PROFETAS
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NDC
I. El fenómeno profético
Pero también hay otro modo de resolver el problema: estas fuerzas no son
ciegas ni actúan mecánicamente, sino que son libres y tienen planes
concretos sobre los hombres. Entonces nos situamos ya en la esfera de la
religión. En este caso, el profeta se coloca entre la humanidad y la divinidad
como mediador, como quien posibilita el diálogo entre ambas.
Cabría una tercera solución: no hay tales fuerzas; todo lo que afecta al
hombre se encuentra y se explica dentro de los límites de lo natural.
Entonces no cabría ya plantearse la profecía, pues este fenómeno necesita
siempre una referencia a lo sobrenatural.
La Biblia comprende a Dios como un padre que cuida de sus hijos, que
quiere lo mejor para ellos, que los educa y los guía por el camino más
conveniente (Os 11,1-4); como una madre que no repara en sacrificios para
sacar a sus hijos adelante, que los mima, los entiende y los quiere
profundamente (Is 49,14s). Es una visión muy antropomórfica, pero quizá no
haya otra mejor para hablar de Dios.
En la profecía, la Biblia nos descubre que Dios, más que querer comunicar al
hombre sus designios, busca comunicarse a sí mismo. De los profetas
bíblicos podemos decir que lo mejor de ellos no es tanto que nos hayan
hablado en nombre de Dios cuanto que nos han hablado de Dios. Dios se
nos ha revelado, nos ha salido al paso por medio de estos elegidos.
En síntesis, podría decirse que los mensajes de los profetas tienen cuatro
puntos principales de interés: 1) la instrucción: en nombre de Dios, el profeta
educa al creyente en los valores más importantes para la vida cotidiana, la
privada y la social, la coyuntural y la más permanente; 2) la interpretación:
Dios nos sale al paso en todo momento, pero no siempre lo reconocemos; el
profeta desvela la presencia de Dios interpretando en su nombre el sentido
de los acontecimientos ordinarios y extraordinarios; 3) la denuncia: en
ocasiones el creyente toma caminos equivocados, y Dios lo corrige, el profeta
denuncia su error, lo acusa, lo amenaza y lo invita a la conversión; y 4) el
anuncio: el hombre no ve más allá de sí mismo, de sus límites como criatura;
por eso el profeta le anuncia lo que Dios quiere construir con él, lo encamina
hacia un futuro que está por hacer (no hay adivinación), pero que llegará a
ser porque Dios ha empeñado su palabra en ello.
En primer lugar, habría que distinguir dos tipos diferentes de inicios: uno
tomado en sentido teológico y otro en sentido histórico.
La etapa que comprende desde esta época hasta el siglo VIII se conoce
como período preclásico. Abarca unos tres siglos, en los que destacan
grandes figuras proféticas como Samuel, Gad, Natán, Ajías de Siló, Miqueas
ben Yimlá, Elías y Eliseo. Las características de los profetas de este tiempo
podríamos resumirlas del modo siguiente: 1) Están presentes en los
conflictos bélicos, alentando el fervor patriótico; en nombre de Dios apoyan a
su pueblo (lRe 22,6). 2) Suelen actuar en grupo, teniendo vida en común, lo
que favorece la experiencia extática, arropada por el contagio mutuo
mediante cantos, danzas, música (ISam 10,9-12). Al líder de estos grupos se
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a) En primer lugar hay que destacar que, por primera vez, nos encontramos
libros independientes dedicados al ministerio particular de los profetas. Este
hecho hace que se les conozca como profetas escritores, si bien no significa,
necesariamente, que fueran ellos los autores de sus libros.
En estos libros encontramos muy poco interés por los datos biográficos de
sus protagonistas; la atención se centra más en su ministerio, que es lo
importante. En la mayoría de los casos, los datos que se recogen son útiles
para la comprensión del mensaje profético. Así, por ejemplo, Oseas está
casado con una prostituta que le es infiel, como infiel y adúltero es Israel, que
abandona a Dios, su único esposo, en busca de otros dioses, sus amantes. O
el caso de Amós, del que se nos dice que era «boyero y descortezador de
sicómoros», es decir, tenía una profesión y vivía de ella, no de ejercer la
profecía; por eso podía hablar con toda libertad contra la política del rey y los
abusos de los poderosos, pues no dependía de ello su subsistencia (Am
7,10-15).
tener la historia en sus manos, pero está en las de Dios, a quien debe
convertirse.
Después de las grandes figuras proféticas que actuaron durante el exilio, sus
sucesores carecen ya de la energía y espontaneidad que caracterizó a la
profecía clásica. Los profetas del período posexílico vivieron, en gran medida,
de las ideas de sus predecesores. Su rasgo más característico hay que
buscarlo mejor en la adaptación de las profecías anteriores a las nuevas
circunstancias que en la originalidad de sus ideas. Entre los profetas
conocidos de esta época hay que señalar, con este posible orden
cronológico, al Tercer Isaías (Is 56-66), Ageo, Primer Zacarías (Zac 1-8),
Malaquías, Abdías, Joel y Segundo Zacarías (Zac 9-14).
A finales del siglo III a.C., la profecía decae profundamente, al tiempo que
surge un nuevo modo de hablar e interpretar la acción de Dios en la historia:
la apocalíptica. Ya se habían dado algunos precedentes mixtos, profecía-
apocalíptica, en textos proféticos anteriores (Is 24-27; 56-66; Zac 9-14), todos
ellos tardíos. Y sus formas literarias están igualmente anticipadas en Ez y Zac
1-6. Como literatura independiente floreció cuando terminó la profecía (en
torno a mediados del siglo II). Es el vehículo de expresión del movimiento
radical nacionalista en esta época, y tiene las siguientes características: 1)
anuncio y exigencia del arrepentimiento nacional; 2) oposición absoluta a la
helenización, y 3) esperanza escatológica de la inminente intervención divina,
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Las palabras de los profetas van dibujando un rostro preciso de Dios y de los
hombres y mujeres, sus hijos, tal como él quiere que sean, conforme a su
imagen y semejanza. Los cristianos reconocemos la definitiva manifestación
del rostro de Dios en lo que de él nos ha hablado su Hijo. Así, en una labor
catequética cristocéntrica, los profetas han de ser integrados como ese
boceto de Dios que la revelación bíblica ha ido trazando. Estos mensajeros
anuncian una intervención divina en la historia de la humanidad, una
intervención que desbordará incluso toda expectativa humana y que se va a
hacer realidad en la llegada de Jesús. En su persona se cumplen, de modo
absoluto, los planes de Dios sobre la vida de sus hijos. Por eso, y teniendo
muy en cuenta las circunstancias históricas que envolvieron a cada profeta,
nos encontraremos a estos heraldos como grandes luchadores por la justicia,
ardientes defensores de los débiles, críticos tenaces de unas autoridades que
pretendían desplazar o manejar la voluntad de Dios.
Leer hoy a los profetas bíblicos no es una tarea arqueológica —¿qué dijeron
aquellos hombres del pasado?—; es una necesidad muy actual. La voz de
Dios no cambia, cambian sus voceros. La palabra de Dios que un día sonó
en boca de los profetas de Israel, y que se manifestó de modo pleno en su
Hijo, sigue resonando hoy en medio de la comunidad eclesial. El bautismo
convierte a todo cristiano en profeta, en cuanto continuador de la misión
profética de Jesús. Su palabra y su vida, como las de Jesús, deben seguir
juzgando al mundo de hoy, a la Iglesia de hoy, y deben seguir abriendo,
porque Dios mismo ha empeñado su palabra en ello, la historia del mañana.
Todo creyente está llamado a hablar palabras de Dios, pero sólo si antes las
ha escuchado, si primeramente ha reconocido bien quién le llamaba. En este
caso, será su voz la que suene, pero será Dios quien hable; y su boca podrá
ser tapada y silenciada, como lo fue la de Jesús, pero su palabra, como
procedía de Dios, seguirá siendo eficaz, seguirá abriendo caminos,
rompiendo ídolos, sembrando vida. Una comunidad creyente, que de verdad
escucha la voz de Dios, se convertirá sin duda, tarde o temprano, en una
comunidad profética, y vivirá su misión con el mismo convencimiento con que
lo vivió el profeta Amós, que justificaba así su ministerio: «el león ruge,
¿quién no temerá?; el Señor Dios habla, ¿quién no profetizará?» (3,8).
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