Un Sherlock Holmes Con Faldas - Stuart Palmer
Un Sherlock Holmes Con Faldas - Stuart Palmer
Un Sherlock Holmes Con Faldas - Stuart Palmer
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Stuart Palmer
ePub r1.0
castel15 11.11.2018
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Título original: Murder on the Blackboard
Stuart Palmer, 1932
Traducción: Manuel Amechazurra
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Índice de contenido
Cubierta
Dedicatoria
Preámbulo
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Capítulo XVIII. Preparativos
Capítulo XXI. Cabos sueltos para aquéllos que se preocupan por saber el “Porqué” el
“Cómo” y hasta incluso el “Quién”
Sobre el autor
Notas
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Dedicatoria
M. B.
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Guía del lector
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Preámbulo
S. P.
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Capítulo I
La maestra se queda después de clase
(15-11-32 - 3.55 de la tarde)
E
sus pies.
l solitario prisionero se sentó sin decir palabra, con los brazos cruzados sobre
el pecho y haciendo oscilar de arriba abajo, en mudo gesto de rebeldía uno de
Su nombre era Leland Stanford Jones, pero prefería ser llamado «Campeón», cosa
que, al parecer, le tenía completamente sin cuidado a la maestra que le observaba
desde la mesa situada en el centro del estrado. La clase era una habitación fría y
desierta que olía un poco a humanidad y un mucho al polvo de tiza que se desprendía
de los grandes encerados.
El solitario prisionero dio suelta a la lengua.
—Señorita Withers… —comenzó a decir.
—¡Leland! —replicó la aludida, cortando el intento perorativo—. Debieras saber
que no se puede hablar sin levantar antes la mano en solicitud de permiso.
Una palma diminuta y colorada, virgen de agua y jabón desde las siete treinta de
aquella mañana, se agitó indecisa.
—Señorita Withers… —repitió.
La señorita Hildegarde Withers enarcó las cejas y le miró con afectada seriedad,
que habría de parecer formidable al niño de nueve años que, inquieto, se rebullía en
su asiento.
Para aquellos de mis lectores que aún no conocen a la señorita Hildegarde
Withers habré de decir que bordeaba peligrosamente los cuarenta y que su cara tenía
algo del contorno y casi todos los detalles que caracterizan la de un caballo de pura
raza. La nariz era un tanto delgada y dictatorial, pero la boca tenía un rictus acogedor
y sólo con gran esfuerzo conseguía contener la sonrisa que amenazaba con salirle a
flor de labio en aquellos momentos.
La palma siguió agitándose en el aire durante casi un minuto, mientras la señorita
Withers atendía atenta al bullicio y a los portazos que anunciaban el final del día
escolar. Comprendía que todos sus compañeros de magisterio en la escuela Jefferson,
o al menos la inmensa mayoría de ellos, hacía ya tiempo que habían abandonado
semejantes viejos métodos de régimen disciplinario. No obstante, y en vista de los
buenos resultados obtenidos con ellos durante los últimos veinte años, Hildegarde
Withers seguía con la añeja costumbre de retener a los niños y niñas, e
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incidentalmente a ella misma, después de las horas regulares, dijesen lo que dijesen
en contra los modernos textos de pedagogía.
De pronto oyó un tremendo estornudo en el corredor. El señor Macfarland, el
director, sin duda.
Llevaba, como siempre, chanclos de goma, pero resfriado que cogiera en
septiembre, ya no lo soltaba hasta finalizado mayo. Guiada por la repetición de las
explosiones, le oyó alejarse y desaparecer, sin duda, por la puerta del fondo del
vestíbulo. Después volvió a reinar el silencio.
La señorita Withers no prestó atención a la mano que Leland Stanford Jones
continuaba agitando con obstinada determinación.
Alguien más pasaba ahora a lo largo del vestíbulo. Esta vez se trataba de un leve
y rápido repiquetear de tacones. Sería Anise Halloran, la maestra de música, camino
del guardarropa de los profesores. Esto le hizo acordarse de algo.
—¿Qué deseas, Leland? —dijo al diminuto prisionero.
—¿Podría marcharme ya, señorita Withers? —contestó el aludido, después de un
breve titubeo—. No lo hice con mala intención. Además, mis compañeros me
esperan. Soy el único defensa del equipo y no podrán jugar sin mí. Perdóneme…
—No es a mí a quien debieras pedir perdón, sino a la señorita Halloran —cortó la
maestra con sequedad—. No me gustan las mentiras, ni los niños que las propalan.
—Es que no fue realmente una mentira. Todos dicen que la señorita Halloran está
enamorada del señor Macfarland.
La señorita Withers echó la silla hacia atrás y miró al niño con cara de basilisco.
—¡Leland! —dijo.
Después señaló con amenazante dedo al tablero que se extendía a lo largo de dos
de los lados de la habitación.
—He dicho que te quedarías después de la clase, y lo repito —anunció—. Pero no
quiero ser injusta. Quizá tus compañeros no tengan que esperar tanto como tú te
figuras… si eres un buen niño. Vete a la pizarra y escribe cien veces la palabra
«disciplina». Después, puedes marcharte.
—¡Cien veces! —exclamó aterrado Leland Stanford al oír un número que
posiblemente consideraba como casi fuera del alcance de su comprensión—. ¿Ha
dicho usted cien veces?
La señorita Withers se sentía implacable.
—Sí, he dicho cien veces —repitió al ver titubear al niño frente al encerado—.
Coge la esponja y borra primero todo lo que hay escrito. Después copia cien veces la
palabra «disciplina». Cuanto antes empieces, antes terminarás y podrás ir a reunirte
con tus amigos.
Con ceño fosco y apretados labios, que se proyectaban hasta alcanzar la punta de
la nariz, Leland principió el trabajo de eliminar, lánguidamente, la multitud de
jeroglíficos, sumas, listas ortográficas y toscos mapas que en largas hileras aparecían
dispersos por todos los ámbitos del interminable encerado.
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La señorita Withers deletreó previsoramente la palabra: «D I S C I P L I N A».
—Y ahora a trabajar, Leland —añadió.
—Sí, señorita.
La señorita Withers volvió a la lectura del Atlantic, que había dejado escondido
bajo un montón de ejercicios de aritmética, aún pendientes de corrección.
Leland echó una furtiva mirada por encima del hombro, y viendo que no había
peligro, insertó diestramente tres pedazos de tiza en la esponja y reteniéndolos con
fuerza en posición con la sola ayuda de una de las manos principió a escribir de
forma «triple» la palabra escogida por la maestra. Lo que no sabía Leland sin duda es
que un sistema similar, si bien perfeccionado, era empleado en la Casa Blanca cuando
el Primer Ciudadano se veía en la precisión de firmar centenares de papeles oficiales
cuyo curso no admitía dilación.
La señorita Withers le observó por encima de los lentes y no pudo reprimir una
sonrisa, que al instante ocultó, tapándose la cara con el periódico que tenía entre las
manos. Disciplina era disciplina, a pesar del hecho de que ella misma deseaba salir,
con más ansia si cabe, que la que tenía el chicuelo. Pero no podía tolerar que un niño
se permitiera la libertad de hacer comentarios de aquella naturaleza entre sus
compañeros. ¡Sólo faltaría eso! El castigo le serviría de lección. Pero las cosas no
iban a salir tal como la señorita Withers se esperaba.
Hildegarde Withers simpatizaba con la joven profesora de música. Su nombre de
pila, Anise, era quizá un tanto afectado. Pero habían pasado ya los días en que una
mujer podía ser criticada por el mero hecho de ser joven y bonita. ¿Qué importaba
que extremara el carmín de los labios y que usara zapatos al estilo de la corte de Luis
XV?
Tacones de tres pulgadas no eran signo de degradación moral, como solía decir la
señorita Withers cada vez que a alguno de los otros maestros se le ocurría abordar el
tema. Hablaban demasiado y no era por lo tanto de extrañar que algún niño como
Leland recogiera y propalara inocentemente la murmuración.
La señorita Withers principió a golpearse los dientes con el extremo de uno de los
lápices. Algo vago le preocupaba, algo que tenía precisamente relación con la altura
de los tacones.
Ah, sí, ahora lo recordaba. Hacía mucho rato que Anise Halloran había pasado
camino del guardarropa e, inconscientemente, la señorita Withers esperaba oír el
taconeo indicador de la vuelta de aquélla en dirección a la puerta frontal del edificio.
No era la señorita Halloran de las que acostumbraban a demorar sin motivo las
salidas. Posiblemente no se encontraba bien. Hacía días que su aspecto no era muy
satisfactorio. ¿Y si se hubiese desmayado…?
La señorita Withers echó una mirada al reloj de pared que había a su espalda.
Eran las tres cincuenta y cinco, y Anise había pasado en dirección al guardarropa a
las tres y treinta en punto, hora oficial del cierre de clases.
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—Quizá haya salido sin que yo me diese cuenta —se dijo—. Pero, me extraña.
Nada se perderá con echar un vistazo.
Escuchó unos instantes. La desierta escuela, si no tan silenciosa como una tumba,
estaba al menos mucho más tranquila que durante las horas del trajín diurno. Del
sótano llegaba a oídos de la señorita Withers el ruido que producía el «señor».
Anderson con un cubo y una pala. Fuera, en el patio de recreo, varias muchachas
daban rienda suelta a su alborozo y de un poco más allá llegaba el impacto sordo que
produce un pie al golpear con fuerza una pelota de fútbol. Por lo visto, habían
decidido no esperar a Leland.
La ausencia del repiquetear de tacones de Anise Halloran, pareció un minuto de
discordancia intercalado en la tranquila armonía que reinaba en el edificio.
Leland se detuvo para hacer un recuento de las palabras escritas y la señorita
Withers le dirigió una severa mirada en señal de amonestación. Después se sentó de
nuevo en la silla.
Volvió a oírse el repiqueteo de tacones en el pasillo, esta vez en dirección a la
salida. Anise debía estar cansada, pues el ritmo de los pasos era más lento que el
habitual. Y desprovisto de firmeza…, casi vacilante.
La señorita Withers se alegró de no haber obrado bajo la presión del primer
impulso. No le habría gustado que Anise Halloran la tomase por una de tantas
chismosas que se dedicaban a espiar sus movimientos, como la señorita Rennel, del
piso inmediato superior, o la señorita Hopkins, del tercero.
Estas hablaban de todo el mundo. De la señorita Halloran, del señor Macfarland,
del joven y agraciado subdirector, que enseñaba Preparación Manual…, de todos.
La señorita Withers no padecía de preocupación crónica por los demás, pero no
pudo por menos de observar la palidez que, desde hacía una semana, daba al rostro de
Anise Halloran una especie de angustiada expresión.
—Posiblemente esté enferma —se dijo de nuevo—. Permaneció en el
guardarropa más tiempo del debido y, o mucho me equivoco, o se tambalea al andar.
La señorita Withers se puso en pie.
—Termina pronto, Leland —dijo.
Sólo unos pasos separaban la clase 1B del guardarropa, y éste tenía una ventana
que daba a la calle. Si se apresuraba podía aún alcanzar a verla. Quizá la muchacha se
encontraba realmente enferma y estaría esperando un taxi que le condujera a su casa.
La señorita Withers apenas si hacía uso del guardarropa, ya que siempre tenía en
uno de los cajones de la mesa del 1B su nítido sombrerito de marinero y no recordaba
haberse empolvado las narices desde los tiempos de la administración Taft.
Abrió la puerta del guardarropa, pero no encendió la luz, temerosa de que desde
el exterior alguien la viera atisbando y formase un juicio equivocado de su proceder.
Además, estaba familiarizada con el aposento y podía moverse en él con seguro paso,
no obstante estar sumido en una especie de semioscuridad.
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En uno de los lados estaban las sillas y un canapé y en el otro los roperos y la
puerta del cuarto de aseo. Los esmerilados cristales de la ventana apenas si dejaban
filtrar la escasa luz del día y sólo un pequeño espacio abierto para fines de ventilación
en la parte superior, permitía el acceso de un haz lumínico de unas ocho pulgadas de
ancho que contribuía a disolver un tanto las casi profundas tinieblas que allí reinaban.
De pronto, tropezó con un objeto blando abandonado, al parecer, en el suelo. Se
detuvo y lo recogió. Era un curioso, casi ridículo, zapato de mujer. Una sandalia, para
ser más exactos. Consistía en un ahusado tacón, una suela fina y una puntera
compuesta de cuatro o cinco tirantes. Sólo Anise Halloran llevaba calzado como éste.
Y Anise Halloran había abandonado la escuela hacía ya unos minutos. ¿Cómo
suponer que se dejara aquéllo tras sí?
La señorita Withers retrocedió unos pasos y encendió la luz accionando el
interruptor que había junto a la puerta. En el suelo estaba la otra sandalia compañera
de la que despertara su curiosidad, y en el canapé, tumbado grotescamente, yacía el
cadáver de la que hasta entonces todos conocieran con el nombre de señorita Anise
Halloran.
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Capítulo II
Grave percance
(15-11-32 - 4.05 tarde)
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La señorita Withers asintió con un gesto.
—Creo que setenta y una veces ya es lo suficiente, Leland —concedió.
Una sonrisa iluminó la cara del niño.
—¿Y puedo irme? —aventuró.
Nuevo gesto de asentimiento en la maestra.
—Pero quiero que primero me hagas un recado.
La cara del alumno se ensombreció.
—Es que los compañeros me están esperando —objetó.
—De todos modos, es ya casi noche cerrada y no podríais ver la pelota —dijo la
señorita Withers—. Quiero que vayas a la tienda de Tobey, al otro lado de la calle, y
llames a la jefatura de policía pidiendo que venga el inspector Piper. Aquí tienes un
cuarto[1].
—¡Sí, maestra! —respondió excitadamente el muchacho.
Era sabido entre los alumnos de la escuela Jefferson que ya en dos ocasiones la
señorita Withers había tomado parte en las actividades de la Brigada de Homicidios
de Nueva York.
—Dile dónde estoy y dile que venga pronto y sin hacer ruido —añadió la maestra
—. Corre ahora y no te detengas por nada ni por nadie.
Leland ignoraba que el penetrante ojo de la señorita Withers no le perdió de vista
hasta verle entrar por la puerta de la tienda que, para regocijo de los estudiantes,
vendía toda clase de caramelos, sorbetes y chucherías.
De vuelta en el aula 1B, la señorita Withers respiró profundamente y volvió a
mirar el reloj. Eran sólo, a pesar de lo temprano que en noviembre cae el sol en
Manhattan, las cuatro y diez. Habían transcurrido cuarenta minutos desde que oyera
el repiqueteo de los tacones de Anise Halloran camino del guardarropa, y sólo unos
diez desde que los oyera «arrastrarse» de nuevo, esta vez en dirección a la puerta.
Con la vista clavada en el redondo indicador del tiempo, la señorita Withers pasó
los cinco minutos quizá más largos de su vida. Transcurridos éstos se dirigió hacia el
cajón de la mesa en que guardaba el sombrero, y con gran sorpresa se dio cuenta de
que aún llevaba en la mano la sandalia que había pertenecido a la que en vida se
llamó señorita Anise Halloran.
Actuó con rapidez. La envolvió con uno de los papeles de examen y se puso el
paquete bajo el brazo. Se colocó el sombrero, inclinándolo ligera y quizá un tanto
licenciosamente hacia uno de los lados, y con la mano derecha empuñó férreamente
el paraguas de algodón, del que rara vez se separaba durante las temporadas de
incierta estabilidad atmosférica.
Por un momento se detuvo en la parte exterior de la puerta de la clase 1B. Miró
con cierta ansiedad en dirección al guardarropa y movió la cabeza con gesto de
impotencia. Era demasiado tarde para eso. Lo mejor en aquellas circunstancias era
obrar con naturalidad.
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Se encaminó serenamente a lo largo del vestíbulo y salió a la calle por la puerta
principal. Poseía indiscutiblemente cierta habilidad histriónica la señora que en esta
memorable noche saliera de la escuela Jefferson exactamente del mismo modo que lo
viniera haciendo doscientas veces al año durante toda una década.
Ni siquiera titubeó al iniciar el descenso de la pequeña escalinata frontal del
edificio. Torció a la izquierda y caminó rápidamente a lo largo de la Avenida A. No
dio la impresión de que contase las ventanas, pero al llegar a la sexta, a partir de la
puerta principal, se detuvo. Había un espacio de ocho pulgadas encima de aquella
ventana, ocho pulgadas de obscuridad cual abiertas fauces de lobo.
Uno de los brazos de la señorita Withers se movió como una catapulta y por la
negra franja desapareció la sandalia que con tanto cuidado ocultara momentos antes.
Después la maestra viró en redondo, retrocedió por el camino andado, cruzó la calle y
tranquilamente —en apariencia— penetró en la tienda de chucherías que Tobey tenía
frente a la escuela Jefferson.
La pecosa cara de Leland Stanford Jones apareció a través del cristal de la puerta
de la cabina telefónica. Luego se alzó sobre la punta de los pies, colgó el receptor y
salió.
—¡Le he llamado ya, maestra! —dijo.
—¡Leland! —replicó ella—. ¿Y has necesitado todo este tiempo para hacerlo?
—El señor Tobey no estaba cuando yo llegué y tuve que esperar para que me
diera cambio del «cuarto» y poder telefonear.
—Pero, ¿está aquí ahora?
—Sí, señora. En la trastienda. ¡Señor Tobey!
Un hombre bajo y calvo apareció tras la cortina que tapaba la puerta de
comunicación con el interior.
Las uñas de una de sus rechonchas manos se entretenían en rascar constantemente
los brillantes contornos de su monda cabeza, mientras los dedos de la otra golpeaban
sugestivamente el cristal del mostrador.
—¿Qué desea? —preguntó.
Había algo de cauteloso y defensivo en la actitud del tendero hacia la nueva
parroquiana. No le parecía que aquella señora tan llena de ángulos y de aristas
hubiese venido a comprar alguna de sus infantiles golosinas. Lo probable es que la
misión que allí la trajera fuese la de graznar acerca de la pobre calidad de los
artículos, como la joven maestra de la escuela que había al otro lado de la calle y que
un día reclamara contra él ante la Junta de Sanidad por el hecho de que uno de los
alumnos había tenido calambres en el curso de una de las clases de canto. ¡Y presentó
como causa original la brillantez del colorido de los caramelos! ¡Las anilinas! ¡Qué
mentecatez! ¡Como si los chiquillos se enfermaran más por comer éstos o los otros
caramelos!
Siguieron unos instantes de simulado trajín, de frotar de manos, pero la alta
señora con la sombrilla continuó esperando en actitud indecisa entre si elegir unas
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pastillas de limón o unos bombones de cacahuetes recubiertos de chocolate.
Lo que no sabía Tobey es que el curvado cristal del escaparate reflejaba la
pobremente iluminada entrada del edificio de enfrente. Fuese lo que fuere lo que la
señorita Withers deseaba ver, lo cierto es que su visión se vio de pronto interceptada
por el espejismo de una figura vestida de gris.
—¡Oscar! —dijo volviéndose de pronto y aplicándose un dedo a los labios.
Permítanme que explique a aquellos de mis lectores que por primera vez conocen
al inspector de detectives Oscar Piper, que éste era un hombre de edad indeterminada,
cuerpo enjuto, pelo grisáceo, labio inferior belicosamente proyectado hacia fuera y
ojos duros de un color de acero azulado.
Un puro medio apagado le colgaba siempre de uno de los rincones de la boca y su
charla, quizá por proceder él de la clase de tropa, como orgullosamente decía, tenía el
clásico dejo de los habitantes de West Broadway.
Se sorprendió agradablemente al ver que la señorita Withers le estrechaba
efusivamente las manos y captó la advertencia envuelta en la mirada que, de soslayo,
echó sobre el propietario y el rapazuelo.
Colocó una moneda de un «cuarto» sobre el mostrador, diciendo:
—Leland, puedes tomar lo que quieras.
Y después salió a la calle seguida dócilmente por el inspector. Habían sido en un
tiempo prometidos —a raíz del feliz remate de un horrendo caso de asesinato—
aunque sólo por el corto espacio de una hora. Una comisión de servicio inesperada
que obligó al inspector a ausentarse, dio lugar a que la señorita Withers lo pensase
mejor y cambiara de parecer en cuanto a su decisión de contraer matrimonio. No
obstante, la amistad que entre ambos existía permaneció inalterable.
—Siento haberte estropeado la tarde —explicó la señorita Withers—, pero se da
la circunstancia de que a veces la presencia de un cadáver echa por tierra nuestros
mejores concebidos planes.
El inspector se quitó el puro de la boca pero la maestra no le dio oportunidad de
hablar.
—Te lo digo en serio —añadió.
A continuación hizo un relato de todo cuanto había visto en el guardarropa.
El inspector la contempló unos instantes en silencio.
—¿Asesinato? —preguntó—. ¿Cuándo ocurrió?
—No me has comprendido —estalló la maestra—. He querido decir que continúa
ocurriendo. Por eso te envié un mensaje diciéndote que vinieras sin hacer ruido. No
son momentos estos para que los coches de la policía vengan voceando con sirenas la
posible comisión de un crimen. Hace sólo unos minutos que alguien ha destrozado en
esa escuela la cabeza de Anise Halloran. ¡Y ese alguien sigue ahí todavía! Vamos, no
hay tiempo que perder.
Y diciendo esto, agarró de un brazo al inspector, tratando de arrastrarle a la calle.
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—Un momento —contestó el policía dando un paso atrás—. Lo que me pides es
un tanto irregular. Mi obligación es informar a la Comisaría más próxima pidiendo un
médico y el envío de unos agentes.
—¡Demasiada tontería! —exclamó la señorita Withers insistiendo en arrastrar al
inspector—, el tiempo que tardes en hacer lo que has dicho, lo empleará el asesino en
hacer desaparecer todas las huellas y largarse. Este no es un crimen ordinario, Oscar
Piper. El asesino sabía lo que hacía y esperó sólo a que yo me marchara.
El inspector tiró al suelo el cigarro.
—¿Dónde está el cadáver?
La maestra señaló con el dedo en dirección a una de las ventanas.
—Allí —dijo—. ¿Llevas revólver?
Piper movió negativamente la cabeza.
—Sabes que desde que me quité el uniforme no he vuelto a llevar encima un arma
de fuego.
—Entonces toma mi paraguas.
Se aproximaron cautelosamente a la escuela.
Como siempre, en el dintel de la puerta de entrada ardía una bombilla de escasa
potencia. Entraron en el edificio, que seguía oliendo a polvo de tiza y a humanidad.
Rápidamente la señorita Withers condujo al inspector a lo largo del corredor hasta
llegar al guardarropa de los profesores.
Seguía cerrado. Piper escuchó unos instantes con una oreja pegada a la puerta y
después abrió ésta de pronto, echándose, en previsión, a un lado. Nada ocurrió.
Un segundo más tarde halló el interruptor y encendió la luz. Oteó rápidamente el
interior y tras una larga pausa se volvió hacia la señorita Withers.
—¿Es esta la idea que tienes del humor, Hildegarde? —preguntó con sorna.
La habitación, ante la sorpresa de la señorita Withers, estaba vacía y en ella
reinaba una absoluta calma.
No había más movimiento que el ondear de la cortina bajo la acción del viento
que penetraba por el espacio de ocho pulgadas abierto encima de la ventana. El
canapé en que antes yaciera el cadáver de Anise Halloran, estaba vacío, y la funda
que lo protegía aparecía correctamente dispuesta.
La señorita Withers señaló con un dedo.
—¡Ahí! ¡Ahí es donde estaba! —exclamó.
Piper se acercó al mueble. Lo despojó de su funda e inspeccionó ésta
detenidamente.
—¿Y bien? —preguntó—. Aquí no veo mancha alguna de sangre ni creo a nadie
capaz de lavar y secar esta funda en el corto espacio de unos minutos.
La señorita Withers movió obstinadamente la cabeza.
—Lo único que yo digo —replicó—, es que vi lo que vi. No acostumbro a tener
alucinaciones ni a hablar con los muertos. Eso lo sabes muy bien, Oscar. Y vuelvo a
repetir que aquí había un cadáver hace sólo diez minutos.
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—Pues bien, ¿dónde está?
El inspector sacó un cigarro largo y delgado de uno de sus bolsillos y se lo puso
en la boca.
—Los muertos no acostumbran a pasearse por las casas —añadió—, aunque es
posible que la muchacha estuviese sólo herida y que…
La señorita Withers hizo un gesto negativo y enérgico con la cabeza.
—No, no —dijo—. Te digo que estaba muerta. Parece que la estoy viendo todavía
con su cara pálida y aquella horrible herida sobre la frente. Debió haber muerto sin
saber siquiera quien la golpeó, Oscar…
—No necesariamente. En vez de lo que se dice en las novelas, hay siempre una
relajación de todos los músculos faciales, y del cuerpo también, inmediatamente
después de la muerte, y que perdura hasta el momento de presentarse la rigidez
cadavérica. Toda expresión de vida desaparece en el breve espacio de unos segundos,
tal vez… Pero, sigue; trata de recordar…
—Ella estaba tendida ahí con la cabeza en dirección a la ventana.
—¿Cómo iba vestida? ¿Llevaba abrigo?
—No me acuerdo. Sí, creo que sí. Tenía puesto el sombrero, eso lo recuerdo bien.
Era una especie de capacete obscuro que se adaptaba totalmente a la cabeza y echado
ligeramente hacia atrás para que se le viera la frente.
Piper hizo un gesto de asentimiento.
—Ya —dijo—. Es imposible que sacaran el cuerpo por la ventana puesto que esa
abertura es insuficiente para una maniobra así. Es de suponer, pues, que el cadáver
sigue en el edificio, como también el asesino, o asesina, a menos que haya logrado
escabullirse en los últimos diez o doce minutos.
—Nadie ha podido escabullirse. Vigilé el corredor mientras estuve aquí, y la
puerta principal, única en el edificio, mientras esperaba al otro lado de la calle.
—Bien —el inspector se frotó las manos—, empiezo a creer que tienes razón.
Quizá dejase aquí el cadáver durante algún tiempo. Pero si fue así, ¿cómo se las
compuso el asesino para no dejar tras sí ni siquiera una mancha de sangre…?
—Espera —interrumpió la señorita Withers—, creo que tengo la explicación de
eso que acabas de decir. Recuerdo que el cuerpo yacía sobre algo blanco, que al
principio me intrigó, pues supuse que era una toalla. Ahora veo lo que era. El asesino
no quiso dejar ninguna huella y envolvió el cadáver con papeles de periódico.
—¡Ah, vamos! —dijo Piper masticando nerviosamente la punta del cigarro—.
Utilizó un aislador. El asesino, entonces, está tratando de ocultar el cuerpo del delito
en alguna otra parte del edificio o intentado sacarlo por alguna ventana trasera que dé
a los patios de juego. Tengo, entonces, la oportunidad de cogerlo con las manos en la
masa.
—¿Cómo, tengo? Tenemos, querrás decir —corrigió la señorita Withers.
Y enarbolando con fuerza el paraguas, añadió:
—¡Vamos!
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Piper movió negativamente la cabeza.
—No; los dos moviéndonos por el edificio haríamos mucho ruido y pondríamos
sobre aviso al criminal. Además, tú tienes que ir ahora mismo a dar la alarma. Hay
que registrar todos los rincones de esta escuela, y pronto. Es preciso asimismo seguir
una rutina y la Comisaría local tiene derecho a intervenir en este asunto. Tu vete al
teléfono que haya más cerca y avisa al sargento para que envíe inmediatamente unos
agentes. Yo estaré al acecho por si ocurre alguna novedad. ¡Largo!
—Pero, Oscar…
—Vete y no pierdas el tiempo en disquisiciones tontas. Este caso puede presentar
complicaciones que quizá más tarde nos sea difícil resolver. ¡En marcha, Hildegarde!
—¡Vaya! Está visto que estoy condenada a no ver el final de este misterio —
exclamó con tristeza la señorita Withers.
Y sin añadir palabra, partió rápida y silenciosamente.
El inspector Piper se detuvo en el guardarropa el tiempo preciso para encender el
cigarro puro que tenía entre los dedos. Su acre aroma pareció confortarle. Permaneció
unos instantes inmóvil. Escuchando. A su alrededor reinaba un silencio sepulcral.
¿Sepulcral? Sí, ésta era la palabra exacta de ser cierta la historia contada por la
señorita Withers. Y la señorita Withers no acostumbraba a exagerar, y mucho menos
a mentir.
Se había hecho casi el propósito de iniciar un registro sistemático cuando llegó a
sus oídos el distante y leve —casi imperceptible— ruido que produce el metal al
chocar contra la piedra. Se irguió, alerta, y aguzó el oído.
—Ratas, quizá —se dijo—. En el sótano las debe haber a millares.
De nuevo el ruido… seguido esta vez de un golpe sordo, como el producido por
la caída de un objeto pesado.
—Ratas, no hay duda —decidió el inspector—. Pero…
De puntillas y lentamente, caminó a lo largo del pasillo en dirección a la parte
posterior del edificio. Una bombilla encarnada alumbraba débilmente la puerta que
había al fondo. La abrió… y el ruido de las ratas llegó a sus oídos con mayor
claridad.
Permaneció inmóvil unos segundos contemplando la escalera de hormigón que
comunicaba con las regiones subterráneas y sagradas del conserje de la escuela
Jefferson y su batería de hornos, carboneras, depósitos, etc. De aquella especie de
abismo salía un aire húmedo y fétido y el inspector se decidió a descender a él sin
poner gran entusiasmo en la determinación.
Al llegar al fondo, apagó la linterna de bolsillo que llevaba en la mano. No la
necesitaba, después de todo, pues el lugar estaba iluminado con bombillas de escasa
potencia que, más que luz, irradiaban una especie de tenue resplandor. Con su auxilio
pudo ver que a los lados y en frente se extendían largos pasillos recubiertos de tosco
maderamen bordeados por macizos pilares de cemento que servían de sostén a los
pisos superiores.
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Se adentró por ellos lentamente con ojo avizor y oído alerta y tratando de evitar
cualquier crujido que delatara su presencia. El ruido de las ratas había cesado como
por ensalmo.
Seguía asimismo atento en espera del estridente y quejumbroso lamento de las
sirenas de los coches de la policía que no tardarían en turbar el silencio de aquellos
apartados lugares. Por desgracia, el inspector estaba condenado a no darse cuenta de
esta llegada.
Más que oír, presintió a sus espaldas un algo casi imperceptible que se asemejaba
al crujido de unas telas o a un leve susurro. Se echó rápidamente a un lado… pero ya
era tarde.
Una especie de fuerte descarga eléctrica pareció herirle de pronto en la parte
posterior de la cabeza, a la que siguió un reverberar de atronadores y dolorosos ecos
que, misericordiosamente, se fueron apagando, apagando…
En la calle dos coches de patrulla se detenían ruidosamente frente a la puerta de la
escuela Jefferson. Pero Piper no estaba en condiciones de saberlo. Yacía, con la cara
pegada contra el suelo, en un creciente charco de sangre. El maltrecho cigarro seguía
firmemente sujeto entre sus labios. Chispeó unos instantes… y después se apagó.
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Capítulo III
Prosigue la caza
(15-11-32 – 4.45 de la tarde)
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Los detectives de segunda clase Allen y Burns, de la Comisaría de Bowery,
permanecían discretamente a cierta distancia de su superior. Todo lo que allí ocurría
parecía estar fuera del alcance de sus macizas cabezotas.
—Si Piper la diña, ¿a quién crees tú que harán inspector? —quiso saber Allen.
—Por de pronto, ni a ti ni a mí —le respondió burlonamente al oído su
compañero.
—¿Te has fijado en la herida? ¿Con qué crees que se la habrán hecho?
—Por las señas, con un hacha —replicó Burns—. Y calla ya, porque parece que
llega la ambulancia.
Y así fue, en efecto. El interno de Bellevue examinó la lesión y se frotó la barbilla
con el dorso de la mano. A continuación extrajo una jeringuilla hipodérmica del
maletín.
—¡Vaya golpe el que ha recibido este buen señor! —informó al grupo de agentes
que le rodeaban en silencio—. Tengo que llevarle inmediatamente a la sala de
operaciones y hacerle una trepanación…
Pero al tropezar sus dedos con la chapa dorada que el inspector llevaba sobre el
pecho y enterarse de la categoría del herido, cambió inmediatamente de tono… y de
jeringuilla.
—Perdonen —corrigió—, he querido decir que tengo que llevarle a la sala de
operaciones y llamar inmediatamente a uno de nuestros mejores operadores para que
haga la trepanación.
—Doctor —preguntó la señorita Withers—, ¿hay esperanzas de que sobreviva?
El interno se encogió significativamente de hombros.
—Si conseguimos que continúe respirando durante algún tiempo… muchas. A
veces se olvidan de hacerlo, en especial bajo la impresión de un fuerte golpe como el
que el inspector ha recibido, pero repito que hay esperanzas. Hay una cosa en su
favor y es que no habrá menester de anestesia. Permanecerá inconsciente, al menos
durante unas horas. Bueno, muchachos, arriba con él. Y pongan todo el cuidado que
puedan en la operación.
La señorita Withers se inclinó unos instantes sobre la postrada figura de Oscar
Piper. Después se irguió y permaneció inmóvil.
—¿Quiere usted acompañarnos al hospital? —preguntó el interno.
Ella respondió con un movimiento negativo de la cabeza y permaneció junto a
Taylor mientras se llevaban a Oscar Piper.
—Me alegro de que se haya quedado —comentó el sargento—, así podrá
guiarnos por el edificio.
—Desde este momento yo hago aquí el papel de «sobresaliente» —respondió
secamente la señorita Withers—. Quiero decir que trabajaremos juntos. Qué le
parece, ¿hace, o no hace?
—Sí, sí, claro —contestó Taylor sin poner gran entusiasmo en sus palabras.
Y la maquinaria de la ley se puso en movimiento.
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El sargento Taylor ordenó a Allen y Burns que junto con varios de los
uniformados inspeccionaran «microscópicamente» todos los rincones del sótano.
—No tengo muchas esperanzas de que el escurridizo asesino se haya quedado
aquí abajo —añadió—, así es que la señorita Withers, McTeague y yo haremos un
recorrido por las regiones superiores, incluyendo el tejado.
—Así no iremos a ninguna parte —comentó la maestra—. La mayoría de los
profesores, si no todos, acostumbran a cerrar sus clases después de terminadas las
faenas del día.
Quedó pensativa unos instantes.
—Sin embargo —añadió—, el conserje tiene una llave maestra.
—Ah, conque hay un conserje, ¿eh? ¿Y dónde está ese conserje?
—Se llama Anderson y lo probable es que se haya ido a su casa. Aunque… no,
no. La puerta principal está aún abierta y aquí continúan las luces encendidas.
Anderson no es hombre capaz de un descuido así. ¿Dónde podrá estar?
Después de recapacitar inútilmente unos instantes terminó diciendo:
—Bien, dejemos de pensar en él, de momento. Yo sé donde hay un duplicado de
esa llave maestra.
Rápidamente la señorita Withers remontó la escalinata de cemento, seguida de los
dos agentes, cruzó el vestíbulo, y ya cerca de la puerta principal se detuvo frente a
otra señalada por un rótulo que decía: «Director». Estaba cerrada.
McTeague aplicó sobre ella el peso de su voluminoso cuerpo y no tardó en ceder.
Penetraron en una especie de salita de espera en uno de cuyos rincones había una
mesita provista de su correspondiente máquina de escribir. Era el despacho, según
explicó la señorita Withers, de una tal Janey Davis, secretaria del Director. Todo se
hallaba en perfecto orden. La señorita Withers penetró en el despacho adjunto y
señaló a los agentes el cajón central de una magnífica y espaciosa mesa de roble.
Conseguido su objeto salieron de nuevo al corredor y subieron el tramo que
conducía al piso segundo. Este estaba envuelto en una profunda obscuridad.
McTeague encendió la lámpara de bolsillo y se detuvo al proyectarse el haz sobre una
especie de vitrina empotrada en una de las paredes.
—¿Qué es eso? —quiso saber el sargento al ver en ella infinidad de objetos que,
al parecer, no guardaban relación el uno con el otro.
La señorita Withers señaló al pequeño letrero que había encima y que decía así:
«Vidas de los Presidentes».
—Fue idea del señor Ballantyne, profesor de Artes Manuales hasta el año pasado
en que tomó su puesto el señor Stevenson —explicó—. Se encargaba de enseñar a los
alumnos de los grados superiores el arte de tallar sobre madera, sin más ayuda que la
de un pequeño cuchillo o cortaplumas, objetos íntimamente relacionados con las
vidas de los presidentes de los Estados Unidos. Después de tallados los pintaban.
El sargento se frotó la barbilla.
—No está mal, ¿verdad? —dijo.
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Dentro de la vitrina pudo ver una rústica cabaña hecha de troncos y una pala con
unas sumas escritas con yeso sobre la hoja. La señorita Withers no tuvo necesidad de
decirle que esto representaba una de las primeras fases de la vida de Abraham
Lincoln.
También George Washington estaba representado por el tocón de un pequeño
árbol y un hacha con luciente mango junto a él. Un poco más allá había un modelo de
Mount Vernon con sus pilares ligeramente inclinados, un par de pistolas de duelo con
los nombres de Hamilton y Burr y un sombrero de copa con el de Woodrow Wilson.
—Veo que los chiquillos de hoy día se divierten más de lo que nos divertíamos
nosotros en nuestros tiempos —informó el sargento a la señorita Withers—. Conque
tallando modelos, ¿no es cierto? Debía haber hecho también un cubo vacío en
memoria de Herb Hoover, y habrían completado la lista.
—¡Ya me extrañaba a mí que no saliera a relucir el nombre de Hoover! —
comentó ácidamente la señorita Withers—. Supongo que de éste asesinato tendrá
también él la culpa. Bien, no perdamos más el tiempo. En marcha.
Subieron un nuevo tramo de escaleras.
—¿Es éste el último piso? —preguntó el sargento.
La señorita Withers asintió con un gesto.
—¿Hay algún sitio por dónde pueda uno encaramarse al tejado?
Movimiento negativo esta vez.
—Ninguno —respondió la maestra—. Y al que consiga llegar a él, le doy trabajo
para que encuentre el modo de bajar después. Hay dos patios de recreo vallados a
ambos lados del edificio, la calle delante, y detrás una casa-almacén de veinte pisos.
—Bueno, principiaremos por el extremo de este pasillo y continuaremos las
pesquisas retrocediendo hasta llegar al sótano —decidió Taylor—. Y usted, señorita
Withers, lo mejor que puede hacer es bajar y esperarnos allí. Este hombre es un mal
bicho y lo probable es que le atacase si se viera acorralado.
—¿Y a usted, no? —objetó ella.
Pero el sargento estaba ya estudiando, una puerta muy particular que había al
fondo del corredor.
—Creí haberle oído decir que a los lados del edificio había sólo los patios de
recreo —inquirió el sargento—. ¿A dónde conduce entonces esta puerta?
Al tiempo que hablaba trató de abrirla con un fuerte empujón. Pero inútilmente.
Estaba, por lo visto, cerrada con llave. Se volvió y miró interrogadoramente a la
señorita Withers.
—¿Ah, esa? —replicó la aludida—. Me olvide de mencionársela. Es la puerta que
conduce al escape que hay para caso de incendio. Un sistema un tanto anticuado,
quizá. Data de los tiempos de Boss Tweed, en que fue construida esta escuela.
Tenemos por costumbre hacer ejercicios de salvamento todas las semanas. Los
chiquillos se ponen en fila frente a esa puerta y se tiran uno tras otro por una especie
de «tobogán» o plano de descarga que hay dentro de una torre adjunta. Los pequeños
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gozan lo indecible con lo que ellos consideran un juego y nosotros desalojamos la
escuela en menos de cinco minutos.
McTeague adelantó un busto que más que de agente de la ley parecía de un
gladiador romano.
—Oiga —comentó—, si los muchachos pueden salir por ahí, ¿por qué no podría
hacerlo el asesino? Como yo consiga echarle las manos al cuello…
—No creo que haya salido por ahí… —principió a decir la señorita Withers.
Fue interrumpida por un fuerte rumor de pasos que de pronto se oyó en la
escalera.
Taylor empuñó la pistola, pero la reintegró a la funda al ver aparecer al final de la
escalera la sudorosa cara de Allen, el agente de paisano.
—¿Qué creen ustedes que hemos encontrado en el sótano? —dijo éste con voz
alterada.
La señorita Withers entornó los párpados.
—¡El cadáver de Anise Halloran! —dijo.
—No, nada de cadáveres. En el sótano no hay cadáver de ninguna clase. Pero
alguien ha estado cavando una fosa, bastante grande por cierto, en la tierra blanda que
hay bajo los arcos de los pilares. ¡Hemos encontrado incluso la pala!
Sin decir palabra, el sargento salió disparado seguido de cerca de Allen.
McTeague acabó por hacer lo mismo, no sin antes haber echado una última mirada a
aquella puerta de escape que tanto le intrigara.
La señorita Withers les dejó marchar. No estaba interesada en tumbas abiertas.
Esta era su oportunidad de hacer una pequeña labor policiaca, y no quiso
desaprovecharla. Por raro que parezca, se olvidó de momento de que un lunático
sediento de sangre andaba oculto por entre las sombras de la desierta escuela. La
excitación del cazador ante la proximidad de la pieza, se había, por lo visto,
apoderado de ella.
Empleando la llave maestra que aún conservaba en su poder, procedió a abrir una
tras otra todas las clases del tercer piso, principiando por la 3F, que pertenecía a la
señorita Hopkins y a los alumnos del sexto grado.
Nada encontró allí de interés. La vieja silla de brazos, tras la mesa del estrado,
estaba provista de un curioso almohadón forrado con tela de brillantes colores. Esto
era típico en Mattie Hopkins, que pesaba doscientas libras y amaba la comodidad por
encima de todo. Bajo la mesa había un par de babuchas de paño y sobre las largas
pizarras las secas huellas de innumerables escupitajos. La señorita Withers movió
pesarosamente la cabeza. Mattie Hopkins principiaba a mostrarse negligente y blanda
con sus alumnos.
La señorita Withers pasó al aula 3C, situada en frente mismo de la anterior. Aquí
la saturnina Agatha Jones enseñaba el inglés y sus derivados a los estudiantes de los
grados séptimo y octavo. La habitación, excepto los encerados, estaba limpia como
una patena. La señorita Withers registró los cajones de la mesa y de ellos extrajo un
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tirador, tres paquetes de goma de masticar, y otras presas acumuladas allí sin duda
durante el día, y que Agatha Jones estimaría oportuno no devolver a sus juveniles
propietarios. No obstante, nada de aquello parecía tener relación alguna con el objeto
que allí le llevara.
La inspección de la clase de la señorita Casey, produjo, más o menos, los mismos
resultados. Esta era el aula en que los alumnos del séptimo y octavo grado recibían
lecciones de aritmética y geografía. Allí no había rastros del temido merodeador y
sólo la cara de un tal George Washington contemplaba benignamente la escena desde
la altura de una de las desnudas paredes.
A continuación la señorita Withers penetró en la sala 3D, una doble habitación
que compartían la señorita Pearson, profesora de dibujo, y la de música, la propia y
hermosa Anise Halloran.
En principio, no había sido realmente una clase, sino un despacho conjunto, ya
que ambas jóvenes maestras solían ir a otras aulas a dar sus respectivas lecciones.
Contenía un piano y varios bancos de madera, un gramófono de maleta y unos
álbumes con discos de marchas y música clásica, que eran transportados, a petición
de parte, a cualquiera de las otras dependencias del edificio, y una pizarra sobre la
que, sin duda, la señorita Pearson se había entretenido en dibujar la arrogante figura
de un pavo como recordatorio del cercano día de Acción de Gracias.
La mesa correspondiente a la señorita Pearson era la más próxima a la puerta.
Ante ella se detuvo Hildegarde Withers indecisa entre si proceder, o no, a su registro.
Quería a la joven maestra. Sin embargo, no era este el momento más indicado para
titubeos. El sargento no tardaría en reaparecer y la señorita Withers tenía el secreto
deseo de hacer una exploración preliminar por cuenta propia.
Encontró dos polveras —bastante deterioradas por cierto—, varias cajas con
barras de yeso y de pintura al pastel, otra con tubos de colores a la acuarela y un
programa de teatro, sin fecha, para una reposición del Show Boat de Florenz
Ziegfield, que aún se representaba en el Casino Theatre. Entre las páginas del
programa yacía prensada, una orquídea de un color verde amarillento.
Devolvió todo a su sitio y pasó a la mesa que hasta aquel día había pertenecido a
Anise Halloran. Meditó unos instantes ante los cerrados cajones de la misma, y al fin
se decidió a entrar en acción con la ayuda de una horquilla.
No era la primera vez que había apelado a este antiguo sistema de manipulación.
Al cabo de unos segundos saltó el pestillo del cajón central que, automáticamente,
descorría asimismo el de todos los laterales.
Papeles de música, en su mayoría de marchas y cantos folklóricos, cubrían una
manoseada copia del clásico Mon Homme francés, cantado en el país hacia unos años,
y con gran éxito por cierto, por la celebrada Fanny Brice.
Los cajones superiores de ambos lados dejaron al descubierto una polvera con el
espejo roto, dos paquetitos de pastillas de menta, un frasco grande, casi vacío, cuya
etiqueta decía: «Aspirina», otro, completamente vacío, de «Sales de Bromo» y un
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sobre que contenía dos abonos de temporada para los pasados conciertos en el
Lewisohn Stadium, ambos con muestras de haber sido repetidamente usados.
La señorita Withers contempló pensativa los frascos de aspirina y bromo. ¿Qué
tendría Anise Halloran que ver con todos aquellos potingues? ¿Sus dolores de cabeza
quizá? De todos modos, éstos no volverían de nuevo a inquietarla. El recuerdo de
aquel cuerpo exánime que poco ha viera en el guardarropa la hizo estremecerse.
¿Dónde estaría ahora? ¿En qué oculto rincón lo habría escondido el asesino?
La primera sorpresa real la recibió la señorita Withers al abrir el segundo cajón de
la derecha y encontrar en él una abultada botella con la marca de «Dewar’s Dew of
Kirkintilloch».
La etiqueta estaba un tanto descolorida, y el contenido, para un olfato inexperto
como el de la señorita Withers, le hizo pensar al instante en que se trataría de alguna
de las marcas de «whisky» escocés.
Devolvió la botella a su sitio después de cubrirla cuidadosamente con los mismos
papeles de periódico en que la halló envuelta. También encontró una caja de vasos de
papel iguales a los que, en cajas de metal, se colocaban al lado de los depósitos de
agua destinados para uso de los escolares.
La señorita Withers frunció el entrecejo. No lograba asociar aquellos objetos con
el concepto que ella tenía formado de Anise Halloran. Antes bien hubiese creído que
se trataba de un vicio secreto del director Macfarland.
Y no viendo nada más de interés, la señorita Withers volvió a cerrar los cajones y
se dispuso a salir.
Unos pasos cautelosos que sonaban en el corredor le hicieron pensar en la
posibilidad de que el asesino anduviera aún al acecho por las desiertas salas y pasillos
del edificio, y desistió de su intento. Apagó rápidamente la luz y esperó con el
paraguas en ristre dispuesta a hacerlo entrar en acción.
La puerta se abrió lentamente dejando ver los confusos contornos de la figura de
un hombre. Adelantó con firmeza la improvisada arma y aplicó la punta con fuerza
sobre la espalda del intruso.
—¡Arriba las manos! —dijo con voz silbante—. ¡Y como haga un solo
movimiento, le meto seis balas en el corazón!
Al tiempo que hablaba, hizo funcionar de nuevo el interruptor. El sargento Taylor,
con las manos en alto, se volvió para mirar al autor de orden tan tajante.
—¡Oh! —exclamó ella con gesto contrariado—. ¡Resulta que es usted!
La cara del sargento, por el contrario, dio muestras de profundo alivio.
—Y, gracias sean dadas a Dios —contestó con un suspiro—. Resulta también, que
es usted. Pero, ¿qué hacía aquí tan sola y a oscuras? Yo esperaba que nos habría
seguido…
—Dejemos eso por ahora —interrumpió ella—. ¿Encontró usted algo en esa fosa?
El sargento Taylor movió negativamente la cabeza.
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—No era todavía lo suficientemente profunda —reconoció—. Aunque no estaba
mal como principio. Seis pies de larga, dos de ancha y unos tres de profunda, cavada
en la tierra blanda que hay bajo los pilares de la parte sin edificar del sótano. Allí no
hay maderamen, como usted sabe.
La señorita Withers asintió pensativamente.
—¿Algo más? —preguntó.
—Nada digno de mención. Ni tampoco rastros del conserje. Mis agentes vinieron
con un cajón medio lleno de zapatos usados de señora y que encontraron escondido
en un armario ropero del cuarto que hay bajo la escalera y que supongo es del
conserje. ¿Verdad que es un poco raro que un hombre se dedique a coleccionar esas
cosas?
La señorita Withers se paseaba inquietamente de un lado para otro.
—¡No puedo creer en semejante tontería! —protestó—. ¡Si al menos Oscar Piper
estuviese aquí! Casi siempre se equivocaba, pero tenía tal seguridad en lo que hacía,
que casi daba la sensación de que estaba en lo cierto. Estoy segura de que él habría
encontrado una explicación a todo lo que ocurre. Hace una hora vi aquí muerta a una
mujer. Ahora encontramos un hoyo cavado en la tierra, pero el cadáver ha
desaparecido.
—Venga abajo y eche un vistazo a la fosa —propuso Taylor—. Estaré más
tranquilo si se queda a nuestro lado hasta que encontremos el agujero donde se oculta
esa culebra.
—Entonces vale más que sea usted quien no se separe de mí —dijo Hildegarde
Withers—, puesto que estoy a punto de registrar, pase lo que pase, la última
habitación que me queda por ver.
Le condujo a la puerta que había más cerca de la escalera y que estaba señalada
con el doble rótulo y entraron en una habitación larga, de paredes desnudas,
parcialmente ocupada por hileras de caballetes y atestada de herramientas de todas
clases.
—El señor Stevenson, subdirector, enseña trabajos de taller y ciencias en esta
clase —explicó—. Esa otra puerta conduce a su despacho particular.
Taylor asintió con un gesto. Se dirigió a uno de los caballetes y recogió un
reluciente escoplo que había sobre él.
—¿No cree usted que el inspector haya podido ser golpeado con un objeto
parecido a este? —inquirió.
La señorita Withers titubeó durante un par de segundos.
—Es posible —respondió—. No estaría de más que McTeague hiciera un
recuento de todas esas herramientas para ver si falta alguna.
Taylor volvió a asentir.
—Me parece muy bien, señorita —dijo—. ¿Quiere usted que lo haga ahora
mismo? Le he ordenado que monte guardia en la escalera y en el vestíbulo de arriba
hasta que termine de…
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—No importa —decidió la señorita Withers—. Puede hacerlo más tarde. No
quiero que meta aquí las narices hasta que veamos todo cuanto es preciso ver.
El extremo de la habitación, utilizado para las clases de ciencia experimental,
tenía sólo una doble hilera de sillas de cara a una larga mesa que había junto a la
pared en que estaban las ventanas y que estaba llena de plantas de diversas clases,
peceras, cajas conteniendo ranas y tortugas, y un cofre en el que había
exclusivamente paja empapada en agua.
—Está usted precisamente en el escenario de una reciente tragedia —hizo
observar la señorita Withers deteniéndose frente al cofre—. Amos y Andy, dos
conejillos de Indias, solían vivir aquí y eran los niños mimados de la escuela. Creo
que fueron comprados para fines de disección, pero los chiquillos les tomaron tanto
cariño que el señor Stevenson se vio obligado a renunciar a sus experimentos. Hace
unos días, y por la razón que fuere, murieron ambos. Es decir, murió uno, Amos. El
otro enfermó y hubo que matarlo para que no continuase sufriendo.
Taylor olfateó un misterio.
—¡Oiga! —dijo—. ¿No entra en lo posible el que fueran envenenados?
—No, no creo. En fin, no lo sé en realidad. Los dos estaban gorditos y en perfecto
estado de salud, al parecer. De pronto comenzaron a ponerse mustios y flacos hasta el
punto de no poder sostenerse sobre las patas. ¿Insuficiencia en la dieta? ¿Falta de sol?
No recuerdo, pero creo que el señor Stevenson dijo algo de ello a sus alumnos.
Pasemos ahora al despacho.
El sargento la siguió sin gran entusiasmo.
—Escuche —objetó—. ¿Qué es lo que hacemos aquí? ¿Buscar pruebas o buscar
al criminal?
—Las dos cosas —contestó la señorita Withers.
Con gran habilidad y presteza registró los cajones de la gran mesa de roble que se
alzaba en el centro de la habitación. Allí no encontró sino papeles, folletos y objetos
para usos pedagógicos. Todo en su correspondiente lugar.
—Bien por Stevenson —comentó—. No sabía yo que fuese tan ordenado.
Sobre la mesa no había más que un gran secante verde, una estilográfica montada
en malaquita y, junto a un pesado tintero de cristal, un encendedor ordinario de hierro
niquelado.
—No sé con qué objeto tendría esto aquí —dijo la maestra al sargento—. En la
escuela no se permite fumar durante las horas de clase. Sería un pernicioso ejemplo
para los adolescentes.
Taylor se encogió de hombros.
—Quizá el Subdirector le diera por fumar solo fuera de las horas reglamentarias
—comentó sacando un cigarrillo de un arrugado paquete y ofreciendo otro a la
señorita Withers.
—¿Usted no fuma? —añadió.
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—¿Yo? ¿Por quién me ha tomado usted? ¿Ponerme en la boca una de esas
porquerías?
Taylor dibujó una sonrisa y comenzó a recitar el texto de un anuncio, muy
conocido por cierto.
—«Da la circunstancia de que yo no fumo, pero algunos de mis amigos que han
debutado en este vicio me aseguran que los “Luckies” son cigarrillos asoleados, no
tostados…».
Cogió displicentemente el encendedor y oprimió la palanquilla sin resultado
apreciable. Intentó de nuevo, y de nuevo…
—Esto es lo bueno que tienen estos aparatos —dijo con sorna—. Nunca
funcionan cuando uno los necesita.
Lo devolvió a su lugar y encendió el cigarrillo con un fósforo que extrajo de uno
de los insondables bolsillos de su americana.
La señorita Withers se puso a inspeccionar un estante lleno de frascos de varios
tamaños que había junto a la ventana.
—Todo esto no parece tener gran relación con nuestro objetivo —dijo—. Aquí
hay una latita del fluido ese que al parecer usan en los encendedores, y está casi
vacía. Supongo que se olvidaría de rellenarlo y por eso…
Cortó en seco la explicación al llegar a sus oídos una especie de metálico
estampido que turbó el silencio que reinaba en el edificio.
—¿Qué es eso? —exclamó.
El sargento, repuesto rápidamente del primer efecto que le produjo la súbita
detonación respondió:
—Nada. Supongo que el ruido de algún radiador.
—¡Ah! —añadió pensativamente la señorita Withers—. ¿Un radiador? Pero…
Se dirigió al que había en la habitación pero al pasar frente a un pequeño lavabo
oculto tras una mampara se detuvo. Era utilizado, indudablemente, para la limpieza
de instrumentos científicos, y el vertedero estaba lleno de retortas, probetas, vasos
graduados y copas.
Su ojo de lince debió captar algo que consideró de interés. Levantó una de las
copas.
Era del tipo de las que venden en cualquier almacén de baratijas y usadas a veces
por los, en otros conceptos considerados como impecables ciudadanos de esta gran
nación, para hacer sus habituales libaciones.
Pero esta copa difería de las otras en un detalle. En que estaba habitada. Una gran
hormiga encarnada yacía sin vida en el fondo de la misma. ¿Habría llegado hasta allí
procedente del jardín, pensó la señorita Withers, sólo para morir de agotamiento en el
resbaladizo interior de aquel objeto de cristal y con sólo una pequeña gota de líquido
a su alcance?
Se acercó la copa a las narices, pero se le cayó de las manos estrellándose contra
el suelo al ser violado el silencio de la noche por el horrible y estridente crescendo de
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una sirena que de pronto sonó por todos los vestíbulos del edificio.
—¡Vamos corriendo! —exclamó el sargento—. ¡Eso es sin duda que han
encontrado al asesino… o el cadáver!
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Capítulo IV
La señorita Withers extendió una mano y
detuvo al sargento
(15-11-32 – 6.15 de la tarde)
— E
edificio?
spere —le dijo—. Esa es la señal de incendio de la escuela.
—¿Qué? ¿Quiere usted decir, como remate, que está ardiendo el
El sargento hubo de levantar la voz para hacerse oír entre aquel estrépito.
La señorita Withers movió negativamente la cabeza.
—Dudo mucho que haya fuego —respondió chillando a su vez—. Pero me figuro
qué es lo que ha ocurrido. Sígame.
Se dirigió rápidamente a lo largo del pasillo con las palmas de las manos
fuertemente oprimidas contra las orejas.
—No entiendo lo que quiere usted decir —aulló el sargento.
—Ahora se lo explicaré.
Habían llegado al extremo del corredor donde una ventana se abría junto a la
estrecha puerta que conducía al canalizo de escape.
La señorita Withers alzó la cortina.
—¿Recuerda que yo les dije que dudaba que el asesino pudiera escaparse por este
artefacto? No parecía usted muy satisfecho de mis razones.
—Le diré…
—Ni por lo visto tampoco McTeague que, con toda seguridad, es quien ha abierto
la puerta de escape y se ha lanzado por el canalete, o tobogán, o… como quiera usted
llamarle. Me olvidé decirle que cuando suena la sirena se abre automáticamente esa
puerta. Y viceversa, si alguien fuerza una de esas puertas, suena la alarma.
El sargento dio un profundo suspiro de alivio.
—Por unos momentos me tuvo usted verdaderamente preocupado, señorita —dijo
—. ¿De modo que todo esto ha sido obra de ese zoquete de McTeague? ¡Siempre ha
de ser el mismo!
La señorita Withers trató de penetrar con la mirada en la oscuridad que envolvía
el campo de recreo.
—Llámele usted y dígale que vuelva aquí —aconsejó—. No hay conexión alguna
entre ese patio y el edificio. Tendrá que ir hacia el norte, saltar la verja y luego dar la
vuelta y entrar por la puerta principal. El patio está rodeado por una alambrada de
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quince pies de altura para evitar que los niños salgan a la calle y corran el peligro de
ser atropellados por algún auto.
La sirena había dejado ya de emitir su quejumbroso alarido y el sargento llamó
asomándose a la ventana:
—¡McTeague! ¡McTeague!
No recibiendo respuesta alguna se volvió hacia la señorita Withers.
—¡A ver si se ha roto la cabeza contra una piedra al tirarse por eso que usted
llama «tobogán»!
—¡Tontería! —replicó la señorita Withers—. Los chiquillos se deslizan por él
todas las semanas y jamás ha ocurrido el más mínimo accidente. Espere… ¿no es
aquel que va por allí?
Con el dedo señalaba a una confusa figura que, en la obscuridad, bordeaba la
torre en que estaba enclavado el canalete de escape y se encaminaba en dirección
norte.
—¡McTeague! —gritó de nuevo el sargento.
Después comentó mirando a la señorita Withers:
—Parece que conoce bien el camino. ¡Eh, McTeague!
Hubo un fuerte rumor de pasos a sus espaldas y al volverse la maestra quedó
sorprendida al ver ante sí la voluminosa estampa del irlandés. De McTeague.
—Aquí estoy —dijo éste—. ¿Quién me necesita?
La señorita Withers y el sargento se asomaron de nuevo a la ventana. La borrosa
figura había desaparecido. Después se miraron uno a otro en silencio.
—Oiga, McTeague —se revolvió furiosa la maestra—. ¿No le dijo el sargento que
vigilara la escalera y este pasillo? ¿Dónde estaba usted? Por su culpa un hombre
acaba de escaparse ante nuestras propias narices.
—Es que… oí un ruido sospechoso, señora —tartamudeó—. Una especie de
estallido…
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—Pues… —McTeague se quitó la gorra de uniforme y se rascó la cabeza—. Pues
no lo sé exactamente. Quiero decir, que sonó por varias partes. Creo que en los
radiadores. Algo así como el golpe que produce el vapor de las tuberías…
—¿Vapor? También nosotros lo hemos oído, ¿verdad, Taylor?
La señorita Withers miró rápidamente a su alrededor. Allí había un radiador
grande, de los de tipo plano, pegado al techo.
—¿Quiere alguno de ustedes ver el modo de subirse hasta ahí y tocarlo?
Con ayuda de mesas y sillas se encaramó McTeague y extendió una mano grande
y coloradota poniéndola en contacto con el metal. La retiró al instante acompañando
el gesto con una expresión de uso poco corriente en círculos de la buena sociedad.
—Discúlpeme, señora —añadió—. Eso está que arde.
La señorita Withers movió la cabeza pausada y pesarosamente. La excitación
producida por la búsqueda parecía habérsele borrado de las facciones.
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—A ninguno se nos ocurrió pensar —dijo—, lo impropio que resultaba para una
escuela el tener las calderas funcionando a estas horas del día. Supongo que esos
estúpidos que tiene usted en el sótano se habrán creído que el conserje vino aquí con
el exclusivo objeto de encender la calefacción para que ellos pasaran una noche
agradable.
El sargento parecía intrigado.
—¿Ha dicho usted el conserje? —preguntó frunciendo el entrecejo—. ¡Hombre!
Me gustaría tener unas palabras con él. Por lo visto, Allen y Burns no hacen grandes
progresos en sus pesquisas.
—Mejor será que baje usted al sótano —sugirió la señorita Withers—, y diga a
esos agentes que se ocupen sólo de encontrar al conserje. Ya sé dónde está el cuerpo
de Anise Halloran.
La boca de Taylor se abrió al mismo tiempo que la de McTeague.
—¿Que usted sabe qué… dónde?
La señorita Withers se lo dijo.
—¡Gran Dios! ¡Corramos, McTeague! ¿Viene usted, señorita Withers?
La maestra movió negativamente la cabeza.
—Por nada del mundo bajaría yo ahora allí —respondió.
—Pero, señora, con todo lo que aquí ocurre me sentiría más tranquilo teniéndola a
mi lado…
—No se preocupe por mí —respondió Hildegarde Withers con calma—. El
peligro ha pasado. El criminal se encuentra en estos momentos lejos de aquí. Él o
ella, que para el caso es lo mismo, conocía bien, por lo visto, la topografía de la
escuela… aún estando a obscuras.
La cara del sargento pareció iluminarse de pronto.
—Entonces, todo lo que tenemos que hacer para resolver este misterio es
interrogar a cuantos conozcan bien los vericuetos de este edificio.
—Sencillo, ¿verdad? —dijo la señorita Withers mientras caminaban a lo largo del
corredor—. De este modo conseguirá usted reducir el número de sospechosos a unos
treinta o cuarenta mil. ¿No comprende que Nueva York está lleno de hombres y
mujeres que han pasado una gran parte de su niñez correteando por las aulas y patios
de la escuela Jefferson?
Llegaron a la escalera y la señorita Withers se detuvo frente a la puerta del
despacho del Director.
—Yo me quedo aquí —informó al sargento—. Quiero hacer una llamada
telefónica.
Taylor descendió al sótano y encontró a Allen y a Burns discutiendo
acaloradamente.
Ambos estaban en pie junto a una tosca fosa abierta en uno de los rincones del
largo basamento. Reinaba una profunda obscuridad en el espacio ocupado por
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aquellos macizos arcos de piedra que servían de sostén a los pisos superiores y cuyo
trabajo jamás llegó a completarse.
—Te digo que este agujero lo han abierto a lo sumo esta misma tarde —insistía
Burns—. Mira las marcas que ha dejado la pala. Mira la tierra. Todavía está húmeda.
Además, que yo entiendo algo de esto. He sido labrador, he caminado muchas millas
detrás del arado, y sé que la tierra es negra cuando se acaba de cavar, pero luego se
vuelve gris al secarse.
—Bien, dejad esa discusión, muchachos —les dijo el sargento—. Tenemos otra
faena que hacer. ¿Dónde están la caldera y el horno que hay aquí?
Allen señaló con el pulgar en dirección a su espalda.
—En aquel rincón —contestó—. ¿Por qué? ¿Hay alguna novedad?
—Y grande —afirmó Taylor—. Vamos a echar un vistazo al calentador.
Retrocedieron a lo largo de los pasadizos, pasaron frente a las abiertas bocas de
unas carboneras, luego por un suelo entablerado y al fin llegaron al lugar en que se
alzaba una rechoncha y negra hornaza.
—No sé que es lo que vinimos a hacer aquí —protestó Allen—. El doctor Levin
está fuera y desea marcharse. Dice que todo ha sido una falsa alarma y no quiere
que…
Se detuvo al ver la expresión que había en la cara del sargento Taylor.
—¿Pa… pasa algo? —preguntó.
—Mucho. ¿No decís que habéis registrado el sótano? ¿Qué habéis encontrado?
¡Nada, claro! Veo que ni siquiera seríais capaces de encontrar Times Square aún
saliendo del Paramount.
Cogió cautelosamente la manecilla del portón y tiró de ella.
El horrible hedor que les azotó los rostros les hizo echarse hacia atrás. McTeague
se santiguó y musitó en voz baja una oración.
El pequeño grupo de policías se quedó un instante contemplando horrorizado el
contenido de aquel pequeño infierno de humo y fuego. La vida de los policías
metropolitanos no era como para hacer dengues ante un accidente o crimen, por
impresionante que fuera, y aquellos cuatro endurecidos agentes estaban
acostumbrados a mirar a la muerte cara a cara.
Pero jamás habían presenciado hasta entonces un espectáculo como el que ante
sus ojos se ofreció. Dentro del horno, los grotescos y descarnados restos de lo que sin
duda había sido un ser humano, parecían sonreírles a través de un amarillento
remolino de humo y fuego.
Habían encontrado, al fin, el cuerpo de Anise Halloran.
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Capítulo V
Notas musicales
(15-11-32 – 6.30 de la tarde)
—¿ E l inspector Piper? —dijo con gran dulzura una voz al otro extremo del
teléfono—. Ah, sí, el Inspector Piper. Está durmiendo.
—Ah, conque está durmiendo, ¿eh? Escuche, jovencita. Ese estribillo de «está
durmiendo» quizá le dé buenos resultados con la mayor parte de las llamadas, pero no
esta vez. Quiero que suelte usted esa revista que sin duda tiene en la mano, que se
quite esa goma de mascar que tiene en la boca, y vaya inmediatamente a enterarse de
como está el inspector, ¿me entiende?
La señorita Withers empezaba a perder rápidamente la calma.
—Pero, señora…
—¡Nada de peros! ¿O prefiere acaso que me presente en el hospital, la ponga
sobre mis rodillas y le dé una buena ración de azotes?
Se oyó una exclamación sofocada, seguida de un largo silencio. Después se
volvió a oír la voz, con la misma dulzura de antes.
—El inspector Piper está en este momento en la sala de operaciones. Dicen que
tiene una fractura conminuta del cráneo acompañada de fuerte conmoción, pero que
su estado es satisfactorio dentro de la natural gravedad. Como es lógico, sigue
inconsciente, y dice el doctor que es posible que continúe así uno o dos días más.
¿Desea saber algo más, señora?
La voz de la señorita Withers tornó a humanizarse.
—Nada más, querida —contestó—. Gracias, y buenas noches.
Tras varios inútiles intentos, consiguió devolver el receptor a su gancho. Se
levantó preocupada.
En el vestíbulo se oía la aguda e histérica voz del detective Allen hablando al
parecer con alguno de los fotógrafos de la policía.
—… y aunque no lo crean —decía—, hemos tenido necesidad de usar tres
extintores para poder sacar el cuerpo del horno. Es decir, lo que quedaba del
cuerpo…
Pasaron de largo en dirección a la escalera del sótano y la señorita Withers se
encasquetó el sombrero hasta las orejas. Era uno de sus tradicionales gestos de
desafío, algo así como el acto de enarbolar el gallardete de guerra sobre el tope de un
mástil.
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Estaba resuelta a no acercarse al sótano mientras continuaran allí los restos de
Anise Halloran. Tenía ya bastante con las emociones experimentadas hasta aquel
momento. Además, quedaban aún por registrar las aulas del segundo piso. Tarde o
temprano la policía se encargaría de hacerlo, pero la señorita Withers era partidaria de
batir el hierro en caliente. El inspector había dicho siempre que más provecho se
podía sacar de las veinticuatro horas que siguen a la comisión del crimen que de todo
el resto del tiempo. Y aquí estaba ella, a quien se diera la oportunidad de ser casi una
testigo esencial del crimen, y sin un dato siquiera que pudiese servir para arrojar un
rayo de luz sobre aquel misterio.
Se dirigió de nuevo a las escaleras, pero antes de llegar a ellas se detuvo a pensar.
Si era ya poco el respeto que hasta entonces sintiera por la inteligencia de la policía,
desde que el inspector yacía sobre la mesa de operaciones en una sala de urgencia del
hospital de Bellevue tal respeto había quedado reducido a la nada.
—Tengo que secar la paja mientras brilla el sol —se dijo a sí misma.
Obrando bajo la acción del impulso se dirigió al despacho del director.
Posiblemente allí encontrara alguna relación de las direcciones y números de teléfono
del profesorado de la escuela Jefferson… Miró en la mesa del señor Macfarland.
Nada.
Salió a la pequeña salita adjunta y se inclinó sobre la mesita de escribir de Janey
Davis, la mecanógrafa.
Abrió el primer cajón de la derecha… y sólo encontró objetos de escritorio, una o
dos cartas antiguas y un paquete de pastillas de limón. El segundo dejó ver un
pequeño archivador de cartón encarnado. Lo que ella buscaba.
Pero Hildegarde Withers no se fijó precisamente en el archivador, sino en algo
brillante que había detrás de él, envuelto en un pañuelo de seda oro y azul. Era una
pistola automática. La sacó tomando toda suerte de precauciones. El inspector le
había enseñado en cierta ocasión su manejo. Se caló los lentes y la observó
detenidamente.
—Sí, primero esto, después esto…
Con un ruido seco, se deslizó el cargador. Estaba totalmente lleno, pero la
señorita Withers frunció perpleja el entrecejo. ¡Los cartuchos que había en él, excepto
uno, así como el que ocupaba la recámara, carecían de bala!
La limpieza del cañón y la ausencia del olor a pólvora eran indicios claros de no
haber sido disparada, al menos recientemente.
—Si la dejo aquí —pensó—, sólo servirá para poner a la pobre Janey Davis en un
grave aprieto. Además, quizá la necesite yo antes que pase la noche.
Obrando en consecuencia, devolvió el cargador a su sitio y se guardó la pistola.
Después sacó el archivador y recorrió rápidamente las tarjetas de color que en él
había.
Abría la lista el bedel Anderson, con domicilio en una apartada vivienda en East
Fourteenth. Natalie Pearson aparecía como residente en Martha Washington. El señor
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Macfarland, con un número en Central Park West, y el subdirector, el señor Dominic
Stevenson, como vecino del tranquilo sector de La Villa.
Por fin le llegó el turno a la tarjeta que motivara su pesquisa. «Anise Halloran,
teléfono Morningside 2-2333, apartamento 3C, 441. Calle Setenta y Cuatro».
La señorita Withers añadió estas notas a las que ya tenía y continuó buscando.
Con gran sorpresa suya no logró el más insignificante informe con referencia a
Janey Davis. No era posible que… De pronto se acordó de la carta que viera en el
cajón de la mesa en que estaba la máquina de escribir. Quizá allí…
En efecto. La carta era del Metropolitan Gas & Coke Company, felicitándola por
su decisión de convertirse en cliente de la compañía.
Estaba dirigida a la Señorita Janey Davis, apartamento 3C, 441, calle Setenta y
Cuatro y fechada dos semanas antes.
Acababa de copiar todo aquello cuando de pronto se dio cuenta de que las señas
coincidían con las qué, sólo un momento antes, tomara del archivo.
¡De modo que Janey Davis era, o lo había sido hasta entonces, compañera de
cuarto de Anise Halloran!
La señorita Withers devolvió cuidadosamente el archivador a su sitio, cerró los
cajones de la mesa, y ni salir hubo de retirarse y dejar paso a una camilla conducida
por dos corpulentos mozos del depósito de cadáveres. El sargento Taylor les seguía
de cerca acompañado por un hombrecito delgado, de faz amarillenta y vestido de
azul.
—Hola —saludó el sargento—. Supongo que conoce usted al doctor Levin,
¿verdad?
La señorita Withers respondió que tenía ese placer.
—¿Y qué es lo que ha encontrado, doctor? —preguntó.
El ayudante del forense se encogió de hombros.
—¿Qué quiere usted que encontrara? —contestó—. Ni aún una detenida autopsia
serviría para extraer un informe valioso de un cuerpo que ha estado ardiendo
tranquilamente durante más de media hora. La muerte parece haber sobrevenido de
resultas de un fuerte golpe en la frente con un instrumento cortante. Pero esto no es
oficial. Venga a verme mañana.
Con la negra carpeta bajo el brazo, el doctor Levin prosiguió su camino en
dirección a la puerta.
—El cuerpo estaba, en efecto, donde usted había dicho —admitió el sargento a la
señorita Withers—. Lo que no comprendo es como a mis muchachos no se les ocurrió
mirar en el horno.
—Quizá ni se enteraran siquiera de que éste estuviese en el sótano. ¡Valiente
colección de inútiles! ¿Dónde están ahora?
—No andarán muy lejos. Allen y Burns registraron las aulas del segundo piso.
—Supongo que habrán tenido también sus dificultades para distinguir entre un
primero y un segundo piso —hizo observar sarcásticamente la señorita Withers—.
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¿Han encontrado algo hasta este momento?
El sargento se enderezó hasta mostrar en toda su extensión los cinco pies y seis
pulgadas que tenía de estatura.
—¡Naturalmente que han encontrado! —respondió—. Y algo que acaso tenga
relación con el crimen. ¡Un frasco de veronal en uno de los cajones de la mesa del
aula 2E!
—¿Y qué tiene eso de particular? ¿O es que le está vedado a la señorita Alice
Rennel el calmarse los nervios con el uso de esa droga? Si yo tuviese que bregar con
los alumnos que ella tiene, probablemente haría lo mismo.
—¿Ah, sí? —dijo el sargento—. Pero el veronal es casi un estupefaciente. Y si
no, trate usted de pedir una receta y verá los remilgos que hace un doctor antes de
concedérsela.
Mientras hablaba se sacó un frasco grande y redondo de uno de los bolsillos.
—Por lo que pone en la etiqueta —añadió—, esto fue comprado en Jersey.
La señorita Withers examinó detenidamente el frasco.
—Lo que sí se ve a las claras es que está lleno hasta el tope y que nadie ha usado
ni una sola pastilla de su contenido. Supongo que no pensará usted que Anise
Halloran muriese envenenada.
—Aun no he tenido de empezar a pensar cosas —anunció el sargento.
—Pues avíseme cuando se decida a hacerlo —replicó la señorita Withers.
A continuación cambió de tono y dijo:
—¿Algún rastro del instrumento con el que se cometió el crimen?
Taylor movió negativamente la cabeza.
—No —contestó—. A menos que el criminal usara la pala no sólo para cavar la
fosa, sino también para matar Vamos a llevársela al analista para ver si hay en ella
huellas digitales de alguna clase. ¡Eh, Mulholland! —gritó volviéndose—. ¡Traiga
esa pala un momento!
Un hombre de cabello pajizo y uniforme azul, nuevo e impecablemente cortado,
se destacó en el fondo del pasillo. Sobre uno de sus hombros, y en forma militar,
llevaba la herramienta en cuestión.
—Eso es una laya de jardinero y no una pala informó la señorita Withers al
sargento.
Observó detenidamente el apero. No había realmente en él señal alguna digna de
ser tenida en cuenta.
—Lléveselo —añadió—. Hay algo terrible en ese objeto que no se hallaría en un
puñal tinto en sangre o en una humeante pistola. Una inocente herramienta de
jardinero, utilizada para un fin tan siniestro como el de… Me parece que me vuelvo a
casa —anunció.
—Ojalá pudiera hacer yo lo mismo —dijo el sargento—. No sé si, oficialmente,
se me asignará para hacerme cargo del caso, pero voy a obrar como si ocupara el
puesto del inspector. Por esta noche creo que hemos trabajado bastante. Pondré un
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agente de guardia frente a la puerta del guardarropa y otro en la puerta principal. Tan
pronto como Allen y Burns terminen el registro de este piso me los llevaré conmigo y
empezaremos a aplicar unas pequeñas dosis del «tercer grado».
—¿Ah, sí? ¿De modo que piensan ustedes interrogar a alguien? —inquirió la
señorita Withers quedándose súbitamente rígida.
—Claro que sí. Voy a averiguar dónde vivía la interfecta, quienes eran sus amigos
y amigas y malo será que de ahí no nos salga una pista. Además, lo probable es que
tuviese alguna compañera de cuarto y, si es así, con un buen par de bofetadas le
ayudaremos a que se aclare la garganta y nos cante como un canario flauta.
Por lo visto el sargento era partidario de la vieja escuela de investigación.
La señorita Withers quedó pensativa, pero no tardó en ser interrumpida su
meditación por las roncas voces de los dos detectives de la Comisaría que salieron del
aula 1A situada al otro extremo del pasillo y se acercaban hablando excitadamente.
—¿A que no sabe usted lo que hemos encontrado en el despacho de la interfecta,
sargento? —dijo Burns—. Es ese que está al otro lado del pasillo.
La señorita Withers enarcó las cejas.
—¿Y qué es lo que le hace suponer que ese fuese el despacho de la señorita
Halloran? —preguntó—. Por de pronto le digo que está usted equivocado.
—¿De veras? —replicó burlonamente Burns—. ¿No es verdad que esa señorita
era la maestra de música de la escuela? Pues bien, ahí, en ese cuarto, hay una serie de
cosas musicales escritas en la pizarra.
—La clase de la que acaban ustedes de salir pertenece a la señorita Cohen, del
segundo grado —insistió Hildegarde Withers.
—Entonces, ¿que hacen ahí esas notas musicales?
—No se alboroten y dejen que yo les explique. La señorita Halloran tenía su
pequeño despacho en el tercer piso, pero la mayor parte del trabajo lo hacía en
diferentes aulas de la escuela. Mañana, por ejemplo, le correspondía…, sí, sí,
exactamente, a los del segundo grado. Sin duda querría ganar tiempo y dedicó esta
tarde a poner en el encerado las escalas y demás cosas pertinentes a la lección.
—Vamos a ver ese cuarto —decidió el sargento.
En los dominios de Vera Cohen todo parecía estar en perfecto orden. La mirada
perspicaz de la señorita Withers pronto se hizo cargo de todo cuanto había escrito en
la pizarra.
Fue allí, entonces, donde Anise Halloran permaneció, después de haber salido los
demás, para preparar los temas del siguiente día. Era allí donde había inhalado las
últimas bocanadas del aire saturado de tiza de la escuela Jefferson, y era de esta fría y
desnuda habitación de donde había salido, sólo unas horas antes, para dirigirse al
guardarropa envuelta ya en ominosas sombras.
¿Habría tenido acaso la muchacha la secreta intuición de que algo malo estaba a
punto de ocurrirle? La señorita Withers observó pensativa la forma sinuosa e irregular
de los espacios del pentagrama, así como una cierta erraticidad en el modo de escribir
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las notas, cosas ambas nunca vistas con anterioridad, ya que la pulcritud y el esmero
habían sido siempre las características más salientes en el trabajo de Anise Halloran.
Y esto era particularmente visible en la última línea musical que había sobre el
tablero, bajo las escalas y ejecución del conocido rondel, «¿Estás dormido —estás
dormido— hermano John?». Las frases en cuestión parecían haber sido añadidas
atropelladamente, como si Anise Halloran hubiese tenido empeño en acudir presurosa
a una cita… con la muerte.
Esta pequeña tonadilla, por lo visto inacabada, habría parecido por demás simple,
aún para los atrasados pequeñuelos de la señorita Cohen. De todos modos, la señorita
Withers tuvo la precaución de copiarla en un cuaderno que llevaba consigo.
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entrar o salir, lo arrestan. Serán relevados mañana por la mañana, no sé a qué hora.
Se volvió hacia la señorita Withers con aire majestuoso, como si en aquel
momento sintiera caer sobre sus hombros el simbólico manto de la Ley.
—Oiga —inquirió—, ¿sabe usted dónde puedo encontrar la dirección de esa
muchacha que han matado?
—Espere aquí un momento —respondió la señorita Withers con autoridad.
Desapareció rápidamente por la puerta que conducía al despacho del director,
sacó el archivador de la mesa de Janey Davis y tomando una pluma la mojó en un
cercano tintero y modificó el «1» que había en la dirección de Anise Halloran
convirtiéndolo en un 7. Ahora la tarjeta decía así: «apartamento 3C, 447, calle
Sesenta y Cuatro».
—Esto me dará al menos media hora de ventaja sobre el sargento —pensó.
Salió al pasillo e hizo entrega de la cartulina.
—A propósito, sargento —sugirió tratando de encontrar el modo de demorar la
puesta en marcha del detective—. ¿Está usted seguro de que ha encontrado todo
cuanto tenía que encontrar en el sótano? Tengo la idea de que el arma que usó el
asesino para la comisión del crimen sigue aún allí y que su pala, como usted dice, no
tiene significación alguna en este asunto. ¿No sería mejor que bajara de nuevo a echar
un vistazo?
El sargento se irguió todo cuanto buenamente pudo.
—Escuche, señora —replicó—. Ya sé que he incurrido en varios errores, como el
del hallazgo del cuerpo, pongo por caso. Pero no se alborote. Hay una cosa que mis
muchachos saben hacer a la perfección, es un registro. Han recorrido el lugar pulgada
por pulgada provistos de un filtro y de un peine, y a menos que el cuerpo del delito
no fuera lo suficientemente pequeño para ser llevado por alguna de esas hormigas
encarnadas a las que es usted tan aficionada, y escondido en un agujero, podría
apostarme el cuello a que ahí abajo no hay nada de lo que usted se figura. Nada,
como no sea el alma de la difunta gimiendo desconsolada alrededor del horno.
Soltó una carcajada que no fue compartida por la señorita Withers ni por
Mulholland, cuya misión era precisamente la de vigilar aquellos contornos.
—¿De modo que no me cree…? —principió a decir.
Pero risas y pregunta se le apagaron en los labios cuando de lo profundo de la
obscuridad y del silencio que reinaba en el resto del edificio, llegó a sus oídos el
sonido de una voz estridente, cascada y gangosa, que trataba en vano de entonar una
canción.
—¡Hay alguien arriba! —gritó el detective Allen.
—No, esa voz viene del patio… —gesticuló Mulholland.
—Están equivocados los dos —interpuso la señorita Withers—. Escuchen un
momento.
La voz se oyó más cerca. No era la de un fantasma, sino la de un hombre; un
hombre alegre, desprovisto, al parecer, de preocupaciones.
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La letra de la canción, o mejor dicho, las pocas palabras que el cantante lograba
coordinar, eran vulgares por demás. «Ah, conocí un soldado, un soldado con pata de
palo. Quería vino, mas nadie se lo quiso dar… nadie se lo quiso dar».
—Voy en busca de ese Caruso —dijo el sargento.
—Espere —indicó la señorita Withers—. Parece que viene en esta dirección.
Después miró socarronamente al agente de la Ley.
—¿Está usted seguro de que sus hombres registraron el sótano con la ayuda de un
filtro y de un peine?
La voz llegaba ahora con perfecta claridad. Venía de la escalerilla del sótano…
¡del sótano que sólo unos momentos antes fuera objeto de una minuciosa inspección!
—«Ah, conocí yo a un soldado…».
La voz se quebró de pronto y ante el asombrado grupo apareció la figura de un
hombre de estatura mediana, pelo de color indefinido y una cara que por el número
de arrugas que la cruzaban más parecía una patata dejada largo tiempo en un lugar
húmedo y sin luz.
Se balanceó unos instantes como espiga mecida por una suave brisa.
—¡Anderson! —susurró Hildegarde Withers, conteniendo el aliento—. ¡El
conserje Anderson!
Éste se adelantó poniendo cuidadosamente un pie frente al otro y con el cuerpo
tan rígido como el de un funámbulo al pasar el alambre.
Hizo un valiente, aunque no muy satisfactorio esfuerzo de mirar a todos a la cara
y al fin se detuvo apoyándose con ambas manos contra la pared.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con un hilo de voz—. Voy a cerrar la escuela.
La boca del sargento se abrió ligeramente. Miró en dirección a Mulholland.
—Cójale —dijo.
El corpulento policía asió a Anderson de uno de los brazos y el conserje se
desplomó con la cabeza colgando hacia un lado.
—Me… me voy a casa —farfulló—, y quiero apagar primero las luces…
Con una sonrisa de triunfo el sargento se le acercó y le sacudió rudamente.
—Oiga, amigo —quiso saber—. ¿Qué es lo que sabe usted de este asesinato?
¡Vamos, hable y no se haga el tonto!
—¿Qué es lo que ha dicho? —respondió Anderson haciendo un cómico guiño—.
¿Si sé… qué?
—Contésteme o le retuerzo el pescuezo. ¿Dónde estaba escondido? Desembuche
pronto, si no quiere que le refresque la memoria con un garrote.
—Eso no puede usted hacerlo con un hombre como yo —replicó Anderson,
recuperando un tanto el perdido equilibrio—. Soy un hombre rico. Y sería millonario
si hiciera valer mis derechos.
Unas lágrimas brotaron de pronto de aquellos ojos pitarrosos.
—Les digo que me han engañado. ¡Si, engañado! El trece es mi número de suerte.
Se lo dije a ella, pero…
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Cual un globo desinflado, el conserje se escurrió de entre las manos de
Mulholland y cayó pesadamente al suelo.
El sargento miró a la señorita Withers, sin recibir de ésta la más leve promesa de
ayuda.
—Bien, regístrenle —dijo—. Después llévenselo a la comisaría y le den un buen
masaje para ver si se le pasa esa merluza. Ahora no conseguiríamos hacerle hablar.
—¿Qué cargo hacemos contra él, sargento?
—¿Cómo que qué cargo? —respondió excitadamente el sargento—. ¿Cuál va a
ser? El de asesinato.
De pronto pareció recapacitar.
—No, no —añadió—. Más vale que procedamos sobre seguro. Pongan que por
escándalo, por resistencia a la autoridad, por aparcar frente a una boca de riego… por
lo que sea. Lo que importa en estos momentos es tenerlo bajo custodia aunque sólo
sea unas horas.
—No olvide usted que se apareció por arte de encantamiento —comentó
maliciosamente la maestra—. Cabe en lo posible que desaparezca del mismo modo.
—¿Ah, sí? Allen, póngale unas esposas. Vamos a ver si así consigue esfumarse
nuestro desmemoriado bedel.
Anderson no dio muestra alguna de poder disipativo.
Los detectives le palparon rápida y profesionalmente todos los bolsillos. De
pronto Burns lanzó un pequeño grito.
—¿Qué han encontrado? —el sargento era todo oídos—. ¿El arma homicida,
acaso? ¿O una pistola?
—No.
El detective extrajo algo del bolsillo posterior del pantalón del conserje.
—A juzgar por el bulto creí que realmente era eso que ha dicho.
Entregó a su superior un par de guantes de lona con puños azules. El sargento los
inspeccionó detenidamente. Después miró a la señorita Withers.
Al llegar el coche celular, Anderson seguía en aparente agudo estado de
alcoholismo. Hubo de ser llevado en vilo por dos de los agentes. El sargento se
acercó a la maestra.
—No creo que su presencia nos sea ya necesaria —dijo—. La cosa está ya vista.
Este estúpido se ha creído que nos íbamos a tragar lo de la borrachera.
—¿Y cómo sabe usted que no está borracho?
—Pues muy fácilmente —respondió confidencialmente Taylor—. No hemos
encontrado botella alguna, ni llena ni vacía, en el sótano, ni tampoco encima de él.
¿Con qué iba a emborracharse?
—¿Han mirado bien en el horno? No olviden que una botella se funde y se
convierte en una bola insignificante bajo la acción del calor.
Taylor movió negativamente la cabeza.
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—Hemos removido las cenizas por ver de encontrar algo relacionado con el
cuerpo de la víctima… y nada. Nuestro único hallazgo se reduce a esto.
Sacó de uno de sus bolsillos un pequeño y ennegrecido aro y se lo enseñó a la
maestra.
—Posiblemente se trata de un anillo que la muchacha llevaba en uno de los
dedos. Pero, ¿para qué preocuparnos con estos detalles? Este asunto es más claro que
la luz.
—¿Ah, sí? —respondió distraídamente la señorita Withers.
—Sí. El bedel es el autor del crimen; de eso no hay duda. Es posible que bebiera,
y mucho, pero no estaba tan borracho como pretendía hacernos ver. Después golpeó a
la muchacha en la cabeza con una pala, bajó el cadáver al sótano, y lo quemó. Quiso
enterrar los restos, pero se lo impidió la oportuna llegada del inspector. Crímenes
sexuales como éste se leen a diario en la Prensa.
El sargento envolvió cuidadosamente los guantes y se metió el paquete en uno de
los bolsillos.
—Esto es importante —anunció.
La señorita Withers quiso saber por qué.
—El asesino llevaba guantes —anunció el sargento con aire de triunfo—, para no
dejar huellas en el mango de la pala. Pero el análisis microscópico nos revelará la
presencia de pequeñas hilachas que demostrarán a las claras su procedencia.
—Muy ingenioso, sobre todo teniendo en cuenta que el conserje, como es natural,
ha venido usando esa misma pala años y años.
La señorita Withers alzó un dedo, y señalando amenazadoramente al agente,
añadió:
—Sargento, está usted cometiendo una grave equivocación.
—¿Equivocación? Ah, vamos. Lo que quiere usted decir es que no estamos
seguros de que esa pala sea la que se utilizó para cometer el crimen, ¿no es eso?
—Lo que quiero decir es que no tiene usted ningún derecho a aplicarle ese salvaje
«tercer grado» —como le llaman ustedes— a ese pobre conserje. Le advierto, pues,
que como le ocurra algo a Anderson mientras esté en su poder, removeré cielo y tierra
para hacer públicos los procedimientos que sigue la policía para obtener confesiones.
Culpable, o no culpable, ustedes no tienen derecho a martirizarle. Además…
—Además, ¿qué?
El sargento miró a su alrededor en busca de apoyo y lo encontró en la mirada
desdeñosa que sus subordinados dirigieron a la maestra.
—Además —añadió ésta con sorna— se olvidaron ustedes de fijarse bien en el
color de sus ojos.
Después dio la vuelta y se alejó con aire majestuoso.
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Capítulo VI
La señorita Withers en acción
(15-11-32 – 7.30 de la tarde)
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levantar ambos la vista se encontraron con la señorita Withers que les observaba con
alarmante seriedad.
—Buenas noches —saludó, con voz trémula, la señorita Withers.
—¿Qué ocurre? —respondió Dominic Stevenson—. ¿Algo malo?
—Bastante. ¿No sería preferible que subiéramos?
Lo hicieron así, Janey Davis al frente, después, la señorita Withers, y Stevenson
de cola, cerrando la marcha.
Entraron por la puerta del apartamento señalado con el número 3C y se
encontraron en un pequeño saloncillo cuadrado, en una de cuyas paredes podía verse
la inconfundible señal de una cama plegable empotrada en la misma. La habitación
estaba llena de libros y ceniceros dispersos por doquier, amén de un confortable sillón
en el que la señorita Withers se dejó caer pausada y cuidadosamente.
—He venido a decirles que Anise Halloran ha sido asesinada —anunció en tono
reposado—. No disponemos de mucho tiempo, pues la policía no tardará en llegar
con el correspondiente saco de preguntas. ¿No creen que sería mejor que hablasen
conmigo primero? Estoy, como saben, en muy buenas relaciones con Jefatura.
Los dos se la quedaron mirando unos instantes, mudos de asombro. Al fin Janey
Davis rompió el silencio.
—¡Asesinada… Anise! No…, no puede ser. Eso es imposible. ¿Quién ha podido
hacer una cosa así?
—No lo sé —contestó fríamente la señorita Withers—, pero creo que no
tardaremos en averiguarlo.
Dominic Stevenson encendió una cerilla no obstante el hecho de no tener
cigarrillo alguno entre los labios.
—¿Quiere usted empezar de nuevo por el principio? —preguntó con calma—.
¿Está usted segura de que Anise está muerta?
Titubeó un momento antes de subrayar la palabra. Parecía no gustarle su
significado.
—No sólo muerta —añadió la señorita Withers—, sino quemada.
A continuación les puso al corriente de todo lo sucedido.
Janey, medio histérica, se debatía entre el dolor y la incredulidad. Pero Dominic
Stevenson parecía ejercer un mejor control sobre sí mismo.
—¡Era una muchacha tan buena y tan simpática! —comentó con cariño—.
¿Cómo es posible que haya habido nadie que deseara verla muerta? Y nosotros que
esperábamos que viniera esta noche a jugar una partida de bridge de a tres…
—Un juego idiota —interpuso la señorita Withers—. Bien, como de todos modos
no podrá venir, es inútil que sigamos perdiendo el tiempo en conversaciones inútiles.
¿Se han dado cuenta de que todos los que conocían a Anise Halloran serán
considerados como sospechosos hasta tanto no se aclare este misterio? Supongo que
ustedes dos podrán probar en cualquier momento la coartada.
—¿La coartada? —respondió Janey Davis abriendo desmesuradamente los ojos.
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—Eso he dicho. Supongo, repito, que ambos podrán probar donde estaban en el
momento en que se cometió el asesinato, ¿no es así?
—Claro que puedo —dijo Stevenson—. Salí temprano esta tarde, me fui a la
biblioteca pública y permanecí en el departamento de genealogías hasta la hora en
que vine aquí y me llevé a Janey a cenar. Es cosa que acostumbro a hacer con
frecuencia, esa de mirar en el árbol genealógico de la familia. Estoy preparando un
mapa para mi madre. Es una chifladura que tenemos muchos de los del lugar de
donde yo procedo.
—¿Y de dónde es usted, si puede saberse? —quiso saber la señorita Withers.
—De Virginia —respondió el profesor de ciencias.
—Pues también los de Boston acostumbramos a dar importancia a esas
menudencias —le hizo recordar la señorita Withers—, Janey, ¿qué es lo que hizo
usted esta tarde?
La muchacha pestañeó como si acabara de caer de las nubes.
—¿Yo? —respondió—. Nada. Esperar aquí a Anise, pues quedamos en ir juntas a
unas clases de gimnasia. No compareció y salí con Domi.
—¿Quién es Domi?
—Yo —contestó Stevenson—. Es la contracción de Dominic, mi nombre de pila.
—Ah, ya.
—Desde hace algún tiempo Anise no parecía encontrarse muy bien —prosiguió
Janey Davis—. ¡Cuidado que insistí para que fuera a ver a un doctor! Y ahora…
—Ahora está encima de una losa en el depósito de cadáveres —expresó la
señorita Withers—. Nada se puede hacer ya en cuanto a eso; pero sí buscar al canalla
que la asesinó. ¿Pueden ustedes ofrecer alguna sugerencia?
—Yo no la conocía suficientemente para poder hacerla —hubo de admitir
Stevenson—. Este era su primer año en la escuela Jefferson, y el mío también. La
conocía de verla en la escuela, pero últimamente nos hicimos amigos al encontrarla
aquí en mis visitas a Janey.
La señorita Withers miró después a Janey Davis.
—No sé qué decirle —contestó Janey—. Llevábamos apenas un mes
compartiendo juntas este cuarto que, en principio, era sólo mío. Parece que Anise,
descontenta de que en la casa en que estaba no le permitiesen recibir a sus amigos,
decidió venirse a vivir conmigo. Poco puedo añadir, excepto el hecho de que procedía
del Oeste Medio, creo que de Chicago, y que era huérfana de padre y madre.
La señorita Withers estaba ocupadísima tomando notas taquigráficas.
—Y… ese «amigo», como usted le llama, y que al parecer fue el motivo de la
mudanza, ¿continuaba viniendo por aquí?
Janey titubeó.
—Es la primera vez que se me ocurre pensar en esto —respondió—. Pues… no.
En realidad, aquí no ha venido nadie, que yo sepa. Como no fuera en momentos en
que yo estuviese ausente… Anise era muy reservada. Tenía frecuentes citas, pero
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siempre fuera. Hace días que andaba… ¿cómo le diré?… preocupada… inquieta.
Hasta creo que había adelgazado.
—¿Preocupada? ¿Por qué?
—Quizá por su salud. Se quejaba de haber perdido completamente el apetito.
La señorita Withers hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Quisiera echar un vistazo a esta casa antes que vengan por aquí los narizotas de
la policía —sugirió—. ¿Quiere usted ayudarme, Janey?
—¡Claro que sí! —contestó la aludida, poniéndose en pie—. Pero he de advertirle
que en la casa no hay más habitaciones que ésta, aparte el baño, como es natural, y
otra pequeña al lado que nos sirve de cocina. Allí están su ropero y la pequeña
cómoda en que guardaba los objetos de su uso y la ropa.
—Yo, si ustedes no me necesitan, me voy —dijo Dominic Stevenson.
La señorita Withers apreció la delicadeza del maestro de ciencias. Hubiese sido
casi inmoral e irreverente el exponer ante la vista de un hombre las prendas íntimas y
personales de la difunta.
Stevenson se detuvo en la puerta.
—¿Saben —preguntó— si habrá clase mañana?
La señorita Withers tenía sus propias ideas, pero no juzgó oportuno el exponerlas.
—Yo iré mañana por la mañana a la hora de costumbre —dijo—, y creo prudente
que todos hagamos lo propio.
—Bien.
Stevenson retrocedió unos pasos, se acercó a Janey y oprimió una de sus manos.
—Siento que tengas que pasar este rato tan amargo —añadió—. Buenas noches.
La señorita Withers observó como los ojos de la muchacha seguían al joven
instructor hasta verle desaparecer por la puerta. O mucho se equivocaba, o Janey
Davis veía en aquella musculosa figura la encarnación de Sir Galahad, de Rodolfo
Valentino o de S. A. R. el Príncipe Encantador.
Las dos mujeres permanecieron unos instantes mirándose en silencio. Después se
pusieron a trabajar. El registro del ropero y los cajones de la cómoda no dio resultado
satisfactorio alguno. Unos cuantos trajes y docenas y docenas de pares de zapatos,
todos con visible uso a juzgar por el desgaste de los tacones.
Por extraño que parezca, no se encontraron recuerdos, ni cartas, ni fotografías
personales.
—Anise me dijo que se deshizo de todas esas cosas antes de venir aquí —explicó
Janey—. Quería, por lo visto, olvidarse del pasado y emprender una nueva vida.
La señorita Withers hizo un gesto significativo. Con manos diestras recorrió las
prendas que sólo unas horas antes habían servido para envolver el torneado cuerpo de
la joven maestra. Después volvió los zapatos a su sitio y se puso en pie.
La señorita Withers cruzó la habitación y penetró en la cocina. Poco había aquí.
Una alacena, una cocinilla de gas, dos banquetas y una mesa plegable.
—Eran raras las veces que comíamos en casa —explicó Janey.
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La señorita Withers recorrió ociosamente con la mirada los diversos estantes de la
alacena y le llamó la atención la presencia de una botella grande, sin etiqueta, y
medio llena de un líquido de color ambarino. Le quitó el tapón y olfateó el contenido.
Después la volvió a su sitio.
—Esa es la medicina de Anise —se apresuró a decir Janey.
—Mala medicina —respondió la señorita Withers—. Anise no era del tipo de
mujeres que sienten inclinación por el whisky.
Sus ojos recorrieron de nuevo los estantes sin encontrar rastro de coctelera ni
mezclador alguno.
—Y por lo visto le gustaba tomarlo a palo seco —añadió.
—¿Y qué, si así fuese? —interpuso Janey Davis, en actitud de reto—. No estamos
en el año 1850, señorita Withers. Lo que Anise hacía o dejaba de hacer, era sólo
cuenta suya. Además, jamás bebía durante las horas de clase y en nada afectaba a la
enseñanza esta pequeña debilidad.
La señorita Withers, que tenía motivos para pensar de modo diferente, no
contestó. Volvió a la salita, miró indiferentemente en dirección al cuarto de baño, y
luego se sentó de nuevo en el sillón.
—Tienen ustedes un bonito apartamento —comentó—, aunque un poco alejado
del centro. ¿No sentían a veces miedo?
Janey Davis negó inocentemente con un gesto de cabeza.
—¿Miedo? —preguntó—. ¿De qué?
—¡Qué sé yo! De ladrones, de vagabundos… de lo que fuese.
—¡Claro que no!
—Entonces…
Extrajo de entre las ropas la pistola que encontrara en uno de los cajones de la
mesa de trabajo de Janey en la escuela Jefferson, y añadió:
—¿Por qué tenía usted esto?
La cara de Janey mostró relativa sorpresa.
—¿Eso? Ah, sí, eso. Pues… lo compré para Anise. No me dijo para qué lo quería.
—¿Para ejercitarse en tirar al blanco, quizá? —sugirió mordazmente la señorita
Withers—. ¿Y por qué no fue a comprarla ella misma?
Janey casi llegó a sonreír.
—Usted sabe que la venta de armas está muy fiscalizada en Nueva York, y como
Anise no ignoraba que mi hermano tiene una tienda de ferretería y artículos de
deporte en Newark, me pidió hace unos días, que le comprara una pistola. Hasta ayer
no me la entregó, y con las prisas me olvidé de traerla a casa.
Extendió la mano para cogerla, pero la señorita Withers volvió el arma a su oculto
escondrijo.
—Quizá más tarde se la devuelva —dijo—. No olvide que el caso está aún sin
resolver y que hay alguien que tendrá sumo interés en inspeccionar este juguetito.
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Janey Davis, como todos los de la escuela Jefferson, conocía el esporádico
contacto que la señorita Withers solía tener con el Departamento de Policía de Nueva
York y no puso objeción a aquel visible acto de autoridad.
—Es que casi no puedo creer lo que me ha dicho. ¡Anise muerta! ¡Si yo sabía que
no quería morir, que le tenía miedo a la muerte! Y además, ¿qué motivos podía tener
nadie para matarla?
La señorita Withers movió lentamente la cabeza de un lado para otro.
Automáticamente, principió a plegar el periódico que aún conservara entre las manos
y que sólo le había servido para resguardar su sombrero contra las inclemencias del
tiempo. De pronto, en una de las páginas, sus ojos de lince captaron un nombre que
en aquel momento tenía profundamente clavado en el fondo de la conciencia. Se puso
a leer en silencio y hubo de hacer grandes esfuerzos para que su cara no traicionase la
emoción que la embargaba.
—Motivos —repitió con calma al terminar—. Déjeme pensar un momento…
¿Motivos? Mire si esta noticia puede arrojar alguna luz sobre el particular.
Extendió el periódico frente a la cara de Janey Davis y con el índice rígido y
amenazador señaló el párrafo en cuestión.
A medida que la muchacha lo leía, un vivo carmín empezó a colorearle las
mejillas. El encabezamiento decía: «NUMERO AFORTUNADO LOGRA EL FAVORITO EN EL
SWEEPSTAKES DE IRLANDA».
Debajo había las siguientes palabras: «Dublín, noviembre, diez». «El número
afortunado 131313, de acuerdo con un anuncio oficial hecho por el señor Shamus
Donnell, presidente del Sweepstakes a beneficio de los Hospitales Irlandeses, después
del sorteo verificado hoy, ha logrado asociarse con el nombre de Kangaroo Lad,
caballo favorito en el gran premio anual de Midlands. Esta última carrera de la
temporada será llevada a cabo dentro de dos semanas, y el poseedor del afortunado
billete de una libra, que según referencia pertenece a un —o una— tal A. Halloran de
Nueva York, tiene la seguridad de recibir un premio que oscilará entre quinientas
libras, por la mera inscripción de Kangaroo Lad, hasta un posible total de cinco mil a
diez mil libras en el caso de que se clasifique, se coloque o gane. Otros billetes
ganadores…».
Janey Davis, con la boca abierta por la sorpresa, expulsó con fuerza el aliento.
Después se puso en pie de un salto y titubeó pensativa unos segundos.
—Espere un momento —dijo—. Espere… sí, ahora recuerdo. Puso el billete en
un libro de rezos.
Corrió a uno de los estantes y de él extrajo un flexible tomo encuadernado en
cuero y con una cruz dorada estampada sobre la cubierta. Rápidamente recorrió las
páginas.
—¡Aquí está! —dijo, sacando una cartulina rectangular de color cereza vivo y un
borde esmeralda de tortuoso diseño.
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Llevaba la insignia del Sweepstakes de Los Hospitales de Irlanda y el número
131313 impreso en relieve a través y a todo el largo de la cara.
—Por lo visto tenía razón —dijo Janey Davis después de contemplar atónita unos
instantes a aquella especie de mensajera de la suerte—. Fue esta tarjeta la que le trajo
la suerte.
—¡Sin duda! ¡Tanta suerte, que hoy yace convertida en un negro montón de
piltrafas y huesos sobre una losa de mármol del depósito de cadáveres! —hizo
observar airada la señorita Withers—. ¡Tanta…!
—¡Basta! —gritó la muchacha.
—¡… que alguien le partió el cráneo en la obscuridad —prosiguió impertérrita la
profesora del 1B—, y arrojó después al fuego su cuerpo palpitante…!
—¡Basta le digo!
La muchacha se echó hacia atrás llevándose una mano a los labios. Al hacerlo, el
billete se le escapó de entre los dedos, y, describiendo cual hoja de otoño un círculo
en el aire, fue a caer pausadamente a sus pies. Pero Janey Davis se inclinó rápida a
recogerlo.
—La mitad es mío —afirmó—. Recuerdo que hará cosa de un par de meses,
Anise vino un día nerviosa diciendo que había encontrado un número de suerte y que
si le prestaba el dinero para comprarlo no tendría inconveniente en cederme la mitad
del mismo. Lo convinimos así, le di los cinco dólares que costaba el billete, y no
habiendo en él mas que un espacio para la firma le permití que estampara la suya.
Esta es la historia.
—No obstante, tendrá usted que probarla —respondió la señorita Withers—.
Pero, ¿se da usted cuenta de la posición en que todo esto le coloca? Medio billete
puede llegar a valer, caso de que el caballo salga vencedor, y deduciendo
impuestos…, déjeme pensar…, unos veinte mil dólares.
Janey la miró como alelada.
—Bien…, ¿y qué tiene eso de particular? Yo sólo reclamo lo mío. Dominic
Stevenson estaba presente cuando esto ocurrió y él podrá decir si es o no verdad lo
que acabo de explicarle. ¿Qué tiene su muerte que ver con todo esto?
—Mucho. Con ella muerta usted sería la única dueña del billete, e imagino que no
habría gran dificultad en conseguir que se cambiara el nombre que hay escrito en él.
Créame, querida. La policía va a ocasionarle muchos trastornos aún en el caso que
pueda usted probar que fue comprado a medias y con dinero exclusivamente suyo.
—Es que puedo probarlo. Espere.
Sacó una pequeña cartera negra que había sobre la repisa de la chimenea y que
contenía un talonario.
—Aquí está mi libro de cheques.
Hojeó las matrices y mostró una que probaba que el día seis de septiembre había
extendido un cheque de cinco dólares a favor de Anise Halloran.
—Y si la policía se muestra aún refractaria a creer lo que digo…
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Se dirigió a uno de los estantes, extrajo un pardo sobre de papel de manila y vació
el contenido sobre la mesa. Un momento después acertó a encontrar un talón lleno de
perforaciones y sellos bancarios de cancelación.
Era un cheque por cinco dólares pagadero a Anise Halloran. Displicentemente la
señorita Withers le dio la vuelta y vio en el dorso tres endosos. El primero era la
firma diminuta y elegante de Anise Halloran. El segundo, más que firma una especie
de garambainas, parecía decir «Olaf Anderson» y el último era de un tal «B. Cohen,
Colmado Palace…».
—¿Anderson? —repitió la señorita Withers frunciendo el ceño.
—Sí, el conserje de la escuela. Anduvo un día de clase en clase vendiendo estos
billetes.
—Pues no se le ocurrió acercarse a la mía. Y lo comprendo. Él sabe muy bien que
no tengo nada de jugadora.
La señorita Withers jugueteó unos instantes con el talón y después dijo:
—No hay duda de que esto prueba algo.
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Capítulo VII
¡Y un jamón!
(15-11-32 – 10 de la noche)
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de llamarle por teléfono y de que era necesario que, sin pérdida de tiempo, tuviesen
ambos una entrevista.
—Voy a verla ahora mismo —terminó diciendo—, inmediatamente.
La señorita Withers pensó con rapidez.
—¡Espere un momento! —dijo.
Miró apenada al confortable diván, y después a la puerta del cuarto en que sus dos
compañeras dormían profundamente después de las fatigas del día en la escuela de
Flatbush, situada al otro lado del río. Ni la hora ni el lugar eran propicios para recibir
al señor Macfarland ni a miembro alguno de su sexo.
—Mejor será que sea yo quien vaya a su casa —propuso la maestra—. Antes de
diez minutos estaré con usted.
Se quitó las zapatillas y se puso el vestido y el sombrero. Después se lanzó
decidida entre las fauces de la desapacible noche. Por fortuna, la casa del señor
Macfarland estaba sólo a unos bloques de distancia en dirección al Parque. Menos
afortunado fue el hecho de que la lluvia y la nieve seguían combinando sus fuerzas y
de que, como de costumbre, los millares de taxis que siempre infestan Manhattan en
los días de sol, habían desaparecido al primer signo de inclemencia atmosférica.
Hildegarde Withers se alejó a lo largo de la hilera de gigantescos hoteles, en
muchos de los cuales podían verse deprimentes rótulos que decían: «Vacantes:
catorce habitaciones, ocho baños. A precios módicos». Al fin llegó a la modesta zona
que se extiende más allá de la calle Ochenta y Uno, donde algunos de los pardos
caserones resisten aún la dolorosa acción del trágico correr de los años.
Subió la escalerilla del numero 444 y tocó un timbre que resonó lúgubremente en
alguna de las habitaciones interiores. No hubo de esperar largo tiempo. Se abrió la
puerta y en ella apareció la figura de Waldo Emerson Macfarland con el pelo en
desorden y en mangas de camisa.
—He salido yo mismo a abrir —explicó— porque creo que Rosaleen está
dormida.
Este era un habitual estribillo de saludo en los Macfarland. Y hasta cierto punto
veraz, como sabía muy bien la señorita Withers, puesto que la desaliñada y sucia
sirvienta que hasta hacia algún tiempo se encargara «de la limpieza», había dejado —
por razones de economía— de prestar servicios y dormiría tranquilamente en su
residencia de la Avenida Lenox.
Siguió al Director a través de una extraña combinación de recibidor y sala,
pasaron frente a una magnifica escalinata, y al fin penetraron en un despacho, con
paredes forradas de libros, situado en la parte posterior del edificio. Macfarland se
dejó caer en el sillón de cuero que había tras una desvencijada mesa de roble y
empezó a golpearse nerviosamente los dientes con las uñas. La señorita Withers
titubeó unos instantes y después se sentó a su vez.
—He recibido una llamada telefónica del sargento Taylor de la policía —
principió a decir el Director—. Desea que me presente en Jefatura a primera hora de
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la mañana. También he recibido llamadas de varios sujetos que, según dicen ellos,
son representantes de la Prensa. He sido informado de que le ha ocurrido un accidente
—un lamentable accidente— a una joven que ambos conocemos…
—En resumen —interrumpió la señorita Withers tratando de ayudarle—, Anise
Halloran fue asesinada esta tarde, y en circunstancias que no dejan lugar a dudas. Le
pido, por lo que más quiera, que no se ande con rodeos y me diga claramente lo que
desea. Supongo que no me ha sacado de casa a estas horas y con este tiempo, sólo
para contarme cosas que desde hace horas ya conozco.
—Claro, claro —respondió Macfarland arrollándose en el dedo índice el cordón
de cuyo extremo colgaban los lentes—. Supongamos, en gracia al argumento —sólo
en gracia al argumento, se entiende— que se trata de… un «a-se-si-na-to»…
Parecía masticar la palabra a medida que iba pronunciando las sílabas.
—¿Estaría usted dispuesta —prosiguió—, en vista de sus previas experiencias en
esta clase de asuntos…? ¿Estaría usted dispuesta…?
—Dispuesta, ¿a qué?
Los nervios de la señorita Withers habían resistido aquel día cuanto humanamente
era posible y estaban a punto de estallar.
—Dispuesta a actuar, en vista, repito, de sus pasadas experiencias en esta clase de
asuntos, en nombre mío y en el del Consejo de Administración como… una especie
de…
—Vamos, lo que usted me pide es que si quiero hacer de detective, ¿no es eso?
—¡Exactamente!
Macfarland, que no era hombre dado a las explosiones, parecía irradiar
satisfacción en estos momentos.
—Como es natural —continuó—, sería usted relevada de sus deberes durante el
tiempo que usted juzgara oportuno. Nombraríamos un substituto, y cualquier gasto…
cualquier gasto que se considerase indispensable…
Estornudó ruidosamente escondiendo boca y nariz en el cuenco de la mano.
La señorita Withers se sintió complacida e intrigada a la vez.
—Supongo que debo considerar esto como un honor —respondió—. Pero yo no
soy detective, ni mucho menos. Me vi mezclada en un caso de asesinato por darse la
casualidad de hallarme en Aquarium cuando apareció el cadáver con las patas en alto
en la jaula de los pingüinos, y en otro por encontrarme en compañía del inspector
Piper cuando sonó la alarma. Pero…
—Lo consideraré como un gran favor personal —dijo Waldo Emerson
Macfarland—. A decir verdad, y si este asunto puede resolverse rápidamente y sin
menoscabo de la dignidad de la escuela, estoy dispuesto a hacer un cambio en la
plantilla del profesorado. Ha sido siempre costumbre el tener un hombre como
subdirector de la institución, pero estoy seguro de que una mujer podría ocupar ese
cargo de forma altamente satisfactoria, máxime teniendo en cuenta que el señor
Stevenson ha defraudado un tanto las esperanzas que teníamos puestas en él. A decir
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verdad, el señor Champney y el señor Velie, ambos del Consejo, han convenido en
aceptar cualquier recomendación que yo haga en ese sentido al finalizar el semestre.
—Muy agradecida —dijo la señorita Withers.
—Entonces podemos dar por terminado este asunto, ¿no es así? Como es natural,
espero me tendrá informado de la marcha de los acontecimientos. Siempre he creído
que la inteligencia debe prevalecer sobre la fuerza y quizá pueda yo ayudarle
aportando la contribución de mi pequeño grano de arena.
La señorita Withers juzgó oportuno no contestar.
—No comprendo —prosiguió Macfarland con voz estridente—, no comprendo
cómo haya podido cometerse un asesinato en la escuela Jefferson, sobre todo
teniendo en cuenta que el asesino no debía ignorar, como nadie lo ignora en la casa,
los recientes éxitos de usted en materia de investigación criminal. Fuese quien fuere,
creo que cometió una terrible equivocación…
La señorita Withers frunció el ceño.
—Empiezo a sospechar que no hubo tal equivocación —comentó en tono que
Macfarland no logró captar.
—Habré de considerarlo simplemente como una intervención de la divina
providencia —continuó éste—. O ignoraba el hecho, o debió olvidarlo. De todos
modos, usted estaba en la Escuela cuando se cometió el crimen y oiría, o vería, cosas
que indudablemente habrán de ayudarle en la pronta solución de este misterio.
—Me temo que no ha de ser tan fácil como usted supone —hubo de admitir la
señorita Withers—. Esta tarde, por lo visto, estuve sorda, muda y ciega.
La decepcionante respuesta no pareció producir gran impresión en el Director,
pues prosiguió:
—Nunca me perdonaré el haber tenido que salir apresuradamente a las dos,
cancelando mi clase de historia a los del octavo grado, para venir a casa a curarme
este dichoso resfriado.
Estornudó otra vez palpándose los bolsillos en busca de un pañuelo mientras la
señorita Withers murmuraba unas corteses frases de condolencia.
—Si hubiese siquiera permanecido, como es mi costumbre, hasta eso de las cinco,
no habría ocurrido jamás este lamentable accidente. Y pensar que yo estaba sentado
aquí escribiendo tranquilamente mis ensayos mientras aquellas aulas sacrosantas eran
violadas…
Al decir esto señaló con ambas manos una especie de libro mayor que ocupaba
exactamente el centro de la mesa. La señorita Withers sabía que Macfarland se
jactaba de haber escrito durante los diez o doce últimos años, día tras día, ensayos
sobre cualquier materia que acertara a despertar su curiosidad o interés. Un estante
completo de la biblioteca estaba destinado a guardar estos tomos, las páginas de los
cuales estaban llenas de apretadas líneas con caracteres casi microscópicos. La
señorita Withers había visto, y hasta leído, algunos de ellos —gracia concedida como
especial favor—, «Crepúsculo», «Mi Jardín», «Juventud Eterna», «Niños», «El
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Oriente», «Amistad»… La gama de asuntos de Waldo Emerson Macfarland era tan
amplia como limitada su experiencia.
—De todos modos —se aventuró a comentar osadamente la señorita Withers—,
creo que lo ocurrido le proporcionará un nuevo tema para el ensayo de mañana, ¿no
le parece? Podría llamarlo: «Asesinato Como Bella Arte».
Macfarland le miró acongojado.
—Querida señorita Withers —dijo—, ese título fue usado por De Quincey hace
ya unos años.
Ella lo sabía. Como también sabía que el reciente clásico de Danny Ahearn era
mucho más interesante y acertado, pero no quiso mencionar el hecho al Director.
La señorita Withers se puso en pie.
—Haré lo que pueda, como es natural —convino—. Esto no quiere decir que
haga promesa alguna, pero lo intentaré, y siempre y cuando se me conceda completa
libertad de acción. Y ahora, permítame que me retire. He tenido un día como para
agotar al más valiente.
El señor Macfarland se deshizo al instante en cumplidos.
—¡Claro! ¡Claro, mi querida señorita Withers! No sé cómo agradecerle el que se
haya dignado venir hasta aquí con una noche tan desapacible. Pero antes de que se
marche quisiera que tomara un pequeño refresco. ¿O una taza de té, tal vez?
Levantó la voz y llamó:
—¡Crystal! La señora Macfarland estará encantada de unirse a nosotros. ¡Crystal!
Empezó a manipular con una lámpara de alcohol sobre una mesita que había tras
la grande de roble, y en aquel momento se corrió un pesado biombo desplegado sobre
el fondo de la habitación y apareció la voluminosa figura de la señora Macfarland.
Llevaba una amplia chaqueta china de algodón ornamentada con brillantes
dragones mordiéndose las colas. Tenía el pelo ralo, pero disimulaba el defecto con
abundancia de rizos. Los desnudos pies podían verse por entre la malla de las
sandalias y en una de las manos llevaba una peonia casi marchita.
—¡Qué alegría verla a usted por aquí! —dijo la señora Macfarland.
Cambió la peonia de mano y ofreció la derecha a la señorita Withers, quien se
estremeció a su contacto por encontrarle gran semejanza a un pescado muerto por lo
fría y lo escamosa.
Crystal Macfarland —ella prefería ser conocida como «Madame Crisantemo»—
era el resultado de una vida empleada en perseguir senderos, sectas y rodales de este
pícaro mundo. Había empezado como tiple en el coro de una pequeña iglesia
metodista de Minnesota, estudió brahamanismo, se hizo conversa de la hermana
Aimee, del príncipe Radipore, de Margery la «medium», de la señora Eddy y de
Nicholas Roerich, por el orden mencionado, y ahora disfrutaba una pacífica
existencia, término medio entre la hipocondría y el Nuevo Pensamiento, combinando,
pensó la señorita Withers, las características peores de ambos. También era una
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entusiasta del Orientalismo y en los dedos llevaba multitud de sortijas de «jade» de
Nevada y escarabajos de la calle Catorce.
Se dejó caer lánguidamente sobre un amplio diván que había junto a una mesa de
teca que se utilizaba para poner en ella servicios de café.
—Hay algo grande y tremendo en el ritual de verter el té —comentó
contribuyendo así a la conversación—. Yo vibro extrañamente en presencia de este
brebaje.
La señorita Withers pensó para sí que nadie debería reírse de los interminables
ensayos del Director así como de otros desvíos de la personalidad, sin tener en cuenta
lo que de otro modo habría sido su vida en compañía de una mujer como aquélla que,
más que cabeza, tenía sobre los hombros una verdadera jaula de grillos.
Con la lámpara del alcohol ardiendo alegremente bajo la tetera de cobre,
Macfarland levantó la vista y miró a su huésped. Tenía un limón en una mano.
—Supongo que le gusta el té al estilo ruso, ¿verdad?
La señorita Withers titubeó la fracción de un segundo.
—Si no ha de producirle molestia —dijo—, preferiría tomarlo con leche…
El director dejó el limón sobre la mesa.
—La leche está en la nevera, pero no es para mí ninguna molestia el ir a buscarla.
Salió apresuradamente de la habitación.
«Madame Crisantemo» agitó la peonia en el aire.
—¡Ah, el té! —murmuró—. ¿Qué haría yo sin una bendición así? Waldo ha
tenido siempre la mala costumbre de dejarme sola, pero nunca me he quejado. En
teniendo flores y té…
—¿Sola? —inquirió la señorita Withers.
—¡Sí, sola! En los veranos, cuando él se marcha a nuestra casita de Connecticut.
¿No sabe usted que toda esta tarde, mientras mi Waldo andaba por esas calles
tratando de buscar ambiente para su ensayo «Veredas», yo permanecía tumbada en
este diván absorbiendo la fragancia, y hasta el alma misma, de un ramillete de
peonias?
—Humm… —gruñó significativamente la maestra.
Se levantó de la silla y se encaminó, lenta y displicentemente, en dirección a la
mesa mientras «Madame Crisantemo», absorta en la contemplación de la peonia, se
había olvidado de todo cuanto ocurría a su alrededor. Se apoyó en la mesa de roble y
con mano diestra acercó hacia sí el libro de memorias del director. Lo abrió y recorrió
las páginas hasta llegar a una en que decía: «Noviembre, quince». Con excepción del
título, «Veredas», no había nada más escrito en ella.
—Humm… —gruñó de nuevo.
Volvió a la silla y después de disfrutar de un té sazonado con largas frases de
Macfarland y una sarta de majaderías de la esposa, se despidió.
El director la acompañó hasta la puerta.
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—Estoy satisfechísimo de su decisión de ayudar, no sólo a la escuela Jefferson,
sino a la causa de la justicia —dijo a su subordinada—. Mañana mismo designaré una
substituta para que se haga cargo de las clases del tercer grado.
La señorita Withers hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No creo que eso sea necesario, señor Macfarland —hizo observar—. Me las
compondré mejor siguiendo la rutina diaria y no dando al criminal motivo alguno
para sospechar que estoy sobre su pista. ¿No le parece?
El señor Macfarland carraspeó repetidamente. Después tartamudeó:
—Sí… sí… claro. Lo decía sólo por… por si durante la investigación necesitaba
usted salir de la ciudad. A decir verdad, iba a aconsejarla que saliera inmediatamente
en dirección al lugar de procedencia del señor Stevenson —un pueblo o ciudad de
Virginia, según creo—. Tengo mis dudas acerca de este joven y creo que no estaría de
más el que buscáramos un poco en su pasado.
La señorita Withers quedó pensativa.
—Quizá tenga usted razón —asintió—. Lo tendré en cuenta. Pero no olvide la
promesa de que en este asunto tengo carta blanca.
—¡Oh, no! ¿Cómo había de olvidarla? Era sólo una idea.
Se despidieron. Al llegar la señorita Withers a la primera esquina se detuvo y se
volvió para mirar de nuevo al pardusco edificio.
—Conque una idea, ¿eh? —dijo en voz alta—. ¡Irme yo a Virginia a dar palos de
ciego y encontrarme a la vuelta conque entre todos me habían deshecho la
combinación!
Girando la cara de nuevo hacia el sur, la señorita pronunció una frase que de
haber sido dicha por Leland Stanford Jones, le habría costado a éste una seria
reprimenda.
—¡Y un jamón! —anunció, encarándose agresivamente con la lluvia y la nieve.
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Capítulo VIII
Empieza el forcejeo
(16-11-32 – 7 de la mañana)
D urante las largas horas de aquella noche, los detectives Allen y Burns se
mantuvieron inclinados sobre la estólida figura de Olaf Anderson lanzando
oleada tras oleada de preguntas que éste recibía con ojos vidriosos y boca abierta y
sin dar la menor señal de quebrantamiento.
El sudor corría a lo largo de las contraídas caras de los dos inquisidores y sus
voces se iban haciendo cada vez más roncas y amenazadoras. Pero Olaf Anderson
seguía sin soltar prenda.
Le habían aplicado el sistema que en la jerga policíaca americana se llama «the
works», y que consiste en interrogar sin interrupción al sospechoso colocándolo bajo
un potente reflector, sentado en un incómodo banquillo, y con un paquete de
cigarrillos y una jarra de agua fresca casi al alcance de la mano, pero cuyo uso le es
negado hasta tanto no se decide a hacer una confesión voluntaria.
Se emplearon todos los trucos. Anderson fue encerrado en una celda con un
detective haciendo de compañero felón; y nada. Vio cómo a otro supuesto sospechoso
—también un detective— le conducían a una de las celdas y oyó a continuación unos
ruidos sordos mezclados con alaridos y súplicas. Y nada. Había sido, incluso,
sermoneado paternalmente por el «reverendo» sargento de mesa y ni aún así lograron
que se enterneciera y se decidiese a entonar la palinodia.
Tenía los ojos inyectados en sangre y los labios secos y agrietados, pero lo mismo
les ocurría a Allen y Burns. Finalmente, y como último recurso, trajeron una botella
de whisky y dos vasos y los colocaron frente a él. El tozudo sueco se limitó a cerrar
los ojos y a volver la cara en otra dirección.
En vista de este fracaso, Burns se sacó del bolsillo del abrigo dos objetos de
aspecto un tanto extraño, dadas las circunstancias. Uno era un pedazo de manguera de
jardín de unas diez pulgadas de largo con un extremo taponado, y el otro un calcetín
corriente relleno de arena hasta un tercio de su capacidad y con un nudo en el centro
para evitar el derrame del contenido. El detective colocó los amenazadores
«juguetes» a la vista del detenido.
—¡Zúrrale ya de una vez! —urgió Allen—. El capitán ha dicho que todo está bien
siempre que tengamos la seguridad de que se trata del verdadero culpable. Y si esto
no le hace temblar, yo tengo un procedimiento que le hará soltar la lengua.
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El conserje, con la mirada fija en el vacío, se limitó a murmurar:
—Les he dicho ya que yo no he matado a nadie.
Después volvió a encerrarse en su mutismo.
—Le voy a dar una última oportunidad —dijo el detective inclinándose de nuevo
sobre Anderson—. Fue usted quien mató a la señorita Halloran, ¿no es verdad? Y fue
usted quien metió el cadáver en el horno y después le atizó al inspector con una pala
en la cabeza. ¡Vamos, confiese! ¿Dónde estaba usted escondido?
—Que yo recuerde, yo no he matado a nadie —insistió Anderson.
—Está bien, usted se lo ha buscado —dijo Allen acariciando el relleno calcetín.
Después lo alzó y lo dejó caer con fuerza sobre la frente del sueco que, bajo el
impacto, bamboleó un instante la cabeza. El calcetín se reventó desparramándose la
arena a todo el largo de la parte anterior del «mono» que vestía el conserje.
—¿Quiere usted hablar ahora?
El golpe pareció sacar a Olaf Anderson del letargo en que se hallaba.
—Repito que yo no he matado a nadie, que yo sepa —dijo—. Yo estaba
bebiendo.
—¿Ah, sí? Bien, trataremos de refrescarle la memoria. Tenemos para ello un
sistema que llamamos «la mecedora». Se va usted a divertir mucho con él. ¿Sabe en
qué consiste?
Anderson no mostró interés ni entusiasmo alguno.
—Pues es muy sencillo. Le colocamos de espaldas contra el suelo; yo me pongo
encima, con el pie derecho sobre su garganta y el izquierdo sobre su barriga y luego
me columpio. Primero me apoyo sobre el derecho y le pregunto si quiere hablar,
luego sobre el izquierdo para darle la oportunidad de hacerlo, y continúo el balanceo
hasta que se decide usted a cantar. ¿Qué le parece el juego?
Pero la idea del detective no pudo llevarse a la práctica, pues el agente
uniformado que montaba guardia en la puerta, asomó la cabeza y dijo:
—La maestra de escuela está arriba. La estoy oyendo discutir con el capitán.
El detective Burns escondió de nuevo el pedazo de manguera y su compañero de
tortura definió a la señorita Withers en forma un tanto profana, pero gráfica. De todos
modos…
—Ella está así con el inspector —hizo observar Allen cruzando los dedos índice y
corazón—. Y Oscar Piper sigue vivo y coleando.
Todos adoptaron una respetuosa actitud de espera.
La voz iba acercándose.
—Tengo entendido —decía—, que esa cámara está por aquí, doctor. ¡Vaya un
sitio! Esto es el antro más obscuro, húmedo y tétrico que he visto en mi vida.
Hildegarde Withers parecía estar de avinagrado humor. No era su costumbre
levantarse con el sol y los pálidos rayos de éste principiaban a disipar las últimas
sombras de la noche.
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Penetró en la cámara subterránea como un escuadrón de caballería con banderas
desplegadas.
—¡Extrañárame a mí! —exclamó sarcásticamente—. ¡Aquí los dos y apelando,
sin duda, a viejos trucos! Supongo que para estas fechas habrán logrado ya un sin fin
de confesiones, ¿no es así?
Había un hombre con ella, un hombre de diminuta talla y cara de aburrido y a
quien conocían sobradamente los policías. Saludaron éstos apresuradamente. Sabían
que un cirujano del cuerpo tenía un rango muy por encima del de un detective de
segunda clase.
—Doctor Farnsworth, le ruego que examine ahora mismo a este hombre —dijo la
maestra señalando a Olaf Anderson—, y detenidamente.
—Sí, sí —asintió el doctor—. Pero tenga presente que he pasado toda la noche
con Oscar Piper en el hospital y esto podría hacerlo en cualquier otro momento.
—Le advierto que no encontrará usted ninguna señal de violencia en él —objetó
Allen—. Hemos estado simplemente hablando y no creo que…
—Quiero que se le examine por embriaguez y alcoholismo —replicó la señorita
Withers—, y por lo tanto éste es el momento oportuno. Es preciso saber si en realidad
estaba tan borracho como pretendía hacernos creer.
El doctor Farnsworth se rascó la cabeza.
—En casos como éste, y por lo general —explicó—, establecemos la sobriedad, o
lo contrario, haciendo que el sujeto sometido a examen trate de caminar a lo largo de
una línea recta de nueve o diez pies, dibujada con tiza en el suelo. Si lo consigue sin
tambalearse, es que está sobrio. Pero…
—Pero cabe la duda de que el examinado simule el tambaleo para demostrar que
está borracho —le interrumpió la maestra completando la frase.
El doctor asintió.
—Lo mejor de todo —prosiguió— es analizar el cerebro en busca de trazas de
alcohol. Es un detalle de rigor en toda verdadera autopsia. El doctor Bloom y el
doctor Levin, de la Oficina de Examinadores Médicos, podrán informarla
ampliamente sobre el particular. Yo, como es natural, no puedo analizar el cerebro de
una persona que está viva.
Recogió de nuevo el maletín de emergencia. Por primera vez el conserje
Anderson pareció preocupado.
—Tengo otra idea —dijo el doctor—. Haré que vayan en busca de una sonda
gástrica y analizaré el jugo digestivo. Los productos secundarios del alcohol son
fáciles de definir. ¿Quiere usted quedarse para presenciar la operación?
La señorita Withers rechazó enfáticamente la proposición.
—Tengo que ir a la escuela —explicó—, y, además, hacer uno o dos recados.
¿Quiere tener la bondad de telefonearme cuando haya llegado a una decisión sobre el
asunto?
El doctor dijo que sí.
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La señorita Withers se despidió y se alejó con el mismo gesto altanero que tuviera
al entrar. Los azules y hasta entonces inanimados ojos del bedel la siguieron con
expresión indefinida entre agradecimiento puramente animal y calculada sospecha.
Pero la señorita Withers no vio la mirada, y Allen y Burns no estaban muy versados
en las sutilezas del psicoanálisis.
Durante treinta minutos, la señorita Withers permaneció en la escalinata de
entrada de la Biblioteca Pública de Nueva York en espera del augusto placer de que
alguien abriera las puertas del edificio. Una vez dentro, atravesó la amplia rotonda de
mármol, subió con gesto torvo la escalera que conducía a los pisos superiores y al
llegar al tercero torció al oeste y dejando atrás el departamento de catálogos, se
encaminó en dirección al salón principal de lectura. Al llegar allí, y sin titubear,
torció a la derecha. Desdeñó las mesas con sus incómodas sillas y lámparas de lectura
diseñadas al parecer para lanzar la luz, no sobre el libro, que hubiera sido lo lógico,
sino sobre los ojos del incauto lector.
Un estrecho rótulo sobre el que había escrito «Genealogía», adornaba una de las
puertas. Penetró a través de ella en un compartimiento no tan espacioso como el
anterior, con las paredes llenas de apretadas hileras de antiguos y enmohecidos
volúmenes, la mayor parte de ellos encuadernados en piel. Una serie de escalerillas
de hierro labrado y de arrimaderos, permitían el acceso a los plúteos superiores y ya
varios respetables caballeros, tan antiguos y mohosos como los propios libros,
curioseaban por todos los rincones del recinto.
La señorita Withers echó una mirada interrogadora a su alrededor y fue advertida
por la señora que estaba sentada frente a una mesa:
—Tenga la bondad de firmar en el registro.
—No tengo intención de sacar ningún libro —objetó.
No obstante, la guardiana de grises cabellos insistió en su demanda.
—Los volúmenes que hay en este departamento son valiosos —explicó—.
Muchos de ellos únicos, y no habría modo de reponerlos. Por eso exigimos la firma
de todo el que entra aquí.
La señorita Withers hizo lo que le pedían. Después alzó los ojos y una idea feliz
pareció cruzarle por el cerebro.
—¿Me permite que vea la página del registro de ayer? —pidió—. Es sólo para
efectos de una comprobación.
—Imposible. Los archivos de esta biblioteca son estrictamente confidenciales.
—¿Ah, sí? —respondió con aire autoritario la maestra—. Entonces vendré a
suplicárselo acompañada de un agente de la ley.
El registro fue colocado ante ella con sorprendente rapidez. La señorita Withers
sacó sus gafas y empezó a recorrer pausadamente la página del día anterior. Casi
encabezando la lista vio la firma, un tanto infantil por lo garabateada, de D.
Stevenson, seguida de unas señas.
—¿Estuvo usted de servicio ayer por la tarde? —preguntó.
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—Claro. Siempre lo estoy. El próximo abril hará treinta años que ocupo este
cargo, pero no veo…
—Yo no le he pedido a usted que vea. Sólo quiero que recuerde.
La señorita Withers señaló con un dedo la firma de Stevenson.
—¿Conoce usted al hombre que escribió esto?
—Permítame que piense unos instantes. Hmm… ¿No será por un casual un
caballero de cierta edad, alto, con tupé?
—No. El que yo digo es joven, con espaldas de jugador de fútbol y lleva lentes.
Tiene además una sonrisa muy atrayente.
La cara de la bibliotecaria pareció iluminarse.
—¡Ah, sí! —contestó—. ¡El hombre de la sonrisa! Viene aquí muy a menudo.
Creo que está haciendo un trabajo especial de investigación genealógica. Quizá tenga
la chifladura de escribir un libro sobre este tema. Es tan corriente en estos tiempos…
—¿Estuvo aquí ayer tarde?
—Sí.
La señora de pelo gris consultó el registro.
—Según esta hoja, debió de venir muy temprano. Su nombre aparece entre los
primeros de la lista y acostumbramos a poner siempre la lista nueva a la una en punto.
Debió presentarse a eso de las dos, o a lo sumo a las tres.
—¿Y a qué hora salió? —inquirió ávidamente la señorita Withers.
La bibliotecaria frunció el entrecejo.
—No podría decirlo con exactitud. Me parece que se quedó hasta bastante tarde,
pero no puedo asegurarlo. Si supiera al menos el nombre del libro que pidió…
—¿Acaso no lo menciona el registro? Quiero decir, ¿no se firma de nuevo a la
salida?
La bibliotecaria movió negativamente la cabeza.
—No —respondió—. Sólo al entrar. Pero si usted pudiese indicarme qué clase de
libros consulta ese señor, quizá pudiese hacer algo. Aquí anotamos la hora en que es
entregado el libro y si después de transcurridas tres horas algún otro lector lo solicita,
es obligación del primero el ceder su derecho.
—Hmm… —la señorita Withers empezó a juguetear con su lápiz—. ¿Y no podría
usted localizar ese libro valiéndose de esa especie de recibo que el público ha de
firmar asimismo antes de que se les permita que lo lleven a la mesa?
—¿Usted sabe lo que dice? Pasan de mil las personas que estuvieron ayer aquí y
habría que ir mirando esos recibos uno por uno.
—Escúcheme, señora —replicó la maestra adoptando una actitud agresiva—. La
vida de un hombre depende de lo que acabo de pedirle. ¿Me da usted esa información
voluntariamente o tendré que recurrir para obtenerla al Director de la biblioteca?
—Bien, bien —respondió la bibliotecaria desenojándose—. Llamaré a uno de mis
ayudantes para que haga ese trabajo. Pero le advierto que habrá de esperar unas
horas.
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—Aunque sea unos días —replicó la señorita Withers—. Lo que quiero es que se
haga lo que he pedido. Tenga la bondad de averiguar el nombre del libro que leía el
señor Stevenson, la hora en que lo sacó, y la hora en que lo devolvió. Y cuando lo
tenga todo, me lo telefonea a cualquiera de estos números.
Los anotó en un papel que entregó a la bibliotecaria.
—Ah, otra cosa —dijo—. ¿Recuerda usted el sitio exacto donde se sentó ayer el
señor Stevenson?
—Sí, donde siempre acostumbra a sentarse. Venga conmigo.
La condujo a un pequeño rincón entre dos grandes armarios y en el que había una
silla y una pequeña mesa provista de su correspondiente lámpara de lectura.
—Le gusta este lugar sin duda por lo retirado y tranquilo —explicó a la señorita
Withers—. Son muchos los que acostumbran a venir por las tardes y los «habituales»,
como es natural, abandonan las mesas y buscan esta especie de nichos.
—Ya.
La maestra hizo funcionar la lámpara, pasó una mano por el respaldo de la silla y
abrió el único cajón que había en la mesita. Era estrecho y de escaso fondo y contenía
únicamente un secante sin mácula alguna de uso. Volvió a cerrarlo suavemente y se
despidió de la bibliotecaria.
Ya en la calle descendió al metro de Queens en la primera estación tomó una
correspondencia para el de Lexington, dirección sur. Cinco minutos más tarde subía
la escalinata frontal rodeada de un clamoroso enjambre de chiquillos.
—¿Es verdad que no tenemos clase hoy, señorita Withers? El policía nos ha dicho
que podemos irnos ya a casa.
—Señorita Withers, ¿vio usted el asesinato? ¿Había mucha sangre, señorita
Withers?
También Leland Stanford Jones estaba allí con cara radiante de excitación y
curiosidad. Se colgó de la mano de la maestra tan pronto como ésta logró escabullirse
del acoso general.
—Me apuesto cualquier cosa a que encontrará usted al criminal. ¿Verdad, señorita
Withers, que no se le escapará?
La maestra le golpeó cariñosamente en la coronilla con los nudillos de una de las
manos y respondió sonriente:
—Lárgate ahora mismo a casa, bribonzuelo.
Después se encaminó en dirección a la puerta guardada por uno de los
cancerberos de Piper, murmurando entre dientes:
—Espero que tenga razón el niño. ¡No se me escapará!
Se detuvo frente al guardia uniformado y saludó:
—Buenos días, Tolliver. ¿Han tenido usted y Mulholland una buena vela?
—Regular —respondió el agente haciendo un significativo guiño—. He recibido
instrucciones de mandar a todos los chiquillos de vuelta a sus casas y pedir a los
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maestros, a medida que vayan llegando, que se reúnan en la sala 1A. Pero los
chiquillos parece que han tomado esto como un juego y no quieren marcharse.
—Yo me encargo de arreglar eso. Y va a ser ahora mismo —prometió la señorita
Withers.
Se enfrentó con el rebelde grupo y dio unas palmadas solicitando silencio.
—Niños —les dijo—, si os estáis aquí quietecitos, os prometo que antes de una
hora podremos reanudar las clases y…
No había acabado aún de hablar cuando el grupo se dispersó súbitamente, unos en
dirección a los campos de recreo, otros a la tienda de Tobey, y no pocos a la calle en
busca, sin duda, del «elevado» que se distinguía a lo lejos.
La señorita Withers miró sonriente a su alrededor. Ni un rapazuelo se hallaba a la
vista, con excepción de Leland Stanford Jones.
—Ah, yo no quiero ir a casa, ni tampoco a clase —anunció.
—Entonces, ¿qué demonios quieres hacer?
—Yo quiero ir con usted —respondió valientemente.
La maestra le cogió de la mano y pasó con él frente al agente de guardia, que les
miró con sorpresa pero sin decir palabra.
—Pues voy a complacerte —le dijo en voz baja—. Tengo que hacerte un encargo.
De la clase de la señorita Cohen, la 1A, llegaba un rumor de voces, pero la
señorita Withers demoró su entrada unos instantes.
Haciendo caso omiso de la voluminosa figura de Mulholland, que casi ocultaba la
puerta que había al fondo del corredor, buscó en el bolso y extrajo de él una llave que
colocó en la sudorosa palma de la mano de Leland susurrando al propio tiempo unas
palabras en su oído. El niño asintió sonriendo.
—Tráeme aquí lo que te pido, junto con la llave —dijo ella—. Ahora lárgate y
procura que no te vea nadie.
Le observó como subía las escaleras en dirección al segundo piso, después respiró
con fuerza y penetró en la clase en que se hallaban congregados los miembros de la
Escuela Jefferson.
Estaban todos —lo que se dice todos—, lo cual produjo cierta decepción en el
ánimo de la émula de Sherlock Holmes. Esperaba que alguno —el, o la, culpable,
como es natural— hubiese dado el salto probando así la inocencia de los restantes.
En aquellos momentos, Hildegarde Withers dada poco crédito a la teoría de la
culpabilidad de Anderson, a pesar de las inexplicables facetas que presentaba el caso.
Acontecimientos posteriores, como pronto veremos, hicieron que, en parte, cambiara
de opinión.
Mientras se dirigía a ocupar un asiento en el fondo de la habitación, no cesaba de
preguntarse si el asesino de la señorita Halloran y agresor de Oscar Piper se
encontraría presente en el grupo allí reunido.
¿No podría ser el joven y arrogante Dominic Stevenson, entretenido ahora en
separar las finas hojas que, prensadas, constituyen un fósforo de cartón? ¿O Alice
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Rennel, la mujer de los ojos y lengua cortantes? ¿O Vera Cohen, tan joven, ambiciosa
y original?
La señorita Mycroft, maternal y plácida, guía y mentor de los niños del primer
grado, parecía esta mañana un si es no es preocupada. El camafeo que llevaba
pendiente del cuello, estaba inconcebiblemente fuera de sitio y un mechón del
hermoso cabello gris le colgaba suelto del artístico moño griego que remataba el
peinado. La señorita Mycroft se había tomado un interés casi desproporcionado por la
joven maestra de canto.
Aquella mañana debió de haber sido un problema en muchos de los apartamentos
lo referente al atavío que había de llevarse en tan trágicas circunstancias. La mayor
parte de las «muchachas», como ella las llamaba, convinieron en ponerse ropajes
obscuros o negros, desprovistos de los usuales volantes, cuellos, puños y encajes. A
la señorita Hopkins, por razones desconocidas, se le ocurrió presentarse con un
llamativo traje color melocotón. Las señoritas Jones y Casey, sentadas una junto a la
otra, cuchicheaban incesantemente hasta el punto de obligar a Hildegarde Withers a
hacer gestos inequívocos de su creciente e irreprimible mal humor.
Natalie Pearson, que había compartido con la difunta una de las aulas del piso
superior, estaba sentada en uno de los asientos frontales con un pequeño pañuelo de
encaje aplicado sobre la boca. Tenía los ojos hinchados, sin duda de tanto llorar. La
señorita Withers no pudo por menos de recordar la orquídea prensada entre las hojas
de un programa de teatro que encontrara en uno de los cajones de la mesa de la
señorita Pearson. Podía existir aún la nota sentimental en una mujer como esta,
almidonada y rígida, que siempre llevaba tacones bajos, y severa —por no decir
masculina— indumentaria.
En el otro lado se sentaba la señorita Murchison, cuya misión era dividir su
tiempo entre la biblioteca de la escuela, en la sala 2D, y los alumnos de segundo y
tercer grado en las adjuntas aulas 2A y 2B respectivamente. Estaba entretenida ahora
en mostrar a la señorita Strasmick, la del pelo casi flamígero y vestido de un rosa
rabioso, algo escrito en el reverso de un sobre. La señorita Withers hubiera dado
cualquier cosa por saber de qué se trataba.
Waldo Emerson Macfarland estaba sentado en la plataforma, con Janey Davis a
su lado, en una silla un poco más baja. Cuando consideró que había pasado suficiente
tiempo para que la señorita Withers hubiese hecho las observaciones mentales
pertinentes, tosió un poco, estornudó después, y a continuación dio unos ligeros
golpes sobre la mesa.
—El inspector Taylor ha pedido… —empezó a decir.
—Sargento —corrigió la señorita Withers sotto voce.
—El sargento Taylor me ha pedido que les reuniera a todos ustedes en un mismo
lugar —prosiguió arrastrando las palabras—. Y habiéndolo conseguido, con
excepción, como es natural, de la señorita Curran…
El sargento Taylor apareció de pronto en la puerta.
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—Oigan —preguntó—. ¿Quién es esta señorita Curran a quien todavía no se le ha
visto el pelo?
Fue informado por el Director de que la señorita Curran, que dividía su tiempo
entre esta escuela y la Número Dos de Washington Heights, como instructora de
costura y ciencias domésticas, se encontraba en la imposibilidad de asistir a la
reunión por haber sido operada recientemente de apendicitis.
—Lleva ya más de diez días en el hospital de Brooklyn —explicó el Director—,
así es que no creo que pueda desempeñar papel alguno en esta investigación.
Estaba a punto de continuar la perorata cuando el estridente tintineo del timbre de
un teléfono situado al otro lado del pasillo, interrumpió el curso de sus pensamientos.
Janey Davis separó los ojos de Dominic Stevenson y se dispuso a ir a contestar la
llamada.
El sargento Taylor la contuvo ordenando:
—Vaya usted, Mulholland.
Un momento después, el corpulento agente se presentó de nuevo ante su superior
jerárquico.
—Alguien pregunta por la señorita Withers —anunció acompañando las palabras
con significativo guiño.
Todas las miradas convergieron sobre Hildegarde Withers que olímpicamente, se
alzó del asiento y abandonó la habitación. Al pasar frente a Mulholland le dirigió una
mirada de agradecimiento por no haber mencionado ante la asamblea el nombre del
comunicante.
Por extraño que parezca, la voz pertenecía a la encargada del departamento de
«Genealogía» de la biblioteca pública.
—Hemos encontrado la información que usted desea —dijo—. Afortunadamente,
estaba entre las «Ds» y tardamos sólo unos minutos en localizar el nombre. Según
nuestros registros, el señor Stevenson sacó el tomo I, un libro rarísimo titulado «La
familia Addison con anterioridad al año 1812», escrito por un tal Robert Addison.
Firmó el recibo de salida a las tres y media en punto de la tarde y el de devolución a
las seis menos cuarto.
La señorita Withers hizo una pregunta.
—Oh, no —respondió la voz—. Si el señor Stevenson hubiese salido de la
biblioteca en el intervalo de las horas mencionadas, el libro habría sido recogido por
uno de los muchachos que tenemos para ese efecto, y devuelto a mi mesa. Estas
rondas se hacen cada media hora. Siempre a sus órdenes, señorita. No, no diré nada a
nadie acerca del particular.
La señorita Withers colgó el receptor. Un pequeño ruido a sus espaldas le hizo
volverse. Era el pequeño Leland Stanford Jones, que venía a devolverle la llave, sólo
la llave. Ante la mirada interrogadora de la maestra movió negativamente la cabeza.
—Ha desaparecido, maestra —dijo—. He registrado todo, como usted me dijo…
y nada. Se lo han llevado.
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La señorita Withers dio unas cariñosas palmadas en la espalda del chiquillo y se
encaminó en dirección a la puerta. De pronto se detuvo, se acercó de nuevo al
teléfono e hizo una llamada.
Sorprendida del resultado, hizo otra… y otra… y otra. Por fin colgó el aparato y
entró triunfalmente en la clase en que estaban reunidos sus compañeros.
—Quisiera interrumpir un momento la conversación para hacer una pregunta —
indicó.
El señor Macfarland parecía preocupado.
—Diga, señorita Withers —accedió.
—Quisiera saber de dónde viene el informe de que la señorita Betty Curran se
encuentra en el hospital de Brooklyn convaleciente de una apendicetomía.
El señor Macfarland frunció el ceño.
—Eso es lo que ella me dijo antes de ausentarse. Hasta le enviamos flores…
¡supongo que eso lo recordará, señorita Withers! Todas las maestras contribuyeron.
La señorita Withers hizo una señal de asentimiento.
—Es cierto —contestó—. Pero… ¿ha ido alguien a verla?
Hubo un general gesto negativo.
—Brooklyn está muy lejos —interpuso la señorita Strasmick—, y además ella
nos pidió que no lo hiciéramos. Dijo que prefería estar sola. ¿Por qué?
—Eso es lo que yo pregunto: ¿Por qué? Bien, quizá el señor Macfarland se
equivocó en esta investigación. Betty Curran era una buena amiga de Anise Halloran
y Anise Halloran está muerta. Es más, acabo de telefonear al hospital de Brooklyn,
así como a tres o cuatro más del mismo distrito, ¡y en ninguno de ellos hay, ni ha
habido jamás, una paciente con el nombre de Betty Curran!
El señor Macfarland hizo esfuerzos desesperados por tragar la saliva.
—¡Nunca… nunca oí cosa semejante! —exclamó—. Entonces, ¿dónde está la
señorita Curran? ¿Qué es lo que ha estado haciendo todo este tiempo?
—¡Eso es lo que es preciso averiguar! —contestó pensativa la señorita Withers.
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Capítulo IX
Complicaciones
(16-11-32 – 10 de la mañana)
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Taylor entornó los párpados.
—¿Quiere usted decir que se trata de una especie de «Jack el Destripador»? ¿De
dos víctimas en vez de una? ¿Y que, si no se da la alarma, posiblemente…?
Se volvió a los reunidos y dijo:
—Perdónenme, pero tengo que ir a telefonear. Espérense aquí, hagan el favor.
Todos se reintegraron pacientemente a sus sitios con excepción de la señorita
Strasmick, la profesora del cuarto grado, que objetó:
—¡Usted no puede hacer eso! Betty Curran es una amiga mía.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que yo no puedo hacer?
—Usted no puede lanzar una alarma como si se tratara de una vulgar criminal o
algo por el estilo. Estoy segura de que Betty no tiene nada que ver con todo este
asunto. Eso es cruel, es inhumano, es…
—Tiene razón, la señorita Strasmick —apoyó Dominic Stevenson—.
Supongamos por un momento que la señorita Curran estuviese realmente en algún
otro hospital. ¿Qué pasaría entonces? ¿No es acaso libre de hacer su voluntad?
—Es que… —principió a decir el sargento.
La señorita Withers intervino cortando en seco la discusión.
—¿Pero qué es esto? —preguntó—. ¿Una sesión del Congreso o una
investigación criminal?
La desaparición del sargento le dio la oportunidad que esperaba.
—Tendrá que perdonarme unos instantes —dijo dirigiéndose al Director.
Macfarland se entretenía en doblar y desdoblar nerviosamente uno de los picos de
su cuello de pajarita.
—Pero, señorita Withers… —contestó—. Es que el sargento quiere interrogarnos
a todos y yo quisiera, antes, hablar en privado con usted.
Hildegarde Withers se detuvo en la puerta.
—Más tarde, señor Macfarland —respondió.
—Es que quiero decirle que… que en vista del nuevo cariz que han tomado las
cosas desde nuestra entrevista de anoche… quizá fuese innecesario…
—Se equivoca; es necesario —replicó la maestra saliendo al pasillo y caminando
rápidamente en dirección a la puerta principal.
El voluminoso cuerpo de Mulholland le cerró el paso.
—Lo siento, señora —dijo—, pero tengo órdenes de no dejar salir a nadie sin
permiso del sargento.
—Pero, ¡hombre de Dios! —exclamó dibujando la más encantadora de las
sonrisas—. No es posible que esa orden rece conmigo.
—Lo siento, señora —insistió el agente—. La orden es general.
En aquel momento podía oírse la voz de Taylor tronando frente al teléfono.
—Está bien, Mulholland —dijo la señorita Withers que, por lo visto, no tenía
deseo alguno de entrevistarse con el sargento—. Pero le advierto, aunque usted no lo
crea, que hay muchos modos de matar pulgas.
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Giró sobre los talones y se detuvo unos instantes frente a la puerta señalada con el
rótulo de «Director» y movió significativamente la cabeza.
El sargento estaba aplicando «el tercer grado» a la dueña de la casa en que vivía
Betty Curran.
—¿Dice usted que abandonó la habitación a principios de la semana pasada?…
¿Y sacaría, como es natural, todos sus fondos del banco?… ¿No dijo dónde iba, ni
dejó dirección alguna?… ¿Qué?… Bien… Sí… ¿De qué color tiene el cabello?
La señorita Withers se alejó, subió rápidamente las escaleras hasta llegar al tercer
piso, siguió a lo largo del pasillo y al llegar al fondo respiró con fuerza y abrió la
puerta que comunicaba con la torre de escape.
Al punto una sirena rompió el silencio que reinaba en el edificio llenándolo de
lúgubres y estridentes sones.
Pero Hildegarde Withers no prestó atención al disturbio que acababa de provocar
y sin perder instante se lanzó por el deslizadero con el sombrero en una mano y el
bolso en la otra.
Al llegar a tierra firme se levantó, inspeccionó las ropas en previsión de un
posible siete y al no encontrarlo, cruzó apresuradamente el campo de recreo, y salió a
la calle.
Cinco minutos después se hallaba cómodamente sentada en un taxi que corría a
través de la ciudad.
Lenta, casi fúnebremente, la información zumbó a través del éter. Largos y negros
coches de turismo, doscientos en número, se detuvieron junto al bordillo de la acera
mientras diminutos y rechonchos lápices se apresuraban a tomar nota de los detalles.
Mecanismos teletípicos repiqueteaban furiosos en cada ciudad que se preciara de
importante, reproduciendo las palabras… fue vista por última vez llevando sombrero
y gabán azul… Los empleados de los depósitos de cadáveres levantaban
curiosamente las sábanas que cubrían los cuerpos que yacían sobre las blancas losas.
En la oficina de Personas Desaparecidas un caballero de cierta edad con gorra de
teniente y en mangas de camisa se hallaba rellenando afanosamente una tarjeta de
color amarillo… «peso ciento quince libras… fue vista por última vez llevando
sombrero y gabán azul…».
Hildegarde Withers, olvidándose del tumulto que había ocasionado, se bailaba en
pie en la escalerilla de una reconstruida vivienda de la calle Barrow, en el corazón de
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la villa de Greenwich.
Frente a ella y sentado cómodamente sobre un bloque de hielo de cincuenta
libras, se hallaba un hombre moreno que jugaba, lanzándola al aire y recogiéndola,
con una moneda de cincuenta centavos.
—Sí, sí el señor Stevenson es uno de mis parroquianos —decía—. Hace dos o
tres meses que le sirvo el hielo. Me paga semanalmente. ¿Por qué había de buscar a
otro cuando me tiene a mí aquí a cuatro pasos de su casa?
—¿Le sirve usted algo más, aparte del hielo?
El trigueño asintió con un gesto.
—A veces me telefonea por la noche cuando quiere encender la chimenea. Yo le
vendo la leña muy barata.
No era esto lo que la señorita Withers quiso dar a entender.
—Ah, ¿se refiere usted a la ginebra? —Pietro negó vigorosamente con un
movimiento de cabeza—. Tengo buena ginebra, eso sí, a un dólar el medio litro.
Todos los de este edificio son parroquianos míos, menos el señor Stevenson que no le
gusta armar juergas en casa. A mí no me pide nunca más que hielo y madera, a veces,
cuando recibe a una señorita y quiere tener el piso bien calentito.
—¡Ajá! —exclamó para sus adentros la maestra.
A continuación aventuró discretamente una pregunta.
—No, señora. Jamás he visto al señor Stevenson con una rubita como la que usted
dice, que lleva sombrero y abrigo azules. Y conste que le conozco bien. Yo vivo aquí
y veo a todos los que entran y salen de la casa. A veces veo a una joven alta y
delgada, y muy bonita por cierto, pero no es rubia.
Bien. Allí no había ya nada que hacer, en especial después de haber encontrado el
piso de Stevenson cerrado y buscado inútilmente la llave bajo la esterilla de la puerta.
La señorita Withers contribuyó con otra moneda de medio dólar a fin de que el
tendero guardara reserva de todo lo hablado y se volvió al taxi.
Después de hacer una breve recapitulación mental de su gestión ordenó al
conductor que la llevara a la calle Center. Todos los presentimientos que hasta
entonces tuviera se habían convertido en agua de cerrajas.
—Creo que me estoy volviendo infantil —se dijo—. En toda investigación hay
siempre una pista que conduce directamente al asesino. Pero de haberla, aquí debía
ser como la famosa carta robada de Poe, que estaba tan a la vista, que a nadie se le
ocurría fijarse en ella.
Subió la escalinata del tétrico edificio de Jefatura y se fue directamente a la
oficina que hasta antes de ocurrirle el accidente ocupara el inspector Oscar Piper.
La puerta del despacho interior estaba cerrada, pero en el antedespacho encontró a
Keller, antiguo amigo, en un mano a mano con una jarra de cerveza y un saquito lleno
de emparedados de jamón.
Durante un minuto o dos el tema de la conversación fue el estado del herido.
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—Llamé al hospital esta mañana —dijo confidencialmente la señorita Withers—,
y me contestaron que todo iba bien. Tan pronto como recupere el conocimiento,
posiblemente esta noche o mañana por la mañana, iré a verle.
Aceptó agradecida uno de los emparedados que le ofrecía el teniente.
—¿Cree usted que hay alguna esperanza de que pudiese reconocer a la persona
que le agredió?
Keller se encogió de hombros.
—No sé —respondió—, ni creo que importe gran cosa el detalle. Sabemos quien
fue el que le golpeó.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—¿Quién va a ser? El sueco ese que tienen de bedel en el colegio. Pero hay una
cosa que no acabo de comprender. El inspector no es ningún chiquillo, pero tampoco
un viejo, y mucho menos un enclenque. ¿Cómo es posible que se dejara atacar así por
un borracho y sin hacer nada en su defensa?
La señorita Withers asintió con un gesto.
—Es, exactamente, la pregunta que yo me he hecho —replicó—, y la razón por la
que pedí al cirujano de la policía que me acompañara a la Comisaría para hacer un
examen detenido del conserje Anderson. El sargento no quiere creer que estuviese
borracho.
—Lo sé —contestó el teniente Keller—. Pero está equivocado. Hablé por teléfono
hace unos minutos con el doctor Farnsworth. Trató de comunicarse con usted pero
dice que en el número que usted le facilitó no pudieron darle razón de su paradero.
Por el examen que hizo del contenido del estómago comprobó que el sueco estaba
como una cuba, y si es así, fue una tontería de Burns y de Allen el someterle a un
«tercer grado», puesto que es imposible que pueda recordar nada de lo ocurrido. No
obstante, me gustaría saber como puede un hombre emborracharse en un sótano, sin
ser visto por la policía, durante los dos registros que se hicieron y sin dejar siquiera
una botella vacía tras sí.
La señorita Withers, que había permanecido mirando fijamente a una de las
paredes, hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Por lo visto, tenía sus propias ideas
acerca del particular.
—Teniente —preguntó—, ¿ha interrogado usted a Tobey, el hombrecito que tiene
una tienda frente a la escuela y que vende caramelos y otros artículos a los
estudiantes? No es que le suponga implicado en el crimen, pero…
—Claro que le hemos interrogado —contestó Keller—. El pobre Tobey es
inofensivo, señora. Sé por mis muchachos que a veces vende licores de procedencia
dudosa, pero como hasta la fecha nadie se ha muerto por beberlos, y además sabemos
que no está relacionado con ninguna banda de contrabandistas, hemos decidido hacer
la vista gorda y dejar a los del Departamento Federal que den los pasos que ellos
crean necesarios.
Habiendo terminado de comer el emparedado, la señorita Withers se puso en pie.
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—Bien, creo que es hora ya de que me marche, teniente.
Pero no logró su objeto. En la puerta se encontró con un joven al parecer muy
atareado.
Era el doctor Levin, ayudante del Examinador Médico del distrito de Nueva York.
Venía con gran prisa.
—Hola, señorita Withers —saludó—. ¿Cómo está el inspector? Hola, Keller.
Aquí te traigo el informe que me pedías. ¿Quieres echarle un vistazo antes de que
vaya a poder del Comisario?
Tanto el teniente como la señorita Withers se decidieron a hacerlo.
—Pero, ¿dónde está el paquetito que me prometiste? —preguntó el primero.
—¿El paquetito? Ah, ¿quieres decir, los dientes? —Levin movió la cabeza
negativamente—. No vale la pena, teniente. No sirven para poder hacer la
identificación de un cadáver.
—¿Cómo que no? Es preciso que tenga esos dientes. Buscaremos al dentista que
la atendía y se los llevaremos para que los identifique. Esto será una prueba
irrefutable, créeme… a menos que hayan sido destruidos por el fuego…
—No, no lo han sido —contradijo Levin—. Pero tampoco tienes motivo para
alimentar esperanzas, puesto que, si bien los dientes que hemos encontrado al
efectuar la autopsia no mostraban signos de deterioro por el fuego, tampoco lo
muestran de intervención alguna de odontólogo. En otras palabras, esta muchacha
jamás ha tenido un diente o muela cariados, y no ha necesitado, por lo tanto, los
servicios de ningún dentista.
El teniente quedó consternado.
—¿Cómo vamos a establecer, entonces, la identidad del cadáver? —respondió—.
La señorita Withers, aquí presente, afirma que vio a Anise Halloran en el guardarropa
de la escuela, pero, ¿cómo vamos a demostrar ante un jurado que se trata del mismo
cuerpo que se encontró en el horno? La suposición es razonable, y hasta lógica si se
quiere, pero no constituye prueba legal. Tenemos que presentar un corpus delicti… y
cuando un cadáver ha estado sometido a la acción del fuego durante más de media
hora, poca cosa podemos ya esperar de la exhibición del corpus.
La señorita Withers leyó el informe, que venía escrito en uno de los formularios
de la oficina del Examinador.
En términos médicos decía que el cadáver examinado pertenecía a una joven de
raza caucásica… que la causa de la muerte era la fractura del hueso frontal por medio
de un instrumento pesado y cortante —probablemente un hacha— y que la muerte
fue instantánea debida a fuerte lesión en el cerebro.
—Comprendo que el informe no dice gran cosa aparte de lo esencialmente
rutinario —hubo de admitir Levin—. El peso de los restos era escasamente de
noventa libras. Todo estaba quemado —pelo, cara, piel, piernas, brazos— con
excepción de una de las manos. Media hora más, y hubiese quedado sólo el tórax, y
aún no gran cosa de éste.
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—Quienquiera que fuese el que metió el cadáver en el horno, conocía muy bien el
manejo del tiro de aire —sugirió el teniente Keller—. Si el conserje se libra de la
«silla», deberían darle trabajo en algún crematorio.
La señorita Withers hizo un mohín arrugando la nariz.
—Empiezo a estar convencida, contra mi deseo, de que todo esto ha sido obra de
un verdadero malvado, no de un loco.
El doctor Levin, retrasando su salida como si algo bullera aún en su mente, hizo
una señal de asentimiento.
—Lo curioso de este crimen es lo innecesario de su ejecución —dijo quedamente.
—¿Innecesario? ¿Acaso cree usted que haya algún crimen que no lo sea?
—Este, más aún que la inmensa mayoría. Porque el estado de Anise Halloran, si
realmente se trata de su cuerpo, era ya muy crítico antes de ser golpeada en la cabeza.
El joven doctor se apoyó en la mesa.
—Lo supe casi accidentalmente al hacer un pequeño experimento tratando de
determinar el tiempo más o menos exacto que el cadáver estuvo sometido a la acción
del fuego. Hay, después de cierto período, un cambio en la estructura ósea, y estaba
tratando con ácido sulfúrico una de las falanges cuando pude observar que presentaba
síntomas, bastante avanzados por cierto, de anemia perniciosa ósea, la menos
conocida quizá, pero la más destructora y fatal de todas las anemias. Ningún fuego,
por fuerte que fuera, podía haber producido aquella especie de desmoronamiento,
característico en la enfermedad que acabo de citar. De haber sobrevivido, se habría
convertido en una inválida para todo el resto de su vida.
Se puso el sombrero.
—Adiós a todos. Y cuando vean al Inspector, denle mis recuerdos. Tuvo suerte el
Departamento de que el asaltante le golpeara, no con el filo, sino con la parte plana
de la pala. Supongo que los muchachos irán uno de estos días a hacerle un obsequio
colectivo de flores. No te olvides, Keller, de que quiero tener una mano en todo lo
que se haga y…
—¡Espere! —dijo la señorita Withers cogiéndole de un brazo antes de que
consiguiera llegar a la puerta—. ¿Ha dicho usted una mano? Sí, eso es… ¡una mano!
¿No acaba de afirmar que el fuego destruyó brazos, piernas y una de las manos?
El doctor Levin asintió.
—Sí —dijo—. ¿Qué ocurre?
—¡Mucho!
La señorita Withers se irguió cuan alta era.
—Si no ando errada en mis cálculos —prosiguió—, eso quiere decir que queda
una mano que no fue afectada por el fuego, ¿no es así?
—Así es, la izquierda. Según los muchachos que extrajeron el cadáver del horno
después de aplicar sobre él los extintores, esa mano se libró del fuego por haberse
hundido en el carbón, llegando hasta el cenicero por entre las barras del emparrillado.
¿Qué pasa?
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—¿Que qué pasa? Ahora lo verá —empezó a explicar la señorita Withers—.
Anise Halloran era muy exquisita y refinada en cuanto a su persona. Las otras
maestras solían murmurar de ella porque acostumbraba a ir a un salón de belleza que
hay en la Avenida Lexington para que le hicieran las uñas.
La señorita Withers extendió un largo y huesudo dedo en dirección al teniente.
—No pierda tiempo —dijo—, y busque inmediatamente a la manicura que
atendía a la señorita Halloran. Llévela a Jefatura y enséñele esa mano. Verá usted
como ella podrá identificarla con la misma facilidad que un dentista lo haría con un
trabajo cualquiera realizado en su clínica.
El teniente hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se ajustó el cinturón.
—Creo que no anda usted descaminada en lo que acaba de decir —aceptó—.
¿Dónde está ese salón de belleza? Voy a enviar allí inmediatamente a uno de mis
agentes.
—Ya sé que este cometido no ha de ser muy del agrado de la manicura —
comentó la señorita Withers con el doctor Levin mientras Keller se dirigía al teléfono
situado al otro lado de la habitación—. ¡Identificar un cadáver que está casi
totalmente consumido por el fuego!
El joven doctor se sonrió.
—Es un trabajo que los dentistas hacen con mucha frecuencia y no veo motivo
para que no pueda hacerlo también una manicura. Conozco a muchas con redaños
suficientes para no desmayarse ante un cadáver, por desfigurado que esté.
Volvió a recoger el sombrero que unos momentos antes dejara otra vez sobre la
mesa.
—Estos formulismos para probar que el cuerpo de una muchacha es realmente el
suyo me parecen ridículos, pero comprendo que es el único modo de llevar a cabo
esta clase de investigaciones.
La señorita Withers asintió complacida.
—Supongo que no se le habrá ocurrido pensar —insinuó—, que el cuerpo de esta
muchacha pudiera muy bien no ser el suyo. Otra de las maestras ha desaparecido
recientemente de la escuela Jefferson y no estará de más que averigüemos por qué,
cómo y dónde.
—Pues buena suerte, señorita Withers —dijo el doctor Levin desapareciendo
definitivamente por la puerta.
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Capítulo X
El zapato de Cenicienta
(16-11-32 – 12.30 de la tarde)
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Bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro.
—… ¡me apostaría el cuello a que la persona que los usó en vida no fue otra sino
la propia Anise Halloran!
—¿Pero, cómo…?
—Anoche se me ocurrió curiosear en el ropero de la difunta —confesó la señorita
Withers—, vi unos zapatos y los estudié detenidamente. Zapatos y guantes han sido
siempre cosas que han llamado mi atención. Pues bien, estos, no son solamente del
mismo tipo y número, sino además idénticos. ¡Hasta en la forma y ángulo en que
están gastados los tacones!
La señorita Withers se puso en pie.
—Deme ese teléfono —dijo bruscamente—. Esta mañana me opuse a que Allen y
Burns emplearan «el tercer grado» con el conserje y para ello me llevé a un doctor.
Pero ahora he cambiado de opinión. Que le arranquen el pellejo a tiras si es preciso,
con tal que logren de él una confesión. ¡No cabe duda de que está complicado en este
caso, teniente! ¿A qué, si no, esa manía de coleccionar los zapatos viejos de Anise
Halloran?
Pero antes de que Keller lograra acceder a los deseos de la maestra, sonó el
teléfono.
—¿Quién? —preguntó—. Ah, ¿es usted sargento? No, no tenemos aún noticias de
la señorita Curran… No importa, dé un poco más de tiempo a los muchachos que
operan por las afueras… ¿Quién?… Sí, está aquí… Ah, ¿el Director? Espere un
momento.
El teniente alzó la vista y se quedó mirando a la señorita Withers.
—Es el sargento Taylor. Está que bufa. Dice que usted escurrió el bulto cuando
trataba de hacerle unas preguntas. Dice, además, que el Director está a su lado y que
quiere hablar con usted.
—Pero yo no quiero hablar con él —decidió la señorita Withers—. Ya sé lo que
me va a decir…
Después de un breve titubeo, añadió:
—No, no, deme ese aparato. Prefiero poner las cosas en claro de una vez y para
siempre.
Cogió el receptor y habló:
—Hola, señor Macfarland.
Si el encopetado Director estaba irritado o molesto supo disimularlo a la
perfección.
—Mi querida señorita Withers —comenzó diciendo—. Cuando anoche tuvimos
nuestra pequeña entrevista ignoraba que el asesino de la señorita Halloran había sido
detenido. Estando, pues, el conserje bajo custodia, creo innecesario que continúe
usted representándonos en este infortunado caso. A decir verdad, y después de una
seria consideración del asunto, tengo que suplicarle se olvide de todo cuanto
hablamos ayer.
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Después de una pausa, la señorita Withers oyó el inconfundible ruido producido
por un estornudo.
—¿Y si no hubiese sido el conserje? —sugirió ésta—. Supongo que habrá usted
leído suficiente número de novelas de misterio para comprender que un conserje o un
ayuda de cámara jamás cometen un asesinato. El culpable suele ser siempre el
hombre simpático que ayuda solícita y desinteresadamente durante todo el curso de la
relación.
Macfarland titubeó unos instantes.
—Sí, sí, naturalmente —contestó—. Pero después de la conversación que sostuve
con los señores Champney y Velie, del Consejo de Administración, creo que lo mejor
será que renuncie usted a proseguir la investigación. La policía asegura que el
conserje es el culpable y que el caso está ya decidido.
—Conque decidido, ¿verdad? —dijo para sí misma la señorita Withers.
Murmuró unas cuantas palabras más a través de la línea, y colgó el aparato.
—No es suficiente el saber quién lo hizo —añadió en voz alta—, sino cómo y por
qué y cuándo, y en un caso como éste, dónde.
Caminó lentamente en dirección a la puerta.
—Esta oficina —comentó—, sin el inspector sentado en esa silla, con los pies
sobre la mesa y un puro atenazado entre los dientes, ya no parece la misma. Creo que
lo mejor será que me vaya al hospital y vea si está ya en disposición de recibir visitas.
Ah, una cosa más, Keller. ¿Qué decidió el analizador sobre el pedacito de metal
fundido que se encontró junto al cuerpo? Ya sabe a cuál me refiero. A aquel que
parecía un buñuelito de plomo.
El teniente Keller se encogió de hombros.
—Creo que Van Donnen no ha terminado aún con él. O por lo menos no ha
mandado aquí ningún informe. Voy a llamarle por teléfono para saber si puede venir
un momento.
No obstante, Van Donnen había dado ya remate a su trabajo. Trajo consigo el
pedazo de metal junto con dos hojas de papel rosa, que era el de uso oficial para los
informes.
—Sencillo —anunció—. Sencillísimo. Si se hubiese tratado de una bala, la cosa
habría tenido sus intríngulis. Pero, ¿esto? Esto es simplemente un anillo de oro blanco
de unos cinco quilates y que no creo que costara arriba de cinco dólares.
La señorita Withers seguía atenta la descripción del técnico.
—¿No hay huellas de algún engarce especial o de piedras? ¿O admite usted la
posibilidad de que los destruyera el calor?
—No, el anillo está intacto, aunque ya había empezado a fundirse. Es uno de esos
que llaman de compromiso. De eso estoy seguro. Liso, sin la menor señal de
montura. Al quemarse la mano, el anillo debió desprenderse del dedo y quedó
sepultado entre el carbón y las ascuas. A esto se debió sin duda el que no se fundiese
completamente. Todo eso está en el informe que he hecho sobre el caso.
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La señorita Withers estaba entretenida leyendo lo escrito en las hojas color de
rosa.
—Un momento… ¿Qué es esto? —preguntó.
—¿Eso? —respondió Van Donnen—, eso es la página número 2. Hace referencia
a unos licores que el sargento Taylor me envió esta mañana para que los analizara.
Una botella con etiqueta y la otra sin ella.
La señorita Withers sabía, sin que nadie se lo dijera, por qué había fracasado el
diminuto Leland Stanford Jones. El sargento Taylor debió haber dado con la botella
que Anise Halloran tenía oculta en la mesa, así como con la que también dejara en el
estante que había en la cocinilla de su apartamento.
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—Eso no tiene importancia —replicó la señorita Withers—. A mí lo que me
interesa ahora es el anillo.
—Ah, el anillo. Oiga…
Al teniente se le debió ocurrir una idea brillante.
—¿Vio usted por un casual que la señorita Halloran llevara en vida un anillo de
compromiso?
La señorita Withers movió negativamente la cabeza.
—No —contestó—. Pero hay algo raro en ese anillo que se ha encontrado en el
horno.
—Ah, vamos. Lo que usted duda es de que el cuerpo quemado sea el de Anise
Halloran. Usted cree que alguien hizo la substitución cambiándolo por el de alguna
muchacha que estuviese casada.
—No, lo que yo no alcanzo a comprender es cómo saltó el anillo y se quemó,
cuando la mano izquierda, que es la mano en que se acostumbra a llevar los anillos de
compromiso, estaba poco menos que intacta. Si el anillo estaba en el dedo cuando el
cuerpo fue metido en el horno, ¿cómo es que sufrió tanto la acción del fuego… y si
no lo estaba, cómo fue a parar a aquel sitio? Supongo que la gente no acostumbra a
tirar así como así anillos de oro en los hornos.
—En Reno, cuando nuestras muñequitas van allí a obtener un divorcio —explicó
el teniente—, acostumbran a tirar los anillos en un río que hay en las cercanías. Un
primo mío hizo un buen negocio pescándolos luego con una especie de arpón rodeado
de anzuelos. Me dijo que…
De pronto se dio cuenta de que la señorita Withers se hallaba ya en el vestíbulo,
camino de la calle.
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Capítulo XI
Hildegarde levanta el velo
(17-11-32 – 10 de la mañana)
— H ola, Hildegarde —dijo una voz que salía por entre una maraña de
vendajes.
La señorita Withers observaba al inspector Oscar Piper, su viejo amigo, desde el
pie de la cama en que aquél yacía.
—¿Cómo estás, Sherlock Holmes?
—Mal —murmuró el inspector—. ¿Tenéis ya alguna idea de quién fue el que me
golpeó?
—La enfermera me ha dicho que no debemos hablar de eso —le advirtió la
maestra—. ¿La tienes tú, acaso?
La cabeza vendada se movió sobre la almohada.
—No —contestó Piper—. Lo único que sé es que quien lo hizo debía tener la
rapidez de un gato; mejor dicho, de dos gatos.
La señorita Withers entornó los ojos.
—¿Quieres decir que no te pilló desprevenido el ataque? Entonces… no es
posible que se tratase de un borracho, o…
—¡No! Imposible. Te digo que…
—No importa ahora lo que tengas que decir. Déjame a mí el trabajo de encontrar
a ese granuja. Este es un asunto casi personal mío, primero porque ocurrió, como
quien dice, en mis propias narices, y segundo… porque da la circunstancia de que tú
y yo somos en realidad verdaderos amigos. Así, pues, no te preocupes por nada y
trata de descansar.
—¡Qué remedio me queda! Pero no esperes que esté así mucho tiempo —
contestó el inspector con una nota de impaciencia en la voz—. Oye, al Comisario le
habrá hecho poca gracia todo lo ocurrido.
—¿Por qué lo dices? ¿Porque esto te deja al margen de la investigación?
Piper negó con un movimiento de cabeza.
—No —respondió—. Porque no podré hablar en la cena que da en honor de ese
gran experto vienés en criminología que se hace llamar el profesor Ploof, o algo así
por el estilo. Creo que estaba señalada para esta noche. Al Comisario no le importaría
ver a Taylor al frente de la investigación, pero sé que le molestaría que éste o Keller
tuviesen que hacerse cargo de mi discurso.
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—No seas pretencioso y deja ya de ocuparte del profesor. Lo que has de hacer es
descansar y procurar reponerte cuanto antes. Debieron darte un golpe terrible para
conseguir hacer mella en esa cabezota de troglodita que tienes.
—No lo sabes tú bien.
De pronto el inspector alzó una mano y la agitó unos instantes en el aire.
—¿Qué te pasa? —preguntó, ansiosa, la señorita Withers.
—Nada, ¡este dolor de cabeza, que no acaba de atormentarme!
—Entonces mejor será que me vaya. Vine sólo para comprobar que seguías
mejorando. Volveré mañana. ¿Qué quieres que te traiga, flores, caramelos, una radio
o qué?
—Tráeme el cuero cabelludo del gorila que me hizo esto —pidió Piper—. Ese
Taylor no es capaz de coger ni siquiera un catarro. No sé en qué pensaba el Comisario
al asignarle como factótum en este caso.
—No te preocupes, que yo estoy al quite, aunque en realidad a mí nadie me ha
dado oficialmente vela en este entierro —replicó la maestra, sonriente—. No sé si el
conserje tiene o no algo que ver con todo lo ocurrido, pero de tenerlo, las razones
aducidas hasta ahora distan mucho de ser satisfactorias. Yo, como comprenderás, he
decidido seguir metiendo las narices en el asunto, le guste o no le guste al sargento.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta y a renglón seguido apareció una
enfermera.
—Ha pasado el tiempo —anunció.
La señorita Withers se levantó sin replicar.
—Espere un momento —dijo Piper—. Tráigame la ropa.
—¿La ropa? —preguntó, asombrada, la enfermera—. Está usted delirando. La
ropa no podrá usted ponérsela hasta dentro de quince o veinte días por lo menos.
—¿Quién ha hablado aquí de ponérsela? —replicó Piper—. He dicho
simplemente que me la traiga.
Una reminiscencia de su costumbre de dar órdenes apareció al añadir:
—Vamos, ¿qué espera?
La enfermera se dirigió a un armario que había al fondo de la habitación, lo abrió
con una llave que llegaba en el bolsillo del delantal, y extrajo un terno gris con
visibles muestras de prolongado uso.
—Sólo la americana —dijo Piper.
Al tenerla en sus manos, rechazó la ayuda que solícitamente le ofreciera la
enfermera, hurgó por entre los pliegues de la prenda y al dar con lo que buscaba, lo
desprendió del lugar que ocupara, lo frotó contra la funda de la almohada, y después
se lo entregó a la señorita Withers.
Era la placa indicadora de su rango, pero de oro, comprada por suscripción entre
los compañeros y subordinados, y ofrecida con motivo de haber cumplido los veinte
años al servicio de la policía de Nueva York.
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—Quiero que lleves esto encima —explicó a la sorprendida maestra— mientras
dure aquí mi cautiverio. Ya encontraré el modo de que el Comisario te haga prestar
juramento y te acepte y admita como a uno más de sus ayudantes.
La señorita Withers tomó la chapa y se la prendió bajo la solapa de su chaqueta de
estameña.
—Es todo cuanto quería tener —le informó—. De este modo soy responsable
únicamente ante ti.
Cogió una de las exangües manos del inspector y se la oprimió entre las suyas.
—Y ahora me voy, porque la joven aquí presente principia, con razón, a
impacientarse. Quiero decirte sólo una cosa, Oscar Piper. Quizá te suene a ridículo,
en especial viniendo de mí. Voy a ir derecha a casa, a postrarme ante el Altísimo y
darle gracias por haberte concedido la gracia de tener una cabeza tan dura. No sé lo
que habría sido de mí si tú… si tú…
—Basta, Hildegarde —respondió conmovido el inspector—. Lárgate ya, sigue en
tu empeño y vamos a ver qué resultado te da el uso de mi chapa de inspector. Ah, y
no te olvides de tu promesa de volver mañana. Como no aparezcas mando en tu busca
a uno de los coches de la escuadra volante.
La señorita Withers salió de la habitación. Al llegar a la planta baja y abandonar
el ascensor, vio una cara que le era familiar.
Georgie Swarthout, el único remanente de un grupo de «guardias de escuela»,
puesto sólo un año antes al servicio del Comisario, estaba sentado sobre una mesa y
en animada charla con la telefonista.
La señorita Withers se detuvo. Sabía que este muchacho, de cara infantil y pelo
rubio, era, no sólo un buen sabueso, conocedor de un sinnúmero de ocupaciones
dudosas y trucos, sino intensamente adicto a la persona de Oscar Piper.
Al levantar la vista vio a la maestra.
—¡Ajá! —exclamó—. ¡Y a mí me decían que el inspector no recibía visitas!
Vaya, veo que la orden no rezaba con las maestras. ¿Cómo está el jefe?
—Está mejor, pero no se le puede ver todavía —informó la señorita Withers—.
Lo mejor, pues, que puede usted hacer, es volverse a casa y esperar tranquilamente
sentado hasta mañana.
—¿Sentado? Pero si no hago otra cosa en todo el día —admitió Swarthout—. El
ilustre sargento cree totalmente innecesaria mi presencia en el caso Halloran. Dice
que el asunto está decidido con la captura del conserje y me ha asignado la tarea de
localizar a la desaparecida señorita Curran.
La señorita Withers le miró fijamente unos instantes.
—Quizá el caso esté decidido, como usted dice —replicó—, y, sin embargo…
—Y sin embargo usted va a continuarlo sola haciendo caso omiso del dictamen
facultativo. Debí habérmelo figurado, sobre todo después de haberla visto ya en
funciones el año pasado, cuando intervino en el asesinato de Stait.
La cara de Georgie se iluminó con una sonrisa.
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—Voy a continuarlo, qué duda cabe —dijo con orgullo la señorita Withers,
mostrando la placa—; pero no sola, en el sentido estricto de la palabra. Da la
circunstancia de que discrepo del parecer del sargento, al menos en determinados
puntos, y voy a empezar ahora mismo a hacer las debidas comprobaciones. ¿Quiere
usted, jovencito, meter un dedo en el pastel y venirse a trabajar conmigo?
—¿Con un dedo? Las dos manos —respondió Swarthout—. Y hasta la cabeza si
usted quiere. ¡En marcha!
Otro guardia uniformado, más voluminoso aún que Mulholland, ocupaba el
puesto de éste en la puerta de entrada al sótano de la escuela Jefferson. Pero se echó
respetuosamente a un lado al exhibir la maestra la placa de oro del inspector.
—Hola, «monada» —le dijo Swarthout al pasar frente a él.
El carilargo y adusto policía le contestó con un gruñido.
—En algún punto de este sótano —explicó la maestra al joven detective—,
alguien apareció como brotado del infierno y golpeó al inspector en la cabeza con un
instrumento duro y romo. Y también de algún punto de este sótano salió el conserje
borracho y se presentó ante nosotros sin que nadie pudiera explicarse cómo logró
eludir dos sucesivos registros que la policía hizo en el lugar unos momentos antes.
—¿No cree usted en la posibilidad de que se tratara de una sola persona?
—No. Hay una cosa que por lo visto ha olvidado el sargento, y es que mientras yo
buscaba por las aulas, alguien se escurrió a lo largo de la escalera, cruzó el pasillo del
piso superior y escapó utilizando el deslizadero que hay para caso de incendio.
Quienquiera que fuese, no pudo haber entrado de nuevo en el edificio sin ser visto
por los agentes que montaban la guardia. Y Anderson salió precisamente del sótano.
No, no eran la misma persona, lo cual quiere decir que es preciso buscar a la que se
escapó por el canalete… o que al menos abrió la puerta que conduce a él, haciendo
funcionar el aparato de alarma.
—Comprendo —respondió Swarthout, asintiendo con un movimiento de cabeza
—. ¿Y no cree usted que ambos podían haber estado escondidos en un mismo punto
del sótano?
—Imposible. Porque en el instante en que sonó la alarma, el sótano estaba lleno
de policías. Debió de esconderse en alguna de las aulas del segundo piso, después de
haber herido al inspector, y esperar allí la oportunidad que no tardó en presentársele.
Tuvo tiempo más que sobrado para salir del sótano cuando yo fui a denunciar lo
ocurrido a la señorita Halloran.
—Espere un momento —sugirió el joven detective—. ¿No pudo acaso el conserje
golpear al inspector y volverse a su escondrijo mientras el otro permanecía oculto en
el segundo piso por las razones que fueran?
—La persona que atacó al inspector no estaba borracha —le hizo recordar la
señorita Withers—, y el doctor ha testificado que Anderson lo estaba. Eso prueba la
existencia de otro criminal o de un cómplice.
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Las luces del sótano —tal como fueron dejadas— continuaban encendidas. Los
dos intrusos dirigieron una mirada al horno, convertido ya en un objeto carente de
interés. Miraron por entre montones de viejos bancos y restos de decorados,
utilizados sin duda en las funciones escolares, sin encontrar espacio alguno
suficientemente grande para ocultar a un hombre.
Inspeccionaron la fosa a medio cavar que había al fondo de aquella especie de
cueva.
—Creo que el palear en esta tierra tan dura habría bastado para despejar la cabeza
al más bebido —sugirió Swarthout—. ¿No cree que Anderson podía haber
recuperado suficiente movilidad para haber manejado el instrumento que hirió al
inspector?
—El doctor dice que su estado era de lo más lamentable. Además… me parece
que había en él algo que parecía confirmarlo… ¡Sí, ahora recuerdo! Al ser arrestado
tenía las cejas llenas de briznas de paja.
La señorita Withers miró especulativamente al joven agente.
—Supongo —prosiguió—, que precisaría estar en la forma indicada para caer de
bruces sobre un montón de paja. Esto, suponiendo, claro está, que Anderson no
tratara de extremar la nota simulando un detalle así.
—¡Un momento! —interpuso Swarthout—. Creo que nos olvidamos de algo.
Hemos recorrido este lugar, desde el pequeño cuarto que hay bajo la escalera hasta la
fosa abierta en el otro extremo y no hemos encontrado rastro alguno de esa paja que
acaba usted de mencionar. ¿Se puede saber de dónde salió?
La señorita Withers le miró sorprendida.
—Sí, tiene razón —dijo—. ¿Cómo pudo Anderson caer sobre paja cuando aquí
no hemos visto otra cosa que polvo y carbón?
—Le apuesto cualquier cosa a que fue Anderson quien se escapó por el
deslizadero ese que mencionó antes —dijo Swarthout con vehemencia—, y el que
después volvió al sótano a través de alguna ventana, trayendo esas pajas Dios sabe de
dónde.
—Bonito argumento —respondió la señorita Withers—. Lo malo es que esas
ventanas que usted dice tienen sólo seis pulgadas de ancho y no pueden abrirse.
Écheles un vistazo, si quiere.
Swarthout inspeccionó tozudamente cada una de las cuatro aberturas que existían
en la pared oeste. A través de los mugrientos y gruesos cristales logró apenas entrever
los patios de recreo, pero sin encontrar resquicio por donde un hombre, o siquiera un
mosquito, hubiera podido hacer su entrada en el subterráneo.
La señorita Withers se frotó vigorosamente las narices.
—¿Tiene usted, por casualidad, una linternilla? —dijo.
Swarthout extrajo de un bolsillo del gabán un tubo largo y negro, provisto de
poderosa lente, que lanzó un círculo de cegadora luz a su alrededor.
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—En un punto de este lugar —aseguró la señorita Withers—, ha de haber
forzosamente paja. Quizá se trate sólo de partículas que ni la policía ni yo hayamos
conseguido ver hasta este momento. Pero hay que encontrarlas.
—Pues manos a la obra —contestó Swarthout—. Escuche, tengo una idea. La
extensión que tenemos que recorrer es más grande de lo que parece. ¿Por qué no
llamamos a Willis, el secreta que monta guardia en la puerta, y le pedimos que nos
ayude? De todos modos, allí no hace nada. El golpecito de la chapa le hará decidirse
en caso de que le quedase alguna duda.
Después de un breve forcejeo, el sabueso se avino, con un gruñido, a acceder a su
súplica.
—No te preocupes, Willis —le dijo Swarthout—. Un poco de husmeo rutinario y
otro poco de suerte y ya te veo ascendido a agente de segunda, con cincuenta chuchos
más al mes.
—Sí, y como el sargento se entere de esto, me veo también en bicicleta haciendo
turnos por las afueras de la ciudad —repuso el secreta.
Pero a pesar de todo se incorporó a la pareja, enarbolando su propia linternilla.
—Georgie, usted vaya a lo largo de esa pared de la derecha y usted, Willis, haga
lo propio por la de la izquierda. Yo, como no tengo ese aparatito de luz, iré por la
nave central, que está un poco más iluminada que el resto. Déjenme, no obstante, una
caja de fósforos, que utilizaré cada vez que vea algo que me parezca interesante.
Vayan despacio y asegúrense bien de que no quede nada sin ser debidamente
explorado. Si el sistema no da resultado tendremos que dividir el suelo en pequeños
cuadrados e ir explorándolos sistemáticamente uno por uno.
Empezó la cacería. Willis, plegados los muslos sobre las carnosas pantorrillas,
avanzaba con oscilaciones de pato, escudriñando pulgada por pulgada el terreno que
le había sido confiado. La técnica de Georgie Swarthout era la de caminar sobre
manos y rodillas, haciendo caso omiso, con la excitación del rastreo, de la humedad
del cemento y la suciedad general del suelo. La señorita Withers se movía más
rápidamente por el pasillo central, con el cuerpo doblado casi en ángulo recto con
respecto a las piernas.
Willis desapareció por la puerta que conducía al cuarto del conserje y que, como
sabemos, estaba situada debajo mismo de la escalera. Pocos minutos después volvió a
salir.
—Ahí hay un montón de esa especie de trébol de cuatro hojas, pero ni rastro de
paja —gritó.
Después volvió a ponerse en cuclillas y siguió avanzando a lo largo de la pared
del rincón y de la que limitaba el espacio señalado como «Depósito».
Georgie Swarthout prosiguió con relativa celeridad y se perdió de vista por entre
los montones de trastos teatrales, y anunciando de vez en cuando la inutilidad de sus
pesquisas.
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A pesar del afán con que llevaba a cabo la búsqueda, la señorita Withers no
encontró nada de interés aparte de un pedazo de etiqueta verde en la que podían
leerse estas palabras: «Bodegas Afianzadas del Gobierno de los Estados…».
Se oyó de pronto la voz de Willis que decía:
—Estoy frente a uno de los canaletes del carbón. ¿Qué hago?
La señorita Withers le respondió a gritos:
—Mire si puede alcanzarlo desde el interior. Creo que está un poco alto, pero es
posible que el asesino haya utilizado esa vía para salir a la calle.
Se oyó el estruendo de una fuerte descarga de carbón y luego un sordo impacto,
seguido de frases de Willis difíciles de transportar al papel.
—Ya lo creo que está alto —gritó el secreta—. Y si no, que lo diga este huevo
que me ha salido en la frente. No tenga miedo de que por ahí haya podido escaparse
nadie.
Prosiguió la caza. Volvió a oírse otra especie de terremoto, lo cual quiso decir que
Willis había hecho un nuevo experimento al llegar al segundo canalete. De vez en
cuando la señorita Withers conseguía ver a Georgie por entre las gruesas columnas
que servían de soporte al edificio. Ella se encontraba ya al borde del espacio
cementado y a su frente se extendía el incompleto pedazo de tierra sobre el que, un
par de tablones, hacían las veces de entarimado. Se adentró por ellos escudriñando a
un lado y a otro en busca de la ansiada presencia de los rastros de paja. La luz allí era
punto menos que nula y pronto se encontró con que la existencia de fósforos tocaba a
su fin.
Se detuvo junto a uno de los pilares y después de mucho batallar con la caja,
logró extraer de ella un solitario palito que hasta entonces se ocultara en uno de los
repliegues del fondo. En aquel momento se apagaron todas las luces en el sótano de
la escuela Jefferson.
La señorita Withers lanzó un apagado grito y el último fósforo se le escapó de los
dedos.
—¿Qué pasa? —chilló—. ¿Quién ha apagado las luces? ¿Dónde están ustedes?
—Un momento —respondió Swarthout desde lejos.
Willis, por lo visto, seguía trajinando por entre los montones de carbón. La
señorita Withers permaneció inmóvil durante un corto período de tiempo que a ella le
pareció interminable. Podía oír claramente los violentos latidos de su corazón.
—¡Por Dios, las luces! ¡Denme un fósforo al menos!
De pronto oyó un crujido a sus espaldas que le hizo volverse rápidamente.
—¿Es usted, Georgie? —preguntó—. ¿Quién está ahí?
No obtuvo contestación. Se echó atrás recostándose contra el pilar de piedra que
tenía a la espalda y lamentando amargamente la idea que tuvo de dejar el paraguas de
algodón al pie de la escalera.
Hubo otro crujido que partía de donde estaban los tablones y la señorita Withers
comprendió con desmayo que no se trataba de Georgie Swarthout. ¡Si al menos
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conservara aún el fósforo aquel que un momento antes se le cayera de la mano! Se
inclinó súbitamente, con los dedos extendidos tratando de localizarlo al tacto, cuando
algo silbó en el aire y fue a estrellarse contra el pilar por encima de su cabeza.
Permaneció unos instantes sin hacer el menor movimiento mientras escuchaba el
apagado rumor de unos pasos que se encaminaban rápidamente en dirección a la
escalera.
—¡Señorita Withers! —dijo de pronto la voz de Swarthout, lanzando un haz de
rayos sobre la maestra—. ¿Qué ha ocurrido?
—Nada en realidad —respondió la aludida, tratando de incorporarse.
Algo le rozó los cabellos, y al levantar los ojos, sorprendida, vio una pequeña
hacha incrustada en la argamasa que llenaba el espacio de separación que había entre
dos de las piedras y a la altura exacta del lugar que antes ocupaba su cabeza.
—¡Qué barbaridad! —dijo Georgie, haciendo ademán de cogerla.
Pero se detuvo, exclamando:
—¡No! ¡Quizá haya huellas dactilares en ella! Le felicito, señora. Es todo cuanto
puedo decir.
Después se volvió a Willis y añadió:
—¡Willis! ¡Vamos pronto a la puerta! Alguien ha entrado aquí y es preciso
cortarle la retirada.
Pero la maestra le cogió del brazo.
—No, usted se queda aquí conmigo —dijo—. Que vaya Willis. Es suficiente,
porque de todos modos llegará tarde. El que hizo esto debe encontrarse ya lejos.
Y así fue en efecto. Willis volvió con las manos vacías.
—Oí pasos arriba cuando estaba al pie de esa escalera —explicó—, pero al llegar
a la puerta principal, no vi a nadie en la calle.
—¿A nadie? —inquirió la señorita Withers, apartando la mirada del hacha—.
¿Está usted seguro de lo que dice? Esto no es una calle concurrida, pero… ¿nadie?
—Quiero decir nadie… que nos importe a nosotros. Vi sólo a ese hombrecito de
la tienda que hay al otro lado de la calle. Estaba a punto de meterse dentro. Le
pregunté si había visto a alguien corriendo y me dijo que no, que por qué iba él a
verlo.
La señorita Withers miró a Swarthout, pero no exteriorizó la pregunta que le
bullía en la mente.
—Esto es lo que hemos sacado por abandonar yo mi sitio en la puerta —se
lamentó Willis.
—Bien, pues no pierda tiempo y vuélvase allá —le indicó la señorita Withers—.
Continuaremos solos el registro. Usted ocúpese de que no entre nadie en la escuela.
¡Ah! No se olvide cuando salga de encender estas luces.
Georgie enfocó su linternilla en dirección al hacha.
—Haré que venga el experto en huellas dactilares —prometió—. Lo que salta a la
vista es que esto prueba la inocencia del conserje. ¿Cómo podría haber disparado él
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este juguete desde su celda?
La señorita Withers asintió.
—Pero hay algo extraño en todo esto que acaba de ocurrir —dijo, masticando las
palabras—. Reconozco esta hacha. Fíjese en la pintura encarnada que la recubre. Sí,
sí, no es auténtica. Es una imitación, un modelo, y pertenece a una de las vitrinas del
segundo piso.
—¿Una imitación, dice usted? —replicó Swarthout—. Ha sido pintada, no lo
niego, pero la hoja es de acero. ¿Usted cree que la madera habría podido penetrar de
ese modo en el hormigón?
La señorita Withers tocó la hoja y comprobó el aserto del joven Swarthout.
—Vamos arriba —ordenó—. Quiero ver si el modelo que allí se guarda continúa
en su sitio.
Subieron rápidamente las escaleras y se detuvieron frente a la vitrina con el rótulo
de: «Vidas de los Presidentes». La puerta de cristales estaba abierta y alguien se había
llevado la famosa hacha de George Washington.
Volvieron silenciosamente al sótano, deteniéndose ante la puerta principal el
tiempo suficiente para comprobar que Willis seguía defendiendo el paso de las
Termópilas.
Abajo, en la semioscuridad, se dirigieron al lugar del muro que ocupaba Georgie
en el momento de ser llamado por la señorita Withers.
—Yo sostendré la linternilla —dijo ésta—, mientras usted se agacha y observa.
Hay alguien que por lo visto está muy interesado en que no se prosiga esta búsqueda,
y no creo que ninguno de los dos pensemos en darle ese gusto.
Continuaron inspeccionando a lo largo de la pared hasta llegar a la esquina sur,
donde sólo encontraron una espesa y enmarañada red de telas de araña.
—Estoy segura de que aquí hemos de encontrar esa paja —insistió la señorita
Withers—, y no hemos de parar hasta dar con ella.
Pasaron al muro sur. Caminaron junto a él cubriendo sólo una estrecha faja de
terreno de a lo sumo tres pies de anchura. La tierra era allí blanda y húmeda y el
espacio tan reducido que apenas si se podía andar sin la precaución de agachar
constantemente la cabeza.
—Me parece que estamos perdiendo lamentablemente el tiempo —dijo Swarthout
—. Aquí encontraremos de todo menos… ¡espere un momento! ¡Alumbre en este
rincón!
Se encontraban en una especie de nicho abierto en la pared, junto a un montón de
tablones y cerca ya del ángulo suroeste del sótano. No parecía haber señal de que
nadie les hubiese precedido hasta allí desde que los trabajadores soltaran sus
herramientas —de esto haría sólo unos ochenta años— y se marcharon dejando la
obra a medio terminal. Pero, de todos modos, Georgie Swarthout señaló, excitado, los
dos o tres puñaditos de paja que acababa de descubrir.
—¡Ya la tenemos! —exclamó triunfalmente.
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—Es cierto, ya la tenemos —respondió la maestra, echando una mirada a su
alrededor—. Pero, ¿qué es lo que querrá decir?
—¿Y a mí me lo pregunta? —inquirió, asombrado, el joven funcionario de la Ley.
—No; me lo pregunto a mí misma. Yo buscaba esta paja en la esperanza de que
nos condujera a alguna salida secreta o cosa por el estilo. Y por lo que veo, este muro
tiene todo el aspecto de ser una fortaleza inexpugnable.
La señorita Withers dio unas palmadas sobre el duro cemento. Georgie se acercó
a ella agachándose a fin de no barrer el techo con el sombrero, y después de
escudriñar unos instantes, dijo:
—¿No le parece que esta pared es bastante más nueva que las demás que hemos
visto?
—Supongamos que lo es. No querrá usted insinuar que el conserje, o quien sea,
se escapó por ahí y construyó ese muro con el solo objeto de despistarnos.
—No, pero no dejo de encontrar raro el detalle.
Swarthout empezó a hurgar por entre el montón de tablones.
—No creo que nadie haya podido esconderse debajo de esas maderas, ¿no le
parece? —preguntó.
La maestra enfocó el haz de luz en la dirección indicada y comprobó, a juzgar por
el sinnúmero de telas de araña que ocultaban hasta el más insignificante intersticio, lo
descabellado que resultaría el hacer conjetura tal.
—Creo que hemos dado con un callejón sin salida —anunció—. Pero, a pesar de
ello, aquí está la paja que yo buscaba.
Se inclinó cuanto pudo para observar las partículas, y después las recogió,
guardándolas cuidadosamente en su pañuelo.
—Bien, ya hemos visto todo cuanto aquí se podía ver… —empezó a decir.
Pero al erguirse cuan alta era, dio tan fuerte cabezazo al chocar contra el
maderamen del techo que le hundió el sombrerete hasta las orejas.
Pero Hildegarde pareció olvidarse de todo ante la excitación que le produjo un
nuevo descubrimiento.
¡El techo se había movido!
—Esas maderas se han levantado ligeramente bajo la fuerza del golpe —exclamó
con invencible deleite—. Georgie, ayúdeme.
Juntos manipularon en las tablas que había sobre sus cabezas, y a los pocos
segundos lograron desplazarlas hacia arriba, dejando al descubierto un estrecho y
negro cuadrado, del cual se desprendieron un montón de partículas de polvo y paja.
—Voy a subir ahí —anunció la señorita Withers—. ¡Por fin hemos logrado dar
con el cubil de nuestro evasivo zorro!
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Capítulo XII
Sigue el enredo
(17-11-32 – 10.30 de la mañana)
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de petróleo que Swarthout se apresuró a encender. Briznas de paja cubrían el suelo,
sobre el que, además, aparecían dos cajas abiertas y una silla plegable de lona similar
a las empleadas en las cubiertas de los buques de pasaje.
—¡Pero si esto no pertenece a nuestro edificio! —murmuró, asombrada, la
señorita Withers.
—¡Naturalmente que no! —replicó Swarthout—. Pero lo cierto es que el sótano
de ustedes ha sido extendido por debajo de esta especie de almacén. ¿No decía usted
que había una bodega junto a la escuela? Lo que se le olvidó mencionar es que se
trataba de una de las afianzadas que el gobierno tiene para almacenamiento de
bebidas alcohólicas.
Georgie señaló las marcas impresas al fuego sobre todas las cajas y que decían:
«Dewar’s Dew Kirkintilloch: Whisky de Primera».
La señorita Withers, jadeante aún, se sentó sobre una de las cajas.
—¿Pero qué demonios hacía aquí el conserje? —preguntó.
—Pues muy sencillo; trataba de prepararse un pequeño retiro para los ratos de
ocio —explicó el detective—. Y debió emplear muchos meses para lograrlo. Primero
amontonó tierra en este extremo del sótano. Luego abrió la brecha en el muro original
y la extendió hasta encontrar los pilares de embasamiento y dispuso este rincón
levantando con sus propias manos el muro que, por ser de construcción más reciente,
me llamó la atención y lo mencioné hace sólo unos minutos. Recuerde que disponía
de tiempo sobrado y sin correr el riesgo de que nadie le preguntase lo que hacía aquí
abajo con las herramientas que tenía en su poder. Hasta ahora no parece haber fallo
en la argumentación. Así, pues, prosigo. Anderson colocó ese montón de maderas
para disimular la diferencia de altura entre los dos muros, el antiguo y el nuevo que
de otro modo se habría hecho visible, y procedió a cortar las tablas del techo, en este
caso correspondiente ya al suelo de la bodega, y a construir el agujero que más tarde
habría de servirle para instalar la trampa. Afortunadamente, el sitio que escogió está
lejos del corredor por el que los guardias acostumbran a hacer las rondas y pudo ir
quitando caja tras caja hasta completar el espacio que en este momento tenemos el
gusto de contemplar. Incluso se permitió el lujo de aportar algunos objetos para
mayor confort.
—Esa es la palabra exacta, confort —convino la señorita Withers.
Hablaba con voz que más parecía un susurro, consciente quizá de que, como el
conserje, no tenían ningún derecho a permanecer en aquel lugar. Mirando de nuevo a
su alrededor vio un par de esas venerables pipas hechas con tusa de maíz y una caja
de fósforos de cocina. También había un sacacorchos y un vaso de metal. Se notaba
asimismo un grosero intento de decoración en forma de fotografías de semidesnudas
mujeres adoptando actitudes un si es no es voluptuosas. Swarthout las inspeccionó
detenidamente y movió después la cabeza.
—Parece que siente preferencia por las del tipo de nuestras parodias burlescas.
Demasiado rollizas, para mi gusto.
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La señorita Withers observó como Georgie extraía una botella cubierta con funda
de paja y dijo:
—Lo que yo me pregunto es, ¿qué hizo Anderson con el «whisky» de tanta caja
como tuvo que quitar para construir este escondrijo? Supongo que trataría de
bebérselo, pero…
—Lo vendería —decidió Swarthout—. O quizá lo echara en el horno, lo cual
sería una vergüenza, después de todo. ¡Quién iba a decir que ese peludo sueco habría
de construir, después de meses y meses de trabajo, este rinconcito, sólo para tener el
gusto de emborracharse en él! Y además con suerte, porque si le llegan a coger…
—Se ve que es un sibarita —masculló entre dientes la señorita Withers—.
Empiezo a cambiar de idea con respecto al conserje —añadió—. Y sin embargo, debe
ser inocente del crimen, puesto que estando en la cárcel no puede ser la persona que
me lanzó el hacha hará cosa de media hora…
—¡Escuche!
Swarthout la asió fuertemente de la muñeca al tiempo que se aplicaba un dedo a
los labios imponiendo silencio.
De un punto lejano de la bodega llegó a oídos de la pareja la voz apagada de un
hombre que sin duda era el guardián y efectuaba la ronda cantando.
—Debe ser el sereno —murmuró Georgie.
La voz creció en volumen… luego se fue apagando… apagando… luego el
estampido metálico de una puerta que se cerraba… Después volvió a reinar el
silencio.
—No me extraña ahora que Anderson pudiese hacer lo que hizo —comentó
Swarthout después que hubieran pasado unos segundos—. Ese sereno me recuerda a
John Twist, el viejo policía que patrullaba por la barriada Diez. Oyó un disparo en
una de las bodegas del ferrocarril y fue a investigar. Abrió la puerta, asomó la cabeza
y gritó: «Si está usted ahí salga, porque si no lo hace contaré hasta trescientos y
después entraré en su busca».
—Muy gracioso —contestó la señorita Withers—. Y ahora me gustaría volver al
sótano. Esto huele como debía oler mi tío Henry cuando mi madre me prohibía el
besarle antes de retirarme a descansar.
Con más dificultades aún que en el ascenso, la señorita Withers fue descolgada de
nuevo a través de la improvisada y secreta puerta que comunicaba la escuela
Jefferson con un depósito gubernamental. Swarthout apagó la lámpara, no sin antes
echar una codiciosa mirada a las empajadas botellas. A continuación se reunió con la
maestra cuidando de cerrar otra vez la trampa.
Encontraron a Willis guardando fielmente la entrada principal, con un diario
amarillo entre las manos y una cara más larga y más fúnebre aún que la que
acostumbraba a tener de ordinario.
—Voy a usar el teléfono del Director para comunicar a Jefatura nuestros
hallazgos —dijo Swarthout a la señorita Withers—. Enviarán un hombre para que
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saque fotografías del hacha antes de quitarla de donde está.
La maestra se detuvo junto a Willis, quien extendió el brazo ofreciéndole el
periódico.
—¿Quiere leer un poco mientras espera? —dijo.
—No, gracias. No me apetece la lectura después de las emociones que acabo de
experimentar. Lo que he de hacer es pensar.
—Le advierto que es un extra —añadió pacientemente el policía—. Estaban
voceándolo hace unos momentos. Mejor será que no lo deje para luego; es muy
interesante lo que trae.
La señorita Withers tomó la hoja y empezó a registrarse los bolsillos en busca de
las gafas. Pero no las necesitó para poder captar el epígrafe que con grandes
caracteres anunciaba concisa y claramente…
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Él asintió con un gesto.
—¿Y qué cree usted que estará ocurriendo en estos momentos en Jefatura? —
respondió Georgie.
—¡Al diablo con Jefatura! ¿Quién piensa ahora en ella? —replicó la maestra—.
¿Se le ha ocurrido pensar en lo que esto significa?
Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¡Y estábamos seguros de que el conserje era inocente por creer que no podía
ser él quien hizo aquel juego malabar con el hacha! Y en cambio ahora… ¡me jugaría
cien contra uno a que él fue el único que pudo haber hecho una cosa así!
—No me tiente, porque no me gusta aceptar apuestas. No soy jugadora —replicó
Hildegarde Withers—. Vámonos de aquí. Tengo que hacer una visita y quiero que
venga usted conmigo. Esa hacha ha conseguido ponerme un poco nerviosa.
—¿Un poco nerviosa? —comentó sonriente Swarthout—. Pues yo, y a pesar de
que el golpe no iba dirigido a mí, estoy que no me llega la camisa al cuerpo. Paso por
un balazo, aunque sea en la obscuridad, pero no quiero saber nada de los
«tomahawks» de los pieles rojas.
—A propósito —prosiguió el joven mientras se dirigían al metro que había de
conducirles a la parte alta de la ciudad—. Supongo que vamos a seguirle la pista a ese
conserje. ¿Tiene usted alguna idea de donde podrá estar escondido?
—Ni la más remota —declaró la señorita Withers—. Que lo busque la policía, si
quiere. Yo, cuanto menos le vea, mejor. Para mí es mucho más importante el
averiguar el paradero de la señorita Curran.
Se detuvo al ver la cara de consternación que puso su joven compañero.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Swarthout levantando la voz con objeto de
dominar el ruido producido por el traqueteo del tren—. Me había olvidado de
decírselo. ¡Resulta que ya la han encontrado!
—¡Eh! ¿Dónde? ¿Muerta acaso?
—No, exactamente. La policía de las Cataratas del Niágara le echó el guante en
uno de los pisitos que abundan por allí. Se ocultaba bajo el nombre de señora Rogers.
La señorita Withers se echó atrás en su asiento.
—Es la segunda sorpresa que recibo hoy —hubo de admitir.
—También lo fue para la muchacha —prosiguió Georgie—. El teniente me lo
acaba de contar todo al llamar yo desde la escuela. Como he dicho, esta señorita
Curran parecía ocultarse bajo el nombre de señora Rogers, pero ahora resulta que un
señor Rogers ha hecho su aparición con una sortija de boda y no sé cuantas cosas
más. La policía de Niágara los tiene detenidos en una celda del juzgado, la cual no
me parece el sitio más indicado para pasar una luna de miel. Pero el Comisario ha
enviado ya un telegrama ordenando sean puestos en libertad ya que, por lo visto, nada
hay contra ellos después de haber comprobado que, en efecto, se habían casado hace
diez días en Hoboken. Los nombres habían sido un tanto alterados, así como también
las edades. Con qué idea, no lo sé. Pero lo cierto es que están casados.
J aney Davis estaba sumida en un intranquilo sueno cuando sonó el timbre del
teléfono. Su rizado cabello, de un color rubio rojizo, yacía extendido sobre la
almohada, formándole como una especie de aureola alrededor de la cabeza. Sacó el
desnudo y bien torneado brazo y manipuló unos instantes a tientas sobre el lugar en
que estaba el despertador. Pero el repiqueteo continuaba.
De pronto se sentó sobresaltada con la mirada fija en la puerta y en ansiosa
actitud de espera. Al fin el aparato que había en el otro extremo de la alcoba llamó su
atención por las frenéticas vibraciones que casi hacían saltar el receptor. Saltó del
lecho, se calzó unos escarpines y después de cerrar la ventana y descorrer las cortinas
para que entrara el pálido resplandor que en Manhattan acostumbra a llamarse luz
solar, se dispuso a contestar a la llamada.
Era la voz del director, del señor Waldo Emerson Macfarland que, a juzgar por el
tono apagado y tembloroso que empleaba, debía hallarse en un muy lamentable
estado de excitación.
—¿La señorita Davis? —preguntó—. ¿Janey? Escúcheme atentamente. Quiero
que venga a la escuela tan pronto como humanamente le sea posible…
—Pero… —la voz de Janey acusaba una marcada somnolencia—. Es que yo creí
que no habría clases hasta el lunes. ¡Usted mismo nos lo dijo!
—Olvídese de lo que yo dije —replicó Macfarland—. He recibido instrucciones y
no hago sino transmitirlas a usted. Cuando llegue allí, telefonee a todos los maestros
y empleados, con excepción del pobre Anderson, como es natural, y dígales que estén
en la escuela a eso de la una. No, no sé el motivo de la reunión. Es algo relacionado
con la policía. Si alguien objeta, adviértales que un agente irá a buscarlos de no
presentarse antes de las dos. El agente que monta guardia en la puerta tiene ya
órdenes de que se les permita la entrada.
—Sí, sí, le comprendo —dijo Janey—. Pero… es que creí que el caso estaba
resuelto. ¿No arrestaron al conserje? Y aunque se escapó después, todos saben que le
volvieron a coger. ¿A quién más desean?
—¿A quién más? —respondió abstraídamente el director—. Ah, Janey…
—¿Qué, señor Macfarland?
—¡Tenga mucho cuidado con lo que diga o haga!
— T engo frío —dijo Janey Davis—. Domi, no tengo ganas de ir a pasear por
el parque. ¿Quieres que nos quedemos aquí en el apartamento?
Domi Stevenson se echó a reír.
—Claro, cariño. Me olvidé de que eres una flor de invernadero y de que el mes de
noviembre está tocando a su fin.
Salió de la diminuta cocina en la que había entrado para ayudar a Janey a preparar
una ligera cena y palpó el radiador.
—Esto está frío como el hielo —anunció—. ¿Qué te parecería si nos pusiésemos
a dar saltos?
—No, no es esa la clase de frío que yo siento, Domi. El mío es interno. Algo así
parecido al miedo.
Él se acercó y la rodeó con sus brazos.
—No te preocupes por mí —añadió ella apartándose del joven galán—. Ya sé que
no tengo ningún motivo para estar desanimada, pero… ¿qué quieres que te diga…?
No me siento con humor de divertir a nadie esta noche.
Cruzó la salita y se dirigió a la vacía chimenea. Él la siguió y se sentó frente a la
muchacha.
—Ya sé que es lo que te tortura, cariño —dijo—. La idea de volver de nuevo
mañana a la rutina, a la escuela… al lugar en que Anise fue…
—¡Calla! ¡Te lo pido por favor, Domi! —gritó ella con cara pálida y
descompuesta—. ¡Vámonos, Domi… ahora mismo… donde sea! ¡Vamos donde
nadie vuelva a mencionarme el nombre de Anise, donde nadie me haga preguntas ni
intente bucear en mis sentimientos…!
—Siempre hay en la vida cosas de las que en vano intentamos huir —dijo
reflexivamente Stevenson—. A mí me pasa algo parecido a lo que a ti te ocurre, y
supongo que al resto de los profesores les ocurrirá lo propio. Aguanta un poco más,
Janey, pues sabes que no hemos de tardar en irnos lejos de aquí. Hay a diario barcos
que pasan frente a la estatua de la Libertad, rumbo a Mallorca, a Bali, a Tombuctú…
—Tombuctú está en el desierto, Domi —hizo observar ella dibujando una sonrisa.
—Bien, pues nos iremos a otro sitio. ¿Qué te parece Persia? ¿O Rangoon? Dicen
que los lagos de Irlanda son los más hermosos del mundo… y que en Cambodia hay