JB Fuentes Parerga 2, 2020.
JB Fuentes Parerga 2, 2020.
JB Fuentes Parerga 2, 2020.
de la agonía de Occidente»
Juan Bautista Fuentes Ortega
(Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid)
Resumen: Se concibe a la civilización occidental mediante la idea de comu-
nidad universal histórica al objeto de analizar las fases de la formación de dicha
civilización y de su ulterior decadencia hasta llegar a su actual estado de agonía.
Las principales fases de dicha formación serían éstas: primero, la instaurada por
el derecho romano debido a su carácter consuetudinario y universal, y segun-
do, la conformada por la teología moral católica en cuanto que basada en las
ideas de enmienda y perdón. Y las fases de la decadencia serían éstas: primero,
la introducida por la reforma protestante, en cuanto que acaba con la idea de
enmienda y con ello da paso a un tipo humano utilitario y particularista y a las
religiones nacionales de cada estado moderno. Y segunda, la forma industrial
de vida, que de entrada acentúa el modo de ser utilitario y particularista y que
acaba por generar un clima moral de maldad e imbecilidad que culmina en el
espíritu de la aniquilación.
Por último se sugiere la posibilidad de una regeneración de la comunidad
universal a partir de la educación en el perdón como facultad específica de la
mujer.
Palabras clave: Civilización Occidental, Comunidad Universal Histórica,
Derecho Romano Consuetudinario y Universal, Teología Moral Católica, En-
mienda y Perdón, Reforma Protestante, Particularismo y Utilitarismo, Religio-
nes Nacionales y Estados Modernos, Forma industrial de vida, Crecimiento
del Particularismo y del Utilitarismo, Clima moral de Maldad, Imbecilidad y
Espíritu de Aniquilación, El Perdón como Facultad de la Mujer y la posible
Regeneración de Occidente.
Abstract: Western civilization is conceived through the idea of a historical
universal community in order to analyze the phases of the formation of said
civilization and its subsequent decline until reaching its current state of agony.
The main phases of this formation would be these: first, that established by
Roman law due to its customary and universal character, and second, that
formed by Catholic moral theology as based on the ideas of amendment
and forgiveness. And the phases of decadence would be these: first, the one
introduced by the Protestant reform, insofar as it ends the idea of amendment
and thereby gives way to a utilitarian and particularistic human type and to
the national religions of each modern state. And second, the industrial way of
life, which at the outset accentuates the utilitarian and particularistic way of
being and which ends up generating a moral climate of evil and imbecility that
culminates in the spirit of annihilation.
Finally, the possibility of a regeneration of the universal community is
suggested starting from education in forgiveness as a specific faculty of women.
Keywords: Western Civilization, Historical Universal Community,
Universal and Customary Roman Law, Catholic Moral Theology, Amendment
and Forgiveness, Protestant Reformation, Particularism and Utilitarianism,
National Religions and Modern States, Industrial way of life, Growth of
Particularism and Utilitarianism, Climate morality of Evil, Imbecility and the
Spirit of Annihilation, Forgiveness as a Faculty of Women and the possible
Regeneration of the West.
Nota: El presente artículo está escrito por voluntad de su autor siguiendo la antigua norma de la
RAE en relación a la acentuación de los demostrativos y el adverbio “sólo”: se acentúan los demos-
trativos en función de pronombres para distinguirlos de los determinantes y el adverbio “sólo” para
distinguirlo del adjetivo.
1 El presente ensayo tiene su origen en efecto en una conferencia dada el 14 de septiembre de 2019
en el marco de un curso organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en su sede de
Cartagena sobre el tema: ¿Crisis de la democracia o agonía de Occidente?, conferencia que llevaba el
mismo título que este escrito.
Pues bien: sostengo que empieza a haber realidades humanas allí donde se
cumpla la siguiente condición. Ahora bien, y antes de seguir, debo decir que ya
al usar, como acabo de hacer, la forma verbal “empieza” estoy inevitablemente
implicando una cuestión de una notable envergadura, que por lo menos ahora
quisiera evitar, como es la cuestión de la antropogénesis que ciertamente se ve
requerida por mi idea antropológica matricial. Y este problema de la antropo-
génesis nos remite, claro está, al de la evolución. Y al respecto me voy a limi-
tar a apuntar que creo que se puede sostener una posición evolucionista que
entienda que la antropogénesis es un proceso filogenético cuyo resultado, a la
vez que requiere de una inevitable continuidad genética con formas vivientes
precedentes, supone una discontinuidad estructural y funcional irreductible
con respecto a cualesquiera otras posibles formas y gradaciones evolutivas an-
Muy en esquema: Comienzo por decir dos palabras sobre la necesidad del
trabajo. La única manera como cada grupo cooperador copresente podrá lle-
gar a contar con las cooperaciones de otros terceros grupos ausentes (y ya se ve
que al hablar en plural de estos otros terceros grupos estoy apuntando a la con-
dición virtualmente recurrente en principio de modo ilimitado de esas “terce-
ras posiciones”), esa única manera, decía, tendrá lugar cuando cada grupo, por
su parte, deje como resultado de sus cooperaciones efectivos resultados restantes
u objetivos, es decir, formalmente susceptibles de desprenderse de las manos de
quienes los han elaborado al objeto de poder transitar y llegar a ser puestos a
disposición de las cooperaciones de terceros grupos ausentes capaces de usarlos
o disfrutarlos, a la vez que y por ello cada grupo podrá llegar a usar o disfrutar
cooperativamente de las obras resultantes de las cooperaciones de los demás
grupos ausentes. Y en esto radica justamente el significado específicamente
humano del trabajo, un significado que de algún modo pudo inicialmente en-
trever Marx, aun cuando al final acabara desvirtuando su propio atisbo inicial
al reducir el trabajo a su momento meramente económico y técnico (del que
ahora hablaremos), a diferencia en esto, por ejemplo, de la sutileza con la que
Chesterton sí supo apreciar mejor este significado cuando decía que en lo que
más se parece el hombre a Dios es en que imita de alguna manera su capaci-
dad de crear mediante su capacidad de trabajar, y precisamente en cuanto que
las obras de este trabajo van dirigidas a ser disfrutadas por otros distintos de
quienes las han elaborado, como una especie, en efecto, de regalo, como ahora
vamos a ver, a la manera como Chesterton entiende que Dios ha creado la
Naturaleza como regalo puesto al cuidado del hombre. Y aquí reside a su vez,
a mi juicio, uno de los secretos, y luego veremos cuál es el otro, de la singulari-
dad de la corporalidad humana: si no tuviésemos cuerpos, y no ya cualesquiera
cuerpos vivientes, sino precisamente esos cuerpos capaces de hacer labores
susceptibles de ser disfrutadas por terceros, y la recíproca, cuerpos capaces de
disfrutar las labores hechas por otros terceros, entonces sencillamente no ha-
bría lugar para ninguna comunidad humana. En el caso de los hombres, desde
luego, sin trabajo no puede haber de entrada humanidad.
A modo tan sólo de ejemplo, y apuntado más bien intuitivamente: las rela-
ciones sociales en el momento por ejemplo de dar y recibir una clase, y me es-
toy refriendo a una clase real dejando ahora a un lado enteramente eso que lla-
man “docencia virtual”, están constitutivamente mediadas por la presencia de
Pues por un lado, en efecto, desde luego, los resultados de la labor, en cuanto
que entidades corpóreas, han de haber sido producidos, o sea extraídos u ob-
tenidos por transformación a partir de materias primas naturales; y asimismo,
en cuanto que destinados a transitar entre ausentes, han de ser distribuidos,
y en su caso, dada ya una sociedad comercial, como luego veremos, asimismo
comprados y vendidos, y también debido a su materialidad corpórea estos ob-
jetos se acaban deteriorando y consumando, y por ello son objetos de consumo
que deberán ser repuestos. Así pues, este momento tecno-económico resulta
ser una especie de sostén, de bastidor, o endoesqueleto imprescindible de la
labor humana y por tanto de su finalidad o su sentido, mas de tal modo que ni
la interdependencia implicada por dicha labor queda en principio asegurada
ni su sentido puede reducirse a este por lo demás imprescindible medio tec-
noeconómico suyo de sostén.
De aquí por tanto la fuerza moral de ánimo, o sea la virtud, que será preciso
movilizar o poner en acto para lograr semejante comprensión, esa fuerza nece-
saria para efectivamente ser capaz de cumplir con las promesas así como para
agradecer estos cumplimientos, la cual sólo podrá ponerse en acto, repárese,
precisamente esforzándose en vencer la inevitable tendencia inercial inicial a des-
fallecer en dicha puesta en acto debido justamente a la fuerza que a su vez po-
see la extrañeza mutua. Así pues, y ésta es la tesis matricial de mi antropología
filosófica, la cuestión es que es una y la misma la raíz tanto de la capacidad hu-
mana para comprometer sus acciones con un alcance histórico-universal como
de su tendencia inercial a desfallecer en la ejecución de dicho compromiso, a
saber: la singularidad viviente irreductible de cada cual. Y en esto reside la efec-
tiva y sutil estructura anímico-moral dual de la condición humana, según la cual
el ser humano es tan constitutivamente capaz de ejercer la virtud como que-
bradizo o frágil en su cumplimiento, pues precisamente este ejercicio supone,
como digo, la movilización de las energías anímico-morales capaces de ir a la
contra y vencer la tendencia inercial a desfallecer en ellas; y de aquí, por cierto,
que el hábito de ejercer la virtud sea el resultado de su continuado y esforzado
ejercicio, como ya supo ver magistralmente Aristóteles. Y es dicha condición
dual la que me parece que está detrás de las diversas versiones del mito de la
“caída”, siempre presente en las fases arcaicas de todas las grandes civilizacio-
4. Pero aun antes de esbozar estos apuntes no puedo dejar de hacer otro
sobre una cuestión tan esencial como es la del lenguaje, ese otro trascendental
humano que antes mencioné en el momento de comenzar a hablar del trabajo.
Y ya se entenderá que lo que aquí pueda decir sobre una cuestión de esta en-
vergadura deberá ser por fuerza demasiado esquemático y comprimido, y aun
mutilado, pero tampoco puedo dejar completamente de lado algo de semejante
importancia. Así pues, muy rápidamente me voy a limitar a decir lo siguiente.
Mi idea es ésta: que precisamente son estas interdependencias temporales en
subjuntivo entre ausentes espaciales, cuya índole moral hemos radicado en di-
cha modalidad temporal subjuntiva, y que hemos hecho consistir en un com-
promiso que debiendo cumplirse tanto puede cumplirse como no cumplirse,
es dicha condición temporal subjuntiva, decía, la que, justo por ser la raíz de
la condición moral humana, es la que asimismo exige o requiere, como medio
de sostenimiento de la expectativa moral o esperanza en el cumplimiento de
las promesas mientras éstas están en curso de cumplirse, y en esta medida como
medio de la consecución de su cumplimiento, de la representación de la estructura
funcional global triposicional y temporalmente subjuntiva de la situación de
interdependencia en la que en cada caso se esté incurso: y de aquí la necesidad
del lenguaje como modo de semejante representación. Una representación que si
en efecto llega a serlo es debido al isomorfismo estructural y funcional de su pro-
demos ciertamente como el albergue de la esperanza moral del que aquí estoy
hablando, y si es que el “ser” lo entendemos asimismo por su sentido o valor, o
sea como el alcance histórico-universal de esos compromisos cuya esperanza
de cumplimiento estamos albergando mediante el uso del lenguaje. Y se me
permitirá que por lo que respecta al lenguaje ya no diga más en esta ocasión.
que esto pueda parecernos, creo que podría decirse que estas sociedades pa-
leolíticas, si bien son globalmente humanas debido a su forma triposicional y
subjuntiva de organización del sustento, no lo son aún íntegramente debido a
su forma de reproducción y crianza de la prole. Y de aquí que, como decía, no
deje de ser muy especialmente problemático atribuir las condiciones de muje-
res a unas hembras que procrean en promiscuidad consanguínea y cuidan de
un modo grupal indistinto a la prole, así como, y correlativamente, la condi-
ción de varones a unos machos que asimismo procrean del mencionado modo.
Pues puede que, precisamente esta condición de varones y de mujeres sea una
condición constitutivamente correlativa que, aun cuando podamos suponerla
potencialmente ya contenida en la organización biológica de los machos y las
hembras de la especie, sólo se lleve a efecto o se ponga en acto mediante las
relaciones sociales de parentesco propias de las sociedades neolíticas. De este
modo, lo que a estas primeras sociedades les faltaría para dejar de ser todavía
sólo globalmente humanas y llegar a ser íntegramente humanas en acto sería
justamente la formación de las familias, con todo lo que a su vez, como ahora
veremos, éstas comportan.
Y será dicha formación la que sabemos que tiene lugar en las sociedades ya
neolíticas a raíz de la transformación de los medios de sustento que supone el
paso de la caza y la recolección a la agricultura y la ganadería. Pues estas nuevas
formas de sustento van a hacer de hecho posible la coexistencia no ya de unas
cuantas decenas de individuos, como era el caso de las hordas paleolíticas que
vivían en su cuevas, sino de miles y aun decenas de miles de ellos, y de tal suer-
te que dicha coexistencia sólo podrá llegar a alcanzar la forma de una genuina
e integral convivencia humana, y por tanto de una comunidad, como es la tribu
que habita ya en una aldea, mediante la formación de ese nuevo tipo de rela-
ciones sociales que propagándose a través de todo el tejido social del grupo lo
integra, y que son las relaciones sociales de parentesco. Y ello es debido, como
se sabe, a la ley fundamental que conforma dichas relaciones, es decir, la ley de
la exogamia, de la que la prohibición del incesto es sólo su corolario negativo,
o sea esa norma matricial que prescribe positivamente preservar la descen-
dencia biológica de lo que en un principio hubieran sido los clanes iniciales,
y en particular la descendencia femenina, de toda relación sexual promiscua
con ella, al objeto de ponerla a disposición, ahora no ya meramente de copular,
sino precisamente de matrimoniar con los descendientes de otros “terceros”
mente la misma norma de las relaciones sociales parentales de las que habrán
provenido. Y ésta es a su vez la razón por la cual estas sociedades comenzarán
también a comprometerse con la conmemoración y honra de sus muertos, o sea
de aquellos ya no vivientes de los que los actualmente vivientes provienen y
según las mismas normas parentales que a éstos actualmente les constituyen.
Y es, por cierto, esta concatenación, asentada en algún territorio determinado
y propio, y en cuanto que se quiere a sí misma preservar ilimitadamente, entre
los aún no nacidos y los muertos por la mediación de los vivos de cada pre-
sente, en lo que podemos considerar que consiste la forma más primitiva a la
vez que plena o perfecta de una patria —pues una patria en efecto es antes que
nada la tierra de los padres muertos—; y ello sin perjuicio de que, como tam-
bién ahora veremos, podamos asimismo reconocer otras formas y escalas de
patrias en las sociedades que los historiadores conceptúan ya como históricas.
6. Pues mi idea en efecto es ésta, que sigue una vez más los análisis clá-
sicos de Gordon Childe al respecto: que las sociedades históricas se forman
cuando, a resultas de la revolución técnica de los metales y de la consiguiente
utilización de los aperos agrícolas resultantes de esta revolución en el cultivo
de territorios especialmente fértiles, como son los fluviales, marítimos y plu-
viales, se comienzan a producir unos excedentes de producción tales que a la vez
que se van remontando los límites subsistenciales previos se va haciendo po-
sible el comercio entre estos diversos grupos ya excedentarios: un comercio que
aun cuando inicialmente lo sea ante todo de bienes de sustento pronto se irá
desenvolviendo, por efecto de la propia riqueza excedentaria creciente, en un
comercio entre otros bienes de uso distintos y cada vez más diversificados. De
este modo, sociedades que se encontraban previamente cerradas sobre sí mis-
Ahora bien, repárese en que una y otra vez he venido hablando de esta po-
sible nueva comunidad en unos términos subjuntivos como de una posibilidad,
que por tanto podría como también podría no darse. Y esto es así porque el
vencimiento de esas extrañezas ya abiertas por la nueva sociedad comercial es
“Lo que más cuesta” he dicho, en efecto. Y a este respecto no puedo dejar
de recordar aquel sagaz pasaje del ensayo de Chesterton Lo que está mal en el
mundo, en el que, y cito de memoria, venía a decirnos que “en toda relación
humana que merezca la pena hay siempre un instante de rendición potencial
que es justo el que hay que vencer para llegar a disfrutar de esa relación”. Mi
idea de extrañeza mutua intenta justamente entender ese “instante de rendi-
ción potencial” del que habla Chesterton como el causado por dicha extrañeza,
que es la que justamente debería ser vencida en toda relación humana para que
dicha relación pueda lograrse. Y reconociendo a su vez desde luego que esta
extrañeza se da a todas las escalas posibles de las relaciones humanas, desde
las más elementales y directamente interpersonales en las formas más sencillas
posibles de agrupación, que nunca dejarán por lo demás de estar mediadas por
los enseres resultantes de la labor humana, a las que, como estoy apuntando,
van desplegándose históricamente entre los diversos usos y costumbres de los
distintos pueblos. Y si en efecto “merece la pena”, como también nos dice Ches-
terton, lograr la relación es justo por lo que cuesta esforzarse para vencer la
extrañeza que consiga lograrla. Y por lo demás no deja de ser, al menos desde
mis coordenadas, muy especialmente significativo que Chesterton acuda, es
verdad que entre otros, al ejemplo del matrimonio para ejemplificar esta idea
de la rendición potencial que es preciso vencer para alcanzar el disfrute de una
relación. Y así ocurre cuando nos dice, mediante una de sus irónicas paradojas
en este caso muy acertada, pues lo cierto es que no siempre lo son, y vuelvo
a citarlo de memoria, que “el éxito del matrimonio llega después del fracaso
de la luna de miel”. El ejemplo es como digo ciertamente significativo, pues
hemos de suponer que este matrimonio del que Chesterton nos está hablando
no es ya el obligado por una comunidad primitiva comprimida, sino el que
implica una decisión responsablemente libre propia de una sociedad históri-
ca y civilizada compleja, como podría ser la que a él mismo le tocó vivir. De
este modo, al menos según mi interpretación, nuestro autor estaría apuntando
directamente a la irrevocable condición anímico-moral dual de la libertad res-
con la Cristiandad: pues sin poder dejar de seguir estando en alguna medida
en función de eventuales, y con frecuencia muy reales, enfrentamientos con
otros gobiernos, no dejarán tampoco de estar orientados a la provisión de los
medios jurídico-políticos que apoyen la preservación de unas relaciones sociales
interiores ya comunitarias que permitan a su vez la circulación de relaciones
asimismo comunitarias con los demás terceros pueblos que en cada momento
histórico puedan formar parte de la comunidad universal. Y es esta referencia
meta-política de los gobiernos políticos de una comunidad universal la que,
por decirlo así, los mantiene en principio a flote de la permanente tendencia
inercial a quedar sumidos en la fuerza de succión de los efectos del pecado
original. Por lo demás, y como también luego veremos, hay un extremo en el
que los gobiernos políticos de una comunidad universal deben, y deben mo-
ralmente, actuar, y actuar en lo posible conjuntamente, con tanta fuerza como
sea preciso: precisamente frente a aquellas otras posibles sociedades cuyas cos-
tumbres contengan estructuralmente rasgos que se opongan inevitablemente
a la posibilidad de pasar a formar parte de la comunidad universal, como por
ejemplo, y éstos son tres ejemplos no causales sino ejemplares, el canibalismo,
los sacrificios humanos a los dioses o la poligamia. En tal caso estos rasgos
deberán ser literalmente borrados, justo con todos aquellos otros a los que se
encuentren estructuralmente unidos, y precisamente al objeto de dejar libre el
espacio histórico-geográfico para la prosecución de la comunidad universal.
7. Y bien, una vez hechas las anteriores observaciones, intentaré ahora esbo-
zar, en unos trazos que inevitablemente serán demasiado gruesos, las principa-
les fases y modos de la formación de la civilización comunitaria histórico-uni-
versal, y precisamente al objeto de poder ulteriormente asimismo esbozar las
fases de su descomposición hasta llegar a su actual agonía.
En dos palabras, me parece que los hitos claves de dicha formación son és-
tos: en un principio el imperio alejandrino, ulteriormente el imperio romano, y
por fin la formación de la Cristiandad. Del imperio de Alejandro destacamos,
precisamente desde nuestra perspectiva comunitarista, no ya la mera forma-
ción de una concatenación de ciudades análogas a las iniciales ciudades-estado
griegas clásicas, sino precisamente, sí, la formación de estas ciudades, pero
como marcos o escenarios culturales de un esbozo siquiera de una vida social
comunitaria, el iniciado por la política de Alejandro al ir matrimoniando a sus
generales con las hijas de los reyes de los pueblos que iba conquistando, una
política esta dotada ya por tanto de un conato siquiera de referencia comu-
nitaria metapolítica que contrasta, y violentamente, con la concepción mera-
mente político-económica de su consejero, el filósofo Aristóteles, quien como
es sabido, aconsejaba a Alejandro tratar a los pueblos conquistados no como a
los ciudadanos de las ciudades-estado griegas, sino como a la flora y la fauna
de los mismos territorios que estaba conquistando, o sea como meros recursos
productivos. Y ya esta sola y aguda diferencia entre el filósofo de estirpe y for-
mato griegos clásicos y el emperador macedonio nos debería poner sobre aviso
del carácter tan vil como peligroso de toda la filosofía política griega clásica, al
menos la heredera de Platón, por su cuño radical y abstractamente político-es-
tatalista, una vileza que repercute incluso en un filósofo que como Aristóteles
fue capaz de moderar mediante su sentido de la prudencia, que por tanto ya de
algún modo trasluce un eco comunitario, la abstracción político-estatalista de
la filosofía de su maestro Platón.
saber: aquella según la cual la fuente de este derecho ni reside en la mera fuerza
de conquista, como ocurrirá en general con el derecho de los pueblos primi-
tivos nórdicos y en particular con el germano, ni tampoco en el estado, como
luego querrá el derecho contractual ilustrado de los estados modernos, sino
precisamente en la recurrente fuerza moral de convivencia por seguirlo haciendo
valer en cada caso, y ello sin perjuicio de que deba ser el estado, o el gobierno
político imperial, el que, dada ya la amplitud y heterogeneidad cultural de la
nueva sociedad histórica imperial, deba proveer los medios, los medios en efec-
to jurídico-políticos o legales, que apoyen, pero que sólo apoyen, la fuerza moral
consuetudinaria de mantenimiento y propagación de la convivencia. Y esto
implica que en el concepto mismo y en la realidad de la ley, de la ley romana,
claro, hay dos momentos o ingredientes distinguibles que sin embargo deben
actuar juntos: el momento formalmente jurídico-político, que es el que debe ser
establecido por el poder político como apoyo de la fuerza de convivencia sub-
política, y el momento convivencial consuetudinario o subpolítico, sin cuya fuerza
moral de convivencia aquel apoyo dejaría de serlo puesto que actuaría en el
vacío, y se convertiría, como se acabó convirtiendo, en mera imposición polí-
tica coactiva. O dicho en dos palabras y a modo de lema: ni ley sin costumbres
ni costumbres sin ley. Y éste fue el secreto sapiencial del derecho romano que
ulteriormente iba a permitir a la Cristiandad proseguir a la vez que reconstruir
la civilización occidental una vez desmoronado el armazón jurídico-político y
económico del impero romano.
Potenciar al máximo “del mejor modo posible”, acabo de decir, los restos aún
disponibles de la energía convivencial romana. Y este mejor modo posible
consistió en erigir una fe, y una fe religiosa, y no ya una fe religiosa cualquiera,
sino aquélla cuya dogmática contuviese un sistema de equilibrios de una sutileza
y complejidad tales que contuviesen aquellas implicaciones antropológico-mo-
rales capaces de hacer revivir y potenciar al máximo la antigua fuerza moral
romana de una convivencia potencialmente universal. Y sólo de este modo
dicha convivencia pudo efectivamente no sólo proseguir, sino a la vez quedar
transfigurada del modo más extensa e intensamente universal posible.
Ahora bien, una religión generada a partir de una sociedad histórica uni-
versal y comunitaria que es la que precisamente busca salvar, deberá por un
lado sin duda conservar esa petición de ayuda en auxilio de la fragilidad hu-
mana, pero también a su vez trasformar enteramente los rasgos miserables y
siniestros de las demás religiones habida cuenta de esa condición comunitaria
universal que busca salvar: y en esto va a residir la condición única y excepcional
del cristianismo frente a cualesquiera otras religiones.
8. Pues bien: fue todo este sutil y complejo sistema de equilibrios, y con él
el arco moral de bóveda en que se sustentaba, el que vino a quedar dinamitado
por la Reforma protestante, inicialmente luterana, estableciéndose con ello el
primero de los peldaños principales de descomposición de la vieja civilización
occidental.
no ya sólo para pedir la Gracia en posible auxilio de sus obras, sino aún para
recibirla en el caso de que le fuera otorgada.
Así pues, ya se comprende que este indigno esclavo de su maldad sin en-
mienda posible, escindido entre una conciencia irremisiblemente culpable y
un inmundo basurero carnal de pecados, habrá de quedar privado de toda
vida comunitaria habida cuenta de su incapacidad para todo esfuerzo moral
responsablemente libre comprometido con ella, de modo que bastante ten-
drá con concentrar su fe en su conciencia abismada en la culpa, eso sí, muy
espiritualmente, con ribetes siempre más o menos místicos. Así pues, estas
conciencias, en cuanto que abismadas en su culpa y por ello recluidas en sí
mismas, quedarán comunitariamente aisladas las unas de otras, a diferencia de
lo que ocurría con las personas somático-espirituales íntegras del cristianismo
viejo, cuyo apoyo mutuo comunitario, que requería de sus esfuerzos aními-
co-morales, y por tanto en cuanto que anímicos también somáticos, por vencer
su extrañezas, precisamente no podía tener lugar al margen de los cuerpos y de
la acción de éstos, sino que dependía de dicha acción carnal formalmente ade-
cuada a dicho apoyo. De este modo ha sido el luteranismo el que ha instituido
la figura del individuo abstracto moderno, esto es: la figura de unas conciencias
comunitariamente aisladas las unas de las otras en cuanto que desligadas de
sus cuerpos como vías adecuadas de dicho apoyo, pero sí asociadas las unas con
las otras por intereses ya meramente utilitarios, o sea a la postre meramente
tecno-económicos y/o políticos, que no podrán dejar de seguir recurriendo a
sus cuerpos, pero ya como meras herramientas útiles de dicho tipo de inte-
reses. Como se ve ha cambiado, y radicalmente, la concepción tanto del alma
espiritual humana como de su cuerpo, y por lo mismo y muy especialmente la
de sus relaciones, un cambio éste no sólo teorético, sino precisa y muy prin-
cipalmente práctico y de índole moral. Comunitariamente aislados y utilitaria-
mente asociados, así irán quedando los individuos abstractos modernos a partir
de la Reforma, preparándose de este modo el terreno para que ulteriormente
pueda actuar, llevando al límite este tipo de individuo, como ahora veremos,
los efectos de la industria moderna.
Y a este respecto no puedo dejar de hacer una vez más dos apuntes muy
rápidos pero imprescindibles. El primero es éste: que esta vieja Universitas
Christiana quedó históricamente de hecho concentrada, sostenida, defendida
y propagada por todo el orbe, por el mismo orbe que ella estaba descubriendo,
por una unidad histórica en principio asimismo moderna pero de signo teo-
lógico-moral enteramente distinto y opuesto al de las nuevas configuraciones
estatales. Y esa unidad fue España, la única comunidad política del mundo que
ella misma estaba construyendo, en efecto, que se siguió ateniendo a la doctri-
na católica y por tanto a sus implicaciones históricas comunitarias universales,
incluyendo la distinción a la vez que la relación entre la autoridad moral ecle-
sial católica y su propio poder político, y ello precisamente frente a la práctica
totalidad de las demás unidades históricas, de muy distintas índoles y escalas,
que ya estaban formando parte de ese mundo y por tanto de esa misma his-
Pero también España tuvo que vérselas, y en principio bien a pesar suyo, y
éste es el segundo punto que no podía dejar de mencionar, con esa institución
histórica que cada vez más estaba dejando de ser la depositaria doctrinal de la
custodia de la referencia metapolítica comunitaria universal de todo los pode-
res políticos del mundo para irse predominantemente comportando como la
institución política que por lo demás nunca había dejado de ser, y además ahora
como el estado ya de hechura moderna que junto al resto de los demás estados
modernos cada vez más iría siendo. Me refiero, claro ésta, a la Iglesia romana.
Pues tampoco podemos olvidar las razones negativas que sin duda asistían a
Lutero en su crítica feroz a la corrupción vaticana, a su lujo, su lujuria, su uso
hipócrita de las indulgencias y su latrocino, su nepotismo…, una corrupción
esta, y comprender esto es esencial, cuya raíz ya se nutría de su condición cada
vez más preponderante de estado, y de estado moderno, frente a su condición
de albergue de la custodia de la comunidad universal, y ello sin perjuicio, claro
está, de que las consecuencias de la Reforma multiplicasen y extendiesen por
Occidente toda esta podrida raíz estatal. De hecho tampoco podemos olvidar
que ya en el siglo XIII la Iglesia Romana había tenido que generar y asimilar
dos verdaderas reformas católicas, como fueron la franciscana y la dominica,
Sea como fuere, el panorama humano que a fin de cuentas fue quedando
como resultado de todo este proceso histórico podría caracterizarse, como ya
he apuntado, diciendo que en lugar de la vieja vinculación comunitaria fue ha-
ciéndose presente junto con el aislamiento comunitario la asociación utilitaria,
con todo lo que esto comporta. Pues las diversas formas y escalas que sin duda
fue adoptando esta asociación utilitaria ya no dejarían de estar todas ellas mar-
cadas por su nota esencial, a saber, el predominio del interés utilitario particular
frente a la vinculación comunitaria universal. Y así, las formas básicas de este
particularismo utilitario que ya se fueron decantando durante lo que podemos
considerar como la primera modernidad, o sea el período denominado como
“edad moderna” por los historiadores, y que luego veremos que acabarían cris-
talizando con la industria, fueron sin duda éstas: dentro del marco general de
la lucha mundial entre los estados y sus respetivos imperios dominadores, la de
un nuevo tipo de grupos sociales entre sí dentro de cada estado, o sea las lu-
chas entre las nuevas clases socio-económicas generadas por el predominio del
desarrollo económico sobre la comunidad, y a su vez e incluso dentro de cada
agrupación tradicional de estirpe y formato más primitivos, como las familias,
las vecindades y los oficios, la pugna más o menos sorda pero efectiva de unos
individuos frente a otros. Así pues, enfrentamiento entre estados, entre clases
e incluso entre los individuos dentro de las formas humanamente más básicas
de la comunidad: estas fueron las tres formas principales de degradación de la
vida comunitaria con las que echó a andar la modernidad: la modernidad natu-
ralmente victoriosa, es decir, la que fue y acabó definitivamente venciendo a la
modernidad alternativa que en principio supuso España.
Con todo, me parece que tampoco hemos de suponer que al menos duran-
te esta primera fase de la modernidad la totalidad de la civilidad occidental
quedase homogénea ni menos aun íntegramente degradada del modo indi-
cado, pues tuvieron que ser más bien los nuevos grupos dirigentes, o sea los
los hayan podido generar, a la vez que éstos por su parte quedan segregados
de dichos contenidos. De este modo la incorporación de este tipo de conoci-
mientos a la producción ha de tener unos efectos muy determinados en ésta:
para empezar una multiplicación de una escala incomparable con la de cual-
quier otra forma de producción anterior de la eficacia en la explotación de los
recursos y por tanto del volumen de los objetos producidos, así como una ca-
racterística homogeneización abstracta de las morfologías de dichos productos. Y
esto supone ya de entrada la reducción abstracta del trabajo humano, tanto por
lo que respecta a la acción como al efecto del mismo. Por lo que toca en efecto a
la actividad de trabajar, tanto cada trabajador como sus acciones con las nuevas
maquinarias se tornarán intercambiables y por tanto mutuamente prescindibles, y
por lo que respecta a los resultados del trabajo su morfología abstracto-homo-
génea tornará asimismo intercambiables y mutuamente prescindibles a cada
uno de sus posibles usuarios y a sus propias actividades de uso. Y otro tanto
ocurrirá con las diversas fases y modos del intercambio y distribución de estos
productos, todos y cada uno de los cuales se tornarán asimismo máximamente
abstractos, y por tanto indiferentes al posible significado o valor de uso perso-
nal que en principio los objetos del trabajo pudieran tener.
humano ha sido sin duda la ley. Así, y sirva meramente como ejemplo, no se
puede comparar el todavía relativo encanto que podían tener los primeros fe-
rrocarriles movidos por carbón con la impecable e implacable fealdad agresiva
de un actual tren de alta velocidad. Y no son pocos, lo sé, quienes aun verán en
un tren de éstos algo de elogiable, de admirable, incluso de bello, por ejemplo
la incisiva eficacia de sus líneas aerodinámicas: así de vacía de sustancia huma-
na han podido llegar a quedar sus almas.
Y el otro efecto al que antes me refería es éste: este peculiar ahorro del es-
fuerzo por convivir causado por la reducción tecno-económica máximamente
abstracta de la convivencia se ve abocado por su propia lógica, o sea por el
propio poder y la eficacia de la nueva forma industrial de producción, a una di-
námica implacable que consiste justamente en esto: en cada vez más meramente
producir para cada vez más meramente consumir lo más posible, lo más deprisa po-
sible y lo más variado posible. Y a este respecto creo que es preciso advertir que,
a diferencia de como lo pudo entender el marxismo clásico, no es ya tanto la
lógica del beneficio económico la que acaba imponiendo su ley sobre la vida,
sino que es más bien la lógica del propio poder productivo de la producción
industrial la que se acaba imponiendo sobre la vida y subordinando el propio
beneficio económico a su propia prosecución. En este sentido la idea misma
de “capital” y de “capitalismo” del marxismo clásico, sin dejar de tener en su
momento un cierto fundamento al basarse en la realidad efectiva de la plusva-
lía y de la inicial acumulación del capital, han acabado sin embargo por mos-
trársenos por el curso mismo de las cosas como ideas arcaicas y ya en su mo-
mento sólo oblicuas, como lo muestra el hecho de que aquello que en efecto se
ha acabado imponiendo no es ya la lógica de la explotación económica basada
en la inicial acumulación del capital y la extracción de plusvalía, sino precisa-
mente la lógica consumista implacable que el poder productivo de la industria
posibilita y necesita para su prosecución. Así pues, es preciso comprender que
el tipo de sociedad que ya desde sus comienzos ha ido generando la industria, y
de manera cada vez más evidente, es ciertamente una sociedad oblicuamente
capitalista, pero en función del desarrollo progresivo implacable de su sentido
último, que, tal y como nos es dado comprender retrospectivamente hoy, no
ha sido sino el de la creación de una sociedad cada vez más económico-tecno-
lógicamente optimizada y consumista. Y por tanto hemos de reconocer que este
tipo de dominio tecno-económico sobre la vida humana ni siquiera podría
Y deberán ser entonces estos individuos-masa los que pasen a formar parte
de la carne de cañón que necesiten los nuevos enfrentamientos entre las for-
maciones estatales y sociales que a su vez la industria ha generado. Se trata una
vez más de una reproducción ampliada, esta vez dado ya el poder productivo
de la industria, y por consiguiente entre otros el nuevo poder industrial de
destrucción bélica, de las pugnas entre los diversos bloques geoestratégicos
por el dominio de los mercados mundiales, o sea de la transformación de las
luchas mundiales entre los imperialismos todavía sólo comerciales de la “edad
moderna” en las luchas entre los imperialismos asimismo comerciales pero ya
industriales característicos de la “edad contemporánea”. Decantándose ya estas
luchas durante el siglo XIX todavía más bien en territorio europeo, y precipi-
tándose ulteriormente en el cambio entre los siglos XIX y XX sobre todo en el
enfrentamiento descarnado por el reparto de África, estas luchas mundiales
acabaron cristalizando en las dos grandes guerras mundiales del siglo XX, las
cuales, vistas retrospectivamente desde nuestra actual perspectiva histórica,
podríamos ya considerar como las dos grandes fases de la Gran Guerra mundial
y civil de la sociedad industrial. Y estas luchas mundiales incorporaron a su vez y
moldearon de diversos modos los enfrentamientos asimismo generados entre
las nuevas clases socioeconómicas que la industria fue conformando, así como
coadyuvaron a la configuración de las diversas formas y funciones de cada uno
de sus estados, y en ambos casos a la postre en función del poder económico
y técnico tanto interno como externo de cada bloque en el seno de sus luchas
mundiales.
Una vez más se trató, como se ve, de las diversas combinaciones que pudo
adoptar la lucha geopolítica entre los estados-imperios por el dominio tec-
no-económico del mundo con las pugnas internas entre sus clases socioe-
conómicas, es decir, que se siguió tratando de las diversas combinaciones de
las dos formas modernas de degradación de la vida comunitaria, sólo que expe-
rimentando ahora esta degradación unos niveles de intensidad y extensión
verdaderamente nuevos y desconocidos con anterioridad debido precisamente
al nuevo poder disolvente de la moral comunitaria que posee la industria. Y así,
repárese en que si la primera guerra mundial pudo ser percibida y denominada
por sus propios participantes como la “Gran Guerra”, ello no se debió tan-
to meramente a su indudable nuevo poder destructor bélico, que comparado
con el de las guerras ulteriores pudo acabar siendo percibido casi como una
miniatura, sino que más bien se debió a un nuevo y muy significativo hecho mo-
ral, a saber: el de haber quedado suprimido el viejo principio jurídico-militar,
primero romano y luego cristiano, de la pax romana, que pedía no aniquilar
definitivamente al enemigo vencido para poder seguirlo incorporando en lo
posible al curso de la civilización vencedora, y que era el principio que había
regido durante las frecuentes guerras entre los pueblos cristianos mientras es-
tuvo vigente en Occidente la vieja Cristiandad. No es de extrañar ciertamente
que Ortega dijera que comparadas con la nueva Gran Guerra todas las guerras
europeas anteriores habían tenido más bien el aire de “riñas de vecindad”. Así
pues, lo que quiero destacar es que no fue el nuevo poder técnico destructor
el que por sí mismo llevó a la implacable destrucción a la que sin duda dio lu-
gar, sino que lo que ocurrió fue algo más sutil, a saber, la debilidad moral que
mostró el hombre occidental para dejarse cebar por dicho poder destructor, o
sea el hecho moral de que este poder se acabó mostrando más fuerte que el poder
moral humano de resistirse a él y someterlo a su control.
Así pues, lo que la Gran Guerra, y luego la que le siguió, vinieron a poner
de manifiesto fue esto: que se trató ante todo de una guerra moral, y frente al po-
der de la técnica industrial, que perdió el ser humano occidental en su conjunto, con
lo que ya comenzó a desvelarse la incapacidad moral de este tipo humano para
hacer frente y poner bajo su control en general al poder de la técnica industrial.
De ahí que, como decía, me haya limitado a apuntar muy en esquema a las
combinaciones de los enfrentamientos entre las potencias participantes en las
dos grandes guerras del siglo XX con sus correspondientes pugnas sociales in-
ternas, pues lo que quería era precisamente destacar esta guerra moral perdida
por parte del ser humano occidental frente a la industria. Y es la comprensión
de esta derrota moral la que nos puede ofrecer la clave para abordar el punto
decisivo al que por fin quiero llegar, que es el de la nueva y ulterior degradación,
aún más profunda y esta vez al menos de entrada precisamente ya no bélica,
a la que la sociedad industrial desarrollada ha acabado sometiendo al hombre
occidental con posterioridad a sus dos últimas grandes guerras mundiales.
ambos regímenes, decía, fueron, cada uno a su modo, una mixtura confusa,
imposible y a la postre autodestructiva entre su inevitable necesidad moderna
económica y política defensiva, y una apelación a las tradiciones comunitarias
premodernas de sus respectivos pueblos, una ambigua y confusa apelación a
su tradición romana, mitad en clave pagana y mitad supuestamente católica,
en el caso italiano, y una apelación directa y explícitamente pagana a la fuerza
de cohesión vital de los viejos pueblos germanos en el alemán, una apelación,
decía, que sin embargo no pudo dejar de quedar desmentida por el carácter
inequívocamente moderno de sus estados totalitarios y de sus correspondien-
tes organizaciones de masas como instrumento de defensa de dicha presunta
tradición. Y de aquí que dicha apelación a la tradición no pudiera dejar de
adoptar un carácter particularista, por tanto no universal, y esto incluso en el
caso de la apelación italiana a una supuesta catolicidad de raíz romana, y des-
de luego de un modo explícitamente querido en el caso germano, con lo cual
también los fascismos, incluido el propiamente dicho, el italiano, mostraron
ser, a la postre, unos confusos y ambiguos vástagos más del estado moderno,
en su versión defensiva totalitaria.
Pues el sentido último de dicha semilla, que como digo sólo ha podido ir
fructificando según este fruto ha ido imponiendo su poder sobre sus deriva-
ciones más débiles, era éste: el de llevar a su máxima consumación posible un
tipo humano lo más utilitario y particularista posible y lo menos comunitario y
universal posible, y por tanto sólo interesado e inmerso en aquellas asociacio-
nes donde lo que se jueguen sean siempre intereses utilitarios y particularistas,
sean éstos del tipo que sean, y sean cuales fueren los diversos enfrenamientos
y alianzas posibles entre dichas asociaciones. Y la cuestión es que el desarrollo
Pues dichas pugnas, en efecto, según han ido dejando de tener lugar entre
unas clases que se han ido diluyendo, han ido rebrotando precisamente dentro
de esas formas más elementales e irrevocables de la convivencia humana que
de algún modo no pueden dejar de seguir existiendo, aun cuando ahora vaya
a quedar cada vez más desfigurada y maltrecha su naturaleza por efecto pre-
cisamente de dichas pugnas. Ahora van a ser, en efecto, ante todo las familias,
las vecindades y los diversos lugares de trabajo, y asimismo las relaciones de
amistad, que son las que surgen en las sociedades históricas de la movilidad
social entre las anteriores agrupaciones, los nuevos campos de batalla donde va
a brotar un nuevo tipo de intereses y pugnas que aun cuando sigan siendo desde
luego particularistas, y ya en último término netamente individualistas, van a
adoptar sin embargo por lo que respecta a su condición utilitaria un nuevo y
muy peculiar perfil anímico-moral. Pues ahora ya ni siquiera se va a tratar tan-
to de unas pugnas entre intereses movidos por alguna utilidad efectiva, la que
fuera, aun desprendida de toda finalidad convivencial, sino que más bien se va
a ir predominantemente tratando de una especie de pugnas, ciertamente cada
vez más individualistas y de todos contra todos, por el alcance de una suerte de
mayor estatus de índole ficticiamente representacional. Y aun cuando dicho esta-
tus no podrá dejar de seguirse apoyando de algún modo en alguna especie de
poder social, fuese socioeconómico o profesional o más o menos directamente
político, que aún retenga alguna forma de relevancia o de prestigio inercial o
Por lo demás, esta pastosa madeja que tiene lugar dentro de cada sociedad
política desarrollada seguirá requiriendo en principio de los marcos estatales
capaces de proseguir el juego de sus mutuos enfrentamientos y alianzas por el
mayor poder tecnoeconómico mundial posible. En este sentido, el poder que
sea capaz de mantener cada estado, o alianza entre ellos, frente a los demás,
o sus alianzas, deberá seguir reteniendo en principio alguna capacidad efec-
tivamente utilitaria en cuanto que poder efectivamente económico y político
frente al de los demás. Sólo que ahora se producirá la paradoja de que cada
uno de estos poderes que en principio han de proseguir sus efectivas pugnas
mutuas mundiales se encuentran sin embargo abocados a proteger mediante
dichas pugnas unos campos sociales de batalla interiores suyos que, como he-
mos visto, aun cuando sigan siendo particularistas y cada vez más descarna-
damente individualistas, ya ni siquiera son propiamente utilitarios, sino que
más bien consisten en la representación ficticia y a la postre estúpida de dicha
utilidad. Y esta paradójica circunstancia no podrá dejar de imprimir ciertas
características nuevas y peculiares a los propios estados y a sus pugnas mismas
de las que ahora mismo hablaré.
Pero antes voy a destacar que es esta misma circunstancia la que nos permi-
te entender cuál era la semilla que anidaba desde el principio en las democracias
contemporáneas, una semilla que una vez más podemos advertir que ha ido
fructificando según la riqueza económica que alimentaba estas democracias
ha ido imponiéndose sobre otras alternativas contemporáneas suyas econó-
micamente más débiles. Pues en efecto los regímenes democráticos liberales
parlamentarios de partidos que fueron abriéndose paso en Occidente durante
Pues éstas son en efecto las dos características correlativas que constituyen
indefectiblemente al tipo humano reinante en estas sociedades desarrolladas,
ese tipo humano que podemos ciertamente considerar como el hombre-masa
en estado límite: se trata de la maldad y de la imbecilidad, y de suerte que no es
fácil decidir si este individuo es más malvado que imbécil o imbécil que mal-
vado, y hasta qué punto es una cosa por la otra. De entrada se diría que este
individuo es ante todo malvado de raíz en cuanto que ha sido generado por el
ahorro más descarnadamente individualista de todo esfuerzo moral responsa-
ble orientado a la convivencia, mas lo cierto a su vez es que dicho ahorro ni
siquiera ha sido invertido, como decíamos, en el logro de alguna utilidad efec-
tiva, sino más bien orientado a forjarse esas meras representaciones ficticias de
la utilidad que buscan ante todo figurar como forma de hacer de menos a los
demás, lo cual hace de dicho individuo, asimismo y no menos de raíz, a la vez
que un malvado, un malvado imbécil. Y ya se entiende que ni siquiera se trata
de ese tipo humano cuya inteligencia pudiera quedar centrada o absorbida por
los efectivos medios técnicos mientras su voluntad quedase oscurecida o de-
bilitada respecto de los fines propiamente humanos, o sea la figura clásica del
bárbaro especialista, en efecto; sino que se trata de algo mucho más ridículo
y miserable: de aquél cuya inteligencia y voluntad quedan dominadas por la
compulsión de figurar como sea ante y contra los demás. Se comprende en-
tonces la ley de la que antes hablaba, o sea aquella según la cual no habrá prác-
ticamente ningún lugar de poder, o sea de gobierno, de dirección o de gestión,
ya sea profesional o económico o más o menos directamente político, debido a
su prestigio inercial pretérito, que no atraiga hacía sí como un imán a los tipos
humanos más malvados e imbéciles, así como no habrá malvado e imbécil que
se “precie”, o sea que necesite como sea figurar, que no se sienta irresistiblemente
atraído y de hecho se eleve como la espuma a alguno de estos lugares de poder.
Se trata de una implacable ley inversa de la selección del valor según la cual los
valores no ya exactamente más bajos, que serían los efectivamente utilitarios,
sino los más que bajos o subterráneos, o sea los nuevos valores de lo malvada-
mente estúpido, o estúpidamente malvado, son los que gobernarán el mundo,
quedando relegado, y si fuera posible destinado a su desaparición, cualquier
resto o atisbo de verdadero rango que aún pudiera en este mundo quedar.
10. Pero la cosa no acaba aquí. Antes bien, todavía hemos de advertir de qué
modo esta pasta humana de malvados estúpidos acaba por generar el humus
anímico-moral del que siempre puede surgir y surge un nuevo y fatal tipo hu-
mano, poseído por el más siniestro y peligroso de los resentimientos posibles,
y además necesitado de entrar en un proceso de realimentación imparable con
su inicial caldo de cultivo. Y ahora es cuando estaremos ya en presencia del
espíritu de la aniquilación y con él de la definitiva agonía de Occidente.
quienes no se puede dejar de reconocer que no son como ellos. De este modo,
una suerte de tupida y silente red de desprecio mutuo entre quienes se saben im-
béciles y malvados, así como de envidia ante quienes se sabe que no lo son, y
por tanto un permanente estado de alerta y desconfianza no sólo entre los prime-
ros sino también inevitablemente en general, se extenderá por el conjunto de la
sociedad desarrollada, de esa sociedad, en efecto, que dicen del “bienestar”, o
de la “prosperidad” y de la “abundancia”, y que es por lo mismo la sociedad del
mayor malestar anímico-moral posible. La proliferación de determinadas enfer-
medades muy características inducidas sin duda por dicho malestar, solidaria
de una extendida obsesión maníaca individualista por la salud, así como la
proliferación de los malestares anímicos y de las psicoterapias, son síntomas
inequívocos de semejante malestar. Tan sólo como un apunte: ¿Cómo no en-
trar, por ejemplo, en un estado de “ansiedad generalizada” cuando cada cual
sabe que muchos de los demás no son de fiar, tan poco como puede que lo sea él mismo?
Y para demoler la familia será preciso, claro está, atacar su matriz más
íntima, es decir, será preciso descuajeringar la sexualidad humana como me-
dio radical e infalible de descoyuntar la estructura funcional familiar, o sea
la estructura formada por el juego conjugado de los diversos roles de sexo y
de edad sobre los que la familia de asienta. Pues la familia, al menos nuestra
familia tradicional histórica, o sea la que cuajó y prosperó con la civilización
romana clásica y acabó siendo reforzada y cincelada por la Cristiandad, es
decir, ese núcleo irrevocable de convivencia capaz de generar y asegurar la
prosecución de la civilización comunitaria universal, esa familia es una estruc-
tura social muy precisa: necesariamente jerárquica y doblemente asimétrica de
modo conjugado en muy determinados respectos. Jerárquica, en efecto, en cuanto
que basada en una sutil conjugación entre la ascendencia moral y el poder de
actuación de los padres respecto de los hijos como modo de conformar en ellos
el sentido de la responsabilidad o del esfuerzo anímico-moral necesario para
convivir, y además precisamente en cuanto que un esfuerzo que, pudiendo
desfallecer, y de hecho desfalleciendo, puede sin embargo ser una y otra vez
rehecho mediante la enmienda y el perdón. Y aquí incide justamente la doble
Se trata, claro está, de una “construcción social”, como suelen decir quie-
nes por lo general no saben lo que dicen cuando usan esta manida expresión,
pero no ya precisamente de cualquiera, ni mucho menos, sino justamente de
aquella complejísima construcción social respecto de la cual en modo alguno
son ajenas las propias morfologías somáticas, sensoriales, sensibles y opera-
torias, tanto de los varones como de las mujeres, así como de los jóvenes, los
adultos y los ancianos, y precisamente en cuanto que a su vez estas diversas
morfologías junto con sus potenciales desarrollos se han formado evolutiva-
mente al compás de sus funciones: siquiera de sus funciones potenciales en
una sociedad todavía paleolítica, pero ya enteramente actuales en las socieda-
des neolíticas donde con las relaciones familiares quedaron asentados los ci-
mientos convivenciales prehistóricos, intrahistóricos y transhistóricos de toda
posible comunidad universal histórica. Y en este sentido, por cierto, tampoco
el abrazo amoroso procreador entre el padre y la madre puede ser algo ajeno al
compromiso en el mantenimiento de sus respectivas, diferentes y conjugables
funciones educativas, y ello asimismo en la medida en que la fuerza e intensi-
dad envolventes de dicho abrazo se conformaron también evolutivamente, o
al menos se asentaron definitivamente a partir de las mencionadas funciones.
Se comprende entonces que el asalto definitivo, más allá del cual ya no pue-
de haber ningún otro mayor, a la naturaleza humana consista en toda pseudo-
morfosis de la sexualidad humana que necesariamente descoyunte los cimien-
tos mismos familiares de la humanidad. Obra en dicho asalto, como decía, el
más siniestro y profundo espíritu de aniquilación, pues ni siquiera se trata,
obsérvese, de exterminar existencias humanas, como ocurrió en los campos de
Por lo demás, y a su vez, dada la ley del valor humano inverso de la que
ya he hablado, se comprende que estas confusas fusiones tiendan por princi-
pio a ocupar el mayor poder posible, y por supuesto el mayor poder político
estatal, pues siguen siendo los estados, no obstante su actual inconsistencia
precisamente debida al tipo humano de sus ocupantes, los lugares donde no
sólo se deberá seguir siendo reo del progreso de la perfección de la técnica
en inevitable competencia con otros estados, sino también los lugares des-
Y la segunda observación es ésta: que aun cuando los ámbitos, tanto social
como político, de la maldad y la imbecilidad y del espíritu de aniquilación,
tengan, cada uno de ellos así como sus eventuales fusiones, un relativo radio
de condensación y de acción propio, no por eso dejan de polarizar o extender
su influencia a sectores muy amplios del conjunto de la sociedad, e incluso
creo que cada vez más amplios según se va produciendo el llamado relevo
generacional, aunque también aquí se vienen dando recientemente llamativas
excepciones. Una polarización esta que ciertamente tiene lugar según grados
diversos pero a la vez prácticamente continuos, de suerte que es tan amplia que
en verdad urge preguntarse por la existencia de aquellas posibles islas donde
aún pudiera seguir teniendo lugar con la suficiente fuerza y densidad alguna
efectiva resistencia anímica y moral a esta clima que tiende a dominarlo e
inundarlo todo.
Así pues, de haberlo, otro habrá de ser el hilo primordial a partir del cual
pudiera irse formando el ovillo del que antes hablaba, de modo que sólo cuan-
do este ovillo, que deberá ser de índole netamente anímico-moral, hubiera
alcanzado la suficiente fuerza y presencia morales de oposición en la sociedad,
entonces es cuando puede que hubiese lugar para la formación de unas comu-
nidades políticas cuya morfología bien puede que hoy se nos haga muy difícil
de imaginar.
Pues bien, mi idea de este posible hilo es ésta. Me baso para advertirla en
la clave de bóveda, tanto teológica como antropológica, que aquí he sostenido
que ha hecho posible la formación y prosecución de la comunidad universal,
es decir, el sentido de la enmienda y lo que constitutivamente le acompaña, que
es el perdón. Por un lado, en efecto, para la teología moral católica, como ya
vimos, el sentido del sacrifico de Jesucristo estaba en la redención, y por tanto
en el perdón, de nuestros pecados, contando a su vez con nuestro arrepenti-
miento y enmienda. La enmienda y el perdón constituyen, así pues, como los
dos contrafuertes sobre los que se apoya toda la bóveda de dicha teología mo-
ral. Y bien: resulta que, como acabamos de ver, también son la enmienda y el
perdón los dos contrafuertes sobre los que se apoya nuestra familia tradicional,
la enmienda consecutiva al castigo que es obligación de la figura del padre, y
el perdón consecutivo a la enmienda que es la sutilísima tarea de la madre.
Y aún más: aun cuando ambas funciones sean necesariamente conjugables,
se diría que el dinamizador anímico y moral último o primero, primigenio o
primordial, de dicha conjugación, el que no sólo perdona cuando ha ocurrido
la enmienda, sino que anima o incita continuamente a la enmienda ofreciendo
siempre por adelantado el perdón, a la manera como se diría que el sacrifico de
Jesucristo nos ofrece siempre por adelantado el perdón, reside precisamente
en la disposición anímico-moral de la madre respecto de sus hijos, o sea, en la
función trascendental de permanente acogida y cuidado que anticipa por principio
el perdón, y que por ello incita a la propia enmienda de un modo sutilmente
distinto al que tiene lugar mediante el castigo del padre. Y si caracterizo como
Mas en todo caso este influjo directo sobre los propios hijos es el que con-
forma desde la raíz, desde la raíz somática vegetativa misma, el temple o la
tonalidad temperamental o emocional, y por tanto la matriz de toda posible ul-
terior valoración o preferencia selectiva, gracias al cual temple el ser humano
dispondrá siempre, sean cuales fueren las preferencias valorativas por las que
se acabe inclinando, de las reservas últimas capaces de ayudarle a hacerse mejor
cuando se haya comportado peor, o sea las reservas de la clave misma, como he-
mos visto, sobre la que puede asentare y proseguir una comunidad universal.
Así pues, el hilo que buscábamos sólo podremos encontrarlo aquí: en las
madres, o mejor, en las mujeres, en cuanto que madres potenciales y desde
luego actuales. Pero esto supone ni más ni menos que la necesidad de una re-
belión de las mujeres que quieran serlo frente a las fuerzas de la aniquilación, que
ahora se nos hace ya más claro que lo que ante todo buscan es aniquilar radi-
calmente la condición de mujer de la mujer. Sólo podrán ser aquellas mujeres
que experimenten en lo más íntimo de su ser, o sea en su seno y en sus entra-
ñas humanas, el estallido insoportable de hartazgo causado por la inusitada y
radical violencia a que esa naturaleza suya está siendo sometida, sólo podrán
ser, digo, esas mujeres las que se determinen a hacer moralmente frente sin la
menor concesión a las fuerzas violadoras de la aniquilación.
Y sólo entonces puede que se vaya formando el ovillo al que antes me refe-
ría, con todas sus posibles consecuencias.
Y entiéndaseme: ni siquiera digo que esto vaya a ocurrir, pues creo tener
suficiente conciencia de la profundidad y de la extensión del mal, y también
entre las mujeres, y precisamente también entre las mujeres. Lo que sí digo
es que de no ocurrir, el ser humano de la sociedad occidental desarrollada
se seguirá autoinmolando interminablemente del modo más miserable y en
medio de los más viles y punzantes malestares: físicos, anímicos y morales,
ofreciéndose de este modo como carnaza para ser depredado de muy diversos
modos por otras unidades históricas depredadoras o directamente carroñeras
que nunca tuvieron ni un atisbo del proyecto de una comunidad universal.