Una Cuestión de Principios: Ronald Dworkin
Una Cuestión de Principios: Ronald Dworkin
Una Cuestión de Principios: Ronald Dworkin
de principios
Ronald Dworkin
tienen derecho? ¿Debemos, acaso, irnos al otro extremo y d ecir que los im-
. putados de un delito no tiene n de1-echo a ningún grado de precisión? Es lo
que estaríamos presuponiendo si eligiéramos procedimientos y normas pro-
batorias guiándonos sólo por parámetros de costo-beneficio relativos a los in-
tereses de la socied ad en su conjunto, ponderando los intereses del acusado
contra los de aquellos que se favorecen con lo que se ahorra al tesoro público
d e un modo que beneficia a la mayoría. Tal abordaje utilitario, ¿sería compa-
tible con nuestra fervorosa declaración de que los inocentes tienen derecho
a estar libres? De n o ser así, ¿hay algún punto intermedio entre estas dos afir-
maciones extremas, la de que una persona tiene derecho a disponer de los
procedimientos más precisos posibles, y la d e que no tiene derecho alguno en
materia de procedimie ntos?
Se trata de preguntas difíciles. Por lo que sé, no han recibido un tratamiento
sistemático en la filosofía política. En rigor, se las dejó a m erced de la simple
fórmula que indica que las cu estiones de procedimiento y prueba deben d e-
cidirse buscando un "punto de equilibrio" entre los intereses del individuo y
los de la comunidad en su conjunto, lo cu al no es más que una reformulació n
d el problema. De hecho, es peor qu e una mera reformulación, porque los
intereses de cada persona están incluidos e n e l cálculo d e los intereses de la
comunidad en su conjunto, y la idea de que se deba hacer una estimación
adicional para en contrar el equilibrio entre los intereses d e un individuo y los
resultados del cálculo inicial es, por lo tanto, m isteriosa. Tenemos que tratar
de buscar respuestas más útiles a nuestras preguntas, entre las cuales, de ser
posible , se debe hallar una explicació n de por qué esta idea de un "punto de
e quilibrio" tiene tanto éxito. Pero antes, vale la pena detenerse para observar
cómo están conectadas nuestras preguntas con una serie de c uestiones apa-
re ntemente distintas, de orden teórico y práctico, en el d erecho probatorio.
Los enigmas en torno a la sustancia y el procedimiento en el d erecho penal
también se plantean en el derecho civil, y si bien el conflicto en tre cuestiones
de interés público e individual tal vez sea me nos dramático en este campo, es,
no obstante, más complejo. Cuando una persona recurre a la justicia en una
cuestión civil, se presenta ante un tribunal para reclamar sus derechos, y e l
argumento de que la comunidad se be neficiaría si no se hiciera cumplir un
derecho no cuenta como un buen argumento en contra de esa persona. De-
bemos cuidarnos de no caer en una trampa habitual en este sentido. Muchas
veces, cuando el demandan te pla ntea su reclamo aludiendo a una ley que le
otorga e l derecho en cuestión, ocurre que la ley fue promulgada, e n términos
históricos, porque e l órgano legislativo pensó que la ciudadanía en su conjun-
to se beneficiaría, d e un modo utilitarista, si se otorgaba a personas como el
demandante u n derecho legal a lo que dicta esa ley. (Dicho de otro modo, la
ley fue promulgada no por motivos de principios, sino de políticas públicas).
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS I 05
de los derechos de la parte contraria, los niños que podían quedar menos
protegidos si se ordenaba revelar dicha información, no podemos adoptar la
misma postura en "Granada". Ningún ciudadano tiene derecho a la informa-
ción que las empresas televisivas perderían si estuvieran obligadas a divulgar
los nombres de quienes se dirigen a ellas en forma confidencial. Este hecho
evidente a veces se soslaya en la frase (popularizada por la prensa en los últi-
mos años) que dice que el público tiene "derecho a saber". La frase sólo tiene
sentido si se la entiende como una simple afirmación de que, en general, es
de interés público contar con información sobre, por ejemplo, la gestión in-
terna de industrias administrad as por e l Estado. No significa que cualquier
ciudadano tenga derecho a acceder a tal información en el sentido fuerte de
que su derecho podría constituir un argumento de principio para exigir que
se la revele. Es decir, no significa que sería incorrecto negársela aun cuando
la comunidad resultara globalmente perjudicada por dicha revelación. Por
eso, el supuesto de fondo en "Granada" (que si el proceder de la empresa
televisiva no hubiera sido inapropiado, el pedido de Steel Corporation habría
sido rechazado en virtud del interés de Ja ciudadanía p or contar con esa infor-
mación) parece sostenerse en un argumento basado en principios p ara fun-
damentar una decisión j udicial más que en uno basado e n políticas públicas.47
Pero si esto es cierto, surgen entonces dudas acerca de los aspectos descrip-
tivos y normativos de mi planteo sobre los casos difíciles. La postura normativa
sostiene que, en litigios civiles, es incorrecto qu e los jueces tomen decisiones
sobre la base de cuestiones de política. Se trata de un planteo sobre la disposi-
ción final de un caso. En términos subj etivos, requiere que un juez no conceda
a un demandante indemnizaciones por daños y perjuicios a menos que crea
que tiene derecho a dicha compensación. No basta con que considere que
el interés público se vería beneficiado con la creación de un nuevo derecho
para el demandante. De por sí, esto no d ice nada acerca de cómo el juez debe
formar su creencia de si el demandante tiene derecho a que se le otorgue la
compensación. No dice que no deba tener en cuenta el interés público al de-
terminar cómo debe proceder (él y otros que juzgan cuestiones de hecho y de-
recho) para investigar esa cu estión. Por lo tanto, el argumento normativo que
planteo no conde na e n sí mismo a los j ueces que consideran las consecuencias
sociales de una norma probatoria sobre otra al decidir si deben o no exigir que
la NSPCC o Granada Television den a conocer ciertos datos que serán usados
para determinar sus derechos legales sustanciales.
Sin embargo, la fuerza normativa d e mi planteo sin d u da se vería debi-
litada (algunos hasta dirían que se agotaría) si se permitiera a los jueces
47 Véase el capítulo J 9.
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 109
48 (1979) 123 Sol Jo 605, C.A.; modificado [ 1980] 2Al 1 E.R. 608, H.L.
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 111
que define qué hechos considera delitos, les asigna penalidades y establece
los procedimientos en los juicios para los distintos tipos y niveles de delitos
así definidos. El interés global de todos los ciudadanos se encuentra o bien
amenazado o bien beneficiado por dicha decisión, y en idéntico grado. Habrá
quienes no estén de acuerdo con la decisión. Los integrantes de la minoría
perdedora pensarán que el nivel de p1-ecisión ofrecido por los procedimientos
para juzgar un delito es demasiado bajo y, por ello, que subestima el daño
moral de una condena injusta por la comisión de ese delito, o que el nivel es
demasiado e levado y, por ende, que se sobrevalora el daño comparado con los
beneficios que se obtienen empleando el dinero de la sociedad de esa manera.
Pero como el daño moral es una cuestión objetiva que no depende de la per-
cepción de un grupo de personas en particular, nadie pensará que la decisión
de la mayoría es injusta en el sentido de que beneficie los intereses de algunos
y no de otros. La voluntad de la mayoría, entonces, parece un mecanismo del
todo adecuado para tomar este tipo de decisiones sociales.
Nunca y en ningún momento es cierto que todos los miembros de una so-
ciedad tengan la misma probabilidad de ser acusados de cometer un delito
determinado. Si hay desigualdad económica, es más probable que los ricos
sean acusados de conspirar para formar monopolios y los pobres, de dormir
debajo de los puentes. Si las personas se distinguen por su temperamento, es
más plausible que se acuse a los más pasionales de cometer ciertos delitos y a
los codiciosos de otros. Y podríamos dar muchos otros ejemplos similares. Por
lo tanto, sería razonable que la Constitución de una sociedad justa declarara
que las penas deben ser coherentes con los delitos para los que se las establece
según alguna teoría de la importancia de los delitos medianamente objetiva, y
que el supuesto daño moral de una condena injusta debe ser proporcional a
la gravedad de la pena según una escala uniforme.
Aun así, las circunstancias que imaginamos para una decisión mayoritaria
justa se verán comprometidas si hay más probabilidades de que en general
alguna minoría sea acusada de cometer determinado delito o de cometer de-
litos que son penalizados con sanciones relativamente severas. Sin embargo,
este hecho no justifica que se abandone el procedimiento de la decisión de la
mayoría, a menos que el aumento de riesgo afecte en particular más a algunas
personas. Asimismo, no es verdad, en ninguna sociedad real, que cada uno de
sus integrantes sufra exactamente el mismo daño básico por una determina-
da pena. Pero este hecho ofrece aún menos motivos para objetar la decisión
mayoritaria, porque es mucho menos probable que ese tipo de diferencias se
relacionen con la clase económica o social del condenado y, por lo tanto, es
mucho más improbable que den lugar a injusticias sistemáticas. Aquí debemos
señalar una tercera complejidad. En el mundo real, distintas personas obten-
drán diferentes beneficios del ahorro que se consigue con un uso alternativo
122 UNA CUESTIÓN DE PR1NC TPIOS
haga que la carga de la prueba recaiga sobre la parte acusada después de que
el demandante h a probado la calumnia, es posible que refleje la determina-
ción colectiva d e que sufrir una difamación falsa y sin compe nsación supone
un daño moral mayor que ser demandado por daños y perjuicios por un acto
de difamación que, e n efecto, es verdadero.
La idea d e daño moral, sumada al hecho de que las normas de una comunidad
ofrecen un registro de la forma e n que esta evalúa la magnitud rela tiva del
daño moral, nos permite n dar cuenta de dos tipos distintos de derechos que,
podríamos decir, la población tie ne en materia de procedimientos penales. En
primer lugar, los ciudadanos tienen derecho a que los procedimie ntos penales
asignen la importancia debida al riesgo de daño moral. En algunas circuns-
tancias, sería claro que este primer derecho ha sido violado, como ocurriría
si, por ej emplo, una comunidad decidiera casos penales lanzando al a ire una
moneda, o no permitiera que el acusado estuviera presente en su juicio, o
que tuviera un abogado que lo representara, o que presentara pruebas si así
lo deseara, o si empleara únicamente cálculos utilitaristas para elegir procedi-
mientos penales como lo hacía la sociedad de l costo eficie nte. En otros casos
más dificiles, el valor otorgado al riesgo de daño moral sería obje to de de bate,
y es probable que no hubiera consenso al respecto e ntre personas razonables
y sensibles. El segundo derecho, el derecho a una ponderación coherente de
la magnitud del daño moral, reviste una gran importancia práctica en tales
circunstancias. Pues permite que una persona alegue, a un en casos en que
la respuesta correcta al problema del daño moral es muy controvertida, que
tiene derecho a dispone r de procedimientos compatibles con el valor que la
propia comunidad asigna al daño moral, que está plasmado en sus leyes.
Ambos son derechos e n el sentido fuerte del término que identificamos
antes, porque cada uno supone un triunfo fre nte al cómputo d e ben eficios y
pérdidas básicos que conforma un cálculo utilitarista ordinario. Una vez que
determina el conte nido de un derecho, la comunidad debe proporcionar a los
acusados de un d elito por lo menos el nivel mínimo de protección contra el
riesgo de inj usticia requerido por ese contenido, aunque el bienestar general,
concebido ya no en refe rencia al daño moral, sino sólo como un conjunto
de beneficios y pérdidas básicos, sufra en consecuencia. Pero, e n cada caso,
se trata del d erecho a ese mínimo de protección, no del derecho a acceder a
toda la protección que podría brindar la comunidad si estuviera dispuesta a
sacrificar por comple to e l bienestar general. El segundo derecho, por ejem-
plo, exige que la comunidad haga cumplir de manera coherente su teoría del
daño moral, p ero no la obliga a que reemplace esa teoría por otra que valore
más la importan cia de evitar una pena irtjusta. En consecuencia, identificar y
explicar estos derechos constituye una respuesta útil a la tercera pregunta de
124 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS
de casos de pena capital o con otros tipos de sanciones severas (por ejemplo,
si se reduce a seis el número de miembros), equivaldría a una violación de los
derechos del acusado sólo porque implicaría una disminución sustan cial del
nivel de seguridad brindada durante tanto tiempo en e l centro de l proceso
penal. Hay decenas de decisiones de la Corte Suprema que aplican la cláusula
del debido proceso contra los Estados y constituyen un testimonio de la im-
portancia independiente de lo que podrían llamarse accidentes de la historia,
transformados en doctrina constitucional por e l d erecho a la coherencia, con-
cebido ahora independientemente del primer d erecho o derecho d e fondo a
una definición correcta del daño moral.
El segundo de recho, por lo tanto, actúa como una fuerza conservadora dis-
tintiva que protege al acusado de que se produzcan cambios en Ja valoració n
del daño moral. Pero también funciona como un impulso para la introduc-
ción de reformas, pues ide ntifica errores, incluso en procedimientos muyan-
tiguos, montañas de incoherencias a las que no se puede recurrir bajo ningún
fundamento que o torgue algún nivel de importancia al factor injusticia en la
creencia errón ea de que es necesario explicar el resto de la ley. Esta segunda
función reformadora debe ser usada con mucha caute la, porque hay que tener
en cuenta el hecho de que los procedimientos penales ofrecen protección e n
tanto sistema, de modo que la fuerza de una norma probatoria, por ejemplo,
podría ser mal interpretada si no se estudia su efecto junto con otros aspectos
de ese sistema. Si la ley no provee fondos para que los acusados ind igentes lle-
ven a cabo investigaciones costosas relevantes para su defensa, eso podría ser
un indicio del poco valor que le asigna al daño moral de una conde na injusta,
a menos que el efecto de esa falta se evalúe como parte de un sistema que co-
loca una gran carga probatoria en la acusación y también protege al acusado
de otras maneras. 1
No obstante, aducir que otras partes del derecho del procedimiento pe nal tam-
bién se equivocan, pero en dirección opuesta, no basta como respuesta a la obje-
ción de que alguna característica de la justicia penal otorga un valor ilógicamente
l
bajo a evitar la injusticia. Pues lo que se debe demostrar no es que los errores a
cada lado de la línea establecida se van compensando entre sí en el curso del
prolongado proceso de la decisión judicial penal, sino que un sistema de normas,
en conjunto, no representa más riesgo que el establecido en cada caso, d ados los
planteos opuestos presentados en ese caso. La función reformadora también tie-
ne que ser sensible (debo agregar) al punto que observamos en nuestra discusión
de la sociedad del costo eficiente. El valor que la sociedad asigna al daño moral
puede no estar con signado en el procedimiento penal, sino en alguna otra parte
de sus normas o sus p rácticas, por lo que el procedimiento puede resultar incon-
gruente con el resto de las prácticas jurídicas y políticas más allá de la incoheren-
cia interna que puedan tener las propias normas de procedimiento.
126 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS
Dado que dar a conocer toda prueba relevante para juzgar un caso
es en todo momento un asunto de considerable interés público, la
cuestión a determinar es si está claramente demostrado que, en el
caso en cuestión, no sería, no obstan te, más beneficioso para el in-
te rés público excluir pruebas a pesar de su relevancia. Si, teniendo
en cuenta las circunstancias, la cuestión queda en duda, se debe o r-
denar que se revelen.
pósito de los casos dudosos), sino, también, el complejo valor que la obra de
ese organismo tiene para la sociedad. Pero sería un error concluir que, dado
que el tribunal estudió esta última cuestión con un cierto grado de detalle, el
problema que se le planteaba era más de políticas públicas que de principios.
En segundo lugar, puede parecer que el juego de principios en la decisión
de un tribunal sobre asuntos procesales admita la discrecionalidad judicial y,
por lo tanto, el planteo de auténticos argumentos centrados en políticas públi-
cas del tipo de los que e n general no cabe formular en cuestiones de carácter
sustancial. Cuando lo que se dirime son cuestiones de sustancia, los derechos
del acusado empiezan donde terminan los del demandante, de modo tal que,
por ejemplo, una vez que se determinó que el demandante no tiene dere-
cho a reclamar daños y perjuicios por el incumplimiento de un contrato, se
sigue que el acusado tiene un derecho a que no se haga lugar a un reclamo
por daños y perjuicios. Esta no es la consecuencia (como intenté explicar en
otra ocasión) de una lógica intrínseca en la gramática de los derechos y obli-
gaciones (es, más bien, lo contrario, puesto que se trata de una gramática
trivalente), sino del hecho de que el derecho sustancial está planteado en lo
que he denominado conceptos "dispositivos", como el concepto de respon-
sabilidad contractual, cuya función es precisamente salvar la d istancia entre
la ausencia de reconocimiento del derecho del demandante y Ja aceptación
del derecho del acusado. Pero la conexión entre un derecho y otro no se
aplica en e l caso del procedimiento, pues es evidente que, por ejemplo, del
hecho de que el demandante no tenga derecho a admitir algún documento
no se sigue que e l acusado tenga derecho a que se lo excluya.
Debemos procede r con cautela y no confundirnos en este punto. En los con-
flictos judiciales civiles, el derecho procesal básico es a que el riesgo de daño
moral de un resultado injusto sea evaluado de modo coherente, a fin de que las
decisiones procesales de un tribunal no Je den menos importancia de la que
le otorga la ley en general. Ambas partes gozan de ese derecho, aunque en la
mayoría de los casos sólo una recurrirá a él para reclamar algún beneficio de
procedimiento. Pero ninguna de las dos partes tiene derecho alguno contra la
adopción de procedimientos que sean más precisos que la precisión requerida
por ese derecho. Por consiguiente, es posible que parezca que una vez que está
claro que Ja parte que reclama que se admita alguna prueba no tiene derecho
a e llo, todavía se plantea una auténtica cuestión de política acerca de si, en de-
finitiva, Ja ciudadanía se vería más beneficiada o perjudicada permitiendo que
se presentaran pruebas de esa naturaleza. Porque, si la ciudadanía se benefi-
ciara con la revelación de un dato, el motivo para que se lo revele debe ser ese
interés, no los derechos procesales de alguna de las partes, y sería justo decir
que la causa por la que se lo admite debe estar basada en políticas públicas y
no en principios.
132 UNA CUESTIÓ N DE PRINCIPIOS
No obstante, de Ja discusión ante rio r debería resul tar claro que esta línea
de argumentación no funciona. Parte d el supuesto de que los derechos pro-
cesales son derechos a un nivel establecido de precisión, más que derechos a
que se le conceda un determinado valor al riesgo de injusticia y daño moral.
Si fuera el derecho a un nivel de precisión dado, entonces, según este argu-
mento, el tribunal tomaría decisiones e n dos pasos: el primero consistiría en
decidir, sobre la base de principios, si se puede cumplir con el nivel de pre-
cisión necesario, como una cuestión de probabilidad anticipada, aun cuando
se excluyera la prueba; y el segundo, de ser afirmativa Ja respuesta al primer
interrogante, implicaría determinar, sobre la base de políticas públicas, si se
debe excluir d icha prue ba. Pero com o lo que se decide es si el riesgo de daño
moral h a sido evaluado en forma correcta, esos dos pasos pasan a ser uno solo.
Pues si Jos cálculos fundados en políticas públicas indican que la ciudadanía
no obte ndría ningún beneficio con la exclusión de la prueba, o con una nor-
ma que excluyera pruebas de la misma naturaleza, una decisión que de todos
modos se pronunciara a favor d e la exclusión indicaría una total falta de con-
sideración p or e l riesgo de daño moral, y estaría violando d e manera evidente
el derecho procesal de la parte que solicita que se la admita. Por consiguien-
te, aunque difie ran las causas, los cálculos instrumentales y de consecuencia
asociados con las decisiones procesales están tan arraigados en argumentos
basados e n principios como los cálculos de la misma naturaleza que aparecen
en las decisiones sustanciales. Las consecuencias no intervienen al decidir si
se han de admitir pruebas a las que ninguna de las partes tiene derecho, sino
al determinar si una parte tiene derecho a que se incorporen esas pruebas.
La decisión de la Cámara de Apelaciones en "Granada", pese al barroquis-
mo del que peca por su complejidad, ilustra bien cómo Jos argumentos de
consecuencia en materia procesal están basados en principios, aunque e l caso
tiene la complicación adicional de las acciones independie ntes iniciadas por
British Steel para obtener la información que deseaba, según lo estipulado
en "Norwich Pharmacal'', más que como parte de una acción sustancial más
amplia contra la empresa televisiva. La Cámara de Apelaciones determinó que
British Steel "en principio" no tenía de recho a la información solicitada, por-
que el peligro de que sufriera una injusticia por carecer de esa información
pesaba menos que el interés público por la libre circulación de la información,
que, en opinión del tribunal, se vería obstaculizada si los pote nciales infor-
mantes sabían que sus nombres podían ser dados a conocer si se producía
un conflicto judicial. No se trató de un me ro análisis costo-beneficio, porque
atribuyó a los intereses de los pote nciales demandantes que estuvieran en la
misma posición que British Steel una valoración muy superior a la que habrían
recibido en ese tipo de análisis. Se evaluaron dichos intereses como intereses
por evitar e l daño moral. No obstante, en el fallo se afirma que, debidamente
PRINCIPIOS, POLÍTICAS PÚBLICAS Y PROCEDIMIENTOS 133
valorados, esos intereses pesaban menos que el interés público por el acceso a
Ja información. Pero luego se sostiene que, en las circunstancias particulares
del caso, tomando en cuenta el comportamiento poco feliz de Granad a, no
se respondía correctamente al interés público protegiendo la confidenciali-
dad del informante. (Cuesta comprender de qué manera el valor que pudie-
ra tener para la ciudadanía la información que obtuvo la empresa afectó la
conducta de Granada, pero eso es lo que d ebe h aber supuesto la Cámara, si
se considera que la decisión fue racional.) Pero, en ese caso, la amenaza de
injusticia que se cernía sobre British Steel no valía menos que el interés pú-
blico por los hechos puntuales del caso. Por lo tanto, si no se hubiera exigido
que se revelara la información confidencial, se habría violado el derecho d e la
empresa a que se evaluara en forma debida la amenaza de injusticia de la que
podía ser obj eto.
El le nguaje empleado sugiere que las personas más afectadas por la planifica-
ción d e una carretera no tienen derechos a ningún procedimiento particular
en el formato de ninguna audiencia, más allá de lo que disponga explícita-
mente una norma, por lo que la decisión de qué procedimientos se deben
134 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS
e n primer lugar, [d]el interés privado que se verá afectado por las
acciones oficiales; e n segundo lugar, [d]el riesgo de incurrir e n una
privación e rrónea de tal interés como consecuencia de los proce di-
mientos e mpleados, y el valor probable, si lo hay, de adoptar salva-
guardas procesales adicionales o de reemplazo; y por último, [d]el
interés del gobierno, que comprende la función involucrada y las
cargas fiscales y administrativas que trae aparejado el requisito de
instituir procedimien tos adicio nales o de reemplazo.
La Corte observó, con respecto al tercer factor, que todo gasto adicional en
el que la agencia se viera obligada a incurrir, si se interpretaba que la cláusula
del debido proceso requería la realización de audiencias cua ndo se e limina
un beneficio, provendría de los fondos disponibles para otras de mandas en
materia de seguridad social. Con las pruebas que ¡,ropuso, el tribunal decidió
que la Constitución no requiere una audiencia arbitral previa a la eliminación
de los beneficios sociales de nadie.
Aunque es difícil deducir de la superficie de la retórica judicial si con una
prueba particular se pretende o no realizar un cálculo ordinario costo be neficio
136 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS
Tribe observa que las decisiones concretas de la Corte parecen más cohe-
rentes con la primera de sus dos interpretaciones del requisito del debido
138 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS