PROFETAS

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PROFETAS
NDC

SUMARIO: I. El fenómeno profético: 1. Las personas nos cuestionamos sobre


lo imprevisible; 2. Dios responde al hombre. II. Los inicios del profetismo en
Israel. III. El período clásico del profetismo: 1. El siglo VIII en el Norte; 2. El
siglo VIII en el Sur; 3. Los profetas del preexilio; 4. Los profetas del exilio. IV.
El declive del profetismo y la apocalíptica. V. ¿Qué es un profeta bíblico? VI.
Los profetas bíblicos en la catequesis.

I. El fenómeno profético

Antes de entrar en un fenómeno tan complejo como el profetismo bíblico,


convendría que aclarásemos un problema terminológico: ¿qué queremos
decir cuando nos referimos al profetismo?, ¿a quién llamamos profeta? Como
veremos más adelante, el concepto profeta requiere diversas matizaciones,
pero sírvanos como punto de partida la definición que nos ofrece el
Diccionario de la Real Academia. No es una definición técnica, y por ello
tampoco demasiado precisa, pero sí recoge lo que está en el ambiente
general, lo que la gente de nuestro entorno hablante entiende, básicamente,
por profeta: «El que posee el don de profecía. El que, por señales o cálculos
hechos previamente, conjetura y predice acontecimientos futuros». Esta
definición podría completarse con la que se nos ofrece a propósito de lo que
es profecía: «Don sobrenatural que consiste en conocer por inspiración divina
las cosas distantes o futuras».

Desde esta aproximación inicial obtenemos ya dos puntos de referencia


importantes: primero, la profecía es un don que procede del ámbito
sobrenatural, divino; y segundo, está ordenada al conocimiento de cosas
ocultas, en especial de las relacionadas con acontecimientos futuros.
Podríamos añadir, quizá, una tercera, pero esta no siempre aparece en todos
los fenómenos proféticos, se trata de la preparación para el conocimiento de
lo oculto, es decir, la presencia en estas prácticas de «señales o cálculos
hechos previamente».

Si preguntamos a la Biblia qué dice de sus profetas, coincidirá, en parte, con


lo que se ha dicho, pero habrá que matizarlo considerablemente. Para
entablar este diálogo con la Sagrada Escritura, situémonos primero en un
marco más amplio que el del mundo bíblico y hagamos entonces la siguiente
pregunta: ¿por qué en todos los ambientes, en todas las culturas y en todas
las épocas, se han dado fenómenos más o menos relacionados con lo que
llamamos profecía?

1. LAS PERSONAS NOS CUESTIONAMOS SOBRE LO IMPREVISIBLE. El


fenómeno profético está en relación directa con la preocupación de las
personas sobre su futuro, sobre las cosas más inmediatas (trabajo, familia,
salud) y sobre las más trascendentales (su destino último). Algunas de ellas
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dependen de nuestro propio esfuerzo y de nuestra previsión; otras, en


cambio, se escapan a nuestro control. Aquí es donde entra en juego la
profecía. A lo largo de la historia, los humanos hemos creído que había
fuerzas ocultas que intervenían, en mayor o menor medida, en la suerte de
los individuos y de los grupos o pueblos. Llamemos a estos poderes, de un
modo genérico, fuerzas sobrenaturales. Estas fuerzas eran entendidas como
favorables o desfavorables para el hombre; había por tanto que ganarse su
amistad o, en caso contrario, protegerse de ellas. Podríamos pensar que este
fenómeno era más propio de culturas antiguas, de civilizaciones en vías de
extinción. Pero llama la atención la cantidad de consultas que aún hoy
reciben en nuestras culturas científicas los magos, los echadores de cartas,
los astrólogos, etc. A algunos fenómenos extraños los antiguos los
relacionaban con intervenciones de espíritus; hoy los denominamos
fenómenos parapsicológicos.

Partiendo de esta base común humana, de querer penetrar hasta en lo


incomprensible, la profecía se sitúa a medio camino entre las personas que
se cuestionan y las fuerzas ocultas que responden. Si entendemos que estas
fuerzas son ciegas y actúan mecánicamente (astrología), los profetas
intervienen entonces en calidad de adivinos. Poseedoras de un don especial,
estas personas son capaces de conocer cosas que las demás no alcanzan a
ver.

Pero también hay otro modo de resolver el problema: estas fuerzas no son
ciegas ni actúan mecánicamente, sino que son libres y tienen planes
concretos sobre los hombres. Entonces nos situamos ya en la esfera de la
religión. En este caso, el profeta se coloca entre la humanidad y la divinidad
como mediador, como quien posibilita el diálogo entre ambas.

Cabría una tercera solución: no hay tales fuerzas; todo lo que afecta al
hombre se encuentra y se explica dentro de los límites de lo natural.
Entonces no cabría ya plantearse la profecía, pues este fenómeno necesita
siempre una referencia a lo sobrenatural.

La profecía bíblica se enmarca dentro del ámbito de la interpretación


religiosa. Pero aun aquí cabría una matización. Hay religiones que conciben
la divinidad como un ser influenciable por la intervención humana. Se puede
conseguir de ella, forzando de algún modo su voluntad, tanto lo bueno (para
el propio grupo religioso) como lo malo (para los enemigos). En este caso los
creyentes no tienen la sana intención de obedecer la voluntad del dios, o de
los dioses, sino la de intervenir en ella para ponerlos de su parte, en favor de
sus intereses. En tal caso estaríamos ante un fenómeno más propio de la
mentalidad mágica que de la religiosa. Pero también aquí tiene su lugar la
profecía; el profeta sería, ante todo, un mago. El Israel bíblico no estuvo libre
de esta tentación; como tampoco hoy lo estamos nosotros. Esta fue una de
las más duras batallas que sostuvo el movimiento profético bíblico en su
época: defender a Dios de los manejos de las personas religiosas,
recordarles cuál era su auténtica voluntad y reclamarles una absoluta
obediencia.

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2. DIOS RESPONDE AL HOMBRE. Ya hemos señalado que lo misterioso


provoca en el hombre un ansia irrefrenable de saber. Pero en la Biblia la
iniciativa de la profecía no está en el hombre, sino en Dios. Cuando parte del
hombre va degenerando hasta convertirse en «falsa profecía» (Miq 4,5-8). Y
es falsa porque, en lugar de revelar los planes de Dios, los enmascara y
tergiversa.

En la Biblia el más empeñado en la tarea profética es el propio Dios (Am 3,7).


En la concepción bíblica del hombre, este es criatura de Dios; de un Dios que
lo ha creado a su imagen y semejanza. Es un ser que crece y se desarrolla
en el encuentro con su Creador. Dios construye, realiza y alienta la existencia
humana. Y la profecía es esta salida en busca del hombre para caminar a su
lado, para construir juntos la historia, una historia de salvación.

La Biblia comprende a Dios como un padre que cuida de sus hijos, que
quiere lo mejor para ellos, que los educa y los guía por el camino más
conveniente (Os 11,1-4); como una madre que no repara en sacrificios para
sacar a sus hijos adelante, que los mima, los entiende y los quiere
profundamente (Is 49,14s). Es una visión muy antropomórfica, pero quizá no
haya otra mejor para hablar de Dios.

En la profecía, la Biblia nos descubre que Dios, más que querer comunicar al
hombre sus designios, busca comunicarse a sí mismo. De los profetas
bíblicos podemos decir que lo mejor de ellos no es tanto que nos hayan
hablado en nombre de Dios cuanto que nos han hablado de Dios. Dios se
nos ha revelado, nos ha salido al paso por medio de estos elegidos.

Por eso, la palabra de los profetas se convierte en palabra de Dios, porque


no sólo importa lo que se dice, sino quién lo dice. Y esa palabra resuena en el
corazón del creyente con la fuerza de que quien la pronuncia es su Señor, su
Creador, su Padre.

En síntesis, podría decirse que los mensajes de los profetas tienen cuatro
puntos principales de interés: 1) la instrucción: en nombre de Dios, el profeta
educa al creyente en los valores más importantes para la vida cotidiana, la
privada y la social, la coyuntural y la más permanente; 2) la interpretación:
Dios nos sale al paso en todo momento, pero no siempre lo reconocemos; el
profeta desvela la presencia de Dios interpretando en su nombre el sentido
de los acontecimientos ordinarios y extraordinarios; 3) la denuncia: en
ocasiones el creyente toma caminos equivocados, y Dios lo corrige, el profeta
denuncia su error, lo acusa, lo amenaza y lo invita a la conversión; y 4) el
anuncio: el hombre no ve más allá de sí mismo, de sus límites como criatura;
por eso el profeta le anuncia lo que Dios quiere construir con él, lo encamina
hacia un futuro que está por hacer (no hay adivinación), pero que llegará a
ser porque Dios ha empeñado su palabra en ello.

II. Los inicios del profetismo en Israel

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En primer lugar, habría que distinguir dos tipos diferentes de inicios: uno
tomado en sentido teológico y otro en sentido histórico.

a) Desde el punto de vista teológico, el Antiguo Testamento sitúa el


nacimiento de la profecía en Moisés. Moisés recibe el espíritu de Dios con el
fin de poder gobernar en su nombre al pueblo liberado de Egipto. Este
espíritu pasó después a los setenta ancianos que sirvieron de ayuda a
Moisés en este gobierno (Núm 11,16s.24s). Esta tradición bíblica nos dice
que «cuando se posó sobre ellos el espíritu se pusieron a profetizar, pero no
continuaron», no volvieron a hacerlo ya más. Moisés es el intercesor por
excelencia en la época originaria de Israel. No es, pues, posible pensar en un
profeta al margen del espíritu de Dios. En Israel no se es profeta por tener un
don particular, como ocurre en otras religiones, sino por estar tocado por el
espíritu de Dios. Dios elige a sus profetas conforme a sus planes, no
conforme a sus capacidades o dotes excepcionales.

b) Respecto al origen histórico de la profecía habría que situarlo quizá algo


más tarde. Las denominaciones de Moisés como profeta, o de su hermana
María como profetisa, son posiblemente anacrónicas (Ex 15,20), aplicaciones
tardías de estos títulos a personajes ilustres y relevantes del pasado. Aun en
el caso de aceptar la profecía en los orígenes de Israel como pueblo (éxodo),
podemos constatar, no obstante, una laguna entre el período mosaico y los
momentos previos a la monarquía, donde ya hay personas que ejercen un
tipo de profecía ampliamente reconocida entre las tribus de Israel. Salvando
el caso de Débora, denominada profetisa en Jue 4,4, pero cuya función más
relevante fue la de actuar como juez en nombre de Dios para salvar a su
pueblo del enemigo, hemos de ir hasta Samuel para encontrar un verdadero
profeta.

Samuel es un personaje que se sitúa en el siglo XI a.C. Las tradiciones


bíblicas que hablan de él son muy posteriores, o al menos están muy
retocadas por autores tardíos (teología deuteronomista), por lo que no todas
las interpretaciones ulteriores que sobre su persona y ministerio se han
hecho a lo largo de los siglos coinciden absolutamente con el personaje
histórico al que se refieren. Podríamos decir de él que era un vidente que
actuaba en torno a los santuarios (de Betel, Guilgal y Mispá, principalmente),
recibía donativos de la gente que le consultaba, y dirigía, en ocasiones, el
culto (ISam 9,1-13). Su intervención más relevante fue la unción del primer
rey, Saúl, su posterior rechazo en nombre de Dios, y la subsiguiente elección
del nuevo rey: David.

La etapa que comprende desde esta época hasta el siglo VIII se conoce
como período preclásico. Abarca unos tres siglos, en los que destacan
grandes figuras proféticas como Samuel, Gad, Natán, Ajías de Siló, Miqueas
ben Yimlá, Elías y Eliseo. Las características de los profetas de este tiempo
podríamos resumirlas del modo siguiente: 1) Están presentes en los
conflictos bélicos, alentando el fervor patriótico; en nombre de Dios apoyan a
su pueblo (lRe 22,6). 2) Suelen actuar en grupo, teniendo vida en común, lo
que favorece la experiencia extática, arropada por el contagio mutuo
mediante cantos, danzas, música (ISam 10,9-12). Al líder de estos grupos se
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le denomina padre y a sus discípulos se les conoce con el apelativo de hijos


de los profetas. 3) Viven, normalmente, en torno a los santuarios, pudiendo
estar ligados a la actividad cultual. También se dan casos de personajes
aislados, que igualmente aprovechan esos ámbitos para ejercer su misión
(IRe 13,1ss.; 14,1-3). 4) Junto a esto, encontramos, asimismo, profetas en el
ámbito de la corte, donde aparecen como consejeros del rey (2Sam 7,1-17).

Respecto a las características teológicas de su ministerio, podemos destacar


la comprensión de Israel como un único pueblo, elegido por Dios y ligado a él
por la Alianza, su preocupación por el cumplimiento de esta alianza, en
especial por parte de las clases dirigentes, y por la fidelidad absoluta del
pueblo al Dios que selló con ellos este pacto. Lucharon contra todo tipo de
delito y de idolatría, resaltando con la fuerza de su palabra y de sus acciones
la total soberanía de Dios frente a otros dioses (I Re 18,20-40). Fueron
grandes defensores de la coherencia entre lo que hoy podríamos llamar, ética
y fe.

III. El período clásico del profetismo

En el siglo VIII llega a su cumbre el desarrollo del movimiento profético en


Israel. Es un tiempo de esplendor, que durará hasta la caída del reino de
Judá y su exilio en el siglo VI. Los grandes profetas de este período son
Amós y Oseas en Israel, e Isaías y Miqueas en Judá. El ejercicio de su
ministerio difiere dependiendo de su singular personalidad y de las
condiciones (sociales, políticas y religiosas) que se daban en cada uno de los
dos reinos israelitas. Antes de precisar sus peculiaridades, digamos algo de
las características comunes a todo este período.

a) En primer lugar hay que destacar que, por primera vez, nos encontramos
libros independientes dedicados al ministerio particular de los profetas. Este
hecho hace que se les conozca como profetas escritores, si bien no significa,
necesariamente, que fueran ellos los autores de sus libros.

En estos libros encontramos muy poco interés por los datos biográficos de
sus protagonistas; la atención se centra más en su ministerio, que es lo
importante. En la mayoría de los casos, los datos que se recogen son útiles
para la comprensión del mensaje profético. Así, por ejemplo, Oseas está
casado con una prostituta que le es infiel, como infiel y adúltero es Israel, que
abandona a Dios, su único esposo, en busca de otros dioses, sus amantes. O
el caso de Amós, del que se nos dice que era «boyero y descortezador de
sicómoros», es decir, tenía una profesión y vivía de ella, no de ejercer la
profecía; por eso podía hablar con toda libertad contra la política del rey y los
abusos de los poderosos, pues no dependía de ello su subsistencia (Am
7,10-15).

Emplean un lenguaje sencillo y directo, toman prestadas de otros ámbitos


(litúrgico, sapiencial, jurídico) fórmulas con las que expresar mejor sus
anuncios. Su profecía está cargada de sentimientos, los suyos y los de Dios.
Se produce una auténtica simpatía entre Dios y sus profetas.

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b) En torno a ellos hemos de suponer un grupo de discípulos, quizá algo


diferente de lo que encontramos en el período preclásico. Estos serían los
que habrían mantenido vivas, a lo largo del tiempo, las profecías originales de
sus maestros, adaptándolas a las nuevas situaciones y reelaborándolas en
todo momento; haciendo tradición viva lo que fue, en vida del profeta, una
desbordante e inabarcable intuición. Aun cuando el anuncio se hubiese
cumplido ya, la palabra de Dios seguía viva y activa en la historia, y había
que seguir transmitiéndola, pues el verdadero cumplimiento es inagotable.
Las reformas y añadidos en los textos proféticos no son por ello signo de
fraude en la tradición, sino de enriquecimiento. La inspiración divina no sólo
ha de verse en el origen de una profecía, en la persona que la proclamó, sino
también en la tradición que la mantuvo viva.

Y pasemos ya al mensaje específico de estos profetas, y con él a su peculiar


modo de anunciarlo.

1. EL SIGLO VIII EN EL NORTE. En el Reino del norte, o Israel, profetizaron


en esta época Amós y Oseas.

a) La datación del ministerio de Amós se sitúa en torno a los años 760/750


a.C., y su actividad probablemente haya que reducirla a algunos meses, o
incluso a algunas semanas, actuando en diversos lugares: Betel, Samaría y
Guilgal. Aunque predicó en el Norte, su origen estaba en el Sur: nació en
Técoa, y era, como ya se ha dicho, boyero y descortezador de sicómoros. Su
lenguaje es duro, enérgico y conciso; son frecuentes las referencias a la vida
rural. Su anuncio se centra en la advertencia del inminente castigo divino
sobre Israel, porque ha abandonado a su Dios y los poderosos del pueblo
oprimen a los más débiles.

La situación económica y política para Israel era en esta época muy


prometedora. La riqueza aumentaba en el escaparate, pero en la trastienda la
pobreza de los débiles era cada vez mayor. La teología oficial, la que se
producía en los santuarios reales y en la corte, veía en esta recuperación
económica la mano benefactora de Dios. Amós declarará que esta euforia era
ilusoria; Israel debía despertar de la fantasía en la que vivía, pues su riqueza
era fruto de la opresión y la injusticia. Los pecados más graves que Amós
denuncia podemos resumirlos en cuatro categorías: 1) la insolidaridad, el lujo
en que vivían los poderosos sin dolerse de la suerte de los débiles (6,1-7); 2)
la injusticia, fuente verdadera de las riquezas conseguidas por la opresión de
los pobres (5,7.10-17); 3) la falsa seguridad religiosa: el pueblo se siente
privilegiado por la elección divina y cree que no debe temer ninguna
desgracia (6,1-9); y 4) el culto falso: injusticia y vida religiosa son
absolutamente incompatibles (4,1-5; 5,18-26). Mediante cinco visiones, el
profeta anuncia el final de un pueblo que construye de este modo su historia:
Dios mismo lo derrumbará, aunque se trate de su pueblo elegido (7,1—9,4).
Sólo una cosa podrá salvarlo: la conversión, la búsqueda sincera de Dios
(5,4-6), que se traduce en la práctica de la justicia y el derecho, en la defensa
de los débiles (5,14s). Amós ha pasado a la tradición, y con justicia, como el
profeta defensor de los pobres.

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b) Oseas incrementará aún más, si cabe, la denuncia de la injusticia y la


idolatría. Como una esposa infiel, Israel se ha alejado de Dios, sólo vive para
sí mismo y para sus amantes. Injusticias y corrupción no son tolerables por el
Dios justo, pues él prefiere el amor a los sacrificios (6,6). Pero los
sentimientos de Dios son demasiado fuertes como para abandonar a su
adúltera esposa; intentará enamorarla de nuevo y se compadecerá de ella
(2,16-25). Pero todo el esfuerzo de Dios resultará inútil: Israel no quiere
convertirse; aunque Dios tiende la mano, su pueblo no la coge (conversión), y
así camina hacia su ruina.

2. EL SIGLO VIII EN EL SUR. La situación social, política y religiosa en Judá


no es muy distinta de la de Israel. Las críticas proféticas contra las injusticias
son muy similares; el peligro de la idolatría no es tan acusado, pero sí en
cambio la tentación de convertir a Dios en un ídolo del que servirse. So capa
de una auténtica piedad, expresada en aparatosas liturgias en el templo de
Jerusalén, los israelitas del sur buscaban tranquilizar unas conciencias que
Dios espoleaba por boca de sus profetas. Isaías, que recibe su vocación en
el propio templo (6,1-13), es quizá el más sensible a este fraude
pseudorreligioso (1,10-20).

a) Se conoce como Proto-Isaías al profeta que predicó en Jerusalén en el


siglo VIII. Salvo algunas excepciones (pues también hay textos tardíos), su
mensaje se recoge en los primeros 39 capítulos de su libro. Sus orígenes
parecen estar vinculados a la aristocracia de la capital; no obstante esta es la
clase social que recibe los más duros ataques del profeta. En su teología
ocupan un papel central dos ideas con fuerte arraigo en las tradiciones de
Judá: una doble elección, la de Jerusalén y su templo, como morada de Dios,
y la de la dinastía davídica como vehículo privilegiado para regir a su pueblo.
Ambas elecciones privilegian a los judaítas, pero no los exime de una
conducta recta; al contrario, les exige una mayor coherencia con la alianza.
Las ideas fundamentales de su ministerio las encontramos sintetizadas en el
relato de su vocación. Serían: 1) la santidad de Dios; 2) la conciencia de
pecado personal y colectivo; 3) la necesidad de un castigo, y 4) la esperanza
de la salvación. Estos elementos, conjugados con la elección de Sión y de la
dinastía davídica, nos dan las claves de su profecía.

En síntesis, podemos decir que su predicación abarca dos grandes temas: 1)


La problemática social, donde destaca su crítica a la clase dirigente por su
lujo y orgullo, su codicia desmedida, sus injusticias; todo esto no se puede
conjugar con una vida auténticamente religiosa (5,1-7). 2) La política. La
seguridad de Judá se asienta en las promesas de Dios a su pueblo. El Señor
es el garante de la paz y la prosperidad. Pero estas promesas no son
incondicionadas: requieren una respuesta fiel por parte del pueblo, en
especial de sus gobernantes. Lo contrario es buscar la tranquilidad en la
seguridad de los medios humanos. A la fe se opone el temor, la duda. Frente
a la desconfianza del rey en Dios, Isaías asegura su trono anunciándole la
llegada inminente de un sucesor, de un nuevo mesías que traerá la paz y la
justicia y consolidará el trono de David; durante su reinado no habrá ni temor
(rebeldía a Dios) ni opresión a los débiles (7,1-17; 11,1-16). El hombre cree

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tener la historia en sus manos, pero está en las de Dios, a quien debe
convertirse.

b) El otro gran profeta de este momento es Miqueas, gran defensor de la


justicia social. En su denuncia subraya la cólera de Dios, pero sin excluir la
misericordia. Condena enérgicamente los ritos litúrgicos que no van
acompañados de la integridad moral de quienes los celebran (6,1-8).
Aletargada por los oráculos de los falsos profetas, Judá se precipita hacia la
catástrofe (2,6-11; 3,5-8). Pero Dios no dejará morir a su pueblo, lo salvará;
pero eso sí, no se servirá de grandes mediaciones, elegirá medios humildes:
la salvación no vendrá de Jerusalén, sino de la pequeña ciudad de Belén
(5,1-3); no será inmediata, llegará tras un período de purificación en el que un
resto sobrevivirá; ahora es tiempo de dolor (4,1-14); cuando Dios salve, los
enemigos de su pueblo serán exterminados, pero estos no son las otras
naciones (interpretación tradicional), sino los ídolos que su propio pueblo se
ha fabricado confiando en ellos: el ejército, las fortalezas, los adivinos, los
falsos dioses (5,9-14).

3. Los PROFETAS DEL PREEXILIO. Durante el siglo VII, y hasta la caída de


Judá ante Babilonia en el año 586, se oye la voz de unos profetas que siguen
expresando en nombre de Dios la urgencia de la conversión. Los reveses en
la historia son interpretados por los judaítas como castigos de Dios; pero
estos no han servido para hacerles volver de verdad al Señor. Ni siquiera
aprendieron viendo la desgraciada suerte que corrió Israel, su nación
hermana, conquistada y deportada por Asiria. Por el contrario, los habitantes
de Judá, confiando en que a ellos no les pasaría nada, pues Dios los
defendería, vivían despreocupadamente sin plantearse que todo lo torcido
termina por derrumbarse. Entre los profetas de este período destacan
Sofonías y Jeremías (también actuaron Nahún y Habacuc, pero su
predicación no fue tan relevante como la de estos).

a) Las palabras de Sofonías se recogen en un pequeño libro. Su intervención


podría datarse en los primeros años de gobierno del rey Josías (640-609), y
quizá fue uno de los alentadores de su reforma religiosa (2Re 22-23). En su
libro no se plantean grandes temas teológicos, más bien el profeta sale al
paso de los problemas inmediatos del momento: idolatría, opresión,
indiferencia religiosa (1,4-13). Esta situación era insostenible y provocaría la
ira de Dios, y con ella su castigo. A este profeta pertenecen los conocidos
pasajes del dies irae (1,14-18). Pero, una vez más, el castigo no es la última
palabra de Dios. Sofonías abre el futuro a la esperanza por medio de un
«pueblo humilde y pobre... el resto de Israel» (3,11-20). El profeta invita al
pueblo a ponerse del lado de este resto fiel y a abandonar una vida alejada
de Dios; sólo así podrá gozarse de la salvación anunciada. Una vez más, las
clases dirigentes se llevan las más duras críticas: los jefes son leones
rugientes; los jueces, lobos nocturnos; los profetas (falsos), fanfarrones e
impostores, y los sacerdotes, profanadores de las cosas santas y violadores
de la ley (3,3s).

b) Jeremías es la figura más grande del profetismo de esta época. Era


benjaminita. La tribu de Benjamín estaba muy unida políticamente a Judá,
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pero sus tradiciones teológicas estaban más cerca de las de Israel. Ni la


elección de Sión ni la de la dinastía davídica pesaron tanto en el pensamiento
de este profeta como en el de Isaías; por eso sus críticas contra el templo y la
monarquía fueron todavía más duras que las de este. Comenzó su misión
siendo aún muy joven; el relato de su vocación tiene grandes paralelos
literarios con el de la llamada divina a Moisés.

Podemos distinguir cuatro etapas en su ministerio: 1) Durante el reinado de


Josías (ca. 627-609). Debió aprobar y apoyar la reforma del rey, aunque
quizá la considerase incompleta, pues no se luchó suficientemente ni contra
la injusticia ni contra el ritualismo (1-6). 2) Durante el reinado de Joaquín
(609-598). Su crítica se vuelve muy dura, arremetiendo incluso contra los
devotos y aparentemente justos que frecuentan el templo (7,1-15; 26). Sus
palabras de condena e invitaciones a la conversión no encontraron mucho
eco, produciendo en él el fuerte sentimiento de frustración que inspiró sus
famosas confesiones (11,18–12,6; 15,10-21; 17,14-18; 18,18-23; 20,7-18). Su
vida corrió grave peligro en más de una ocasión. Pero, lleno del valor que da
el espíritu de Dios, Jeremías anunció en este período el fin de Judá; su
inminente caída no tenía remedio (10,17-22; 11,15-17). El mismo pueblo
elegido había roto la alianza con su Dios. El profeta lloró amargamente la
suerte de su pueblo (8,18-23). De nada habían servido sus mensajes,
Jerusalén no había querido escuchar ni convertirse (7,13.24-26; 13,23). El
pecado estaba fuertemente grabado en su corazón (17,1). 3) Durante el
reinado de Sedecías (597-586). A Joaquín le sucede su hijo Jeconías, quien a
los pocos meses, y tras el primer golpe de Babilonia, marchó al destierro. Su
sucesor fue Sedecías, cuyos primeros años de gobierno fueron de cierta
calma política; después, el rey se vio arrastrado por otros países vecinos a
levantarse contra Babilonia; esto originó la catástrofe definitiva. Mientras
tanto, Jeremías alentaba a los que, con Jeconías, marcharon deportados, y
seguía urgiendo a la conversión a los que quedaron. Pero, una vez más,
tampoco fue escuchado. El pueblo prefirió oír a los falsos profetas que
auguraban el rápido regreso de los deportados y el inminente resurgimiento
de Judá (28,1-17). El profeta no ve ya el modo de evitar la catástrofe; no
obstante, en nombre de Dios pronuncia una palabra de esperanza: Judá será
restaurada; pero no a partir de los que quedaron en la tierra, sino de los que
marcharon al exilio. El Señor los traerá de nuevo y construirá con ellos un
pueblo nuevo, justo y agradable a sus ojos (24,1-10). 4) Después de la caída
de Jerusalén. Nabucodonosor conquistó Judá, deportó gran parte de su
población y puso como gobernador a Godolías. Jeremías estuvo a su lado
hasta que fue asesinado poco tiempo después. Entonces marchó obligado a
Egipto, donde finalizaron sus días. Allí profetizó la invasión de Egipto y acusó
a sus compatriotas refugiados de haber recaído en la idolatría (40-44).

4. Los PROFETAS DEL EXILIO. El exilio supuso para el pueblo de Dios la


crisis de fe más grande hasta entonces vivida. ¿Cómo era posible que Dios
hubiera permitido esto: que se violase la Ciudad santa, que se profanase su
templo, que se truncara la dinastía de David, que los descendientes de
Abrahán fueran arrojados de la tierra que Dios mismo les había dado en
cumplimiento de sus promesas...? ¿Acaso era Dios un traidor, un débil frente
a los enemigos, injusto en su proceder? ¿Había abandonado a su pueblo?
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Esta crisis llevó a muchos creyentes a renunciar de su fe o, cuando menos, a


la acomodación desesperanzada a unas nuevas circunstancias adversas.
Ezequiel y el conocido como Segundo Isaías fue-ron los encargados de hacer
resurgir la esperanza y de anunciar una nueva actuación divina.

a) Ezequiel fue, probablemente, uno de los que marcharon fuera de su tierra


en la primera deportación del 598/597, siendo aún muy joven. En su
ministerio podemos distinguir dos etapas: una centrada en la condena y otra
en la salvación. El giro se produce tras la caída definitiva de Jerusalén (586).
Su libro es, quizá, el que mejor orden cronológico ha conservado;
procederemos siguiendo este orden: 1) En primer lugar su vocación (13), tal
vez en torno al año 592. En estos capítulos se recoge la irrupción de Dios en
la vida de Ezequiel, su elección como profeta, el envío y la mala acogida que
va a tener. 2) Condena de Judá (4-24). No se trata, como en el caso de sus
predecesores, de amenazas que buscan mover a la conversión, sino de
borrar en el ánimo de los deportados la nostalgia de un mundo ya condenado
que camina a su destrucción. Hay que deshacer vanas ilusiones y abrir
caminos nuevos. Estos últimos se obrarán por la con-versión. Habrá
esperanza para todos, pues Dios no se complace con la muerte del pecador,
sino con que viva (18,21-23). 3) Oráculos contra las naciones (25-32). Como
sus predecesores, Ezequiel atacará ahora a las naciones extranjeras. Su
originalidad está en relacionar su suerte con la de Jerusalén. 4) Promesas de
restauración (33-39). El profeta anuncia la llegada de una nueva era. Los
desterrados serán ahora el germen de un nuevo pueblo; pero tendrán que
convertirse para serlo de hecho. Dios reunirá el rebaño que los malos
pastores (príncipes, sacerdotes, nobles, profetas y terratenientes) habían
dispersado (34); la grey volverá a su tierra; los huesos secos de su pueblo
volverán a revivir (37), y Dios triunfará sobre todos los enemigos de su pueblo
(39). 5) La Torá (Ley) de Ezequiel (40-48). Esta última parte del libro podría
datarse en torno al año 573. En ella se anuncia la reconstrucción religiosa y
política del país, relacionándola con la restauración del templo y del culto.

b) El Segundo Isaías es un profeta anónimo al que se adjudican los capítulos


40-55 del libro de Isaías. Su biografía no es nada segura. Debió actuar entre
los desterrados en Babilonia a finales del exilio, quizá entre el 553 (comienzo
de las campañas de Ciro el Grande) y el 539 (rendición de Babilonia). Su
mensaje es claro y rotundo: el pueblo de Dios volverá a su tierra, Jerusalén
será restaurada. Esta será una gesta de Dios que supere incluso al éxodo de
Egipto. El Señor vencerá todas las adversidades: el orgullo de Babilonia (47),
sus dioses (que no son más que ídolos [45,15—46,13]), y la más grande de
todas: la desesperanza de su propio pueblo, que se cansa de esperar
(40,27), tiene miedo (41,13s.), es ciego y sordo (42,18-20), pecador (43,23s.),
falso y obstinado (48,1-8), se cree abandonado (49,14). Para contagiar su
propia esperanza, el profeta exalta el poder de Dios, que es capaz de hacer
lo imposible; por eso todo se puede esperar.

El mensaje de este profeta podría sintetizarse en cinco discursos, precedidos


de un relato relacionado con su vocación, en el que se presenta
solemnemente el nuevo plan divino (40,1-11): 1) La hora de Dios (40,12—
42,12). El Señor es el soberano del universo y de la historia, su pueblo debe
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confiar en él, pues su destino está en sus manos, no en ningunas otras. 2) El


rescate de Israel (42,14—44,23). Dios rescatará a su pueblo, pero esta
salvación vendrá no por el esfuerzo de Israel, sino por el perdón generoso y
gratuito de Dios a los suyos (43,22—44,5). No han sido los sacrificios o las
penitencias las que han borrado el pecado del pueblo, sino el amor de su
Dios. 3) El camino de salvación (44,27—49,13). El Señor sacará a su pueblo
del lugar en donde está; él mismo irá abriendo la senda. 4) Sión resurge de
sus ruinas (49,14—52,12). Jerusalén estaba desanimada, se creía
abandonada. Pero, ¿cómo podría Dios abandonarla? Aun así, el profeta
tendrá que luchar contra la incredulidad de los suyos. 5) El porvenir (54-55). A
Jerusalén le espera, tras el oprobio sufrido, un futuro de gloria. Ya no será
como una viuda, y volverá a tener hijos, una multitud de ellos que su Dios le
dará. Pues el Señor la ha tomado de nuevo por esposa. Insertos entre estos
discursos se encuentran los cuatro cantos del Siervo (42,1-7; 49,1-6; 50,4-9;
52,13—53,12), cuya interpretación es muy variada, pudiéndose relacionar en
ocasiones con Israel, con el propio profeta o con un tercer personaje de
identificación discutible. La tradición cristiana los ha aplicado desde siempre a
Jesucristo.

IV. El declive del profetismo y la apocalíptica

Después de las grandes figuras proféticas que actuaron durante el exilio, sus
sucesores carecen ya de la energía y espontaneidad que caracterizó a la
profecía clásica. Los profetas del período posexílico vivieron, en gran medida,
de las ideas de sus predecesores. Su rasgo más característico hay que
buscarlo mejor en la adaptación de las profecías anteriores a las nuevas
circunstancias que en la originalidad de sus ideas. Entre los profetas
conocidos de esta época hay que señalar, con este posible orden
cronológico, al Tercer Isaías (Is 56-66), Ageo, Primer Zacarías (Zac 1-8),
Malaquías, Abdías, Joel y Segundo Zacarías (Zac 9-14).

La profecía de esta época mira con mayor optimismo el nuevo futuro de


Israel. Sus temas más comunes se centran, generalmente, en el Templo y la
Ley (los grandes pilares que en estos momentos dan cohesión a la
comunidad israelita). Subsiste también un cierto interés por la restauración
davídica (Zac 6,9-15) y por algunos temas relacionados con la salvación
definitiva de Israel, en donde se mantiene la centralidad del dominio universal
de Dios.

A finales del siglo III a.C., la profecía decae profundamente, al tiempo que
surge un nuevo modo de hablar e interpretar la acción de Dios en la historia:
la apocalíptica. Ya se habían dado algunos precedentes mixtos, profecía-
apocalíptica, en textos proféticos anteriores (Is 24-27; 56-66; Zac 9-14), todos
ellos tardíos. Y sus formas literarias están igualmente anticipadas en Ez y Zac
1-6. Como literatura independiente floreció cuando terminó la profecía (en
torno a mediados del siglo II). Es el vehículo de expresión del movimiento
radical nacionalista en esta época, y tiene las siguientes características: 1)
anuncio y exigencia del arrepentimiento nacional; 2) oposición absoluta a la
helenización, y 3) esperanza escatológica de la inminente intervención divina,
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definitiva y favorable para Israel. El contexto de esta literatura es siempre una


crisis nacional. Los últimos grandes apocalipsis escatológicos proceden de
finales del siglo 1 d.C.

Se trata de una literatura muy estilizada, con simbolismos convencionales,


que se alimenta de fuentes veterotestamentarias. Aparece cargada, y en
ocasiones recargada, de sueños y visiones (en especial del trono celestial).
Aunque su trasfondo y el contenido de su mensaje son judíos, muchas de las
formas de expresión no lo son.

En cuanto heredera de la profecía, viene a reafirmar las promesas proféticas


para el futuro; haciéndolas pertinentes para el aquí y ahora del escritor. Por
esta razón, las obras son pseudonímicas; sus autores utilizan nombres de
santos del Antiguo Testamento. Con ello no buscan hacer un fraude; no
pretenden situar su obra en la época antigua, sino que se sienten los
intérpretes actuales de la revelación recibida en la antigüedad. Con esta
intención, algunos de estos escritores ofrecen al lector resúmenes históricos
que unen la época anterior con su actualidad. Y a estos resúmenes les dan la
forma literaria de una predicción profética, pero ciertamente no lo son.
Muestran así estos escritores cómo se ha ido cumpliendo en el tiempo la
profecía y, lo que es más importante, lo que queda aún por cumplirse.

Israel arrastra ya un largo período de dominaciones extranjeras tras el exilio.


¿Dónde quedaron las promesas proféticas de una restauración gloriosa? En
este contexto, el autor apocalíptico subraya la idea de que Dios no ha
abandonado a su pueblo y la salvación prometida llegará. El eje central de su
obra está atravesado por la afirmación de la soberanía absoluta de Dios
sobre la historia y sobre la creación. Dios ha predeterminado el curso de la
historia y su momento final. Las personas no quedan abocadas, no obstante,
a un determinismo fatalista. El destino de su historia depende de su adhesión
al plan de Dios. De ahí las insistentes invitaciones al arrepentimiento y a la
acción ética.

La salvación escatológica trasciende todo acontecimiento conocido; por eso


se la presenta como nueva creación, en la que serán eliminadas todas las
formas del mal, por muy poderosas que sean. Esta nueva era es denominada
reino de Dios, y reemplazará definitivamente a los imperios de este mundo.

La obra bíblica más representativa de esta literatura es el libro de Daniel; el


resto de la producción apocalíptica judía nunca fue considerado canónico, ni
en el judaísmo ni en el cristianismo.

V. ¿Qué es un profeta bíblico?

Después de este recorrido histórico y teológico por el desarrollo del


movimiento profético bíblico, nos quedaría una cuestión por resolver: en
síntesis, ¿qué dice la Biblia de sus profetas?

En la Biblia se denomina profetas a aquellos hombres y mujeres (pues


también las hay) que sienten profundamente una llamada de Dios para ser
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sus mensajeros. Cómo anuncian su mensaje, cuál es su contenido, etc., es


algo que dependerá de cada época y circunstancia, no hay un cliché riguroso.
No obstante, podemos establecer ciertas constantes en la profecía bíblica,
algunas de las cuales podrían deducirse de los relatos de vocación: 1)
Aunque el profetismo es, en su origen, un fenómeno colectivo (se actúa en
grupo), con el paso del tiempo se decanta por una actuación personal,
individual, si bien no al margen de una serie de discípulos. 2) Se opera en el
profeta una experiencia religiosa profunda, por medio de la cual Dios irrumpe
en su vida y lo envía a una misión. 3) El profeta queda revestido de la
autoridad de aquel que lo envía. La fuerza de su palabra descansa sólo en
Dios, no en ningún poder o cualidad sobrenatural; no son personas con
superpoderes, sino creyentes. 4) Sintiéndose revestidos de esta autoridad
divina, se enfrentan a cualquier otro tipo de autoridad, incluso religiosa (cf Am
7,10-17). Su denuncia no es sólo la queja de un hombre, sino ante todo el
juicio de Dios sobre los planes humanos. Esto llevará al profeta a duros
enfrentamientos, por lo que podemos decir que estos enviados, más que vivir
de su profecía, sobrevivían a pesar de ella. 5) Su voz es la voz de Dios, y se
dirige al hombre no para decirle lo que quiere oír, sino para que oiga lo que
Dios tiene que decirle. Por eso su mensaje se compone de dos elementos:
denuncia del mal (injusticia, idolatría, etc.) y anuncio de salvación. 6) El
lenguaje que emplean es terriblemente duro, en la denuncia de las injusticias,
y profundamente tierno, en los anuncios de salvación. El profeta se ve
contagiado de los sentimientos de un Dios que es absolutamente intolerante
con el pecado, con el opresor, y ardiente defensor de los pequeños, de los
oprimidos. Hemos de ser muy conscientes de que son personas separadas
de nosotros por muchos siglos de historia y por una lengua, una cultura y una
sensibilidad muy diferentes. 7) Y por último salvemos una comprensión
defectuosa de la profecía: los profetas no son, fundamentalmente, personas
que hablen de cosas futuras que están por ocurrir, o de amenazas de
catástrofes inminentes. No anuncian el futuro (esto se da, pero
escasamente); más bien juzgan el presente. Son hombres y mujeres
profundamente creyentes, que saben mirar la vida con los ojos de la fe,
descubriendo dónde se encuentra Dios y dónde no; que saben qué le agrada
y qué le desagrada; que sienten cómo y con quién se compromete su palabra
salvadora.

En la Iglesia serían aquellos que, sin grandes dotes, títulos o


reconocimientos, nos ayudan a vivir de verdad más evangélicamente; que no
comprometen su voz con los intereses de los poderosos de este mundo, por
muy piadosos que parezcan, sino que proclaman, entre muchas
persecuciones y olvidos, las verdaderas exigencias del reino de Dios. Un
profeta sería, pues, aquel que, con la mirada de Dios, juzga la realidad,
descubre la presencia de Dios en la vida y nos desvela sus planes para con
la historia, al tiempo que nos implica en su realización.

VI. Los profetas bíblicos en la catequesis

La catequesis supone, para las personas que intervienen en ella


(catecúmenos, catequistas, comunidad creyente), no un esfuerzo de
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adoctrinamiento en las enseñanzas que transmite la Iglesia, sino un camino


de búsqueda y encuentro con el Dios que mueve la historia hacia un
horizonte de plenitud. Este proyecto de Dios sobre la humanidad no lo han
vivido a ciegas los creyentes que nos han precedido: Dios mismo ha ido
iluminando su camino con pequeñas candelas, hasta derramar plenamente
su luz en la persona de su Hijo. Los profetas bíblicos han de ser leídos en la
tarea catequética desde esta clave: Dios conduce y reconduce el camino de
la historia de su pueblo (en este caso el Israel bíblico) hacia ese horizonte de
plenitud, y ellos son las luces que Dios va encendiendo para no errar la ruta.

Las palabras de los profetas van dibujando un rostro preciso de Dios y de los
hombres y mujeres, sus hijos, tal como él quiere que sean, conforme a su
imagen y semejanza. Los cristianos reconocemos la definitiva manifestación
del rostro de Dios en lo que de él nos ha hablado su Hijo. Así, en una labor
catequética cristocéntrica, los profetas han de ser integrados como ese
boceto de Dios que la revelación bíblica ha ido trazando. Estos mensajeros
anuncian una intervención divina en la historia de la humanidad, una
intervención que desbordará incluso toda expectativa humana y que se va a
hacer realidad en la llegada de Jesús. En su persona se cumplen, de modo
absoluto, los planes de Dios sobre la vida de sus hijos. Por eso, y teniendo
muy en cuenta las circunstancias históricas que envolvieron a cada profeta,
nos encontraremos a estos heraldos como grandes luchadores por la justicia,
ardientes defensores de los débiles, críticos tenaces de unas autoridades que
pretendían desplazar o manejar la voluntad de Dios.

Leer hoy a los profetas bíblicos no es una tarea arqueológica —¿qué dijeron
aquellos hombres del pasado?—; es una necesidad muy actual. La voz de
Dios no cambia, cambian sus voceros. La palabra de Dios que un día sonó
en boca de los profetas de Israel, y que se manifestó de modo pleno en su
Hijo, sigue resonando hoy en medio de la comunidad eclesial. El bautismo
convierte a todo cristiano en profeta, en cuanto continuador de la misión
profética de Jesús. Su palabra y su vida, como las de Jesús, deben seguir
juzgando al mundo de hoy, a la Iglesia de hoy, y deben seguir abriendo,
porque Dios mismo ha empeñado su palabra en ello, la historia del mañana.

Todo creyente está llamado a hablar palabras de Dios, pero sólo si antes las
ha escuchado, si primeramente ha reconocido bien quién le llamaba. En este
caso, será su voz la que suene, pero será Dios quien hable; y su boca podrá
ser tapada y silenciada, como lo fue la de Jesús, pero su palabra, como
procedía de Dios, seguirá siendo eficaz, seguirá abriendo caminos,
rompiendo ídolos, sembrando vida. Una comunidad creyente, que de verdad
escucha la voz de Dios, se convertirá sin duda, tarde o temprano, en una
comunidad profética, y vivirá su misión con el mismo convencimiento con que
lo vivió el profeta Amós, que justificaba así su ministerio: «el león ruge,
¿quién no temerá?; el Señor Dios habla, ¿quién no profetizará?» (3,8).
BIBL.: ÁBREGO J. M., Profetas, Verbo Divino, Estella 1993; ALONSO SCHÓKEL L.-SICRE DÍAZ J. L.,
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Juan Antonio Mayoral López

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