El Síndrome de Tourette 2009 Christian Peña

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[El síndrome de Tourette]

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Poesía

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EL SÍNDROME
DE TOURETTE

Christian Peña

CUADRIVIO

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El síndrome de Tourette

Primera edición, 2010


Segunda edición, 2015

D.R. © Christian Peña

D.R. © 2015, Cuadrivio


Avenida Universidad 650, departamento 601,
col. Letrán Valle. CP. 03650, México, DF.
www.cuadrivio.com

isbn 978-607-9330-47-7

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o


parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos
la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin
la previa autorización por escrito de los editores.

Impreso en México Printed in Mexico

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EL SÍNDROME DE TOURETTE

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El síndrome de Tourette [...] se caracteriza por un exceso de energía
nerviosa y una gran abundancia y profusión de ideas y movimientos
extraños: tics, espasmos, poses peculiares, muecas, ruidos, maldiciones,
imitaciones involuntarias y compulsiones de todo género. [...] El paciente
de síndrome de Tourette constituye (tanto clínica como patológicamente)
una especie de “eslabón perdido” entre el cuerpo y la mente.
oliver sacks

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
césar vallejo

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En el principio fue el verbo
y luego nadie supo qué decir.
O quizá todos dijeron tanto que era imposible entender,
prestar oído a la voz ajena.
Alguien dijo: Mi virtud es errar.
Otro dijo: La coz del caballo me destrozó el pecho y vació mi corazón.
Uno más, envuelto en una fiebre oscura,
hincado ante el retrato de algún santo,
juró que rasgaría el cielo con un aullido
igual o parecido al de un lobo de monte.
Alguien fue cacofónico.
Alguien amenazó de muerte a su esposa.
Alguien lloró.
Yo estuve en el principio, por lo que he escuchado.
Yo dije: Nada es relevante.
Luego me contradije: Todo tiene un valor.
Luego mentí y quise contárselo a los otros.
Luego me arrepentí.
Alguno más dijo tres veces: Lengua, lengua, lengua.
Luego, alguien le dijo que estaba enfermo.
Otro preguntó: ¿Acaso no estamos enfermos todos?
A mí me gusta oler las manos de la gente, a él le gusta comer moscas,

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ése prefiere limpiarse las orejas hasta encontrar la sangre;
a ese otro le encantan las puertas giratorias,
aquél no deja de encoger los hombros.
¿Acaso no es eso estar enfermo?

Lengua larga. Lengua, otra lengua.

Por qué todo se repite.


En el principio fue el verbo
y luego nadie supo qué decir.
Por lo que sé, yo estuve en ese principio, pero quizá fue otro.
En ese principio alguien dijo: Hay quienes piensan que soy un farsante,
que mi enfermedad no existe; que me encuentro cómodo gritando obscenidades a
los cuatro vientos. Hay quienes piensan que sólo hablo el lenguaje de cantina y que
no es cierto que la coprolalia sea un síntoma del síndrome de Tourette.
Otro dijo: Todos tenemos Tourette.
Vallejo estuvo ahí y dijo: Yo nací un día que Dios estuvo enfermo.
Vallejo dijo: Golpes como del odio de Dios.
Vallejo dijo: El suicidio monótono de Dios.
Yo lo sé, porque estuve en ese principio.

Lengua, lengua, otra lengua.

Desde hace días tengo ganas de gritarle a alguien: Malnacido.


Un malnacido dijo en ese principio en el que estuve,
y que no recuerdo ya si ocurrió de noche o al amanecer,
que su ingle olía al sudor del mundo;
que su mujer era la mejor amante del mundo;
que su dolor era humano y de este mundo;
que él había creído en el mundo hasta que cayó enfermo.
Otro más dijo: A mí me duele el mundo, pero no me quejo.

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Otro lo interrumpió y dijo: Yo nací mal: mi cuerpo se puso en mi contra
desde el principio. Dentro de mí hay más de un centro, una cadena de mundos
que chocan entre sí. Digo cosas que no pienso. Me muevo sin querer. Nací mal,
seguramente un día que Dios estuvo enfermo. Yo fui el dolor de cabeza del mundo,
el malestar de Dios. Yo soy el accidente.

Puterías. Muerdealmohadas. Soplanucas.

Alguien dijo ese día:


Qué vergüenza escribir malas palabras en un poema;
y más aún en un poema aislado,
un poema como una isla donde el lector no entiende lo que pasa
y sólo desespera e intenta en vano atravesar el mar.
Muchos le dijeron a ese alguien que estaba equivocado.
Otro le dijo que lo que había dicho era cacofónico, que rimaba.
Tal vez alguno estuvo de acuerdo. Yo no.
Yo estaba ocupado, diciendo: Nada es relevante.
Alguien, uno del que ya hablé,
ese día o noche del principio del que hablo, dijo: Lo que yo tengo
fue descrito por Georges Gilles de la Tourette, un neurólogo amigo de Freud. Lo
que yo tengo, según Tourette, se caracteriza por tics compulsivos, repetición de las
palabras o los actos de los demás (ecolalia y ecopraxia), y por pronunciar de una
manera involuntaria o compulsiva maldiciones u obscenidades.

Lengua larga. Lengua, otra lengua.


Tengo un conejo gris que baño en leche.

Por qué todo se repite.


Ese día, o noche, del que aún no puedo contar todo,
yo dije: Todo tiene un valor.
Hubo alguien más que dijo:

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Mi mujer tiene las piernas más duras de toda la ciudad;
sus pezones se erizan si acaricio su pelo o si escucha,
de pronto, un silbato en la oscuridad;
sus ojos negros muestran la pasión de un perro atropellado.
Alguien le contestó: Eso que dices me hace ruido: oscuridad y ciudad riman.
Otro dijo: Yo tengo un amigo al que le gusta perseguir ambulancias en su auto.
Hubo otro que escupió su rostro en el espejo.
Otro se mordió la lengua.
Otro gritó el nombre de su esposa.
Otro más, cansado de escuchar a todos, se encogió de hombros.
Vallejo dijo: El traje que vestí mañana no lo ha lavado mi lavandera.

Otra, otra, otra lengua.


¡Cuidado con el perro!

No sé si fue ese día, o noche,


cuando le lancé un guiño a la muerte, y otro, y otro.
Pero la muerte no quiso coquetear conmigo
y le grité hasta que los labios me dolieron y fue en vano.
La muerte sólo vino por los otros, yo conocí a alguno,
que sí murieron y ahora me llevan ventaja.
Uno de ellos, antes de morir, dijo:
La muerte es una señorita de escote pronunciado.
La muerte cobra por hora y no da besos en la boca.
La muerte es blanca; tiene la piel de gallina,
y cuando no está matando a alguien,
se mira en el espejo y se arranca las canas y los pelos de la nariz.
Otro, señalando al cielo, dijo: Al amanecer el sol hará polvo las tumbas.
Otro más, dijo: En una urna de mármol tendrá lugar el desierto de mi piel
y huesos.

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Vallejo dijo: ¡Hoy he muerto qué poco en esta tarde!
Vallejo dijo: No temamos. La muerte es así.
Yo escuché lo que dijeron, aunque estaba ocupado diciendo:
Sé de memoria la fecha de mi muerte. Nada es relevante.
Alguien más, inmerso en su discurso, dijo: Hay quienes piensan que
hay algo primitivo en mí, que el síndrome de Tourette libera lo que habita en lo más
hondo de mi inconsciente. Pero lo que yo tengo es un trastorno neurobiológico de
tipo hiperfisiológico; una excitación subcortical y un estímulo espontáneo de muchos
centros filogenéticamente primitivos del cerebro.

Ramera, golfa, zorra, perra, puta.


Quiero tomar agua de alfalfa a medianoche.

Por qué en el principio fue el verbo,


por qué si nadie sabía qué decir.
Por qué nada es relevante.
Por qué alguien dijo que estaba a punto de rendirse.
Por qué otro aulló.
Por qué otro apuntó con un arma a su esposa.
Por qué otro encogió sus hombros.
Por qué otro insistió y dijo: Mi virtud es errar.
Por qué Vallejo dijo: Tengo fe en ser fuerte.
Por qué alguien más repitió: Todos tenemos Tourette.
Por qué alguien dijo: A veces lanzo cosas que terminan por romperse en
la pared; otras, relaciono extrañamente a un perro con mi madre. Mi atención y
mi oído son llamados por lo raro, lo inusual. Hay momentos en que comienzo a
escribir obsesivamente, ¿por qué?, ¿acaso escribir es sólo un padecimiento?, ¿la
escritura es una consecuencia de la enfermedad? No lo sé. La enfermedad podría
ser, en todo caso, un síntoma de la escritura. ¿Escribir es un acto involuntario, un
reflejo crónico? Lo ignoro.

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Por qué alguien comenzó a aullar después de lo que se dijo.
Por qué todos nos creímos enfermos en ese momento,
en ese principio del que hablo.

Quiero comprar una dentadura postiza.


Quiero otra lengua, una larga.

Por qué el principio fue contradicción.


En ese principio era de día
porque los árboles tendían sus sombras al descanso,
las aves recogían migajas de la mano abierta de las banquetas
y una anciana llevaba lentes de sol.
Era noche, quiero decir, por qué todo es contradictorio.
Era de noche en ese principio porque mi corazón estaba oscuro
y los ciegos propagaban su tiniebla,
pasaban desapercibidos entre la oscuridad de los otros,
y alguien quiso encender la luz, prender una vela,
y todos corrimos confundidos y alertas
y nadie supo qué hacer ni qué decir.
Por qué todo inicia con el caos.
Por qué la luz necesita la sombra.
Por qué no logro recordar si ese día era noche.
Por qué alguien preguntó si escribir es un acto involuntario.
Por qué dije: Escribir no es relevante, nada es relevante.
Por qué otro dijo: Lo que yo escriba quedará impreso en la noche
como una prueba de que siempre estuve solo.
Mi amor renacerá en cada palabra,
alguien escuchará ese canto afilado a la luz de una lámpara;
alguien dirá que era hermoso como el nacimiento de un leopardo;
otros dirán que era en verdad horrible

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como una mujer amarilla de hepatitis;
otros dirán que nunca lo escucharon;
y alguien más, alguno, acaso, dará la vida por él.
Por qué los aullidos de alguien rasgaron el cielo
e interrumpieron intempestivamente lo que se decía.
Por qué Vallejo dijo: ¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra!,
por qué dijo: Esperaos. Ya os voy a narrar todo,
por qué dijo: ¡hay ganas de quedarse plantado en este verso!
Por qué quiero otra lengua.
Por qué el mismo del que hablé hace un momento, dijo: Lo que
yo tengo puede ser utilizado creativamente. Cuando los tourétticos nos exponemos
a la música o a una actividad rítmica, puede producirse una transición instantánea
de los tics descoordinados y convulsos a la capacidad de moverse de manera per-
fectamente orquestada. Lo que yo tengo puede darme paz a ratos. Lo que yo tengo
puede olvidarse, pero no sanar.

Quiero otra lengua.


Quiero correr hasta borrar mi sombra.

En ese principio en que fue el verbo, alguien dijo: A veces, me


imagino encerrado en un cuarto, con otros como yo: somos un griterío de personas
a un mismo tiempo; una persona que lanza diferentes gritos. Comenzamos a hablar
sin ningún orden, a emitir sonidos extraños, a articular una lengua ininteligible,
a tratar de decir lo que no puede decirse; a repetirnos, una y otra vez lo que no
puede decirse; a atropellar lo que no alcanza a decirse; a dar la vida por oír lo que
no puede decirse.
Por qué alguien le gritó a ese hombre: Malnacido.
Por qué alguien insistía en matar a su esposa.
Por qué alguien encogió sus hombros.
Por qué Vallejo dijo: ¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra!

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Por qué otro dijo: Se trataba de reunirlo todo en una sola voz,
de conjugar un verbo en un tiempo estático;
de hablar otra lengua, una larga, una estática;
de formular entre el ruido una voz para todos.
Se trataba de tejer una red de lenguaje,
una red donde la palabra estuviera al alcance de la sed de todos,
de tener por siempre un verbo en la punta de la lengua.
Se trataba de tener qué decir,
de tener qué contar en el filo de un grito,
se trataba de un enjambre de gritos, de gritar al unísono.
Se trataba, más que de una cascada, de un despeñadero de sonidos.
Y luego ese alguien se detuvo.
Por qué, por qué demonios se calló.
Por qué demonios el aullido de alguien lo interrumpió.
Y yo por qué demonios dije: Nada es relevante. Sé de memoria la fecha
de mi muerte.
Por qué empecé diciendo: En el principio.
Si no sé en qué principio era, ni de qué hablaba.

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GELSOMINA

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El Loco: ¿Y qué dirías si te pidiera que vinieras
conmigo? Te enseñaría a caminar sobre la cuerda,
arriba, en el aire, con todas las luces sobre ti.
Gelsomina: ¿Por qué dijiste que morirías joven?
El Loco: Es lo normal, va con el trabajo. Un día
me romperé el cuello y nadie me recordará.
escena de La Strada, fellini

Amor: es ya el verano.
De nuevo es el verano.

abigael bohórquez

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El amanecer golpea la espalda de los cerros y corre las corti-
nas de los párpados. Una luz despiadada se hace en los ojos;
los dedos sacuden las últimas motas de polvo que ha dejado el
sueño, barren el sopor y las lagañas. Gelsomina amanece con
el peso de la almohada marcado en el cabello, con las sábanas
enredadas en el cuerpo como los hilos de un títere arrumbado.
Su voz, recién despierta, se apelmaza como nube. Hoy tam-
poco soñó, sólo recuerda una imagen en blanco y negro como
las barras en un canal de televisión después de medianoche.
Amanece dormida, casi sonámbula. Camina por la casa y, al
fin, va despertando al sentir el comedor y la silla; al contacto
de las cosas en su sitio.

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Gelsomina tiene las piernas duras como el sol contra el pavi-
mento. Con sus dientes podría hacerse un rosario pata pedir
por los que duermen solos. Le quitaron las anginas a los veinte.
Le gusta el elote asado en el comal y el pan de agua. Persigue a
los gatos que viven cerca de las estaciones del metro. Sus gran-
des ojos negros imantan al vacío.

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De noche, la carretera se pierde en el paisaje. El camino es un
largo bostezo, una lluvia de cuervos en un cuarto sin ventanas.
La noche lo confunde todo. No sé dónde comienzan los mon-
tes ni si al lado del camino hay animales que duermen, Fijo la
mirada sin lograr ver más allá de la luz de los faros. Gelsomina
duerme en el asiento del copiloto. De pronto, un incendio
iluminando las faldas de un cerro es el amor.

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Los gatos deambulan por la casa y no me dejan dormir. Hoy
orinaron las sábanas y tuvimos que recostarnos sobre el col-
chón desnudo. Gelsomina siempre se duerme antes que yo.
Un mosco zumba en mis oídos. Cierro los ojos al salir el sol:
recuerdo que nací para dormir cerca de los amaneceres.

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¿Qué es un saltimbanqui? ¿Alguien que al caminar recoge
flores con la boca? ¿Alguien que duerme bajo el peso del aire
libre? ¿Una carta que el amor envía a ningún sitio? ¿Una mu-
jer tan triste que da risa, que deambula sobre la cuerda floja
de su suerte? ¿Qué cosa eres tú, Gelsomina, que amaneces
cantando tu dolor en otro idioma?

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Gelsomina anda en bicicleta. Al pedalear mueve las cosas: los
perros corretean su sombra, las nubes se desplazan tenuemente
por el cielo, los hombres apresuran el paso. También el mundo
es una rueda. El sol fija sus rayos en los rayos de la bicicleta y,
gracias a las piernas de una mujer, la Tierra gira.

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Si pudiera tocar esa música. Si pudiera sostenerla en la mano
como un huevo tibio, una pelota de esponja. Si pudiera sentir
la música de la trompeta que Gelsomina toca en la azotea.
¿Cuánto pesa esa música? ¿Cuánto pesa el aire de sus pul-
mones vuelto canto? Si pudiera tomar como una piedra esa
música triste y romper vidrios con ella. ¿Cuánto pesan tus
labios, Gelsomina? ¿Cómo pueden tus labios volverme más
ligero con un beso y, al mismo tiempo, cuando tocas, pesar en
el alma como losa? ¿Cuánto pesa lo que canta? ¿Pesa más un
kilo de cardenales que uno de alondras? ¿La música va por ahí,
cansando al aire, dejando caer en él sus delgadísimos agudos,
sus robustos graves? Me pregunto cuál es el peso de tu voz. Pero
tu voz no pesa, Gelsomina: tu voz es la balanza.

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Gelsomina se desnuda, arroja su blusa al cesto, dobla el pan-
talón, lo acomoda sobre la cama y me dice que un pantalón de
mezclilla puede usarse hasta tres días seguidos. Su ropa guarda
el sol, el polvo y el ruido de la calle. Le digo que me gustaría
usar sus calzones, que la lencería de mujer es más cómoda,
que los hombres no acostumbran el encaje. Husmeo el plano
cartesiano de su cuerpo, el cielo que me prometió su escote.
Desnuda, entra conmigo bajo las sábanas.

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Mi sueño es vagabundo. A veces viaja a otra ciudad a varias ho-
ras de camino; duerme al pie de un monumento en la Plaza de
Armas, en el mar a la orilla de Rímini o bajo el acueducto de
Querétaro. Mi sueño viste un traje gastado y se deja la barba.
Mi sueño se alimenta de migajas, del desperdicio de lo que
otros sueñan. Mi sueño huye de las pesadillas. Mi sueño men-
diga la moneda de tus ojos. Mi sueño te sigue a donde duermes.

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El anillo de sombra, la argolla que anuda lo oscuro: la cintu-
ra de Gelsomina, dibujada por una lámpara en la pared del
cuarto.

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Gelsomina sueña con la lluvia en un cementerio. El agua da
vida a la hierba, al tiempo que borra epitafios y arrastra en
su caudal insectos y huesos removidos. El agua acaba con el
último respiro de los muertos, los ahoga. El agua hace llorar
a los sauces que encorvan su cabeza como plañidera. La lluvia
colma de agua los pulmones del suelo. Bajo la tierra de los
cementerios todas las lluvias son naufragios; los ataúdes están
hechos de la madera de las embarcaciones. Gelsomina sueña
que su ataúd tiene goteras.

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El verano tiene el cabello corto y ojos en cada una de sus
piedras.

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Líbrame de las voces que escucho cuando todo duerme. Ayú-
dame a bajar de la cuerda en que pende mi juicio. Déjame caer
sobre la red de tu cuerpo. Protege mi cráneo de la cuesta a la
oscuridad, de la sangre en el centro de la pista. Limpia con tu
lengua mis heridas, la callosidad en mis manos de funámbulo.

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Cuando digo: El verano tiene el cabello corto y ojos en cada una de sus piedras,
quiero decir que el cabello de Gelsomina es negro y se tuerce
en espiral un poco más arriba de los hombros; que es la sombra
de un panal que el viento sacude fácilmente; que cuando está
dormida, los gatos lo confunden con el agua nocturna de un
estanque, y lo peinan con su lengua electrizada. Quiero decir
que sus ojos me observan desde todas partes; no hay nada más
grande que esos ojos; luna negra en medio de una noche blan-
ca, boca de pozo, comunión de oráculo y entierro.

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Mi hijo habría tenido tus ojos, tu sonrisa, tu cabello encrespa-
do, mi voz y el volumen de mis sueños, mi apellido y el ancho
de mi espalda. Tú le hubieses cortado las uñas para la clase de
natación. Yo le habría enseñado el lugar donde de niño jugaba
a la guerra. Mi hijo, agazapado, flota en el útero del limbo,
no acaba de ser. Se desprendió con el dolor y la fragilidad de
un pétalo; un delgado hilo de sangre que destejió tu vientre.
Lejano, pero cada vez más cerca en el recuerdo, es no sólo el
hijo que no tuve, también el otro: el fantasma que se gesta en
el vacío.

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Déjame que te enseñe la azotea del edificio en la que arrojaba
monedas; que te muestre la casa de engrudo y papel donde
creció mi madre. Deja contarte por qué se me cae el pelo desde
los diez años, por qué me arranco la barba cuando mis nervios
se trenzan. Deja enseñarte la única foto en la que sonrío. Deja
contarte la historia de la monja y las cinco cartas que escribió
el desamor; enseñarte el hueso que me rompí peleando. Deja
mostrarte el patio donde encontré un perro baleado y aprendí
a caminar en zancos. Deja contarte de qué se murió mi infan-
cia. Esta tristeza es mía desde hace mucho, siéntela; déjame
compartirla contigo desde las raíces.

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A Gelsomina le gustan los collares largos y los aretes de semi-
llas. Le gusta llevar fruta en la misma bolsa en la que guarda
un espejo con la figura del arcángel Gabriel. También le gusta
el hielo que se deshace en las banquetas. Cuando vuelvo del
mercado, pateo por varias calles grandes trozos de hielo hasta
dejarlos en la puerta de la casa.

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La muerte, Gelsomina, son esas dos o tres personas que acuden
a una función de circo en un pueblo remoto. La ausencia llena
los asientos vacíos y el silencio abre un agujero negro en medio
de la pista. La muerta fija sus ojos en ti cuando subes al punto
más alto de la carpa. La muerte tose a la mitad de tu rutina. La
muerte se burla del hambre de los elefantes, del truco gastado
en que un hombre revienta cadenas con el pecho. La muerte
es un circo sin niños. Pero de niño, ¿no jugaba uno a morirse
y a matar todos los días? Al final de la función, la muerte hace
sonar un parco aplauso que va apagándose.

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Tu sexo es la mano abierta del verano. Tu sexo en blanco y
negro. En mis sueños, tu sexo eclipsa el sol y hace que perros
y lobos marinos aúllen en la oscuridad.

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Gelsomina guarda una foto en la que aparece su familia en
el atrio de una iglesia; siempre me recuerda a la Familia de sal-
timbanquis de Picasso. Todos llevan una cara larga, una sonrisa
que intenta ocultar su miseria. Su familia es un circo, una
compañía de infelices bajo un cielo rosa. Su padre lleva sobre
los hombros la angustia de domar bestias. Sus hermanos son
payasos sin talento. Su hermana se la pasa llorando detrás del
escenario. Convierten fácilmente un clásico en un melodra-
ma. Echan a perder el número; todos los que los han visto,
exigen el rembolso de su entrada. Gelsomina y los suyos se
odian secretamente y van juntos en su ruta a ninguna parte.
Si pudieran, se matarían entre sí.

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Tu nombre es partidario de la noche. Tu nombre de luciérnaga
encamina viajeros perdidos. Si lo digo en voz baja, suena como
el agua dentro de un cántaro. Si lo grito, atrae una bandada
de murciélagos. Tu nombre y yo vimos juntos un incendio.
El eco de tu nombre rompe los vitrales de la iglesia. El aire
de tu nombre mece la ropa de los tendederos. El fuego de tu
nombre enciende lámparas de aceite. El ángel de tu nombre
desenvaina su espada.

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Le gusta tener plantas en la casa y les da nombres con los que
hubiera querido llamarse. Riega las hojas despeinadas de Lola,
una pequeña pata de elefante. Remueve la tierra de Claudia,
un filodendro que extiende sus corazones en el lavadero. A
un tulipán violáceo lo llama Jacaranda. Con una familia de
astromelias adorna la telaraña de una ventana rota. Le gustan
las plantas que, como ella, viven mejor bajo la sombra.

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Ayer soñé tu muerte, Gelsomina: mis manos no alcanzaban a
sujetarte y caías, dejando una estrella de sangre en el piso. En
el funeral alguien tocaba la trompeta y rodeaba tu cadáver un
cortejo silencioso y fúnebre de payasos.

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Hoy dormimos juntos, el ángel harapiento del amor nos per-
signa y no sabemos cuánto habrá de durarnos el verano.

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AGUJERO NEGRO

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Cuando la estrella se ha reducido hasta un cierto radio crítico, el campo
gravitatorio en la superficie llega a ser tan intenso que [...] la luz ya no
puede escapar [...]. De acuerdo con la teoría de la relatividad, nada
puede viajar más rápido que la luz. Así, si la luz no puede escapar, tam-
poco lo puede hacer ningún otro objeto; todo es arrastrado por el campo
gravitatorio. Por lo tanto, se tiene un conjunto de sucesos, una región del
espacio-tiempo, desde donde no se puede escapar [...]. Esta región es lo
que hoy en día llamamos un agujero negro. Su frontera se denomina el
horizonte de sucesos [que] es como el perfil de una sombra (la sombra de
la muerte inminente).
stephen hawking

[...] Lo que grita


por venganza, y sabe que demasiados soles,
demasiados sistemas no dejan correr nada, porque
las vías lácteas y estrellas cada vez mayores y los soles
materializan lo poco que somos.
ingeborg bachmann

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En medio de una habitación sin luz,
en el centro del cuarto donde duermes,
con un foco fundido y la puerta cerrada,
ha nacido, de pronto, un agujero negro.

La muerte de una estrella es necesaria


para que el agujero exista, piensas,
mientras termina el mundo entre cuatro paredes
y el hambre de lo oscuro devora la galaxia.

Un horizonte de sucesos frena


el paso de la luz, vuelve a la sombra
el único testigo de este instante
en que cierras los ojos para siempre.

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En medio de una habitación sin luz,
miras pasar la historia como una película velada.
Apenas reconoces tu vida entre imágenes oscuras y sin orden,
entre un número infinito de escenas.
Miras pasar montañas, carreteras,
lugares que nunca imaginaste,
personas cuyos rostros no te dicen nada.
Tal vez no te lo dicen porque no sabes nada de la historia
y apenas reconoces los labios que besaron la frente de tu madre,
la orilla del mar, el muro de tu casa en una noche interminable.

La muerte de una estrella sucedió en el vientre de tu madre.


Tu madre te parió fuera del mundo:
le entregó a la luz un niño sucio, ensangrentado;
un niño que aún no deja de llorar su vida.
Presa del miedo y la ceguera desde el principio,
fuiste expulsado de una estrella
para caer en otra, igual o más terrible.
Por eso tu derrota es tan antigua:
siempre estás más allá o acá de lo que dices.
No eres un hombre de tu tiempo, ni de ningún otro.
Pero eres hombre.
Y el hombre, un hombre, cualquier hombre
enfrenta su destino como puede.
A veces, dándole la espalda.

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Un horizonte de sucesos que nada atraviesa, ni la luz, y nada es más
rápido y silencioso que la luz. Un horizonte nocturno y remoto
como el de los pueblos a la medianoche, con montañas envuel-
tas por la oscuridad del cielo. Un horizonte sin un solo candil,
una fogata o algún indicio de vida. Creías que la oscuridad se
movía con pasos cautelosos. Ahora lo sabes: la oscuridad cae
de golpe sobre el mundo, la oscuridad es más rápida que la luz.

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En medio de una habitación sin luz,
cierras los ojos y aparece un agujero negro.
¿O acaso el agujero está en tu mente?
Tal vez es la mancha que obstruye tu mirada,
la que devora tus recuerdos,
la causa del dolor que derriba y no te deja dormir.
Dentro de tu cabeza
la materia gris siempre es oscura.
¿Puede allí terminarse el mundo?
Dentro de ti, ¿una agujero negro es una salida de emergencia?
¿Puede apagarse la luz, oscurecerse tu vista,
fundirse el foco de tus ideas?
¿Será que sólo estás rodeando la península ardiente de tu
cerebro?

La muerte de una estrella es un historia que tu madre te contaba


todas las noches, antes de dormir.
Decía que la muerte de un hombre es la muerte de una estrella,
que una flor arrancada es la muerte de una estrella.
Decía que unos ojos sin órbita son estrellas que mueren.
Tu madre te decía:
un juguete roto es una estrella muerta,
una cama de hotel es una estrella muerta,
una cita que no llega a tiempo es una estrella muerta,
un padre humillado frente a sus hijos es una estrella muerta,
un suicida es una rauda, una fugaz estrella muerta.

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Un horizonte de sucesos de todo lo que podría ocurrir: todos los
otros que eres en el tiempo, los que fuiste y serás, los que no
imaginas ni de lejos, pero existen. La luz de todos los que has
sido brilla y se estrella contra la pared; las paredes de tu cuarto
son el horizonte que los detiene. Todo se interrumpe y, sin
embargo, está ocurriendo: puedes, pudiste, eres el domador o
el piloto que añorabas en la infancia, también el químico en-
cerrado entre fórmulas y paredes, entre paredes más delgadas
que éstas, menos pesadas que éstas. Pudiste haber vivido de otra
forma, pero echarías de menos esta muerte.

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En medio de una habitación sin luz
imaginas abismos, círculos interminables.
Todo lo que pasa por tus ojos tiene la forma del agujero:
un anillo de plata ensombrecido,
el ojo negro de la paloma, un hueco en la pared,
el fondo de un sombrero de copa,
el aro de humo pronunciado en la noche por una bocanada,
los círculos en los campos de Winchester,
la mina de diamantes en Siberia,
el hormiguero en el jardín de tu casa.

La muerte de una estrella sucedió en el vientre de tu madre.


Tu madre dice que cuando era joven vendía pan;
dice que recorría las calles con una cesta de pan en la cabeza.
Tu madre no conoce el mundo. Conoce el mar, ha visto el
mar de lejos.
Tu madre no sabe nadar.
Tu madre dice que naciste amarillo,
con el hígado pequeño y la cabeza grande.
Tu madre dice que al dar a luz, algo del hijo se queda en el
vientre:
la sombra del recién nacido, el recién muerto.
Tu madre dice que la sal no debe caer al piso;
que las hormigas buscan sal para anidar la pobreza.
Tu madre dice que tu abuela nació en Wisconsin
y que cantaba en inglés mientras lavaba la ropa.
Tu madre tuvo un primo que se pegó un tiro a los treinta y cinco.
Tu madre perdió un hermano boxeador y otro policía.
Tu madre dice que leer te vuelve loco o te orilla a suicidarte.
Tu madre sabe lo que dice.

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Un horizonte de sucesos: un elefante atropellado en la carretera, un
ejército marchando en la calzada, un avión estrellándose en un
edificio, un dios que tiñe de negro su ropaje, un foco fundido,
una bala perdida, un hombre sin lengua, el fin del sol, un traje
olvidado en el armario, la rata y su motín de alcantarillas, el
holocausto en la puerta de tu casa, un niño en los hombros de
una estatua, el amor mutilado, ni una gota de mar, un traje de
etiqueta para asistir al funeral del tiempo.

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En medio de una habitación sin luz
el agujero negro en el que escribes la palabra y su sombra.
Caes sin cesar en tu garganta: pozo sin fondo, laguna muerta,
vértigo de cuántos aires concentrados en tu pecho.
Caes rápidamente en el abismo de tu pulso,
repliegas tu oración en la mano que tiembla; vacilas,
irrumpes en el silencio.
Ya no habrá más que silencio,
te repites una y otra vez, y no callas.
Quisieras detenerte, pero se trata de explotar.

La muerte de una estrella es ese día en que morirá tu madre.


Sobre tus hombros el cuerpo de tu madre será más ligero,
sus pies más pequeños y fríos.
Su cabello caerá al suelo de golpe.
Cuando muera, tu madre no pasará a la historia,
tu madre terminará la historia.
La muerte de tu madre es necesaria:
las cosas deben perder su brillo.
Las manos de tu madre dejarán de alumbrar en lo oscuro;
su boca, esa lámpara, se apagará;
las huellas de tu madre ya no serán de luz.
Cuando muera tu madre
pronunciarás un aliento largo y tendido.
Cuando sus párpados se cierren, se cerrará el mundo:
el cielo extraviará el azul;
árboles y animales sucumbirán ante un eclipse eterno;
de los hombres quedará sólo la sombra.
Morirá la madre tierra,
la madre de una tierra tuya enterrada bajo lo oscuro.

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Un horizonte de sucesos donde el tiempo se impacta, como un hom-
bre que se destroza el cráneo contra el pavimento. Una mano
puesta sobre tu pecho que te obliga a detenerte, a respirar
hondo. El borde de un abismo luminoso, la frontera que grita
sus límites.

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En medio de una habitación sin luz no puedes detener el tiempo.
Sólo puedes verlo pasar:
los minutos avanzan a la velocidad de los años,
más aun, la muerte te rebasa.
Quién sabe en qué vida miras todo esto.
No puedes regresar sobre tus pasos:
volver a ti es siempre algo distinto,
es volver derrotado,
sin hallar el átomo primero de tu origen.
Todo lo engulle el hambre del agujero negro:
tu voz, la voz de tu mujer,
la voz del hijo que, ahora sabes, tuviste en el futuro;
el pasado y el presente;
los sistemas solares y tu sistema nervioso,
tus ojos ya sin órbita.
El tiempo y el espacio naufragan
en la oscuridad del agujero.
Todo cae dentro de esa boca sin fondo y sin palabras.

La muerte de una estrella es lo único que atinas a decir sobre tu madre.


Quisieras decir algo hermoso, algo como:
“la de mi madre era una cama de mariposas”.
Quisieras decir que te parió en la copa de un árbol de enero
o en un huerto de pájaros,
que te trajo al mundo bajo un cielo despejado y rojizo.
Decir que no fue cortado aquella tarde
el largo hilo de la sangre que los ató por meses.
Quisieras decirle algo hermoso, pero no puedes.
Nació contigo la pérdida y olvidaste el corazón en su vientre
y ella late por los dos.

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Un horizonte de sucesos en donde te resignas a yacer bajo la sombra.
Porque naciste para esto: para empuñar tu lengua como un
arma blanca en la oscuridad.

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En medio de una habitación sin luz
la muerte sujeta las raíces de tus pies descalzos.
Lo que muere deja una estela sobre las cosas que fueron suyas.
Intentas apartarte, pero todo te encuentra,
se colapsa en tu memoria como un grito de todas direcciones,
aunque te aferres a permanecer aislado,
como el que en las fiestas
mira a las parejas que se enamoran en el baile
mientras él permanece sentado, cobardemente solo,
empuñando un cigarro, besando el cuello de una botella vacía.
La muerte no permite estar a solas.

La muerte de una estrella: la fotografía de tu madre a los treinta años


en medio de tu habitación.

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Un horizonte de sucesos donde pudiste ser el otro del que hablas.
Donde pudiste ser alguno. Donde nadie es la primera y la
segunda y la última persona de la que hablas. Donde al ser
otro puedas ser el mismo. Donde haya otro que pronuncie tu
palabra. Donde ser otro te borre y restituya.

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En medio de una habitación sin luz, desnudo.
Recostado en el hambre de un volcán,
en medio de la boca de un mendigo,
mientras un calor insoportable escurre por tu espalda.
Sentado en el regazo de la muerte.

La muerte de una estrella


es una canción de cuna para los desamparados.
Es la voz de tu madre concentrada en tu cuarto,
susurrándote al oído.
Es la voz con que tu madre canta todas las mañanas del mundo,
todas las noches del mundo.
Es la voz que escuchabas desde el vientre,
la voz del viento que silba la historia de tus meses.
Es la voz que se agosta,
la única que escucharás cuando todo termine.

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Un horizonte de sucesos: discurso interminable, canción sin fin,
enumeración de momentos reales y ficticios, derrota antici-
pada, crónica desesperadamente humana, carta de despedida
plagada de errores.

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En medio de una habitación sin luz,
en el centro del cuarto donde duermes,
frente al fin que se aproxima,
frente a los días que anuncian su festín de oscuridad y migajas;
al despuntar la soledad más negra en la que habitas,
cuando más negro estás,
en la hora exacta en que te mueves
entre el insomnio y la ceguera.
No llegarán, tal vez, estas palabras a oídos de nadie.
No sobrevivirán.

La muerte de una estrella es el pecho de tu madre.


Es la leche que tu madre derramó
para crear al mundo, la Vía Láctea,
la materia que forma las estrellas,
la gota que escurrió de su pezón en forma de luna,
la leche que vertió para crear al sol cuando su pecho hervía,
la leche del alba,
la blanca leche que alimentó tu llanto.

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Un horizonte de sucesos frena lo que dices. Tus palabras se estrellan.
Las estrellas cuelgan a la altura de tu boca. El nombre de tu
madre se rompe como un vidrio. Tu cuerpo oscila como un
péndulo en la oscuridad de un pozo. Ignoras si el agujero está
sólo en tu mente. Ignoras si esta muerte es cierta, pero mueres:

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Mueres en medio de una habitación sin luz,
en el centro del cuarto donde duermes,
con un foco fundido y la puerta cerrada,
donde ha nacido, de pronto, un agujero negro.

La muerte de una estrella es necesaria


para que el agujero exista, piensas,
mientras termina el mundo entre cuatro paredes
y el hambre de lo oscuro devora la galaxia.

Un horizonte de sucesos frena


el paso de la luz, vuelve a la sombra
el único testigo de este instante
en que cierras los ojos para siempre.

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Índice

El síndrome de Tourette
El síndrome de Tourette 7
Gelsomina 17
Agujero negro 43

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El síndrome de Tourette, uno de los tomos que conforman
la colección de Cuadrivio, se imprimió a los 25 días
del mes de noviembre de 2015 en la Ciudad de Méxi-
co. El cuidado de la edición estuvo a cargo del autor.

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