JB Fuentes Parerga 2, 2020.

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«Las raíces antropológicas

de la agonía de Occidente»
Juan Bautista Fuentes Ortega
(Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid)
Resumen: Se concibe a la civilización occidental mediante la idea de comu-
nidad universal histórica al objeto de analizar las fases de la formación de dicha
civilización y de su ulterior decadencia hasta llegar a su actual estado de agonía.
Las principales fases de dicha formación serían éstas: primero, la instaurada por
el derecho romano debido a su carácter consuetudinario y universal, y segun-
do, la conformada por la teología moral católica en cuanto que basada en las
ideas de enmienda y perdón. Y las fases de la decadencia serían éstas: primero,
la introducida por la reforma protestante, en cuanto que acaba con la idea de
enmienda y con ello da paso a un tipo humano utilitario y particularista y a las
religiones nacionales de cada estado moderno. Y segunda, la forma industrial
de vida, que de entrada acentúa el modo de ser utilitario y particularista y que
acaba por generar un clima moral de maldad e imbecilidad que culmina en el
espíritu de la aniquilación.
Por último se sugiere la posibilidad de una regeneración de la comunidad
universal a partir de la educación en el perdón como facultad específica de la
mujer.
Palabras clave: Civilización Occidental, Comunidad Universal Histórica,
Derecho Romano Consuetudinario y Universal, Teología Moral Católica, En-
mienda y Perdón, Reforma Protestante, Particularismo y Utilitarismo, Religio-
nes Nacionales y Estados Modernos, Forma industrial de vida, Crecimiento
del Particularismo y del Utilitarismo, Clima moral de Maldad, Imbecilidad y
Espíritu de Aniquilación, El Perdón como Facultad de la Mujer y la posible
Regeneración de Occidente.
Abstract: Western civilization is conceived through the idea of a​​ historical
universal community in order to analyze the phases of the formation of said
civilization and its subsequent decline until reaching its current state of agony.
The main phases of this formation would be these: first, that established by
Roman law due to its customary and universal character, and second, that
formed by Catholic moral theology as based on the ideas of amendment
and forgiveness. And the phases of decadence would be these: first, the one
​​
introduced by the Protestant reform, insofar as it ends the idea of amendment
and thereby gives way to a utilitarian and particularistic human type and to
the national religions of each modern state. And second, the industrial way of
life, which at the outset accentuates the utilitarian and particularistic way of
being and which ends up generating a moral climate of evil and imbecility that
culminates in the spirit of annihilation.
Finally, the possibility of a regeneration of the universal community is
suggested starting from education in forgiveness as a specific faculty of women.
Keywords: Western Civilization, Historical Universal Community,
Universal and Customary Roman Law, Catholic Moral Theology, Amendment
and Forgiveness, Protestant Reformation, Particularism and Utilitarianism,
National Religions and Modern States, Industrial way of life, Growth of
Particularism and Utilitarianism, Climate morality of Evil, Imbecility and the
Spirit of Annihilation, Forgiveness as a Faculty of Women and the possible
Regeneration of the West.

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

“…el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. De ma-


nera que no es mucho el que sus agentes se disfracen a su
vez de agentes de justicia” (Segunda carta del apóstol Pablo
a los Corintios, II: 14-15).

“…conversando con un teólogo:

— el Mal aparece siempre primero como Lucifer, lue-


go se metamorfosea en Diablo, y acaba mostrándose como
Satanás. Es la progresión que va del Portador de la Luz al
Disgregador y luego al Aniquilador” (E. Jünger, Radiaciones,
Primer diario de París, anotación del 4 de enero de 1942 —p.
265 de la edición española de 1989).

0. “Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente”: he aquí una cuestión


de una envergadura y complejidad tales que su mera formulación ya impresio-
na. Voy a intentar sin embargo afrontarla en el marco de un ensayo rápido y
relativamente breve, que, aunque desborda, y ampliamente, los límites de es-
pacio que últimamente son obligados en los artículos de las llamadas “revistas
científicas”, los editores de la revista Parerga tienen la generosidad de acoger
como un artículo más. Por lo demás, si ya fui capaz de abordar, mal que bien,
aunque me temo que más mal que bien, una cuestión como ésta y con el mis-
mo título en el marco mucho más restringido de una lección temporalmente
muy acotada de un curso de la Universidad Menéndez Pelayo en septiembre
del pasado año1, confío en poder hacerlo ahora algo mejor al disponer de una
holgura notablemente mayor para desarrollar y mejorar mi argumento.

Nota: El presente artículo está escrito por voluntad de su autor siguiendo la antigua norma de la
RAE en relación a la acentuación de los demostrativos y el adverbio “sólo”: se acentúan los demos-
trativos en función de pronombres para distinguirlos de los determinantes y el adverbio “sólo” para
distinguirlo del adjetivo.

1 El presente ensayo tiene su origen en efecto en una conferencia dada el 14 de septiembre de 2019
en el marco de un curso organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en su sede de
Cartagena sobre el tema: ¿Crisis de la democracia o agonía de Occidente?, conferencia que llevaba el
mismo título que este escrito.

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Juan Bautista Fuentes

Y bien: ¿cómo empezar a tratar una cuestión como ésta?

1. Una forma de hacerlo sería la siguiente: comenzando por señalar que yo


sí creo que hay razones para hablar de una naturaleza humana, aunque como
la palabra “naturaleza” es tan equívoca, se dice en tantos y tan diversos senti-
dos, voy a preferir decir por el momento “condición”. Pero cuando digo “con-
dición” lo digo en un sentido radical, o sea constitutivo, como una condición
trascendental al ser humano. Ahora bien, que sea trascendental no quiere decir
que sea estática, o fija, o sustancial, sino más bien otra cosa algo más compleja.
A mi juicio, dicha condición constitutiva incorpora, y de suyo, la procesuali-
dad, o sea la temporalidad social en que consiste la historicidad. Desde hace
años vengo intentando romper esta contraposición entre una supuesta esencia
humana que fuese pre o ultra o supra histórica, y una historicidad que, por lo
mismo y correlativamente, parece que no podría sino ser pensada de un modo
relativista o meramente contingente, y ello sin necesidad a su vez de asumir,
a la manera de Hegel, una idea de la historicidad que supusiese precontenida
en su germen su culminación definitiva y total. Y lo he intentado mediante
la construcción de la idea de la estructura espacialmente triposicional y por ello
temporalmente en subjuntivo de las relaciones sociales humanas en cuanto que
estructura virtualmente recurrente en principio de un modo ilimitado. Se trata
ciertamente de la idea que constituye la matriz de mi antropología filosófica,
y que inevitablemente posee una cierta complejidad, pero que aquí no podré
más que apuntar en su arquitectura más general.

Pues bien: sostengo que empieza a haber realidades humanas allí donde se
cumpla la siguiente condición. Ahora bien, y antes de seguir, debo decir que ya
al usar, como acabo de hacer, la forma verbal “empieza” estoy inevitablemente
implicando una cuestión de una notable envergadura, que por lo menos ahora
quisiera evitar, como es la cuestión de la antropogénesis que ciertamente se ve
requerida por mi idea antropológica matricial. Y este problema de la antropo-
génesis nos remite, claro está, al de la evolución. Y al respecto me voy a limi-
tar a apuntar que creo que se puede sostener una posición evolucionista que
entienda que la antropogénesis es un proceso filogenético cuyo resultado, a la
vez que requiere de una inevitable continuidad genética con formas vivientes
precedentes, supone una discontinuidad estructural y funcional irreductible
con respecto a cualesquiera otras posibles formas y gradaciones evolutivas an-

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

teriores a cualquier escala comparativa que éstas se consideren. Pero como


digo quiero poner ahora en suspenso esta cuestión para limitarme a apuntar
sencillamente esto: que la condición a la que me refería y que ahora esbozaré
ha de considerarse en todo caso como aquel resultado evolutivo a partir del
cual podemos empezar a hablar como decía de realidades humanas.

Y dicha condición consistiría en esto: en que para cualquier par o díada


de individuos vivientes sensoriales y operatorios, sujetos vivientes por tanto
de experiencia y acción, que se encuentren mutuamente co-presentes en el
mismo espacio sensorial, habrá de ser condición constitutiva imprescindible
del resultado y la eficacia de sus cooperaciones contar con las cooperaciones
de una tercera díada de individuos a su vez por su parte mutuamente copre-
sentes sensorialmente, pero que no se encuentren sensorialmente presentes
en el espacio de partida que estamos considerando. Se trata, por tanto, de la
dependencia mutua entre unas cooperaciones sensorialmente copresentes y
las cooperaciones asimismo sensorialmente copresentes de otros que no se
encuentran en el espacio sensorial copresente del grupo que consideramos de
partida. Y es esta interdependencia mutua entre cooperadores espacialmente
ausentes la que implica a su vez una relación temporal entre ellos, como decía,
en subjuntivo, que no en indicativo, en la medida en que el resultado de las
cooperaciones de cada díada depende de lo que pueda que (como se ve, en sub-
juntivo) sea, o vaya a ser o haya sido (de nuevo, en subjuntivo), el caso por lo
que respecta a las cooperaciones de la otra díada ausente, de suerte que en cada
caso y para cada díada será preciso que la otra díada cumpla, o vaya a cumplir
o haya cumplido, con sus cooperaciones, pudiendo sin embargo, y aquí está
como ahora veremos la clave moral de esta interdependencia, no hacerlo, o no
haberlo hecho o no llegar a hacerlo.

2. Y de esta singular condición espacio-temporal podremos deducir, según


sostengo, ni más ni menos que las características trascendentales de la propia
condición humana. Para empezar, la necesidad del trabajo y de su dignidad
intrínseca y, junto con ello, precisamente la necesidad del lenguaje, y asimis-
mo, por lo que respecta al trabajo, podremos extraer una consecuencia moral
fundamental, como es la de que dicha interdependencia entre ausentes ni se
reduce ni está en principio asegurada por lo que, sin embargo, y a su vez, tiene
que ser su medio tecno-económico imprescindible de sostén.

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Muy en esquema: Comienzo por decir dos palabras sobre la necesidad del
trabajo. La única manera como cada grupo cooperador copresente podrá lle-
gar a contar con las cooperaciones de otros terceros grupos ausentes (y ya se ve
que al hablar en plural de estos otros terceros grupos estoy apuntando a la con-
dición virtualmente recurrente en principio de modo ilimitado de esas “terce-
ras posiciones”), esa única manera, decía, tendrá lugar cuando cada grupo, por
su parte, deje como resultado de sus cooperaciones efectivos resultados restantes
u objetivos, es decir, formalmente susceptibles de desprenderse de las manos de
quienes los han elaborado al objeto de poder transitar y llegar a ser puestos a
disposición de las cooperaciones de terceros grupos ausentes capaces de usarlos
o disfrutarlos, a la vez que y por ello cada grupo podrá llegar a usar o disfrutar
cooperativamente de las obras resultantes de las cooperaciones de los demás
grupos ausentes. Y en esto radica justamente el significado específicamente
humano del trabajo, un significado que de algún modo pudo inicialmente en-
trever Marx, aun cuando al final acabara desvirtuando su propio atisbo inicial
al reducir el trabajo a su momento meramente económico y técnico (del que
ahora hablaremos), a diferencia en esto, por ejemplo, de la sutileza con la que
Chesterton sí supo apreciar mejor este significado cuando decía que en lo que
más se parece el hombre a Dios es en que imita de alguna manera su capaci-
dad de crear mediante su capacidad de trabajar, y precisamente en cuanto que
las obras de este trabajo van dirigidas a ser disfrutadas por otros distintos de
quienes las han elaborado, como una especie, en efecto, de regalo, como ahora
vamos a ver, a la manera como Chesterton entiende que Dios ha creado la
Naturaleza como regalo puesto al cuidado del hombre. Y aquí reside a su vez,
a mi juicio, uno de los secretos, y luego veremos cuál es el otro, de la singulari-
dad de la corporalidad humana: si no tuviésemos cuerpos, y no ya cualesquiera
cuerpos vivientes, sino precisamente esos cuerpos capaces de hacer labores
susceptibles de ser disfrutadas por terceros, y la recíproca, cuerpos capaces de
disfrutar las labores hechas por otros terceros, entonces sencillamente no ha-
bría lugar para ninguna comunidad humana. En el caso de los hombres, desde
luego, sin trabajo no puede haber de entrada humanidad.

A modo tan sólo de ejemplo, y apuntado más bien intuitivamente: las rela-
ciones sociales en el momento por ejemplo de dar y recibir una clase, y me es-
toy refriendo a una clase real dejando ahora a un lado enteramente eso que lla-
man “docencia virtual”, están constitutivamente mediadas por la presencia de

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

un entramado de objetos resultantes de la labor humana: la mesa y la silla del


profesor, las de los estudiantes, la pizarra, la arquitectura interior del aula…,
y un entramado ciertamente ordenado o conformado, es decir, que posee una
determinada estructura o morfología, susceptible de ser formalmente percibi-
da y operada en el momento de usarla, o mejor co-percibida y co-operada, de
distintos modos por todos y cada uno de quienes se encuentran implicados en
la tarea en cuestión, y precisamente conforme con cierta disposición mutua,
operatoria y formal, entre las diversas partes y subpartes de dicho entramado,
por ejemplo la disposición mutua entre la morfología de la mesa y la silla del
profesor y la de las mesas y sillas de los estudiantes. Y todo este entramado
de enseres así como cada uno de ellos que un profesor y sus alumnos pueden
estar cooperativamente usando en un determinado momento han debido ser
hechos, elaborados, en su momento por las cooperaciones de diversos grupos
de trabajadores que no tienen por qué estar presentes, co-presentes, con el
profesor y sus estudiantes en el momento de la clase. Y así mismo cuando
y donde estos trabajadores hicieron sus labores no tenían por qué estar pre-
sentes el profesor y sus alumnos. Y no es ni mucho menos ajeno al carácter
cooperativamente compartible en su uso de la morfología de estos entrama-
dos por parte de sujetos sensorialmente co-presentes el hecho de haber sido
elaborados cooperativamente por sujetos asimismo por su parte copresentes
pero sensorialmente ausentes respecto de quienes los usen. Pues es la condi-
ción cooperativamente compartible de su uso en virtud de su morfología la
que resulta justamente de haber sido elaborada asimismo cooperativamente al
objeto de ser puesta formalmente a disposición de ser usada por otros distintos
de quienes la elaboraron.

Y es entonces esta interdependencia entre ausentes espacialmente triposi-


cional y temporalmente en subjuntivo la que, a la vez que nos explica, como
vemos, la necesidad del trabajo, nos permite advertir por lo mismo su im-
prescindible dimensión o momento tecno-económico, o sea el momento de
la producción, de la distribución y del consumo, mas de modo que podamos
asimismo apreciar que el sentido humano del trabajo ni en principio queda
asegurado ni se reduce a esa dimensión tecnoeconómica suya sin embargo
necesaria.

Pues por un lado, en efecto, desde luego, los resultados de la labor, en cuanto

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que entidades corpóreas, han de haber sido producidos, o sea extraídos u ob-
tenidos por transformación a partir de materias primas naturales; y asimismo,
en cuanto que destinados a transitar entre ausentes, han de ser distribuidos,
y en su caso, dada ya una sociedad comercial, como luego veremos, asimismo
comprados y vendidos, y también debido a su materialidad corpórea estos ob-
jetos se acaban deteriorando y consumando, y por ello son objetos de consumo
que deberán ser repuestos. Así pues, este momento tecno-económico resulta
ser una especie de sostén, de bastidor, o endoesqueleto imprescindible de la
labor humana y por tanto de su finalidad o su sentido, mas de tal modo que ni
la interdependencia implicada por dicha labor queda en principio asegurada
ni su sentido puede reducirse a este por lo demás imprescindible medio tec-
noeconómico suyo de sostén.

Y ello es así debido a la específica condición moral implicada justamente


por la temporalidad social subjuntiva de la interdependencia entre ausentes:
como antes apuntaba, dicha temporalidad social subjuntiva implica que, para
cada grupo copresente, aquello que pueda ocurrir, o sea que pueda estar ocu-
rriendo, o haber ocurrido, o llegar a ocurrir por parte de terceros grupos au-
sentes, a la vez que debe ocurrir, justo para que el ciclo de la interdependencia
se cumpla, tanto puede ocurrir como puede que no ocurra. Y es esta doble y
sutil condición según la cual debe o debiera ocurrir, o haber ocurrido o llegar a
ocurrir, aquello que sin embargo puede o pudiera no ocurrir, o no haber ocurrido
o no llegar a ocurrir, la que confiere su específico carácter moral a dicha inter-
dependencia, y lo que por ello dota de la condición de un don, una dádiva o
un regalo por parte de los agentes de cada labor a los objetos de la misma en
cuanto que destinados a ser disfrutados en un tiempo en subjuntivo por terce-
ros, un regalo que a su vez sólo puede ser correlativamente correspondido por
el agradecimiento, y no por ninguna otra cosa. Pues “regalo”, en efecto, ha de
considerarse que es aquello cuyo disfrute radica en su estructura socialmente
compartible en cuanto que dicha estructura ha sido elaborada, asimismo de un
modo compartido, por otros para ser disfrutada en un tiempo en subjuntivo
por quienes no la han hecho. Y a su vez y correlativamente sólo mediante el
agradecimiento por parte de quienes disfrutan del regalo puede humanamen-
te, o sea moralmente, corresponderse dicho regalo. Y de aquí que en efecto
pudiéramos decir que cuando el regalo ha tenido lugar se ha cumplido con el
compromiso o la promesa que todo regalo supone, así como que de no cumplirse

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esta promesa se ha incurrido en deslealtad o infidelidad. Y que así como sólo


con el agradecimiento puede humanamente corresponderse el cumplimiento
de las promesas, la desconfianza y con ella la sospecha no puede sino ser el co-
rrelato de dicha deslealtad o infidelidad.

Como en alguna ocasión dijera Nietzsche, y con razón, “el hombre es el


único animal capaz de hacer promesas”. Y también, debemos por nuestra parte
añadir, tanto capaz de cumplirlas como de no cumplirlas. Y es esta sutil con-
dición moral, o más bien anímico-moral, como ahora precisaré, de las interde-
pendencias mutuas humanas la que en principio no puede quedar asegurada
ni tampoco reducirse a su ingrediente o momento tecnoeconómico en todo
caso necesario, y necesario precisamente como un medio suyo, como un medio
para el cumplimiento de dichas interdependencias, mas por ello un medio
que en principio no puede reabsorber y anegar los fines respecto de los que
justamente es sólo un medio. Y sin embargo, se habrá observado que acabo
de usar dos veces seguidas la expresión “en principio”. Y ello es así porque,
como más adelante veremos, precisamente uno de los efectos característicos
de la modernidad va a consistir en ir llevando a cabo, según fases y modos que
apuntaré, semejante reabsorción y anegación de los fines humanos por parte
de sus medios económicos y técnicos.

3. Pero todavía hemos de ahondar un punto más en la raíz última de esta


condición moral de regalo que estamos viendo que posee la labor humana
debido a la condición temporal en subjuntivo de las interdependencias que
ella comporta.

Veamos: para empezar, hemos de reparar en que estamos hablando de


unos cuerpos vivientes, sujetos de experiencia y acción, por así decirlo muy
especiales, en cuanto que son capaces de entrada de comprometerse mediante
sus acciones con las que puedan tener lugar en terceras posiciones dadas en
una temporalidad subjuntiva, y de un modo como hemos dicho recurrente en
principio virtualmente ilimitado. Se comprende entonces que sea precisamen-
te esa recurrencia en la que hemos de hacer consistir la universalidad potencial,
o si se quiere la condición trascendental, de semejantes acciones, razón por la
que dicha universalidad, lejos de ser externa o superpuesta o incompatible con
la historicidad, tiene precisamente que transcurrir de modo histórico, es decir, a

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través de esa recurrente procesualidad de la temporalidad social en subjuntivo que


resulta ser así justamente el cauce matricial ontológico de índole histórico
sólo a cuyo través puede desenvolverse la universalidad, o trascendentalidad,
de la acción humana.

Ahora bien, unos cuerpos vivientes capaces de semejante tipo de expe-


riencia y acción de alcance histórico-universal, no podrán dejar de ser unos
cuerpos muy especialmente singulares, enteramente irreductibles los unos res-
pecto de los otros, dotados cada uno por tanto de una personalidad singular
irreductible. Pues ya en toda la naturaleza viviente, zoológica y aun botánica,
y desde luego dentro del “reino” animal, desde las formas más elementales a
las más complejas, rige la inexorable ley de la diferencia, a todos y cada uno de
sus grados y escalas, y por supuesto de las diferencias interindividuales, dentro
de la misma raza, especie, género…etc., y aun intraindividuales, pues por así
decirlo no se levanta uno de la misma manera todos los días, y de hecho no
habría vida sin estas diferencias, y ello hasta el punto en que al menos a partir
de cierta complejidad evolutiva orgánica podamos reconocer con fundamento
en los animales individuales caracteres psicosomáticos propios y distinguibles.
Y si esto ya ocurre así, como digo, en todos los “reinos” vivientes, en el caso de
ese ser viviente capaz de una experiencia y acción de alcance histórico-univer-
sal, la ley de las diferencias interindividuales alcanzará no ya un grado, sino
un rango enteramente nuevo, completamente incomparable al que pueda ope-
rar en cualquier otro nivel viviente: precisamente el rango de las diferencias
irreductibles de personalidad. Pues si la condición de “persona” es sin duda la
que resulta de esa capacidad de compromiso histórico-universal, precisamente
esa capacidad, en cuanto que capacidad viviente, anímico-somática, de un ser
viviente, lo será siempre de una personalidad, o sea de un sujeto viviente de
experiencia y acción cuyo modo anímico-somático de vivenciar y actuar será
radical e irreductiblemente singular, enteramente inintercambiable, “incomu-
nicable”, que decían los clásicos, con el de ningún otro que asimismo posea la
condición de persona. Pero entonces, repárese en ello, entre las personalidades
humanas se abrirá siempre de entrada la fisura de una extrañeza mutua, la
que no puede dejar de darse entre unos modos mutuamente irreductibles, en
absoluto intercambiables, de vivenciar, tanto cognoscitiva como afectivo-es-
timativa y volitivamente, esas mismas cooperaciones de las que suponemos
que a su vez son capaces, las de alcance temporalmente subjuntivo recurrente

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

y por ello histórico-universal a las que precisamente deben su condición de


persona. Y dicha inevitable extrañeza mutua inicial comportará siempre, al
menos de entrada, una discordia potencial, que es la que precisamente deberá
ser vencida o superada al objeto de lograr las mencionadas cooperaciones y
con ellas la concordia. Y el único modo posible de superar esta discordia será
cuando, tanto en las cooperaciones laborales como en las que ocurran en el
disfrute de las labores, cada cual sea capaz, mediante un acto radical de la
imaginación empática, de ponerse vivencialmente en el lugar de los demás sin
dejar de seguir siendo él mismo, sin por tanto fundir ni confundir sus perso-
nalidades respectivas en modo alguno, de suerte que pueda llegar a darse una
efectiva comprensión mutua, que es en efecto la forma más inmediata o directa
de compresión, una comprensión que deberá tener lugar, de entrada, entre los
mutuamente copresentes, pero que asimismo deberá potencialmente alcanzar,
mediante un acto de imaginación empática en subjuntivo, a otros terceros
posibles ausentes.

De aquí por tanto la fuerza moral de ánimo, o sea la virtud, que será preciso
movilizar o poner en acto para lograr semejante comprensión, esa fuerza nece-
saria para efectivamente ser capaz de cumplir con las promesas así como para
agradecer estos cumplimientos, la cual sólo podrá ponerse en acto, repárese,
precisamente esforzándose en vencer la inevitable tendencia inercial inicial a des-
fallecer en dicha puesta en acto debido justamente a la fuerza que a su vez po-
see la extrañeza mutua. Así pues, y ésta es la tesis matricial de mi antropología
filosófica, la cuestión es que es una y la misma la raíz tanto de la capacidad hu-
mana para comprometer sus acciones con un alcance histórico-universal como
de su tendencia inercial a desfallecer en la ejecución de dicho compromiso, a
saber: la singularidad viviente irreductible de cada cual. Y en esto reside la efec-
tiva y sutil estructura anímico-moral dual de la condición humana, según la cual
el ser humano es tan constitutivamente capaz de ejercer la virtud como que-
bradizo o frágil en su cumplimiento, pues precisamente este ejercicio supone,
como digo, la movilización de las energías anímico-morales capaces de ir a la
contra y vencer la tendencia inercial a desfallecer en ellas; y de aquí, por cierto,
que el hábito de ejercer la virtud sea el resultado de su continuado y esforzado
ejercicio, como ya supo ver magistralmente Aristóteles. Y es dicha condición
dual la que me parece que está detrás de las diversas versiones del mito de la
“caída”, siempre presente en las fases arcaicas de todas las grandes civilizacio-

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nes, o bien del “pecado original” según la tradición hebrea veterotestamentaria.


Y es también la idea de dicha condición dual la que, como ahora vamos a ver,
nos va a permitir entender el modo especial y sutilísimo que tuvo de tratar esta
doble condición la civilización occidental en su momento histórico de mayor
plenitud, que fue el de su cristalización por obra de la Iglesia católica, gracias a
lo cual dicha civilización pudo comprometerse, como veremos, con el proyecto
de una comunidad universal histórica en principio virtualmente ilimitada.

Ahora bien, para llegar a comprender este decisivo momento histórico, y


precisamente de un modo histórico-filosófico comparativo, nos será preciso
hacer antes siquiera un apunte acerca de los diversos modos de estar presente
esta doble condición humana, primero en las sociedades primitivas, y tanto
en las paleolíticas como en las neolíticas, y luego en las diversas sociedades
históricas, justo hasta poder llegar a situarnos en el momento histórico mismo
de gestación y maduración de esta civilización occidental.

4. Pero aun antes de esbozar estos apuntes no puedo dejar de hacer otro
sobre una cuestión tan esencial como es la del lenguaje, ese otro trascendental
humano que antes mencioné en el momento de comenzar a hablar del trabajo.
Y ya se entenderá que lo que aquí pueda decir sobre una cuestión de esta en-
vergadura deberá ser por fuerza demasiado esquemático y comprimido, y aun
mutilado, pero tampoco puedo dejar completamente de lado algo de semejante
importancia. Así pues, muy rápidamente me voy a limitar a decir lo siguiente.
Mi idea es ésta: que precisamente son estas interdependencias temporales en
subjuntivo entre ausentes espaciales, cuya índole moral hemos radicado en di-
cha modalidad temporal subjuntiva, y que hemos hecho consistir en un com-
promiso que debiendo cumplirse tanto puede cumplirse como no cumplirse,
es dicha condición temporal subjuntiva, decía, la que, justo por ser la raíz de
la condición moral humana, es la que asimismo exige o requiere, como medio
de sostenimiento de la expectativa moral o esperanza en el cumplimiento de
las promesas mientras éstas están en curso de cumplirse, y en esta medida como
medio de la consecución de su cumplimiento, de la representación de la estructura
funcional global triposicional y temporalmente subjuntiva de la situación de
interdependencia en la que en cada caso se esté incurso: y de aquí la necesidad
del lenguaje como modo de semejante representación. Una representación que si
en efecto llega a serlo es debido al isomorfismo estructural y funcional de su pro-

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pia morfosintaxis con la estructura espacial triposicional y temporal subjuntiva


de cada situación en curso, de modo que es gracias a dicha representación
como en efecto se puede sostener la expectativa del cumplimiento de dicha
situación a fin de conseguirla. No siempre se ha sabido reparar, me parece, en
el significado trascendental que tiene la presencia en todo lenguaje humano
posible de palabras de los tres pronombres personales (“yo”, “tú” y “él”: ni uno
más ni uno menos), junto con los tres correspondientes deícticos (“aquí”, “ahí”,
“allí”; o bien “esto”, “eso” y “aquello”), y en cuanto que justamente es la tercera
persona junto con su correspondiente deíctico tercero el indicador de la obje-
tividad potencialmente universal. Ésta es en efecto la matriz morfosintáctica
básica de todas las inflexiones nominales y verbales de todo lenguaje humano
de palabras, y la que confiere por tanto su función representacional al lenguaje
debido a su isomorfismo estructural y funcional con las situaciones huma-
nas extralingüísticas triposicionales y subjuntivas. Andaba sin duda orientado
el Wittgenstein del Tractatus cuando reconoció en el isomorfismo entre los
enunciados y los hechos la función significativa de los primeros al señalar que
“si el enunciado figura el hecho es porque comparte con él su forma de figura-
ción”, aun cuando su restricción de los enunciados significativos a los atómicos
de la lógica atómica de Russell le forzara a tener que declarar como carente
de significación, como una especie de intuición “mística”, precisamente esta
acertada apreciación suya. Y es gracias a que como digo el lenguaje puede
representar los “hechos”, o sea las interdependencias morales susceptibles de
compromiso intercalándose en el curso del cumplimiento de dicho compro-
miso y sosteniendo así la esperanza de su cumplimiento a fin de proseguirlo de
modo que se cumpla, por lo que ciertamente podríamos considerar al lenguaje
como el albergue de dicha esperanza moral. Estar hablando, estar comunicán-
dose verbalmente entre sí, pero también cada cual consigo mismo, por ejem-
plo, mediante el pensamiento, es estar albergando en ejercicio la confianza
mutua en el cumplimiento de las promesas relativas a aquello sobre lo que se
habla al objeto de proseguir con su cumplimiento. Más sencillo: hablar es estar
albergando una esperanza con el fin de que lo esperado se cumpla. No puede
ser más práctico, como se ve, y de una practicidad anímico-moral, el origen
y la función del lenguaje. En este sentido, por cierto, también algún sentido
tenía la idea de Heidegger, expresada a su acostumbrado modo pseudopoético
y críptico, del lenguaje como la “casa del ser”, si es que dicha “casa” la enten-

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demos ciertamente como el albergue de la esperanza moral del que aquí estoy
hablando, y si es que el “ser” lo entendemos asimismo por su sentido o valor, o
sea como el alcance histórico-universal de esos compromisos cuya esperanza
de cumplimiento estamos albergando mediante el uso del lenguaje. Y se me
permitirá que por lo que respecta al lenguaje ya no diga más en esta ocasión.

5. Pasamos ahora, pues, a realizar, como decía, un esbozo de los modos


como ha podido funcionar la mencionada condición dual humana en el pro-
ceso mismo de transformación de los diversos tipos de sociedades, en uno
de cuyos ramales, dadas ya las sociedades que los historiadores llaman “his-
tóricas”, como ahora veremos, pudo llegar a formarse nuestra civilización, la
civilización occidental.

Dos palabras para empezar sobre las sociedades paleolíticas. Tomemos


como referencia, a efectos de simplificar expositivamente nuestro esbozo, las
del paleolítico superior, en las que se nos presenta ya actuando nuestra especie
biológica sapiens sapiens en el seno de la cultura paleolítica más compleja, la
de Cromañón. En estas sociedades podemos ya reconocer ciertamente la pre-
sencia de una estructura triposicional y subjuntiva, pero sólo, o al menos prin-
cipalmente, por lo que respecta al sustento de sus miembros. Se trata en efecto
básicamente de la estructura que tiene lugar mediante las interdependencias
entre el grupo de cazadores masculinos que se aleja del hábitat común de la
cueva a la búsqueda y obtención de la caza mayor, y las hembras del grupo (y
digo adrede “hembras”, y no todavía “mujeres”, en la medida en que, como
ahora veremos, puede que la condición integral de mujeres de las hembras hu-
manas sólo cristalice en las relaciones sociales de parentesco neolíticas), y las
hembras, decía, que permanecen en las inmediaciones de la cueva practicando
la caza menor y la recolección así como cuidando de los retoños, procediéndo-
se ulteriormente a la reunión y reparto de las diversas piezas cazadas y obte-
nidas para subvenir al sustento del grupo. Se trata, sin duda, de una estructura
ya triposicional y subjuntiva, pero que afecta sólo como digo al sustento de
los miembros del grupo, y no aún a la reproducción biológica y a la crianza
o cuidado de la prole. Pues en estas sociedades dicha reproducción tiene lu-
gar, que sepamos, mediante la cópula promiscua consanguínea entre todos sus
miembros núbiles, y la crianza y el cuidado de la prole corre a cargo indistin-
tamente del grupo femenino adulto de la horda. De ahí que, por sorprendente

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

que esto pueda parecernos, creo que podría decirse que estas sociedades pa-
leolíticas, si bien son globalmente humanas debido a su forma triposicional y
subjuntiva de organización del sustento, no lo son aún íntegramente debido a
su forma de reproducción y crianza de la prole. Y de aquí que, como decía, no
deje de ser muy especialmente problemático atribuir las condiciones de muje-
res a unas hembras que procrean en promiscuidad consanguínea y cuidan de
un modo grupal indistinto a la prole, así como, y correlativamente, la condi-
ción de varones a unos machos que asimismo procrean del mencionado modo.
Pues puede que, precisamente esta condición de varones y de mujeres sea una
condición constitutivamente correlativa que, aun cuando podamos suponerla
potencialmente ya contenida en la organización biológica de los machos y las
hembras de la especie, sólo se lleve a efecto o se ponga en acto mediante las
relaciones sociales de parentesco propias de las sociedades neolíticas. De este
modo, lo que a estas primeras sociedades les faltaría para dejar de ser todavía
sólo globalmente humanas y llegar a ser íntegramente humanas en acto sería
justamente la formación de las familias, con todo lo que a su vez, como ahora
veremos, éstas comportan.

Y será dicha formación la que sabemos que tiene lugar en las sociedades ya
neolíticas a raíz de la transformación de los medios de sustento que supone el
paso de la caza y la recolección a la agricultura y la ganadería. Pues estas nuevas
formas de sustento van a hacer de hecho posible la coexistencia no ya de unas
cuantas decenas de individuos, como era el caso de las hordas paleolíticas que
vivían en su cuevas, sino de miles y aun decenas de miles de ellos, y de tal suer-
te que dicha coexistencia sólo podrá llegar a alcanzar la forma de una genuina
e integral convivencia humana, y por tanto de una comunidad, como es la tribu
que habita ya en una aldea, mediante la formación de ese nuevo tipo de rela-
ciones sociales que propagándose a través de todo el tejido social del grupo lo
integra, y que son las relaciones sociales de parentesco. Y ello es debido, como
se sabe, a la ley fundamental que conforma dichas relaciones, es decir, la ley de
la exogamia, de la que la prohibición del incesto es sólo su corolario negativo,
o sea esa norma matricial que prescribe positivamente preservar la descen-
dencia biológica de lo que en un principio hubieran sido los clanes iniciales,
y en particular la descendencia femenina, de toda relación sexual promiscua
con ella, al objeto de ponerla a disposición, ahora no ya meramente de copular,
sino precisamente de matrimoniar con los descendientes de otros “terceros”

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Juan Bautista Fuentes

grupos que asimismo hubieran sido inicialmente clanes, de suerte que es la


propagación ilimitada de estos matrimonios a través de todo el grupo social
la que a la par que va disolviendo los clanes va formando las familias cuya red
de relaciones sociales familiares va integrando el conjunto del grupo social. Y
a este respecto, por cierto, no deja de tener su interés apuntar, si se quiere en
cierto modo de pasada, al hecho bien significativo de que los antropólogos de
estirpe freudiana, como característicamente Lévi-Strauss, por ejemplo, tien-
dan a darle siempre preeminencia al incesto sobre la exogamia, es decir, a lo
que sólo es un corolario negativo de una norma positiva sobre dicha norma,
pues el incesto es, claro está, algo prohibitivo y por lo mismo se presta a ser
visto por estas gentes como algo “represor” y por ello de algún modo siquiera
implícitamente peyorativo. No es ciertamente ni mucho menos baladí percibir
a lo que de entrada edifica o conforma positivamente la humanidad, lo que
hace íntegramente humano al hombre, de un modo preferentemente negativo
como algo “represor” del mismo; pero éste es el reguero de miseria moral que
la obra de Freud nos ha regalado y en el que con tanta fruición se restriegan,
como más adelante apuntaré, quienes vienen tenazmente colaborando a la
destrucción de Occidente desde hace ya más de un siglo.

Pero lo que ahora quería destacar es de qué modo esta refundición de la


estructura trsiposicional y subjuntiva bajo la forma de las relaciones sociales de
parentesco transforma de un modo decisivo el tiempo social, confiriendo una
nueva dimensión a la historicidad ontológica nuclear o matricial que siempre ani-
da en toda relación social temporal subjuntiva, una dimensión esta que va a ser
justo la que se corresponde constitutivamente con la condición de comunidad
humana integral de estas sociedades. Pues la cuestión es ésta: que la tempora-
lidad social de una sociedad paleolítica, sin dejar de poseer ya una estructura
nuclear subjuntiva, queda todavía contenida dentro de lo que podemos llamar
el presente social, esto es, dentro de los límites de las interacciones fácticas
actuales entre los individuos de las diversas edades, los retoños, los jóvenes y
los maduros, que pueden coexistir juntos y por tanto influirse de hecho mu-
tuamente. Ahora bien, la ley de la exogamia implica, por su propia morfología
social dinámica, no sólo la propagación de las relaciones de parentesco a través
del grupo dentro de cada presente social, sino una propagación, en verdad un
compromiso de propagación, que alcanza desde cada presente a aquellos terceros
por venir aún no nacidos y de modo que éstos reproduzcan entre sí e indefinida-

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

mente la misma norma de las relaciones sociales parentales de las que habrán
provenido. Y ésta es a su vez la razón por la cual estas sociedades comenzarán
también a comprometerse con la conmemoración y honra de sus muertos, o sea
de aquellos ya no vivientes de los que los actualmente vivientes provienen y
según las mismas normas parentales que a éstos actualmente les constituyen.
Y es, por cierto, esta concatenación, asentada en algún territorio determinado
y propio, y en cuanto que se quiere a sí misma preservar ilimitadamente, entre
los aún no nacidos y los muertos por la mediación de los vivos de cada pre-
sente, en lo que podemos considerar que consiste la forma más primitiva a la
vez que plena o perfecta de una patria —pues una patria en efecto es antes que
nada la tierra de los padres muertos—; y ello sin perjuicio de que, como tam-
bién ahora veremos, podamos asimismo reconocer otras formas y escalas de
patrias en las sociedades que los historiadores conceptúan ya como históricas.

Así pues, es semejante concatenación o eslabonamiento entre el futuro y el


pasado sociales en cuanto que recurrente en cada presente social el que confie-
re, como decía, a la temporalidad social subjuntiva humana, o sea a su histo-
ricidad ontológica constitutiva, lo que podríamos considerar como su primera
plenitud, enteramente acorde, como también apuntaba, con la condición de
comunidad humana íntegra de dichas sociedades. Y ello a su vez sin perjuicio
de que estas sociedades neolíticas aún no sean, según el criterio de los histo-
riadores, sociedades “históricas”, sino aún “prehistóricas”. Y si dicho criterio
no es a su vez ciertamente gratuito es porque, como ahora vamos a ver, estas
sociedades conceptuadas como históricas por los historiadores van a com-
portar una trasformación histórico-ontológica tal de las precedentes sociedades
prehistóricas (neolíticas, y por supuesto paleolíticas) que va a ser a partir de
dicha transformación cuando la estructura moral dual de la condición humana
se ponga a prueba de una manera abiertamente crítica, y ello hasta el punto de
que, como también veremos, serán los diversos modos de afrontar y responder
a esta puesta a prueba lo que nos va a servir de criterio histórico-filosófico para
distinguir y clasificar dichas sociedades. Pero antes de ello hemos de entender
el modo como dicha estructura dual ha de haber estado presente en las socie-
dades primitivas o “prehistóricas”.

Y al respecto me parece que es preciso reconocer que la tensión anímico


moral implicada por la extrañeza mutua que es propia de la estructura dual de

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la condición humana ha de quedar en estas sociedades de algún modo conte-


nida, o reprimida, podríamos también decir con tal de suprimir toda connota-
ción freudiana, y por tanto en estado latente, y ello debido a los límites subsis-
tenciales dentro de los que no pueden dejar de moverse estas sociedades dado
el desarrollo de sus medios productivos. En una sociedad paleolítica, en efecto,
sus técnicas de caza y recolección no permiten una supervivencia grupal que
vaya más allá de algunos puñados de décadas de individuos. Y en una sociedad
agrícola y ganadera, aun cuando estas técnicas ya permitan la supervivencia de
miles y aun de algunas decenas de miles de individuos, no por ello, mientras
no tenga lugar la “revolución técnica de los metales”, estas sociedades dejan de
ser, como ha sido reconocido tanto por los etnólogos como por los prehistoria-
dores, y aquí me estoy guiando muy especialmente por los trabajaos ya clásicos
del gran prehistoriador británico Gordon Childe, sociedades sujetas a deter-
minados límites subsistenciales ecológico-demográficos, es decir, sociedades
en las que por encima de determinado crecimiento vegetativo de la población
se producen inevitablemente crisis de supervivencia, de las que constituye un
ejemplo muy significativo el infanticidio ceremonial que en muchas de ellas
se practica como forma de salir de dichas crisis. Y es dicha presión subsisten-
cial la que nos lleva a concluir que allí donde estas sociedades hayan sobre-
vivido o se hayan preservado, ello habrá debido ocurrir a costa de mantener
contenida, o reprimida, y por tanto en estado latente, aquella extrañeza mutua,
y por tanto asimismo reducido el posible esfuerzo anímico-moral por superar
las extrañezas a un estado incapaz de una determinación responsablemente
libre, como precisamente sí va a ocurrir en el caso de las sociedades históricas
en las que por ello la estructura dual de la condición humana, como decíamos,
sí que será puesta abiertamente a prueba.

Se comprende entonces que esta presión subsistencial haga de estas so-


ciedades unas comunidades que hemos de conceptuar como comprimidas, en
cuanto que carentes de la posibilidad de mantener, o no, su condición comu-
nitaria mediante los esfuerzos responsablemente libres de sus miembros, aun
cuando tampoco esto ocurra del mismo modo en una comunidad paleolítica
que en una neolítica. En el primer caso, la presión subsistencial derivada de las
simples técnicas cazadoras y recolectoras, comporta no sólo una muy deter-
minada sencillez en la organización social, esto es, en la distribución coope-
ratoria de sus diversas tareas, sino asimismo una compresión mutua en dicha

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

cooperación que hará que la represión de las personalidades y de las extrañezas


mutuas inevitablemente tienda a ser máxima. Se trata ciertamente de unas
sociedades que sin dejar de ser humanas, si bien, a su vez, como decíamos, en
cierto sentido sólo globalmente pero no en su integridad, no dejan de estar
sometidas a una característica presión subsistencial en cierto modo zoológica,
lo que las dota de una extraña y peculiar atmósfera anímico-moral animalesca,
como puede de algún modo intuirse cuando se deja uno envolver por el paisaje
de una cueva paleolítica o cuando se procura empatizar con alguna recons-
trucción que supongamos aproximadamente fidedigna de los modos de vida
posibles en aquellas cuevas.

Diferente es ya sin embargo el caso de una sociedad tribal y aldeana. Pues


aquí las técnicas agrícolas y ganaderas no sólo hacen posible una organización
social incomparablemente más compleja, de la que ahora apuntaré ciertos ras-
gos esenciales, sino que, y por ello, la distribución social cooperatoria entre las
mucho más diversificadas y complejas tareas, sin dejar de seguir subsistencial-
mente comprimida, debe con todo dejar entreabiertos ciertos márgenes en las
relaciones cooperativas para una cierta manifestación de las personalidades y
por ello de las extrañezas, y por lo mismo para que siquiera pujen por abrirse
paso tanto los esfuerzos anímico-morales personales orientados a sostener la
comunidad como los que pudieran tender a fallar en dicho esfuerzo. Me es
imposible ahondar más ahora en estas características tan sutiles y significati-
vas de este tipo de sociedades, en las que se diría que se está ya tentativamente
abriendo paso lo que luego no podrá dejar de actuar y manifestarse abierta-
mente en las sociedades históricas, si bien en todo caso me voy a limitar a
señalar que el hecho de que en dichas sociedades se encuentren ya ceremonias
normativas de castigo grupal muy precisas, como puede ser la impresionante
ceremonia de la muerte vudú, es ya un claro indicador de la posible infracción
de aquellas normas sociales de las que depende la pervivencia del grupo por
parte de algunas personalidades determinadas.

Pero lo que en todo caso ahora sí quiero, antes de pasar a la consideración


de las sociedades concebidas como “históricas” por los historiadores, y a las que
a partir de ahora, para evitar aclaraciones redundantes, me limitaré a llamar
sencillamente históricas, sin comillas, es apuntar a ciertos rasgos estructurales
de las comunidades primitivas integrales aldeanas y tribales que no sólo resul-

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tan esenciales para su comprensión, sino asimismo para calibrar ulteriormente


cómo pueda manifestarse y de qué diversos modos pueda afrontarse esa puesta
a prueba de la condición dual humana en las sociedades históricas.

Y estos rasgos se comprenden cuando nos percatamos de que la función


integradora del grupo social que tienen las relaciones sociales de parentesco
comporta la reorganización de la totalidad de la sociedad, o sea de la distri-
bución social coopetaroria entre sus tareas, a una nueva escala de unas dimen-
siones y complejidad enteramente nuevas, a saber: la de las diversas coopera-
ciones vecinales entre las familias, tanto las laborales que tienen lugar dentro
de cada oficio y entre los oficios, como las de distribución y disfrute de los
bienes, como por ejemplo puede ser el caso, entre las de disfrute, de las fiestas
vecinales organizadas en torno al disfrute de diversos bienes que pueden y de
hecho suelen incluir viandas que colaboran al sustento. Así pues, ahora las ta-
reas cooperativas comunitarias tienen que tener lugar dentro de y entre estos
tres lugares comunitarios principales, o verdaderos pilares de sostén de la nueva
comunidad, a saber: las familias, y asimismo la vecindad y los oficios. Y estos
tres pilares comunitarios son en efecto tan fundamentales antropológicamen-
te, y ésta es mi tesis, que resultan ser irrenunciables, puesto que son los que de
algún modo deberán seguirse preservando bajo los nuevos parámetros sociales
de las sociedades históricas si es que no quiere irse enrareciendo hasta llegar a
desvanecerse la propia condición humana de dichas nuevas sociedades. Como
ahora mismo pasamos a ver.

6. Pues mi idea en efecto es ésta, que sigue una vez más los análisis clá-
sicos de Gordon Childe al respecto: que las sociedades históricas se forman
cuando, a resultas de la revolución técnica de los metales y de la consiguiente
utilización de los aperos agrícolas resultantes de esta revolución en el cultivo
de territorios especialmente fértiles, como son los fluviales, marítimos y plu-
viales, se comienzan a producir unos excedentes de producción tales que a la vez
que se van remontando los límites subsistenciales previos se va haciendo po-
sible el comercio entre estos diversos grupos ya excedentarios: un comercio que
aun cuando inicialmente lo sea ante todo de bienes de sustento pronto se irá
desenvolviendo, por efecto de la propia riqueza excedentaria creciente, en un
comercio entre otros bienes de uso distintos y cada vez más diversificados. De
este modo, sociedades que se encontraban previamente cerradas sobre sí mis-

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

mas y aisladas, y sometidas a ciclos sociales reiterados prácticamente idénticos,


las sociedades “frías” de la etnología, en efecto, van comenzando a relacionarse
entre sí mediante el comercio y con ello a dar lugar a la formación de unas
nuevas sociedades incomparablemente más amplias y complejas, y sometidas
ya en adelante a una dinámica de transformaciones sociales incesantes que es
la que va a caracterizar a las sociedades históricas.

Y de aquí que sea ciertamente fundamental poseer una adecuada filosofía


del comercio, pues sólo una filosofía semejante será capaz, y ésta es mi tesis,
de clasificar y comprender la diversidad posible de sociedades históricas pre-
cisamente en función de los modos como en estas sociedades haya podido
actuar la constitutiva condición anímico-moral dual humana que en ellas ya
eclosiona de un modo irreversible. Pues la cuestión es que el comercio posee
una condición ambivalente tal que según sea el valor que cada sociedad haga
prevalecer sobre el otro así será el modo como en dicha sociedad habrá actua-
do dicha condición dual. Por un lado, en efecto, el comercio supone, al menos
en principio, el intercambio de bienes, de modo que si es que fueran bienes lo
que se intercambia ellos sería así en cuanto que habrían sido cooperativamen-
te elaborados al objeto de ser disfrutados cooperativamente por otros terceros
distintos de quienes los han elaborado, los cuales además ahora ya formarán
parte de otros pueblos inicialmente distintos. Quiere ello decir por tanto que
la condición de bien es solidaria de la condición de regalo susceptible de ser
disfrutado de la que antes hablábamos, o sea de aquello cuyo disfrute radica en
su estructura socialmente compartible en cuanto que elaborada de un modo
asimismo socialmente compartido al objeto de poder quedar a disposición
de quienes no la han elaborado. Y son estos bienes los que ahora podrán o
podrían mediante el comercio comenzar a transitar de pueblo en pueblo, y no
ya sólo a distribuirse dentro de cada pueblo, con lo cual en principio al menos
podrá o podría cambiar la amplitud y complejidad de la red de donaciones y
recepciones de bienes susceptibles de disfrute capaz de ser albergada por la nueva
formación social en curso. Ahora bien, por otro lado este intercambio comer-
cial comporta la necesidad de que, una vez remontadas las primeras y más
elementales fases del trueque, dichos bienes deban ser comprados y vendidos,
y por medio del dinero, o sea por medio de ese relator universal de equivalencia
máximamente abstracto cuya íntima condición reside en que esa universalidad
suya máximamente abstracta tiende inercialmente o de suyo a abstraerse del uso

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Juan Bautista Fuentes

o del disfrute de los bienes intercambiados, y por lo mismo de su condición de


posibles dones susceptibles de ser recibidos para ser disfrutados, un disfrute
este que desde luego no puede dejar de ser, al menos mientras siga siendo
efectivo disfrute, comunitariamente viviente y concreto, y de ninguna manera
abstracto. Como se ve, me estoy en principio remitiendo a la clásica distinción
marxista entre el “valor de uso” y el “valor de cambio” de las “mercancías”, pero
desde unas coordenadas antropológicas que desde luego ya no son marxistas:
pues ya la propia manera de hablar de Marx al distinguir entre ambos valores
de las mercancías implica estar de hecho, siquiera implícitamente, confiriendo
una prevalencia al valor de cambio, que es en el que reside la condición de
mercancía de los bienes, sobre su valor de uso, que es justo el que les confiere
su condición de bienes. No se trata por tanto de distinguir entre un valor de
uso y un valor de cambio de las mercancías, sino precisamente de distinguir
entre un valor de cambio, o de mera mercancía, y un valor de uso, o bondad,
de lo que en principio serían o podrían ser bienes. Y este cambio de énfasis valo-
rativo es tan crucial que es el que nos permite ponerlo en una determinada
correspondencia con la estructura dual de la condición anímico-moral huma-
na de modo que podamos comprender precisamente esto: que en estas nuevas
sociedades comerciales ya históricas allí donde la condición de mercancía o de
mero valor de cambio de los bienes, condición en todo caso necesaria como
medio de un intercambio en principio susceptible de ser puesto al servicio del
disfrute de los bienes, quedase preferentemente subordinada a la preservación
del disfrute de esos bienes y por tanto de su condición de bienes, allí se esta-
rían poniendo en acto los esfuerzos anímico-morales comprometidos con lo
mejor de la dual condición moral humana, y precisamente en cuanto dirigidos
a mantener contenido el uso del propio comercio al servicio de la preservación
de la nueva comunidad potencialmente resultante, mientras que allí donde se
fuera imponiendo la tendencia inercial a la reducción abstracta de los bienes
a su condición de meras mercancías, y por tanto disolviendo su condición
de bienes, estaremos por el contrario en presencia de lo que bien podemos
entender como la opción por el camino más corto, o sea el que menos esfuerzo
anímico-moral cuesta, que es el que por ello supone la preponderancia de la
tendencia inercial a desfallecer en dichos esfuerzos.

Y esta eclosión de la condición dual humana efectuada a partir del doble


valor de los bienes del comercio supone que los posibles esfuerzos aními-

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

co-morales dirigidos a la edificación y preservación de la nueva comunidad


potencial tengan precisamente que afrontar y vencer unas extrañezas de una
complejidad e intensidad acordes con las nuevas relaciones mutuas entre unos
pueblos que son de entrada distintos y que poseen por tanto cada uno sus
propios usos y costumbres comunitarios diferentes. Unas extrañezas derivadas
en efecto por un lado, como digo, de sus diferentes usos, o sea las que habrán
de resultar en el momento de usar cada pueblo las particularidades artesana-
les de los bienes elaborados por otros pueblos, así como de las derivadas de
sus diferentes costumbres, o sea las que habrán de surgir entre las diferentes
modalidades de las relaciones sociales contraídas por cada pueblo tanto en la
labor como en el disfrute de dichos bienes; estoy, como se ve, vinculando el
concepto de “uso” preferentemente al momento “poético” de la acción humana
y el de “costumbre” más bien a su momento “práxico”. Pues la incesante di-
námica de transformación social de estas sociedades históricas bien puede o
podría acabar derivando de la incesante circulación de bienes mediada por la
circulación de personas entre pueblos distintos y la recíproca, y una circulación
de personas que aunque en un principio sea prioritariamente la de los comer-
ciantes, podría acabar consistiendo, y esto ocurrirá así justo cuando las nuevas
relaciones comunitarias vayan instaurándose y preservándose, en la circulación
de personas capaces de matrimoniar entre sí y por tanto capaces no sólo de
formar familias allende sus propios pueblos, sino y por ello de ir tejiendo una
nueva red de relaciones transfamiliares entre pueblos de entrada distintos, con
todo lo que esto comporta, a saber: un cambio de escala tal, efectivamente
histórica, de la función integradora del grupo social que tienen las relaciones
de parentesco que ahora la reorganización de la totalidad de la distribución
social cooperatoria entre sus tareas dejará de quedar contenida en los límites
de las cooperaciones vecinales propias de cada pueblo primitivo inicial para ir
propagándose entre pueblos de entrada distintos y de un modo en principio
ilimitado. Y en esto podrá o podría acabar consistiendo en efecto el substrato
comunitario de una nueva sociedad que fuera ya una comunidad histórica en
principio virtualmente universal.

Ahora bien, repárese en que una y otra vez he venido hablando de esta po-
sible nueva comunidad en unos términos subjuntivos como de una posibilidad,
que por tanto podría como también podría no darse. Y esto es así porque el
vencimiento de esas extrañezas ya abiertas por la nueva sociedad comercial es

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Juan Bautista Fuentes

justo lo que personalmente más cuesta en cuanto que requiere de la movilización


de los esfuerzos anímico-morales capaces de semejante vencimiento, y por lo
mismo es también lo que se presta a caer en lo que he llamado el camino más
corto, el que consiste en dejarse llevar por la tendencia inercial a desfallecer en
dichos esfuerzos.

“Lo que más cuesta” he dicho, en efecto. Y a este respecto no puedo dejar
de recordar aquel sagaz pasaje del ensayo de Chesterton Lo que está mal en el
mundo, en el que, y cito de memoria, venía a decirnos que “en toda relación
humana que merezca la pena hay siempre un instante de rendición potencial
que es justo el que hay que vencer para llegar a disfrutar de esa relación”. Mi
idea de extrañeza mutua intenta justamente entender ese “instante de rendi-
ción potencial” del que habla Chesterton como el causado por dicha extrañeza,
que es la que justamente debería ser vencida en toda relación humana para que
dicha relación pueda lograrse. Y reconociendo a su vez desde luego que esta
extrañeza se da a todas las escalas posibles de las relaciones humanas, desde
las más elementales y directamente interpersonales en las formas más sencillas
posibles de agrupación, que nunca dejarán por lo demás de estar mediadas por
los enseres resultantes de la labor humana, a las que, como estoy apuntando,
van desplegándose históricamente entre los diversos usos y costumbres de los
distintos pueblos. Y si en efecto “merece la pena”, como también nos dice Ches-
terton, lograr la relación es justo por lo que cuesta esforzarse para vencer la
extrañeza que consiga lograrla. Y por lo demás no deja de ser, al menos desde
mis coordenadas, muy especialmente significativo que Chesterton acuda, es
verdad que entre otros, al ejemplo del matrimonio para ejemplificar esta idea
de la rendición potencial que es preciso vencer para alcanzar el disfrute de una
relación. Y así ocurre cuando nos dice, mediante una de sus irónicas paradojas
en este caso muy acertada, pues lo cierto es que no siempre lo son, y vuelvo
a citarlo de memoria, que “el éxito del matrimonio llega después del fracaso
de la luna de miel”. El ejemplo es como digo ciertamente significativo, pues
hemos de suponer que este matrimonio del que Chesterton nos está hablando
no es ya el obligado por una comunidad primitiva comprimida, sino el que
implica una decisión responsablemente libre propia de una sociedad históri-
ca y civilizada compleja, como podría ser la que a él mismo le tocó vivir. De
este modo, al menos según mi interpretación, nuestro autor estaría apuntando
directamente a la irrevocable condición anímico-moral dual de la libertad res-

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

ponsable humana al dirigir nuestra atención a un matrimonio que tanto puede


lograrse, gracias al esfuerzo anímico-moral capaz de superar sus inevitables
extrañezas mutuas, como puede malograrse en ausencia de dicho esfuerzo.

Y la cuestión es que son estos costosos esfuerzos anímico-morales capaces


de ir venciendo las extrañezas abiertas por la nueva sociedad comercial histó-
rica los que justamente y por ello serán capaces de ir ordenando en lo posible
la inevitable condición de mercancías de los bienes a su condición de bienes,
y por tanto de ir edificando y preservando en lo posible la nueva comunidad
potencial en curso, precisamente a diferencia y por contraste con el posible
desfallecimiento de dichos esfuerzos, que es el que se deslizará por la pendien-
te de la reducción abstracta de los bienes a su condición de meras mercancías
y por tanto a la reducción de la condición de comunidad posible de la nueva
sociedad a lo que ya sólo será, al menos preponderantemente, una mera socie-
dad mercantil. Y si decimos, una vez más, ordenar “en lo posible” la condición
de mercancías a la de bienes, y así colaborar “en lo posible” a la edificación y
preservación de la comunidad, es porque suponemos que en todo momento sigue
actuando la tendencia inercial del valor abstracto de las mercancías a reducir
abstractamente y por tanto a disolver su condición de bienes, y por lo mismo
a disolver la comunidad, tendencia esta que por tanto suponemos que nunca
podrá ser superada de un modo definitivo o perfecto, sino, y ya es suficiente,
mal que bien. Y es dicha tendencia la que a su vez se corresponde con la de la
persona humana a dejarse llevar por el camino más corto consistente como he
dicho en optar por lo que cuesta menos esfuerzo anímico-moral.

Así pues, ya se ve que estoy poniendo en correspondencia, y aun diría que en


estricta correspondencia, constitutiva y matricial, las dos posibilidades básicas
de la condición anímico-moral dual humana con las dos maneras posibles
asimismo a fin de cuentas básicas de ser tratadas por las diversas sociedades
humanas comerciales e históricas las relaciones entre el comercio y la comu-
nidad, y ello precisamente en la medida en que es el comercio el que da his-
tóricamente lugar a la puesta en juego ya irrevocable de dicha condición dual.
Y es por tanto esta correspondencia la que nos ha de servir como criterio para
distinguir, clasificar y comprender las que se nos van a mostrar como las dos
grandes clases, habidas y posibles, de sociedades históricas. Y ya se ve, por
lo demás, que se trata de un criterio antropológico-filosófico, y muy espe-

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cialmente de índole anímico-moral, que, y acaso ni fuera preciso decirlo, se


encuentra tan alejado y enfrentado a todos los marxismos de los más diversos
pelajes como a todos los liberalismos económicos de las más diversas catadu-
ras, engendros hermanos ambos a la postre de una misma modernidad.

Y es este criterio el que nos lleva de entrada a realizar una constatación


histórico-fáctica muy determinada, a saber: que todas las sociedades históricas
conocidas, a excepción, como ahora veremos, de una y sólo de una, se han deja-
do llevar, según diversas variantes culturales en las que ahora me es imposible
entrar, por la deriva moral del camino más corto, o sea el de la pugna mutua
incesante por el dominio meramente tecno-económico de unos grupos sobre
otros, una pugna cuya recurrencia a sucesivas escalas cada vez más complejas y
ampliadas ha ido marcando su proceso histórico. Así, si las primeras ciudades
se forman es de entrada como consecuencia de la pugna mutua entre grupos
provenientes de pueblos distintos por el dominio del comercio que entre ellos
mismos ya se está abriendo. Y si estos grupos se llegan a aliar, dotándose de
un gobierno ya político o de un estado que en alguna medida estabilice sus
pugnas, ello será así como consecuencia de tener a la vista en su entorno geo-
gráfico-histórico a otros terceros posibles grupos que por su parte se están asi-
mismo formando de un modo semejante y que se encuentran por tanto en un
estado de potencial alianza como posibles enemigos capaces de pugnar por el
dominio de los nuevos mercados susceptibles de abrirse entre todos ellos. De
aquí la necesidad en efecto de los estados, orientados a garantizar mediante el
ejercicio de la fuerza interna la suficiente estabilidad socio-económica interior,
que no ya comunitaria, que permita la mayor fuerza exterior posible del propio
grupo en su enfrentamiento con otros grupos que asimismo se encuentran
dotándose por su parte y por semejantes razones de gobiernos políticos o es-
tados. Y si estoy usando como equivalentes, por cierto, como puede apreciarse,
las expresiones “gobierno político” y “estado” es porque puedo compartir hasta
cierto punto la idea de Dalmacio Negro de que los verdaderos Estados son un
producto histórico moderno, de suerte que estaríamos incurriendo en un error
conceptual retrospectivo al aplicar la idea de “estado” a otras formas políticas
previas o distintas. Sin embargo mi idea es que en realidad sólo ha habido pro-
piamente gobiernos políticos que no eran estados en el seno de los reinos me-
dievales cristianos, y ello en virtud de la relación de la que luego hablaré entre
la política y su referencia comunitaria universal propia del momento histórico

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

de plenitud de la civilización cristiana, de modo que los gobiernos políticos


de las primeras ciudades-estado sí que pueden ya considerarse como estados,
aun cuando, por otro lado, no sea menos cierto que sólo con la formación de
los estados modernos, de los estados en efecto absolutos, el Estado adquiere
una arquitectura en verdad propiamente absoluta, en cuya virtud podríamos
poner ya en mayúscula la palabra “Estado”, que ciertamente ya no abandona-
rá en lo sucesivo. Mas sea como fuere, lo que ahora estaba señalando es que
ésta ha sido, y ha seguido recurrentemente siendo, la ley de la historia de las
sociedades históricas. Y así, en efecto, las ulteriores posibles alianzas entre las
ciudades-estado que puedan dar lugar a las primeras redes de ciudades o civili-
zaciones serán asimismo el resultado de su enfrentamiento potencial con otras
posibles civilizaciones de su entorno histórico-geográfico que por su parte y
de modo semejante se puedan estar asimismo formando. Y así sucesivamente
por lo que toca a nuevas posibles alianzas entre civilizaciones frente a otras
nuevas posibles alianzas semejantes potencialmente enemigas. Y ésta ha sido,
en definitiva, la ley de la historia: la de una pugna mutua incesante por el do-
mino de los mercados que se irá sucesivamente transformando en alianzas en
función de cada nuevo enfrentamiento como consecuencia de la reproducción
ampliada de la misma ley. De aquí que estos enfrentamientos no puedan sino
adoptar la forma de guerras, y que asimismo impliquen en cada nuevo paso
la pugna por la anexión por la fuerza de aquellos terceros territorios y grupos
humanos circundantes o intermedios entre los grupos enfrentados que se en-
cuentren en un estado de desarrollo tecnoeconómico más primitivo y que sean
por tanto más susceptibles de ser técnicamente dominados: los “bárbaros”, en
efecto, que serán utilizados como fuentes de recursos productivos y humanos,
de entrada como esclavos, y por lo general incorporados como tales a los pro-
pios ejércitos, aun cuando puede que luego manumitidos como consecuencia
de la incorporación ulterior de nuevos esclavos que estaban por venir.

Y éste es ciertamente el reguero de infamia o de miseria moral que han ido


dejando tras de sí las sociedades históricas. Ahora bien, si nos estamos per-
mitiendo valorar de este modo a estas sociedades, como miserables o infames,
esta valoración no la podremos hacer desde fuera o por encima de la historia,
sino desde dentro de la propia historia, si bien y a su vez no ya desde cualquier
parte de la misma, sino precisamente desde esa parte suya que se ha capacitado
para hacer semejante valoración en la medida en que ha sido capaz de dotarse

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Juan Bautista Fuentes

de un proyecto histórico intencionada y esforzadamente a la contra de semejante


deriva infame en cuanto que ordenado a la instauración y preservación en lo
posible de una comunidad histórica que fuese virtualmente universal, lo que
supone como hemos dicho ordenar en lo posible sus medios tecno-económi-
cos de sostén, y como ahora veremos, asimismo sus gobiernos políticos, a la
instauración y preservación de dicha comunidad. Y en esto ha consistido, tal
es mi tesis, al menos en su formación inicial y hasta alcanzar su plenitud, eso
que llamamos la civilización occidental.

Pero antes de pasar a hacer un esbozo, inevitablemente rápido, del proceso


de formación de esta civilización, no quiero dejar de hacer un par de apun-
tes previos generales, asimismo por desgracia también demasiado rápidos. En
primer lugar éste: el de advertir que la sociedad histórica que se ha dotado de
un proyecto de comunidad universal histórica, y que por tanto se ha esforzado
en actualizar las mejores posibilidades morales de la condición humana ha
sido, desde un punto de vista histórico-fáctico, precisamente la excepción y no la
regla. Pues la regla ha sido sin duda la infamia, o sea el dejarse llevar por el
camino más corto de las pugnas por el dominio tecno-económico apoyado en
el poder político y militar, y no la ley del esfuerzo responsablemente libre de
toda una sociedad por ir a la contra de esta deriva infame, como si, se dijera,
la ley fáctica de la historia hubiese de consistir en la desviación de las mejores
posibilidades morales de la condición humana. Y me parece que esta para-
dójica realidad dice mucho de esta condición humana y de sus posibilidades
históricas: de lo realmente difícil que en verdad resulta no seguir el camino
más corto, o sea los atajos, en los que, al decir de Chesterton, siempre anda el
demonio. Difícil, sí, aun cuando no imposible, si bien esta posibilidad no está ni
mucho menos asegurada o dada de antemano, puesto que deberá irse forjando
mediante el ejercicio de los más arduos esfuerzos anímico-morales por ir pre-
cisamente a la contra de esa potencial debilidad inercial no menos humana.
Y sin embargo será, como luego veremos, la modernidad, y precisamente la
modernidad occidental una vez que Occidente haya comenzado a descompo-
nerse, la que irá sumiendo al hombre en el espejismo a la vez que en la vileza
de una facilitación de su vida consistente en ir dándosela hecha por medio de
un poder económico-técnico y político que actuará como sustituto de sus es-
fuerzos morales responsablemente libres.

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

Y una segunda observación, también muy general, sobre el poder político


en la comunidad universal histórica. Como antes dije, los poderes políticos
se forman en las sociedades históricas infames debido a la necesidad de ase-
gurar la suficiente estabilidad socio-económica interior que permita la fuerza
exterior necesaria en los enfrentamientos con otras sociedades ya asimismo
políticas. Se diría entonces acaso que una comunidad universal histórica que
precisamente quiere actuar a la contra del espíritu de estas sociedades infames
podría quedar liberada de los poderes políticos. Sin embargo, también cada
uno de los grupos sociales que puedan formar parte de dicha comunidad uni-
versal deberá seguir manteniendo sus propios gobiernos políticos, aun cuando
con un sutil cambio siquiera relativo de signo valorativo, en virtud del cual
dichos gobiernos, como antes apuntaba, dejan de ser estados. De entrada, he-
mos de advertir que una comunidad universal histórica de ninguna manera
puede consistir en una sola sociedad única que por tanto fuese homogénea
en lo tocante a sus usos y costumbres, sino que deberá estar compuesta por
una pluralidad heterogénea de grupos sociales dotados cada uno de su pro-
pia personalidad socio-cultural, si bien de una personalidad no hermética o
cerrada, sino lo suficientemente porosa o permeable como para que preci-
samente puedan circular entre dichos grupos relaciones comunitarias, o sea
básicamente los intercambios entre bienes y personas que son justo como
hemos visto los que presuponen las extrañezas que deberán ser vencidas. Y es
este vencimiento de las extrañezas el que ya hemos dicho que nunca está de
antemano asegurado, de modo que la preservación de las relaciones comuni-
tarias siempre tendrá algo de inevitablemente frágil, o quebradizo, como la
propia condición humana, y por tanto tan presto a romperse como necesitado
del esfuerzo para preservarse. Y justo en la medida en que estos esfuerzos es-
tán siempre prestos a quebrarse seguirán actuando los poderes políticos den-
tro de cada pueblo como poderes en disposición de afrontar un posible en-
frentamiento político-económico siempre latente con otros pueblos. Lo cual
nos debe poner sobre aviso ciertamente de un hecho de primera importancia
antropológico-filosófica, como es el hecho de que el poder político, de suyo,
contiene en sus más íntimas entrañas siempre algo de deudor de lo peor que
hay en el hombre, como heredero que es del pecado original. Con todo, en el
caso de una comunidad universal histórica, sus gobiernos políticos no dejarán
de tener un doble valor, que como ahora veremos adoptó su forma más plena

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Juan Bautista Fuentes

con la Cristiandad: pues sin poder dejar de seguir estando en alguna medida
en función de eventuales, y con frecuencia muy reales, enfrentamientos con
otros gobiernos, no dejarán tampoco de estar orientados a la provisión de los
medios jurídico-políticos que apoyen la preservación de unas relaciones sociales
interiores ya comunitarias que permitan a su vez la circulación de relaciones
asimismo comunitarias con los demás terceros pueblos que en cada momento
histórico puedan formar parte de la comunidad universal. Y es esta referencia
meta-política de los gobiernos políticos de una comunidad universal la que,
por decirlo así, los mantiene en principio a flote de la permanente tendencia
inercial a quedar sumidos en la fuerza de succión de los efectos del pecado
original. Por lo demás, y como también luego veremos, hay un extremo en el
que los gobiernos políticos de una comunidad universal deben, y deben mo-
ralmente, actuar, y actuar en lo posible conjuntamente, con tanta fuerza como
sea preciso: precisamente frente a aquellas otras posibles sociedades cuyas cos-
tumbres contengan estructuralmente rasgos que se opongan inevitablemente
a la posibilidad de pasar a formar parte de la comunidad universal, como por
ejemplo, y éstos son tres ejemplos no causales sino ejemplares, el canibalismo,
los sacrificios humanos a los dioses o la poligamia. En tal caso estos rasgos
deberán ser literalmente borrados, justo con todos aquellos otros a los que se
encuentren estructuralmente unidos, y precisamente al objeto de dejar libre el
espacio histórico-geográfico para la prosecución de la comunidad universal.

Y, en fin, de lo dicho se puede deducir que las coordenadas antropológi-


co-filosóficas en las que se mueven mis análisis no dejan de suponer una cierta
“vuelta del revés” del marxismo, al que a la vez que en cierto sentido conserva
lo invierte, o mejor lo revierte, en el sentido de la figuras gestálticas reversibles,
y que lo revierte precisamente desde unas coordenadas filosóficas comunita-
ristas, y de ningún modo políticas, y aun menos estatales, como fue el caso,
según luego veremos, de la maniobra, si bien ambigua, de los fascismos, y ya
de un modo neto de los estados de los comunismos reales. Pues marxista es
sin duda la distinción, que yo también aquí he usado, entre un valor de cambio
y un valor de uso de lo que sin embargo el marxismo sigue entendiendo como
mercancías, mientras que yo he conceptuado ante todo como bienes, siquiera
posibles. Y marxista es asimismo incidir, como yo también he hecho, en los
cambios en los medios de producción como un punto crítico de inflexión o
de transformación de unas fases históricas en otras, de lo que en el marxismo

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

en efecto se conceptúa como “modos de producción”. Pero mientras que en el


marxismo estos cambios están fatalmente determinados, a la manera hege-
liana, por la dialéctica de la historia, o sea por la dialéctica entre el desarrollo
de las fuerzas productivas y las nuevas relaciones sociales de producción que
estas indefectiblemente generan, lo que a mi juicio estos cambios hacen es
otra cosa: es poner recurrentemente a prueba, a modo de ocasión que actúa
como un reto o incluso como un acicate, la condición moral dual humana en
el sentido de obligarla a optar bien por el camino más corto, que es justo el
de la “determinación económica” de la sociedad, o sea precisamente el único
camino que es capaz de pensar el marxismo, o bien el de esforzase libremente
por subordinar los medios económicos de sostén y el propio poder político
a la instauración y preservación de la comunidad. Y asimismo la que he de-
nominado como la ley fáctica de la historia está directamente inspirada en la
teoría de Trotsky del “desarrollo desigual y combinado” de los imperialismos
capitalistas industriales contemporáneos, una idea ésta que no sólo considero
en principio acertada para analizar el proceso histórico que en su momento
pretendía analizar, sino que asimismo creo que puede aplicarse retrospectiva-
mente, como yo hago, para entender efectivamente la lógica histórica fáctica
de dichas sociedades históricas. Sólo que mientras que Trotsky, que fue sin
duda un marxista teoréticamente canónico o puro, razón por la que estaba
condenado a perder la batalla histórico-política real frente a la neta inversión
estatalista del inicial enfoque económico de Marx llevada a cabo por el co-
munismo real, mientras que Trotsky, decía, como marxista canónico que era,
extraía de esta ley del desarrollo desigual y combinado la conclusión de la “re-
volución permanente” eslabonada como camino económico-social dialéctico
inexorable al comunismo mundial, yo he tomado dicha ley fáctica de la histo-
ria en un sentido bien distinto: justo para contrastar su infame realidad fáctica
con la condición moralmente excepcional de ese proyecto histórico que a la
contra de toda ley histórica fáctica se comprometió a hacer valer lo mejor de la
condición moral humana, precisamente negándose a toda determinación eco-
nómica, pero también política, y no digamos ya estatal, de la vida comunitaria.

7. Y bien, una vez hechas las anteriores observaciones, intentaré ahora esbo-
zar, en unos trazos que inevitablemente serán demasiado gruesos, las principa-
les fases y modos de la formación de la civilización comunitaria histórico-uni-
versal, y precisamente al objeto de poder ulteriormente asimismo esbozar las
fases de su descomposición hasta llegar a su actual agonía.

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Juan Bautista Fuentes

En dos palabras, me parece que los hitos claves de dicha formación son és-
tos: en un principio el imperio alejandrino, ulteriormente el imperio romano, y
por fin la formación de la Cristiandad. Del imperio de Alejandro destacamos,
precisamente desde nuestra perspectiva comunitarista, no ya la mera forma-
ción de una concatenación de ciudades análogas a las iniciales ciudades-estado
griegas clásicas, sino precisamente, sí, la formación de estas ciudades, pero
como marcos o escenarios culturales de un esbozo siquiera de una vida social
comunitaria, el iniciado por la política de Alejandro al ir matrimoniando a sus
generales con las hijas de los reyes de los pueblos que iba conquistando, una
política esta dotada ya por tanto de un conato siquiera de referencia comu-
nitaria metapolítica que contrasta, y violentamente, con la concepción mera-
mente político-económica de su consejero, el filósofo Aristóteles, quien como
es sabido, aconsejaba a Alejandro tratar a los pueblos conquistados no como a
los ciudadanos de las ciudades-estado griegas, sino como a la flora y la fauna
de los mismos territorios que estaba conquistando, o sea como meros recursos
productivos. Y ya esta sola y aguda diferencia entre el filósofo de estirpe y for-
mato griegos clásicos y el emperador macedonio nos debería poner sobre aviso
del carácter tan vil como peligroso de toda la filosofía política griega clásica, al
menos la heredera de Platón, por su cuño radical y abstractamente político-es-
tatalista, una vileza que repercute incluso en un filósofo que como Aristóteles
fue capaz de moderar mediante su sentido de la prudencia, que por tanto ya de
algún modo trasluce un eco comunitario, la abstracción político-estatalista de
la filosofía de su maestro Platón.

Y por lo que respecta al impero romano nuestra perspectiva comunitarista


nos conduce a fijarnos en esa obra maestra de la praxis prudencial humana que
sin duda fue el derecho romano, una creación cultural incomparablemente más
valiosa que toda la filosofía política griega clásica, al menos la de cuño platóni-
co, y especialmente en su momento de apogeo, aproximadamente durante los
dos primeros siglos de nuestra era. Y del derecho romano es preciso destacar
esto: su forma sutilmente prudencial de conjugar su carácter consuetudinario
con su alcance potencialmente universal, es decir, su modo de saber irse ate-
niendo a las costumbres de cada pueblo concatenando recurrentemente las ya
dadas y las por venir, sin dejar por lo mismo de cribar aquellos rasgos cultura-
les que pudieran oponerse a dicha concatenación. Y es esta sutil conjugación la
que dota al derecho romano de una característica no menos sutil y decisiva, a

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

saber: aquella según la cual la fuente de este derecho ni reside en la mera fuerza
de conquista, como ocurrirá en general con el derecho de los pueblos primi-
tivos nórdicos y en particular con el germano, ni tampoco en el estado, como
luego querrá el derecho contractual ilustrado de los estados modernos, sino
precisamente en la recurrente fuerza moral de convivencia por seguirlo haciendo
valer en cada caso, y ello sin perjuicio de que deba ser el estado, o el gobierno
político imperial, el que, dada ya la amplitud y heterogeneidad cultural de la
nueva sociedad histórica imperial, deba proveer los medios, los medios en efec-
to jurídico-políticos o legales, que apoyen, pero que sólo apoyen, la fuerza moral
consuetudinaria de mantenimiento y propagación de la convivencia. Y esto
implica que en el concepto mismo y en la realidad de la ley, de la ley romana,
claro, hay dos momentos o ingredientes distinguibles que sin embargo deben
actuar juntos: el momento formalmente jurídico-político, que es el que debe ser
establecido por el poder político como apoyo de la fuerza de convivencia sub-
política, y el momento convivencial consuetudinario o subpolítico, sin cuya fuerza
moral de convivencia aquel apoyo dejaría de serlo puesto que actuaría en el
vacío, y se convertiría, como se acabó convirtiendo, en mera imposición polí-
tica coactiva. O dicho en dos palabras y a modo de lema: ni ley sin costumbres
ni costumbres sin ley. Y éste fue el secreto sapiencial del derecho romano que
ulteriormente iba a permitir a la Cristiandad proseguir a la vez que reconstruir
la civilización occidental una vez desmoronado el armazón jurídico-político y
económico del impero romano.

Pues, en efecto, una vez descuartizado dicho armazón, y no ya sólo por la


mera fuerza destructora de las últimas y definitivas invasiones bárbaras, sino
precisa y principalmente por la debilidad propia que llevó al imperio a sucum-
bir ante esta fuerza destructora, debilidad resultante del predominio creciente
que fue adquiriendo el cada vez más abstracto y vacío armazón político y eco-
nómico sobre la convivencia subpolítica durante aproximadamente el último
siglo y medio del imperio, y que fue el factor determinante que le fue sumien-
do en su inexorable decadencia; una vez descuartizado dicho armazón, decía,
la única posibilidad que le quedaba de pervivir a la vieja civilización romana
era ésta: apoyarse en los restos convivenciales subpolíticos todavía disponibles,
que eran los que en su momento de apogeo habían surtido de energía comuni-
taria al imperio, y potenciarlos al máximo del mejor modo posible: y en semejante
operación vino a consistir a mi juicio el genio de la Cristiandad.

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Juan Bautista Fuentes

Potenciar al máximo “del mejor modo posible”, acabo de decir, los restos aún
disponibles de la energía convivencial romana. Y este mejor modo posible
consistió en erigir una fe, y una fe religiosa, y no ya una fe religiosa cualquiera,
sino aquélla cuya dogmática contuviese un sistema de equilibrios de una sutileza
y complejidad tales que contuviesen aquellas implicaciones antropológico-mo-
rales capaces de hacer revivir y potenciar al máximo la antigua fuerza moral
romana de una convivencia potencialmente universal. Y sólo de este modo
dicha convivencia pudo efectivamente no sólo proseguir, sino a la vez quedar
transfigurada del modo más extensa e intensamente universal posible.

Expuesto más que telegráficamente lo que posee una extraordinaria com-


plejidad y sutileza de matices, me he de limitar a decir lo que sigue. En primer
lugar he de señalar la que a mi juicio constituye en general la fuente moral
de todas las religiones, que es la conciencia de la propia fragilidad huma-
na ante su no menos incitante aspiración al cumplimiento de sus potenciales
compromisos de convivencia triposicional y subjuntiva. Es dicha conciencia
la que hubiera llevado a los seres humanos a apelar, mediante un acto de la
imaginación desiderativa llevada al límite, o mejor, más allá de todo límite de
la recurrencia triposicional y subjuntiva, pero como garantía de prosecución
de dicha recurrencia, a unas fuerzas ilimitadamente superiores a él, bien fuesen
cósmicas o supracósmicas, no entro ahora en esta cuestión, pero asimismo do-
tadas como él de conocimiento y voluntad, capaces de ayudarles en el ejercicio
de sus esfuerzos morales comunitarios, pero a cambio de la contrapartida de
una acción de gracias dirigida a esas fuerzas superiores consistente en sacrificios
ofrecidos a ellas, unos sacrificios siempre cruentos y muchas veces humanos. Es
inseparable en efecto de toda religión la ceremonia sacrificial como petición
y en acción de gracias ofrecida a las fuerzas divinas. De aquí que, al menos
cuando este sacrificio incluye a los seres humanos, la religión comporte una
condición característicamente miserable. Una condición esta que adquiere a su
vez una nota siniestra cuando se trata de las religiones de aquellos pueblos ya
históricos sujetos a la ley fáctica de la historia cuyo desarrollo conducirá inde-
fectiblemente a estos pueblos a adoptar una perspectiva ciertamente universal,
pero justamente aquella que cuenta con los demás terceros pueblos posibles
precisamente como enemigos. Y es ahora cuando las religiones adoptarán, de
acuerdo con dicha perspectiva universal, la forma de la religión monoteísta, de
modo que ahora la petición de ayuda a su Dios único incluirá asimismo el

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

castigo o la destrucción de los pueblos enemigos. No puedo por desgracia exten-


derme ahora ni un ápice en la consideración de algo de una importancia enor-
me y que sin embargo me limito a mencionar, y es que desde luego tanto el
Islam como el judaísmo, si bien cada uno a su modo, constituyen los dos gran-
des ejemplos ejemplares de estas religiones monoteístas característicamente
siniestras. Al respecto me limito a señalar que un apunte de esta cuestión algo
más desarrollado lo podrá encontrar el lector en mi artículo publicado en el
número anterior, el primero, de esta misma revista.

Ahora bien, una religión generada a partir de una sociedad histórica uni-
versal y comunitaria que es la que precisamente busca salvar, deberá por un
lado sin duda conservar esa petición de ayuda en auxilio de la fragilidad hu-
mana, pero también a su vez trasformar enteramente los rasgos miserables y
siniestros de las demás religiones habida cuenta de esa condición comunitaria
universal que busca salvar: y en esto va a residir la condición única y excepcional
del cristianismo frente a cualesquiera otras religiones.

Rapidísimamente: esta condición única y excepcional se forja básicamente


mediante la composición de las ideas dogmáticas de la Trinidad, en cuanto
que incluye la Encarnación, y las relativas a la relación entre la Gracia divina
y la libertad humana. La Trinidad ya modula el monoteísmo en principio de
suyo siempre agresivo de las religiones monoteístas, y precisamente en cuanto
que incluye la Encarnación de la Segunda persona divina en un cuerpo de
naturaleza humana. De este modo la comunicación universal entre el Padre y
el Hijo que tiene lugar mediante el Espíritu Santo a la vez que promueve la
universalidad lo hace incorporando a ella a todos y cada uno de los seres hu-
manos carnales y en su radical singularidad carnal, lo que implica la preserva-
ción en principio de aquella diversidad de culturas cuya porosidad les permita
la circulación entre ellas de unas relaciones ciertamente universales, pero no
ya abstractamente universales, como podría ser el mero intercambio de mer-
cancías, sino precisamente las de índole comunitaria o convivencial que son
las que sólo pueden tener lugar entre cuerpos humanos singulares y concretos.

Por lo demás, y a su vez, el carácter sacrificial y cruento de la acción de gra-


cias de las demás religiones queda concentrado y asumido en el cristianismo
en la Segunda Persona de Dios mismo, o sea en la persona divina y el cuerpo

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humano de Jesucristo, que por lo mismo libera ya en adelante para siempre a


los hombres de todo sacrificio, y por supuesto humano, en acción de gracias,
salvo esa forma máximamente sublimada de acción de gracias que consiste en
la conmemoración comunitaria y reiteración en cada celebración de la Eu-
caristía del sacrifico de Jesucristo. Un sacrificio que precisamente ha tenido
lugar para la redención de todos los hombres en ese sutilísimo sentido: para
la redención de todos aquellos hombres capaces de pedir, recibir y agradecer
libremente el don de la Gracia que deriva de dicho sacrificio como ayuda o
auxilio en sus esfuerzos morales responsablemente libres por preservar en su
compromiso con la comunidad. Se trata por tanto de una Gracia que ni re-
duce ni anula ni sustituye en modo alguno la libertad, sino que precisamente
la refuerza en cuanto cuenta con ella. Y así ha sido como el Cristianismo ha
fundado la ontología de la libertad en la historia universal humana: de la genui-
na libertad, ni falta haría decirlo de no ser por las degeneraciones modernas
de la misma. Y el efecto moral decisivo y fundamental que se deriva de esta
sutil relación entre la Gracia y la libertad son las ideas correlativas de perdón
y de enmienda, que constituyen como el arco de bóveda de toda la vieja moral
cristiana. Ninguna otra religión ha tenido en efecto una idea tan acusada, pero
a la vez tan afinada, del pecado original: pues ciertamente la teología moral
cristiana conoce, y conoce bien, esa tendencia inercial humana a desfallecer en
sus esfuerzos morales libres por hacer el bien. Pero esta condición quebradi-
za del ser humano no implica para el cristianismo una condición fatalmente
quebrada, y ello precisamente merced a la relación entre la Gracia derivada del
sacrifico de Jesucristo y la libertad responsable humana que es capaz de pedir,
recibir y agradecer libremente esta Gracia. De aquí que todo cristiano sepa
que todos sus pecados podrán ser, y una y otra vez, perdonados si media una
constricción tan radical que comporte un compromiso no menos radical con
la enmienda.

Y fue a fin de cuentas este arco de bóveda de la vieja moral cristiana la


que permitió al cristianismo fundar la Cristiandad, es decir, levantar sobre
las ruinas del imperio romano y a la vez preservar con una voluntad de recu-
rrencia universal infinita un proyecto de comunidad universal. Un proyecto
que, precisamente debido a su sutil contenido doctrinal, de ninguna manera
se sabía perfecto, sino constitutivamente defectuoso en cuanto que sometido a
los desfallecimientos incesantes en la fuerza de voluntad de la moral humana,

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

pero no ya por ello fatalmente condenado al fracaso. De ahí que se tratase, a


la postre, como no me parece desafortunado decir, de ir manteniendo erguido,
mal que bien, el proyecto de dicha comunidad universal.

Y por fin se ha de señalar que, en congruencia con el sentido teológico


moral y político de su dogmática, fue el cristianismo quien supo instaurar la
distinción a la vez que la relación entre el ámbito de los poderes políticos de
cada pueblo, dotados en principio cada uno de ellos de la facultad de la potes-
tas, o sea del poder de gobernar en orden al bien común del propio pueblo, y el
ámbito de la autoridad moral universal o auctoritas de la Iglesia en cuanto que
responsable de la custodia de la referencia comunitaria universal metapolítica
a la que en principio deberían atenerse tanto los cristianos como todo gobier-
no que quisiese ser cristiano. De este modo, sabiendo muy bien la Iglesia que
todo poder político, y también los cristianos, puede caer, y cae, bajo la fuerza
de succión de los efectos del pecado original, en el enfrentamiento meramente
político-económico con otros poderes políticos, no dejó de ofrecerle a su vez
la posibilidad como ya antes dije de mantenerse a flote de esta tentación.

8. Pues bien: fue todo este sutil y complejo sistema de equilibrios, y con él
el arco moral de bóveda en que se sustentaba, el que vino a quedar dinamitado
por la Reforma protestante, inicialmente luterana, estableciéndose con ello el
primero de los peldaños principales de descomposición de la vieja civilización
occidental.

El golpe clave que Lutero asestó al sistema de equilibrios de la doctrina


cristiana a partir del que ya no pudo quedar en pie su arquitectura general
consistió en negar la capacidad de enmienda del ser humano al concebir a éste
como hundido sin remedio en la maldad y en la culpa. El ser humano es para
Lutero en efecto una conciencia abismada en la culpa derivada de una maldad
incapaz de enmendarse, una conciencia que por tanto sólo puede esperar de la
Gracia divina no ya ninguna ayuda a un posible esfuerzo libre por enmendarse
del que es incapaz, sino tan sólo su salvación eterna por la sola fe en el sacri-
fico de Jesucristo, un sacrificio que de este modo no tiene ya ninguna función
auxiliadora de nuestras obras en este mundo, sino sólo la de nuestra salvación
eterna por la sola fe. Y tan radical es la convicción luterana en la maldad hu-
mana y en su incapacidad de enmienda que asimismo le retirará toda voluntad

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no ya sólo para pedir la Gracia en posible auxilio de sus obras, sino aún para
recibirla en el caso de que le fuera otorgada.

De este modo Lutero ha triturado la clave última de la antropología teológica


del cristianismo viejo, que era justamente la libertad humana, la genuina liber-
tad responsable comprometida con la preservación de la comunidad. Y con
ello todas las piezas de esta antropología, como decía, van a caer una detrás
de otra. Con la trituración de la libertad queda triturada la dignidad humana
que es su corolario necesario, y también quedará destruida su integridad so-
mático-espiritual, pues el ser humano va a quedar ya escindido o partido en
una mera conciencia abismada en su culpa y un cuerpo entendido como un
inmundo basurero de pecados, una escisión moral que es justamente la que
antecede y prefigura la ulterior escisión gnoseológica y ontológica cartesiana
entre una mente incorpórea y un cuerpo mecánico desalmado, una escisión
esta como se ve que en absoluto es moralmente neutral y que ya emponzoñará
irremisiblemente, tanto teorética como prácticamente, a toda la filosofía mo-
derna ulterior, y muy especialmente a su más genuino y peligroso vástago, que
es el idealismo alemán.

Así pues, ya se comprende que este indigno esclavo de su maldad sin en-
mienda posible, escindido entre una conciencia irremisiblemente culpable y
un inmundo basurero carnal de pecados, habrá de quedar privado de toda
vida comunitaria habida cuenta de su incapacidad para todo esfuerzo moral
responsablemente libre comprometido con ella, de modo que bastante ten-
drá con concentrar su fe en su conciencia abismada en la culpa, eso sí, muy
espiritualmente, con ribetes siempre más o menos místicos. Así pues, estas
conciencias, en cuanto que abismadas en su culpa y por ello recluidas en sí
mismas, quedarán comunitariamente aisladas las unas de otras, a diferencia de
lo que ocurría con las personas somático-espirituales íntegras del cristianismo
viejo, cuyo apoyo mutuo comunitario, que requería de sus esfuerzos aními-
co-morales, y por tanto en cuanto que anímicos también somáticos, por vencer
su extrañezas, precisamente no podía tener lugar al margen de los cuerpos y de
la acción de éstos, sino que dependía de dicha acción carnal formalmente ade-
cuada a dicho apoyo. De este modo ha sido el luteranismo el que ha instituido
la figura del individuo abstracto moderno, esto es: la figura de unas conciencias
comunitariamente aisladas las unas de las otras en cuanto que desligadas de

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

sus cuerpos como vías adecuadas de dicho apoyo, pero sí asociadas las unas con
las otras por intereses ya meramente utilitarios, o sea a la postre meramente
tecno-económicos y/o políticos, que no podrán dejar de seguir recurriendo a
sus cuerpos, pero ya como meras herramientas útiles de dicho tipo de inte-
reses. Como se ve ha cambiado, y radicalmente, la concepción tanto del alma
espiritual humana como de su cuerpo, y por lo mismo y muy especialmente la
de sus relaciones, un cambio éste no sólo teorético, sino precisa y muy prin-
cipalmente práctico y de índole moral. Comunitariamente aislados y utilitaria-
mente asociados, así irán quedando los individuos abstractos modernos a partir
de la Reforma, preparándose de este modo el terreno para que ulteriormente
pueda actuar, llevando al límite este tipo de individuo, como ahora veremos,
los efectos de la industria moderna.

Y se comprende por tanto y a su vez que esta nueva antropología teológica


reformista fuese constitutivamente solidaria de la formación y de la legitima-
ción de los nuevos estados modernos y con ellos de la reaparición, a una nueva
escala ya incomparable con la de ninguna otra situación histórica pretérita
conocida, de los enfrentamientos mutuos implacables entre dichos estados
por el dominio tecno-económico del mundo. Pues en efecto cada uno de estos
nuevos estados nacionales modernos occidentales va a ser el resultado de la
confluencia y refundición del mayor grupo posible de viejos reinos medieva-
les geográficamente colindantes y en su momento cristianos, pero en cuanto
que ya tienen a la vista otras terceras configuraciones político-territoriales
semejantes como enemigos por el dominio tecno-económico de los merca-
dos abiertos a través de los territorios histórico-geográficos ya potencialmente
planetarios que las nuevas fuerzas productivas están poniendo a su alcance. Se
comprende entonces que cada nuevo estado moderno lleve siempre asociado
consigo un imperio, o al menos un conato de imperio, de pretensiones tec-
no-económicamente dominadoras, cuya fuerza de dominación dependerá en
cada caso de la fuerza de los demás imperios opuestos así como de la combina-
ción de las posibles alianzas entre ellos. De este modo se acabó reproduciendo
una vez más, como se ve, en el corazón mismo del viejo Occidente cristiano,
la ley fáctica de la historia, y esta vez con unas dimensiones de poder técnico,
económico-comercial y militar desconocido por cualquier otra sociedad pre-
térita. Y se comprende entonces que fuera la nueva antropología reformista la
que se ajustara a la perfección a este proceso histórico propiciándolo a la vez

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Juan Bautista Fuentes

que realimentándose de él desde el momento en que, como hemos dicho, a la


vez que aislaba comunitariamente asociaba utilitariamente. Y así fue como la
vieja comunidad universal cristiana, la Universitas Christiana, fue sustituida
por la formación de las religiones nacionales modernas basadas como es sabido
en el principio cuius regio, eius religio. Con lo cual, obsérvese, no sólo se estaba
destruyendo todo el sutil sistema de equilibrios entre la auctoritas eclesial y
la potestas de cada gobierno, sino que, y por ello, se estaba llevando a cabo la
más siniestra perversión imaginable de la vieja teología comunitaria universal
cristiana: y ello no ya sólo porque se estuviera sustituyendo dicha comunidad
universal por la lucha implacable utilitaria entre los nuevos estados, sino y
precisamente en cuanto que cada estado se permitía legitimar esta lucha ape-
lando al Dios cristiano, o sea al único Dios monoteísta, pero ya trinitario, que
había superado el odio característico de las demás religiones y civilizaciones
monoteístas sustituyéndolo por la caridad o comunidad universal. Y así va a
ser este mismo Dios, supuestamente cristiano, el que se querrá ahora que sea
el propio Dios de cada nuevo estado nacional legitimador no sólo del odio mutuo
que sin duda se dio entre ellos, sino incluso más aún el legitimador del odio, que
en efecto llegó a ser intensísimo, con el que el conjunto de todos estos nuevos
estados se enfrentaron a los restos de la vieja Universitas Christiana que aun
pudieran quedar actuantes en Occidente, o sea del odio contra el catolicismo,
justamente la única autoridad espiritual que en principio hubiera quedado
sustraída a este odio universal.

Y a este respecto no puedo dejar de hacer una vez más dos apuntes muy
rápidos pero imprescindibles. El primero es éste: que esta vieja Universitas
Christiana quedó históricamente de hecho concentrada, sostenida, defendida
y propagada por todo el orbe, por el mismo orbe que ella estaba descubriendo,
por una unidad histórica en principio asimismo moderna pero de signo teo-
lógico-moral enteramente distinto y opuesto al de las nuevas configuraciones
estatales. Y esa unidad fue España, la única comunidad política del mundo que
ella misma estaba construyendo, en efecto, que se siguió ateniendo a la doctri-
na católica y por tanto a sus implicaciones históricas comunitarias universales,
incluyendo la distinción a la vez que la relación entre la autoridad moral ecle-
sial católica y su propio poder político, y ello precisamente frente a la práctica
totalidad de las demás unidades históricas, de muy distintas índoles y escalas,
que ya estaban formando parte de ese mundo y por tanto de esa misma his-

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

toria universal que precisamente España estaba instaurando. Para empezar


frente a todos los nuevos estados nacionales protestantes, paradigmáticamente
el germano, el holandés y el británico, pero también frente a ese cínico parásito
del catolicismo que siempre fue el modélico nuevo estado nacional francés, y
sin descontar el no menos cínico y utilitario estado portugués; y ello tanto en
territorio europeo como en los nuevos territorios planetarios donde se libró el
combate entre la extensión hispana de la catolicidad por todo el orbe que ella
misma estaba descubriendo y las fuerzas opuestas de los imperios tecno-eco-
nómicamente dominadores asociados a los mencionados estados, un combate
este que sin duda España acabó perdiendo, tan lenta como dramáticamente a
lo largo prácticamente de la historia entera de la modernidad, y a resultas de
lo cual no sólo quedó marcado el sino de la historia universal, sino también,
y acaso definitivamente, el de nuestra trágica historia. Y todo ello mientras
a su vez sólo España seguía combatiendo de un modo consistente el poder
islámico, especialmente el turco, en todo el Mediterráneo, de manera que bien
pudo Sánchez Albornoz decir de nuestra patria que a la vez que actuaba como
rodela de Europa estaba siendo traicionada y combatida por toda ella.

Pero también España tuvo que vérselas, y en principio bien a pesar suyo, y
éste es el segundo punto que no podía dejar de mencionar, con esa institución
histórica que cada vez más estaba dejando de ser la depositaria doctrinal de la
custodia de la referencia metapolítica comunitaria universal de todo los pode-
res políticos del mundo para irse predominantemente comportando como la
institución política que por lo demás nunca había dejado de ser, y además ahora
como el estado ya de hechura moderna que junto al resto de los demás estados
modernos cada vez más iría siendo. Me refiero, claro ésta, a la Iglesia romana.
Pues tampoco podemos olvidar las razones negativas que sin duda asistían a
Lutero en su crítica feroz a la corrupción vaticana, a su lujo, su lujuria, su uso
hipócrita de las indulgencias y su latrocino, su nepotismo…, una corrupción
esta, y comprender esto es esencial, cuya raíz ya se nutría de su condición cada
vez más preponderante de estado, y de estado moderno, frente a su condición
de albergue de la custodia de la comunidad universal, y ello sin perjuicio, claro
está, de que las consecuencias de la Reforma multiplicasen y extendiesen por
Occidente toda esta podrida raíz estatal. De hecho tampoco podemos olvidar
que ya en el siglo XIII la Iglesia Romana había tenido que generar y asimilar
dos verdaderas reformas católicas, como fueron la franciscana y la dominica,

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y ello precisamente debido a los conatos de estado moderno que ya venían


apuntando en su seno. Así pues, ya indefectiblemente afectada al menos desde
los comienzos de la modernidad por la tendencia a imponerse en su seno su
condición de estado sobre su condición de albergue de la custodia metapolí-
tica de la comunidad universal, e inevitablemente entre medias de las luchas
implacables entre los nuevos estados, la Iglesia Romana ya no dejaría nunca de
verse más o menos sumida en esta ambigua condición de nadar entre dos aguas,
entre el agua de su condición en principio católica y el charco cenagoso de su
condición de estado, un charco este especialmente cenagoso en su caso, justo
es reconocerlo, debido precisamente a la mencionada ambigüedad. Pues de un
estado moderno, dada su condición esencial de sustituto de la comunidad por
la utilidad, cabe esperar lo que cabe esperar, que es vileza y falsedad. Pero la
mencionada ambigüedad siempre arrastrará consigo una peculiar tonalidad
anímico-moral más turbia y equívoca que la de cualquier otro estado moderno
que lo sea sin más. Y a este respecto no deja de ser muy significativo, valga esta
referencia como ejemplo ejemplar, que mientras que España estaba dando lo
mejor de sí durante el siglo XVI para hacer valer por todo el mundo, mediante
su poder político y militar, la catolicidad, o sea la comunidad metapolítica uni-
versal, fuese la Iglesia romana, o acaso sería mejor decir el estado vaticano, el
que llegase a pactar indirectamente con los turcos por la mediación del estado
francés contra el poder español en el mediterráneo, un poder este que natural-
mente quería y debía ser político y militar, pero cuyo sentido era metapolítico
universal, mientras que el del estado vaticano se estaba reduciendo ya al de un
mero poder estatal moderno más. En este sentido casi se diría que hubiese
sido mejor que el estado vaticano hubiera seguido manteniendo sus ejércitos
y sus armas, pues donde éstos están presentes al menos hay más claridad, pero
donde desaparecen y sin embargo se mantiene el sentido de la política mo-
derna, tendrá que ser la diplomacia, de suyo siempre taimada, la que deberá
volverse especialmente sinuosa, untuosa, cínica.

Sea como fuere, el panorama humano que a fin de cuentas fue quedando
como resultado de todo este proceso histórico podría caracterizarse, como ya
he apuntado, diciendo que en lugar de la vieja vinculación comunitaria fue ha-
ciéndose presente junto con el aislamiento comunitario la asociación utilitaria,
con todo lo que esto comporta. Pues las diversas formas y escalas que sin duda
fue adoptando esta asociación utilitaria ya no dejarían de estar todas ellas mar-

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

cadas por su nota esencial, a saber, el predominio del interés utilitario particular
frente a la vinculación comunitaria universal. Y así, las formas básicas de este
particularismo utilitario que ya se fueron decantando durante lo que podemos
considerar como la primera modernidad, o sea el período denominado como
“edad moderna” por los historiadores, y que luego veremos que acabarían cris-
talizando con la industria, fueron sin duda éstas: dentro del marco general de
la lucha mundial entre los estados y sus respetivos imperios dominadores, la de
un nuevo tipo de grupos sociales entre sí dentro de cada estado, o sea las lu-
chas entre las nuevas clases socio-económicas generadas por el predominio del
desarrollo económico sobre la comunidad, y a su vez e incluso dentro de cada
agrupación tradicional de estirpe y formato más primitivos, como las familias,
las vecindades y los oficios, la pugna más o menos sorda pero efectiva de unos
individuos frente a otros. Así pues, enfrentamiento entre estados, entre clases
e incluso entre los individuos dentro de las formas humanamente más básicas
de la comunidad: estas fueron las tres formas principales de degradación de la
vida comunitaria con las que echó a andar la modernidad: la modernidad natu-
ralmente victoriosa, es decir, la que fue y acabó definitivamente venciendo a la
modernidad alternativa que en principio supuso España.

Y esta degradación supone ciertos cambios esenciales en la contextura aní-


mico-moral de la personalidad. Es como si el alma de cada persona se fuera
encogiendo, tornándose más estrecha, liviana y superficial al quedar priorita-
riamente ocupada por intereses meramente utilitarios, a la vez que se fuese
resecando la reserva de la fuerza moral de ánimo por verdaderamente convivir,
pero quedando en ese lugar reseco no ya el vacío, sino légamos de culpa más o
menos subconscientes que se van acumulando los unos sobre los otros, y que
son a la postre los causantes del verdadero y más profundo malestar humano,
que es el moral. Y ahora veremos hasta qué punto, sobre todo a partir de la
sociedad industrial y de la consiguiente formación del hombre masa, estos
légamos podrán llegar a exudar las formas más siniestras del autoengaño y el
resentimiento.

Con todo, me parece que tampoco hemos de suponer que al menos duran-
te esta primera fase de la modernidad la totalidad de la civilidad occidental
quedase homogénea ni menos aun íntegramente degradada del modo indi-
cado, pues tuvieron que ser más bien los nuevos grupos dirigentes, o sea los

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más directamente interesados en la expansión y penetración en la sociedad


de esta moral utilitaria y particularista, por tanto principalmente los nuevos
dirigentes religiosos, los nuevos políticos y los nuevos comerciantes, quienes
más intensamente hubieron de asimilar el veneno y procurar expandirlo lo
más posible por la sociedad, pues de la eficacia de esta penetración dependía
su nuevo dominio interno y externo. Pero también sería preciso contar con la
presencia y la resistencia de ciertas reservas populares profundas, se diría que
intrahistóricas, en donde de algún modo hubiesen de haber quedado vivos los
rescoldos de la vieja vida comunitaria, y que por tanto todavía pudieran seguir
actuando, repárese en ello, como puente comunitario entre los viejos pueblos y
agrupaciones de Occidente, y ello hasta el punto de que, aún hoy, como luego
veremos, estos rescoldos seguirán siendo las únicas reservas de esperanza en
la pervivencia del viejo Occidente y por lo tanto del Mundo. Y no se ha de
pensar por cierto, ni mucho menos, y este matiz me parece importante, que
estas reservas populares herederas de la vieja catolicidad tuvieran que quedar
por fuerza o ni siquiera mayoritariamente del lado del ámbito geohistórico
donde acabó prevaleciendo, principalmente a partir de la paz de Westfalia,
oficialmente el catolicismo, pues justamente este carácter ya oficial del mismo,
y por ello su ambiguo entreverado con el espíritu de la política moderna, no
garantizaba ya que lo que podemos llamar la catolicidad en ejercicio tuviera que
ser más intensa y extensa en dicho ámbito que en el oficialmente protestante.
Y ésta sería por cierto una de las últimas razones para todavía poder confiar en
la prosecución actual de la vieja convivencia entre los pueblos de Europa, por
decirlo con la fórmula que tanto apreciaba Ortega.

En cualquier caso, y no obstante lo dicho, lo cierto es que las nuevas formas


de vida que trajo consigo la industria no vinieron precisamente a favorecer,
sino más bien todo lo contrario, la vitalidad y pervivencia de estos últimos
rescoldos.

9. Pues en efecto la moderna industria es esto: es el resultado de la apli-


cación, cada vez más continuada y sistemática y compleja, de los contenidos
cognoscitivos de las distintas ciencias matemáticas y físicas a la producción,
y en consecuencia y por extensión a las formas de distribución y consumo de
lo producido. Y dichos contenidos son, de suyo, máximamente abstracto-uni-
versales, por lo que quedan desprendidos de los propios sujetos particulares que

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

los hayan podido generar, a la vez que éstos por su parte quedan segregados
de dichos contenidos. De este modo la incorporación de este tipo de conoci-
mientos a la producción ha de tener unos efectos muy determinados en ésta:
para empezar una multiplicación de una escala incomparable con la de cual-
quier otra forma de producción anterior de la eficacia en la explotación de los
recursos y por tanto del volumen de los objetos producidos, así como una ca-
racterística homogeneización abstracta de las morfologías de dichos productos. Y
esto supone ya de entrada la reducción abstracta del trabajo humano, tanto por
lo que respecta a la acción como al efecto del mismo. Por lo que toca en efecto a
la actividad de trabajar, tanto cada trabajador como sus acciones con las nuevas
maquinarias se tornarán intercambiables y por tanto mutuamente prescindibles, y
por lo que respecta a los resultados del trabajo su morfología abstracto-homo-
génea tornará asimismo intercambiables y mutuamente prescindibles a cada
uno de sus posibles usuarios y a sus propias actividades de uso. Y otro tanto
ocurrirá con las diversas fases y modos del intercambio y distribución de estos
productos, todos y cada uno de los cuales se tornarán asimismo máximamente
abstractos, y por tanto indiferentes al posible significado o valor de uso perso-
nal que en principio los objetos del trabajo pudieran tener.

Así pues, el primer efecto de la industria consiste en esto: en la máxima


reducción abstracta posible a sus meros ingredientes tecno-económicos tanto del
trabajo como de la distribución y del uso de sus resultados. Y esta reducción
tendrá a su vez un doble efecto combinado muy característico. Por un lado,
sin duda, el de una muy peculiar facilitación de la vida: pero una facilitación
que precisamente supone el cortocircuito de los esfuerzos anímico-morales por
afrontar y en su caso vencer las extrañezas que la propia homogenización abs-
tracta tanto de la actividad productiva como de las morfologías de sus pro-
ductos ya ha disuelto. Pues ya apunté que la singularidad personal de cada
personalidad deja en los resultados de su labor, al menos mientras ésta no sea
aún industrial, la impronta de una particularidad artesanal no intercambiable,
y son estas particularidades las que en primer lugar comportan las extrañezas
mutuas tanto en las labores como en los disfrutes cooperativos que suponemos
que debieran ser vencidas. Y esto es así hasta el punto en que me atrevería a
decir que no hay una puesta a prueba más crítica de la posible compatibilidad
entre las personalidades que la que tiene lugar a la hora de vérselas mutua-
mente aún más que el modo de trabajar en el de usar o disfrutar de los enseres

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y de sus diversos ensamblajes: ahí es donde por encima de todo se pone de


manifiesto hasta qué punto las personalidades pueden convivir o acaso no
poder soportarse. Y son estas extrañezas las que justamente van quedando
disueltas por la morfología abstracto-homogénea de los productos industriales,
con lo cual se van cortocircuitando los esfuerzos por vencerlas, de modo que se
diría que lo que la industria va haciendo es ir dando por hecha justamente esa
vida que el esfuerzo moral humano anteriormente tenía que hacer. En este
sentido podría decirse que la industria ha venido a sustituir a la Gracia divi-
na, y de un modo no sólo profano sino profanador, pues mientras que aquella
Gracia auxiliaba los esfuerzos morales libres por convivir, ahora la industria
directamente suprime dichos esfuerzos, y por tanto hace superflua toda posible
Gracia que los auxiliase, al dar por hecha la vida. Y no es ajena por cierto a
esta profanación la agresiva fealdad de las morfologías abstracto-homogéneas
de los productos con los que la industria que ha ido poblando el paisaje de
nuestras vidas. Pues la belleza, al menos desde un punto de vista “poético”, en
el sentido de la poiesis griega, reside matricialmente en esa impronta artesanal
particular de los objetos de la labor humana, en cuanto que es la armonía de
la figura carnal operatoria y sensible de cada cuerpo humano la que deja justa-
mente su impronta armónica en sus obras, mas como quiera que esta impronta,
por personal, tiene a su vez algo de insustituible o de imprescindible, resulta
que el esfuerzo por lograr y el logro de la participación de las diversas per-
sonalidades en la comprensión compartida de estas improntas es una de las
formas más delicadas posibles de comunicación humana. Así pues resulta que
los bienes que en principio los hombres pueden regalarse mediante su trabajo
como objetos de disfrute precisamente son bellos, y de suerte que esta belleza
es también el objeto mismo del regalo. Y también esto acabará siendo barrido
por la industria. Con todo, lo cierto es que la agresiva fealdad de los productos
industriales ha ido teniendo su proceso de acrecentamiento al compás de las
diversas fases y modos del desarrollo de la sociedad industrial. Siquiera como
mera mención, cabría señalar que no es el mismo, desde luego, el paisaje de
la primera revolución industrial, el de la máquina de vapor y de los primeros
ferrocarriles, que el siguiente de la electricidad y el motor de explosión, que ya
el de la revolución informática, robótica y telemática que desde el final de la
segunda guerra mundial venimos padeciendo: un implacable acrecentamiento
de una suerte de aséptica vaciedad y agresiva fealdad carentes de significado

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

humano ha sido sin duda la ley. Así, y sirva meramente como ejemplo, no se
puede comparar el todavía relativo encanto que podían tener los primeros fe-
rrocarriles movidos por carbón con la impecable e implacable fealdad agresiva
de un actual tren de alta velocidad. Y no son pocos, lo sé, quienes aun verán en
un tren de éstos algo de elogiable, de admirable, incluso de bello, por ejemplo
la incisiva eficacia de sus líneas aerodinámicas: así de vacía de sustancia huma-
na han podido llegar a quedar sus almas.

Y el otro efecto al que antes me refería es éste: este peculiar ahorro del es-
fuerzo por convivir causado por la reducción tecno-económica máximamente
abstracta de la convivencia se ve abocado por su propia lógica, o sea por el
propio poder y la eficacia de la nueva forma industrial de producción, a una di-
námica implacable que consiste justamente en esto: en cada vez más meramente
producir para cada vez más meramente consumir lo más posible, lo más deprisa po-
sible y lo más variado posible. Y a este respecto creo que es preciso advertir que,
a diferencia de como lo pudo entender el marxismo clásico, no es ya tanto la
lógica del beneficio económico la que acaba imponiendo su ley sobre la vida,
sino que es más bien la lógica del propio poder productivo de la producción
industrial la que se acaba imponiendo sobre la vida y subordinando el propio
beneficio económico a su propia prosecución. En este sentido la idea misma
de “capital” y de “capitalismo” del marxismo clásico, sin dejar de tener en su
momento un cierto fundamento al basarse en la realidad efectiva de la plusva-
lía y de la inicial acumulación del capital, han acabado sin embargo por mos-
trársenos por el curso mismo de las cosas como ideas arcaicas y ya en su mo-
mento sólo oblicuas, como lo muestra el hecho de que aquello que en efecto se
ha acabado imponiendo no es ya la lógica de la explotación económica basada
en la inicial acumulación del capital y la extracción de plusvalía, sino precisa-
mente la lógica consumista implacable que el poder productivo de la industria
posibilita y necesita para su prosecución. Así pues, es preciso comprender que
el tipo de sociedad que ya desde sus comienzos ha ido generando la industria, y
de manera cada vez más evidente, es ciertamente una sociedad oblicuamente
capitalista, pero en función del desarrollo progresivo implacable de su sentido
último, que, tal y como nos es dado comprender retrospectivamente hoy, no
ha sido sino el de la creación de una sociedad cada vez más económico-tecno-
lógicamente optimizada y consumista. Y por tanto hemos de reconocer que este
tipo de dominio tecno-económico sobre la vida humana ni siquiera podría

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Juan Bautista Fuentes

atribuirse principalmente a algo a fin de cuentas humano como serían los


intereses egoístas del beneficio económico, sino a algo aún más siniestro por
objetivamente impersonal, autónomo, automático: a eso que en efecto Friedrich
Georg Jünger pudo llamar, y ya a la altura de 1944, “la perfección de la técnica”.

Y bien: si ahora consideramos de qué modo se combinan esta facilitación


de la vida como ahorro de la voluntad humana por convivir con esta impla-
cable lógica consumista ilimitada podremos comprender el peculiar detritus
humano que de todo ello resulta: se trata del hombre-masa, es decir, de esa
multitud de individuos máximamente abstractos por intercambiables que vi-
ven tan amontonados o hacinados como dispersos según la lógica de la máxi-
ma desvinculación comunitaria y la más interesada asociación utilitaria. Así pues
el individuo abstracto y la masa no sólo no se oponen en absoluto sino que se
constituyen correlativamente pues las masas están precisamente formadas por
individuos abstractos: las masas son amontonamientos dispersos de unos indi-
viduos abstractos tan comunitariamente desvinculados como utilitariamente
asociados.

Y deberán ser entonces estos individuos-masa los que pasen a formar parte
de la carne de cañón que necesiten los nuevos enfrentamientos entre las for-
maciones estatales y sociales que a su vez la industria ha generado. Se trata una
vez más de una reproducción ampliada, esta vez dado ya el poder productivo
de la industria, y por consiguiente entre otros el nuevo poder industrial de
destrucción bélica, de las pugnas entre los diversos bloques geoestratégicos
por el dominio de los mercados mundiales, o sea de la transformación de las
luchas mundiales entre los imperialismos todavía sólo comerciales de la “edad
moderna” en las luchas entre los imperialismos asimismo comerciales pero ya
industriales característicos de la “edad contemporánea”. Decantándose ya estas
luchas durante el siglo XIX todavía más bien en territorio europeo, y precipi-
tándose ulteriormente en el cambio entre los siglos XIX y XX sobre todo en el
enfrentamiento descarnado por el reparto de África, estas luchas mundiales
acabaron cristalizando en las dos grandes guerras mundiales del siglo XX, las
cuales, vistas retrospectivamente desde nuestra actual perspectiva histórica,
podríamos ya considerar como las dos grandes fases de la Gran Guerra mundial
y civil de la sociedad industrial. Y estas luchas mundiales incorporaron a su vez y
moldearon de diversos modos los enfrentamientos asimismo generados entre

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

las nuevas clases socioeconómicas que la industria fue conformando, así como
coadyuvaron a la configuración de las diversas formas y funciones de cada uno
de sus estados, y en ambos casos a la postre en función del poder económico
y técnico tanto interno como externo de cada bloque en el seno de sus luchas
mundiales.

Expuesto muy en esquema y tan sólo a efectos de preparar el terreno para


la comprensión de lo que ulteriormente me importa decir. Diferentes fueron
en efecto las formas que adoptaron las tensiones socioeconómicas internas y
las formas y funciones de cada estado según la posición de cada fuerza impe-
rialista en su lucha mundial. Y así, un caso pudo ser el de los imperios compa-
rativamente dotados del mayor poder económico y técnico mundial, como ya
en la edad contemporánea inicialmente pudo ser el británico y luego el nor-
teamericano, un poder que les permitía suavizar sus tensiones sociales internas
y mantener cierto equilibrio social mediante políticas básicamente reformis-
tas y para cuyo mantenimiento en lucha mundial era en principio suficiente
un estado que cumpliera respecto de dicho poder económico más bien sólo
funciones de mayordomo. Pero ya distinto pudo ser el caso de aquellos otros
imperios que, como el francés, aún reteniendo históricamente un notable
poder económico y técnico tanto interior como mundial, fue quedando con el
transcurso del siglo XIX en una posición mundial comparativamente más dé-
bil que la de los imperios más fuertes anteriormente mencionados, razón por
la que su estado tuvo que asumir una forma más fuerte y estructurada, capaz
de ejercer funciones de gendarme en la ordenación de la producción y de las re-
laciones entre sus clases al objeto de mantener lo más estable posible su poder
exterior. Y a su vez muy diferente fue el caso de aquellos otros imperios que
llegaron a caer en la posición de mayor debilidad interior y mundial, como fue
el caso del imperio ruso a raíz precisamente de su participación en la primera
guerra mundial, debilidad que fue la que les llevó como medida defensiva al
encuadramiento y aun a la directa fabricación estatal lo más totalitaria posible de
su sistema productivo y del conjunto de su relaciones económico-sociales, y
fue este estricto y directo capitalismo de estado totalitario en lo que consistió
eso que se llamó “comunismo”. Y asimismo fue otro el caso peculiarmente
intermedio de aquellos bloques que aun dotados históricamente de un poder
económico-técnico interior considerable, como muy especialmente el alemán,
acabaron, a la postre por razones últimas geoestratégicas dada su condición

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de imperios territoriales no talasocráticos, y más inmediatamente asimismo


a raíz del resultado de su participación en la primera guerra mundial, en un
estado de debilidad mundial comparativa que también les llevó como medida
defensiva a un control estatal totalitario, pero esta vez sólo a un control, no a su
fabricación directa, de su producción y de sus relaciones sociales, y éste fue el
caso de los fascismos.

Una vez más se trató, como se ve, de las diversas combinaciones que pudo
adoptar la lucha geopolítica entre los estados-imperios por el dominio tec-
no-económico del mundo con las pugnas internas entre sus clases socioe-
conómicas, es decir, que se siguió tratando de las diversas combinaciones de
las dos formas modernas de degradación de la vida comunitaria, sólo que expe-
rimentando ahora esta degradación unos niveles de intensidad y extensión
verdaderamente nuevos y desconocidos con anterioridad debido precisamente
al nuevo poder disolvente de la moral comunitaria que posee la industria. Y así,
repárese en que si la primera guerra mundial pudo ser percibida y denominada
por sus propios participantes como la “Gran Guerra”, ello no se debió tan-
to meramente a su indudable nuevo poder destructor bélico, que comparado
con el de las guerras ulteriores pudo acabar siendo percibido casi como una
miniatura, sino que más bien se debió a un nuevo y muy significativo hecho mo-
ral, a saber: el de haber quedado suprimido el viejo principio jurídico-militar,
primero romano y luego cristiano, de la pax romana, que pedía no aniquilar
definitivamente al enemigo vencido para poder seguirlo incorporando en lo
posible al curso de la civilización vencedora, y que era el principio que había
regido durante las frecuentes guerras entre los pueblos cristianos mientras es-
tuvo vigente en Occidente la vieja Cristiandad. No es de extrañar ciertamente
que Ortega dijera que comparadas con la nueva Gran Guerra todas las guerras
europeas anteriores habían tenido más bien el aire de “riñas de vecindad”. Así
pues, lo que quiero destacar es que no fue el nuevo poder técnico destructor
el que por sí mismo llevó a la implacable destrucción a la que sin duda dio lu-
gar, sino que lo que ocurrió fue algo más sutil, a saber, la debilidad moral que
mostró el hombre occidental para dejarse cebar por dicho poder destructor, o
sea el hecho moral de que este poder se acabó mostrando más fuerte que el poder
moral humano de resistirse a él y someterlo a su control.

Así pues, lo que la Gran Guerra, y luego la que le siguió, vinieron a poner

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

de manifiesto fue esto: que se trató ante todo de una guerra moral, y frente al po-
der de la técnica industrial, que perdió el ser humano occidental en su conjunto, con
lo que ya comenzó a desvelarse la incapacidad moral de este tipo humano para
hacer frente y poner bajo su control en general al poder de la técnica industrial.

De ahí que, como decía, me haya limitado a apuntar muy en esquema a las
combinaciones de los enfrentamientos entre las potencias participantes en las
dos grandes guerras del siglo XX con sus correspondientes pugnas sociales in-
ternas, pues lo que quería era precisamente destacar esta guerra moral perdida
por parte del ser humano occidental frente a la industria. Y es la comprensión
de esta derrota moral la que nos puede ofrecer la clave para abordar el punto
decisivo al que por fin quiero llegar, que es el de la nueva y ulterior degradación,
aún más profunda y esta vez al menos de entrada precisamente ya no bélica,
a la que la sociedad industrial desarrollada ha acabado sometiendo al hombre
occidental con posterioridad a sus dos últimas grandes guerras mundiales.

Y para afrontar esta cuestión es preciso de entrada comprender tanto las


diversas posibilidades de combinación que estuvieron disponibles en las in-
mediaciones mismas del comienzo de la segunda guerra como la que acabó
por fin imponiéndose y alzándose con la victoria en dicha guerra, pues fue
a resultas de esta definitiva combinación y de su victoria militar como pudo
comenzar a fraguarse esta última degradación. Una primera combinación que
en efecto podría haberse dado y que en parte en un principio se dio es la que
aliaba a las dos grandes potencias estatales totalitarias, la germana y la sovié-
tica, frente a la alianza entre los bloques económicamente más poderosos, la
franco-anglo-norteamericana. Y sin duda que había en principio razones para
esta alianza, principalmente su carácter defensivo frente al mayor poder eco-
nómico mundial de la alianza entre los bloques en principio opuestos. Mas lo
cierto es que al final acabó imponiéndose la alianza entre el bloque económi-
camente más poderoso y el bloque estatal totalitario por su parte estatalmente
también más poderoso, y ello por buenas razones: porque a la postre ambos
aliados eventualmente vencedores compartían en su estado más puro el domi-
nio moderno sobre la vida humana de su mera dimensión técnico-utilitaria,
bien en su aspecto económico o en el estatal. Pues después de todo los fascis-
mos, permitiéndome agrupar bajo el mismo rótulo al fascismo propiamente
dicho, que fue el italiano, y a su análogo de atribución remota, el alemán,

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Juan Bautista Fuentes

ambos regímenes, decía, fueron, cada uno a su modo, una mixtura confusa,
imposible y a la postre autodestructiva entre su inevitable necesidad moderna
económica y política defensiva, y una apelación a las tradiciones comunitarias
premodernas de sus respectivos pueblos, una ambigua y confusa apelación a
su tradición romana, mitad en clave pagana y mitad supuestamente católica,
en el caso italiano, y una apelación directa y explícitamente pagana a la fuerza
de cohesión vital de los viejos pueblos germanos en el alemán, una apelación,
decía, que sin embargo no pudo dejar de quedar desmentida por el carácter
inequívocamente moderno de sus estados totalitarios y de sus correspondien-
tes organizaciones de masas como instrumento de defensa de dicha presunta
tradición. Y de aquí que dicha apelación a la tradición no pudiera dejar de
adoptar un carácter particularista, por tanto no universal, y esto incluso en el
caso de la apelación italiana a una supuesta catolicidad de raíz romana, y des-
de luego de un modo explícitamente querido en el caso germano, con lo cual
también los fascismos, incluido el propiamente dicho, el italiano, mostraron
ser, a la postre, unos confusos y ambiguos vástagos más del estado moderno,
en su versión defensiva totalitaria.

Y así, la comprensión de estas posibilidades de combinación y de la que


al final cuajó y resultó vencedora nos abre la puerta para comprender el que
acabó siendo el panorama anímico-moral humano resultante de la segunda
guerra, y por tanto a la postre de las dos fases de la Gran Guerra mundial
y civil occidental de la era industrial. Pues dicho resultado fue, en efecto, la
victoria, y al final aplastante, de lo que he considerado como lo más puro del
característico dominio moderno sobre la vida humana de su mera dimensión
técnico-utilitaria, bien en su versión predominantemente económica o en la
predominantemente estatal. Ahora bien, una victoria como ésta, de acuerdo
con la propia índole de los vencedores, poderes en ambos casos estrictamente
técnico-utilitarios modernos, y dada a su vez la muy diferente relación entre el
poder económico y la forma estatal de cada uno de ellos, no pudo sino resol-
verse a su vez e inmediatamente en una profunda división y enfrentamiento
entre los mismos, ya latente sin duda durante el período de su alianza bélica,
un enfrentamiento que se mantuvo durante décadas en un estado de guerra
potencial, la llamada “guerra fría”, y que acaso en un principio sólo pudo ser
frenada por la amenaza potencialmente definitiva de la bomba atómica. Y sin
embargo también este enfrentamiento se acabaría al final disolviendo, como

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

es sabido, a raíz de la destrucción del bloque estatal totalitario principalmente


como resultado del mayor poder técnico y económico mundial del bloque
enemigo. Pues este mayor poder fue en efecto progresivamente forzando al
bloque estatal totalitario, para intentar estar a la altura de su enemigo eco-
nómicamente más potente en la nueva competencia imperialista mundial, a
una ordenación estatal de la economía que se quería cada vez más económica-
mente perfecta y por tanto más puramente económica, produciéndose de este
modo la paradoja antropológica de que una sociedad que se quiera puramente
económica en cuanto que económicamente perfecta resulta que ni siquiera
económicamente acaba por poder funcionar. Y así fue como ese intencional-
mente perfecto capitalismo de estado usualmente denominado “socialismo
real” acabó al final autoexplotando debido a su manifiesta inferioridad eco-
nómica frente al incomparable mayor poder económico y técnico del bloque
usualmente reconocido como capitalista liberal.

De este modo, el tipo de sociedad que se ha acabado al final imponiendo


y extendiendo, de un modo más o menos irregular pero efectivo, por todo el
viejo mundo occidental ha sido la que suele reconocerse bajo la etiqueta, que
retiene todavía un eco de las arcaicas categorías marxistas, del “capitalismo li-
beral”, o como últimamente se dice, “neo-liberal”, y que sin embargo me pare-
ce que es preciso caracterizar, como ya he apuntado, como la sociedad económi-
co-tecnológica optimizada y consumista. Y es preciso conceptuarla así justo para
comprender de qué modo esta sociedad contenía ya desde sus mismos orígenes
industriales la semilla, que en todo caso sólo ha podido ir fructificando según se ha
ido deshaciendo de sus formaciones derivadas comparativamente más débiles,
de esa forma última y puede que definitiva de degradación de la vida humana que
hemos de reconocer como la causante de la actual agonía de Occidente.

Pues el sentido último de dicha semilla, que como digo sólo ha podido ir
fructificando según este fruto ha ido imponiendo su poder sobre sus deriva-
ciones más débiles, era éste: el de llevar a su máxima consumación posible un
tipo humano lo más utilitario y particularista posible y lo menos comunitario y
universal posible, y por tanto sólo interesado e inmerso en aquellas asociacio-
nes donde lo que se jueguen sean siempre intereses utilitarios y particularistas,
sean éstos del tipo que sean, y sean cuales fueren los diversos enfrenamientos
y alianzas posibles entre dichas asociaciones. Y la cuestión es que el desarrollo

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triunfante de la sociedad que ya contenía esta semilla, y por ello el incre-


mento tendencialmente ilimitado del consumo de masas propiciado por su
abundancia económica creciente resultante del poder asimismo creciente de
la producción, ha ido tendiendo a disolver las configuraciones, diferencias y
tensiones entre las antiguas clases socioeconómicas, al menos tal y como to-
davía estas clases podían darse hasta antes de la segunda guerra, convirtiendo
cada vez más la sociedad en una suerte de pasta socio-económica fluida de
estratos sociales continuos y entre los que cada vez fluye una mayor movilidad,
de suerte que ahora las pugnas utilitarias y particularistas, que sin duda no han
dejado de seguir marcando, y aun crecientemente, la tónica moral dominante
de la sociedad, han ido sin embargo experimentando una significativa trans-
formación tanto por lo que respecta a los nuevos lugares sociales donde han
ido reapareciendo como por el nuevo y peculiar perfil anímico-moral que han
venido a adoptar.

Pues dichas pugnas, en efecto, según han ido dejando de tener lugar entre
unas clases que se han ido diluyendo, han ido rebrotando precisamente dentro
de esas formas más elementales e irrevocables de la convivencia humana que
de algún modo no pueden dejar de seguir existiendo, aun cuando ahora vaya
a quedar cada vez más desfigurada y maltrecha su naturaleza por efecto pre-
cisamente de dichas pugnas. Ahora van a ser, en efecto, ante todo las familias,
las vecindades y los diversos lugares de trabajo, y asimismo las relaciones de
amistad, que son las que surgen en las sociedades históricas de la movilidad
social entre las anteriores agrupaciones, los nuevos campos de batalla donde va
a brotar un nuevo tipo de intereses y pugnas que aun cuando sigan siendo desde
luego particularistas, y ya en último término netamente individualistas, van a
adoptar sin embargo por lo que respecta a su condición utilitaria un nuevo y
muy peculiar perfil anímico-moral. Pues ahora ya ni siquiera se va a tratar tan-
to de unas pugnas entre intereses movidos por alguna utilidad efectiva, la que
fuera, aun desprendida de toda finalidad convivencial, sino que más bien se va
a ir predominantemente tratando de una especie de pugnas, ciertamente cada
vez más individualistas y de todos contra todos, por el alcance de una suerte de
mayor estatus de índole ficticiamente representacional. Y aun cuando dicho esta-
tus no podrá dejar de seguirse apoyando de algún modo en alguna especie de
poder social, fuese socioeconómico o profesional o más o menos directamente
político, que aún retenga alguna forma de relevancia o de prestigio inercial o

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

residual pretérito, en todo caso el sentido de su alcance, y justo debido a su


índole ficticia y representacional, consistirá en su ostentación, y precisamente
contra los demás, como una forma de darse importancia que a su vez implique
hacer de menos a los otros. Y me parece que el secreto de esta ridícula reducción
de la misma utilidad radica en esto: en el hecho de que la multiplicación expo-
nencial del mero consumo, un consumo que cada vez va más allá de la utilidad
misma de las cosas consumidas, conduce a una suerte de compulsión consumista
que se acaba imponiendo sobre la propia satisfacción que en sí mismo podría
suponer el uso ya meramente utilitario de los productos consumidos, de suerte
que dicha compulsión sólo podrá cursar anímico-moralmente en las por lo
demás inevitables relaciones sociales como esa mera representación ficticia
de una ostentación que busca darse socialmente una importancia que haga
de menos a los demás. Pues la cuestión es que no puede haber ciertamente
ninguna acción humana que no sea social, incluidas las de cada cual consigo
mismo, de suerte que lo que en la sociedad “desarrollada” está al final ocu-
rriendo no es ya ni siquiera la sustitución de las relaciones convivenciales por
relaciones meramente utilitarias, sino la sustitución de estas mismas relaciones
utilitarias por la mera representación de su ostentación como modo de hacer
de menos a los demás y a la postre humillarlos. Valga el ejemplo, tan trivial
como trivial y ridícula es la realidad que señala: ya no se tratará ni siquiera del
simple disfrute utilitario que pueda obtenerse de las prestaciones tecnológicas
de un automóvil de alta gama, sino ante todo de la ostentación humillante de
los demás que cada cual pueda representarse que supone la propiedad de dicho
automóvil. En general, ya no se trata tanto de la capacidad de causar y de usar
efectos utilitarios, los que fueran, los que en principio permitirían el ejercicio
de algún poder, sea socio-económico, profesional o más o menos directamente
político, sino más bien de la ostentación que se quiere humillante de los demás
que su poseedor se representa que su poder supone. Sencillamente: de lo que
cada vez se trata más no es ya de hacer, ni siquiera de hacer con fines mera e in-
teresadamente utilitarios, sino de figurar, incluso ante sí mismo, y siempre ante
y contra los demás. Y ya se comprende, claro está, que si esta aspiración a figurar
como forma de hacer de menos a los demás tiene algún efecto es porque aque-
llos sobre los que tiene ese efecto participan asimismo de semejante forma de
ser y de actuar, de modo que se trata en realidad de una pastosa madeja social
anímico-moral de incesantes campos de batalla ficticios y autorrepresentados

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y por tanto ridículamente vaciados de sentido y a la postre de vitalidad. Así


de ridículo y de siniestro es en efecto el producto humano que da la tónica
dominante de la sociedad desarrollada, o sea de esa sociedad de la “abundan-
cia” y la “prosperidad”, y por supuesto de la “libertad”, una libertad que viene
a reducirse a intentar elegir el modo como cada cual se representa que puede
hacer mejor de menos a los demás, esa misma sociedad tan encumbrada por
la variopinta legión de sus defensores y legitimadores, cuando de lo que en
verdad se trata es de la segunda gran derrota moral, esta vez como se ve ya no
debida a ninguna guerra, que el poder de la industria triunfante ha acabado
por infligir al ser humano occidental.

Por lo demás, esta pastosa madeja que tiene lugar dentro de cada sociedad
política desarrollada seguirá requiriendo en principio de los marcos estatales
capaces de proseguir el juego de sus mutuos enfrentamientos y alianzas por el
mayor poder tecnoeconómico mundial posible. En este sentido, el poder que
sea capaz de mantener cada estado, o alianza entre ellos, frente a los demás,
o sus alianzas, deberá seguir reteniendo en principio alguna capacidad efec-
tivamente utilitaria en cuanto que poder efectivamente económico y político
frente al de los demás. Sólo que ahora se producirá la paradoja de que cada
uno de estos poderes que en principio han de proseguir sus efectivas pugnas
mutuas mundiales se encuentran sin embargo abocados a proteger mediante
dichas pugnas unos campos sociales de batalla interiores suyos que, como he-
mos visto, aun cuando sigan siendo particularistas y cada vez más descarna-
damente individualistas, ya ni siquiera son propiamente utilitarios, sino que
más bien consisten en la representación ficticia y a la postre estúpida de dicha
utilidad. Y esta paradójica circunstancia no podrá dejar de imprimir ciertas
características nuevas y peculiares a los propios estados y a sus pugnas mismas
de las que ahora mismo hablaré.

Pero antes voy a destacar que es esta misma circunstancia la que nos permi-
te entender cuál era la semilla que anidaba desde el principio en las democracias
contemporáneas, una semilla que una vez más podemos advertir que ha ido
fructificando según la riqueza económica que alimentaba estas democracias
ha ido imponiéndose sobre otras alternativas contemporáneas suyas econó-
micamente más débiles. Pues en efecto los regímenes democráticos liberales
parlamentarios de partidos que fueron abriéndose paso en Occidente durante

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

la edad contemporánea, en cuanto que productos estatales directos de la pro-


ducción industrial, estaban en principio destinados a enmarcar y dar juego
a la pugna entre aquellos intereses utilitarios y particularistas de masas que
pudiese ir generando dicha forma de producción, y de suerte que en cada caso
se impusiese sin más sobre los demás el interés o la alianza de intereses más
fuertes. La democracia ha sido en efecto desde el principio el régimen estatal
de la lucha utilitaria y particularista de masas de todos contra todos sin más
sentido objetivo que el de la victoria en cada caso del más fuerte o de los más
fuertes sobre los demás. Por tanto, la democracia ha sido desde siempre y de suyo
el estado por antonomasia utilitario y particularista de masas. Mas por lo mis-
mo ha sido el desarrollo triunfante de la semilla contenida en la producción
industrial, o sea la consecución de la sociedad económico-tecnológica optimi-
zada y consumista de masas, y con ello el desarrollo asimismo triunfante del
que desde el principio era el régimen estatal más idóneo para la consecución
victoriosa de dicha sociedad, o sea la democracia, los que han conducido al
tipo de vida civil y política característico de nuestras sociedades desarrolladas
que creo que es preciso conceptuar mediante la que denominaré la ley del valor
humano invertido.

Pues éstas son en efecto las dos características correlativas que constituyen
indefectiblemente al tipo humano reinante en estas sociedades desarrolladas,
ese tipo humano que podemos ciertamente considerar como el hombre-masa
en estado límite: se trata de la maldad y de la imbecilidad, y de suerte que no es
fácil decidir si este individuo es más malvado que imbécil o imbécil que mal-
vado, y hasta qué punto es una cosa por la otra. De entrada se diría que este
individuo es ante todo malvado de raíz en cuanto que ha sido generado por el
ahorro más descarnadamente individualista de todo esfuerzo moral responsa-
ble orientado a la convivencia, mas lo cierto a su vez es que dicho ahorro ni
siquiera ha sido invertido, como decíamos, en el logro de alguna utilidad efec-
tiva, sino más bien orientado a forjarse esas meras representaciones ficticias de
la utilidad que buscan ante todo figurar como forma de hacer de menos a los
demás, lo cual hace de dicho individuo, asimismo y no menos de raíz, a la vez
que un malvado, un malvado imbécil. Y ya se entiende que ni siquiera se trata
de ese tipo humano cuya inteligencia pudiera quedar centrada o absorbida por
los efectivos medios técnicos mientras su voluntad quedase oscurecida o de-
bilitada respecto de los fines propiamente humanos, o sea la figura clásica del

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bárbaro especialista, en efecto; sino que se trata de algo mucho más ridículo
y miserable: de aquél cuya inteligencia y voluntad quedan dominadas por la
compulsión de figurar como sea ante y contra los demás. Se comprende en-
tonces la ley de la que antes hablaba, o sea aquella según la cual no habrá prác-
ticamente ningún lugar de poder, o sea de gobierno, de dirección o de gestión,
ya sea profesional o económico o más o menos directamente político, debido a
su prestigio inercial pretérito, que no atraiga hacía sí como un imán a los tipos
humanos más malvados e imbéciles, así como no habrá malvado e imbécil que
se “precie”, o sea que necesite como sea figurar, que no se sienta irresistiblemente
atraído y de hecho se eleve como la espuma a alguno de estos lugares de poder.
Se trata de una implacable ley inversa de la selección del valor según la cual los
valores no ya exactamente más bajos, que serían los efectivamente utilitarios,
sino los más que bajos o subterráneos, o sea los nuevos valores de lo malvada-
mente estúpido, o estúpidamente malvado, son los que gobernarán el mundo,
quedando relegado, y si fuera posible destinado a su desaparición, cualquier
resto o atisbo de verdadero rango que aún pudiera en este mundo quedar.

Se ha tratado, a fin de cuentas, del proceso histórico mediante el que la demo-


cracia se ha acabado reduciendo a este absurdo, bien entendido que se trata de la
reducción a su propio absurdo germinal.

Y bien, si ahora reparamos en la circunstancia antes mencionada de que los


estados han de defender mediante sus luchas mundiales a estos pastosos cam-
pos sociales suyos de batalla formados por gentes estúpidamente malvadas,
unida a la ley del valor invertido indefectiblemente correlativa a dicho tipo de
campos de batalla, comprenderemos, como apuntaba, que ambas circunstan-
cias deban imprimir ciertas características nuevas y peculiares a la contextura
institucional y humana de cada estado así como a la índole de sus pugnas. Las
instituciones de cada estado, en efecto, tanto las propiamente jurídico-políti-
cas como todas sus innúmeras ramas, sectores y dependencias administrati-
vo-políticas, tenderán indefectiblemente a tornarse cada vez más inconsistentes,
o sea frágiles y volubles, y por tanto a la postre por principio violables, o sea en
definitiva tan pastosas como la pasta humana de la que están hechos sus mal-
vados e imbéciles ocupantes. Y otro tanto ocurrirá con el juego de sus pactos y
enfrentamientos geoestratégicos, que asimismo se irán tornando cada vez más
inconsistentes, frágiles y volubles, y por tanto a fin de cuentas, por violables,

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

tornadizos e imprevisibles. Todo lo cual deja a la vieja civilización occidental


en un estado de miserable indefensión no sólo respecto de cada una de sus
partes en sus pugnas mutuas, sino también y ante todo frente a cualesquiera
otras unidades histórico-geográficas que a la vez que ni por asomo han sido
capaces jamás de alumbrar nada parecido a un proyecto de comunidad uni-
versal, sin embargo sí que poseen la mera fuerza de cohesión política interna
impositiva y/o la fuerza de imposición de su poder económico exterior como
para triturar de muy diversos modos nuestra más que maltrecha civilización.

10. Pero la cosa no acaba aquí. Antes bien, todavía hemos de advertir de qué
modo esta pasta humana de malvados estúpidos acaba por generar el humus
anímico-moral del que siempre puede surgir y surge un nuevo y fatal tipo hu-
mano, poseído por el más siniestro y peligroso de los resentimientos posibles,
y además necesitado de entrar en un proceso de realimentación imparable con
su inicial caldo de cultivo. Y ahora es cuando estaremos ya en presencia del
espíritu de la aniquilación y con él de la definitiva agonía de Occidente.

Y la formación de este último tipo ocurre así. De entrada hemos de re-


cordar que no puede dejar de subyacer en el fondo del alma humana, debido
a su condición constitutiva convivencial triposicional y subjuntiva, siquiera
la aspiración a esta su mejor posibilidad, la de la convivencia, y de alcance
potencialmente universal. Y ésta es la razón última por la que la intensidad
y la hondura de la degradación de esta posibilidad que precisamente supone
la presencia de la imbecilidad malvada generada por la sociedad desarrollada,
una degradación que alcanza y socava los cimientos de lo mejor del alma hu-
mana, no pueda dejar de generar, de entrada, un profundo desprecio y aun asco
de sí, un desprecio que anidará en lo más profundo o subconsciente del alma,
pero no por eso de ningún modo inconsciente, o sea enteramente opaco para
cada conciencia, sino que más bien buscará ocultarse a la propia conciencia sin
conseguirlo nunca del todo, a modo de una suerte de siempre fallido autoen-
gaño, que no podrá dejar de pujar por abrirse paso como conciencia miserable
y culpable, y muy en especial precisamente en el hombre que, lo quiera o no,
procede históricamente de la sociedad occidental, o sea de la que fuera una
comunidad universal histórica. Y este desprecio de sí, de entrada de suyo inso-
portable, no podrá dejar de fluir socialmente sino como desprecio de los demás
que se sabe que son semejantes a uno mismo, así como de secreta envidia a

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quienes no se puede dejar de reconocer que no son como ellos. De este modo,
una suerte de tupida y silente red de desprecio mutuo entre quienes se saben im-
béciles y malvados, así como de envidia ante quienes se sabe que no lo son, y
por tanto un permanente estado de alerta y desconfianza no sólo entre los prime-
ros sino también inevitablemente en general, se extenderá por el conjunto de la
sociedad desarrollada, de esa sociedad, en efecto, que dicen del “bienestar”, o
de la “prosperidad” y de la “abundancia”, y que es por lo mismo la sociedad del
mayor malestar anímico-moral posible. La proliferación de determinadas enfer-
medades muy características inducidas sin duda por dicho malestar, solidaria
de una extendida obsesión maníaca individualista por la salud, así como la
proliferación de los malestares anímicos y de las psicoterapias, son síntomas
inequívocos de semejante malestar. Tan sólo como un apunte: ¿Cómo no en-
trar, por ejemplo, en un estado de “ansiedad generalizada” cuando cada cual
sabe que muchos de los demás no son de fiar, tan poco como puede que lo sea él mismo?

Y la cuestión es que este desprecio de sí y el desprecio mutuo que genera,


así como la mencionada envidia, resultan ser como decía de entrada moral-
mente insoportables, al menos para el tipo humano proveniente de la vieja co-
munidad universal. Y es justo en este punto donde el más siniestro y retorcido
de los resentimientos, tanto en el inicial sentido que esta idea tiene en Niet-
zsche como en el de su reformulación ulterior por parte de Max Scheler, va a
tener lugar. Pues dicho desprecio mutuo y de sí y su envidia correspondiente,
debido a su condición de entrada moralmente insoportables, no podrán sino
ser anímico-moralmente canalizados y reconducidos de un modo resentido, es
decir, mediante esa sustitución compensatoria reactiva que consistirá en abrazar
algún ideal filantrópico, o sea lo más abstracto-universal posible, tan abstrac-
tamente abstracto en efecto como concretamente concretos son los insopor-
tables desprecios y la envidia que lo generan. Se trata, así pues, de un acto
de “mala fe” en el sentido sartreano, pero además de una mala fe mutuamente
compartida, es decir, de un fingimiento no sólo ante los demás sino incluso de
cada cual ante sí mismo, que a su vez es compartido y por ello reforzado por
el mismo tipo de fingimiento por parte de los demás de su grupo, consistente
en la autorrepresentación compartida de la buena fe filantrópica que se supone
que a todos ellos les aúna. Y así será como puedan surgir, y de hecho surgen,
agrupamientos humanos en torno a este autoengaño compartido, cuyo efecto
no podrá ser más devastador sobre los últimos restos secretamente envidiados

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

que aún puedan quedar de los esfuerzos anímico-morales por convivir y de


la efectiva convivencia. Pues precisamente dichos ideales filantrópicos dirán
querer liberar al ser humano de unos supuestos yugos represivos que sin em-
bargo constituyen los últimos restos de verdadera responsabilidad moral por
convivir y de efectiva convivencia que por lo mismo no pueden dejar de ser
secretamente envidiados. Se trata, así pues, de la venganza de los más “lisiados”,
por decirlo de nuevo con Nietzsche, y de los más lisiados tanto vital como
anímico-moralmente, de su propia condición lisiada en todos aquellos secretamente
envidiados que no hayan caído en su propia condición, una venganza que por
ello necesita disfrazarse de la pretensión filantrópica de lograr la “mejora de la
humanidad”, por decirlo otra vez con Nietzsche, cuando lo que objetivamente
busca es acabar definitivamente con lo mejor que aun pueda quedar de ella. Se
trata en verdad de la más retorcidamente farisea y peligrosa de las venganzas,
que no podrá sino ir de hecho dirigida a la demolición de los cimientos mismos
de la convivencia, o sea de esos cimientos prehistóricos, intrahistóricos y trans-
históricos que dejó asentados ya en el neolítico la vida familiar. De lo que se
trata, en definitiva es, so pretexto de la mayor y mejor liberación imaginable
de la humanidad, de su máxima destrucción posible.

Y para demoler la familia será preciso, claro está, atacar su matriz más
íntima, es decir, será preciso descuajeringar la sexualidad humana como me-
dio radical e infalible de descoyuntar la estructura funcional familiar, o sea
la estructura formada por el juego conjugado de los diversos roles de sexo y
de edad sobre los que la familia de asienta. Pues la familia, al menos nuestra
familia tradicional histórica, o sea la que cuajó y prosperó con la civilización
romana clásica y acabó siendo reforzada y cincelada por la Cristiandad, es
decir, ese núcleo irrevocable de convivencia capaz de generar y asegurar la
prosecución de la civilización comunitaria universal, esa familia es una estruc-
tura social muy precisa: necesariamente jerárquica y doblemente asimétrica de
modo conjugado en muy determinados respectos. Jerárquica, en efecto, en cuanto
que basada en una sutil conjugación entre la ascendencia moral y el poder de
actuación de los padres respecto de los hijos como modo de conformar en ellos
el sentido de la responsabilidad o del esfuerzo anímico-moral necesario para
convivir, y además precisamente en cuanto que un esfuerzo que, pudiendo
desfallecer, y de hecho desfalleciendo, puede sin embargo ser una y otra vez
rehecho mediante la enmienda y el perdón. Y aquí incide justamente la doble

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y conjugada función del padre y de la madre en la formación de este sentido


moral: pues la función prioritaria del padre ha de ser, supuesto siempre el
ejemplo vivo mediante su conducta de aquello que exige emular y por ello
puede y debe castigar, no sólo la de proteger al conjunto familiar en general,
sino asimismo la de “vigilar” y llegado el caso “castigar” proporcionalmente las
conductas moralmente indebidas de sus hijos, mas de modo que esta función
deba quedar sutilmente conjugada con la prioritaria de la madre, que es la de
perdonar y acoger a los hijos tras su enmienda. Sólo de este modo la persona
en formación puede incorporar a la raíz de su personalidad la que hemos visto
que constituye la clave antropológica de la prosecución de la comunidad uni-
versal, o sea el sentido de la enmienda, la cual requiere tanto del castigo como
del perdón: pues el castigo es necesario para experimentar en sí mismo un do-
lor purgante, que puede ser tanto físico como moral, proporcionado al causa-
do por el mal hecho, a la vez que el perdón lo es más si cabe para experimentar
la renovación siempre posible que supone la enmienda. Y son estas dos expe-
riencias conjugadas aquellas de las que son inexorablemente responsables el
padre y la madre, cada uno en el uso de sus respectivas funciones prioritarias,
que son tan mutuamente insustituibles como necesariamente conjugables. Por
así decirlo, al padre le corresponde prioritariamente la función en la familia
de la potestas, a la vez que la madre posee el secreto de la sutil función de la
auctoritas. Y a su vez tendrá que ser sutilmente diferente la educación de los
hijos varones y de las hijas en el sentido de que irá de suyo el enseñarles, según
su sexo, la prioridad del uso del castigo sobre la del perdón o la recíproca, así
como, según sus edades, la reproducción entre ellos de esta forma de jerarquía
asimétrica y conjugada que se da entre sus padres y ellos.

Por lo demás, aunque toda familia requiere naturalmente de la procrea-


ción y del consiguiente compromiso en la educación de los hijos por parte de
los padres, en modo alguno la familia, al menos la familia tradicional “extensa”
y no ya la contemporánea cada vez más “nuclear”, se reduce a este núcleo,
puesto que se amplía tanto en un sentido temporal, ascendente y descendente,
abarcando a los abuelos y las abuelas, a los nietos y las nietas, y así sucesiva-
mente, como se corresponde con la nueva temporalidad social transgenera-
cional abierta por las relaciones familiares, como en extensión, alcanzando a
los cuñados y cuñadas, yernos y nueras, tíos y tías, padrinos y madrinas…,
como se corresponde con la formación del tejido social conectivo vecinal y

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Las raíces antropológicas de la agonía de Occidente

laboral que resulta de la propagación de las relaciones de parentesco por el


conjunto del grupo social. No puedo extenderme ahora en la consideración
de los diversos y sutiles matices de cada una de las funciones correspondientes
a las figuras resultantes de estas dos formas de ampliación de la familia, en el
tiempo y en extensión, pero sí quiero al menos apuntar esto: que a través de
estas sutilmente diferentes inflexiones de matiz, se trata siempre de converger
en la misma y principal función, a saber: en la de educar en el sentido de la
enmienda mediante la protección, el ejemplo, la exigencia, el castigo y el perdón,
funciones éstas imposibles en ausencia de las jerarquías y las asimetrías doble-
mente conjugadas que aquí he apuntado.

Se trata, claro está, de una “construcción social”, como suelen decir quie-
nes por lo general no saben lo que dicen cuando usan esta manida expresión,
pero no ya precisamente de cualquiera, ni mucho menos, sino justamente de
aquella complejísima construcción social respecto de la cual en modo alguno
son ajenas las propias morfologías somáticas, sensoriales, sensibles y opera-
torias, tanto de los varones como de las mujeres, así como de los jóvenes, los
adultos y los ancianos, y precisamente en cuanto que a su vez estas diversas
morfologías junto con sus potenciales desarrollos se han formado evolutiva-
mente al compás de sus funciones: siquiera de sus funciones potenciales en
una sociedad todavía paleolítica, pero ya enteramente actuales en las socieda-
des neolíticas donde con las relaciones familiares quedaron asentados los ci-
mientos convivenciales prehistóricos, intrahistóricos y transhistóricos de toda
posible comunidad universal histórica. Y en este sentido, por cierto, tampoco
el abrazo amoroso procreador entre el padre y la madre puede ser algo ajeno al
compromiso en el mantenimiento de sus respectivas, diferentes y conjugables
funciones educativas, y ello asimismo en la medida en que la fuerza e intensi-
dad envolventes de dicho abrazo se conformaron también evolutivamente, o
al menos se asentaron definitivamente a partir de las mencionadas funciones.

Se comprende entonces que el asalto definitivo, más allá del cual ya no pue-
de haber ningún otro mayor, a la naturaleza humana consista en toda pseudo-
morfosis de la sexualidad humana que necesariamente descoyunte los cimien-
tos mismos familiares de la humanidad. Obra en dicho asalto, como decía, el
más siniestro y profundo espíritu de aniquilación, pues ni siquiera se trata,
obsérvese, de exterminar existencias humanas, como ocurrió en los campos de

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concentración y exterminio de los más brutales totalitarismos estatales del si-


glo XX, sino de atentar contra la propia naturaleza humana, o sea que se trata
más que de exterminar las existencias de aniquilar la esencia humana misma.
Cabe entonces ciertamente preguntarse qué reparo podrían tener a la hora de
sacrificar las existencias humanas aquellos que ofician en el altar donde lo que
se sacrifica es la esencia humana misma.

Y así nos ha acabado en definitiva derrotando la industria: mientras que,


por un lado, el desarrollo del automatismo propio de la “perfección de la téc-
nica” ha acabado por degradar la corporalidad humana sensorial y operante, en
principio capaz de laborar y disfrutar comunitariamente de sus labores, hasta
el punto de trasmutarla en un mero apéndice, él mismo también automático,
de la producción y del consumo individual de masas, por otro lado, y como
para cerrar el círculo de la devastación, el último asalto a la naturaleza humana
está teniendo lugar mediante la deformación de la misma sexualidad humana
de modo que se descoyunten los cimientos sin los que no puede haber propia
e íntegramente humanidad. Es el cuerpo humano mismo, en definitiva, sede
potencial de la humanidad, el que tras haber sido degradado está siendo ac-
tualmente profanado, por los propios seres humanos ciertamente.

Y naturalmente que este espíritu último de la aniquilación entrará, como


ya apuntaba, en unas relaciones de realimentación mutua con el humus de
imbecilidad y maldad del que surge y del que por ello necesita alimentarse
tanto como alimentarlo. Y ello hasta el punto de que por momentos acaban
haciéndose prácticamente indiscernibles las figuras de la imbecilidad y la mal-
dad y la del último espíritu de la aniquilación, pues esa mutua realimentación
suya consiste en una especie de con-fusión tan susceptible de disociarse como
de volverse a asociar o confundir de un modo tan alternativo como recurrente.

Por lo demás, y a su vez, dada la ley del valor humano inverso de la que
ya he hablado, se comprende que estas confusas fusiones tiendan por princi-
pio a ocupar el mayor poder posible, y por supuesto el mayor poder político
estatal, pues siguen siendo los estados, no obstante su actual inconsistencia
precisamente debida al tipo humano de sus ocupantes, los lugares donde no
sólo se deberá seguir siendo reo del progreso de la perfección de la técnica
en inevitable competencia con otros estados, sino también los lugares des-

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de donde, a través de todos sus estratos, ramas y dependencias posibles, se


podrá, mediante una especie de totalitarismo de nuevo cuño, llevar a cabo
precisamente estas últimas políticas aniquiladoras. Y a este respecto no hemos
de dejar de advertir que la inconsistencia y la consiguiente violabilidad de la
estructura político-jurídica de los actuales estados, de las que ya antes he ha-
blado, tenderán precisamente a aumentar según sea mayor su ocupación por
parte de estas confusas fusiones, lo que no quiere decir que éstas no pujen por
llevar a cabo, y con el mayor furor, sus políticas aniquiladoras; lo que ocurre es
que intentarán hacer esto precisamente mediante una inevitable deformación
tal del estado que torne su estructura jurídico-política en algo constitutivamente
violable. Y en esto consiste justamente el nuevo tipo de totalitarismo al que
me refería, en su carácter jurídico-políticamente caótico por constitutivamente
violable. La seguridad jurídica desaparece tanto como despareció en los tota-
litarismos estatales clásicos, sólo que ahora es el estado mismo el que se torna
caótico en cuanto que violable por principio por sus propios ocupantes. De
este modo, se ha terminado produciendo la paradoja histórica según la cual
la propia democracia triunfante, tras deshacerse de los totalitarismos estatales
clásicos, ha acabado ella misma por su propio desarrollo en un totalitarismo
caótico. Pero esto también estaba ya contenido en su semilla como un germen
presto a fructificar como su fruto más podrido y maduro.

Y, por fin, todavía conviene hacer estas dos observaciones. La primera es


que nos equivocaríamos si centrásemos el foco de atención en la política o en
los políticos a la hora de detectar las raíces del clima anímico-moral de maldad
e imbecilidad y del espíritu de aniquilación que inundan nuestras sociedades
desarrolladas, precisamente porque estas raíces enraízan en la propia sociedad,
de la cual en todo caso la política se realimenta mediante una suerte de tácita
mala fe mutuamente compartida. Ya nos señalaba Ortega, creo recordar que
en su España invertebrada de 1921, o sea ahora va a hacer ya un siglo, que
cuando la corrupción ha llegado a la política es porque previamente ha atra-
vesado todo el cuerpo social. No podía tener más razón ya entonces Ortega y
todavía la tendría más hoy. Así pues, no hemos de equivocarnos: los seres hu-
manos de la sociedad desarrollada tenemos el estado y la política que nosotros
mismos hemos labrado y consentido, acaso con la diferencia de matiz de que,
por efecto de la ley inversa del valor humano, es el estado, por antonomasia,
pero también en general todos los ámbitos donde quepa ejercerse algún go-

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bierno, dirección o gestión, el lugar o los lugares donde tenderá a concentrase


en su estado comparativamente más puro lo peor de la sociedad.

Y la segunda observación es ésta: que aun cuando los ámbitos, tanto social
como político, de la maldad y la imbecilidad y del espíritu de aniquilación,
tengan, cada uno de ellos así como sus eventuales fusiones, un relativo radio
de condensación y de acción propio, no por eso dejan de polarizar o extender
su influencia a sectores muy amplios del conjunto de la sociedad, e incluso
creo que cada vez más amplios según se va produciendo el llamado relevo
generacional, aunque también aquí se vienen dando recientemente llamativas
excepciones. Una polarización esta que ciertamente tiene lugar según grados
diversos pero a la vez prácticamente continuos, de suerte que es tan amplia que
en verdad urge preguntarse por la existencia de aquellas posibles islas donde
aún pudiera seguir teniendo lugar con la suficiente fuerza y densidad alguna
efectiva resistencia anímica y moral a esta clima que tiende a dominarlo e
inundarlo todo.

Y al hacernos esta pregunta estamos haciendo frente a la última y más


decisiva cuestión, tanto teorética como práctica, que en estos agónicos días
nuestros es obligado abordar. A saber: ¿cabría encontrar, dado el estado actual
de cosas de nuestras sociedades, el hilo de resistencia comunitaria efectiva
a partir del cual pudiese irse formando el ovillo capaz de revertir de alguna
manera eficaz dicho estado actual de cosas? Esta pregunta es de tan radical
importancia que incluso sería preciso peguntarse a su vez y de entrada por su
legitimidad. Quiero decir con ello que dicha pregunta debe hacerse con tan
buena fe y sentido de la realidad que lo primero que exige es desechar de ante-
mano el fariseísmo congénito a toda forma de idealismo filosófico, y por tanto
toda posible respuesta que pudiera estar presa de dicho idealismo.

Y bien: lo primero que me parece que es menester, y de acuerdo con lo que


he dicho sobre las relaciones entre la política y la sociedad, es desechar la idea
de que ninguna salida pueda provenir, al menos de entrada, de la política. Es
verdad que puede que asomen en nuestras sociedades, y acaso inevitablemen-
te, esbozos de movimientos políticos que en la medida en que fueran sensibles
a la existencia de esas posibles islas de resistencia moral pudieran desempeñar
algún papel de efectivo desgaste de la política dominante, pero sin olvidar que

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en cuanto que movimientos políticos inevitablemente actuantes entre medias


de la política general dominante no podrán dejar de quedar siempre en algún
grado contaminados y por tanto en buena medida al menos de entrada des-
activados.

Así pues, de haberlo, otro habrá de ser el hilo primordial a partir del cual
pudiera irse formando el ovillo del que antes hablaba, de modo que sólo cuan-
do este ovillo, que deberá ser de índole netamente anímico-moral, hubiera
alcanzado la suficiente fuerza y presencia morales de oposición en la sociedad,
entonces es cuando puede que hubiese lugar para la formación de unas comu-
nidades políticas cuya morfología bien puede que hoy se nos haga muy difícil
de imaginar.

Pues bien, mi idea de este posible hilo es ésta. Me baso para advertirla en
la clave de bóveda, tanto teológica como antropológica, que aquí he sostenido
que ha hecho posible la formación y prosecución de la comunidad universal,
es decir, el sentido de la enmienda y lo que constitutivamente le acompaña, que
es el perdón. Por un lado, en efecto, para la teología moral católica, como ya
vimos, el sentido del sacrifico de Jesucristo estaba en la redención, y por tanto
en el perdón, de nuestros pecados, contando a su vez con nuestro arrepenti-
miento y enmienda. La enmienda y el perdón constituyen, así pues, como los
dos contrafuertes sobre los que se apoya toda la bóveda de dicha teología mo-
ral. Y bien: resulta que, como acabamos de ver, también son la enmienda y el
perdón los dos contrafuertes sobre los que se apoya nuestra familia tradicional,
la enmienda consecutiva al castigo que es obligación de la figura del padre, y
el perdón consecutivo a la enmienda que es la sutilísima tarea de la madre.
Y aún más: aun cuando ambas funciones sean necesariamente conjugables,
se diría que el dinamizador anímico y moral último o primero, primigenio o
primordial, de dicha conjugación, el que no sólo perdona cuando ha ocurrido
la enmienda, sino que anima o incita continuamente a la enmienda ofreciendo
siempre por adelantado el perdón, a la manera como se diría que el sacrifico de
Jesucristo nos ofrece siempre por adelantado el perdón, reside precisamente
en la disposición anímico-moral de la madre respecto de sus hijos, o sea, en la
función trascendental de permanente acogida y cuidado que anticipa por principio
el perdón, y que por ello incita a la propia enmienda de un modo sutilmente
distinto al que tiene lugar mediante el castigo del padre. Y si caracterizo como

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trascendental a dicha función es justo porque ella de ningún modo es ajena a


la propia morfología somática, sensorial y sensible y actuante, de las mujeres,
que ha sido conformada precisamente de acuerdo con dicha función. Acoger y
cuidar continuamente y por ello incitar a la enmienda mediante la disposición
de antemano al perdón: ésas son justo las funciones que sólo puede cumplir el
cuerpo viviente humano femenino, dotado del seno y de las entrañas de las que
está dotado. Y por cierto que así como estas funciones pueden extenderse más
allá de los propios hijos al resto de los miembros de la familia y aun a aquellos
prójimos que pudieran estar al alcance del radio de acción de la mujer, así
también habrá mujeres que no habiendo sido madres podrán por el hecho de
ser mujeres, o sea madres potenciales, ejercer este radical influjo benéfico tanto
sobre los miembros de su familia como sobre otros posibles prójimos.

Mas en todo caso este influjo directo sobre los propios hijos es el que con-
forma desde la raíz, desde la raíz somática vegetativa misma, el temple o la
tonalidad temperamental o emocional, y por tanto la matriz de toda posible ul-
terior valoración o preferencia selectiva, gracias al cual temple el ser humano
dispondrá siempre, sean cuales fueren las preferencias valorativas por las que
se acabe inclinando, de las reservas últimas capaces de ayudarle a hacerse mejor
cuando se haya comportado peor, o sea las reservas de la clave misma, como he-
mos visto, sobre la que puede asentare y proseguir una comunidad universal.

Así pues, el hilo que buscábamos sólo podremos encontrarlo aquí: en las
madres, o mejor, en las mujeres, en cuanto que madres potenciales y desde
luego actuales. Pero esto supone ni más ni menos que la necesidad de una re-
belión de las mujeres que quieran serlo frente a las fuerzas de la aniquilación, que
ahora se nos hace ya más claro que lo que ante todo buscan es aniquilar radi-
calmente la condición de mujer de la mujer. Sólo podrán ser aquellas mujeres
que experimenten en lo más íntimo de su ser, o sea en su seno y en sus entra-
ñas humanas, el estallido insoportable de hartazgo causado por la inusitada y
radical violencia a que esa naturaleza suya está siendo sometida, sólo podrán
ser, digo, esas mujeres las que se determinen a hacer moralmente frente sin la
menor concesión a las fuerzas violadoras de la aniquilación.

Y sólo entonces puede que se vaya formando el ovillo al que antes me refe-
ría, con todas sus posibles consecuencias.

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Y entiéndaseme: ni siquiera digo que esto vaya a ocurrir, pues creo tener
suficiente conciencia de la profundidad y de la extensión del mal, y también
entre las mujeres, y precisamente también entre las mujeres. Lo que sí digo
es que de no ocurrir, el ser humano de la sociedad occidental desarrollada
se seguirá autoinmolando interminablemente del modo más miserable y en
medio de los más viles y punzantes malestares: físicos, anímicos y morales,
ofreciéndose de este modo como carnaza para ser depredado de muy diversos
modos por otras unidades históricas depredadoras o directamente carroñeras
que nunca tuvieron ni un atisbo del proyecto de una comunidad universal.

Escrito durante los meses de marzo, abril, y mayo


del año 2020 en las Rozas de Madrid.

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