Tolkien Biografia - Michael White
Tolkien Biografia - Michael White
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Michael White
Tolkien, biografía
ePub r1.0
Titivillus 07.07.16
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Título original: Tolkien: A biography
Michael White, 2001
Traducción: Inés Belaustegui
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A JENNIFER Y PETER
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AGRADECIMIENTOS
En el nacimiento de este libro han participado muchas personas. Quisiera dar las
gracias especialmente a mi agente, Russ Galen, por haberse ocupado de
negociaciones a menudo delicadas, y a mis editores de ambas orillas del Atlántico:
Alan Samson de Litüe Brown, en Londres, y Gary Goldstein de Alpha, en Nueva
York. También me ofrecieron su valiosa ayuda Jude Fisher, Peter Schneider, con sus
aportaciones sobre el valor de la literatura, y Josephina Miruvin con su entusiasmo
inquebrantable y sus fantásticas pistas sobre contactos de internet.
Quisiera también dar las gracias a Michael Crichton, ya que sin su ayuda este
libro lo habría escrito un autor completamente diferente.
Por último, mi más profundo agradecimiento a mi esposa, Lisa, cuyos decisivos
comentarios acerca de Tolkien, expresados con la mayor objetividad, me han
aportado una visión a la que yo solo no habría llegado.
MICHAEL WHITE,
septiembre de 2001.
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INTRODUCCIÓN
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están. Tolkien no atrae a todo el mundo, y algunos que sinceramente no sentían nada
por El Señor de los Anillos reaccionaron con desdén y cinismo.
El año de mi descubrimiento de Tolkien uno de mis mejores amigos del colegio
decidió negarse a caer en el embeleso de El Señor de los Anillos y despotricó contra
el «culto insidioso de la Tierra Media», como decía él mismo. No quiso leer el libro,
y en vez de eso se dedicó a estudiar con avidez una parodia (reconozco que muy
divertida) de National Lampoon titulada El Tostón de los Anillos. Y cuando yo le
preguntaba cómo podía decir que una caricatura era divertida si no se había
molestado en leer el modelo parodiado, pasaba de mí olímpicamente.
Ni que decir tiene que, pasado el tiempo, mi entusiasmo fue apaciguándose. Poco
a poco, el influjo de Tolkien fue desvaneciéndose en mí, las canciones que componía
eran sobre el amor, el sexo y la muerte, y, lo que es más importante, empecé a leer
muchos más libros. Pero nunca abandoné del todo mi interés por Tolkien. El Señor de
los Anillos tenía su sitio en mi corazón, y siempre recordaba con cariño aquella
historia. Con poco más de veinte años me trasladé a Oxford, y con el tiempo me hice
escritor. Me enteré de más detalles sobre los años de Tolkien allí, y de que él, C. S.
Lewis y otros miembros del grupo de Los Inklings solían reunirse en una tasca
llamada The Eagle and Child, y me iba allí a tomar una cerveza de vez en cuando con
la esperanza de capturar entre sus muros una pizca de inspiración. Por todo ello,
cuando me planteé escribir esta biografía, me sentí atraído inmediatamente por la
idea.
Sin embargo, incluso antes de que la tinta de mi firma se hubiera secado en el
contrato del editor, me di cuenta de que regresar a aquella obsesión de juventud era
una labor sembrada de posibles riesgos, puesto que tendría que leer El Señor de los
Anillos veinticinco años después de haberlo hecho por octava y última vez. Una parte
de mí se moría de ganas de hacerlo, pero al mismo tiempo me sentía angustiado. ¿Y
si no me gusta el libro ahora, un cuarto de siglo después?
Cuando en 1977 terminé de leer por octava vez el último capítulo, estaba a punto
de entrar en la universidad, era fan de Yes y llevaba el pelo por los hombros. Ahora
soy un tipo de mediana edad, casado y con tres hijos, he leído cientos de libros desde
aquella época lejana, y sólo oigo a los Yes muy de vez en cuando. ¿Seguiría
identificándome con Aragorn? ¿Sentiría aún aquel anhelo por saber más de Gandalf y
de los otros istaris? ¿Me preocuparía saber qué les pasó a Frodo y Sam? En muchas
ocasiones he releído algunos libros que fueron mis favoritos, y sólo he podido
constatar que ya no siento por ellos ni la más mínima atracción. Me pasaría lo mismo
con El Señor de los Anillos? ¿Me gustaría más El Tostón, convirtiéndome así en aquel
cínico amigo mío del colegio?
En fin, me compré otro ejemplar de El Señor de los Anillos y me lo llevé a casa.
Y allí se quedó, encima de la mesa del comedor, durante días y días sin que nadie lo
abriera. De ahí pasó al dormitorio, y del dormitorio al cuarto de baño, sin que el lomo
se doblara ni una sola vez. Empecé mis investigaciones para escribir el presente libro
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y a redescubrir informaciones sobre la vida y la época de Tolkien. Y por fin, al cabo
de semanas de darle vueltas, decidí abrir la tapa de su obra más excelsa.
Naturalmente, me fascinó una vez más. Conservaba aún casi toda su magia. En
realidad, hallé aspectos nuevos en la fábula, impresiones nuevas que me llegaban
ahora, detalles que había pasado por alto o que habían tenido poco interés para el
joven que fui. No sólo me alegré mucho, sino que además me sentí aliviado ya que,
¿cómo habría podido escribir sobre Tolkien si ya no me gustaba su obra?
Lo cierto es que, después de sumirme de nuevo en el mundo de la Tierra Media y
salir con ánimo renovado, me doy cuenta de que mi angustia no tenía fundamento,
porque creo que hay personas que aman el mundo de Tolkien y que toda la vida serán
seguidores suyos, y también de que hay personas a las que nunca les gustará.
Hoy mi amigo enemigo de Tolkien es un tipo de mediana edad como yo que sigue
riéndose de mi fascinación por El Señor de los Anillos. No ha leído nunca el libro
(considerado por Waterstone como «el libro del siglo XX»), ni tiene intención de
hacerlo. Pero, como se suele decir, «el que lee a Tolkien se hace hobbiadicto».
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Al escribir este libro no me propuse salir en busca de monstruos. Los únicos que
encontré fueron los monstruos de ficción que ya me esperaba. Pero la gente creativa
rara vez es anodina, por mucho que sus defensores se esfuercen en dar esa imagen.
Me gustaría pensar que los verdaderos seguidores no se conforman con un retrato
monocolor de sus héroes. Como aficionado a la obra de Tolkien, espero que estas
páginas proporcionen al menos un leve sombreado de matices que ofrezca una
imagen más colorida del padre de la Tierra Media, del autor más popular de la
Historia.
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1
INFANCIA
El profesor John Ronald Reuel Tolkien pedalea en su bici a toda velocidad. Siente el
sudor empapándole el cuello de la camisa. Es una tarde de principios del verano, hace
poco ha terminado el año escolar y apenas hay tráfico en The High. A mediodía ya
había hecho muchas cosas: tuvo una reunión con una estudiante de postgrado para
analizar sus problemas con un texto anglosajón; fue a una papelería de Turl Street a
comprar tinta y papel; devolvió un libro en la biblioteca de la facultad y encontró una
copia del poema que estaba escribiendo para The Oxford Magazine que había
traspapelado la semana anterior en su despacho. Normalmente hace lo posible por ir a
comer a casa con los suyos, pero hoy había reunión del claustro y ha tenido que
quedarse a almorzar en la facultad. Ahora regresa a casa, para enzarzarse en la
farragosa tarea de corregir el montón de exámenes del Certificado que lleva una
semana haciendo equilibrios en su escritorio.
Dan las tres en la Torre Garfax, en el centro de Oxford, justo cuando pasa por
delante. Apura el pedaleo aún más. Calcula que, como mucho, podrá dedicar dos
horas a la corrección antes de volver a la ciudad para asistir a la siguiente reunión del
día, en la sala de descanso de los veteranos en Merton College, con una última taza
de té. Piensa que, como mucho, conseguirá corregir tres exámenes.[1]
Sigue por Banbury Road, gira a la derecha, luego a la izquierda, y llega al número
20 de Northmoor Road adonde meses atrás, en ese mismo año de 1930, se trasladaron
los Tolkien. Al llegar, pasa la pierna por encima del sillín, posa los pies en el suelo
sin frenar la bici, cruza con ella la verja lateral y llega hasta la puerta. Se asoma a la
cocina para saludar a su esposa Edith, se da cuenta de que Priscilla, su hijita de cinco
meses, está despierta y sonriente en brazos de su madre; entra, pellizca cariñosamente
en la mejilla a su mujer y le hace unas carantoñas a la niña. Sale, en dos zancadas
recorre el pasillo y ya se encuentra en su estudio, en la parte sur de la vivienda.
El estudio de Tolkien es una habitación acogedora con las paredes cubiertas de
libros. Las estanterías forman una especie de túnel al entrar y luego se abren a ambos
lados, recorriendo las paredes. Desde su escritorio, el profesor puede disfrutar de la
vista meridional, el jardín del vecino, justo delante de la mesa; otro ventanal, a su
derecha, da al jardincillo de inmaculado césped y a la calle. Encima de la mesa hay
un cuaderno y un montón de bolígrafos en un cubilete; a ambos lados, montones de
papel: a la izquierda, los exámenes que le quedan por leer (una torre alta), y a la
derecha, los que ya ha corregido (un fajo mucho más pequeño).
Tolkien se acomoda ante la mesa, saca la pipa del bolsillo de la chaqueta, la carga
y la enciende con esmero exagerado. Dándole las primeras caladas, alcanza el primer
escamen del montón de la izquierda, se lo coloca delante y empieza a leerlo.
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Corregir los exámenes del Certificado, es decir, el producto de los alumnos de
dieciséis años, es una labor tediosa y casi siempre aburrida, pero le ayuda a pagar las
facturas y, con una esposa y cuatro hijos a los que mantener, es una manera de
completar su salario de profesor. Aunque es una tarea insípida por lo general, Tolkien
se la toma muy en serio y lee cada examen con mucho cuidado, prestando atención a
todos los detalles. Por eso dedicará la siguiente media hora a uno solo. De tanto en
tanto garabatea al margen algún comentario, y muy de vez en cuando marca con una
señal el final de un párrafo. Pasa las páginas lentamente. Alrededor de él todo es paz
y silencio, sólo interrumpido por la visita de algún pájaro que se posa en el alféizar o
por el roce de las hojas en el cristal de la ventana movidas por la brisa.
Al cabo de un rato, Tolkien siente que ha analizado el examen satisfactoriamente
y lo coloca en el montón de la derecha. Y coge el siguiente de la izquierda. Durante
los siguientes minutos lee las primeras páginas de este segundo examen, hasta que,
para su sorpresa, llega a una en blanco. Agradecido ante esta pequeña compensación
a sus largos días de trabajo (una página menos que corregir), se recuesta en la silla y
echa un vistazo a la habitación. Sin saber por qué, algo le llama la atención en la
alfombra, justo al lado de una de las patas de la mesa. Ve que hay un diminuto
agujero en la tela, y se queda absorto mirándolo un buen rato. Cuando vuelve a
concentrarse en el examen, en la hoja en blanco escribe lo siguiente: «En un agujero
en el suelo vivía un hobbit.».
Aunque no tenía ni idea de por qué escribió aquello, y menos aún de lo que iba a
suponerle ese desvarío del subconsciente a él, a su familia y al futuro de la literatura
inglesa, sí supo que con aquella única frase había escrito algo interesante, tanto que
se sintió motivado a «averiguar cómo son los hobbits», como él mismo dijo tiempo
después.
Y en ese instante, a partir de una sola frase tal vez fruto del aburrimiento, una
frase que quizá llevaba tiempo tratando de hallar expresión, surgió el impulso que
condujo a la escritura de El hobbit y El Señor de los Anillos. Junto con El Silmarillion
y toda una variopinta colección inmensa de notas sobre la mitología de la Tierra
Media, la obra de Tolkien iba a hacerse famosísima en todo el mundo, deleitaría y
ofrecería inspiración a millones de personas y desempeñaría un papel fundamental en
el nacimiento de un género literario completamente nuevo, el de la ficción fantástica.
Pocos años después de aquella tarde señalada, muchos miles de lectores aprenderían
infinidad de cosas sobre los hobbits, v en la década de los sesenta los hobbits y el
mundo que habitaban serían tan conocidos como cualquier famoso de Hollywood o
cualquier figura de la realeza. Para muchos, la Tierra Media es algo más que un reino
de fantasía. A partir de lo que podría haber sido sólo una frase suelta anotada en un
trozo de papel en el estudio de un anónimo profesor, los escritos de Tolkien iban a
cobrar vida propia, a colmarse de fábulas épicas, completas en sí mismas, coherentes
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e irresistiblemente absorbentes. Una mitología para la mente moderna.
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casarse por fin.
Arthur no la decepcionó. En 1890 fue nombrado gerente de la sucursal del Banco
de África en Bloemfontein, y empezó a ser un hombre con posibles. Con ese nuevo
sentimiento de seguridad económica escribió a Mabel Suffield para pedirle que
acudiera a África y poder así casarse. Mabel había cumplido veintiún años, y la
pareja había mantenido su relación a pesar de la separación de dos años que el padre
Suffield les había impuesto, por lo que Mabel decidió en marzo de 1891, desoyendo
las críticas de su familia, comprarse un pasaje en el vapor Roslin Gasfe. En poco
tiempo, partía rumbo a El Cabo.
Hoy día, Bloemfontein, sita en el corazón del Estado Libre de Orange, es una
ciudad más bien insulsa y anodina, pero a finales del siglo XIX, cuando Arthur
Tolkien llegó allí por primera vez, era un puñado desorganizado de edificios. La zona
sufre el azote del fuerte viento que viene del desierto. Hoy la mayoría de viviendas y
centros comerciales disponen de aire acondicionado, pero en la última década del
siglo XIX había pocas comodidades y los blancos vivían en condiciones bastante
similares a las de los africanos de raza negra que habitan en la actualidad en los
arrabales que ciñen el moderno centro urbano de Bloemfontein.
La pareja se casó el 16 de abril de 1891 en la catedral de El Cabo, y disfrutó de
una breve luna de miel en un hotel de la vecina Sea Point. Pero en cuanto pasó el
entusiasmo de la novedad, Mabel se dio cuenta de que no sería fácil vivir en aquella
tierra.
No tardó en sentirse desesperadamente sola, y además no le resultaba fácil hacer
amistad con los otros colonos del lugar. La mayor parte de la población era afrikáner,
descendientes de colonos holandeses que no se mezclaban mucho con la población
inglesa. Los Tolkien conocieron a algunos compatriotas ingleses, los invitaron a casa
alguna que otra vez, pero en general Mabel sentía que la ciudad carecía de casi todo
en muchos aspectos. Tenía su cancha de tenis, sus tres o cuatro tiendas y un
parquecillo, pero nada que ver con el ajetreo de Birmingham ni con el bullicio
constante de los grandes núcleos urbanos. Además, no soportaba el clima, aquel calor
sofocante, los tórridos veranos y los inviernos gélidos.
Pero no le quedaba otro remedio que esforzarse por adaptarse a aquello. Arthur se
dejaba la piel para prosperar en el Banco de África y pasaba muy poco tiempo en
casa. Parecía disfrutar con su vida, lo que aún exacerbaba más las cosas. Tenía
amigos en el trabajo y siempre andaba muy atareado, así que no le quedaba mucho
tiempo para analizar los escasos atractivos que ofrecía la vida en Bloemfontein.
Parece ser que no se enteró mucho de la desazón de Mabel, y que tal vez la achacó a
una depresión pasajera de la que pronto se repondría.
Mabel trató de mejorar la situación y se entregó por completo a cuidar de su
esposo. A veces conseguía llevárselo del banco para ir juntos a dar un buen paseo o a
jugar al tenis en el único club social de la ciudad. El resto del tiempo la joven pareja
se limitaba a pasar las horas en casa leyendo en voz alta el uno para el otro.
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A Mabel la sacudió la sensación de hastío en cuanto descubrió que estaba
embarazada de su primer hijo. Los dos estaban encantados, pero ella empezó a
preocuparse porque la ciudad no contaba con un centro sanitario adecuado para su
situación y la de su bebé. Por eso, sugirió que quizá podrían tomarse un descanso y
regresar a Inglaterra para esperar la llegada del niño. Sin embargo, Arthur insistía en
que no podía encontrar el momento idóneo para tomarse unas vacaciones, por lo que
Mabel pensó que era preferible quedarse en Bloemfontein y no enfrentarse a un viaje
tan largo y al parto ella sola, sin el apoyo de su esposo.
El niño nació el 3 de enero de 1892. Le llamaron John, pero tuvieron sus más y
sus menos sobre el resto del nombre. Arthur insistía en mantener la tradición familiar
de llamar a los chicos «Reuel», tradición que se había aplicado a todos los Tolkien
desde hacía generaciones. Por su parte, Mabel prefería Ronald. Al final acordaron
darle ambos nombres, y el 31 de enero de 1892 fue bautizado en la catedral de
Bloemfontein como John Ronald Reuel Tolkien. De todos modos, nadie le llamó
nunca John a secas. Sus padres, y después su esposa, le llamaron siempre Ronald. En
el colegio sus amigos solían llamarle John Ronald, y en la universidad era más
conocido como Tollers, un epíteto bastante izquierdoso típico de la época. Para los
compañeros de trabajo fue siempre J. R. R. T. o, de manera más formal, profesor
Tolkien. Para el mundo entero es J. R. R. Tolkien o simplemente Tolkien.
Sus primeros años de vida, su primera infancia en Sudáfrica, fueron todo lo
exóticos que cabría imaginar y muy diferentes de lo que habrían sido si hubiera
nacido V vivido en Birmingham. Se conocen algunas historias familiares que han
sobrevivido al paso del tiempo, que Tolkien narró a sus propios hijos. Por ejemplo,
aquella vez en que el mono del vecino se escapó, saltó la valla de los Tolkien y se
dedicó a destrozar tres pichis del niño que estaban tendidos al sol. O la vez en que
uno de los sirvientes, un mozo llamado Isaak, decidió llevarse al pequeño Ronald a
conocer a su familia, que vivía en las afueras de la ciudad. Sorprendentemente, los
padres Tolkien no le pusieron de patitas en la calle.
Y es que, ciertamente, era un ambiente bastante peligroso para criar a un niño. El
clima pasaba de un extremo a otro, y su primer verano africano fue toda una prueba
de fuego para Mabel: moscas por todas partes, calor asfixiante a todas horas, además
de las mortíferas serpientes que se acercaban por el jardín y de los peligrosos
insectos. Cuando John tenía poco más de un año, le picó una tarántula y salvó la vida
gracias a que la niñera tuvo el impulso y la habilidad de dar con la picadura y
succionar el veneno.[2]
Poco después del nacimiento del niño, la vida mejoró bastante para Mabel. Arthur
seguía muy ocupado con su trabajo en el banco, pero en la primavera de 1892 la
hermana de Mabel y su cuñado, May y Walter Incleton, llegaron a Bloemfontein.
Walter tenía intereses comerciales en Sudáfrica y pensó en pasar una temporada allí
para visitar las minas de oro de la región. Mabel tuvo así la compañía que deseaba, y
ayuda con el bebé. Aun así, deseaba volver a casa, y cada vez le daba más rabia que
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Arthur se pasara la mayor parte del día sin ver a su familia. Cuando descubrió que
estaba embarazada otra vez, la situación empeoró aún más.
El 17 de lebrero de 1894 nacía Hilary Tolkien. Dar a luz fue un alivio para Mabel,
pues el verano había sido especialmente caluroso y ella estaba en plena gestación.
Poco después del parto volvió a tocar fondo: su hermana y su cuñado habían
regresado a Europa, y tuvo que hacer frente sola a la crianza de dos niños pequeños,
con muy poca ayuda de su esposo. Por suerte para ella, Hilan gozaba de muy buena
salud. Sin embargo, Ronald padecía una y otra vez dolencias infantiles: toses que se
agravaban por el calor y el polvo del estío, y el viento helado del invierno, seguidas
por una serie de problemas cutáneos y de infecciones en los ojos. En noviembre de
1894, Mabel, ansiosa por ir a otro lugar y cambiar de aires, se llevó a los niños a
Ciudad de El Cabo a disfrutar de unas merecidas vacaciones. Arthur, que también
necesitaba tomarse un respiro (aunque no lo admitiera), insistía en que no tenía
tiempo ni siquiera para unas vacaciones cortas. Y se quedó en Bloemfontein a pasar
otro verano insufrible.
Al regresar a casa, Mabel estaba empeñada en que la familia debía descansar
durante una larga temporada del polvo y el viento africanos, e intentó convencer a
Arthur de que encontrara un hueco para ir a Inglaterra, pues llevaba casi seis años sin
ver a su familia y se merecía al menos un año sabático. Pero Arthur no estaba por la
labor. Alejarse de su trabajo durante tanto tiempo comprometería su puesto en el
banco. Al final decidieron que Mabel y los niños fueran a Inglaterra sin él, hasta el
final del verano austral. Si todo iba bien, él acudiría después.
En abril de 1895, Mabel, Ronald y Hilary zarparon de El Cabo a bordo del vapor
Guelph. Tres semanas después arribaban a Southampton, donde les esperaba Emily
Jane, la hermana menor de Mabel, que para los niños sería tía Jane. Tomaron el tren
para Birmingham y se instalaron en una habitación de la pequeña vivienda de los
Suffield, en el barrio de King’s Heath.
Casi no tenían sitio. Mabel y sus niños dormían en la misma cama, y vivían con
otros cinco adultos bajo el mismo techo: los padres de Mabel, su hermana. Jane, el
hermano menor (William) y un inquilino. Edwin Neave, empleado de una
aseguradora que, cuando no andaba ligando con Jane, se dedicaba a distraer a Ronald
tocando el banjo y cantándole números de musicales. Pero estaban muy a gusto, en
comparación con la vida que habían llevado en Orange. El clima era más suave, el
viento no silbaba entre los tablones de la casa como si fuera a derribarla de un
momento a otro, y no había tarántulas en el jardín ni serpientes venenosas entre la
hierba. Mabel echaba de menos a su marido, pero había sido él quien había decidido
no acompañarles, y para ella el bienestar de los niños era lo primero.
Como es natural, Arthur también echaba de menos a su familia. Escribía con
frecuencia, y les decía lo triste que se sentía por estar lejos de ellos. Pero seguía
insistiendo en que no podía dejar el trabajo en ese momento, ni siquiera durante unos
meses. Parece que estaba bastante obsesionado con que alguien pudiera quitarle el
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puesto, lo que habría supuesto un daño irreparable para su carrera profesional.
Entretanto, toda Sudáfrica estaba sumida en el caos político. Los bóers,
encabezados por Paul Kruger, amenazaban con sublevarse contra Inglaterra y habían
organizado una fuerza guerrillera impresionante desde su base, en el Transvaal. En
1895, mientras Arthur Tolkien administraba las finanzas de los europeos ricos
residentes en Bloemfontein, los soldados de Kruger formaron una alianza entre el
Transvaal y el Estado Libre de Orange que iba a forzar a los ingleses a la guerra en
Sudáfrica en cuestión de años. No eran buenos tiempos para los súbditos británicos
que vivían en núcleos comerciales como Bloemfontein. En cierto sentido, Arthur se
sentía aliviado de que su familia estuviera lejos de allí, a salvo en Gran Bretaña.
En noviembre de 1895 sufrieron otro repentino revés: Arthur le comunicó a
Mabel que había contraído fiebres reumáticas, una enfermedad muy grave. Mabel le
suplicó que se tomara un descanso y fuese a Inglaterra con ellos, pero Arthur se negó
en redondo. Esa vez argumentó que no podría soportar el frío del invierno inglés.
Cuando llegó el verano a Bloemfontein, Arthur Tolkien empeoró rápidamente. Al
enterarse, Mabel decidió regresar a Sudáfrica con los niños. A finales de enero de
1896 hizo los preparativos para el viaje: eligió la fecha y reservó los billetes. El 14 de
febrero de 1896, Ronald, con cuatro años recién cumplidos, dictó una carta para su
padre en la que le explicaba que le echaba mucho de menos y que deseaba verlo
después de tanto tiempo.
Sin embargo, nunca llegó a enviarla, ya que al día siguiente llegó a casa de los
Suffield la noticia de que Arthur había muerto tras sufrir una hemorragia. Con el
corazón roto, Mabel hizo las maletas inmediatamente, dejó a los niños con sus padres
y cogió el primer vapor para El Cabo. Cuando al fin llegó a Bloemfontein, el hombre
con el que había estado casada menos de cinco años yacía ya bajo tierra en el
cementerio de la ciudad.
Así, a los cuatro años de edad, la vida de Tolkien entraba en una fase nueva. La
vida en el ambiente asilvestrado de Bloemfontein dio paso a la creciente
industrialización de Birmingham, la segunda ciudad de Inglaterra y uno de los
motores del Imperio británico. Se acabó la vista del horizonte a lo lejos, del sol
enorme y rojo poniéndose tras las lejanas colinas; se acabaron los juegos a la sombra
en medio del calor sofocante y polvoriento de las tardes de enero. En lugar de todo
eso, casas adosadas, chimeneas de ladrillo, patios de hormigón y humo de fábricas
pasaron a dominar la escena para el joven Ronald.
A pesar de que Arthur se había entregado a su trabajo en cuerpo y alma, había
sacrificado su propia salud y había muerto convencido de que no le había sido posible
sacar más tiempo para estar con los suyos, dejaba a su esposa y a dos hijos pequeños
con muy poca cosa con que rehacer la vida sin él. Había invertido sus ahorros en las
minas Bonanza, pero Mabel sólo recibió unos dividendos que ascendían a treinta
chelines a la semana, lo que en j 896 apenas llegaba para vivir con lo justo. Su
cuñado, Walter Incleton, decidió pasarles a los chicos una pequeña pensión, pero ni
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los Suffield ni los padres de Arthur disponían de recursos suficientes para ayudar
económicamente a la familia. Cuando Arthur murió, Mabel y los dos niños llevaban
va más de nueve meses metidos en la diminuta casa de los Suflield, lo cual era una
molestia para todos. Había que encontrarles un piso barato de alquiler lo antes
posible.
En verano Mabel encontró una casita semiadosada, en el 5 de la calle Gracewell
de Sarehole, por aquel entonces un pueblo pequeño a unos dos kilómetros al sur de
Birmingham. Hoy día Sarehole es un barrio residencial de la ciudad, con muchos
edificios y abarrotado de gente, pero cuando los Tolkien se establecieron allí todavía
era un sitio tranquilo y silencioso, lejos del bullicio de la ciudad, rodeado de campos
y bosques. La casita era una pequeña construcción de ladrillo sita en el extremo de
una pequeña hilera de casas adosadas. A Ronald le encantó el lugar en cuanto lo vio.
De mayor, aún recordaba con cierto detalle aquellos años junto a su hermano y su
madre en aquel lugar idílico rodeado de campiña. la casa era pequeña pero agradable,
y los vecinos fueron siempre amables con ellos y les ayudaron en lo que pudieron.
Hilary sólo contaba dos años y medio cuando se mudaron allí, pero en poco tiempo
ya correteaba con su hermano mayor por los campos de alrededor de la casa, y juntos
salían a investigar el terreno durante largas horas de aventuras. A veces se acercaban
al pueblo más próximo, Hall Green, y poco a poco fueron haciéndose amigos de los
niños que vivían allí.
Los dos hermanos estaban muy unidos. Ante la ausencia de padre, eran el uno
para el otro la única figura masculina presente. Por ello, tampoco es extraño que
ambos estuvieran muy unidos a la madre. El vuelo de la imaginación y la invención
de juegos presidieron aquellos días anteriores al colegio. Se imaginaban que un
granjero de por allí era en realidad un malvado brujo, y la mojigata campiña inglesa
era para ellos una especie de parque temático de la imaginación donde se libraba una
batalla por el control de la tierra entre los brujos buenos y los malos. Y se pasaban los
largos días del verano encabezando cruzadas y viajes a lugares remotos (los bosques
de los alrededores) para proteger a los inocentes frente al ataque de los malvados.
Otras veces iban a recoger moras a un lugar que ellos llamaban la Vaguada. Un
detalle aún más interesante, porque aparecerá en la obra de Tolkien, era el molino que
había al lado de Gracewell. Se encargaban de él un hombre mayor y su hijo, que les
parecían especialmente antipáticos. El molinero mayor tenía una larga barba negra y
solía ser bastante reposado, pero el hijo, al que los niños llamaban el Ogro Blanco
(porque iba siempre embadurnado de harina) les daba, al parecer, bastante miedo y
era muy antipático. Casi medio siglo después, aquellos personajes de la infancia
cobrarían nueva vida como el zalamero Sandyman, el molinero, y su desagradable
hijo Ted.
Todas aquellas fantasías sobre ogros y dragones adquirieron un contorno más
definido en cuanto Ronald aprendió a leer. Su madre le animó a la lectura y le
introdujo en el mundo de los cuentos infantiles de la época, historias sugerentes como
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las recién publicadas La isla del tesoro y Alicia en el País de las Maravillas, o
cuentos tradicionales como El flautista de Hamelin. De todos ellos, para el Ronald de
siete años de entonces, el libro más importante fue uno de Andrew Lang titulado El
libro rojo de los cuentos de hadas. Lang era un erudito escocés que había pasado su
vida buscando y adaptando cuentos, y escribiendo los suyos propios, y que se hizo
famoso por sus antologías. Ronald estaba loco con aquel libro, y leía con regocijo
cuento tras cuento, siempre que hablara de dragones, serpientes marinas, aventuras
míticas y hazañas de nobles caballeros.
No tardó en convertirse en un ávido lector, y Mabel se dio cuenta enseguida de su
entusiasmo y de su aparente don natural para el lenguaje. Ella misma se había
ocupado de la educación preliminar de sus dos hijos v cuando Ronald cumplió los
siete años, empezó a enseñarle francés y los rudimentos básicos del latín, que él
entendía a gran velocidad. Mabel había aprendido sola a tocar el piano y lo hacía
bastante bien. Más o menos en aquella misma época intentó que los niños se
interesasen por el mundo de la música. Hilary era bastante bueno, pero no Ronald,
que parecía no tener aptitudes para el piano.
Es curioso que, aunque Tolkien escribió muchos versos y algunas letrillas de
canciones que ponía en boca de sus elfos y hobbits, apenas mostró interés por la
música a lo largo de su vida. Casi nunca iba a conciertos. Su futura esposa, Edith,
tocaba muy bien el piano, pero raramente se sentaba a escucharla. Y el jazz, el jive y
la música pop siempre le parecieron ruidosos e irritantes. Es como si sus gustos
artísticos no incluyeran la música en absoluto.[3]
Aquellos años de infancia fueron para Tolkien una época feliz. Le encantaba vivir
en Sarehole y había descubierto el mundo de la literatura, que exacerbó aún más su
imaginación. Fue un período de su vida que recordó siempre con un cariño especial,
un breve interludio de su existencia que, a sus ojos de adulto, rememoraba como la
época más feliz y más parecida a un sueño. Por el contrario, de su época en Sudáfrica
apenas le quedarían recuerdos y la imagen de su padre, al que casi no había conocido,
fue convirtiéndose en una simple sombra que acabaría por desvanecerse. Para
Tolkien, su infancia fue esa época de Sarehole junto a su hermano y su querida
madre, como si antes de aquello no hubiera ocurrido nada importante.
Pero entonces todo volvió a cambiar radicalmente. Los años maravillosos de
Sarehole no iban a durar para siempre y, a finales de 1900, cuando Ronald estaba a
punto de cumplir nueve años, Mabel se vio obligada a trasladarse junto con sus hijos
a Birmingham otra vez.
Aquel traslado se debió a varias razones: por una parte, Mabel prefería que los
niños acudieran a un colegio de la ciudad antes que a la escuela del pueblo. En 1899
Ronald se presentó a las pruebas para entrar en el prestigioso King Edwards, el
colegio en el que había estudiado su padre. La primera vez no consiguió superarlas,
pero al año siguiente volvió a presentarse al examen y lo aprobó. De este modo,
obtuvo su plaza para iniciar los estudios en septiembre de 1900. Sin embargo, el
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colegio estaba a unos siete kilómetros y medio de Sarehole, y Mabel no tenía
suficiente dinero para asumir el gasto diario del tren, por lo que Ronald debía recorrer
a pie los más de 14 kilómetros. Evidentemente, ya no resultaba práctico seguir
viviendo en el campo, por mucho que a los niños les doliera abandonar aquella vida.
Pero hubo otro motivo para marcharse a vivir a Birmingham, un motivo quizá aún
más acuciante para Mabel. En 1899 había descubierto el catolicismo y había iniciado
los trámites para convertirse a la Iglesia católica, y la iglesia más próxima estaba en
el centro de Birmingham.
Hasta la repentina muerte de su esposo, parece ser que Mabel fue completamente
ortodoxa en sus inclinaciones religiosas, pero es fácil entender por qué halló consuelo
en la Iglesia católica. Al fin y al cabo, Ronald y Hilary se tenían el uno al otro, pero
Mabel apenas tenía amistades y, aunque siempre estuvo muy unida a su familia, sobre
todo a su hermana Jane, en realidad no conocía muy bien a los familiares de su
difunto esposo. John Tolkien, el abuelo paterno de Ronald, había fallecido a los seis
meses de la muerte de su hijo y Mabel tenía muy poco en común con su suegra, Mary
Tolkien.
Además, parece que Mabel Tolkien nunca quiso volver a casarse. Evidentemente,
tenía pocas oportunidades para iniciar una nueva relación. Viviendo en el campo con
sus dos hijos pequeños, casi en la pobreza y a punto de cumplir los treinta, Mabel no
era precisamente el tipo de mujer que un hombre habría buscado. Además, estaba
decidida a criar a sus hijos como a ella le parecía mejor y, siendo una mujer
independiente y con las ideas claras, le habría costado iniciar una nueva relación de
pareja sólo para proporcionar a sus hijos una figura paterna.
Sin embargo, ni siquiera Mabel pudo calibrar todas las Consecuencias de su
decisión, ya que su conversión religiosa conllevaría el rechazo por parte de toda su
familia. Su padre, John Suffield, había recibido una estricta educación metodista, y en
los últimos años se había convertido a la Iglesia unitaria. Odiaba con toda su alma la
Iglesia católica, y la conversión de Mabel le enfureció hasta el punto de repudiarla
por completo. La situación empeoró cuando el cuñado de Mabel, Walter Incleton, que
había vivido con los Tolkien en Bloemfontein, expresó su rechazo a aquella decisión.
Walter había tenido suerte con una serie de inversiones acertadas que le habían
hecho rico, y se había convertido en un pilar de la comunidad anglicana de
Birmingham. Por eso, no sólo se tomó la noticia como una ofensa personal, sino que
consideró que la actitud de Mabel le dejaba en una situación algo embarazosa desde
el punto de vista social. En consecuencia, les retiró de repente la pequeña pensión que
había estado pasando a su cuñada y sobrinos desde la muerte de Arthur. Mabel, cuya
situación económica ya era precaria, se vio abocada al desastre financiero más
absoluto.
Lógicamente, todo aquel rechazo la animó aún más a abrazar la religión católica.
Desde 1900 apenas dirigió la palabra a su padre y a su cuñado, y su relación con
Mary Tolkien (otra antipapista) pasó de ser correcta a desaparecer casi por completo.
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El único contacto que mantenía con la familia era a través de su hermana y de su
hermano.
Una cosa eran las relaciones personales, que siempre podían tener solución. Pero
otra muy diferente era la cuestión del dinero. No podía buscar empleo porque no tenía
con quién dejar a Ronald y Hilary, por lo que no le quedaba otro remedio que intentar
llegar a fin de mes, buscarse una casa más barata y sobrevivir con los intereses que le
daban las míseras inversiones de Arthur. Su nuevo hogar, en el barrio de Mosley, en
Birmingham, quedaría por siempre en el recuerdo de Tolkien como un lugar
«horroroso»: un cuartucho oscuro, con las ventanas tapadas por unas inmundas
cortinas de encaje.
A los pocos meses, ante la inminente demolición del edificio, tuvieron que
mudarse otra vez. La nueva casa estaba al lado de la estación de King’s Heath, a
pocas calles de los Suffield. Pero, por supuesto, Mabel no era bienvenida allí y los
niños sólo podían visitar a sus abuelos si los acompañaba tía Jane. Aunque para ellos,
aquel lujar tenía el atractivo de que al otro lado del jardín estaban las vías de la
estación, en las que las locomotoras hacían su última parada antes de llegar a la
estación central de Birmingham, New Street. Para Mabel también era mejor que la
casa anterior ya que estaba cerca de la iglesia de St. Dunstan’s, una iglesia católica a
la que ella y los niños empegaron a acudir hacia finales de 1901.
Aquél había sido un año difícil, no sólo para los Tolkien sino también para gran parte
del mundo. La guerra de los Bóers, que había comenzado dos años antes, parecía no
tener un final próximo e Inglaterra iba poco a poco acostumbrándose a la
desaparición de la reina Victoria, acaecida el enero anterior, y a la llegada al trono de
su hijo, Eduardo VII, un rey ya mayor y bastante vividor. Lógicamente, Mabel estaba
agotada por todo lo que había mido desde que salió de Bloemfontein, y sentía la
necesidad de una cierta estabilidad y de paz interior.
Por desgracia, la iglesia de St. Dunstan’s no le ofrecía ni lo uno ni lo otro. Pero a
comienzos de 1902 Mabel trabó contacto con el Birmingham Oratory, en el barrio de
Edgbaston, donde desde hacía más de cincuenta años residía una comunidad de
sacerdotes. La fundación del lugar databa de 1849, y había corrido a cargo del
eclesiástico más célebre de la época, John Henry Newman, que había pertenecido a la
Iglesia de Inglaterra antes de convertirse al catolicismo en 1844. Newman vivió en
Roma unos años, y allí ingresó en la Iglesia católica. Estableció su propia comunidad
en Birmingham, siguiendo el modelo de la Congregación del Oratorio del Vaticano.
Lo que atrajo a Mabel fue que los sacerdotes residentes ofrecían el tipo de misas que
a ella le gustaba, y además había una escuela católica muy cerca del lugar, la St.
Philip’s. Lo mejor de todo, sin embargo, era que al lado mismo del colegio había
quedado libre una casita de alquiler a buen precio, que además estaba muy cerca de la
iglesia. La casa estaba en el número 26 de Oliver Road, y en enero de 1902 se
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convirtió en el quinto hogar de los Tolkien en Birmingham.
En muchos sentidos, aquel traslado fue muy positivo para la joven familia y, al
menos durante un tiempo, Mabel se sintió allí más feliz de lo que se había sentido en
años. En aquella casa halló el poco apoyo que tanto necesitaba, y entabló una buena
amistad con una persona especialmente importante para ella, un sacerdote llamado
Francis Xavier Morgan.
El padre Francis empezó a visitar a Mabel poco tiempo después de que se
trasladaran a Oliver Road, y se convirtió en el cura de la familia y en un
extraordinario amigo. Era hijo de padre galés y madre angloespañola. Era un hombre
lleno de energía y vitalidad, de pelo castaño oscuro y aspecto fornido, con una voz
potente. Antes de que llegara a la puerta de entrada, ya se oía su risa por toda la casa.
Hilary y Ronald se encariñaron enseguida con el padre Francis, y Mabel confió en él
desde el primer instante.
Pero, aunque era una ayuda espiritual para ella, poco podía hacer el padre Francis
para aliviar las dificultades de orden práctico a que debía enfrentarse cada día.
Andaban siempre muy escasos de dinero. La casa se hallaba en un barrio bastante
humilde y las calles colindantes eran peligrosas en cuanto oscurecía, por lo que los
niños debían permanecer en casa a partir de las cinco de la tarde durante los largos
meses del invierno.
El colegio St. Philip’s también fue una decepción. Era el típico colegio estatal de
distrito pobre de la típica ciudad británica de comienzos de siglo: cincuenta o más
chavales se apretujaban en un aula en la que aprendían los rudimentos de la gramática
y las matemáticas con unos maestros desganados que carecían de formación
adecuada. El nivel académico del colegio era muy básico, y los alumnos acababan sus
estudios habiendo aprendido bastante poco, antes de engrosar las filas de cualquiera
de las fábricas, comercios y almacenes de la ciudad.
Por suerte para Ronald y Hilary, Mabel no dejó que su compromiso con la Iglesia
católica le impidiera cuidar de las necesidades académicas de sus hijos. Así, a los
pocos meses de inscribirlos en el St Philip’s, los sacó del colegio y empezó a darles
clases ella misma en casa, mientras reestablecía el contacto con el King Edward’s con
la idea de que los niños pudieran volver a él gracias a unas becas.
En 1903 recibieron la noticia de que Ronald había sido admitido en el King
Edward’s: una beca cubriría los gastos de matrícula y estudios. Hilary, por el
contrario, no consiguió aprobar el examen de ingreso. Mabel entendía perfectamente
tanto el éxito de Ronald como el fracaso de Hilary: Ronald tenía muchas dotes para el
mundo académico y una mente disciplinada, mientras que su hermano pequeño era
mucho más soñador y fantasioso, por lo que debería proseguir con su preparación en
casa e intentar aprobar el examen en una siguiente ocasión.
Así pues, el otoño de aquel año, Ronald, que ya tenía once años, ingresó de nuevo
en su primer colegio después de faltar a clase durante casi dos cursos. Por suerte, su
madre le había dado una buena formación mientras estuvo ausente de las aulas, y
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Ronald se dio cuenta de que era capaz de cumplir fácilmente con las tareas escolares.
En aquella época empezó a dar muestras de su gran interés por el lenguaje y, para la
edad que tenía, despuntaba ya como un magnífico lingüista. En el King Edward’s
estaba rodeado de un ambiente muy positivo para él. Además de los idiomas
obligatorios como francés y alemán, a los once años empezó a estudiar griego y,
gracias a su entusiasta profesor de literatura medieval, George Brewerton, conoció la
obra de Chaucer y las fuentes del inglés medieval.[4] A finales de aquel año, Mabel le
contaba en una carta a su suegra, Mary Tolkien, que Ronald, que acababa de recibir la
confirmación en el Oratory, se encontraba muy bien y que estaba leyendo libros que
normalmente daban a los estudiantes de quince años.
Pero tras la alegría por la primera comunión y la confirmación de Ronald, los
comienzos de 1904 trajeron consigo los primeros síntomas de futuras dificultades.
Mabel estaba agotada y no tardó en enterarse de que su cansancio no se debía sólo a
la crianza de Ronald y Hilary, ni a la tensión de tener que vivir en una especie de
arrabal. Tenía diabetes.
En 1904 no había ningún tratamiento eficaz para curar esta enfermedad, y la
ciencia médica del momento desconocía aún el papel de la insulina. Mabel empeoró y
tuvo que ingresar en el hospital en el mes de abril de aquel año.
Al principio, nadie sabía muy bien qué hacer con los niños. Sacaron los muebles
de la casa de Oliver Road, y se canceló el contrato de alquiler. Mabel permaneció en
el hospital, pero los médicos no podían hacer nada por ella salvo esperar a que
recobrara algo las fuerzas. Nadie de la familia podía encargarse de los hermanos
Tolkien a la vez, por lo que tuvieron que separarse durante un tiempo. Hilary fue
enviado a casa de los abuelos, unas cuantas calles más allá de donde vivían, y Ronald
se fue a casa de tía Jane, que se había casado con el inquilino de los Suffield, Edwin
Neave, empleado de una aseguradora y tocador de banjo. Vivían en Hove, cerca de
Brighton, en la costa sur, por lo que Ronald tuvo que dejar el King Edward’s a
comienzos del curso y hacer lo posible por no perder demasiado: leyó los textos
recomendados e hizo los ejercicios de lengua en sus cuadernos.
En junio, en contra de todas las expectativas, Mabel mejoró lo suficiente como
para abandonar el hospital. Con ayuda del padre Francis, los muchachos volvieron a
reunirse con su madre, aún convaleciente. El sacerdote les había encontrado dos
habitaciones de alquiler (un dormitorio y una salita) en una diminuta casita de campo
propiedad del Oratory, que estaba alquilada al cartero de la zona, la casita estaba
dentro de los terrenos del Hogar del Oratorio, un edificio que daba cobijo a los
miembros enfermos o de más edad de la iglesia de Birmingham, y que había sido
adquirido un siglo antes por el fundador, John Henry Newman, precisamente con este
propósito. Por una pequeña suma de dinero la mujer del cartero, la señora Till,
cuidaba de la familia y les hacía la comida.
El verano de 1904 iba a ser para Tolkien quizá la época más idílica de toda su
infancia, un recuerdo que nunca se marchitaría sobre la vida en la campiña inglesa.
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Casi con toda seguridad, aquella época le sirvió después como inspiración para crear
el condado de la Tierra Media No era consciente de lo enferma que estaba su madre.
Si alguna vez se detenía a considerar su situación, probablemente daba por hecho que
estaba mejorando. Ronald anheló regresar a Sarehole en el mismo instante en que se
vieron obligados a dejar aquella casita tan acogedora cuatro años antes, por lo que su
nuevo hogar temporal en el pueblecito de Rednal, en plena campiña de
Worcestershire, lejos del humo y la suciedad de Birmingham, fue para él como
regresar a un paraíso perdido. Cada día soleado (y hubo muchos durante aquel largo
verano) Ronald y Hilary salían a dar largas caminatas por los bosques, donde
vadeaban los arroyuelos, trepaban a los árboles y fabricaban cometas.
Aquel verano los chicos se apegaron aún más al padre Francis, que visitaba a la
familia con asiduidad y acompañaba a los hermanos en más de una buena caminata.
Durante sus visitas encendía su pipa y, ya adulto, Tolkien diría que de tanto ver al
padre Francis disfrutar con su larga pipa de madera de cerezo apoyado en la baranda
del Hogar del Oratorio, él mismo empezó a fumar en pipa.
Por desgracia, aquella vida idílica no podía durar. En septiembre Ronald debía
regresar al colegio (mientras Hilary seguía recibiendo clases en casa). Todas las
mañanas tenía que recorrer a pie la media hora de camino hasta la estación, y a la
inversa por la noche al regresar. Cuando se acercaba el invierno, Hilary iba a
esperarle a la estación con un candil para orientarse de regreso a Rednal en medio de
la creciente oscuridad del anochecer.
Ninguno de los chicos se había percatado de lo enferma que estaba su madre. La
diabetes de Mabel fue empeorando y el 14 de noviembre de 1904 se desmayó ante
ellos en la salita de la casa de Rednal. Aterrados, sin saber qué hacer, los chicos
vieron cómo su madre entraba rápidamente en un estado de coma. Seis días después,
mientras aguardaban en la planta baja consolados por la amable señora Till, Mabel
Tolkien fallecía a los treinta y cuatro años. A su lado, en el lecho de muerte, sólo
estaban el padre Francis y May Incleton, la hermana de Mabel.
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DOS MUJERES
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estos acontecimientos lo convirtieron en una persona de espíritu versátil y flexible,
pero la muerte aparentemente absurda de su joven madre suscitó en lo más hondo de
su corazón la impresión de que todo lo humano es fútil, y todos los empeños, mera
vanidad.
En ocasiones este sentimiento llegaba a paralizarle, y lo sumía en la depresión
más sombría. Cuando este pesimismo se apoderaba de él, trabajar le resultaba un
esfuerzo sobrehumano y relacionarse con sus seres queridos, incluso con sus mejores
amigos, le era tremendamente difícil. Una vez en que se encontraba con este estado
de ánimo, le dijo a un amigo: «¡Qué mundo más horrible este en que nos ha tocado
vivir, sumido en tinieblas de miedo y cargado de penas!».[6]
Para los parientes de Tolkien, los días que siguieron al funeral de Mabel fueron
días de gran confusión. Nadie sabía qué hacer con Ronald y Hilary. Poco antes de su
muerte, Mabel había nombrado al padre Francis tutor de los chicos, pero no podían
quedarse a vivir en el Oratorio y, aunque alguien sugirió ingresarlos en un internado,
la idea se descartó inmediatamente porque no había dinero suficiente para pagarlo.
Ronald iba al King Edward’s gracias a una beca, pero ésta no llegaba para sufragar
también el régimen de internado. Por su parte, Hilary acababa de aprobar el examen
de ingreso y había sido admitido en el centro como alumno externo.
El problema se resolvió cuando tía Beatrice, de la rama familiar de los Suffield,
accedió a que los chicos fueran a vivir a su casa, en Stirling Street, en el barrio de
Edgbaston de Birmingham. Beatrice se había casado con el hermano menor de
Mabel, William, pero éste había fallecido pocos meses antes que su hermana y dejó a
Beatrice sola en una casa relativamente espaciosa y con habitaciones vacías. Era una
mujer bastante severa que apenas demostraba sus sentimientos a nadie. Además, aún
estaba de luto. Instaló a los chicos en una habitación grande de la casa y les hacía la
comida, pero no mostró interés alguno en lo que hicieran con su vida. Cierto día
ocurrió algo que dejó petrificado a Ronald: al entrar en la cocina se encontró con que
su tía Beatrice estaba atizando las cenizas de lo que antes habían sido las cartas de su
madre y sus documentos personales. La buena mujer no lo había hecho con mala
idea; sólo fue un gesto más de su carácter seco. Simplemente, había deducido que los
chicos no querrían conservar esa clase de cosas y decidió sin más deshacerse de ellas.
Al principio Ronald se sentía muy triste por tener que vivir en Stirling Street, otra
vez en el centro de Birmningham, entre calles deprimentes, cerca de donde había
vivido junto a su madre y hermano antes de la época maravillosa de Rednal. Lo único
que podía ver desde la ventana de su habitación era un paisaje de tejados y
chimeneas. Ni siquiera había cosas interesantes como locomotoras parando enfrente
ni nada parecido. Beatrice casi no hablaba con los chicos. La casa estaba siempre a
oscuras y daba miedo, sobre todo durante los largos meses del invierno que siguió a
la muerte de Mabel. Aquella primera Navidad sin su madre fue la época más triste
que Ronald había conocido y, probablemente, que jamás conocería.
Pero en la vida de los dos hermanos Tolkien había otro aspecto a tener en cuenta:
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habían aprendido a confiar en la Iglesia y en el padre Francis. Lo cierto es que
pasaban más tiempo en el Oratorio que en la casa de Stirling Street Todas las
mañanas, en cuanto se levantaban, Hilary v Ronald salían a la calle y echaban una
carrera a ver quién llegaba antes a la verja del Oratorio. De camino, tenían que pasar
por delante de su antiguo colegio, el St. Philip s, y de la casucha en la que habían
vivido durante un tiempo con su madre en Oliver Road. En el Oratorio ayudaban al
padre Francis con el servicio litúrgico, desayunaban con él y salían hacia el colegio,
unas veces a paso ligero y otras en carro tirado por caballos. Cuando sonaba el último
timbre del día, a las cuatro de la tarde, los hermanos se encontraban al otro lado de la
verja del colegio y volvían al Oratorio para merendar con su tutor y estar con él unas
horas.
Aquella buena relación con el padre Francis hizo que Ronald reforzara su vínculo
con la Iglesia católica y su deseo de seguir los pasos de su madre en cuanto a la fe. Ni
los Tolkien ni los Suffield intentaron obligarles a dejar la Iglesia ni la senda para la
que su madre los había preparado. Al contrario, la relación con ellos era buena.
Walter Incleton y su esposa May, la hermana de Mabel, llevaban a los chicos de
vacaciones con ellos y sus dos hijas, Mary y Marjorie, y Hilary y Ronald siempre
eran bienvenidos en casa de sus abuelos.
Por otro lado, a Ronald le encantaba estudiar, lo que le proporcionaba una
distracción importante. Era querido entre los demás alumnos y entre los profesores, y
mostraba interés tanto en las disciplinas académicas como en los deportes. Su deporte
favorito era el rugby. A finales de 1905 era el primero del colegio y se había hecho
muy amigo de un chaval de un curso inferior al suyo, llamado Christopher Wiseman.
Christopher Wiseman compartía la mayoría de los intereses de Ronald. Era un
muchacho precoz desde el punto de vista académico y, aunque era un año más joven
que Tolkien, fue el segundo de todo el colegio aquel año de 1905, lo que suscitó entre
ambos una rivalidad amistosa que perduró incluso cuando dejaron King Edward’s.
Tolkien y Wiseman compartían el mismo amor por el lenguaje y sus orígenes. George
Brewerton, el profesor que había introducido a Ronald en el maravilloso mundo del
inglés medieval unos años antes, veía que sus dos mejores alumnos estaban ya
preparados para aprender anglosajón. Fue gracias a él que los dos jóvenes amigos
trabaron contacto con la literatura prechauceriana y, en concreto, con el dramatismo
de un gran clásico de la lengua inglesa antigua, el Beowulf.
Durante las largas vacaciones de verano, sin la presión de tener que estudiar para
ningún examen (a diferencia de las vacaciones de Semana Santa), Ronald y Hilary se
pasaban casi el día entero en el Oratorio. De todos modos, una vez al año el padre
Francis se las arreglaba para sacarlos de Birmingham durante unas cortas vacaciones.
Solían ir a la ciudad de Lyme Regis, en Dorset, donde se instalaban en el acogedor
hotel Three Cups, en Broad Street. Allí tenían la costumbre de dar largos paseos de
varios kilómetros, a lo largo de la lengua de arena de la playa que se extendía desde
el hotel, y se detenían a observar las pozas que se formaban entre las rocas o se
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metían en las heladas aguas del mar para darse un chapuzón rápido.
El padre Francis era algo más que un amigo de la familia al que se le habían
encargado los deberes de tutela de los chicos. Había llegado a convertirse en una
especie de segundo padre para ellos, y entre los tres se formó un vínculo muy
especial. Los adoraba como si fuesen sus propios hijos, los escuchaba con atención y
los trataba con todo el respeto del mundo, hasta el punto de que podían hablar con él
con más franqueza que la mayoría de los chicos con sus padres biológicos.[7] Fue así
como el padre Francis se enteró enseguida de que ni Ronald ni Hilary eran felices en
aquella casa deprimente de tía Beatrice.
Por suerte para ellos, el padre Francis tenía la solución. Unos amigos de los curas
del Oratorio, el vendedor de vinos, el señor Faulkner, y su locuaz esposa, que cada
semana organizaba veladas musicales para entretener a los sacerdotes, tenían una casa
bastante grande en Duchess Road, en un barrio muchísimo mejor que Edgbaston. Los
Faulkner alquilaban habitaciones, y el padre Francis se había enterado de que acababa
de quedar libre una grande en la segunda planta. En febrero de 1908 Ronald y Hilary
hicieron las maletas, se despidieron de tía Beatrice y se mudaron de casa por enésima
vez.
Ronald se alegró mucho con aquel cambio. La casa de Duchess Road no era gran
cosa, estaba casi tapada de enredaderas y por dentro era bastante recargada, pero el
ambiente era limpio y animado en comparación con la morbidez de Stirling Street.
Los Faulkner eran un matrimonio divertido y muy sociable, y muchas veces la casa se
llenaba de voces y música. La señora Faulkner tenía buen oído y tocaba muy bien.
Tenía su ambición social y algún ramalazo esnob, pero era una mujer muy alegre y
animada, y le caían bien los hermanos Tolkien.
Pero, aparte del ambiente agradable de la casa, la casa de los Faulkner
representaba, desde el punto de vista material, una mejora considerable en el estilo de
vida y era con diferencia la casa más agradable en la que habían vivido. Incluso
tenían una criada, Annie. Naturalmente, Ronald seguía echando de menos la vida
campestre de Sarehole o Rednal, pero al mismo tiempo estaba muy contento por
haber ido a vivir a Duchess Road. El mismo día de su llegada, después de organizar
sus cosas en su nueva habitación de la segunda planta, Ronald y Hilary bajaron a
cenar y allí descubrieron que en la casa había otro huésped. En efecto, en la primera
planta, justo debajo de su dormitorio, vivía una joven muy guapa llamada Edith Bratt.
Era una chica menuda, de ojos grises y melena a lo garçon, como dictaba la moda del
momento. Tenía diecinueve años, casi tres más que Ronald. Para él, Edith poseía un
aire de madurez que la hacía muy atractiva.
Edith tenía mucho en común con Ronald. Su madre, Francis Bratt, había muerto
cinco años antes y ella no conoció a su padre porque era hija ilegítima. A finales de
1888 Francis se había ido a Gloucestershire para dar a luz a su bebé, que nació el 21
de enero de 1889, pero regresó al barrio de Handsworth de Birmingham para criar a
la niña. Allí vivieron rodeadas de los chismorreos de los vecinos y de los reproches
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callados de la familia. Los Bratt eran gente de buena posición, por lo que Edith había
crecido en un entorno más agradable que los hermanos Tolkien. Había estudiado en
un internado para niñas. Desde muy jovencita se interesó por la música y a los diez
años era tan buena pianista que se pensó en la posibilidad de que entrara en algún
conservatorio. Pero todos esos planes se evaporaron cuando su madre murió
repentinamente, en 1903. Edith heredó unas tierras en Birmingham que le
proporcionaban una renta suficiente para mantenerse ella sola. En casa de los
Faulkner podía tocar el piano de la familia, preferiblemente melodías populares y
clásicos ligeros ya que la señora Faulkner no podía aguantar los ejercicios de escalas
musicales.
Con esas infancias tan desgraciadas no es de extrañar que Edith y Ronald
formaran pareja finalmente. En cierto modo, se consideraban víctimas, supervivientes
de la desgracia, y eso los unió enseguida. Tolkien solía explicar a sus propios hijos
que él y su madre habían representado el uno para el otro una especie de tabla de
salvación en medio de sus desgraciadas historias de infancia.
Al principio sólo fueron coqueteos en broma cuando se cruzaban por la casa de
los Faulkner. La habitación de Ronald estaba justo encima de la de Edith, y podían
comunicarse asomándose por la ventana mientras la casa entera dormía; incluso se
inventaron una señal para llamarse. Después empezaron a quedar fuera de la casa.
Cada cual salía con su bici y se encontraban en algún café de Birmingham, o bien
iban juntos a dar largos paseos en bicicleta por los campos de los alrededores. Les
gustaba sentarse junto a algún riachuelo o a la sombra de un roble y contarse sus
sueños, sus esperanzas, sus planes de futuro. De este modo, poco a poco a lo largo de
aquel largo y cálido verano de 1909, fueron enamorándose.
Durante un tiempo nadie censuró su relación. Ni Hilary ni Helen Faulkner ni
Annie, la criada, dijeron nada sobre el asunto a nadie, pero cierto día una tal señora
Church empezó a extender la noticia de que los dos jóvenes se citaban a escondidas y
sin vigilancia de ningún adulto. La señora Church era la dueña de uno de los cafetines
que Ronald y Edith frecuentaban. Un sábado los vio juntos y se lo dijo al responsable
del Oratorio. El padre Francis no tardó en enterarse de que Ronald salía con una
joven, e intervino enseguida.
No era el mejor momento para que Ronald se distrajera con amoríos. Tenía que
estudiar al máximo para los exámenes de ingreso en Oxbridge, que ya eran de por sí
un trago difícil sin contar con la distracción de los encantos de Edith. El padre
Francis lo sabía perfectamente y se preocupó mucho con la situación. Mandó llamar a
Ronald y le sermoneó sobre la concentración en los estudios. Pero además optó por la
mano dura y le prohibió que viera o hablara con Edith. Cuando Ronald protestó,
diciendo que Edith y él estaban enamorados, el padre Francis insistió en que pusieran
fin a aquella relación inmediatamente; si seguían sintiendo lo mismo una vez Ronald
cumpliera la mayoría de edad, tres años después, podrían reanudarla a partir de ese
momento. Pero hasta entonces debía obedecer al padre Francis, y concentrarse por
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completo en la preparación del examen de Oxbridge. Se decidió que Ronald se fuera
a vivir a otro lugar y que Edith se marchara a casa de unos parientes que vivían en
Cheltenham.
Ronald se daba cuenta de que debía obedecer a su tutor. Sentía un gran respeto
por él y le quería; había sido para él la única figura paterna que había tenido en su
vida. También sabía que el padre Francis tenía razón al preocuparse por su futuro
académico. Todo eso lo podía entender con la cabeza, pero al mismo tiempo Ronald
era un muchacho lleno de sentimiento. La simple idea de verse separado durante tres
largos años de la chica a la que amaba le entristecía terriblemente.
En medio de todo aquel torbellino de finales de 1909 Ronald tuvo que acudir a
Oxford para someterse al examen de ingreso. Cogió el tren, tristemente ocupó su
asiento en una de las inmensas aulas de la universidad e hizo lo que pudo con el
examen. Ese mismo día volvía en tren a Birmingham. Antes de salir de la universidad
vio en el tablón de anuncios de la zona de recepción, entre un apretado grupito de
personas, que no estaba en la lista de los becados. No había conseguido la
imprescindible beca que le permitiera estudiar en la universidad.
Durante un buen rato, mientras regresaba hacia Birmingham, a la sucia ciudad en
la que tan desgraciado se sentía, Tolkien debió de pensar que su vida había llegado a
su fin: había perdido a la chica a la que amaba y había sido rechazado en el mundo
académico. Sabía que tendría otra oportunidad al año siguiente, pero el suspenso de
ahora suponía un duro golpe para él. Aquellas Navidades fueron casi tan tristes como
las de 1904, y Tolkien se hundió en la autocompasión, lamentándose por su desdicha
en un diario que empezó a escribir el día de Año Nuevo de 1910.
Y el año nuevo apenas le aportó esperanzas y buenos augurios. Los dos hermanos
se trasladaron a otro alojamiento a unas manzanas de la residencia de los Faulkner, y
Ronald se enteró de que iban a enviar a Edith a Cheltenham muy pronto. Como pensó
que no podría soportar estar lejos de ella durante tanto tiempo sin tener siquiera la
oportunidad de despedirse adecuadamente, decidió romper la promesa que le había
hecho al padre Francis y quedó con Edith para poder pasar juntos la última tarde.
Quedaron a las afueras de Birmingham, en un café en el que no habían estado nunca.
Ronald la llevó a una joyería y le compró un reloj de pulsera como regalo por su
vigésimo primer cumpleaños, y Edith le regaló un bolígrafo por sus dieciocho años.
Esa tarde prometieron que serían fieles uno al otro, que se reunirían de nuevo al cabo
de tres años y que retomarían la relación en el punto en que la habían tenido que
dejar.
De alguna manera el padre Francis se enteró de que los jóvenes se habían vuelto a
ver aquella tarde, y mandó llamar a Ronald al Oratorio para soltarle otra buena
reprimenda. Esta vez el sacerdote estaba furioso y muy dolido porque Ronald no
hubiera respetado sus deseos. Tolkien trató de explicarle que sólo había querido
despedirse de Edith, pero su tutor no quería escuchar ni una palabra y le dijo que no
sólo tenía prohibido ver a Edith o hablar con ella hasta que cumpliera los veintiuno,
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sino que además a partir de ese momento no tenía permiso para comunicarse con ella
de ninguna manera, ni siquiera a través de cartas.
Ronald se quedó desolado al oír todo aquello, y se sumió en un estado mental
bastante penoso. Se dedicó a describir en su diario una y otra vez lo desgraciado que
era, y tomó la costumbre de aguardar durante horas en las esquinas cerca de Duchess
Road por si veía pasar a su amada Edith caminando o en bicicleta. Rezaba por
encontrarla «por casualidad», y durante un tiempo pareció incapaz de pensar en otra
cosa que no fuera en su Edith.
Pero incluso aquellos encuentros a lo lejos, ocasionales y totalmente fortuitos,
tocaron a su fin. El padre Francis volvió a enterarse de que Ronald había estaba
viendo a la chica. Quizá la persona que le informó exageró la cosa, pero el caso es
que esta vez se enfureció de tal manera que llegó a amenazar a Tolkien con impedirle
seguir adelante con sus estudios, ya que estaba dispuesto a interrumpir su ayuda
financiera para cuando fuese a la universidad.
Sin embargo, si bien a Ronald le prohibieron comunicarse con su amada, Edith no
sufrió la misma suerte. Antes de su separación final le escribió una última carta en la
que le reiteraba su amor. Inspirado por aquellas palabras, el día en que Edith debía
tomar el tren hacia Cheltenham, Ronald volvió a merodear por las calles con la
esperanza de verla pasar en su bici. En contra de cualquier predicción, tuvo la suerte
de ver momentáneamente a su amada, a la que no podría volver a ver en los tres años
siguientes, justo cuando ella pasaba con su bicicleta de camino a la estación y a su
nueva vida en Cheltenham.
Ronald entendió que lo único que podría hacer era concentrarse en sus estudios. Si
Edith mantenía su palabra, la vería inmediatamente después de cumplir veintiún años,
pues sabía que él le sería fiel en todo ese tiempo. Si deseaba hacer algo con su vida,
tener éxito y llegar a ser el mejor de su especialidad, debía someterse a las normas.
De todos modos, por muy dolorosos que fueron aquellos años, fue una época
decisiva en la formación de su personalidad. Al volcarse por completo en sus estudios
consiguió una notas excelentes. El King Edward’s era el centro de su vida. Enseguida
se le pasó el resentimiento hacia el padre Francis, pues comprendía que su tutor sólo
quería lo mejor para él, pero los días de las visitas infantiles y despreocupadas al
Oratorio habían pasado ya. En vez de eso, ahora tenía intereses intelectuales más
serios, y un grupo de buenos amigos en el colegio. También empezó a interesarse más
por los deportes y, aunque no era un chico fornido, llegó a ser capitán del equipo de
rugby. Lo pasaba en grande cuando había partido, pero durante el primer trimestre del
curso se partió la nariz y se hizo un buen corte en la lengua de resultas de un
mordisco.[8]
Por aquel entonces, fundó un club con otros muchachos del King Edward’s. Se
reunían prácticamente a diario en la biblioteca después de clase o, a veces, a la hora
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de la merienda en un café llamado Barrow’s Stores, en Corporation Street, en pleno
centro de Birmingham. Se hacían llamar el Tea Club, y estaba formado por cuatro
chicos que habían recibido el título de Bibliotecarios, una clase especial de monitor.
Dos de los chicos del grupo sugirieron cambiar el nombre del club por el de
Barrovian Society (por los Barrow’s Stores); la idea provocó una intensa discusión y
al final decidieron combinar ambos nombres, por lo que se hicieron llamar el Tea
Club, Barrovian Society, o lo que es lo mismo: T. C., B. S., que fue el nombre
definitivo.
Eran los alumnos más brillantes del curso, y pronto serían ellos los que se
pasearían por los pasillos de las facultades de Oxbridge. Los otros miembros del club
eran Christopher Wiseman, Robert Gilson (el hijo del director) y un chico más joven
que ellos, Geoffrey Bache Smith, más conocido como GBS. Cada tarde, cuando se
reunían en la biblioteca, se hacían un té con una tetera y un hornillo que habían
conseguido colar dentro, y cada uno llevaba algunos trozos de pastel o bocadillos, y
se dedicaban a discutir sobre sus obsesiones particulares, a saber: lenguas antiguas y
mitología. Leían fragmentos del Beowulf o de Sir Gawain y el caballero verde,
hablaban sobre música clásica y sobre noticias del momento o debatían sobre sus
descubrimientos en cuestión de libros, arte o «alta cultura». En muchos aspectos, el
grupo fue algo así como la plantilla sobre la que se crearía el grupo de Los Inklings,
el famoso grupo de intelectuales que se formó en tomo a Tolkien, C. S. Lewis y otros
catedráticos de Oxford. Era un grupo de jóvenes con intereses comunes y mentalidad
similar, curiosidad intelectual y elevados principios.
En diciembre de 1910, Tolkien se presentó por segunda y última vez al examen de
ingreso en Oxford. En esta ocasión se sentía mucho más seguro. Y con razón. Se
había preparado a conciencia, y era mucho mejor estudiante y con más experiencia en
resolver el tipo de preguntas que sabía que le iban a hacer. Horas más tarde, ante el
tablón de anuncios entre el remolino de alumnos que se había apelotonado delante
pudo comprobar que sus esperanzas y su fe habían vencido: había obtenido una beca
de estudios clásicos en el Exeter College para el aireo que empezaba el siguiente
octubre.
La beca que obtuvo no era de las más prestigiosas (había albergado esperanzas de
conseguir una de éstas, y en el fondo estaba seguro de que lo lograría), pero no tenía
la menor intención de permitir que este detalle le aguara la fiesta. La beca que
consiguió le daba derecho a 60 libras al año (en vez de las 100 libras a que daban
derecho otro tipo de becas), y con una pequeña bolsa de estudios que le iba a
proporcionar el King Edward’s por entrar en Oxford más una generosa pensión por
parte del padre Francis, podría arreglárselas para llegar a fin de mes durante todo el
curso, siempre que fuera frugal y no se aficionara a gustos caros. Tan contento estaba,
que rompió la promesa que le había hecho al padre Francis y le mandó a Edith un
telegrama en el que le contaba la buena nueva. Por su parte, ella le contestó
anónimamente para felicitarle.
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Cuando empezó el penúltimo trimestre en King Edward’s hacía mucho tiempo
que no se sentía tan feliz. Edith ocupaba siempre un hueco en su mente, pero al
volcarse tanto en los estudios había logrado remontar uno de los obstáculos más
importantes de su vida. Ya sólo le quedaban dos años de espera para volver a ver a
Edith, y cuando llegara ese momento ya estaría en su segundo curso en la
Universidad de Oxford.
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OXFORD
Birmingham sólo está a unos 90 kilómetros de Oxford, pero este dato no refleja la
verdadera distancia que separa ambas ciudades. Cuando Tolkien llegó a Oxford lo
hizo a lo grande, como si quisiera recalcar su transición a un nuevo mundo. En efecto,
llegó a su nueva ciudad montado en el coche de un amigo, cuando los automóviles
eran una cosa muy rara y novedosa. Hacía un calor sofocante y durante un buen rato
Tolkien y su amigo, Dickie Reynolds, no vieron a ningún otro estudiante, hasta que
cayeron en la cuenta de que todos habían bajado al río a pasear en batea.
En 1911 la vida en la Universidad de Oxford estaba dominada por el sistema de
clases británico. A ella iban los mejores estudiantes, que gracias a su inteligencia y a
su determinación podían forjarse una carrera, pero también era el lugar de reunión de
los hijos (y muy rara vez, de las hijas) de la aristocracia, jóvenes que sabían que
podían aprobar sin mucho esfuerzo y salir con una nota media ramplona para ocupar
un buen puesto en la City, en el Ejército o como gerentes de alguna de las fábricas de
papá. Los alumnos que procedían de la clase media (y los pocos que pertenecían a la
clase obrera) sobrevivían gracias a becas y ayudas escolares. La mayoría de ellos eran
muy trabajadores y, cuando querían pasarlo bien, lo hacían con los de su misma clase
social. Casi nunca se mezclaban con los estudiantes de clase alta, que eran enviados
principalmente a las facultades de Christchurch, Magdalen y Oriel. Los estudiantes
ricos vivían allí muy al estilo de Retorno a Brideshead, pero los estudiantes pobres
podían también impregnarse un poco de aquel glamour. ¿Por qué no? Aunque no
había mucha relación entre estudiantes de diferentes clases sociales, lo cierto es que
los muchachos de clase media, que venían de colegios públicos, podían hacer allí
muchas de las cosas que hacían sus compañeros adinerados, como beber, fumar u
organizar cenas con los amigos en las habitaciones. Algunos tuvieron ocasión de
probar sustancias exóticas como el opio v la cocaína, y alguno que otro incluso tuvo
su primera relación sexual.
Tolkien era un buen representante del estudiante de clase media-baja en Oxford.
Lo que más le atraía de esta vida de estudiante, más que la motivación para estudiar o
ampliar sus horizontes intelectuales, era la oportunidad de experimentar cosas
nuevas, cosas que ni el Oratorio ni los castos placeres del T. C., B. S. podían
ofrecerle. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que Tolkien había sido educado
como un joven convencional, conservador y respetuoso de la autoridad, cualquiera
que fuera su apariencia, por lo que esta embriagadora sensación de libertad no se le
hizo patente sino de manera gradual.
Empezó a fumar en pipa, a beber cerveza, pasaba más tiempo con sus amigos que
estudiando, y gastaba demasiado dinero en sí mismo y en sus nuevos amigos. Igual
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que la mayoría de sus contemporáneos, cada sábado, cuando le pasaban por debajo de
la puerta el balance de su cuenta escolar, invariablemente recibía peores noticias de lo
que se había esperado, y al final del primer curso estaba cargado de deudas, lo cual
era bastante normal pero (para él) preocupante. De todos modos, tenía también otras
preocupaciones más serias en las que ocupar la mente.
Participaba en grupos de debate, en la Essay Society de la facultad y en la
Dialectical Society, que le recordaban a las reuniones del T. C., B. S. en la biblioteca
del King Edward’s. Se sentía como pez en el agua.
Su entorno habitual, en el que pasaba la mayor parte del tiempo, era un territorio
masculino regido, en parte, por los usos sociales de la época. Así, hombres y mujeres
solteros sólo podían estar juntos si había algún adulto vigilando, y las pocas mujeres
que estudiaban en Oxford en aquellos tiempos iban a conferencias y clases sólo para
ellas, en las facultades de mujeres como el lady Margaret Hall y St. Hilda’s. Todo eso
era completamente normal para Tolkien y sus amigos, que en muchos sentidos podían
así alargar sus días de adolescentes sin chicas y disfrutar de la compañía de otros
hombres. Claro que Tolkien ya conocía a Edith y, a solas en su desangelada
habitación del campus, mirando hacia Turl Street, volvía a añorar su compañía
cuando las animadas reuniones nocturnas tocaban a su fin. Sin embargo, lo que
querían los jóvenes estudiantes que llegaban a Oxford de todos los rincones del país y
que también habían formado parte de grupos al estilo del T. C., B. S. era estar en
compañía de otros muchachos como ellos y, según su modo de ver las cosas, las
chicas habrían estropeado esa dinámica.
En ese ambiente no se percibía, al menos según Tolkien, ni el menor asomo de
homosexualidad. De hecho, años más tarde diría que la primera vez que vio algo de
homosexualidad fue cuando estuvo en el Ejército. Aquel universo enteramente
masculino era más propenso a la especie de compañerismo que se da entre los
chavales que juegan a indios y vaqueros o a piratas, salvo que en lugar de las espadas
de madera o los tocados de plumas (que ya sólo usaban si estaban borrachos
perdidos), blandían el arma del ingenio, competían en un plano intelectual y
disfrutaban con juegos reservados a la elite de estudiantes universitarios. Mientras la
inmensa mayoría de jóvenes de todo el país se dejaban la piel en infinidad de fábricas
y despachos, los estudiantes disfrutaban de una existencia privilegiada con escasas
responsabilidades. Para bien o para mal, en ese tipo de vida se forjaron los guardianes
del futuro intelectual, político y militar de Gran Bretaña, como ocurría desde hacía
generaciones.
Además de todo esto, evidentemente, estaban los estudios en sí. Tolkien volvió a
tener la fortuna de estudiar con un profesor magnífico, Joe Wright. Era lo más
opuesto al típico catedrático de Oxford: nacido en una pequeña ciudad del condado
de Yorkshire, a los seis años empezó a trabajar en la hilandería local, por lo que no
pudo ir al colegio ni recibir la educación básica. Pero cuando cumplió quince años
empezó a darse cuenta de que más allá de su pequeño mundo había todo un universo
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por descubrir, el de las palabras, el lenguaje, la escritura. Aprendió él solo a leer y
escribir, y empezó a estudiar francés y alemán en la escuela nocturna, donde también
estudió latín. A los dieciocho años dejó la hilandería y creó su propia escuela
nocturna en una habitación libre que había en casa de su madre. Ahorró algo de
dinero y se marchó a recorrer Europa. Llegó a Heidelberg y allí inició los estudios de
licenciatura y, después, de doctorado. Mientras tanto, aprendió ruso, escandinavo
antiguo, sajón antiguo, inglés antiguo y muchas otras lenguas modernas y antiguas. A
su regreso a Inglaterra, Joe Wright se estableció en Oxford y fue nombrado ayudante
de Filología Comparada, un puesto para el que nadie habría estado mejor cualificado
que él. En 1892 (el año en que nació Tolkien) Wright escribió A Primer of the Gothic
Language, que Ronald recibiría después de manos de su maestro en el King
Edward’s.
Wright era un profesor muy duro y exigente, pero Tolkien era también un
lingüista muy capacitado y Wright se dio cuenta enseguida de que su alumno amaba
profundamente el lenguaje y poseía un sentido natural para las palabras y la fonética.
En el colegio había profundizado mucho en el estudio del latín y el griego, gracias a
la motivación que supieron inspirarle los buenos profesores que tuvo allí, y tenía
incluso nociones de lenguas muertas como finés y noruego antiguos. El profesor
Wright condujo a Tolkien por los vericuetos de esos mundos lingüísticos agrestes y
antiguos, y le mostró que los idiomas de culturas muy diferentes entre sí y muy
distantes en el tiempo contienen, intrínsecas, toda una serie de conexiones, corrientes
y temas comunes.
El primer año de Tolkien como estudiante universitario transcurrió en una especie
de nube. Debió de ser para él una de las épocas más felices que vivía desde hacía
años, y supo mantener un delicado equilibrio entre los placeres y las presiones de la
vida estudiantil. Claro que había contraído deudas, pero eso era tan habitual entre los
jóvenes estudiantes que, si no hubiera tenido ninguna, le habrían considerado un
verdadero excéntrico. Descuidó los asuntos religiosos casi por completo y sólo iba a
misa muy de vez en cuando, pero no había perdido ni un ápice de su amor y fe en la
Iglesia católica. Por otra parte, estaba encantado con su magnífico profesor, Joe
Wright. La vida era casi perfecta, y su satisfacción y su sensación de bienestar casi
completas, salvo por un detalle: Edith.
Los buenos ratos y las horas de estudio en Oxford le ayudaban a no pensar en su
separación obligada y dolorosa de Edith, pero no modificaron sus sentimientos hacia
ella. A lo largo de todo el primer año en Oxford y gran parte del segundo curso
estuvo contando los días que le quedaban hasta cumplir los veintiuno. Y por fin llegó
el momento esperado. La noche antes de su cumpleaños, a última hora del día 2 de
enero de 1913, le escribió la carta que tanto tiempo había soñado escribir. En ella le
hablaba una vez más de sus sentimientos y le manifestaba su deseo de reencontrarse
con ella tras la larga separación.
Envió la carta la mañana siguiente, el mismo día de su cumpleaños. Y se dedicó a
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esperar pacientemente la contestación. Pero unos días después, cuando recibió la
respuesta de Edith, sus esperanzas y sus sueños se vinieron abajo, al menos
temporalmente, pues la carta contenía la peor de todas las noticias imaginables: Edith
se había prometido con otro hombre hacía poco tiempo.
Su prometido era un joven llamado George Field, el hermano de una compañera
del colegio de Edith, Molly Field, que vivía en Cheltenham. Pero, aunque la noticia
podría haber supuesto el fin de la relación entre ella y Ronald, en su carta Edith le
daba a entender que no estaba enamorada de George, sino que simplemente había
llegado a la conclusión de que Ronald no estaría esperándola. Tenía miedo de
quedarse sola, y por eso había iniciado una relación con uno de los pocos jóvenes
entre los que podía elegir en su círculo social.
Pero Tolkien había estado esperándola desde el primer día, y no tenía intención de
dejar que ahora se le escapara de las manos, después de tanto tiempo. Así pues, el 8
de enero cogió el tren hacia Cheltenham decidido a resolver el asunto. Edith le
esperaba en el andén. Pasaron toda la tarde hablando, y cuando Edith se convenció de
que Tolkien la amaba de verdad, le prometió romper su compromiso de boda y
aceptarle como pareja.
Al principio, el pobre George Field lo pasó fatal. Estaba enamorado de Edith,
aunque ella no le correspondiera. Pero Edith estaba segura de su decisión. Hizo oídos
sordos a los chismorreos de los vecinos y a los comentarios de los mayores del grupo
de amistades y conocidos suyos de Cheltenham, y empezó a ilusionarse con el futuro
junto al joven con quien se había prometido tres años antes.
Sin embargo, aquel invierno depararía serias dificultades para ambos. Durante los
meses de enero y febrero de 1913, Tolkien tuvo que encerrarse a estudiar para los
Honour Moderations, la primera de dos series de exámenes para el título en Clásicas.
Como durante el primer curso no fue muy buen estudiante, tenía que memorizar en
un par de meses lo que debería haber estudiado tranquilamente en un año. Desde su
reencuentro con Edith se había distraído aún más, ya que iba a visitarla a menudo a
Cheltenham, y casi no le quedaba tiempo para repasar. A finales de febrero, cuando
acabó todos los exámenes, el Second Class (un bien) que obtuvo como nota media no
fue ninguna sorpresa.
Sus profesores de Exeter sí se llevaron una decepción con él. Aunque reconocían
que era muy difícil conseguir un First (el sobresaliente), en su opinión todo el que
fuese lo bastante inteligente para obtener una ayuda escolar para ir a Oxford y se
dedicara en serio a estudiar (como muestra de su profundo agradecimiento por haber
sido admitido en la Universidad) debería aprobar todas las asignaturas del curso con
la mejor nota. De todos modos, los exámenes y trabajos de Tolkien tenían algo
especial. A pesar de que su nota media fue un bien, había presentado un ejercicio
prácticamente perfecto en su especialidad, Filología Comparada, que era la que
enseñaba el profesor Joe Wright. Y el tribunal no sólo le había puesto un
sobresaliente en dicho examen, sino que habían añadido un comentario sobre la
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calidad excelente de su trabajo. Como consecuencia de ello, los miembros de la junta
de gobierno del campus, encabezados por el catedrático Farnell, el rector de Exeter, le
recomendaron que cambiara de Clásicas a Lengua y Literatura inglesas.
A Tolkien le pareció una buena idea. Nunca se había interesado mucho por lo que
constituía el cuerpo central de los estudios de Clásicas, esto es, el estudio de la
literatura griega y romana. La mitología ancestral de los pueblos germánicos y las
leyendas escritas en escandinavo antiguo (o islandés) le parecían mucho más
atractivas, de alguna manera más honestas. El curso de Lengua y Literatura inglesas
no era exactamente perfecto, pero encajaba mucho mejor con sus intereses que el de
Clásicas. Era un curso relativamente nuevo en Oxford y, como su propio nombre
indica, se dividía en dos ramas bien distintas: por una parte estaban los estudios de la
estructura y evolución del lenguaje desde la antigüedad y, por otra, la lectura y el
análisis de obras literarias fechadas a partir del siglo XIV.
Lo que más le interesaba, casi de manera exclusiva, era el lenguaje. Nunca se
había preocupado mucho por la literatura «moderna». Pensaba que Shakespeare
estaba sobrevalorado, e incluso muchas de las obras del vate no le gustaban nada en
absoluto. No quería perder tiempo con Dryden o-Milton, y aborrecía a los escritores
«modernos», a los autores de los siglos XVIII y XIX cuyas obras constituían la
bibliografía autorizada y un componente esencial del curso de Lengua y Literatura en
Oxford.
Afortunadamente, Tolkien tuvo otro profesor de gran talento y muy polifacético,
Kenneth Sisam, de origen neozelandés y sólo cuatro años mayor que él. A primera
vista parecía un tipo de lo más seco e introvertido, pero resultó ser un comunicador
fantástico de su materia y una figura a la que Tolkien admiró casi desde el primer día.
Al ingresar en este nuevo curso, Tolkien hubo de vérselas con los textos obligatorios,
pero a la vez pudo disfrutar de los aspectos del curso que se ocupaban del lenguaje y
de la relación entre cultura y filología. El cambio de curso supuso una tremenda
mejora en comparación con la senda académica que había seguido hasta entonces, ya
que encajaba mucho mejor con su personalidad y con sus intereses más arraigados, y
fue un factor fundamental en su decisión de convertirse en filólogo.
Entretanto, Edith Bratt se enfrentaba a un problema que, para ella, era tan
apabullante como lo había sido la época de preparación de los exámenes para
Tolkien. Por una serie de razones, la pareja aún no había hecho oficial su
compromiso. En primer lugar, Tolkien quería comunicarle la decisión a su antiguo
tutor, el padre Francis. Aunque el padre Francis ya no ejerciera ninguna autoridad
sobre Tolkien, uno no se libra así como así de sus viejas costumbres y probablemente
Ronald estuviera muy preocupado por lo que pudiera decirle el sacerdote al respecto.
En segundo lugar, Tolkien no había hablado de Edith a ninguno de sus amigos. Ni
uno solo de sus compañeros del T. C., B. S. ni ninguno de los nuevos amigos de la
universidad tenían la menor idea de la existencia de la joven. Por último, la razón más
importante de todas era que aún no habían dado los pasos necesarios para la
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conversión de Edith al catolicismo.
Tolkien tenía muy claro que Edith debía abrazar la fe católica. Aborrecía la
Iglesia anglicana. Para él era algo así como la representación del mal que se había
llevado a su madre de este mundo. Parece extraño que, si bien en el fondo condenaba
el modo en que la familia había tratado a su madre, Tolkien no demostró mucho su
enfado hacia las personas a las que culpaba por aquello. Por el contrario, siempre
mantuvo unas relaciones amistosas con Walter Incleton, y visitó a la abuela paterna y
a los abuelos Suffield hasta el día de su muerte. Sin embargo, sí que mostró
abiertamente su rechazo hacia la institución de la que formaban parte, la Iglesia de
Inglaterra.
Edith no era ninguna beata, pero convertirse al catolicismo le planteó ciertas
dificultades. En primer lugar, y como factor más importante, no sentía ninguna
debilidad por la Iglesia católica. Había crecido en el seno de la Iglesia anglicana, y las
costumbres católicas le resultaban extrañísimas. A lo largo de toda su vida dejó claro
que no le gustaba pasar por el confesionario y que apenas sentía el alivio espiritual
que los devotos como Tolkien afirmaban sentir cuando exponían su alma y se les
absolvían los pecados. Además, no le gustaba la severidad de los ritos, odiaba tener
que ir a misa a primera hora y cuando, años más tarde, tuvo problemas de salud, se
negó a hacer ayuno o a ir con su esposo a misa a las seis de la mañana.
Para cumplir los deseos de Ronald debía resolver otro tipo de dificultades más
mundanas pero igualmente dolorosas. El dueño de la habitación de alquiler en la que
vivía desde su llegada a Cheltenham en 1910 era su tío Jessop, el cabeza de familia,
que además era un protestante convencido y odiaba la Iglesia católica. Edith sabía
que, si empezaba a prepararse para convertirse al catolicismo, tío Jessop le iba a pedir
sin más rodeos que se marchara de su casa. Para remate, aunque ella personalmente
no tenía un profundo interés en las cuestiones religiosas, su reducido círculo de
amistades en Cheltenham participaba mucho en las actividades de la parroquia.
Edith sabía que no le quedaba más remedio que plegarse a los deseos de su
prometido si quería casarse con él. Dicho sin rodeos: para Ronald no había más que
hablar. Claro que Edith no estaba muy por la labor, pero era una oportunidad para
demostrarle cuánto le quena, o eso pensaba él. Desde su punto de vista, no le entraba
en la cabeza casarse con una mujer que no estufera dispuesta a abrazar la fe que había
escogido Mabel Tolkien.
Fue un modo bastante desafortunado de reanudar la relación, un inicio que no
parecía a la altura del prometedor futuro que esperaban vivir juntos. Seguramente a
Edith le molestaba que la hubieran obligado (así era como lo sentía) a convertirse al
catolicismo, pero soportó todo el proceso sin rechistar, como habría hecho cualquier
mujer en su lugar en 1913. Además, amaba de verdad a Ronald y él, por su parte,
parecía albergar buenas intenciones y también la quería. Era cariñoso y en muchos
sentidos tan considerado como cualquier otro hombre de los que había conocido.
Estaba deseando casarse con él, formar una familia, llevar una vida normal. Se sentía
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incómoda en el papel de casi solterona en una ciudad lánguida y sosa como
Cheltenham. Ya había cumplido veinticuatro años; el tiempo pasaba volando.
Considerando todos estos factores, quizá hacerse católica no era un precio tan
alto. Así pues, en la primavera de 1913 decidió dar el paso. Informó de su decisión a
tío Jessop y éste le pidió que se marchara de su casa en cuanto pudiera encontrar otro
lugar.
Como había calculado que ésa sería exactamente la reacción de Jessop, Edith se
había movido para encontrar un nuevo hogar en la cercana ciudad de Warwick con
una de sus primas, Jennie Grove, una mujer de mediana edad que tenía una
deformación en la columna. No tardaron en encontrar alojamiento, y al poco tiempo
se mudaron a una casita a pocas calles de allí. Edith empezó a prepararse con el
sacerdote del barrio, un tal padre Murphy, que, para empeorar aún más la situación,
no parecía muy interesado en su labor.
En junio, al terminar el curso, Tolkien acudió a Warwick a visitar a Edith y a su
prima. A finales de aquel mismo verano ya estaban preparados para recibir la primera
Bendición juntos. Tolkien rebosaba alegría, y se sentía muy contento de estar junto a
Edith en la ceremonia. Pletórico, escribió en su diario sobre el acontecimiento. Por el
contrario, Edith no guardó recuerdo escrito de aquella ocasión.
Sin duda, el hecho de que a lo largo de la primera etapa de su relación todo el
mundo estuviera empeñado en que no siguieran juntos sirvió para que Ronald y Edith
lucharan por mantenerla a salvo. Pero, aunque en la nueva fase del noviazgo parecían
tan enamorados cono cualquier joven pareja, lo cierto es que solían discutir muy a
menudo. También hay que tener en cuenta que no se habían visto durante mucho
tiempo, y que su relación hasta el momento de la separación había sido francamente
breve. En definitiva, apenas se conocían. Lo peor de todo era que, en el intervalo de
la separación, ambos habían cambiado mucho y habían avanzado por caminos muy
diferentes. Al perder a Edith, Tolkien halló consuelo en la compañía de sus amigos,
los del T. C., B. S. primero y luego sus compañeros de estudios de Oxford. Disfrutó
de la libertad de todo joven soltero independiente y, más importante aún, descubrió el
mundo académico.
En cierto sentido, Tolkien tardó bastante en encontrar su vocación. Fue un escolar
brillante, pero cuando vivió en Duchess Road, en la casa en la que conoció a Edith,
de ningún modo habría imaginado su vida dedicada al mundo académico. Sólo
después de su separación temporal empezó a despuntar intelectualmente. Podría
decirse que aquella ruptura le permitió expresar más plenamente este aspecto de su
personalidad.
Por su parte, Edith nunca había mostrado interés alguno por lo académico. De
niña había dado muestras de un talento excepcional para la música, pero no se había
hecho nada por fomentarlo. A diferencia de su futuro esposo, nadie animó a Edith a
seguir la senda de la música, nadie se había tomado la molestia de ayudarla a
desarrollar todo el potencial que llevaba dentro, y cuando se reencontró con Ronald
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ya había perdido toda esperanza de dedicarse a la música como profesional o siquiera
como profesora.
Aparte de esto, había ciertas incompatibilidades de carácter entre Edith y Ronald.
Ella era una independiente y llena de energía a la que todo el mundo se había
empeñado siempre en reprimir. Igual que la de Tolkien, su niñez estuvo marcada por
la mala suerte. Se quedó huérfana y tuvo que ir de una casa a otra, sin integrarse en
ninguna familia que pudiera sentir como propia. Había aprendido a reprimir la
amargura, pero a veces ésta la superaba. A menudo, cuando Ronald iba a visitarla a la
casita de Warwick, se peleaban y discutían por cualquier nadería.
En cuanto a Tolkien, le resultaba difícil expresar su amor por ella sin caer en
sentimentalismos y en gestos más bien paternalistas. Por ejemplo, en sus cartas la
llamaba «pequeña», y describía su casa de Warwick como su «casita». Además, se
comportaba con un talante protector. Esta manera inmadura de entender el amor,
creyendo que así era moderno y práctico, era fruto de su inexperiencia pero también
respondía a la influencia de los libros que le gustaba leer. El escritor Charles Moseley
ha señalado que, como muchas otras personas, la idea que Tolkien tenía del amor de
pareja estaba en parte influida por una concepción literaria:
Desde luego, las lecturas nos influyen a todos. Si uno se pasa la vida leyendo libros y poemas sobre un mundo en
que las mujeres reciben toda clase de honores, se las coloca en un pedestal, incluso se las adora como a diosas, y
se considera que las virtudes del hombre son el valor, la honradez, el honor y la generosidad, se acaba teniendo
esa misma mentalidad (y a muchos no les causa problema alguno).[9]
Todo eso está muy bien, pero a una mujer de espíritu independiente, acostumbrada a
arreglárselas sola, debía de parecerle un martirio que la trataran así. Como es natural,
Edith se sentía bastante confundida. Su prometido era capaz de obligarla a adoptar su
fe, no tenía mucho interés en su talento por la música y casi no le contaba nada sobre
su vida en la universidad, pero al mismo tiempo la agobiaba con muestras de cariño
paternalistas e inmaduras.
Tal vez debido a tantas peleas y discusiones, en el verano de 1913 la pareja se
tomó un tiempo de reflexión. Tolkien se marchó al continente. Había encontrado
trabajo como tutor de dos niños mexicanos, con los que hizo un viaje por Francia. En
París se reunieron con un tercer joven y dos tías de los niños. Tolkien tenía que
llevarlos de visita cultural por la ciudad.
Parecía una tarea fácil, pero se convirtió en tal desastre que Tolkien deseó no
haber salido de Warwick, por muchas broncas que pudiera haber tenido con Edith.
Los problemas empezaron cuando Ronald comprobó, para su gran vergüenza, que
aunque dominaba el terreno de la filología comparada y podía escribir complicados
trabajos sobre los aspectos más desconocidos y arcanos de lenguas muertas como el
escandinavo y el anglosajón, apenas podía pronunciar una palabra en español. Incluso
pudo comprobar que su nivel de francés dejaba mucho que desear. En consecuencia,
no podía hacerse entender por sus protegidos mexicanos, quienes a su vez no
hablaban ni una palabra de inglés.
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Para colmo, descubrió que la comida francesa le repugnaba, y los franceses en
general, sobre todo en París, le resultaron antipáticos e incultos. Por último, los
mexicanos a los que se suponía que tenía que instruir no tenían ni pizca de interés por
la cultura francesa y sólo querían que Tolkien los llevara a unos sitios que a él le
parecían turísticos y vulgares. Entonces se le ocurrió llevarles a Bretaña, con la idea
de al menos consolarse un poco contemplando el bello paisaje y saboreando los
deliciosos vinos de la región. Pero acabaron en Dinard, una pequeña localidad de la
costa que se parecía bastante a Blackpool, la ciudad que Tolkien consideraba lo más
vulgar que uno pudiera imaginar.
Pero la situación empeoró aún más. Cierto día, Tolkien, uno de los chicos y la
mayor de las tías mexicanas estaban dando un paseo por una callejuela de la ciudad
cuando un automóvil perdió el control y se lanzó sobre ellos. La mujer resultó
gravemente herida y falleció a las pocas horas.
Fue un final desastroso para un viaje desastroso. Tolkien se encargó de las
gestiones para la repatriación del cadáver, y finalmente pudo dejar la cuestión en
manos de la apenada familia. Cuando subía al barco que le iba a llevar de regreso a
Dover, se prometió a sí mismo no aceptar nunca más un trabajo como aquél.
Después de semejante verano, para Tolkien fue un verdadero alivio la llegada del
otoño de 1913 y el inicio de su tercer curso en Oxford. Claro que su turbulenta
relación con Edith seguía preocupándole, pero al menos podía olvidarse de ello con
otras distracciones. De hecho, se volcó más que nunca en el mundo académico de
Oxford. Y empezó a cultivar gustos extravagantes, al menos desde su punto de vista:
con el dinero que había ganado gracias a la desastrosa excursión por Francia se
compró muebles nuevos muy a la moda del momento, decoró las paredes con láminas
japonesas y se equipó con todo un armario de ropa. Cuando hacía buen tiempo bajaba
a remar al Cherwell, y jugaba al tenis con frecuencia. Fue elegido presidente de la
Debating Society, y creó con un grupo de amigos un club al que llamaron Chequers y
que tenía por actividad principal organizar cenas en sus habitaciones con ricos
manjares regados con gran cantidad de vino caro y brandy.
La vida de Edith en Warwick era completamente diferente. Warwick era una
ciudad bastante bonita, aunque no en la misma línea de Oxford; tenía universidad
propia (bastante prestigiosa también) y estaba llena de gente joven. Desde luego,
había más ambiente que en Cheltenham. Sin embargo, Edith casi no hacía vida social.
Su compañera de piso, Jennie, encarnaba la pesadilla de cualquier mujer soltera.
Aunque las cartas que recibía de Ronald la irritaban aún más, con tantos detalles
sobre lo bien que lo pasaba en Oxford, al menos eran cartas escritas por un hombre
que la amaba y con el que se iba a casar pronto. Pero Jennie era una especie de
«solterona profesional». Irónicamente, aunque pensaba que su vida era aburrida y
gris, le bastaba con mirar a la pobre Jennie, con su joroba y sus años, para recordar
que a pesar de la actitud irritante de Ronald tenía bastantes motivos para sentirse
agradecida. Seguramente esta idea, además de su amor por él, le ayudó a seguir
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adelante en aquella época.
Tolkien parecía haber encontrado en esos días un ritmo vital que mantendría a lo
largo de toda su vida. Estaba encantado con los placeres que le ofrecía la vida
universitaria, y a la vez estaba escribiendo trabaos bastante buenos. A pesar de las
largas veladas presididas por el brandy, y de las tardes de embeleso mirando las
ramas de los sauces tumbado en una batea, aquel año consiguió el Skeat Prize en
Inglés, un premio que otorgaba la facultad de Exeter, y tenía muchas posibilidades de
conseguir un First Class Honours Degree.
A comienzos de 1914 Edith ingresó en la Iglesia católica. La fecha elegida para la
ceremonia fue el 8 de enero, coincidiendo con el primer aniversario de su
reencuentro. Y unas semanas después se prometieron oficialmente. El compromiso
recibió las bendiciones del padre Murphy, el sacerdote que había preparado a Edith.
Ambas ceremonias se celebraron en la parroquia de Edith, en Warwick. Era una
construcción bastante sosa y fea, pero para Ronald y Edith el entorno importaba poco
en esos momentos. Ambos habían llegado a la conclusión de que su relación no sería
nunca una relación ideal, pero también sabían que ninguna lo era. Eran dos personas
muy distintas, con perspectivas e intereses tremendamente diferentes. Habían estado
separados durante tanto tiempo que quizá les costó más tiempo de lo normal darse
cuenta de la realidad de la situación y aprender a convivir en armonía, hacerse
compatibles.
Cuando Tolkien regresó a Oxford para el siguiente trimestre debió de sentirse más
feliz que nunca en su vida. Sorprendentemente, ni los compañeros de la universidad
ni los viejos amigos del colegio sabían nada de su relación con Edith. Pues bien,
parecía que ya había llegado el momento de informarles. Escribió una carta a cada
uno de los miembros del T. C., B. S., que enseguida le enviaron sus felicitaciones.
Prometido por fin con la mujer a la que había amado desde los dieciocho años,
Tolkien podía mirar al futuro con esperanzas y confianza renovadas. La primavera
parecía llena de luz, ni una sola nube ensombrecía el horizonte. Como prácticamente
todo el mundo en aquellos días, ni él ni Edith ni ninguno de sus amigos podían
imaginar que, antes de que el año tocara a su fin, Gran Bretaña estaría embarcada en
una guerra y la vida de millones de jóvenes, jóvenes como Ronald Tolkien y Edith
Bratt, correría al encuentro de una muerte prematura.
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4
MATRIMONIO Y GUERRA
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para el verano siguiente. Era un día de la primera semana de octubre. Tolkien se
quedó atónito ante la desoladora imagen: la estación desierta, las facultades
prácticamente varías; la Universidad entera parecía haber cerrado sus puertas. El
único amigo con quien se reencontró fue Colín Cullis, uno de los compañeros con los
que había fundado el Chequers el año anterior. Cullis intentó alistarse, pero el
Ejército le rechazó al no considerarlo apto para el servicio militar.
Al principio Tolkien casi no podía soportar ver la Universidad prácticamente
desierta, y durante los primeros días escribió a Edith hablándole de lo aburrido y lo
mal que se sentía. Pero entonces Cullis y él decidieron dejar los sombríos y vacíos
pasillos del colegio mayor y se fueron a vivir juntos a un apartamento en St John’s
Street, no lejos de Exeter. Además, se apuntó al Cuerpo de Entrenamiento de
Oficiales para ejercitarse en los parques del campus y prepararse para el futuro
alistamiento, y descubrió con sorpresa que se lo pasaba muy bien.
A medida que avanzaba el año académico, las noticias de la guerra iban siendo
cada vez peores. El patrioterismo generalizado del otoño de 1914 hablaba de una
guerra rápida que acabaría «para Navidad», pero con la llegada del año nuevo y con
el paso de los meses todo el mundo entendió que la contienda iba a durar mucho más.
Cada bando envió a cientos de miles de soldados a las trincheras, que se extendían a
lo largo de kilómetros y kilómetros por la campiña del norte de Francia. Entre ambos
ejércitos sólo había un trecho corto, y con cada ofensiva y contraofensiva la línea del
frente se movía apenas unos metros. En la primavera de 1915 los suministros de
municiones no daban abasto, y hubo que paralizar la batalla durante un tiempo. Fue
una tregua temporal. El primer año de la guerra, la contienda se había cobrado la vida
de más de un millón de soldados sólo en el Frente Occidental, y todo el mundo sabía
que en cuanto se abastecieran de nuevo los polvorines, se reanudaría el bombardeo
inmediatamente, segando la vida de millones más.
Como la Universidad estaba prácticamente vacía, Tolkien pudo concentrarse
mejor que nunca en sus estudios. Mientras Edith vivía días grises a los que debía
añadir más penurias por las restricciones de la guerra, Tolkien estudiaba con ahínco.
En junio de 1915 hizo el examen final de Lengua y Literatura inglesas. A los pocos
días recibía la noticia de que había aprobado con un First.
Pero no tuvo mucho tiempo para celebrarlo. A causa de sus obligaciones en el
Cuerpo de Entrenamiento y de las dificultades para viajar debidas al estado de guerra,
ni siquiera acudió a Warwick para compartir el triunfo con Edith. En vez de eso,
decidió asumir por fin su compromiso para con el Ejército y convertirse en segundo
teniente de los Fusileros de Lancashire, el mismo regimiento en que se encontraba
uno de sus viejos amigos del T. C., B. S, G. B. Smith.
Todavía en esos momentos, el horror de la guerra le parecía algo lejano. Los
campos de batalla más próximos del Frente Occidental no estaban ni a doscientos
kilómetros de Oxford, y las familias lloraban ya la muerte de sus jóvenes en Mons e
Ypres, pero para chicos como Tolkien, que habían pasado todo ese tiempo metidos en
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el mundo universitario o que sólo habían empezado la instrucción militar, casi no
había señales tangibles del conflicto.
Hoy día, con la cobertura informativa mundial y el acceso casi inmediato a
acontecimientos que suceden en cualquier rincón del planeta, es difícil imaginar
cómo era aquella época, en la que apenas llegaban noticias a los hogares y, cuando
llegaban, lo hacían con bastante retraso. Sin radio ni televisión y con una cobertura
periodística muy detallada pero también muy retrasada, la guerra parecía algo remoto.
Además, los caídos eran enterrados cerca del frente. Las familias no recibían los
restos de sus seres queridos envueltos en banderas, como hoy.
Claro que había restricciones de gasolina, viajar era más difícil que antes y los
precios de los alimentos habían aumentado escandalosamente, pero los civiles de
entonces no sufrieron la dureza de los ataques que caracterizó a la Segunda Guerra
Mundial. Prácticamente no hubo ciudades británicas bombardeadas en la Primera
Guerra Mundial, y los pocos soldados que se podían ver eran los entusiastas reclutas
que zarpaban de Portsmouth, Southampton o Dover, y los heridos, envueltos en
vendajes, con quemaduras o mutilados que ingresaban en los hospitales en suelo
inglés.[10]
En el cuartel del campamento, Tolkien no tenía mucho que hacer, aparte de pasar
el rato como buenamente podía, hasta que fuera enviado a Francia. Hizo prácticas y
ejercicio, se dejó bigote y siguió ejercitándose. Asistía a charlas sobre el papel del
oficial, métodos de guerra, detalles del mantenimiento de las armas e interpretación
de mapas. Pasó del relativo lujo de Oxford, donde casi todas las noches cenaba en el
colegio mayor, tenía acceso a las mejores bibliotecas del mundo y se sentaba en
alguno de los estupendos sillones de cuero de las salas comunes a saborear un buen
oporto, al mundo infinitamente más duro del cuartel, donde convivía con soldados
profesionales y reclutas inexpertos, jóvenes procedentes de granjas y fábricas,
hombres sobre los que detentaba el mando v a los que debía dirigir a la batalla. Allí
no tenía posibilidad de entablar debates intelectuales con nadie, ni de discutir o
deliberar. El rancho le parecía incomible, dormía en un catre estrecho y debía
compartir una letrina común que tenía por techo una plancha ondulada llena de
agujeros. Pero lo peor de todo era que la vida allí le resultaba un aburrimiento sin fin.
Pero también supo entretenerse. Se compró una motocicleta con un amigo y,
cuando obtuvo un permiso, organizó por fin una visita a Edith. Aquella visita y las
ocasiones posteriores en que Ronald podía pasar unos días libres lejos del
campamento militar eran para ellos como oasis de felicidad. Se llevaban mucho
mejor que antes; quizá el resentimiento de Edith había quedado diluido entre las
privaciones de la guerra y el temor constante a que su vida en común se hiciera
pedazos en cualquier instante y todo acabara.
Por otra parte, fue en esta época cuando Tolkien empezó a tomar notas sobre la
mitología que dominaría su pensamiento durante la mayor parte de su vida. En
aquellos días de limbo entre la toga y el uniforme militar se plantó la primera semilla
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de lo que acabaría convirtiéndose en El Silmarillion.
Tras seis meses de entrenamiento preliminar, Tolkien decidió iniciar la
preparación especial para hacerse técnico de comunicaciones. En aquella época,
cuando aún no había radio, se recurría al morse y a la comunicación mediante señales
de colores. Tolkien aprendió a usar el teléfono de campo, que funcionaba mediante
largos cables que se extendían a lo largo de las trincheras.
En Navidad consiguió unos días de permiso, que pasó con Edith. Durante aquel
descanso empezaron a hablar de la fecha de la boda. Todo indicaba que muy pronto,
con casi total seguridad a comienzos del nuevo año, Ronald sería enviado al
extranjero. Fue una época terrible. Ambos sabían que durante los primeros dieciocho
meses de la guerra la esperanza de vida para un soldado sólo había sido de unas
cuantas semanas. De un momento a otro tendría lugar la Gran Ofensiva, y entonces
aumentarían las bajas.
Tras discutirlo un poco, fijaron la fecha de la boda para el miércoles 22 de marzo
de 1916. Como era típico en él, Tolkien informó de la noticia a su tutor, el padre
Francis Morgan, sólo unas semanas antes de la boda porque creía que no iba a
aprobar la decisión. Pero sus temores eran infundados, y el padre Francis se mostró
encantado y muy feliz por ellos. Le envió sus felicitaciones y se ofreció a dirigir la
ceremonia en el Oratorio de Birmingham, pero como Ronald había tardado tanto en
comunicarle la noticia, ya se había organizado todo para que el párroco de Edith, el
padre Murphy, los casara en aquella iglesia católica moderna tan fea del centro de
Warwick.
Habían esperado mucho tiempo a que llegara aquel día. Pero, igual que miles de
parejas de toda Europa, no tenían ninguna certeza de poder compartir juntos el futuro.
Aquella guerra tan espantosa había destruido ya la vida de mucha gente y, antes de
que acabara, destrozaría las esperanzas y los sueños de muchísimos más. De repente,
la vida era aún más frágil que cuando eran niños. Poco podían hacer, salvo confiar en
su Dios.
Tolkien fue nombrado teniente en esos días. Hay una fotografía suya del
momento, ataviado con el uniforme militar. Parece un buen ejemplo de los jóvenes de
su clase y de su época: lleva el pelo corto y peinado hacia atrás, con raya a la
izquierda; el uniforme está inmaculado; luce bigote y sus rasgos son marcados: cejas
rectas, nariz fina y larga, pómulos prominentes. No es una belleza clásica, pero
transmite un aire de hombre inteligente, íntegro y con las ideas claras. Tolkien tiene
en esta fotografía el aspecto de un hombre en quien se puede confiar, pero también se
percibe en su mirada la angustia que teñía aquella época. Es un rostro lleno de
inseguridad sobre el futuro. Unas semanas después era enviado finalmente al frente.
El 6 de junio su barco atracaba en Calais, desde donde viajó al campamento base
del Ejército británico situado en una pequeña ciudad llamada Étaples. Allí pasó las
siguientes tres semanas, sin la menor idea de cuándo partiría hacia el campo de
batalla, ni hacia dónde exactamente. Era un ritmo de vida extraño y nuevo, que
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consistía en no hacer nada más que sentarse a tomar grandes cantidades de té, fumar
en pipa, hablar, leer y, en fin, esperar.
Era aburrido y angustioso al mismo tiempo. El tedio se exacerbaba por la falta de
recursos (pocos libros o periódicos) y salir a dar un paseo estaba fuera de toda duda
debido a la amenaza constante de francotiradores y minas. Tolkien no se llevaba
demasiado bien con los demás oficiales de su compañía. Muchos eran soldados
profesionales con quienes tenía muy poco en común y que veían a los hombres como
él como aficionados, como chicos de universidad disfrazados de soldados. Tolkien
prefería el ambiente de los suboficiales y soldados de infantería, que eran los que
conformaban la mayoría del Ejército, pero las normas prohibían a los oficiales
cultivar la amistad del soldado raso, pues se consideraba que esta familiaridad podía
debilitar la disciplina.
Por un lado estaba esta sensación de tremendo aburrimiento, pero al mismo
tiempo cada día que pasaba aumentaba la angustia. Tolkien se sintió en peligro desde
el momento en que recibió las órdenes de trasladarse a Francia. Había oído las
historias que se contaban sobre el frente, ¿quién no? Entre el campamento y las líneas
de batalla había un intercambio constante de hombres, y el flujo de heridos y
enfermos que regresaban a casa era incesante. Cada soldado tenía una historia que
contar, historias únicas que tenían en común el espanto y el horror que se producía a
pocos kilómetros. La angustia procedía también de la falta de noticias oficiales
detalladas y de la escasez de información sólida sobre los planes de batalla. Ambos
factores, unidos a la tediosa espera, creaban un ambiente insufrible.
Pero un día la monotonía desapareció. Llegaron órdenes de que el batallón 11, al
que Tolkien acababa de ser trasladado, debía ponerse en marcha hacia el frente en el
nordeste. Parecía que por fin iba a iniciarse la esperada Gran Ofensiva, la
contraofensiva de los Aliados.
El ritmo cambió inmediatamente. Un tren del Ejército los llevó hasta Amiens, la
capital del departamento de Picardía, en el norte de Francia, a unos 135 kilómetros al
norte de París. Desde el tren, el paisaje parecía completamente desierto. Los pueblos
que veían habían quedado destruidos por los ataques de los Aliados y del Ejército
alemán. Hacía semanas que llovía sin cesar, y los campos estaban inundados. A través
de las ventanillas cubiertas de vaho se podía ver algún castillo aquí y allá que, como
las casas de campo, estaban destrozados, con las contraventanas colgando de los
quicios y las antes grandiosas verjas de hierro esparcidas entre desolados montones
de húmedos escombros.
Los soldados iban jugando a las cartas y fumando, y el ambiente de los vagones
estaba cargado de humo de Woodbines y del tabaco de pipa. Había petates en todas
las repisas de equipaje y por los pasillos. Los suboficiales se entretenían lustrando las
botas y engrasando las bayonetas, o escribiendo cartas a la novia o a la madre. No
lejos de allí podían oír ya el estruendo de los obuses y morteros. Para la mayoría,
aquél sería su último viaje en tren.
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No dejó de llover en todo el tiempo que estuvieron en Amiens, ni tampoco
cuando el batallón inició la agotadora marcha hacia el pueblo de Rubempré, a unos
18 kilómetros en dirección a la línea del frente. El estrépito de las armas iba en
aumento a medida que avanzaban. De vez en cuando, alguna granada descarriada
silbaba por encima de sus cabezas. El peligro constante de pisar alguna mina o de ser
alcanzados por las balas de los francotiradores los mantenía en alerta.
Esperaron treinta y seis horas en Rubempré. El pueblo estaba prácticamente
desierto. La única calle de la población, entre los restos de casas derruidas, era un
mar de barro, casi intransitable para caballos y automóviles. El batallón pasó la noche
en los graneros y entre las ruinas quemadas por el impacto de granadas, cobijado de
la inclemente lluvia bajo techos improvisados sujetos con postes.
Al día siguiente, reanudaron la marcha en dirección al frente, hacia el cercano
pueblo de Bouzincourt, donde pudieron montar algo más parecido a un campamento
militar. Era el lugar más avanzado al que podían llegar antes de entrar en la batalla.
Gran número de soldados británicos aguardaban allí, acampados alrededor de
Bouzincourt, que ya apenas parecía un pueblo. Las granadas, el avance de los carros
de combate, las minas y los morteros se habían encargado de allanar casi por
completo el lugar. Los soldados habían levantado unos cuantos refugios en los que se
alojaban algunos oficiales, como Tolkien. Otros tenían que conformarse con dormir
sobre colchones destrozados y húmedos en casas vacías, casas antes cuidadas con
esmero por lugareños que hacía tiempo habían muerto o que habían huido espantados
por la violencia. La mayoría dormía como podía a la intemperie, en los campos o
junto a la carretera.
Entre los soldados, y también entre la ciudadanía que había quedado en casa, uno
de los temas de conversación más habituales era la Gran Ofensiva, pero ésta se
retrasaba una y otra vez. Cuatro meses antes, a finales de febrero de 1916, los
alemanes, bajo el mando del general Von Falkenhayn, habían lanzado un ataque
sorpresa contra los Aliados en Verdún, en el río Mosa, en el nordeste de Francia, que
había dado al traste con los planes que se barajaban para la contraofensiva. Aunque
durante esos cuatro meses ambos bandos habían sufrido muchas bajas, el 1 de julio de
1916 el general Haig decidió reunir en un solo lugar a un ejército de más de medio
millón de hombres con un reducido refuerzo de tropa francesa, para iniciar la
contraofensiva y echar a los alemanes de Francia. Al menos, ésa era su intención.
Pasó a la historia como la Batalla del Somme. El primer día las ametralladoras
alemanas acribillaron a 19.000 soldados británicos y unos 60.000 soldados de
infantería resultaron heridos, la mayoría de ellos cayó a escasos metros de las
trincheras en las que habían estado preparándose para la lucha. Fue la mayor masacre
sucedida en un solo día en la historia del Ejército británico, y la mayor parte de la
responsabilidad de aquel desastre se atribuyó, justificadamente, a Haig, que se había
equivocado al creer que los alemanes habían quedado muy debilitados como
consecuencia de los bombardeos previos al avance cuando, en realidad, una gran
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proporción de artillería alemana ni siquiera había resultado dañada por el bombardeo
de los Aliados. Entre los 19.000 muertos de aquel nefasto día se encontraba uno de
los mejores amigos de Tolkien, miembro también del T. C., B. S., Rob Gilson, que
servía en el regimiento de Suffolk.
Tolkien no se enteró de la muerte de su amigo hasta más de dos semanas después.
Su batallón había quedado en la reserva, mientras la primera oleada de soldados (en
la que iba Gilson) salía de las trincheras para enfrentarse a las balas y granadas. Al
quinto día de batalla le llegó el turno al batallón 11. Una vez más, Tolkien tuvo que
quedarse en Bouzincourt, ya que era oficial de la compañía B y fue la compañía A la
primera en partir hacia el frente.
Por las últimas cartas recibidas se enteró de que Rob Gilson y G. B. Smith
estuvieron en los campamentos cercanos, y supo así que dos de sus amigos habían
luchado en las trincheras no lejos de su campamento. Sospechaba que ya habrían
participado en la batalla, pero no tenía modo de averiguar nada más. El mismo día en
que la compañía A partía de Bouzincourt, Smith llegó al pueblo con una compañía
que había recibido un permiso de un par de días.
Hablaron y tomaron té juntos como lo habían hecho en la húmeda biblioteca del
King Edwards, en Birmingham. Recordaron los viejos tiempos y se rieron de las
ocurrencias de sus amigos. Pero lo cierto es que se encontraban en el lugar más
opuesto al entorno refinado de su juventud. Los que antes fueran unos escolares
inocentes se habían convertido en hombres cubiertos de barro, las armas habían
sustituido a los libros y los dos sabían que se encontraban en el ojo del huracán.
Tres días después de salir del campamento, la compañía A regresaba. Muchos de
sus miembros habían muerto y cien hombres (más de un tercio del total) habían
resultado heridos. El viernes, una semana después de que este grupo partiera al frente,
le tocaba el tumo a la compañía de Tolkien. Aquella noche, protegidos por la
oscuridad de la noche, emprendieron la marcha con los macutos a la espalda y los
cascos, por el camino de barro que les conduciría hasta las trincheras, a menos de 2
kilómetros del pueblo.
Encorvados cual mendigos viejos bajo una tela de saco,
con las rodillas temblando, tosiendo igual que brujas decrépitas,
avanzamos como pudimos por el lodo, escupiendo maldiciones,
hasta que dejamos atrás el resplandor, grabado para siempre en nuestro recuerdo,
e iniciamos el penoso camino hacia el lejano descanso.
Unos caminaban dormidos; muchos habían perdido las botas,
pero seguían adelante, cojeando, embadurnados de sangre.
Mutilados, ciegos, aturdidos de cansancio,
sordos incluso a los silbidos de las furiosas bombas
que seguían cayendo a nuestra espalda[11]
Con estos versos empieza la descripción más célebre de Wilfred Owen sobre la vida
en las trincheras en la Primera Guerra Mundial. Poco más que añadir. Ante tanto
sufrimiento y tanto absurdo sobran los adjetivos y no sirve el lenguaje cotidiano.[12]
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La compañía de Tolkien fue enviada a atacar el pueblo de Ovillers, que estaba en
manos de una gran fuerza militar alemana. Durante las primeras horas del ataque,
murieron muchos de sus compañeros; las balas de las ametralladoras alemanas
destrozaron sus cuerpos. Tolkien luchó junto a sus soldados durante cuarenta y ocho
horas seguidas, y tuvo la inmensa suerte de salir de allí sólo con algunos rasguños y
cortes. Descansó unas horas y volvió al fragor de la batalla doce horas más, antes de
recibir órdenes de regresar con la compañía a Bouzincourt.
De vuelta en el campamento, agotado como nunca se habría imaginado, vio que
había recibido unas cuantas cartas, que habían llegado poco después de que partiera
con sus hombres al campo de batalla. Una era de G. B. Smith, en que le contaba que
él y sus amigos casi no podían oír desde que había empezado la Batalla del Somme.
También le hacía saber que Rob Gilson, su amigo del colegio, había muerto.
Fue una noticia demoledora para Tolkien. En medio del horror de la batalla había
visto a hombres morir delante de sus ojos, y su sangre le había impregnado la ropa; él
mismo había matado. Pero no había perdido a nadie cercano, a ninguna persona que
formara parte integral de su vida. Era como si una parte de su pasado hubiera
quedado abrasada por completo. En medio de la muerte y la destrucción todo era
sufrimiento y dolor, pero ahora se añadía además una nueva desgracia.
Aturdido aún por la noticia, Tolkien regresó una y otra vez a las trincheras,
aunque siempre volvió casi ileso. Sin embargo, era más consciente que nunca de su
propia mortalidad. Hasta la muerte de Gilson, Tolkien se había convencido de que él
y sus amigos eran algo así como inmunes a la muerte; que su vínculo de amistad, el
cariño que se tenían, los protegería y los sostendría. Es una idea sorprendentemente
habitual entre los soldados que cada día deben enfrentarse a la posibilidad de morir.
Hay quien lo interpreta como un especie de engaño protector, una manera de sortear
el peligro, el horror y una situación miserable que parece no tener fin.
A lo largo de aquel terrible verano de 1916, la Batalla del Somme fue
recrudeciéndose y Tolkien se vio constantemente involucrado en ella. En agosto se
reencontró con Smith. Juntos rememoraron con gran pena a su amigo muerto y al otro
fundador del T. C., B. S., Christopher Wiseman, que se encontraba sirviendo como
oficial en la Marina Real. La guerra los había endurecido, amargado y llenado de
odio. Trataron de combatir la melancolía con bromas y frivolidades, pero apenas lo
lograron. Iba a ser su último encuentro.
Y así, a lo largo de todo el mes de septiembre y de todo el mes de octubre, los
ejércitos lucharon con saña, e incluso cuando llegó el primer soplo del invierno,
cuando el vendaval y la lluvia helada azotaron los campos hundidos y arrasados, las
armas no cesaron. Las trincheras estaban más embarradas que nunca. A veces el lodo
les llegaba hasta la cintura; tenía un olor pestilente, y estaba infestado de ratas,
portadoras de enfermedades.
No es de extrañar, por ello, que en el Somme y en otros muchos escenarios de la
guerra hubiera más hombres que cayeron enfermos de fiebres y misteriosas
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enfermedades que heridos por las balas. La «fiebre de la trinchera» era como se
conocía una serie de síntomas de fiebre aguda, una infección bacteriana (llamada
pirexia por los médicos) que se contagiaba por los piojos. En noviembre de 1916,
después de cinco meses en Francia, Tolkien se convirtió en un número más en las
estadísticas médicas, otro soldado impedido por la enfermedad.
Se encontraba en un pueblo llamado Beauval y después de dos días de una fiebre
altísima fue enviado a un hospital en Le Touquet, en la costa francesa. Una semana
después, en vista de que no mejoraba en absoluto, se decidió enviarle enseguida a
Inglaterra. El 9 de noviembre de 1916 Tolkien pisaba una ciudad muy familiar para
él, Birmingham.
Edith acudió inmediatamente. Parece que entre los médicos hubo cierta
preocupación por la gravedad de su enfermedad. Estuvo ingresado en el hospital seis
semanas, pero no se podía hacer nada por curarle. La fiebre de la trinchera era un
enfermedad grave, que acababa con la vida de muchos soldados, sobre todo si estaban
debilitados a causa de las heridas. En una época en la que los antibióticos quedaban
aún muy lejos y se conocía muy poco del proceso de la enfermedad, lo más que podía
hacer la ciencia médica era mantener a los pacientes bajo vigilancia y bien
alimentados.
Desde la boda, Edith se había mudado a un pueblo llamado Great Haywood, en
Staffordshire, cerca del cuartel en el que estuvo Tolkien cuando se preparaba para ir a
Francia. De nuevo, compartía piso con su prima Jennie, y allí vivieron todo el año
1915. La tercera semana de diciembre los médicos de Birmingham concluyeron que
Tolkien se encontraba bien para viajar, así que fue con Edith en tren a Great
Haywood para pasar la convalecencia en su casa.
Fue una época de descanso fabulosa. Aunque seguían frescas en su mente las
terribles experiencias que había vivido en las trincheras y tuviera siempre presente
que en cualquier momento tendría que volver a Francia, él y Edith trataron de
disfrutar lo mejor que pudieron lo que ellos imaginaban que sólo iba a ser un
interludio. Hicieron todo lo posible por olvidarse de la guerra, pero, naturalmente, no
era tan fácil. Hacía frío y las restricciones hacían la vida aún más incómoda; no había
combustible suficiente, y las comidas eran muy frugales. Lo peor de todo era que las
noticias que llegaban sobre la guerra eran invariablemente malas. Justo antes de salir
de Birmingham, Tolkien se había enterado de que Smith había resultado muerto como
consecuencia de las heridas de metralla, que le habían provocado gangrena. De los
cuatro miembros fundadores del T. C., B. S. sólo Tolkien y Christopher Wiseman
habían sobrevivido a los dos primeros años de la guerra.
El torbellino siempre cambiante de la lucha política y militar sólo emanaba
confusión. En noviembre, Woodrow Wilson accedió a la presidencia de Estados
Unidos. El 7 de diciembre, mientras Tolkien seguía en Birmingham recuperando
fuerzas, David Lloyd George era elegido primer ministro. Gran Bretaña y Estados
Unidos reforzaron sus vínculos más que nunca, y se comentaba que de un momento a
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otro los americanos añadirían su fuerza a la lucha contra el Kaiser. Pero más allá de
cualquier análisis estaba la reacción emocional a la guerra, al absurdo de toda la
situación, a la inutilidad, y la sensación irreprimible de que el futuro podría ser aún
peor que el presente. Estas impresiones estaban muy arraigadas en la mente de
muchos europeos aquella Navidad, y se percibían claramente en aquella casa de Great
Haywood.
Como queriendo dispersar las tinieblas, Edith tocaba el piano y Tolkien dibujaba
retratos de ella. Salían juntos a dar algún paseo corto, embozados en los abrigos para
protegerse del viento helado. Y se sentaban a charlar ante el fuego, algo que hasta
entonces apenas habían tenido ocasión de hacer. Edith se quedó embarazada aquel
mes, y la noticia los embargó de alegría pero también les provocó inquietud. ¿Qué
clase de mundo podrían ofrecer a la criatura que empezaba a desarrollarse en el
vientre de Edith? Era una pregunta que muchos se hicieron aquel frío invierno.
En enero pareció que Tolkien empezaba a recuperarse definitivamente, pero a
finales del mes siguiente tuvo una recaída. Estuvo tres semanas enfermo, pero volvió
a recuperarse hasta sentirse lo bastante fuerte para viajar, en esta ocasión hacia un
cuartel de entrenamiento de Yorkshire, donde las autoridades esperaban que pudiera
ejercitarse otra vez para ir a la guerra.
Ronald hizo el viaje solo. Edith y Jennie se reunieron con él al poco tiempo. Las
dos mujeres encontraron alojamiento en Hornsea, un lugar de la costa triste y azotado
por el viento. Era una ciudad bastante aburrida ya en tiempos de paz. Ahora estaba
completamente desierta y gil deprimente, cubierta por un manto gris helado de
nubarrones de invierno.
Poco después de llegar al cuartel, Tolkien volvió a caer enfermo. Los síntomas
eran más graves que en cualquier otro momento desde su regreso a Inglaterra, y tuvo
que ingresar en el sanatorio del lugar, en Harrogate. Volvió a mejorar, y a las pocas
semanas regresó al cuartel.
Así estuvo durante toda la primavera y todo el verano de 1917. Pasaba por
rebrotes de la enfermedad, a veces bastante graves, otras menos, y tenía alguna racha
de mejoría. Este ciclo incesante causó problemas tanto a él como a Edith. A finales
del verano el embarazo estaba muy avanzado, el calor le resultaba incómodo y la
vivienda de Hornsea era mucho peor que las confortables casitas en las que había
vivido con Jennie desde antes de la guerra. Como era de esperar, empezó a deprimirse
y a sentirse angustiada. En septiembre decidió regresar a Cheltenham para pasar allí
las últimas semanas del embarazo.
El 16 de noviembre de 1917 nacía el primer hijo de la pareja, un niño al que
llamaron John Francis Reuel. Edith dio a luz en una clínica de Cheltenham, con la
prima Jennie a su lado. Tolkien no consiguió permiso para ir a visitarla hasta casi una
semana después, pero en cuanto Edith se sintió con fuerzas para viajar, tomó el tren
con su recién nacido y se instaló en el enésimo hogar temporal, en esta ocasión en el
pueblecito de Roos, cerca del cuartel al que acababan de destinar a Tolkien.
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En esos momentos en Inglaterra la gente sentía que de verdad la guerra estaba
entrando en la fase final y que los Aliados se alzarían con la victoria en poco tiempo.
Y había motivos para el optimismo, ya que la dinámica de la guerra había cambiado
de manera radical en los últimos meses. En primavera, Estados Unidos declaró la
guerra a Alemania y empezó a enviar a Europa un flujo creciente de soldados,
municiones y armamento. La Marina Real, que llevaba tres años y medio luchando
contra los alemanes en diferentes puntos de la costa europea y en el Atlántico, recibió
el apoyo de los barcos americanos y juntos consiguieron poner fin a la amenaza de
los submarinos alemanes, que habían causado estragos en las rutas de los navíos
mercantes e interceptaban envíos de alimentos y municiones que trataban de cruzar el
océano.
La participación de Estados Unidos en la guerra constituyó un punto de inflexión
en el transcurso de los acontecimientos, y dio a Inglaterra esperanzas renovadas
acerca de la victoria de los Aliados frente a las fuerzas alemanas. Pero aún quedaba la
incógnita de Rusia y del Frente Oriental. El mismo día en que nació John, los
bolcheviques, encabezados por Trotski y Lenin, atacaron Moscú y tomaron la ciudad.
La Unión Soviética atravesaba una etapa muy turbulenta. Millones de hombres rusos
habían muerto en la lucha contra Alemania. Los nuevos líderes políticos pidieron, en
un gesto que fue denominado como «la ofensiva de la paz», que se pusiera fin al
conflicto.
Para Edith y Ronald, Roos fue otro refugio, otro regalo de felicidad y calma en
medio del caos, y por primera vez pudieron acariciar la esperanza de que quizá
Ronald no tendría que regresar al frente. Pero el idilio duró poco. Tolkien no tuvo que
volver a Francia, pero en marzo le destinaron a otro cuartel a unos 120 kilómetros al
sur, en Penkridge, Staffordshire; una vez más Edith, el niño y Jennie Grove se
trasladaron con él. Al poco tiempo de haber deshecho las maletas, el Ejército decidió
que Tolkien debía regresar a Yorkshire.
Aquello fue el colmo para Edith. Se negó en redondo a trasladarse otra vez, y se
quedó en Penkridge mientras Ronald partía solo hacia Hull, donde cayó enfermo a los
pocos días y tuvo que ingresar de nuevo en un hospital.
Edith estaba al borde del agotamiento y de una crisis emocional. Aunque a
intervalos, lo cierto es que Tolkien llevaba dieciocho meses enfermo. Edith podía
considerarse afortunada porque su marido había sobrevivido a la guerra, pero había
hecho en total seis mudanzas desde que Ronald regresó de las trincheras. Se puede
entender perfectamente el grado de exasperación en que se encontraba, y de las cartas
que en esa época le escribió a su marido se desprende que ya no le importaba mucho
disimular la frustración. En una le decía, sin apenas pizca de humor, que desde que
había regresado de la guerra hacía ya dos años había pasado tanto tiempo en cama
que no debería volver a sentirse cansado nunca más en toda su vida.
De todos modos, lo peor había terminado. Los Aliados sufrieron aún muchas
bajas durante el último año de la guerra (Wilfred Owen perdió la vida una semana
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antes de la rendición de Alemania: el fuego de las ametralladoras acabó con él
mientras dirigía a sus hombres a través del Canal de Sambre), pero a finales de 1917
la marea cambió.[13] El 11 de noviembre de 1918, en un vagón de carga del Estado
Mayor parado en una vía muerta en Compiégne (Francia), el Comandante Supremo
de los Aliados, el mariscal Ferdinand Foch, recibía la rendición de Alemania de
manos de un funcionario del gobierno, el señor Matías Erzberger. Al día siguiente,
Tolkien escribía a su comandante para pedirle que le destinara a Oxford, para poder
así proseguir sus estudios universitarios hasta el momento de la desmovilización.
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5
MUNDOS FANTÁSTICOS
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escritas importantes que formaran una mitología en sí. La literatura inglesa antigua
podía aportar sólo fragmentos, ecos de leyendas artúricas, reliquias inconexas de un
tiempo remoto. Como hemos visto, no le interesaba mucho Shakespeare, al que
algunos consideran un magnífico registrador de mitos y leyendas. La mayor parte de
los textos de Chaucer no le ofrecieron mucha inspiración. Inglaterra carecía de
leyendas que estuvieran a la altura de la mitología islandesa, como la Prose Edda
descrita por el historiador del siglo XIII Snorri Sturluson, el poema épico Beowulf o
las fábulas mitológicas de la épica finesa, Kalevala.[14] Y pensó que en sus manos
estaba arreglar la situación.
Tolkien no fue el primero en sugerirlo. En Howards End (publicada en 1910), E.
M. Forster decía:
¿Por qué Inglaterra no posee una mitología grandiosa? Nuestro folklore nunca ha tenido nada más que finuras, y
las grandes melodías que ensalzan nuestra campiña siempre han emanado de las flautas de Grecia. Por muy
profunda y verdadera que sea la imaginación de los ingleses, parece que en este asunto ha fracasado. Se ha
detenido en las brujas y las hadas.[15]
Pero ¿quién mejor que Tolkien para escribirla? Era la persona perfecta para crear una
mitología de la Tierra Media, porque quien escribiera semejante obra debía poseer
una imaginación activa y disciplinada y, al mismo tiempo, entender los mecanismos
del lenguaje. La gente suele sorprenderse al enterarse de que Tolkien trabajaba todo
el día como profesor, y que escribía sobre todo por las noches y a ratos perdidos.
Muchos de sus colegas debieron de quedarse atónitos ante la creación de Tolkien
cuando sus libros se hicieron famosos. En definitiva, gracias a estas dos cualidades
fue capaz de elaborar una cultura fantástica a la par hermética y coherente. Puesto
que el aprendizaje de Tolkien se inició en la infancia, su lenguaje va más allá de las
palabras.
El estudio de un idioma es en realidad el estudio de una cultura. Resulta
sorprendente que, si bien Tolkien era profesor de anglosajón y conocía los entresijos
de esta lengua así como la estructura y los detalles de quizás una docena de lenguas
diferentes, su nivel de francés y español hablados no era superior a la media. Esto se
debe a que su interés principal era la relación entre lengua y cultura. El estudio de un
poema como el Beowulf (una obra que le fascinaba desde los días de colegio en el
King Edward’s) ofrece mucha información sobre la manera de vivir y de pensar de
los escandinavos del siglo VII. En realidad, Prose Edda y Beowulf nos proporcionan
más datos sobre los pueblos nórdicos que cualquier colección de hallazgos
arqueológicos.
Así, a partir del estudio de lenguas antiguas, Tolkien empezó a apreciar el
concepto de mito, y a darse cuenta de que éste podía funcionar como un verdadero
documentó cultural. Podía empezar a elaborar su propia mitología para describir una
cultura imaginaria, incluso un universo entero de ficción, cuyas raíces se hallaran en
el lenguaje de estos pueblos de su reino de fantasía. El lenguaje y, en concreto, los
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idiomas de los elfos fueron la semilla a partir de la cual nació su épica.
Pero, evidentemente, sentir fascinación por y a través de la inmersión en el
lenguaje no era la única cualidad que necesitaba. Había otros tres factores igual de
importantes. En primer lugar, debía poseer un tipo de imaginación que fuera capaz de
moldear la lengua y moviera a los personajes por el reino imaginario que había
creado. En segundo lugar, necesitaba disciplina para seguir escribiendo. Y, en tercer
lugar, una buena razón para embarcarse en el proyecto.
Hemos vinculado el segundo y el tercer factor porque consideramos que sin un
impulso inicial poderoso y sin una necesidad interior para crear ficción (o «subcrear»,
como decía Tolkien) sería muy difícil imaginar a nadie trabajando hasta altas horas de
la noche, semana tras semana durante meses y años.
¿Cuáles fueron las motivaciones de Tolkien? ¿Qué le impulsó a crear el mundo de
la Tierra Media y por qué adquirió la forma que hoy todos conocemos?
El deseo de Tolkien de crear una «mitología para Inglaterra» surgió en él cuando
descubrió que en la literatura nacional no había nada que, como patriota, pudiera
considerar puramente inglés. Pero también tenía que ver con el hecho de que se sentía
capacitado para crear este tipo de historia épica, puesto que se había formado
precisamente para ello. Y fue al regresar a Inglaterra, aquejado por la fiebre de las
trincheras, cuando se le ocurrió esta extraordinaria idea.
Sin embargo, debemos remontamos aún unos años atrás si queremos dar con su
fuente original de inspiración, y detenemos en la época de la hermandad escolar del
T. C., B. S. Cada uno de los cuatro mozalbetes que se reunían en la biblioteca del
King Edward’s con su taza de té poseía un fuerte sentido del destino personal. Todos
ellos daban muestras de una confianza sin fisuras en sus capacidades intelectuales.
Aunque eran demasiado jóvenes para saber cuál era su vocación y pasaban mucho
tiempo barajando ideas sin más, cada uno de ellos sabía que acabaría haciendo algo
importante en la vida.
La última vez que estuvieron los cuatro juntos fue durante las vacaciones de
Navidad de 1914, en casa de los padres de Christopher Wiseman, que acababan de
mudarse a una casa bastante grande cerca de Wandsworth Common. Bajo la sombra
de la guerra, los cuatro miembros del pequeño club (Wiseman, Tolkien, G. B. Smith y
Rob Gilson), todos ellos jóvenes Oxbridge llamados a filas o, en el caso de Tolkien,
en preparación para los deberes militares, pasaron juntos lo que para ellos fue un fin
de semana ideal, charlando y disfrutando de la conversación intelectual. Es cierto que
gran parte de la conversación tuvo que ver con la guerra, ¿cómo no?, pero tenían
otros muchos intereses en común: se leyeron textos en voz alta, y discutieron sobre
literatura, arte y política igual que cuando llevaban el uniforme del colegio. Pero por
entonces cada uno había empezado ya a encontrar su camino, y fue durante aquel fin
de semana cuando Tolkien empezó a pensar en ser escritor. Sin saber muy bien por
qué derroteros acabaría transitando, tenía la certeza de que debía empezar a escribir
poesía. Como no tenía ningún interés por la poesía del momento y comprendía, sin
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embargo, el significado del poema épico, fue inevitable que tendiera hacia esta forma
antigua.
Pero entonces llegó la guerra, y llegaron las muertes. En un año murieron dos de
los cuatro amigos, Gilson y Smith, y los dos que sobrevivieron experimentaron el
profundo impacto de saberse mortales. En una carta escrita por Smith unos días antes
de caer mortalmente herido, describía cómo le había conmocionado la noticia de la
muerte de Rob Gilson, hasta lo más hondo de su ser, pero que la muerte no podría
acabar con su amistad. Smith decía que los supervivientes, los que salieran enteros de
la guerra, debían representar a los demás y portar la llama del T. C., B. S., para decir
lo que los muertos ya no podían decir, para crear, para producir algo que hubiera
llenado de orgullo a los cuatro.
Esta carta afectó profundamente a Tolkien. La muerte de Smith añadió aún más
dolor a sus palabras. En unos días, Tolkien empezó a dar forma a los elementos
seminales de lo que habría de convertirse en su propia épica, su mitología para
Inglaterra, para el T. C., B. S., para Gilson y Smith.
Si lo anterior nos muestra cómo Tolkien se sintió impulsado a la subcreación,
¿qué nos ayudaría a comprender la dirección que tomó a continuación? Era un
lingüista y estudiaba la cultura y mitología antiguas, por lo que es normal que el
lenguaje y la mitología hieran sus temas principales; pero ¿por qué decidió recurrir de
entrada a la mitología y al lenguaje antiguos?
Para dar respuesta a este interrogante debemos dar otro salto atrás, a una época
anterior al T. C., B. S., a un amor más antiguo y profundo: Mabel Tolkien.
Una fuerza constante y poderosa en la vida de Tolkien fue el amor por su madre,
unido a la abrumadora sensación de que el rechazo de toda su familia a causa de su
conversión al catolicismo desembocó en la muerte prematura de ésta; una convicción
que reforzó la fe del propio Tolkien e hizo que la religión se convirtiera en uno de los
aspectos más importantes de su vida.
Seguramente, fue algo más que pura casualidad el que Tolkien empezara a
sentirse interesado por el lenguaje y la mitología antigua casi en los mismos días de la
pérdida de su madre. ¿Es posible que una parte del subconsciente de Tolkien sintiera
rencor por el catolicismo, hacia el hecho de que la Iglesia le hubiera arrebatado a su
madre? ¿Tiene sentido pensar que este aspecto de su ser interior le abocara a crear un
reino no cristiano, una alternativa radical, pagana, un lugar en el que no hubiera sitio
para la fe ortodoxa?
Uno de los aspectos más sorprendentes de la mitología de Tolkien es que, como
las antiguas tradiciones en las que se inspira, describe un mundo no cristiano. La
Tierra Media es un mundo que, como diríamos usando el lenguaje del cristianismo,
ha «caído», pero aún no ha sido redimido.[16] Dicho de otro modo, es el mundo de los
primeros años de infancia de Tolkien, un tiempo y un espacio anteriores al encuentro
de su madre con la Iglesia: tal vez Sarehole, o incluso Bloemfontein, un mundo en el
que su madre es joven y no tiene problemas de salud, un mundo en el que están
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juntos. Cada noche al abrir el manuscrito, al colocar el papel en la máquina de
escribir o cuando esbozaba una ilustración a tinta y acuarela, regresaba de manera
subconsciente a una época más feliz y pura, regresaba a los brazos de su madre.
¿Quién podría recriminárselo? ¿Hay acaso motivación más poderosa? No
obstante, esta hipótesis no elimina de un plumazo toda la carga de magia ni tiene por
objeto desprestigiar la maravilla de su obra. Es posible que la muerte de su madre y
los factores que la motivaron le proporcionaran un impulso subconsciente, algo que
casi con toda seguridad no habría advertido conscientemente, pero aquel
acontecimiento no habría bastado para producir el mundo de la Tierra Media. Es
posible que en ese viaje metafórico hacia los primeros años de infancia, Tolkien
hallara la fuerza interior necesaria para trabajar horas y horas cada noche a solas en
su gabinete, pero además tenía que saber construir toda una mitología, generar
personajes y situaciones creíbles, y estructurar una ingente cantidad de información
para darle una forma legible.
Esta hazaña resulta aún más sorprendente si tenemos en cuenta que Tolkien
escribió su obra sin apoyo alguno, en el vacío más absoluto. Aparte de trabajar sin el
apoyo de una editorial y sin motivos reales para pensar que algún día sus libros serían
leídos por mucha gente más allá de sus amigos más íntimos, tenemos que recordar
también que prácticamente no existían precedentes de lo que estaba intentando hacer.
En términos de fama mundial, el género fantástico es uno de los más importantes
en la actualidad, pero cuando Tolkien empezó a escribir su obra, la «ficción
fantástica» (también llamada «literatura épica romántica») ocupaba un lugar marginal
dentro del mismo grupo que las primigenias obras de ciencia-ficción.
Sin embargo, el género fantástico en sí mismo posee un pedigrí muy antiguo. No
está claro quién fue el primer escritor de este género, del mismo modo que se sigue
debatiendo qué constituye la fantasía y en qué se diferencia de la ciencia-ficción. El
griego Luciano de Samosata, que vivió en el siglo n a. C., podría considerarse
merecedor de este honor. Sus Sátiras Lucianas son tal vez las muestras más antiguas
que se conservan del género fantástico, y fueron utilizadas como modelos para
muchas obras posteriores. En el siglo XV el erudito y estadista inglés Tomás Moro
recuperó el estilo de Luciano y compuso su conocida Utopía, que fue imitada por
muchos autores, entre los que podemos contar al hereje italiano Tommaso
Campanella, que fue perseguido y torturado por la Inquisición por lo que escribió en
su libro La ciudad del sol.
En otra línea creativa estaría una de las obras de fantasía más célebres: Los viajes
de Gulliver, de Jonathan Swift, publicada en 1726. En ella el héroe viaja a tierras
remotas, ajenas a la realidad del propio autor, es decir, la vida refinada de la
Inglaterra del siglo XVIII. Swift hizo gala de un talento incomparable y, dada la
complejidad de su famosa obra, tuvo muchos imitadores aunque sólo unos pocos
lograron el éxito. Entre los siglos XVII y XVIII se produjeron gran cantidad de obras
significativas que podrían clasificarse dentro del género fantástico. Entre ellas
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podemos encontrar las siguientes: Viaje al mundo subterráneo, de Ludwig Holberg;
Micromegas, escrita nada más y nada menos que por Voltaire; y, por supuesto,
Frankenstein, de Mary Shelley.
Otro escritor que ejerció una gran influencia en los posteriores autores de fantasía
fue Walter Scott, cuyas novelas, escritas en la primera mitad del siglo XIX, mezclaban
realismo histórico y fantasía. Hoy en día, Scott es conocido sobre todo por sus
novelas caballerescas, especialmente Ivanhoe, publicada en 1819, y el grupo de
novelas de Waverley: Guy Mannering (1815), Tähdistälukija-El anticuario (1816) y
El enano negro, del mismo año. Era un erudito meticuloso, que investigaba con
mucha atención antes de escribir sus novelas, y capaz de crear historias emocionantes
sobre héroes ambientadas en la antigua Bretaña. Hay elementos de la escritura de
Scott que pueden encontrarse en obras de ciencia-ficción del siglo XXI, gran parte de
las cuales se sitúan en un «paisaje medieval alternativo».
Un siglo después, con la irrupción de la era de la tecnología, la ciencia-ficción y
un tipo de ficción fantástica poco común llamaron la atención de los lectores. Las
obras de Jules Verne y H. G. Wells son tal vez los mejores ejemplos del género de
aquella época, pero sus libros, sobre todo 20.000 leguas de viaje submarino (1870),
de Veme, y La máquina del tiempo (1895), de Wells, son muy diferentes del género
de ficción fantástica o romántica, pues tratan acerca de mundos posibles, de una
«realidad» reconocible en la que la innovación científica y tecnológica desempeñaba
un papel crucial en el argumento. Más o menos en esa época, el género fantástico se
distanció de la ciencia-ficción ya que, en vez de escribir sobre ideas científicas y
futuristas, los autores de este género prefirieron situar sus historias en mundos
alternativos que podían estar tan lejos de la «realidad» como quisieran.
Uno de los escritores del género fantástico más importantes de finales del siglo
XIX fue el noble irlandés lord Dunsany. Nacido en 1878, su nombre era Edward John
Moreton Drax Plunkett y fue el decimoctavo barón de Dunsany. Estudió en Eton, se
hizo muy amigo de otro irlandés, W. B. Yeats, y escribió unos setenta libros a lo largo
de una carrera literaria que duró medio siglo. Igual que Tolkien, Dunsany era un
hombre de la universidad. Fue nombrado Byron Professor of English Literature en la
Universidad de Atenas, y escribía ficción en su tiempo libre. Su primera obra,
publicada en 1905, era una colección de cuentos cortos titulado Los dioses de
Pegana. Otra obra suya es La espada de Welleran. Dunsany acuñó la expresión «más
allá de los campos conocidos» para describir el género que él mismo cultivaba, que
consistía en la descripción de mundos en los que prácticamente todo era posible y
donde no siempre eran válidas las leyes habituales de nuestro ámbito terrestre.
Tolkien leyó seguramente muchos de los libros y cuentos de Dunsany, pero no
escribió demasiado sobre su impresión al respecto. De joven le entusiasmaban, pero
con el paso del tiempo llegó a considerarlos superficiales y concebidos sin el
suficiente cuidado por el detalle. Lo que más le molestaba eran los nombres que
elegía Dunsany. Tolkien puso mucho esmero en que todos los nombres que aparecen
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en sus libros derivasen de normas lingüísticas cotejables, y se mostraba
tremendamente crítico con que Dunsany se hubiera limitado a inventarlos sin aplicar
los conocimientos en la materia.
De todos modos, queda claro que algunos aspectos de las historias de Dunsany se
grabaron en la memoria de Tolkien. Un ejemplo sería El tesoro de los gibbelins, en el
que Dunsany describe a los gibbelins (trasgos u orcos) como seres a los que, «como
es bien sabido, no les gusta comer nada más que hombres». En otra obra, La terrible
historia de Thangobrind el Joyero, el héroe tiene un encuentro espantoso con Hlo-
hlo, el ídolo araña. Y en una de las historias más célebres de Dunsany, La hija del rey
de Elfilandia, Alveric del Valle de Erl va más allá de los campos conocidos y regresa
con la hija del rey de Elfilandia.
Pero más que Dunsany, Tolkien reconocía orgulloso la influencia de William
Morris. Nacido en 1834, sus padres eran unos ricos evangelistas que le mimaron tanto
que llegó a convertirse en una especie de bicho raro. A los siete años se quedó
maravillado con todo lo que tuviera que ver con la Edad Media, como la caballería,
los caballeros andantes y las hazañas heroicas. Morris cultivó esta pasión mediante
las lecturas de Walter Scott, especialmente la serie de novelas de Waverley. Su interés
se convirtió en pura obsesión y, a los nueve años, su padre le regaló un pony y una
armadura diminuta con todo lo necesario para que el pequeño William pudiera
escenificar sus fantasías en la espesura del bosque de Epping, junto a la casa de la
familia.
Morris era muy buen estudiante, y tremendamente imaginativo. Le interesaban el
arte, los libros, la historia y, con el paso del tiempo, las fantasías que empezaron
siendo un juego de la imaginación se convirtieron en material para sus subcreaciones.
Estudió en Exeter College, Oxford, donde ingresó en 1853, cincuenta y ocho años
antes que Tolkien. Su intención primera fue ordenarse sacerdote, pero la vida artística
le cautivó enseguida. Cuando murió su padre, Morris heredó una fortuna. Cada año
cobraba unas rentas de 900 libras, más que suficiente para vivir sin necesidad de
buscar un trabajo convencional.
Con influencias como Chaucer, Keats y Tennyson, la ficción de Morris está
plagada de elementos medievales pero al mismo tiempo presenta un mundo
alternativo fruto exclusivo de su propia creación. Se convirtió en una figura
preeminente del movimiento prerrafaelita y estuvo muy vinculado a artistas como
Dante Gabrielle Rossetti, Edward Burne-Jones y Charles Swinbume. Su primera
publicación fue un poema titulado «El paraíso terrenal», que empezó a escribir en
1861. En los últimos años de aquella década Morris sintió un profundo interés por la
mitología islandesa, y publicó una traducción del islandés de dos fábulas antiguas: La
saga de Gunnlaug Lengua de Gusano y La historia de Grettir el Fuerte.
A mediados de la década siguiente Morris empezó a mezclar su vieja devoción
por lo medieval y la tradición caballeresca inglesa con sus conocimientos sobre la
mitología antigua, para crear novelas como Sigurd el Volsung (i888) y El bosque de
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debajo del mundo (1894). Dos años después publicaba El pozo del fin del mundo,
que, con sus más de mil páginas, fue la obra fantástica más larga publicada hasta que
apareció El Señor de los Anillos de Tolkien. Además, esta obra contiene los rasgos de
ficción heroica que se integrarán después en la saga épica de Tolkien. La elaborada
historia de Morris tiene lugar en un mundo muy parecido al de la Inglaterra de la
Edad Media. Un aspecto significativo es que, como la Tierra Media, es un mundo
mágico prácticamente ajeno a cualquier forma de cristianismo.
Estas últimas series fueron muy importantes para Tolkien, que en realidad no
descubrió a Morris hasta los comienzos de su tercer curso en Exeter, en 1913. Cuando
aquel otoño recibió el Skeat Prize en Inglés, gastó parte de las cinco libras del premio
en un precioso ejemplar con tapas de cuero de La casa de los Wolfing.
No cabe duda de que Morris es el antecedente directo de Tolkien y de su estilo
elegante, un estilo que sólo en contadas ocasiones cae en el ornato. El siguiente
extracto de El bosque de debajo del mundo «recuerda» a la escritura —más poética—
de Tolkien, sobre todo a algunos pasajes de El Silmarillion:
Vio allí un barco de gran envergadura que antes le había pasado desapercibido, un barco listo para zarpar, con los
botes fuera y los hombres sentados a los remos esperando a sacarlo del puerto en cuanto se soltara el calabrote;
por la actitud de los marineros diríase que aguardaban la llegada a bordo de alguien. Así que Walter decidió no
alejarse del barco y, ¡oh, sorpresa!, vio venir a un grupo de personas que se dirigían hacia la pasarela. Eran tres:
delante iba un enano feísimo, de tez tostada, brazos largos, orejas enormes y unos dientes de perro que sobresalían
como si fueran los colmillos de una bestia salvaje. Iba embutido en un rico abrigo de seda dorada, portaba en la
mano un arco chueco y se ceñía una faja ancha. Detrás venía una doncella, joven de aspecto, de no más de veinte
primaveras; pálida como un flor; de ojos grises, cabellos castaños, labios carnosos de color carmesí, y de talle
esbelto. Sencillo era su atuendo: un vestido verde recto y corto, por lo que se podía ver un anillo de hierro
abrazado a su tobillo derecho. La última persona era una dama alta de porte señorial, mirada radiante y vestimenta
divina […][17]
Pero hubo otros escritores célebres que también popularizaron el género fantástico.
Henry Rider Haggard, recordado sobre todo por su asombrosa novela Las minas del
rey Salomón, y Edgar Rice Burroughs, que mezclaba fantasía y ciencia-ficción,
empezaban a hacerse famosos en los primeros años del siglo XX. Otro autor fue James
Branch Cabell, cuyo libro más conocido, La biografía de la vida de Manuel,
presentaba unos Estados Unidos imaginarios. Como Morris, Cabell creó un mundo en
el que la magia y la tradición mitológica sustituyeron a la religión convencional. Sus
libros provocaron un auténtico escándalo y uno de ellos, Jurgen: Una comedia sobre
la justicia, estuvo prohibido durante muchos años.
Un autor fundamental, contemporáneo de Tolkien, fue el escritor inglés Eric
Rucker Eddison, que se adentró por el mundo de la ficción fantástica casi al mismo
tiempo que él. En 1922 publicó una novela titulada El gusano Ouroboros, en la que el
protagonista, un hombre llamado Lesssingham, es transportado a un mundo
imaginario denominado Mercurius donde se ve envuelto en una aventura épica para
tratar de mediar en un conflicto entre tribus enfrentadas.
Tolkien afirmaba no haber leído la obra de Eddison hasta los años cuarenta, y
rechazaba airado toda sugerencia de que El gusano Ouroboros influyera en su
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literatura. Y no hay motivos para ponerlo en duda. Hay pocos paralelismos entre, por
ejemplo, El Señor de los Anillos y cualquiera de las obras de ficción de Eddison,
salvo por el hecho de presentar una realidad alternativa coherente en sí misma, lo cual
es el denominador común de casi toda la literatura fantástica. Sin embargo, es
interesante señalar que, como Morris y Tolkien, Eddison sentía fascinación por la
mitología escandinava. En 1926 publicó una novela de vikingos, Styrbiorn el Fuerte,
y como hizo Morris antes que él, tradujo un antiguo cuento épico islandés, Egil’s
Saga Skallagrimssonar.
Tolkien y Eddison se vieron muchas veces en Oxford. C. S. Lewis solía invitarle a
las reuniones del grupo de Los Inklings cada vez que pasaba por la ciudad. Sin
embargo, según recordaba Tolkien, Eddison era un personaje bastante desagradable y
agresivo que tildaba de «blanda» su escritura, aunque reconociera que Eddison era tal
vez el mejor escritor del género fantástico de su generación.
Así pues, éstos fueron los precursores de las primeras incursiones de Tolkien en el
mundo de la literatura. Le encantaba Morris, y también había leído a Walter Scott y
Dunsany, que le gustaron. Es posible que leyera a Swift y que conociera la ciencia-
ficción de escritores tan polifacéticos como Verne y Wells. Se impregnó de la
tradición mitológica de las leyendas germánicas y de los pueblos escandinavos,
conocía bien el Beowulf y los testimonios fragmentarios de la tradición en inglés
antiguo y medieval. Estaba familiarizado con la obra de Chaucer; Shakespeare no le
interesaba mucho y los escritores de la «era moderna» (desde George Elliot a T. S.
Eliot, pasando por Dickens) no le decían gran cosa, mientras que la creación de las
lenguas y la subcreación de culturas así como las leyendas de pueblos remotos y
criaturas mitológicas fueron lo que más estimuló su imaginación literaria.
Todo empezó en 1914. Tolkien había hecho algunas incursiones en la poesía antes
de formar el T. C., B. S. Su primer intento conocido es un poema titulado «El viaje de
Earendel, el Lucero de la Noche», en el que cuenta la historia de un marinero,
Earendel, y menciona por primera vez la Westerland, que en El Silmarillion es la
tierra de los inmortales que se encuentra en el lejano occidente. La atmósfera e
imaginería de este poema de Tolkien se inspiran, en gran parte, en un conjunto de
poemas religiosos anglosajones titulado el Cristo de Cyenwulf, en el cual un ángel
llamado Earendel ocupa un lugar destacado. Este conjunto de poemas fue una de las
obras que tuvo que estudiar el año anterior, durante el curso de graduación, y «El
viaje de Earendel, el Lucero de la Noche» señala el comienzo de la interrelación entre
su propio universo imaginario y el de la mitología escandinava.
Tolkien quedó muy satisfecho con su poema, y empezó a pensar en ampliar el
tema y convertirlo en una leyenda más extensa, quizás en una serie de cuentos
conectados entre sí. Durante el resto del año 1914 y la primera parte del año siguiente
estuvo escribiendo su colección de poemas. Al principio le costó establecer un
vínculo entre ellos y los temas implícitos en «El viaje de Earendel, el Lucero de la
Noche», por lo que decidió explorar otros escenarios imaginarios. Escribió «Cántico
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marino a una época lejana», un poema algo desmadejado en el que trató de imitar el
realismo de Wordsworth. No cosechó mucho éxito, y su mejor amigo, Christopher
Wiseman, le aconsejó que se esforzara en dominar el lenguaje, que aprendiera a
controlar la expresión. Lo siguiente que escribió fue un poema amoroso sobre Edith.
Siguiendo el consejo de Wiseman, recurrió a un estilo más sencillo, menos elaborado,
y tuvo más éxito. A continuación escribió un poema que tituló «El hombre de la Luna
bajó demasiado pronto», que fue publicado muchos años después dentro de la
colección Las aventuras de Tom Bombadil. A principios de 1915 se sentía ya lo
bastante seguro para escribir algo para Edith, una letrilla ligera y humorística titulada
«Pies de trasgo».
Pero la obra más interesante y original de Tolkien era la que iba emergiendo poco
a poco, en silencio, de su ampliación de los temas apuntados en el cuento de «El viaje
de Earendel, el Lucero de la Noche». Llevaba varios años trabajando en lo que él
mismo denominaba su «absurdo lenguaje de las hadas», la base de un auténtico
sistema lingüístico, muy versátil, que acabaría transformándose en las dos lenguas de
los elfos: el Quenya (o Alto Elfino) y el Sindarin, empleado por otros grupos elfinos
de la Tierra Media. Entonces, cuando se dio cuenta de que podía combinar esas
imágenes suyas de un pueblo de elfos con H germen de una idea procedente de «El
viaje de Earendel, el Lucero de la Noche», encajaron todas las piezas y
paulatinamente la mitología de la Tierra Media y las tres edades del mundo fueron
tomando forma.
En la primavera de 1915, mientras estudiaba para los últimos exámenes de
Oxford, Tolkien empezó a escribir «La aparición de Earendel». Trataba de los
primeros viajes de Earendel, el marinero-astro que viaja hasta las tierras de Valinor.
Allí encuentra dos árboles: uno tiene frutos de oro y el otro, de plata. Este poema
tiene una lejana relación con su obra narrativa posterior, la que desembocaría en sus
famosos libros: se puede establecer una cierta similitud entre esta composición y un
poema que canta un príncipe elfino en Rivendell, o también con un cuento secundario
que aparece en El Silmarillion. Aun así, es un poema fundamental ya que orientó a
Tolkien en la dirección apropiada y le ofreció acceso a un mundo lleno de
posibilidades.
El año 1916 comenzó con la alegría de la boda, pero la suerte de Ronald empezó
a torcerse al poco tiempo. La frustración se apoderó de él: acababa de recibir la
primera respuesta negativa de los editores Sidwick y Jackson, a los que había enviado
unos cuantos poemas. Y a continuación se producía el drástico cambio de ritmo que
supuso abandonar el mundo académico para entrar en la formación militar y vivir los
rigores de la guerra. En las trincheras del Somme sintió desesperación y miedo. El
año que se había estrenado con tan buenos augurios y tanto optimismo acababa con
un escenario de muerte, enfermedad y escasas esperanzas para el futuro.
Durante las treguas de la contienda o durante la larga y tediosa espera entre
misiones, Tolkien no volvió a hablar sobre escribir más de su mitología, pero una
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parte de su mente estuvo siempre dispuesta a imaginar y esbozar historias. Cuando
regresó a Inglaterra, la guerra y, más aún, la muerte de dos de sus mejores amigos
sirvieron para centrar su imaginación y animarle a escribir. Pero sin duda lo que vivió
en la Batalla del Somme influyó de manera profunda en su escritura posterior.
Más adelante, en otro capítulo, consideraremos los aspectos específicos del
impacto de la guerra en su creación de argumentos y personajes. Pero sí podemos
señalar aquí que, del mismo modo que dichos detalles fueron fundamentales en la
obtención del éxito literario, la sangre, el dolor y la barbarie de la guerra de trincheras
dotar ron su obra, una vez lejos del combate, de una dureza nueva y decisiva.
La guerra traumatizó a Tolkien, igual que a otros escritores fundamentales del
siglo XX como George Orwell y William Golding. Lo que estos hombres presenciaron
en Francia los marcó para toda la vida y cristalizó en unos recuerdos que nunca los
abandonarían. Aquellas imágenes emergían incluso décadas después, y adquirían una
forma nueva, sobre la página en blanco. Orwell reflejó aquella brutalidad
incomprensible en 1984. Por su parte, William Golding expuso en El señor de las
moscas la cara oculta de las tinieblas que todos llevamos dentro. Y Tolkien, con su
estilo único, imaginó un universo en el que los poderes de la oscuridad se enfrentan a
los de la luz en un combate entre el mal y el bien. Así fue como, durante su
convalecencia en Inglaterra, asediado por el recuerdo del infierno y el heroísmo, la
auténtica obra de Tolkien empezó a cobrar forma.
El entorno en el que comenzó a escribir su creación no podía haber sido más
diferente del sórdido paisaje embarrado del Somme. Great Haywood, el idílico
pueblo inglés al que se había trasladado Edith en 1916 y donde Tolkien debía tratar
de recuperarse de la enfermedad, fue para él un remanso de paz.
Como vimos en el capítulo anterior, en aquellos días Tolkien y Edith estaban más
unidos que nunca. Quizá fue la única época de sus vidas en la que pudieron disfrutar
de intimidad, sin tener que compartir sus sentimientos con otras personas, sin
compromisos laborales y todavía sin hijos. No es extraño que la materia de la que
está hecho El Silmarillion sea una mezcla de romance, heroísmo y tragedia, pues ésas
eran las fuerzas motrices predominantes en la vida de Tolkien a finales de 1916. La
inspiración romántica procedía de Edith, y los elementos del heroísmo y tragedia
emanaban de su experiencia de la guerra.
En Great Haywood se compró un cuaderno barato en el que escribió como
portada: «El libro de los cuentos perdidos». Inmediatamente empezó a llenarlo de
fragmentos de historias, poemas, esbozos y pasajes detallados sobre su propia
creación, su mitología. El primer cuento completo que escribió (y que acabaría
formando parte del Silmarillion como un capítulo) fue «La caída de Gondolin», en el
que presenta una batalla terrible en la que el héroe, Earendel el marinero, ayuda a los
elfos y a los hombres de Gondolin a luchar contra el supremo representante del mal,
Morgoth.[18]
Este cuento se sustenta de principio a fin en sus recuerdos recientes de la vida en
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las trincheras. El heroísmo y la tragedia asoman por su superficie. Con esta narración,
la primera completa y con sentido propio, Tolkien creó la plataforma desde la que dar
forma a toda la épica. El drama en toda su extensión empezó a forjarse en aquellos
dos años de trabajo incesante, entre 1917 y 1918.
«El libro de los cuentos perdidos» o El Silmarillion está construido según la
«forma de leyenda» tradicional, la de los cuentos del bien contra el mal. El drama
comienza en realidad en la Primera Edad, cuando un artesano elfo, un noldor llamado
Fëanor, fabrica tres joyas magníficas, los epónimos Silmarils. Estas joyas contienen
la luz de los Dos Arboles de Valinor que iluminan las tierras inmortales. Todos los
elfos y los valar (semidioses que trabajan para El Único y sirven de guías del mundo)
adoran dichas joyas. Tan preciadas son, que un valar, el renegado Morgoth (tal vez
una especie de Lucifer pagano) las codicia, las roba, huye con ellas a la Tierra Media
y, como medida de precaución, envenena los Dos Arboles en un último gesto de
malicia antes de su partida.
Los elfos se enfurecen y deciden capturar a Morgoth por haberles arrebatado sus
preciados Silmarils, y así da comienzo un larga serie de guerras y un ciclo de
leyendas y cuentos llenos de personajes diferentes, sobre las sucesivas alianzas entre
hombres y elfos que luchan durante siglos para recuperar las bellas obras creadas por
Fëanor.
En realidad, El Silmarillion es una historia profundamente triste. Los elfos (los
noldor) nunca consiguen ganar la guerra, de la que Gondolin sólo es un pequeño
episodio. Al final, después de mucho sufrimiento y muchas pérdidas, deciden pedir
ayuda a los valar, que acaban apiadándose de ellos y acuden a la Tierra Media. Tras
una batalla encarnizada, los valar derrotan a Morgoth y destruyen su fortaleza de
Thangorodrim.
Pero es una victoria pírrica, y de ahí lo triste de la historia. En efecto, en la batalla
final la ciudad elfina de Beleriand se hunde en el mar, dos de los tres Silmarils se
pierden para siempre y muchos noldor se exilian en la Tierra Media, donde unos
perecen en guerras posteriores contra Sauron durante la Segunda Edad y los demás
sobreviven de manera marginal hasta la Tercera Edad.
Más que ningún otro aspecto de su leyenda, esto es lo que se deriva de manera
más evidente de la experiencia de Tolkien en la guerra. Esa sensación de que la
victoria completa no existe y de que el triunfo siempre va acompañado de pérdidas es
un elemento crucial en el universo de Tolkien. A lo largo de todo el ciclo épico, la
victoria siempre se consigue a un precio muy alto; el éxito siempre tiene una parte de
fracaso. Así, todo lo que sucede en la Tierra Media está envuelto en un aire de
tristeza, de fragilidad y de finitud.
Este pesimismo embarga incluso el episodio más romántico de «El libro de los
cuentos perdidos»: «La aparición de Beren y Lúthien», una historia que puede
recordarnos un poco a Romeo y Julieta y a. Tristón e Isolda. En ella un hombre,
Beren, hijo de Barahir, el jefe de la Primera Casa de Edain, se encuentra con la
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princesa elfina Lúthien, hija de Thingol Sayogris, rey de los Elfos de Doriath, un día
en que ella está bailando, despreocupada, en el bosque. Beren y Lúthien Tinúviel se
enamoran, y a partir de entonces desempeñarán un papel fundamental en la lucha
contra Morgoth. Llegan a su fortaleza v se apoderan de uno de los Silmaril, pero justo
cuando están a punto de conseguirlo, Beren es atacado por un lobo que ha soltado su
enemigo, y muere en brazos de su amada. Entonces, la princesa elfina inmortal
decide hacerse mortal para seguir a su amado Beren a la muerte.
Probablemente, Tolkien escribió este episodio durante la primavera de 1918,
meses después del nacimiento de su primer hijo, John. Se inspiró en una tarde en la
que Edith bailó para él en un bosque próximo a Roos, Yorkshire, uno de sus muchos
hogares temporales de la época de la guerra. Por eso Tolkien siempre relacionó «La
aparición de Beren y Lúthien» con él mismo y Edith. En su imaginación, la lucha que
debe librar la pareja de su historia reflejaba las batallas de la vida real a las que Edith
y él se habían enfrentado. De todo lo que escribió, este cuento fue siempre su
preferido. Cuando murió Edith, cincuenta y tres años después de escribirlo, Tolkien
insistió en que la lápida llevara la siguiente inscripción:
Los cuentos que acabaron llenando aquel cuaderno tuvieron mucho valor para él,
pero aún no tenía una idea muy clara de lo que iba a hacer con ellos. Como veremos a
continuación, cuando El hobbit se convirtió en un éxito, Tolkien hizo todo lo posible
para que le publicaran El Silmarillion. Es fácil entender por qué aquella obra fue
siempre tan especial para él. En ella había volcado su ser, en ella reflejó lo que más
amaba, lo que más temía y lo que más odiaba. Evidentemente, era un documento
personal, y se convirtió en la obra que dominó su vida. Nunca pudo darlo por
terminado. Siendo un anciano, pocos meses antes de su muerte, acaecida en 1973,
Tolkien seguía haciendo correcciones y modificando el texto, añadiendo aún más
detalles épicos. Pero ya en aquel primer momento, cuando llenó hasta los bordes
aquel cuaderno y sus cuentos sobre la Tierra Media empezaban a exigir más
volúmenes, sabía que este acto de recreación iba a ser el más importante de su vida. A
comienzos de los años setenta todavía no podía admitir que el cuento estaba acabado,
puesto que hacía mucho que había adquirido vida propia y le había absorbido por
completo. Incluso llegó a identificarse demasiado con aquella historia.
En 1918 dejó el Ejército y empezó su vida como profesor universitario, como
esposo y padre entregado. Su única esperanza era que la obra a la que había dedicado
casi dos años recibiera algún día la atención que merecía. Aunque no lo supiera, la
elaboración del primer borrador de El Silmarillion era en realidad el comienzo de una
larga lucha. A lo largo de las décadas siguientes sus intentos por ver publicada su
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obra tomarían unos derroteros sorprendentes y maravillosos.
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PRIMEROS PASOS IMPORTANTES
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comprensión profunda del lenguaje, pero era una tarea tremendamente tediosa.
Tolkien poseía suficiente destreza lingüística para destacar en esta misión, pero sabía
que en realidad debería estar trabajando en el más extenso marco del mundo
académico. Debía analizar sólo un pequeño grupo de palabras cada vez, investigar al
máximo las raíces y la semántica, averiguar qué intrincada relación podían tener con
sus equivalentes en una docena de lenguas diferentes, incluso lenguas muertas como
el anglosajón, y mostrar su evolución. En la versión definitiva del diccionario sólo
aparecería una minúscula fracción de todo su material, pero los compiladores
consideraban que debía sacarse a la luz todo lo que pudiera conocerse sobre cada
palabra, de manera que los dos o tres renglones que aparecieran en el diccionario
fuesen exactos e indiscutibles. Muchas veces Tolkien debía dedicar una semana
entera a la investigación de una única palabra, para estudiarla y describirla en su
totalidad.
Durante los primeros meses de su vida en Oxford los Tolkien alquilaron un
pequeño apartamento en St. John’s Street, cerca del Ashmolean. Era un pisito
incómodo sin espacio para todas sus cosas. Tolkien empezó a dar clases particulares
allí mismo, y de este modo consiguió aumentar los ingresos familiares. En el verano
de 1919, viéndose capaz de pagar un alquiler más alto, decidió trasladarse con su
familia a una casita no muy lejos de allí, en Alfred Street.
Esta decisión supuso una mejora considerable en la calidad de vida de los
Tolkien. Tenían mucho más sitio, pudieron contratar a una doncella y, cosa
importantísima para Edith, pudieron recuperar su piano, quitarle el polvo y otorgarle
un lugar adecuado en el salón. Por otra parte, la ubicación de la casa favorecía las
posibilidades de Tolkien de dar clases particulares a los estudiantes universitarios, y
la presencia en casa de su esposa y de Jennie Grove permitía que alumnas de las
facultades femeninas pudieran acudir solas.
Tolkien descubrió que se le daba muy bien el papel de profesor. Los estudiantes le
querían, progresaron en sus estudios y él disfrutaba en su nueva faceta. La primavera
siguiente tenía ya un buen número de estudiantes que habían reservado horas con él
para todo el resto del curso, así que podía decir adiós al trabajo en el New English
Dictionary.
Aunque pudiera parecer un exceso de confianza (Edith acababa de comunicarle
que estaba embarazada por segunda vez), lo cierto es que tomó la decisión en un
momento en que empezaba a tener realmente claro que quería dedicarse al mundo
universitario. Descubrió que terna mucha facilidad para transmitir su entusiasmo a los
alumnos, y a la vez era consciente de que trabajar como filólogo fuera de la
universidad, por ejemplo en un empleo como el del New English Dictionary, no le
atraía en absoluto.
En el verano de 1920 se enteró de que había quedado vacante la plaza de lector en
Lengua Inglesa en la Universidad de Leeds, ya que el titular, el catedrático de Inglés
F. W. Moorman, había fallecido en un accidente (se había ahogado en el agua). Sin
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decirle nada a Edith, Tolkien envió su solicitud para el puesto. Cuando recibió en
Alfred Street la carta de respuesta, en la que se le invitaba a una entrevista, se llevó
una buena sorpresa.
No pensaba llegar tan lejos, por lo que al recibir la convocatoria a la entrevista,
pensó que tendría que vérselas con unos candidatos con mucha más experiencia que
él. Tenía pocas esperanzas de conseguir el trabajo. Sin embargo, después de pasar un
día entero en la Universidad haciendo pruebas y entablar una relación estupenda con
el hombre que le había convocado, el recientemente nombrado catedrático de Inglés
George Gordon, empezó a plantearse que quizá sí tenía posibilidades. Unos días más
tarde llegó al buzón la oferta oficial, y Tolkien decidió comunicarle a Edith que iban
a tener que mudarse otra vez.
Como era de esperar, Edith no se alegró mucho con la noticia. Había llegado a
creer que su vida de nómadas había terminado por fin y que podrían establecerse en
Oxford, que había empezado a gustarle como ciudad. Pero era evidente que no les
quedaba otro remedio. Para Tolkien era un primer paso importante en su carrera, y no
podía rechazar la oferta.
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Leeds. Tolkien alquiló una casita cerca de la universidad, el número 11 de St. Mark’s
Terrace, donde se instaló con toda la familia a comienzos de 1921. Evidentemente, no
podía esperar que Edith estuviera conforme con ir a vivir al extranjero. Así que dejó
pasar la oferta de Ciudad de El Cabo.
En años posteriores Tolkien se preguntaba a menudo si aquélla fue la decisión
correcta. Pensaba que habría sido una magnífica oportunidad para vivir algo
excitante, pues aún no había consolidado su carrera de profesor ni se había convertido
en un escritor de éxito. Pero lo cieno es que con la llegada de la primavera y con toda
la familia reunida por fin en Leeds, tanto él como Edith empezaron a disfrutar de la
vida, para su sorpresa.
Cuando estaban en Alfred Street, Oxford, la sola idea de un traslado más les había
asustado. Pero, por razones muy diferentes para ambos, Leeds les acabó gustando
más de lo que habían imaginado. A Edith le gustaba el ambiente informal de su nueva
ciudad, frente al más enrarecido del campus de Oxford, e hizo amistad enseguida con
las esposas de los otros profesores.
El Departamento de Inglés, dirigido por George Gordon, era bastante reducido
pero se encontraba en plena expansión. La universidad carecía de los estupendos
recursos de Oxbridge, por lo que Tolkien debía compartir despacho con Gordon y con
el catedrático de Francés. Los tres profesores se repartían como buenamente podían
un espacio que representaba una cuarta parte del suntuoso despacho que habrían
tenido cada uno si hubiesen sido profesores de Oxford. Las ventanas estaban sucias,
las paredes desconchadas y las vistas no tenían absolutamente nada que ver con los
exuberantes jardines y los muros de arenisca de Exeter. Pero el entorno y las
comodidades no lo son todo en esta vida. Tolkien estaba encantado de trabajar con
Gordon, al que respetaba profundamente, y no tardó en encariñarse con sus alumnos
de Inglés. La mayoría procedía de las ciudades vecinas, muchos eran de familias de
clase baja, y casi todos se tomaban muy en serio sus estudios. Su vasta experiencia en
un lugar tan elitista como Oxford le había demostrado que la urbanidad y el ingenio
son importantes, pero de poco sirven cuando van emparejados con la pereza y la
arrogancia. En algunos aspectos, los muchachos norteños que estudiaban Inglés en
Leeds reflejaban una faceta del carácter del propio Tolkien, su estoicismo y su
dedicación. Aquellos jóvenes habían tenido que superar todos los impedimentos
asociados a su clase social, como él mismo había hecho.
Las cosas mejoraron aún más cuando, a comienzos de 1922, llegó a la
Universidad de Leeds un joven al que Tolkien había tenido como alumno dos años
antes en la casita de Alfred Street. Se trataba de Eric Gordon (nada que ver con
George Gordon), y había sido nombrado lector ayudante en el Departamento de
Inglés. Era un joven erudito excepcionalmente brillante, que compartía con Tolkien la
obsesión por las lenguas antiguas. Había estudiado en Oxford gracias a una beca
Rhodes. Muchas veces, después de la clase particular, Tolkien y él habían mantenido
animadas conversaciones.
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No tardaron en trabajar juntos en diversas publicaciones. La primera de ellas fue
un glosario para una enorme compilación de fragmentos en inglés medieval, que se
publicó a finales de 1922. A continuación empezaron a trabajar en una nueva edición
del poema medieval Sir Gawain y el caballero verde, que para Tolkien sería la
primera publicación significativa. El poema fue escrito en 1380 por un poeta anónimo
de las Midlands occidentales; era un roman lleno de aliteraciones en el que el
protagonista, uno de los caballeros del rey Arturo, sir Gawain, supera dos pruebas:
decapitar al malvado caballero verde y resistir la tentación de cometer adulterio con
la esposa de un tal lord Bertilak.
Además de ser uno de los textos fundamentales del curso de licenciatura de Inglés
Medieval, era uno de los poemas favoritos tanto de Tolkien como de Gordon. Cuando
en 1925 la editorial Clarendon Press de Oxford publicó su versión, fue considerada
inmediatamente como texto básico de la universidad y lo siguió siendo durante
muchos años.
Tolkien y Gordon eran más que colaboradores. Se llevaban de maravilla, y se
encargaron de animar el ambiente de la facultad de Inglés de Leeds con la creación de
un Club Vikingo para profesores y alumnos. Este club no tenía nada que ver con los
otros clubes y sociedades en los que Tolkien había participado anteriormente. Aunque
seguía el mismo hilo conductor del estudio intelectual de las lenguas escandinavas y
otras lenguas y tradiciones antiguas, su objetivo principal era pasarlo bien y ofrecer
una vía de escape para las tensiones del mundo académico. La mayoría del tiempo,
los participantes se dedicaban a escribir versos subidos de tono, que a continuación
ponían en común en el bar de la facultad, brindando con incontables jarras de
cerveza. Gracias al Club Vikingo, Tolkien y Gordon se convirtieron en los profesores
más populares de la universidad.
Mientras tanto, la vida doméstica de Tolkien se iba complicando, y sus
responsabilidades iban siendo cada vez mayores. A comienzos de 1924 Edith volvió a
quedarse embarazada, cosa que no le hizo mucha gracia. La perspectiva de verse
criando a tres niños pequeños en una casa tan pequeña no la hacía muy feliz. No
tardaron en mudarse a una casa más grande, no lejos de allí, en el número 2 de
Damley Road, West Park. No cabe duda de que Tolkien podría haberse quedado en
Leeds y, por muchas razones, tanto él como su familia podrían haber sido muy felices
allí. Claro que no ganaba mucho dinero, pero al menos compensaba el bajo salario
corrigiendo exámenes del School Certifícate durante las vacaciones del verano. Les
llegaba para permitirse unos días de vacaciones en alguna ciudad costera cercana
cada verano, e incluso estaban pensando en comprarse una casita. En 1924 la
situación parecía animarles más que nunca a quedarse en Leeds: se creó una cátedra
nueva en el Departamento de Inglés, y Tolkien fue nombrado para ocuparla. Asumió
la cátedra en octubre de aquel año, un mes antes del nacimiento del tercer hijo del
matrimonio, Christopher Reuel.
Este nombramiento podría haber sido suficiente para que Tolkien decidiera no
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marcharse nunca más de Leeds. Gracias a él su sueldo aumentó, y representaba
además un avance importante. Pero le faltaba algo. No podía evitar sentir que podría
hacer algo mejor por sí mismo y por su cada vez más numerosa familia. Convertirse
en profesor de pleno derecho a la relativamente temprana edad de treinta y dos años
era un logro ciertamente digno, pero no dejaba de ser en una universidad pequeña de
provincias. Sin decir nada a nadie, Tolkien tenía la vista puesta en esferas más altas,
quizás un trabajo en Londres o incluso en Oxbridge.
No hizo nada al respecto hasta que a comienzos de 1925 la oportunidad ideal se
presentó por sí sola. El catedrático de Anglosajón de Oxford, William Craigie, había
aceptado una oferta en Estados Unidos, con lo que el puesto más codiciado por
Tolkien estaba repentinamente al alcance de quien lo quisiera. Como es natural, no
pudo resistir la tentación.
Se presentaron otros tres candidatos, todos ellos con más experiencia y mejores
bazas que Tolkien. Por eso, a pesar de toda su ilusión, pensó que no lo conseguiría y
que tendría que quedarse en Leeds durante algún tiempo más. Entonces, uno de los
candidatos decidió no presentarse y otro fue seleccionado pero acabó rechazando el
puesto, por lo que sólo quedaban Tolkien y Kenneth Sisam, que había sido uno de sus
profesores en Exeter diez años antes.
El comité de selección deliberó largamente sobre la decisión. Sisam era un
profesor con mucha más experiencia, y tenía buena fama en la universidad. Tolkien
era algo así como una apuesta a ciegas. Además estaba el factor del elitismo, que
influyó en algunos miembros del comité que consideraban que el puesto de profesor
de Tolkien en la Universidad de Leeds no era tan valioso. No obstante, Tolkien
contaba también con algunos defensores. El hombre que le había proporcionado su
primer puesto académico, George Gordon, se había trasladado a Oxford dos años
antes y en esos momentos era catedrático de Literatura Inglesa allí.
Tras un prolongado debate los votos del comité de selección quedaron divididos
entre Sisam y Tolkien pero, gracias a la influencia de Gordon, el vicerrector, que tenía
el voto decisivo, acabó poniéndose de parte del joven profesor de Leeds.
Sin duda, Tolkien se quedó atónito. En su carta de dimisión al vicerrector de la
Universidad de Leeds manifestó que no podía comprender cómo había conseguido
que le admitieran para un puesto tan prestigioso, teniendo tan poca experiencia, y que
más bien había previsto que se quedaría en su satisfactorio puesto en la universidad
durante muchos años más.
Para Edith la noticia supuso otro trastorno más, pero era un paso adelante muy
importante para Ronald y se alegró mucho por él. Había empezado a acostumbrarse a
Leeds, pero en el fondo sospechó desde el principio que no iban a quedarse allí para
siempre, y que su brillante esposo no se resignaría así como así a ocupar una posición
inferior a sus capacidades.
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VIDA DE CATEDRÁTICO
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vivieron los Tolkien apenas han cambiado respecto de los días en que las ocuparon el
catedrático de Anglosajón y su prole. En las casas de esta calle siguen viviendo
profesores universitarios con sus familias, aunque nadie se queda tanto tiempo como
los Tolkien, que no se movieron de allí en dos décadas. El 20 de Northmoor Road es
más grande que el 22, pero mucho menos agradable desde el punto de vista estético.
Los muros están cubiertos de guijarro, exactamente como la compraron los Tolkien, y
sus asimetrías, algo irritantes, son compensadas por la belleza del exuberante jardín.
El traslado a Oxford supuso un cambio importante en el estilo de vida de la
familia Tolkien. Por fin se acabó la larga ristra de casuchas claustrofóbicas y el
panorama mugriento de una ciudad industrial del norte de Inglaterra. Por primera vez,
Edith tenía la sensación de que habían encontrado la casa perfecta y de que su esposo
tenía el trabajo perfecto. En cuanto a Tolkien, también él había dejado atrás las vistas
de un triste muro de ladrillo y ya no tenía que compartir despacho. Acudía a su
trabajo en bicicleta, pasando por calles tranquilas llenas de árboles hasta llegar a St.
Giles, la ancha avenida que une North Oxford con el centro de la ciudad. Merton
College, el edificio que la facultad de Inglés tenía como cuartel general, da a las
verdes explanadas de la Christchurch Meadow, que se abren majestuosamente sobre
el río Cherwell. En verano, los jardines del colegio se engalanan de flores de todos
los colores. Las reuniones del claustro eran siempre momentos relajados durante los
que se tomaba té servido en tazas de porcelana, acompañado por deliciosas galletas
que ofrecían los sirvientes.
Tolkien no tardó en acomodarse a su nuevo trabajo. Su misión allí era dar una
serie de charlas al año, que no exigían mucha preparación porque en esencia el curso
apenas difería del que había impartido en Leeds, gracias a que George Gordon había
formado a los profesores de su departamento según la pauta de Oxford. Para algunas
de sus lecciones tenía que ir al Pembroke College (al que pertenecía oficialmente),
pero la mayoría de las veces las daba en las Examination Schools, en The High.
Las salas de conferencias de las Examination Schools eran inmensas, con techos
altísimos, columnas de estuco y paredes pintadas en tonos pastel. Los suelos de
madera agrandaban el eco de las pisadas y el resonar de las voces de los
conferenciantes. En algunas conferencias, como las de Literatura Medieval, no cabía
un alfiler porque eran de asistencia obligatoria para todos los alumnos de Inglés. Pero
también había ocasiones en que Tolkien sólo hablaba para un reducido grupo de
alumnos, en el caso de las materias especializadas. Nunca fue un lector demasiado
estricto, tenía cierta tendencia a irse por los cerros de Úbeda, hasta el punto de que
algunos alumnos se divertían jugando a ver durante cuánto tiempo podían hacer que
su profesor se apartara del tema de la charla. Uno de sus antiguos alumnos recordaba
años después que le parecía que Tolkien estaba «como una regadera», puesto que
solía obviar el tema de la lección y se ponía a hablar de trasgos y elfos, medio
murmurando para sí, medio hablando para la clase.
A Tolkien le encantaba hablar en público, sobre todo cuando podía expresar sus
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opiniones. Sentía un profundo respeto y amor por su materia, y lo transmitía a sus
estudiantes de manera magnífica. Pocos olvidaron sus explicaciones apasionadas y
llenas de fuerza.
Para muchos, sus conferencias más memorables fueron las que versaban sobre el
Beowulf Durante las primeras charlas de la serie entraba en la sala en silencio, subía
al estrado y de repente empezaba a declamar las primeras líneas del Beowulf casi a
gritos, llenando el aire de la sala con el resonar de aquellos versos. La cara se le
crispaba al pronunciar las poderosas palabras en la lengua original, en anglosajón:
«Hwæt wē Gar Dena in geardagum, þeeodcyninga þrym gefrunon, hu ða æfjelingas
ellen fremedon» («Así, los guerreros daneses de tiempos pasados y los reyes que los
gobernaron tenían valentía y grandeza. Conocemos las hazañas heroicas de aquellos
príncipes»).
Los dejaba a todos impresionados. El poeta W. H. Auden, gran admirador de
Tolkien y que mantuvo correspondencia con él desde mediados de los años cincuenta,
asistió a una de sus conferencias sobre el Beowulf cuando era estudiante universitario,
y en una carta a su antiguo tutor le dijo que nunca había olvidado cómo dejó perplejo
a todo el público asistente con el dramático impacto de su lectura y que aquel
recuerdo le acompañó siempre.
Lo que hacía de Tolkien un buen profesor era su exuberante personalidad. Claro
que podía ser introvertido e incluso prefería aislarse del mundo, pero era un
comunicador nato tanto en los encuentros cara a cara con sus alumnos particulares en
casa como ante un público numeroso al que dejaba estupefacto durante sus
conferencias sobre un tema tan arcano y complejo como la lengua anglosajona.
Muchos años después, el escritor Desmond Albrow recoge perfectamente la
descripción de su encuentro con Tolkien en su estudio de Northmoor Road: «Tenía el
típico aspecto de un catedrático […]. Vestía pantalones de pana y chaquetas sport,
fumaba en pipa (lo que le daba un aire de seguridad), reía mucho, a veces se trababa
cuando no encontraba las palabras exactas para expresar sus pensamientos; yo
idealizaba su imagen comparándole con el joven Leslie Howard, el actor. Emanaba
cultura, una claridad mental encantadora y un aire de sofisticación».[21]
Tolkien tenía vena de actor. En el King Edward’s se lo había pasado en grande
participando en las obras del colegio, y de estudiante universitario había hecho
algunas incursiones en el mundo del teatro. En los clubes y sociedades de los que era
miembro solía pronunciar discursos con soltura, o proponía un debate o leía una
muestra de su ficción sin rastro de inhibición, y de mayor incluso disfrutaba
grabándose a sí mismo mientras leía en elfino con uno de los primeros sistemas
domésticos de grabación de sonido.
Le encantaba disfrazarse y más de una vez asustó a los vecinos de Northmoor
Road montado en bici disfrazado de vikingo, hacha en ristre, cuando salía hacia
alguna de las divertidas fiestas de disfraces de algún colegio mayor Aunque a partir
de una cierta edad decía rechazar todo lo que sonara a drama y tildaba de vulgar el
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teatro moderno, poseía un fabuloso sentido dramático. Cuando estaba de humor, sabía
liberarse de la típica imagen del catedrático apolillado para sacar a relucir una cierta
malicia escondida. En cierta ocasión, en una tienda de Oxford la dependienta tardó
una eternidad en ofrecerle su ayuda, ocupada como estaba con alguna otra faena, y
Tolkien se cobró su venganza. Llegado el momento de pagar, le puso en la mano la
dentadura postiza junto con las monedas sueltas.
Durante un corto período en los años treinta, la familia tuvo coche propio. Tolkien
resultó ser un conductor muy poco diestro, por no decir pésimo. El primer coche que
tuvieron, bautizado como «Jo» por las dos primeras letras de la matrícula, era un
Morris Cowley fabricado a pocos kilómetros de Northmoor Road, en la fábrica de
coches Cowley. Tolkien tuvo una serie de accidentes leves con aquel coche, pero
fueron suficientes para convencer a Edith de que iría más segura en transporte
público, por lo que la mayoría de las veces se negaba a subirse al coche si Tolkien se
ponía al volante. Lo que más miedo daba era su costumbre de saltarse todas las
señales de tráfico que veía a su paso o, cuando iba por una calle principal, meterse
por una bocacalle sin mirar y gritando: «¡Ve a por ellos y verás cómo se apartan!».
Su actitud agradable con todo el mundo le ayudó mucho en su nuevo puesto, pero
para conseguir una buena posición académica había que tener talento y carácter para
la política, así como mucha disciplina. Su cargo de profesor incluía una serie de
deberes burocráticos que para Tolkien eran terriblemente aburridos. No aguantaba la
mezquindad, y odiaba la burocracia y el papeleo, pero cuando se trataba de un asunto
que le atañía especialmente, se tomaba los trámites tan en serio como cualquiera.
Casi desde su llegada a Oxford tuvo que enzarzarse en una de esas batallas
burocráticas. La facultad de Lengua y Literatura inglesas transmitía una sensación de
desánimo y descontento.
A diferencia de muchas ramas académicas que ofrecían un plan de estudios
interesante en general, muchos estudiantes (los filólogos) estaban más interesados por
la lengua que por la literatura. No les gustaba leer textos de Chaucer, Shakespeare y
otros grandes nombres de la tradición literaria, mientras que el grupo de Literatura
inglesa no entendía por qué debían estudiar poemas antiguos como el Beowulf.
Tolkien consideró la cuestión y pensó que lo mejor sería que los estudiantes
escogieran un campo de especialización durante el último año del curso de Lengua y
Literatura inglesas, de manera que los amantes de la Literatura Inglesa pudieran decir
adiós al inglés medieval y antiguo y concentrarse en los textos más modernos, y los
adoradores de la literatura prechauceriana pudieran igualmente librarse de la
obligación de analizar textos fechados a partir del siglo XIV.
Aunque la propuesta era sencilla y lógica, lo cierto es que tuvo detractores, por
sorprendente que parezca. De hecho, cuando en 1925 Tolkien sugirió por primera vez
esta modificación del plan de estudios casi ninguno de los profesores le apoyó. Sin
embargo, poco a poco fue convenciendo a muchos de los tradicionalistas más duros
de que su programa podía suponer una mejora. La reforma tardó seis años en entrar
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en vigor, un plazo increíblemente corto para el mundo académico de aquella época.
Tolkien se desenvolvía de maravilla en la Sala Común de profesores, tenía dotes de
persuasor y sin ser un adulador ni un proselitista agresivo, supo granjearse el apoyo
del claustro.
Coincidiendo con toda esta variedad de obligaciones, Tolkien desempeñó también
el papel de padre de familia. En 1929, unos cuatro años después de instalarse en
Oxford, tuvieron un cuarto hijo, la niña que tanto quería Edith, a la que bautizaron
Priscilla. Pero, si bien el nacimiento del cuarto retoño llenó la casa de alegría, no
dejaba de ser otra responsabilidad más que añadir al creciente montón de
obligaciones. Tolkien tenía entonces treinta y siete años, y estaba en la cúspide de su
profesión. Ser catedrático en Oxford aportaba prestigio social, pero el sueldo no era
ninguna maravilla, por lo que no le quedaba más remedio que seguir con la tarea de
corregir los exámenes del School Certifícate, una labor a la que dedicó los veranos de
casi veinte años de su vida.
De los diarios y cartas de Tolkien desde 1925 hasta los años sesenta se puede
inferir que siempre tuvo que mantener un ritmo duro de trabajo y que su horario era
agotador. Se levantaba temprano, normalmente daba como mínimo una clase
particular en Northmoor Road, y a continuación acudía a Oxford a dar su lección.
Solía haber frecuentes reuniones y mucho papeleo que gestionar. Después del
almuerzo tenía, a veces, alguna otra clase o bien regresaba a casa para corregir
exámenes o trabajos de los alumnos. Siempre había cursos que preparar, compañeros
a los que asesorar, cartas que escribir o comités a los que asistir. Para remate, como la
mayoría de los profesores universitarios, Tolkien tenía que contribuir a la literatura de
su especialidad con publicaciones propias.
Pero a Tolkien no le apasionaba tener que escribir para que le leyeran los demás
expertos universitarios. Claro que había disfrutado enormemente cuando a comienzos
de los años veinte estuvo trabajando en la compilación de la nueva edición de Sir
Gawain y el caballero verde junto a Eric Gordon en Leeds, pero nunca le gustó
escribir sólo para cumplir con los imperativos de su posición académica Aun así,
produjo un conjunto respetable de textos e incluso supo hacer interesante y fácil de
leer una materia que, en manos de otro, habría sido tremendamente aburrida. Escribía
con frecuencia para The Review of English Studies y para The Oxford Magazine, así
como para muchas otras publicaciones literarias. Elaboró también un estudio
fundamental sobre un texto inglés medieval titulado Ancrene Wisse and Hali
Meiohad, del que se incluyó un informe en Essays and Studies, obra editada por The
English Association y publicada por Clarendon Press en Oxford en 1929. Además,
era colaborador habitual de la Transactions of the Philological Society.
Estas actividades ocupaban por completo sus días como profesor en Oxford. Pero,
por supuesto, siempre hubo otra parte de su intelecto que necesitaba expresarse de
algún otro modo. Por mucho que disfrutara con su trabajo en la universidad, no le
servía para canalizar las muchas facetas de su rica imaginación, así que cada noche,
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cuando la familia se iba a dormir, Tolkien se metía en el papel de escritor y se
sumergía en su mundo de fantasía.
Evidentemente, hace falta estar hecho de una madera especial para coger la
estilográfica después de un largo día de trabajo intelectual. Pero Tolkien poseía esa
autodisciplina y el impulso necesario para sentarse a la mesa de su estudio desde las
diez de la noche hasta la una o las dos de la madrugada, a enzarzarse en historias
complicadas y moldear unos personajes bellamente cincelados. Tras unas pocas horas
de sueño, el ciclo diario volvía a empezar.
A todo ello se añadía la vida en familia, a la que Tolkien estaba totalmente
entregado. De alguna manera siempre se las arreglaba para dedicar un rato a sus
hijos, por muy agotado que estuviera. Fue un padre tremendamente cariñoso y, cosa
poco habitual en su tiempo, no se avergonzaba de mostrarlo. Muchas veces besaba a
sus hijos en público, y en los cientos de cartas que les escribió en las diferentes etapas
de sus vidas, siempre se dirigía a ellos con expresiones cargadas de cariño, como
«Queridísimo hijo», y las firmaba con un «Tu padre que te adora» o «Con todo el
amor de tu padre, que te adora».
Una de las maneras de expresarles su cariño era escribiéndoles cada año una carta
«de Papá Noel», en las que les explicaba a sus hijos las últimas aventuras de Papá
Noel y los preparativos en que andaba metido esa Navidad, y las ilustraba con
preciosos dibujos. La familia Tolkien ha conservado con mucho afecto estas cartas.
En 1976 aparecieron publicadas en Cartas de Papá Noel.
Tolkien escribió la primera de aquellas cartas en 1920, cuando John tenía tres
años. Es posible que se sintiera inspirado a escribirla porque acababa de reencontrar
entre sus papeles una carta que, en nombre de Ronald, su madre había escrito a Papá
Noel cuando él tenía dos años. El sobre de la primera carta de Tolkien a su hijo John
iba dirigido a: Señora Tolkien y Don John Francis Reuel Tolkien, 1 Alfred Street,
Oxford, Inglaterra, y contenía una carta que describía la casa de Papá Noel junto a un
esmerado dibujo de la misma. A partir de aquel año, cada Navidad, el sobre llevaba
siempre un sello pintado, diferente cada vez, y contenía las noticias del Polo Norte
sobre los últimos episodios y tribulaciones de la vida de Papá Noel. A medida que
pasaban los años, los cuentos fueron complicándose con muchos más personajes,
como el Gran Oso Polar, la Gran Foca y los Elfos de Nieve.
En conjunto, las carias de Papá Noel son un legado de gran hermosura, que
además refleja la evolución de la familia a lo largo de los años. En 1924 las cartas
empezaron a ser también para Michael. A continuación, durante los siguientes años
van dirigidas a «John, Michael y Christopher Tolkien» y en 1929 el sobre lleva
escrito: «J & M & C & P Tolkien, 22 Northmoor Road, Oxford, Inglaterra», y la carta
está encabezada: «Queridos niños y niña». Pero a medida que los chicos van
creciendo, los sobres van dirigidos cada vez a menos Tolkien, hasta 1938, cuando
Christopher tenía ya catorce años y por tanto era demasiado mayor para esas cosas y
Priscilla, de nueve años, pasa a ser la única receptora. Y así fue hasta 1943. La última
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carta de Priscilla va firmada: «Con mucho amor de tu viejo amigo, Papá Noel».[22]
Es evidente que a Tolkien le encantaba escribir aquellas cartas imaginarias, como
disfrutaba también creando otros cuentos para sus hijos. Algunos tenían lugar durante
las vacaciones, y empezaban con que uno de los niños veía una señal al borde de la
carretera o de la calle, o se encontraba con un personaje extravagante. Una de las
series de cuentos tenía como protagonista al infatigable Mayor Todo Recto, que
siempre andaba a la zaga del tenebroso e insondable Bill Stickers (nombre que tomó
de un cartel que decía «Bill Stickers Will Be Prosecuted»).[23]
En 1925 Tolkien escribió una historia para John y Michael (Christopher era aún
un bebé) que empezaba con que Michael perdía un perro de juguete en una playa.
Aquella historia fue ampliándose hasta formar una colección de cuentos llamada
Roverandom. El personaje principal era un perro llamado Rover, que un brujo
convirtió en perro de peluche y luego se perdió en la playa hasta que Psamathos
Psamathides, el brujo de la arena, le rescataba. Tolkien reescribió estos cuentos para
añadirles ilustraciones suyas a acuarela. Una de las mejores (conservada en la
actualidad en una colección que se encuentra en la Bodleian Library de Oxford) se
titula «Los jardines del palacio de Merking», e ilustra una aventura en la que Rover
viaja bajo el mar.
Otro clásico suyo es la serie de cuentos sobre dos misteriosos personajes llamados
Maddo y Owlamoo, que habían aparecido en las pesadillas de Michael Tolkien.
Maddo era una mano enguantada sin brazo, capaz de abrir las cortinas del dormitorio
y recorrerlas arriba y abajo en la oscuridad, mientras que Owlamoo era un búho muy
feo que se asomaba por encima del armario. Otro cuento tenía que ver con una
muñeca holandesa de Michael, y en otros aparecía un diminuto hombrecillo llamado
Timothy Titus.
Este período fue muy creativo para Tolkien, y su fértil imaginación se veía
estimulada por las reacciones positivas que siempre obtenía de sus hijos. Creó una
colección bastante numerosa de dibujos e ilustraciones, de dragones, trasgos y otras
criaturas extrañas. Una de sus creaciones más queridas fue el señor Bliss, un hombre
larguirucho que tenía un coche amarillo y que se metía en toda clase de líos. Tolkien
quedó especialmente satisfecho con este cuento, lo pasó a limpio y él mismo lo cosió
y encuadernó.
En esta misma época creó el personaje de Tom Bombadil, protagonista de una
serie de cuentos que acabaría publicándose como Las aventuras de Tom Bombadil En
ellos aparecían también Goldberry, una familia de tejones, Sauce Viejo y la criatura
Carreta, que en este cuento es el espectro de un rey muerto hace mucho tiempo v
enterrado bajo las colinas de Berkshire.[24] Tolkien no tenía ni idea de que algún día
estos personajes aparecerían en la historia de El Señor de los Anillos, pero, aun así, el
Bombadil de los primeros cuentos (y el resto de personajes) es prácticamente el
mismo que el de su famosa obra posterior.
También pasaba gran parte de su tiempo libre dibujando acuarelas de dragones,
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algunas de las cuales sirvieron como base para las ilustraciones de El hobbit La
visión que tenía Tolkien del dragón estaba muy influida por su lectura en la infancia
de El libro rojo de los cuentos, de Andrew Lang, en el que aparecía un dragón
especialmente temible llamado «Sigurd y Fafnir». Una de las mejores ilustraciones de
Tolkien de los años veinte es una acuarela que representa un dragón enroscado, al que
puso como pie una cita del Beowulf: «hringboga heorte gefysed» («el corazón de la
bestia enroscada se conmovió»).[25] Más de una década después, a los pocos meses de
la publicación de El hobbit en 1937, Tolkien dio una conferencia navideña para niños
titulada «De dragones», en el museo de la Universidad de Oxford, y usó aquel dibujo
como diapositiva para ilustrar la charla.
Revisando la obra de Tolkien, y observando en concreto la erudición y la hondura
de una obra maestra como es El Silmarillion, es fácil olvidarse de que también
compuso cuentos infantiles, una tarea que le encantaba y que en gran parte tenía que
ver con el hecho de ser padre de cuatro niños. Está claro que El Silmarillion y El
Señor de los Anillos son libros escritos para adultos, por mucho que éste último haya
tenido siempre éxito entre lectores de todas las edades. Pero lo cierto es que Tolkien
disfrutaba ampliando los temas de los cuentos que se inventaba para sus hijos a la
hora de dormir o cuando quería entretenerlos durante algún viaje largo y tedioso.
Siempre valoraba mucho sus reacciones. Siendo ya un escritor famoso, disfrutaba
especialmente dando charlas para niños y se tomaba la molestia de contestar las
cartas que le enviaban los más pequeños acerca de sus libros. Según una mujer que de
niña fue vecina de Ronald y Edith, Tolkien solía probar sus nuevas historias con ella
y los otros niños que jugaban en la calle.
Éste era el Tolkien de aquella época: un catedrático de universidad y un padre de
familia, pero a la vez un conjurador de sueños y cuentos. Retrospectivamente, su vida
puede parecemos ortodoxa y bastante sosa, pero su mundo interior, el mundo de la
recreación, estaba en plena ebullición, todo lo contrario de su imagen exterior
puramente convencional. Éste era el hombre que fraguó leyendas y dio forma a toda
una mitología. Pero, antes de pasar a analizar el resultado de su trabajo, deberíamos
detenemos en otro aspecto de su personalidad: el J. R. R Tolkien que disfrutaba en
compañía de almas imaginativas como la suya, en un mundo sólo de hombres.
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UN MUNDO DE HOMBRES
Tolkien y C. S. Lewis se conocieron en una reunión del claustro de Inglés que tuvo
lugar en Merton College el 11 de mayo de 1926. Tolkien trabajaba desde hacía algo
más de dos trimestres como profesor de Anglosajón en la universidad, y Lewis
acababa de ser nombrado profesor auxiliar del Departamento de Lengua y Literatura
inglesas y miembro de la junta de gobierno del Magdalen College.
En un primer momento se trataron con cierto recelo. Lewis incluso anotó en su
diario: «Tolkien se las apañó para conducir el debate hacia el tema del preámbulo
propuesto para Inglés. Después de la reunión tuve una breve conversación con él. Es
un tipo amable, de tez pálida, y habla con soltura […]. Opina que la literatura sirve
para entretener a los hombres de entre treinta y cuarenta años […]. No hay nada de
malo en eso, sólo que el chico está pidiendo una buena bofetada o dos».[26]
Es una manera algo extraña de presentar su primer encuentro, pero por desgracia
Tolkien no escribió nada para que podamos comparar impresiones sobre aquel
momento. Dejando al margen la petulancia y la estupidez de su estilo, el comentario
de Lewis nos dice mucho sobre el Tolkien de aquellos días. Era la época en que
estuvo haciendo campaña para la reforma de la estructura del curso de Inglés en
Oxford, y la observación de Lewis sobre su manera de llevar la conversación hacia el
tema que le interesaba nos confirma algo que ya sabemos: que Tolkien era un
estupendo orador y un buen proselitista. Sin embargo, parece ser que algunos
profesores empezaban a hartarse de su actitud, y durante algún tiempo Lewis no tuvo
ni la menor intención de apoyar sus planes de reforma.
La otra parte del extraño comentario de Lewis es su referencia a los sentimientos
de Tolkien respecto de la finalidad de la literatura en general. Evidentemente, Tolkien
era un hombre bastante anticuado y tenía unas ideas muy arraigadas sobre los papeles
que debían cumplir el hombre y la mujer en la sociedad, pero el comentario de que la
literatura «está para entretener a los hombres de entre treinta y cuarenta años» no
parece muy propio de él. Es posible que Lewis pusiera en su boca aquellas palabras, o
quizá fue un comentario sexista sin fundamento, ya que Tolkien conocía a algunas
mujeres intelectuales. En su propia familia, la tía Jane, con la que había vivido
durante una temporada en 1904, fue una de las primeras mujeres en obtener un título
universitario en ciencias, y siempre la consideró como una mujer destacada.
Cuando Lewis y Tolkien se conocieron, ambos tenían mucho en común. Lewis
era casi siete años más joven que él, pero las dos habían luchado en las trincheras, los
dos adoraban el lenguaje y, aunque Lewis no tenía tantos conocimientos de islandés
como Tolkien, también a él le fascinaban los arcanos entresijos de la mitología
escandinava y la literatura en inglés antiguo.
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Procedían de entornos muy diferentes, pero los unía una misma excelencia
intelectual. Lewis era hijo de un abogado de mucho éxito, establecido en Belfast. En
realidad se llamaba Clive Staples, pero desde la infancia se hacía llamar Jack, que es
como le llamaron sus amigos durante toda su vida. Estudió en el exclusivo Malvern
College, y en 1916 obtuvo una beca para la universidad. Era un alumno excepcional.
En 1920 acabó los estudios de Clásicas con un First, y a continuación, dos años
después, sacó otro First en los exámenes finales de Clásicas y Filosofía, un logro
significativo si tenemos en cuenta que tuvo que luchar en la guerra y resultó herido en
1918.
Quizá por su formación relativamente privilegiada, Lewis parecía desenvolverse
mejor en sociedad, sus intereses eran más amplios y, en muchos sentidos, era un
hombre mucho menos convencional que Tolkien, ya padre de familia con cuatro
hijos. En este sentido, Lewis llevaba u vida completamente diferente, un estilo
considerado bohemio en aquella época y más bien extravagante. Estaba soltero pero
convivía con una divorciada mucho mayor que él, Janie Moore, una irlandesa casi
inculta a la que había conocido en la guerra cuando ella tenía cuarenta y cinco años y
él sólo diecinueve. Vivían en una casa enorme y laberíntica llamada The Kilns, cerca
de Shotover Hill, a unos ocho kilómetros del centro de Oxford. Lewis residió en
aquella casa durante treinta y tres años, desde 1930 hasta su muerte en 1963. Era un
lugar donde solían reinar el alboroto y la alegría, repleto de libros y papeles, y tenía
un lago en el jardín donde Lewis y Tolkien se bañaban en verano.
Cuando Lewis se refería a su amante, si es que alguna vez hablaba de ella,
siempre lo hacía como la «señora Moore». Era a un mismo tiempo su amante y una
especie de madre para él. Además, era un misterio para sus amigos. Jack nunca la
llevaba a los actos sociales, y muchos de sus amigos sólo la vieron en contadas
ocasiones, si estaba en The Kilns cuando había visitas. Tolkien, que a finales de los
años veinte era uno de los mejores amigos de Lewis, apenas sabía nada de aquella
mujer, salvo que Jack parecía tener con ella un extraño vínculo emocional. En Oxford
muchos la tenían por un alma simple a juzgar por los escasos comentarios que Jack
hacía de ella: parece ser que parloteaba de una manera ininteligible, y que era
posesiva con Lewis hasta casi la locura.
A pesar de todo ello, era inevitable que Tolkien y Lewis se hicieran muy amigos.
Muchos de los catedráticos eran tipos grises que casi no hacían otra cosa en la vida
que trabajar y trabajar. (En uno de sus primeros libros: The Pilgrim’s Regress, Lewis
hace una sátira de ese tipo de persona, al que llama «don Sensato» y que presenta
como alguien inteligente y de gran ingenio, pero estrecho de miras y poco profundo.)
A Lewis le gustaba mucho escribir ficción y poesía, y tenía grandes planes de futuro.
En este sentido, halló en Tolkien un alma gemela. Además, a los dos les gustaba ese
tipo de camaradería que habían cultivado desde sus respectivas épocas escolares, ese
mundo sólo de hombres que había ganado importancia durante la guerra. Pero su
amistad se enriqueció también gracias a su formación intelectual similar, y a través de
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las mesuradas críticas que se hacían sobre los frutos de sus respectivos esfuerzos
literarios.
A los pocos meses de su primer encuentro establecieron la costumbre de reunirse
en la habitación de Lewis en el Magdalen, una estancia destartalada con muebles de
colores apagados. Tenía las ventanas adornadas con cortinajes de terciopelo, la mesa
repleta de papelotes, y libros sembrados por todo el suelo o en pilas apoyadas contra
la puerta. Solían sentarse junto al fuego hasta bien entrada la noche, charlando sobre
literatura o historia, y repasando los escritos del otro.
Poco después de conocerse, Tolkien le prestó un borrador de «La gesta de Beren y
Lúthien» (que acabaría siendo La aparición de Beren y Lúthien), y Lewis llenó los
márgenes de notas y críticas constructivas. Parece ser que se dio cuenta enseguida de
que Tolkien era bastante sensible a las críticas, por lo que, en lugar de decirle su
opinión directamente, Lewis disimuló las críticas a «La gesta de Beren y Lúthien»
como si las hubieran proferido unos críticos literarios imaginarios, «Schick»,
«Peabody» y «Pumpemickel», cada uno de los cuales tenía unas palabras que decir.
Quizá no debía haberse preocupado tanto. Tenía motivos para pensar que su
amigo era muy sensible a las críticas, pero Tolkien sabía aceptar también los puntos
de vista de las personas que le merecían respeto. No mucho tiempo antes, sus amigos
del T. C., B. S. le habían persuadido sutilmente para que no siguiera por una senda
que a ellos les parecía errónea, y a finales de los años veinte, una vez desaparecidos
dos de sus viejos amigos y con Lewis ocupando un lugar importante en su vida, había
pocos hombres que le inspiraran tanto respeto. Prueba de ello es que cuando Lewis le
devolvió el borrador de «La gesta de Beren y Lúthien», Tolkien tomó nota de todos y
cada uno de los comentarios de su amigo y reescribió el manuscrito casi por
completo.
Pero aunque su amistad surgió sobre todo por un interés común en la literatura, lo
cierto es que no tardó en evolucionar por otros caminos, ya que a los dos les gustaba
también conversar con otros hombres, beber cerveza y leer en voz alta textos antiguos
y sus propias composiciones.
A las pocas semanas de conocerse, estando Tolkien en su segundo trimestre como
profesor de Anglosajón, creó un grupo de lectura de textos islandeses al que llamó
Los Coalbiters. El nombre deriva de la palabra islandesa Kolbiter, que significa «los
que en invierno se acercan tanto al fuego que muerden el carbón». El objetivo del
grupo era únicamente reunir a todos los que tuvieran interés por las sagas de la
tradición islandesa, para leerlas en voz alta en sus reuniones.
En el otoño de 1926 Tolkien invitó a Lewis a participar en Los Coalbiters.
Aunque apenas sabía una palabra de islandés, Lewis tenía interés por aprender y poco
a poco fue atreviéndose con fragmentos más difíciles. Y no era el único novato en
islandés. Algunos miembros del grupo eran expertos lingüistas, como G. E. K.
Braunholtz, catedrático de Filología Comparada de Oxford, y R. M. Dawkins,
catedrático de Griego Bizantino y Moderno, pero otros tenían incluso menos
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conocimientos que Lewis sobre lenguas antiguas. Por ejemplo, un profesor de Inglés
del Exeter College, el aristócrata Nevill Coghill, no sabía una palabra de islandés, y el
antiguo jefe de Tolkien en Leeds, el profesor de Literatura Inglesa de Oxford, George
Gordon, no era más que un principiante.
Como suele suceder en este tipo de clubes, era más bien una excusa para reunirse
con los amigos, compartir unas jarras de cerveza y olvidarse un poco del arduo día de
trabajo, aunque también tenía su componente serio. El objetivo original del grupo era
leer todas las sagas islandesas más importantes, y lo cumplieron en los primeros años
de la década de los treinta. Como consecuencia de ello, el grupo de Los Coalbiters
fue deshaciéndose paulatinamente, y Tolkien y Lewis entraron a formar parte de otro
club literario, Los Inklings, fundado por un estudiante de la licenciatura, Edward
Tangye Lean, que se reunía una vez a la semana en University College.
Además de ser el editor de la revista universitaria Isis, Lean era un joven y
ambicioso autor que había creado el club para que sus miembros pudieran leerse unos
a otros sus escritos aún no publicados. En 1933 Lean dejó Oxford para convertirse en
periodista y reportero, por lo que el club dejó de existir. Sin embargo, el siguiente
trimestre algunos de los miembros originales, entre los que estaban Lewis y Tolkien,
decidieron reanudar las sesiones y adoptaron el mismo nombre para las reuniones
informales que celebraban en los aposentos de Lewis en el Magdalen. Nadie sabe a
ciencia cierta por qué eligieron el nombre de «Inklings», pero tanto a Tolkien como a
Lewis les gustaba por su ambigüedad, porque implicaba que sus socios trataban sobre
«grandes ideas», y porque era muy adecuado para describir a un grupo de académicos
y escritores cuya vida se basaba en gran medida en el uso de la tinta (ink).
Las primeras reuniones de Los Inklings tenían lugar los jueves por la tarde en el
espacioso apartamento de Lewis, en el Magdalen, pero en 1939 empezaron también a
reunirse los martes por la mañana en un pub de la calle St. Giles llamado The Eagle
and Child (Águila e Hijo), al que cariñosamente apodaban The Bird and Baby (Pájaro
y Bebé).[27]
El pub ha sido reformado en varias ocasiones y hoy es más grande. La sala donde
se reunían Los Inklings estaba antes en la parte trasera. Hoy día esta taberna es una
especie de santuario en recuerdo de Los Inklings, y sus paredes están decoradas con
fotografías de Tolkien, Lewis y Charles Williams. Los visitantes que hacen el
recorrido de los «sitios inklings», una visita guiada que se ofrece los miércoles por la
mañana durante los meses de verano, se detienen en este bar para empaparse del
ambiente. En un rincón, junto a la barra, hay una placa bastante grande con la
siguiente inscripción:
C. S. LEWIS
Su hermano W. H. L. Lewis, J. R. R. Tolkien, Charles Williams y otros amigos se reunían cada martes por la
mañana entre los años 19.39 y 1962 en la sala posterior de este pub, su favorito. Estos hombres, conocidos
popularmente como Los Inklings, se reunían aquí para beber cerveza y hablar sobre los libros que estaban
escribiendo, entre otros asuntos.
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No era la única taberna que frecuentaban. También les gustaba el King’s Arms, cerca
de la Bodleian Library, el White Horse y el Mitre, en el centro de Oxford. Pero, como
reza la inscripción, The Bird and Baby era su pub favorito. En él Tolkien leyó por
primera vez a sus amigos varios extractos de lo que él denominaba «El nuevo
hobbit», El Señor de los Anillos, y Lewis les habló de Narnia, de su mitología
cósmica y de una de sus creaciones más aclamadas, Screwtape y el aprendiz de
diablo, Wormwood.
Todos ellos han muerto, pero si uno se acerca por The Bird and Baby antes de que
llegue la clientela, si se olvida del tráfico, del runrún del sistema de refrigeración de
la lager australiana y del ruido que hace el encargado para preparar el equipo de
sonido para los estudiantes, es posible imaginarse a Tolkien (o «Tollers», como le
llamaban los amigos) recostado en su silla, acunando en la palma de la mano la panza
de la pipa, con la cabeza envuelta en humo mientras Lewis, frente a él, lee unas
páginas arrugadas. Alrededor de la mesa están sentados tres o cuatro Inklings más,
Hugo Dyson, Nevill Coghill y quizá Christopher Williams. Todos escuchan con
atención, sorbiendo de vez en cuando de la jarra de cerveza.
El núcleo de Los Inklings lo constituían unos siete u ocho coetáneos. Lewis y
Tolkien eran los fundadores, Nevill Coghill, Warren (el hermano mayor de Lewis, al
que también llamaban Warnie) y Hugo Dyson, profesor de Literatura Inglesa de la
Universidad de Reading, acudían a las reuniones de primera hora de la mañana, a las
que también asistía un doctor amigo del grupo, Robert Harvard (conocido como
Humphrey por alguna razón misteriosa). Charles Williams se unió al grupo en 1939.
No todos eran hombres de letras. Warnie era un oficial del Ejército y estudiante en
Sandhurst, y empezó a escribir libros de historia en los años cuarenta; Humphrey era
católico además de hombre de Oxford, dos motivos para gustar a Tolkien, pero no
tenía más inclinaciones literarias que las de ser un absoluto admirador de la obra de
sus amigos; en cuanto a Nevill Coghill, era miembro de la junta de gobierno de
Exeter y un erudito en inglés medieval que se ganó un nombre en el ámbito
académico por su traducción de los Cuentos de Canterbury de Chaucer y en 1957 fue
nombrado catedrático de Literatura Inglesa. Además le interesaba mucho el mundo
del teatro y dirigió varias puestas en escena de lo más suntuosas en Oxford. La más
celebrada fue la producción al aire libre de La tempestad, en el verano de 1949,
representada sobre un escenario que se construyó junto a un lago, detrás de Worcester
College. Coghill fue tutor de W. H. Auden y, en la misma época en que asistía a las
reuniones de Los Inklings en The Bird and Baby, dio clases a Richard Burton, que
actuó en muchas de las representaciones dirigidas por él.
Por supuesto, se trataba de un club radicalmente exclusivo. La plantilla apenas
sufrió modificaciones, salvo las veces en que Lewis conocía a alguien nuevo y le
animaba a acercarse por la reunión la próxima vez que visitara Oxford. Los aspirantes
debían cumplir una serie de criterios establecidos: tenían que ser buenos
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conversadores, debían estar interesados en la escritura, les tenía que gustar la bebida
y tenían que ser amigos de C. S. Lewis, pero lo más importante de todo era que
fuesen hombres.
Nunca una mujer logró formar parte de este selectísimo club de hombres. Según
reza la leyenda, en 1943 la genial y respetada escritora estadounidense Dorothy
Sayers se presentó en The Bird and Baby, pensando que la invitarían a sentarse y a
participar en la reunión. Pues bien, amablemente le pidieron que se marchara.[28] Para
aquellos hombres era fundamental que el Inklings siguiera siendo una reserva
exclusivamente masculina.
En sus cartas a amigos y en sus ensayos, Lewis retrató de maravilla la atmósfera
que rodeaba a Los Inklings. Solían reunirse por las tardes, pero tanto él como Tolkien
y Williams se encontraban también por las mañanas, para leerse algún fragmento
recién escrito mientras se fumaban un primer cigarrillo en el apartamento de Lewis.
«Imagínate la escena: en el piso de arriba, en una sala de estar con ventanales que dan
al “conglomerado” de Magdalen College una mañana gris de lunes a eso de las diez
de la mañana. El catedrático y yo, fumando Chesterfield los dos, encendemos
nuestras pipas y estiramos las piernas. Enfrente de nosotros, Williams, sentado en el
sillón, tira el cigarrillo a la chimenea, toma el montón de hojas en las que tiene por
costumbre escribir (unas hojas exageradamente pequeñas, sueltas, que creo que saca
de una libreta de dos peniques) y empieza a leer».[29] En otro manuscrito Lewis
describía las típicas reuniones de Los Inklings, a las que acudían por lo menos media
docena, como unos verdaderos guirigays y se imaginaba que cualquiera que pasara
por allí y los oyera pensaría que estaban hablando de asuntos picantes en lugar de
debatir sobre teología.[30]
En la actualidad es quizá fácil subestimar la importancia del grupo de Los
Inklings. El profesor Kilby, comisario de la colección Wade, que alberga muchos de
los manuscritos de Lewis, conoció a Tolkien en los años sesenta, y escribió lo
siguiente: «A partir de los hechos, nuestra concepción del grupo de Los Inklings les
otorga más entidad de la que tenía en realidad».[31] Probablemente quería decir que el
grupo de individuos que se reunía en los pubs de Oxford a discutir sobre literatura,
religión o cualquier otra materia que se les antojara no se consideraba a sí mismo
como un grupo literario, como podían considerarse los miembros del Bloomsbury,
por ejemplo. Sin embargo, esta observación no merma en nada el hecho de que sí
ejercieron una gran influencia. En 1997 (poco después de las primeras encuestas que
señalaron a Tolkien como el autor más popular del siglo, y situaban entre las mejores
obras El león, la bruja y el armario) el periodista Nigel Reynolds comentaba: «[la
encuesta] indica que Los Inklings, un club de amigos que se reunían en Oxford en los
años treinta para beber cerveza, ha sido una influencia más poderosa que el grupo
Bloomsbury, los Algonquin en Nueva York, el grupo parisino de Hemingway o el
grupo de escritores de W. H. Auden y Christopher Isherwood de los años treinta».[32]
Para Tolkien, la época dorada de Los Inklings probablemente acabó al término de
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la Segunda Guerra Mundial, que coincide con el momento en que está trabajando en
la tercera y última parte de «El nuevo hobbit». Pero lo cierto es que al cabo de unos
años de la formación del grupo empezó a deteriorarse su relación con algunos de los
miembros. Prueba de esta pérdida paulatina de interés es que en las reuniones no
llegaron a leerse los últimos capítulos de lo que habría de ser El Señor de los Anillos,
por lo que el resto de los miembros sólo siguieron las andanzas de Frodo y Sam hasta
los confines de Mordor.
Entre 1946 y 1947, Tolkien faltó a muchas de las reuniones. El grupo espació
cada vez más sus encuentros en el apartamento de Lewis, y decidió reunirse en otro
pub de Oxford llamado The Roebuck (hoy, Oz Bar) en Market Street. Este lugar de
encuentro se dividía, de manera no oficial, en dos zonas: arriba había una sala
bastante grande con pesados cortinajes de terciopelo en las ventanas, un bar, un piano
y una pequeña cocina, donde se servían comidas. Era una especie de territorio
universitario. Abajo estaba el bar para el público en general.
Los Inklings se reunían allí casi todas las semanas, pero a Tolkien no le atraía
mucho aquel lugar porque carecía del ambiente gentil de The Bird and Baby. En
realidad, parece que en el Roebuck bebían más que leían, a causa del estruendo de las
canciones de los soldados de la primera Guerra Mundial que, a juzgar por los
recuerdos de los lugareños que acudían a la parte de abajo del bar, las cantaban con
tal entusiasmo que podían oírse a través del techo. A Lewis le gustaba unirse de vez
en cuando a la juerga, pero no así a Tolkien.
Tolkien y Lewis fueron muy amigos durante tal vez veinte años, entre 1926 y
1946, pero después la relación empezó a enfriarse hasta que a principios de los
cincuenta apenas mantenían contacto. Los Inklings siguieron reuniéndose hasta
quizás un año antes de la muerte de Lewis, en 1963, pero para entonces hacía ya
tiempo que Tolkien no acudía a los encuentros y sólo en contadas ocasiones volvió a
ver al que fue su gran amigo. Las razones que explican su alejamiento son tan
complejas como la propia amistad en sí misma. Para tratar de entenderlas,
deberíamos considerar algunos de los aspectos menos atractivos del carácter de
Tolkien.
Durante muchos años Tolkien fue amigo de Hugo Dyson y Warnie Lewis; aún
mantenía contacto con Christopher Wiseman; de joven había formado un vínculo
inusualmente íntimo con los otros miembros del T. C., B. S.; entabló relaciones
cordiales con otros académicos de Oxford. Pero para él Jack era un amigo diferente,
muy especial. A Lewis podía contarle todo, sólo de él podía aceptar una crítica
meticulosa y, de todos Los Inklings, consideraba que él mismo y Lewis eran los más
dotados intelectualmente. Sin embargo, Tolkien era un hombre muy celoso. Era
extraordinariamente posesivo con sus amigos y si éstos alcanzaban reconocimiento y
éxito, tenía tendencia a guardarles rencor.
Lewis se daba perfecta cuenta de la inseguridad de Tolkien y de su tendencia a los
celos. En 1939 le escribió a su hermano Warnie una descripción de los sufrimientos
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de Tolkien, que «además de frecuentes y graves, suelen ser de tan complicada
naturaleza que resultan impenetrables».[33]
Los sentimientos de Jack hacia Tolkien nunca fueron así de intensos. Le guardaba
un ilimitado respeto, disfrutaba en grande cuando estaba con él y su amistad le
enriqueció, pero al mismo tiempo Lewis era un hombre con más matices y menos
ortodoxo que Tolkien. Jack no llevaba la vida convencional de padre de familia de
Tolkien, y vivía con la extraña señora Moore. Tenía otros muchos buenos amigos
aparte de Tolkien, y en ciertos aspectos su mentalidad era más liberal y sabía disfrutar
de una vida personal más libre. Estas diferencias animaron su amistad pero, a partir
de finales de los años treinta, tres factores se interpusieron entre ellos: la conversión
religiosa de Lewis, su éxito comercial y por último los otros amigos de éste.
Lewis había sido educado en el ambiente protestante del Ulster, pero desde
bastante joven rechazaba cualquier forma de fe religiosa. Tolkien se dio cuenta de
esta transformación sólo de manera muy gradual, pero cuando estuvo seguro de ella,
empezó a considerar que de alguna manera era su deber iluminar a su amigo hacia los
misterios de la doctrina religiosa. Como consecuencia, tuvieron muchas y largas
conversaciones sobre el tema de la religión.
Aunque Lewis habría podido considerarse un verdadero agnóstico a mediados de
los años veinte, lo cierto es que había reflexionado mucho sobre la cuestión religiosa.
Poco después de la guerra adquirió una «Nueva Visión» respecto de la ortodoxia
religiosa, como él mismo dijo. Según esta manera de ver las cosas, la doctrina
cristiana era para él un mito más, igual que tantos otros. De todos modos, esa
mentalidad fue cambiando paulatinamente. Cuando conoció a Tolkien en 1926, Lewis
estaba sumido en una creciente confusión con respecto a algunas de las cuestiones
más profundas de la fe. La ortodoxia de Tolkien contribuyó a aumentar aún más, al
menos en un primer momento, aquella confusión.
Le costaba aceptar que su nuevo amigo, uno de los hombres más interesantes e
inteligentes que había conocido, un verdadero intelectual, fuese al mismo tiempo un
devoto cristiano y un católico de los pies a la cabeza. Podría haberse tomado las
arraigadas convicciones de Tolkien como puras ilusiones, pero no fue así. Quiso
discernir el intelecto de la fe, intentó convencerse de que una persona puede tener un
intelecto excelso y también una fe, y que ésta derivaría de algo aparte y más
poderoso, aunque dicha apreciación sucumbiera a cualquier análisis en profundidad.
En vez de eso, Lewis fue al otro extremo. Aunque en realidad no se puede decir
que Tolkien convirtiera a Lewis, lo cierto es que su descripción sobre sus propias
creencias religiosas y sus eficaces explicaciones sobre matices sutiles y significados
contribuyeron en buena parte a que Lewis reconsiderara su situación. En los cinco
primeros años de su amistad, entre 1926 y 1931, la posición de Lewis en cuanto a la
religión varió de manera considerable. Al final de este período llegó a la conclusión
de que había un Dios, pero su interpretación de lo divino no era precisamente
cristiana. Tal vez era más afín al Dios de muchas religiones orientales; era casi un
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Dios panteísta, Dios como fuente de la inspiración, un manantial de la Naturaleza,
muy alejado de cualquier descripción bíblica.
De las muchas fructíferas e intensas conversaciones que mantuvieron, hubo una
que señaló un punto de inflexión en sus debates y que determina el momento en que
Lewis pasó de agnóstico a creyente.
Ocurrió en la tarde del sábado 19 de septiembre de 1931. Hugo Dyson, el amigo
de Tolkien, que también era cristiano, estaba haciendo una de sus frecuentes visitas a
Oxford y cenó con Jack y con Tolkien en el Magdalen. Dyson sabía que sus dos
amigos habían mantenido muchas conversaciones sobre el tema y tenía interés por
aportar su opinión. Después de la cena salieron a dar un paseo. La conversación
derivó naturalmente hacia el tema del cristianismo. Lewis se había atrincherado en su
visión panteísta de Dios y por ello sentía que no podía abrazar la fe cristiana
ortodoxa, la cual exige, como elemento fundamental, creer en Cristo y tener la firme
convicción de que Jesús fue enviado a este mundo para morir en la cruz, con el fin de
redimir nuestras almas. Lewis dijo que sólo podía aceptar estas premisas como mitos.
Igual que Tolkien, Lewis era un erudito en mitologías antiguas, en leyendas sobre
héroes y salvación moral pagana. Para él, la historia de Cristo era una leyenda más,
otro mito ni más acertado ni más cargado de mensajes para él y para el mundo
moderno que cualquier otro. Además, opinaba que en el fondo los mitos no son más
que mentiras.
Tolkien escuchó con atención lo que decía su amigo, y cuando llegó a su
conclusión (abriendo los brazos como diciendo: «Entonces, ¿cómo podéis creeros que
la historia de Cristo no es más que una leyenda antigua?») Tolkien le replicó con un
argumento que habría de cambiar la vida de Lewis.
Con toda seguridad, los mitos, dijo Tolkien, no son mentiras. Los mitos derivan
de episodios reales, y ofrecen un significado cultural muy específico. El cristianismo
se basa en lo que Lewis consideraba el «mito de Cristo». Muy bien, prosiguió
Tolkien, llamémoslo mito si nos apetece, pero está construido a partir de unos
acontecimientos verdaderos y se inspira en la verdad profunda. Tolkien creía que, en
última instancia, ni un solo mito es falso o mentira. Y el «mito» que constituye el
núcleo del cristianismo nos ofrece una ruta por la que puede transitar el aspecto no
materialista de todo ser humano, una senda interior hacia una verdad más profunda,
una verdad espiritual.
Lewis no sintió la revelación de manera inmediata, pero resulta evidente que
aquella conversación le dio mucho que pensar sobre la cuestión de la fe, de una
manera muy diferente a la que se había acostumbrado. No llegó a aceptar nunca
ciertos aspectos de la ortodoxia cristiana; era como si su intelecto se interpusiera
siempre entre él y la fe. Una vez escribió lo siguiente a un amigo: «¿Cómo yo —
precisamente yo— he llegado a creerme ese cuento del gallo y el toro?».[34] Sea
como fuere, a las dos semanas de aquella conversación con Tolkien y Dyson, Lewis
escribió a otro amigo, Arthur Greeves, que había pasado de sus arraigadas
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convicciones a una actitud nueva que le permitía finalmente creer en Cristo. Es decir,
Lewis se consideraba «cristiano».
La conversación de aquella tarde de septiembre no sólo nos muestra cómo influyó
Tolkien en el pensamiento religioso de Lewis, sino que además nos ofrece una
imagen fascinante de la manera en que razonaban ambos hombres y de cómo este
proceso intelectual alimentó sus escritos. La idea de que el cristianismo es un mito
verdadero ocupa el centro de los escritos de Lewis a partir de ese momento:
constituye el principio que sostiene sus famosos libros Narnia (que Tolkien detestaba)
y de su trilogía de ciencia-ficción, Out of the Silent Planet (1938), Perelandra (1943)
y That Hideous Strength (1945). Entretejer el concepto de Cristo en una urdimbre
intelectual en la que estaba muy versado (la del significado de los mitos) fue para él
algo así como racionalizar el concepto de religión primero para, a partir de ese punto,
hacerlo suyo de una manera instintiva, convertirlo en sentimiento, en pasión.
Paradójicamente, esta conversación decisiva de septiembre de 1931 dio una nueva
intensidad a la relación de Tolkien y Lewis al tiempo que sembró la semilla de lo que
sería después su separación. Tolkien tenía la esperanza de que Lewis se convertiría al
catolicismo, y todavía dos años después escribía en su diario que su amistad con
Lewis, «aparte de proporcionarme un gozo y una alegría constantes, me ha hecho
mucho bien, por el contacto con un hombre que es, a un mismo tiempo, honesto,
valiente, intelectual, un erudito, un poeta, un filósofo, y una persona que ama a
Nuestro Señor, al menos después de una larga peregrinación».[35]
Pero Tolkien había prejuzgado erróneamente a su amigo. En lugar de acercarse al
catolicismo, Jack regresó a sus raíces, a una forma de protestantismo irlandés que,
por supuesto, para Tolkien era insoportable. Cuando el hombre al que había ayudado
a encontrar a Dios se convirtió así en «uno del enemigo» y no sólo eso, sino además
en un converso famoso, su amistad empezó a resquebrajarse.
Por su parte, a Lewis nunca le gustaron mucho ni los católicos ni el catolicismo.
Él y su hermano, Warnie Lewis, solían referirse a los católicos irlandeses como bog-
trotlers y, cuando Tolkien mencionaba sus devociones religiosas o se ponía a hablar
de lo que para Lewis eran unas costumbres religiosas arcanas y francamente ridículas,
apenas podía disimular su disgusto.
La conversión de Lewis fue especialmente dolorosa para Tolkien, ya que ambos
eran escritores. Lewis dio un salto repentino: de encontrar a Dios, a Cristo y hacerse
creyente, pasó al papel de apologeta cristiano que le haría famoso más allá de Oxford.
Lewis publicó (con una velocidad indecente, según Tolkien) The Pilgrim’s Regress:
An Allegorical Apology for Christianity y Reason and Romanticism (1933). A
continuación The Screwtape Letters, escrito en su mayor parte entre 1940 y 1941
mientras cumplía con sus deberes con la patria en la aviación militar, apareció por
capítulos en una revista cristiana y, algo después, se convirtió en un éxito
internacional cuando se publicó en forma de libro en 1942. A Tolkien no le gustaban
nada aquellos libros y creía, probablemente con motivos fundados, que Lewis no se
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había tomado el tiempo suficiente para llegar a una comprensión clara de su propia
posición religiosa, que se había apresurado a imprimir sus pensamientos sin haber
dejado que maduraran antes.
Durante todo el resto de la década hasta bien entrados los años cincuenta Lewis
escribió una larga sucesión de libros que fueron grandes éxitos de ventas; todos eran
muy distintos entre sí pero a su vez todos recurrían a la alegoría para describir su
punto de vista en la cuestión religiosa. Tanto Out of the Silent Planet como los libros
de Narnia (empezando por The Lion, the Witch and the Wardrobe) transitan por ese
mismo ámbito de la alegoría religiosa.
Lewis dedicó The Screwtape Letters a Tolkien, y en el ejemplar que le regaló
escribió: «Como pago simbólico de una gran deuda». Pero, irónicamente, a Tolkien la
historia del libro no le interesó lo más mínimo; le parecía manida y compuesta
demasiado deprisa. Sin embargo, la verdadera razón de su rechazo era más de tipo
personal. En muchos sentidos, Tolkien era casi un católico fundamentalista, creía en
la existencia de Satanás y los demonios, y consideraba descabellado arrojar luz sobre
asuntos tan serios.
Pero Tolkien esperó a la publicación del libro más famoso de Lewis, las Crónicas
de Narnia, para dedicarle sus más sarcásticos comentarios. Lewis empezó a leérselas
a Los Inklings en la primavera de 1949. Tolkien había fascinado durante toda la
década al grupo con la lectura de El Señor de los Anillos, llevándolos desde Hobbiton
hasta los límites de Mordor, y ahora Lewis trabajaba en su propia mitología a un
ritmo velocísimo y presentándoles largos escritos que sólo había tardado unos días en
componer. Esta celeridad era una de las cosas que molestaba a Tolkien, pero además
odiaba la historia y le parecía que estaba llena de contradicciones e incoherencias.
Tolkien se aplicaba unos criterios rigurosos, y esperaba de sus amigos esa misma
calidad e integridad.
No disimuló en absoluto su descontento, y en las reuniones se dedicó a declarar
sin ambages que en realidad no le gustaba The Lion, the Witch and the Wardrobe.
Uno de los alumnos de Lewis, Roger Lancelyn Green, acudía esporádicamente a las
reuniones de Los Inklings y pudo escuchar la lectura de Lewis del borrador inicial del
libro en los encuentros a los que Tolkien se negaba a asistir. Una vez en que Tolkien
se topó con Green en la calle y el estudiante empezó a hablarle de Lewis, Tolkien
replicó: «Entiendo que has estado leyendo ese cuento de niños de Jack. A mí es que
no me va, ¿sabes?».[36]
Pero no sólo era que Tolkien se sintiera ofendido por la rapidez con que Lewis
estaba escribiendo su obra. A mediados de los años cuarenta Lewis se había
convertido en un escritor famoso. Sus libros de Screwtape habían vendido casi un
cuarto de millón de ejemplares, y sus novelas de ciencia ficción salían de la imprenta
al ritmo de una al año, otorgándole más fama y reconocimiento mundial. El hobbit
había funcionado muy bien, pero su autor estaba ahora enzarzado en la escritura de
una especie de secuela, y además no podía encontrar editor para el proyecto que
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realmente le importaba, El Silmarillion. A los pocos meses de terminar The Lion, the
Witch and the Wardrobe, Lewis no daba abasto atendiendo las llamadas de los
editores que se disputaban los derechos sobre el libro. Aquello fue como echar sal a
la herida. No es casualidad que aquel mismo octubre terminaran las reuniones de Los
Inklings los jueves en el apartamento de Lewis en el Magdalen, y que el grupo dejara
de verse con tanta frecuencia y formalidad y ya sólo se reuniera en los pubs de
Oxford.
Para añadir otra vuelta de tuerca, Tolkien empezó a sospechar que Lewis le había
«copiado» algunas ideas. Estaba convencido de que había un cierto eco de sus ideas
en los libros de Lewis, y que éste había elaborado y reutilizado algunos de los
nombres creados por él. Un ejemplo de esto sería el «Tinidril» de Lewis, que para
Tolkien era una especie de combinación de su «Idril» y su «Tinúviel». El ejemplar
que Lewis regaló a Tolkien de su Perelandra (Viaje a Venus) contiene una anotación
bastante cáustica escrita a mano por Tolkien: «Una botella de buena cosecha (?)
¡espero!».[37]
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En 1940 tenía ya veintisiete libros escritos. Lewis se fijó en él tras leer su última
obra publicada hasta entonces, The Place of the Lion. En 1939 Williams se había
trasladado a Oxford, donde él, su esposa y su hijo vivieron durante toda la Segunda
Guerra Mundial. A partir de entonces vio mucho a Lewis, cuya amistad y consejo
siempre valoró enormemente. En 1939 escribía a su esposa: «He ido corriendo al
apartamento de C. S. Lewis {…], es un bebedor de té empedernido, bebe té a
cualquier hora del día y de la noche; me dejó preparada una bandeja con té y leche, y
una tetera eléctrica a mano».[40] Para gran disgusto de Tolkien, no tardó en
presentarse a las citas de los lunes en el Eastgate Hotel, que Lewis y Tolkien llevaban
más de diez años disfrutando a sotas.
Lewis se hizo inseparable de Williams casi desde el primer día, y empezó a hacer
campaña a su favor para que le admitieran como lector oficial en la universidad
aunque no tuviera título universitario. Frente a la oposición de prácticamente todos
los sectores, Lewis consiguió su propósito, gracias en gran parte a la preocupante
escasez de profesorado cualificado en los años de la guerra, y fue fundamental años
después para que Williams fuera nombrado doctor honorario de Oxford.
A pesar de los halagos de Lewis, o quizá precisamente por ellos, Tolkien nunca se
sintió del todo a gusto con el nuevo amigo de Jack. Charles Williams tenía fama de
arrogante, de hombre pagado de sí mismo. En compañía de Los Inklings parecía
querer compensar exageradamente la educación fragmentaria que había recibido. A
Tolkien no le interesaba mucho como persona, y como escritor no estaba muy
conforme con él, sobre todo con The Figure of Arthur, una descripción de la leyenda
artúrica.
Por otra parte, parece que Tolkien siempre receló de la posición religiosa y
filosófica de Williams, que en gran medida era diametralmente opuesta a la suya.
Charles Williams era un nido de contradicciones. Era un devoto hijo de la Iglesia de
Inglaterra y, al mismo tiempo, estaba fascinado casi hasta la obsesión por el
misticismo y lo oculto. Había formado parte del grupo místico de la Orden del Alba
Dorado (uno de cuyos miembros era el célebre Aleister Crowley), pero los domingos
acudía a misa y rezaba sus oraciones. Estos dos aspectos de sus intereses filosóficos y
espirituales producían una mezcla interesante cuando se expresaba a través del verso,
pero Tolkien, que desde niño no sentía mucha simpatía por los protestantes, apenas
podía sentirse próximo a uno que además estaba interesado en la tradición hermética,
en la adoración del diablo y en la magia negra.
Peor aún, parece ser que Williams tenía marcadas tendencias sádicas. Aunque,
por lo que se sabe, nunca las expresó físicamente y se decía que era un esposo
entregado, que quería a su esposa Michal y a su hijo Michael, lo cierto es que en su
poesía y en sus novelas Williams se expresaba de una manera muy vivida:
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Me deleitaba pensando en
destrozar su adorable cabeza
con lento artilugio de sutil dolor.[41]
Cuando se combinaban con su atracción por lo oculto, estos impulsos sádicos añadían
una intensidad excitante a su escritura, pero según algunos amigos suyos, a Williams
le costaba controlar sus emociones y sólo con gran esfuerzo lograba refrenar su lado
más oscuro.
Por todo lo dicho, habría sido difícil que Tolkien y Williams se hicieran amigos,
incluso al margen de la complicación de sus respectivas relaciones con Lewis. (Es
evidente que Tolkien se sentía celoso y pensaba que Williams quería usurparle el
puesto.) Como mucho, se toleraban. El paso del tiempo no mejoró su relación.
Durante unos seis años se vieron un par de noches por semana, pero nunca se fiaron
uno del otro, y Tolkien solía sentirse bastante incómodo en presencia de Williams.
Parece que Lewis no se sintió afectado por la situación. Le encantaba la
personalidad límite de Williams y le fascinaba su intelecto. De hecho, da la impresión
de que Lewis vivió convencido de que todos sus amigos sentían lo mismo que él
hacia Williams. «En 1939 Williams era ya tan querido por todos mis amigos de
Oxford como por mí mismo», escribió.[42] Esta frase corresponde a un ensayo de
Lewis que formaba parte de una antología conmemorativa escrita por algunos de Los
Inklings y sus amigos, titulada Essays Presented to Charles Williams y publicada en
1947 (dos años después del fallecimiento de Williams). En un comentario que
Tolkien añadió a su ejemplar del libro, en el que, irónicamente, él mismo también
había colaborado, se percibe algo de la intolerancia que sentía hacia Williams. En un
margen escribió: «¡De eso nada! En todo caso, casi no le había visto hasta que vino a
vivir a Oxford».
Aunque Tolkien solía hacer caso omiso del entusiasmo de Lewis o directamente
le llevaba la contraria, aunque consideraba a su amigo como un hombre muy
impresionable y no muy diestro a la hora de discernir cómo era la gente, al mismo
tiempo sabía de su perfeccionismo y de lo importante que era para él la exactitud en
los términos, sobre todo cuando se trataba de un texto para publicar. Sin embargo,
Tolkien hizo este comentario en una época en que su amistad con Lewis atravesaba
casi los peores momentos. De todos modos, también es posible que derivara de un
sentimiento personal muy fuerte. Muchos años después Tolkien decía a un periodista,
al respecto de Williams: «He leído muchos de sus libros, pero no me gustan No
conocí muy bien a Charles Williams».[43]
A finales de los años cuarenta apenas quedaba algo de la amistad Tolkien-Lewis.
Sus respectivos puntos de vista sobre la cuestión religiosa alejaron a Jack y Tollers, y
además Tolkien estaba enojado por el éxito comercial de Lewis. Pero si la
introducción de Charles Williams en su relación había causado mucho rencor y
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debilitó su amistad, en 1952, un año después de la muerte de Janie Moore, Lewis
puso fin a la historia al conocer y enamorarse de Joy Gresham.
Esta nueva persona que había irrumpido repentinamente en la vida de Lewis
acabó con los últimos vestigios de su vieja amistad con Tolkien. Joy Gresham era una
escritora de cierto éxito. Estaba casada con el también escritor Bill Gresham, un
exalcohólico. Como Lewis, Joy había experimentado una conversión religiosa. En
1952 visitó Inglaterra, y fue entonces cuando conoció a Lewis. Enseguida se hicieron
muy amigos y se enamoraron. Joy regresó a Estados Unidos para obtener el divorcio
y volvió a Inglaterra con sus dos hijos, instalándose en The Kilns como la amante de
Lewis.
Cuatro años después se casaron en la oficina del Registro Civil de Oxford. Al
enlace no acudió ninguno de los amigos de Lewis, muchos de los cuales (Tolkien
entre ellos) se enteraron por The Times. Parece ser que Tolkien se molestó mucho
porque Lewis no se lo hubiera dicho personalmente.
Por aquel entonces, Lewis sabía ya que nunca podría recuperar la cálida amistad
que había cultivado con Tolkien en otros tiempos. Entre ellos se abría ahora un
océano de rencores, y Lewis sabía cómo habría reaccionado su viejo amigo ante su
decisión de casarse. Tolkien casi no conocía a Joy Gresham pero, por muchas
razones, no le gustaba en absoluto. En primer lugar, era una mujer directa,
independiente y de carácter fuerte, es decir, el opuesto del prototipo de mujer que
podría gustar a Tolkien. Estaba divorciada y tenía dos hijos pequeños; era judía pero
acababa de convertirse a la Iglesia Presbiteriana, una doctrina ortodoxa en el extremo
opuesto del catolicismo de Tolkien. Y, peor aún, estaba empezando a escribir libros
del estilo de los de Lewis, echando así más leña a lo que Tolkien consideraba
propaganda protestante. Paradójicamente, Edith Tolkien se hizo muy amiga de Joy
Gresham.
En la época de la boda de Jack y Joy, Tolkien sólo veía a su otrora gran amigo en
muy contadas ocasiones. En 1954 Lewis asumió la Cátedra de Inglés Medieval y
Renacentista de Cambrigde, por lo que frecuentaba poco Oxford. Mantuvo una
relación cordial con Tolkien e incluso escribió una reseña vibrante sobre El Señor de
los Anillos, que había leído por primera vez en forma de manuscrito cuando, en uno
de los últimos momentos de su íntima amistad, a finales de 1949, Tolkien se lo había
prestado para conocer su opinión. Incluso cuando murió Joy en 1960, un hecho que
dejó devastado a Lewis, los dos viejos amigos no fueron capaces de suavizar sus
sentimientos recíprocos y nunca hicieron nada por reencontrarse.
Cuando Lewis falleció, en noviembre de 1963, Tolkien rechazó todas las
peticiones que recibió para escribir una necrológica sobre él, y se negó a colaborar en
una antología de sus ensayos que se estaba preparando en su memoria. Muy pocas
veces mencionó a Lewis. El único comentario documentado que se conserva sobre el
final de su larga amistad es una referencia bastante mordaz en una carta escrita poco
después de la muerte de Lewis: «Primero nos separó la repentina aparición de Charles
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Williams, y luego su matrimonio».[44]
Un triste comentario sobre una amistad tan productiva como intensa, una amistad
que les hizo mejores hombres.
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Fotografías
La madre de Tolkien alquiló esta casa en Sarehole, cerca de Birmingham, entre 1896 y 1900.
La primera Guerra Mundial. Las experiencias de Tolkien como soldado tuvieron una gran influencia sobre su
vida. Dos de sus mejores amigos murieron en las trincheras.
Leeds en los años veinte. Tolkien enseño en su universidad durante algunos años.
C. S. Lewis.
Tolkien en 1935.
Tolkien.
Para Tolkien, los años treinta y cuarenta fueron las décadas más creativas de su vida.
Fueron los años en que florecieron sus ideas, inspiraciones y obra literaria. Fueron los
años en que aquellas ideas sueltas e inconexas para cuentos infantiles se moldearon
hasta cobrar una forma que llegaría a un público mucho más amplio. Fue también la
época en que afianzó de una vez por todas su carrera de escritor.
No se sabe exactamente cuándo empezó a escribir El hobbit. Ni siquiera lo sabía
el propio Tolkien. Como había pasado con El señor Bliss, Roverandom o Cartas de
Papá Noel, empezó siendo un cuento infantil para contar a los niños a la hora de
dormir. Suponemos que tras la inspiración inicial de aquel momento en que estaba
corrigiendo exámenes, Tolkien posiblemente le dio vueltas a la idea y dejó que
floreciera como cuento oral, que a continuación puso por escrito. En 1937, meses
después de la primera edición de El hobbit, Christopher Tolkien mencionó en su carta
a Papá Noel que su padre les había leído El hobbit a sus hijos años atrás, y que sólo le
faltaba el final por pasar a máquina. Este comentario de su hijo queda confirmado por
el hecho de que, antes del nacimiento de Los Inklings, cuando Los Coalbiters se
reunían para leerse sagas islandesas, Tolkien prestó a Lewis el manuscrito excepto los
capítulos finales. Por eso podemos concluir que la concepción original del libro data
en torno a 1931.
Después de la propia familia de Tolkien, Lewis debió de ser la primera persona
que leyó la historia de El hobbit. Se sintió fascinado desde el primer momento. En
una carta a su amigo Arthur Greeves decía lo siguiente:
Desde que empezó el curso, estoy leyendo con deleite un cuento infantil escrito por Tolkien. Te he hablado de él
en otras ocasiones: este hombre que, si el destino lo hubiera querido, habría podido ser el tercero en nuestra
amistad de los viejos tiempos, porque también él creció con W. Morris y George Macdonald. Ha sido muy curioso
leer este cuento. Es exactamente lo a que ti y a mí nos hubiera encantado escribir (o leer) en 1916, da la sensación
de que no es una invención suya, sino que se ha limitado a describir ese mismo mundo al que tenemos acceso
nosotros […]. Otra cosa muy diferente es si es o no es realmente bueno y, más aún, si tendrá éxito entre los niños
de ahora.[45]
La infancia de Tolkien, los libros que leyó de niño, sus juegos llenos de fantasía e
imaginación fueron una importante fuente de inspiración para El hobbit. En un nivel
superficial podemos encontrar pistas e indicadores que nos hablan de aquellos años
de infancia: tía Jane vivía en una casa en el campo, en Worcestershire, que los
lugareños conocían como «Bag End», y en los cuentos de Andrew Lang aparecían
muchos dragones. Tolkien había escrito sobre dragones en sus primeros cuentos
infantiles, los que escribió cuando era profesor en Leeds. Más significativa es la serie
de poemas que tituló «Cuentos y Canciones de Bimble Bay», uno de los cuales, «La
visita del dragón», describía el ataque de un dragón a Bimble Bay mientras éste
Al cabo de una semana, George Allen and Unwin escribía a Tolkien para informarle
de que les gustaría publicar su libro.
Tolkien le había proporcionado a Susan Dagnall una serie de mapas que debían
acompañar el original. Los editores pensaron que algunos de ellos sí podrían aparecer
en la versión definitiva, pero Tolkien tenía grandes y arriesgadas ideas para su libro
que los editores consideraron imposibles de llevar a la práctica. Por ejemplo, hubo
que rehacer los mapas porque los originales contenían demasiados colores. También
quería que apareciera al final del libro un mapa general de la parte de la Tierra Media
en la que se desarrolla la historia, y un mapa de Thror que habría que insertar entre el
texto del primer capítulo. Tolkien llegó incluso a sugerir, con bastante ingenuidad por
su parte, que se imprimiera usando tinta invisible para que sólo emergiera cuando se
expusiera a la luz.
También envió a la editorial una serie de ilustraciones para el libro, con una nota
que decía: «Estos dibujos demuestran que el autor no sabe pintar».[48] Sin embargo, a
pesar de su autocrítica, los editores y el propio Stanley Unwin consideraron que los
dibujos de Tolkien eran muy buenos y le contestaron que querían usar ocho de ellos
para imprimirlos en blanco y negro.
En febrero estaban listas las pruebas de El hobbit Tolkien pudo revisarlas en su
estudio, en Northmoor Road. Siendo tan meticuloso como era, y con una tendencia a
retocar una y otra vez sus escritos, la revisión de las pruebas no fue cosa fácil. En
Unos días antes Lewis publicó otra reseña en el Times Literary Supplement, en la que
declaraba: «Ninguna Receta para cuentos infantiles le proporcionará al lector unas
criaturas tan arraigadas en su propio terruño y en su historia como las del profesor
Tolkien, el cual, obviamente, sabe mucho más sobre ellos que lo que aparece en su
cuento».[53]
Tal vez temiendo que se revelara la identidad del crítico y que se sospechara de su
imparcialidad, Tolkien les dijo a todos los que sabían que la había escrito su amigo
Jack que era el hombre más escrupulosamente honesto que había conocido en su
vida, que sus sentimientos siempre eran genuinos y que no habría escrito esa reseña si
no hubiera creído en ello y sólo para promocionar la venta del libro. Sin duda era
cierto, Lewis siempre alabó el libro, incluso después de que se enfriara la amistad
entre ellos. En su libro Of This and Other Worlds, escrito a finales de los años treinta,
dijo de El hobbit:
Hay que recordar que se trata de un libro infantil sólo en el sentido de que la primera de sus muchas lecturas
puede hacerse en la infancia. Los niños leen Alicia con cara seria, y los adultos con risas. Por su parte, El hobbit
será más divertido para los lectores más jóvenes, y a los pocos años, al cabo de la décima o vigésima lectura,
empezarán a darse cuenta de la diestra erudición y de la profunda reflexión que han hecho falta para crear algo tan
maduro, tan amable y, a su manera, tan verdadero. Es difícil hacer predicciones, pero El hobbit tiene todas las
posibilidades de convertirse en un clásico.[54]
El hobbit apareció en una época problemática. Por supuesto, todas las épocas lo han
sido, pero durante el otoño de 1937, menos de veinte años después de la carnicería
que fue la Gran Guerra, el mundo civilizado volvía a asomarse al abismo. En
primavera, la ciudad española de Guernica quedaba derruida tras un ataque fascista y
en septiembre Japón arrasaba Shangai causando la muerte a varios miles de personas.
Quizá por eso tuvo éxito el libro de Tolkien, porque ofrecía una realidad alternativa,
un mundo que parecía «real» porque contenía violencia e intriga, bien y mal, pero
dentro de un universo que desconocía las bombas, los morteros, los bombardeos y los
nazis desfilando al paso de la oca.
Si 1937 fue una sucesión de horrores, el año siguiente no fue muy diferente.
Algunos trataban de convencerse de que no se desataría una conflagración mundial y
no se repetirían los terribles errores de la generación anterior, pero la inmensa
mayoría sabía que la guerra era ya inevitable. En septiembre de 1938 un débil y poco
realista primer ministro Neville Chamberlain se entrevistaba con Hitler y volvía a
casa diciendo que habría «paz en nuestros días». Cinco días después Hitler invadió
Checoslovaquia. En respuesta al ataque, Gran Bretaña y Francia iniciaron el rearme.
La angustia y el miedo se cada vez más palpables. Al cabo de doce meses Gran
Bretaña estaba en guerra con Alemania, y esta vez el campo de batalla ocupaba todo
el suelo europeo.
Oxford salió mejor parada de la Segunda Guerra Mundial que la mayoría de las
ciudades británicas. Hitler la consideraba un lugar tan hermoso, que quiso dejarla
intacta costara lo que costara. Incluso la designó como futura sede de su gobierno. De
este modo, gracias a un curioso pacto entre naciones en guerra, al inicio de la
contienda se acordó que la Luftwaffe respetaría Oxford y Cambridge a cambio de que
la RAF no bombardeara Heidelberg ni Gotinga.
Pero los habitantes de Oxford sí sufrieron muchas de las privaciones a las que se
vio sometido el resto del país. Había escasez de alimentos y racionamientos de
combustible, y nadie podía estar del todo seguro de que Hitler fuese a cumplir su
palabra. Aun así, Oxford era considerada como una especie de refugio seguro. Estaba
lejos de la costa, por lo que no era fácil que los bombarderos alemanes la alcanzaran.
En el caso de una posible invasión, habría sido uno de los últimos lugares en caer.
Desde Londres y otros puntos del país llegaron a la ciudad, en tren, los tesoros
nacionales y antes del Blitz veinte mil mujeres y niños fueron evacuados hacia
Oxford y las poblaciones aledañas.
Los Tolkien dieron cobijo a varios evacuados, que se instalaron en los dormitorios
que ya habían quedado vados en su espaciosa casa de Northmoor Road. De los hijos,
Este libro es como un relámpago en medio de un cielo sin nubes. Afirmar que con él el roman heroico, magnífico,
elocuente, honroso, reaparece de pronto en una época casi patológicamente antirromántica, no sería del todo
exacto […]. Probablemente ningún otro libro de todo el mundo ejemplifica de manera tan radical lo que su autor
ha denominado la «recreación».[72]
Este fragmento pertenece a una de las primeras reseñas literarias sobre El Señor de
los Anillos. Lo escribió el amigo de Tolkien, C. S. Lewis, quien en privado aún era
más entusiasta en sus alabanzas, y que llegó a decir que El Señor de los Anillos era
tan largo como la Biblia pero que no le sobraba ni una coma.
Al poco tiempo empezaron a publicarse más reseñas y críticas del libro, un flujo
incesante de comentarios y opiniones sobre la gran obra de Tolkien que ha ido
aumentando a lo largo de los años.
Desde luego, Lewis no fue el único que consideró el libro de Tolkien como una
verdadera obra maestra. El crítico literario del Manchester Guardian declaró que era
«[…] uno de esos cuentacuentos natos que deja perplejos a los lectores, los cuales,
como niños, desean que la historia siga y siga».[73] En Country Life el crítico Howard
Spring le alababa de esta manera: «Esto es una obra de arte […]. Posee invención,
fantasía e imaginación y una profunda parábola sobre la lucha eterna del hombre
contra el mal».[74] Y más elogios en Truth, que publicó una crítica firmada por A. E.
Cherryman en la que decía: «Es una obra asombrosa. El autor ha aportado algo
completamente nuevo al mundo de la literatura, un hito en la historia misma de la
literatura».[75] Y, más cerca de Tolkien, el crítico del Oxford Times expresaba de
manera profètica; «Los rigurosamente prácticos no tendrán tiempo para leerlo. Los
que aún conserven imaginación se encontrarán totalmente transportados por la
historia hasta sentirse partícipes de la azarosa aventura, e incluso lamentarán que sólo
haya dos libros más por aparecer».[76]
Otro de los primeros conversos fue Bernard Levin, que consideró El Señor de los
Anillos como «una de las obras más importantes de la literatura de nuestro tiempo y
de todos los tiempos. En esta época atormentada resulta reconfortante que alguien nos
asegure de nuevo que los mansos heredarán la Tierra».[77]
Pero hubo otros críticos que no se mostraron tan impresionados. En el Daily
Telegraph Peter Green tildaba el libro de «obra amorfa» que «[…] divaga entre los
prerrafaelitas y la literatura típica del Boy’s Own Paper[78]»,[79] Mientras, en el
Sunday Times el crítico literario se preguntaba si el libro estaba pensado para que lo
disfrutaran los «niños listos» y nada más. Pero de todos los críticos contrarios a
Tolkien, el más recalcitrante fue el del Observer; Edwin Muir, que consideraba el
libro como una obra «importante» pero criticaba al autor porque «[…] sus buenos son
El escritor estadounidense Edmund Wilson, muy célebre en aquella época, fue mucho
más implacable al escribir que El Señor de los Anillos era una «sarta de tonterías» y
una «bobada juvenil», y añadió el imprudente comentario de que, en su opinión, ese
libro sólo resultaría atractivo para el lector británico.[85]
Está claro que, desde el momento de su aparición, El Señor de los Anillos
Desde todos los puntos de vista podría decirse que El Señor de los Anillos fue todo un
éxito, pero una curiosa serie de acontecimientos encadenados convirtió este libro
meramente «de éxito» en un fenómeno internacional.
A comienzos de 1965 el personal de una editorial estadounidense llamada Ace
Books empezó a fijarse en que El Señor de los Anillos era el número uno entre los
estudiantes universitarios, sobre todo en California. Y descubrieron que la editorial de
Tolkien, Houghton Mifflin (de Boston) había, al parecer, violado la ley de propiedad
intelectual al importar una cantidad superior a la establecida por estatuto de pliegos
de imprenta de los editores británicos. Así pues, Ace decidió arriesgarse y publicar lo
que vendría a ser una versión pirata de El Señor de los Anillos.
Poco antes de que la edición estuviera lista para su envío, Houghton Mifflin se
enteró de lo que estaba pasando y contactó con George Allen and Unwin en Londres.
Un enfurecido Rayner Unwin se dio cuenta de que Houghton Mifflin tendría que
realizar una nueva edición de bolsillo lo antes posible, pero que para ello había que
revisar dicha edición. Unwin se trasladó inmediatamente a Oxford para explicarle a
A finales de los años sesenta, el periodista Nigel Walmsley escribió lo siguiente sobre
El Señor de los Anillos:
La popularidad de El Señor de los Anillos estuvo ligada al grupo que con más probabilidades podía garantizar su
fama: el sector juvenil, los jóvenes desafectos de la clase media de la sociedad occidental industrializada de
mediados de los años sesenta. Este libro fue una influencia seminal en la subcultura popular de dicho período, un
artefacto tan atractivo comercialmente como los discos de Bob Dylan.
muchos criticarán su visión del libro. Pero Jackson ha dicho: «Mi intención es hacer
el tipo de película que le hubiera gustado al propio Tolkien. Pero hacerlo con
integridad significa para mí hacer una película de Peter Jackson, es decir, mi propia
versión personal de un clásico de la literatura británica lleno de pasión».[133]
Meses antes del estreno se percibe que la excitación va en aumento día tras día.
En 2000 el primer avance de la película fue descargado de internet 1,7 millones de
veces. En el verano de 2001 se creó la página oficial de la película, y sólo en su
primera semana de existencia recibió 62 millones de visitas. En algunos cines en los
que se proyectaba Pearl Harbor pudo verse un tráiler de 90 segundos y, según los
editores de Tolkien, cada vez que se mostraba, las ventas de El Señor de los Anillos
aumentaban sensiblemente. En la recta final hacia el estreno de la película, los
periódicos de Estados Unidos y Reino Unido hablan de aumentos impresionantes en
las ventas de los diferentes libros de Tolkien. Seis meses antes del gran día se han
vendido sólo en Estados Unidos 250.000 ejemplares de una edición especial de El
Señor de los Anillos publicada con motivo de la película, y la colección de diez CDs
con una duración total de 13 horas que contiene la versión leída del libro, puesta a la
venta a un precio de 70 dólares, ha supuesto un rotundo éxito en la sección de libros
con soporte de audio. Un representante de Ballantine, la editorial norteamericana
responsable de la edición de bolsillo de la obra de Tolkien, informa de que «las
ventas están rompiendo todas las previsiones».[134] Y hay también indicadores de que
las legiones de seguidores de Harry Potter, en su mayoría niños y niñas de entre 7 y
14 años, están descubriendo a Tolkien por primera vez.
Naturalmente, todos estos datos suponen un magnífico pronóstico para el éxito
comercial de la película. Además, un éxito de taquilla va a obrar milagros en el
estado financiero del patrimonio Tolkien. Los derechos fueron vendidos hace ya
mucho tiempo y sólo una pequeña parte de los beneficios que den la película y las
ventas promocionales relacionadas con ella irán a parar a los descendientes de
Tolkien, pero se espera que en los próximos años las ventas anuales de El Señor de
los Anillos y de sus otras obras se incrementen de manera astronómica. Dado que el
pacto sobre la división de los beneficios que selló Tolkien con Rayner Unwin en 1952
sigue vigente, el patrimonio de Tolkien aumenta con la venta de cada ejemplar mucho
más que si se hubiera negociado por el sistema habitual de derechos de autor.
De todos modos, cuando la familia de Tolkien vea la película (si es que decide
hacerlo), lo más seguro es que le desagrade más que a nadie. El propio Tolkien nunca
se fió de Hollywood y desautorizó todos los intentos de usar su obra para el cine. Su
albacea literario, Christopher Tolkien, no tiene ninguna vinculación ni con la película
The Hobbit: or There and Bach Again, George Allen and Unwin, Londres, 1937.
Leaf By Niggle, publicado por primera vez en The Dublin Review, enero de 1945. (Y
publicado, junto con On Fairy-stories, con el titulo de Tree and Leaf, George
Allen and Unwin, Londres, 1964.)
Farmer Giles of Ham, George Allen and Unwin, Londres, 1949.
The Fellowship of the Ring: being the First Part of The Lord of the Rings, George
Allen and Unwin, Londres, 1954.
The Two Towers: being the Second part of The Lord of the Rings, George Allen and
Unwin, Londres, 1954.
The Return of the King: being the Third part of The Lord of the Rings, George Allen
and Unwin, Londres, 1955.
The Adventures of Tom Bombadil and other verses from the Red Book, George Allen
and Unwin, Londres, 1962.
Poemas «Once Upon a Time» y «The Dragon s Visit» in Winter’s Tales for Children:
I, editado por Caroline Hillier, Macmillan, Londres, 1965.
Smith of Wootton Major. George Allen and Unwin, Londres, 1967.
The Road Goes Ever On: A Song Cycle. Poemas de J. R. R. Tolkien musicados por
Donald Swann, George Allen and Unwin, Londres, 1967.
The Father Christmas Letters, editadas por Baillie Tolkien, George Allen and Unwin,
Londres, 1976.
The Silmarillion, editado por Christopher Tolkien, George Allen and Unwin, Londres,
1977.
Pictures by J. R. R. Tolkien, prefacio y notas de Christopher Tolkien, George Allen
and Unwin, Londres, 1979.
Unfinished Tales of Númenor and Middle-earth, editado por Christopher Tolkien,
George Allen and Unwin, Londres, 1980.
Mr Bliss, George Alien and Unwin, Londres, 1982.
The Monsters and the Critics and Other Essays, editado por Christopher Tolkien,
George Allen and Unwin, Londres, 1983.
The History of Middle-earth. Doce volúmenes, todos editados por
ChristopherTolkien.
I. The Book of Lost Tales, Part One, George Allen and Unwin, Londres, 1983.
II. The Book of Lost Tales, Part Two, George Allen and Unwin, Londres, 1984.
III. The Lays of Beleriand, George Allen and Unwin, Londres, 1985.
IV. The Shaping of Middle-earth: The Quenta, the Ambarkanta, and the Annals,
George Allen and Unwin, Londres, 1986.
ISAACS, NEIL Y ROSE A. ZIMBARDO (eds.), Tolkien and the Critics: Essays on J.
R. R. Tolkien’s The Lord of the Rings, University of Notre Dame Press, Notre
Dame y Londres, 1968.
KILBY, CLYDE, Tolkien and The Silmarillion, Harold Shaw Publishers, Estados
Unidos, 1976.
KOCHER, PAUL H., Master of Middle-earth: The Fiction of J. R. R. Tolkien,
Houghton Mifflin, Boston, Estados Unidos, 1972.
LOBDELL, JARAD (ed.), Guide to the Names in The Lord of the Rings, A Tolkien
Compass, Open Court, La Salle, Illinois, Estados Unidos, 1975.
PEARCE, JOSEPH, Tolkien. Man and Myth: A Literary Life, HarperCollins, Londres,
1998. [Tolkien: hombre y mito, Ediciones Minotauro, 2000.]
OTRAS REFERENCIAS
HOOPER, WALTER (ed.), Of Other Worlds: Essays and Stories, Geoffrey Bles,
Londres, 1966.
WILLIAMS, CHARLES, All Hallows Eve, Faber and Faber, Londres, 1945.
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once de la mañana en la puerta de la librería Blackwell, en Broad Street (Oxford).