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ANALES 2017 INTERIOR_ANALES 2017 18/12/17 12:48 Página 5

EL ACOSO ESCOLAR (BULLYING) EN ESPAÑA.


CONSIDERACIONES DESDE LA PSICOLOGÍA
Por el Académico de Número
Excmo. Sr. D. Helio Carpintero Capell*

Excmo. Sr. Presidente.


Sras y Sres Académicos.

Son hoy muchos los psicólogos y psicólogas que, en nuestro país, junto
a educadores, sociólogos, juristas y autoridades responsables de nuestros cen-
tros educativos, vienen haciendo frente a un grave problema que amenaza la
vida de nuestras escuelas, y perturba, sobre todo, la vida de un considerable por-
centaje de nuestros alumnos, alterando su personalidad, impidiéndoles el nor-
mal aprovechamiento de sus clases, y el uso democrático de las instituciones
educativas, y en ocasiones, impulsándoles hacia conductas de respuesta pato-
lógicas, que en demasiados casos han terminado con la pérdida de la vida.

El problema del acoso escolar, violencia entre iguales, matonismo o


“bullying”, como es el nombre técnico con que se lo suele conocer internacio-
nalmente, se ha ido convirtiendo en una grave lacra de nuestro sistema educa-
tivo infantil y juvenil, y se ha ido extendiendo por la población de escolares de
una manera hasta hoy sin efectivo control. Es uno de los capítulos graves de
la agresividad y violencia de nuestras sociedades, que afecta a uno de sus sec-
tores más influenciables por los estímulos del entorno: los niños y muchachos
en su primera juventud. Hoy se estima que la cuarta parte de la población juve-
nil española, entre 2º de Primaria y 2º de Bachiller, o sea un promedio del 24
%, ha tenido alguna experiencia de ello (Oñate y Piñuel, 2005:8). La condición
maleable de su psiquismo, su dependencia del mundo adulto, y sobre todo, las
condiciones de sujeción a las estructuras organizativas del sistema educativo,

* Sesión del día 11 de octubre de 2016.

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convierten a muchos de ellos en sujetos que han de padecer, sin protección y


en silencio, las agresiones continuadas de agresores singulares o de pequeños
grupos de compañeros, sin lograr hallar la salida a una situación insoportable.
Porque, en general, de eso se trata: de una situación vital dolorosa, amenaza-
dora, a cuyo padecimiento no se ve cómo ni cuándo poner término: situación
sobrevenida sin personal culpa, incrustada dentro de la estructura del mundo
educativo en el que les es forzoso permanecer para ir construyendo su propio
curriculum formativo. Muy frecuentemente la experiencia es vivida en silencio
por quienes la sufren, por temor a peores males en caso de protesta y denun-
cia formal, de resultado incierto.

CARACTERIZACIÓN DEL FENÓMENO

Se ha descrito alguna vez al fenómeno del “acoso escolar” como un


caso de “violencia entre iguales” (Garaigordobil y Oñederra, 2010), apuntando
al hecho de que se trata de una situación de agresividad más o menos violenta,
en la que algunos escolares de un centro educativo, se ven sometidos por algún
compañero o compañeros a acciones negativas, dolorosas, humillantes o discri-
minativas en la interacción social y convivencia, padecidas reiteradamente en
condiciones de inferioridad de modo que no cabe darles una respuesta defen-
siva suficiente, y hecho todo esto en condiciones de secretismo y falta de publi-
cidad de modo que no haya ocasión para que la dirección del centro, los res-
ponsables de los estudios, e incluso las familias de los muchachos y muchachas
implicados en el tema, puedan darse por enterados del caso, y así tomar cartas
en el asunto y poner fin a la situación.

El estudio del fenómeno parece haberse iniciado en Suecia. Allí, un


médico, Peter-Paul Heinemann, a comienzos de los años 1970, describió la
conducta agresiva de acoso escolar de acuerdo con sus observaciones en patios
de recreo de centros escolares (Roland, 2010). A ello siguió un estudio, hoy ya
clásico, de un psicólogo y profesor sueco, Dan Olweus, luego profesor en la
Universidad de Bergen, en Noruega, y director allí de un Centro de investiga-
ción para la promoción de la salud, uno de los pioneros europeos que descri-
bió en su estudio la magnitud del tema, y es autor de varios instrumentos para
la evaluación del mismo. Olweus comenzó a estudiar el problema en Suecia,
y ha seguido haciéndolo luego en Noruega, cuando ya el interés y la preocu-
pación por el tema se había extendido por gran parte del mundo civilizado.
Poco después, un tercer psicólogo sueco, Anatol Pikas, aprovechando la alarma
e interés que en su país habían suscitado los autores precedentes, desarrolló
unas propuestas sobre cómo intervenir en los procesos de acoso, y desde los
años 1980 la investigación creció y creció de modo imparable, hasta el pre-
sente. En 1987 tuvo lugar el primer congreso internacional de estudios sobre
el tema. La preocupación por el mismo se extendió por el Reino Unido, Irlanda,

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Estados Unidos, el Japón, Australia, y los principales países europeos y ameri-


canos (Smith, 2007).

En España el primer estudio lo publicaron en 1989 Vieira, Fernandez


y Quevedo, y enseguida hubo otros, en especial un amplio trabajo editado por
el Defensor del Pueblo conjuntamente con UNICEF en el año 2000, con cola-
boración de un equipo de psicólogos investigadores de la Universidad Autó-
noma de Madrid (C. del Barrio, E. Martín, I. Montero, H. Gutiérrez, I. Fernan-
dez, L. Hierro, y E. Ochaíta). En sus páginas se revisaban trabajos extranjeros,
y se presentaban datos que iban trazando la imagen poco consoladora del pro-
blema en nuestro país (Defensor, 2007). Luego, se han ido multiplicando los
grupos y proyectos de estudio e intervención (Proyecto ‘Sevilla Anti Violencia
Escolar’ SAVE), de R. Ortega y cols. 1997; Estudio Estatal sobre la Convivencia
Escolar en la ESO, dirigido por M.J. Diaz Aguado 2010; estudio del Centro Reina
Sofia sobre la Violencia, de A. Serrano y E. Iborra, 2005; Informe Cisneros VII,
de A.Oñate y I. Piñuel, 2005; entre otros; véase Felip i Jacas, s.a.).

En realidad, ha habido una verdadera explosión de la investigación,


que ha hecho, como dice Roland, “que este problema sea uno de los más y
mejor investigados en el ámbito de la psicología educativa, y hasta ahora uno
de los que más trabajo ha activado por parte de todos los agentes educativos,
desde los responsables de políticas educativas hasta maestros y maestras”
(Roland, 2010:34). Ello no significa, sin embargo, que se le haya llegado ya a
poner coto.

Resulta ahí particularmente llamativa la esencial discordancia entre un


ideal social de libertad y derechos humanos, y la agresividad y violencia exhi-
bida por muchos escolares hacia sus iguales, con desprecio de toda disciplina.
Cierto que algunos clínicos psicoanalistas, especialmente Melania Klein, subra-
yaban la idea del niño como ser agresivo, mientras otros cuestionaban esa tesis
(Rof, 1966:116). También etólogos como Konrad Lorenz examinaban con deta-
lle el supuesto instinto de agresión, aunque admitían ciertos mecanismos de
inhibición de la agresión dentro de la especie, cosa que parecía faltar en las
agresiones escolares. Todo ello forzaba a las autoridades, a los estudiosos del
hombre, y a los responsables educativos, a intervenir activamente en su estu-
dio y tratar de hallarle remedio.

Olweus, de una forma breve, comenzó definiendo el fenómeno diciendo


que “un alumno es agredido o se convierte en victima cuando está expuesto,
de forma repetida y durante un tiempo, a acciones negativas que lleva a cabo
otro alumno o varios de ellos” (Olweus, 2006:25). Pero no se paró ahí. Cons-
ciente precisamente de la situación de desigualdad que media entre el acosa-
dor y el acosado, propuso otra fórmula, próxima pero tal vez un poco más
ajustada: el comportamiento de acoso sería “una acción negativa”, “repetida en
el tiempo” que, “de forma intencionada, causa un daño, hiere o incomoda a

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otra persona”, de una o más personas, dirigido contra una persona que “tiene
dificultad en defenderse y en cierta medida se encuentra inerme” (Olweus,
2006:25-26). En el mismo encontramos implicados a escolares de ambos sexos,
con un ligero predominio en ocasiones del masculino sobre el femenino. La
intencionalidad aversiva de las agresiones, la reiteración de las mismas, hasta
hacer de ellas una situación habitual, y la desigual posición que media entre
acosador y acosado, tienen así una presencia más explícita en la caracterización
del fenómeno, y pueden ayudar a precisarlo un poco mejor.

De acuerdo con los especialistas que hoy vienen estudiando el tema,


se mantiene la calificación de ‘acoso’ respecto de aquella situación o situacio-
nes en las que se cumplen al menos tres de los siguientes criterios: que la víc-
tima se sienta intimidada; que la víctima se sienta excluída; que perciba al agre-
sor como más fuerte; que las agresiones sean cada vez de mayor intensidad;
que las agresiones suelan ocurrir en privado (Serrano e Iborra, 2005).

Se trata, por lo tanto, de una forma precisa de relación interpersonal.


Acontece básicamente en el mundo escolar, convertido en marco obligado para
el encuentro de los dos complementarios protagonistas, el agente y el pasivo.
La escuela es, durante muchos años de su vida, el ámbito en el que todo joven
se ve forzado a permanecer, como resultado del hecho general de la educación
obligatoria impuesta en nuestras sociedades. Sus aulas, sus patios, sus aseos,
sus distintos servicios, los caminos que conducen al centro, son lugares que se
convierten en un escenario temido e insoportable para quien vive acosado. Al
tiempo, la masificación de los centros, el anonimato que en cierto modo viene
a envolver los acontecimientos cotidianos que en él suceden, hacen más fácil
las conductas reprobables o inadecuadas, carentes como están tantos centros
de un régimen de disciplina mantenido con energía por los responsables de los
mismos. Y cuando los ambientes son permisivos, y el anonimato es posible, son
muchas las cosas inconvenientes que pueden llegar a crecer en la convivencia
colegial.

En forma sintética, Díaz-Aguado —una investigadora acerca del tema


que ha creado, entre otras cosas, un Observatorio para la detección y estudio
de la violencia en el aula, desde su cátedra de la Universidad Complutense—,
hace notar que el fenómeno se produce a través de una diversidad de conduc-
tas —burlas, intimidación, agresiones, insultos…—, que generan problemas
que duran en el tiempo, y que suponen un abuso de poder por parte del agre-
sor o agresores sobre la víctima, y —añade— que es mantenido “debido a la
ignorancia o pasividad” de las personas responsables del entorno (Díaz-
Aguado, 2005). En otras palabras, se trata de un fenómeno en que, a la postre,
toda la sociedad escolar está, de una u otra forma, implicada, por activa o por
pasiva, y que encierra un núcleo de poder y violencia, capaz de desestabilizar
el equilibrio psicológico de quienes se ven sometidos a ello. Y como se trata
en todos los casos de personas que son menores de edad, lógicamente entran

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en juego también sus familias correspondientes, implicadas de muy diversas for-


mas en el desarrollo de estos eventos.

ALGUNAS CIFRAS Y UN CASO

Estamos ante un fenómeno que se ha generalizado en nuestro mundo


actual, y que en modo alguno es exclusivo nuestro. Con toda la precaución
debida, tal vez debamos recoger algunas de las informaciones estadísticas que
al respecto hoy circulan en Internet, según las cuales el porcentaje de varones
y el de mujeres acosados anualmente superaría el 50% en países como Zambia
(63% y 67% ), Zimbawe (60% y 51%), Kenia (57% y 57%), Namibia (57% y 47%)
y Botswana (53% y 52%). Ello nos permite ver que no estamos ante un simple
fenómeno de pérdida de valores en un mundo desarrollado, sino que se trata
de un tema fuertemente enraizado en los procesos de desarrollo juvenil, media-
dos por otros de índole sociocultural. Además, hay un amplio consentimiento
que lleva a pensar que, de los 600.000 adolescentes de entre 14 y 28 años , que
se suicidan anualmente, un importante grupo lo hace impulsado por fenóme-
nos de acoso —y ciberacoso, o acoso a través de redes sociales e Internet—,
incapaces de hallar otra solución al problema (Mediación y violencia, 2016). En
concreto, y con datos tomados de varias fuentes, mientras en Noruega hay un
7,4% de agresores, y un 8 % de víctimas (según Olweus, s.f.), y en Austria un
6% y un 14 %, respectivamente (Klicpera,1996), en el Reino Unido habría un
2.9% y un 12,2% , y en Europa, un 5,9% y un 11,5% respectivamente ( Serrano
e Iborra, 2005:47).

Las cifras que se han dado recientemente en prensa sobre acoso esco-
lar en España son realmente importantes. Según datos ofrecidos por el diario
El País (2016), habría un promedio del 9,3% de sujetos que lo han experimen-
tado (o sea, 1 de cada 10 alumnos), en un tiempo de encuesta que tuvo lugar
desde septiembre de 2014 a junio de 2015 —el curso escolar 2014-15, en una
palabra. Aparece ahí una importante diferencia entre comunidades autónomas,
que oscilan entre los 13,8 de Murcia, y los 12,2 de Andalucía, y los 6 y 6,3 de
Navarra y el País Vasco, respectivamente (El Pais, 2016), observándose una
clara contraposición norte-sur entre ellas.

Precisamente en este contexto no podemos dejar de mencionar el


hecho de que este mismo año 2016, en abril, nuestro gobierno acordó promo-
ver la puesta en marcha de un Plan Estratégico de Convivencia Escolar, que
incluye la existencia de un teléfono para atender los casos de malos tratos y
acoso en el ámbito escolar. Ese teléfono comienza a funcionar este mismo
curso, atendido por psicólogos, y, al justificar su creación, la referencia dada
sobre el tema en el Consejo de Ministros empieza diciendo que, “en los últi-
mos meses, son cada vez más numerosos los supuestos de acoso escolar, den-

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tro y fuera del aula, que asedian a casi un 4% de la población escolar” (La Mon-
cloa, 2016).

Pero no cabe olvidar que este tipo de fenómeno afecta a una comuni-
dad mucho más amplia que los protagonistas activo y pasivo de la violencia, y
así, algún informe reciente sobre el tema relativo a los Estados Unidos, dice que
uno de cada siete alumnos, desde últimos niveles de kindergarten a los finales
de high school, ha estado envuelto en un fenómeno de acoso, bien de modo
activo o pasivo, y lo que también es muy interesante, un 61% de los escolares
encuestados han afirmado creer que los estudiantes que han protagonizado
fenómenos de tiroteo en las aulas, lo han hecho como respuesta a un proceso
de acoso del que deseaban vengarse (Bullying Statistics, 2016). Por mencionar
un caso famoso, el suicidio de un escolar vasco de catorce años de Hondarri-
bia, Jokin, muerto en 2004, tuvo implicaciones muy varias, y terminó con sen-
tencia judicial de los ocho menores implicados, sentencia que por lo demás ha
sido fuertemente controvertida. O, por venir más cerca de nuestro presente, en
julio de este año 2016 ha habido un tremendo atentado perpetrado en Munich
por un joven alemán de origen iraní de 18 años, en que han muerto nueve per-
sonas. El hecho tiene todos los rasgos de una venganza ante un problema de
acoso , una venganza planeada durante un año y al parecer movida por lo que
en la prensa se ha llamado ‘fobia social’. El protagonista, según esas informa-
ciones, se habría quejado a un vecino de haber sido “acosado durante siete
años”, y se mostró orgulloso de tener ahora “un arma para disparar” (El Confi-
dencial, 23-7-2016).

LAS FORMAS DEL MALTRATO

El acoso es un comportamiento que puede adoptar muy diversas for-


mas. Las conductas concretas y los instrumentos con que se realizan o que se
aplican a la venganza dependen del contexto social, los recursos económicos
y mil otros factores que influyen en todo caso en el desenlace del tema.

En el informe que entre nosotros hizo el Defensor del Pueblo (2007)


sobre este problema hace unos años, se presta mucha atención a las distintas
maneras como acontece el proceso de acoso al compañero, usualmente prota-
gonizado por otro compañero de la misma clase, o, en menor grado, por estu-
diantes de igual curso que se hallan en otra clase, o por los que están en una
superior.

Las formas más frecuentes incluyen las amenazas, daños a la propiedad,


insultos, burlas y motes; no tan frecuentes son ya la violencia física, incluso en
ocasiones los robos, el acoso sexual y hasta amenaza con armas. Todo eso sirve,
fundamentalmente, para mantener en vilo y temor constante al destinatario de esas

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conductas, al que de continuo se le hace sentir su impotencia y sometimiento.


Es relevante el hecho de que en muchos casos, los muchachos y muchachas aco-
sados son sometidos a un proceso de exclusión social, (“me ignoran”, “no me
dejan participar”), que tiende a dejarles fuera de la vida social del colegio, y les
priva de las redes sociales de apoyo que podrían compensarle del vacío que se
les hace. Con ello, en quienes padecen la agresión se originan procesos de ansie-
dad, depresión, pérdida de la autoestima, y hasta un complejo síndrome de estrés
postraumático reactivo, que pueden conducir hasta un proceso de autolisis.

El proceso, en su globalidad, tiene sentido, cuando se lo ve dentro del


marco de la convivencia escolar, como una prohibición de trato activamente
ejecutada por un acosador o un pequeño grupo de compañeros agresores, y
pasivamente seguida por una gran parte de los compañeros, que abandonan
al proscrito a su suerte, y siguen de mayor o menor grado las directrices que
aquellos imponen. Los procesos de acoso, en este sentido, son prácticamente
siempre grupales (Salmivalli, 2010), y tienen siempre una pluralidad de nive-
les, en cuanto al lado de un pequeño grupo de protagonistas promotores y
ejecutores del mismo, incorporan a un cuerpo mucho más amplio de coopera-
dores y seguidores, que no se hallan dispuestos a oponerse y a disentir de lo
que aquellos proponen, y que de este modo abandonan a su suerte a las víc-
timas, con mejor o peor conciencia.

De tres modos muy distintos se viven estos procesos de acoso. De


acuerdo con los datos de Díaz-Aguado (2016), tomados del Estudio Estatal de
la Convivencia Escolar, se ha detectado la existencia de un 6% de escolares
que interviene activamente en ellos; un 13.9% que son “indiferentes a la vio-
lencia”; un 12,1%, que siente que “debería impedirla, pero no hago nada”, un
31,8% que intenta cortar la violencia cuando el afectado es “amigo”, y un 36,3%
que lo intenta aunque no sea amigo de la víctima. En suma, poco más de un
tercio de personas actúan movidos por la calidad moral del acontecimiento, y
actúan venciendo las resistencias de modo que su rechazo se ajusta a unas
condiciones efectivamente morales, y casi la cuarta parte, o es indiferente, o en
todo caso no hace nada: 12,1% , más 13,9%, esto supone un 26% del total.

La encuesta del Defensor del Pueblo dejaba también clara la valoración


que los profesores tienden a hacer del problema. En las preguntas que se les
hizo, se les pidió posicionarse ante las cuestiones que a su juicio eran más rele-
vantes de cara al funcionamiento de sus centros, y el apartado relativo a los
“conflictos y agresiones entre los alumnos” aparece situado en cuarto lugar
(23,3%), después de la comunicación con las familias (37,3%), los problemas
de aprendizaje de los alumnos (36,3%) y la insuficiencia de los recursos huma-
nos y materiales” (29,3%). El tremendo hecho actual del acoso escolar, y en
general de la disciplina en los centros, logra solo un limitado reflejo en esa
posición, algo por encima de las interrelaciones entre los propios profesores
(19%) y la preocupación por la inestabilidad de la plantilla (15%) (Defensor,

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2007:186). No es pues, a lo que parece, un problema de máxima prioridad para


este grupo de informantes.

UN EJEMPLO HISTÓRICO

Recientemente, se ha realizado el análisis de un interesante e histórico


caso de acoso del que hay informes biográficos muy notables, y cuyo interés
se incrementa aún más por el singular protagonista que lo sufrió, que fue nues-
tro Premio Nobel de 1906 don Santiago Ramón y Cajal.

En efecto, una comunicación presentada en la reunión anual de la


Sociedad de historia de la psicología española (SEHP, 2026), por la Profesora
V. Del Barrio Gándara, examina desde una perspectiva clínica aquellas páginas
de los Recuerdos de mi vida del gran científico (Ramón y Cajal, 1923), donde
su autor evoca sus problemas escolares vividos durante sus estancias en Ayerbe,
(entre 1860 y 1861), y luego en Huesca, (en 1861), como escolar al que algu-
nos compañeros trataron de marginar y embromar agresivamente.

Ramón y Cajal, (1852-1934), hijo de un modesto médico cirujano, que


con tesón llegó a obtener el título de doctor en medicina, sometido a numero-
sos cambios de residencia, hubo de ir pasando por distintas escuelas, en algu-
nas de las cuales fue recibido con hostilidad y agresividad. Era una persona
muy bien dotada intelectualmente, que leía y escribía a los seis años, y tenía
un padre enormemente exigente, austero y serio, que le forzaba al estudio.
Para ir directamente al asunto que nos ocupa, recordemos su llegada con ocho
años a la escuela de Ayerbe: “Mi aparición en la plaza de Ayerbe fué saludada
por una rechifla general de los chicos. De burlas pasaron a las veras. En cuanto
se reunían algunos y creían asegurada su impunidad, me insultaban, me gol-
peaban a puñetazos o me acribillaban a pedradas. ¡Qué bárbaros éramos los
chicos de Ayerbe!” (Ramón y Cajal, 1923:23). Es notable cómo aquel muchacho
comprendió por qué pasaba aquello. Aquel rechazo tenía algún sentido. En
efecto, dice, “yo no gastaba calzones o alpargatas, ni ceñía con un pañuelo mi
cabeza, y eso bastó para que entre aquellos zafios pasara por señorito… Con-
tribuía también mi antipatía, y la extrañeza causada por mi lenguaje” (ibidem).
Nuestro autor no deja de advertir el fenómeno social que allí se producía, y
escribe: “¿Por qué esta imbécil aversión al chico forastero? Lo ignoraba, y aún
hoy no me lo explico bien” (ibidem). Como enseguida veremos, sigue siendo
hoy un motivo potente generador de acoso la posesión de rasgos diferencia-
les respecto del grupo agresor, que responde de ese modo con rechazo a la
presencia de diferencias.

Ante la recepción que se le hacía, el muchacho decidió asumir enton-


ces una vía de asimilación al grupo. “Acabé por acomodarme a su extraña jeri-

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gonza… (y) sentí la necesidad de sumergirme en la vida social, tomando parte


en los juegos colectivos…”, así que “amainó la mala voluntad de los muchachos
para conmigo” (Idem, 24). De esta suerte, terminó por ser aceptado por el
grupo, y desmontó, gracias a su ingenio, la hostilidad que en un principio des-
pertaba.

Nuevos traslados volvieron a hacer de él el alumno nuevo que llegaba


de fuera, esta vez al Instituto de Huesca. Y de nuevo el problema reapareció.
Tenía ya doce años, y en su nueva escuela encontró un muchacho seis años
mayor que él, que comenzó a dispensarle una reiterada agresividad verbal —le
propinaba insultos, le llamaba ‘carne de cabra’, e ‘italiano’ (Idem, 58) por el
abrigo raro y largo que vestía por imposición de su madre— y de ahí pasó a la
agresión física, hallando el modo de darle repetidas palizas. Cajal dice que eso
se debía, fundamentalmente, a que era visto allí como siendo él de Ayerbe, y
llevar aquel abrigo extemporáneo, e indignarse por el uso que hacían de la
fuerza con él. El nuevo problema necesitaba solución. El futuro histólogo exa-
minó sus posibilidades: “halago y lisonja a los atropelladores; invocación a la
autoridad; ejercicio intensivo de los músculos; ejercicio intensivo de la astucia”
(Idem, 59). Decidió que “los dos primeros eran deshonrosos”; optó por la reac-
ción meditada. Su nuevo camino iba a ser un poco más largo: decidió no enfren-
tarse físicamente a su agresor, sino diferir la respuesta y esperar al momento
que fuera oportuna, preparándose antes físicamente, y eligiendo cuidadosa-
mente quién sería su adversario, para dar la batalla con posibilidad de éxito.

En las páginas de la autobiografía, su autor cuenta cómo dedicó lo


mejor de sus esfuerzos a ponerse en forma, haciendo ejercicios sin cuento por
los bosques de los alrededores, trepando y haciendo gimnasia, y alcanzando
un excelente dominio de la honda, cosa que resultó muy eficaz. Llegado el
momento en que se sintió fuerte, eligió como rival al antiguo agresor, al que
fácilmente logró derribar con tiros de su honda, que pudo rematar con golpes
bien propinados, y de pronto se encontró con que éste terminó por admirarle,
cesó en su acoso, y reconoció el valor y el mérito del forastero de Ayerbe. La
persecución sufrida, de un par de años de duración, terminó por agresión reac-
tiva exitosa de la antigua víctima frente al acosador. El comentario del prota-
gonista es notable: “Esto que a muchos parecerán chiquilladas, tiene decisiva
importancia no sólo para la formación del carácter, sino hasta para la conducta
ulterior durante la edad viril” (Idem, 59).

La historia se comenta sola, pero no pasemos por alto algunos extre-


mos. Como hace notar Del Barrio, el fenómeno del acoso en distintas edades
puede tener, como aquí ocurre, soluciones diferentes. Y la conducta de Cajal
evidencia su gran talento a la hora de enfrentarse con el problema. También
es interesante esa mención a la honda repercusión psíquica que esas llamadas
“chiquilladas” tienen sobre la personalidad de innumerables muchachos y
muchachas que las padecen. Por uno de sus lados, es una conducta antisocial

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y patológica, capaz de generar consecuencias indeseables en el psiquismo de


los afectados, hasta grados de máxima peligrosidad. Sobresale también la agu-
deza de Cajal al notar que la causa de la acogida hostil a su persona se hallaba
en el hecho de su ‘rareza’ o disparidad respecto del grupo. Hay, en fin, la fina
sensibilidad de quien, siendo víctima de agresiones, advertía que ciertas apa-
rentes soluciones parecían “deshonrosas”, y afectaban directamente al concepto
que de sí mismo tenía, y eran por tanto completamente inasumibles, fuera cual
fuera su posible efectividad .

Esta historia nos lleva de la mano a cuestiones más propiamente psi-


cológicas del acoso, empezando por la motivación que late detrás de tan hos-
tiles agresiones.

LOS MOTIVOS DEL ACOSO

Como ocurre con todas las conductas humanas, la de acoso tiene a su


base una motivación que termina, en demasiadas ocasiones, por desencade-
narla. Y conviene sin duda, antes de pasar a un nivel explicativo al que se llega
teorizando, considerar primero un nivel descriptivo, que muestra en términos
sumamente crudos la tosquedad con que muchos de los agresores viven sus
experiencias. (Aquí, como en el resto del trabajo, atiendo sólo al fenómeno del
acoso escolar, dejando a un lado toda la más reciente dimensión del ciberacoso,
merecedor hoy ya de un tratamiento aparte).

Las personas que han admitido haber ejercido en alguna ocasión acoso
a un compañero o compañera, han contestado a la pregunta de ¿por qué?, esto
es, ¿por qué lo había hecho?, con las respuestas siguientes. Nos las propor-
ciona, entre otros, la ONG “Save the children” (2015) dedicada a estos temas.
Así, en primer lugar, figura la respuesta “No lo sé” (19,5 %). Siguen luego “Por
gastarle una broma” (14,5%) y “Por molestarle” (13,1%). (Esto supone ya casi
el 50% de las justificaciones). En cuarto lugar, “Para vengarse de él/ella” (9,9%),
seguido de “Porque le tengo manía” (9%). En sexto lugar, “Porque me provocó”
(8,2%). (Hasta aquí, al añadir estas respuestas de antipatía reactiva, ya explica-
mos el 75%). Siguen luego una serie de respuestas sobre diferencias individua-
les que no se le aceptan a la persona acosada: “Por sus características físicas”
(8,1%), “Por su color de piel, cultura o religión” (6.6%), “Por su orientación
sexual” (5,9%), y, finalmente, “Por las cosas que le gustan (cine, música, libros,
juegos)” (5,2%). Este último apartado reúne también otro 25% de casos.

Al trasladar estas categorías a distintos tipos de motivación humana


—bien sea de motivos innatos, primarios o fisiológicos, o bien de secundarios
o adquiridos socialmente— se ve con claridad que todos ellos entran en esa
segunda clase, en sus distintas variedades (motivos de poder, de logro, de

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seguridad, afiliación, prestigio o estatus). Cabe ver la importancia de los lazos


que busca el agresor tener con el propio grupo al tratar de lograr un estatus
destacado, propio de persona que es valiente y que responde segura a supues-
tas provocaciones, y también esa posición de defensor del grupo propio frente
al otro ‘diferente’ al que se tiene ‘manía’, clara motivación de heterofobia, que
se da con fuerza en el mundo infantil y juvenil. También se ve la apelación a
motivos de autoprotección ante un posible castigo en esas respuestas sobre no
saber por qué lo hacía, acudiendo así a la fórmula de una inconsciente irres-
ponsabilidad.

En todos esos casos, se advierte la necesidad de introducir una pers-


pectiva “ecológica” en el estudio del acoso, dado el esencial papel que parece
tener el contexto grupal en que se produce, y hasta el círculo de ‘territorio per-
sonal’ en que los individuos implicados se mueven (Swearer y Hymel, 2015).

Si se pasa a un nivel interpretativo superior, los expertos tienden a dar


una lista de motivos o rasgos bastante diferentes: Carencia de empatía en la per-
sonalidad del agresor —que sería incapaz de ponerse en el punto de vista del
otro; ansia de atención, o aspiración a ejercer un liderazgo sobre los otros
miembros del grupo, por sus muestras de decisión y agresividad; el gusto por
la manipulación, con que convencen a otros de la oportunidad de su conducta,
y del modo de justificarla; tendencias a distorsiones cognitivas que modifican
la responsabilidad de los actos haciendo que recaiga en los propios acosados
(El Bullying, 2011).

El acoso, visto a esa luz, repetiremos, revela su condición de un pro-


ceso de imposición de dominio del acosador sobre el individuo acosado, en el
marco de un grupo, donde el primero aparece dotado de fuerza y poder social,
y por lo mismo, socialmente reforzado gracias a esa capacidad de realizar agre-
siones e imponer su voluntad sobre el individuo agredido, con el asentimiento
del grupo.

No se puede dejar de relacionar este fenómeno con toda una serie de


estudios sobre dominancia social en grupos de individuos de la misma espe-
cie. En efecto, se puso en ellos de manifiesto la existencia, en una serie de
casos, de conductas conducentes al establecimiento de una jerarquía entre los
miembros de un grupo por un proceso que se conoce como el método del
“picoteo”, por la forma que éste adopta entre las aves de corral. En estudios de
etólogos (Schjelderupp-Ebbe, Rowell, Syme…; vid. Peláez, 1985), se precisó la
existencia de un proceso destinado a imponer el dominio de un individuo
sobre otro mediante una conducta unidireccional de picoteo de uno sobre el
otro, que termina por organizar una estructura dentro del grupo, en función de
la condición de sus varios miembros , bien se sea individuo que picotea o que
es picoteado, y en cada caso por cuántos, lo que permite establecer entre todos
ellos una escala común de sometimiento y poder.

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SOBRE PERSONALIDAD DEL ACOSADOR Y DEL ACOSADO

En la mayoría de los casos, el acoso es un proceso que se inicia y man-


tiene por decisión y obra de su agente, el individuo agresor. Comencemos exa-
minando esta figura.

Los expertos coinciden generalmente a la hora de señalar cuáles pare-


cen ser los rasgos que aparecen en la personalidad de los sujetos que lo prac-
tican activamente. Olweus, a partir de las grandes encuestas realizadas por él
en Noruega, resumió las principales características que encontraba en ellos:

“pueden ser físicamente más fuertes que sus compañeros… y que sus
víctimas…; sienten una necesidad imperiosa de dominar y subyugar a otros
alumnos… y de conseguir lo que se proponen; …tienen mal carácter…, son
impulsivos y toleran mal las frustraciones;… con los adultos suelen tener una
actitud hostil, desafiante y agresiva…; se les considera duros, curtidos y mues-
tran poca simpatia con los alumnos que sufren agresiones; no son ansiosos ni
inseguros, y acostumbran a tener una opinión relativamente positiva de sí mis-
mos…; adoptan conductas antisociales… a una edad bastante temprana; tienen
‘malas compañías’; su popularidad… puede ser normal… pero lo más frecuente
es que cuenten con el apoyo de al menos un número reducido de compañe-
ros…; su rendimiento académico puede ser normal… en la escuela elemental,
mientras que en la secundaria por lo general… obtienen notas más bajas y des-
arrollan una actitud negativa hacia la escuela” (Olweus, 2006:79-80)

Cuando se pasa de muchachos acosadores noruegos a jóvenes espa-


ñoles, los rasgos se vuelven a repetir con gran fidelidad, si nos atenemos, por
ejemplo, a las descripciones que de los muchachos acosadores hace Díaz-
Aguado. Puede ser útil tener a la vista su propuesta de caracterización de estas
personas: “una situación social negativa…, una acentuada tendencia a abusar
de su fuerza…; …impulsivos, con escasas habilidades sociales, baja tolerancia
a la frustración, dificultad para cumplir normas, relaciones negativas con los
adultos y bajo rendimiento…; …dificultad de autocrítica; …autoestima… media
o incluso alta…. Entre los principales antecedentes familiares, …ausencia de
una relación afectiva cálida y segura…; …madre (con) actitudes negativas… ;
…combinando la permisividad ante conductas antisociales con el frecuente
empleo de métodos coercitivos autoritarios… (y) castigo físico”. (Díaz-Aguado,
2005:550). Además ha encontrado en ellos “creencias que llevan a justificar la
violencia y la intolerancia… (…más racistas, xenófobos y sexistas); razona-
miento moral más primitivo…; …menos satisfechos …con su aprendizaje esco-
lar; (y ) percibidos por sus compañeros como intolerantes y arrogantes… y
como que se sienten fracasados” (Ibid.).

El extraordinario éxito que siguió a la aparición del libro sobre la


Inteligencia emocional de Daniel Goleman sobre el tema, en 1995, mostró la

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insatisfacción que se dejaba sentir entre los profesionales de la psicología ante


una versión excesivamente intelectualizada de la inteligencia, y su convicción
de que la potencialidad adaptativa a situaciones efectivamente vividas por los
individuos dependía en muy alto grado de las vivencias emocionales sentidas
por ellos, así como de su conocimiento y trato de las emociones de sus inter-
locutores y cooperadores. En el caso de los sujetos que estudiamos esto parece
muy relevante. En los pasados años, una serie de estudios en torno al tema de
la inteligencia emocional (IE), ha facilitado una exploración en esa dirección.
Se muestra como crucial en estos sujetos la peculiar combinación de sentimien-
tos y emociones, especialmente en el trato con los demás, que tiende a ser
dominador, carente de respeto a la personalidad del otro, con actitudes propias
del avasallamiento y la dominación social.

Más concretamente, parecen tener un bajo índice de inteligencia emo-


cional. Esto querría significar que, por un lado, son sujetos carentes de una serie
de competencias: carentes, por una parte, de ‘empatía’, o capacidad para
ponerse en el punto de vista de la otra persona y entender los sentimientos que
la dominan en una cierta situación; carentes de autocontrol, o dominio de las pro-
pias emociones y sentimientos, dejándose llevar por reacciones inmediatas y
espontáneas, sin poder someterlas a crítica ni limitarlas, especialmente en el caso
de emociones negativas; y, en fin, faltos de habilidades sociales para el trato
positivo, cooperativo y satisfactorio con las otras personas en el mundo general
de la convivencia. “Los agresores —dice Peter K. Smith, un reconocido especia-
lista inglés— suelen provenir de familias en las que se produce una falta de
cariño, la violencia es común y la disciplina inconsistente” (Smith, 2007:178).

Entre nosotros, Garaigordobil y Oñederra llevaron a cabo un estudio


pormenorizado de la personalidad, inteligencia emocional y conducta concreta
en casos de acoso escolar, analizando datos pertenecientes a estudiantes de
educación secundaria en el País Vasco. Sus conclusiones confirman la hipóte-
sis de que los acosadores y sujetos con conducta antisocial delictiva aparecen
como individuos bajos en inteligencia emocional o pensamiento constructivo
global (Garaigordobil y Oñederra, 2010:251). Y ya son muchos los que advier-
ten —por ejemplo, “Utterly Global”, una organización anti-bullying— que los
muchachos acosadores tienen hasta un 60% más de probabilidades de tener
abierta una causa criminal contra ellos al llegar a los 24 años, que los indivi-
duos de población normal.

LOS RASGOS DE LA VÍCTIMA

¿Qué sucede con las personas que se ven forzados a asumir el papel
de víctimas del acoso, y sufren las agresiones reiteradas de alguno o algunos
compañeros, sin poder poner término a la situación?

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Dada la amplitud del fenómeno, parece claro que no hay un único


estereotipo al que se ajusten quienes vienen padeciendo las formas múltiples
de acoso. Pero sí hay ya un amplio consenso en relación con algunas de sus
características, que aparecen reiteradamente cuando el caso se produce. Así, se
ha subrayado el hecho de que generalmente son personas que tienen poca
relación con sus compañeros, con una baja socialización, de modo que parti-
cipan poco y forzadamente en actividades grupales, y más bien buscan ambien-
tes donde hay protección familiar. Las familias hiperprotectoras, por tanto, ter-
minan por ser, paradójicamente, un factor de riesgo para que el acoso se
produzca (Serrate, 2007) .

También se ha reunido un puñado de rasgos físicos que se hallan con


frecuencia en el grupo de víctimas, entre los que destaca el presentar o exhi-
bir alguna singularidad que los señale dentro del colectivo de su clase; puede
tratarse del color de la piel o del pelo, o bien el uso de gafas, o una notoria
obesidad, o alguna dificultad psicomotora, como una torpeza de movimientos,
o algún defecto en la movilidad, o un habla que resulte discordante con el
modo y uso de la lengua vigente en el grupo; y desde luego, puede resultar
decisivo algún rasgo de alteración de la sexualidad normal. La presencia de
una diferencia física o conductual, ya lo dijimos y lo repetimos ahora, es un estí-
mulo que tiende a excitar en los niños y jóvenes diversas reacciones de hete-
rofobia, o fobia ante lo diferente.

Garaigordobil y Oñederra (2010), entre otros muchos, resumen las


características psicológicas de estas personas. Tendrían también, como los aco-
sadores, baja inteligencia emocional, baja emotividad (con poca capacidad de
enfrentase a situaciones estresantes y tendencia a pensamientos negativos y al
estrés), baja eficacia, baja autoestima (o sea, una actitud poco favorable hacia
sí mismos), baja tolerancia a la frustración (sobreestimando lo desfavorable) y
poca actividad y poca eficacia en su comportamiento cotidiano. Ciertamente,
este retrato robot dibuja a una persona que está siendo estresada y se halla sin
capacidad de respuesta, carente de posibilidades para alcanzar una solución
positiva, y refugiada en una actitud de resignación que va minando creciente-
mente el valor de su propia imagen y de su capacidad de resolver problemas
e imponer sus valores y criterios.

Es cierto que esta imagen, obtenida “ex post facto”, nos ofrece el perfil de
quien ya está sometido al fenómeno de persecución y estrés, y por tanto, es ésta
una imagen reactiva al fenómeno vivido. Por eso, también muchos han pensado
en la necesidad de hallar algunos rasgos o caracteres de la posible víctima que
pudieran ser considerados factores de riesgo y pudieran permitir intervenciones
preventivas para tratar de hacer abortar el fenómeno antes de que se produjera.

Garaigordobil et al. (2015) encontraron que, a partir de un estudio con 175


sujetos de entre 13 y 15 años, cabía hablar de dos posibles variables predicto-

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ras de victimización: una, la baja autoestima; otra, el menor nivel de edad. A


nuestro juicio, es también muy interesante el hecho de que se hubieran intro-
ducido en el análisis, además de las dos citadas, estas otras: sexo, nivel socio-
económico-cultural, empatía, agresividad impulsiva y premeditada, y que no
resultaran eficaces en la predicción. Esto quiere decir que se puede ser víctima
de uno u otro sexo, con cualquier nivel social, con mayor o menor empatía en
el trato social, y con cualquier nivel de agresividad, por supuesto, incluso con
una agresividad nula. Y, en cambio, la baja autoestima, y con ello la inseguri-
dad, la falta de decisión, la debilidad personal, aparecen como cualidades que
perfilan a una víctima potencial, que con toda probabilidad permitirá que se
abuse de ella sin gran dificultad. Eso, ciertamente, junto con los mencionados
rasgos o cualidades físicas y sociales, con las que estas variables de otro orden
interaccionan.

EN BUSCA DE UN MARCO TEÓRICO

Los datos son firmes, resistentes al pensamiento, y se imponen con su


materialidad. Las estadísticas de suicidio, de depresión, de agresión incluso con
armas, muestran la solidez de un fenómeno que desearíamos erradicar. Pero
para ello es preciso que entendamos su naturaleza, que veamos sus raíces en
la constitución de la vida humana, y sus conexiones con otras dimensiones de
ésta; en suma, necesitamos tener, siquiera sea en forma de hipótesis, un modelo
interpretativo que nos ayude a entenderlo.

No parece poder afirmarse que haya en la psicología hoy un modelo


en vigor al que referir nuestras cuestiones, y con el cual trabajar holgadamente.
Pero tampoco carecemos de conceptos y teorías que, al menos parcialmente,
pueden permitirnos ver un poco más en lontananza, y ayudarnos a trazar un
perfil del problema.

Para comenzar por el principio, no hay duda de que el fenómeno del


acoso escolar o bullying, es un comportamiento de relación interpersonal vio-
lenta, protagonizado por un sujeto o grupo de individuos, que en un ambiente
bien definido y tipificado, el de la vida escolar, llevan a cabo una serie de accio-
nes para humillar, violentar, y someter a un compañero que desea escapar a él,
pero es incapaz de hacer frente a las presiones de aquellos. Es un comporta-
miento que los agresores ponen en marcha, y que la víctima padece, y ello a
lo largo de un tiempo considerable. Como todo comportamiento personal, se
trata de una actividad con su finalidad, y su persistencia en el tiempo revela en
el fondo su índole satisfactoria, es decir, que el sujeto o sujetos que la inician
logran con ella resultados que les satisfacen, y que refuerzan y mantienen esa
actividad de modo estable, mientras la situación no varía. Al decir esto no hace-
mos sino aplicar un principio explicativo bien conocido, la llamada ‘ley del

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efecto’ formulada por el psicólogo E. Thorndike a finales del siglo XIX, según
la cual, las respuestas o conductas que resultan satisfactorias en una situación
se repiten y se fijan mientras ésta dura, y se inhiben o cesan aquellas otras que
son insatisfactorias. Es un principio perfectamente aplicable al caso.

Digamos aquí, de paso, que hoy algunos estudios recientes en el


campo de la neurociencia apuntan a algún tipo de explicación que apelaría a
la satisfacción o placer, dentro de su nivel de planteamientos. Se trataría de la
existencia de unos mecanismos hipotéticos de placer y refuerzo en el cerebro
de ratones, que producirían satisfacción a unos animales adultos, tras desarro-
llar una conducta de ‘bullying agresivo’ sobre individuos jóvenes de su espe-
cie, introducidos en su espacio de dominio. Se trataría de un circuito que rela-
ciona el lóbulo prefrontal, la amígdala, y un centro menor, la habénula lateral.
Esta últim activa la aversión a estímulos agresivos, y en la situación experimen-
tal diseñada aparece precisamente inhibida en su actividad —o sea, que el pro-
ceso agresivo resultaría repetidamente activado, y no inhibido, por lo que sería
concebido como placentero (Golden et al, 2016). Estaría, además, vinculado
con un factor de defensa de la ‘territorialidad’ individual, tema muy importante
en el sistema conductual de muchas especies animales.

Más allá de esas posibles hipótesis biológicas, no hay duda, hablando


conductualmente, que los acosadores acosan y lo siguen haciendo, porque
obtienen resultados que les satisfacen. ¿Pero qué obtienen?

Muchos de los investigadores, llegados a ese punto, apuntan básica-


mente a dos posibles tipos de efectos que podrían estarse dando por ese medio.
Uno, la satisfacción que produce el ejercicio del poder y dominio sobre otra
persona. El poder, el control ejercido sobre otra persona o grupo, reafirma la
seguridad y firmeza de la imagen de uno mismo, su autoconcepto. Dada la exis-
tencia en los individuos de un afán o motivo permanente de seguridad, como
han sugerido muchos teóricos, A. Maslow entre ellos, esa seguridad se conso-
lida al imponerse el sujeto y controlar a otros individuos del entorno. Estudios
de personalidad de estos individuos han hallado en ellos, entre otros rasgos,
una fuerte presencia de un factor de “masculinidad social” —relacionado con
afán y búsqueda de poder—, que confirma esa interpretación (Morales et al.,
2016). También se ha apuntado a un segundo motivo: el deseo y afán de lide-
razgo, de estimación y aceptación por parte del grupo en que un individuo está
inserto. Su motivo de seguridad también se refuerza por el hecho de que en su
entorno otros lo admiren y valoren positivamente. En el mundo del acoso, el
acosador se mueve siempre dentro de un grupo dentro del cual puede conso-
lidar su liderazgo con esa conducta, y con ello, reforzar y consolidar su concepto
de sí mismo. Estaríamos, pues, ante un fenómeno pleno de sentido, y lleno de
ventajas, para el sujeto que lo ejecuta; claro que ello es así siempre que no tenga
graves contrapartidas o penalizaciones, esto es, si solo tiene consecuencias posi-
tivas para su ejecutor. Y esta es una de sus claves.

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¿Por qué se pone en marcha una conducta violenta, y se buscan los


refuerzos que parece que con ella se obtienen? La psicología contemporánea ha
dado sustancialmente dos respuestas: una, porque hay un “instinto” innato de
violencia y agresividad, y éste genera naturalmente respuestas violentas en deter-
minadas situaciones, así que nuestra naturaleza biológica hace que se disparen
esas reacciones cuando van movidas por fuertes y determinados impulsos. O
bien, segunda posibilidad, porque se ha aprendido ‘vicariamente’ que tales actos
son útiles y producen resultados satisfactorios, viendo a otros hacerlos en cier-
tas situaciones, y eso lleva a quienes lo observan y aprenden, a imitarlos.

Dentro de aquella posición instintivista, hay quienes han mantenido y


mantienen que las conductas violentas están dentro del repertorio biológico
de los individuos, y se activan espontáneamente cuando se dan situaciones de
constricción, presión o coerción. Es la idea de que la agresividad que genera
conductas violentas es un “instinto”, que acompaña a la naturaleza humana.

La capacidad de agresividad y violencia comportamental de los indivi-


duos en determinadas situaciones —defensa de la prole y de la pareja, del terri-
torio, posibilidad del apareamiento— tiene un valor biológico básico, y está
mediada, en el caso humano, por todo un sistema que integra varias estructu-
ras neurales del cerebro interno, que cumplen funciones operativas en tareas de
memoria, emoción, sociabilidad y procesos ejecutivos, además de la agresividad.
Es un sistema primordial para la conservación del individuo y de la especie (Rof,
1966; Sanmartín, 2004). Agresividad e ira (en griego, andreia) era ya una de las
funciones básicas de la psique según Platón. Y es esencial no sólo en la activi-
dad vital de la especie humana: Konrad Lorenz estudió la agresión en la escala
de las especies animales; y años antes, Sigmund Freud mantuvo, en una famosa
correspondencia con Albert Einstein, esa condición heredada, natural de la
agresividad en los humanos, y la imposibilidad de su supresión o desaparición.
Freud admitió, por cierto, que la educación y la represión social harían que ese
impulso se fuera moderando a lo largo de la primera juventud. Con posteriori-
dad, desde la psicología experimental, un estudioso como Richard Tremblay
confirma también que la agresividad tiende a descender en los niños y niñas a
partir de los tres años, aunque haya individualidades donde semejante disminu-
ción no se produce (Tremblay, 2001; del Barrio, 2004). Este último caso vendría
representado por la personalidad del psicópata, cuyos mecanismos comporta-
mentales operan de muy otro modo (Eysenck, 1970). La agresividad, diríamos
entonces, es algo natural para los individuos agresivos, que pueden o no corre-
girse, y por otra parte, los no agresivos vendrían a ser casos más o menos des-
viados del modelo normal.

La segunda opción, o de violencia aprendida, la ha tematizado en deta-


lle la teoría del aprendizaje social. Albert Bandura mostró experimentalmente
hace ya años cómo aprenden y luego imitan los niños unas conductas violen-
tas observadas en adultos que, actuando como modelos, golpean tentetiesos en

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una situación diseñada para que aquellos lo observen y puedan más tarde repe-
tirlo (Bandura, 1961). Ya en nuestro campo, innumerables estudios han confir-
mado la tesis de que con alta frecuencia los individuos acosadores se han
criado en familias donde la violencia es un medio habitual empleado para el
control de los individuos, y donde la manera de educar a los hijos, o ‘parent-
ing’, está orientada por actitudes autoritarias y hay falta de ternura en las rela-
ciones entre padres e hijos (Musitu et al., 2001). De esta suerte, movimientos
de violencia, impulsos de agresión, y en general conductas impulsivas que rom-
pen las normas establecidas socialmente, tendrían modelos aplicables dentro de
los mismos hogares, donde los muchachos aprenden la utilidad de tales com-
portamientos a la hora de obtener resultados deseados.

No son posiciones totalmente incompatibles. La posible índole instin-


tiva de una cierta conducta no la excluiría, en principio, del rango de las acti-
vidades útiles y sometidas al principio de la ley del efecto. Recuérdese que el
darwinismo vino a explicar que las conductas heredadas, los instintos o res-
puestas innatas propias de una especie, se mantienen activas y operantes por-
que esa especie, poseyéndolas, ha logrado adaptarse y mantenerse en su
medio, y por tanto, tales conductas son ‘útiles’ para la supervivencia, y por eso
las conserva en su herencia, que le constituye como tal determinado organismo.

Además, la conducta de acoso podría tener otras profundas raíces tam-


bién ligadas a una visión naturalista de la naturaleza humana. Ya hemos hecho
referencia a los fenómenos de conductas de “picoteo” y dominación en anima-
les, en las páginas anteriores . Aquella jerarquía de picoteo entre aves de corral
incita a contemplar el fenómeno del acoso como algo en cierto modo paralelo.
Si se sigue ese camino, se va directamente a parar al tema, sumamente contro-
vertido, del “darwinismo social”. En otras palabras, a la teoría que supone que
la idea de Darwin de que la evolución va produciendo los individuos más aptos
para sobrevivir, que desplazan a los menos aptos, se ajustaría también a las
situaciones de competición social entre grupos e individuos, de manera que
aquellos que adquieren el poder y dominan sobre los demás, serían los más
aptos, y biológicamente superiores. Y eso tendería a hacer ver al individuo
acosador como superior a su víctima, y biológicamente mejor. Han sido muchos
los que han reaccionado en contra de tal manera de ver las cosas. Stephen J.
Gould hizo una enérgica crítica de la teoría en su conocida obra sobre la erró-
nea medida del hombre (Gould, 1981). En todo caso, el mundo humano del
hombre actual no es isomorfo con el del animal: es un mundo histórico y social,
de cultura, donde los sistemas de adaptación son muy otros. Como en su día
escribió José L. Pinillos, “la violencia que nos amenaza… es un fenómeno del
que la biología es condición necesaria, pero no suficiente. Sus determinantes
más directos y específicos están primariamente en la sociedad, y sólo refleja-
mente en el cerebro” (Pinillos, 1979:167). Es un hecho que en el mundo social
se dan procesos de diferenciación social, vinculados a la posesión del poder y
el control, donde se rompen las normas pactadas de convivencia y retorna,

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como retorna siempre lo reprimido, según decía Freud, la ley del más fuerte,
que vuelve así a imponerse como principio válido.

LOS PEQUEÑOS GRUPOS

El acoso escolar es una conducta ‘social’. Supone la interacción cons-


ciente de personas, que resulta inteligible desde ciertas motivaciones y actitu-
des de sus participantes, y asume casi siempre una figura de conducta grupal.
Desde principios del siglo XX hay estudios que analizan los procesos de for-
mación de pequeños grupos para la obtención de determinados fines, mediante
la concertación de acciones, la aceptación de un liderazgo, y la creación de un
espíritu común que introduce conformidad y potencia la eficacia de la imple-
mentación de los proyectos colectivos (Salmivalli, 2010; Gentry, 2014). Kurt
Lewin y sus colaboradores dieron pasos decisivos en el tema. En esos grupos,
cobra realidad la posición de liderazgo, que facilita la obtención de una posi-
ción prominente en el ámbito de la convivencia social. Y también los demás
miembros adquieren un particular rol en función de sus tareas y expectativas.
El fenómeno del acoso escolar, como ya hemos visto, se da generalmente en
grupo, un grupo cuyos miembros ponen en práctica comportamientos agresi-
vos en grados diversos de intensidad, pero compartiendo en todo caso una
común ‘personalidad colectiva’, y una cierta común responsabilidad.

Es normal en el mundo de las instituciones educativas que los alumnos


que en ellas se forman se vayan socializando por el camino de formación de gru-
pos, unas veces con fines deportivos, otras con fines artísticos o educativos, y
sobre todo, por la via de la formación de grupos de amigos y conocidos con los
que se comparten tiempos de recreo y labores de preparación de ejercicios y de
tareas escolares. Los grupos tienen frecuentemente una estructura flexible, unos
componentes variables, y en ellos van surgiendo a veces de modo ocasional,
otras por aspiraciones personales más definidas, unos líderes que proporcionan
coherencia y dirección, y que reciben el apoyo y el reconocimiento de los demás
compañeros. Algunos jóvenes parece que tienden a buscar un refuerzo a su
figura a través de procesos de acoso y dominación ejercidos sobre otros compa-
ñeros, aprovechando la situación para mostrar sus cualidades de ingenio, fuerza,
carácter impositivo, y rechazo de ciertas cualidades o diferencias exhibidas por
los agredidos, buscando así el apoyo de cuantos comparten las agresiones, bien
de manera activa o bien como simples observadores.

Numerosos estudios han hecho ver que estos fenómenos de violen-


cia grupal, que van desde luego mucho más allá del propio y limitado tema del
bullying, y forman el amplio campo de la violencia grupal juvenil, están sóli-
damente fundados en el hecho de que, una vez formado un grupo, sus miem-
bros actúan de consuno para favorecerlo, y operan también marcando su dife-

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rencia con otros grupos, de manera que esa pertenencia a un determinado


grupo incrementa su autoestima y más cuanto más destacado y saliente resulte
ser aquel al que pertenecen. La teoría de la identidad social (Henry Tajfel) per-
mite ver este fenómeno de grupalidad como una vía para consolidar la auto-
estima de sus miembros (Morales y Huici, 1994), y por supuesto, en primer tér-
mino la de su líder, que aplica la violencia a la obtención de una visibilidad y
aceptación colectivas.

LA INFLUENCIA FAMILIAR

Hemos hecho ya referencias a la importancia del ambiente familiar a


la hora de crear disposiciones o tendencias que pueden desembocar en la eje-
cución de un proceso de bullying. Para empezar, es clara la línea que nos con-
duce a la figura del acosador. En efecto, en la familia se pueden dar los mode-
los de acción violenta y un aprendizaje de conductas agresivas , que vengan a
modelar la personalidad de éste (Moral y Ovejero, 2013; Yubero et al., 2013).

Pero también sobre la personalidad de la víctima influye la familia,


bien que de otras maneras, como apuntábamos antes. El rol de esta también
se ajusta a ciertas condiciones en la dinámica del proceso global. Me refiero al
problema de la victimización, y de la figura de víctima y sus posibles rasgos que
ajustan a ésta a su ‘papel’ en la dinámica del proceso.

Hemos visto ya que, según los estudios antes citados, entre las notas
más salientes propias de una víctima, dos parecen ser buenas variables predic-
toras: la menor edad —menor, respecto del agresor, naturalmente—, y la baja
autoestima.

Dejando a un lado la edad, que es un elemento en principio genérico,


y su valor siempre relativo a la situación de que se trate, por lo que se refiere
a la autoestima baja, esta puede generarse de varios modos. En general, surge
del choque del individuo con el mundo social, y de una incapacidad que ahí
aparece en ciertos casos para resolver las dificultades interpersonales, y para
poder convivir en pié de igualdad con los individuos que rodean al sujeto en
cuestión. Ahora bien, este rasgo aparece, por lo pronto, en un tipo de perso-
nalidad que en su día Alfred Adler describiera como “el niño mimado” (spoiled
child).

En efecto, hace ya mucho tiempo que algunos psicólogos, y en particu-


lar el psicoanalista Adler, hicieron notar que, aunque es muy frecuente y aún
natural la inclinación de la mayoría de los padres, a proteger ilimitada e indiscri-
minadamente a su prole, tendencia en la que estaría operando una inclinación
adaptativa biológica de apoyo a los descendientes débiles frente a los peligros

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que pueden amenazarles, tal inclinación, operando incontroladamente, puede


tener muy perversos resultados. La protección sin límite y sin graduación en toda
situación conflictiva en que el niño pueda verse envuelto, conduce inevitable-
mente a éste a formar unos hábitos, actitudes y sentimientos muy particulares.

Según él, este venía a ser un prototipo de personalidad neurótica, apar-


tada de la normal convivencia, falta de orientación hacia la colaboración social.
Criado en un mundo donde todos sus deseos y caprichos serían concedidos, y
donde por lo general la madre construye en torno al niño un “mundo ficticio”,
éste terminará por creerse poseedor de todos los derechos y sin ningún deber
que cumplir, capacitado para oprimir con su actitud parasitaria y egoísta a cuan-
tos le tratan (Adler, 1935). Correlativamente, el mundo en torno se le aparecerá
por fuerza como un enemigo o un peligro, y con frecuencia, sus contactos serán
vividos como agresiones o choques generadoras de frustración, que refuerzan
su tendencia a la reclusión en el mundo familiar acogedor.

El niño que genera semejante personalidad, difícilmente puede convivir


en pie de igualdad con sus compañeros, y sus deseos y modos de actuar, habi-
tuales en él, tienden a excitar la animadversión de sus compañeros, y facilitan la
aparición de procesos de rechazo, de burla y agresión. El niño mimado está casi
sin remedio abocado a encontrar, antes o después, una complicada situación de
rechazo por sus iguales, en ese marco obligado que es el mundo escolar.

Hay también otros casos donde se da igualmente una falta de habili-


dades sociales, con inseguridad, y baja autoestima. Se trata de individuos que
vienen en cambio de ambientes muy particulares en donde han sido sometidos
a un trato paterno violento, con falta de cariño, y donde se produce un apego
inseguro (Milner y Crouch, 2004). Esa inseguridad refluye luego sobre el resto
de su conducta social. Finalmente, también la familia puede resultar determi-
nante a la hora de trasmitir al niño o niña ciertos rasgos culturales, o fomentar
la posesión de algunos rasgos físicos, como sería el caso de la obesidad, o bien
psicológicos, como puede ocurrir con padres (o madres) afectados por proce-
sos depresivos que pueden condicionar el estado anímico de sus hijos, y con
ello facilitar la situación anímica que hace al niño o niña diferente a sus com-
pañeros, y lo torna susceptible de ser victima de acosadores en su escuela
(Serrano e Iborra, 2005, 14 s).

Como se sabe, las personalidades individuales se configuran a través


de un proceso de desarrollo donde además de los factores biológicos y tem-
peramentales, influyen fuertemente los hábitos de crianza familiares y sociales,
los cuales pueden ajustarse a tipos y patrones muy variables, algunos de los
cuales pueden llegar a facilitar el surgimiento de situaciones donde el proceso
de acoso tenga posibilidad de aparecer. Las variables familiares, por tanto, han
de ser tenidas muy en cuenta a la hora de diseñar posibles planes de interven-
ción preventiva.

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PASOS HACIA UNA INTERVENCIÓN

El estudio científico del acoso escolar tiene aproximadamente medio


siglo de existencia. En este tiempo se ha evidenciado el enorme grado de gene-
ralidad que el fenómeno tiene, en países y sociedades diferentes. Ha ido cre-
ciendo, tal vez no todo lo deprisa que debiera, una conciencia de rechazo
social hacia el mismo, por parte de gobiernos, autoridades educativas, comu-
nidades educativas y familiares, y desde luego, los medios de comunicación,
que sin duda han contribuido a desarrollar en las sociedades una conciencia
viva del problema y de su gravedad.

El paso lógico que sigue a la descripción de sus formas y perfiles viene


siendo en todas partes la implementación de medidas que hagan frente al fenó-
meno, lo reduzcan, y a la postre, impidan su puesta en práctica por grupos
incontrolados de escolares violentos.

La complejidad del tema obliga a hacer que esa intervención sea un


trabajo multidisciplinar, y también multinivel. Habría que decir, yendo un paso
adelante, que habrá de ser una intervención hecha con planteamiento “ecoló-
gico”, porque ha de ir referida a la totalidad de una situación escolar en que la
persona acosada se encuentra, y en donde todos los factores involucrados han
de ser tenidos en cuenta a la hora de plantear una búsqueda de solución (Swe-
ater y Hymel, 2015). Aunque los centros escolares se hallan situados en la diana
misma de esas acciones reformadoras y resolutivas, no acaban allí los hilos que
mueven estos dramas, sino que se prolongan a las familias, a los programas y jue-
gos online, a los sistemas disciplinarios educativos, a las convicciones genera-
les sobre educación y sobre conductas juveniles, y hasta a los sistemas morales
de valores vigentes en la sociedad, puesto que de todo ello nacen influencias
que terminan por ser determinantes de las conductas juveniles que configuran
los casos concretos .

Antes de que digamos una palabra relativa a los programas de inter-


vención que se han ido forjando en estos años, convendrá perfilar algunas de
las múltiples líneas de operación que sería preciso tener activadas para dar una
adecuada respuesta al problema en toda su magnitud. Mencionaremos aquí
algunos aspectos relativos a la ‘situación escolar’ y la ‘disciplina escolar’. Y, en
un plano más básico, algunas ideas que ya se han expresado para promover
una visión educativa desde principios y valores de participación integral y for-
mación ciudadana, que lleva consigo una implementación de aquellos valores
que potencian la cooperación y el respeto, fomentan la empatía y la solidari-
dad, y tienden a imposibilitar la violencia entre iguales; sin olvidar una referen-
cia a los planos de la ordenación jurídica pertinente.

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UN ELEMENTO DE PRIMERA MAGNITUD.


EL ORDENAMIENTO EDUCATIVO

En 2006 la Ley orgánica de educación (LOE) (Ley 2/2006) reguló, una


vez más, el sistema educativo, procurando estructurar sus niveles, y dando una
determinada concepción general de la educación que se deseaba ofrecer a los
estudiantes de nuestro país. Cabría pensar que el modelo que allí se diseña
habría de tener, entre otras consecuencias, una posición decidida frente a los
problemas de acoso que nos preocupan, al imponer, en todos los niveles, una
concepción humanista, personal y democrática, con la que se quería marcar a
los nuevos escolares, para que, en su momento, consolidaran la convivencia
plural y pacífica de los ciudadanos.

La orientación democrática en educación fue ya una propuesta impor-


tante hecha a comienzos del siglo pasado por John Dewey, y tenía entre otras
implicaciones la de organizar el sistema normativo de los centros contando con
la activa participación de todos los elementos implicados, principalmente los
docentes, las familias y los propios estudiantes. Sólo a través del compromiso
activo de todos se puede avanzar en el sentido de evitar las indisciplinas y des-
obediencias como formas de afirmación frente a una autoridad que se percibe
como ajena. La activa contribución al diseño y mantenimiento de las normas
mejora el respeto a las mismas y favorece la consolidación de una disciplina
proactiva.

En la letra de la LODE (2006), está patente ese sentido democratizador.


Tanto los alumnos del ciclo de educación primaria, como los de la secundaria
y el bachillerato —los tres niveles básicos que incluye la enseñanza básica obli-
gatoria— habrían de irse formando en convivencia, cooperación y libertad. Así,
para comenzar, en la Primaria los alumnos han de “conocer y apreciar los valo-
res y las normas de la convivencia… prepararse para el ejercicio de la ciuda-
danía y respetar los derechos humanos, así como el pluralismo propio de una
sociedad democrática” (art. 17, a). Luego, en la ESO o secundaria, han de asu-
mir sus deberes, conocer y ejercer sus derechos, “en el respeto a los demás,
practicar la tolerancia, la cooperación y la solidaridad entre las personas y gru-
pos “de cara a el futuro ejercicio de la “ciudadanía democrática” (art. 33, a); y,
en fin, ya en el bachillerato, habría que “ejercer la ciudadanía democrática”, y
tener una conciencia inspirada en los valores de “la Constitución española” y
en los “derechos humanos” (art. 33, a). Como se ve, en los tres niveles educa-
tivos la ley recoge una visión de la conducta personal inspirada en los valores
humanos de respeto, libertad y pluralismo , como pilares básicos de la educa-
ción deseada, y ello habría debido servir al mismo tiempo de barrera e instru-
mento con que combatir la lacra del acoso desde los valores proclamados.
Habría debido hacer del bullying un fenómeno residual y marginal, si se hubie-
ran aplicado de forma consciente y sistemática los nuevos principios a la situa-
ción existente. Incluso en el cuerpo de la ley, en una disposición adicional, la

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21ª, se contempla el caso de los estudiantes que, como resultado de situacio-


nes de acoso y bullying, hayan de ser trasladados de un centro a otro, y a los
que se deberá atender con todo cuidado (Gotzens, 2006). Pero no hay duda de
que, a los excelentes deseos de los legisladores educativos, les han faltado
luego los medios, las condiciones o el personal docente con que asumir en su
integridad las nuevas metas, y la teoría no ha penetrado en la práctica, ni ésta
ha seguido aquella. Sin embargo, es claro que ahí hay una pieza clave para
hacer frente a los problemas de violencia entre iguales al trazar una concep-
ción educativa humanista, sobre la que habrá de pivotar cualquier intento de
solución que se pretenda establecer.

Entre nosotros, son muchos los que han venido trabajando en ese sen-
tido. Díaz-Aguado, desde hace años, ha trabajado sobre un amplio movimiento
que busca fortalecer una concepción de la educación que tome en considera-
ción los principios democráticos de tolerancia, libertad, responsabilidad y res-
peto al otro, y que tenga presentes las circunstancias actuales de la población
escolar, su gran diversidad étnica y cultural, y sus diferencias psicosociales. Tras
reconocer que no hay recetas, admite que es necesaria una preparación de cla-
ses que haga atractiva la enseñanza, que favorezca la intervención de los alum-
nos en vez de promover una actitud pasiva, y que abra líneas por donde se pue-
dan ir expresando los muy diversos deseos de protagonismo de los estudiantes,
de modo que el recurso a la violencia pierda todo su sentido. Se trataría, por
tanto de llegar a “estructurar el currículo de la no-violencia” (Diaz-Aguado,
2016:II).

En el marco del mundo escolar, otro elemento decisivo es el de la dis-


ciplina. Desde siempre ha sido ésta una cualidad imprescindible para el buen
funcionamiento de un sistema docente. La pluralidad de miembros operantes
en una situación educativa, que ha de trabajar coordenada y organizadamente,
requiere la existencia de unas normas u ordenamiento, que permita las inter-
acciones sin rupturas ni obstáculos.

En un antiguo manual de organización escolar (Manrique, 1935) cabe


hallar esta clásica visión de la cuestión: “El maestro en la escuela es la autori-
dad que representa la persuasión y la disciplina. A los niños les agrada ser
dirigidos y obedecer. Su misma debilidad física requiere amparo y protección.
El niño exige siempre estar amparado por el maestro. La escuela donde el
maestro pierde su autoridad espiritual se convierte en una jaula de grillos” (p.
125:6).

Lo que entonces se presentaba como un axioma que no necesitaba


más demostración, ha venido a ser objeto de toda suerte de consideraciones,
discusiones y replanteamientos desde grupos políticos y sociales. En 2009 se
habló por algunos políticos preocupados por el asunto de la disciplina acerca
de la necesidad de dar a los docentes la misma protección que a jueces y médi-

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cos, concediéndoles la condición de autoridad que los protegiera de daños de


sus alumnos. Y entonces otros precisaron que la Fiscalía General del Estado ya
había concedido ese grado precisamente un año antes, en 2008; lo que sucede
es que tal disposición era, y ha seguido siendo, sencillamente ignorada, y por
tanto sin producir efectos. Según unas informaciones del sindicato de docen-
tes ANPE , las agresiones a estos profesionales han crecido en los últimos años,
y en 2014, más de la cuarta parte de los 3345 profesores que pidieron ayuda
al servicio de atención al profesorado que ese sindicato mantiene, lo hicieron
por razón de acoso y amenazas (Europa Press, 19-XI-2014). Es, pues, y en todo
caso, un factor profundo de debilidad escolar. La disciplina no es sólo un reme-
dio para la hora en que surgen problemas, sino que es también un elemento
esencial en la planificación global de la actividad educativa, incluyendo las nor-
mas de funcionamiento y participación, y las estrategias que pueden permitir
el logro de las metas propuestas (Gotzens, 2006). Su debilidad supone, conse-
cuentemente, una grave limitación para la globalidad de esa actividad.

EL LADO JURÍDICO DEL TEMA

Llegado a este punto, hay que decir que, en un planteamiento integral


e interdisciplinar del tema, habría aquí que hablar de la red jurídica y norma-
tiva que se ha ido estableciendo en nuestro país para hacer frente a los múlti-
ples asuntos conexos con el tema del acoso escolar. Habría que hablar de los
Juzgados de Menores, la Fiscalía de Menores, los puestos de Defensor del
Menor creados en unas comuniades autónomas, así como de la Ley Orgánica
de Protección Jurídica del Menor (1/1996), y su complementación con la Ley
26/2015 de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adoles-
cencia, en que se presta especial atención a la prevención de violencia, y sobre
todo, de la Ley de Responsabilidad Penal del Menor (Ley 5/2000), aparte todo
aquello que pueda ser pertinente al caso y ya esté recogido en el Código Civil
(Urra, 2015:318 ss). Un documento interesante es la Instrucción 10/2005 de la
Fiscalía General del Estado, “sobre el tratamiento del acoso escolar desde el sis-
tema de justicia juvenil”, que dibuja la complejidad de la calificación de los
hechos de acoso (Hernandez y O’Reilly, 2015; más detalles en Esteban, 2016).
Sin embargo, la preocupación que guía el presente trabajo se centra en el papel
que puede jugar la psicología en la consideración de este problema, y por
tanto, conviene dejar respetuosamente a un lado ese importante capítulo jurí-
dico, así como también aquellos otros roles correspondientes a otros profesio-
nales que también se interesan en el tratamiento y solución de conflictos juve-
niles en nuestra sociedad.

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MODOS DE INTERVENCIÓN

En todos los casos de conflicto escolar, como en general en todos los


conflictos sociales, es muy importante disponer de protocolos de intervención
bien diseñados y preparados, para la pronta acción correctiva por parte de las
autoridades y responsables implicados. Naturalmente, el psicólogo no perte-
nece a ese grupo directivo, y su función inicialmente ha de ser de asesora-
miento a los dirigentes, y de apoyo a cuantos se ven envueltos en el problema
y han menester de consejo psicológico para hacer frente a su propia situación.
Ciertamente, el técnico orientador del centro implicado, que hoy ya no es for-
zosamente psicólogo ni psicopedagogo, sino que puede tener titulaciones
diversas, a través de las cuales se accede a ese puesto, ha de operar dentro del
plan conjunto de respuesta que se diseñe por la dirección

Por lo pronto, se admite generalmente que cualquier esfuerzo dirigido


a luchar contra el bullying o acoso ha de partir de una posición de compro-
miso con el rechazo absoluto al mismo en los centros educativos y su disposi-
ción a crear los mecanismos necesarios para impedirlo. Ellos constituyen el
contexto básico en que esas conductas violentas buscan lograr sus propósitos,
y sólo aquella política directiva que haga imposible todo intento de obtener-
los, y aplique castigos y sanciones gravosas rápidas y sistemáticas, puede abrir
una vía de esperanza sobre la extinción de esa lacra escolar.

Las intervenciones respecto de perturbaciones o procesos indeseables


a evitar generalmente han de comenzar por diseñarse todo un sistema de
acciones preventivas. En su forma de prevención primaria, se habrá de imple-
mentar formas de actividad escolar y solución de sus conflictos que hagan
difícil o improbable los procesos característicos del acoso; por ejemplo,
mediante implantación de formas cooperativas de aprendizaje, o de vías par-
ticipativas de los alumnos en el mantenimiento y valoración del orden esco-
lar. Un segundo nivel preventivo deberá promover modos que hagan posible
una detección temprana de las formas de acoso más usuales, para que sea
posible una respuesta inmediata en ese estado inicial. Ello requerirá, por ejem-
plo, implantación de actividades de vigilancia y análisis de las relaciones inter-
personales entre alumnos que se puedan observar en los diferentes espacios
funcionales de cada centro, o, en otros casos, la organización de formas de
colaboración escolar en el mantenimiento del orden del centro, que pueden
ser más eficaces en esa detección temprana de los conflictos nacientes. En fin,
se ha de llegar a la implantación de una prevención terciaria que sancione y
opere sobre los casos ya sucedidos, y aplique sanciones bien calibradas,
diseñe procesos de modificación de actitudes o motivos en los individuos
implicados, y aplique tareas de desarrollo de la empatía, y de reforma de acti-
tudes y de trato interpersonal, que busquen restablecer la concordia entre
agresores y agredidos.

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El protocolo general de actuación por parte de los responsables esco-


lares supone, dado un caso, pasar la información del problema a una serie de
instancias —aula, dirección, consejo de padres, familias implicadas, etc. Y en
su momento, antes o después, la inspección técnica de educación. Supone tam-
bién tomar medidas para hablar con todos los individuos implicados, de manera
que cobren conciencia de la gravedad del caso y sugieran modos de corrección.
A partir de ahí, se habrán de activar programas de intervención tanto con res-
pecto al agresor o agresores, a la víctima, y al colectivo de estudiantes que for-
man el círculo de la clase o clases implicadas. En general, desde la perspectiva
de la psicología, esa actuación tiene que ir dirigida a remediar los traumas psí-
quicos que hayan podido darse, analizar los roles de cada uno dentro del con-
flicto, e introducir aquellas modificaciones que sean precisas para rectificar la
situación de discordia y violencia, y establecer las bases de una activa toleran-
cia y convivencia.

Hay hoy programas muy trabajados para facilitar la intervención.


Merece recordarse que el primer gran programa de intervención lo diseñó
Olweus, en Noruega, en 1983, tuvo el máximo interés en crear estructuras que
hiciera posible su prevención, estableciendo mecanismos y sistemas de control
que pudieran alertar de las posibles incidencias (Olweus y Lamber, 2012); luego
han ido surgiendo en todas partes, aprovechando diferentes modos de influen-
cia sobre el espíritu juvenil de los implicados. Recientemente está teniendo
gran difusión, y efectos positivos, el programa “KiVa”, construido por C. Salmi-
valli y colaboradores de la Universidad de Turku (Finlandia). Está destinado a
prevenir este tipo de conductas influyendo en las actitudes de los jóvenes, tanto
acosadores como acosados, y especialmente en aquellos que solo son espec-
tadores y que pueden convertirse en apoyo del compañero acosado y poner
fin a la agresión (Salmivalli, 2007).

A guisa meramente de ejemplos españoles de tales programas, citaré


el programa SAVE de Ortega (1977), implantado en Sevilla, o el de CONVES
(García y Vaca, 2007), el CIP (Cerezo et al., 2011), los diseñados y ordenados
por Díaz-Aguado en Madrid (Diaz-Aguado, 2016:I y II), o la aplicación de la téc-
nica EMDR de Shapiro hecha por Piñuel y Cervera (2016), entre otros. A varios
de ellos hemos ya hecho alguna referencia en las páginas precedentes. En este
punto, es importante hacer notar que una serie de estudios de metanálisis de
un amplio número de programas ha puesto en evidencia que éstos son capa-
ces de reducir entre un 17 y un 23% los casos de bullying, cuando se compara
lo que sucede en grupos escolares donde se aplican con otros centros que
hacen de control (Jimerson et al., 2012 b:3). La intervención de instituciones
especializadas, como, entre otras, la Fundación ANAR, de ayuda a niños y ado-
lescentes en riesgo, es también muy positiva.

Todo ello ha de verse como pasos o elementos que han de servir a pro-
mover un plan de prevención integral de la violencia. Y esto es algo en que

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tiene que estar implicada la sociedad, y en especial el mundo educativo, junto


con las familias, y los medios de comunicación, de manera que puedan tener
información sobre los estudios y trabajos realizados, sobre los materiales for-
mativos existentes, sobre los recursos e instituciones de asesoramiento y apoyo,
la formación de técnicos especialistas en el tema, y hasta de consulta de dudas.
Como antes dijimos y ahora repetimos, Diaz-Aguado considera que es preciso
llegar a “estructurar el curriculum de la no-violencia” (Diaz-Aguado, 2016:II).

INTERVENCIONES TERAPÉUTICAS

Por supuesto, ante un caso de agresión y acoso escolar, se habrán de


poner en marcha los mecanismos de respuesta disciplinaria, siguiendo regula-
ciones escolares y, también las formas potenciales de sanción que se contienen
en nuestra regulación jurídica, pero, con independencia de todo ello, también
son llamados a actuar los psicólogos, buscando aplicar técnicas que reduzcan el
impacto emocional y conductual que un hecho de estos tiene en sus protagonis-
tas. Hoy hay ya construidos numerosos programas de intervención terapéutica
tanto para acosadores como para acosados, y en su variedad se reflejan las dis-
tintas opciones teóricas psicológicas desde donde los profesionales trabajan. Un
criterio esencial para seleccionarlos es la atención a la evidencia empírica que
presentan en relación con los resultados, y los tiempos necesarios para su com-
pleta aplicación. Hoy hay muchas indicaciones acerca de la eficacia contrastada
de los tratamientos llevados a cabo desde la óptica de la psicología cognitivo-
conductual, que integra, como su nombre indica, elementos de cogniciones y
afectos conscientes junto al empleo de reforzamientos conductuales para adqui-
sición de nuevas respuestas y consolidación de hábitos. Lógicamente, las inter-
venciones a unos y a otros serán distintas, pues sus metas en principio lo son.

En el caso de tener que resolver la situación de estrés y tensión vivida


por un escolar acosado, se ha de actuar directamente con él, buscando refor-
zar y mejorar su autoestima, entrenándole de manera asertiva en modos de res-
puesta que sean eficaces contra el o los acosadores, y enseñándole mediante
ejercicios prácticos o ‘juego de roles’ a incrementar su comunicación y sus hábi-
tos sociales para establecer lazos más firmes con sus compañeros (e.g., Morán,
2006). En general, la persona acosada vive bajo los efectos de una considera-
ble depresión reactiva, que puede llegar a convertirse en un trastorno por estrés
postraumático, con posibilidades catastróficas para quien lo padece. Estas alte-
raciones encuentran hoy, en nuestro mundo de psicología clínica, una serie de
alternativas terapeúticas que están bien asentadas, y acerca de las cuales no
añadiré más precisiones.

Pero en un planteamiento global, ecológico, sistémico, hay que consi-


derar todos los elementos implicados en el problema. En general, dejados a un
lado acosadores y acosados, los profesionales han de actuar sobre tres grupos
de personas: profesores, familiares y estudiantes, buscando realizar una eficaz

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‘sensibilización’ al problema, haciendo entender los modos como pueden ayu-


dar a recuperar la tranquilidad del afectado. Recordemos que el campo amplio
de ‘testigos’ tiende en muchas ocasiones a volver la espalda e ignorar el drama
que se está produciendo ante sus ojos. Y los adultos envueltos en el tema, fami-
liares y educadores, tienen la responsabilidad decisiva de imponer la disciplina,
promover planes de resolución del conflicto, y cuidar y vigilar de cerca su evo-
lución, apoyando con su consejo y autoridad el logro de un adecuado término.

Por su parte, en un caso de tratamiento a un agresor, se hace preciso


comenzar ganando la confianza y atención de éste, y obteniendo su disposición
a colaborar. A partir de ahí, el terapeuta tiene que hacer evidentes las cualida-
des reprobables de las conductas agresivas, y sus posibles consecuencias nega-
tivas a corto y largo plazo. Luego se han de combatir aquellas distorsiones cog-
nitivas que le incitaban a agredir, y se le ha de entrenar en técnicas de control
de la ira, de modo que aprenda a detenerla al aparecer en su conciencia sus pri-
meras señales. También el agresor ha de recibir entrenamiento en empatía, y
conducta prosocial, y en habilidades sociales, y, finalmente, se han de analizar
con él situaciones concretas donde su agresividad se activa espontáneamente,
para descubrir las posibles estimulaciones de conductas, gestos, personas y emo-
ciones que pueden facilitar su desencadenamiento. (e.g., Gil, 2015)

Todo tratamiento requiere siempre la aplicación de evaluaciones pre-


test-post test, para asegurar que la intervención ha tenido alguna eficacia, y ha
producido, más o menos, un cambio en los comportamientos en la dirección
deseada. Basten estas notas para entender qué líneas siguen hoy en general los
psicólogos enfrentados con estos casos (Cerezo et al., 2011), aunque sea su pre-
ocupación mayor la intervención preventiva, que pueda evitar los graves costos
que siempre entraña un acontecimiento de esta naturaleza en el mundo escolar

HACIA UNA PSICOLOGÍA POSITIVA

Hice aquí ya, hace algún tiempo, una breve presentación de la “psico-
logía positiva”, esa nueva dirección introducida en nuestro campo teórico, y con-
sistente en priorizar los aspectos felicitarios, positivos, y relativos a un desarro-
llo plenario de las potencialidades de la persona, una dirección que ha venido
a complementar aquella otra ya existente que se orienta hacia la intervención
remediadora de trastornos o deficiencias mentales o comportamentales.

Los programas que se vienen construyendo para hacer frente a los casos
de acoso escolar o son preventivos, o son paliativos. Buscan evitar o impedir
que se produzcan nuevos casos, o bien remediar los efectos estresantes y modi-
ficar las actitudes violentas de cuantos protagonizan este tipo de eventos. Pero
una nueva orientación positiva debería ir aún más allá. Dentro de su línea de
pensamiento, ha de propiciar el estudio y análisis de las ‘fortalezas’ o virtudes

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que dan solidez al comportamiento, y confirmar las dimensiones de autoefica-


cia y autoestima sobre las que descansa la capacidad operativa de los sujetos de
las comunidades educativas. Debería diseñar modos de acción que impulsen
una actitud vital positiva en los sujetos que podrían ser ‘víctimas potenciales’,
así como reorientar los deseos y actitudes de los ‘acosadores potenciales’, ofre-
ciendo alternativas constructivas al uso de la violencia como modo de autorre-
alización.

Todo ello implica potenciar el control emocional en los jóvenes, y


fomentar sus capacidades de comunicación y de interacción. Se ha de evitar
tanto la inclinación al retraimiento como las explosiones emocionales y pérdida
de autocontrol. Algunos han propuesto la aplicación de técnicas que se orien-
tan a la capacitación de los individuos para analizar sus emociones, con aten-
ción al momento presente, y reduciendo los impactos de recuerdos emotivos
negativos; en esa línea trabaja, vaya por caso, la escuela de la Terapia Gestalt
(Peñarrubia, 1998). Próximos a ésta se hallan los partidarios de análisis reflexi-
vos sobre emociones, que acentúan la conciencia de las mismas, y la reflexión
y toma de conciencia de la responsabilidad individual (Ortegon et al., 2014).
En general se procura aplicar ideas y técnicas de control de emociones, y se
busca la consecución de un autodominio sobre la vida emotiva, de modo que
se hagan inviables los varios tipos de afectos negativos.

Otras vías exploran también la formación de hábitos que potencian la


empatía (Mestre et al., 2012) y la conducta prosocial, especialmente mediante
juegos cooperativos y creativos. Los sujetos que adquieren de modo activo for-
mas de conducta prosocial positiva desarrollan comportamientos que buscan
el beneficio de otros compañeros, en unos casos guiados por motivaciones
altruistas, en otros por expansión de las propias vivencias emocionales que
tienden a ser compartidas en el grupo (Garaigordobil, 2008). Los juegos, dise-
ñados para muchachos entre 4 y 12 años, están construídos de modo que haya
evaluación experimental pretest-postest, y se pueda establecer la variación que
en términos de cogniciones, de disposición cooperativa, confianza y comuni-
cación, quepa detectar en los participantes del juego, antes de iniciar su prác-
tica, y al término de sus experiencias formativas. Las actividades se desarrollan
a lo largo de un curso escolar, y presentan contenidos y propuestas para vein-
ticinco sesiones, lo que es la práctica totalidad del año lectivo.

No es cuestión de pretender hacer aquí una enumeración acerca de la


compleja oferta de técnicas de intervención de que se dispone ya. Me confor-
maría con haber ofrecido una intuición mínima pero suficiente acerca de lo
mucho que se viene trabajando en el campo que he presentado aquí.

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EXPLORANDO SUS DETERMINANTES

Las raíces del fenómeno, como hemos sugerido, son muy complejas.
Pero no cabe duda que, por debajo de la violencia y agresividad que los pro-
ducen, hay en los procesos de acoso un núcleo último que lleva a modular las
relaciones entre individuos en términos de dominio y sumisión, y que emplea
la violencia como instrumento para establecer la relación deseada. Procuremos
dar un paso más tratando de ver claro en dicho núcleo.

Hace ya años, entre nosotros, Rof Carballo estuvo reflexionando desde


la biomedicina sobre la dialéctica de violencia y ternura como dos esenciales
actitudes en el comportamiento interpersonal. Ponía ambas en relación con su
idea de que el hombre, como ser, es a la vez natural e histórico.

De acuerdo con su formulación, el hombre, nacido “más inmaduro que


ningún otro ser” (Rof, 1966, 126) , tendría una naturaleza inacabada, inviable
de por sí, pero abierta a un ulterior estado o configuración mediante la cual
lograría ser viable. Gracias al establecimiento de una red de transacciones con
otro ser, normalmente la madre, se formaría en el sujeto una estructura de hábi-
tos y emociones básicas, a la que denomina “urdimbre afectiva”, a través de la
cual el niño va internalizando el ambiente, e inicia unas formas de conducta
con que se adapta a éste. Semejante estructura hará posible su supervivencia
y también la creación de lazos interpersonales, gracias a la ternura o afecto. Pre-
cisamente una falta de afecto, percibida como agresión, terminaría generando
una acción violenta en demanda de aquel (Idem, 120). Ternura y violencia irían
modulando la construcción de la personalidad. Nuestro biólogo veía así en
cada individuo una ‘primera naturaleza’, con dotes y capacidades heredadas
que, a través de la urdimbre, como ‘segunda naturaleza’, va dando suficiencia
a la existencia del nuevo individuo. Este operará en términos de autoafirmación
y actividad, “sin volverse violento, cuando recibe suficiente amor y protección”
(Idem, 123). De ahí que para Rof la violencia, antes que un instinto primario,
sea una reacción ulterior aparecida dentro de la estructura transaccional socio-
cultural de la urdimbre (Idem, 124). Estará por tanto sometida a los procesos
generales del aprendizaje, y convertida en un ‘hecho social’ —o “cultural”,
como dice Sanmartín (2004)— más que ‘hecho natural’, para decirlo emple-
ando una terminología usual. Estas ideas sin duda deben mucho a la tesis orte-
guiana de que el hombre “no tiene naturaleza, sino que tiene historia” (Ortega,
1946, VI:41), aunque aquí sería tal vez mejor decir que ‘tiene’ naturaleza pero
que ‘es’ historia.

Estas son ideas que parecen encajar en otras que hemos ido hallando
al trazar la órbita general del acoso. Recordemos, en conexión con esa consti-
tución de la urdimbre, que muchos estudios han ido sugiriendo que en el pro-
ceso de parenting o crianza hay una serie de dimensiones familiares que pue-
den ser factores de riesgo respecto del rol de agresor. Esto querría decir que

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en las relaciones familiares, que son elemento primordial de la estructuración


de la urdimbre, se pueden dar modos de intervención paternal que resulten
deficientes a la hora de crear lazos afectivos positivos, un proceso que incluso
vendría mediado por el género del progenitor implicado (Tur et al., 2012). Con
ello se alterará la esencial relación de ‘apego’ del niño a la madre, y faltando
ternura, surgirá la agresividad (Rof, 1966:124). Así se facilita el aprendizaje vica-
rio del uso de una violencia instrumental que, llegada la hora, se aplicará por
el niño imitativamente (Cava et al., 2006).

Y otro tanto ocurriría en aquellas ‘urdimbres’ adquiridas a través de


relaciones desconectadas de los valores colectivos y sociales, como sería el
caso del “niño mimado” adleriano, que generaría una insuficiente independen-
cia y fortaleza personales, y abriría la vía para formas diversas de huída del
mundo real. (Entre paréntesis, recordemos de paso que cierto tipo humano, el
“hombre masa”, que Ortega describiera y analizara como inundatorio en las
sociedades contemporáneas, sería en su opinión un caso paradigmático de
‘niño mimado’ (Ortega, 1946, IV:178), y como éste, con tendencia al uso de la
violencia en lugar de la razón, a la xenofobia, y a la imposición egoísta en el
círculo de su circunstancia (Carpintero, 1986).

La constitución de una cierta forma de urdimbre afectiva en la niñez


podría permitirnos entender esa adquisición de comportamientos violentos, o
de retracciones sumisas, con las que los procesos de interacción personal van
tejiendo la condición sociohistórica de cada persona. Las contingencias de nues-
tras acciones tendrían en todo caso la última palabra, en la formación de nues-
tro ser personal y en el modo preciso con que nos abrimos al mundo. Pero todo
esto no se circunscribe sin más a la niñez.

Ese proceso de configuración de nuestro proyecto y nuestro yo no esta-


ría cerrado en la primera infancia, como el psicoanálisis ha tendido a pensar,
sino en la adolescencia, época que resulta así tremendamente decisiva a la hora
de sentar las bases de la realidad de cada individuo. Se sabe hoy, y de modo
creciente, que el cerebro humano sigue cambiando durante la adolescencia que
precede a la etapa adulta de la existencia (Sercombe y Paus, 2009); con ello, las
posibilidades de reforma y reconstrucción de la primitiva urdimbre podrían estar
en este período todavía al alcance de nuestra mano. Durante esta etapa, hay
aumentos significativos de sustancia blanca en el cerebro, y se piensa que ello
mantiene abierto un proceso de consolidación o reforma de las conexiones neu-
rales, pudiendo formarse nuevos circuitos o abandonarse otros, según se lleven
a cabo los procesos correspondientes de reforzamiento. Eso querría decir que
“el medio en que los jóvenes viven mientras se van tomando esas decisiones [de
consolidación o abandono de circuitos] es crítico a la hora de determinar la dis-
posición mental [mind-set] del adulto” (Id., 2009:31). El establecimiento de cir-
cuitos, proceso que está mediado por la forma del desarrollo de la mielinización
del cerebro adolescente, conduce, no a ‘diferencias de capacidad’, sino más

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bien a ‘selección de capacidades’, (Id., 2009:35), esto es, a una determinada


modulación de la personalidad, gracias a las conductas planeadas y deliberadas
por el sujeto a lo largo de ese tiempo de flexibilidad cerebral.

Es, pues, la adolescencia una etapa en que la modificabilidad del com-


portamiento está potenciada por nuestros mecanismos cerebrales operativos, al
tiempo que socialmente se está a las puertas de la personalidad adulta que se
va a incorporar a la sociedad. En tales condiciones, está abierto un campo de
posibilidades para la determinación de la personalidad, a través de la educación,
la formación en valores, la plasmación de hábitos convivenciales, y la potencia-
ción de modelado de la conducta. Y en este horizonte, es donde hay que situar
los procesos de bullying y los esfuerzos por combatirlo, dándoles toda su gra-
vedad e importancia.

El proceso del acoso es expresión de unas personalidades que se pro-


ducen en el mundo de la convivencia tras haber construido una constitución
personal desajustada respecto de un sistema de convivencia interpersonal basado
en desarrollos culturales y sociales que tienen por norte la solidaridad y la igual-
dad. Ni la dominación ni la sumisión son vías positivas para la constitución del
yo a la altura de los tiempos. No son, ya lo dijimos, actitudes ajustadas al nivel
de evolución histórico-social que ha conseguido promover el acuerdo y la acep-
tación liberal del otro como el nivel históricamente válido para la realización
personal.

Dicho en general: no cabe aceptar las tesis de un darwinismo social, en


cuyo marco se podrían entender los protagonistas del acoso. Pues, en una socie-
dad donde el consenso y el acuerdo, y no la lucha por la vida, ponen las reglas
de la convivencia, ni los individuos agredidos son desviados o anormales inadap-
tados, ni los individuos agresores son las personas más capaces para ejercer el
liderazgo social; precisamente ellos sólo pueden operar en el secreto y la opre-
sión grupales, y no pueden aspirar a la estimación pública. En un mundo civili-
zado, ha de haber espacio para personalidades y proyectos de vida diferentes,
desde una base común de igualdad, respeto y libertad. Debe estar operante ahí
ese principio que Adela Cortina ha llamado el “mínimo innegociable de la justi-
cia” con relación al cual se configuren los acuerdos entre aspiraciones y preten-
siones personales (Cortina, 2002:170).

El acoso, por tanto, plantea un reto fundamental: el de la reforma de los


sistemas prácticos de regulación moral a que han llegado muchos adolescentes,
sistemas que han inhibido toda forma de empatía, toda valoración de la coope-
ración, la solidaridad, la democracia, para imponer motivaciones egoístas de
individuo o de grupo, para lograr un poder coercitivo sobre el entorno que
satisfaga pequeños intereses y proporcione mínimas parcelas de poder sosteni-
das sobre el sufrimiento de otros. No estamos ante un simple caso de patología
psicológica que requiera mera terapia cognitiva, emocional o conductual. Esta-

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mos ante una patología social. Es necesaria una reforma de moral ciudadana, y
un reordenamiento ecológico que propicien una formación de la personalidad
con un sentido de responsabilidad solidaria y constructiva hacia el mundo
común en que todos nos hallamos situados y en que hemos de convivir.

En otras palabras: el problema del acoso, que hemos venido tratando,


es al tiempo un atentado reiterado contra la persona de un o una joven escolar,
perpetrado por un compañero o compañeros, que pone en peligro su salud
mental y física, altera su personalidad, su rendimiento escolar y lesiona grave-
mente sus derechos como miembro de la sociedad, en la que está participando
precisamente como escolar. Y por ello la sociedad tiene la obligación de impe-
dirlo, sancionando a quienes lo perpetren o toleren. Es un problema de perso-
nalidad individual al tiempo que de convivencia colectiva, y de responsabilidad
estrictamente moral, que hay que resolver a la hora de construir la escuela que
hemos proyectado desde nuestras convicciones, y que debe ser justamente la
que nuestro tiempo necesita para la formación de personas que aspiran a rea-
lizarse plenamente y que están comenzando a abrirse a una convivencia respon-
sable. Y llegada la hora, es un problema que requiere una intervención profe-
sional, por parte de los psicólogos especialistas, que haga frente a los trastornos
emocionales y personales de todo tipo que de mil modos se originan ahí.

Se entenderá fácilmente que no tenga yo la fórmula que resuelva el


problema. Pero entiendo que solo desde un planteamiento del mismo en toda
su complejidad, puede tener algunos visos de solución. Esta es una tarea que
forzosamente ha de convocar a educadores, psicólogos, sociólogos, y políticos,
y frente a ella, una institución como nuestra Academia tiene que sentirse lla-
mada a meditar sobre sus causas y a contribuir a la búsqueda de algunas solu-
ciones. Y tal vez, todo lo que pretenden las consideraciones precedentes es dar
un pequeño paso en esa dirección.

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