MITOS DE LA CREACIÓN Mabel

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MITOS DE LA CREACIÓN

Miles de lunas antes de que llegaran los colonizadores,


Ngünechen, el padre, gobernaba el cielo y la tierra junto a
Kushe, la madre. De día, Ngünechen iluminaba y vigilaba sus
creaciones: el cielo, las estrellas, nubes, ríos, bosques y la
tierra donde podían vivir todas las criaturas, entre ellas, los
hombres. De noche, Kushe cobijaba el sueño de todas las
criaturas vivientes.
Con el tiempo, algunos de sus hijos comenzaron a manifestar
un impulso de rebelión azuzando a sus hermanos a negar y
desconocer la influencia y el poder de Ngünechen en el
mundo. Dicen los abuelos de nuestros abuelos que
Ngünechen sufría profundamente por la ingratitud y agravios
de sus hijos, al mismo tiempo que paulatinamente crecía su
rabia contra los ingratos. Kushe intentaba calmarlo pidiéndole
que no le diera importancia y perdonara a los desagradecidos.
Pero Ngünechen, iracundo a más no poder, explotó como los
volcanes y con todas sus fuerzas tomó a sus hijos y los arrojó
desde lo alto sobre las montañas rocosas. La cordillera tembló
brutalmente con los impactos de los cuerpos gigantescos que
se hundieron en la piedra formando dos inmensos agujeros.
Kushe estaba desesperada, no sabía qué hacer y en su afán
de intentar ayudar, abrió una ventana en el cielo para poder
ver lo que pasaba; hoy conocemos esa ventana con el nombre
Kuyén o Madre Luna, la cual desde entonces vigila el sueño
de los hombres. Kushe se precipitó llorando entre las nubes
dejando caer enormes lágrimas sobre las montañas que
inundaron rápidamente las profundas cavernas creadas por el
impacto de los jóvenes contra la tierra, formando dos lagos
vecinos: el Lacar y el Lolog, brillantes como la misma cara de
Kushe y hondos como su pena.
Dicen nuestros abuelos que cuando el gran Ngünechen volvió
a la calma, abrió una gran ventana redonda en el cielo para
mirar lo ocurrido, esa ventana sería conocida como Antú, el
Padre Sol, y su misión desde entonces es prodigar abrigo a
todas las criaturas y alentar la vida todos los días.
Miles de lunas después Ngünechen y Kushe volvieron a crear
la vida en la tierra. Esta vez el hijo creado se sentía
terriblemente solo. Triste, miró al cielo y dijo: “¿Padre, por qué
he de estar solo?”. “En realidad necesita una compañera”, dijo
Ngünechen.
Pronto le enviaron desde lo alto una mujer de cuerpo suave y
grácil, la que cayó sin hacerse daño cerca del primer hombre.
Ella estaba desnuda y sintió mucho frío, por lo que para evitar
morir helada, echó a caminar. Y sucedió que a cada paso
suyo crecía la hierba, y cuando cantó, de su boca brotaron
mariposas e insectos a raudales, y pronto llegó a Lituche, el
hijo creado, el armónico sonido de la fauna.
Cuando estuvieron uno frente al otro, dijo ella: “Qué hermoso
eres, ¿cómo he de llamarte?”. “Yo soy Lituche, el hombre del
comienzo”, replicó él. “Yo soy Domo, la mujer, estaremos
juntos y haremos florecer la vida amándonos”, dijo ella. “Así
debe ser, juntos llenaremos el vacío de la tierra”, dijo Lituche.
Mientras la primera mujer y el primer hombre construían su
ruka, el cielo se llenó de nuevos cherruves (espíritus). Estos
traviesos cherruves eran torbellinos muy temidos por la tribu.
Lituche pronto aprendió que los frutos del pewén eran su
mejor alimento y con ellos hizo panes y esperó tranquilo el
invierno. Domo cortó la lana de una oveja, luego con las dos
manos, frotando y moviéndolas una contra otra hizo un hilo
grueso. Después en cuatro palos grandes enrolló la hebra y
comenzó a cruzarlas. Desde entonces hacen así sus tejidos
en colores naturales, teñidos con raíces. Cuando los hijos de
Domo y Lituche se multiplicaron, ocuparon el territorio de mar
a cordillera.
Mucho tiempo después, tuvo lugar un gran cataclismo. Las
aguas del mar comenzaron a subir guiadas por la serpiente
gigante Kai-Kai Vilu. Al darse cuenta de que sus criaturas
corrían grave riesgo, Ngünechen buscó una arcilla especial y
modeló una serpiente benefactora, Tren-Tren, con la misión
de proteger a los hombres. Ella elevó la cordillera más y más
para ir defendiendo a los hombres de la ira de Kai-Kai.
Cuando las aguas se calmaron, comenzaron a bajar los
sobrevivientes de los cerros. Desde entonces a estos hombres
se les conoce como hombres de la tierra o mapuches.
Siempre temerosos de nuevos desastres, los mapuches
respetaban la voluntad de Ngünechen y trataban de no
disgustarlo. Trabajaban la tierra y realizaban hermosas
artesanías con cortezas de árboles y con raíces tiñen lana.
Con fibras vegetales tejían canastos y con lana, mantas y
vestidos. Aún hoy en el cielo Kuyén y Antú se turnan para
mirarlos y acompañarlos. Por eso la esperanza de un tiempo
mejor nunca muere en el espíritu de los mapuches, los
hombres de la tierra.
Una vez Ngünechen quiso bajar al cabo, y ver con sus propios
ojos los frutos de su obra. Entonces él mismo apareció un día
entre los mapuches como si fuera uno más, cubierto por un
cuero y con la cabeza desnuda. Les enseñó a cumplir los
trabajos y a respetar los ciclos del tiempo asociado al arte de
la siembra y la cosecha, la elección de las semillas y la
conservación de los alimentos. Les hizo un gran regalo: el
fuego. Así fue como ganó otro nombre: Küme Huenu, que
quiere decir “lo bueno del Cielo”, como lo llamaron los
hombres.
Ngünechen volvió a su casa y pasó otro tiempo muy largo, tan
largo que la gente se fue olvidando de muchas enseñanzas
que había recibido, dejó de ser buena y empezó a pelearse
entre sí; los propios descendientes de sus hijos hablaban de
sus antepasados sin ningún respeto. Y mientras, se quejaban
de todo e insultaban mirando al cielo. Los hombres se robaban
y se asesinaban entre ellos.
Cada vez que se asomaba a contemplar el estado de su
creación, el gran Ngünechen se daba vuelta enseguida y
apretaba los labios con amargura.
La humanidad desafió nuevamente el orden celestial de
Ngünechen, el cual propició la acción destructora de la
serpiente Kai-Kai Vilu, la que agitando violentamente su cola
producía gigantes olas de espuma blanca, aterrando y
ahogando a la comunidad por su mala conducta. La serpiente
benefactora Tren-Tren vivía en la montaña de la salvación y
lanzó su silbido de alerta, que se coló por todas las quebradas
como si fuera un viento, convocando a todos los mapuches.
El pueblo huyó aterrado hacia las alturas de los cerros
acosados por la furia de las olas agitadas por los terribles
movimientos de la cola de la serpiente Kai-Kai Vilu que poco a
poco atrapaba a las personas ahogándolas. Por su parte, el
gran Ngünechen enviaba rayos de fuego que terminaban por
aniquilar a los que lograban sobrevivir a la gigantesca
inundación.
Todos murieron, menos un niño y una niña que sobrevivieron
en el abismo profundo de una grieta. Únicos seres humanos
de la tierra, crecieron sin padre ni madre, desabrigados de
palabras y amamantados por una zorra y una puma, comiendo
los yokones que crecían en las alturas. De ese niño y esa niña
descienden todos los mapuches, vueltos a la vida.

Mito aymara-inca
En el principio existía solamente, Apu Kollana Awqui o
Wiraqucha, quien decidió crear las cosas. Tomó el infinito y,
juntándolo con un soplo, originó el cielo azul. Después creó las
estrellas y cometas. Más adelante reunió los gases y los
amasó formando la tierra. Sopló sobre la tierra y se formaron
los mares, los lagos y los ríos, y del suelo brotaron muchas
plantas y árboles.
En su paciente trabajo de creación, Apu Kollana Awqui
concibió a los animales: llamas, peces, vicuñas, zorros,
pájaros y a todos les dio un dominio. Más tarde engendró a
otro ser que estaría a cargo de lo que había creado: modeló
en piedra una imagen como él y sopló poniendo agua dentro
de la piedra, lo llamó jaque (hombre). Pasó el tiempo y para
que jaque no estuviera solo extrajo savia de las plantas más
hermosas y con ella amasó y modeló una imagen; sacó la
costilla más pequeña al hombre y la metió dentro de la
imagen: con un soplo creó a warmi (mujer). Les dijo al jaque y
a la warmi que poblaran el altiplano, teniéndolo como el sitio
más sagrado. Después Apu Kollana Awqui se dirigió a una
montaña muy alta para continuar ordenando las costumbres y
las maneras de vivir de los seres que había creado.
Dicen los antiguos que Apu Kollana Awqui creó un linaje de
gigantes que habitaban en un universo oscuro los cuales,
dadas esas particulares condiciones oscuras de vida,
decayeron en sus costumbres y tradiciones, motivo por el cual
el soberano decidió destruirlos con un diluvio llamado Unu
Pachaquti, que quiere decir “el agua que transformó el
mundo”. A quienes sobrevivieron los convirtió en piedras.
Una vez pasado el diluvio y secada la tierra, el soberano
determinó poblarla por segunda vez creando luminarias que
diesen claridad. Para ello fue al gran lago Titicaca y mandó
que desde allí salieran el sol, la luna, las estrellas y subiesen
al cielo para iluminar el mundo. Dicen los abuelos que durante
mucho tiempo la luna tuvo más claridad que el sol, por lo que
este echó un puñado de ceniza en su cara bajando su
intensidad y oscureciendo su superficie.
Cuentan que desde el sur apareció Tunupa o Wiraquchan el
enviado de Wiraqucha quien mostraba gran autoridad. Vestía
una túnica andrajosa que le llegaba hasta los pies, traía un
báculo como los que llevaban los chamanes-astrónomos
antiguos y llevaba a cuestas un bulto en el que transportaba
los dones con los que premiaba a los pueblos que lo
escuchaban.
Luego se dirigió al Tiawanaku obrando maravillas por el
camino e invitando a los habitantes a salir de sus Pacarinas:
lagos, valles, cuevas, peñas y montes de origen sagrado. A
medida que esto sucedía, pintaba a cada pueblo el traje y
vestido que habrían de llevar, dando a cada nación sus
cantares, semillas y la lengua que habrían de hablar.
Así, peregrinó por todos los Andes dando nombres a todos los
árboles, flores, frutos y yerbas, enseñando a la gente las que
eran buenas para comer, medicinar e indicando el tiempo en
que habrían de florecer y fructificar. Imitando a los astros que
viven en correspondencia y reciprocidad en el universo,
promovió amorosamente formas y conductas de vida elevada,
enseñó a cultivar rompiendo la tierra con la punta de su báculo
y con su palabra hacía nacer el maíz y demás alimentos.
En ese largo peregrinar promoviendo los dones de la vida,
Wiraqucha encontró la ingratitud y el agravio de comunidades
decadentes, soberbias y arrogantes a las cuales convirtió en
piedras; los sobrevivientes vieron la furia del fuego volcánico,
por lo cual aterrados y suplicantes prometieron enmendar
esas conductas y venerar su memoria.
Dicen que Wiraqucha se dirigió al pueblo del curaca Apotambo
(señor de Tanpu) al que, como gesto de reciprocidad, le
entregó su báculo donde estaban grabados todos sus
conocimientos. En memoria a Wiraqucha, los habitantes
labraron una montaña a imagen y semejanza suya, la cual
veneraron mucho.
Dicen los abuelos que el báculo dejado por él se transformó
en oro fino al momento de nacer uno de los descendientes de
Apotambo, llamado Ayar Manco Cápac, quien vino a ser el
primer inca. A este nuevo soberano y su hermana, Mama
Ocllo les fue señalado que encontrarían el lugar adecuado
para gobernar al momento de poder enterrar el báculo en la
tierra, hecho que sucedió en lo que hoy conocemos con el
nombre de Cuzco y que fue la capital del Imperio inca. Manco
Cápac se dedicó a fecundar la tierra con el bastón de oro que
Wiraqucha le había dado y haciendo crecer las nuevas
plantas, iba creando beneficios para la raza de los pobres
mortales dando forma a ríos y arroyos, hacía brotar árboles y
pastos, construía ricas habitaciones en las que pudieran vivir
con decencia. Mientras, Mama Ocllo se dedicaba a hacer su
gran tarea, ya que era ella quien iba enseñando a las mujeres
las artes e industrias que les permitieran sacar todo el
provecho posible a las riquezas que su hermano producía.

Mito selk’nam
Kenos era un howenh, un antepasado mitológico, que fue
enviado por Timaukel a organizar la tierra de los selk’nam y se
estableció al sur de Karukinka, actualmente Tierra del Fuego.
Recorrió y observó todos los rincones y comenzó a repartir
todo el ancho mundo, asignando esta tierra a los selk’nam.
Kenos venía con la misión de crear los tres reinos de este
mundo. Creó montañas, lagos, ríos y todo aquello que hoy
existe. La luz era escasa y uniforme y todas las horas pasaban
en un alba perpetua. Entonces Kenos creó la luna, Kreeh, y al
sol, Kreen, ordenando a este último que brillara más fuerte a
mediodía y que se retirara por la tarde para ser reemplazado
por la blanca luz de Kreeh. En aquel tiempo el cielo estaba
muy cerca de la tierra y aplastaba todo en su magnificencia,
por lo cual Kenos empujó la cúpula hacia arriba y la dejó allí,
para que todo creciera alto y hermoso.
Sin embargo, Kenos se sentía solo pues era el único sobre la
tierra. Miró alrededor suyo y fue hacia un pantano desde
donde extrajo un haruwenthos, mata de pasto con tierra
adherida, y le exprimió el agua oscura, la depositó sobre la
tierra y formó un Sees, genital masculino. Luego extrajo otro
terrón húmedo y formó un Asken, genital femenino, para luego
partir y dejar juntos estos dos terrones. Cada vez que se ponía
el sol, Sees y Asken se unían y un nuevo ser humano nacía.
Estos seres humanos crecieron e hicieron nacer nuevos
antepasados sucesivamente y rápidamente se pobló
Karukinka, Tierra del Fuego.
Pronto la región estuvo llena de hombres y mujeres, los
primeros selk’nam. Kenos, el creador, les enseñó la palabra,
señalando que hombres y mujeres deben vivir juntos y dispuso
cuál sería el trabajo de cada uno. El padre y la madre deben
enseñar a los niños lo establecido por Kenos y de acuerdo con
eso han de actuar.
Kenos habitaba la tierra hacía ya mucho, y junto a él, tres
antepasados lo acompañaban a todas partes. Pasado un largo
tiempo Kenos envejeció y trató de conciliar un sueño de
metamorfosis con mucha dificultad, es por ello que los cuatro
antepasados iniciaron una larga caminata hacia al norte, pues
en el sur no habían logrado dormir. Completamente agotados,
alcanzaron el norte donde pidieron a otros antepasados que
los envolvieran en sus capas y los depositaran en la tierra.
Así quedaron totalmente inertes viviendo un largo sueño-
muerte. Los demás antepasados continuaron esta rutina
milenaria de sueños de vida-muerte y aprendieron que al
envejecer debían envolverse en una capa, quedarse
completamente quietos, para luego de un tiempo eterno,
despertar frescos y de aspecto juvenil.
Pero la muerte no era eterna, de modo que después de yacer
un largo tiempo todos vieron que Kenos y los demás
comenzaban a suspirar y a recuperar los movimientos.
Entonces se irguieron, se miraron unos a otros y
comprendieron que eran jóvenes otra vez. De modo que todos
los selk’nam decidieron hacer lo mismo que Kenos.
El que se sentía tan viejo y que había perdido las ganas de
vivir se envolvía en su capa y se tendía en el suelo y yacía
como si estuviese muerto. Quienes tenían la suerte de
rejuvenecer iban hasta la choza de Kenos para ser bañados y
quitarles el desagradable olor del que estaban impregnados
para nuevamente recomenzar. Pero con el tiempo la vejez se
adueñaba de los cuerpos y de los corazones y a veces
sucedía que alguien ya no se levantaba más. Sin embargo, no
desaparecía, sino que se transformaba en un cerro, en un
pájaro, en una cascada.
Cuando a Kenos le llegó la hora de volver por fin a su casa
celeste, quienes tuvieron el privilegio de acompañarlo se
convirtieron en las estrellas y los planetas que pueblan el
luminoso cielo de la Tierra del Fuego.

Mito rapa nui


La mitología pascuense cuenta que en un mítico continente o
isla llamado Hiva, los antiguos sabios maorís habían
pronosticado que se hundiría la tierra de Hiva. Posteriormente,
se dice que la subida de las aguas causó muchas muertes, y
en las generaciones siguientes se construyeron canoas para
escapar de la isla y encontrar nuevas tierras.
En este contexto sucedió que el dios Make-Make se le
apareció en un sueño al sabio Hau-Maka para que el ariki
Hotu Matu’a supiera que era su destino viajar hacia la Isla de
Pascua; es decir, a Mata ki te rangi (Ojos que miran al cielo).
Primero el ariki habría enviado siete exploradores a la nueva
tierra, para reconocer lo visto por Hau-Maka. Estos
exploradores habrían sido dos hijos de Hau-Maka: Ira y
Raparenga; y cinco hijos de Huatava (hermano de Hau-Maka):
Ku’u Ku’u, Ringi Ringi, Nonoma, U’ure y Mako’i. Ellos llegaron
a la isla y la llamaron “Te pito o te kainga” (Ombligo o punto
extremo de la matriz).
Posteriormente, luego de la exploración, Hotu-Matu’a junto a
su familia y su séquito llegaron a la isla. Sin embargo, Ira y
Raparenga, quienes se habían quedado esperando al rey, al
verle que se aproximaba le gritaron que aquella tierra no era
buena ya que en ella crecía mucha maleza; a lo que el rey les
contestó que eso no importaba ya que en su tierra también
crecía maleza, refiriéndose a las inundaciones que lo
arrasaban todo.
Fue así como desembarcó el ariki Hotu Matu’a, el primer rey
de la isla, junto a su mujer y a su hermana Avarei Pu’ en la
playa Anakena, donde fijaría su real residencia. Finalmente,
con todos los ritos y bendiciones correspondientes, dividió la
tierra entre él y su hermana. Además habría asignado las
mesetas del Poike, a los prisioneros Hanau Momoko (orejas
cortas); quienes en la tierra de Hiva habrían sido derrotados y
también traídos a la isla. La isla recibió finalmente el nombre
de “Te pito o te henua” (Ombligo de la tierra).
Antes de morir, Hotu Matu’a habría dividido la isla
entregándole una parte a cada uno de sus hijos para que
estos formaran sus propias tribus o mata.

Mito guaraní
Tupâ es el dios supremo de los guaraníes, es la deidad que
creó la luz, el universo. Su morada es Kuarahy, el sol, foco de
luz y origen de nuestra raza. Celebró nupcias con Arasy,
consagrándola madre del cielo y le fija por morada la luna,
Jasy.
En una remota mañana Tupâ y Arasy bajaron a la tierra.
Instalados sobre una colina en Areguá crearon los mares y
ríos, los bosques, las estrellas y todos los seres del universo.
Finalmente Tupâ creó la primera pareja humana. Tomó un
poco de arcilla, la mezcló con zumo de una yerba fabulosa,
sangre de un ave nocturna, hojas de plantas sensitivas y un
ciempiés; hizo una pasta remojando todos estos ingredientes
con agua de un manantial cercano. Con esta masa hizo dos
estatuas a su semejanza y las expuso al sol para secarlas, y
así quedaron dotadas de vida. Tupâ y Arasy pusieron a los
recién creados frente a ellos, y dijo Arasy: “Mujer, que de mí
naciste a mi semejanza, te doy por nombre Sypavé”, y al otro
que era varón, le dijo Tupâ: “Te doy por nombre Rupavé”.
Tupâ les dio muchos consejos para vivir en amor,
pacíficamente procrear, y puso a disposición de ambos todos
los seres y productos de la tierra para usar sin desperdicios. A
Rupavé le dejó especialmente el mbokajá (cocotero) y Arasy
le dejó a Sypavé la fruta del arasá (guayaba). Les anunció que
algún día llegarían a estas tierras los Karaieté, desde otros
continentes, para marcar el destino de este.
Tupâ creó y dejó con ellos a Angatupyry, espíritu del bien, y a
Taú, espíritu del mal, que les indicarían el camino a seguir en
la vida.

Mito emberá
Sobre el mundo terrestre reinaba feliz Caragabí, después que
se hizo independiente de Tatzitzetze, el espíritu que lo había
creado. Muy ajeno estaba Caragabí de creer que existiese en
uno de los cuatro mundos inferiores al suyo otro dios no
inferior a él en excelencia y poder. Tutruicá era el dios del
mundo que hay, no dentro de la tierra sino debajo de ella.
Tutruicá no recibió de nadie la existencia. En eso es
semejante a Tatzitzetze pero Caragabí no se considera inferior
a ninguna divinidad pues recibió todo el poder y toda la
sabiduría de Tatzitzetze y hasta llegó a prevalecer sobre él.
Caragabí y Tutruicá vivieron mucho tiempo sin conocerse uno
al otro. Cierto día, el dios de arriba divisó desde la región del
aire un globo envuelto en sombras, suspendido en otra región
por debajo de la tierra, y descendió a ver lo que era. Entonces
Caragabí se encontró con un personaje yábea, es decir,
contemporáneo, el cual era dueño de Armucurá, que era el
mundo inferior y próximo a la tierra.
—¿Quién eres tú? —preguntó Caragabí.
—Yo soy Tutruicá —contestó el yábea, el dios de abajo.
—¿Eres nacido?
—No, resulté solo, nadie me hizo. Y tú ¿cómo naciste?
—Yo nací de la saliva de Tatzitzetze. Por eso me honro de
tener a tan soberano progenitor.
—Pues lo que es yo no tengo ningún antepasado y en eso
cifro mi honra y mi superioridad a ti.
Entonces Caragabí habló así al yábea:
—Vamos a probarnos mutuamente si somos dioses.
—Convenido. Yo trabajaré el barro —dijo Tutruicá.
—Pues yo labraré la dura piedra —repuso Caragabí.
Acabado este diálogo, cada cual se fue a su mundo como dos
artistas a su taller.
Pasado como un año, Caragabí dio comienzo a su obra,
esculpiendo en una dura piedra dos estatuas, con intención de
darles vida y convertirlas en personas. Tan pronto como las
acabó, les sopló en las extremidades de los pies y manos, y
en la frente, con lo que les entró la vida. Las efigies abrieron
los ojos y sonrieron pero no pudieron levantarse ni tampoco
hablaban.
Mucho mayor éxito tuvo Tutruicá, el cual hizo de barro dos
grandes muñecos, les sopló en la frente e hizo de ellos al
primer hombre y a la primera mujer que habitaron en el
Armucurá, donde todos los moradores son inmortales.
Supo Caragabí que su contemporáneo había hecho de barro
dos muñecos, que no solo miraban y sonreían sino que se
movían, andaban y hablaban. Con gran avidez mandó
Caragabí un mensajero a Tutruicá, preguntándole cómo se las
había arreglado para hacer una creación tan perfecta. Tutruicá
dio respuesta desdeñosa e insultante a Caragabí. Le trató de
idiota y le motejó de dios creado. Caragabí, vencido por
Tutruicá en la obra de sus manos, se encolerizó en extremo,
cuando oyó los insultos del yábea y corrió contra él, provisto
de un largo lazo, con ánimo de ahorcarle. Desde lejos le
enlazó con arte magistral, pero Tutruicá sujetó con fuerza el
lazo escurridizo y Caragabí tuvo que reconocer que tampoco
por la fuerza podría vencer a su contrincante. Con esta prueba
quedaron ambos convencidos de su igualdad de fuerza.
Si en esta ocasión hubiera vencido Tutruicá, habría quedado
dueño de ambos mundos, y todos los moradores de la tierra
habríamos gozado de inmortalidad como los habitantes de
Armucurá.
Otro día, Caragabí, calmado de su enojo, consideró que debía
mandar otro mensaje a Tutruicá, rogándole que le enseñara
cómo había él formado tan perfectas criaturas. Tutruicá se
negó por segunda vez.
De allí a algunos días, se compadeció Tutruicá de Caragabí
porque no podía crear al hombre con la debida perfección y le
mandó a decir que no hiciera al hombre de piedra sino de
barro. Caragabí, humillado, mandó un tercer mensajero a
pedir al yábea un pedacito de su barro, aunque fuera del
tamaño de la lengua de una paloma. El dios de abajo
complació esta vez al dios de arriba, enviándole lo que pedía,
y aquel minúsculo pedacito de barro creció tanto en manos de
Caragabí, que bastó para formar la efigie de un hombre. Se
sacó Caragabí un pedacito de costilla y con ella sopló al gran
muñeco en las extremidades y en la frente, y en seguida la
introdujo dentro de la efigie, la cual, al punto se transformó en
un hombre, que se puso de pie y veía, sonreía, andaba y
hablaba con perfección. Caragabí se alegró mucho de su obra
y le mandó que se arrodillara para darle la bendición.
Hecho esto, Caragabí se fue a recorrer el mundo. Pasados
diez años pensó en darle compañera al hombre que había
formado. Para ello mandó nuevo mensajero a Tutruicá
pidiéndole otro poco de barro, porque la primera cantidad se le
había perdido. Tutruicá creyó en este engaño y le mandó una
cantidad semejante a la primera. Con ese barro hizo Caragabí
una figura de mujer, por semejante procedimiento que siguió
al formar al hombre.
Para darle vida, quitó al hombre la primera costilla del lado
derecho y con ella sopló a la efigie, introduciéndosela
cuidadosamente, y he aquí que la efigie se animó, el barro
cobró aspecto humano, y resultó una encantadora mujer. Al
verla con vida e inteligencia perfecta, se alegró sobre manera
el corazón de Caragabí.
Tutruicá que no despreciaba oportunidad para buscar reparos
en todas las obras de Caragabí, viéndole tan alegre y
satisfecho por la creación del primer hombre y la primera
mujer, quiso zaherirle que, al fin y al cabo, los hombres que
había hecho eran mortales. A lo cual repuso Caragabí: “no
importa, después de la muerte, yo recogeré sus almas y las
llevaré al cielo, donde serán inmortales”.

Mito warao
En un principio la gente vivía en la oscuridad. Los warao
buscaban yuruma en tinieblas y solo se alumbraban con
candela que sacaban de la madera. En ese entonces, no
existía el día ni la noche.
Un hombre que tenía dos hijas supo un día que había un joven
dueño de la luz. Llamó entonces a su hija mayor y le dijo:
—Ve donde está el joven dueño de la luz y me la traes.
Ella tomó su mapire y partió. Pero encontró muchos caminos
por dónde ir, y tomó el que la llevó a la casa del venado. Allí
conoció al venado y se entretuvo jugando con él.
Luego regresó donde su padre, pero no traía la luz. Entonces
el padre resolvió enviar a la hija menor:
—Ve donde está el joven dueño de la luz y me la traes. La
muchacha tomó el buen camino y después de mucho andar,
llegó a la casa del dueño de la luz.
—Vengo a conocerte —le dijo— a estar contigo y a obtener la
luz para mi padre.
Y el dueño de la luz le contestó:
—Te esperaba. Ahora que llegaste, vivirás conmigo.
El joven tomó una caja, el torotoro, que tenía a su lado, y con
mucho cuidado, la abrió. La luz iluminó sus brazos y sus
dientes blancos. Y también el pelo y los ojos negros de la
muchacha. Así, ella descubrió la luz, y el joven, después de
mostrársela, la guardó.
Todos los días, el dueño de la luz la sacaba de su caja y hacía
la claridad para divertirse con la muchacha. Así pasó el
tiempo. Jugaban con la luz y se divertían. Por fin, la muchacha
recordó que tenía que volver con su padre y llevarle la luz que
había venido a buscar. El dueño de la luz, que ya era su
amigo, se la regaló:
—Toma la luz. Así podrás verlo todo.
La muchacha regresó donde su padre y le entregó la luz
encerrada en el torotoro. El padre tomó la caja, la abrió y la
colgó en uno de los troncos que sostenían el palafito. Los
rayos de luz iluminaron el agua del río, las hojas de los
mangles y los frutos del merey.
Al saberse en los distintos pueblos del Delta del Orinoco que
existía una familia que tenía la luz, comenzaron a venir los
warao a conocerla. Llegaron en sus curiaras desde el caño
Araguabisi, del caño Mánamo y del caño Amacuro. Curiaras y
más curiaras llenas de gente y más gente.
Llegó un momento en que el palafito no podía ya soportar el
peso de tanta gente maravillada con la luz. Y nadie se
marchaba porque no querían seguir viviendo a oscuras,
porque con la claridad la vida era más agradable. Por fin, el
padre de las muchachas no pudo soportar más a tanta gente
dentro y fuera de su casa:
—Voy a acabar con esto —dijo—. Si todos quieren la luz, allá
va.
Y de un fuerte manotazo, rompió la caja y lanzó la luz al cielo.
El cuerpo de la luz voló hacia el este y la caja hacia el oeste.
Del cuerpo de la luz se hizo el sol. Y de la caja en que la
guardaban, del torotoro, surgió la luna.
Pero como todavía llevaban la fuerza del brazo que los había
lanzado, el sol y la luna marchaban muy rápido. El día y la
noche eran muy cortos, y amanecía y oscurecía a cada rato.
Entonces el padre le dijo a su hija menor:
—Tráeme un morrocoy pequeño.
Y cuando tuvo en sus manos el morrocoy, esperó a que el sol
estuviera sobre su cabeza y se lo lanzó, diciéndole:
—Toma este morrocoy. Es tuyo, te lo regalo. Espéralo. Desde
ese momento, el sol se puso a esperar al morrocoycito. Y al
otro día, cuando amaneció, el sol iba poco a poco, como el
morrocoy, como anda hoy en día, alumbrando hasta que llega
la noche.

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