Lección de Escritura

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LECCIÓN DE ESCRITURA

de Claude Lévi-Strauss

Hubiera sido poco prudente prolongar la aventura, e insistí ante el jefe para que se
procediera cuanto antes a los intercambios. Aquí se ubica un extraordinario incidente que
me obliga a volver un poco atrás. Se sospecha que los nambiquara no saben escribir; pero
tampoco dibujar, a excepción de algunos punteados o zigzags en sus calabazas. Como
entre los caduveo, yo distribuía, a pesar de todo, hojas de papel y lápices con los que al
principio no hacían nada. Después, un día, los vi a todos ocupados en trazar sobre un
papel líneas horizontales onduladas. ¿Qué querían hacer? Tuve que rendirme ante la
evidencia: escribían, o más exactamente, trataban de dar al lápiz el mismo uso que yo le
daba, el único que podían concebir, pues no había aún intentado distraerlos con mis
dibujos. Para la mayoría, el esfuerzo terminaba aquí; pero el jefe de la banda iba más allá.
Sin duda era el único que había comprendido la función de la escritura: me pidió una
libreta de notas; desde entonces, estamos igualmente equipados cuando trabajamos
juntos. Él no me comunica verbalmente las informaciones, sino que traza en su papel
líneas sinuosas y me las presenta, como si yo debiera leer su respuesta. El mismo se
engaña un poco con su comedia; cada vez que su mano acaba una línea, la examina
ansiosamente, como si de ella debiera surgir la significación, y siempre la misma
desilusión se pinta en su rostro. Pero no se resigna, y esta tácitamente entendido entre
nosotros que su galimatías posee un sentido que finjo descifrar; el comentario verbal surge
casi inmediatamente y me dispensa de reclamar las aclaraciones necesarias.

Ahora bien, cuando acabó de reunir a toda su gente, sacó de un cuévano un papel
cubierto de líneas enroscadas que fingió leer, y donde buscaba, con un titubeo afectado,
la lista de los objetos que yo debía dar a cambio de los regalos ofrecidos: ¡a éste, por un
arco y flechas, un machete! ¡a este otro, perlas por sus collares…! Esta comedia se
prolongó durante horas. ¿Qué era lo que él esperaba? Quizás engañarse a sí mismo, pero
más bien asombrar a sus compañeros, persuadidos de que las mercancías pasaban por su
intermedio, que había obtenido la alianza del blanco y que participaba de sus secretos. La
escritura había hecho su aparición entre los nambiquara, pero no al término de un
laborioso aprendizaje, como era de esperarse. Su símbolo había sido aprehendido, en tanto
que su realidad seguía siendo extraña. Y esto, con vistas a un fin sociológico más que
intelectual. No se trataba de conocer, de retener o de comprender, sino de acrecentar el
prestigio y la autoridad de un individuo –o de una función- a expensas de otro. Un
indígena aún en la Edad de Piedra había adivinado, en vez de comprenderlo, que el gran
medio para entenderse podía por lo menos servir a otros fines. Después de todo, durante
milenios, y aún hoy en una gran parte del mundo, la escritura existe como institución en
sociedades cuyos miembros, en su gran mayoría, no poseen su manejo.

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Ahora bien, el escriba raramente es un funcionario o un empleado del grupo: su
ciencia se acompaña de poder, tanto, que el mismo individuo reúne a veces las funciones
de escriba y de usurero; no es que tenga necesidad de leer y escribir para ejercer su
industria, sino porque de esta manera es, doblemente, quien domina a los otros.

La escritura es una cosa bien extraña. Pareciera que su aparición hubiera tenido
necesariamente que determinar cambios profundos en las condiciones de existencia de la
humanidad; y que esas transformaciones hubieran debido ser de naturaleza intelectual. La
posesión de la escritura multiplica prodigiosamente la amplitud de los hombres para
preservar los conocimientos. Bien podría concebírsela como una memoria artificial cuyo
desarrollo debería estar acompañado por una mayor conciencia del pasado y, por lo tanto,
de una mayor capacidad para organizar el presente y el porvenir. Después de haber
eliminado todos los criterios propuestos para distinguir la barbarie de la civilización, uno
querría por lo menos retener éste: pueblos con escritura, que, capaces de acumular las
adquisiciones antiguas, van progresando cada vez más rápidamente hacia la meta que se
han asignado; pueblos sin escritura, que, impotentes para retener el pasado más allá de
ese umbral que la memoria individual es capaz de fijar, permanecerían prisioneros de una
historia fluctuante a la cual siempre faltaría un origen y la conciencia durable de un
proyecto.

Sin embargo, nada de lo que sabemos de la escritura en la evolución humana


justifica tal concepción. Una de las fases más creadoras de la historia se ubica en el
advenimiento del neolítico: a él debemos la agricultura, la domesticación de los animales
y otras artes. Para llegar a ello fue necesario que durante milenios pequeñas colectividades
humanas observaran, experimentaran y transmitieran el fruto de sus reflexiones. Esta
inmensa empresa que se desarrolló con un rigor y una continuidad atestiguados por el
éxito, en una época en que la escritura era aún desconocida. Si esta apareció entre el cuarto
y el tercer milenio antes de nuestra era, se debe ver en ella un resultado ya lejano (y sin
duda indirecto) de la revolución neolítica, pero de ninguna manera su condición. ¿A qué
gran innovación está unida? En el plano de técnica, sólo se puede citar la arquitectura.
Pero la de los egipcios o la de los sumerios no era superior a las obras de ciertos
americanos que ignoraban la escritura en momento del descubrimiento. Inversamente,
desde la invención de la escritura hasta el nacimiento de la ciencia moderna, el mundo
occidental vivió unos cinco mil años durante los cuales sus conocimientos, antes que
acrecentarse, fluctuaron.

En el neolítico, la humanidad cumplió pasos de gigante sin el socorro de la


escritura; con ella, las civilizaciones históricas de Occidente se estancaron durante mucho
tiempo. Sin duda, mal podría concebirse la expansión científica de los siglos XIX y XX
sin escritura. Pero esta condición necesaria no es suficiente para explicar el hecho.

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Si se quiere poner en correlación la aparición de la escritura con ciertos rasgos
característicos de la civilización, hay que investigar en otro sentido. El único fenómeno
que ella ha acompañado fielmente es la formación de las ciudades y los imperios, es decir,
la integración de un número considerable de individuos en un sistema político y su
jerarquización en castas y en clases. Tas es, en todo caso, la evolución típica a la que se
asiste, desde Egipto hasta China, cuando aparece la escritura: parece favorecer la
explotación de los hombres antes que su iluminación. Esta explotación, que permitía
reunir a millares de trabajadores para constreñirlos a tareas extenuantes, explica el
nacimiento de la arquitectura mejor que la relación directa que antes encaramos. Si mi
hipótesis es exacta hay que admitir que la función primaria de la comunicación escrita es
la de facilitar la esclavitud. El empleo de la escritura con fines desinteresados para obtener
de ella satisfacciones intelectuales y estéticas es un resultado secundario, y más cuando
no se reduce a un medio para reforzar, justificar o disimular lo otro.

Sin embargo, existen excepciones: África indígena ha poseído imperios que


agrupaban a muchos cientos de millares de súbditos; en la América precolombina, el de
los Incas reunía millones. Pero en ambos continentes esas tentativas se revelaron
igualmente precarias. Se sabe que el imperio de los Incas se estableció alrededor del siglo
XII; los soldados de Pizarro no hubieran triunfado fácilmente sobre él si no lo hubieran
encontrado, tres siglos más tarde, en plena descomposición. Pudiera ser que esos ejemplos
comprobasen la hipótesis en lugar de contradecirla. Si la escritura no bastó para
consolidar los conocimientos, era quizás indispensable para fortalecer las dominaciones.
Miremos más cerca de nosotros: la acción sistemática de los Estados europeos a favor de
la instrucción obligatoria, que se desarrolla en el curso del siglo XIX, marcha a la par de
la extensión del servicio militar y la proletarización. La lucha contra el analfabetismo se
confunde así con el fortalecimiento del control de los ciudadanos por el poder. Pues es
necesario que todos sepan leer para que éste último pueda decir: la ignorancia de la Ley
no excusa su cumplimiento.

La empresa pasó del plano nacional al internacional, gracias a esa complicidad


que se entabló entre jóvenes Estados – enfrentados con problemas que fueron los nuestros
hace dos siglos- y una sociedad internacional de poseedores, intranquila por la amenaza
que representan para su estabilidad las reacciones de pueblos, mal llevados por la palabra
escrita a pensar en fórmulas modificables a voluntad y a exponerse a los esfuerzos de
edificación. Accediendo al saber asentado en bibliotecas, esos pueblos se hacen
vulnerables a las mentiras que los documentos impresos propagan en proporción aún más
grande. Sin duda, la suerte está echada. Pero en mi aldea nambiquara, las cabezas fuertes
eran al mismo tiempo las más sabias. Los que no se solidarizaron con su jefe después que
éste intentó jugar la carta de la civilización (luego de mi visita fue abandonado por la
mayor parte de los suyos), comprendían confusamente que la escritura y la perfidia
penetraban entre ellos de común acuerdo. Refugiados en un matorral lejano, se
permitieron un descanso. El genio de su jefe que percibía de un golpe la ayuda que la

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escritura podía prestar a su control, alcanzando de esa manera el fundamento de su
institución sin poseer su uso, inspiraba, sin embargo, admiración.

Extraído del libro “Tristes trópicos”, EUDEBA, Bs. As., 1970.

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