Cortázar - Fin de Etapa
Cortázar - Fin de Etapa
Cortázar - Fin de Etapa
Tal vez se detuvo ahí porque el sol ya estaba alto y el mecánico placer de manejar
el auto en las primeras horas de la mañana cedía paso a la modorra, a la sed.
Para Diana ese pueblo de nombre anodino era otra pequeña marca en el mapa de
la provincia, lejos de la ciudad en la que dormiría esa noche, y la plaza que las
copas de los plátanos protegían del calor de la carretera se daba como un
paréntesis en el que entró con un suspiro de alivio, frenando al lado del café
donde las mesas desbordaban bajo los árboles.
Sentirse de golpe tan idiota exigía pagar y darse una vuelta por el pueblo, ir al
encuentro de cosas que ya no vendrían solas al deseo y a la imaginación Ver las
cosas como quien es visto por ellas, allí esa tienda de antigüedades sin interés,
ahora la fachada vetusta del museo de bellas artes. Anunciaban una exposición
individual, ninguna idea del pintor de nombre poco pronunciable. Diana compró
un billete y entró en la primera sala de una módica casa de piezas corridas,
penosamente transformada por ediles de provincia. Le habían dado un folleto que
contenía vagas referencias a una carrera artística sobre todo regional, fragmentos
de críticas, los elogios típicos; lo abandonó sobre una consola y miró los cuadros,
en el primer momento pensó que eran fotografías y le llamó la atención el
tamaño, poco frecuente ver ampliaciones tan grandes en color. Se interesó de
veras cuando reconoció la materia, la perfección maniática del detalle; de golpe
fue a la inversa, una impresión de estar viendo cuadros basados en fotografías,
algo que iba y venía entre los dos, y aunque las salas estaban bien iluminadas la
indecisión duraba frente a esas telas que acaso eran pinturas de fotografías o
resultados de una obsesión realista que llevaba al pintor hasta un límite peligroso
o ambiguo.
En la primera sala había cuatro o cinco pinturas que volvían sobre el tema de
una mesa desnuda o con un mínimo de objetos, violentamente iluminada por una
luz solar rasante. En algunas telas se sumaba una silla, en otras la mesa no
tenía otra compañía que su sombra alargada en el piso azotado por la luz lateral.
Cuando entró en la segunda sala vio algo nuevo, una figura humana en una
pintura que unía un interior con una amplia salida hacia jardines poco precisos;
la figura, de espaldas, se había alejado ya de la casa donde la mesa inevitable se
repetía en primer plano, equidistante entre el personaje pintado y Diana. No
costaba mucho comprender o imaginar que la casa era siempre la misma, ahora
se agregaba la larga galería verdosa de otro cuadro donde la silueta de espaldas
miraba hacia una puerta-ventana distante. Curiosamente la silueta del personaje
era menos intensa que las mesas vacías, tenía algo de visitante ocasional que se
paseara sin demasiada razón por una vasta casa abandonada. Y luego había el
silencio, no sólo porque Diana parecía ser la sola presencia en el pequeño museo,
sino porque de las pinturas emanaba una soledad que la oscura silueta
masculina no hacía más que ahondar. "Hay algo en la luz", pensó Diana, "esa luz
que entra como una materia sólida y aplasta las cosas". Pero también el color
estaba lleno de silencio, los fondos profundamente negros, la brutalidad de los
contrastes que daba a las sombras una calidad de paños fúnebres, de lentas
colgaduras de catafalco.
Volvió a la segunda sala y fue hacia la puerta entornada que comunicaba con la
siguiente. Una voz amable y un poco cohibida la hizo volverse; un guardián
uniformado -con ese calor, el pobre-, venía a decirle que el museo cerraba a
mediodía pero que volvería a abrirse las tres y media.
¿Queda mucho por ver? -preguntó Diana, que bruscamente sentía el cansancio
de los museos, la náusea de los ojos que han comido demasiadas imágenes.
-No, la última sala, señorita. Hay un solo cuadro ahí, dicen que el artista quiso
que estuviera solo. ¿Quiere verlo antes de irse? Yo puedo esperar un momento.
Era idiota no aceptar, Diana lo sabía cuando dijo que no y los dos cambiaron una
broma sobre los almuerzos que se enfrían si no se llega a tiempo. "No tendrá que
pagar otro billete si vuelve", dijo el guardián, "ahora ya la conozco". En la calle,
enceguecida por la luz cenital, se preguntó qué diablos le pasaba, era absurdo
haberse interesado hasta ese punto por el hiperrealismo o lo que fuera de ese
pintor ignoto, y de golpe dejar caer el último cuadro que acaso era el mejor. Pero
no, el artista había querido aislarlo de los otros y eso indicaba acaso que era muy
diferente, otra manera u otro tiempo de trabajo, para qué romper así una
secuencia que duraba en ella como un todo, incluyéndola en un ámbito sin
resquicios. Mejor no haber entrado en la última sala, no haber cedido a la
obsesión del turista concienzudo, a la triste manía de querer abarcar los museos
hasta el final.
Vio a la distancia el café de la plaza y pensó que era la hora de comer; no tenía
apetito pero siempre había sido así cuando viajaba con Orlando, para Orlando el
mediodía era el instante crucial, la ceremonia del almuerzo sacralizando de
alguna manera el tránsito de la mañana a la tarde, y desde luego Orlando se
hubiera negado a seguir andando por el pueblo cuando el café estaba ahí a dos
pasos. Pero Diana no tenía hambre y pensar en Orlando le dolía cada vez menos;
echar a andar alejándose del café no era desobedecer o traicionar rituales. Podía
seguir acordándose sin sumisión de tantas cosas, abandonarse al azar de la
marcha y a una vaga evocación de algún otro verano con Orlando en las
montañas, de una playa que acaso volvía para exorcizar la brasa del sol en la
espalda y la nuca, Orlando en esa playa batida por el viento y la sal mientras
Diana se iba perdiendo en las callejas sin nombres y sin gentes, al ras de los
muros de piedra gris, mirando distraídamente algún raro portal abierto, una
sospecha de patios interiores, de brocales con agua fresca, glicinas, gatos
adormecidos en las lajas. Una vez más el sentimiento de no recorrer un pueblo
sino de ser recorrida por él, los adoquines de la calzada resbalando hacia atrás
como en una cinta móvil, ese estar ahí mientras las cosas fluyen y se pierden a la
espalda, una vida o un pueblo anónimo. Ahora venía una pequeña plaza con dos
bancos raquíticos, otra calleja abriéndose hacia los campos linderos, jardines con
empalizadas no demasiado convencidas, la soledad totalmente mediodía, su
crueldad de matador de sombras, de paralizador del tiempo. El jardín un poco
abandonado no tenía árboles, dejaba que los ojos corrieran libremente hasta la
ancha puerta abierta de la vieja casa. Sin creerlo y a la vez sin negarlo Diana
entrevió en la penumbra una galería idéntica a la de uno de los cuadros del
museo, se sintió como abordando el cuadro desde el otro lado, fuera de la casa en
vez de estar incluida como espectadora en sus estancias. Si algo había de extraño
en ese momento era la falta de extrañeza en un reconocimiento que la llevaba a
entrar sin vacilaciones en el jardín y acercarse a la puerta de la casa, por qué no
al fin y al cabo si había pagado su billete, si no había nadie que se opusiera a su
presencia en el jardín, su paso por la doble puerta abierta, recorrer la galería
abriéndose a la primera sala vacía donde la ventana dejaba entrar la cólera
amarilla de la luz aplastándose en el muro lateral, recortando una mesa vacía y
una única silla.
Cruzó sin apuro las dos primeras salas (había una pareja en la segunda,
hablándose en voz baja aunque hasta ese momento fueran los únicos visitantes
de la tarde). Diana se detuvo ante dos o tres de los cuadros, y por primera vez el
ángulo de la luz entró también en ella como una imposibilidad que no había
querido reconocer en la casa vacía. Vio que la pareja retrocedía hacia la salida, y
esperó a quedarse sola antes de ir hacia la puerta de la última sala. El cuadro
estaba en la pared de la izquierda, había que avanzar hasta el centro para ver
bien la representación de la mesa y de la silla donde se sentaba una mujer. Al
igual que el personaje de espaldas en algunos de los otros cuadros, la mujer
vestía de negro pero tenía la cara vuelta de tres cuartos, y el pelo castaño le caía
hasta los hombros del lado invisible del perfil. No había nada que la distinguiera
demasiado de lo anterior, se integraba a la pintura como el hombre que se
paseaba en otras telas, era parte de una secuencia, una figura más dentro de la
misma voluntad estética. Y a la vez había algo allí que acaso explicaba que el
cuadro estuviera solo en la última sala, de las semejanzas aparentes surgía ahora
otro sentimiento, una progresiva convicción de que esa mujer no sólo se
diferenciaba del otro personaje por el sexo sino por su actitud, el brazo izquierdo
colgando a lo largo del cuerpo, la leve inclinación del torso que descargaba su
peso sobre el codo invisible apoyado en la mesa, estaban diciéndole otra cosa a
Diana, le estaban mostrando un abandono que iba más allá del ensimismamiento
o la modorra. Esa mujer estaba muerta, su pelo y su brazo colgando, su
inmovilidad inexplicablemente más intensa que la fijación de las cosas y los seres
en los otros cuadros: la muerte ahí como una culminación del silencio, de la
soledad de la casa y sus personajes, de cada una de las mesas y las sombras y
las galerías.
Sin saber cómo se vio otra vez en la calle, en la plaza, subió al auto y salió a la
carretera hirviente. Había acelerado a fondo pero poco a poco fue bajando la
velocidad y sólo empezó a pensar cuando el cigarrillo le quemó los labios, era
absurdo pensar cuando había tantas casetes con la música que Orlando había
amado y olvidado y que ella solía escuchar de a ratos, aceptando atormentarse
con la invasión de recuerdos preferibles a la soledad, a la vaga imagen del asiento
vacío a su lado. La ciudad estaba a una hora de distancia, como todo parecía
estar a horas o a siglos de distancia, el olvido por ejemplo o el gran baño caliente
que se daría en el hotel, los whiskys en el bar, el diario de la tarde. Todo simétrico
como siempre para ella, una nueva etapa dándose como réplica de la anterior, el
hotel que completaría un número par de hoteles o abriría el impar que la etapa
siguiente colmaría; como las camas, los surtidores de nafta, las catedrales o las
semanas. Y lo mismo hubiera debido ocurrir en el museo donde la repetición se
había dado maniáticamente, cosa por cosa, mesa por mesa, hasta la ruptura final
insoportable, la excepción que había hecho estallar en un segundo ese perfecto
acuerdo de algo que ya no entraba en nada, ni en la razón ni en la locura. Porque
lo peor era buscar algo razonable en eso que desde el principio había tenido algo
de delirio, de repetición idiota, y a la vez sentir como una náusea que sólo su
cumplimiento total le hubiera devuelto una conformidad razonable, hubiera
puesto esa locura del buen lado de su vida, lo hubiera alineado con las otras
simetrías, con las otras etapas. Pero entonces no podía ser, algo había escapado
ahí y no se podía seguir adelante y aceptarlo, todo su cuerpo se tendía hacia
atrás como resistiendo al avance, si algo quedaba por hacer era dar media vuelta
y regresar, convencerse con todas las pruebas de la razón de que eso era idiota,
que la casa no existía o que sí, que la casa estaba ahí pero que en el museo sólo
había una muestra de dibujos abstractos o de pinturas históricas, algo que ella
no se había molestado en ver. La fuga era una sucia manera de aceptar lo
inaceptable, de infringir demasiado tarde la única vida imaginable, la pálida
aquiescencia cotidiana a la salida del sol o a las noticias de la radio. Vio llegar un
refugio vacío a la derecha, viró en redondo y entró de nuevo en la carretera,
corriendo a fondo hasta que las primeras granjas en torno al pueblo volvieron a
su encuentro. Dejó atrás la plaza, recordaba que tomando a la izquierda llegaría a
un término donde podía dejar el auto, siguió a pie por la primera calleja vacía,
oyó cantar una cigarra en lo alto de un plátano, el jardín abandonado estaba ahí,
la gran puerta seguía abierta.
Para qué demorarse en las dos primeras habitaciones donde la luz rasante no
había perdido intensidad, verificar que las mesas seguían ahí, que tal vez ella
misma había cerrado la puerta de la tercera estancia al salir. Sabía que bastaba
empujarla, entrar sin obstáculos y ver de lleno la mesa y la silla. Sentarse otra
vez para fumar un cigarrillo (la ceniza del otro se acumulaba prolijamente en un
ángulo de la mesa, la colilla había debido tirarla en la calle), apoyándose de lado
para evitar el embate directo de la luz de la ventana. Buscó el encendedor en el
bolso, miró la primera voluta del humo que se enroscaba en la luz. Si la leve risa
había sido al fin y al cabo un canto de pájaro, afuera no cantaba ningún pájaro
ahora. Pero le quedaban muchos cigarrillos por fumar, podía apoyarse en la mesa
y dejar que su mirada se perdiera en la oscuridad de la pared del fondo. Podía
irse cuando quisiera, por supuesto, y también podía quedarse; acaso sería
hermoso ver si la luz del sol iba subiendo por la pared, alargando más y más la
sombra de su cuerpo, de la mesa y de la silla, o si seguiría así sin cambiar nada,
la luz inmóvil como todo el resto, como ella y como el humo inmóviles.
Julio Cortázar