vez se apenan de ser como son por su
propia rigidez. Esa vida interior se oculta por vergüenza, y lo que se
muestra hacia fuera es un aspecto de «todo está bien». La mayor parte
de sus sentimientos está bajo control.
El segundo aspecto es la dificultad de estas personas para definirse por
sí mismas. En el flujo entre ellas mismas y los demás, se expresan más
en el extremo opuesto a ser ellas mismas. Acostumbradas a tener tan en
cuenta a los otros, desatienden sus propias necesidades hasta el extremo
de que desconocen lo que realmente las complace. La desconexión
interior que sufren las desarma emocionalmente. Lo viven todo para
lograr una buena opinión de los demás, definiéndose solo a través de
normas, programaciones de tiempo y jerarquías. Su obstinación y su
indecisión ante cambios inesperados las adentra en una personalidad
obsesiva.
Estudios como el de Theodor Millon observan que estas personas han
sido intimidadas y coaccionadas para aceptar las demandas y los juicios
impuestos por los demás (algunos miembros de la familia, profesores en
la escuela, jefes en el trabajo, etc.). Sus formas de actuar prudentes,
controladas y perfeccionistas derivan de un conflicto entre la hostilidad
hacia los demás y el miedo a la desaprobación social.
Para resolver dicha ambivalencia suprimen su resentimiento y
manifiestan un conformismo excesivo, exigiéndose mucho a sí mismas y
a los demás. Su disciplinado dominio las ayuda a controlar unos
sentimientos de rebeldía, intensos, aunque ocultos, lo que da lugar a
una pasividad abierta y una aparente conformidad pública. Sin
embargo, tras esa máscara de decencia y dominio, hay sentimientos de
ira y rebeldía que ocasionalmente desbordan sus controles. A saber
cómo se proyectará su sombra, lo que harán ocultamente de los ojos de
los demás.
Imagínate ahora dicha inclinación metida dentro de una relación. Por
un lado quieren ser ellas mismas, por el otro complacer a su pareja. Sin
embargo, en lugar de entender el flujo entre ser uno y serlo con el otro,
o caen en la necesidad reactiva —ansiosas de ser ellas mismas— o caen
en la disolución con el otro. Se sienten culpables tanto por lo uno como
por lo otro. Les genera mucha rabia vivir entre esos dos extremos. Su
pareja es su cielo y su infierno a la vez. La aman y se sienten
coaccionadas también. «Quiero hacer lo que yo quiero, pero me siento
mal cuando no hago lo que tú quieres.» Parece fácil encontrar un punto
de equilibrio, pero para estas personas, que van detrás de la aprobación
social, es una bipolaridad: o soy yo, o soy tú. No saben llegar al flujo de
ser yo contigo, ser tú conmigo.
Vale la pena observar de cerca este estado de la mente que crea la
ilusión de vivir obligadamente. Puedes hacerlo atendiendo a estos
cuatro pasos:

1. Darte cuenta de cómo te creas obligaciones. Reconocer las cargas


innecesarias, aquellas que no corresponden con las
responsabilidades adquiridas. Observar también si hay un exceso
de compromisos y qué te lleva a comprometerte tanto. («¿Cómo
hago para crearme obligaciones?»)
2. Plantearte qué harías si no tuvieras esas obligaciones. Te servirá
para conectar con lo que te ilusiona y, a la vez, comprobar el
miedo tanto a defraudar como a no saber qué hacer. («Si no tuviera
nada, nada que hacer, ¿qué haría? ¿Qué es lo que más me gustaría?
¿Qué es lo que puedo hacer ahora en lugar de obligarme?»)
3. Decidir qué hacer con tantas obligaciones. Hay que tomar
decisiones, quitarse cargas de encima y apostar por la ilusión... que
no es lo mismo que por las falsas ilusiones. («¿Cuánta carga llevo
encima? ¿Qué actitud quisiera tener de ahora en adelante ante las
obligaciones? ¿De cuáles puedo prescindir? ¿Me apunto al “Nada
por obligación, todo con ilusión”?»)
4. Aprender a defraudar. No consiste en mostrarse maleducados, ni
en pasar olímpicamente de las responsabilidades. Se defraudan dos
cosas. La primera son las expectativas de los demás, dejar de hacer
lo que creemos que esperan que hagamos. No somos tan
importantes para los otros, que bastante tiene cada uno con lo
suyo. La segunda, defraudamos las ideas que nos hacemos de las
cosas, de cómo deberían ser. Para crecer hay que defraudar a las
mamás y a las expectativas de muchos papás. No somos ellos, no
somos su vida. Somos la nuestra. Nos querrán igual. Y si no lo
hacen es que no saben querer lo suficiente. El fraude es ser para los
demás. Defraudar esa idea es el principio para podernos ser.

Muchas personas siguen prefiriendo vivir el juego de los estados


ilusorios. Crean expectativas, ilusiones, sueños, necesidad de compensar
las insatisfacciones y el sufrimiento. Viven obligándose. Todo ello lo
debe resolver la misma mente que se ha inventado esos estados, y eso es
prácticamente imposible si no es con más enredos y juegos mentales
como las compensaciones.
Compensaciones y decepciones

Aceptar nuestra vulnerabilidad en lugar de tratar de ocultarla es la mejor manera de adaptarse a


la realidad.

DAVID VISCOTT

Me encontraba en medio de una clase para estudiantes séniors —el


más joven rondaría los sesenta y cinco años—, cuando, al reflexionar
sobre sus experiencias de vida y cómo habían aprendido a asumir sus
elecciones, una mujer se exaltó y, entre sollozos, negó rotundamente
que pudiera aceptar la gran cantidad de fatalidades que la habían
sumido en una prolongada depresión. De repente, a uno se le encoge el
corazón, aunque me llamó la atención la poca empatía de sus
compañeros de aula. Alguien se acercó a mí y en voz baja me insinuó:
«Lo hace en cada clase que hay un profesor nuevo.» No se entendía con
el resto de la clase, que para entonces la tildaban de victimista y
exagerada.
Sin duda, el contraste era espectacular. La mitad de los presentes
habían superado cánceres, pérdidas de hijos, jubilaciones forzosas y
dificultades para adaptarse al mundo tecnológico. En cambio, los veías
con una pasión voraz por aprender y una inmensa capacidad de gozar
de la vida. También tenían sus momentos, pero quedaban compensados
con las horas de encuentro y estudio. Fue una gran experiencia para mí,
aunque mi intento de acercarme a la señora exaltada no tuvo respuesta.
Respeté que no quisiera salir de su madriguera.
Nuestras vidas transitan también por el flujo alegría-dolor, convertido
a veces en sufrimiento. Buda ya dijo que esa era la primera verdad
noble: el sufrimiento existe. Por suerte, las otras verdades incluyen que
podemos conocer sus causas y transformarlo. Menos mal. También
sabemos que el sufrimiento se constituye de creencias convertidas en
una emoción. Es decir, el sufrimiento también es una construcción. O
sea, no existe sin creencias que lo refuercen. Otra cosa es que no
sepamos cómo deshacernos de ellas, en gran parte porque muchas son
inconscientes, como veremos más adelante. En cambio, el dolor es el
gran incapacitador para la alegría y la felicidad.
En ese tránsito entre nuestras luces y sombras practicamos con aires
de espontaneidad el arte de la compensación. Dice la voz popular: «¡No
hay mal que por bien no venga!» Es una clara expresión de la ley no
escrita del balanceo que practicamos para restituir el equilibrio interno.
El ser humano puede ser observado como un sujeto falible (se
equivoca), finito (un día morirá), herible (es sensible) y frágil
(vulnerable). Por lo tanto busca compensaciones, equilibrios,
contrarrestar su levedad con fortaleza.
Porque somos frágiles elegimos ser grandes. Porque la vida contiene
tanta levedad, elegimos que tenga sentido. Porque la vida es finita,
elegimos abrirnos al infinito. Porque la vida nos pesa, elegimos que
nuestra historia sea bella, bondadosa y auténtica. No vivimos en los
extremos, sino balanceándonos entre lo uno y lo otro. Por eso
aprendemos a compensar lo que denominamos «la dura realidad».
¿A qué solemos recurrir cuando nos sentimos vacíos interiormente?
¿Cómo combatimos el estrés, la rutina o el aburrimiento? ¿Cuál es el
equilibrio entre los bienes y los males de la vida? ¿Hay algo que pueda
sustituir a las ilusiones? Si no pudiéramos compensar nuestros dolores
y sufrimientos nos estaríamos cuestionando a diario si vale la pena vivir.
Es lo que sucede a las personas que llevan tiempo sin levantar cabeza, o
las que sufren algún trastorno del estado de ánimo. Si por ellas fuera, ni
tan siquiera se levantarían de la cama. Todas acaban encontrando algún
tipo de compensación que las consuele o las ayude a superar la
adversidad. Si la muerte es el final, ¿cómo compensamos el vivir de cada
día?
Las compensaciones pretenden equilibrar nuestros desajustes
psicológicos y/o existenciales para que el resultado final sea cero, es
decir, que sintamos que estamos en paz entre lo sufrido y lo gozado. La
desesperación puede llegar en esos momentos en los que no
encontramos consuelo sin compensación alguna, cuando el vivir se
convierte en una sola balanza de tormentosos sufrimientos, de miedo o
de obligaciones. Las compensaciones forman parte de nuestro bagaje
vital y están presentes entre nuestras ilusiones y expectativas. Incluso la
conducta altruista puede contener algún tipo de compensación presente
o futura.
Además, nuestro cerebro está diseñado para la compensación.
Disponemos de dos vías principales que inciden en la experiencia del
placer y la recompensa: la dopamina y la endorfina. El estrés, por
ejemplo, activa la liberación de endorfinas, que también actúan como
analgesia del dolor. Ante los recurrentes ataques de ansiedad, se dispara
nuestro sistema nervioso autónomo, en concreto el sistema simpático,
aunque de inmediato se contrarresta con el parasimpático.
Cualquier experiencia afectiva placentera es inmediatamente
contrarrestada por un proceso de contra-aversión y cualquier
experiencia aversiva es inmediatamente contrarrestada por un proceso
contra-placentero. Quién sabe si será por eso que, cuando somos
felices, tememos dejarlo de ser, del mismo modo que, ante la desgracia,
miramos hacia delante buscando cómo levantarnos lo antes posible.
Estamos hechos para la compensación. Otra cosa es cómo la
equilibramos.
Lo mismo ocurre a nivel psicológico. El maestro Carl Jung afirma que
los procesos inconscientes están, con respecto a la conciencia, en una
relación compensatoria. Lo cuenta con una anécdota: una joven
paciente, ligada por una fuerte dependencia afectiva a su madre, tenía
siempre sueños en que esta aparecía de modo muy desfavorable, como
bruja, espectro o perseguidora. La madre la había mimado más allá de
toda medida, cegado tanto a fuerza de ternura, que la joven no podía
percibir conscientemente lo nocivo del influjo que tenía sobre ella, por
lo cual el inconsciente ejercía una crítica compensatoria. La conciencia y
el inconsciente no están necesariamente en oposición, sino que se
complementan recíprocamente formando una totalidad: el sí-mismo.
Stanislav Grof, profesor de Psiquiatría y explorador en las fronteras
de la conciencia humana, desvela desde su experiencia la constante del
juego cósmico: todo lo que nace de la existencia tiene que estar
contrapesado con su opuesto. Desde esta perspectiva, la existencia de
polaridades de todo tipo es un requisito indispensable para la creación
de los mundos fenoménicos. El bien y el mal, la luz y la sombra. La
conciencia absoluta y el vacío son los únicos caminos, como veremos en
la última parte, para trascender dichas polaridades.
No se trata entonces de abandonar todo intento de compensar
nuestras existencias, sino de evitar la tentación de confundir el medio
con el fin. Dicho de otro modo, que en la balanza final el resultado se
incline en exceso a favor de la compensación: recibir mucho a cambio
de poco. O, por el contrario, dar en exceso por una compensación
ilusoria, intensa pero pasajera. El problema de apegarse a las
compensaciones es que dejen de cumplir su función para convertirse en
una totalidad. No son una parte. Son un todo.
No es necesario afanarse mucho para observar los mecanismos
compensatorios más sospechosos y radicales. Están descritos en los
pecados capitales. Se basan fundamentalmente en la adicción o el apego,
es decir, en aquello que creemos que no podemos dejar de hacer o de
vivir. Consisten en todo lo que aparentemente llena: sexo, comida,
drogas, trabajo, relaciones y posesiones. Cuando no soy libre de dejar
algo, cuando me siento incapaz de renunciar a una actividad o a
mantener una relación inconveniente, debo preguntarme: ¿qué está
compensando en mi vida?
En cambio, otras formas de compensación pasan por la capacidad de
convertir en símbolo tanto el drama de la existencia como sus goces.
Odo Marquard afirma que el ser humano compensa sus carencias
gracias a los bienes culturales. ¿Quién no ha salido sintiéndose mejor
después de un buen concierto o una buena obra de teatro? Y ¿quién no
se siente mejor después de expresar sus desencuentros en un cuadro, en
un relato o en una composición?
El arte se convierte así en una fuente de creación, de expresión y
también de compensación. A través del arte podemos liberarnos, o al
menos desahogarnos del peso en el que se convierte algunas veces el
vivir, del mismo modo que a través suyo llegamos a afirmar nuestra
personalidad, como observaremos en el capítulo dedicado a la
identidad. Ocurre muy a menudo que no encontramos otra manera de
ordenar nuestra vida, de sacarla de la confusión, que, por ejemplo,
escribir. Es algo que los psicólogos contemplamos y recomendamos. El
relato, como cualquier otra manifestación artística, nos interpela, nos
sitúa frente a nosotros mismos.
Una vida armónica no rehúye las compensaciones, sino que entiende
su flujo. Cuando se permanece en un estado en el que nada falta, no hay
nada que compensar porque todo está bien. ¿Qué necesidad hay de
compensación si uno vive una vida plena y fluida? Entonces la noticia
es esa: mientras tengamos una excesiva necesidad de compensaciones es
que vivimos con sensación de esfuerzo, con más cargas que
responsabilidades, con menos ilusión y más obligación. Si necesitamos
compensar es que en el otro plato de la balanza hay demasiada
insatisfacción. Y cuando eso ocurre nos llenamos de falsas ilusiones.
El problema con las ilusiones no es que se tengan, sino que se esperen
de veras. Es como creer que, algún año, los Reyes Magos vendrán de
verdad. En cambio, nada impide que ese día sea ilusionante porque
abrazamos el símbolo en vez de los personajes. Los símbolos nos
ayudan a interpretar la realidad. Los falsos sueños, a distorsionarla. La
diferencia radica en la ilusión como actitud y no como proyección. En
la vivencia del ahora en lugar del mañana. En estar presente y no
ausente. La ilusión pertenece al presente. Las ilusiones, por el contrario,
pertenecen al futuro y juegan a imaginarlo en el presente. Son
distracciones de la mente que juega con el sentido del tiempo para hacer
pasar el tiempo.
Quizá sea cierto entonces que de ilusiones también se pueda malvivir.
Pero ¿quién desea una vida mal vivida? No he conocido a nadie que, al
igual que yo, no esté buscando la manera de vivir con plenitud, en paz y
tranquilidad. De amar y ser amado. Solo que lo buscamos por caminos
diferentes y uno de ellos es la construcción de falsas ilusiones, de sueños
imposibles, de vivir eternamente creyendo que todas las posibilidades
están a nuestra disposición en todo momento.
Ahí nos damos el primer coscorrón: una cosa son las posibilidades y
otra su disposición. Es como especular entre lo probable y lo posible.
Algunas personas creen que todo lo probable es posible. No se
equivocan. Es cierto. Solo que lo posible, a veces, no está disponible en
el momento que lo deseamos. Ahí empieza nuestro infierno ilusorio:
crear expectativas exageradas sobre la vida, sobre los demás y sobre
nosotros mismos.
La única manera de acabar con las falsas ilusiones y los autoengaños
continuados no consiste en negarse a tener ilusión alguna, sino en
conocerse a uno mismo. El filósofo alemán Heinrich Rombach afirma
que el hombre no existe sin una «imagen del hombre». Si se trata de una
imagen distorsionada, enredada o perturbada, es que ha sido tejida por
el «velo de Maya», expresión hinduista que nos recuerda el sentido de la
irrealidad. Vivir con los ojos abiertos, despierto, consiste en mirar con
los ojos del mago (el que sabe leer los símbolos), viendo la luna y no el
dedo que apunta hacia ella.
Tal vez no pensamos que las ilusiones pueden convertirse en la
antesala de la sabiduría. ¿Quién lo diría, verdad? No cabe duda de que
las experiencias de la vida conllevan múltiples «decepciones», es decir,
que se muestran diferentes a las expectativas que nos habíamos
construido. El filósofo Hans-Georg Gadamer defiende la idea de que
ningún ser finito puede realizar por completo lo que ha previsto.
Siempre que hay existencia, hay expectativas. Y como decía siempre mi
maestro: «Grandes expectativas, grandes fracasos.» Eso es exactamente
lo que proclama Gadamer:

La experiencia presupone necesariamente que se defrauden muchas expectativas,


pues solo se adquiere a través de decepciones.

De esta manera, solo a través del engaño, en el darse cuenta de


nuestros estados ilusorios de la mente y mediante la decepción llegamos
a adquirir el conocimiento necesario de las cosas de la vida. Por eso
afirmo que las ilusiones son las condiciones previas para alcanzar la
sabiduría. Cuando hemos sido capaces de borrar de nuestras mentes
toda expectativa, cuando hemos aprendido cuáles son los límites de
nuestra humanidad, cuando sabemos sostener el padecimiento de las
decepciones, entonces somos mucho más sabios.
Deja de soñar; empieza a vivir

... que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA

Por lo dicho hasta ahora, entendería a quien se preguntara: ¿y dónde


quedan los sueños?, ¿para qué los tenemos?, ¿qué hacer con ellos
cuando llevamos toda una vida escuchando que no hay que renunciar a
nuestros sueños?, ¿también hay que cesar de soñar?, ¿cómo gestionar
aquello que solemos llamar «la cruda realidad»? Mientras andaba
metido en estas reflexiones, en el cine acababan de estrenar La vida
secreta de Walter Mitty. Su inequívoco eslogan era demasiado tentador
para no encabezar este apartado.
Soñar despiertos es la gran compensación al cansancio, la impotencia
o la insatisfacción de vivir. Cuando necesitamos largarnos mentalmente
de este mundo es que no estamos bien en el presente. Porque a veces la
vida cansa. Porque a menudo necesitamos esa compensación a la que
llamamos consuelo y que aligera al alma del sufrimiento. Necesitamos
huir del asco de muchas situaciones en que no comprendemos la falta
de humanidad, o no sabemos cómo gestionar el dolor que nos cae
encima.
¿No es acaso el soñar nuestra mejor compensación? Para unos será
una huida hacia delante, un engaño para creerse que son quienes no son.
Para otros será como vivir en un mundo paralelo, real pero alejado del
mundanal ruido. Para otros será una meta, un reto que les dará sentido
en la vida. ¿Quién es en realidad el que sueña y quién el que anda
despierto? ¿Quién decide, asegura y certifica que la realidad que
vivimos es la auténtica y los sueños su trampa? Existen paraísos en
nuestra mente que permiten que nos distanciemos incluso de nosotros
mismos. Y es entonces cuando nos preguntamos si soñamos para vivir o
vivimos para soñar. Una respuesta poética la encontré en este verso del
gran poeta de Roda de Ter, Miquel Martí i Pol:

No em parleu de somnis
que d’això hi entenc
sort n’hi ha d’aquest estat
eteri, intangible o fonedís,
depèn del tarannà de cadascú.
No em parleu de somnis
que per ells nit i dia visc
molt lluny d’una realitat
que cada cop menys m’agrada.
I no és pas per defugir
responsabilitats adquirides
si més no és per sobreviure
al somni del malson quotidià
que és la crua realitat.
No em parleu de somnis
si mai no heu somiat,
és gràcies a ells que visc
tan allunyat com puc
de la feixuga realitat.

(No me habléis de sueños


que de ello entiendo
suerte aún de este estado
etéreo, intangible o escurridizo,
depende del talante de cada uno.
No me habléis de sueños
que por ellos vivo día y noche
muy lejos de la realidad
que cada vez me gusta menos.
Y no es por rehuir
responsabilidades adquiridas
sino al menos para sobrevivir
al sueño de la pesadilla cotidiana
que es la cruda realidad.
No me habléis de sueños
si no habéis soñado nunca,
es gracias a ellos que vivo
tan lejos como puedo
de la pesada realidad.)
A mi modo de ver, los sueños no son algo que hemos visualizado y
que algún día se alcanzará con esfuerzo y perseverancia, sino que son
un recuerdo. ¡Menuda paradoja! Un recuerdo del futuro. En apariencia,
lo soñado se encuentra en el futuro. Sin embargo, para la mente se
encuentra en forma de un recuerdo que hemos construido. Cada vez
que visualizo aquello a lo que denomino «mi sueño» estoy recurriendo
a un conjunto de imágenes en mi mente. Mientras que el ejercicio de
pensar en mi sueño lo realizo en presente, su contenido (las imágenes)
se han convertido en un recuerdo a fuerza de repetirlas. Por eso se
insiste tanto en el poder de la visualización. Le encargamos al director
general que gestione las mejores imágenes para nosotros, en lugar de los
discursos boicoteadores y derrotistas.
Solemos creer que los recuerdos se basan en hechos que hemos vivido.
Hoy sabemos que la mente no necesita de los hechos experimentados
para recordar. Tiene suficiente con un pensamiento que se repite
algunas veces. Le basta con imaginarse las cosas. Solo se trata de
convertir, por repetición, el pensamiento en un recuerdo. Soñar es irse
al futuro para convertirlo en un sueño del presente. Si esto quedara aquí
no tendría más secreto. Solo que no acaba ahí.
Cuando el pensamiento produce un recuerdo lo asocia a una emoción,
porque recordar es por sí mismo una experiencia. Con el tiempo, este
proceso queda sistematizado, de forma que acabamos memorizando
una emoción. Y eso es lo que tiene de complejo el mundo de las
emociones: las sentimos en presente, aunque forman parte del pasado y,
para colmo, pueden basarse en meras especulaciones construidas.
Nuestra personalidad, en realidad, va siempre por detrás de lo que nos
sucede.
Soñar es recordar el futuro para traerlo al presente y convertirlo en
una acción. Eso es lo que le ocurrió a Ulises ante las sirenas, que con sus
cantos irresistibles llevaban los barcos al naufragio. El héroe se fue a su
Yo futuro para traerlo al presente y saber que debía atarse al palo mayor
y, bien sujeto, sortear esa circunstancia. Disponer de una mente que
puede transitar entre tiempos tiene esa ventaja. En cambio, puede
convertirse en infortunio si al pasear por el pasado o por el futuro
quedamos atrapados en su interior. He aquí una frase de David Carse:
«Los eventos soñados acaecidos en la vida soñada de un personaje
soñado carecen de significación duradera.» Da que pensar, ¿verdad?
Cuando los sueños nos mantienen adormecidos tenemos un
problema. Cuando los sueños, esos recuerdos que hemos creado en
nuestra mente, nos impulsan a la acción decidida, estamos en el camino
de la vida. Me gusta la cita de Francesc Miralles: «Nuestros sueños son
las únicas mentiras que dejan de serlo.» Necesitamos inspiración para ir
más allá de nuestras expectativas, sin duda. Pero la inspiración es para
quien la busca, o para quien aprende a vivir inspiradamente. Inspiramos
para llenarnos de aire, para que entre el aliento de la vida. Nos dejamos
inspirar para que nos den más vida. Más vida de la buena.
¿Cuánta verdad somos capaces de soportar?

Cuando creemos con la fe más firme que estamos en posesión de la verdad, debemos saber que
lo creemos, no creer que lo sabemos.

JULES LEQUIER

Entonces, ¿qué hay de verdad? ¿Existe algo real? Los humanos


también podríamos dividirnos en estos tres flujos: los que piensan en lo
siguiente que van a hacer, los que prefieren la contemplación y los que
merodean la razón última. Son tres tipos de conocimiento de la
realidad, como lo son el arte, la ciencia y la metafísica. Creación, acción
(ensayo-error) y reflexión son tareas interrelacionadas que sirven, a la
postre, para que cada uno encuentre sus propias verdades.
Hay quienes dicen: «¿Por qué te complicas tanto la vida?; todo es más
sencillo. Dos y dos son cuatro y ya está.» Esta visión la tienen muchas
personas que se consideran «prácticas», es decir, que renuncian a querer
saber e interpretarlo todo. ¡Con las cuatro reglas tienen bastante! Son
personas de acción y sensación (la vida sentida), pero se aturden cuando
intentan hacer abstracciones, del mismo modo que se aburren si se
limitan a contemplar. Otra manera de vivir en el mundo de la
practicidad es la mente científica. Las cosas son como son mientras no
se demuestre lo contrario. Es la razón práctica (la vida pensada) la que
solo cree en lo que ve, en lo que puede demostrarse. Los fenómenos que
no pueden replicarse y universalizarse no interesan, son mero
esoterismo.
A las personas contemplativas, por otro lado, las trastorna tanta
acción. Necesitan silencio y tiempo de reflexión. Necesitan su ritmo.
Demasiada acción las somete a un abandono de sí en el que se pierden.
Prefieren buscar el conocimiento sutil y profundo, más que el evidente
y burdo, que las aburre. Algo parecido le ocurre al artista. Necesita
tiempo para navegar por su interior, por su imaginación, por su
capacidad de intuir relaciones imposibles en apariencia. Si vive
demasiado fuera de sí, no crea. Si solo crea, se olvida del mundo y vive
desconectado de la realidad.
Los metafísicos, en cambio, viven en medio del mundo para intentar
comprenderlo, aunque de vez en cuando necesitan subir a la montaña y
procurar ordenar el caos de la existencia. Les cuesta la contemplación
sin interpretación, se aburren. Les turba la acción excesiva, porque no
pueden pensar. Cada uno a su modo intenta comprender las claves de la
existencia. Lo que es y lo que no es verdadero.
Hilando en mi vida, he sido un aguerrido buscador de la verdad, un
seeker of truth, entre otras cosas porque también he malvivido de
ilusiones. Porque me importa lo verdadero, he sido capaz de observar
mis propias falsedades. La única diferencia con tiempos pretéritos es
que ahora no busco verdades absolutas, sino experiencias absolutas.
Ahora entiendo que la pretensión de encontrar una verdad última e
inapelable es una ilusión más de esa mente que estamos analizando.
Ha sido útil, quizá solo para mí, distinguir entre verdad y verdadero.
Es solo un juego de palabras que me permite entender la diferencia
entre lo que atañe a mis verdades, lo verdadero en mí, lo que es (veritas
essendi), de lo que es una verdad fruto del conocimiento (veritas
cognoscendi). Lo verdadero es lo que le ocurre a mi corporeidad, los
sentimientos que habitan en las capas sutiles, mis intenciones, mi
voluntad. No puedo mentirme ante lo que se expresa en mí. Lo siento,
lo reconozco, lo vivo. Aunque intente ocultarlo a los ojos de los demás,
tengo plena conciencia de mi ser verdadero. Es la verdad de mi propia
experiencia.
Recuerdo cómo me impactaron las palabras de Krishnamurti cuando
afirmaba con rotundidad que debíamos renunciar a todo tipo de
creencias para entregarnos incondicionalmente a las experiencias. Para
el maestro, formular una verdad es una cosa, pero comprenderla es otra.
Pero quien más patadas al estómago ha dado al mundo de las supuestas
verdades universales ha sido Nietzsche y su filosofía. Ya en sus tiempos
de juventud se preguntaba: ¿cuánta verdad necesita el hombre?, ¿cómo
cuantificar el conocimiento necesario para que alguien pueda decir que
ya es feliz porque lo sabe todo?
El filósofo y ensayista Rüdiger Safranski remarca que la vida se atrofia
bajo el peso de la ciencia y del conocimiento. Como estudioso de
Nietzsche, reconoce su visión radical: la esencia de la vida, su principio
activo, no es inteligible. Alimentarse en exceso de conocimiento es
como excederse en una comilona. La dificultad en digerir enferma el
cuerpo.
Nietzsche fue el más descarnado a la hora de descubrir los estados
ilusorios de la mente y del conocimiento. Lo puso todo patas arriba:
«¡Dios ha muerto!» No hay trascendencia, no hay nada pre-dado, no
hay valores últimos, ni verdades absolutas, sino meras interpretaciones
perspectivistas y, por supuesto, relativas. Es la visión nihilista de la
existencia. Despojados de nuestra mirada ingenua, como quien
abandona la casa de los padres, la tarea de vivir se convierte en
responsabilidad pura y dura de cada persona. Ya no hay asideros,
porque solo existe la verdad de la experiencia.
Cuenta el doctor en Filosofía Francesc Torralba que, en este universo
que Nietzsche dibuja, el hombre está radical y absolutamente solo, y es
necesario que forje un sentido a su existencia sin buscar recursos fuera
de sí. Ante tanto desapasionamiento, entiendo a los que se acogen a la
visión de Kant de un mundo que mantiene algunos principios y valores
universales indiscutibles.
La visión de Nietzsche contrasta de forma espectacular con el nuevo
paradigma emergente. Viene tan cargado de cosmovisiones y mezclas de
psicología, espiritualidad, religión y esoterismo que, si el filósofo
levantara la cabeza, se inventaría un nuevo Zaratustra que fuera más
escéptico, relativista y nihilista que nunca. Se puede correr el riesgo de
convertir esta nueva era en un pensamiento único, en el nuevo dios que
nos llevará a la tierra prometida.
Entonces, Nietzsche no andaba tan equivocado. Su invitación, aunque
radical, no es más que para vivir buceando a fondo en la propia
experiencia. Es una incitación a removerse las entrañas y luego
reflexionar. Es bueno que lo recuerden los que se creen que vivir es
permanecer en un estado etéreo o en una exaltación continua de sus
energías o de sus pasiones. El dolor, la duda y lo indisponible también
existen para ser conocidos y reflexionados.
Es tiempo de síntesis, dice Xavier Melloni, quien advierte de muchas
de las confusiones que padecemos, a las que yo llamo «estados ilusorios
de la mente». Confundir la plenitud con la totalidad, el principio con el
final, el icono con el símbolo o la certeza con la seguridad debe
llevarnos a reflexionar seriamente. Sin integración, difícilmente
podremos transitar por la vida que viene, y el autoconocimiento
también integral (razón, corazón y conciencia) es una herramienta
imprescindible para ello. También una espiritualidad que agradezca a
Nietzsche el haber quitado el velo de un Dios tan paternal como
justiciero. Una vez liberados de ese imaginario infantil, aparece la
búsqueda de la verdad profunda del ser.
El conocer se explica como un concebir. Conocemos cuando existe
una comunión entre nuestro espíritu y el mundo, entre el sujeto y el
objeto. No decimos «¡Eureka!» cuando nos aprendemos de memoria
los ríos de nuestro entorno y sus afluentes, sino cuando nos bañamos en
ellos, aunque no sea toda la verdad conocible. Quizá por querer
entender el misterio de la vida, por encontrarle algún sentido, muchas
personas se adentran en el conocimiento. Buscan verdades que las dejen
tranquilas, que desvelen al fin el porqué de todas las cosas, sobre todo
aquellas que las afectan y duelen; buscan acabar con el sufrimiento,
sentir que viven auténticamente, encontrar su lugar en el mundo,
disponer de la varita mágica que convierta en luz la oscuridad. Y buscan
y buscan.
No obstante, cabe preguntarse si dicha búsqueda se basa en
expectativas, en una especie de «yo espero» (que se solucionen todos los
malestares y padecimientos) o en un «yo creo» que parta de verdades
sustanciales que tranquilicen el alma, pero, sobre todo, que eviten
lanzarse a bucear en un vacío incierto. Parece ser que es más
tranquilizador adoptar las verdades reveladas desde hace más de tres mil
años que encontrarse con las propias. Podría darse el caso de que
descubramos que nos las hemos inventado, que han sido fruto de
nuestros autoengaños.
Entonces, no solo cabe preguntarse, como Nietzsche: ¿cuánta verdad
necesita el hombre? Las interrogaciones más inquietantes son: ¿cuánta
verdad somos capaces de soportar?, ¿hasta dónde llega lo que realmente
deseamos saber sobre nosotros mismos?, ¿cuál es la verdad de los
demás respecto a nosotros?, ¿cuál es el pronóstico real?, ¿qué hay de
auténtico y qué de ilusorio en nuestra mente?
La sed de conocer es inagotable, porque siempre hay algo por
conocer, porque no alcanzamos a conocerlo todo. No obstante, la
sabiduría no se alcanza solo a través del conocimiento intelectual, de
una obstinada búsqueda de la verdad, sino capacitándonos en detectar
estados ilusorios, autoengaños, enredos, dudas y confusiones que evitan
entrar en contacto con nuestras verdades interiores. Reconocer y
expresar alegría es más sencillo que permitirse adentrar en el dolor o en
la tristeza y el llanto, en la ira y el arrebato, o en la impulsividad de los
instintos. La mente es sagaz para edulcorar lo inconveniente, lo que nos
descontrola o puede hacernos quedar mal.
Existe un conocimiento peligroso. Existe un saber que asusta, porque
desvela realidades que nos desenmascaran. Existe esa realidad que
preferimos ignorar porque desmonta la imagen idealizada que nos
hemos construido. Existe esa información que no queremos escuchar,
porque desencajará nuestro futuro. Existe, en definitiva, aquella verdad
que no queremos conocer, porque nos parece que no la podremos
soportar, que nos hundirá, avergonzará o se convertirá en fuente de
sufrimiento para los demás.
No puede existir un camino de verdad si no estamos dispuestos a
llegar a fondo, si no andamos reconociendo lo que es. A veces, uso una
pregunta trampa: ¿qué prefieres, un anillo falso o un anillo roto?, ¿cuál
es tu elección? Una gran mayoría de personas se inclinan por una de las
dos opciones, sobre todo la del anillo roto, sin plantearse que no desean
un anillo que sea falso o esté roto, sino auténtico y completo. Lo mismo
ocurre, a veces, con nuestros asuntos particulares. O bien preferimos el
ilusionismo, o bien nos conformamos con medias tintas, con
mediocridades, con medias verdades.
No nos planteamos llegar hasta la cruda realidad, porque tenemos
miedo a lo que podamos sentir, a que nos desborde. Pero también
tememos que nuestras ilusiones dejen de serlo. Tal vez, más que
buscadores de verdades, estamos llamados a permitir que sean ellas las
que vengan a nuestro encuentro. A veces, basta con cerrar los ojos,
callar y escucharse a uno mismo. Más que voces interiores discordantes,
puede que sientas que todo tu cuerpo te dice algo de ti. Nunca será toda
la verdad. Pero ese sentimiento será verdadero e importante para tu
vida.
Permíteme que añada algo más. Hace algún tiempo que he dejado de
soñar despierto. Para mí, el lugar de los sueños es el sueño. En las
inmensidades oceánicas de mi inconsciente se encuentra la auténtica
ruta del camino que se ha de seguir. No consiste en un mapa del tesoro,
sino más bien en un acertijo que no tiene solución, es un koan, un
misterio.
El mundo simbólico que aparece en los sueños y aquel que se esconde
entre los pequeños gestos del día a día, el que es invisible para los ojos,
pone en evidencia mis elecciones. De entre todas las posibilidades que
ocurren simultáneamente, he escogido las que hablan de mí, las que me
resuenan, las que son un reflejo de lo que ocurre en mi mente
subconsciente. La realidad exterior ejerce de espejo de mi realidad
interior. En esa eterna relación, descubro, me descubro, intuyendo
direcciones. Ando hacia ellas sin propósito alguno, aunque con la
confianza de que están ahí para aprender, me lleven a donde me lleven.
Y si me apuras, compartiré contigo la sensación de que, al final, no
hay nada que descubrir, ni lugar al que llegar, porque todo está aquí, en
cada momento. La paradoja del sueño es vivir despierto.
Existe una verdad en el que busca. El propio proceso de buscar. Las
verdades que encuentre por el camino son infinitas, pero si algo es
cierto es que anda buscando. Es la verdad de su experiencia. Las
verdades están ligadas íntimamente a nuestras historias individuales,
porque somos creadores de sentido. Buscamos por conocer. Buscamos
porque no entendemos. Buscamos porque intuimos que existe algo más
profundo. Buscamos porque intuimos algo parecido a Matrix o a la
vieja caverna de Platón. No queremos vivir dormidos, pero la vida que
hay más allá de los estados ilusorios asusta, da miedo.
Cómo trabajar con los estados ilusorios: del curar hablando
al curar callando

Solo aquello que uno ya es tiene poder curativo.

CARL JUNG

Imagínate sentado en la consulta de un psicólogo, quien, después de


desgranar los problemas que te hacen sufrir, tus dudas, tus duelos, tus
miedos o tus bloqueos, te diga: «Todo eso no es más que una ilusión de
tu mente. Deja de identificarte con tus pensamientos y tus emociones.
Tú no eres tus creencias ni tus hábitos de conducta. Tú eres conciencia y
solo desde ella debes observar la realidad y actuar sin reactividad.» Lo
más probable es que te quedes sorprendido, con cara de bobo, con
sentimientos de culpabilidad y con un cierto enojo por considerar que
probablemente esa persona que te atiende necesita un buen psicólogo.
(«¿Para qué he venido a una consulta, para que me acusen de mi torpeza
mental?»)
Después de leer las primeras páginas de este libro podría entender que
te sintieras igual. Sin embargo, no puedo ser más honesto al identificar
la mayoría de nuestros programas como estados ilusorios creados por
nuestra mente. Obedece, por supuesto, a la manera que tiene el cerebro
de crear sus formaciones neuronales. Pero una cosa es hablar de
estructuras y otra bien distinta hablar de contenidos. Del mismo modo,
no son lo mismo las causas que los significados.
Las personas que vienen a la consulta creen que sus sufrimientos son
causados por contingencias ajenas a su voluntad, por dificultades de
adaptación, por no comprender sus propias reacciones o por problemas
de relación, aunque el premio se lo suelen llevar los trastornos del
estado de ánimo, como la ansiedad o la depresión. Nuestra labor es
entender cómo esa persona está afrontando la situación, hasta qué
punto la sostiene con su actitud, de qué recursos cognitivos y
emocionales dispone, quién la apoya y quién no y, sobre todo, cómo su
mente organiza el conjunto del proceso y hasta qué punto se ha
convertido en un condicionamiento operante. Estas personas hablan de
contenidos y nosotros observamos lo que en realidad hacen sus mentes.
Ellas hablan de lo que consideran causas de lo que les ocurre y nosotros
anotamos los significados que dan a esos sucesos que pudieron causar
su malestar psicológico.
Nuestra mayor ocupación es situar a la persona en el presente, aunque
viajemos a ratos a su pasado. La liberación no viene exclusivamente de
comprender la causa de su sufrimiento, sino de cómo desactivarlo ahora
y aquí. Conlleva rastrear en los significados más que en los hechos, que,
por otro lado, son ya imposibles de cambiar. Lo que hace sufrir a una
persona no es su pasado, sino cómo sigue sosteniéndolo en el presente.
Es más, cuando damos con las causas, muchas personas se quedan
mirándote y te dicen: «¿Eso es todo?» Otras, en cambio, se alegran,
aunque en la visita siguiente te vienen con nuevas causas. Ese es el
problema. Cuando uno empieza a tirar de un hecho y su causa descubre
que aún existe una causa anterior, y esta a su vez remite a otra causa más
antigua que colinda con más causas... y así hasta llegar al Big Bang.
Cada escuela terapéutica dispone de sus procedimientos para lograr
mitigar lo que llamamos sufrimiento. Unas rebuscan orígenes, otras
escarban en el sistema familiar; hay las que plantean la liberación
emocional, el desbloqueo corporal, y otras buscan comprender el
entramado de creencias y conductas que crean el malestar. El objetivo es
común, aunque los procedimientos varían en función de cada persona.
Mi experiencia en este sentido me permite observar algunas cosas:
Los seres humanos somos constructores de significados. Las cosas no
son como son, sino como somos. Las causas no conllevan significados
por sí mismas, sino que dependen siempre de nuestra interpretación, sea
personal o como convención social. En este sentido, se maneje el
procedimiento que se maneje, al final cada persona acaba dando sentido
y significado a lo que le ocurre. Dicho de otro modo, aunque pueda
vivir sin relato alguno, necesita encontrar una continuidad psicológica,
una autobiografía que solo puede contarse después de lo vivido. No nos
quedamos solamente con la experiencia. Necesitamos que tenga un
sentido de verdad. Y ahí la mente es muy diestra para crearnos tantas
verdades como queramos encontrar.
El arte de la psicoterapia se ha basado históricamente en el «curar
hablando». Es una realidad que la expulsión de nuestros sufrimientos,
su elaboración y resignificación junto con otra persona tiene un efecto
calmante y generador de pensamientos y conductas más adaptativos. Lo
llevamos haciendo toda la vida, sea con un terapeuta, con un sacerdote,
con amigos de confianza o con aquella abuela que sabía escuchar y dar
buenos consejos.
No obstante, también el mundo de la psicoterapia evoluciona y
cambia hacia nuevas perspectivas. Por ejemplo, ¿es suficiente para curar
con cambiar algunas creencias, desalojar algunas emociones tóxicas,
hacer las paces con la familia o cambiar de hábitos? ¿Somos esclavos
siempre de las palabras, del ruido mental y emocional? ¿Es suficiente
con cambiar un relato autobiográfico por otro? No dudo de que ayuda
y de que mejora, pero ¿logra una transformación más profunda?
¿Podemos aprender a funcionar de una manera diferente?
En un trabajo reciente de Martin Seligman, quien llegó a ser
presidente de la Asociación Americana de Psicología, además de
investigador (la indefensión aprendida) y divulgador (La auténtica
felicidad), se ofrecen datos desalentadores para cualquier terapeuta
sobre lo que denominó «el secretito sucio de los fármacos y la terapia»:
que no curan, sino que solo alivian. Y para colmo, los beneficios se
desvanecen con el tiempo. Refiriéndose en concreto a las técnicas de
terapia hablada, las considera complicadas de hacer, piensa que no
resultan nada divertidas y cree que son difíciles de incorporar a la vida
personal. Claro que la alternativa que plantea es su business sobre la
psicología positiva. No le falta razón, aunque le sobra generalización.
A medida que avanzamos en el conocimiento de la estructura mental
y logramos entender cómo nos afecta su configuración; a medida que
más y más gente medita, aprende a estar en silencio o expande su
capacidad contemplativa; ahora que ya somos capaces de observar
todos esos programas que nos crean sufrimiento y disponemos de
mayores psicotécnicas, somos sin duda más capaces de comprender los
estados ilusorios de la mente y de desidentificarnos con sus encantos,
sus trampas y los sufrimientos que nos causan.
Dicho de otro modo, ya somos capaces de jugar con la estructura de
la experiencia y no someternos a sus contenidos. De ahí que el curar
hablando tenga sus límites y se imponga progresivamente el curar
callando, es decir, el silencio y la meditación que logran abrir brecha
entre el que observa y el que reacciona en uno mismo. Pruébalo. Antes
de hacer nada, de decir nada, guarda un instante de silencio interior.
Deja que pase de largo la primera reacción que emerge de ti. Y después
habla, actúa. Cambia el tono, cambia la conducta, cambia la percepción.
Hablar seguirá ayudando mientras desconozcamos cómo manejar esa
mente parlanchina dispuesta a meternos en batallas de polaridades
(blanco o negro). Todo trabajo destinado al autoconocimiento pretende
que seamos capaces de superar el ego y dispongamos de la habilidad de
manejar nuestra mente responsablemente y canalizarla al servicio de
nuestras mejores opciones de bienestar interior o subjetivo. Aunque
cada vez son más las personas que toman conciencia de esta manera de
vivir, aún estamos lejos de una mayoría que vuelque la situación.
No cabe duda de que seguiremos hablando para nuestro desahogo,
aunque las conversaciones versarán cada vez más sobre los estados
serenos de la mente y no de sus ilusiones. Solo hace falta observar cómo
aumentan, no solo las prácticas meditativas, sino las terapias menos
conversacionales y más basadas en trabajos corporales, en formas de
expresión simbólica a través del arte, o disciplinas como el yoga, el
tantra o la PNL (programación neurolingüística), la cual se centra en la
estructura de la experiencia humana. Quizá los terapeutas vamos a tener
que ser los primeros en practicar y promover el curar callando juntos;
dedicar tiempo de la sesión a que las personas aprendan a acallar esa
mente que no para, a dejar pasar esas emociones intemperantes y lograr
ese espacio que permite decidir en lugar de reaccionar.
Superar el ego y sus estados ilusorios conlleva algunos procesos
psicológicos basados en el autoconocimiento, tema que trato más
adelante en este libro. Quisiera compartir contigo al menos tres
aspectos que un buen día tuve la suerte de poder contrastar con mi
colega Joe Dispenza. Por cierto, Joe es un buen meditador y su
conocimiento profundo de la experiencia humana se basa justamente en
haber comprendido el funcionamiento de la mente y sus estados
complejos. De ahí que se atreviera a escribir un libro titulado Deja de
ser tú.
El primer aspecto tiene que ver con los hábitos mentales y de
conducta. A través de la terapia breve hemos descubierto que no es
estrictamente necesario rebuscar en el pasado para lograr un cambio
eficaz. Ni tan siquiera tener una conciencia clara de lo que nos ocurre.
Basta con que estemos dispuestos a hacer las cosas de otra manera. Eso
incluye nuestras elecciones. De ahí que un buen predictor sea la
capacidad de tomar decisiones diferentes.
Si siempre haces lo mismo, siempre obtendrás los mismos resultados.
Si siempre escoges lo mismo, siempre se repetirán las mismas
experiencias. Atrévete a tomar nuevas elecciones, a virar el rumbo y,
sobre todo, no caigas en la trampa de volver a repetir experiencias
pasadas, porque ya no eres la misma persona aunque te lo parezca, ni
pretendas que con personas diferentes se repitan las mismas
experiencias.
El segundo aspecto tiene que ver con ese director general, con el
inconsciente. Gran parte de nuestra vida psicológica ha ido quedando
enterrada en ese inconsciente. Pero «enterrada» no significa
«desaparecida». A la brillantez del personaje que pretendemos ser
públicamente se oponen las sombras que contienen los aspectos
indeseables, reprimidos, que pudieran ensombrecer esa personalidad
social que se pretende correcta y querida, o también ansiosa y rebelde.
Son las dos caras de la misma moneda de nuestra presencia ante los
demás.
No obstante, las sombras forman parte de nuestra vida psicológica y
es necesario iluminarlas para poder vivir una vida integrada. De lo
contrario, viviremos disociados o proyectando en los demás nuestros
demonios. Decía el gran Jung que todo lo inconsciente se proyecta.
Nadie se ilumina imaginando figuras o luces, sino haciendo visible la
oscuridad. El artista Morfai ubicó en la ciudad de Kaunas (Lituania) la
estatua conocida como El sembrador de estrellas. Si se visita de día,
puede verse la efigie de un sembrador. No hay más. Pero si se visita de
noche, el reflejo de la luna crea un efecto óptico impresionante, porque
la sombra proyectada en la pared permite ver la figura del sembrador
lanzando estrellas a su alrededor.
No cabe duda de que se trata de una buena metáfora artística para
observar que no debemos temer esas sombras, sino iluminarlas. Nos
dan miedo, eso sí; parecen sacar lo peor de nosotros mismos. Pero, de
no sacarlo, de no hacer consciente esa parte, no podremos completar
nuestro proceso de individuación. Atrévete a explorar tus zonas
oscuras. En lugar de temerlas, ilumínalas, medítalas, deja que formen
parte también de ti y evolucionen observadas amorosamente por tu
conciencia.
El tercer aspecto, quizás uno de los más necesarios y a la vez
complicados, es desactivar las memorias emocionales adictivas. Nuestro
entramado bioquímico cerebral y nuestros pensamientos van de la
mano. Se relacionan, se interfieren y acaban creando sus propias
memorias, además de determinados estados emocionales. Cuesta creer
que alguien se vuelva adicto a sí mismo, a formas de sentir y reaccionar
ante los estímulos externos. Pero debo confirmarlo, porque es una
evidencia.
Muchos días, cuando visito a mi madre, una de sus expresiones
características es: «¡Ya tengo otro frente abierto!» En su vocabulario
emocional, eso significa que ya tiene una nueva preocupación que la
tendrá ocupada durante un tiempo. Qué decir cuando, en lugar de uno,
son tres o cuatro los frentes. Es una sufridora, porque es una mujer
muy sensible. Se ha acostumbrado tanto a preocuparse por las cosas de
la vida, empezando por sus hijos, claro, que ahora ya no sabe estar sin
su chupito diario de sufrimiento. Por eso, cuando me dice que tiene un
nuevo frente abierto, pienso que su bioquímica echa en falta su dosis
diaria. Pasar un día o dos sin preocupaciones la haría sentirse extraña;
no se reconocería. Llegados a este punto, y sin que se dé cuenta, su
cerebro activa el programa al que se adhiere de forma adictiva.
Si estás pensando que esto es lo mismo que le ocurre a una persona
adicta al alcohol o a las drogas, te responderé que sí. Funciona del
mismo modo. Cuando pasan horas o días sin consumir, se suele tener
mono de ese estado que reconocemos como propio (enfado,
sufrimiento, entusiasmo, euforia, tristeza, nostalgia, etc.). Hay que
tomar el «chupito emocional» o las cosas se vuelven raras.
Al igual que ocurre con las drogas, cada vez se necesita más cantidad
en menos tiempo. Comprenderás de este modo por qué algunas
personas que no han logrado tamizar o gestionar esas emociones, con
los años, se vuelven más exageradas y monotemáticas. Siempre están
enfadadas, deprimidas, angustiadas o alegres y dispuestas a ir de aquí
para allá sin parar. Han creado ya su perfil emocional. Es lo que las
distingue.
Centremos este aspecto, no en los casos más exagerados, sino en
nuestra realidad cotidiana. Todos disponemos de algunas memorias
emocionales que nos pueden arruinar una relación, un trabajo, un
proyecto o una experiencia de plenitud. Cuando mejor iba la relación
apareció aquella ansiedad insoportable que logró encontrar como única
solución la huida. Cuando era el momento mejor para dejar el trabajo,
apareció un miedo atroz, una incertidumbre insoportable que cerró
cualquier nueva opción. Cuando llegó la hora de recoger las mieles del
éxito, cuando solo faltaba un último paso, apareció un bloqueo
monumental que cedió el lugar a otro proyecto.
Cada vez que aparecen situaciones en las que no logramos dar con la
respuesta adaptativa, alguna vieja memoria emocional nos la está
jugando. Es como aquella persona que tiene que salir a hablar en
público y a la que, de repente, le entra aquella ansiedad y miedo
bloqueadores. Su inconsciente le manda aquella memoria guardada de
cuando sus compañeros de clase se burlaron por no saber dar una
respuesta, o recuerda que una vez se puso tan nerviosa que cayó
desmayada. El problema es que todo eso ocurre sin que nos demos
cuenta, sin que podamos controlarlo, porque no sabemos cuándo
aparecerá. Y por eso lo tememos aún más.
Lo curioso del caso es que la mayoría de esas memorias aparecen de
buen rollo, es decir, con intención de evitarnos el sufrimiento. Un día
significaron algo duro, traumático incluso. Para evitar que eso vuelva a
suceder se instalan en el sistema límbico y esperan a que nos
adentremos en la situación para emerger de nuevo como unos
bomberos que salen a apagar un fuego. Al sentirlas en presente e
inesperadamente, creemos que lo que nos sucede pertenece a ese
instante. ¡Cuántas relaciones de pareja no se habrán arruinado por la
súbita sensación de querer huir!
Nuestro sistema emocional es tanto una maquinaria imprescindible
para sobrevivir y adaptarnos al medio como un inconveniente para
nuestra vida social. Fiarnos de las emociones nos puede llegar a
confundir en demasía, pero no hacerlo también significa prescindir de
una información valiosa. Las emociones, con sus diferentes
intensidades, se pasan el día evaluando todo lo que vivimos y ayudan en
la toma de decisiones, pero también se entrometen cuando no toca.
La educación emocional resulta entonces, ahora más que nunca, de
suma importancia. Hay que aprender de las emociones, saber discernir
hasta qué punto pertenecen a ese instante o son una vieja memoria. Por
poco que pongamos la atención, nos daremos cuenta de que algunos
estados emocionales son reconocibles porque pertenecen al pasado.
Entonces es el momento adecuado para desactivarlos. Nos sentiremos
muy raros, porque se tratará de una contrariedad: siento, pero hago lo
contrario de lo que siento. He aquí por qué cuesta tanto. Se trata, sin
embargo, de una contrariedad que se resuelve como acto de la voluntad,
es decir, la voluntad se impone al hábito. Solo cuando aprendemos a
resignificar la relación que existe entre lo que sentimos y lo que
creemos podemos alinearnos.
Lo que te propongo a continuación es un conjunto de reflexiones
sobre cómo construimos nuestros estados ilusorios, tanto desde la
estructura del funcionamiento de nuestra mente como de todos esos
programas y metaprogramas que la llenan. Asimismo, reflexionaré
sobre la práctica del autoconocimiento —el conocerse a uno mismo—,
la gran herramienta para evitar los estados ilusorios de la mente.
SEGUNDA PARTE

CLAVES PARA EL AUTOCONOCIMIENTO

Todos pensamos en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo.

ALEKSÉI TOLSTÓI
Las trinidades del autoconocimiento

Contaba el filósofo Raimon Panikkar que toda realidad está


constituida por una especie de Trinidad que se mantiene junta a través
de relaciones recíprocas, es decir, que las tres dimensiones se
compenetran recíprocamente. No puede existir una sin la otra. Dios,
hombre y cosmos. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Cuerpo, mente
y espíritu. Presente, pasado y futuro. El yo, el tú y el nosotros. La
metafísica, la ciencia y el arte. El tres es un símbolo sagrado, de
perfección, que ya Platón consideró como el número del Ser Supremo
(material, intelectual y espiritual).
También en las áreas del autoconocimiento podemos observar
diferentes aspectos trinitarios:

En la ecología emocional, el «taburete de tres patas» (mente,


emoción y acción). O la visión sistémica (yo, el otro y el mundo).
En la PNL, los sistemas representacionales (lo que la psicología
llama «los sentidos perceptivos») se han reducido a tres: visual,
auditivo y cinestésico.
Antonio Blay Fontcuberta solía hablar del Yo idea, el Yo ideal y el
Yo experiencia.
Eric Berne, en el análisis transaccional, se refiere a tres figuras
simbólicas: el Padre, el Adulto y el Niño.
Incluso allí donde las fases, procesos, niveles o funciones son
múltiples, suelen hacerse agrupaciones trinitarias. Jung, por
ejemplo, en los tipos psicológicos, además de dos tipos generales
(introvertidos, extravertidos) y cuatro tipos básicos (racional,
emocional, sensitivo e intuitivo) acaba destacando que disponemos
de un tipo general o dominante, y dos más funcionales, es decir,
una trinidad. En el Enea­grama, cada uno de los nueve eneatipos
tiene unas variantes en forma ternaria (social, sexual y de
autoconservación). El propio Freud distinguió en el psicoanálisis
los tres tipos clásicos: el Yo, el Superyó y el Ello.

Para aquellas personas que quieran iniciarse en el autoconocimiento,


me permito proponerles mi propia trinidad, aquella que a lo largo de
mis años de impartición de cursos, talleres y conferencias he acabado
considerando imprescindible: Creencias, Identidad y Espiritualidad.
Una terna que queda religada en un extremo por la propia corporeidad
y en el otro por el sistema, es decir, por nuestras relaciones que van más
allá de nosotros mismos, convertidas, como anunció Jung, en
inconsciente colectivo. Como el ciprés, la vida nos arraiga con los pies
(el cuerpo) en la tierra, y eleva la mirada hacia los cielos (Espíritu). En
ese ir y venir de lo material a lo espiritual, nuestra existencia llena de
creencias deviene en el intento de construir una identidad junto con los
demás.Mi propósito es presentar reflexiones claras y básicas sobre estos
aspectos que rigen nuestro ordenamiento mental. Como Tolle, mi
experiencia en el campo psicológico me permite afirmar que trabajar
solo con la mente no resuelve del todo los conflictos que ella misma
genera. No obstante, nuestra vida cotidiana precisa que la mente
funcione de la mejor manera posible, es decir, que al menos ande un
poco ordenada, que se entiendan sus procesos y se sepa conjugarlos con
otras dimensiones del ser. También las he elegido porque, según he
observado, la mayoría de buscadores acaban explorándolas, pues son
tremendamente constitutivas, es decir, nos definen. En este capítulo
ahondaré en las dos primeras, mientras que el tema de la espiritualidad
lo trataré exclusivamente en el tercer y último capítulo.
Creer para ver; creer para vivir

Una creencia no es simplemente una idea que la mente posee, es una idea que posee a la mente.

ROBERT BOL

Se me ocurren, al menos, tres razones de las muchas que justifican


nuestro empeño en convertirlo todo en algún tipo de creencia:
La primera es nuestra naturaleza simbólica y narrativa. A medida que
nuestra vida se torna más compleja, los procesos no son tan
espontáneos y mediados por los estados afectivos, sino que intervienen
la memoria, el razonamiento, el lenguaje, es decir, que planificamos y
deliberamos nuestras acciones, anticipamos el futuro e inhibimos a
conveniencia las respuestas automáticas. Eso nos hace relatadores de lo
que nos sucede. Y algo más: ¡predictores! Nos encanta anticipar las
jugadas, leer las mentes de los demás, creer que el mundo funciona
como funcionamos nosotros. Las cosas no son como son, sino como
somos.
La memoria no puede ser como un armario donde se guarda todo
desordenadamente, de cualquier manera, sino que precisa de un «yo»
autobiográfico. Así, todo lo que nos sucede se registra, o mejor dicho,
se etiqueta. No grabamos solo los hechos significativos y
emocionalmente competentes, sino también sus significados, acordes
con nuestras experiencias previas. Esa es la razón por la que diferentes
personas narran y representan los mismos hechos de forma diferente.
En una mente consciente, el procesado de las imágenes del entorno (lo
que vemos, los hechos que observamos) está orientado por un
determinado conjunto de imágenes previas internas. Es decir, no vemos
la realidad de forma neutra, como si fuéramos unos meros
observadores, sino que los ojos miran y ven a través del filtro de lo que
ya existe anteriormente en nuestra mente (imágenes internas o
representaciones del yo), tal como se describe en esta ilustración. Por
eso se suele decir que no vemos con los ojos, sino con lo que hemos
metido dentro de nuestra mente.

Así lo afirma, por ejemplo, el modelo de autoesquemas desarrollado


por Hazel Markus (1977). Los autoesquemas consistirían en un
conjunto organizado de conocimientos en la memoria a largo plazo que
resumen lo esencial de los sentimientos, pensamientos y experiencias de
la persona, en diferentes aspectos de su vida, y los reguladores de la
conducta interpersonal y privada, así como los objetivos que se
propone y la forma de hacerlo. Todo lo que tenemos ahí metido en
nuestra mente, en forma de creencias, está regulando nuestra manera de
percibir el mundo.
La segunda razón tiene que ver con esa capacidad predictiva. Todos
los estudios que se han realizado sobre las creencias muestran lo
siguiente: los humanos tendemos a encontrar un orden en el curso de
los hechos. Una vez lo hemos organizado, la visión de la realidad se
limitará a autoconfirmarlo mediante atención selectiva.
Dicho de otro modo, una vez establecemos nuestra visión de la
realidad, solo veremos en ella aquello que confirme nuestras teorías o
predicciones, nuestro mapa, mientras que descartamos toda
información que no se le ajuste. Por eso discutimos tantas veces, porque
a cada uno nos parece que la realidad es la que vemos y no la que ve el
otro. No podemos oponernos a nuestra propia mirada, a nuestro mapa,
sobre todo porque lo creemos verdadero. Y no lo es. O mejor dicho,
solo lo es para nosotros mismos.
Estos fenómenos son conocidos en psicología como
«conservadurismo cognitivo». Una de sus manifestaciones más
importantes es el sesgo de confirmación. Algunos ejemplos del sesgo
son:

1. La búsqueda de estrategias de pensamiento que confirmen


nuestras hipótesis iniciales.
2. El recuerdo selectivo que confirma las creencias previamente
establecidas.
3. La generación selectiva de argumentos para responder a las
opiniones criticadas.
4. La evaluación selectiva de los investigadores de aquellos datos que
sirven para confirmar sus hipótesis.

Bien mirado, podríamos decir que somos lo que nos contamos que
somos. ¿Y dónde quedan las emociones? En su sitio. Pertenecen a
nuestro equipaje evolutivo y son básicas y universales. En cambio,
buena parte de nuestros sentimientos son evaluaciones sobre lo que
sentimos. La experiencia humana siempre implica sentimientos, es decir,
la combinación entre lo que sentimos y lo que pensamos de lo que
sentimos. Ahí vuelven las creencias.
La tercera razón: habitamos en nuestras creencias; son los ladrillos
que construyen nuestra propia realidad. Solo por eso es de una enorme
responsabilidad ser conscientes de aquello en lo que creemos y de
aquello en lo que no. Nuestra vida se colorea o se ennegrece según lo
que creemos.

Siempre que tenemos un pensamiento, los transmisores (neurotransmisores,


péptidos y hormonas) se ponen en marcha en el espacio sináptico y activan las redes
neuronales conectadas a ese concepto o recuerdo en particular.

JOE DISPENZA

Al final, esa red puede convertirse en una telaraña de creencias de la


que no sabemos salir. Inundan nuestra existencia, nos tienen atrapados.
Cuando tocamos una, nos damos cuenta de que está vinculada a tantas
otras que preferimos no cambiarla o, a lo sumo, resignificarla. Que
quede claro entonces que, creamos en lo que creamos, tendremos razón.
El próximo paso será una conducta consecuente y el siguiente un
carácter para acabar en un destino. Por eso decimos que creer es crear.
Creer es crear

Se suele atribuir al gran escultor Miguel Ángel su capacidad de ver en


la materia prima la obra ya acabada. Decía que su única tarea consistía
en limpiar las asperezas que impedían la emergencia de la figura
escondida en un trozo de piedra. Dicho así, suena muy poético, pero en
realidad la figura solo podía encontrarse en su mente y no en las
múltiples posibilidades de la piedra.
Podría ser una buena metáfora para la idea de que creer es crear.
Miguel Ángel no persigue lo que está en la piedra, sino lo que ha sabido
ver en su mente. Ha creído (ha tenido algún tipo de representación
mental o imagen) y ha creado. De algún modo, la vida de las personas es
muy parecida. En nuestra mente, no paramos de «ver», de imaginar, de
representar eso que llamamos realidad para luego intervenir en ella
según como la hemos proyectado.
Ahora se ha puesto de moda la aseveración de que las personas
construimos la realidad que vivimos. Es una afirmación que contiene
tanto aciertos como distorsiones. El mayor acierto es que, según sean
nuestras creencias sobre las cosas, así nos afectarán. Es la ley del
bumerán. Uno recoge lo que siembra. Como he estado diciendo, los
hechos no contienen un significado igual para todo el mundo, sino que
cada uno interpreta, filtra esa realidad según sus convicciones. El
resultado final no obedecerá a los hechos, sino a dichas convicciones.
La distorsión consiste en confundir la realidad personal con la propia
realidad. La primera consecuencia del mantra «¡Tú construyes “la”
realidad!» sería la conversión de la realidad de acuerdo con nuestros
propósitos. Significaría que puedes lograr lo que quieras, sanar o
enfermar, hacer que las cosas sucedan o no. El destino lo creas tú. Es
uno de los malentendidos generados por la afamada ley de la atracción.
Mi visión no anda por los mismos derroteros, al menos en dos aspectos:
El primero, que eso que llamamos realidad no funciona ni se gobierna
según nuestros pareceres, sino de forma entrelazada, es decir, la vida
está en continuo movimiento dentro de un campo de energía que nos
afecta y al que afectamos a su vez. Lo que vivimos es el resultado de
múltiples entrelazamientos (la mayoría de los cuales escapan a nuestro
control) que acaban por dar resultados. Dicho de otro modo, hay que
tener en cuenta las contingencias, las cosas que nos suceden, que nos
pillan de improviso, las que ocurren al margen de nuestra voluntad o
acción. Hay que tener en cuenta los indisponibles de la vida. Lo
contrario es creer en la ilusión de que todo, en todo momento, está a
nuestra disposición.

La contingencia es la experiencia más conspicua de la extrema finitud,


vulnerabilidad y fragilidad de la vida.

JOAN-CARLES MÈLICH

El segundo aspecto tiene que ver con la imposibilidad de vivir la


realidad tal cual es, por la sencilla razón de que es multidimensional y
porque nuestro diseño humano solo nos permite percibir ciertas
dimensiones. Decir que la realidad es «así» es puro reduccionismo.
Cada vez que alguien afirma: «Las cosas son así», «Esta es la verdad»,
«No hay más cera que la que arde», «La realidad es la realidad», está
haciendo un ejercicio de simplificación y a la vez de proyección de sus
propias creencias.
Según este criterio, acabaremos por reducir la realidad a pura
estadística. De hecho, es lo que pasa a diario. Cuando no sabemos
interpretarla o es demasiado compleja, tiramos de datos, de cifras, de
cálculos sobre los hechos (tantas personas, tantos muertos, tantos
accidentes, tantos manifestantes, etc.). Alguien podría decir: «La
realidad es que hay tantos millones de parados.» El problema es que esa
realidad y la manera de contarla no siguen un criterio estadístico, sino
interesado. ¿Qué se pretende demostrar con esas cifras? ¿A quién dan la
razón? ¿Para qué se utilizan? Nada es verdad, nada es mentira. Todo
depende del color del cristal por el que se mira. Pero no hay un solo
cristal, sino un caleidoscopio —multicolor, multidimensional— que
podría explicar múltiples causaciones o contingencias.

Suele ocurrirle a la razón humana que termina cuanto antes su edificio en la


especulación y no examina hasta después si los cimientos tienen el asentamiento
adecuado.

IMMANUEL KANT

A menudo, después de uno de mis cursos o conferencias, me


encuentro con personas que me dicen: «Todo eso que cuentas está muy
bien, pero la realidad funciona de otra manera.» Es decir, dan por hecho
que existe una única realidad (la que ellos viven, o la que predomina
culturalmente) y descartan otras posibilidades. Te tratan de iluso,
porque ellas creen poseer la verdad verdadera, que se basa solo en sus
puntos de vista o en el de los colectivos a los que se adscriben.
No cabe duda —y soy el primero en reconocerlo— de que existen
posibilidades de realidad que son poco útiles en un momento
determinado. Empeñarme en conducir en contradirección, por
considerar ilógico el mapa de movilidad establecido, puede acarrear
graves consecuencias. Por eso, todas las visiones de realidad son
posibles, aunque unas se adaptarán mejor a la convención (creencias
acordadas o legisladas), mientras que otras conllevarán una
confrontación. Hay que recordar que hubo un tiempo en que el mundo
estaba convencido de que la Tierra era plana. Hasta que alguien lo
confrontó.
Cada cual debe hacerse cargo de sus convencimientos, a sabiendas de
que pueden encajar o no en el pensamiento dominante. A veces uno ve
bien una realidad pero demasiado pronto, es decir, se avanza en el
tiempo a sus contemporáneos. Es el eterno pulso entre nuestras
realidades individuales y las colectivas. El ajuste siempre decepcionante
entre uno mismo y el mundo, a no ser que se adopte el sentido de
realidad imperante. Hasta en eso hay modas. Y dan mucha tranquilidad.
«¿Es real la realidad?», se preguntaba Paul Watzlawick. ¿Qué
debemos entender por realidad? ¿Todo lo que es real es material? ¿Debe
basarse en una comprobación empírica? ¿Son los hechos lo único que
podemos considerar como real? En el plano psicológico, las creencias
son generalizaciones sobre la vida. Algunas se basan en lo que sabemos,
porque lo hemos experimentado, mientras que otras son meras
especulaciones, predicciones y teorías sobre el mundo y su existencia.
Muchas creencias pertenecen al terreno ideológico, en tanto que
defienden una visión compartida según una tradición (política,
económica, religiosa, etc.) o pertenecen al conocimiento según el
método científico, basado en la evidencia. No obstante, cabe reconocer
que todo, absolutamente todo, acaba siendo una creencia. Incluso lo
experimentado, porque puede ser vivido de forma diferente. Incluso lo
científico, porque puede ser refutado algún día.
No todas las creencias tienen el mismo peso. Unas las creemos a pies
juntillas, son nuestras verdades, coherentes y justificadas, mientras que
otras las intuimos, tenemos una ligera opinión sobre ellas o no pasan de
pura especulación para pasar el rato. Las que deben preocuparnos son
aquellas que, además de atribuirles un grado mayor de convencimiento,
son a la vez limitantes:

No puedo...
Sin dinero no hay nada que hacer...
Soy débil...
Hay que sufrir...
Debería...
Para lo que va a servir...
No lo tengo claro...
No insistas, no vale la pena....
No merezco nada...
No soy nada interesante...
¿Quién me va a querer?

Estas son algunas expresiones o encabezamientos de frases que


indican creencias limitantes y convencimientos absolutos. Aquellos que
los defienden insisten en que lo hacen porque los hechos que los
confirman les han pasado muchas veces («Siempre me acaba pasando lo
mismo»). Ese «siempre» indica una generalización, seguramente injusta
porque hay excepciones. Lo que ocurre es que no se tienen en cuenta
porque eso rompería el absolutismo de la creencia. Entonces cabe
preguntarse, como el huevo y la gallina: ¿qué es primero, la creencia o la
experiencia?Por supuesto, nada tiene tanta trascendencia como lo
vivido. Las experiencias son improntas en nuestra neurología. Decía
Kant que las únicas condiciones en las que se nos dan los objetos del
conocimiento humano preceden a las condiciones bajo las cuales son
pensados. Esa misma idea la investigó, en Alemania, la psicología de la
Gestalt: la percepción se basa en un proceso cerebral de intuición y
formulación y verificación de hipótesis, sobre la base de experiencias
anteriores.
No obstante, las experiencias anteriores pueden convertirse en un
condicionamiento. Entonces ocurre algo curioso: no percibimos sobre
la base de lo que vemos, sino que vemos según lo percibido
anteriormente. Ahora entiendo por qué Krishnamurti se preguntaba:
«¿Se puede percibir sin interpretar?» Los seguidores de la filosofía de la
Vedanta Advaita no dudarían en responder que sí. Es algo que podemos
aprender, aunque difícil de sostener para una mente occidental.
Lo vivido nos condiciona, pero ¿hasta dónde? ¿Hasta cuándo? Si
después de una frustración amorosa consideramos que ya no podremos
amar a nadie más, esa creación que entremezcla un estado afectivo con
una declaración de principios se convierte en una creación que dará
forma a un tipo repetido de experiencias. Aquella sentencia se
constituye como originaria, convertida ahora en una realidad
constatable. Esa creación está imposibilitando amar.
Lo fastidioso del asunto es que, con el tiempo, muchas de estas
declaraciones que un día grabamos en nuestra mente pasan a un estado
inconsciente. Son como creencias transparentes. Nos afectan, pero no
sabemos por qué. Solo sentimos sus efectos. De pronto, nos quedamos
atorados allá donde teníamos puesta tanta ilusión. De repente, parece
como si se nos girara la cabeza y huimos. ¿Qué ha pasado? No tenemos
respuesta, solo una sensación desagradable, un hueco en el estómago,
un vértigo en la cabeza. Cuando esto ocurre, podríamos haber sido
apresados por viejas creencias que se convirtieron en memoria.
Llegados a ese punto, necesitaremos que nos echen un cable.
Las creencias no son realidades, pero sí lo son sus
consecuencias

Después de todo lo que he contado sobre las creencias, creo que


podrás hacerte una idea de su poder y a la vez de su intrascendencia.
Son como caras de una misma moneda. Quisiera exponerte dos grandes
razones por las cuales es básica una revisión de creencias:
La primera: como indica el teorema de Thomas, un clásico en
sociología, si las personas definen las situaciones como reales, estas son
reales en sus consecuencias. Gritar en medio de una sala llena de gente
«¡Fuego, fuego!», aunque dicho fuego no exista ni por asomo, podría
causar una situación de pánico y de huida en la que alguien, por
ejemplo, se rompiera una pierna o tuviera una crisis de ansiedad. Todo
en lo que creemos acarrea sus consecuencias, aunque la creencia en sí
misma no sea más que una definición. Cuidado con lo que creemos,
porque tiene efectos. Cuidado, porque se puede convertir en verdadero.
La segunda: nuestros pensamientos no son meras nubes con texto que
aparecen ante la pantalla de la mente. Son modelos organizados de
pensamiento, es decir, son los universos en los que habitamos.
Comprender el ser humano es reconocer esa relación intrínseca entre el
pensar, el sentir y el actuar. El significado que damos a nuestras ideas
sobre los acontecimientos es el gran generador emocional. No sentimos
solo por lo que sucede, sino fundamentalmente por la idea o creencias
que tenemos sobre ello.
La consecuencia de disponer de un modelo organizado de
pensamiento es que nos implicamos a fondo en él. Y eso puede acarrear
que acabemos siendo poseídos por el mapa. No se trata de algunas
creencias más o menos ordenadas, sino de un modo de sentir y de estar
en el mundo. Actuaremos de acuerdo con ese modelo, porque lo
sentimos como propio. Es más, no veremos ninguna otra realidad,
porque quien la crea es nuestra propia mente. Habitamos, por lo tanto,
en nuestras creencias. Kant es quien mejor lo entendió:
A través de la sensibilidad no solo conocemos la naturaleza de las
cosas en sí mismas de manera confusa, sino que no la conocemos en
absoluto. Desde el momento en que suprimimos nuestra condición
subjetiva, el objeto representado y las propiedades que la intuición
sensible le haya atribuido no se encuentran en ninguna parte, ni pueden
encontrarse, ya que es precisamente esa condición subjetiva la que
determina la forma del objeto en cuanto fenómeno.
El mapa no es el territorio

Déjame que te cuente algo sobre este afamado axioma de Alfred


Korzybski, que tan de moda ha puesto la PNL. Llevo años explicando
la diferencia entre el mapa y el territorio, utilizando como base todo lo
escrito anteriormente sobre las creencias. Pues bien, quizá mis
explicaciones sean imperfectas, porque el caso es que la mayoría de la
gente no comprende el fondo de la cuestión; no le da, a mi entender, la
importancia debida. Todo el mundo dice amén, todos asienten con la
cabeza, realizan dinámicas y llegan a la misma conclusión: el mapa no es
el territorio.
No obstante, cuando acaba el curso o la conferencia, me doy cuenta
de que no se ha comprendido lo fundamental. Muchos de los asistentes
no acaban de tomar conciencia del verdadero significado del concepto
«mapa» y, menos aún, de que cada persona de este mundo tiene un
mapa diferente. Me doy cuenta porque observo que vuelven a discutir, a
criticar, a querer tener razón, a negar los argumentos ajenos, incluso a
resignificar lo que he contado a su imagen y semejanza. A veces, no me
explico cómo puede ser que sigamos entendiéndonos a pesar de lo
incomprensible que llega a ser la comunicación humana.
Sin embargo, las observaciones anteriores no son las más importantes.
Donde me doy cuenta de que este tema no se acaba de entender es
cuando el alumno más avanzado me dice: «Eso sí que es verdadero en
mí, eso sí que es cierto, eso sí que es.» Yo entonces le pregunto:
«¿Cómo lo sabes?» Y la respuesta se repite una y otra vez: «Lo siento
como algo que me viene de dentro, como si fuera una verdad revelada,
como si supiera de veras que eso ha nacido en mis entrañas y que es
verdadero.» ¿Cómo decirle que también eso es una creencia? ¿Cómo
hacerle ver que también ese bloque tan hondo, esas bases que cree que
nacen en su espontaneidad son también «mapa»? La experiencia es
verdadera. La significación es mapa. Solo que esa experiencia verdadera
ha emergido en tanto que existía un mapa previo... No acabaríamos
nunca.
Como veremos a continuación, al abordar el tema de la identidad, el
universo que hemos creado lo sentimos tan nuestro, estamos tan
implicados en él, que nos cuesta admitir su carácter construido. Acaba
siendo algo descorazonador considerar que aquel o aquella con quien
nos hemos identificado tanto es en realidad un vacío. Y el vacío asusta
tanto que buscamos afanosamente algo en lo que identificarnos, algo
que sea algo y no vacío. No existe ninguna estructura interior en
ninguna parte de nuestro cuerpo a la que podamos atribuir el ser como
somos. Todo es significado, todo es interpretación, todo es mapa. ¿Hay
algo que pueda sostenerse como auténtico?
No es necesario llegar a estas conclusiones mediante la psicología o la
filosofía. La vida nos da muestras continuas de ello. ¿Qué ocurre, si no,
cuando de repente se nos hunde todo lo que habíamos construido,
cuando nos abandona aquella persona en la que tanto habíamos
confiado, cuando no sabemos salir de una dificultad, cuando no
entendemos nada de lo que está sucediendo? Ahí descubrimos el vacío,
descubrimos esas dos caras de la verdad: el peso y la levedad de la vida,
tal como apuntó Milan Kundera. Parece complicado, ¿verdad?
Como ya he comentado, hay quien defiende que la única manera de
ponernos de acuerdo ante eso que llamamos realidad son los hechos.
Dice el filósofo, sociólogo y teólogo Jacques Ellul que el
reconocimiento de la soberanía del hecho es la eliminación a corto o
largo plazo de lo que forja la grandeza, la especificidad y la verdad del
hombre. ¿Podemos reducir toda experiencia humana a mera estadística?
Quizá lo veamos de otra manera si diferenciamos hechos de
acontecimientos. Cuenta Joan-Carles Mèlich que los hechos pasan,
pero no nos pasan. En cambio, los acontecimientos nos pasan, nos
forman o deforman. Cuando un acontecimiento pasa, nos atraviesa, nos
obliga a repensarlo todo. Así, los hechos pueden ser una azarosa
concatenación de circunstancias de las que tengamos opinión y tal vez
alguna emoción. Cuando se trata de acontecimientos, tratamos con
nuestras verdades, asistimos a la exposición de nuestras creencias y
sentimientos. Aunque nuestras experiencias sean fruto de nuestros
mapas, la responsabilidad en su construcción es fundamental. Por eso,
el atrevimiento de vivir conlleva una actitud de ampliación del mapa.
No ser el mapa, ni el puzle, ni el ordenador, sino su creador. Convertir
cada acontecimiento en una nueva posibilidad.
¿Qué hay de verdad? Lo vivido. Cuantas más creencias, menos libres
somos, más atrapados estamos en su configuración. Por eso me apunto
a la idea de Safranski: la libertad nos hará verdaderos. El camino de la
liberación empieza por quitarse de encima muchas etiquetas, conceptos,
supuestas verdades... Busca tu propio camino de conocimiento. Busca
deshacerte de los estados ilusorios de la mente. Para ello hay que bucear
también en la identidad, el segundo aspecto relevante para el
autoconocimiento.
¿Somos alguien?

Cuando dejo de ser lo que soy, me convierto en lo que podría ser.

LAO-TSÉ

Después de pronunciar una conferencia en la que reconozco que me


mostré indignado ante ciertos hechos sociales, por la noche recibí un
mensaje de correo electrónico que más o menos venía a decir: «No me
ha gustado su actitud en la conferencia. Parecía un político. No
esperaba eso de un maestro espiritual.» No podía salir de mi asombro.
Era cierto que durante la conferencia no había tenido mi mejor actitud,
aunque no pudo ser más sincera. Sin embargo, lo que me causó estupor
fue sentirme considerado como un maestro espiritual. ¿Maestro, yo?
¿Espiritual? ¡Dios me libre!
No caí en ninguna crisis de identidad, aunque sí me hice algunas
preguntas. ¿Qué imagen debo de proyectar para que alguien pueda
llegar a considerarme así? ¿Estaré proyectando esa identidad sin
saberlo? ¿Quizá soy un político frustrado? ¿Es una proyección de
quien me escribe? ¿Soy quien soy o quien creo que soy? ¿Soy quien los
demás creen que soy? A menudo nos sentimos dudosos ante estas
preguntas. Todo lo que atañe a nuestra identidad nos ocupa y nos
preocupa. A la postre, convivimos toda la vida con ese alguien que
somos. Sin embargo, todo intento de definir una identidad topa con
unas cuantas dificultades.
Nuestros líos identitarios empiezan pronto, nada más escuchar por
primera vez aquello de «Tienes que ser alguien en la vida». Tal maléfico
destino parte de, al menos, dos premisas. La primera presupone que, si
tienes que ser alguien, es que aún no lo eres. No es suficiente con el
mero hecho de existir. No somos lo suficiente, no estamos hechos del
todo, debemos encontrar ese alguien que hemos de ser en la vida. De no
hacerlo, no seremos nada ni nadie, sino una frustración y un peso para
la familia. Un horror de futuro: nadie nos querrá.
Los primeros años nos ayudaron los de casa. Nos identificaron con
un nombre, con una casta, con un equipo de fútbol, con una escuela...
Ahora nos toca a nosotros andar solos y bien, demostrar que somos
dignos de ser alguien y que hemos aprendido a «ganarnos la vida». Nos
aman a medida que alcanzamos logros. Sin darnos cuenta, nos
sometemos al resultadismo, a los gozos venideros con la única
condición de que seamos lo que se espera que seamos. Ahí se produce
nuestra primera gran paradoja existencial: debo ser yo, pero como
quieren los demás. Irresoluble. Esquizofrénico.
La segunda premisa es aún más perversa. Me temo que ese ser alguien
significa ser «distinguible». Distinguible por el oficio, por la posición,
por el dinero que se gana, por las propiedades que se tienen y también
distinguible como diferente, es decir, hay que tener una personalidad
propia. De esta manera, muchos entendimos que debíamos tener
carácter, posición y prestigio.
Sin embargo, ¿cómo hacer todo eso por uno mismo y a la vez hacerlo
en medio de una cultura y una sociedad concretas? ¿Cómo distinguirse
de los demás teniéndolos en cuenta a la vez? ¿Cómo ser uno mismo si
no gusta a los demás? ¿Cómo diferenciarse si todos quieren ser
parecidos? Unos lo resuelven distinguiéndose tanto de los demás que se
convierten en modelos (amados u odiados). Otros, en cambio, prefieren
que la distinción la marque la mayoría. Entonces la familia se siente
orgullosa de nosotros porque hemos logrado no ser apartados del
grupo, no hemos sido tachados de apestosos, sino de buenas personas.
Esa es la gran aspiración. Esa es la gran defraudación: dejar de ser para
ser como los demás.
El caso es que nos pasamos media vida creando nuestro propio
personaje a trancas y barrancas, porque, como afirmó Freud, tenemos
que tener amordazados nuestros instintos en forma de pulsiones
deseosas y agresivas. Pronto descubrimos, sobre todo en la
adolescencia, que ese ser alguien tiene el límite de los demás, es decir,
que también los demás quieren ser ellos mismos.
No obstante, para poder pertenecer a un grupo, para tener amistades,
hace falta que existan semejanzas y no diferencias. Distinguirse está
bien, pero ¿hasta dónde? Poco a poco vamos echando mano del
personaje. Aprendemos a disociarnos para poder convivir. Ni ser del
todo yo, ni ser del todo como los demás quieren. ¿Cómo se hace eso?
¿Cómo puedo ser alguien si me siento fragmentado, disociado, opuesto
a mí mismo?
Madurar acaba siendo la consolidación y el consuelo del personaje.
Aceptamos por fin que ese conglomerado de conductas, pensamientos y
emociones somos nosotros. Y lo somos, básicamente, porque así nos
reconocen los demás. Ya somos distinguibles, porque el mundo nos
acepta: ya eres de los nuestros, con tus más y tus menos.
Así seguimos la pauta hasta que llega eso que se ha consolidado como
«crisis de los 40». Viene a decir que, después de pasarnos media vida
convirtiéndonos en alguien, descubrimos la trampa. Abrimos los ojos y,
ante la perspectiva de otra media vida por vivir, nos damos cuenta de
que no hemos sido todo lo que queríamos ser. Dudamos del personaje.
Ya no nos gusta o nos hartamos de hacer siempre el mismo papel.
Empieza la deconstrucción. Volvemos a la casilla de salida: ¿quién es ese
alguien que debo ser?
Si en la adolescencia toca consolidar la personalidad, en la segunda
madurez tocan cambios de personaje. Cambios que a veces implican
otra escenografía, otros compañeros de reparto, otro tipo de repertorio
interpretativo. Si Shakespeare tiene razón, los humanos somos actores
que entramos y salimos del escenario del mundo. Interpretamos
diferentes papeles, ajustamos nuestra actuación al contexto para después
creer que entre bambalinas somos realmente auténticos. Esta es nuestra
segunda paradoja existencial: lo que creemos ser interiormente se ha
construido en la exterioridad. Lo que sentimos por dentro está
modelado por lo de fuera.
Ser y actuar, he ahí la cuestión. Nuestras vidas se combinan entre dos
mundos, el que se oculta entre bambalinas (interior) y el que se
representa en el ámbito social (exterior). Las mayores dificultades en el
arte de vivir devienen de dicha separación y del intento de lograr una
respetable coherencia. Como afirman Lluís Duch y Joan-Carles Mèlich
en Escenarios de la corporeidad, somos al mismo tiempo actores y
espectadores de nosotros mismos y de los demás. La identidad humana
es ambigua y cambiante, porque se configura en múltiples escenarios y
relaciones.
Es algo común, aunque no generalizable, que muchas personas
resuelvan dicha dificultad disociándose, creando aspectos diferenciados
(ser de una manera en el trabajo y de otra fuera de él) o sintiéndose
fragmentadas (muy maduras en lo social, muy analfabetas en lo
emocional). Por eso todo proceso de autoconocimiento tiende a la
integración de todas las partes, a devolver a nuestra naturaleza la
alineación perdida entre la mente, las emociones y la acción.
No obstante, se trata de un proceso inacabable. Nunca terminamos de
estar completos del todo, del mismo modo que nada nos fija
definitivamente. Somos seres ambiguos amenazados por lo que
Bernhard Waldenfels denominó «lo extraño». A cada momento nos
puede asaltar un acontecimiento inesperado, porque no somos los
dueños del mundo. Somos sensibles a las contingencias, a los incidentes,
accidentes y vidas cruzadas que convierten nuestro orden en un caos.
Es ahí donde descubrimos que de nada sirve la idea de ser de una sola
pieza, porque cada situación desvela o requiere de otros que aún no
somos, o que ignorábamos que también podíamos serlo.
No podemos en consecuencia pasar por alto que somos seres en
situación. Ahí descubrimos la tercera paradoja existencial: no existe un
yo «sin más», esencial. No soy alguien por sí solo, sino que soy siempre
«en» situación. Yo y esencia no son la misma cosa. Si existe en mí una
esencia, no se la puede identificar conmigo.
El filósofo alemán Heinrich Rombach ahondó en esta idea: donde la
existencia humana se encuentra originariamente es en la situación. Todo
lo que se puede dar, se da en una situación. Cualquier análisis sobre la
existencia debe partir de la situación. Conclusión: yo siempre soy yo
«en» una situación. No existe la situación «en general». La situación da,
no es dada. La situación es la forma básica de la existencia.
La situación no es una mera descripción de lo que nos rodea, sino que
es también aquello que nos afecta. Al parcelar la experiencia, tendemos
a ver muchas situaciones como si no fueran con nosotros. Recuerdo
simpáticamente una conversación con un amigo, en la que me contaba
una llamada que realizó para avisar que llegaría tarde a una reunión por
culpa de «estar metido en un embotellamiento de tráfico». La otra
persona que lo escuchaba le contestó: «¡No estás metido en un
embotellamiento... estás creándolo!» Estaba dentro de la situación, pero
la vivía como si estuviera fuera de ella.
De esta manera se puede entender por qué nuestras afectaciones son el
filtro a través del cual definimos las situaciones que vivimos. Nuestros
estados de ánimo las determinan. Allí donde el yo cree encontrarse a sí
mismo encuentra la situación; luego se encuentra a sí mismo. Es básico
entender este concepto para evitar que divaguemos. Echo en falta en
muchas conversaciones el sentido de la situación. Caemos pronto en las
abstracciones e incluso en la metafísica.
Un ejemplo: «No soy una persona interesante. ¡Hay personas tan
cultivadas!» Esta expresión y nada es lo mismo. Falta la situación a la
que se refiere. Falta la comparación (¿No eres interesante en
comparación con quién?). Falta la concreción (¿Cuándo no eres una
persona interesante? ¿Quiénes son las personas cultivadas?). Falta la
excepción (¿Cuándo has sido interesante en algún momento o para
alguna persona?). Cuando alguien hace un comentario así está
generalizando una situación concreta. Por eso no se puede dar crédito a
la abstracción, sino a la situación. Solo en una o diferentes situaciones
esta persona se ha sentido de esta manera. Y cuando ahora lo dice, se
refiere sin duda a una situación en concreto. ¡Cuán necesaria es la
concreción de la situación!
Cuando escucho que somos seres completos y que todo está ya en
nuestro interior, pienso en la enorme cantidad de personas que ignoran
dicha afirmación, propia de una visión sustancialista o esencialista. Una
aseveración de este tipo no es para discutirla o cuestionarla, sino para
observarla desde la situación en concreto. Desde el plano psicológico,
no he conocido a nadie, ni tan siquiera a aquellos que catalogaríamos de
maestros, que sea una persona completada, finalizada, trascendida en
todos los planos de la existencia. En cambio, he conocido y me han
inspirado personas cuya experiencia espiritual es de una perfecta
plenitud. Sin embargo, como humanas que son, tienen sus pequeñas o
grandes contradicciones. Tienen sus necesidades y caen de vez en
cuando en alguna que otra incoherencia. De todo ello me he dado
cuenta en las situaciones que he vivido.
¿Conoces a alguien que no necesita nada ni a nadie? ¿Tienes alguna
amistad que consideres que habita en la perfección y la completud?
¿Cómo es un ser completo? Cualquier definición nos llevará a
adentrarnos en una situación. No existe un alguien que esté
permanentemente completo, sino que hay situaciones que podríamos
describir como completas: no falta nada ni nadie. Y es cuando nos
damos cuenta de esa situación que caemos en la cuenta de estar
completos. Por ahora, prosigamos en el plano psicológico, el que se
cuestiona cómo somos, el que se plantea cómo deberíamos ser.
De las ilusiones de nuestra mente la mayor de todas es identificarnos
con una identidad. Convencidos de que existimos de una determinada
manera, es decir, de que estamos «determinados» por una serie de
factores y estructuras psicológicas que anidan en nuestra personalidad,
somos efectivamente «eso». Tenemos un carácter. No solo «somos»,
sino que somos «así». No obstante, una persona es multidimensional,
no puede ser reducida o explicada por una o varias dimensiones. De ahí
su complejidad.La vida humana no es una vida, sino muchas. La
pretensión de ser alguien se basa fundamentalmente en construir una
identidad propia. Pero, como veremos, no todo el mundo entiende,
define y construye su identidad de la misma manera. Por eso voy a
guiarme por el concepto de «flujo». Al fin y al cabo, ¿qué sería de la
Tierra si no se alimentara de agua?
El flujo entre el ser y la identidad

En última instancia, todo tiene arreglo, menos la dificultad de ser, que no lo tiene.

JEAN COCTEAU

Sentada ante mí, una mujer me habla de su baja autoestima. Necesita


contrastar sus intuiciones y certificar las bondades del camino que se ha
propuesto. Eso es lo que dice. Sin embargo, lo que yo observo es otra
cosa. Esta mujer está realizando todo lo que se propone. Es una
materializadora nata. Y, además, lo hace con cierta facilidad y
originalidad.
Cuando le comenté mi impresión al respecto me dijo: «Es que a mí
me gusta hacer muy bien las cosas que hago. Cuanto más perfectas,
mejor. Por eso las trabajo, las pulo, las cuido.» Ahí es donde me di
cuenta. Me parecía extrañ­o que una mujer que dice sufrir de baja
autoestima tenga múltiples capacidades y además se exija presentarlo
todo de manera impecable. ¿Qué es lo que no me cuadra? Su
ambivalencia. Su empeño transita entre el yo y la actividad. Entre el ser
y el hacer.
Lo miro así. La percepción de su identidad es ambivalente. Le cuesta
definirse a sí misma, pero encuentra en lo que hace su manera de
expresarse. No se luce, ni se enorgullece, porque no lo necesita. No se
da importancia, porque no la siente. No es un problema de baja
autoestima, es simple y llanamente que pone poca atención en sí misma.
En cambio, se afirma a través de su actividad. Por eso es tan exigente.
Lo importante, lo que la define, es su obra, su acción, su creación. La
representa. Entre el yo y la acción, quien mejor las define es lo que
hace. Porque haciendo se descubre a sí misma.
¿Qué significa tener una menor percepción de uno mismo? ¿Todo el
mundo se percibe igual? Está claro que no. Mi observación me permite
distinguir algunas formas de expresión de la identidad. Están los que la
definen a partir de su personalidad, lo que se convierte en una forma de
estar en el mundo inalterable, rígida incluso, egocéntrica, tendente a
agrandar los límites a su favor. También están los que se definen a través
de lo que hacen y aquellos otros que se definen mejor a través de los
vínculos que establecen, es decir, a partir de la flexibilidad, de la
capacidad de adaptarse a diferentes entornos y relaciones. Si no hacen,
no son. Solos, tampoco. Todos nos movemos en ese flujo que va de la
identidad más definida a la más difusa. Todo tiene sus ventajas e
inconvenientes.
Las personas de identidad muy definida (yo, mí, me, conmigo) van a
la suya, pero sufren de problemas de comunicación interpersonal por
falta de empatía. Las que se definen por lo que hacen logran
reconocimiento, aunque sufren cuando las cosas no les salen bien o
tienen poco que hacer. Las que se definen por los vínculos gozan de la
riqueza y calidez de las relaciones, pero sufren horrores cuando están
solas o cuando deben desapegarse, además de múltiples desengaños por
poner tantas expectativas en las relaciones con los demás.
Todas estas definiciones, aunque aparentan describir tipos de
personas, en realidad solo se refieren al flujo por el que transitan. Cada
vez que nos sentimos identificados con la descripción de una estructura
de personalidad reducimos, delimitamos la experiencia humana. ¿Se
puede contar una vida humana por un signo, un número, unos cuantos
trazos o ciertos esquemas mentales y emocionales? Aunque sea cierto
que tendemos a ser redundantes en nuestras conductas, ninguna de ellas
es preexistente, es decir, no son permanentes, sino dinámicas,
cambiantes. Somos flujo más que tierra firme. Somos un fluir que
necesita de la tierra para materializarse.
Ahora bien, ese flujo tiene sus límites, por muy difusos que a veces
parezcan. Las fronteras por las que transitan nuestras identidades se
llaman polaridades. Son los picos, los extremos que delimitan el flujo
por el que vamos y venimos. Por ejemplo, la evolución nos brinda dos
estrategias polarizadas: la autopropagadora y el cuidado de los otros. La
primera estrategia facilita acciones egoístas, insensibles, desconsideradas
y despreocupadas, mientras que la otra facilita acciones afiliativas,
íntimas, protectoras y solícitas. Así, encontraremos personas que
tienden a estar más en el extremo egoísta y otras que lo están en el
altruista.
Otra polaridad observable es la de placer-dolor. ¿Acaso no conoces a
personas que representarían perfectamente cada uno de estos polos?
Unas son tremendamente hedonistas, mientras que las otras son
terriblemente sufridoras y victimizadas. Sin embargo, de todas las
polaridades, la que más conflictividad e indefinición genera es la que se
expresa como sí mismo-otros, es decir, el movimiento del yo al tú y al
nosotros. La alteridad que nos altera. Nuestras relaciones son lo más
importante en la vida, motivo por el cual la solidez de una identidad
debe unirse y convivir con otras identidades. Pero ¿cómo hacerlo?
¿Cómo hacerlo sin perder la identidad propia? ¿Cómo hacerlo sin que
los demás nos ahoguen o nos diluyan?
Algunas personas merodean en los extremos (ser de una sola manera),
otras en la ambivalencia (flujo) y aun algunas más en la bipolaridad (de
un extremo a otro). Cuando la persona queda encerrada en un extremo
y no es capaz de vencer esa rigidez, cuando no logra entrar en el flujo
—la flexibilidad—, solemos hablar de trastorno de personalidad. Se ha
convertido en roca. Se ha fosilizado. Para esa persona, el estado ilusorio
de la personalidad se ha convertido en real. Alicia se ha quedado
encerrada en el país de las pesadillas sin posibilidad de salir.
La mayoría navegamos por ese flujo aprendiendo lo que tiene de
bueno y de malo instalarse en la zona más radical. Aprendemos la
lección de los sabios: observar el flujo en su conjunto, y no solo sus
partes. Vivir sin demasiadas expectativas. Contemplar el juego entre
polaridades para entender lo que significa la unidad de los opuestos. El
sabio prefiere ver lo malo de lo bueno, y lo bueno de lo malo a la vez.
Prefiere que las carencias se conviertan en valores, y los éxitos en
humildad.
El problema con las definiciones de la identidad, y su flujo, es que se
realizan en contextos sociales y culturales que intervienen en dichas
definiciones. Lo personal es en realidad interpersonal. Si en nuestro
contexto se nos ha exigido ser personas muy definidas, sólidas,
sabedoras de lo que queremos, con claridad de ideas, distinguibles
individualmente, competitivas y de vocación indiscutible, funcionar de
forma diferente, sin tantas definiciones prefabricadas, ha comportado
una consideración determinada de la persona de poca identidad, baja
autoestima y mucha dispersión. Esta definición social ha construido
una legión de personas que han sufrido y se han autoculpado por
sentirse indefinidas. En realidad, se estaban definiendo, pero no como
se esperaba según los cánones. Se afirmaban en la indefinición. Es como
una paradoja: soy cuando no tengo que ser.
Madurar consistiría en la capacidad de gobernar y orientar ese
proceso. Y en algo más: en entender que cualquiera de estos conceptos
no son el ser, sino la construcción mental de la identidad, es decir, lo
que denominamos yo o ego. Una manera simbólica de entenderlo es
usar la referencia «yo grande» y «yo pequeño». El ser y el yo.
Cualquier identificación se adhiere al yo pequeño. El ser no tiene
identidad específica. Es pura conciencia.
El problema es que en ninguna escuela nos enseñan a ser, al menos en
nuestra vida occidental. La emergencia del nuevo paradigma está
focalizando la atención en este aspecto. Vamos hacia una cultura del
buen ser y no solo del buen hacer. Dicho de otro modo, que el buen
hacer venga inspirado por el buen ser. El acceso a ese ser es un tema que
desarrollo en la tercera parte del libro.
Voy a contarte por qué las personas nos definimos más desde el hacer
que no a partir del ser. El ser humano tiene auténticas dificultades para
conocerse a sí mismo, porque nunca es alguien completo del todo. A
menudo cuesta que nos entendamos a nosotros mismos. Podemos llegar
a percibirnos interiormente de forma caótica. Entonces, la única manera
de encontrar cierto orden es a través de las cosas que hacemos. Algo tan
sencillo como tener una tarea, una agenda, unos compromisos y
algunos espacios de ocio permite encontrar un ordenamiento a través
del cual nos expresamos e incluso nos entendemos. Quizá para eso
hemos inventado el arte. El arte sería un intento más de encontrar
sentido y provecho a nuestras neuras, como la forma más brillante
también de simbolizar nuestros gozos y trascendencias, nuestras
verdades y bellezas.
El riesgo, no obstante, es no querer ver más allá, identificarnos con
ese hacer e incapacitarnos para asumir la responsabilidad de gobernar
nuestra vida. El hacer ayuda, porque somos seres en acción. Sin
embargo, si nos quedamos ahí, nos perdemos una parte fundamental de
la existencia: nuestro ser. Aprender a ser es la gran asignatura pendiente
de tantas generaciones que se han definido desde el hacer. Pero ¿existe
alguna otra manera de definirse? ¿Es necesario ser una persona bien
definida? ¿Puede ser la indefinición otra manera de definirse?
Vidas oceánicas

Qué inapropiado llamar Tierra a este planeta, cuando es evidente que debería llamarse Océano.

ARTHUR C. CLARKE

Crear una identidad es definirse y definirse es elegir. A lo largo de mis


años de consulta he observado lo siguiente: tenemos auténticas
dificultades para elegir, porque lo queremos todo o, por el contrario,
porque no sabemos qué queremos. ¿Acaso una cosa no está relacionada
con la otra? El problema no es elegir, sino qué elegir, porque en la
elección está la definición. Al elegir delimitamos. Al elegir
materializamos. Y esa es la gran congoja de muchas personas. Para
materializar se requiere algún tipo de estructura, es decir, hay que saber
estructurar (planificar, ordenar, construir, solidificar). Ahí es donde se
manifiesta una clara división entre las personas que aman las estructuras
y las que las detestan.
Parece que estamos llamados a consolidar ciertos procesos vitales, uno
de los cuales consiste, según Erik Erikson, en asentar una personalidad.
Eso debería suceder durante el paso de la adolescencia a la primera
madurez, entre los trece y los veintiún años. Según el autor de la teoría
psicosocial, durante este periodo se anda buscando la identidad de
modo que se resuelvan algunas cuestiones como:

La seguridad en uno mismo.


La experimentación con el rol, el énfasis en la acción.
El adecuado grado de desarrollo del propio interés sexual.
La adecuada integración del flujo de polaridades.
El compromiso ideológico, la orientación valorativa y la
participación en el ambiente.

Como podrás observar, lo que se asienta es la identidad según el


sentimiento de confianza en uno mismo, en los demás, la capacidad de
adaptarnos a las demandas del medio, nuestra eficacia y nuestra
autoestima. Asentarse significa que previamente ya hemos empezado a
constituir nuestra psique según los modelos parentales y los sociales, es
decir, según los estilos afectivos (como nos han amado y como hemos
aprendido a promover amor) y el modelaje o adaptación a la cultura
imperante.
Sin embargo, ante el deseo de ser alguien se manifiesta también el
dolor de no acabar de definirse del todo, el dolor de tenerse que
materializar. Es decir, no todos realizamos el proceso del mismo modo,
como ya hemos observado. Muchas personas acaban viviendo en una
identidad difusa. No saben muy bien quiénes son y cómo son. Más bien
sienten que les cuesta definirse en lo referido a aspectos que conciernen
a su vida; les cuesta tener las cosas claras o saber lo que quieren. Se me
ha ocurrido llamarlas, cariñosamente, «vidas oceánicas».
Se distinguen por andar por la vida en estado de navegación, es decir,
son más gotas de mar que rocas de playa. Son felices en su estado
natural que —como el océano— es de fluidez, diluidas sin problemas en
lo que hacen o en sus relaciones, porque no sienten demasiados límites
y, por ello, guardan poca separación. Son las garantes del sentido de
unidad. También son felices yendo a la vela, movidas por el aire de sus
sentimientos y por sus creaciones. Claro que tanta felicidad tiene
también sus quebraderos de cabeza, sobre todo cuando se trata de pasar
de lo líquido a lo sólido, cuando hay que materializar, es decir, cuando
hay que meterse en estructuras.
Así crecemos las personas. Unas redoblando su confianza y otras no
acabándola de encontrar del todo. Para unas es fácil estructurar y para
otras es una tortura. Unas personas tienden a una conciencia muy sólida
de su identidad, mientras que otras no la sienten de una forma tan
precisa. Prefieren diluirse en un tú o en un nosotros. ¿Significa todo ello
que el proceso de construcción de su identidad ha fallado? ¿Todas las
personas tienen que tener un yo fuerte y estable?
Pongamos por caso que antes de ser engendrados residimos en un
mundo etéreo, en el ámbito de las posibilidades. Existimos en potencia,
pero no somos ni tan siquiera materia. Aunque ya no se dice aquello de
que los niños vienen de París, lo que se intuye es que andamos por una
especie de limbo hasta que tomamos la decisión de venir a la vida. Es
como si nuestras almas estuvieran esperando encontrar el cuerpo a
través del cual materializarse. A partir de esa idea, se ha construido otra
que afirma que son los hijos los que escogen a los padres que necesitan
para su aprendizaje existencial. Sea eso cierto o no, funciona muy bien
como metáfora.
Una vez convertidos en embrión se inicia el proceso de
materializarnos. Dejamos atrás la vida etérea para adentrarnos en los
océanos amnióticos. Pasamos unos meses navegando dentro de una
burbuja líquida en la que existen pocas preocupaciones, más bien un
estado de bienestar general. Y así hasta que nacemos. A partir de
entonces, abandonamos el paraíso oceánico para iniciar el último tramo
de nuestra materialización —la vida sólida, los pies en la tierra—, donde
la forma que ya somos debe encajar en estructuras. Si nuestro destino es
la solidez, ¿qué harán todas esas personas que tienen alma oceánica?
La mayor de las dificultades para las personas oceánicas consiste en
estructurarse. Si bien medio mundo aparenta estar bien enraizado, la
otra mitad no acaba de asentarse sólidamente. Al vivir en una cultura
como la occidental, muy dada al culto al personalismo, se presupone
que uno debe afianzarse adecuadamente en la vida, o lo que es lo
mismo, que sepa con claridad lo que quiere y además lo consiga. Se
presupone que uno debe estar bien estructurado, empezando por su
cabeza. Eso implica el principio de consolidación y de conservación.
Sin embargo, las personas oceánicas funcionan de otra manera. Menos
personalistas, se definen en función de lo que hacen, de su creatividad y
con quién se vinculan. Les cuesta estructurarse, se implican por
emociones; les cuesta consolidarse, porque son dispersas o les gusta
experimentar cosas nuevas; navegan mucho de aquí para allá, por lo que
conservan más relaciones que posesiones. Su estado esencial es la
fluidez.
No obstante, el mayor temor de estas personas es a quedarse perdidas
en medio de su propio océano. Entonces buscan afanosamente
estructuras que ya existen, cuanto más sólidas mejor, para sentirse
protegidas de su naufragio y, además, para ahorrarse el soberano
esfuerzo de crear sus propias estructuras. Así, aceptan trabajos en los
que prevalece una estructura firme, o empiezan relaciones con personas
que rozan la rigidez, de tan estructuradamente que funcionan.
¿Qué acaba ocurriendo? Que, con el tiempo, esas mismas estructuras
que un día apreciaron como seguras ahora las constriñen, sus costuras
les aprietan. La estructura las acaba ahogando y necesitan volver a su
estado líquido para respirar. Les agotan los discursos demasiado
mentales. Se cansan de repetir siempre lo mismo. Igual les ocurre en las
relaciones si se juntan con personas excesivamente estructuradas y
controladoras. Se buscan y se encuentran porque cada una aporta un
elemento necesario. Mientras unas riegan la tierra, las otras levantan
construcciones. Mientras unas unen, las otras crean muros sólidos, pero
separadores.
Si a una de esas personas tan terrenales la sumerges en el mar, no
tardará en evidenciar su miedo a quedar disuelta o ahogarse. He aquí
una parte de nuestros grandes miedos: la disolución (desaparecer como
ego); la dispersión (perderse en la vida); ahogarse (asfixia y angustia).
Ahí se manifiesta otro de los flujos por los que transitamos los
humanos. El que va de la serenidad a la máxima ansiedad. A unas
personas las tranquiliza disponer de estructuras bien armadas y
arraigadas, a otras, estructuras flexibles y dinámicas.
Todo ello tiene a su vez una traducción psíquica. Las personas
estructuradas suelen ser de mente obstinada e incluso rígida,
tremendamente ordenadas, controladoras, metódicas, prácticas y
planificadoras. Las oceánicas se mueven más por sensaciones y
emociones, y no piensan demasiado las cosas porque se agotan. Suelen
ser desordenadas, lo que conlleva muchas veces que pierdan objetos o
no sepan dónde los dejaron. Navegan a la hora de decidir, del mismo
modo que todo les puede ir bien si se sienten bien acompañadas. De
hecho, su motor y fortaleza son las relaciones. Solas tienen muchas
dificultades, por lo que suelen contar con otras personas a la hora de
estructurar o materializar.
Debo reconocer que cuando he ido observando este flujo entre las
personas y le he podido poner palabras, muchas de ellas se han sentido
liberadas. Insisto que vivimos en una cultura que demoniza o castiga las
conductas oceánicas. Aquellas personas que actúan oceánicamente no
pueden evitar compararse con las otras, aparte de que suelen juntarse
con personas estructuradas, quienes les recuerdan constantemente lo
despistadas que son o lo mal que hacen las cosas, y se sorprenden de
que puedan ir así por la vida... pero las quieren. Complementan su
rigidez. Se sienten regadas por el agua de sensaciones que las llena de
vida.
Nuestro paso por este mundo consiste, entre otras cosas, en hacernos
sólidos. Aunque a veces nos mueva el elemento aire y nos vayamos más
allá de las nubes, sea para hacer abstracciones o creaciones; aunque a
veces nos mueva el elemento agua, a través del cual nos infiltramos en
las capas más sutiles de la existencia, o bajemos a lo más profundo de
nuestra naturaleza; aunque a veces nos mueva el elemento fuego,
avivando pasiones o destruyéndolas, activando la fuerza interior o
transformándola, la tierra acaba siendo nuestro asentamiento, acaba por
ser el lugar donde repercute todo lo que ocurre mediante el resto de
elementos. Todos nos afectan. Influyen. Se convierten en flujos por los
que todos nos movemos. Solo que al final hay que materializar de algún
modo. Amar sin poder abrazar o besar no sería lo mismo, ¿verdad?
A esas almas oceánicas les sugiero que encuentren la forma de crear
sus propias estructuras. Crear trabajos y relaciones que les permitan
estructuras delgadas, flexibles y dinámicas. Si siguen ajustándose o
encajando en estructuras ajenas, estas, aunque les proporcionan cierta
seguridad, con el tiempo las hacen infelices. Aceptar esta naturaleza
oceánica es reconocerse, y no extrañarse o desmerecerse. En cambio,
renunciar, pretender ser como se supone que se debe ser, según los
cánones de un mundo superestructurado, es una condena. No hay que
renunciar a la naturaleza oceánica, entre otras cosas porque todos la
tenemos. Somos en gran parte agua y nuestras vidas son vividas tanto
desde la materia como también desde eso que llamamos intangibles.
Para redondear esta visión metaforizada me hallé ante un texto
sorprendente. Fue más encontrado que buscado. Pertenece a los
estudios sobre la conciencia de Stanislav Grof. A través de sus
investigaciones a partir de la respiración holotrópica, ha podido
explorar en la experiencia del nacimiento, el sexo y la muerte. En
concreto, Grof ha puesto la atención en lo que llama «matrices
perinatales». Son las tres fases por las que pasa la criatura: justo antes de
nacer, el nacimiento y los instantes posteriores. Aquello que para los
padres es un gozo, para la criatura es un momento de emociones
intensas, sensaciones físicas e imágenes simbólicas, cuya experiencia
deja profundas huellas inconscientes en su psique, que más tarde
desempeñarán un importante papel en la vida de la persona.
Lo que llamó mi atención es que, cuando se experimentan los
episodios de la existencia embrional sin perturbaciones, revividos
posteriormente a través de la respiración, las personas se reencuentran
frecuentemente con imágenes de vastas regiones sin fronteras ni límites.
Unas las identifican con galaxias, con el espacio interestelar o con todo
el cosmos; otras tienen la experiencia de flotar en el océano o de
convertirse en animales acuáticos; a su vez, las hay que las equiparan
con grandes jardines, campos de maíz maduro, tierras o islas en su
estado natural.
Por lo visto, ya en el vientre de nuestra madre tenemos sensaciones
simbólicas, como si estuviéramos en el aire, en el agua o en la tierra.
¡Qué interesante sería ahondar en estas investigaciones! Poder desvelar
del todo lo que se intuye. Muchas personas se sentirían liberadas al
reconocerse en sus naturalezas más reales, en lugar de pelearse todo el
día por intentar ser lo que no son.
La identidad como memoria y relato

Sabemos lo que somos, pero no lo que podemos llegar a ser.

WILLIAM SHAKESPEARE

Supongamos que después de reflexionar sobre la identidad y sus flujos


te sigas preguntando: «Pero, esa identidad, ¿está ya en nosotros? ¿No es
cierto que ya de pequeños mostramos un carácter que con el tiempo no
cambia? ¿Están en lo cierto los que afirman que uno es como es?»
Mientras escribo este capítulo, el soldado norteamericano Bradley
Manning, condenado sin precedentes a treinta y cinco años de prisión
por las filtraciones que realizó a WikiLeaks, ha revelado al mundo su
documento clasificado más personal: su deseo de ser tratado como
Chelsea Manning. Quiere dejar de ser hombre para convertirse en
mujer.
Este caso plantea algunas paradojas que repercuten en el tema
identitario. ¿Era Manning un auténtico soldado cuando fue capaz de
actuar como un espía al revelar secretos de Estado? ¿Se convirtió en un
héroe por su atrevimiento? ¿Y ahora en una mujer? ¿Quién es el
auténtico Manning? ¿Quién es quién cuando uno nace como hombre,
pero se siente mujer y a la inversa? Manning afirmó que su actuación
fue por amor a su país. ¿Quién era el que amaba? ¿El hombre, la mujer,
el soldado, el espía?
En la ceremonia de entrega de los Oscar de Hollywood de 2013, fue
premiada la película documental Searching for Sugar Man. Dirigida por
Malik Bendjelloul, pocas veces ha existido tanta unanimidad entre la
crítica, el público y los festivales de cine en calificar una producción
documental como maravillosa, conmovedora, intensa y fascinante. El
resumen de esta historia real sería el siguiente:
A finales de los años sesenta del siglo pasado, dos célebres
productores descubrieron a un músico en un bar de Detroit. Creyeron
en sus melodías conmovedoras y letras casi proféticas, al estilo de Bob
Dylan. Le grabaron un disco convencidos de que habían hallado una
mina de oro, pero ocurrió todo lo contrario. El artista conocido como
«Rodríguez» desapareció. Mientras su figura caía en el olvido y corrían
algunas leyendas sobre su muerte trágica, una copia pirata del disco
llegó a la Sudáfrica del apartheid y, durante las siguientes dos décadas,
Rodríguez se convirtió en un fenómeno... sin él saberlo. El misterio de
su desaparición fue resuelto y convertido en documental, en el que
aparece vivito y coleando.
¿Quién es en realidad Rodríguez? Ignorado en medio mundo y
aclamado por el otro, ¿cómo le afecta en su identidad? ¿Es más músico
en Sudáfrica o en Detroit? ¿Es la misma persona cuando trabaja para
ganarse un sueldo y cuando sube al escenario ante miles de personas?
¿Se ha sentido diferente consigo mismo ahora que sabe que ha
triunfado? Entiendo que tanto el caso de Rodríguez como el de
Manning invitan a una respuesta automática: siguen siendo la misma
persona, a pesar de sus roles, sus éxitos o fracasos, su sexo o su actitud
ante la vida. Pero ¿es eso cierto?
¿Es la misma persona aquella que, después de perder más de treinta
kilos, recibe otro tipo de distinciones, halagos, trabajos y promesas de
amor? ¿Es exactamente el mismo o la misma aquel o aquella a quien la
suerte ha colmado con una millonada de euros y cambia por completo
su forma de vivir? ¿Sigue siendo la misma persona aquella trastocada
por un tumor cerebral? ¿La que sufre de Alzheimer? ¿Qué les ocurre a
las personas que, tras vivir experiencias místicas, sienten cambiada su
vida por completo? ¿Si cambiamos de conductas, llegamos a ser otra
persona? ¿Si cambiamos de contextos y de amistades y de pareja nos
veremos de otra manera? ¿Si hubiera nacido en otra familia sería
diferente? ¿Soy lo que pienso? ¿Soy lo que como, tal como dicen ahora?
El neurocientífico David Eagleman propone en su libro Incógnito una
reflexión sobre la identidad a partir del caso del actor Mel Gibson,
quien, en una noche de excesos etílicos fue detenido y, por lo visto y
oído, profirió algunos insultos y frases antisemitas. Al día siguiente, el
propio Gibson emitió un comunicado en el que proclamaba su respeto
por el pueblo judío e indicó que algunas de sus amistades lo eran. La
pregunta es: ¿quién dijo más verdad, el Gibson alterado por el alcohol o
el que ahora se excusa conscientemente por sus acciones? ¿Reveló la
noche de autos su auténtico antisemitismo o en realidad lo que vale es
su confesión posterior?
Esa es una situación muy curiosa que todos hemos vivido alguna vez.
Alteramos nuestra mente (alcohol, drogas o excitantes) y posibilitamos
un estado de desinhibición durante el que soltamos lo primero que nos
viene a la cabeza. Decimos cosas también alteradas, pero ¿son más
ciertas que las que decimos a diario? ¿Describen más nuestra realidad
interior? He hecho esta pregunta a muchas personas, y lo curioso es que
la mayoría considera que lo que expresamos cuando estamos más
desinhibidos por el alcohol es lo verdadero. ¿Quién es quién cuando
estamos alterados? ¿Cuál es nuestra identidad verdadera?
Cuando entramos en eso que llamamos «desinhibición inducida por
sustancias», en un grado elevado, alteramos nuestro sistema perceptivo,
traspasamos las fronteras de la reflexión y dejamos de gobernarnos a
nosotros mismos. Somos más instintivos. Hablamos y actuamos sin
contar con el conocimiento adquirido y, sobre todo, con los principios
éticos necesarios para una sana y rica convivencia. Más que realidades
profundas, pueden emerger viejas memorias con imágenes
pertenecientes a otros momentos de nuestra vida.
Visto de esta manera, el Mel Gibson bajo el influjo del alcohol era el
mismo, pero con menos conciencia de sí. Un afamado psicólogo
norteamericano, experto en adicciones, escribió sobre el caso: «El
alcohol no es el suero de la verdad.» Otra cosa, en cambio, es que el
reconocido actor tenga que resolver, bien su adicción, bien su
educación. Que quede claro que en ningún juicio nos eximirá de culpa
decir que quien cometió el acto punible no éramos nosotros mismos
por estar alterados. Al juez le importará tres cominos si éramos o no
nosotros mismos. Emitirá veredicto sobre aquel o aquella cuya
fotografía aparece en el carné de identidad. Ese es el que somos
mientras no hagamos metafísica, como le ocurrió a Raimon Panikkar, el
filósofo y teólogo.
Se cuenta la anécdota de que, en un aeropuerto, cuando se le requirió
su identidad, Panikkar respondió que no tenía. Ante la sorpresa de la
persona que manejaba la gestión de documentos, Panikkar le explicó
que no disponía de nada que fuera su identidad, aunque sí poseía un
carné de identificación. ¿Es lo mismo presentar tu identidad que
identificarte?
Añadiré que no solo nos alteran las sustancias, sino nuestros estallidos
emocionales (en este caso, a causa de la entrada en acción de sustancias
bioquímicas). La intensidad de una emoción puede ser tal que secuestre
completamente nuestra capacidad de razonar. En esos momentos
tampoco somos nosotros mismos, sino nuestra alteración. Somos
esclavos de impulsos descontrolados que nos hacen decir y hacer cosas
que no quisiéramos: «Disculpa, no es eso lo que te quería expresar»;
«Lo siento, en realidad pienso todo lo contrario»; «Me disgusta, de
ninguna manera era mi intención...».
Como decimos en la ecología emocional, toda emoción que no se
libera al servicio de la creatividad lo hará en el plano destructivo.
Cuando ocurre, hay lecciones que aprender. Hay que darse cuenta de
las retenciones que crean tóxicos y de los sistemas de evacuación que
hemos mecanizado. Aprender a regularlos nos devolverá la capacidad
de ser nosotros mismos y no nuestra alteración. Entonces, cuando
estamos alterados, ¿no somos nosotros mismos? Somos esa parte, pero
no lo somos del todo.
Por otro lado, son bien conocidas las experiencias que desarrolló
Stanislav Grof con el LSD o la fascinación que sigue existiendo por la
ayahuasca, una bebida enteogénica resultante de la cocción de diferentes
plantas. Su consumo suele acarrear una alteración de la conciencia que
va más allá de una mera desinhibición. Algunas personas detallan la
vivencia como un viaje a la realidad profunda del ser humano. Es este
un acceso al inconsciente que permite conectar con una visión
extraordinariamente real, de tal manera que, en el caso del LSD, se llegó
a su total prohibición, porque la gente quedaba enganchada: «No
querían volver.» ¿A qué realidad se referían? ¿Podría ocurrir que lo que
consideramos real lo sea menos que esas otras realidades? Lo que no
cabe duda, por lo que muestran dichas experiencias, es que la conciencia
puede expandirse más allá de lo que creemos. ¿Quiénes somos en
realidad?
Nuestros convencionalismos ante el tema de la identidad suelen
aparecer en muchas conversaciones:

Las personas son como son.


La gente no cambia.
Genio y figura hasta la sepultura.
No somos nada.
Yo no sabía que era así.
Voy a dar todo lo que tengo dentro.
Ya de pequeño (o pequeña) era así.
El mundo me hizo así.
Somos una mera ilusión.
Me he hecho mayor, pero mi alma sigue igual.

La mayoría de estos convencionalismos se pueden resumir en unas


pocas creencias tópicas:

Considerar que las personas somos de una manera determinada y


que no se cambia.
Si se cambia, solo es en algún aspecto, pero básicamente uno sigue
siendo el mismo.
Que uno es el resultado de una mezcla entre genes, aprendizaje en
la familia y experiencias.
Que cuanto más viejo se hace uno, más difícil es cambiar.
Que el carácter que uno tiene es ya de nacimiento.
Que nuestras conductas nos retratan. Somos lo que hacemos.

En general, consideramos que las personas disponen de una especie de


estructura interior, forjada por su carácter genético y mezclada con las
experiencias de la vida, lo que arroja un resultado determinado. Y digo
determinado, porque al pensarlo así damos por supuesto que somos de
alguna manera «determinada», es decir, que somos presa del
determinismo más darwiniano y que poco margen nos queda para
introducir cambios que nos convengan.
Esta visión resulta bastante opuesta a lo que nos indica la observación
y el funcionamiento de nuestro organismo y de nuestra mente, basada
en la neuroplasticidad. No solo nuestras células cambian a diario, sino
que el entramado neuronal del cerebro está diseñado para que nos
pasemos la vida aprendiendo. Eso sí, hay que estar dispuestos a
aprender y a cambiar.

La neuroplasticidad es imposible sin la atención y el esfuerzo mental. Para poder


cambiar, debemos querer cambiar (independientemente de cualquier factor). El
potencial puede ser inmenso si existe la voluntad para hacerlo.

SHARON BEGLEY

No creo que exagere si te cuento que llevamos más de un siglo


intentando resolver el tema de la personalidad. Las investigaciones
psicológicas arrojan resultados opuestos: ¿es lo suficientemente
permanente o consistente una personalidad? Unos afirman que sí, otros
lo niegan. Aquello que crea la ilusión de una identidad es el concepto de
«continuidad psicológica».
Cuenta Julian Baggini que una persona que tuviera buena memoria,
pero que se despertara cada día con una personalidad diferente, o un
conjunto de preferencias distintas, no experimentaría suficiente
continuidad psicológica para proporcionar unidad al yo. Este
argumento es crucial para entender la necesidad de mantener el
autoconcepto de nosotros mismos y la dificultad de cambiarlo.
Nos parece que nuestra vida es como un hilo, una madeja que va
desenrollándose hasta crear una imagen de continuidad a partir de dos
puntos de conexión: el nacimiento y la muerte. Una identidad es, por lo
tanto, una vida continua, un ser que nace y se hace a partir de las
condiciones que se ha encontrado. Soy el que fui y lo sigo siendo
aunque he cambiado en muchos aspectos. De no verlo así perderíamos
la sensación de continuidad, no pareceríamos los mismos. Ahora ya
estamos hechos así. Sin embargo, esa idea de continuidad es una ilusión
que crea nuestra memoria a partir de la creación de una autobiografía.
Nuestra biografía determina las acciones y decisiones en nuestra vida
cotidiana:

La situación actual del actor tiene su historia; es la sedimentación de todas sus


experiencias subjetivas anteriores. No son experimentadas por el actor mismo como
anónimas, sino como únicas y dadas subjetivamente a él y solo a él.

ALFRED SCHÜTZ

De hecho, al igual que la naturaleza, nuestras vidas no siguen pautas


establecidas ni un guion predeterminado, sino que entran y salen
continuamente de ese campo que llamamos realidad. Por mucho que
intentemos definirnos, la experiencia nos demuestra, una y otra vez, que
somos los primeros en sernos infieles, en no ser nunca del todo lo que
decimos ser.
¿Cómo podemos hablar de continuidad si somos pasto de la
ambivalencia, el recuerdo y el olvido, de sombras inconscientes, de
abandonos y de pasiones inesperadas, de contingencias y de
interpretaciones? Solo dos aspectos nos mantienen en la idea de la
continuidad: la dimensión activa e interactiva de la memoria y la
memoria como identidad de la persona.
El sentido del yo a lo largo del tiempo es la historia que nos contamos
y que nos mantiene cohesionados. Para ello es necesaria la memoria y la
capacidad de construir relatos. La memoria reconstruye y reescribe el
pasado, a partir de la identidad actual, en un proceso en el que la
llamada memoria episódica reúne tramos haciéndolos coherentes con el
momento que vivimos. Los relatos o narraciones sirven para imponer
consistencia y cohesión al flujo cambiante de los acontecimientos
ocurridos. Dicho llanamente, nos montamos la película que nos
interesa.
Del mismo modo que con anterioridad habíamos hablado del sesgo de
confirmación —en el conservadurismo cognitivo—, ahora podemos
añadir la reescritura de la memoria. Esta cumple la importante función
de permitir epasadasl cambio mientras se mantiene la creencia de que el
cambio no se produce. Se manifiesta en conductas como:
1. El sistemático recuerdo equivocado de las opiniones para
oscurecer la aparición del cambio.
2. La creencia de que las nuevas opiniones han estado largamente
presentes en nosotros («Como yo siempre he dicho...»).
3. La sobrestimulación de la validez de recuerdos imprecisos.

Con estos sesgos se preserva la organización del sistema de creencias,


aunque ya ves que se basa en otro estado ilusorio de la mente. La
memoria, ese almacén de recuerdos junto con nuestra corporeidad,
permite obtener la sensación de un yo central, de alguien que habita en
esa casa y toma decisiones, a pesar de que todos los estudios
neurocientíficos lo desmienten. Y aun así, persistimos en un yo
unificado, en una continuidad psicológica a pesar de que nos
descubrimos interpretando diferentes yo. Por eso algunos expertos
hablan de la «multiplicidad».
Recuerdo un día en la consulta en la que vino a saludarme una
paciente que ya había acabado su proceso terapéutico. Me contó lo bien
que le iban las cosas y que había iniciado una nueva relación con una
persona, cuya afición a las motocicletas a ella al principio la asustó un
poco. En aquel momento, por el contrario, le resultaba gozoso. Y me
suelta: «No sabía que yo era así.» Damos tanto por sentado que somos
de una pieza que cualquier cambio se vive como si descubriéramos
nuevos matices de nuestro carácter. Pero no es así. Ella no era así, sino
que se permitió ser también así. Es decir, desarrolló más «yoes».
Esta es la idea de reinventarse y no otra. No consiste en ser de una
manera diferente, sino en ser más posibilidades, en explorar conductas
inéditas. Se trata de activar comportamientos nuevos y también de
desactivar los que no queremos practicar más. ¿Cómo se activan o
desactivan? Haciendo cosas diferentes en momentos diferentes.
Dejando de hacer lo que no nos conviene, aunque vencer al hábito tiene
sus dificultades. El filósofo Daniel Dennett y el psicólogo Nicholas
Humphry llegaron a esta conclusión después de diferentes estudios
sobre el trastorno de identidad disociativa (TID):
No solo la multiplicidad es biológica y psicológica, sino que la
posibilidad de desarrollar yoes múltiples es inherente a todo ser
humano.
Esta perspectiva fractura la idea de un yo unitario. Entonces, cabe
preguntarse: ¿somos realmente múltiples o más bien multifacéticos? Si
podemos ser un montón de yoes, ¿hay alguno que sea lo
suficientemente robusto para andar por la vida, o somos un poco de
todo pero nadie en particular? ¡He aquí la cuestión! Al final,
construimos un estilo, una manera de ser completa, aunque contenga
muchas facetas, algunas incluso ambivalentes. Somos una construcción
que se mantiene sólida por una sola idea: creer que somos siempre los
mismos. El paso del tiempo se encarga de demostrarnos lo contrario,
pero no lo tenemos en cuenta. Preferimos la percepción ilusoria de que
siempre hemos existido y siempre existiremos.
Entonces, ¿todos tenemos o no una identidad? La psicología de la
personalidad habla de trazos identificables que se mantienen más o
menos estables en el tiempo. Yo defiendo la idea de flujo entre
polaridades. Una de ellas se establece entre la percepción de un yo
consistente, definido, y un yo más indefinido y flexible. En ese flujo,
observaremos que en algunos aspectos somos más estables, y en otros,
por el contrario, ambivalentes.
Además, existe una huella emocional personal e intransferible. Los
estados afectivos, estudiados hoy a fondo por la neurociencia afectiva,
indican que un mismo cerebro no sirve para todo el mundo. Cada
persona dispone de un perfil emocional único. Como afirma el profesor
en Psicología y Psiquiatría Richard J. Davidson, se trata de reacciones
emocionales y de respuestas reactivas que difieren en el tipo, la
intensidad y la duración. Nadie siente lo mismo, ni por lo mismo, ni de
la misma manera, ni lo expresa igual.
Hacia el año 1937, Gordon Allport, uno de los investigadores
pioneros en la teoría de la personalidad, afirmó: «Todo hombre tiene
algo en común con todos los demás hombres; todo hombre tiene algo
en común con algún otro hombre; todo hombre tiene algo único, no
compartido por ningún otro hombre.» Los trabajos de Davidson
permiten hoy poner cifras a esas diferencias: un treinta por ciento en el
nivel de actividad del córtex prefrontal (actividad asociada con la
felicidad y la afinidad, o con el miedo, la contrariedad, la ansiedad y la
renuncia). Nuestros niveles de ansiedad o de tristeza y los grados de
resiliencia ante la adversidad están diseñados en cada cerebro de forma
única. Eso explicaría la mitad de la película.
La otra mitad, en cambio, consiste en algo que sí tenemos en común:
la facultad de cambiar nuestro cerebro, la capacidad de cambiar esos
perfiles con nuestros pensamientos e intenciones. Al hacerlo, al educar
nuestra mente, alteramos la función de regiones cerebrales, ampliamos o
contraemos la cantidad de territorio neural dedicado a tareas concretas,
fortalecemos o debilitamos las conexiones entre regiones cerebrales,
aumentamos o disminuimos el nivel de actividad en circuitos específicos
y modulamos el servicio de mensajería neuroquímica que se desarrolla
sin cesar en nuestro cerebro. No está nada mal.
Todo apunta a que podemos cambiar si nos damos permiso para ello,
aunque va a costar esfuerzo. Lidiar con nuestras memorias emocionales
conlleva contrariarse a uno mismo algunas veces. Como ya he indicado,
negarse a obedecer las improntas que aparecen en el presente, desactivar
nuestra bioquímica más recurrente y desvelar ese inconsciente siempre
sorprendente son tareas complejas para hacerlas de un día para otro.
Algunos cambios conductuales son relativamente sencillos, más o
menos rápidos. No obstante, a medida que aparecen aquellos
condicionamientos que arrastramos desde tiempo atrás, el camino se
hace más espinoso. Solo una conciencia más expandida puede permitir
minimizarlos, junto con un trabajo continuado de ahondar en nuevas y
viejas capacidades.
A veces, es mejor emplear nuestra energía en engrandecer aquello que
hacemos bien, aquello para lo que valemos, que pasarse la vida
rastreando en el pasado, a no ser que arrastremos alguna carga pesada
que convenga aligerar. La plasticidad neuronal es nuestra aliada si
aprendemos a mecanizar aquellos procesos que queremos integrar. En
cambio, la idea de la continuidad psicológica nos adentrará en el
conservadurismo, en la fatal perpetuación de lo de siempre, que, para
colmo, tenderá a hacerse aún más exagerado. Al final, acabamos siendo
una especie de caricatura de nosotros mismos.
Por todo ello, evito hablar de las personas como identidades, como el
que cuelga una etiqueta o un sambenito. Pide a cualquier persona que se
defina y comprobarás que no pasa de unas cuantas características. El
concepto de identidad no resulta suficiente para retratar a una persona.
Sirve, a lo sumo, para «identificarla», pero no para describirla en su
totalidad. ¿Hay algo entonces que pueda definirla claramente?
Probemos con los guiones de vida.
Guiones de vida o destino

El destino mezcla las cartas, y nosotros las jugamos.

ARTHUR SCHOPENHAUER

Al hacernos mayores, perdemos la referencia de cómo se han


construido en nosotros los guiones de vida que seguimos. Es curioso la
gran cantidad de veces que he escuchado el mismo relato: «Mi hijo [o
hija] de pequeño era tan bueno... tan alegre... tan vital... No entiendo
qué le ha pasado, cómo se ha convertido en lo que es ahora. Lo noto
triste, perdido, no entiendo en lo que se ha convertido. Solo me hace
sufrir.» Efectivamente, algo ha pasado en el paso de niño a adulto. La
cuestión es si el guion estaba ya escrito o lo escribimos sobre la marcha.
Y si ya estaba escrito, ¿lo estaba desde antes de nacer o se completó
durante la infancia?
Nuestra memoria no suele alcanzar tanta precisión sobre esos
periodos de nuestra vida. Podemos recordar cosas, sí, pero no todo. Ni
tampoco sabemos si lo rememorado sucedió exactamente así o se ha
convertido en un recuerdo elaborado con posterioridad. Por eso insisto
tanto en no confundir causas con significados. El caso es que nuestro
inconsciente ha ido atesorando el funcionamiento mecanizado de
nuestros movimientos psíquicos, ya se trate de penas, ya de alegrías.
Pero, además, ese inconsciente guarda también información que
pertenece al conjunto del sistema en el que nacimos. Una parte
importante de nuestro aparato psíquico ha sido modelado por los de
casa.
¿Tiendes al drama o la tragedia? ¿Tu vida es un reto continuo, una
vida de éxitos y fracasos? ¿Propendes a la alegría a pesar de todo? ¿No
le encuentras la gracia a nada? ¿Eres un donjuán? ¿Eres como Afrodita,
la diosa griega del amor? ¿Te sientes un campeón o campeona? ¿Has
venido a transformar el mundo? ¿Te ganas a la gente por tu encanto,
por tu seducción? ¿Vas de sabio o sabia por la vida? ¿Eres como
Hermes, un mensajero de los dioses? ¿Tiendes a parecerte a Hestia, la
diosa de la calidez del hogar? Mitos, arquetipos, modelos, tendencias...
todo nos sugiere que más allá de nuestra identidad seguimos un guion
de vida. El curso de los acontecimientos va dando sentido a una especie
de destino. Pero ¿es eso lo que nos toca vivir o podemos cambiarlo? He
aquí la cuestión.
La teoría de los guiones fue elaborada por Eric Berne, aunque fue
unos de sus alumnos, Claude Steiner, quien la desarrolló. Es una de las
ideas centrales del análisis transaccional (AT). El guion es un plan de
vida inconsciente, creado en la infancia, reforzado por los padres,
justificado por eventos subsecuentes y culminado en una alternativa
elegida. La trama de nuestra vida tiene el mismo esquema que cualquier
drama: principio, desarrollo y desenlace.
En las tragedias, los protagonistas adquirían conciencia de su destino
y lo asumían pasara lo que tuviera que pasar. ¿Ocurre lo mismo con los
humanos, que no somos personajes de una obra de teatro? ¿Puede
alguien en su infancia o juventud decidir cuál será el final de su propia
obra? Creo que la mayoría respondería que no. Sin embargo, cuando
tienes a una persona delante que te relata su vida, probablemente
cambiaríamos de opinión.
Todo parece indicar que nuestras conductas y elecciones se dirigen a
confirmar el desenlace final. Tal y como has podido apreciar en el
apartado de las creencias, organizamos todo para justificar aquello que
está en nuestra mente. También justificamos nuestros guiones, solo que
apenas nos damos cuenta. Para ello hace falta disponer de una
perspectiva o línea del tiempo en la que podamos observar las
repeticiones de nuestra vida, las resonancias que parecen estar ahí desde
pequeños. Entonces podemos apreciar una línea de continuidad. Pero
¿sabes qué ocurre entonces? Que tomas conciencia del guion, pero no
sabes cómo cambiarlo; es más, lo vuelves a justificar. ¿Cómo salir de
ahí?
Una niña o un niño no toman una decisión como un adulto. No
siguen la misma lógica. Toman decisiones sin saber que las toman,
basadas en sentimientos o vivencias intensas que los han hecho sufrir o
exaltarse. Un ejemplo puede ser el de los hombres y mujeres
«huidizos», es decir, que se ahogan en las relaciones. Ya en su edad
temprana experimentaron lo que John Bowlby, el investigador del
apego, llamó «estilo ambivalente». Se trata de niños que, cuando la
madre los abandona un rato y luego vuelve, se debaten entre ir
corriendo hacia ella o permanecer donde están porque se han sentido
heridos. Temen que los vuelvan a abandonar. Establecen con la madre
una relación de amor y odio. La quieren, pero ella los hiere de vez en
cuando. La quieren, pero a veces ella los ahoga. Esa ambivalencia les
produce ansiedad.
De mayores, estas personas van a repetir ese estilo afectivo, de forma
que, cuando se junten con alguien, sufrirán por el abandono, pero a la
vez sentirán la irrefrenable tendencia a echarse en sus brazos. Van a
continuar sintiéndose agobiadas, lo que con el tiempo las lleva a seguir
un guion de huidas, tipo «novia a la fuga». Al final, concluyen que no
están hechas para las relaciones y permanecerán solas pero
desgraciadas... a no ser que aprendan a cambiar el guion y su desenlace.
Habrán seguido, sin darse cuenta, el destino de Venus o de Mercurio
(Afrodita y Hermes en Grecia). Habrán gozado de amores y vivencias,
viajes y aventuras... pero solas. Se puede aceptar ese destino o
transformarlo.
Niñas que se enfadaron con papá y desde entonces buscan en
hombres mayores un sustituto del padre que no aceptaron. Niños que
se sintieron culpables de una bronca familiar y desde entonces pasan
por la vida quitándose de en medio. Chicos que han vivido en
ambientes rodeados de mujeres, acaban por tener también una visión
muy feminizada de la existencia. Niñas que decidieron no ser como su
madre y resulta que han acabado haciendo exactamente lo mismo. Eso
no se decide de forma consciente. Se vive enmarañado en emociones a
las que se añade un relato o una imagen de futuro. Ahí empieza nuestra
obra.
Según el AT, se pueden clasificar los guiones bajo tres títulos:

1. Ganar.
2. Perder.
3. No ganar o banal.

Los dos primeros están claros. Deja que te cuente que «no ganar o
banal» es aquel guion que se sitúa entre los dos primeros. Ni grandes
victorias, ni grandes derrotas. La persona que sigue este guion no toma
riesgos y por eso se la tacha de banal. Es el típico «Yo podría haber
sido...». Por supuesto que en esta reducida clasificación hay que tener
en cuenta el carácter interpretativo. No todo el mundo considerará por
igual lo que es ganar o perder. Dicho esto, lo más probable es que te
hayan venido a la mente personas que situarías en el ganar, esas
personas que tienden a ser triunfadoras, que logran sus propósitos por
sí mismas. En cambio, también conocemos a perdedores, aquellos
cuyos propósitos declarados acaban, por lo general, saliendo mal.
Muchos de los problemas que tenemos en la vida pertenecen a esa
niñez de la que, ahora, como adultos, guardamos un sentimiento del
guion, es decir, que resuena en nosotros cada vez que una situación
deviene estresante sin demasiadas causas aparentes, o cuando esa
situación se parece a lo que experimentamos de pequeños y nos causó
ansiedad. Es como un déjà-vu, como un aferrarse a nuestras respuestas
defensivas aprendidas. Nos afirmamos a través del guion. Y cada vez
que lo reafirmamos lo llevamos más cerca de su desenlace. ¡Da miedo!
El autoconocimiento es una de las claves para descubrir cómo se han
conformado estos guiones, y cómo empezar a desactivar las conductas,
pensamientos y emociones que los sostienen. Es como si decidiéramos
diseccionar una obra de teatro y encontráramos otros significados a los
mismos sucesos que ha creado el autor. Por eso es interesante observar
cómo en nuestra infancia empezamos a manejar esas dos actitudes
básicas: confianza en uno mismo y confianza en los demás. Lograr ser
una persona autónoma requiere de esas dos actitudes. Su falta, en
cambio, convierte a la persona en dependiente, porque confía más en los
demás que en sí misma, o en temerosa, porque no confía lo suficiente en
las relaciones. Eric Berne lo sintetizó a su manera:

1. Estoy bien.
2. No estoy bien.
3. Tú estás bien.
4. Tú no estás bien.

Al combinar las opciones, aparecen estos guiones o posiciones


existenciales, a los que yo añado los estilos afectivos:

1. Estoy bien; tú estás bien (estilo afectivo seguro).


2. No estoy bien; tú estás bien (estilo preocupado o dependiente).
3. Estoy bien; tú no estás bien (estilo afectivo hui­dizo).
4. No estoy bien; tú no estás bien (estilo temeroso).

Todo trabajo destinado a superar nuestros planes de vida pasa por


llegar al espacio ocupado por el «Yo estoy bien; tú estás bien». Es la
vida deseada en la que nos relacionamos de forma madura y autónoma
con otra persona. Sin sentirnos cuestionados de continuo. Sin desplegar
reactividades y ansiedad. Gozando de una intimidad plena y sin sufrir
por la fatalidad de un destino escrito de antemano.
Hay que observar los juegos a los que jugamos tal y como pronosticó
Eric Berne. Desvelarlos nos permite liberarnos del destino o, al menos,
tener una conciencia plena de su presencia en nuestra vida. Por eso
puede serte de gran ayuda, si despierta tu interés, profundizar en el
guion a través del AT. Pero recuerda siempre: ese guion no eres tú.
Sigue siendo un estado ilusorio de tu mente. Deja espacio en tu
conciencia para verlo sin apego, sin identificación. Distingue entre tu
mente psicológica y tu ser interior.
Una visión algo parecida es la que presenta la psicogenealogía. Desde
esta perspectiva, más que hablar de guiones se habla de «trayectorias».
Una trayectoria sería comparable a las huellas que se dejan marcadas en
la nieve. Si se siguen todas las huellas se puede observar dónde
empiezan y dónde están en este instante. Las huellas se imprimen según
como han sido satisfechas nuestras necesidades, y marcan la dirección
previsible que seguirán. Si un antropólogo se dedicara a estudiarlas,
descubriría los derechos, deberes y prohibiciones, los mandatos
recibidos, la rigidez, la flexibilidad o la falta de reglas en la familia.
También se pasan cuentas, es decir, existe una contabilidad afectiva, un
dar y recibir, unas deudas y responsabilidades y también algunas
injusticias. En las familias se producen contratos inconscientes. Es bien
conocido el caso de Salvador Dalí, quien vivió la experiencia de ser el
niño que reemplazaba a un hijo muerto, del que recibió incluso el
mismo nombre. Los hijos ocupan a veces espacios que no les tocan: el
hijo que se entromete entre padre y madre; que protege a uno de los
dos; que se convierte en una prolongación de uno o del otro; que cubre
las ausencias de uno de los cónyuges. Cada sistema familiar se compone
de una serie de alianzas que, a menudo, crean una confrontación tan
grande que se produce su ruptura.
Tal y como abordó el gran referente en las constelaciones familiares,
Bert Hellinger, los órdenes del amor en el sistema familiar tienen una
importancia trascendente en la configuración de nuestra psique. De
algún modo, los modelos que hemos vivido y modelado, sean del tipo
que sean, han configurado nuestras respuestas neurológicas. No nos
dimos cuenta de cómo eso ocurría en nuestra mente. Y ahora tampoco
sabemos cómo desactivar esos programas. Pero al menos sabemos una
cosa: no somos eso que se ha construido en nuestra mente, aunque nos
condiciona, y tal vez mucho. Podemos aprender de ello y
transformarlo.
Todo empieza por no creerte que esa realidad eres tú. Incluso puedes
aprender a vivir con ello, como John Forbes Nash aprendió a convivir
con los fantasmas de su mente. No todo pasa por luchar. También pasa
por saber rendirse a aquello que se incrustó en nuestras huellas
neurológicas. Invierte el cambio en nuevas capacidades, decide
diferente. No repitas lo de siempre. Contradice esos viejos programas.
No es fácil, aunque no está escrito que sea imposible.
Decide vivir con alegría. Di sí a la vida y deja que eso se vaya
esfumando. Por seguir con la analogía, si no pasas más por encima de
aquella huella que has dejado en la nieve, poco a poco, nevada tras
nevada, irá desapareciendo. El secreto está en que abras nuevas rutas,
nuevas posibilidades. Son tus huellas el camino y nada más. No mires
atrás si no es para expulsar los demonios del pasado.
Hasta ahora, nos hemos acercado a la naturaleza de eso que llamamos
identidad, pero no hemos observado aún los intentos de buscar la de las
personas. ¿Dónde está ese que soy yo? La respuesta, por lo visto hasta
ahora, sería: en la mente. Sin embargo, ¿yo soy mi mente, o se trata solo
de un maravilloso mecanismo de conciencia? ¿Qué ocurre si confundo
mi yo con mi mente? Aparece en escena el ego.
Las vidas del ego

He sido un ser egoísta toda mi vida, no en teoría, pero sí en la práctica.

JANE AUSTEN

Al ego lo reconocemos por su mala fama: «Tiene el ego subido», «Es


un egoísta», «Tiene un ataque de ego», «Es un tipo muy ególatra», «El
ego lo está matando». Nada bueno se dice de una estructura que en
realidad no existe, sino que se forma como mecanismo mental reactivo
con el solo fin de garantizar la protección del sentido del yo, y que es
un ordenador de nuestras necesidades.
Hablamos pues de una función psicológica con la que acabamos
identificándonos y reconocemos como personalidad o incluso como
personaje. No somos nuestra mente, pero no sabemos librarnos de ella.
La misma mente que pone a disposición facultades necesarias para la
vida luego nos la complica. La existencia de un yo biográfico, de un
relatador, de esa vocecita interior que no para de importunarnos, va
creando un sentido de identidad propio con el que nos identificamos.
Entonces nace el ego.

El ego o personalidad es la percepción de nuestro yo, una construcción mental


como entidad separada, sólida e independiente cuyo sentido es el principio de
proporcionar estructura y seguridad, pero que acaba convirtiéndose en una barrera
entre uno mismo y el mundo.

CARMEN BELART

Gran parte de las dificultades psicológicas que atendemos en las


consultas no son problemas mentales (a no ser que exista trastorno o
enfermedad), sino dificultades creadas por el ego. Aquel que creemos
ser no es más que una imagen de nosotros mismos en nuestra mente:
una imagen sentida sobre nuestro cuerpo y el modo como lo sentimos
(autoimagen), sobre nuestra afectividad y merecimiento (autoestima),
sobre nuestras capacidades (autoeficacia). Todo ello, mezclado, produce
una especie de imagen del puzle que llamamos autoconcepto.

Las identificaciones más habituales del ego guardan relación con las posesiones, con
el trabajo, con tu estatus y reconocimiento social, con el conocimiento y la educación,
con la apariencia física, con las habilidades personales, con las relaciones, con tu
historia personal y familiar, con los sistemas de creencias y también con las
identificaciones colectivas: nacionales, raciales, religiosas y otras. Ninguna de esas
identificaciones eres tú.

ECKHART TOLLE

Como puedes apreciar, todo puede convertirse en una identificación.


Convertimos en una extensión de nosotros mismos cualquier cosa
externa o interna con la que nos identifiquemos, la cual, por lo tanto,
pasa a engrosar las características que, supuestamente, nos definen.
¿Acaso es algo malo? En las cosas por sí mismas, no. En que nos
relacionemos con ellas, tampoco. En la identificación, sí, porque crean
apego. Pero solemos funcionar de esta manera, nos parece lo más
normal del mundo, aunque nos cree un perpetuo estado de malestar.
Al ego se le pueden atribuir algunas características generales:

EL PRINCIPIO DE REACTIVIDAD

La base y función primordial del ego es el mantenimiento seguro del


yo personal, lo que trae aparejado defenderlo a capa y espada de los
ataques externos. ¿Qué puede ser un ataque externo? ¿Quién puede
dañar más al ego? Sin duda, otro ego. La alteridad es una amenaza
constante.
Muchas veces, sentimos la necesidad de justificarnos ante los demás, o
de mostrarnos respondones, o de devolver con sarcasmo algún
comentario. Lo hacemos porque, de algún modo, nos hemos sentido
cuestionados. Sentirse cuestionado y responder reactivamente es la
prueba del delito, la evidencia de que nos ha faltado la capacidad de
responder de modo adecuado a la situación. Una actitud sabia sería
aquella que parte de una profunda serenidad interior, la suficiente al
menos para distanciarse lo justo de las cosas, observarlas y no
reaccionar a la primera. Esa sería la evidencia de que dominamos el ego
y no somos dominados por sus tribulaciones.
El mejor predictor para medir al ego es la reactividad. Pero no todos
reaccionamos por igual. Se me ocurren, por lo menos, dos grandes
esquemas: los que sienten que los hieren (la culpa es del otro) y los que
se sienten menospreciados (autoculpa). Estos esquemas tienen mucho
que ver con la capacidad de gestionar la propia vulnerabilidad. El ego se
avergüenza de mostrar sus miserias, prefiere esconderlas. Algunas veces
sigue la estrategia del avestruz. Pero en otras saca pecho, orgullo, un
puro narcisismo que incapacita para reconocer los propios errores y no
tolera crítica alguna. Por el contrario, otras personas hacen ver que todo
está bien, que no pasa nada. Empequeñecen su ego para no molestar,
porque no creen que se merezcan nada en especial. Veámoslo más en
concreto.

EL EGO HERIDO

¡Es tan fácil herir al ego! Si esa estructura identificativa se pasa el día
evitando que nadie lo hiera, tiene que armarse en todos los frentes. Eso
conlleva acorazarse, es decir, crear unas defensas que impidan sentir
ningún tipo de dolor psicológico. La consecuencia es la frialdad o la
máscara. Revestirse de un personaje fascinante que oculte la
vulnerabilidad interior, ensalzarse a través de aires de superioridad, o
hacer ver que no pasa nada, que todo está bien. En todos los casos se
manifiesta una desconexión interior, un corte directo entre la razón y la
emoción. Por eso dichas personas parecen tener dos caras.
Quizás el punto culminante del ego herido, como he dicho un poco
más arriba, es cuando la persona se siente cuestionada. Es muy fácil que
en nuestras interacciones haya desacuerdos, puntos de vista diversos,
formas de expresión singulares, maneras de decir las cosas que pueden
no gustarnos. Sin embargo, nada de ello nos cuestiona. Son
simplemente formas de actuar diferentes a las nuestras. En cambio, hay
personas que creen que las están atacando, que no las respetan, en
definitiva, que las cuestionan.
Eso les suele suceder a aquellos a los que «no les cabe el ego» o
«tienen un ego muy grande». Tan grande, que lo que más temen es
perderlo. Por eso han desarrollado una enorme susceptibilidad hacia
cualquier muestra de desprecio, cuestionamiento o desvalorización de
esa imagen tan elevada que tienen de sí mismos, aunque, en el fondo,
tanto sufrimiento y defensa solo indica que su interior está vacío,
inseguro o es altamente vulnerable. Se muestran grandes porque se
sienten pequeños. Tienen a veces la cara muy dura, porque tienen la piel
muy fina.

La gente que se aparta de sus propios sentimientos y se despoja de su capa


emocional para evitar el sufrimiento, o porque son incapaces de sentir y de sufrir, lo
reemplazan todo por la reflexión; simplemente dicen: «Bueno, seamos prácticos, esto
tenía que acabar, tenía que ser así.» Si uno es capaz de hacer eso, es que algo anda mal.
Es un signo de anormalidad.

MARIE-LOUISE VON FRANZ

Hay muchas personas que se entrenan para no sufrir anticipándose al


sufrimiento. Se retiran ya desde el principio, no se comprometen, no se
entregan a la experiencia de todo corazón. Falta coraje, falta
generosidad. Solo quieren evitar el sufrimiento y para ello lo
intelectualizan todo. La dinámica de las relaciones, de la vida social y
del trabajo conlleva que a menudo tengamos dudas y seamos puestos en
duda (lo cual causa sufrimiento). Comporta ver que otros triunfan, que
nos comparemos y que se nos compare (lo que causa sufrimiento).
Acarrea que nos ignoren, que no nos tengan en cuenta o incluso que
nos rechacen o nos abandonen (lo que causa sufrimiento).Identificarse
con el ego es identificarse con esa personalidad sufriente, en este caso
por evitación del dolor. Toda esa complejidad existencial no la crea
nuestro cerebro, no es una identidad escondida entre nuestras neuronas,
sino un hábito mental (con sus creencias, emociones y conductas).

EL EGO EMPEQUEÑECIDO
A los que empequeñecen el ego les ocurre todo lo contrario. En lugar
de engrandecerse, de sacar pecho, de mostrar orgullo, engreimiento o
superioridad, esconden la cabeza como el avestruz. En realidad,
estamos hablando de lo mismo, de ego, solo que manifestado a la
inversa. Si en el ego herido la base es el sentirse cuestionado por los
demás, en este caso quien se cuestiona es el mismo sujeto («Qué poca
cosa soy», «No soy nadie»).
En el ego empequeñecido, la infravaloración es la clave. Dado que
esas personas no se dan valor, necesitan de la aprobación de los demás.
Dependen en gran medida de los otros. Quizás esa sea la gran diferencia
con el ego herido. El ego empequeñecido busca la aprobación, el ego
herido el reconocimiento. Uno necesita sentir que le tienen en cuenta, el
otro que es el mejor. Uno se convierte en objeto para los demás, el otro
convierte a los demás en sus objetos. Uno lo hace todo para ser amado,
el otro espera que se lo hagan todo. Uno ama y el otro quiere.
En el fondo, se expresa de nuevo un sentido sufriente. El sentimiento
de inutilidad, de poco merecimiento, de miedo a la vida y a los demás
crea un estado que debe ocultarse, porque es vergonzoso. De ahí que el
ego empequeñecido viva de la evitación, de la invisibilidad, del sentarse
siempre detrás. Su susceptibilidad consiste en la mirada de los demás.
La teme, porque cree ver en ella signos de desaprobación por ser como
es, por hacer lo que hace, que siempre podría ser mejor. Se compara a la
baja y se instala en el miedo y la desconfianza.
Tanto el ego herido como el empequeñecido muestran una serie de
componentes (hábitos, creencias y emociones) con los que las personas
se van identificando y adoptan para andar por la vida. Están atrapadas
en su ego. Malviven en una ilusión que las hará sufrir. Solo un proceso
de desidentificación de dichos componentes puede crear el espacio
necesario para cambiar la conciencia sobre la fuerza del ego y la
voluntad de gobernarse más allá de él.

LA SEPARATIVIDAD

Mientras la física cuántica defiende el concepto de entrelazamiento, o


la interconexión de todas las cosas, las personas a veces nos empeñamos
en vivir separadamente de todo lo demás. Una de nuestras mayores
ilusiones es la sensación de vivirnos al margen, colindantes pero
independientes. Yo separado del resto. Lo mío no tiene nada que ver
con lo de los demás. Todo cuanto existe me rodea separado de mí.
Thich Nhat Hanh, un monje budista vietnamita afincado ahora en
tierras francesas, acuñó un término que rompe con la perspectiva
anterior: «interser». Lo explica con una metáfora preciosa:

Cuando miramos al interior del corazón de una flor, vemos nubes, luz del sol,
minerales, tiempo y tierra, y todo lo existente en el cosmos. De hecho, la flor está
enteramente constituida por elementos no florales; no cuenta con una existencia
independiente e individual. La flor «inter-es» con todo lo demás existente en el
universo.

Cuando la realidad se contempla de esta manera, se disuelven las


barreras entre nosotros y los demás. Se nos otorga una oportunidad de
ser co-creadores, de establecer un alto grado de responsabilidad y
sensibilidad ante lo que pensamos, ante cómo actuamos y ante cómo
nos relacionamos con los demás. Todo es interser. Piénsalo bien: nada
existe por sí mismo.

EL ESTADO DE CARENCIA

Observa cualquier fotografía que tengas a mano. Aparte de que sea


más o menos artística, la imagen no describe todo un paisaje, ni toda
una realidad, sino solo una parte. Cuando la hiciste, encuadraste una
parte de un todo. Algo así nos ocurre a las personas. Es difícil que
tengamos una imagen completa de nosotros mismos. No nos vemos
completos, como una totalidad, sino incompletos, carentes; casi siempre
nos falta algo... y por ello acabamos confundidos.
La experiencia de la falta se conoce desde Platón. Explica Sócrates que
el amor es deseo y que el deseo es falta (como ya he expuesto en el
apartado «Vidas platónicas»). El filósofo André Compte-Sponville lo
interpreta de esta manera: todo amor es de ausencia (si es terrestre) o de
trascendencia (si se eleva metafóricamente por encima del cielo). Es el
discurso que escuchamos los psicólogos tan a menudo: «No me ama
como antes», «Un poco más de amor nos iría bien», «¿Adónde se ha ido
aquella pasión?».
No existe amor feliz cuando se instala en la carencia o en la
expectativa de un deseo que nunca acaba de completarse. «Uno no es
humano porque sea una buena persona, sino porque nunca lo es
completamente», dice Joan-Carles Mèlich. Esto nos convierte en seres
anhelantes, buscadores insaciables, sufridores de ausencias, nostálgicos
empedernidos. En palabras de Ernst Bloch: «Somos finitos con deseos
infinitos.»
Suerte que Spinoza nos trasladó a la alegría de amar, al deseo como
potencia y no como ausencia, como ya he comentado en el apartado
«Vidas platónicas». Potencia de gozar y de alegrarse por ello. Cuando
somos capaces de desear lo que tenemos y no la falta, ¿somos capaces
de vivir en la plenitud de lo real, de lo que es? ¿Cómo vivir sin desear
nada? ¿Cómo gozar del apetito por sí mismo, de su potencia? El ego se
alimenta justamente del sufrimiento causado por lo que falta o de la
intensidad del placer inmediato.

LA ILUSIÓN DEL TIEMPO

Cuenta José Luis Borges que el tiempo es la naturaleza de la que


estamos hechos. Como seres corpóreos, pertenecemos a las leyes que
rigen la materia, y una de ellas es la dimensión tiempo, aunque pueden
distinguirse diferentes experiencias, como el tiempo cronológico, el
psicológico y el cósmico. No obstante, en tanto que seres capaces de
trascender la materia, comprendemos que el tiempo es solo una ilusión
que existe mientras exista una mente que lo identifique.
Cuando tiempo y mente son inseparables, nos adentramos en espacios
virtuales a los que apodamos «pasado» y «futuro». En cambio, en el
ahora, en un presente continuo, se diluye la trampa del tiempo. Tanto el
pasado como el futuro son construcciones del presente. No existen. Ni
existieron. En cambio, nos vuelven locos porque transitamos entre el
uno y el otro, como si ese tránsito solucionara lo que ha pasado o
evitara lo que puede pasar. Además, la sensación de falta de tiempo, de
su límite, de su linealidad, nos aboca a una profunda desazón, porque
jamás tendremos todo el tiempo del mundo... si no es, precisamente,
prescindiendo del tiempo. Piénsalo bien: el tiempo es para el hombre,
no el hombre para el tiempo.

LA DUALIDAD

Otra de las consecuencias de nuestra dimensión material es la visión


dual. Cuando hablamos del paraíso, nos referimos a un tiempo en el
que reinaba la unidad, el entrelazamiento del que hablaba antes. No
había distinción entre la naturaleza y nosotros. Todos formábamos
parte de todo. Pero llegó el pecado, rompimos las reglas y
desarrollamos el ego. A partir de ahí la vida quedó fragmentada en
mitades: yo y el otro, el día y la noche, el blanco y el negro, la izquierda
y la derecha, la felicidad y el sufrimiento, el amor y el odio, lo que
quiero y lo que no quiero.
Cuando René Descartes, en su intento de encontrar un absoluto
incuestionable, concluyó: «Pienso, luego existo», puso en evidencia la
causa de nuestra dualidad. Si entre el observador y lo observado no
existiera ningún tipo de interpretación o pensamiento, no existiría la
dualidad. Pero pensamos. Y mucho. Cuando la mente introduce su
condición dialéctica, produce el efecto de la partición. Está lo que
pensamos y está el que piensa, que además lo asocia a un tiempo y un
espacio.
En la filosofía Vedanta Advaita, cuando se profundiza en nuestra
naturaleza no dual, se califica de «ignorancia» al velo que impide a la
mente observar la realidad sin diferenciaciones. Del mismo modo, se
llama «ilusión» al hecho de asumir que la realidad tiene existencia por sí
misma. El universo diferenciado existe solo en nuestra mente, cuya
fantasía mayor consiste en asumir que el conocimiento que proviene de
la conciencia individual es real.
A aquellos que consideren complicado convertirse en estos momentos
en aprendices de la no dualidad les recomiendo que, al menos,
transformen el lenguaje y dejen de utilizar la conjunción «o» por «y».
Al menos se evitará esa fastidiosa diferenciación entre una cosa o la
otra. Si todo está entrelazado, no tiene sentido separar lo que en
realidad está relacionado. Todo existe de una manera «y» de la otra... y
de muchas maneras más, porque todo es flujo.

EL PRINCIPIO DEL PLACER

El ego tiene un punto de partida muy instintivo: procurarse placer y


evitar el dolor. El principio del placer, según las sugerencias de Freud y
su teoría psicoanalítica, se basa en la economización de los recursos
psíquicos de los que disponemos, es decir, que los actos humanos están
determinados por la percepción anticipada del placer o displacer que
puede generarnos una acción y sus consecuencias. Hay tensiones y
excitaciones placenteras y otras desagradables. Como en la bolsa, la
mente está pendiente de qué tensiones van a subir o de cuáles van a
bajar. Compramos placer y vendemos displacer.
Este mecanismo psíquico, no obstante, puede convertirse en una
perfecta esclavitud. La experiencia de cultura hedonista que vivimos
antes de la crisis es una buena prueba de ello. Aquellos que se han
desarrollado en este tipo de sociedad —tildada de «sociedad Nespresso»
por su instantaneidad— se caracterizan por la inmediatez y la baja
tolerancia a la frustración. Todo tiene que ser ya, sin espera, porque la
espera es, de por sí, angustiante. No puede haber frustración, todo tiene
que ser cuando quiero, como quiero, donde quiero y con quien quiero.
La frustración, en cambio, revierte en rabia, en odio contra todo, como
en el caso de esos hijos que acaban maltratando a sus padres.
El principio del placer se contrarresta con el principio de realidad.
Madurar conlleva la aceptación de cada momento con sus diversas
manifestaciones, así como la integración de nuestros estados internos.
La vida no es solo un divertimento, sino, a veces, un drama doloroso o
un desconcierto caótico. Entender ese vaivén de la vida y aprender a
gestionarlo con serenidad es un acto de sabiduría. Pero para ello hay
que superar las ansiedades de nuestro niño interior.
El principio del placer es el principio de los niños. Y eso está bien
cuando se pasa por la niñez y sospechoso cuando uno empieza a
hacerse mayor. Muchas personas sufren el síndrome de Peter Pan, es
decir, solo piensan en pasarlo bien y en rehuir responsabilidades y
compromisos. Hay otras que padecen el síndrome de Ana Karenina, o
sea, viven solo de las exaltaciones pasionales y de enamoramiento en
enamoramiento. Todo es un vivir gozoso a través de los sentidos, la
cosa a la que más se apega el ego.

EL APEGO

Junto con la reactividad, el apego es uno de los motores del ego. Se


trata de una experiencia que nace en la infancia, como consecuencia de
la relación del bebé con la figura que lo cuida. Porque no solo lo lava, le
quita las caquitas y lo viste adecuadamente. Mientras lo hace, le canta,
lo masajea, lo besa, le hace carantoñas y cosquillas. Cuidador y cuidado
establecen un vínculo a través del cual quedan apegados
emocionalmente. Se necesitan el uno al otro.
Una experiencia similar es la que ocurre, ya de mayores, cuando les
tomamos cariño a sujetos y a objetos. Los asociamos con nosotros, son
extensiones nuestras, como algo que forma parte de uno mismo. Solo
así se puede entender a los aficionados al fútbol, que no comen ni
duermen cuando su equipo pierde. Están identificados del todo con él.
De esta manera, se van acumulando apegos y con ellos el sufrimiento
ante la perspectiva de vernos separados de ellos. Dejar esta vida, morir
con tantos apegos es la peor de las muertes. ¿Cómo se va a marchar uno
al más allá dejando tantas cosas en el aquí? No puede, y sufre lo
indecible por ello. Aguanta todo lo que es capaz. No vive, pero
tampoco deja vivir. ¡Qué entrañable, pero qué duro acaba siendo el
apego!
Las tradiciones espirituales suelen decir: «Ojalá hayas muerto cuando
mueras.» Es una manera de decir que, cuando llegue el momento de
expirar, hayas aligerado completamente tu vida. Nada de posesiones,
nada de apegos. El ego busca el apego y a la vez lo teme. Sabe que le
hará sufrir, pero, por el principio del placer, echadas las cuentas, debe de
compensar más vivir apegado que vivir vacío.

LA IMPOSIBILIDAD DE ACALLAR LA MENTE


Uno de los síntomas de la presencia del ego es el ruido mental, la
ensalada o el turbo al que sometemos nuestros pensamientos. La
supervivencia del ego se basa en mantenerse firme, en no permitir que
lo cuestionen, en tener siempre la razón. Para ello, despliega todo su
arsenal de razonamientos, abusa de justificaciones con tal de no perder
la batalla dialéctica con los demás. No le importa manipular, mentir,
avergonzar, chantajear si es necesario, con tal de salirse con la suya. Por
eso se desconecta del corazón, porque este lo traicionaría.
La imposibilidad de acallar la mente tiene como objetivo el control
sobre todas las situaciones. A medida que la mente gana posiciones, las
pierde el cuerpo emocional. La aparición de estados interiores es un
auténtico inconveniente para esa mente que lo tiene todo ordenado,
acorazado (para no sufrir, para que no la ataquen). Si se deja llevar por
lo que siente, puede perder la partida. Entonces se encierra más y más.
Ya no siente, solo piensa.
Es justo decir también que no todas las personas que tienen
dificultades para acallar la mente son egos inflamados. Por el contrario,
es notable que muchas personas, en su intento de entender su mundo
emocional, se dan auténticas palizas mentales. Quieren encontrar
razones para sus emociones. También hay que tener en cuenta los
famosos diálogos internos, es decir, la capacidad de contarnos una y
otra vez la misma película. Al final, nos hacemos adictos a esas vocecitas
como el boicoteador, el culpador, el miedoso, el generador de dudas o el
demonio de las tentaciones.
Vivirnos internamente no es fácil. Los psicólogos sabemos que,
cuando una persona sufre de ansiedad, su mente se dispara, es decir, los
pensamientos van que vuelan. Es como si la desesperación conllevara
también una cascada de pensamientos catastróficos y autolesivos,
imparables en apariencia. Pero esto es solo un estado angustioso que
podemos calmar con una respiración adecuada y cesando de pensar en
lo peor, es decir, tratando de distraer la mente. Por eso lo mejor es
evitar, no el no pensar, sino la ansiedad. Si vivimos más tranquilos, los
pensamientos también lo serán. Eso sí, hay que educar la mente,
observar cómo funciona y dejarla en paz de vez en cuando.
EL CUERPO-DOLOR

Cuando leí por primera vez El poder del ahora, de Eck­hart Tolle,
quedé prendado de esta expresión: el cuerpo-dolor. Entre las múltiples
identificaciones del ego, una de las más arraigadas son las experiencias
que quedan vinculadas al dolor. Cuando te contaba —en el apartado
«Compensaciones y decepciones»— mi experiencia con un grupo de
estudiantes séniors, he mencionado el caso de una señora que lloró
amargamente por su pasado, aunque para el grupo esta escena era una
repetición de su victimismo. Esta mujer estaba atrapada en su cuerpo-
dolor y no sabía cómo salir de ahí. Es más, tuve la sensación de que era
lo último que hubiera querido.
También he comentado nuestra tendencia a convertirnos en adictos a
nuestras emociones, al menos a aquellas que se convierten en una huella
identificativa. El dolor, las experiencias duras, aquella manera trágica de
significar algunos hechos de la vida, produce un estado reconocible del
que no sabemos cómo huir. Cuando quedamos atrapados en él, ya no
sabemos ser de otra manera, ya no acertamos a estar en la vida si no es
desde la desgracia. Tolle profundiza en la herida y habla claramente de
la felicidad del infeliz. Es esta otra paradoja más de nuestra existencia o,
como vimos en la primera parte, una forma más de compensación.
La intensidad de dolor obedece al grado de resistencia al momento
presente, y este a su vez depende de lo fuerte que sea tu identificación
con la mente. Solo se puede salir de ahí abandonando la percepción del
tiempo en tu mente. Si estamos atrapados en el pasado o preocupados
por el futuro, difícilmente se podrá vivir sin miedo y sin sufrimiento.
Solo estando presentes y en presencia podemos romper con ese juego
espectacular del tiempo psicológico. Volver al pasado es revivir de
nuevo el cuerpo-dolor. Por eso, es necesario que el presente sea el
centro fundamental de nuestra vida.
Donde haya resistencia solo cabe, de entrada, su aceptación en el
presente. Es lo que es. Es lo que hay. Aceptar antes que actuar. Rendirse
al ahora con lo que trae. Algunas veces nos devuelve un dolor
acumulado que se ha convertido en una energía tóxica dentro de
nosotros. Es entonces cuando se nos brinda la ocasión de
desidentificarnos de ese material doloroso, de estar con él disolviéndolo
con la luz de la conciencia. Lo contrario es fabricarse una identidad con
el dolor.
Yo y mi sombra

La mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver.

OCTAVIO PAZ

Últimamente han empezado a aparecer documentales y libros que


inciden en el tema, tan interesante como misterioso, de la sombra.
Cuenta Eagleman que el yo consciente es el personaje más secundario
del cerebro. Casi todo lo que hacemos, pensamos y sentimos no está
bajo nuestro control, aunque en apariencia sí lo está porque somos
conscientes del final del proceso. ¿Parece que tomamos decisiones,
verdad? ¿Cómo lo sabemos? ¿Podría ocurrir que cuando creemos que
hemos tomado una decisión, nuestro inconsciente ya hace rato que la
tomó?
Todos los estudios relevantes sobre la materia, como el célebre de
Benjamin Libet, inciden en el minúsculo espacio que nos queda para el
libre albedrío. En su reconocido experimento, demostró que había
partes del cerebro que tomaban decisiones mucho antes de que la
persona experimentara conscientemente un impulso.
Muchas de nuestras acciones, que nos parecen elecciones, son fruto de
nuestros estados internos, los cuales determinan lo que vamos a hacer.
Aunque tengamos muchos rituales cotidianos a los que nos sometemos
con naturalidad, hay días que los alteramos y no sabemos por qué.
Ahora ya lo sabes: los estados de tu cuerpo dictan sus necesidades.
Llego a casa, y en lugar de cambiarme de ropa como hago siempre, voy
directamente a la nevera. No es lo habitual, pero mi cuerpo manda. Y
apenas soy consciente de tales procesos. Cuando tengo hambre, el foco
de mi atención busca y encuentra restaurantes por todas partes. Cuando
estoy saciado, no los veo.
Del mismo modo, puede apreciarse que cuando el cerebro hace una
elección, las otras partes pueden inventarse rápidamente una historia
para explicar el porqué. El hemisferio izquierdo actúa como un
intérprete, observando las acciones y el comportamiento del cuerpo y
asignando un relato coherente a esos sucesos. No somos conscientes de
cómo ocurre todo el proceso en nuestro cerebrito. Uno se siente
emocionado, incluso puede distinguir de qué emoción se trata, pero no
sabe cuándo ni cómo aparecerá una emoción. No está bajo nuestro
control.
Todo ello significa que buena parte de nuestros procesos psicológicos
ocurren en el escenario del inconsciente. Por eso recordaba al principio
el poema de Juan Ramón Jiménez: «Soy este / que va a mi lado sin yo
verlo»... es mi inconsciente. Según Jung, el inconsciente lo forman
tendencias infantiles que se reprimen a causa de su incompatibilidad, así
como también todo aquel material psíquico que no alcanza el umbral de
la conciencia. Una parte de ese material ha quedado encerrado en la
prisión del olvido, cumpliendo condena. Es la sombra. Solo que la
condena no es a perpetuidad. Algún día reclamará su libertad, es decir,
integrarse con pleno derecho a tu vida.
Al final, ese que va a mi lado, difuminado, ensombrecido, me conoce
mejor que a mí mismo, porque en él se contiene todo lo que he vivido,
tanto lo que me ha gustado como lo que no. Tanto lo que he visto como
lo que no he querido ver. Tanto lo que me excita como lo que me niego.
Tanto lo bueno que hay en mí como lo malo o defectuoso que no
quiero que vean los demás. Ahí está todo. También las memorias
emocionales, las del sistema al que pertenezco. También los arquetipos
que arrastramos desde el principio de los tiempos. Las huellas más
antiguas de la humanidad también están en mi inconsciente, o en aquel
que hemos creado colectivamente y que Jung denominó inconsciente
colectivo.
Cuando un individuo hace un intento para ver su sombra, se da
cuenta y quizá se avergüence de cualidades e impulsos que niega en sí
mismo, pero que puede ver claramente en otras personas. Jung cuenta el
arquetipo de la sombra como la representación de los rasgos
inaceptables, antisociales, aterradores, irracionales y hasta malvados que
ponen en cuestión la imagen consciente que tenemos de nosotros
mismos y nuestra sensación de racionalidad y de control mental.
¿Quién no ha sentido tendencias egoístas? ¿Quién no ha mirado con
deseo a alguien que a la vez rechaza ante los demás? Muchas personas
que han luchado contra la homosexualidad eran homosexuales que no
se querían reconocer como tales. ¿Quién no ha sentido pereza, pero en
cambio critica ferozmente a los perezosos? ¿Quién no atormenta a las
personas que hacen lo que les da la gana, porque no se lo ha permitido
en toda su vida por obediencia?
Todo lo oculto como fantasías, planes e intrigas; negligencias y
cobardías; apego al dinero; necesidad de posesiones, en fin, todos los
pecados veniales que podamos imaginar y sobre los que decidimos que
«nadie se va a ente­rar» o que «¿por qué no hacerlo si todo el mundo lo
hace?» acaban en el saco de la sombra. Al hacerlo así, la persona se
escinde. Queda dividida en dos y se vive diferente de puertas adentro
que de puertas afuera. Con el tiempo, uno vive encerrado en su máscara
creyendo que representa a su ser verdadero. Pero no es así. La máscara
hace todo lo contrario: enmascara la realidad y a nosotros mismos. Nos
hace malvivir de ilusiones.
Suelo contar el caso de aquel padre que ve salir a su hija, un sábado
por la noche, vestida con una falda muy corta y maquillada en extremo.
Entonces hace un comentario del tipo: «¿Dónde vas con esta pinta?,
pareces una cualquiera.» La hija, sorprendida, le cuenta que viste como
la mayoría de sus amigas y los dos inician una agria discusión. No
obstante, la madre, que ha estado atenta a lo sucedido, se pregunta:
«¿Por qué se fija tanto en este aspecto?» Podría darse el caso de que sea
ese padre que censura a su hija el que va mirando deseoso a jovencitas
en minifalda. Sin darse cuenta, el padre está manifestando su sombra.
Lo que ve fuera es un reflejo de lo que se mantiene oculto dentro de él.
Lo critica fuera, pero lo reprime dentro.
Pero no solo la sombra nos escinde. Para Jung, también lo hace el
arquetipo del alma (recuerda que un arquetipo es una pauta universal
de la experiencia humana). La imagen del alma es un conjunto complejo
de ideas relativas a nuestra relación con nuestra propia mente. El alma
sería una personificación arquetípica del inconsciente, el cual se
experimenta como una personalidad diferente al yo de la mente
consciente. Dicho de otro modo, se trata de la relación que
establecemos con esa parte oculta, misteriosa e incluso fascinante de
nosotros mismos. Es la que nos crea la ilusión de que dentro de
nosotros existe otro.
Una de las tareas ineludibles para una vida consciente e integrativa
pasa por reconocer, aceptar e integrar esas partes nuestras con
apariencia innoble, pero que contienen una sabiduría que no
alcanzamos a comprender. Solo iluminando la sombra esta dejará de ser
esa condenada a perpetuidad. Solo liberándola te liberarás de tus partes
egoicas, de tus defensas desproporcionadas y reactivas. ¿Y eso cómo se
hace?
La sombra se teme porque puede aparecer de forma inconveniente,
impulsiva o impensada. Ese comentario que no hacía falta; esa broma
que se convirtió en impertinente; ese lapsus que reveló una intención
opuesta a lo que estábamos diciendo. La sombra nos acompaña, aunque
de forma difusa, y se expresa travestida en los sueños. En muchas
discusiones, cuando te parezca que estás perdiendo el control o que
aparece una agresividad insospechada, se presenta una gran ocasión para
darte cuenta de que esa reactividad enmascara tu sombra. Ahí la tienes.
Y en ese momento puedes aprender de ella. Esas reacciones impropias
de ti sirven para que las profundices. Medítalas. Ponlas frente a ti y
simplemente observa lo que sucede sin apegarte ni juzgar, sin
interpretar ni justificar. Deja que la sombra ocupe su espacio en el
silencio. Cuando emerge, la luz de la conciencia la ilumina.
Existe otro modo de observar tu sombra. ¿A qué te resistes? ¿Qué no
quieres alejar de tu vida, aunque se haya convertido en un
inconveniente? ¿Qué se repite de forma constante? ¿A quién no
soportas hasta el punto de que te produce auténtico asco? (Recuerda
que el asco es una emoción básica.) ¿A qué tienes manía? ¿Quién se
parece a ti que no puedes ver? ¿Qué te impide ahora mismo realizar ese
cambio que quieres en tu vida? Si te apetece contestar a alguna de estas
preguntas, tal vez encuentres el hilo por el que comenzar a desenredar
la madeja de tu sombra. Te puede servir la famosa frase: «Lo que se
resiste persiste, lo que se acepta se transforma.» Sin aceptación, todo se
convierte en sombra.
Creencias, identidad, inconsciente, sombra, ego, mente, ilusiones,
compensaciones, sufrimiento, expectativas, tendencias, guiones de
vida... El mundo psicológico se ha puesto de moda en los últimos
tiempos y quien más quien menos ha realizado algún acercamiento a
eso que llamamos «desarrollo personal». Puede que haya
experimentado esa sensación de que algo por dentro se ha movido.
Tarde o temprano la vida nos invita a bucear en nuestro interior. Ha
llegado la hora de conocernos a nosotros mismos y resolver esos
estados ilusorios de la mente que nos mantienen dormidos.
TERCERA PARTE

COSAS QUE RESOLVER ANTES DE ENCONTRAR LA


ILUMINACIÓN

Encontrarse a sí mismo —el sí mismo— es el ideal de la sabiduría desde la autoconciencia


humana.

RAIMON PANIKKAR
Conócete a ti mismo

El saber nos permite advertir la diferencia entre lo real y lo ilusorio.

SESHA (VEDANTA ADVAITA)

Cuando observo los caminos de mi propio autoconocimiento es


inevitable que me traslade a la adolescencia. Ya por entonces, una de las
prácticas más estimadas de los grupos a los que pertenecí era explorar
en «nuestra manera de ser», en deleitarnos descubriendo la conducta
humana. Claro que, a esa edad, más que una búsqueda de la verdad lo
que intentábamos era comprender la exaltación de nuestras hormonas y
acercarnos a un ideal de ser, una mixtura de las figuras de nuestra
formación cristiana y escritos como El profeta, de Jalil Gibran.
Componíamos futuros entre el compromiso social y político del
momento, en plena recuperación democrática, con cantos a «Ítaca», el
poema de Konstantinos Kavafis que nos aprendimos de memoria, a la
vez que entonábamos la melodía creada por Lluís Llach.

Cuando salgas en el viaje, hacia Ítaca


desea que el camino sea largo,
pleno de aventuras, pleno de conocimientos.
[...]
y viejo ya ancles en la isla...

Más adelante, llegó la etapa que denomino «egoica». Dedicado de


pleno al mundo del teatro, la radio y la televisión, un cierto éxito se me
subió a la cabeza, hasta que oí a mi amigo Josep Bofill, de Palafrugell,
decirme: «¡Estás inaguantable. No se te puede decir nada!» Es curioso,
porque esa etapa tan rica en logros externos (reconocimiento social,
influencia, dinero, aventuras...) fue la que empeoró mi ego y mi salud.
No fue hasta que encontré al que ha sido mi maestro, Oriol Pujol
Boratau, a quien cito en todos mis libros, que mi vida empezó a virar
hacia el autoconocimiento.
Una de las primeras consecuencias de la introspección es darte cuenta
de que tu vida no es lo que te habías imaginado y que existen hábitos
mentales, con sus conductas consecuentes, que, siendo limitantes, se
han normalizado bajo la creencia de que uno es como es. Dicho de otro
modo, convertimos en normal lo anormal. Normalizamos la pauta
errónea, nos acostumbramos a ella y luego nos resistimos a cambiarla.
Somos neuróticamente normales.
Carl Rogers nos propone una pregunta básica: ¿estoy viviendo de una
manera que me satisface plenamente y que me expresa tal como soy?
No es una pregunta cualquiera, sino la más importante que se puede
plantear el individuo creativo, quien progresivamente sentirá que el
foco de evaluación se encuentra en él mismo, que no necesita la
aprobación o reprobación de los demás, que es en definitiva el
propietario de las pautas por las que se rige su vida, de las elecciones y
de las decisiones que va tomando.

Reconocer que soy yo el que elige y que yo soy el que determina el valor que una
experiencia tiene para mí es algo que enriquece, pero también atemoriza.

Un coetáneo de Rogers, Erich Fromm, escribiría sobre ese temor a


elegir en El miedo a la libertad, un clásico que reflexiona sobre el miedo
a las consecuencias de nuestras elecciones, el temor a equivocarnos, el
temor a tomar las riendas de nuestra vida. Pero, si no lo hacemos
nosotros, ¿quién lo hará? Si no lo hacemos ahora ¿cuándo lo haremos?
Si no sabemos cómo, ¿queremos aprender?
Claudio Naranjo, en su investigación Carácter y neurosis, pone de
relieve esas «ilusiones» que condicionan la búsqueda del ser. Por lo
visto, lo buscamos allá donde no puede encontrarse: en el espejismo o la
trampa de la apariencia. Una personalidad condicionada acaba
sufriendo en carne propia la disminución de la experiencia de ser a favor
de la confusión de sus ilusiones y pasiones. Mientras que su pretensión
es llenarse de gozo, la conclusión es que acaba sufriendo, sin llegar a su
ser profundo, porque ha embarrancado mental y corporalmente, se ha
perdido en su propio laberinto emocional.
A partir de ahí nace la exploración en uno mismo, que puede ir más
allá de una mera actualización de conductas desechables. Lo habitual
suele ser una revisión de cómo vivimos, de la satisfacción que sentimos
de ser como somos y de cómo consideramos que debería ser nuestra
vida si pretendemos vivirla con plenitud. Eso ocurre cuando la
respuesta a la pregunta de Carl Rogers es negativa. Si nos damos cuenta
de que nuestra vida no se está viviendo satisfactoriamente, si no expresa
todo nuestro potencial, si no sentimos ser los protagonistas de nuestra
propia historia, entonces habrá que tomar cartas en el asunto.
Llegados a este punto, algunas personas se sienten tentadas a cambiar
bajo el síndrome del «reinventarse», empezando por sus trabajos, sus
relaciones de pareja, quizá su familia, el lugar en el que viven, etc. Es
una tentación que conviene evitar, al menos al principio del proceso.
Después de realizar un curso o taller de desarrollo personal, el impacto
suele ser de tal magnitud que hay quienes encuentran la gran excusa
para cambiar lo que andaba torcido en su vida. Pero es una
precipitación. En lugar de disponer de más recursos para afrontar sus
dificultades, lo que hacen es huir o esconderse bajo el gran argumento
de su transformación o realización personal.
El autoconocimiento es una actitud de por vida, no tan solo un
proceso temporal, ni mucho menos una moda. De ahí que todo va
sucediendo por maduración y no por compulsión. Si bien disponemos
de metodologías que propician cambios rápidos de conducta, hay que
saber que los cambios en profundidad se producen a nivel inconsciente.
Hasta que no se asientan ahí, seguimos siendo unos aprendices.
Existen ciertos antecedentes a los que podríamos adjudicar la razón de
ser del autoconocimiento. Para ello hay que trasladarse inevitablemente
al templo de Apolo en Delfos, en concreto al frontispicio, en el que
pueden leerse los preceptos más importantes de los siete sabios griegos.
Entre ellos, destaca gnothi sauton («Conócete a ti mismo»).
En su libro Tecnologías del yo, Michael Foucault habla sobre un
grupo de prácticas del final de la Antigüedad conocidas como
epimelesthai sautou («el cuidado de sí», «el sentirse preocupado,
inquieto por sí»). Dicho precepto era para los griegos uno de los
principios básicos de las ciudades, una de las reglas más importantes
para la conducta social y personal y para el arte de la vida.
Foucault explica que, a partir de la aparición del cristianismo, se
consideró el cuidado de sí como una inmoralidad, mientras que la
salvación consistía justamente en la renuncia de sí. En la cultura
grecorromana, el conocerse a uno mismo se presentaba como la
consecuencia de la preo­cupación por sí. En el mundo moderno, el
conocimiento de sí constituye el principio fundamental: conocerse a
uno mismo es desvelar nuestra naturaleza espiritual, alcanzable solo
mediante la renuncia al ego. ¿Cómo alcanzar la gloria si estamos
demasiado entretenidos en nosotros mismos?

Convendrá que para que tú le halles [a Cristo], olvidadas todas las tuyas [cosas] y
alejándote de todas las criaturas, te escondas en tu retrete interior del espíritu.

SAN JUAN DE LA CRUZ,


Cántico espiritual

El punto álgido del autoconocimiento contemporáneo se produce con


la emergencia de la psicología humanista. La preponderancia de las
visiones psicoanalítica y conductista a mediados del siglo pasado se vio
alterada por la aparición de la que se conoció como tercera vía.
Abraham Maslow, Carl Rogers, Gordon Allport y James Bugental
fundaron en 1961 la Asociación de Psicología Humanista. Nacía una
nueva mirada sobre el potencial humano que enfatizó el valor
fenomenológico, es decir, la importancia de la experiencia propia y la
voluntad de dotar de sentido la vida y alcanzar la realización personal.
Muchos descontentos con la visión psicoanalítica (Eric Berne, Fritz
Perls y los ya citados como fundadores) alcanzaron su mayor
creatividad en los Estados Unidos de los años sesenta del siglo pasado,
concretamente en la increíble California, en el Big Sur, y, en especial, en
un espacio referencial: el Instituto Esalen. Ahí se dieron cita los grandes
exploradores del autoconocimiento: Fritz Perls ahondaba en la terapia
Gestalt, Berne se hacía famoso con el análisis transaccional (AT) y
Maslow teorizaba sobre la pirámide de necesidades, la cima de las cuales
eran la autorrealización. William Schutz y los grupos T revolucionaban
los grupos de encuentro, mientras que los enfoques corporales fueron
una de las claves del cambio: el Rolfing, el método Feldenkrais, la
técnica Alexander y la reconocida bionergética de Alexander Lowen,
inspirada en la obra de Wilheim Reich. Por allí sermonearon Alan
Watts, el conductista Skinner o Gregory Bateson, el afamado
antropólogo.
Por cierto, el Instituto Esalen sigue funcionando de la mano de su
creador, Michael Murphy, seguramente el gran impulsor del potencial
humano que ahora todos creemos descubrir después de un curso. No es
que lleguemos tarde, aunque está casi todo inventado. Somos una nueva
generación que explora lo que inspeccionaron antes los primeros que
creyeron que el ser humano era algo más que una caja oscura
(inconsciente) o un animal que aprende por condicionamiento
(conductismo). La capacidad de exploración viene hoy acompañada de
los avances en neurociencia y en física cuántica. Todo empuja a saber
cómo somos y también a descubrir nuestra naturaleza más profunda.
Como dice Murphy:

Tengo el convencimiento de que todos los seres humanos podemos acceder al


Sustrato del Ser, a Dios o a la luz, y de que nuestra tarea vital consiste en establecer
contacto con ese Sustrato, ya sea a través de la meditación, la plegaria, la amistad, la
música o el deporte, y traerlo a la vida cotidiana.

Desde entonces, los procesos de autoconocimiento se orientan en tres


direcciones: ¿quién soy yo? (cuál es mi naturaleza), ¿cómo soy yo? (mis
hábitos mentales, emocionales; mi psicología, para que nos entendamos)
y ¿cómo quiero vivir? (proyecto y sentido en la vida). Gran parte de los
problemas que tenemos se basan en empezar la casa por el tejado, es
decir, damos mucha importancia a cómo queremos vivir y con quién,
antes de haber resuelto el «¿Quién soy yo?». Tarde o temprano, las
situaciones de la vida cada vez más complejas nos impulsarán a
hacernos la pregunta del millón. Ahí es donde empieza el
autoconocimiento. O no.
Sobre la necesidad o no de autoconocerse

Conócete, acéptate, supérate.

SAN AGUSTÍN

Observo que, ante la idea del autoconocimiento, se suelen manifestar


cinco grandes tendencias:

1. Los que lo ven como un peligro.


2. Los que niegan el valor del «auto».
3. Los que ven su necesidad.
4. Los que prefieren su deconstrucción.
5. Los que lo impulsan como el nuevo paradigma.

1. LOS QUE LO VEN COMO UN PELIGRO

Los que pertenecen a la primera tendencia suelen poner la atención en


las consecuencias de la autoexploración. Su argumento vendría a ser
algo así como: «¿Y si no me gusta lo que encuentro?» El temor de
muchas personas se funda en la incertidumbre del proceso. ¿Qué podría
ocurrir si se descubren hechos, faltas, abandonos, traumas o cualquier
trapo sucio que enturbie el presente? Existe una manera de estar en la
vida que consiste en ignorar las causas de las cosas. Puede tolerarse, a lo
sumo, conocerlas, darlas por hecho sin más, sin investigar, sin remover,
cargando con ellas o resignándose a lo que fue, a lo que es o a lo que
será. Incluso hay personas que alientan la ignorancia como factor clave
para la felicidad.
El miedo a saber es, en el fondo, un miedo a hacer, porque todo conocimiento
entraña una responsabilidad.

ABRAHAM MASLOW

Es cierto que algunas personas arrastran vidas complejas. Quizás en


alguna de sus fases han sufrido más de lo necesario. Quizás han sido
víctimas de abusos o chantajes, o han tenido que callar secretos
familiares. A otras les ha tocado lidiar con situaciones inesperadas,
adversidades, decisiones de terceros que las han afectado duramente.
¡Quién sabe todo lo que se esconde bajo una vida!
Existe una falsa impresión consistente en creer que, si se quita el
tapón que impide aflorar nuestros estratos emocionales más profundos
e intensos (como la rabia, el odio, el resentimiento) o los más infelices
(tristeza, miedo, impotencia) ocurrirá algo terrible. O nos haremos
mucho daño, o lo podríamos causar a otros. Quien se encargó de
desmentir esta percepción fue Carl Rogers, el autor de El proceso de
convertirse en persona, quien destacó que, por lo general, cuando una
persona se abre hacia su experiencia, descubre que su organismo es
digno de confianza y siente menos temor hacia sus propias reacciones
emocionales.
Esos temores, esa sensación de destaponar y causar un tsunami, son
solamente una presuposición. En realidad, los estallidos emocionales
forman parte de nuestra respuesta reactiva ante hechos que valoramos
como una amenaza a nuestro ego. Ya Freud determinó los dos grandes
impulsos humanos: la sexualidad y la agresividad. Parte de nuestra
energía se destina a la represión o a la canalización de dichos impulsos,
cosa que no siempre logramos de puertas adentro. Al no dominarlos,
nos enfadamos con ellos, los maltratamos y nos maltratamos,
impidiendo así que apreciemos la información que contienen sobre
nosotros mismos y evitando la oportunidad de aprender a responder en
lugar de reaccionar.
Del mismo modo, hay quienes temen abrirse a la experiencia porque
creen vergonzoso lo que sienten por dentro. No les gustaría que nadie
adivinara el caótico conglomerado que en ocasiones experimentan.
Entonces aprenden a ocultar, a desconectarse emocionalmente, a tirar
de personaje o a callar para no ser descubiertos.

La persona descubre que una gran parte de su vida se orienta por lo que cree que
debería ser y no por lo que es en realidad. A menudo advierte que solo existe como
respuesta a exigencias ajenas y que no parece poseer un sí mismo propio; descubre que
trata de pensar, sentir y comportarse de la manera en que los demás creen que debe
hacerlo.

CARL ROGERS

Quizá, por todo ello, hay quienes eligen velar los recuerdos, evitan
hablar del tema o logran con el tiempo una especie de casi olvido.
Entonces, la exploración interior se convierte en un peligro, en una
plataforma para que el pasado vuelva a sus vidas para amargarlas. Puede
entenderse que prefieran aquel camino que dice: «Agua pasada no
mueve molino» o tal vez la técnica del avestruz. El único problema es
que se bloquea el aprendizaje. No hay feed-back, no hay resignificación
ni integración. A veces, la consecuencia es vivir una vida de evitaciones,
limitada, miedosa o, por el contrario, una repetición continua de la
misma jugada, algo parecido a la reiteración del Día de la Marmota que
tan bien supo escenificar Bill Murray en la película Atrapado en el
tiempo.
Algo diferente les ocurre a las personas que han tomado la decisión de
no vivir sufriendo. Las durezas del pasado se van limando y generan
nuevas miradas y el compromiso certero de no remover lo que saben
que no cambiará, es decir, los hechos. Toda introspección se dirige a la
resignificación de los episodios de nuestra vida. Es imposible cambiar lo
sucedido, pero sí es posible y de­seable interpretarlo de forma que tenga
sensibilidad y sentido. Seguramente, poco existe tan desagradable como
no encontrar significado alguno, ni mensaje simbólico, ni aprendizaje
positivo en los sucesos de nuestra existencia.
A lo largo de mi vida profesional, he asistido a padres que habían
perdido un hijo. Existe una convención en interpretar esta experiencia
como la peor de todas. Si la misma causa o hecho comportara el mismo
sufrimiento y las mismas consecuencias posteriores a todos esos padres,
todos vivirían y sufrirían lo mismo. En cambio, lo que he podido
comprobar es la forma tan diferente de gestionar ese duelo y la
inspiración que ha supuesto para algunos de ellos. Nadie se libra del
dolor.
Sin embargo, encontrarle sentido, leer simbólicamente el mensaje que
conlleva esa experiencia ayudará a sobrellevarla. Además, con el tiempo,
ese significado se ha ido elaborando hasta suponer un camino de
transformación interior y de trascendencia que cierra el círculo de la
muerte para renacer de nuevo. He ahondado más en ello en el apartado
«Cómo trabajar con los estados ilusorios: del curar hablando al curar
callando».
Explorar en uno mismo es una tarea ineludible, sobre todo cuando
nos sentimos bloqueados, cuando perdemos capacidad de gozar y
mantener abierta nuestra ilusión. La vida nos habla a su manera y
muchas veces no sabemos qué ni cómo contestarla. Nos faltan recursos.
Del mismo modo, algunas experiencias nos sumen en el misterio. Ya no
son problemas, son auténticos «I do not know» («No lo sé», «No lo
entiendo»). La dinámica cambiante de nuestras vidas necesita, a
menudo, una revisión y una actualización. Esos son los momentos en
que tiene más sentido la introspección, la capacidad de observar cómo
estamos interviniendo en los sucesos de nuestra vida.

2. LOS QUE NIEGAN EL VALOR DEL AUTO

Los que se instalan en la segunda suposición, en la negación del


«auto», parten de la idea de que difícilmente puede existir una
exploración verdadera si se basa solo en la información que maneja la
propia persona. ¿Quién garantiza que no nos hagamos trampas?
¿Cómo saber si lo que decimos que nos pasa... pasa de veras? ¿No es
una interpretación interesada? ¿Y si los hechos no fueron exactamente
como narramos? La memoria es traicionera, porque es dinámica. Ajusta
continuamente los hechos y las creencias a la visión presente que
tenemos de las cosas. Entonces, ¿qué credibilidad puede tener todo lo
que signifique autoexploración?
Sucede algo curioso: es difícil hallar inmediatamente presente, dentro
de su subjetividad, a ese sujeto con el que nos identificamos nosotros
mismos. Las cosas primero nos suceden, las vivimos, y luego caemos en
la cuenta para observarlas a posteriori. Mientras suceden, no obstante,
nuestra atención no está puesta en lo que nos ocurre interiormente, sino
en dar respuestas, sean proactivas o reactivas. Es por eso que tantas
veces nos arrepentimos de nuestras acciones o reconocemos más tarde
qué acción habría sido la más adecuada.
La introspección, como ya observaron filósofos como David Hume o
Jean-Paul Sartre, revela solo contenidos psicomentales (pensamientos,
sentimientos, imágenes) y no al sujeto que los experimenta. Esa
conciencia del observador precisa de dinámicas como la meditación o,
tal como veremos al explicar la Ventana de Johari, de la intervención de
los demás para mostrar nuestras zonas ciegas. Si hay algo en lo que
coinciden escuelas psicológicas importantes como el psicoanálisis, el
conductismo o la cienci­a cognitiva, es en la escasa fiabilidad de la
conciencia, dado que existen estructuras y actos de conocimiento en
extremos opacos, poco transparentes, que influyen en la conducta de la
persona.
Añadamos a todo ello la visión cuántica del observador. Si el
observador influye en lo observado, al mismo tiempo que practico la
introspección ya estoy alterando aquello que observo, con lo cual
difícilmente puedo acogerme a una realidad inalterable, sino más bien
referirme a un proceso de naturaleza cambiante. Algo parecido mostró
Krish­namurti al afirmar que «el observador es lo observado». El
observador, viendo el contenido, examinándolo, analizándolo o
estudiándolo todo, es el contenido mismo. Si solo existiera la
observación, no existiría el observador, pero resulta que observamos
con la imagen que tenemos previa de nosotros mismos, lo que viene a
equivaler a que observamos desde el pasado. Existe un observador que
se mira a sí mismo y cree que lo observado es una identidad diferente,
separada, de sí mismo. Pero no es así.
Los defensores del poco valor del «auto» tienen mucha razón, aunque
no toda. A nadie de los que proponemos la práctica del
autoconocimiento se nos ocurre dar todo el crédito al «auto». Sin
embargo, ¿quién nos puede informar mejor que uno mismo? No de
toda la verdad, sino de la suya. A la postre, el resultado de todas las
interrelaciones que vivimos en un momento dado se manifiesta en
nuestra corporeidad: lo que se halla más allá del cuerpo solo pued­e
conocerse, concebirse y comprenderse desde el cuerpo. Es como la
prueba del algodón: no engaña.
Desde la perspectiva del flujo, el valor del «auto» se refiere al
momento por el que pasa la persona, sin pretensión de etiquetas
prefijadas. Cuando acompañas a las personas en sus procesos personales
te das cuenta de sus tránsitos, lo que dificulta la estructuración de las
sesiones. Aunque puedan existir «rotondas» a las que siempre se da
vueltas, nunca están en el mismo lugar. Ahí descubres su flujo, por el
que circulamos hasta que pueda contemplarlo en su totalidad.
Una visión más sistémica puede ampliarnos el conocimiento, sobre
todo, de las zonas ciegas de la persona. Por eso sigue teniendo mucho
sentido el trabajo que realizaron Joseph Luft y Harry Ingham, quienes
escogieron las primeras letras de sus nombres para crear la ventana más
conocida después de Windows: la Ventana de Johari.

Área libre
En esta área se encuentran las experiencias y los datos que son
conocidos tanto por nosotros mismos como por los demás.
Área oculta
Contiene informaciones que uno mismo sabe respecto de sí, pero que
los demás desconocen.

Área ciega
Contiene informaciones respecto a nuestro «yo» que nosotros
ignoramos, pero que los demás conocen.

Área inconsciente
Representa aquellos factores de nuestra personalidad de los que no
somos conscientes y que, a su vez, los demás desconocen.

La sencillez y claridad con la que se expresa este modelo es sin duda


una herramienta de alto valor para entender el proceso en el que se
inscriben las relaciones interpersonales. Este sencillo esquema puede
devolver la tranquilidad a los que niegan el valor del «auto». En primer
lugar, porque se tiene en cuenta la parte que depende de las relaciones.
En segundo lugar, y como vimos al principio, porque en la construcción
de uno mismo intervienen factores de carácter social y cultural.
Es evidente que somos parte de una historia que no solo es individual,
sino colectiva. Cabe preguntarse: ¿qué hay en mí que sea
auténticamente mío, al margen de disposiciones orgánicas y
temperamentales? El autoconocimiento siempre es conocimiento de
cómo se ha construido la relación dentro-fuera. Todo lo que creo que
está dentro no deja de ser algo construido en la relación con lo de fuera.
Sería absurdo considerar que existen elementos de orden individual,
separados de todo lo demás. En la vida todo está en relación con todo.

«Poseer una naturaleza» quiere decir que nunca comenzamos de cero, que no
empezamos con las manos vacías; significa, en una palabra, que somos herederos,
biológica y culturalmente herederos.

JOAN-CARLES MÈLICH

La idea del «auto» puede recordar la advertencia del filósofo Odo


Marquard sobre la imposibilidad de absolutizarnos a nosotros mismos,
cosa que olvidan muchos de los discursos que ahora están de moda y
que presentan al ser humano como plenipotenciador de todo. ¿Somos
nosotros mismos quienes, de forma predominante, regulamos nuestra
vida? Muchas personas creen que sí, «absolutamente». Sin embargo,
olvidan el sentido de la contingencia: aquello que en principio podría
haber sido de otra manera en mi vida, pero que, en realidad, no puedo
cambiar. Odo Marquard invita a la aceptación de lo contingente en
nuestra existencia y al simple hecho de que, por lo general, somos más
nuestros hábitos que nuestras elecciones.
Añadiré también que el camino del autoconocimiento es eso, un
camino, pero no el único. Para algunas órdenes religiosas, la
introspección es más bien un estorbo. Consideran que es mejor la
práctica constante de la oración, de la integración progresiva del
mensaje contenido en las Escrituras y vivir una vida activa acorde con
tales principios. Se trata de asimilar el conocimiento y llevarlo a la
práctica («Ora et labora»). En cambio, no hablan de conocerse a sí
mismos.
En eso también estarán de acuerdo los que temen que pasarse el día
removiéndose las entrañas no puede ser bueno. Ciertamente, es una
tentación. Sin embargo, hay que distinguir cuándo es conveniente
dedicar un tiempo a resolver algún aspecto mal gestionado en nuestra
vida, a diferencia de darle demasiadas vueltas y pretender analizar hasta
la papilla que nos dieron de pequeños.
Es necesario prevenir a los buceadores de sí mismos que, muchas
veces, la introspección excesiva es una forma más de manifestación del
ego e incluso de una sutil maniobra de autotortura o victimización.
Entonces, en lugar de reforzar el aprendizaje, lo que se refuerza es el
patrón de dolor al que se vuelve siempre. Una cosa es ir al encuentro del
sí mismo, y otra bien diferente «ensimismarse».
«El movimiento se demuestra andando», decimos a veces,
metaforizando la necesidad de descubrirnos en nuestras acciones. De
nada servirá dedicar horas, días, fines de semanas enteros a desentrañar
nuestros condicionamientos si después no se traducen en actitudes
concretas y saludables en la vida cotidiana.
3. LOS QUE VEN SU NECESIDAD

Para los que prefieren la tercera opción, el mantra es inequívoco: la


responsabilidad personal. El proceso de exploración interior es una
consecuencia de llegar a la conclusión de que uno vive su propia vida y
de que, ante todo, rinde cuentas a sí mismo. Atañe a la forma en que
está interpretando la realidad, o sea, sus creencias, a la gestión de sus
emociones y al sentido que quiera dar a su existencia.

El mal no se encuentra en las circunstancias, sino en la opinión que nos hacemos de


ellas.

EPICTETO

El tema de la responsabilidad personal es como la primera lección. Sin


asumirla, difícilmente se puede avanzar en el camino del desarrollo
personal. Recuerdo una pregunta que suelo hacer a los participantes en
cursos: «¿Aceptas que estás viviendo la vida que has escogido vivir?»
Después de pensárselo un poco, algunos deciden que no, que no
aceptan haber escogido la vida que están viviendo. Creen de veras que
mandan las circunstancias (que si no hubiera ocurrido aquello o lo
otro..., que no decidieron la muerte o enfermedad de sus seres queridos,
etc.). Centran la atención en los hechos, como si ellos mismos
contuvieran la forma en que deben ser vividos.
Cuando la vida se contempla así, nos victimiza, somos presos de los
acontecimientos sin opción a liberarnos de las pesadas cargas del
pasado. Más tarde entienden que cada uno decide cómo vivir aquello
que le ha tocado vivir, aquello que le ha sucedido. Esa es la
responsabilidad personal. No podemos ajustar el mundo y sus sucesos
como quisiéramos; en cambio, podemos decidir cómo interpretarlos.
Un pensamiento más inflexible es el que mostró Nietzsche: «Si no
quieres volver a vivir tu vida de nuevo, entonces es que no la has vivido
bien. ¿Por qué estás haciendo ese trabajo ahora si no querrías tener que
volverlo a hacer en tu próxima vida?» Para el filósofo, la grandeza de
vivir consiste en aspirar a vivir de tal manera que quera­mos el eterno
retorno de todos y cada uno de los momentos de la vida vivida.
Hay que decir que ese mantra de la responsabilidad personal
pertenece fundamentalmente a los existencialistas. No es que sean los
propietarios de los derechos de autor, pero, al menos, en su filosofía
esbozan un criterio claro: tomar el control sobre la propia existencia,
siendo auténticos y dejando de poner excusas. Eso es ¡empoderarnos!
No podemos crearnos una vida honesta y digna de ser vivida a partir
de un cuento de hadas, lo que se asemeja en mucho al título de este
libro. Eso que llamamos «mundo» o «realidad» es para cada persona un
producto de la actitud con la que se acerca a ellos. Tiene relación con
nuestra capacidad de elegir, con nuestra libertad. Y toda libertad, al
menos para los existencialistas, conlleva asumir responsabilidades.
Como vimos en el capítulo dedicado a las creencias, los ladrillos de
nuestros pensamientos están hechos de lo que creemos. Al hablar de
responsabilidad personal, estamos también manifestando la importancia
de tomarse en serio aquello que nos metemos en la cabeza. El segundo
mantra del autoconocimiento bien podría ser: «Creer es crear.»
Una de las razones para favorecer el autoconocimiento consiste
precisamente en entender esos procesos que suceden entre las creencias,
las emociones y la conducta. Aunque mucha gente lo intenta, no es
defendible hoy en día justificar nuestros comportamientos más
limitantes con un «Yo soy así». Es como si a alguien que acaba de
cometer un delito se le eximiera por «su carácter», porque es
«demasiado emocional» o porque «no supo controlarse». Cabría
considerar si, en realidad, aún se cometen tantos delitos y faltas porque
la gente no se conoce, da rienda suelta a su imaginación y desboca sin
pudor sus emociones. Si la primera lección es la responsabilidad
personal, ya no podemos andar excusándonos todo el día.
Se puede defender la necesidad del autoconocimiento porque es una
de las bases de nuestra libertad. Poder disolver nuestros malos hábitos,
los nudos de nuestra mente y los bloqueos emocionales es, ante todo,
liberador. Solo hay que ver las caras de las personas cuando han podido
soltar lastre. Lo dicen todo. Sanan, recuperan energía, fluyen, son más
creativas, amorosas y plenas. El empoderamiento no es otra cosa que la
recuperación de la capacidad de gobernar nuestra propia vida, al menos
en aquello que está en nuestras manos, en nuestra mente y en nuestro
espíritu. Lo bueno es que repercute de forma positiva en los demás y en
el mundo que nos rodea.
Existe otra razón que justifica el autoconocimiento. Como observó
Helmuth Plessner, el ser humano vive con tensión entre lo que uno es,
por un lado, y lo que desearía ser, por el otro. Antonio Blay hablaba del
yo-idea (quien creo ser) y el yo-ideal (quien me gustaría ser). Para el
eminente psicólogo, esta tensión está basada en un mal supuesto: que
tanto la idea como el ideal son ciertos, cuando en realidad son meras
ilusiones. No obstante, son ilusiones que causan dolor. Este es el punto
de vista del filósofo Joan-Carles Mèlich:

No existe «condición humana» porque lleguemos a ser lo que somos, sino todo lo
contrario, porque no lo hacemos, porque queremos ser de otro modo, porque no
queremos ser lo que somos. Y no queremos serlo porque no nos satisface el mundo
heredado.

Esta tensión que aparenta ser irresoluble, nos acarrea sufrimiento,


porque no acabamos de coincidir con nosotros mismos, no acabamos
de ser todo lo firmes, coherentes e íntegros que quisiéramos. A su vez,
esa lucha nos caracteriza, nos humaniza. Quizá porque esto es así, los
estoicos reflexionaron sobre la postura de la aceptación de la vida tal
cual es y de aceptarnos tal cual somos, con la incertidumbre a cuestas,
con la precariedad de reconocer que nunca acabamos de ser como
quisiéramos y que tampoco sabemos definir con toda claridad quién
querríamos ser.
Antonio Blay nos invitaría a explorar en el yo-experiencia, en la
conciencia del momento, sin necesidad de etiquetar el ser o el no ser.
Podemos atormentarnos con la pregunta «¿Quién soy?» o podemos
vivir en ella: gozar del ahora y del aquí, aunque, cosas mías, a mí me
gusta más llamarlos «Origen» y «Presente».

4. LOS QUE PREFIEREN SU DECONSTRUCCIÓN

¿Para qué tanto autoconocimiento, si resulta que, al final, de lo que se


trata es de desprenderse de lo conocido por su naturaleza
condicionante? ¿Hasta qué punto el querer saber tanto no se convierte
en una barrera para lograr adentrarse en el misterio de la vida? ¿Cómo
penetrar en el vacío, si uno está tan lleno? Darle tanta importancia a los
hábitos mentales, ¿no es otra forma de identificación y de apego?
Algunas personas se inclinan más por el proceso de deconstrucción de
la personalidad antes que invertir tiempo y energía en «pretender ser»
de esta o de aquella otra manera. Han decidido que lo mejor es
simplemente «ser», sin más añadidos ni etiquetas. Así, se distinguen dos
entidades diferenciadas: el ego y el sí mismo.

Mientras que en el Ego las leyes que imperan son las del desear y tener, el Sí mismo
actúa basándose en las leyes del ser y el dar. Del Ego se transita al Ser a través de
diversas crisis de crecimiento, cuando las estructuras y enfoques mentales dejan de ser
operativos y funcionales y se resquebrajan.

ASCENSIÓN BELART

Esas dos entidades tienen a su vez una traducción en la forma de vivir


de Occidente y de Oriente. En nuestra tradición, nos distinguimos por
la construcción de una personalidad fuerte, competitiva, orientada al
logro, con autoestima, controladora y sometida a un tiempo lineal (todo
empieza y acaba). De forma diferente, en Oriente se considera al ego
una estructura irreal (maya), defensiva, en contra de su estar en la vida
más fluida, entregada al misterio de la vida espiritual y orientada a un
tiempo circular (todo acaba para volver a empezar). Otra forma de
diferenciarla sería esta: en Occidente tendemos a vivir en un pleno
vacío, mientras que en Oriente tienden al vacío pleno.
Para los buscadores de verdad, el proceso de «vaciarse» es una
condición. ¿De qué hay que vaciarse? De toda la carga de creencias y
hábitos, tanto mentales o emocionales como comportamentales, que se
han adquirido a lo largo de nuestras etapas más tempranas, cuando la
necesidad de vínculo y de protección, junto con las inclinaciones
temperamentales, moldearon una manera de responder ante los retos de
la vida. Son nuestras cargas del pasado.
Gran parte del proceso del autoconocimiento bien podría entenderse
a la inversa. Más que crecer, consiste en decrecer, en andar vaciándose y
no llenándose más de conceptos, creencias e imágenes sobre nosotros
mismos. Al final, la jugarreta del ego consiste en un mero cambio de
cromos: «Ahora ya no soy tan niño, soy más adulto, he crecido.» En
realidad, detrás de dicha afirmación, que podría firmar cualquier
persona que ha realizado algún proceso de autoconocimiento, lo que
sucede es que ha cambiado su imagen interior. Ha cambiado el cromo.
Ahora se ve más adulto, ya no se inclina por su niño. De acuerdo. Pero
sigue jugando con cromos.
El camino del «vacío» no pasa por la proyección de más imágenes de
cómo somos y, peor aún, de cómo se supone que deberíamos ser. Más
bien consiste en dejar de proyectarlas. Por eso gana en adeptos la
meditación. Y, con ella, el silencio. El tiempo que destinamos a resolver
conflictos psicológicos puede invertirse en meditación, la cual puede
tener como efecto secundario la obtención de una visión más sanadora
de esos mismos conflictos. La meditación no consiste en un espacio
calmado de reflexión cognitiva, sino la generación de un espacio interior
de silencio, de quietud mental, de conexión más profunda, lo que
conlleva un cambio transformador en la visión de lo psicológico.

Los problemas de la mente no pueden resolverse en el nivel mental. Una vez


comprendida la disfunción básica, no hay mucho más que aprender o entender.
Estudiar las complejidades de la mente puede convertirte en un buen psicólogo, pero
eso no te llevará más allá de la mente.

ECKHART TOLLE

Hay que advertir, eso sí, de que una cosa no sustituye a la otra. Del
mismo modo que no podemos entretenernos eternamente en nuestros
malestares psicológicos, también es necesario sanar las heridas de
nuestro proceso de individuación. De lo contrario, la meditación y los
procesos de «vacío» se pueden convertir en una excusa barata para
esconderse, para ceder la responsabilidad propia a otras entidades,
llámense una corriente espiritual, un maestro, unas enseñanzas, una
comunidad iluminada o el pensamiento único que subyace tras la
propuesta de un nuevo paradigma o una nueva conciencia.

5. LOS QUE LO IMPULSAN COMO EL NUEVO PARADIGMA


La relectura de La conspiración de Acuario, de Marilyn Ferguson, me
causó un fuerte impacto. Cada palabra, cada frase, cada capítulo del
libro es un calco fidedigno de la situación que estamos viviendo
actualmente, conocida como «nuevo paradigma» o «nueva conciencia».
El libro hace una descripción muy detallada de todo este movimiento,
aunque hay que añadir un pequeño detalle: el libro fue escrito en 1980.
Han pasado más de treinta y tres años. Este hecho despierta en mí
algunas reflexiones.
Del mismo modo que ocurre cuando sales de según qué cursos o
conferencias sobre estos temas, al acabar de leer el libro descubres la
sopa de ajo y te convences de que hay miles o millones de personas que
están viviendo exactamente lo mismo. Que formamos una gran
comunidad de seres cuya revolución es la «re-evolución», es decir, la
transformación a partir del cambio interior. Una transformación, por
otro lado, que se consume a una velocidad de vértigo. El cambio es
rápido y mayoritario. Estamos doblegando el viejo paradigma para dar
paso por fin a la nueva era, Acuario, que supere las malas artes de Piscis.
No obstante, después de treinta y tres años de su inicio como
movimiento en Estados Unidos, no existe una clara evidencia de que ese
país haya vivido la transformación intuida. Incluso los hay que
hablarían de regresión. Es lo curioso que tiene analizar un libro de
proyecciones y revelaciones futuras al cabo de unos años. ¿Esto
significa que aquella visión de los setenta no fue más que un desvarío de
cuatro iluminados? ¿Para qué nos puede servir a nosotros?
Una de las lecciones más importantes que aprender es que un proceso
de transformación requiere su tiempo. Aunque puedan existir avances o
saltos cuánticos, lo cierto es que nuestro inconsciente tiene sus límites a
la hora de anidar nuevas formas de vivir. Ampliar las costuras de
nuestra mente y rediseñar nuestra neurología no es cosa de coser y
cantar. Hará falta constancia, coraje para ahuyentar los miedos en forma
de resistencias y un compromiso firme de establecerse en esa nueva
conciencia. Pero para que todo ello ocurra es necesaria una condición
previa.
En épocas de grandes cambios, las personas tendemos a buscar alguna
clase de estructura. Un nuevo paradigma —tal como esbozó Thomas
Kuhn en Las estructuras de las revoluciones científicas— ofrece un
nuevo marco de pensamiento, un esquema de referencia para entender y
explicar ciertos aspectos de la realidad. Cambiar de paradigma es
cambiar la manera de enfocar problemas viejos. Pero ese cambio de
enfoque no puede ocurrir mientras uno está dentro del problema. Solo
cuando dispone de distancia para observarlo en su conjunto puede
resolverlo.
Lo complejo es que no se puede abrazar un nuevo paradigma sin
soltar el antiguo. No se puede vivir con el corazón partido, ni transitar
pasito a pasito. O te das cuenta, o no. ¿Verdad que alguna vez has
tenido la sensación de comprender algo que siempre había estado ahí,
pero de lo que no te habías dado cuenta? Antes lo veías de una manera.
Una vez has cambiado la mirada, no puedes volver a verlo igual. No
puedes seguir abrazando la idea anterior, porque ha cambiado. Es como
un insight repentino, una comprensión que lo transforma todo. Debe
ocurrir de una vez, como el cambio de forma y fondo en la psicología
de la Gestalt que hemos visto tantas veces en las ilusiones ópticas.

Comprometerse, responsabilizarse de hacer virar la vida hacia los


postulados del nuevo paradigma, implica la capacidad de traducirlos en
actitudes y acciones, en proyectos y en formas de vivir coherentes con
dicha visión. En cambio, observo que lo que muchas personas intentan
es hacer un pastiche espiritual. Saben de todo, pero integran poco. Se
parten en dos, viven a trozos, convencidas de que así irán llegando. Su
vida sigue igual, coloreada, eso sí, de bonitos mensajes y de algunas
prácticas que las ayudan a sentirse mejor (cosa que no es poco). Esa
misma actitud denota que aún no han comprendido lo esencial: todo
puede ser de otra manera. El cambio social como consecuencia de la
transformación personal.

Sé el cambio que quieres ver en el mundo.

MAHATMA GANDHI

¿Por qué después de treinta y tres años Estados Unidos sigue con un
aspecto parecido al que siempre hemos conocido? Porque, a pesar de
que muchas personas se adhieren al llamado «movimiento sin nombre»
—rebautizado como «cultura creativa» o «nuevo paradigma»—, en
realidad no están dispuestas a cambiar tanto sus vidas. Es cierto que
adquieren algunas formas de pensar y de vivir más despiertas, gracias a
la psicologización de la vida cotidiana, con un mayor sentido sistémico
y ecológico, además de ciertas prácticas espirituales... pero siguen
apegadas a sus sistemas clásicos de economía, trabajo y familia, a sus
aficiones, a sus posesiones y, en general, a la vida de siempre. No hay
integración, sino dualismo, es decir, viej­o paradigma.
Entonces, habrá que distinguir entre cambio y transformación. ¿Hasta
qué punto quieres transformar tu vida? ¿Hasta dónde quieres
comprometerte? ¿Cómo te quieres responsabilizar en tu evolución?
¿En qué piensas materializar el compromiso? ¿Hay quien se ha creído
de veras que sería suficiente con redecorar su vida y proclamar su
propia república independiente? Una cosa es que el camino se transite
sin prisas, venciendo obstáculos y gestionando la incertidumbre. La
otra es actuar con frivolidad.
Tal vez lo mejor sea que el movimiento no ha cesado y que la
existencia de este libro lo prueba. Aún hablamos de ello, y no lo
hacemos para rememorar algo que sucedió, sino para describir lo que
está ocurriendo: cada vez más y más personas se convencen de que la
vida puede ser vivida de forma diferente, de que la existencia tiene otras
muchas dimensiones. Aquello que hasta ahora parecía reservado a
místicos o poseedores de un conocimiento perenne, pero oculto, está
llegando al corazón de las persona­s para transformarlas. No es cuestión
de fe. Es pura experiencia.
En todo caso, el camino hacia una nueva conciencia requiere de una
condición ineludible: el autoconocimiento. Transformar la conciencia
invita a ser consciente de la propia conciencia. Uno se da cuenta, con
nitidez, de que se está dando cuenta. Es un nuevo ver, un flujo de
atención, que permite la amplitud del «observador» o esa conciencia
interior que permite contemplar los diferentes estados de la mente, las
tensiones corporales, la actividad de los sentidos y los patrones de
creencias; sin juicios, sin interpretaciones, sin proyecciones.

Si las cosas van mal en el mundo, algo va mal dentro de mí. Por lo tanto, si soy
sensible, primero trataré de ponerme bien yo mismo.
CARL JUNG

De nuevo aparece el sentido de la responsabilidad. En este caso, la


voluntad de integrar todos los aspectos de nuestra existencia a partir de
su exploración y del desarrollo de la capacidad de sobrepasar antiguos
límites, superar inercias y miedos pasados y alcanzar niveles de plenitud
impensables hasta ahora. A eso lo llamamos también autoconocimiento.
En resumidas cuentas:
El autoconocimiento es tanto un proceso delimitado, que explora
aspectos de la configuración de una personalidad para transformarlos
positivamente, como una actitud ante la vida de responsabilidad sobre
lo que vivimos, sobre cómo lo vivimos y sobre la repercusión que tiene
en los demás y en el mundo en el que habitamos. De esta manera, el
autoconocimiento puede ser un medio para lograr un mejor desarrollo
personal y también un fin: vivir una vida auténtica, íntegra, amorosa y
plena. O, al menos, intentarlo.
Asimismo, el autoconocimiento es el primer paso hacia un camino de
interioridad que permite reconocer nuestra naturaleza más profunda y
espiritual. No se trata, no obstante, de una única manera de transitarlo.
Hay quien recurre a una vida de acción despierta, una vida basada en el
altruismo o en la capacidad de crear para los demás. Hay quienes
prefieren, en cambio, el camino del silencio, la meditación o la
contemplación. Otros requerirán de vías más organizadas, como puede
ser una religión, un movimiento espiritual o la confianza en un gurú o
maestro.
Lo que queda lejos del autoconocimiento es cualquier proceso que
utilice medios «tortuosos». La exploración interior es un acto de
libertad y de responsabilidad. En su camino pueden aparecer capítulos
dolorosos. Puede crearse una conciencia del dolor que hemos causado a
otras personas. Y puede que, cuando caigan algunas máscaras y corazas
que llevamos puestas, aparezca un vacío insoportable. Son
consecuencias que emergen del propio proceso y que son claves para la
transformación. Por eso, deben ser tratadas con sensibilidad y
conciencia de proceso. Por el contrario, hay que huir de los que centran
el aprendizaje en un camino de sufrimientos, en la culpabilización, en la
humillación o en el abuso. Y he de decir que he visto de todo.
No hay nada peor que la superioridad psicológica o el creer que
poseemos verdades que los demás ignoran. Y que tenemos la misión de
enseñarlos o ayudarlos. Muchas personas no se dan cuenta de sus
problemas, o no saben cómo resolverlos. Es muy fácil, después de un
curso de base psicológica, darles consejos, instrucciones o debilitar a
esas almas perdidas. Ese es un mal camino. Una persona que tiene que
hacerse cargo de situaciones complejas y/o adversas como
enfermedades, crisis, separaciones o accidentes no necesita a un
«concienciado» que la culpabilice por no ocuparse antes de su destino.
Falta aún mucha compasión.
Del mismo modo, se está sobrestimando una conciencia de querer
«ayudar» a los demás. Después de un tiempo de exploración interior,
hay quienes llegan a la conclusión de que nada puede tener más sentido
en su vida que ayudar al prójimo. Y entonces lo abandonan todo para
dedicarse a la gente necesitada de recursos, de amor, de alguien que les
comprenda. Pero estos ayudadores también necesitan vivir, con lo cual
acaban convirtiendo su motivación entusiasmada en un negocio, cosa
nada complicada de hacer en estos tiempos de tanta titulitis.
Cada vez que escucho decir a alguien que quiere hacer cosas para los
demás, le requiero seriamente que revise sus motivaciones profundas.
¿Quién te ha pedido que lo ayudes? ¿Crees verdaderamente que los
demás necesitan que los ayuden? ¿Qué beneficios secundarios tiene
para ti dedicarte a ayudar a los demás? ¿Si tanto te preocupa ayudar,
por qué hacerlo solo en el crecimiento personal? Cuando queremos
auxiliar a una persona, tenemos que tener muy claras cuatro cosas:

Solo la podemos acompañar, porque no estamos dentro de su piel


y de nada sirve nuestra superioridad psicológica o los muchos
conocimientos que tengamos. Eso es más bien un freno. La clave
es «estar con ella», superando la ansiedad de querer resolverle la
vida.
Hay que creer en su propio potencial, estimularlo, crear
condiciones para que pueda obtener recursos. Si partimos de la
creencia de que no sabe o no puede, los primeros que estamos
condicionados somos nosotros mismos.
Debe guardarse el respeto más absoluto a sus decisiones. Está en
proceso y dispone de la conciencia de la que dispone. No
podemos forzarla, ni sirve de nada que creamos tener poderes
sobrenaturales. Nuestra tarea es facilitar. Es malo creer que sanan
gracias a nosotros. A lo sumo, será por la confianza en la relación.
Hemos de tener la humildad de reconocer que también nosotros,
en algún aspecto, necesitamos que nos ayuden.

¿Es necesario el autoconocimiento? La pregunta la tendrás que


contestar tú mismo o tú misma, según cómo te vayan las cosas. Si ahora
te estás comiendo el mundo, todo te sonríe, triunfas, estás ahí, en tu
lucha particular. ¿Para qué complicarte? ¿Y si se estropea todo lo que
ahora tienes de bueno? Lo mismo ocurrirá si llevas una vida estable y
confortable, y quizá prefieras no poner en peligro la zona de
comodidad en la que vives.
No obstante, si algo tiene la vida es que es cambio constante. Canta la
inolvidable Mercedes Sosa: «Cambia, todo cambia.» Entonces, cuando
vienen las épocas de crisis, los vacíos interiores, las incomprensiones
ante el misterio de vivir, los estados de incertidumbre, solo entonces
muchas personas acuden a los terapeutas o se apuntan a cursos de
crecimiento personal. Bienvenidos al camino.
Puede que llegue un día en que te preguntes: «¿Es esto todo lo que
hay en la vida?» Cuando se pierde la fe en un proyecto de identidad,
cuando se pierde la motivación en todas aquellas ilusiones que uno se
había hecho, cuando el resultado de seguir soñando es la frustración, se
entra en un desasosiego vital, una insatisfacción con la propia vida. El
presente pide paso al pasado. Hace tiempo que dejamos de ser lo que
fuimos, solo que ahora lo empezamos a admitir. ¿Qué hacer entonces?
No tengo duda alguna de que el gran propósito del autoconocimiento
es mitigar el sufrimiento y transformarlo. Es el camino que intuyó
Abraham Maslow cuando hablaba de autorrealización. No obstante, no
soy de los partidarios de buscarla afanosamente como un fin en sí
misma. Entre otras cosas, porque cuando nos convertimos a nosotros
mismos en un objetivo nos alejamos de la realidad circundante y de los
demás. La importancia la adquieren los medios, como el
autoconocimiento, como una familia, como una vocación, como un
reto, como una fe, que pueden contribuir a la emergencia de eso que
llamamos estad­o de autorrealización. Conócete a ti mismo. Ten el
coraje de explorar en ese viaje. Y que, viejo ya, ancles en la isla.
¿Arreglos o transformaciones?

No ha cambiado nada. Solo he cambiado yo. Por lo tanto, ha cambiado todo.

MARCEL PROUST

Andando por las calles de Madrid me encontré con una tienda de


costura que tenía un toldo en la entrada que anunciaba: «Arreglos y
transformaciones.» Me eché a reír. Lo consideré perfecto para describir
esos procesos en los que nos metemos los buscadores. El
autoconocimiento acaba por plantear un camino de transformación. El
que entra ya no sale. No vuelve atrás. Ya no puede ser el mismo, pero
tampoco sabe adónde va. Llegados a este punto, hay quien se queda ahí,
ya tiene suficiente con algunos cambios o arreglos. Otras personas, en
cambio, deciden seguir, ahondar, dejar que el camino se haga andando.

Caminante, son tus huellas


el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.

ANTONIO MACHADO

Pocos poemas pueden definir mejor el camino de vida. Lo define


porque lo indefine. También para el poeta se impone la vida oceánica
(estelas en la mar) más que la solidez de estructuras (que no se han de
volver a pisar). Nuestras vidas transitan entre el mar y la playa. Se
tocan, se besan, a veces se atormentan, otras permanecen serenas. Es el
flujo natural. Es el flujo de la vida y del vivir. Llevados por el flujo,
nuestras vidas se transforman si son vividas conscientemente. El resto
son arreglos... que llegan con la edad.
El tiempo es enemigo de la transformación, porque impone
demasiados condicionamientos: ceguera al cambio, resistencias,
aplazamientos. Con la edad ocurren tres cosas: disminuyen las energías,
lo que conlleva una actitud más relajada; afloran las neuras, lo que
comporta fosilizar ciertas conductas que se exhiben con desinhibición;
brota el relativismo y el cinismo ante lo sufrido, lo que conlleva un
cierto pasotismo frente a los avatares de la existencia.
Para el buscador el tiempo no existe, o en todo caso existe en todos
los tiempos. Intuye que tiene toda un vida, o muchas más, para
transformarse. ¿Transformarse para qué? Para reencontrar su auténtica
naturaleza. Para desapegarse del sufrimiento, de los estados ilusorios de
su mente. Para alcanzar la plenitud. Una tarea tan ingente no puede
contarse en el tiempo, no tiene cronómetro ni urgencia por llegar. En
cambio, cuando se tiene prisa, cuando se convierte en una voluntad
obligada, el proceso se convierte en un retroceso.
Todo planteamiento que pretende dirigirse al cambio o la
transformación precisa resolver una cuestión fundamental: ¿qué se
quiere conservar? La clave para entender hasta qué punto puede
establecerse el cambio dependerá de lo que se quiere mantener. Ahí
están sus límites. Cuando en la consulta alguien me propone que lo
acompañe a cambiar aspectos de su vida, lo primero que hago es
invitarlo a que haga una lista de todo lo que quisiera conservar.
Imagínate la sorpresa cuando descubro que, en realidad, esa per­sona no
desea abandonar nada. Entonces, ¿tenemos claro lo que significa
cambiar? Por lo pronto, significa escoger. Y escoger es descartar. No es
un ejercicio que nos guste demasiado, a no ser que sea peor conservar
que cambiar. Lo primero será tener claros los límites del cambio, es
decir, lo que no estamos dispuestos a dejar.
En los años cincuenta del siglo pasado, el doctor Clare W. Graves
diseñó distintos modelos psicológicos y teorizó sobre el desarrollo
humano. Al referirse al cambio, planteó algunas características
observables. El potencial, para empezar, indicaría hasta qué punto una
persona está abierta, bloqueada o cerrada al cambio.
Un estado abierto significa estar en constante proceso de
reestructuración, de eliminación de obstáculos y de adopción de puntos
de vista completamente nuevos. Un estado bloqueado significa que la
persona parece estar anclada en determinadas condiciones de vida.
Puede que realice algunas modificaciones, pero se queda ahí. Aunque
vaya estresada y sepa que podría vivir mejor, prefiere conservar ciertos
privilegios. Antepone esa frustración al riesgo de lo desconocido. Un
estado cerrado es la fosilización, la imposibilidad de cambiar, el
conservadurismo más absoluto, el miedo a perder todo lo que se ha
construido.
El modelo gravesiano contempla tres tipos de cambio: el horizontal, el
oblicuo y el vertical. Los cambios pequeños, algunas modificaciones de
conducta, lo que entenderíamos por «mejora» o «expansión», forman
parte del cambio horizontal. Es un pequeño compromiso que no afecta
las condiciones de vida de la persona, sino solo algunos aspectos y
visiones sobre la realidad.
En el cambio oblicuo, el compromiso es algo más elevado. La
conciencia sobre las dificultades y el potencial de cambio es mayor,
aunque suele caracterizarse por un estado de dilatación, es decir, de
vivir entre dos aguas. Muchas personas sienten que están cambiando,
que pueden acceder a un nuevo estadio de conciencia, aunque diferentes
aspectos de su vida aún funcionan bajo el paradigma anterior.
El tránsito entre diferentes niveles de conciencia funciona como un
anidamiento. No es que se deje nada atrás, sino que se integra en un
nivel superior. El proceso se va realizando a medida que puede
observarse cómo se ha construido el nivel anterior. Dicho de otro
modo, hasta que no tenemos una imagen de conjunto de los viejos
problemas es difícil que podamos trascenderlos. Metidos dentro, nos
falta perspectiva.
El cambio vertical se considera el verdadero cambio. Rompe patrones
y paradigmas anteriores. Es el cambio transformacional por excelencia,
el que ya no tiene vuelta atrás. A veces, dichos cambios no se buscan,
sino que se desencadenan, fruto de modificaciones en las condiciones de
vida o en la conciencia. Se puede cambiar por convicción, pero también
por compulsión. ¡Dios sabe qué será lo que produzca el vuelco! No es
nada nuevo que personas que han sufrido enfermedades graves hablen
de ellas como las generadoras de sus cambios más profundos. Pero no
todo pasa por experiencias drásticas. También cabe el anhelo, aspirar
con perseverancia hacia el cambio profundo, la confianza de virar hacia
arriba a pesar de las dudas y algunas regresiones inevitables.
El camino hacia la transformación es un compromiso vital. No es una
tarea que se intenta resolver a ratos. No es una ley escrita, ni una
obligación, ni un castigo divino. Tampoco una moda. Si se trata de un
camino, es cuestión de irlo andando. La gran diferencia es que por estas
sendas hay que andar ligeros de equipaje y soltar lastres psicológicos.
Andamos sin saber hacia dónde, pero con alegría y confianza. No es el
túnel del terror, sino un salto al vacío de esos de vértigo y a la vez de
plenitud y libertad.
Advierto, eso sí, de que la alegría es el proceso mismo. Sin embargo,
algunos pasos en el camino serán dolorosos, lentos e incluso
desagradables. Si piensas que accederás a un cambio súbito, a un estado
iluminado que por fin detenga lo negativo de la vida, no iremos bien.
Muchas personas andan hoy convencidas de que no es necesario pasar
por estados dolorosos para alcanzar la vida plena. Las escucho y quiero
creer que tienen razón. Pero no he encontrado a ninguna persona
transformada que se lo haya pasado en grande. La explicación es muy
sencilla: hacen falta experiencias que puedan facilitar condiciones de
cambio. Si de nosotros dependiera, nunca escogeríamos nada que
pudiera herirnos, ni traumarnos, ni hacernos enfermar gravemente, ni
sumirnos en tragedias, ni llegarnos a angustiar existencialmente.
Una cosa bien diferente es complicarse la vida sin fundamento. Otra
cosa es desarrollar un ego sufriente sin ninguna necesidad. De eso no se
trata. La vida, por su propia dinámica contingente, por lo impensable y
lo extraño que hay en ella, proporciona las vivencias que nos ponen a
prueba. Y ahí es donde cada uno encuentra su misión, su miseria, su
entuerto, aquella dimensión que se convierte en su sombra.
Descubrimos, en definitiva, nuestras carencias. Sirven para que
recordemos nuestra vulnerabilidad y, a la vez, para convertirlas en valor.
Para ponernos a trabajar sobre ello. Son nuestras pruebas maestras, las
que ayudarán más a nuestra transformación, que empieza siempre por
su aceptación. «Lo que se resiste persiste, lo que se acepta se
transforma.» Ya desde la Grecia antigua se reconocía a la tragedia su
capacidad de poner en relieve la profundidad y nobleza de la existencia
humana.
El autoconocimiento permite crear buenas condiciones para el viaje.
Hay que ir resolviendo al menos tres aspectos: el proceso de
individuación, la cicatrización del pasado y el mantenimiento energético
del propio organismo que somos.
El proceso de individuación lo planteó Jung como la forma de hacerse
uno mismo, indivisible, singular. Representa desarrollar una
personalidad diferenciada de la psique colectiva. Existe el riesgo de
quedar anulados social, moral y espiritualmente según los prejuicios de
una comunidad y de una familia. Lo que pueda haber de singular en
cada individuo está condenado a sucumbir, a caer en lo inconsciente, si
no distingue con claridad lo que pertenece a su sistema de relaciones y
lo que pertenece a la cultura en la que habita. Son nuestros grandes
constructores de identidad y, por ello mismo, la tarea más compleja es
diferenciarse tanto de lo uno como de la otra, para poder ser uno
mismo.
Distinguirse no significa ni distanciarse, ni sobresalir. Significa
singularizarse junto con los demás. No es egoísmo, sino riqueza,
también para la sociedad. En la ecología emocional utilizamos una
metáfora muy clarificadora. Cuando los erizos se deciden juntar para
resguardarse del frío, se dan cuenta de que, si se aproximan demasiado,
se pinchan entre ellos. Sin embargo, si se separan en exceso, sienten el
frío, la soledad y el abandono. Resuelven entonces el dilema
encontrando el punto de acercamiento que les permite ser cada uno sin
apartarse de los demás.
Afirma Jung que, cuando se levantan las represiones personales,
afloran, fundidas entre sí, la individualidad y la psique colectiva, lo que
libera las fantasías personales antes reprimidas. Cuando el inconsciente
penetra en la conciencia y la domina caemos en todo tipo de
neuroticismos. Por eso es tan importante arrojar luz sobre nuestras
sombras, hacer conciencia de nuestro inconsciente. El objetivo del
proceso de individuación no es otro que el de liberar al sí-mismo de las
falsas envolturas de la persona, por una parte, y de la fuerza sugestiva
que ejercen las imágenes del inconsciente (de los estados ilusorios de la
mente que motivan este libro), por otra. Es un proceso de evolución
psicológica.
Por otro lado, las heridas del pasado también deben cicatrizar. Si
tenemos la sensación de que al mirar atrás quedamos atrapados,
dolidos, o con una terrible nostalgia; el peso del pasado no permitirá
andar ligeros en el presente. Cicatrizar no significa hacer cirugía estética
para que no quede marca alguna, ni poner vendas transparentes para
que no se note. El camino para resolver el pasado pasa por el perdón,
por la aceptación y la resignificación.
A veces el pasado nos ha dado mucho, del mismo modo que puede
habérnoslo quitado. Tanto lo uno como lo otro son significados que
damos a la vida, justificaciones para tener grandes expectativas o para
considerar que el mundo está en deuda con nosotros. No hay descanso
sin hacer las paces con el pasado. Hay que poderlo mirar en paz y con
tranquilidad.
Al fin, mantenernos cualitativamente tiene que ver con la salud y la
armonía. Para ello, además de cuidar nuestra dieta, regular el sueño y
estimular el cuerpo, cabe tener presentes los aspectos que el bueno de
Carl Rogers dejó como un potencial para la humanidad:

1) Apertura a la experiencia. La capacidad de aceptar los hechos como


son y no como somos. Un acercamiento realista a la vida sin tantas
preconcepciones.
2) Confianza en el propio organismo. Somos corporeidad y todo lo
que sucede en ella merece confianza; es la mejor herramienta para
encontrar las respuestas más satisfactorias. Hay que escuchar al cuerpo,
conocer sus propios instintos y sentimientos y ser capaces de percibir
las exigencias sociales y los deseos del entorno.
3) Foco interno de evaluación. Sentir que somos la fuente y el centro
de las relaciones, decisiones y juicios. El foco de evaluación se
encuentra en él mismo, por lo que recurre menos a los demás buscando
decisiones o elecciones, aprobación o reprobación y pautas para dirigir
su vida. Todo ello implica la asunción de las responsabilidades propias.
4) Deseo de ser un proceso. Somos un proceso continuo destinado a
llegar a ser, no como un producto acabado, sino como un proceso de
transformación guiado por experiencias cambiantes cuya complejidad
intenta comprender. Somos proceso y no una entidad fija y estática. Por
eso me gusta tanto hablar de flujo.
¿Quién soy yo?

Para llegar a ser el que deberías ser, comienza por renunciar al que eres.

MAESTRO ECKHART

Si has intentado resolver el tema de la identidad puede que estés peor


que antes. Entiendo que, al final, te preguntes: «Pero ¿quién soy yo?»
Esa misma experiencia la realizan algunos monjes que aspiran a
convertirse en maestros. Dedican unos cuantos días a resolver la
pregunta. Resolverla no significa dar con la respuesta acertada, porque
no existe. La contestación a «¿Quién soy yo?» no es una definición. No
es un entramado de características o trazos de personalidad o carácter.
Ni tan siquiera un montón de intenciones, voluntades o realizaciones.
No somos nuestras etiquetas. No somos lo que sentimos y pensamos.
No somos nada que pueda pronunciarse.
Entonces ¿para qué los monjes se entretienen unos días en descubrir
quiénes son? Primero, para descubrir todo lo que no son. Y después,
para desvelar una experiencia. Cuando trascienden las etiquetas y las
creencias, cuando no tienen nada en que identificarse, nace una realidad
interior, una experiencia plena de ser sí mismo. Cuando las Escrituras
nos revelaron que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios,
es como decir que estamos hechos del mismo espíritu divino, somos
como sí mismo. Y eso solo puede ser revelado. Se entiende entonces
como una vivencia inefable.
Entenderás así la dificultad de cualquier intento de definir quiénes
somos. Otra cosa es caracterizar una personalidad, observar cómo nos
hemos hecho psicológicamente hablando. Hay una manera de ser, un
personaje, que nos sirve para andar por este mundo y poderlo descifrar.
Pero somos algo más que esa identidad. Lo diré de otra manera: esa
identidad psicológica puede construirse a partir de la experiencia de
quien somos en realidad. Es como decir que nuestras acciones y
elecciones nacen de una fuente, que no es solo mental, sino espiritual.
Hay quien tiene interés en beber de esa fuente inagotable, mientras
que hay quien busca en otras fuentes. Todo está bien mientras se pueda
responder en positivo a la pregunta de Carl Rogers: ¿estoy viviendo de
una manera que me satisface plenamente y que me expresa tal como
soy? Lo más probable es que hoy lo resumiéramos diciendo: ¿eres
feliz?, ¿vives en plenitud?
Puede ser que descubramos que el saco de nuestra felicidad lo estamos
llenando por fuera. Que tengamos de­satendidas nuestras necesidades de
interioridad o que ni tan solo sepamos cuáles son. Pues la solución es
muy sencilla: ¿para qué quieres llenar el saco por fuera?, ¿qué es lo más
importante para ti en la vida?, ¿qué esperas encontrar detrás de todo lo
que haces, lo que tienes y lo que buscas?
Desvelar quiénes somos es una invitación a penetrar en el misterio. Y
tal como concluyó el filósofo Gabriel Marcel, al misterio solo podemos
acceder por la fe. La esencia de la fe consiste en vivir como si el objeto
de nuestra creencia fuera cierto y actuar en consecuencia. Es como una
especie de paradoja, porque, para descubrir quién soy, debo dejar de ser
quien creo que soy. Hay que despojarse de las construcciones mentales
para abrazar ese sí mismo. Pero ese sí mismo no lo conozco, ni sé cómo
acceder a él. Solo sirve la fe, esa confianza incondicional en la sabiduría
de la existencia. ¿Para qué entrometer la mente? ¿Para qué buscar
explicaciones racionales? ¿Para qué forzar la voluntad? Esos suelen ser
los impedimentos de la experiencia espiritual.
El gran místico Ramana Maharshi avanzó en la comprensión de ese
«¿Quién soy yo?». Alineado con la tradición Advaita o conciencia de la
no dualidad, instruía en la disolución de los pensamientos, enseñaba a
liberar la mente de preocupaciones irrelevantes y a ensanchar la
individualidad hasta el infinito. ¿Sabes cómo lo hacía? Irradiando desde
el silencio. Poseía una capacidad meditativa tan impresionante que,
después de su muerte el 1950, esa irradiación sigue visitando su ashram
(centro espiritual) hoy en día.
Maharshi invita a afrontar la pregunta. A cuestionar todo eso que
creemos ser y que no somos. ¿Si nada de eso soy, quién soy? Tras
haberlo negado todo, existe una conciencia que sigue ahí, lo único que
permanece, ese soy. Y esa conciencia solo puede ser experimentada.
Para acabarlo de entender, utiliza el ejemplo de aquel que ve una cuerda
y la toma por una serpiente. ¿Cómo romper el hechizo de la confusión?
Así como el conocimiento de la cuerda, que es el sustrato, no se
producirá mientras no desaparezca la falsa apariencia de la serpiente
ilusoria, tampoco se obtendrá la realización del sí mismo, que es el
sustrato, mientras no se elimine la creencia de que el mundo es real.
Todo un desafío para nuestras mentes acostumbradas a dar crédito a los
pensamientos que emergen de ella y a tantos estímulos fascinantes que
recibimos del exterior.
Uno de mis buenos amigos suele decir: «Lo importante no es lo que
haces, sino desde dónde lo haces.» Con la frase da a entender que
nuestras conductas y actividades no son mera intención, sino también
inspiración. Cuando somos capaces de actuar desde el ser más que
desde la identidad —lo que significa que hemos sabido ensanchar el
espacio entre el ego y la conciencia—, vibramos y nos expandimos hasta
provocar un impacto en los demás. No hay resistencia, ni reactividad.
Todo parece fluido, auténtico y total. Lo sé porque, cuando mi amigo lo
dice, se está refiriendo a actuar desde el amor. ¿De dónde nace la
acción? Si nace del ser, nacerá del silencio y del corazón. Si nace de la
identidad o del ego, nacerá de nuestras neuras, compulsiones, intereses
o afecciones.
Al plantear la pregunta «¿Quién soy yo?» solo podemos encontrar
una respuesta en lo más profundo del ser. Pero qué ocurriría si nos
hiciésemos la pregunta «¿Desde dónde soy yo?». Formulada de esta
forma, implicaríamos a nuestra conciencia de ser en la acción. No solo
es un estado, sino una decisión: actuar desde el ego o actuar desde el
corazón. El sentido de encontrar el «¿Quién soy yo?» es su
materialización en la acción. La fuerza está en el acto, en el gesto, en las
palabras que nacen esencialmente, que emergen de un silencio que
permanece en conexión con el ser más profundo al que llamamos
«corazón». Un corazón de amor.
La irrupción de la denominada «nueva espiritualidad» no puede
permanecer ajena a nuestra conciencia. Tanto para los que —como
Nietzsche— creen que Dios ha muerto como para los que han vivido
toda su vida en la fe, los tiempos actuales invitan a una revisión de
nuestra manera de estar en el mundo. Llaman a cuestionar si será
suficiente, como hasta ahora, vivir desprendidos de toda interioridad o,
por el contrario, ocultos en las cavernas mágicas de dioses que velan o
juzgan nuestros actos. El salto a un nuevo paradigma y sus retos es lo
que trataremos hasta el final del libro.
Los caminos de la espiritualidad:
¿llamada o fascinación?

Y cuando hayas llegado a la cima de la montaña, empezarás a escalar.

JALIL GIBRAN

Existen muchas dificultades para describir de una manera clara el


significado de la espiritualidad, aunque la palabra más repetida en todas
las definiciones que he encontrado es «trascendencia». Nos ayuda a
situar el tema. Permite que consideremos los caminos de la
espiritualida­d como caminos de trascendencia, de desvelo de aquello
que está permanentemente en nosotros, como la respiración. ¿Y qué es
lo que trasciende? Sin lugar a dudas, ese yo con el que nos hemos
identificado. Toda práctica espiritual, contaba Maharshi, tiene como
verdadero propósito la disolución del yo.
Como he explicado antes, la identificación con el ego suele
convertirse en un inconveniente para la práctica espiritual. Si alguna
experiencia profunda puede emerger de ti hay que hacerle espacio,
vacío. Si estamos llenos de pensamientos, emociones, ideas,
decepciones, sufrimientos, heridas del pasado y tantas otras cosas más,
difícilmente haremos hueco a nuestra interioridad. De ahí se desprende
el comentario de Anthony de Mello: «No se pueden poner vendas
espirituales a las heridas de la individuación.» El camino espiritual debe
acompañarse del camino del autoconocimiento.
Un buen estudioso de la espiritualidad es Ramón M. Nogués,
catedrático de la Unidad de Antropología Biológica en la Facultad de
Ciencias de la Universidad Autónoma de Barcelona. Según su visión, la
espiritualidad podría ser entendida como una tarea de cultivo de la
interioridad, de iluminación, de superación de engaños internos, un
proceso de sabiduría, una dinámica más bien centrípeta. Parecen
demasiadas cosas para un solo concepto, aunque todas se refieren, de
algún modo, a aspectos trascendentes. Bien mirado, la vida nos
proporciona múltiples experiencias en las que, de manera clara o
intuitiva, nos inunda la trascendencia, la sensación de que existen
aspectos que van más allá de nosotros mismos y de nuestra
comprensión. Pero ¿cómo ponerse en marcha, espiritualmente
hablando?
No existe una única manera de acercarse a lo trascendente. Cada
persona con la que hables te contará un inicio diferente, aunque suelen
señalarse aspectos como el haber seguido una tradición religiosa desde
la infancia, la inspiración causada por alguien de fe profunda, las
resonancias interiores ante aspectos y símbolos espirituales, la lectura
de textos sagrados, místicos o de conocimiento espiritual y, por
supuesto, lo que suele etiquetarse como «llamada». Este último es un
aspecto fundamental. ¿Cómo reconocer esa llamada? ¿Cómo
distinguirla de una mera fascinación pasajera?
«Fascinar» proviene del latín fascinare, entendido como «seducción».
Sentirse fascinado es sentirse encandilado, deslumbrado, embrujado,
maravillado, seducido. He escuchado relatos de personas que hablan de
su primera experiencia trascendente como de un enamoramiento. ¿Es
eso una llamada? Podría serlo en primera instancia. No obstante, no
toda experiencia de fascinación es en realidad una vivencia espiritual.
También puede ser un estado ilusorio de la mente, que suele
encandilarse con todo lo que es nuevo, o se alegra de compartir
experiencias con personas también fascinantes, o alimenta un arquetipo
de salvación que, como un padre, la hará sentirse amada y protegida.
Sentirse fascinado por lo trascendente puede ser también una
atracción irresistible. Nos llama el misterio sin que lo podamos evitar,
incluso cuando nos resistimos a ello. Es una persistencia silenciosa que
desvela, que te acompaña pases por donde pases. Ante el misterio solo
cabe la rendición, la aceptación de su existencia y los pasos inevitables
en su dirección. Sin embargo, pronto aparecerán los estados ilusorios
que se alimentan de otras opulentas fascinaciones, más inmediatas y
disponibles. En cambio, el camino espiritual es exigente, realista, sin
expectativas, sin resultados aparentes. No solo hay que despertar. Hay
que permanecer despiertos.
El camino espiritual requiere el abandono de sí en el sentido egoico,
para convertirse en el contenedor de la mayor de las plenitudes.
Vaciarse para ser llenado. Dejar de ser para ser inundado por la fuerza
del espíritu. Así son las personas que he conocido por el camino.
Humildes, entregadas, desapegadas, con una extraordinaria capacidad
para vaciarse de sí a fin de ser para el otro, para que encuentre también
su plenitud. Simone Weil, tan joven y tan mística, habló del amor de la
caridad: amar a un extraño como a sí misma.
Weil muestra una perspectiva edificante: ser un poco menos para que
el otro pueda ser un poco más. Así la autora defiende a un Dios que se
retira para no serlo todo, para no utilizar su omnipresencia y no gozar
de sus potencialidades, sino como un acto de amor absoluto. Por eso,
según Weil, el Padre deja que el Hijo viva su propio calvario. Dios se
retiró por amor y para el amor.
Se me ocurre que eso es lo que hacen a diario muchos padres con sus
hijos en todo el mundo. Dejan de ser, dejan de ser lo que quieren, lo
que pueden, lo que saben, para que lo sean sus hijos, para que tengan
espacio, para que experimenten, para que aprendan a amar. Algo
parecido ocurre en las relaciones de ayuda. Si el ayudador despliega
todas sus capacidades, el ayudado se queda sin poder desplegar las
suyas. Amamos al otro por su bien, no por el nuestro.
La llamada, en consecuencia, es una experiencia que tanto puede
provenir de dentro como de fuera. Cuenta Xavier Melloni que toda
revelación comporta algún tipo de conocimiento y orientación sobre la
realidad esencial. En lo que se revela está en juego la vida verdadera, la
dirección y el sentido de la existencia, su origen y su destino. Por eso se
trata de una experiencia sagrada, mientras que un estado ilusorio podría
confundirla con una invención, alucinación o engaño. Lo revelado, al
final, no es lo más trascendente, sino la transformación integral que el
contenido revelado comporta. Nadie vuelve a ser el mismo de antes. Ha
sido tocado de tal manera que su visión de la realidad cambia por
completo. Por eso se habla de epifanía o despertar. Y eso es lo que tanta
gente anda buscando.
Un referente del estudio del despertar espiritual es Roberto Assagioli.
En su renombrado trabajo Psicosíntesis, esboza las trece características
que poseen, ya los niveles superiores, ya los estados de conciencia que
se producen cuando aquellos entran en el campo de la conciencia. Es
una buena manera de observar lo que ocurre a medida que se avanza en
este camino. El trabajo lo recopiló Abraham Maslow cuando trató de
identificar las experiencias de autorrealización, punta final de su famosa
escala de necesidades.
La primera característica es un sentido de profundidad, llegar hasta la
raíz del ser, hasta el fondo de uno mismo. La segunda es un sentido de
interioridad, ir de lo externo a lo interno, de la periferia al centro del
ser. La tercera es la elevación, en el sentido de ascenso, subir a un nivel
más alto (una metáfora precisa es la del sherpa espiritual, un escalador
que sigue un sendero abriendo una vía tras otra). La cuarta es el sendero
o la vía escogido para recorrer. Es el Dharma (la conducta correcta) de
las doctrinas de origen indio. La quinta es la expansión, a veces
vertiginosa, de la conciencia (una sensación de participar de una
conciencia más vasta, un nivel diferente de comprensión de todas las
cosas). La sexta, el desarrollo, la activación, la sensación de eliminar lo
velado, florecer o emerger. La séptima es la potenciación, sentirse
arropado por una energía más fuerte y más dinámica, una plenitud e
intensidad de ser y de existir.
También se produce la sensación de despertar, como salir de un túnel
o de las tinieblas, como si se despejara la mente y todo adquiriera una
luz y un realismo mayores. El despertar puede acompañarse de una
sensación de iluminación. Todo adquiere una nueva belleza, hay una luz
interior brillante y quieta a la vez. Se acompaña de otra sensación de
gozo y de alegría que puede conducir incluso a un estado de beatitud.
Todo ello desemboca en una sensación de regeneración, como un nuevo
nacimiento interior. Después aparece el estado de resurrección, como un
regreso a un estado anterior perdido y olvidado, para acabar en una
absoluta sensación de liberación.
El camino, no obstante, está lleno de vericuetos. Uno de los relatores
de su búsqueda es Arnaud Desjardins, que la describe en, al menos, una
veintena de libros. Su invitación básica es a desconfiar de todo lo que
pueda ser nombrado, es decir, de conceptos, creencias, fórmulas
oficiales, palabras en definitiva, sobre todo aquellas que parezcan
importantes. Las palabras nunca serán la experiencia. Lo mismo dijo en
todos sus discursos Krishnamurti, y lo mismo podemos leer en el Tao,
en su primer verso: «El Tao que puede expresarse con palabras no es el
Tao eterno.» El nombre que puede pronunciarse no es el nombre
eterno.
Ante tamaño reto, los que buceamos por este camino solemos
perdernos más que encontrarnos. Y cuando alcanzamos algún tipo de
vivencia, alguien se encarga de recordarnos que está bien, pero que hay
que seguir explorando, que nada identifica ese trascendente. Pronto
aprendes que hay obstáculos mayores en el camino: la racionalización,
la voluntad, la duda y las expectativas.
A pesar del anhelo que han despertado en mí personas muy
espirituales, luego me asaltan las dudas. La práctica acaba siendo una
buena prueba para medir el estado de confianza. Se empieza con mucho
entusiasmo, para luego ir cediendo ante la falta de grandes resultados.
Uno ya quisiera ser como sus maestros o sus figuras de referencia. Se da
prisa y se exige mucho. Imposible. Es una combinación perdedora.
Ganan las dudas y puede ser que lo abandones.
Otro apoyo significativo para mí lo han constituido algunas lecturas
inspiracionales, de forma clave la figura de Jesús, aunque aprecio
poderosamente la psicología y la filosofía budistas. El conocimiento
adquirido sobre la conciencia es impagable. Pero recuerdo a la
perfección al Dalai Lama en una visita reciente, en la que sugería, casi
imploraba, que no nos hiciéramos budistas teniendo como tenemos una
tradición tan inmensa como la cristiana. Chapeau! Me pareció
fenomenal. Claro que cada uno es libre de abrazar el camino que más
desee. Solo que las condiciones culturales y los referentes simbólicos de
aquí no son los de Oriente.
Al final, y como bien predicó Gandhi, así como todos los ríos llevan
al mar, todas las religiones llevan a Dios. Desjardins lo describió casi
poéticamente: «Busquen lo que es universal. No busquen un amor
cristiano, un amor hindú o un amor budista, permanecerán ustedes
prisioneros de un ego de cristiano o de budista, de un mental de
cristiano o de budista. Busquen simplemente el amor.»
El conocimiento es una buena fuente para situarse y no caer en
engaños; puede evitar la vuelta a etapas superadas de magia y falso
esoterismo. Pero, aun así, no es suficiente. Lo trascendente no puede ser
aprehendido, experimentado a través de los libros o de las vivencias de
otros, aunque, eso sí, estos pueden ser muy inspiradores. Entonces hace
falta más voluntad, pero pronto aprendes que tampoco ese es el camino.
Cuando la práctica se convierte en una rutina solo puede hacerse por
obligación, esfuerzo o incluso temor. La disciplina que se requiere tiene
su aliada en la perseverancia entusiasta, es decir, en el gozo de saber que
sigues despertando tu conciencia. Que, al convertirte en contenedor, es
tanto lo que vacías como lo que llenas. En cambio, si cuesta, hay que
revisar las motivaciones profundas. Algunas personas creen que porque
rezan el doble, se postran el triple y obedecen todos los credos van a
iluminarse antes o se satisfarán todas sus peticiones. El camino no va
por ahí. No es lo que recibes. Es lo que te transformas. Un buen
ejemplo en este sentido es la parábola del hijo pródigo.
El camino espiritual no deja de ser un camino de purificación. Superar
el ego es quitarle el polvo a esas pequeñas miserias humanas que
enturbian el camino de la trilogía de la teología oriental: la Verdad (el
conocimiento), la Belleza (la visión) y la Bondad (el amor). Los sabios
de la Filocalia describían las pasiones como aquella carga que retiene al
hombre en la bajeza y le impide ver a Dios y verse a sí mismo. En la
actualidad, este discurso choca de llen­o con la vida estimulante de una
felicidad que exalta justamente las pasiones. Todo debe ser excitante y
debe aparentarse que nos sentimos a gusto con nosotros mismos.
Vivimos en lo que el doctor en Letras Pascal Bruckner etiqueta como
«la euforia perpetua».
Aquellos sabios nombraron las tres causas que ensombrecen nuestro
espíritu: la avidez de placeres, el amor de sí mismo y el orgullo.
Bruckner destaca tres paradojas sobre la felicidad. La primera consiste
en que se refiere a un objeto indistinto que, a fuerza de imprecisión, se
vuelve intimidatorio. La segunda paradoja es que la felicidad de­semboca
en el aburrimiento o en la apatía en cuanto se realiza. Y la tercera, que
huye del sufrimiento hasta el punto de encontrarse desarmada frente al
proyecto de ser feliz cuando este resurge.
Entonces nunca estamos seguros de ser felices de verdad. Al final, el
ser humano de hoy sufre por no querer sufrir. Los viejos sabios y el
discernimiento sobre el vivir contemporáneo nos permiten interpretar
el sentido de la purificación: limpiar los estados ilusorios de la mente,
quitarles el polvo a esas ideas que se incrustan como entidades ajenas a
nuestra voluntad. Purificarnos es volvernos como niños. Purificarnos es
dejar bien abierto y fluido el canal que nos une con lo trascendente.
En un sentido más práctico, el camino espiritual permite que te
relaciones con un yo diferente de los otros yoes que utilizas desde tu
identidad. Más que revolotear por un ego reconocible, trabajamos para
desarrollar más nuestro ser. Y ese ser será un nuevo yo más auténtico y
estable. Es tu maestro o guía interior. Es la expresión de tu autenticidad.
A medida que practicas te vas dando cuenta de ese yo profundo que vas
incorporando a tu vida, que va haciéndose lugar a pesar de los celos del
inconsciente, el cual, por supuesto, seguirá importunando y
confundiéndote entre otros yoes.
La principal tarea es encontrar paz en nuestras mentes, amor en
nuestros corazones y comprensión en las profundidades de nuestro ser.
Es un proceso evolutivo, por el que se accede a un nivel superior de
conciencia en el que de­saparece toda forma de miedo, como lo describe
Desjardins. Es permanecer en la serenidad. Se trata, como el fondo del
mar, de mantener esa quietud a pesar de lo tormentosa que pueda estar
la superficie. Es ampliar la intuición y la penetración psicológica, la
claridad y la extensión de la visión de conjunto. Es obtener lucidez
respecto al desarrollo futuro de situaciones actuales, es decir, un mayor
nivel de confianza en la vida. A medida que desa­parecen las referencias
egoicas, la vida es mucho más significativa.
Te advierto, eso sí, de que no esperes que un día te levantes y estés
dentro de un nuevo nivel de conciencia. Todo ocurre sin darte mucha
cuenta. Todo va sucediendo a medida que vas integrando en tu
conciencia. Lo descubres ante tu forma diferente de responder a las
cosas que te suceden. Entonces sabrás que algo ha ocurrido. Entonces
darás valor al tiempo en el que has estado buscando y buceando.
Ese es el proceso en su conjunto. Sin expectativas. Cuando esperamos
un resultado, existe un cierto grado de temor a no conseguirlo o, si lo
logramos, existe miedo a perderlo. Por eso no hay manera de andar por
el camino de la espiritualidad cargados de esperanzas, de excesiva
voluntad, de demasiadas obligaciones y malas prácticas como las que
veremos a continuación.
Las enfermedades de transmisión espiritual

Recuerdo una conferencia con el conocido sacerdote benedictino y


maestro zen Willigis Jäger, en la que de repente afirmó de forma
categórica: el cristiano de mañana será místico o desaparecerá. Era una
invitación a renacer por dentro, a experimentar el cielo ahora y aquí,
porque somos siempre manifestaciones de lo divino. No se trata de
emularlo, sino de encarnarlo. Dios y nosotros somos uno con la vida.
Esta visión, más arraigada en Oriente que en nuestras culturas
cristianizadas, invita a la práctica de la contemplación y de la
meditación, también de la oración, para abrirse a esta experiencia
mística sin intermediarios. Una línea directa con lo trascendente. No en
vano, la palabra «mística» puede definirse como «comunión directa con
la última realidad», aunque en su derivación griega, mystos, significa «el
que guarda silencio». Esa expansión de la conciencia va más allá de
nuestras formas de sentir, percibir e intuir. Por eso la capacidad de
describir la experiencia es tan limitada.
Para Raimon Panikkar, la mística es la característica humana por
excelencia. Es una experiencia completa y no fragmentaria, accesible a
todo el mundo, aunque para ello hay que superar nuestra vida distraída
y superficial. Vivir la vida no es pensarla, no es sentirla, no es hacerla.
La vida se vive. La mística es esta experiencia de vida; una experiencia
de trascendencia. Muchas personas hoy se inician en prácticas diversas
que tienen como objetivo alcanzar un estado de iluminación. Lo
diferente es que lo hacen solas. No hay intermediación, aunque suelen
mezclar elementos de diferentes formas de espiritualidad, lo que
conlleva algunas dificultades.
Uno de los maestros de la contemplación, Franz Jalics, dedicado aún
hoy a dirigir ejercicios espirituales, tiene claro que los seres humanos,
en realidad, buscan un contacto simple, espontáneo y directo con Dios.
El camino sencillo es, para este jesuita, el de la contemplación. Es la vía
unitiva que complementa las otras dos vías clásicas de la Iglesia, la vía
purgativa y la vía iluminativa. Es el camino para que el hombre se
vuelva una herramienta en las manos de Dios.
Sin embargo, el propio Jalics asume que hay algunas dificultades en la
tarea. Una de ellas consiste en pasar del esfuerzo en lograr la perfección
a la confianza en el proceso, la confianza en que Dios lo otorgue todo.
Otra tiene que ver con la práctica del silencio y los largos periodos de
soledad. Pueden aflorar aspectos oscuros del inconsciente. Cuando esa
presión se torna demasiado fuerte, las reglas son difíciles o incluso
imposibles de cumplir. Caer en cavilaciones podría suponer penetrar en
zonas desagradables que impidieran la realización de la práctica
contemplativa.
Entonces, la idea de ir por libre en la práctica de la espiritualidad debe
tener en cuenta estas y algunas dificultades más. Marilyn Ferguson,
quien vivió la emergencia de estos fenómenos durante el auge de la
New Age, destaca lo que les ocurre a algunas personas que han tenido
una primera, quizá breve, experiencia mística. Puede resultar
profundamente trastornadora para quien no estaba preparado para ella
y se encuentra ante la necesidad de integrarla en un sistema de creencias
inadecuado. La experiencia directa de un nivel más amplio de la realidad
requiere inexorablemente un cambio en la propia vida. Este periodo de
transformación, con la aceleración de las conexiones y percepciones que
lleva consigo, puede producir miedo. Como se dice hoy, puede que se
nos vaya la pinza, o la bola.
Al aventurero espiritual le aguardan toda una serie de peligros que
debe aprender a evitar: conductas regresivas (volver a etapas anteriores),
experiencias inquietantes, fanatismos, o el abandono pasivo a un
maestro indigno, por ejemplo. También grandes desvelos: atisbos de la
verdadera naturaleza de la realidad, lograr el dominio de la atención
plena, superar el ego eventualmente, descubrir esa luz eterna que
siempre ha estado ahí, la conexión con la fuent­e que genera los estados
ilusorios de la mente y la comunión o unidad con todo lo viviente. No
está nada mal, ¿verdad? Tanto bien es muy tentador para los
exploradores de sensaciones nuevas, o para los que buscan con
desesperación vendas para tapar sus heridas.
Quien mejor ha descrito las llamadas enfermedades de transmisión
espiritual es Mariana Caplan, doctora en Filosofía y profesora de
Psicología Transpersonal. Durante sus tiempos de búsqueda aprendió
que la espiritualidad no es solo un camino hacia la liberación, la verdad
y la compasión, sino también un gran negocio. Será muy importante
para esos buscadores solitarios aprender a establecer distinciones más
sutiles entre la amplia variedad de caminos, prácticas y maestros
accesibles. No todo vale. Tampoco una motivación pasajera, fascinada,
poco profunda.
Suele ocurrir que muchas personas extraen pronto algunos beneficios
de las prácticas, experiencias luminosas o intuiciones espectaculares. Se
llega a tener la sensación de vivir permanentemente conectados, con
deslumbrantes sincronicidades y una relación de tú a tú con Dios, como
si residiéramos en su seno. No cuesta mucho crearse la fantasía, el
estado ilusorio de la mente que acaba por ver lo que desea ver y vivir.
La espiritualidad, entonces, se convierte en un placebo, en un catálogo
de experiencias transpersonales de las que uno puede quedar colgado
como de cualquier otro apego.
Caplan se plantea algunas preguntas que tener en cuenta: ¿y si la
iluminación no tuviera tanto que ver con fuegos artificiales y una
supuesta beatitud eterna, sino, muy al contrario, con disipar las
ilusiones que nos hacemos sobre la vida? Ahora podrás entender la
naturaleza de este libro, la causa que me motivó escribirlo. Yo también
he sufrido la confusión de esperar grandes experiencias luminosas.
También he creído que estas prácticas condensarían en estados alterados
(plenitudes que estallarían en mi pecho y me convertirían en una
persona trascendida). Hasta que descubrí que nada de eso era
exactamente la espiritualidad. Comencé a abrir los ojos a las
construcciones de mi mente y ahí sigo, intentando que me confundan lo
menos posible.
¿Y si la iluminación tuviese que ver con cómo convertirnos en seres
humanos más auténticos, compasivos y reales? ¿Y si tuviera que ver con
la renuncia a esas capas protectoras de la estructura egoica de nuestra
personalidad? No dudes que es así. ¿Y si consistiera en aprender a ser
agentes de transformación y alivio del sufrimiento ajeno y del propio?
Deshacer esas capas inconscientes, resolver nuestros estados ilusorios,
disciplinarse en la práctica, abrir el corazón, todo ello precisa de un
largo viaje que puede durar toda una vida. No hay prisa. Sin
expectativas.
Una observación concienzuda sobre cómo muchas personas, cada vez
más, están siguiendo este camino de espiritualidad permite describir
algunas prácticas que conviene detectar a tiempo. La primera de ellas es
el menú a la carta. Te contaba que, en la actualidad, se está
prescindiendo de intermediarios institucionales. Muchas prácticas se
hacen en solitario después de conocerlas en un curso, seminario o
retiro. No tiene nada de malo, porque todo es empezar. No obstante, el
tema se complica ante dos realidades: la primera es la calidad y
profundidad de la práctica; la segunda, cómo interpretar, comprender y
transitar por los fenómenos que puedan aparecer durante la misma.
El menú a la carta suele acompañarse de una mezcla de formas, ritos y
prácticas que raramente permitirán una experiencia profunda.
Imagínate que, en lugar de seguir unos estudios en profundidad, una
carrera por ejemplo, o un curso de idiomas, te apuntas a materias de
diversas carreras y diferentes idiomas a la vez. No cabe duda de que
acabarás sabiendo muchas cosas, pero ¿alguna a fondo? ¿Podrás
dominar alguna materia? ¿Te especializarás en algo? Lo mismo sucede
ante los intentos de llevar una vida espiritual paseando por la superficie
de todo, en lugar de bajar a las profundidades.
Otra de las enfermedades de transmisión espiritual, denunciada en su
momento por Chögyam Trungpa, es el materialismo espiritual. Trungpa
fue el undécimo descendiente en la línea de los tülkus Trungpa. Los
tülkus Trungpa fueron importantes líderes del linaje Kagyü, una de las
cuatro escuelas principales del budismo tibetano. Lo primero de lo que
nos advierte es de la importancia de comprender que el propósito
principal de cualquier práctica espiritual es escapar de la burocracia del
ego, tal como también propuso Ramana Maharshi.

En el caso del camino espiritual, significa quitarte el deseo constante que tienes de
alcanzar visiones más elevadas de conocimiento, religiosidad, virtud, buen juicio,
comodidad o cualquier otro objetivo que se haya fijado el ego como método de
búsqueda. Luego, exhibimos ese deseo ante el mundo como quien afirma su existencia
espiritual. Es lo mismo de lo que advertía Jalics acerca del aprendizaje contemplativo:
la exigencia de perfeccionismo se convierte en un enemigo del crecimiento, tanto
personal como espiritual.

¡Ponga un Buda en su vida! Y además, vístase a la moda espiritual,


actúe como si se hubiera dedicado toda la vida a la espiritualidad, llene
su casa de sándalos, piedras con propiedades, fotos de maestros,
rosarios y malas, y participe en actos, charlas y ritos de cualquier grupo
o tradición espiritual. Eso sí, todo de cara a la galería, todo para ser
contado y retratado. No tiene nada de malo llenar la casa de simbología,
si se comprende, si existe una conexión entre la persona y el símbolo.
En cambio, a veces se pretende que la exterioridad, repleta de actos y
objetos, conlleve estados de misticismo. Los contextos, los símbolos, las
condiciones de la práctica contribuyen, sin duda, a crear una atmósfera.
Lo malo es cuando se confunde una cosa con la otra.
Una tercera enfermedad consiste en la adicción a los fenómenos. Suelo
decir que cuando una persona cierra los ojos, Dios sabe adónde se va.
Las prácticas ocasionan fenómenos psíquicos deslumbrantes a veces:
experiencias de no dualidad, estados de expansión de la conciencia,
salidas del cuerpo, viajes astrales, perder el sentido de la corporeidad y
otros estados derivados de la alteración de la conciencia. Son fenómenos
reconocidos, posibles psíquicamente hablando, que muchos buscadores
confunden con Dios, el cosmos o la energía universal. Es decir, creen
que han alcanzado un estado místico.
El filósofo y teólogo Louis Roy, responsable de la cátedra de Teología
Fundamental en el Boston College de Ottawa, ha dedicado su vida a
estudiar los aspectos afectivos, intelectuales y místicos de la experiencia
religiosa. Según su visión:

[...] una experiencia trascendente puede caracterizarse como un acontecimiento en el


que los individuos, por sí mismos o en grupo, tienen la impresión de estar en contacto
con algo inagotable e ilimitado, que no pueden aprehender, y que supera totalmente
las capacidades humanas.

Dicho esto, se afana a observar que este tipo de experiencias tiene un


valor desigual y que muchas están plagadas de problemas psiquiátricos
o teorías disparatadas. Del mismo modo, nos advierte de que la
experiencia trascendente es solo el inicio de la vida mística y, por lo
tanto, no debe equipararse al misticismo. Ni tampoco tiene nada que
ver con fenómenos sobrenaturales. Para Roy, la experiencia
trascendente es una percepción sensible de lo infinito en una
circunstancia determinada. De algún modo, configura nuestra respuesta
a algo que parece inmenso.
Cuando contrastas estas experiencias con maestros o practicantes
avanzados, la mayoría utilizará una expresión, «Neti, neti», cuyo
sentido es: «No es eso, no es eso.» Recuerda, todo lo que puede ser
nombrado no es Dios. Todo lo que delimita la experiencia no es la
experiencia misma. Por eso, ante fenómenos de este tipo, algunas
personas quedan atrapadas, sea porque hacen una interpretación
mágica, sea porque quedan apegadas al fenómeno. Practican con la
expectativa de repetir el fenómeno.
Es muy común también caer en la trampa del ego espiritualizado.
Ocurre cuando el ego se confunde con ideas y conceptos espirituales, lo
que causa un acorazamiento sutil. Es lo que llamaríamos «estar más allá
del bien y del mal», una postura en la que la persona cree asentarse en
un estadio tan elevado que no necesita ayuda alguna, pues es
invulnerable.
Tal vez una de las mayores trampas para los buscadores espirituales
sea la evasión de la vida cotidiana. Medio en broma, suelo decir:
¡Mucho meditar, pero los platos por fregar! Mi sorpresa fue cuando
descubrí un libro de Jack Kornfield titulado Después del éxtasis, la
colada. Del mismo modo que se pueden poner vendas espirituales a las
heridas de la individuación, también suelen encontrarse grandes
justificaciones espirituales para desatender responsabilidades y
compromisos.
No cabe duda de que se trata de un camino disciplinado, pero que no
se impone ante las urgencias, demandas o tareas comprometidas. Es
más, acaba siendo sospechoso que una persona de vida espiritual
desatienda su vida personal, sus relaciones y su servicio a la comunidad.
Recuerdo que al taoísta se le reconoce como aquel que no hace nada,
pero que no deja nada por hacer. Toda una filosofía de vida.
Ocurre también que algunas de las personas que espiritualizan el ego
llegan a convertirse en maestros. El síndrome del gurú es otra de las
enfermedades actuales. Con una cierta práctica, algunas tradiciones
espirituales modernas llevan a la gente a creer que se encuentran en un
nivel de desarrollo o iluminación que está muy lejos de la realidad. De
ahí que exista en la actualidad mucho maestro mediocre.
Alcanzar el dominio espiritual, si es el caso que se llega a lograr,
requiere de tal cantidad de prácticas, de tal disciplina, de tal entrega, que
cuesta mucho creer que, de golpe y porrazo, nos encontremos rodeados
de grandes maestros por todos lados. Actuar así es un freno para el
crecimiento espiritual y para la transmisión de la sabiduría que
contienen tanto las experiencias vividas como la práctica.
No sé si hoy quedan auténticos maestros, porque también hemos
crecido en conciencia. Quizás ya no dependemos de papá y mamá para
que nos lleven de la mano a rezar. Las condiciones para que una
persona se acerque a la experiencia del silencio, la meditación y la
contemplación están más que creadas. Ahora el paso es responsabilidad
de cada uno. No obstante, si el compromiso y la voluntad es individual,
el aprendizaje y sus pasos precisan de facilitadores, de personas
avanzadas en el camino y de comunidades donde compartir y superar
las dificultades de la senda. En la soledad de la práctica, como estamos
observando, podemos enfermar sin darnos cuenta.
Para Trungpa, los gurús no transmiten enseñanzas, sino que buscan
inspirar el despertar del discípulo. Que comprenda. No basta con imitar
al gurú o ser su réplica. Las enseñanzas son una experiencia individual.
El sendero es uno mismo y por eso hay que cuestionar críticamente las
enseñanzas hasta poderlas acrisolar. Sé crítico con lo que te enseñan y
experimenta por ti mismo. Todos nos acercamos a la espiritualidad con
ciertas ideas prefijadas en la mente. La idea misma de que tienes que
obtener alguna cosa del gurú (felicidad, paz, amor o sabiduría) es de lo
más problemática. ¡Qué relación tan difícil! El gurú es como el fuego: si
te acercas mucho, te quema; si te alejas, no recibes su calor. Como los
noviazgos, esta relación pasa de la dependencia a la interdependencia.
Pero si ya es complicada la relación con el gurú, no quiero ni
imaginarme cómo será el trato con seudogurús, con aquellos que se
hacen llamar «maestros», con todo el que pretende convertirse en líder
espiritual. Una de las consecuencias de la profusión de maestros falsos o
mediocres es la enfermedad de sentirse una «persona elegida».A veces
los grupos también contribuyen mucho a ello, puesto que elevan al que
es su maestro a la categoría de «maestro de maestros». No pueden dejar
de considerarse un grupo excepcional, con un maestro aún más
extraordinario.
Jung nos previno de los falsos profetas al observar el inconsciente
colectivo. Por lo visto, algunas personas se sienten poseedoras de
grandes verdades que estaban por descubrir. Su consciente está
dominado por el inconscient­e colectivo, se identifican con él, lo
representan. En cambio, todo auténtico profeta empieza por oponer
una resistencia feroz a que se le imponga una adjudicación inconsciente
de ese papel. El autor sugiere que, cuando surgen profetas de la noche a
la mañana, es mejor pensar en una pérdida del equilibrio psíquico.
Recuerdo aquellas palabra de Régis Debray: «Son los discípulos los
que hacen al maestro.» Nadie es nada por autoadjudicación. ¿Cómo
vamos a seguir a nadie si no nos lo creemos? Pero es cierto que hoy la
industria mediática y el materialismo espiritual ayudan a crear
personajes populares que se revisten de un halo de misticismo. Se
promueve el «culto a la personalidad». Mucha gente los sigue, pero
¿qué relación pueden establecer con ellos? ¿Cómo pueden sentirse
acompañados en el camino de la espiritualidad si el gurú está lejos, si ni
tan siquiera los conoce?
Por si acaso, siempre se puede echar mano de la fórmula del citado
maestro budista Jack Kornfield: «Si quieres saber lo iluminado que está
alguien, habla con su marido o su esposa.» También Jung, después de
avisarnos sobre los falsos profetas identificados con el inconsciente
colectivo, maneja otra posibilidad más sutil y en apariencia legítima:
convertirse en discípulo de un profeta. El seguidor del profeta juega el
papel del indigno que se sienta con modestia a los pies del maestro y
evita pensar por sí mismo. La pereza intelectual se torna virtud y se
descargan en el maestro todas las obligaciones.
Creo que la base de todas estas enfermedades reside en la falta de una
motivación profunda. Puede que, de entrada, sintamos la curiosidad o la
atracción por conocer aspectos de la práctica espiritual. Sin embargo,
como los enamoramientos, eso dura un tiempo y se acaba. Se pasa a un
nuevo estadio más comprometido, más incierto y sin tantos fuegos
artificiales. Viene el amor duro. Viene el aburrimiento si no hay
auténtico anhelo de despertar interior. Pronto llegan las distracciones y
las excusas. Hay que ir más allá del deseo de sentirnos amados, de
pertenecer a alguna comunidad, de rellenar los vacíos existenciales. Hay
tanta necesidad de sentirnos especiales, llamados, elegidos, que no nos
damos cuenta de la jugarreta del ego. Nos hemos metido en un estado
ilusorio de la mente, generador luego de decepciones en el desarrollo
espiritual.
No obstante, es posible que las decepciones sean un buen camino para
desprenderse de estas enfermedades, o confusiones, que acompañan al
buscador espiritual. La mayor de las pruebas en este camino son,
precisamente, la sensación de defraudación, la irritación hacia ese Dios
que debía obrar tantos milagros en tu vida. Muchas personas, que
poseen una imagen muy concreta del Ser divino, cuestionan su fe ante
lo que aparenta ser una dejación de su misericordia: «¿Cómo es posible
que Dios, si existe, permita que ocurran tantas desgracias y
sufrimientos?» Este sentimiento aumenta cuando el problema nos
afecta a nosotros o a las personas que amamos. La relación con lo
trascendente se convierte así en un terreno de expectativas, en la visión
arquetípica y mágica de un Dios milagrero, Padre universal que al final
nos acaba sacando de los apuros de la vida.
Hemos dicho que al misterio solo se accede por la fe. Una fe que, para
que lo sea de verdad, no se pasa el día cuestionando su existencia o su
proceder. Cuando admitimos «que se haga tu voluntad y no la mía», no
estamos delimitando o poniendo condiciones a aquel al que nos
rendimos. No comprender, no saber encontrar razones, no poder
respirar ciertos acontecimientos de la vida nos pone a prueba. Es un
buen termómetro para medir el alcance de nuestra fe, para aceptar con
humildad cómo anda nuestra firmeza ante lo desconocido. ¿Cuánta fe
somos capaces de soportar? ¿Cuánto vacío somos capaces de tolerar?
Cabe entonces otra manera de ver las decepciones y defraudaciones
causadas por las expectativas. Pueden convertirse en la puerta hacia una
iniciación en el camino espiritual mucho más verdadera. No hay nada
que esperar. No hay nadie a quien esperar. Las últimas palabras del
Buda fueron: «Sé una lámpara para ti mismo, haz de ti una luz.» Hemos
buscado tanto a «Dios» —por llamarlo según nuestra tradición—, que
lo hemos convertido en una entidad alejada, externa a nosotros mismos.
En realidad, lo que intentamos conseguir ya lo somos. Por eso el
camino es más una deconstrucción, un olvido de sí, que no una
atormentada búsqueda del yo. Que las tribulaciones sean para el
encuentro con el ser, con el sí mismo, en lugar de vagar por las
inquietudes del ego.
Desjardins también promueve el camino a la inversa:

No sean unos investigadores de la verdad, sean unos investigadores del error y


disipen los errores. No sean unos investigadores del silencio, busquen los ruidos,
acallen esos ruidos y se revelará el silencio. Cada día partimos y volvemos a partir de
nuestra verdad de hoy.

Es esta una invitación a dejar de soñar en la realización suprema


porque nos parezca fascinante, porque esté de moda o porque se lo
hayamos escuchado a alguien inspirador. Partamos de nuestra verdad
dual, la que he intentado presentar en parte en este libro, ya que ese
puede ser un punto de partida del camino. No hace falta esperar. No
hace falta encontrar el momento. No es necesario que estés en la
posición del loto. Todo lo que te rodea participa de la ilusión que
puedes estarte creando. Aprende a abrir los ojos. Estate atento a cómo
tu mente construye esos estados. Ese es, al menos, el camino que yo he
elegido y al cual dedico mi vida.
Calladamente, acoger y respirar

Donde hay paz y meditación, no tienen cabida la ansiedad o la duda.

FRANCISCO DE ASÍS

Un paciente insistía en mi consulta en que lo ayudara a ser mejor


líder, a gestionar un equipo humano, ya que siempre había actuado
como un lobo solitario. En términos profesionales, diríamos que mi
paciente era un fenómeno. Sin embargo, la etiqueta le pesaba cuando el
dominio de su oficio debía incluir la empatía, la motivación y la
inspiración de su equipo. No sabía cómo hacerlo, lo que no era del todo
cierto. Solo le faltaba algo de paciencia y ganas de conocer a sus
ayudantes igual a como le encantaba conocer a sus clientes.
En un momento de la conversación se me ocurrió decirle: «Calla,
acoge y respira.» Fue como si le hubiera visto sentado en su despacho
con uno de sus colaboradores. Lo imaginé paciente, escuchando,
preguntando, absorbiendo toda esa experiencia. Lo imaginé
respirándola conjuntamente. No sé muy bien por qué se me ocurrieron
esas tres palabras. Fue más tarde cuando me di cuenta del impacto de
esos tres tiempos.
Callar es el primero. Al callar se puede escuchar con sinceridad.
Escucharnos a nosotros mismos interiormente y escuchar la
interioridad del otro, lo que captamos más allá de sus palabras. Al callar
hacemos espacio para que el otro sea. Al renunciar a nuestra inmediatez
nos abrimos a los múltiples matices que nos presenta quien tenemos
delante. Al cesar de estar pendientes de nuestras creencias, podemos
explorar con curiosidad las de los demás. Callar es un gesto de respeto.
Es abrir la puerta para que el otro tenga la libertad de entrar.
Acoger es un tiempo diferente. Somos receptores. El momento del
otro se deja caer en el nuestro y hay que hacerle lugar. Nos hacemos
contenedor para que quepan sus silencios y sus expresiones. Nos
volvemos canal para que transite la energía que hasta entonces estaba
retenida. Abrimos los brazos al misterio del otro. Acunamos su reposo.
Acogemos su ser, reconociendo nuestro propio ser. Dejamos de ser para
que sea.
El tercer tiempo es respirar. Hay que poder respirar todo eso.
Respirar lo que hemos recibido. Respirar lo que ha despertado en
nosotros. Respirar juntos el instante compartido. Respirar para resituar.
Respirar para insuflar más aire. Respirar para alentar. Respirar para
inspirar. Respirar para ser. Respirar para ser respirados.
Si lo piensas un poco, te darás cuenta de que estos son también los
tiempos de la meditación. La única variante es que la respiración se
convierte en el vehículo de todo el proceso. Empezamos por respirar,
vamos acallando el ruido interior y, respirando, acogemos todo lo que
emerge para dejarlo respirar de nuevo. Y en la quietud logramos un
acercamiento a ese «¿Quién soy yo?». ¿Quién es, en la quietud, el yo
que es?
La meditación se está convirtiendo en el gran vehículo de
transformación de muchas personas. Junto con la atención plena, o
mindfulness, los beneficios de su práctica son hoy incuestionables. El ya
citado Richard Davidson —tal vez el neurocientífico que más ha
estudiado desde el punt­o de vista científico los efectos de la meditación
— llega a conclusiones intachables después de reunir el conjunto de sus
investigaciones con veteranos de la meditación: la meditación reduce el
estrés mediante la claridad mental y aumenta la capacidad resiliente;
mejora la atención selectiva y, en el caso de la meditación en la
compasión, facilita una actitud positiva y una mayor intuición social, así
como mayor sensibilidad al sufrimiento ajeno.
Más allá aún de la meditación se encuentra la contemplación. Siempre
difícil de definir, se trata de un estado de tal profunda identificación
(fusión) con aquello que se está contemplando que se llega a perder la
conciencia de dualidad. La contemplación se convierte en un estado de
absoluta tranquilidad y silencio interior, en un permanecer en la pura
conciencia de ser. ¿Cómo no aspirar a ese gozo, belleza y armonía
interior? ¡Qué cerca está de nosotros y qué difícil parece de alcanzar!
Unir psicología y espiritualidad

No existe carga más pesada que un potencial desaprovechado.

CHARLES SCHULZ

En el mundo en el que habito, cada día me encuentro más y más


personas que transitan en el flujo entre la identidad y el ser. Son
personas que, a través de procesos de autoconocimiento, han
reflexionado con seriedad sobre el momento en que viven y en cómo
quieren que sea su vida. Esas personas están tomando conciencia de un
par de asuntos importantes: quieren ser felices y el camino para lograrlo
es de orden interior más que exterior; a la vez, quieren explorar y
expandir su conciencia sin alejarse de los contextos en los que habitan.
Dicho de otro modo, son conscientes de que su proceso no está
separado de la realidad en la que viven, de los riesgos que comporta caer
en un narcisismo espiritual y de que toda transformación ha de poder
beneficiar también a los demás y al mundo.
Decía también que el camino del conocerse a uno mismo no pasa solo
por saber cómo nos hemos organizado psicológicamente hablando, sino
desvelando nuestra naturaleza más profunda. Por lo tanto, hay un gran
y creciente número de personas implicadas en estos procesos a quienes
les ocurren un par de cosas dignas de consideración: despiertan a
inconscientes desconocidos y a la vez despiertan a experiencias
espirituales también desconocidas.
Tanto lo uno como lo otro se despliega en una conciencia que tiene
los recursos que tiene, que conserva las creencias que conserva y que
tiene un potencial de aprendizaje acorde con la misma. Es fácil
comprender las dificultades de asimilación que comportan tantas
experiencias nuevas e inciertas. ¿Quién podrá acompañar todos esos
procesos? No hay camino espiritual sin proceso de individuación; no
puede haber un proceso completo de individuación sin contemplar la
dimensión espiritual del ser.
Desde la psicología podemos aportar conocimientos y herramientas
para desactivar los estados ilusorios de la mente, para ordenar y orientar
al «yo pequeño» y facilitar que las personas encuentren sentido en su
vida, es decir, que hallen la manera de trascenderse. La espiritualidad
aporta a la psicología humana, además de sentido, la experiencia de su
ser profundo, su naturaleza más real, el «yo grande o superior». Le
aporta una extensión superior de conciencia.
Sin embargo, puede ocurrir que no tengamos psicólogos preparados
para atender emergencias espirituales ni personas trascendidas capaces
de atender problemas psicológicos. Eso es lo que ha ocurrido
históricamente en el ámbito de la religión. Los religiosos se han
preocupado de resolver los problemas del alma, pero no han podido dar
grandes respuestas a los conflictos de la mente y de las relaciones, más
allá de los dogmas, la obediencia a las leyes de la tradición y aquel
clásico: «Reza, hijo mío, reza.» No es que fuera un mal consejo, pero
tampoco te enseñaban a hacerlo como se hace hoy (por ejemplo, con la
meditación).
De todo ello se desprende la necesidad de unir —o al menos de hacer
complementarias— la espiritualidad y la psicología. De unos años a esta
parte, el entrelazamiento se ha realizado a través de la denominada
psicología transpersonal, disciplina aún poco conocida, aunque
reconocida ya en muchas universidades. Lo transpersonal se refiere a las
experiencias, procesos y eventos que trascienden nuestra limitada
sensación habitual de identidad y que permiten vivenciar una realidad
mayor y más significativa. Aunque ya existen referentes como el de
William James (en torno a 1902), y posteriores como el de Assagioli o
Maslow, esta disciplina está en pleno desarrollo en la actualidad.
Según el profesor Michael Daniels, codirector de la Universidad de
Investigación de Conciencia y Psicología Transpersonal de la
Universidad John Moores de Liverpool y reconocido divulgador de la
materia, la experiencia religiosa o espiritual es una de las facetas
esenciales de la agenda transpersonal, aunque también puede tener que
ver con la preocupación que experimentan muchas personas cuando
sienten una identificación existencial con otras personas, con la
humanidad, con la vida, con el planeta y hasta con la naturaleza. El
hecho incuestionable de que cada vez más personas siguen prácticas
espirituales o se adentran en la meditación y la contemplación permite
experiencias de transformación profunda de traducción difícil mediante
un lenguaje estrictamente psicológico.
Cinco son los temas principales tratados por la mayoría de
publicaciones sobre la materia que caracterizan la psicología
transpersonal, según la recopilación realizada por Lajoie y Shapiro en
1992:

El interés por los estados de conciencia.


La preocupación por los potenciales más elevados o últimos de la
humanidad.
La idea de que la experiencia humana puede desarrollarse más allá
del ego o del yo personal.
La noción relacionada de trascendencia.
La importancia de la dimensión espiritual en la vida humana.

Uno de los grandes en la investigación de la conciencia es Stanislav


Grof, que ya he mencionado en referencia a sus trabajos con el LSD y la
respiración holotrópica. Según Grof, cada vez hay más personas que
buscan, no tant­o las experiencias cumbre como el proceso en sí de las
mismas, ya sean las «emergencias espirituales», ya la tan conocida
«noche oscura del alma». Desentrañar la confusión que pueden generar
este tipo de vivencias es uno de los quehaceres de la psicología
transpersonal.
Tanto si vemos aumentar la nómina de psicólogos transpersonales
como si no, esta nueva realidad se está convirtiendo en un reto para los
expertos en psicología y en conducta humana en general. Porque en este
campo están cada vez más implicadas otras disciplinas como la teología,
la filosofía, la antroposofía e incluso la neurociencia. Si estamos de
acuerdo en que estamos viviendo no solo una era de cambios, sino un
auténtico cambio de era, ello significa, entre otras cosas, que la mente de
las personas está cambiando.
¿Tiene sentido que sigamos clasificándolas mediante test? ¿Tiene
sentido que cada cinco años les quitemos o pongamos problemas
mentales, según el criterio de los que realizan el manual de diagnóstico
psiquiátrico? Si estamos ante una nueva forma de ser, ¿no debemos
comprender esa nueva mente? ¿No estamos redefiniendo el sentido
actual de ser persona? Esta es la pregunta interesante hoy: ¿qué
queremos que signifique ser persona?
Mientras exploramos estas nuevas realidades es necesario, sin
entretenimientos, aclarar al menos aquello que no lo es. Como hemos
visto antes, las trampas para el buscador, las enfermedades de
transmisión espiritual, acechan en el camino. También el
autoconocimiento se pone en manos de personas que apenas se han
trabajado interiormente. La espiritualidad no es ajena al mundo, y el
mundo también se encuentra en un flujo complejo entre paradigmas.
Hay que apelar a la responsabilidad. Si somos capaces de tocar la vida
de una persona, hay que estar preparados para sostener lo que ocurra.
Hay que aprender a callar, acoger y respirar.
También es necesario apelar a la responsabilidad del que se deja tocar.
Saber elegir concienzudamente. Disponer de lo que solemos llamar
espíritu crítico, es decir, cuestionar aquello que se expresa en los cursos,
conferencias o retiros. No se trata de plantear debates intelectuales, sino
de saber discernir aquello que para cada uno es importante de aquello
que hay que dejar pasar. Vale la experiencia de cada uno. Los que
transmitimos conocimientos también estamos expuestos a nuestro
propio ego y elegimos según lo que creemos.
Los tres síes de la vida

Tres facultades hay en el hombre: la razón que esclarece y domina; el coraje o ánimo que actúa,
y los sentidos que obedecen.

PLATÓN

En el apartado de las vidas oceánicas insinuaba la incertidumbre sobre


la residencia de los que no han sido aún concebidos. Hasta que llega un
día en que comienza la materialización. Metafóricamente hablando, es
como si diéramos un primer sí a la vida: quiero venir a este mundo;
quiero aprender; quiero evolucionar. Nacer es ya un sí a la vida.
Una vez en este mundo, ¡ocurren tantas cosas! Por ser seres sensibles
lo sentimos todo, la alegría y también el dolor. Aprendemos que aquí,
en la Tierra, en la materia, funcionan unas leyes en las que el tiempo se
cuenta, los espacios limitan y los demás alteran. Cuando empezamos a
comprender de qué va esto de la vida sólida; cuando entendemos que
nuestro espíritu va a seguir necesitando de un cuerpo, de muchas
vivencias, del deseo y del dolor de definirse, entonces nace el segundo sí
a la vida. Al igual que después de la comunión viene la confirmación,
también la vida terrenal nos propone un nuevo sí. Aceptamos que, sea
lo que sea lo que toque vivir, no vamos a salir huyendo. Sí, quiero vivir
esta vida. Quiero vivir en este cuerpo. Quiero estar en este mundo.
El tercer sí es cuando llega la muerte. Morir es parte del vivir. Nacer
es empezar a morir. Morir es volver a casa. Volver a aquel limbo en el
que dimos el primer sí. Morir precisa también de un sí. Dejarse morir.
Aceptar que ha llegado la hora. No debe de ser nada fácil dar ese sí,
porque hemos pasado casi toda la vida diciendo que no a la muerte.
Vinimos con el compromiso de regresar. Pero no sabemos nunca
cuándo será ese momento. Tenemos toda la vida para ir preparando el
sí.
El sí del nacer es un hecho. Estás ahí. El sí de la muerte es tarea de
toda una vida. Pero ¿has dicho ya el segundo sí? Observo que muchas
personas vagan por la vida; existen, pero no viven. Observo a aquellas
que se limitan a ir tirando. No viajan a la vela, sino arrastradas. Observo
a aquellas otras que han quedado encerradas en sus mundos fóbicos,
mundos de miedo o mundos ilusorios. Observo a tantas personas que
no han dicho aún su segundo sí a la vida que me asusto. Parece como si
existieran personas que no tienen claro si desean estar en este mundo.
Les falta el sí a la vida.
Un sí a la vida no es igual a una vida divertida y placentera. Es aceptar
lo que venga, lo que es. Es vivir despiertos. Es tanto abrazar la
vulnerabilidad como la alegría. Es vivir sin miedo. Porque el sí es a
todo. No es un sí a medias, ni condicionado, ni interesado. La vida nos
pide que la vivamos. Es nuestro mayor compromiso. Solo así podemos
aprender. Solo así tiene sentido nuestro paso por ella. Fue Pierre
Teilhard de Chardin quien dejó dicho que somos espíritus que se
materializan y no materia que se espiritualiza. Por eso el vivir tiene
propósito, solo que no está escrito, para que ejerzamos la libertad de
escoger. Para que decidamos los significados de todo lo que nos ocurre.
La dificultad, en todo caso, se muestra en la conciencia que debe decidir
«cómo» vivir.
La disyuntiva nos lleva a encontrar nuestro punto entre la materia y el
espíritu. Cuando visité el Goetheanum (en Dornach, Suiza),
construcción basada en la arquitectura orgánica y diseñada por Rudolf
Steiner, el maestro de la antroposofía, pude contemplar su escultura en
madera El representante de la Humanidad. La figura central representa
a Cristo, que tiene en un extremo a Lucifer, que intenta persuadir a la
conciencia humana de su divinidad, mientras que, en el otro extremo,
tanto Ahriman como Satanás buscan tentarnos hacia la tierra, hacia lo
carnal, lo estrictamente material. ¿Demonios o condiciones para el
aprendizaje? La tensión de los extremos es una invitación a elegir.
Quién sabe si ignorar eso podría ser una estratagema simbólicamente
endemoniada.
La vida es, por lo tanto, flujo; es más océano que tierra firme. No en
vano la tierra precisa del agua para existir. Y también nosotros
necesitamos ciertas estructuras para habitar en un cuerpo, en un tiempo
y en un espacio. Pero las estructuras no son lo que somos. Puede que
nos caractericen, que nos enmascaren, que nos definan dentro de
clasificaciones creadas por los humanos. Pero somos mucho más que
cualquier definición. Este libro ha intentado sacudir los enredos de la
mente, los estados ilusorios que no permiten vivir una vida auténtica,
que nos mantienen adormecidos en el sueño de Morfeo. Y, a la vez,
desvelar a partir del autoconocimiento los caminos que ahondan en
nuestra naturaleza más profunda. El encuentro con el sí mismo.
Después de todo lo dicho hasta ahora, no me queda más que una
última reflexión. Nada de lo que he expuesto tiene sentido si después no
se convierte en un acto. A la inspiración de las palabras cabe añadir la
fuerza de los gestos, de la acción, del compromiso. Como ya habrás
advertido, todas las frases hermosas que se han escrito tienen poco
sentido si no están contextualizadas, es decir, si desconocemos la
situación en la que se dijeron o expresaron.
La fuerza está en el acto y el acto se manifiesta en una situación en
concreto. Por eso, puestos a pedir, te invito a que traslades a la acción lo
que el libro te haya podido sugerir. Encuentra el gesto concreto, la
acción determinada. Crea o halla la situación que permita expresar tu sí
a la vida. Entonces es cuando se produce la magia del encuentro entre el
mar y la orilla, cuando contactan para convertir un instante en una
eternidad.
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Índice

DE ILUSIONES TAMBIÉN SE MALVIVE


Introducción:
¿Qué es lo que la gente anda buscando?

PRIMERA PARTE

LOS ESTADOS ILUSORIOS DE LA MENTE

La mente y los mundos de Yupi


El mejor ordenador del mundo funcionando con programas
viejos
Programados para el autoengaño
Sufrir por una sola idea
Vidas platónicas
Obligados a obligarse
Compensaciones y decepciones
Deja de soñar; empieza a vivir
¿Cuánta verdad somos capaces de soportar?
Cómo trabajar con los estados ilusorios: del curar hablando al
curar callando

SEGUNDA PARTE
CLAVES PARA EL AUTOCONOCIMIENTO
Las trinidades del autoconocimiento
Creer para ver; creer para vivir
Creer es crear
Las creencias no son realidades, pero sí lo son sus consecuencias
El mapa no es el territorio
¿Somos alguien?
El flujo entre el ser y la identidad
Vidas oceánicas
La identidad como memoria y relato
Guiones de vida o destino
Las vidas del ego
El principio de reactividad
El ego herido
El ego empequeñecido
La separatividad
El estado de carencia
La ilusión del tiempo
La dualidad
El principio del placer
El apego
La imposibilidad de acabar con la mente
El cuerpo-dolor
Yo y mi sombra

TERCERA PARTE

COSAS QUE RESOLVER ANTES DE ENCONTRAR LA


ILUMINACIÓN

Conócete a ti mismo
Sobre la necesidad o no de autoconocerse
1. Los que lo ven como un peligro
2. Los que niegan el valor del «auto»
3. Los que ven su necesidad
4. Los que prefieren su deconstrucción
5. Los que lo impulsan como el nuevo paradigma
¿Arreglos o transformaciones?
¿Quién soy yo?
Los caminos de la espiritualidad: ¿llamada o fascinación?
Las enfermedades de transmisión espiritual
Calladamente, acoger y respirar
Unir psicología y espiritualidad
Los tres síes de la vida
Bibliografía de ilusiones
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