Ultimos Recuerdos de Thomas Merton
Ultimos Recuerdos de Thomas Merton
Ultimos Recuerdos de Thomas Merton
E
l 12 de diciembre de 1968, un diario de Tailandia, «The Bangkok Post», traía
una reseña escrita bajo una abreviatura: «Muere un monje católico», «R(oman)
C(catholic) Monk Dies», anunciando que el P. Thomas Merton había sido
víctima de un ataque cardíaco. Esta noticia ocupaba algunas líneas en la quinta página.
Verdaderamente se trataba de un suceso que iba a llamar la atención a los hombres del
mundo entero sobre este país y lo que allí estaba pasando entonces: «El encuentro de los
monjes de Asia», organizado por la A. I. M. (Ayuda a la Implantación Monástica).
Habían sido testigos los setenta participantes del Congreso -monjes, monjas, expertos
llegados de veintidós naciones de Asia, América y Europa-, así como los periodistas y
los técnicos de los equipos de televisión de tres países.
Habíamos previsto hacer el viaje juntos desde California al Japón. Pero fue
llamado a Alaska y a otros sitios y tuvo que cambiar de itinerario. Primeramente fue a la
India y a Ceilán, dejando el Japón para la vuelta. Yo hice lo contrario, y tanto en Kyoto
como en Tokyo, donde era esperado, pude constatar que no era un entusiasta del
budismo zen, pero estaba considerado como una autoridad; me aseguraron que su libro
«Místicos y maestros del Zen» estaba ya a punto de ser traducido al japonés. Antes de
dejar los Estados Unidos, en una entrevista publicada por Los Angeles Times del 22 de
diciembre de 1968, había dicho con amable ironía: -«Volveré, si no me muero de una
disentería microbiana o por causa de otras cosas interesantes...».
Con frecuencia había pensado yo que era una especie de San Bernardo del siglo
XX, en el sentido de que no sólo tenía un mensaje espiritual que fluía de su experiencia
más que de sus estudios, sino que había encontrado un estilo capaz de llegar a sus
coetáneos en gran número y, sin duda, a muchos hombres por doquier en el futuro. La
analogía debía verificarse también desde otro punto de vista. En efecto, como San
Bernardo, conocía sus dones. Sabía que podía abusar de sus talentos. No era fácil de
engañar, aun en cuanto a su éxito. No se fiaba y bromeaba. Tuvimos la prueba desde la
primera tarde del congreso. Querían que éste comenzase con el encuentro amistoso de
los participantes. San Bernardo se había comparado a un saltimbanqui, un ioculator, que
camina sobre las manos, los pies en el aire, y da otras volteretas divertidas. Puede
seducir. Es preciso que conserve cierta ironía hacia sí mismo, que no se lo tome en
serio: -«Jugaré, pues, para que se burlen de mí, ludam ut illudar» (Cart. 87, 12).
Cuando el director de A. I. M. me pidió que hiciese de intérprete en francés y en inglés,
esperando que al día siguiente funcionase el servicio oficial de traducción simultánea,
pedí perdón por mi inglés francamente pobre, diciendo que, sin duda, se me encargaba
esto porque yo era el clown de la A. I. M., pero que había pedido a Thomas Merton que
me ayudase, aunque fuese un poeta. En seguida me respondió: -«Vamos a hacer el
clown juntos». Todavía suena en mis oídos: -«We shall clown together»; estas fueron
casi las últimas palabras que le oí.
Como San Bernardo, tenía dos estilos. Escribía sin esfuerzo, con arte,
encontrando sin pretenderlo estas imágenes luminosas, estas paradojas y estas fórmulas
tan vigorosas que hacían que todas sus páginas, por distintas que fuesen, estuviesen a la
vez llenas de belleza y penetración, de poesía y de música. Pero cuando se dirigía a
monjes sencillos como nosotros, hablaba en un inglés familiar, muy poco literario,
infinitamente chispeante. Editores y traductores, cuando tuvieron ante sus ojos el texto
de su conferencia de Bangkok tal como había sido grabada, se sorprendieron, e incluso
se desanimaron. Porque no era un hombre para leer unas cuartillas. Había entregado de
antemano un esquema que no siguió, y fue mejor así. Hay que dejar a su voz cálida y
sencilla y a la redacción que se confeccione de lo que dijo, el privilegio de revelar sus
últimas ideas. Son dignas del resumen que nos había dado respondiendo, seis meses
antes, a la pregunta que yo mismo le había formulado: -«Sería feliz de dar una charla
sobre el marxismo, etc. ¡Es verdaderamente importante! Me he familiarizado bastante
bien con Herbert Marcuse, cuyas ideas tanto han influido en las «revueltas
estudiantiles» de nuestra época. Debo reconocer que lo encuentro más próximo al
monacato que muchos teólogos. Al menos los que ponen en duda las estructuras de la
sociedad contemporánea miran a los monjes como a hombres capaces de guardar una
cierta distancia y de adoptar una perspectiva crítica que, es preciso decirlo, se
encuentra muy difícilmente. La vocación de los monjes en el mundo moderno, y
especialmente en el mundo marxista, no es supervivencia, sino profecía. Sólo nos
preocupamos de lavar nuestras vidas».
Sin duda que tuvo pocos enemigos. Pero suscitó muchas incomprensiones.
También temores: algunos temían su clarividencia y su libertad de palabra. A medida
que vaya descubriendo ahora la vida de unión con Cristo, en un grado mucho mayor que
antes, en la que cifraba toda su inspiración, muchas ideas frágiles van a caer. Ya varios
poemas cantan el sentido de su mensaje, que a veces se ocultó a los sabios y poderosos,
la paradoja de su vuelta a su país en un avión que llevaba los cuerpos de los jóvenes
soldados muertos en la guerra del Vietnam, conflicto que tanto le había hecho sufrir.
Una de las personas que más trataron con él en Bangkok escribía: -«Me ha
impresionado su mirada de niño». Y según el dicho del poeta: -«Veía en sus ojos, en
medio de las flores de la primavera, surgir el deseo de la muerte como un lirio
grandioso».
Parece que había bromeado sobre su muerte incluso la misma mañana en que iba
a sobrevenir. Pero Dios no avisó. Vino como un ladrón. Y tomó lo que le pertenecía.
Todo en Bangkok fue tan visiblemente señalado por la mano de Dios, que esta partida
ciertamente forma parte del deseo de salvación cuyos resultados todavía no
comprendemos. Pensaríamos en una víctima elegida, ofrecida para obtener una
bendición, que sabemos no nos ha faltado: hasta el final del congreso no dejamos de
sentir la presencia del Padre Merton. Y sin duda, él mismo, en su espíritu de
consagrado, le daba vueltas a este pensamiento del sacrificio en los últimos instantes de
su vida de entrega durante tantos años. Llegó el momento, según su última expresión, de
desaparecer. Pero al mismo tiempo, «permanece» para siempre.
El azar de un viaje hace que escriba estas cuartillas en Gethsemaní, después de
haber celebrado la Eucaristía en el oratorio de Thomas Merton, en su eremitorio. Es el
martes de la primera semana de Cuaresma; la lectura de Isaías comienza con estas
palabras: -«Buscad a Dios mientras se deje encontrar, invocadle cuando está cerca». Y
en el Evangelio dice el Señor, citando el Salmo 8: -«En los labios de los más pequeños
y de los niños, has puesto un himno de alabanza».