Azaña

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Revista de las Cortes Generales. ISSN: 0213-0130.

ISSNe: 2659-9678
Nº 109, Segundo semestre (2020): pp. 19-54
https://doi.org/10.33426/rcg/2020/109/1546

«PAZ, PIEDAD Y PERDÓN»*


DISCURSO PRONUNCIADO EL 18 DE JULIO DE 1938
EN EL AYUNTAMIENTO DE BARCELONA
(INCLUYE EL PRÓLOGO «AZAÑA EN SU
DISCURSOS», DE SANTOS JULIÁ, EXTRAÍDO DEL
LIBRO MANUEL AZAÑA. DISCURSOS POLÍTICOS)**
“PEACE, PIETY AND FORGIVENESS”
DISCOURSE GIVEN ON JULY 18, 1938 AT BARCELONA CITY HALL
(INLUDING PROLOGUE TO “AZAÑA IN HIS DISCOURSES”, BY
SANTOS JULIÁ, EXTRACTED FROM THE BOOK MANUEL AZAÑA.
POLITICAL DISCOURSES)

Manuel AZAÑA DÍAZ


Presidente de la Segunda República española
(Alcalá de Henares 1880-Montauban 1940)

RESUMEN

Manuel Azaña Díaz falleció en el Hotel du Midi en Montauban (Francia), el 4


de noviembre de 1940. Su figura histórica, antes controvertida, suscita desde
la Transición democrática un reconocimiento general hacia su trayectoria
personal y política en el marco de aquellos años convulsos para España
y para toda Europa. Como parlamentario, pronunció en el hemiciclo del
Congreso de los Diputados algunos de los discursos más trascendentales de
los años treinta del siglo pasado, marcados por el conflicto entre democracias
y totalitarismos. Por ello, las citas del que fuera Presidente de la Segunda
República ilustran con frecuencia las intervenciones de muchos miembros de
las Cámaras parlamentarias y de los estudios académicos más relevantes.

* Santos Juliá (2007). Manuel Azaña. Obras completas. Vol. 6. Madrid: Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales.
** La Revista de las Cortes Generales agradece a la Editorial Crítica la autorización
para publicar el presente prólogo, extraído del libro Santos Juliá (ed.) (2003). Manuel Aza-
ña. Discursos Políticos. Barcelona: Editorial Crítica.
20 MANUEL AZAÑA DÍAZ

Con motivo del octogésimo aniversario de su fallecimiento, la Revista de las


Cortes Generales publica el texto íntegro del célebre discurso que pronunció
en Barcelona el 18 de julio de 1938, pieza de alta calidad literaria y de
notable significado político. Se incluye como estudio contextual un trabajo
del reconocido historiador Santos Juliá (1940-2019), cuya publicación ha
autorizado generosamente la Editorial Crítica. El Profesor fue un reputado
especialista en la obra del político nacido en Alcalá de Henares y sus Obras
Completas (publicada por el Centro de Estudios Políticos y Constitucio-
nales) puede considerarse ya definitiva como culminación del muy valioso
trabajo editorial realizado en el exilio por Juan Marichal. También incluye
este número de la Revista un trabajo de síntesis acerca del personaje a
quien se identifica con aquel momento crítico de la España del siglo XX.
Palabras clave: España, siglo XX, democracia, Segunda República.

ABSTRACT

Manuel Azaña Díaz died at the Hotel du Midi in Montauban (France), on


November 4, 1940. His historical figure, previously controversial, has been
generally recognized since the democratic transition for his personal and po-
litical career in the context of those turbulent years for Spain and the whole
Europe. As a parliamentarian, he delivered some of the most significant
speeches of the 1930s in the hemicycle of the Congress of Deputies, period
characterised by the conflict between democracies and totalitarianisms. For
this reason, the quotations of the person who was President of the Second
Republic frequently illustrate the interventions of many members of the
parliamentary chambers and of the most relevant academic studies today.
On the occasion of the eightieth anniversary of his death, the Revista de
las Cortes Generales publishes the full text of the famous speech he gave in
Barcelona on July 18, 1938, a piece of high literary quality and remarkable
political significance. A contribution by the renowned historian Santos Juliá
(1940-2019), generously authorized by Editorial Crítica, is included as a
contextual study. The Professor was a reputable specialist in the work of
the politician born in Alcalá de Henares and his piece “Obras Completas”
(published by the Centro de Estudios Políticos y Constitucionales) can now
be considered definitive as the culmination of the very valuable editorial
work done in exile by Juan Marichal. This issue of the Revista also includes
a work of synthesis about the character who is identified with that critical
moment of 20th century Spain.
Keywords: Spain, 20th century, democracy, Second Republic.

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DISCURSO EN EL AYUNTAMIENTO DE BARCELONA


PRONUNCIADO EL 18 DE JULIO DE 1938

EL PUNTO DE VISTA NACIONAL

Cada vez que los Gobiernos de la República han estimado con-


veniente que me dirija a la opinión general del país, lo he hecho desde
un punto de vista intemporal, dejando a un lado las preocupaciones
más urgentes y cotidianas, que no me incumben especialmente, para
discurrir sobre los datos capitales de nuestros problemas, confronta-
dos con los intereses permanentes de la nación.
A pesar de todo lo que se hace para destruirla, España subsiste. En
mi propósito, y para fines mucho más importantes, España no está dividida
en dos zonas delimitadas por la línea de fuego; donde haya un español o un
puñado de españoles que se angustian pensando en la salvación del país,
ahí hay un ánimo y una voluntad que entran en cuenta. Hablo de todos,
incluso para los que no quieren oír lo que se les dice, incluso para los que,
por distintos motivos contrapuestos, acá o allá, lo aborrecen. Es un deber
estricto hacerlo así, un deber que no me es privativo, ciertamente, pero
que domina y subyuga todos mis pensamientos. Añado que no me cuesta
ningún esfuerzo cumplirlo; todo lo contrario. Al cabo de dos años, en que
todos mis pensamientos políticos, como los vuestros; en que todos mis
sentimientos de republicano, como los vuestros, y en que mis ilusiones de
patriota, también como las vuestras, se han visto pisoteados y destrozados
por una obra atroz, no voy a convertirme en lo que nunca he sido: en un
banderizo obtuso, fanático y cerril.
Incumbe a los Gobiernos dirigir la política, dirigir la gue-
rra, los cuales Gobiernos se forman, subsisten o perecen según los
vaivenes de su fortuna o de su popularidad, como las aprecian los
órganos responsables en los que se representa y por los que se expresa
la opinión pública. Y puesto a discurrir sobre la política y sobre la
guerra desde el punto de vista que he nombrado y que me pertenece
por obligación, he procurado siempre afirmar verdades que ya lo eran
antes de la guerra, que lo son hoy, como seguirán siéndolo mañana.
Seguramente estas verdades las hemos descubierto entre todos, cada
cual a su manera: unos, por puro raciocinio; otros, las han descubierto
por los implacables golpes de la experiencia.

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OBLIGACIÓN DE OPINAR

Lo que importa es tener razón, y después de tener razón, im-


porta casi tanto saber defenderla; porque sería triste cosa que, teniendo
razón, pareciese como si la hubiésemos perdido a fuerza de palabras
locas y de hechos reprobables. Es seguro que, a la larga, la verdad y
la justicia se abren paso; mas, para que se lo abran, es indispensable
que la verdad se depure y se acendre en lo íntimo de la conciencia y
se acicale bajo la lima de un juicio independiente y que salga a luz
con el respaldo y el seguro de una responsabilidad. He deseado y
procurado siempre que todos lo hagan así. El derecho de enjuiciar
públicamente subsiste a pesar de la guerra, salvo en aquellas cosas
que pudieran perturbar conocidamente lo que es propio y exclusivo
de las operaciones de la defensa. De esa manera, cada cual aporta
su grano de arena a formar la opinión. Pero, más que un derecho, es
una obligación imperiosa, ineludible, en todos los que de una manera
o de otra toman parte en la vida pública. Es una obligación difícil
de cumplir. ¡Cómo no va a serlo! Demasiado lo sé. Para vencer esa
dificultad se recomienda mucho, como higiene moral, el ejercicio
cotidiano de actos de valor cívico, menos peligrosos que los actos
de valor del combatiente en el campo de batalla, pero no menos
necesarios para la conservación y la salud de la República.
En esta tarea de aconsejar a la opinión, o, más exactamente,
de poner a la opinión en condiciones de saber lo que conviene al país,
no he regateado nunca mi parte; tampoco hoy. Pienso que, en España,
amigos y enemigos están habituados a escucharme como a un hombre
que nunca dice lo contrario de lo que siente. O a no escucharme, y
por igual razón.

FASE INTERNACIONAL DEL PROBLEMA ESPAÑOL

Con esas advertencias llamo en primer término vuestra aten-


ción sobre un hecho que todos conocéis: de todas las fases por que
ha ido pasando este drama español, la que hoy predomina y absorbe
a todas las demás es la fase internacional.
El drama español surgió aparentemente con los caracteres de
un problema de orden interior de España, como un gigantesco pro-
blema de orden público. Todos los Gobiernos de la República se han

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esforzado por situarlo así, porque no fuese más, y ya era bastante. Y la


sinceridad de los propósitos y de las intenciones de todos los Gobiernos
de la República, no puede ponerse en duda, aunque no sea más, si no
hubiera otras razones, que por la consideración de su propia conve-
niencia, porque de que el drama español dejase de ser un conflicto
nuestro, sólo mayores desventuras y calamidades y conflictos podrían
venir. Pero el ataque a mano armada contra la República descubrió
pronto su aspecto de problema internacional. ¿Lo descubría porque
unos grupos sociales o unas fuerzas políticas o las fuerzas armadas del
Estado se rebelaban contra el régimen establecido? No. Se revelaba
esa fase, porque otros Estados europeos, principalmente Alemania e
Italia, acudían decididamente, con hombres y material, en apoyo de
los que atacaban violentamente a la República. ¿Y por qué acudían?
¿Por qué se les prestaba apoyo? ¿Acaso por pura simpatía política, o
emprendiendo lo que se llamaría malamente una cruzada ideológica?
¿Por puro espíritu de propaganda? No. En el fondo, al Estado alemán
y al Estado italiano les importa muy poco cuál sea el régimen político
de España, y, si la República española se hubiera prestado a entrar en
el sistema de política occidental europea que planteaba el Gobierno
italiano y a trabajar por deshacer el statu quo actual y a servir los
intereses de la naciente hegemonía italiana en el Mediterráneo, ¡ah!, es
seguro que en Roma y en Berlín se hubiese declarado que la República
española era un arquetipo de organización estatal. Les prestan esa
ayuda para incorporar a España, con todo lo que España significa, a
pesar de su debilidad militar, al sistema que nace en Roma, y que no
me voy a cansar de definir, porque todos los conocéis.
Cuando los síntomas probatorios de esta situación aparecieron,
y los divulgamos, y los dimos a conocer al mundo entero, no fuimos
creídos. Se pensó, tal vez, que eran artículos para la exportación,
trabajos de la propaganda. Yo mismo allá por julio o agosto del 36,
en las primeras manifestaciones públicas que hice para el extranjero
sobre nuestra cuestión, lo dije así. Debieron de creer que yo me había
adscrito a los servicios de propaganda. Después, los Gobiernos de la
República, incesantemente, han llevado a todas partes a pruebas d
este hecho; pruebas irrefutables que destruían la convencional actitud
de fingir una duda, y todas estas pruebas fueron recibidas o con una
reserva desconfiada o una simpatía taciturna; pero ya nadie lo puede

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poner en duda, nadie puede afectar la posición de la duda y ha sido


preciso, para que estas dudas no puedan subsistir, ni siquiera como
artificio de discusión, que los agresores confiesen la agresión, se jac-
ten en ella, expliquen sus fines, y no sólo esto, sino que conviertan la
agresión en moneda de cambio y en materia de regateo y de contrato.

LA REPÚBLICA Y LA SOCIEDAD DE NACIONES

Delante de esta situación, ¿qué han hecho los Gobiernos de


la República? ¿Acaso declarar la guerra a Italia y Alemania? No.
Han ido con su derecho a las instituciones internacionales creadas
para el mantenimiento de la legalidad. España, sobre todo, con la
República, había tomado en serio los propósitos, aunque no siempre
los métodos, de la Sociedad de Naciones; y se había adherido a los
principios que inspiran los planes de seguridad colectiva. Aunque
todos los españoles, por raro caso, estaban unánimes en mantener
en nuestro país la neutralidad a todo trance y costa, España aceptó
las limitaciones que a esa política de neutralidad contiene y contenía
el pacto de la Sociedad de Naciones, con tal de sumarse a una obra
superior de interés general.
La República inscribió en su Constitución los principios ge-
nerales del pacto. La República se sumó a la política de sanciones
cuando el ataque italiano contra Etiopía, secundando la política de
los poderosos de la tierra, que entonces tenían la fortuna de que su
interés nacional coincidiese con los dictados que rigen la vida moral
de la Sociedad de Naciones. Cuando la política de sanciones fracasó
por lo que todo el mundo sabe, la República española quedó expuesta,
descubierto el costado, a las represalias de rencor. Pocas semanas
después de decretarse la abolición de las sanciones y todavía vivo el
conflicto de Etiopía, comenzaba la agresión italiana contra nuestro
país. Y no sólo esto. España, lo mismo bajo la monarquía que bajo la
República, se ha mantenido fiel al sistema de equilibrio y de statu quo
en la Europa occidental y en el Mediterráneo; equilibrio basado en
la hegemonía británica y la libertad de comunicaciones marítimas de
Francia con su imperio de África. No nos ligaba a este sistema ningún
pacto, ni público ni secreto, ninguna alianza, ningún tratado. Pero es
la consecuencia natural de nuestro estado interior, de nuestra posición

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en el mapa de Europa. Trastornarlo habría supuesto un esfuerzo


gigantesco en el orden militar, completamente desproporcionado a los
recursos del país y sin nada que ver con su conveniencia fundamental.
Tales han sido los crímenes de la República en el orden in-
ternacional. Cuando los Gobiernos de España fueron a presentar sus
reclamaciones y sus alegaciones donde debían –y no sólo a Ginebra–,
todos los proyectos propuestos o solicitados o requeridos por el Go-
bierno español fracasaron. ¿Por qué? La tesis consiste en decir que
el dar paso a las reclamaciones del Gobierno español, por justas que
sean, habría producido la guerra general. Nunca he podido admitir
la realidad de esta tesis. No se puede admitir, no en el orden teórico,
sino en el orden de los factores políticos, tal como de hecho están
situados en Europa; no se puede admitir que el mantenimiento sereno
y digno de las obligaciones pactadas fuese a producir un conflicto
internacional. Opinión que, dicha por mí, podría parecer interesada;
pero en ella me acompañan eminentes estadistas extranjeros que han
tenido sobre sí la responsabilidad del poder en sus países durante los
días más agudos de la crisis, y opinan lo mismo.

NADIE QUIERE AQUÍ UNA GUERRA GENERAL

Es, por otra parte, calumnioso y desatinado afirmar que el


Gobierno, esté u otro, de la República, ha buscado, ha deseado nunca
una guerra general para disolver en ella nuestro problema nacional.
Sería una táctica equivocada atosigar a los demás, con los peligros
que corren con una u otra política. Es impertinencia tratar de explicar
a los demás en qué consiste su interés nacional. Ya ellos lo saben muy
de sobra. Sería pueril creer que la política internacional de un país
puede fundarse, no ya exclusivamente, pero ni siquiera principalmente
en la semejanza o diferencia de los regímenes políticos. La política
internacional de un país está determinada por datos inmutables o de
difícil mudanza, y por debajo de los regímenes políticos, hay valores
de otro orden que los rebasan y que, en realidad, los subyugan. Me
excuso de poner ejemplos del exterior que son bien palpitantes y
están en la noticia de todos. Basta volver la vista a nuestro país. La
República ha hecho la misma política internacional que la monarquía
y por iguales razones. Pero dentro de esto y dejando a salvo el interés

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nacional de cada cual como lo entienda, es innegable que existen


contactos, repercusiones probables, interferencias que forman parte de
aquel mismo interés nacional y que constituyen el terreno común para
una inteligencia en favor de la paz y la protección de la independencia
de cada uno.
Así entendido el problema, todo lo que los Gobiernos de la Re-
pública han hecho sobre el particular no ha rebasado nunca los límites
decentes que la discreción exterior impone. Y es absolutamente absur-
do suponer que nadie con responsabilidad en la República española
ha tenido el pensamiento ni el deseo de zafarse del conflicto nuestro
interior provocando una conflagración europea. Contra semejante dis-
late militan muchas razones: meses hace que expuse algunas. Militan
todas las razones de humanidad, de prudencia humana y de sabiduría
de la conducta en la vida que hay siempre contra cualquier género de
guerra; milita, además, que los españoles ya tenemos bastante, y aun
de sobra, con la guerra que estamos sufriendo; y sobre eso, una con-
sideración de orden político bastante clara. Si por causa de la guerra
de España hubiese en Europa una conflagración general, la causa de
España quedaría relegada a muy segundo término, y la solución que
adviniera no tendría nada que ver, ni por casualidad, con los intereses
fundamentales que nosotros representamos y defendemos. Es, por
tanto, indispensable que se acallen las imaginaciones quiméricas
que esperaban o temían actos de desesperación del Gobierno de la
República. En primer lugar, aquí nadie está desesperado, y en segundo
término, si las dificultades crecieses, todavía sería desatinado remedio
provocar una dificultad mayor y seguramente indominable.

DECLARACIÓN IRREVOCABLE

Los hombres de mi tiempo recibimos, estando en la adolescen-


cia, la impresión del desastre de 1898. Huella terrible que, en ciertos
aspectos, ha dominado toda nuestra vida pública. Hemos pasado
cuarenta años escarneciendo aquella política, sin piedad para ella,
sin tomar en cuenta ninguna de las excusas posibles que un político
encuentra siempre para justificar su posición, y sería demasiado a
estas alturas que tuviéramos que someternos a la cruel burla del
destino de cometer un dislate todavía más grande. Por mi parte, no

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podría resignarme a prestar una aparente aprobación, ni siquiera con


mi muda presencia, a ningún acto de ningún Gobierno que pareciese
inspirado, directa o indirectamente, en el propósito de convertir la
guerra de España en una guerra general.

LA LIMITACIÓN DE LA GUERRA

Las tesis que han prevalecido en el exterior, entre los que se


ocupan de nuestro problema, en cuanto problema europeo, consisten
en afirmar que es indispensable limitar la guerra de España y extinguir
la guerra de España. Por limitar la guerra de España se entiende tomar
aquellas precauciones y aquellas medidas que corten el peligro de
conflagración general salido de nuestro problema, y por extinguir la
guerra de España la pacificación de nuestro país. He tenido ocasión de
decir ya, meses hace, que limitar la guerra de España es obligación de
los demás, porque no hemos sido nosotros quienes hemos extendido
la guerra de España a los intereses de otras potencias, que incumbe a
los demás limitar la guerra de España. Nosotros no tenemos medios
de impedir que desembarquen en España los millares de hombres y
los millares y millares de toneladas de material de guerra de Italia y
Alemania. Incumbe a los demás limitar la guerra de España, extinguir
la guerra de España incumbe a los españoles, pero les incumbe, les in-
cumbirá cuando haya desparecido de la Península el padrón de ignomi-
nia que supone la presencia de los ejércitos extranjeros luchando contra
los españoles; ante, no. Para limitar la guerra de España, secundando
aquella iniciativa exterior y desmintiendo una vez más los supuestos
propósitos de los Gobiernos españoles favorables a una conflagración
general, la República ha consentido sacrificios inmensos, sacrificios en
su interés, sacrificios en su derecho. A todo lo largo de la lamentable
historia de la política de no intervención, está siempre el sacrificio
de la República y de los Gobiernos republicanos. Del valor moral,
de la energía cívica, de la perspicacia política que haya en el fondo
de la política de no intervención, la historia juzgará; pero nosotros
estamos autorizados para decir desde ahora que, sin dudar de las
buenas intenciones de los demás, tal como ha funcionado y funciona
la política de no intervención, ha parecido que el único que no tenía
derecho a intervenir en la guerra de España era el Gobierno español.

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Producto de esa tesis y órgano de esa política son el Comité de Londres


y su acuerdo reciente, que todos conocemos. Por fin, las potencias
signatarias del acuerdo de la no intervención han llegado a aprobar
un texto en virtud del cual, con estos o los otros métodos, se retirarán
de España estos que llaman los voluntarios extranjeros. Hace un año
por ahora, un texto aproximadamente igual no pudo ser aprobado en
Londres, ciertamente que no por culpa del Gobierno de la República,
y yo considero que si este texto se hubiera aprobado el año anterior, a
pesar de todas las tardanzas y disquisiciones que puedan oponerse a
su ejecución, ya estaría cumplido y España pacificada. Porque si hace
falta limitar la guerra y extinguir la guerra, y para cada cual es un
deber distinto, yo añado ahora que limitar la guerra de España, si en
efecto se limita, es extinguirla, porque la guerra de España está única
y exclusivamente mantenida por la invasión extranjera.

EL ACUERDO DE LONDRES

¿Qué vale el acuerdo de Londres? Es por de pronto de mala


fe dudar de la actitud de España frente a este acuerdo. En primer
lugar, el Gobierno de la República no tiene que pedir permiso a nadie
para aceptarlo o para rechazarlo; y en segundo término, el Gobierno
de la República, que mantiene la tesis de que el conflicto español
debe quedar reducido, como siempre lo ha mantenido, a un conflicto
interno, no puede negar paso a las medidas que tengan el propósito
de dar a eso una más o menos remota realidad.
Es bueno que se sepa que, ya en septiembre del 36, no faltó
quien recomendase y señalase ese camino sin resultado, y que desde
entonces acá los Gobiernos, unas veces en Ginebra, otras veces en
Londres o donde lo han podido hacer, han insistido continuamente,
reclamando una solución en este particular. Nunca hemos pedido
otra cosa. El Gobierno podrá hacer las salvedades de principio, de
realización, criticar o pedir aclaraciones, discutir estos o los otros
puntos; pero, en el fondo del asunto, nuestra voluntad y la voluntad del
Gobierno es de sobra conocida: que se vayan los invasores de España,
y nos resignaremos a que se vayan los hombres que, voluntariamente
y de verdad, han venido a defender la República; pero ¡que se vayan!

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La República y la paz de España habrían dado entonces un paso de


gigante.
Yo no sé si se cumplirá o no; no tengo noticias de los que ocu-
rre en los recónditos despachos donde los diplomáticos cuchichean;
pero, si de verdad se quiere pacificar a España, no hay sino cumplir a
fondo, rápidamente y con lealtad, el acuerdo de Londres.
Y añado, prensando no ya como español, sino como europeo,
que es insigne locura, desvarío y responsabilidad aplastante, dejar
que el porvenir de Europa esté pendiente de la suerte de las armas
en la Península.

QUIÉN DEBE HACER SALIR DE ESPAÑA A LOS EXTRANJEROS

En rigor, si los españoles quisieran dar muestras de su carácter


y de aquella altivez de que, con tanta frecuencia, y no siempre con
razón, blasonan, el Comité de Londres no haría falta para nada porque
serían los mismos españoles, por fin alumbrados acerca de en qué
consiste su verdadero interés, los que harían reemprender el camino
de su patria a los invasores de España.
El Comité de Londres, delante del problema europeo presente
y latente, toma los caminos, las determinaciones, propone los métodos
que considera útiles para resolverlo o para evitar ese conflicto; pero
el Comité de Londres no se cura, ni tiene porqué, del prestigio y de
la honra de los españoles. Y no se puede negar que el acuerdo del
Comité de Londres es un baldón bochornoso para nuestro país porque
viene a rectificar, a corregir y, si se puede todavía, a enmendar, la
inconcebible locura de haber traído a la patria un poderío extranjero.
Que sea necesario corregir desde fuera las faltas de otros españoles,
aunque sean enemigos nuestros, me avergüenza.

PROMESA DE UN IMPERIO ESPAÑOL

A los españoles que han favorecido y aprovechado la invasión


extranjera se les dice, para consolarlos, que esa invasión, con todas
sus incalculables consecuencias, que todavía no se han puesto a la
luz del todo, es la piedra angular en que se ha de fundar el nuevo
Imperio español. ¡Fantástico Imperio! Si un Imperio español fuese
posible y deseable, que no lo es, no bastaría el decretarlo en una

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gaceta oficial o en unas arengas políticas. ¡Sería un singular Imperio


el que, para nacer, comienza echándose a los pies de sus amigos y
valedores, dejándose aherrojar por ellos! Cuando los españoles de
talla gigante fundaban imperios de verdad, no traían a los extranjeros
a pelear contra su propio país. Cuando la corona de España aspiraba
y casi conseguí el dominio universal, los españoles iban a guerrear a
la Lombardía y a Nápoles, saqueaban a Roma, ponían preso al Papa,
y sojuzgaban a los italianos, seguramente sin ningún derecho y con
excesiva dureza, pero los sojuzgaban, y no se les ocurría traer a los
italianos a España a matar españoles en las orillas del Tajo y del Ebro
a título de la fundación del Imperio español. Y yo me pregunto si todos
los colaboradores de la invasión extranjera o los que la padecen –que
hay muchos que la padecen–, cuando vean las ciudades arrasadas y
los españoles muertos a millares por obra de las armas extranjeras,
se consolarán de su dolor de españoles pensando: «Es el Imperio que
nace». ¡Triste consuelo! Caso como éste no tiene semejanza en la his-
toria contemporánea de Europa. Para encontrar algo que se le parezca,
hay que recordar las guerras civiles del siglo XVI y del siglo XVII, en
que, so capa de guerra religiosa, se disputaba realmente el predominio
político sobre el continente. Entonces, los españoles, soldados de su
Imperio, hacían en Francia exactamente el mismo papel que hacen
ahora en España lo alemanes y los italianos, pero a los ligueros
católicos franceses que cooperaban con los ejércitos invasores de
España en Francia, no se les ocurría decir que estaban fundando un
imperio francés, y entonces el sentimiento del patriotismo, la moral
del patriotismo y los dictados del sentimiento nacional no estaban en
el punto a que en la edad moderna han llegado; los motivos eran otros,
y cuando tanto el poderío francés como cualquier otro de Europa se
constituyó, se constituyó precisamente contra nosotros, no a favor
nuestro. El día que un rey francés, a costa de oír una misa, recobró su
capital, el ejército español que guarnecía París abandonó la ciudad,
tambor batiente, banderas desplegadas, y el rey Enrique que los veía
salir les dijo: «Señores españoles, encomendadme a vuestro amo,
pero no volváis más».

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CUESTIÓN DE HONRA

Este sentimiento ¿no estallará en el alma de los españoles que


se crean patriotas que crean estar alentados por un espíritu nacional,
cuando hace ya más de tres siglos que un rey francés lo profirió
pensando en la libertad de su pueblo? Nosotros sí lo sentimos, sí lo
pensamos. Para nosotros la salida de los invasores de España es una
cuestión de honra. En ninguna lengua del mundo se dice con tanta
rotundidad: una cuestión de honra. Creemos que debe serlo para
todos y, por tanto, una cuestión previa, porque ninguna nación puede
vivir decorosamente ni tiene derecho al respeto ni a la amistad de las
demás, si ha perdido la honra y la libertad.

LA GUERRA CIVIL AGOTADA

Las otras fases por que ha ido pasando el problema de España,


o están vencidas, o están agotadas. Me refiero, claro está, al pronun-
ciamiento inicial y a la guerra civil de que aquel pronunciamiento
fue señal. Es un hecho indiscutible que el pronunciamiento militar
fracasó; fracasó a las 48 horas, y estos dos años en que el poderoso
concurso en hombres y material –más importante quizá el del ma-
terial que el de los hombres– de Alemania y de Italia y la numerosa
presencia de la morisma no han bastado para derrocar por la fuerza a
la República, están probando qué habría sido del pronunciamiento y
de la guerra civil subsiguiente sin el auxilio exterior.
Ésta no es una afirmación o una condolencia vana y puramente
teórica, porque está preñada de consecuencias orden político. La
guerra civil está agotada, no porque haya arriado las banderas ni por-
que hayan suscrito nuestras tesis o nuestros puntos de vista políticos
sobre la mejor manera de gobernar a nuestro país, no; está agotada
por efecto de la experiencia terrible de estos dos años.

MOTIVOS ERRONÉOS DE LA REBELIÓN

En la base del ataque armado contra la República había, entre


otros, unos errores que conviene señalar. Había, en primer término, un
error de información, abultado y explotado por la propaganda: el error
de creer que nuestro país estaba en vísperas de sufrir una insurrección

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comunista. Todos sabemos el origen de aquella patraña. Es un artículo


de exportación de Alemania e Italia, que sirva para encubrir empresas
muchos más serias. ¡Una insurrección comunista el año 36! ¡Cuando
el Partido Comunista era el más moderno y el menos numeroso de
todos los partidos proletarios; cuando en las elecciones de febrero los
comunistas habían obtenido, incluso dentro de la coalición, diecisiete
actas, que representa menos del cuatro por ciento de todos los sufra-
gios emitidos en aquella ocasión en España! ¿Quién iba a hacer esa
revolución? ¿Quién la iba a sostener? ¿Con qué fuerzas, suponiendo,
que ya es suponer, que alguien hubiera pensado en semejante cosa? La
lógica hubiera prescrito que ante una amenaza de este tipo o de otro
semejante contra el Estado republicano y contra el Estado español,
que no era comunista, ni estaba en vías de serlo, de alto abajo, ni en
los costados, todas esas fuerzas política y sociales amedrentadas por
esa supuesta amenaza, se hubieran agrupado en torno del Estado
para defenderlo, hubieran hecho el cuadro en torno suyo, porque al
fin y al cabo era un Estado burgués; pero, lejos de eso, lo cual prueba
la falsedad de la tesis, en lugar de defenderlo lo asaltaron. Un error,
además, sobre el verdadero estado del país, que no en vano venía
siendo trabajado, no ya desde la República, sino desde 1917, y si se
me apura un poco, desde comienzo de siglo, por una profundísima
corriente de transformación política. Y derivado de este error, otro
todavía más grave: el error de suponer que el pueblo español, atacado
por sorpresa, no sabría ni podría ni querría defenderse. Estos errores
sirvieron de base, de incentivo al móvil inmediato, al móvil inmediato
confesable, que era defender los intereses, respetables sin duda, que se
suponía amenazados por una revolución bolchevique. Y las pasiones
que azuzaban esto, triste es decirlo, no eran sino el odio y el miedo,
que han cavado en España un abismo que se va colmando de sangre
española; y el resorte original, la intolerancia castiza, la intoleran-
cia fanática. El enemigo de un español es siempre otro español. Al
español le gusta tener libertad de decir y pensar lo que se le antoja,
pero tolera difícilmente que otro español goce de la misma libertad,
y piense y diga lo contrario de lo que él opinaba.
Conjugados todos estos elementos, se produce el alzamiento
y ataque a mano armada contra la República y, en vez del triunfo
fácil, del triunfo alegre para los agresores –penoso únicamente para

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los agredidos–, estalla una calamidad nacional, que no tiene prece-


dente en la historia de España, con todas las consecuencias de orden
político y económico, fácilmente previsibles, y que no dejaron de ser
previstas, para cuando se produjera un ataque contra la solución de
término medio que representaba la República. Y ya estáis viendo, ya
estarán viendo el cuadro: el triunfo… en las nubes; cientos de miles
de muertos; ciudades ilustres y pueblos humildísimos, desaparecidos
del mapa; lo más sano del ahorro nacional, convertido en humo; los
odios, enconados hasta la perversidad; hábitos de trabajo, perdidos;
instrumentos de trabajo, desaparecidos; la riqueza nacional, compro-
metida para dos generaciones. Y aquellos que, con esta operación,
deseándola, preparándola, sirviéndola, pensaban poner a salvo esta u
otra parte de su riqueza o de su interés, han averiguado ya que, merced
a su operación, han sufrido lesiones, en el orden material y en el orden
moral, mucho mayores que las que hubieran podido sobrevenirles de
la República, aunque la República hubiera sido revolucionaria, y no
moderada y parlamentaria como realmente era.

EL DAÑO IRREPARABLE

El daño ya está causado; ya no tiene remedio. Todos los intereses


nacionales son solidarios, y, donde uno quiebra, todos los demás se
precipitan en pos de su ruina, y lo mismo le alcanza al proletario
que al burgués; al republicano que al fascista; a todos igual. Durante
cincuenta años, los españoles están condenados a pobreza estrecha y
a trabajos forzados si no quieren verse en la necesidad de sustentarse
de la corteza de los árboles. Y el proletario que percibiera o perciba
un salario de veinticinco pesetas será más pobre que cuando percibía
uno de cinco o seis, y el millonario de pesetas se contentará con ser
millonario de perras chicas o de céntimos, todo lo más. Esto ya no tiene
remedio. Añádase a eso la empresa de desnacionalización, la empresa
de desespañolización, anexa e inherente a la presencia de los Gobiernos
y de las tropas extranjeras en España, la cual empresa no se caracteriza
ni se denota principalmente en el orden militar, ni siquiera en el orden
político o internacional, con ser tan grave. Donde se denota y se muestra
la garra clavada implacablemente en lo más vivo del ser español es
en el orden económico. Las sumas gastadas por Italia y Alemania en

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España no las perdonarían; ni los esfuerzos hechos; ni abandonarían


las posiciones tomadas, y, si los planes de los agresores se realizasen,
durante dos o tres generaciones lo más fructífero del trabajo español
iría a las arcas de Roma y de Berlín, para quienes estarían trabajando
los españoles, como les ocurrió a algunas de las naciones vencidas en
la gran guerra hasta que se declararon en quiebra, porque España en
esas condiciones sería una nación vencida y sojuzgada.
Por eso afirmo que muchos, cuando no todos, de los que han
calentado y sustentado la guerra civil en España y todavía la sostie-
nen, descubren ahora que en la guerra han comprometido y perdido
mucho más de lo que imaginaban comprometer o poder perder. ¡Y
cuántos, cuántos, y no de los menores, darían alguno bueno por volver
al mes de junio de 1936, y lo pasado, pasado y que se borrase esta
pesadilla y, sobre todo, que se borrase la responsabilidad de haberla
desencadenado! La guerra civil está agotada en sus móviles porque
ha dado exactamente todo lo contrario de lo que se proponían sacar
de ella, y ya a nadie le puede caber duda de que la guerra actual no
es una guerra contra el Gobierno ni una guerra contra los Gobiernos
republicanos, ni siquiera una guerra contra un sistema político: es una
guerra contra la nación española entera, incluso contra los propios
fascistas, en cuanto españoles, porque será la nación entera, y ya está
siendo, quien la sufra en su cuerpo y en su alma.
Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde viniere,
aunque hubiere sido revelado en una zarza ardiendo, tiene derecho,
para conquistar el poder, a someter a su país al horrendo martirio que
está sufriendo España. La magnitud del dislate, el gigantesco error,
se mide más fácilmente con una consideración menos dramática, casi
vulgar. Hace dos años que empezó este drama, motivado aparente-
mente en el orden político por no querer respetar los resultados del
sufragio universal en el mes de febrero del 36. Han pasado dos años.
Y cabe discurrir que, con la fugacidad de las situaciones políticas en
España y con las fluctuaciones propias de las instituciones democrá-
ticas y de las variantes de la voluntad del sufragio popular, si en vez
de cometer esta locura se hubiera seguido en el régimen normal, a
estas horas es casi seguro que estaríamos en vísperas de una nueva
consulta electoral, en la cual todos los españoles, libremente, podrían

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probar sus fuerzas políticas en España. ¿Qué negocio ha sido éste de


desencadenar la guerra civil?

LO QUE LA GUERRA HA ENSEÑADO A LOS ESPAÑOLES QUE YA NO LO SUPIERAN

Si convierto ahora la mirada a otros puntos del horizonte, es


de advertir, hablando siempre con la misma lealtad, que en cuanto el
Estado republicano y la masa general del país se repusieron del aturdi-
miento, de la conmoción causados por el golpe de fuerza, empezaron
a reanudarse aquellos vínculos que la espada cortó. Y ciertas verdades,
que habían sido inundadas por el aluvión, volvieron a ponerse a flote
y a entrar en nueva vigencia, y, por fortuna, hoy nadie las desconoce;
por fortuna, porque no se pueden infringir impunemente. Destaco
entre ellas que todos los españoles tenemos el mismo destino, un
destino común, en la próspera y en la adversa fortuna, cualesquiera
que sean la profesión religiosa, el credo político, el trabajo y el acento,
y que nadie puede echarse a un lado en retirar la puesta. No es que se
a ilícito hacerlo: es que, además, no se puede. Que el Estado, en sus
fines propios es insustituible, y no hay Estado digno de este nombre,
sin sus bases funcionales, cuales son el orden, la competencia y la
responsabilidad; que no puede fiarse nada a la improvisación, como
no se quiera decir que improvisación es hacer pronto y bien las cosas
que la torpeza o la desidia hacía tarde y mal; fuera de ello, en la vida
no se improvisa nada, y cuando se habla de improvisación se dice un
vocablo vicioso o vacío, y cuando la improvisación se confunde con el
arbitrismo, se cosechan tonterías, novatadas y fracasos. Y por último,
que nuestra guerra, tal como nosotros la entendemos y padecemos,
es una guerra de defensa, y su justificación única reside precisamente
en la defensa del derecho estatuido para garantía de la libertad de
toda la nación y de la libertad política de sus miembros, sin que sea
lícito anteponer al fin único de la guerra fines secundarios, ni hacer
desviar hacia ellos la guerra misma, por respetables y venerables que
sean esos fines.
Muchas veces, o si no muchas, algunas, me he hecho intérprete
de estas verdades ante el público en general. Hace más de año y medio,
en aquellos días rudísimos, cuando la política y la guerra conjugaban
su silueta sombría, alcé la voz en Valencia para recordar a todos,

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con aprobación del Gobierno, que el Estado republicano sostiene la


guerra porque se la hacen; que nuestros fines de Estado eran restaurar
en España la paz y un régimen liberal para todos los españoles; que
nosotros no soportaremos ningún despotismo ni de un hombre, ni de
un grupo, ni de un partido, ni de una clase; que los españoles somos
demasiado hombres para someternos, calladamente, a la tiranía de
la pistola o la sinrazón de la ametralladora; que en la guerra no se
ventila una cuestión de amor propio; que el triunfo de la República no
podría ser el triunfo de un caudillo ni de un partido, sino el triunfo de
la nación entera, restaurada en su soberanía y en su libertad. Sin amor
propio, porque en una guerra civil –yo lo digo desde lo más profundo
de mi corazón– no se triunfa personalmente sobre un compatriota.
Más tarde, también en Valencia, me levanté para decir que no es
aceptable una política cuyo propósito sea el exterminio del adversario,
exterminio ilícito y, además, imposible, y que si el odio y el miedo han
tomada tanta parte en la incubación de este desastre, habría que disipar
el miedo y habría que sobresanar el odio, porque por mucho que se
maten los españoles unos contra otros, todavía quedarían bastantes
que tendrían necesidad de resignarse –si éste es el vocablo– a seguir
viviendo juntos, si ha de continuar viviendo la nación.
Y hablando en Madrid al ejército que defiende la capital, un
ejército español, como todos los nuestros, le dije, sacando a luz su
más íntimo sentir, corroborado por las lágrimas y por los aplausos de
aquellos valientes soldados, que estaba luchando en causa propia, que
se identificaba con la causa nacional, y que luchaba por su libertad,
pero también por la libertad de los que no quieren la libertad. Y ellos
lo aceptan y lo saben. Ésta es la grandeza inconfundible del ejército
español, del ejército de la República, el ejército que es ahora verda-
deramente la nación en armas, en cuyas filas tanto el burgués como
el proletario, tanto el intelectual como el manual, luchan y mueren
juntos y aprenden a conocerse y a saber que por encima de todas las
diferencias de clase y por encima de todos los contrastes de teorías
políticas, está, no sólo la indomable condición humana que a todos
nos iguala, sino la emoción de ser españoles, que a todos nos dignifica.
Este ejército que, con su tesón, con su espíritu de sacrificio,
con su terrible aprendizaje está formando y ha formado el escudo
necesario para que entretanto la verdad y la justicia se abran paso en

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el mundo, forja con su puños y calienta con su sangre el arquetipo de


una nación libre. Su causa, por española que sea, tiene una repercusión
en todo el mundo. Hacia ellos va no sólo nuestra admiración, sino
nuestro profundo respeto. Tejed con vuestro aplauso la corona cívica
que merece su ejemplar ciudadanía.

INCÓGNITAS DEL MAÑANA

Ellos forjan el provenir y yo del porvenir no sé nada. El papel


de profeta no me cumple. Y como, además, estoy en mi patria, no
quiero forzar la veracidad del adagio. Del porvenir ha hablado el
Gobierno, y está más en su función. Hace pocas semanas, el Gobierno
de la República ha promulgado una declaración política que ha hecho
bastante ruido, y yo lo celebro. En esa declaración política, lo que yo
encuentro es la pura doctrina republicana –nunca he profesado otra–,
y al prestarle mi previo asentimiento a esa declaración sin ninguna
reserva, no hice más que remachar y repasar todos mis pensamientos
y palabras de estos años. Para llenarla de contenido cada día más, para
realizarla a fondo, no deben ponerse obstáculos al Gobierno, a éste o
a otro Gobierno que no la sustente. En esa declaración, hablando del
porvenir, el Gobierno alude, más que alude, nombra expresamente
la colaboración de todos los españoles el día de mañana, después de
la guerra, en la obra de reconstrucción de España. Ha hecho bien el
gobierno en decirlo así. La reconstrucción de España será una tarea
aplastante, gigantesca, que no se podrá fiar al genio personal de nadie,
ni siquiera de un corto número de personas o de técnicos, tendrá que ser
obra de la colmena española en su conjunto, cuando reine la paz, una
paz nacional, una paz de hombres libres, una paz para hombres libres.

MEJOR EMPLEO DE LA ENERGÍA ESPAÑOLA

Y entonces, cuando los españoles puedan emplear en cosa


mejor este extraordinario caudal de energías que estaba como amor-
tiguado y que se ha desparramado con motivo de la guerra; cuando
puedan emplear en esa obra sus energías juveniles que, por lo visto,
son inextinguibles, con la gloria duradera de la paz, sustituirán la
gloria siniestra y dolorosa de la guerra. Y entonces se comprobará una
vez más lo que nunca debió ser desconocido por los que lo descono-

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cieron: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo
arroyo. Ahí está la base de la nacionalidad y la raíz del sentimiento
patriótico, no en un dogma que excluya de la nacionalidad a todos los
que no lo profesan, sea un dogma político o económico. ¡Eso es un
concepto islámico de la nación y del Estado! Nosotros vemos en la
patria una libertad, fundiendo en ella, no sólo los elementos materiales
de territorio, de energía física o de riqueza, sino todo el patrimonio
moral acumulado por los españoles en veinte siglos y que constituye
el título grandioso de nuestra civilización en el mundo.

REVELACIONES DE LA CONDUCTA

Habla de reconstrucción el Gobierno. Y, en efecto, reconstruc-


ción será en todo aquello que atañe al cuerpo físico de la nación: a las
obras, a los instrumentos de trabajo, etcétera; pero hay otro capítulo,
en otro orden de cosas, en que no podrá haber reconstrucción; tendrá
que ser construcción desde los cimientos, nueva. Y esto, por motivos,
por causas que no dependen de la voluntad de los hombres ni de
los programas políticos, ni de las aspiraciones de nadie. En primer
lugar, la conmoción producida por la guerra ha derrocado todas las
convenciones sociales en vigor, no me refiero a las convenciones de
tipo jurídico, sino a las convenciones de la vida social, del trato entre
hombres, echándolas por el suelo al poner a cada cual en el trance
terrible de afrontar con inminencia la muerte. Todo el mundo, altos y
bajos, ha mostrado ya, sin disfraz, lo que lleva dentro, lo que realmen-
te es, lo que realmente era. De suerte que hemos llegado, por causa
no precisamente de las operaciones militares, sino de la conmoción
general originada en la guerra, a una especie de valle de Josafat, como
después del acabamiento del mundo, en el que nadie puede engañarse
ni engañarnos: todos sabemos ya quiénes éramos todos. Muchos se
han engrandecido, otros, y no pocos, se han envilecido. ¡Dichoso el
que muere antes de haber enseñado el límite de su grandeza! Muchos
no han muerto, por desgracia suya. Esta conmoción de orden moral
creará en el porvenir de España una situación, digamos, incómoda,
porque, en efecto, es difícil vivir en una sociedad sin disfraz, y cada
cual tendrá delante ese espejo mágico, donde ya no se verá con la
fisonomía del mañana, sino donde, siempre que se mire, encontrará

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lo que ha sido, lo que ha hecho y lo que ha dicho durante la guerra. Y


nadie lo podrá olvidar, no por espíritu de venganza, sino como no se
pueden olvidar los rasgos de la fisonomía de una persona.

NADIE SABE LO QUE SE FUNDA CON UNA GUERRA

Además de este fenómeno, de muchas y muy dilatadas y


profundas consecuencias, como probará el porvenir; además de este
fenómeno de orden psicológico y moral respecto de las personas,
hay otro mucho más importante. Nunca ha sabido nadie ni ha podido
predecir nadie lo que se funda con una guerra, ¡nunca! Las guerras,
sean o no exteriores y, sobre todo, las guerras civiles, se promueven o
se desencadenan con estos o los otros programas, con estos o los otros
propósitos, hasta donde llega la agudeza, el ingenio o el talento de las
personas; pero jamás en ninguna guerra se ha podido descubrir dese
el primer día cuáles van a ser sus profundas repercusiones en el orden
social y en el orden político y en la vida moral de los interesados en
la guerra. Conste que la guerra no consiste sólo en las operaciones
militares, en los movimientos de los ejércitos, en las batallas. No;
eso es el signo y la demostración de otra cosa mucho más profunda
y más vasta y más grande; eso es el signo de dos corrientes de orden
moral, de dos oleadas de sentimiento, de dos estados de ánimo que
chocan, que se encrespan, que luchan el uno contra el otro, y de los
cuales se obtiene una resultante que nadie ha podido nunca calcular.
Nadie, nunca.
Guerras emprendidas para imponer sobre todo la unidad dog-
mática, han producido la proclamación de la libertad de conciencia
en Europa y el estatuto político de los países disidentes de la unidad
católica; guerras emprendidas para imponer la monarquía universal,
han producido el levantamiento liberal, entre otros el del pueblo
español; guerras emprendidas para abatir un militarismo, lo han
dejado más vivo, lo han hecho retoñar más vigoroso, han hecho
triunfar una revolución social. Nuestras propias guerras son ejemplo
de lo que digo. Y no me refiero tampoco a la estructura política ni a
las constituciones o a los decretos que vayan a hacer los Gobiernos de
mañana. No, no es eso; es la conmoción profunda en la moral de un
país, que nadie puede constreñir y que nadie puede encauzar. Después

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de un terremoto, es difícil reconocer el perfil del terreno. Imaginad


una montaña volcánica, pero apagada, en cuyos flancos viven, durante
generaciones, muchas familias pacíficas. Un día, la montaña entra
de pronto en erupción, causa estragos, y cuando la erupción cesa
y se disipan las humaredas, los habitantes supervivientes miran a
la montaña y ya no les parece la misma; no reconocen su perfil, no
reconocen su forma. Es la misma montaña, pero de otra manera, y la
misma materia en fusión que expele el cráter, cuando cae en tierra y
se solidifica, forma parte del perfil del terreno y hay que contar con
ella para las edificaciones del día de mañana.

LA VOZ DE LA PATRIA ETERNA: PAZ, PIEDAD Y PERDÓN

Este fenómeno profundo, que se da en todas las guerras, me


impide a mí hablar del provenir de España en el orden político y en
el orden moral, porque es un profundo misterio, en este país de las
sorpresas y de las reacciones inesperadas, lo que podrá resultar el día
en que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho
durante la guerra. Yo creo que si de esta acumulación de males ha
de salir el mayor bien posible, será con este espíritu, y desventurado
el que no lo entienda así. No tengo el optimismo de un Pangloss ni
voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio,
de que «no hay mal que por bien no venga». No es verdad, no es
verdad. Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la
guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar
de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible,
y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras
generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve
la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse
con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que
piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres,
que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente
por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya
no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de
su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la
patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.

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AZAÑA EN SUS DISCURSOS*

Santos JULIÁ DÍAZ


Catedrático de Historia Social y Pensamiento Político
Universidad Nacional de Educación a Distancia
(1940-2019)

Azaña ha sido el orador parlamentario más insigne que ha conocido


España: si alguien iniciara hoy, con estas palabras, unas reflexio-
nes sobre los discursos políticos pronunciados por Manuel Azaña
a lo largo de su vida, tendría cien probabilidades sobre una de ser
tachado de apologista irredento, empecinado en mantener vivo un
mito trasnochado. Lo cierto es, sin embargo, que esta frase no es
de hoy ni a su autor le cabe el calificativo de fabricante de mitos. El
juicio es propiedad de Salvador de Madariaga y la fecha de emisión
suficientemente tardía como para que su autor entonara una cándida
apología de Azaña: conocía bien las opiniones que sobre este «técnico
internacional» había vertido en sus diarios su antiguo compañero
de bancada en el Congreso. La pasión adversa, sin embargo, no le
nublaba y, aunque muy crítico del carácter y de la política –sobre
todo, de la internacional– de Azaña, no le impidió dejar a sus lectores
una sentencia justa, breve e incontestable: Azaña ha sido el orador
parlamentario más insigne que ha conocido España.1
Nada que objetar; si acaso la limitación de la sentencia al
ámbito parlamentario. Tal vez Madariaga no tuvo ocasión de escu-
char a Azaña en otros espacios cerrados, el Ateneo de Madrid, la
sociedad El Sitio de Bilbao, los salones de algún hotel, como quizás
tampoco estuvo entre el público presente en sus discursos a cielo
abierto, las plazas de toros de Bilbao o Valencia, por ejemplo, o los

* La Revista de las Cortes Generales agradece a la Editorial Crítica la autorización


para publicar el presente prólogo, extraído del libro Santos Juliá (ed.) (2003). Manuel Aza-
ña. Discursos Políticos. Barcelona: Editorial Crítica.
1
Salvador de Madariaga, «Manuel Azaña», en su Españoles de mi tiempo, Barcelo-
na, 1974, p. 297.

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campos de Lasesarre o Comillas. Pero alguien que sí fue público en


alguna de estas ocasiones y que en el momento en que formulaba su
juicio había roto con todo lo que Azaña representaba en la política
española, Luis Araquistáin, debía rendirse evidencia de que sólo un
político en España era capaz de que medio millón de personas se
reunieran espontáneamente para oírle y además pagaran la entrada.
Hacía mucho tiempo que no se hablaba un lenguaje político así en
España, escribe Luis Araquistáin, y así debieron de sentirlo también
los cientos de miles de personas reunidas en Madrid, a mediados de
octubre de 1935, para oír su palabra en el campo de Comillas, un
erial acondicionado a toda prisa para el acto gracias al pago de sus
estradas por los asistentes: la masa humana más crecida que se ha
reunido jamás en un acto político sin que el convocante recurriera a
métodos paramilitares, observó Henry Buckley. «Parecían abrirse las
puertas de un dique –escribió el embajador de Estados Unidos, Claude
Bowers– el día antes del mitin, cuando miles de personas entraron
en Madrid con el ímpetu y el estruendo de un Niágara.» Araquistáin
no entendía que aquel fenómeno fuera posible en fecha tan avanzada
como 1935 y en lugar de explicarlo, como en otras ocasiones, por la
sugestión estética del lenguaje del orador, derivada de una larga y
honda formación en letras españolas y extranjeras, recurrió a su ele-
vación a mito demoniaco de las derechas españolas: las masas habrían
acudido a oír a Azaña porque las derechas les habían convertido en
blanco de sus furibundos ataques.2
En todo caso, fuera mérito de sus adversarios o suyo propio, y
tan lejos como Madariaga o Araquistáin se sentían de Azaña cuando
escribieron estos juicios, es significativo que como supremo elogio
de la calidad del orador hayan recurrido ambos al clásico argumento
de escritores y publicistas, avanzado por Luis Bello unos años antes
al comentar que unas conferencias de Azaña habían superado con
éxito la «difícil prueba» de pasar intactas al libro.3 Más de una vez le

2
Luis Araquistáin, «El mito de Azaña», Leviatán, octubre-noviembre de 1935, pp.1-
3; y «La utopía de Azaña», Leviatán, septiembre 1934, pp. 19-20. Henry Buckley, Life
and Death of the Spanish Republic, Londres, 1940, p. 182; Claude G. Bowers, Misión en
España, México, 1966, pp. 163-164.
3
Comentario de Luis Bello a Manuel Azaña, «Plumas y palabras», El Sol, 25 de
enero de 1931.

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había ocurrido a Madariaga quedarse asombrado «escuchando aquel


razonamiento riguroso con aquella perfección verbal» constatándole
para colmo que se trataba de un discurso improvisado: «Pero ¡si esto
puede ir directamente a la imprenta!», se decía entonces para sus
adentros. Y Araquistáin no le llevaría la contraria cuando al leer una
recopilación de discursos, que eran los textos taquigráficos publicados
en el Diario de Sesiones o en la prensa diaria, se admiraba de que
su autor no fuese un actor que declamara un texto preparado lenta y
pulidamente, sino «un orador que habla como si estuviera escribiendo,
con la precisión, la riqueza y la elegancia del lenguaje escrito»;
cualidad por la que Araquistáin debía de sentir una sana envidia,
célebre publicista como era pero imposible orador, incapaz de decir
en público, ni siquiera ante un reducido grupo de alumnos, una sola
frese si previamente no la llevaba escrita.
En ese hablar como si estuviera escribiendo, como en ese
hablar de manera que lo dicho pueda ir directamente a la imprenta,
late la admiración del escritor por el colega que es capaz de expresar
verbalmente lo que quiere con elevada calidad formal, riqueza de
léxico, pulcritud y corrección de sintaxis, claridad y fuerza de dicción,
consistencia en la arquitectura. Pero al dar por supuesto que la máxima
perfección del discurso consiste en que lo dicho, suelto de manos, sin
papeles, pueda ir directamente a la imprenta hay también un equívoco
que consiste en juzgar un discurso por la calidad del texto escrito; que
un discurso es perfecto cuando resiste perfectamente la lectura. Sin
duda, ni Madariaga ni Araquistáin limitan las virtudes de la oratoria de
Azaña a su demostrada resistencia a ser leída por el más exigente de
los gramáticos, pero al admirarse sobre todo por esa cualidad pueden
despistar acerca de las razones del fondo por las que Azaña fue, en
opinión de sus críticos, el más insigne orador parlamentario y el más
oído de los oradores a cielo abierto.
Sea lo que fuere, algo estaba claro desde el principio para
estos, e infinidad de otros, publicistas, amigos o adversarios: nadie,
en la tradición de la oratoria política española, había hablado como
Azaña. Esto quería decir en aquellos momentos, por una parte, que en
su discurso se apagaban para siempre los rescoldos que todavía pudie-
ran quedar de aquella oratoria llamada castelarina, pues en el insigne
repúblico Emilio Castelar había encontrado su paradigma, cumbre

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de la oratoria española, como decía el presidente de la República,


Niceto Alcalá Zamora. Una oratoria, por cierto que había sufrido ya
en el primer tercio del siglo considerables zarpazos de los políticos
que Azorín llamaba de «palabra moderna», como Maura, Canalejas
y Melquíades Álvarez, orador éste que a un Azaña todavía joven le
parecía maravilloso, formidable, perfecto de forma, de entonación, de
brío; o Cambó, que Juan Marichal añade a la lista de Azorín.4 Pero no
cabe duda de que el gusto por las largas y algo hueras metáforas, la
frase ampulosa y sometida a las torturas de la doble, triple o innúmera
subordinación, el lenguaje artificiosamente rebuscado, el tono de voz
engolado, la «dicción superferolítica» que triplica la erres, la salmodia
de altos y bajos, la palabra cursi, atildada y cuya solemnidad profe-
soral ocultaba a veces la ignorancia más elemental, todavía estaban
vigentes entre la clase política de los partidos dinásticos e irrumpía
de vez en cuando en el Congreso de los Diputados de la República
cuando oradores como Niceto Alcalá Zamora, Luis Jiménez de Asúa
o Fernando de los Ríos pedían la palabra.5
Los discursos de Azaña son lo contrario de ese modelo. Él
mismo ya se encargó de dibujar su ideal cuando opuso el recato de
Juan Valera, su mesura, la pureza de línea, la claridad, el orden, la
sencillez y la gracia, a la facundia caudalosa, el rapto lírico, la compo-
sición sintética e interpretativa de Castelar. Azaña sentía exactamente
la misma aversión que Valera a lo estentóreo y desaforado y debía
de resultarle tan insoportable como a su biografiado «la exuberante
imaginación, la consiguiente falta de análisis, la suma de defectos
románticos» que veía en el discurso de Castelar. Ni que decir tiene
que la oratoria de Azaña propinó un golpe mortal a este tipo de
discurso: después de pronunciar alguno de los suyos que zanjaba
definitivamente una cuestión, nadie, de entre los castelarinos, tenía la

4
Juan Marichal, «La oratoria y los designios españoles de Manuel Azaña», introduc-
ción al vol. II de Manuel Azaña, Obras Completas, México, 1966, p. XXVI. Azaña sobre
Melquíades Álvarez, Diarios completos, Barcelona, 2001, anotaciones de 20 de marzo de
1915 y 14 de mayo de 1916, pp.91 y 96.
5
La opinión de Alcalá Zamora está recogida en María Ángeles Hermosilla, en La
prosa de Manuel Azaña, Córdoba, 1991, p. 206, que también contiene interesantes ob-
servaciones sobre su oratoria; diversos juicios de Azaña sobre la de sus compañeros en
el Congreso, en Santos Juliá «Manuel Azaña: la razón, la palabra y el poder», en Vicente
Alberto Serrano y José María San Luciano, Azaña, Madrid, 1980, p.301.

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presencia de ánimo necesaria para intentar una réplica. Azaña levan-


taba en esos casos un clamor que dejaba sin habla a sus adversarios:
así ocurrió, por ejemplo, en el debate del artículo 24 del proyecto de
Constitución sobre órdenes y congregaciones religiosas: en cuanto él
calló, nadie acertó a decir nada coherente, aunque en este caso quizá
porque le tocó el turno a la minoría vasconavarra; pero así ocurrió
también cuando en el debate suscitado por el Estatuto de Autonomía
de Cataluña dejó sin posible réplica a Ortega, que había hablado con
su habitual elocuencia de que el problema catalán no tenía arreglo y
lo más a que se podía aspirar era a «conllevarlo».
¿Esto era así por el simple hecho de que los discursos de
Azaña podían ir directamente a la imprenta? Quizá, pero no más que
los de Ortega, o los del mismo Madariaga, de quienes se podría decir
también, para lo mejor y para lo peor, que hablaban como escribían,
siendo como eran consumados escritores. En realidad, no se trata
sólo de perfección formal, de rigor en el argumento, de claridad en
la exposición. Hay en los discursos de Azaña algo más, y diferente, a
la perfección de un texto escrito en el estilo propio de la literatura del
siglo XX, alejado de adornos superfluos y huecas ampulosidades. Ese
algo más es lo contrario de lo que implica cuando la mejor alabanza
de un orador consiste en decir de él que habla como escribe, porque
ese plus es, precisamente, lo que distingue a un discurso de un libro,
a un orador de un autor, a un acontecimiento único de un texto para
ser leído o interpretado cuantas veces se quiera. Pues un gran orador,
a diferencia de un gran autor, es alguien capaz de captar la atención
de su público de tal manera que consigue que un acto, por su propia
naturaleza irrepetible, la «fusión más completa», como él mismo
decía, con su auditorio.
Y eso es exactamente lo que hace un gran discurso y lo que
define al gran orador: su capacidad para crear un acontecimiento
único, irrepetible, del que él es protagonista en la medida en que su
público también lo sea. Azaña, que conocía perfectamente la fuerza
de su palabra y que siempre se distinguió por volver una y otra vez
sobre sí mismo, dejó esbozada también la teoría de este hecho en el
prólogo a la edición de la segunda entrega de sus discursos políticos;
un prólogo, por cierto, que Gregorio Marañón, para nada miembro de

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la secta de los azañistas, encontraba digno de Saavedra Fajardo. 6 Un


buen discurso político, escribe ahí Azaña, es pieza única; no admite
repetición ni copia. La oratoria política está cargada de dramatismo,
concede, pero se trata de un dramatismo que en modo alguno puede
ser teatral por la sencilla razón de que los oyentes no soportarían por
segunda vez el mismo discurso, como sí pueden asistir complacidos
a varias representaciones de la misma pieza teatral o leer dos veces el
mismo texto. En un discurso, por el contrario, el público es protago-
nista, como el orador, del momento único que ambos construyen. El
orador no puede ser por eso un actor que declama o recita un texto,
sea cual fuere el auditorio que tiene delante: el público es parte activa
del discurso porque de él recibe una «descarga de la sensibilidad o un
esclarecimiento del juicio» o, se podría añadir, ambas cosas: recibe
el esclarecimiento del juicio como una descarga de emoción. El
discurso político, si quiere ser eficaz, producirá por tanto un momento
efímero, imposible de repetir, de fusión entre el orador y público en la
palabra dicha. Esa fusión tiene que ver con la razón a la par que con la
emoción. Y para eso, es preciso que el discurso relaje placenteramente
una tensión ya existente.7
De estas teoría y práctica del discurso político se derivan, ante
todo, ciertas exigencias para una correcta interpretación. Si un discur-
so no es un texto, su interpretación no puede ser la misma que la de un
texto: por eso, las cautelas que es preciso tomar al pretender deducir
de una colección de discursos, tomando un párrafo de aquí, una frase
de allá, y pegándolas luego con mejor o peor fortuna, el pensamiento
o las ideas de un autor. De todas las cuestiones que abordó durante los
años treinta –reforma militar, estatuto de autonomía, régimen político,
relaciones entre la Iglesia y el Estado– no escribió ni una palabra,
pero dijo todas las posibles. Dicho de otra forma: su palabra se dirige
a procurar efectos políticos, no a la exposición intemporal de un
pensamiento. Una colección de discursos no admite el tratamiento que
se da a una colección de escritos, sean artículos o libros, construyendo
con citas hilvanadas de muy diferentes ocasiones una estructura de

6
Carta de Gregorio Marañón a Manuel Azaña, 24 de julio de 1934, Biblioteca Na-
cional, Manuscritos, 22128, 24.
7
Manuel Azaña, «Prólogo», En el poder y en la oposición, Espasa-Calpe, Madrid,
1934, recogido en Obras completas, vol. II, pp. 421-424.

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pensamiento que tendría más de proyección del hermeneuta sobre los


textos escritos, como coagulados, del discurso, que del propio orador,
que tal vez no se reconocería en esa sintesis construida anacrónica-
mente. Por esa cautela, cuando presenta la edición de sus discursos,
Azaña se guarda de añadir una sola palabra que pretendiera darles
una inteligibilidad necesariamente anacrónica, aunque al no hacerlo
puedan parecer al lector piezas inconexas, descoyuntadas, como dice,
de la ocasión y del propósito. Sin duda, para la interpretación del
discurso, pasado ya a escritura, es imprescindible conocer la ocasión
en que se produce como el propósito que mueve al orador. Pero eso
tendrá que ver con el oficio del historiador o del intérprete, obligado
a conocer el momento en que esa intervención por la palabra tuvo
lugar, a quién se dirige, qué pretende; pero no tiene nada que ver
con el valor dramático de la pieza, inextricablemente unida al hecho
mismo del discurso, a ese momento de fusión en el que «una emoción
peculiar anega las divergencias de sentimientos». El auditorio tiene
una parte principal en la acción de hablarle, escribe Azaña, y, por lo
mismo, tendrá también su parte en el contenido mismo del discurso,
que no se lleva preparado hasta el último detalle, que no se lee porque
no es un texto, sino un acto. En verdad, los discursos de Azaña serían
incomprensibles si no se tiene en cuenta qué cuestiones pretenden
resolver y a qué auditorio, recorrido por qué tensiones políticas, se
dirigen.
Siendo esto así, habrá que dejar para cada discurso aquí se-
leccionado el intento de situarlo en su coyuntura de tal manera que
no aparezca descoyuntado ni de la ocasión, ni del propósito, ni del
resultado, y dedicar ahora la atención a lo que hacía en cada momento
grande a la figura de Azaña como orador, a esa calidad del discurso
que trasciende cada uno de ellos y los impregna, por así decir, a
todos. Un adversario político, Miguel Maura, destacó algunas de estas
características: afirmaciones incisivas e hirientes, dialéctica demole-
dora y fascinante, capacidad para convencer, subyugar y arrastrar a
las masas; y uno de sus primeros estudiosos, Frank Sedwick, llamó
hace años la atención sobre su lógica irrefutable, su rico y exacto
vocabulario, la originalidad y profundidad de su pensamiento, la
hondura de su perspectiva histórica, la perfección sintáctica de sus

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largas y perfectamente equilibradas frases. 8 Todo eso importa, sin


duda, porque sin eso no se podría haber dado lo demás. Pero lo demás,
lo que de verdad importa, es que en su palabra públicos formados por
personas de muy diferente extracción social y diversas ideologías y
expectativas políticas encontraban de pronto una especie de esclare-
cimiento de la razón que, en un clima de alta emoción, indicaba una
salida política a una cuestión vital, embrollada en previos debates, que
repentinamente quedaba iluminada por una inmersión en la tradición
de la que se abría un camino hacia el futuro.
En todos los grandes discursos de Azaña hay, en efecto, una
primera incursión por el pasado que siempre es como la materia viva
de la que se deriva una propuesta política con tal de que se sea capaz
de captar la auténtica sustancia de esa tradición. Tal vez por esta
nota, muchos de los discursos de Azaña podrían ser calificados de
historicistas o de haber incurrido en una visión del mundo heredada
del romanticismo. Lo que hay realmente en ellos es, sin embargo,
otra cosa: Azaña pretende renovar la tradición liberal española. Tal
renovación no consiste en dejar de mirar al pasado, una mirada que fue
norma de la primera gran generación liberal, la de Toreno, Argüelles,
Martínez de la Rosa, Martínez Marina, sino en no empeñarse, como
hicieron ellos, en demostrar que su revolución restauraba instituciones
arcaicas. No se trata de torturar la tradición para autorizar una obra
política, ni de sacar de un pedazo de carta municipal del siglo XIII la
planta jurídica que ampare la libertad personal en el siglo XX, como
reprochaba Azaña a aquel gran orador tronituante que fue Joaquín
Costa. Hay, sí, que mirar atrás, empaparse de historia, pero al mismo
tiempo hay que «liberar a la porción dominante de la sociedad espa-
ñola del morbo histórico que la estraga» y liquidar aquel encogimiento
de ánimo de liberalismo del siglo XIX que acabó por hacerle abdicar
ante las fuerzas e instituciones tradicionales.9
Mirar atrás para proponer un arriesgado salto adelante: ahí
radica una de las claves de los discursos de Azaña, de la fuerza de
su evocación como de la firmeza de su propuesta, porque en esa

8
Miguel Maura, Así cayó Alfonso XIII, Barcelona, 1981, p. 229; Frank Sedwick,
The Tragedy of Manuel Azaña and the Fate of the Second Republic, Ohio, 1963, pp. 93-94.
9
Manuel Azaña, «Tres generaciones del Ateneo», Obras Completas, vol. I, pp. 634-
635.

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mirada al pasado rescataba la memoria colectiva de su público no


para engolfarse en la contemplación pasiva de una tradición ni para
buscar una legitimación a una política de cortos vuelos, sino para todo
lo contrario: para argumentar que lo nuevo que él venía a proponer, la
fórmula que sometía al juicio de todos, realizaba plenamente lo que se
encontraba ya como anuncio o germen en la tradición, y que él poseía
la energía suficiente y la necesaria combatividad para llevarla a cabo.
10
Nadie más tradicional que él en la política española, Azaña invoca
la tradición para inmediatamente postular su corrección por la razón.
Y será precisamente cuando consiga evocar con vivas palabras y con
un profundo sentimiento de tradición, no para sacar de ella ningún
encogimiento del espíritu, sino la razón política e histórica de su
necesaria reforma o corrección, cuando alcance ese momento único,
irrepetible, del gran discurso, porque es entonces cuando propone
la fórmula capaz de desbloquear una enrevesada cuestión política y
seguir adelante, cuando transmite la seguridad de que es posible ha-
cerlo y comunica a su auditorio la firmeza para acometer la empresa.
Ahora bien, esa invocación a la tradición es eficaz para su
propósito en la medida en que está sostenida en un conocimiento
de primera mano de las fuentes históricas, no sólo, aunque a veces
también, en una evocación romántica e historicista. Ciertamente,
Azaña no ha sido un historiador ni ha pretendido serlo, como ha
visto Joseph Pérez, que da en el clavo cuando afirma que Azaña se
ha vuelto hacia la historia no para adornar un discurso, sino para
comprender la situación sobre la que quería actuar.11 Su estudio de las
Comunidades, por ejemplo, que adelanta en varias décadas algunas de
las tesis centrales de Maravall y del mismo Pérez, no estuvo guiado
únicamente por el afán polémico de destrozar a Ganivet, sino por la
búsqueda de una respuesta a la crisis de régimen que atraviesa España
desde 1917. Con todo, para nuestro actual propósito, lo que importa es
que ese volver hacia la historia es una auténtica inmersión: ya estudie
las Comunidades o la política militar francesa, Azaña se empapa de

10
Sobre la «matizada combatividad» de la oratoria de Azaña y su «estilo como pa-
sión», véase Jesús Ferrer Solá, Manuel Azaña: una pasión intelectual, Barcelona, 1991, pp.
159-188.
11
Joseph Pérez, «Manuel Azaña et l’histoire», en J. P. Amalric y P. Aubert, Azaña et
son temps, Madrid, 1993, pp. 142-147.

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historia utilizando las fuentes primarias, allí donde se encuentra el


caudal de hechos y expectativas que pueden alimentar, como savia
que viene de los profundo de la tierra, la política del presente.
Por eso, sus discursos políticos están embebidos de historia,
con el propósito, desde luego, de comprender la situación actual,
pero especialmente de actuar sobre ella. Trátese de la necesidad de
una alianza entre la clase obrera organizada y las clases medias para
derrocar la monarquía, del lugar de la Iglesia en la sociedad española
y de sus relaciones con el Estado, de la reforma agraria, de la cons-
titución interna del Estado español, de la autonomía de sus regiones
o de la política militar, Azaña no dará un paso adelante sin proponer
antes a sus oyentes no ya el marco histórico en que se ha desarrollado
la acción política, sino la razón histórica para que sea esa que él
propone y no otra la política a desarrollar. En toda propuesta de acción
política hay por tanto una apelación a la historia con el propósito de
situar a sus auditorios en la percepción de la continuidad histórica,
de la duración, que se propone corregir por el sentimiento de justicia.
Lo percibió Araquistáin cuando destacó de sus discursos la profunda
emoción lírica que le embargaba al hablar del destino español y de
los rasgos de la nación española. Azaña pretende en sus discursos
hacer visible la política republicana como un intento, según dijo en
una ocasión en Valencia, de «renovar la historia de España, sobre la
base nacional de España, obstruida, maltratada desde hace siglos».12
De modo que la continuidad histórica en la que presenta su
acción no tiene nada que ver con el postulado de una inmutable
esencia o carácter nacional, con una apelación a una realidad eter-
na, sino con una exigencia de liberación de energías sometidas por
potencias ajenas: la Corona, la Iglesia, el militarismo. Sin duda, en
ocasiones, sobre todo cuando se ve en la necesidad de combatir las
críticas que recibe por antiespañol o antinacional, por destructor de
las esencias de la patria, Azaña recurre aquí y allá a expresiones como
raza eterna, nación perdurable, genio de Castilla y otras de evidente
raigambre romántica o tardorromántica, noventayochista en suma.
Pero el recurso a estas categorías se sitúa precisamente al servicio de
la reforma propuesta, como argumento que sostiene la radicalidad

12
Alocución en el banquete republicano de Valencia de 4 de abril de 1932, Obras
Completas, vol. II, p. 243.

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de la desviación que se pretende enderezar. Yo soy el más español de


todos, puede decir Azaña; para a reglón seguido, añadir: por eso juzgo
imprescindible la más amplia autonomía posible para las regiones que
forman España. El énfasis en lo eterno que atraviesa en ocasiones
estos discursos no tiene más sentido que logar aquel momento de
fusión en el que se produce la descarga sentimental que a través del
esclarecimiento de la razón hará que un público en principio reticente
ante una reforma acabe otorgándole su consentimiento interno. Pero si
se quisiera saber lo que Azaña piensa en realidad del carácter nacional
o de la eternidad del pueblo no habría que acotar de un discuso un
sintagma y darlo como la esencia de su pensamiento; habría más bien
que referirse a escritos, por ejemplo, en este caso, a la polémica que
mantuvo desde las páginas de España con Salvador de Madariaga,
que escribía en El Sol, a propósito de las constituciones políticas
adaptadas al «carácter nacional».
Es esa mezcla de clara razón y contenida emoción que emana
de la evocación de una tradición a la que el orador pretende corre-
gir por la razón lo que explica el efecto inmeditado de los grandes
discursos de Azaña. Efecto, ante todo, en el ánimo de los oyentes
que reciben la palabra con una indisimulada sorpresa, ya desde sus
primeros discursos, los que pronunció en las campañas de propaganda
del partido reformista y que no dejará de suscitar hasta el final. Luis
Bello recordaba, al reseñar la publicación de una conferencia sobre
Valera, que «fue aquel día sorpresa grande y demostrada con efusión
la palabra de Manuel Azaña». Sorpresa idéntica a la que le había
manifestado años antes Ortega cuando, tras asistir a un debate en el
Ateneo para esclarecer la gestión a su frente de Segismundo Moret, le
dice:«¿Lo ve usted? Usted no se ocupaba más que de cosas literarias.
Entra usted en el papel de parlamentario y veáse, con sobrantes por
todas partes».13
Sobrantes por todas partes: es lo que ha almacenado durante
los larguísimos años de su vacilante vocación a la espera de la ocasión
propicia para desparramarse fuera de sí, que le llegará cuando suene
–como le había profetizado su criado «Cacharro»– la campana anun-

13
Lo anotó con evidente satisfacción, años después, el 17 de junio de 1927, el mismo
Azaña en sus diarios: Diarios completos, p. 138. La observación de Luis Bello, en «El
“Valera”» de Manuel Azaña», El Sol, 23 de febrero de 1930.

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ciando que ha venido «La Niña» y salga él a reboticas y las tertulias


al aire libre de los mítines en espacios abiertos hasta recalar, «llevado
en brazos de la revolución popular», en las Cortes de la República.
Ciertamente, Azaña comenzó muy pronto a discursear: en febrero de
1902 defendió en la Academia de Jurisprudencia una ponencia sobre
«La libertad de asociación», un trabajo notable, como lo calificó El
Imparcial, «tanto por el fondo como por la forma», y que dio lugar a
una prolongada discusión; pero salvo en Alcalá de Henares no volvió a
tomar en público la palabra hasta su doble experiencia como secretario
del Ateneo y miembro del partido reformista, aunque de nuevo seguirá
un largo silencio hasta la serie de conferencias que impartió en los
últimos años de la dictadura. Por eso, cuando irrumpe en esa eclosión
de palabra que fue el año 1930, todos pudieron de nuevo repetir lo
que ya se decía de años atrás: Azaña era una revelación, una sorpresa,
aunque ya para entonces había cumplido cincuenta años de edad.
Algo tiene que ver esa sorpresa con la figura del personaje y
su biografía. Atrapado en las redes de su ensimismada incertidumbre,
Azaña no dio hasta 1930 más que algunos retazos de su riqueza interior:
comentarios políticos, estudios eruditos sobre asuntos que a pocos
interesaban como la política militar francesa, crítica literaria, alguna
novela exquisita. Pero había crecido tanto hacia dentro, y vivido tan
encogido –hecho un ovillo, dice él– hacia fuera, que si por azar se le
cruzaba la ocasión de expresar por la palabra lo que en años de lectura
y reflexión había almacenado, el resplandor de su estiramiento producía
siempre el efecto de una revelación. La revelación que es Azaña desde
1931, la sorpresa y admiración que causa a quienes no esperan gran
cosa de aquel señor republicano vestido de oscuro, están relacionadas
siempre con su palabra. «¿De modo que se tenía usted eso guardado?»,
le suelta entre incrédulo y admirado Alejandro Lerroux cuando con un
discurso solucionó el embrollo en que todos se habían metido al discutir
el lugar de la Iglesia en el Estado. Es la misma sorpresa que Gregorio
Marañón, que le escribe, al felicitarle por sus discursos políticos que
acaba de leer «de cabo a rabo de los dos tomos»: «quien dice eso y lo
dice así tendrá siempre el triunfo en las manos»; o cuando le agradece
el envío de Mi rebelión en Barcelona y vuelve sobre lo mismo: «me
parece admirable por todo, por lo que dice, por cómo lo dice». Y la de
Manuel B. Cossío, que le envía su fervorosa felicitación por interpretar

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«el valor de la historia, de la raza, de la tierra y del paisaje de este


nuestro amado pueblo» con las imágenes y palabras «más justas, más
hondas, más elevadas». O, en fin, el entusiasmo de Valle-Inclán, que
define el discurso de Mestalla como «pieza admirable, porque une la
energía a la cautela sin detrimento de la emoción y el fervor».14
Palabras justas, hondas, elevadas; energía, cautela, emoción,
fervor: esta «revelación» de Azaña por el discurso apunta a otra ca-
racterística de su oratoria que no pasó desapercibida en la fina mirada
de Aldo Garosci: Azaña llevó a su obra de reforma política el ímpetu
y la intransigencia de un moralista revolucionario, de un adversario
inflexible de la pequeña y mezquina vida de la política tradicional,
del caciquismo, las componendas y los cambalaches. Ese moralismo
tan presente en su discurso le lleva en incontables ocasiones a plantar
a su propio yo en el centro del drama político del que le ha tocado
ser principal actor, de modo que será siempre una revelación porque
en cada discurso revela también su propio personaje. Azaña, por así
decir, se desnuda ante el público: su yo ocupa un lugar central en
su oratoria. Esta implicación, que llega a su más alto grado en los
discursos de guerra, podría juzgarse como una intromisión indebida:
al cabo, recuerda también Garosci, el orador político no tiene derecho
a situar sus sentimientos en el centro del conflicto que le corresponde
resolver. Pero en el caso de Azaña, esa intromisión del yo es parte de
la solución que ofrece, por la palabra, del conflicto.15
El conjunto de calidades que encierra cada discurso de Azaña,
el indudable efecto que de inmediato producía en su auditorio, las
consecuencias políticas que provocaba, contribuyeron a privilegiar
en su ánimo esta manera de intervención política hasta el punto de
identificarla con la política misma: en política palabra y acción son
la misma cosa, gustaba de decir, recordando sin duda que un discurso
resuelve la cuestión religiosa, otro encauza la aprobación del Estatuto,
otro más tranquiliza los ánimos y hace que cada mochuelo vuelva a
su olivo. Son, por tanto, discursos políticamente eficaces. Pero de
ahí a creer, o dar por supuesto, que la acción política se consuma

14
Cartas de Marañón, Cossío y Valle-Inclán a Azaña, Biblioteca Nacional, Manus-
critos, 22128.
15
Aldo Garosci. Los intelectuales y la guerra de España, Júcar, Madrid, 1981, pp.
83-86.

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en la palabra no hay más que un paso, que Azaña dio en numerosas


ocasiones: un problema, cuando está dicho, está resuelto. Por eso, su
elogio a la efusión del yo por la palabra como arma de la política; por
eso, la alusión al Quijote sin celada de cartón ni caballo, en la que
Franco Meregalli percibe la aceptación de una digna derrota.16 Por eso,
en fin, que le importe más la razón, construida por la palabra, que el
poder. Si se le cree por lo que dice en 1936, importándole en política
el triunfo, más le importaba tener razón. Y él sabe que tiene razón,
aunque carecería de poder para imponerla. Por eso, en fin, cuando la
República que tanto contribuyó a edificar haya caído en ruinas, sus
discursos acabarán como los de un moralista, recomendando a los
españoles en guerra que piensen en los muertos y escuchen el mensaje
de la patria eterna que dice a sus hijos: paz, piedad y perdón.

16
Francisco Meregalli, «Manuel Azaña», en Vicente Alberto Serrano y José María
San Luciano, Azaña, Edascal, Madrid, 1980, p. 208.

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