0% encontró este documento útil (0 votos)
45 vistas38 páginas

Una Cuestión de Principios: Ronald Dworkin

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1/ 38

Una cuestión

de principios
Ronald Dworkin

Traducción de Victoria Boschiroli

"1U'1 siglo veintiuno


~edi tores
3. Principios, políticas públicas
y procedimientos

Nad a tien e tan ta importancia práctica inmediata p ara un abogado


como las normas que gobie rnan sus propias estra tegias y maniobras; y nada
resulta más enigmá tico en el plano filosófico que la cuestión de cuáles d eberían
ser esas normas. Una de ellas es la siguiente: las personas gozan del de recho
incuestiona ble d e no ser condenadas por delitos que no cometieron . Si un fis-
cal procesara a una persona sabie ndo que es inocente, no podría justificarse o
defenderse con e l argumento d e que condenar a esa persona ahorraría un gas-
to a la comunidad o contribuiría a su bien estar gen eral de alguna o tra forma.
Pero, en algunos casos, no está claro que alguie n sea culpable o inocente de un
delito. Del hecho de que todo ciudadano goza del derecho a no ser conde nado
si es inocente, ¿se sigue que tiene derecho a que se adopten los procedimientos
más precisos posibles para prob3:r su culpabilidad o inocencia, sin importar el
costo que esos procedimie ntos tengan para la comunidad en su conjunto?
Supongamos (para poner un ejemplo burdo) que los juicios fueran un poco
más precisos si los jurados estuvieran compuestos por veinticinco mie mbros
e n vez doce, aunque esto significara prolongar su duración, aume ntar la can-
tidad d e solicitudes de revisiones de causas y mayores costos totales. Si siguié-
ramos e mpleando sólo doce miembros para ahorrar los gastos adicionales,
algunas personas serían condenadas a pesar d e ser inocentes. ¿Constituye esta
decisión un acto de injusticia hacia todos aquellos que son juzgados por un
jurado d e doce m iembros?
De ser así, debemos reconocer que el sistema p enal (de los Estados Unidos
y Gran Bretaña, y de cualquier o tra parte) es injusto y vio la d e mane ra sistemá-
tica los d erechos individuales. Pues los procedimientos de los que disponemos
para probar la culpabilidad o inocencia son menos precisos de lo que podrían
ser. A veces la causa no es otra que ahorrar dinero público, y otras veces, garan-
tizar de manera directa algún beneficio social con creto, como protege r la fa-
cultad de re unir información de la que goza la policía, eximiéndola d e revelar
los nombres de sus informantes cuando la defensa de un impu tado solicita di-
cha información . ¿A qué se d ebe que no se tra te de una injusticia siste mática?
Si los ciudadanos no tienen derecho a ser juzgados en los juicios más pre-
cisos posibles, cuesten lo que cuesten, entonces, ¿a qué grado de precisión
104 U NA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

tienen derecho? ¿Debemos, acaso, irnos al otro extremo y d ecir que los im-
. putados de un delito no tiene n de1-echo a ningún grado de precisión? Es lo
que estaríamos presuponiendo si eligiéramos procedimientos y normas pro-
batorias guiándonos sólo por parámetros de costo-beneficio relativos a los in-
tereses de la socied ad en su conjunto, ponderando los intereses del acusado
contra los de aquellos que se favorecen con lo que se ahorra al tesoro público
d e un modo que beneficia a la mayoría. Tal abordaje utilitario, ¿sería compa-
tible con nuestra fervorosa declaración de que los inocentes tienen derecho
a estar libres? De n o ser así, ¿hay algún punto intermedio entre estas dos afir-
maciones extremas, la de que una persona tiene derecho a disponer de los
procedimientos más precisos posibles, y la d e que no tiene derecho alguno en
materia de procedimie ntos?
Se trata de preguntas difíciles. Por lo que sé, no han recibido un tratamiento
sistemático en la filosofía política. En rigor, se las dejó a m erced de la simple
fórmula que indica que las cu estiones de procedimiento y prueba deben d e-
cidirse buscando un "punto de equilibrio" entre los intereses del individuo y
los de la comunidad en su conjunto, lo cu al no es más que una reformulació n
d el problema. De hecho, es peor qu e una mera reformulación, porque los
intereses de cada persona están incluidos e n e l cálculo d e los intereses de la
comunidad en su conjunto, y la idea de que se deba hacer una estimación
adicional para en contrar el equilibrio entre los intereses d e un individuo y los
resultados del cálculo inicial es, por lo tanto, m isteriosa. Tenemos que tratar
de buscar respuestas más útiles a nuestras preguntas, entre las cuales, de ser
posible , se debe hallar una explicació n de por qué esta idea de un "punto de
e quilibrio" tiene tanto éxito. Pero antes, vale la pena detenerse para observar
cómo están conectadas nuestras preguntas con una serie de c uestiones apa-
re ntemente distintas, de orden teórico y práctico, en el d erecho probatorio.
Los enigmas en torno a la sustancia y el procedimiento en el d erecho penal
también se plantean en el derecho civil, y si bien el conflicto en tre cuestiones
de interés público e individual tal vez sea me nos dramático en este campo, es,
no obstante, más complejo. Cuando una persona recurre a la justicia en una
cuestión civil, se presenta ante un tribunal para reclamar sus derechos, y e l
argumento de que la comunidad se be neficiaría si no se hiciera cumplir un
derecho no cuenta como un buen argumento en contra de esa persona. De-
bemos cuidarnos de no caer en una trampa habitual en este sentido. Muchas
veces, cuando el demandan te pla ntea su reclamo aludiendo a una ley que le
otorga e l derecho en cuestión, ocurre que la ley fue promulgada, e n términos
históricos, porque e l órgano legislativo pensó que la ciudadanía en su conjun-
to se beneficiaría, d e un modo utilitarista, si se otorgaba a personas como el
demandante u n derecho legal a lo que dicta esa ley. (Dicho de otro modo, la
ley fue promulgada no por motivos de principios, sino de políticas públicas).
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS I 05

No obstante, e l reclamo del demandante, basado en dicha ley, es un reclamo


de derechos.
Supongamos, por ejemplo, que el demandante recurre a una norma que le
otorga el triple de los daños y perjuicios sufridos para querellar a alguien que,
con sus prácticas empresariales, ha reducido la competencia en perjuicio del
demandante. Asumamos que el órgano legislativo sancionó dicha ley guiado
únicamente por causas económicas, pues creía que la norma estimularía la
inversión, crearía puestos de trabajo, reduciría la inflación y contribuiría de
otras formas al bien común. Sin embargo, aun en casos claros como este, el
propio demandante está recurriendo a un argumento basado en principios
cuando inicia una querella judicial, y no a uno basado en políticas públicas.
Pues e n nuestra práctica judicial, seguiría teniendo derecho a ganar, aun
cuando concediera (y el tribunal aceptara) que la ley es poco prudente desde
el punto de vista de las políticas públicas y no tendría las consecuencias bene-
ficiosas que se esperaba, por lo que e l bienestar público se beneficiaría si fuera
rechazado. Para que este reclamo esté basado en principios y no en políticas
públicas, no es necesario que alguien piense de verdad que la norma es poco
prudente desde un punto de vista político. Lo único que hace falta es que el
reclamo sea independiente de cualquier supuesto sobre la prudencia de la
ley, cosa que es. Hasta que se lo derogue, el ciudadano conserva el derecho a
recibir el triple de los daños y perjuicios sufridos, sin importar lo que se piense
de los fundamentos que le permiten gozar de ese derecho.
Por lo tanto, el mismo problema que vimos en la estructura del procedi-
miento penal vuelve a aparecer en los litigios civiles. Pues en este caso es toda-
vía más claro que la garantía de precisión que ofrecen los juicios dista de ser
óptima. Y es más evidente aún que lo que se ah orra de este modo está justifi-
cado por consideraciones sobre el bienestar público general. Aquí reaparecen
las dos preguntas que planteamos respecto del derecho penal. ¿Es compatible
el papel que le cabe al bienestar social en la determinación del procedimien-
to civil con nuestra creencia de que si el demandante o el acusado tienen el
derecho legal a ganar, debe ganar aunque eso signifique un perjuicio para
la ciudadanía? Si resulta compatible, ¿tienen las partes involucradas en una
demanda civil derecho a algún grado de precisión en especial? ¿O, teniendo
en cuenta todos los factores implicados, se trata, acaso, de apenas una cuestión
de qué procedimientos y reglas probatorias actúan a favor del interés público
en general?
Estos interrogantes, aplicados a juicios civiles, plantean un nuevo enigma en
materia de derecho probatorio, que, en términos generales, atañe a la teoría
de la decisión judicial. Por desgracia, presentarlo nos llevará algo más de tiem-
po. Como acabo de señalar, el demandante en una querella civil no justifica su
reclamo con un argumento basado en políticas públicas, según e l cual, si ganara
106 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

se beneficia ría el interés general, sino que reivindica su derecho a ganar. A


mi entender, no sería materia de debate cuando se trata d e lo que podríamos
calificar de casos fáciles, es decir, cuando el derecho del demandante a ganar
fue claramente establecido por algun a autoridad doctrinal, como una ley o
una decisión judicial previa d e un tribunal con un rango suficiente . Tod os es-
tarían de acuerdo en que el argumento del demandante (si la mera apelación
a una ley puede considerarse un argumento) se funda en principios y no en
políticas públicas.
Sin embargo, n o es tan evidente que sea así cuan do se trata de un caso
difícil, es decir, cuando entre abogados competentes no hay consenso acerca
de qué decisión tomar po rque las normas o los precedentes aplicables son am-
biguos, o porqu e no hay una autoridad doctrinal que se refiera directamente
a la cuestión, o po rque, por a lgún otro motivo, no hay teoría del derecho
consagrada al respecto. En un caso así, de todos modos, los abogados del de-
mandante presentarán elementos para d emostrar que, teniendo en cuenta los
antecedentes, sus argumentos son más fuertes que los d el acusado, y la defensa
del acusado presentará una argumentación distinta para conseguir el efecto
contrario. Al final del proceso, el juez (aunque tal vez sean varios jueces, si se
apela la decisión original) decidirá inclinándose por uno de los dos argumen-
tos, o quizá pla nteando uno propio distinto de los a nteriores. En mi opinión,
aun en casos difíciles de este tipo los argumentos que proponen los abogados,
y que los jueces aceptan, están basados en principios, y está bien que así sea.
Incluso en tales casos, cuando la ley es (según la metáfora que se prefiera)
dudosa o ambigua o inexistente, a mi en tender la intención del demandante
es reivindicar su derecho a ganar, ten iend o en cuen ta todos los elem entos
relevantes, y no meram ente que la ciudadanía se vea beneficiada si él gana.
Pero no he logrado convencer a todos (para d ecirlo de algun a manera) de
que esto sea así, y distintos críticos han propu esto una inmensa cantidad de
con traej e mplos a esta afirmación. Muchos de ellos provienen del derecho del
procedimiento en general, y del derecho probatorio en particular. Hay una
serie d e decisiones recientes en Inglaterra que suelen mencionarse en este
sentido. En "D c. National Society for th e Prevention of Cruelly to Children
(NSPCC)", por ej emplo, una mujer que había sido acusada falsamente por un
informante anónimo de cometer actos de crueldad contra sus hij os demandó
a la agencia acusadora y solicitó el n ombre del informante.44 La agencia se
opuso con el argumento de que, de lo contrario, iba a recibir menos infor-
mación anó nima, y por e llo quedaría e n una posición menos favorable para
proteger a los niii.os en general si se llegaba a saber que se Ja podía obligar

44 (1978] A.C. 171, (1977] 1 Ali E.R. 589.


PRINCI PIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 1 07

a divulgar sus fuentes. La Cámara de los Lores dictaminó que, si bien en


condiciones normales la justicia podía ordenar que se revelara este tipo de
información en instancias previas al juicio, en este caso el argumento de la
agencia era válido, porque sería perjudicial para el orden público que se diera
a conocer el nombre del informante.
La Cámara de Apelaciones llegó a una conclusión opuesta en un caso seme-
jante, pero a partir de un argumento que parecería confirmar la importancia
de los argume ntos basados en políticas públicas en casos como estos.~ Un 5

empleado no identificado de la British Steel Corporation entregó un memo-


rándum interno confidencial de la emp1-esa a Granada Television, quien lo
utilizó como b ase de un programa donde se criticaba la gestión de la organiza-
ción. La corporación exigió que se le devolviera el memorándum, y Granada
cumplió con lo solicitado, pero antes eliminó del texto todo dato que pudiera
revelar la identidad del empleado que la organización consideraba desleal. En
consecuencia, British Steel Corporation presentó una demanda, basad a en el
precedente discrecional de la decisión de la Cámara de los Lores e n el caso de
"Norwich Pharmacal", para reclamar el nombre del empleado.46 Lordjustice
Denning, en la Cámara de Apelaciones, seña ló que, excepto e n cier tas circuns-
tancias, que e n su opinión afectaban la cuestión, habría rechazado revelar la
identidad con e l argumento de que la pre nsa puede cumplir mejor sus funcio-
nes, de vital interés público, si no se la obliga a dar el nombre de sus fue ntes.
Sin embargo, junto con sus colegas de la Cámara, ordenó que se comunicara
el nombre porque, a su entender, Granada no se había comportado correc-
tamente. Por ejemplo, no había informad o a la corporación con suficiente
antelación que p oseía el me morándum, y la entrevista televisiva basada en el
documento no se h abía realizado con un grado de decoro aceptable.
El argumento sobre el que se funda la decisión es absurdo y malintenciona-
do. Los tribunales no tienen por qué pronunciarse ni sobre el juicio e ditorial
ni sobre los modales de la prensa, y cualquier Estado de derecho que someta
los poderes de la prensa a la opinión de los jueces sobre sus conductas repre-
senta una amenaza mayor a su independencia que una norma tajante que le
exija identificar a sus informantes. Pero el juicio de fondo e mitido por e l tribu-
nal (que el efecto sobre el acceso a la información por parte de la ciudadanía
debe ser tenido e n cuen ta al decidir qué materiales pueden revelarse en las
instancias previas al juicio en un litigio civil) es de suma importancia.
Pues, aunque digamos que en "D c. NSPCC" el tribunal hizo que la cuestión de
la prueba (si iba a exigir la entrega del nombre del informante) dependiera

45 British Steel Corporation c. Granada Television Ltd. (no denunciado) .


46 (1 976] A.C. 171, [1977] l All E.R 589.
108 UNA CUESTIÓ N DE PRINCIPIOS

de los derechos de la parte contraria, los niños que podían quedar menos
protegidos si se ordenaba revelar dicha información, no podemos adoptar la
misma postura en "Granada". Ningún ciudadano tiene derecho a la informa-
ción que las empresas televisivas perderían si estuvieran obligadas a divulgar
los nombres de quienes se dirigen a ellas en forma confidencial. Este hecho
evidente a veces se soslaya en la frase (popularizada por la prensa en los últi-
mos años) que dice que el público tiene "derecho a saber". La frase sólo tiene
sentido si se la entiende como una simple afirmación de que, en general, es
de interés público contar con información sobre, por ejemplo, la gestión in-
terna de industrias administrad as por e l Estado. No significa que cualquier
ciudadano tenga derecho a acceder a tal información en el sentido fuerte de
que su derecho podría constituir un argumento de principio para exigir que
se la revele. Es decir, no significa que sería incorrecto negársela aun cuando
la comunidad resultara globalmente perjudicada por dicha revelación. Por
eso, el supuesto de fondo en "Granada" (que si el proceder de la empresa
televisiva no hubiera sido inapropiado, el pedido de Steel Corporation habría
sido rechazado en virtud del interés de Ja ciudadanía p or contar con esa infor-
mación) parece sostenerse en un argumento basado en principios p ara fun-
damentar una decisión j udicial más que en uno basado e n políticas públicas.47
Pero si esto es cierto, surgen entonces dudas acerca de los aspectos descrip-
tivos y normativos de mi planteo sobre los casos difíciles. La postura normativa
sostiene que, en litigios civiles, es incorrecto qu e los jueces tomen decisiones
sobre la base de cuestiones de política. Se trata de un planteo sobre la disposi-
ción final de un caso. En términos subj etivos, requiere que un juez no conceda
a un demandante indemnizaciones por daños y perjuicios a menos que crea
que tiene derecho a dicha compensación. No basta con que considere que
el interés público se vería beneficiado con la creación de un nuevo derecho
para el demandante. De por sí, esto no d ice nada acerca de cómo el juez debe
formar su creencia de si el demandante tiene derecho a que se le otorgue la
compensación. No dice que no deba tener en cuenta el interés público al de-
terminar cómo debe proceder (él y otros que juzgan cuestiones de hecho y de-
recho) para investigar esa cu estión. Por lo tanto, el argumento normativo que
planteo no conde na e n sí mismo a los j ueces que consideran las consecuencias
sociales de una norma probatoria sobre otra al decidir si deben o no exigir que
la NSPCC o Granada Television den a conocer ciertos datos que serán usados
para determinar sus derechos legales sustanciales.
Sin embargo, la fuerza normativa d e mi planteo sin d u da se vería debi-
litada (algunos hasta dirían que se agotaría) si se permitiera a los jueces

47 Véase el capítulo J 9.
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 109

decidir cuestiones de procedimiento a partir de lo que podríamos llamar


argumentos puros basados en políticas públicas. Si se les concediera, por
ejemplo, decidir si se debe o no exigir a la NSPCC que suministre los nom-
bres de los informantes simplemente comparando las pérdidas potenciales
que sufrirían los demandantes con los beneficios potenciales que obtendrían
los niños en un cálculo estándar de costos-beneficios. Puesto que, de ese
modo, se podría afirmar con orgullo que la sociedad honra los reclamos de
derechos, aun a costa del bienestar general, lo cual es un gesto ocioso que se
puede revertir con facilidad rechazando los procedimientos necesarios para
cumplir con tales derechos sin necesidad de otro motivo que el propio in-
terés público. Por consiguiente, quienes se enorgullecen de esta afirmación
tienen motivos para ver si se puede encontrar algún punto intermedio entre
la idea poco práctica del grado de precisión máxima y el rechazo de todo
derecho procedimental.
El lado descriptivo de mi planteo sobre la decisión judicial se ve amenazado
de manera similar. Nuevamente, se trata de un planteo sobre la disposición
final de las querellas. Afirmo que las decisiones judiciales adoptadas por los
jueces en casos civiles se fundan en argumentos basados en principios y no en
políticas públicas, incluso en casos muy difíciles. Lo que quiero decir es que
los jueces no otorgan la compensación reclamada por el demandante a menos
que estén convencidos de que este tiene derecho a recibir una compensación,
ni lo rechazan si están convencidos de que lo tiene. Una vez más, en rigor, esto
no indica cómo deben decidir los jueces (ni siquiera e n términos de qué es
lo característico) si el demandante tiene o no tal derecho. No sostengo, claro
está, que nunca tomen en cuenta consideraciones con consecuencias sociales
al fuar normas probatorias u otras de procedimiento. Por lo tanto, cuando los
jueces toman en cuenta el interés de la ciudadanía al decidir si una agencia de
protección de la infancia o un sector de la prensa deben revelar información
mediante la interposición de una decisión judicial en su contra no constituyen
contraejemplos a mi propuesta.
Pero, una vez más, mis planteos descriptivos se verían amenazados si se con-
cediera que esas decisiones fueron a menudo puras cuestiones de política, es
decir, que muchas veces la decisión adoptada fue producto de un cálculo de
rutina de carácter utilitarista en e l que se contrapusieron los daños sufridos
por algún demandante en su situación financiera con los beneficios obte-
nidos por la sociedad en general por alguna norma que impide tomar en
cuenta pruebas obtenidas de manera irregular. Pues, dado que la distinción
entre sustancia y procedimiento, desde un punto de vista normativo, es arbi-
traria, como acabamos de ver, cualquier teoría descriptiva que dependa de esa
distinción, aunque sea correcta e n términos fácticos, no puede ser una teoría
profunda sobre la naturaleza de la decisión judicial, sino sólo un planteo
110 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

correcto (tal vez como resultado de un accidente histórico) en lo que concier-


ne a una parte d e la decisión judicial, y falso en lo que respecta a otra.
En consecuencia, cualquiera que piense, como es mi caso, que la decisión
judicial de cuestiones de sustancia es una cuestión de principios, y que este
es un hecho importante tanto en términos n ormativos como teóricos, tiene
un interés especial por encontrar un punto intermedio e ntre los postulados
extravagantes y los nihilistas sobre los derechos que gozan los ciudadanos en
materia de procedimientos judiciales. Sin embargo, antes de abordar esta y
otras cuestiones que han surgido en relación con ella, expondré una contro-
versia judicial más que plantea m u chas de estas cuestiones en forma distinta
de las vistas hasta aquí.
La Cámara de Apelaciones y la Cámara de los Lores gen eraron un d ebate
fascinante sobre los requisitos de lo que en Gran Bretaña se llama justicia na-
tural y en los Estados Unidos, debido proceso del derecho. En el caso "Bushell c.
Secretary ofState for the Environment", por ejemplo, se pla nteó la cuestión de
si era correcto que el Departamento de Medio Ambiente, que convocó audien-
cias para d eterminar si se d ebía construir una autopista que atravesaría una
parte de la ciudad de Birmingham, excluyera d e tales audiencias un examen
de su "Libro Rojo", un documento donde se presen taban predicciones gene-
rales sobre la circulación del tránsito que el departamento había elaborado
para la totalidad del país.48 El Departamento n o permitió que los grupos que
se oponían a la construcción d e la au topista obje taran las cifras, presentadas
en el "Libro Rojo", que el organismo se proponía emplear en relación con su
decisión: durante la audiencia sólo se pudieron discutir asuntos estrictamen te
locales. Tiempo después, el Departamento reconoció que las cifras consignadas
en el documento no eran correctas porque no consideraban la reducción en el
uso de las carre teras que se anticipaba como consecuencia de un aumento en
el precio del combustible, pese a lo cual seguía afirmando que la decisión de
construir la carretera era la correcta.
Los grupos que se oponían al proyecto llevaron al organismo a la justicia,
y la Cámara de Apelaciones, e n una decisión de Lord Denning, sostuvo que,
al negar la oportunidad de obje tar el "Libro Rojo", se negaba la justicia na-
tural y, por lo tanto, declaró que las audiencias y la decisión adolecían de
irregularidades. La Cámara d e los Lores, en un fallo dividido, dio march a
atrás. El discurso principal sostenía que el Departamento actuaba dentro de
sus derech os al limitar las audiencias locales a asuntos que variaban de una
localidad a otra y al excluir de la d iscusión las prediccion es generales sobre
la circulación d el tránsito y otras cuestiones que debían ser decididas por

48 (1979) 123 Sol Jo 605, C.A.; modificado [ 1980] 2Al 1 E.R. 608, H.L.
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 111

autoridades centrales, d e modo tal de poder conducir las decisiones locales


de manera uniforme.
"Bushell" presenta el mismo problema que venimos exponiendo, la co-
nexión entre decisiones políticas de sustancia y de procedimiento, pero en
sentido opuesto. Pues es indiscutible (supongo) que la decisión de construir
una autopista en cierta dirección es, en ausencia de determinadas circuns-
tancias que, a los efectos de la argumentación, presupongo que no estaban
presentes, una cuestión de política. Si era de interés general que se constru-
yera la autopista, como proponía el Departamento, otorgando el valor corres-
pondiente, e n esa decisión, al impacto negativo que tenía sobre aquellos que
resultaban más perjudicados, construir la autopista era la decisión correcta.
Ningún individuo o grupo tiene derechos (en el sentido fuerte del término)
contra esa decisión. (No sería incorrecto construir la autopista pese a la obje-
ción de cualquier particular, esto es, si la construcción de la autopista en efec-
to beneficiara a la mayoría.) Desde luego, si la autopista fuera una amenaza
para la vida o la salud de alguna persona, la cuestión sería muy diferente. Sería
correcto pensar que esa persona goza de un derecho contra la autopista en ese
sentido fuerte que acabamos de plantear. Pero este es el tipo de circunstancia
especial que, supongo, no se daba en este caso.
Si la cuestión de la construcción de una autopista es en un sentido particu-
lar una cuestión de política, la pregunta que se sigue de ella, sobre la forma
y dimensión de las audiencias públicas que se deben realizar para decidir esa
cuestión, ¿no es también una cuestión de política? En efecto, la Cámara de
Apelaciones rechazó esa conexión. Alegó que las consideraciones de 'justicia
natural" se aplican incluso en audiencias por decisiones de política pública.
Por lo tanto, debemos preguntarnos si el compromiso con los derechos proce-
sales en el proceso judicial penal y civil, una vez que hayamos identificado esos
derechos, tiene en efecto dicha consecuencia.

Hemos identificado una serie de interrogantes que reformularé a continuación,


aunque en un orden levemente distinto. (1) ¿Es compatible con la proposición
de que los ciudadanos tienen d erecho a no ser condenados por un delito si son
inocentes negarles todo derecho, en un sentido fuerte, a disponer de procedi-
mientos para probar su inocencia? (2) Si la respuesta es negativa, ¿deben enton-
ces los ciudadanos gozar del derecho a disponer de procedimientos que sean lo
más precisos posibles? (3) Si la respuesta es negativa, ¿cómo podrían formularse
esos derechos? (4) ¿Son válidas nuestras conclusiones tanto para la justicia civil
como para la penal? (5) Las decisiones que un tribunal adopta durante un jui-
cio, ¿son decisiones guiadas por políticas públicas o por principios? ¿Qu é sería
lo correcto? (6) ¿Gozan los ciudadanos de derechos procesales respecto de las
decisiones políticas basadas en políticas públicas?
112 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

Conviene empezar por la primera de estas preguntas. Imaginemos una so-


ciedad que establece el derecho a no ser condenado cuando se es inocente
como un derecho absoluto, pero niega no el derecho a disponer del proceso
más preciso posible, sino todo derecho a contar con un proceso determinado.
Dicha sociedad (que llamaré la sociedad del costo eficiente) elabora procedi-
mientos penales, entre ellos las reglas probatorias, calculando e l sufrimiento
estimado de aquellos que podrían ser condenados por error si se eligiera una
norma determinada, pero que serían absueltos si se estableciera un nivel de
precisión mayor, contra los beneficios que para otros supondría e legir esa nor-
ma en vez del nivel de precisión mayor.
No es verdad que e l derecho a no ser condenado si se es inocente sea una
mera farsa que carece de valor en la sociedad del costo eficiente. Pues es un
derecho que protege a los ciudadanos de la persecución deliberada por parte
de funcionarios que saben que el acusado es inocente. Es evidente que esa
prohibición encierra un valor moral, incluso en una sociedad de ese tipo. Pues
hay una forma de injusticia especial en afirmar, a sabiendas de que es falso,
que alguien ha cometido un delito. Es, entre otras cosas, una mentira. Por
lo que no parece haber una incongruencia lógica en un esquema moral que
acepta correr el riesgo de que se cometan errores inocentes sobre la culpabili-
dad o inocencia a fin de ah01Tar fondos públicos para destinarlos a otros fines,
pero que no permite la mentira deliberada para el mismo propósito.
Pero hay otro tipo de incoherencia que me detendré a explicar. La principal
función de los derechos políticos, como el derecho a no ser condenado si se es
inocente, es servir de instmcciones para e l gobierno; por ende, puede resultar
tentador pensar que nada salió mal cuando el gobierno respetó la instmcción
y comete un error involuntario. Pero esto es equivocado, porque la violación
de un derecho constituye un tipo de daño, y los ciudadanos pueden sufrir ese
daño aunque Ja violación sea accidental. Es decir, debemos distinguir entre Jo
que podemos llamar el daño básico que sufre una persona como consecuencia
de una pena, sea justa o injusta (por ejemplo, e l sufrimiento o la frustración
o el dolor o la insatisfacción de deseos que esa persona padece sólo porque
se la priva de su libertad, o es víctima de golpes, o la matan) y el perjuicio adi-
cional que padece, cuando la pena es injusta, sólo en virtud de esa injusticia.
A este daño lo denomino el "factor injusticia" de la pena, o el daño "moral".
El daño que alguien sufre a raíz de una pena puede ser e l resentimiento, o
la indignación, o alguna otra emoción similar, y es más probable que se trate
de una emoción de este tipo cuando la persona sancionada cree que la pena
que le han impuesto es injusta, sin importar si lo es o no. Cualquier emoción
de ese tipo es parte de l daño básico, no el factor injusticia. Esta última es una
noción objetiva que supone que alguien sufre un daño especial cuando reci-
be un tratamiento injusto, sin importar si lo sabe o si le importa, pero no lo
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 1 13

sufre si no recibe un tratamie nto injusto, aunque así lo crea y le importe. La


cuestión de si alguie n que recibe injustamente una pena sufre un daño básico
mayor cuando sabe que los funcionarios han cometido un error que cuando
sabe que le han tendido una trampa deliberada es de carácter e mpírico. Pero
si el supuesto del último párrafo es correcto, es un h echo moral que el factor
injusticia en e l perjuicio sufrido es mayor en el segundo caso.
Se puede ser escéptico sobre la idea del factor injusticia, en tanto compo-
nente del daño o del perjuicio, de Ja siguie nte manera: la idea (podría de-
cirse) confunde la cantidad de daño que alguien sufre a raíz de decisiones
oficiales con una cuestión diferente, Ja de si el daño es justo o injusto. Alguien
que sufre un cierto grado de dolor o frustración o incapacitación corno conse-
cue ncia de una p ena determinada (el daño "básico") no sufre más daño cuan-
do es inocente que cuando es culpable. El daño que en efecto sufre es injusto
en el prime r caso, sea cual fuere Ja dimensión de l daño, pero lo único que se
consigue al decir que de algún modo la iajusticia se suma al daño es confundir
ese punto. No obstan te, es cierto que sentimos más lástima por alguien cu an-
do nos enteramos de que fue objeto de un engaño, aunque sea lo único que
sabernos sobre su pérdida básica, y creemos, efectivamente, que alguien sufre
un p erjuicio cuando le mienten, aun cuando esa persona lo ignore y, por lo
tanto, no sufra ningún daño.
Pe ro, para mi objetivo actual, no importa si se rechaza o si se acepta la idea
de la existencia de un daño moral, porque aunque la abandonemos de todos
modos debemos aceptar su sustancia de una forma diferente. Pu es no hay du-
das de que queremos poder decir que Ja situación es peor cuando se condena
a una persona inocente, por el simple hecho de que se trata de una injusticia,
aunque n os resistamos a decir que Ja persona está peor; e incluso para d ecir
eso nos hace falta una noción de costo moral o pérdida moral en el valor de los
resultados o situaciones. Tal noción cumple Ja misma función en mi argumen-
tación que Ja idea de un daño moral a una p ersona, excepto que trata el daño
como general y no como asignado. Imaginemos que descubrimos que una
persona ejecutada por homicidio varias décadas atrás en realidad era inocen-
te. Querríamos decir que el mundo se ha vuelto p eor de lo que pensábamos,
aunque tal vez agreguemos, si rech azamos la idea d e daño moral, qu e nadie
sufrió un daño que ignoráramos, o que nadie salió más perjudicado de lo que
creíamos. En lo que resta del capítulo emplearé Ja idea de daño moral hacia
las personas, aunque los argumentos no cambiarían de masiado si, en su lugar,
utilizara la idea, n o asignable a personas, de costo moral de las situacio nes.
Ahora podemos ver por qué e l comportamiento de nuestra comunidad del
costo eficie nte, que reconoce un derecho absoluto de no ser condenado si se
es inocente, pero somete las cu estiones de prueba y procedimiento a un aná-
lisis utilitarista ordinario de costo-beneficio, parece tan extraño. Pues no tiene
l 14 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

sentido que nuestra sociedad consagre el derecho de no ser condenado cuan-


do se es probadamente inocente como un derecho absolulo, a menos que se
reconozca el daño moral como un tipo de daño particular frente al cual se
debe brindar especial protección a las personas. Pero en el cálculo utilitarista
que esta sociedad emplea para establecer procedimientos penales no cabe el
daño moral. El factor iajusticia en una sanción injusta queda fuera de cualquier
cálculo utilitarista, por más sofisticado que sea, que mida e l daño según un esta-
do psicológico en torno al eje placer-dolor, o según el grado de frustración de
deseos o preferencias, o como una función de los rankings de preferencias cardi-
nales u ordinales de determinadas personas, aun cuando el cálculo contemple
que las personas prefieren que ni ellas ni otros sean sancionados en forma injus-
ta. Pues el daño moral es una noción objetiva, y si a alguien se le inflige (o, en la
versión alternativa, si se produce una pérdida moral en la situación) cuando se
lo sanciona a pesar de ser inocente, entonces dicho daño moral ocurre aunque
nadie lo sepa o lo sospeche, y aun cuando (tal vez, especialmente cuando) haya
muy pocas personas a las que les importe demasiado.
Por lo tanto, la práctica de la sociedad del costo eficiente tiene sentido sólo
si aceptamos que hay un gran daño moral cuando alguien es víctima de una
trampa, pero no lo hay en modo alguno si se lo condena por error. Esto no
es para nada plausible, y explica, a mi en tender, por qué la combin ación de
procedimie ntos nos resulta tan extraña. Debemos preguntar cómo se deben
cambiar los procedimientos de esta sociedad para dar cabida al reconocimien-
to del daño moral. ¿Es necesario (o posible) insistir en el derecho a disponer
de los procedimientos más precisos imaginables? Pero antes debemos consi-
derar dos posibles objeciones al argumen to que acabo de plantear: que e n los
procedimientos de la sociedad del costo eficiente, en su versión actual, hay en
efecto un tipo de incongruencia moral.
. Antes señalé que la consagración del derecho absoluto a no ser condenado
si se es inocente demuestra que dicha sociedad reconoce el daño moral como
un tipo de daño independiente y relevante, mientras que su aceptación de un
cálculo utilitarista ordinario en materia de cuestiones de procedimiento niega
tal independencia y relevancia. Alguien podría cuestionar cada una de esas
afirmaciones. Podría alegar, en primer lugar, que una sociedad que rechazara
la idea de un daño moral que existe más allá del daño básico y por encima de
este, que tuviera como único propósito maximizar la utilidad según una con-
cepción ordinaria (por ejemplo, maximizar el placer por encima del dolor),
haría bien en adoptar un derecho absoluto a no ser condenado por u n delito
si se sabe que uno es inocente. Afirmaría que una sociedad que permite que
sus funcionarios siquiera contemplen la idea de condenar e n forma delibe-
rada a una persona inocente generará más daños básicos que una que no lo
permita. Esta es la ya conocida defensa utilitarista en dos niveles de los sen-
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 115

timientos morales ordinarios. Tal defensa me parece, en este y en cualquier


otro caso, un argumento que va de atrás hacia adelante. Quienes argumentan
de tal manera no tienen pruebas directas que respalden sus afirmaciones ins-
rrumentales. (¿Cómo pueden saber o incluso tener buenos motivos para creer
que una sociedad de funcionarios inteligentes, que actúan según principios
utilitaristas, pensaría que la posibilidad de condenar a un inocente sólo en
ocasiones muy especiales resultaría peor para la utilidad a largo plazo que una
que impidiera que sus funcionarios pudieran actuar de esa manera?) Lo que
hacen es argumentar hacia atrás partiendo del hecho de que nuestras intui-
ciones morales condenan la sanción de personas inocentes, para llegar a la
conclusión de que tal impedime nto de be beneficiar los intereses utilitaristas a
largo plazo de cualquier sociedad.
Pero no necesito recurrir a mis sospechas generales sobre los argumentos
de esta naturaleza. Pues la justificación en dos niveles de las convicciones mo-
rales ordinarias, por más convincentes o poco convincentes que sea en otros
contextos, no es pertinente en este. Los miembros de la sociedad del costo
eficiente parten del supuesto (como supongo que lo hacemos casi todos) de
que sería incorrecto condenar deliberadamente a un inocente, aun cuando
esto redundara en algún beneficio utilitarista a largo plazo. Dicho de otro
modo, suponen que el derecho a no ser condenado cuando se es inocente es
un derecho genuino que triunfa incluso sobre la utilidad a largo plazo, y que
no se trata ni de un derecho instrumental ni de un "pseudoderecho" que le
es funcional. Es este supuesto, creo, el que presupone la idea de daño moral.
En segundo lugar, alguien podría decir que, en realidad, la prueba utilitaris-
ta empleada por la sociedad del costo eficiente para establecer procedimien-
tos no rechaza tal idea, o suponer que no hay daño moral cuando se conde-
na a alguien erróneamente, porque incluso una prueba utilitarista ordinaria
será, de hecho, sensible al daño moral. Pues supongamos que descubrimos
que alguien que fue condenado y recibió mucho tiempo atrás una pena por
homicidio era inocente. Lo que descubrimos es que el daño básico que se le
infligió, considerado en sí mismo, fue innecesario, porque las políticas utiJita-
ristas generales del derecho penal podrían haberse llevado a cabo igualmente
bien (o tal vez incluso mejor) si no se lo penalizaba. Es decir, e l daño básico,
que se refleja en la suma utilitarista, fue innecesario siguiendo la sencilla prue-
ba utili tarista, y eso nos da motivos para lamentar los procedimientos que lo
produjeron o lo permitieron. Sin duda, de todos modos podríamos llegar a la
conclusión de que esos procedimientos igual produjeron más beneficios ne-
tos que los que habrían producido otros más precisos, porque el daño básico
innecesario total fue menor que el gasto adicional que habrían representado
los procedimientos más precisos. Pero nuestra prueba sigue siendo más sensible
al daño moral porque detectó que el daño básico asociado a él fue innecesario, y
1 J 6 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

que, por lo tanto, considerado en sí mismo, iba en contra de los procedimien-


tos que lo permitieron.
Sin embargo, este argumento falla porque no es verdad que, en algún sen-
tido relevante, el daño básico asociado con el daño moral fuera innecesario.
La condena de esta persona en particular, pese a su inocencia, puede haber
contribuido de múltiples maneras, y con una especial efectividad, a disuadir o
provocar alguna otra consecuencia del sistema penal aprobada por la utilidad.
Más aún, que una persona inocente sea condenada por error en ocasiones
puede llegar a servir a los intereses utilitaristas a largo plazo de la comuni-
dad. Por lo tanto, no se sigue que cuando descubrimos una injusticia pasada
también descubramos una ocasión en la que se podría h aber obtenido una
utilidad (aun cuando sólo se tomen en cuenta las consecuencias directas de
esa injusticia) si se la hubiera evitado. Por lo tanto, el descubrimiento de un
número aún mayor de incidentes semejantes no arrojaría en forma automáti-
ca un costo utilitarista que podríamos oponer a los costos de haber adoptado
procedimientos más onerosos.
Parece todavía más claro que, incluso cuando el daño básico que es tam·
bién moral constituye un error desde el punto de vista utilitarista (cuando la
utilidad se habría visto beneficiada si se hubiera evitado el daño básico), la
magnitud del daño básico podría ser muy diferente de la del moral. Cuando
una persona anciana, enferma y débil es ejecutada por una comunidad que
cree por error que es culpable de traición, e l daño básico, considerado en
fríos términos utilitaristas, puede ser exiguo, pero el daño moral, inmenso. La
diferencia será relevante cuando se plantee la pregunta sobre la posibilidad de
que el daño justifique la adopción de procedimientos costosos para reducir la
probabilidad de que ocurra. Si, en el cálculo total, el incidente sólo se compu·
ta en la medición del daño básico, entonces no contribuye en modo alguno
al argumento en favor de la implementación de procedimientos más costosos.
Pero si se lo computa en la medición de su daño moral, puede tener un valor
mucho mayor.
Por lo tanto, estas objeciones en realidad refuerzan mi planteo de que una
sociedad que somete cuestiones de procedimiento penal a un cálculo utilita·
rista ordinario no reconoce la independencia o magnitud del daño moral o,
si lo hace, no registra que, incluso una condena accidental de una persona
inocente, supone un daño moral. La sociedad del costo eficiente que imagino
actúa, por lo tanto, de manera incoherente. Pero esto es sólo el final del co-
mienzo, pues ahora debemos abordar la segunda pregunta de nuestra lista: si
esa sociedad falla en su funcionamiento, ¿debemos sustituir una práctica bajo
la cual todos los otros beneficios y necesidades sociales se sacrifican a favor de
la producción del proceso penal más e laborado y preciso a l que jamás se haya
asistido?
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 117

Podríamos cumplir ese terrible requisito colocando la evitación d el daño


moral en un lugar léxicamente superior a cualquier otra necesidad. De este
ordenamiento léxico no se seguiría que j amás tendríamos una excusa para ele-
gir un proceso penal que fuera inferior al más preciso, porque podría haber
otras formas de daño moral además d e la conden a por error de los inocentes.
Tal vez, por ejemplo, haya un daño moral que no se computa en ningún cálculo
utilitarista cuando una socied ad desatiende Ja educación de los jóve nes de
modo tal que la asignación de fondos para la educación pública entraría e n
competencia con los asignados para garantizar Ja precisión de los juicios pe-
nales, aun baj o la restricción del ordenamie nto léxico. Pero una sociedad que
se rige por semejante restricción estaría obligada a suministrar el mayor nivel
de precisión posible para el sistema (como podríamos llamarlo) destinado
a evitar de l todo el daño moral, y nunca podría d estinar fondos públicos a
comodidades tales como las mejoras e n el sistema vial, por ejemplo, mientras
cualquier inversión adicional en el proceso penal podría mejorar su precisión.
Está claro que ni siquiera nuestra sociedad observa semejante restricción y que
Ja mayoría de la población pensaría que es de masiado estricta.

No obstante, no podríamos escapar a Ja severidad de dicha exigencia si estuvié-


ramos obligados a conceder que condenar por accide nte a una p ersona ino-
cente es tan malo como tenderle una trampa de manera deliberada. ¿Contem-
plaríamos la posibilidad de acusar falsame nte a alguien de cometer un robo
armado si, por alguna razón, de ese modo se pudieran evitar cien potenciales
robos armados? ¿Si el producto bruto inte rno de l país se triplicara? Si una
cierta cantidad de ben eficios de este tipo no justificara una única violación
del derecho a no ser condenado cuando se es inocente, entonces el beneficio
obte nido no podría justificar la adopción d e procedimien tos que aumentarían
la posibilidad d e condenar por equivocación siquiera a una p ersona en el pe-
ríodo pertinente.
En el apartado anterior, negué la premisa d e este duro silogismo. Afirmé
que, desde un punto d e vista moral, es peor condenar deliberadame nte a un
inocente de man era accidental, porque el acto d eliberado implica una men-
tira y, por lo tanto, una clara afrenta a la dignidad de la persona. Ahora es
importante ver si lo anterior es correcto, esto es, si existe un argumento que
permita establecer esa distinción. Porque, si n o lo h ay, debemos aceptar el
ordenamiento léxico para evitar cualquier riesgo de que se produzcan conde-
nas equivocadas por encima de cualquie r beneficio que pudiéramos obtener
mediante procedimientos me nos costosos, por más doloroso que parezca.
Propongo los siguientes principios de juego limpio en el gobierno. Primero,
cualquier decisión política debe considerar a todos los ciudadanos como igua-
les, es decir, con igual derecho a ser atendidos y respetados. No es parte de este
118 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

principio que el gobierno nunca pueda imponer en forma d eliberada un daño


básico mayor a algunos ciudadanos que a otros, como sucede, por ejemplo,
cuando aplica tasas de importación especiales al petróleo o al combustible. Pero
es parte de este principio que no se puede imponer a un ciudadano de manera
deliberada ninguna decisión que re presente un riesgo de daño moral mucho
mayor que el que se le impone a otro. El daño moral recibe un tratamiento espe-
cial en este principio de igualdad. Segundo, si se adopta y anuncia una decisión
política que respeta la igualdad según lo enunciado en el primer principio, su
cumplimiento posterior no es una nueva decisión política que deba tener un
impacto equivalente en ese sentido. El segundo principio apela a !a justicia de
respetar los compromisos asumidos que eranjustos en el momento en que se los
asumió (por ejemplo, que es justo aceptar el resultado que surge de arrojar una
moneda al aire si ambas partes se comprometieron a respetarlo).
Estos dos principios desempeñan un papel especial en el establecimiento
de no rmas de procedimiento penal. E n ciertas circunstancias (que expondré
más adelante) la decisión de adoptar u na de terminada norma probatoria en
un juicio penal trata a los ciudadanos como iguales porque, a priori, cada
ciudadano tiene la misma probabilidad de ser llevado a proceso pen al aunque
sea inocente, como también tiene la misma probabilidad de beneficiarse por
lo que se ahorró eligiendo esa norma probatoria en vez de una más costosa
en el plano social. Por consiguiente, tal decisión respeta el primer principio
de juego limpio. Cuando un ciudadano es acusado de cometer un delito, la
decisión de aplicar dicha norma probatoria en su juicio, e n vez de omitirla
o revocarla, es una decisión que podría perjudicarlo espe cialmente, porque
puede representarle un riesgo d e daño moral mayor que una n orma alternati-
va, riesgo que n o corren quien es no han sido acusados de come ter un delito.
Pero el segundo p rincipio especifica que la aplicación de la norma a su caso
no es una d ecisión política nueva, sino un desarrollo d e la decisión anterior
que resultaba justa para él. Por lo cual, el segundo principio afirma que el
juicio que se lleva a cabo según la norma establecida no es un ejemplo d e que
se esté tratando al acusado o a cualquier otra persona más que como igual.
Estos dos principios, e n conjunto, muestran por qué la condena deliberada
de alguien que se sab e inocente es peor que la condena por error siguiendo
procedimientos generales, aunque riesgosos, dispuestos de antemano. Ten-
derle una trampa a alguie n constituye un caso de decisión política nueva que
no lo co nsidera como ig ual, tal como requiere e l primer principio. No se trata
(ni puede tratarse) sólo de la aplicación a este caso de compromisos públi-
cos y abiertos acordados de a nte man o. (No tendría sentido tender trampas
si existiera un acuerdo público para tender trampas a p ersonas que pasen
determinadas pruebas públicas.) Por el contrario , se trata de la d ecisión de
infligir un daño moral especial a una persona en particular, y esto es cierto
PRINCIPIOS, POLÍTICAS P ÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 119

incluso cuando la persona es seleccionada por muchos entre un conjunto de


candidatos a ser objeto de una trampa. Por ende, la violación d eliberada del
principio contrario a la condena de inocentes implica un daño moral mayor
que la conde na accidental, porque la primera, además de violar la condición
de igual de la víctima en el modo especial que sanciona el primer principio de
juego limpio, participa del daño moral residual de l segundo.
Pero lo único que hemos establecido hasta aquí es que correr el riesgo de
cometer injusticias accide ntales, como sucede con las no rmas de procedimien-
to penal, no es tan malo como infligir un daño m oral d elibe rado. No hemos
avanzado mucho en otro aspecto, que es determinar hasta qué punto esto es
malo, ni e n cómo en contrar un equilibrio (si es que corresponde hacerlo)
entre e l riesgo de daños morales accidentales y los b eneficios sociales genera-
les que se obtienen si se acepta ese riesgo. Tal vez convenga buscar ayuda en
otra dirección. Me refiero a sacar provecho del hecho de que todos nosotros,
en tanto individuos, e n las distintas decisiones que tomamos en nuestras vidas
distinguimos el daño moral del d año básico y acep tamos e l riesgo de que se
produzca algún grado de daño moral a cambio d e los diversos tipos de bene-
ficios que podemos obtener.
Muy pocas pe rsonas pe nsarían que ser p en alizados por un delito que co-
metimos es tan malo como serlo por uno que no cometimos pero que la co-
munidad cree que cometimos. La mayoría teme la injusticia con un miedo
especial. Detestamos ser objeto de trampas más que ser derrotados de manera
justa o que ser descubiertos con las manos en la masa. No es porque el daño
básico sea mayor. Por el contrario, si e l daño básico es mayor, es porque cree-
mos que ser estafados es peor y, por lo tanto, sentimos una indignación y un
resentimiento que multiplican el daño básico. Hay quienes, además, sienten
desprecio por sí mismos como consecuencia paradójica de ser tratados con
desprecio por otros.
No es inevitable que sintamos que Ja injusticia n o se condice con lo que
merecemos. Pues, en el último caso, Ja culpa se suma a1 daño básico, y un orgu-
IJo desconocido hasta entonces, al menos cuando los afectados son personas
fuertes, puede reducirlo en el primero. Pero la fe nomenología normal de la
culpa e n sí misma incluye la idea de que el daño moral es un da ño especial
que se causa a otros, por encima y más alJá de l daño básico que se les ocasione.
Si no, ¿por qué nos sentiríamos culpables de causar el mismo daño en forma
accidental? Y ta1 vez el dolor especial que causa la culpa es el reconocimiento
de la afirmación de Platón de que, cuando un hombre es injusto, se inflige un
daño moral a sí mismo.
Por Jo que es justo decir que, en nuestra propia experiencia moral, distin-
guimos entre daños morales y daños básicos, y a menudo, por lo menos, con-
side ramos que un perjuicio que incluye un daño moral es peor que otro que
1 20 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

no lo incluye. Pero no vivimos nuestras vidas para reducir al mínimo el daño


moral a cualquier costo; por e l contrario, aceptamos correr una considerable
cantidad de riesgos de sufrir injusticias a fin de obte ne r beneficios que puede n
ser bastante marginales. Es lo que suced e cuando aceptamos promesas, firma-
mos contratos, confiamos en a migos y votamos en favor de medidas procesales
del derecho penal que prometen menos que los niveles más altos de precisión.
De hecho, en determinadas circunstancias, podríamos pensar que la elabora-
ción de procedimientos penales y civiles es una sue rte de tejido confeccionado
con las convicciones de la comunidad sobre el peso relativo de distintas formas
de daño moral, comparadas entre sí y con sacrificios y pe rjuicios habituales.
No quiero decir con esto que la correcta ponderación de los daños morales
respecto de los básicos, incluso cuando el propósito es la asignación justa de
riesgos, conste de una decisió n social. Sería una interpretación errónea de la
idea de daño moral y de su contraste con el daño básico. La mejor mane ra de
entender el daño básico es, quizás, en términos subje tivos: alguie n sufre un
daño básico a tal punto que la privación le causa dolor o frustra planes que
consideraba importantes para su vida. Pero el daño moral es, como señalé an-
tes, una cuestión objetiva; y si a lguien sufre un daño moral en algunas circuns-
tancias, el peso o la importancia re lativa de ese daño respecto de lo que otros
ahorran con esas prácticas o acontecimientos que lo producen son hechos
morales antes que psicológicos. Nuestra experiencia moral compartida sólo
muestra que reconocemos el daño moral pe ro no lo consideramos tan impor-
tante en términos léxicos como el daño básico o las pérdidas en sus distintas
formas. No prueba que tengamos razón en uno u otro caso.
No obstante, nuestra experiencia común sí sugiere una respuesta que sirve
para contestar la pregunta práctica de cómo una socied ad de be estimar el gra-
do de importancia de un daño moral. En determinadas circunstancias se debe
dejar la decisión en manos de las instituciones democráticas, no porque lo que
resuelva un órgano legislativo o un pa rlamento sea necesariamente correcto,
sino porque se trata de una forma justa, dadas las circunstancias, de decidir
cuestiones morales sobre las que personas razonables y sensibles no logran
ponerse de acuerdo. Es una forma justa de determinar cuándo la decisión
se ciñe al primer principio de juego limpio que e nuncié más arriba, si trata a
todos como iguales, porque, sea cual fue re la concepción de la importancia de
distintos d años morales que se elija, tal decisión favorece o perjudica en igual
medida a la totalidad d el inte rés preced ente d e cad a p e rsona, que entiendo
como la suma de sus intereses morales y básicos.
Supongamos una sociedad en la que cada uno de su s integrantes tiene, a
priori, la misma probabilidad de ser acusado de cometer un delito, y en la
que cada uno de ellos sufre el mismo daño básico por la misma p ena si se lo
conde na. Esa sociedad, por decisión de la mayoría, aprueba un código penal
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 121

que define qué hechos considera delitos, les asigna penalidades y establece
los procedimientos en los juicios para los distintos tipos y niveles de delitos
así definidos. El interés global de todos los ciudadanos se encuentra o bien
amenazado o bien beneficiado por dicha decisión, y en idéntico grado. Habrá
quienes no estén de acuerdo con la decisión. Los integrantes de la minoría
perdedora pensarán que el nivel de p1-ecisión ofrecido por los procedimientos
para juzgar un delito es demasiado bajo y, por ello, que subestima el daño
moral de una condena injusta por la comisión de ese delito, o que el nivel es
demasiado e levado y, por ende, que se sobrevalora el daño comparado con los
beneficios que se obtienen empleando el dinero de la sociedad de esa manera.
Pero como el daño moral es una cuestión objetiva que no depende de la per-
cepción de un grupo de personas en particular, nadie pensará que la decisión
de la mayoría es injusta en el sentido de que beneficie los intereses de algunos
y no de otros. La voluntad de la mayoría, entonces, parece un mecanismo del
todo adecuado para tomar este tipo de decisiones sociales.
Nunca y en ningún momento es cierto que todos los miembros de una so-
ciedad tengan la misma probabilidad de ser acusados de cometer un delito
determinado. Si hay desigualdad económica, es más probable que los ricos
sean acusados de conspirar para formar monopolios y los pobres, de dormir
debajo de los puentes. Si las personas se distinguen por su temperamento, es
más plausible que se acuse a los más pasionales de cometer ciertos delitos y a
los codiciosos de otros. Y podríamos dar muchos otros ejemplos similares. Por
lo tanto, sería razonable que la Constitución de una sociedad justa declarara
que las penas deben ser coherentes con los delitos para los que se las establece
según alguna teoría de la importancia de los delitos medianamente objetiva, y
que el supuesto daño moral de una condena injusta debe ser proporcional a
la gravedad de la pena según una escala uniforme.
Aun así, las circunstancias que imaginamos para una decisión mayoritaria
justa se verán comprometidas si hay más probabilidades de que en general
alguna minoría sea acusada de cometer determinado delito o de cometer de-
litos que son penalizados con sanciones relativamente severas. Sin embargo,
este hecho no justifica que se abandone el procedimiento de la decisión de la
mayoría, a menos que el aumento de riesgo afecte en particular más a algunas
personas. Asimismo, no es verdad, en ninguna sociedad real, que cada uno de
sus integrantes sufra exactamente el mismo daño básico por una determina-
da pena. Pero este hecho ofrece aún menos motivos para objetar la decisión
mayoritaria, porque es mucho menos probable que ese tipo de diferencias se
relacionen con la clase económica o social del condenado y, por lo tanto, es
mucho más improbable que den lugar a injusticias sistemáticas. Aquí debemos
señalar una tercera complejidad. En el mundo real, distintas personas obten-
drán diferentes beneficios del ahorro que se consigue con un uso alternativo
122 UNA CUESTIÓN DE PR1NC TPIOS

de Jos fondos públicos como consecue ncia de disponer de menos procedi-


mientos penales onerosos. Esto es verdadero incluso cuando el dinero ahorra-
do se traduzca en un gasto más abstracto, como lo son los fondos que se suman
a los fondos sociales disponibles para gastos generales. Pero la sociedad puede
ahorrar sacrificando la precisió n en e l proceso penal de maneras mucho más
concretas, como, por ejemplo, si exime a la policía (o a organizaciones como
la National Society for the Preven tion of Cruelty to Children o Granada Tele-
vision, que mencionamos antes) de suministrar datos sobre sus informantes,
o, para dar un ejemplo más convencional, si reconoce la confidencialidad en
la relación médico-paciente a fin de mejorar la atención médica. En estos ca-
sos, la justificación del sacrificio de la precisión en los juicios está fundada
en consideraciones de política tan válidas como cuando el dinero ahorrado
se destina a la construcción de carreteras, hospitales, o a un teatro nacional.
Pero decidir quién se beneficia (los niños, por ej emplo, o los sectores de la
ciudadanía que se interesan por la política) es parte de la d ecisión de reducir
la precisión y no es, como e n el caso general, algo que d eja la distribución del
beneficio librada a una acción política ulterior. Pero, una vez más, el compro-
miso con nuestras condiciones imaginarias es pequeño si, como sucede en es-
tos ejemplos, la clase que no se ve beneficiada no difiere, e n términos sociales
o económicos generales, de la mayoría que tomó la decisió n.
De manera tal que, incluso en el mundo real, sólo se puede culpar a las
decisiones mayoritarias que establecen e l nivel de precisión de las decisiones
penales anticipándose a los juicios concretos (con la adopción de normas pro-
batorias y otras decisio nes de procedimiento) de incurrir e n graves injusticias
si esas decisiones discriminan a algún grupo concreto en alguna de las fo1mas
recié n d escriptas. Para qu e estas decisiones sean injustas no basta con que
otorguen un valor y no otro a los distintos tipos de daño moral, sie mpre que
esa valuación sea coherente e imparcial.
Decisiones a priori como estas pueden mostrar una preocupación particular
por el daño moral, no sólo pagando un elevado precio por la precisión, sino
también (y muy especialmente) pagando en precisión pa ra preve nir un error
que puede llegar a redundar en un daño moral mayor que otro. Esto se ve, por
ej e mplo, en la norma según la cual la culpabilidad se debe demostrar más allá
de toda duda razonable, y no sobre la base de la consideración de las distintas
probabilidades, y tambié n en normas como la d e que no se puede obligar a
testificar al acusado, cuya compleja justificación incluye inclinar la balanza en
favor del acusado, a costa de la precisión, así como proteger al acusado contra
cierto tipo de errores y falsas impresiones que pueden poner la precisión en
riesgo. Los ejemplos son escasos en la justicia penal, porque, por lo general,
se supone que un error, en una u otra dirección, representa un daño moral
equivalente. Pero el h echo de que, en un juicio por calumnias, por ejemplo, se
PRINCIPIOS, POLÍTICAS P ÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 123

haga que la carga de la prueba recaiga sobre la parte acusada después de que
el demandante h a probado la calumnia, es posible que refleje la determina-
ción colectiva d e que sufrir una difamación falsa y sin compe nsación supone
un daño moral mayor que ser demandado por daños y perjuicios por un acto
de difamación que, e n efecto, es verdadero.

La idea d e daño moral, sumada al hecho de que las normas de una comunidad
ofrecen un registro de la forma e n que esta evalúa la magnitud rela tiva del
daño moral, nos permite n dar cuenta de dos tipos distintos de derechos que,
podríamos decir, la población tie ne en materia de procedimientos penales. En
primer lugar, los ciudadanos tienen derecho a que los procedimie ntos penales
asignen la importancia debida al riesgo de daño moral. En algunas circuns-
tancias, sería claro que este primer derecho ha sido violado, como ocurriría
si, por ej emplo, una comunidad decidiera casos penales lanzando al a ire una
moneda, o no permitiera que el acusado estuviera presente en su juicio, o
que tuviera un abogado que lo representara, o que presentara pruebas si así
lo deseara, o si empleara únicamente cálculos utilitaristas para elegir procedi-
mientos penales como lo hacía la sociedad de l costo eficie nte. En otros casos
más dificiles, el valor otorgado al riesgo de daño moral sería obje to de de bate,
y es probable que no hubiera consenso al respecto e ntre personas razonables
y sensibles. El segundo derecho, el derecho a una ponderación coherente de
la magnitud del daño moral, reviste una gran importancia práctica en tales
circunstancias. Pues permite que una persona alegue, a un en casos en que
la respuesta correcta al problema del daño moral es muy controvertida, que
tiene derecho a dispone r de procedimientos compatibles con el valor que la
propia comunidad asigna al daño moral, que está plasmado en sus leyes.
Ambos son derechos e n el sentido fuerte del término que identificamos
antes, porque cada uno supone un triunfo fre nte al cómputo d e ben eficios y
pérdidas básicos que conforma un cálculo utilitarista ordinario. Una vez que
determina el conte nido de un derecho, la comunidad debe proporcionar a los
acusados de un d elito por lo menos el nivel mínimo de protección contra el
riesgo de inj usticia requerido por ese contenido, aunque el bienestar general,
concebido ya no en refe rencia al daño moral, sino sólo como un conjunto
de beneficios y pérdidas básicos, sufra en consecuencia. Pero, e n cada caso,
se trata del d erecho a ese mínimo de protección, no del derecho a acceder a
toda la protección que podría brindar la comunidad si estuviera dispuesta a
sacrificar por comple to e l bienestar general. El segundo derecho, por ejem-
plo, exige que la comunidad haga cumplir de manera coherente su teoría del
daño moral, p ero no la obliga a que reemplace esa teoría por otra que valore
más la importan cia de evitar una pena irtjusta. En consecuencia, identificar y
explicar estos derechos constituye una respuesta útil a la tercera pregunta de
124 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

nuestra lista original. El contenido de esos d erechos ofrece un punto interme-


dio entre la negación de todo derecho procedimental y la aceptación de un
derecho superior a la exactitud.
La distinción entre estos dos derechos no es tajante. Pues, para hacer lo
que requiere el segundo (determinar qué interpretación del daño moral está
implícita en el derecho penal sustancial y procedimental e n su conjunto), no
basta con localizar un registro textual e histórico, aunque es una de las tareas
necesarias. También hace falta interpretar ese registro, lo cual implica dotarlo
d e una justificación, proceso que, como intenté explicar en otra ocasión, se
basa en (aunque no es equivalente a) la citación de principios que se supo nen
independientemente correctos en el plano moral.
El vínculo entre los requisitos de coh erencia y los de corrección indepen-
diente queda de manifiesto en los diversos intentos de la Corte Suprema de
interpretar la Decimocuarta Enmienda, que alberga estos derechos en la
Constitución, al menos en lo que al proceso penal se refiere. Se ha dicho
que la cláusula protege, por ejemplo, "los principios fundamentales de liber-
tad y justicia que constituyen la base de todas nuestras institucio nes civiles y
p olíticas" ("Hurtado c. California" 110 U.S. 516 [1884)), "la instancia máxima
de decencia en una sociedad civilizada" ("Adamson c. California" 332 U.S. 45
[1947)), que son principios "básicos en nuestro sistema de jurisprudencia" ("Re
Oliver" 333 U.S. 257 [1948)) y, en la declaración más conocida, se sostiene
que son "principio[s] de justicia tan arraigados en la tradición y conciencia
d e nuestro pueblo que poseen el rango de fundamentales" y por tal motivo,
están "implícitos en el concepto de libertad ordenada" ("Palko c. Connecti-
cut" 302 U.S. 3 19 [1937)). Para los abogados constitucionalistas, todos estos
fragme ntos d e d ecisiones constitucionales son, a grandes rasgos, diferentes
formulaciones de la misma idea.
No obstante, la historia cumplirá una función importante en la ftjación del
contenido del segundo derecho, el derecho a la coherencia en el procedi-
miento, y en algunos casos no hay argumento más fuer te para adoptar ciertas
disposiciones institucionales que aquel según el cual siempre ha sido así. Cues-
ta suponer, por ej emplo, que el derecho penal h abría sido necesariamente
distinto e n otros sentidos si, en tiempos antiguos, en vez de doce miembros los
jurados hubieran te nido d iez o catorce, aunque la segunda opción h abría evi-
tado numerosos nuevos juicios y, de esa manera, ahorrado una gran cantidad
de gastos a lo largo de los siglos, y la tercera habría sido much o más costosa.
Es difícil resistirse a suponer que el número por el que finalmente se optó
haya sido en gran medida fortuito. Pero la cantidad de miembros del jurado
es de una importancia tan obvia cuando se resguarda a un acusado contra
un posible acto de injusticia, cuando hace falta un veredicto unánime para
condenarlo, que cualquier cambio sustancial en ese número, cuando se trata
PRI NCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 125

de casos de pena capital o con otros tipos de sanciones severas (por ejemplo,
si se reduce a seis el número de miembros), equivaldría a una violación de los
derechos del acusado sólo porque implicaría una disminución sustan cial del
nivel de seguridad brindada durante tanto tiempo en e l centro de l proceso
penal. Hay decenas de decisiones de la Corte Suprema que aplican la cláusula
del debido proceso contra los Estados y constituyen un testimonio de la im-
portancia independiente de lo que podrían llamarse accidentes de la historia,
transformados en doctrina constitucional por e l d erecho a la coherencia, con-
cebido ahora independientemente del primer d erecho o derecho d e fondo a
una definición correcta del daño moral.
El segundo de recho, por lo tanto, actúa como una fuerza conservadora dis-
tintiva que protege al acusado de que se produzcan cambios en Ja valoració n
del daño moral. Pero también funciona como un impulso para la introduc-
ción de reformas, pues ide ntifica errores, incluso en procedimientos muyan-
tiguos, montañas de incoherencias a las que no se puede recurrir bajo ningún
fundamento que o torgue algún nivel de importancia al factor injusticia en la
creencia errón ea de que es necesario explicar el resto de la ley. Esta segunda
función reformadora debe ser usada con mucha caute la, porque hay que tener
en cuenta el hecho de que los procedimientos penales ofrecen protección e n
tanto sistema, de modo que la fuerza de una norma probatoria, por ejemplo,
podría ser mal interpretada si no se estudia su efecto junto con otros aspectos
de ese sistema. Si la ley no provee fondos para que los acusados ind igentes lle-
ven a cabo investigaciones costosas relevantes para su defensa, eso podría ser
un indicio del poco valor que le asigna al daño moral de una conde na injusta,
a menos que el efecto de esa falta se evalúe como parte de un sistema que co-
loca una gran carga probatoria en la acusación y también protege al acusado
de otras maneras. 1
No obstante, aducir que otras partes del derecho del procedimiento pe nal tam-
bién se equivocan, pero en dirección opuesta, no basta como respuesta a la obje-
ción de que alguna característica de la justicia penal otorga un valor ilógicamente
l
bajo a evitar la injusticia. Pues lo que se debe demostrar no es que los errores a
cada lado de la línea establecida se van compensando entre sí en el curso del
prolongado proceso de la decisión judicial penal, sino que un sistema de normas,
en conjunto, no representa más riesgo que el establecido en cada caso, d ados los
planteos opuestos presentados en ese caso. La función reformadora también tie-
ne que ser sensible (debo agregar) al punto que observamos en nuestra discusión
de la sociedad del costo eficiente. El valor que la sociedad asigna al daño moral
puede no estar con signado en el procedimiento penal, sino en alguna otra parte
de sus normas o sus p rácticas, por lo que el procedimiento puede resultar incon-
gruente con el resto de las prácticas jurídicas y políticas más allá de la incoheren-
cia interna que puedan tener las propias normas de procedimiento.
126 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

En cuanto a las funciones de control y reforma del segundo derecho, sin


embargo, cabe el planteo escéptico de que un principio que permite que abo-
gados razonables disientan entre sí no ofrece ninguna protección genuina.
Pues (como sucede casi siempre en el análisis jurídico), la cuestión de cuánto
valora la ley evitar el daño moral, y cuál de los dos procedimientos rivales se
acerca más al respeto de esa valoración, no son interrogantes que admitan
una demostración, y los abogados razonables no estarán de acuerdo. Si bien
el segundo derecho no es en sí mismo tan polémico en su aplicación como el
primero, puede que sea casi igual. Pero (una vez más, aquí y en todas partes)
sería un error pensar que el planteo escéptico rechaza la importancia de un
principio moral o jurídico, o que es una excusa para rehusarse a desplegar y
defender, en cualquier caso particular, un a aplicación tan persuasiva de este
principio como sea posible. Pues la importancia práctica de un principio de-
batible no es algo que pueda establecerse a priori, antes de intentar por todos
los medios disponibles ver hasta dónde nos puede llevar ese principio para
alejarnos de (lo que consideramos una) injusticia. Esta absurda forma de es-
cepticismo es, en la mayoría de los casos, una profecía autocumplida.
¿En qué punto nos encontramos? Hemos visto que las personas llevadas a
proceso penal no gozan del derecho a disponer de los procedimientos más
precisos posibles para desafiar los cargos en su contra. Pero sí gozan de otros
dos derechos genuinos: el derecho a disponer de procedimientos que otor-
guen una evaluación correcta al daño moral en los cálculos que fijan el riesgo
de injusticia que correrán; y otro, vinculado con el anterior, que en términos
prácticos es aún más importante, que es el de recibir un tratamiento igualita-
rio respecto de esa valoración. Este último es el que explica los casos de debido
proceso en la Corte Suprema, algunos de los cuales ya he mencionado y so-
bre los que en breve volveré en un contexto levemente distinto. Sin embargo,
antes propongo aplicar la explicación del procedimiento penal que h emos
elaborado a la cuarta y quinta pregunta de nuestra lista. Se trata del problema
del procedimiento civil, y la cuestión de si el derecho probatorio en casos civi-
les pone de relieve un importante defecto o laguna en la teoría de la decisión
judicial que afirma que los casos civiles deben y suelen ser decididos sobre la
base de principios más que de políticas públicas.

Es evidente que nadie tiene derecho a disponer de procedimientos lo más


precisos posible cuando se deciden j udicialmente sus demandas en la justicia
civil. No obstante, alguien a quien se hace responsable de los daños causados
por conducir excediendo el límite velocidad, cuando en realidad no era la
persona al volante, o quien no puede presentar una demanda genuina por
daños a su reputación, porque desconoce el nombre de la persona que lo
calumnió, o a lguien que pierde un caso contractua l que tenía posibilidades de
PRINCIPIOS, POLÍTICAS P ÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 1 27

prosperar, porque las normas probatorias establecen la confidencialidad d e la


comunicación que h abría servido para presentar la demanda, han padecido
una injusticia, aunque la cantidad de daño moral sufrido sea distinta e n cada
caso. Por lo tan to, en principio, los litigan tes en casos civiles deben tener los
mismos dos derechos que identificamos para los acusados de cometer de litos:
el de disponer de procedimientos, que queda justificado cuando se le da la
debida importancia al daño moral que pueden causar esos procedimientos, y,
vinculado con él, el derecho a una valoración de ese daño coherente con los
procedimientos ofrecidos a otros en otros casos civiles.
El prime ro es un derecho legislativo y de fondo. Todos tenemos derecho a
que los órganos legislativos instauren procedimientos civiles que evalúen en
forma correcta e l riesgo de daño moral y su importan cia, lo cual comprende
también a los tribunales, siempre que actúan en forma explícitame nte legis-
lativa, como cuando la Corte Suprema promulga y publica normas d e proce-
dimiento civil, por ejemplo, sin que medie una d ema nda judicial. El segundo
es un d erecho legal. Esto es, comprende a los tribunales en su capacidad de
tomar decisiones judiciales. Es un derecho a la aplicación coherente de la teo-
ría del daño moral que figure en las mejores fundamentaciones de la práctica
judicial consagrada. En los Estados Unidos, el derecho equiparable e n los jui-
cios penales también es un derecho constitucional, por la cláusula del debido
proceso de la Q uinta y la Decimocuarta Enmienda de la Constitución, como
ya señalé. Esto significa que los tribunales tienen el deber de revisar los pro-
cedimientos estable cidos mediante normas explícitas para verificar si la teoría
histórica del daño moral, arraigada en las tradiciones de la práctica penal,
ha sido debidame nte respetada. No parece haber un derecho constitucional
equivalente en el ámbito civil Se ha interpretado que las cláusulas del debido
proceso requ ieren por lo menos una audiencia y la forma de decisión judicial 1
en ciertos tipos de procesos civiles que puedan llevar a la privación de la pro-
piedad entendida en forma amplia. Pero en el ámbito civil, cuando un órgano
legislativo adopta una nueva norma probatoria diseñada para reducir costos
1
o conseguir algún beneficio concreto para el conjunto de la sociedad, no está
obligado a realizar una evaluación histórica del riesgo que vale la pena correr,
con excepción del funcionamiento de la cláusula de protección igualitaria y
otras disposiciones pe nsad as para garantizar que los ciudadanos sean tratados
como iguales e n cada una de estas decisiones. En todo caso, es el derecho le-
gal, al marge n de cualquier de recho constitucional, de lo que nos ocupamos
en esta sección .
Cuando presenté esa cuestión, dije que casos como "D. c. NSPCCK" y "Gra-
nada" plan tean un problema considerable para las teorías de la decisión judi-
cial, porque en ellos los argumentos sobre qué es lo que conduce al bienestar
general parecen tener una función de control e n los litigios civiles. Las partes
128 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

disienten no sólo acerca de los derechos sustanciales supremos en cuestión,


sino también en cuanto a los mecanismos legales que se emplearán para de-
cidir Ja cuestión final, y los jueces consideran el impacto de Jos distintos me-
canismos en la sociedad en su conjunto al menos como pertinentes para su
decisión en esa cuestión procesal. Dicha práctica, ¿pone en duda (o, incluso,
proporciona una excepción poco favorable de) la proposición general de que
la decisión judicial es una cuestión de principios y no de políticas públicas?
En primer lugar, debemos advertir que, incluso si las cuestiones procesales
se decidieran como simples cuestiones de política, eso no plantearía una con-
tradicción categórica con la afirmación de que la cuestión su stancial subyacen-
te es una cuestión de principios. Esto se sig ue del hecho de que, desde la pers-
pectiva penal, las prácticas de la sociedad del costo eficiente que describimos
más arriba no resultaban contradictorias e n términos lógicos. Pero habría una
clase de incoherencia moral, paralela a la que descubrimos en esa sociedad.
Pues la idea de que la decisión judicial es una cuestión de principios (que
alguien tiene derecho a ganar un juicio si la ley está de su parte, aun cu ando
la sociedad en general salga perdiendo e, incluso, si la justificación original
de ley a la que apela se basaba en cuestiones de políticas públicas) presupone
que se otorga una clara importancia, por lo menos, al daño moral; y si esto es
así, entonces en términos morales es incoherente dejar los procedimientos
que protegen del daño moral librados a un cálculo utilitarista que niega esa
presuposición.
Pero estas reflexiones muestran también por qué tal descripción rudimenta-
ria (según la cual, cuestiones de procedimiento en casos como "D c. NSPCC"
y "Granada" se deciden sobre la base de fundamentos de políticas públicas)
es engañosa. Pues, en dichos casos, el punto central es si la parte que reclama
alguna ventaja o beneficio procesal está habilitada a hacerlo en virtud de un
derecho, el derecho general a disponer de un nivel de precisión coh erente con
la teoría del daño moral que se refleja en el derecho civil en su conjunto. Es de-
cir, se trata de la cuestión del contenido del segundo derecho que enun ciamos
antes. Esto explica por qué los cálc1,1los de los jueces no son (como lo serían si
esa descripción fuera satisfactoria) cálculos como los que imaginamos para el
establecimiento de procedimientos pen ales en la sociedad del costo eficiente.
Los jueces que deciden casos difíciles sobre pruebas y procedimientos no sólo
calculan el daño básico resultante de una decisión con un alto grado de impre-
cisión en relación con los beneficios sociales que se obtienen gracias a procedi-
mie ntos o normas que aumentan el riesgo de que se adopten decisiones poco
precisas. Por el contrario, una vez que disponemos de las distinciones que han
surgido en el análisis, vemos que en realidad los cálculos son los que se adecuan
a un esquema de justicia que reconoce el claro derecho de procedimiento que
identificamos como un derecho legal.
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDI MIENTOS 1 29

A veces, la retórica judicial oculta y, al mismo tiempo, deja al descubierto


este hecho. Rupert Cross cita, por ejemplo, la siguiente declaración de Lord
Edmund Davies en "D. c. NSPCC":

Dado que dar a conocer toda prueba relevante para juzgar un caso
es en todo momento un asunto de considerable interés público, la
cuestión a determinar es si está claramente demostrado que, en el
caso en cuestión, no sería, no obstan te, más beneficioso para el in-
te rés público excluir pruebas a pesar de su relevancia. Si, teniendo
en cuenta las circunstancias, la cuestión queda en duda, se debe o r-
denar que se revelen.

El lenguaj e e mpleado pa rece e l del cálculo ordinario de costos y beneficios,


rematado con un desempate a favor de revelar la informació n relevante.
Pero, en una segunda lectura, no tiene sentido si se lo inte rpreta de esa
manera.
No es sensato pensar que la ciudadanía pueda tener un interés "considera-
ble" por conocer la ide ntidad de una persona determinada que acusó falsa-
mente a D de crueldad infantil, o siquiera por con ocer la identidad precisa
de todas las personas que son acusadas de realizar acusaciones falsas como
esa. Cuesta imaginar qué decisiones políticas podría tomar la ciudadanía más
inteligenteme nte si con tara con esa información, por ejemplo. Es posible que
haya personas con una curiosidad morbosa cuya utilidad aumentaría si pudie-
ran leer e l nombre d el informante en la pre nsa amarilla matutina. Pero no
se puede pe nsar que tal beneficio utilitarista logre compensar la pérdida e n
utilidad p ara los niños si existiera alguna posibilidad de que las tareas de la
NSPCC se vieran perjudicadas por esa revelación, y no justificaría la presun-
ción en favor d e la revelación en casos "dudosos". Parece indudable que es
preciso entender la referencia al interés de la ciudadanía por la información
como un interés por que se haga justicia, no un inte rés por Ja información e n
sí. Pero incluso esta formulación sería engañosa si se la interpretara como una
referencia a una preocupación real de la ciudadanía por que se haga justicia
en los litigios civiles, como podría revelarlo, por ejemplo, una e ncuesta de Ga-
llup. Pues ni su señoría ni nadie tiene una idea exacta de cuánto le preocupa a
la ciudadanía esta cuestión (obviamente, a algunos les va a preocupar más que
a otros y a algu nos no les va a preocupar en absoluto), y ni él ni n adie p e nsaría
que se deberían revelar me nos datos e n los juicios durante esos períodos inevi-
tables e n los que la ciudadanía e n general se preocupa me nos, tal vez porque
está más ocupada en asuntos coyunturales, como la Serie Mundial de Béisbol.
Las referencias al interés de la ciudadanía por que se revele información o
por la justicia sólo tienen sentido en tanto referencias disimuladas y engañosas
130 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

a derechos individuales, es decir, al nivel de precisión al que tienen derecho


los litigantes de cara al interés de la ciudadanía por, por ejemplo, el acceso a
la información de los organismos públicos que le prestan servicios o de los
periódicos. Pues la ciudadanía tiene, en efecto, un interés directo, d el tipo
que podría computarse en algún análisis utilitarista, en que tales instituciones
sean eficientes. Lo que está en cuestión en estos casos es si e l litigante tiene
derech o a un nivel de precisión, medido en términos de riesgo de daño moral,
que actúe como carta de triunfo sobre esas inquietudes sociales qu e, por lo
demás, son importantes y legítimas. Se u·ata de una cuestión de principios, no
de políticas públicas, aunque no deje de ser, como espero que haya quedado
claro en la exposición de este capítulo, una cuestión de principios bastante
especial en diversos aspectos.
En primer lugar, para determinar e l contenido de un derecho, hay que diri-
gir la atención a las consecuencias sociales de distintas normas y prácticas. He
intentado, en otra ocasión, distinguir entre cuestiones de políticas públicas y
cuestiones de principios que implicaban tomar en cuenta las consecuencias de
las decisiones, con el propósito de evitar el desafortunado tratamiento de estos
dos tipos de cuestiones sociales como si fuesen uno solo. Sin embargo, las con-
secuen cias son parte de los cálculos que consideran el derecho en cuestión, es
decir, el derecho a una valoración coherente de la magnitud del daño moral,
de una forma particularmente profunda. Pues nuestra lengua no nos ofrece
una fórmula exacta que sirva para expresar con precisión ese contenido, salvo
en términos comparativos, esto es, planteando los tipos de beneficios sociales
que j ustificarían o no correr el riesgo de caer en un determinado tipo de daño
moral. Esa es la consecuencia de algo que me he esforzado por destacar, que es
que lo que estamos d iscutiendo es e l derecho a que se otorgue u na importancia
especial al riesgo de daño moral, no un derecho a un determinado nivel de
precisión global en la decisión judicial, describible independientemente. Si una
cierta norma probatoria mejora, aunque sea en forma marginal, e l grado de
precisión de un juicio, y no le cuesta nada a la sociedad, ya sea en cuanto a los
gastos generales como en cuanto a determinadas políticas públicas en conflicto,
que el uibunal no la adopte sería un indicio de que otorga un valor casi nulo
al riesgo de injusticia. Pero si una norma que mejora notablemente el grado de
precisión representara un elevado costo para la comunidad, que el uibunal no
la adopte sería coherente con una valoración muy alta del riesgo de irtjusticia.
En "D. c. NSPCC", la demandante alegó que, si se dejaba e l riesgo de injusti-
cia librado a su suerte, el peligro que ese riesgo representaba sería mayor que
la pérdida social que podría producirse a raíz de que se revelara el nombre del
informante. El tribunal no tenía manera de decidir si e lla tenía razón sin eva-
luar n o sólo el valor que se atribuía al riesgo de irtjusticia en los casos civiles en
general (el valor señalado en los comentarios d e Lord Edmund Davies a pro-
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 131

pósito de los casos dudosos), sino, también, el complejo valor que la obra de
ese organismo tiene para la sociedad. Pero sería un error concluir que, dado
que el tribunal estudió esta última cuestión con un cierto grado de detalle, el
problema que se le planteaba era más de políticas públicas que de principios.
En segundo lugar, puede parecer que el juego de principios en la decisión
de un tribunal sobre asuntos procesales admita la discrecionalidad judicial y,
por lo tanto, el planteo de auténticos argumentos centrados en políticas públi-
cas del tipo de los que e n general no cabe formular en cuestiones de carácter
sustancial. Cuando lo que se dirime son cuestiones de sustancia, los derechos
del acusado empiezan donde terminan los del demandante, de modo tal que,
por ejemplo, una vez que se determinó que el demandante no tiene dere-
cho a reclamar daños y perjuicios por el incumplimiento de un contrato, se
sigue que el acusado tiene un derecho a que no se haga lugar a un reclamo
por daños y perjuicios. Esta no es la consecuencia (como intenté explicar en
otra ocasión) de una lógica intrínseca en la gramática de los derechos y obli-
gaciones (es, más bien, lo contrario, puesto que se trata de una gramática
trivalente), sino del hecho de que el derecho sustancial está planteado en lo
que he denominado conceptos "dispositivos", como el concepto de respon-
sabilidad contractual, cuya función es precisamente salvar la d istancia entre
la ausencia de reconocimiento del derecho del demandante y Ja aceptación
del derecho del acusado. Pero la conexión entre un derecho y otro no se
aplica en e l caso del procedimiento, pues es evidente que, por ejemplo, del
hecho de que el demandante no tenga derecho a admitir algún documento
no se sigue que e l acusado tenga derecho a que se lo excluya.
Debemos procede r con cautela y no confundirnos en este punto. En los con-
flictos judiciales civiles, el derecho procesal básico es a que el riesgo de daño
moral de un resultado injusto sea evaluado de modo coherente, a fin de que las
decisiones procesales de un tribunal no Je den menos importancia de la que
le otorga la ley en general. Ambas partes gozan de ese derecho, aunque en la
mayoría de los casos sólo una recurrirá a él para reclamar algún beneficio de
procedimiento. Pero ninguna de las dos partes tiene derecho alguno contra la
adopción de procedimientos que sean más precisos que la precisión requerida
por ese derecho. Por consiguiente, es posible que parezca que una vez que está
claro que Ja parte que reclama que se admita alguna prueba no tiene derecho
a e llo, todavía se plantea una auténtica cuestión de política acerca de si, en de-
finitiva, Ja ciudadanía se vería más beneficiada o perjudicada permitiendo que
se presentaran pruebas de esa naturaleza. Porque, si la ciudadanía se benefi-
ciara con la revelación de un dato, el motivo para que se lo revele debe ser ese
interés, no los derechos procesales de alguna de las partes, y sería justo decir
que la causa por la que se lo admite debe estar basada en políticas públicas y
no en principios.
132 UNA CUESTIÓ N DE PRINCIPIOS

No obstante, de Ja discusión ante rio r debería resul tar claro que esta línea
de argumentación no funciona. Parte d el supuesto de que los derechos pro-
cesales son derechos a un nivel establecido de precisión, más que derechos a
que se le conceda un determinado valor al riesgo de injusticia y daño moral.
Si fuera el derecho a un nivel de precisión dado, entonces, según este argu-
mento, el tribunal tomaría decisiones e n dos pasos: el primero consistiría en
decidir, sobre la base de principios, si se puede cumplir con el nivel de pre-
cisión necesario, como una cuestión de probabilidad anticipada, aun cuando
se excluyera la prueba; y el segundo, de ser afirmativa Ja respuesta al primer
interrogante, implicaría determinar, sobre la base de políticas públicas, si se
debe excluir d icha prue ba. Pero com o lo que se decide es si el riesgo de daño
moral h a sido evaluado en forma correcta, esos dos pasos pasan a ser uno solo.
Pues si Jos cálculos fundados en políticas públicas indican que la ciudadanía
no obte ndría ningún beneficio con la exclusión de la prueba, o con una nor-
ma que excluyera pruebas de la misma naturaleza, una decisión que de todos
modos se pronunciara a favor d e la exclusión indicaría una total falta de con-
sideración p or e l riesgo de daño moral, y estaría violando d e manera evidente
el derecho procesal de la parte que solicita que se la admita. Por consiguien-
te, aunque difie ran las causas, los cálculos instrumentales y de consecuencia
asociados con las decisiones procesales están tan arraigados en argumentos
basados e n principios como los cálculos de la misma naturaleza que aparecen
en las decisiones sustanciales. Las consecuencias no intervienen al decidir si
se han de admitir pruebas a las que ninguna de las partes tiene derecho, sino
al determinar si una parte tiene derecho a que se incorporen esas pruebas.
La decisión de la Cámara de Apelaciones en "Granada", pese al barroquis-
mo del que peca por su complejidad, ilustra bien cómo Jos argumentos de
consecuencia en materia procesal están basados en principios, aunque e l caso
tiene la complicación adicional de las acciones independie ntes iniciadas por
British Steel para obtener la información que deseaba, según lo estipulado
en "Norwich Pharmacal'', más que como parte de una acción sustancial más
amplia contra la empresa televisiva. La Cámara de Apelaciones determinó que
British Steel "en principio" no tenía de recho a la información solicitada, por-
que el peligro de que sufriera una injusticia por carecer de esa información
pesaba menos que el interés público por la libre circulación de la información,
que, en opinión del tribunal, se vería obstaculizada si los pote nciales infor-
mantes sabían que sus nombres podían ser dados a conocer si se producía
un conflicto judicial. No se trató de un me ro análisis costo-beneficio, porque
atribuyó a los intereses de los pote nciales demandantes que estuvieran en la
misma posición que British Steel una valoración muy superior a la que habrían
recibido en ese tipo de análisis. Se evaluaron dichos intereses como intereses
por evitar e l daño moral. No obstante, en el fallo se afirma que, debidamente
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 133

valorados, esos intereses pesaban menos que el interés público por el acceso a
Ja información. Pero luego se sostiene que, en las circunstancias particulares
del caso, tomando en cuenta el comportamiento poco feliz de Granad a, no
se respondía correctamente al interés público protegiendo la confidenciali-
dad del informante. (Cuesta comprender de qué manera el valor que pudie-
ra tener para la ciudadanía la información que obtuvo la empresa afectó la
conducta de Granada, pero eso es lo que d ebe h aber supuesto la Cámara, si
se considera que la decisión fue racional.) Pero, en ese caso, la amenaza de
injusticia que se cernía sobre British Steel no valía menos que el interés pú-
blico por los hechos puntuales del caso. Por lo tanto, si no se hubiera exigido
que se revelara la información confidencial, se habría violado el derecho d e la
empresa a que se evaluara en forma debida la amenaza de injusticia de la que
podía ser obj eto.

El sexto y último in terrogante indaga si los ciudadanos pueden gozar de dere-


ch os procesales a participar en decisiones que sin duda se fundan en políticas
públicas (más allá de su derecho a participar en la elección del gobierno que
decide tales cuestiones, como lo hacen todos los ciudadanos) cuando esas de-
cisiones los afectan de algún modo especial. La cuestión surge, como ya dije, a
propósito de la postura d e la Cámara de los Lores en el caso "Bushell", según Ja
cual, si bien se debe celebrar una audiencia pública en relación con Ja d ecisión
del gobierno de construir una carretera en una zona particular como parte de
un plan vial nacional, no es necesario que en ella los vecinos puedan interpelar
a las autoridades acerca de la cuestión de si los postulados generales del depar-
tamento pertinente sobre la circulación de trá nsito e n e l ámbito nacional son
correctos. Lord Diplock, en el discurso más razon ado de los pronunciados por
los lores, sostuvo que el hecho de que se deba garantizar la oportunidad de rea-
lizar ese tipo de interpelación por mor de la e quidad d epende "de la totalidad
de las circunstancias", en tre las cuales "la más importante" es: I!'
la opinión personal del inspector sobre si la probabilidad de que la
interpelación contdbuya a elaborar un informe que ayudaría a que
..1:
~I
1
el ministro tomara mejores decisiones que un informe elaborado
sin mediar una interpelación es suficiente para justificar cualquier
gasto o inconveniente a otras partes involucradas que resul taría d e
cualquier prolongación derivada de ello.

El le nguaje empleado sugiere que las personas más afectadas por la planifica-
ción d e una carretera no tienen derechos a ningún procedimiento particular
en el formato de ninguna audiencia, más allá de lo que disponga explícita-
mente una norma, por lo que la decisión de qué procedimientos se deben
134 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

habilitar en tales casos depende por completo de consideraciones de costo-


beneficio en materia de políticas públicas, semejantes a las que imaginamos
en la sociedad del costo eficiente.
El planteo de los apartados precedentes no sugiere defecto alguno en la
argumentación de Lord Diplock, a menos que creamos que, si el gobierno
construye una carretera que no debería construirse porque se basa en cálculos
inexactos sobre la evolución del tránsito, comete un acto de injusticia hacia
aquellos que se verán afectados por la carretera. ¿Es la construcción de una ca-
rretera mal planificada un acto de injusticia? Parto del supuesto de que nadie
tiene derecho a que no se construya la carretera, en el sentido fuerte de que
sería incorrecto construirla aun cuando hacerlo fuera una decisión política
acertada. Supongamos que decimos, sin embargo, que, dado que la decisión
deliberada de construir una carretera que se sabe que no está justificada por
motivos utilitaristas es un acto de injusticia e impone un daño moral a todos
los que pie_rden por ello, Ja decisión errónea de construir una carretera que
no está justificada por motivos utilitaristas también constituye un acto de in-
justicia, aunque se trate de una injusticia menos grave. Pu ede que se intente
fundar ese argumento en alguna analogía con la proposición de que Ja con-
dena equivocada de un hombre inocente es un acto de injusticia aunque no
sea tan grave como tenderle una trampa. Pero la comparación no es válida
porque no tiene sentido decir que los ciudadanos tienen derecho a lo que un
cálculo utilitarista preciso les ofrece, al menos en el sentido en que podemos
decir que los ciudadanos tienen un derecho a no ser penalizados por un delito
que no cometieron.
Pese a esto, el error en el presente argumento es más profundo, porque fa-
lla incluso si, en efecto, suponemos que cuando el gobierno comete un error
en sus cálculos en materia de políticas públicas está violando los derechos
de cada ciudadano. Lord Diplock supone que aunque la ciudadanía en su
conjunto se viera perjudicada por alguna d ecisión acerca de una carretera, de
todos modos puede salir beneficiada por procedimientos que corren un ries-
go mayor de permitir que se cometa ese error del que otros procedimientos
más costosos permitirían. Todo depende de si los mayores costos procesales
de, por ejemplo, autorizar las revisiones de cada aspecto del plan nacional en
todas las localidades valen las mejoras en e l diseño real del plan que es proba-
ble que se obtengan anticipadamente. Si no lo valen, entonces el hecho (sólo
apreciable en retrospectiva) de que el procedimiento m ás costoso en realidad
h abría producido un mejor programa no j ustifica que e l no seguir ese proce-
dimiento haya privado a los ciudadan_o s de lo que recomendaría la utilidad.
Por el contrario, la mejor estimación de utilidad anticipada recomendaría en-
tonces e l procedimiento menos costoso seguido de un riesgo mayor de que se
implemente el peor programa, más que el procedimiento más costoso seguido
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 135
0

de una mayor oportunidad d e que se implemente el mejor. En e l caso e n cues-


tión, la decisión de no autorizar las interpelaciones concedió a los ciudadanos
aquello que por d erecho les correspondía te ner, según la presente hípó tesis:
la decisión que maximizaba la utilidad media esperada. Por con siguiente, no
violó por error su supuesto derecho a lo que la utilidad recomendaría, aun
cuando, en ese caso, produjo una carretera que la utilidad conde naría. Desde
luego, determinar si vale la pena pagar por procedimie ntos más costosos es e n
sí misma una decisión basada en políticas públicas. Pero el hecho de que las
cifras del "Libro Rojo" fueran en efecto incorrectas no demuestra, ni siquiera
en forma retrospectiva, que los procedimientos más costos hubieran sido me-
jores. El argumento de Lord Diplock es, precisamente, que la decisión basada
en políticas públicas de segundo orden debe ser del gobierno, a través del
organismo administrativo e n cuestión, no de la justicia.
Sería un grave error d e comprensión de este punto, no obstante, c oncluir
que el fallo sobre qué procedimientos deberían seguir los organismos adminis-
trativos es sie mpre o necesariamente una decisió n de políticas públicas de se-
gundo orden que n o debe recaer en la justicia. En e l polémico caso "Mathews
c. Eldridge" (424 U.S. 319 [1976]} , se pidió a la Corte Suprema que decidiera
si era coherente con la cláusula del debido proceso que e l gobierno de los
Estados Unidos pudiera e liminar los beneficios de seguridad social de una
persona sin una audiencia proba toria. La Corte respondió que la decisión en
torno de si era necesaria una audiencia dependía de tres factores:

e n primer lugar, [d]el interés privado que se verá afectado por las
acciones oficiales; e n segundo lugar, [d]el riesgo de incurrir e n una
privación e rrónea de tal interés como consecuencia de los proce di-
mientos e mpleados, y el valor probable, si lo hay, de adoptar salva-
guardas procesales adicionales o de reemplazo; y por último, [d]el
interés del gobierno, que comprende la función involucrada y las
cargas fiscales y administrativas que trae aparejado el requisito de
instituir procedimien tos adicio nales o de reemplazo.

La Corte observó, con respecto al tercer factor, que todo gasto adicional en
el que la agencia se viera obligada a incurrir, si se interpretaba que la cláusula
del debido proceso requería la realización de audiencias cua ndo se e limina
un beneficio, provendría de los fondos disponibles para otras de mandas en
materia de seguridad social. Con las pruebas que ¡,ropuso, el tribunal decidió
que la Constitución no requiere una audiencia arbitral previa a la eliminación
de los beneficios sociales de nadie.
Aunque es difícil deducir de la superficie de la retórica judicial si con una
prueba particular se pretende o no realizar un cálculo ordinario costo be neficio
136 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

al estilo utilitarista (como vimos al analizar el discurso de Lord Edmund Da-


vies en "D c. NSPCC"), el vocabulario de la Corte Suprema guarda una clara
semejanza con el de Lord Diplock en "Bushell''. Y distintos analistas judiciales
lo han interpretado como una apelación a un simple análisis utilitarista. Si
dicha interpretación es correcta, la Corte ha cometido un grave error al su-
poner que está proponiendo Ja prueba que la Constitución requiere. Pues,
habiendo especificado el Congreso quién tiene derecho a recibir beneficios
de la seguridad social, las personas designadas por él tienen derecho a recibir-
los. De esto se sigue que hay un factor de injusticia en el daño infligido a esas
personas cuando se las priva por error de esos beneficios, que no puede ser
computado en ningún cálculo utilitarista, incluso uno sofisticado que incor-
pore e l valor anticipado de procedimientos costosos. Esta es la gran diferencia
entre "Bushell" y "Mathews''. Nadie tiene derecho a que no se construya una
carretera porque arruinará el paisaje, pero las personas sí gozan del derecho
a recibir beneficios que el Congreso (bien o mal) les otorga. En el segundo
caso hay, por lo tanto, un riesgo -tanto de daño moral como de daño básico
en cualquier fallo administrativo-, peligro que no está presente en el primero,
y la utilidad no es pertinente en uno pero sí en el ou·o.
No quiero decir con esto que la decisión de la Corte en "Mathews" haya
sido incorrecta. Porque allí no nos enfrentamos (no más que en el caso del
procedimiento penal) con una opción extrema entre la falta total de derechos
procesales y un derecho a algún procedimiento específico, a cualquier costo.
Los partícipes del proceso administrativo tienen los mismos derechos procesa-
les generales con los que los litigantes llegan a la justicia, porque ellos son, en
primera instancia, derechos políticos. Los ciudadanos tienen derecho a que
en toda decisión se tome en cuenta el factor de injusticia que los priva de aque-
llo a lo que tienen derecho a gozar, y a que se lo pondere en forma adecuada,
en cualquier procedimiento diseñado para probar sus derechos sustanciales.
Pero de ahí no se sigue automáticamente ni que tienen ni que no tienen de-
recho a una audiencia de ningún tipo o estructura. Eso depende de diversos
factores, entre los cuales sobresalen los que la Corte menciona en "Mathews".
La Corte se equivocó no al pensar que esos factores eran pertinentes, sino al
suponer que, del lado de la balanza del demandante, sólo se hallaba el daño
básico que sufriría si se interrumpían los pagos que se le realizaban, si es que
esta es la interpretación correcta de lo que la Corte dijo. La parte del deman-
dante debe reflejar la adecuada valoración del riesgo de daño moral, aunque
es muy posible que la balanza de todos modos se incline hacia la improceden-
cia de una audiencia arbitral.
Puesto que la cuestión que se le presenta a un tribunal en un caso como
"Mathews" es de principios, es decir, requiere un juicio sobre si se ha respe-
tado el derecho a una evaluación coherente del riesgo de daño moral, es
PRINCIPIOS, POÚTICAS PÚBLICAS Y PROCl!:DIMIENTOS 137

apta para la decisión judicial, y la Corte actuaría de manera incorrecta si se


limitara a respetar la opinión de la agencia sobre el asunlo, aunque puede,
en virtud de la pericia y el conocimiento que posee, respetar el criterio de
la agencia en lo que se refiere a aspectos que hacen a las consecuencias de
la cu estión. Un a vez más, en esto "Mathews" se distingue de "Bushell". En el
segundo caso, la cuestión del procedimiento formaba parte, junto con otras
cuestiones, de un juicio ordinario sobre políticas públicas, sin que implique
un conflicto de derechos. El esquema institucional general que deja e n ma-
nos del Poder Ejecutivo, y no de la justicia, la resolución de problemas en
materia de políticas, asigna a la agencia la cuestión del procedimiento. En
"Matbews" hay una clara cuestió n d e principios, y los tribunales no pueden
relegar la cuestión sin eludir su responsabilidad de pronunciarse sobre qué
derechos tiene la gente.
En este punto d ebemos preguntarnos, no obstante, si hay otros argumentos
(aparte del riesgo de injusticia sustancial que ha sido nuestra principal preocu-
pación en este capítulo) a favor de la adopción de procedimientos costosos
para los organismos administrativos u otras instituciones. En un reciente e
importante tratado de derecho constitucional, Laurence Tribe form ula una
distinción entre dos fundamentos diferentes de principios para los requisitos
del debido proceso consignados en la Constitución en casos como "Mathews".
El autor sostiene que dichos requisitos pueden entenderse de manera instru-
mental, como estipulaciones de procedimientos justificados porque contri-
buyen a la precisión de los fallos sustantivos subyacentes o, intrínsecamente,
como algo a lo que las personas tiene n derecho cuando el gobierno actúa
de una manera que los individualiza, más allá del efecto que pueda tener el
procedimiento en el resultado final. Esta interpretación supo ne, como señala
Tribe (1978: 503-504), que tanto

el d erech o a ser oído como el de recho a ser informado de las causas


son, analíticamente, diferentes del derecho a obtener un resultado
diferentes; estos derechos al intercambio expresan la idea elemental
d e que ser una persona, y no una cosa, equivale por lo menos a ser
consultado sobre lo que se hace con uno [ ... ] . Pues, cuando el gobier-
no actúa de una forma que individualiza a personas identificables
(de un modo que probablemente parta de supuestos sobre personas
específicas), despierta una inquietud especial por que se nos hab/e
en forma personal sobre la decisión y no sGlo de que se encarguen
de nosotros.

Tribe observa que las decisiones concretas de la Corte parecen más cohe-
rentes con la primera de sus dos interpretaciones del requisito del debido
138 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS

proceso que la segunda, quizás, especula, porque el tribunal no se percató de


la diferencia.
El interés de este análisis es indudable. Pero conviene detenerse en la re-
ferencia a una "preocupación especial". No es posible que la intención sea
sólo llamar la atención sobre un aspecto del daño básico que podría pasarse
por alto. Puesto que, si bien tal vez exista un hecho psicológico por el que a la
gente le importe más que una d ecisión Je sea adversa si la percibe como des-
personalizada, sin haber podido participar en ella, este es el tipo de daño que
se computa en cualquier cálculo utilitarista bien hecho, no un motivo para de-
terminar por qué la decisión de convocar a una audiencia no debería basarse
en ese cálculo. En todo caso, es dudoso si ese tipo de daño básico pesaría más
que la pérdida sufrida por otros demandantes por problemas de seguridad
social, o por otros beneficiarios de programas federales de asistencia, que ter-
minarían haciéndose cargo de los gastos de audiencias costosas.
Por ende, la "preocupación especial" debe tratarse del hecho o riesgo de
algún daño moral y no sólo de un tipo especial de daño básico. Pero no puede
ser únicamente el riesgo de injusticia sustancial, pues ese es el tipo de daño
contemplado por la interpretación instrumental de los requisitos procesales.
La interpretación intrínseca apunta a una forma de daño moral diferente.
Pero ¿cuál? La idea de hablar con la gente en vez de encargarse de ella, o de
tratarla como personas y no como cosas, no es de mucha ayuda para nuestros
propósitos, como suele suceder en teoría política. Dado que no muestra por
qué el daño indudable que causan las decisiones despersonalizadas no es un
mero daño básico, y las afirmaciones sobre qué tratamiento considera a la
persona como persona son, como mucho, conclusiones de argumentos, no
premisas. Tampoco ayuda demasiado la referencia al hecho de que la decisión
concierne a personas individuales y no a grandes grupos de personas. Nos
hace falta saber por qué ese hecho marcaría una diferencia. La única indica-
ción que se encuentra en estos pasajes es que una d ecisión que afecta a algu-
nas personas "probablemente parta de supuestos sobre personas específicas".
Pero esto nos lleva una vez más al problema de la precisión, porque sugiere
que el daño moral consiste en que se piense que uno tiene o no determinadas
incapacidades o aptitudes, y la única manera en que se lo puede considerar un
daño moral, sin argumentos ulteriores, es si es falso.
Por lo tanto, hay que seguir trabajando para establecer una categoría de
daño moral relevante distinta de la falta de precisión. Tal vez lo único que pre-
tende Tribe es señalar que los requisitos constitucionales del debido proceso
están justificados porque las decisiones administrativas en las que el grado de
precisión es alto producen daños morales, además de daños básicos, en cuyo
caso la distinción que haría falta formular no es entre aspectos instrumentales
e intrínsecos del debido proceso, sino dentro del aspecto instrumental que
PRINCIPIOS, POLÍTICAS P ÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 139

llam a la atención sobre la importancia de brindar protección contra un tipo


de daño moral que no en tra en los cálculos utilitaristas orie n tados a costos y
beneficios.
Y, sin embargo, tenemos una fuerte intuición, por lo menos, de que, en
materia procesal, hay más en juego que sólo esa clase de daño moral. Supon-
gamos que alguien es sancionado por un de lilo que estamos por completo
seguros que cometió, pero sin que se lo someta a juicio. Sentimos que sufrió
una injusticia, pe ro, e n mi opinión, es artificial suponer que esto tiene algo
que ver con el riesgo de que se lo condene aunque sea inocente. Pues estamos
seguros de que el riesgo fue absolutamente nulo. Es indudable que, en este
caso, nuestra se nsación de injusticia se relaciona con la idea de que se debe
oír a las personas antes de que la sociedad llegue a cierto tipo d e conclusiones
oficiales sobre ellas. Pero esas conclusiones deben redundar d e algún modo
en su descrédito. No parece demasiado drástico d ecir que debe re dundar en
su descrédito moral, tomando moral en el sentido más amplio de los dos que
J ohn Mackie d istinguió tan atinadamente. Eso explicaría la idea y la ley de los
escritos de proscripción y confiscación, esto es, leyes que son inconstitucio-
nales porque constituyen d eterminaciones legisla tivas, y no judiciales, de la
culpabilidad de los individuos o grupos nombrados.
Queda sin resolver el interrogan te de qué daño moral, diferente del riesgo
de injusticia sustancial, acecha en estas determinaciones de culpabilidad a ins-
tancia de parte que no ofrecen función alguna al condenado. Se trata de una
cuestión demasiado vasta para tratar de resolverla aquí. Pero es evidente que no
se plantea en las audie ncias públicas por carreteras como las que se solicitaban
en "Bushell''. Podría habe r más posibilidad de argumentar e n el caso de la de-
cisión de e liminar beneficios de seguridad social, pero, sin duda, eso depende
del tipo de fundamento al que se recurra o que se sugiera implícitame nte para
implementar la medida.

También podría gustarte