Tratado Sacramentos Cap 7

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Capítulo VII

RELACION ENTRE PALABRA Y SACRAMENTO


BIBLIOGRAFIA

Auer, J., «La palabra sacramental», en Sacramentos. Eucaristía (Barce­


lona 1982), p. 148-158; Chenu, M.-D., «Evangelizzazione e sacramenti
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menti (Torino-Roma 1972), p. 95-120; Espeja, J., «Fe, palabra y sacramen­
to», p. 237 de «Para una renovación de la teología sacramental», en CT
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Kasper, W., «Wort und Sakrament», en Glauhe und Geschichte (Mainz
1970), p. 285-310; Koehnlein, M., Was bringt das Sakrament? Disputation
mit Karl Rahner (Gottingen 1971); Maldonado, L., «Algunas teologías
sobre sacramento y culto», en Phase 96 (1976), 487-509; Rahner, K., «Pa­
labra y Eucaristía», en Escritos de Teología, IV, 323-365; Ramos-Regidor,
J., «Fede e sacramento», en Evangelizzazione e sacramenti (Torino-Roma
1972), p. 13-33; Schillebeeckx, E., «Parole et sacrament dans l’église», en
LumVitae 46 (1960), 25-45.

I. LA PALABRA DE DIOS, FUNDAMENTO DEL SACRAMENTO

Planteamiento histórico-teórico

Se lamenta Karl Rahner de que entre los católicos, salvas muy


contadas excepciones, no haya existido una preocupación por la teo­
logía de la palabra, y precisa que el hecho de darse una verdadera
teología de la palabra llegaría a constituir un fundamento para la
teología sacramental. Y afinando todavía más el sentido de su obser­
vación, añade Rahner que se percibe la sensación como si en la teo­
logía católica anidase el nocivo interés por afirmar que la palabra y
el sacramento son dos realidades radicalmente distintas y, en conse­
cuencia, por separarlas cada vez más La aguda advertencia de
Rahner ha puesto de manifiesto una de las deficiencias más notables
dentro de la teología, que la Iglesia viene arrastrando como pesado
lastre desde hace ya varios siglos. Y esta tan singular limitación se
manifiesta tanto a nivel teórico como a nivel pastoral, pues si teóri­
camente se echa en falta una elaboración intelectual que supere esta
dicotomía, pastoralmente se ha tenido que lamentar la forma tan iló-

1 Rahner, K., «Parola di Dio e sacramenti», en Nuovi saggi, V, p.476.


252 P.II. Los sacramentos en la economía salvífica

gica como algunos pastoralistas escindieron el culto de la evangeli-


zación, como si la palabra y el sacramento fuesen realidades tan dis­
tintas que no cupiesen juntas 2.
Quien observa la realidad descrita por quienes así piensan en lo
referente a la relación entre la palabra y el sacramento, recibe la
impresión de hallarse ante un comportamiento que enjuicia a la pa­
labra y al sacramento como realidades disyuntivas, o esto o aquello,
cuando en verdad su relación no es ni tan siquiera copulativa, esto y
aquello, pues no se trata de dos realidades distintas, sino de dos as­
pectos diversos de la misma y única realidad salvífica para el hom­
bre. La fe y los sacramentos son los dos conductos a través de cuya
unidad le llega al hombre el don de Dios que le instala en la vida y
le proyecta hacia el futuro.
Karl Rahner no se ha contentado con formular una queja, sino
que ha expuesto con toda precisión la afinidad que media entre la
palabra y el sacramento y ha afirmado de ellos que son tan semejan­
tes que hay que preguntarse por la razón de dicho carácter común, y
por la diferencia entre ambos a pesar de su coincidencia3.
Esta tendencia a distanciar la palabra y el sacramento tiene raíces
muy diversas y tan antiguas que se adentran en el tiempo hasta llegar
a siglos ya muy remotos. Quizá el cambio operado al final del pri­
mer milenio, cuando se dejó de considerar al sacerdocio a partir de
la misión y se comenzó a comprenderlo desde el culto, tuvo gran
influencia a la hora de crear la situación que hoy lamentamos. Se
inició un proceso de sacralización, en el que se le otorgaba al culto,
y con el culto a quienes lo celebraban, una razón de ser autónoma de
la palabra. Y en consecuencia, comenzó a concebirse la Iglesia como
una entidad básicamente cultual, entendiendo el culto de forma ritual
restrictiva. Un hecho concreto nos advierte de este cambio. Si toma­
mos como punto de referencia la ordenación de los presbíteros, se
comprueba que durante el primer milenio se confería mediante la
imposición de las manos, y que es en el siglo X, concretamente entre
el 950 y el 962, con la aparición del Pontifical Romano Germánico,
cuando consta por primera vez la entrega de los instrumentos como
rito de la ordenación de los presbíteros. Este significativo cambio en
el ritual de ordenación, que acabó desplazando al primitivo rito de la
imposición de las manos, tan sólo es explicable desde la nueva con­
cepción eminentemente cultual del sacerdocio que se estaba abrien­

2 Recuérdese que hace no muchos años, allá por lo década de los setenta, en
determinados ambientes pastorales resultaba más que inconveniente hablar del culto.
La única palabra que se admitía era evangelización. Lamentablemente se había olvida­
do que el culto es anuncio de la palabra de Dios y de ahí la brutal escisión que se
deseaba imponer.
3 Rahner, K., «Palabra y eucaristía», en Escritos de Teología, IV, p.324.
C. 7. Relación entre palabra y sacramento 253

do paso dentro de la teología monástica 4. A partir de una idea del


sacerdocio se llegó a un modo de ordenar a los sacerdotes, reflejo de
una manera de pensar en la Iglesia.
Pero si las raices de la escisión son tan lejanas, hubo un momen­
to más cercano al que hay que considerar como muy decisivo en la
ruptura entre palabra y sacramento. Se trata del siglo xvi, con la
Reforma protestante. Cuando los reformadores proclamaron como
norma suprema de la vida eclesial cristiana la sola fe, y pretendieron
apropiarse del evangelio haciéndolo patrimonio exclusivo suyo, la
Iglesia de la Reforma se adjudicó el título de Iglesia de la palabra y
reservó para la Iglesia católica el de Iglesia de los sacramentos. No
sólo la palabra y el sacramento quedaron desgajados del tronco co­
mún, sino que la misma Iglesia se vio afectada en la concepción de
su naturaleza, desde que se admitía sin más la posibilidad de una
Iglesia sola de la palabra, e implícitamente sin la vigencia de los
sacramentos, y viceversa, se creía posible una Iglesia sola de los
sacramentos, que vivía sin la fuerza de la palabra.
A este propósito resulta sumamente gráfica la manera de pensar
de un teólogo tan eminente como Pedro de Soto quien, a la hora de
enjuiciar el ministerio de la predicación, lo considera la mayor y más
digna de las obligaciones sacerdotales, pero la restringe en exclusiva
al obispo. El sacerdote, según el parecer de este teólogo, podía ser
un magnífico ministro si se dedicaba al coro y a la celebración de la
misa, sin predicar una sola vez en su vida, ya que por oficio no le
correspondía hacerlo. Y si predicaba era tan sólo por comisión del
prelado. En el siglo xvi, la separación entre la palabra y el sacramen­
to había llegado a conseguir carta de naturaleza entre quienes, al
reflexionar teológicamente sobre el sacerdocio, partían de la situa­
ción concreta que configuraba la vida real de no pocos sacerdotes de
aquel tiempo. Por ello se comprende que Lutero, desde una postura
radicalmente opuesta y tomando también como punto de partida la
misma situación real descrita por Soto, rechazase con todo ímpetu
que el obispo ordenara a los ministros para que ofrecieran misas en
favor de los vivos y de los muertos, y no para que predicasen.
Esta manera antagónica de ver las cosas, que de algún modo to­
davía persiste en ciertos autores, es, como ya hemos dicho, la here­
dera de un determinado planteamiento a superar. Y, para conseguir­
lo, hay que iniciar una reflexión sobre la palabra y pasar después a
estudiar distintos aspectos de la relación entre palabra y sacramento.
Y en la medida en que sea posible habrá, que tomar como doctrina

4 Bernal, J. M., «La identidad del ministerio sacerdotal desde los rituales de
ordenación», Phase XXI (1981), 203-222.
254 P.II. Los sacramentos en la economía salvífica

básica la enseñanza del concilio Vaticano II, para que sirva de vín­
culo de unión entre estas diversas partes.

Reflexión sobre la palabra

Se queja Rahner de que en la teología escolar exista un lamenta­


ble olvido de la palabra de Dios como tema de enseñanza teológica,
y esta queja es sumamente razonable, porque sin formular una seria
reflexión teológica sobre la palabra de Dios es imposible compren­
der y aun justificar el porqué de la institución de los siete sacramentos.
Para abordar una reflexión sobre la palabra debemos comenzar
reafirmando lo que todos ya sabemos: que la palabra de Dios es la
donación del mismo Dios mediante la revelación de su propia inti­
midad y la manifestación de su voluntad salvífica en favor del hom­
bre. Pero si volvemos reflexivamente sobre este corto y sencillo
enunciado advertimos de inmediato que surge una cuestión suma­
mente interesante. Así, aparece que la revelación es locución de
Dios sobre Dios, con lo que el sujeto y el objeto de la revelación es
el mismo Dios. Y si se tiene en cuenta que revelar, manifestarse una
persona en lo que es y en lo que tiene, equivale a salir de sí mismo
haciendo donación de su propia intimidad, se ha de admitir que la
revelación es la donación que Dios hace de sí mismo al hombre. Es
Dios (sujeto) quien da a Dios (objeto). Y por tratarse de una autodo-
nación nadie puede suplir al sujeto ni al objeto de la misma, lo cual
obliga a concluir que el único que puede hablar sobre Dios es Dios,
el único que puede darle Dios al hombre es Dios mismo. Desde
Dios, como origen absoluto, se inicia una donación al hombre, que ha
de recibirla como don de Dios. El vehículo que establece esta posible
comunicación entre Dios y el hombre es la palabra dicha por Dios; de
ahí que la palabra de Dios sea el medio por el cual Dios llega hasta el
hombre, por el que se le ofrece y por el que se le revela.
El reconocimiento de la palabra como el cauce de la presencia
operativa de Dios entre los hombres es tan antiguo como la misma
Sagrada Escritura. El hecho de la creación del mundo ya viene des­
crito en el libro del Génesis como un mandato verbal pronunciado
por Dios con la fórmula: dijo Dios. Y efecto de la palabra dicha por
Dios fue la creación de cuanto existe. Y la palabra de Dios rigió los
destinos de Israel, pues en forma de diálogo se dirigió Yahveh a
Abram para sacarle de su tierra e iniciar de este modo la historia de
salvación para el hombre. De forma sumamente gráfica, por no citar
más que un ejemplo, aparece la palabra como cauce de comunica­
ción divina cuando, según la misma letra del texto sagrado, fue diri­
gida la palabra de Yahveh a Abram para formularle la promesa.
C. 7. Relación entre palabra y sacramento 255

Los textos neotestamentarios en los que se refiere que Dios se ha


manifestado presente entre los hombres por medio de la palabra son
tan abundantes y ofrecen doctrina tan copiosa que vale la pena inten­
tar su reconstrucción conceptual.
De audacia, tomando esta palabra en sentido admirativo y lauda­
torio, (hay que calificar la determinación tomada por San Juan para,
al adentrarse en la intimidad del misterio de Dios, referirse al Hijo
denominándolo la Palabra. Este texto del prólogo de San Juan ha de
ser considerado como punto de referencia clave para interpretar la
doctrina neotestamentaria sobre la palabra, pues en él se ofrece su
sentido genuino. Palabra, en el lenguaje de San Juan, es sinónimo de
Hijo; por lo que anunciar la palabra, predicar determinadas cualida­
des de la misma, ofrecer un programa de aceptación y fidelidad ante
ella, equivale a adoptar idéntico comportamiento ante el Hijo, que es
quien da sentido a la palabra. Si desde aquí intentamos una estructu­
ración conceptual del pluriforme contenido del Nuevo Testamento
sobre la palabra, llegamos al siguiente resultado.
La palabra de Dios aparece en el Nuevo Testamento dotada de
un poder taumatúrgico. Este es el caso del centurión, quien con hu­
mildad suma pide la curación milagrosa para un tercero, y a fin de
conseguirla apela tan sólo al mandato verbal de Jesucristo. De he­
cho, en este caso, la palabra es vehículo transmisor del poder que
tiene el Señor sobre la misma enfermedad. Y en otras ocasiones es
la palabra directamente pronunciada la que libera de los demonios,
la que sana a los dolientes y maltrechos posesos.
Si en el caso de los milagros obrados por Jesucristo aparece
siempre la palabra como expresión de su poder reparador en lo hu­
mano, mucho más importantes resultan las referencias neotestamen-
tarias que presentan la palabra como principio de salvación eterna.
Así, en la parábola del sembrador, caso en que el intérprete es el
mismo Jesucristo, la semilla es la palabra y el resultado de la siem­
bra dependerá de las distintas actitudes que tome el hombre ante la
simiente, es decir, ante la palabra de Dios 5. Anunciar la palabra a
los hombre es un cometido cumplido por el propio Jesucristo 6. Y
ante tal anuncio, el hombre ha de tomar una actitud oyente, como
Maria la de Betania7, para poder alcanzar la beatitud que otorga su
escucha8.
Si todos los evangelistas ofrecen una explícita referencia a la pa­
labra, es San Juan, sin duda, quien elabora todo un cuerpo doctrinal

5 Mt 13,18-23. Cf. Me 4,13-20 y Le 8,11-15.


6 Me 2,2.
7 Le 10,39.
8 Le 11,28.
256 P.II. Los sacramentos en la economía salvífica

sobre la virtualidad salvífica que tiene. Y no podía comportarse de


otra forma quien había identificado la Palabra con la divinidad del
Hijo de Dios. Para San Juan, toda actitud cristiana es mera conse­
cuencia del comportamiento adoptado ante la palabra de Dios, que
ha sido anunciada por Jesucristo 9. Escuchar el anuncio evangélico y
observarlo con fidelidad es condición indispensable para ser discípu­
lo de Jesucristo 10. Y, como consecuencia última, quien desee salvar­
se tendrá que haber entendido la palabra de Dios 11. Pero, aunque la
salvación pertenece al escatón del futuro, ya en el presente, y como
un anticipo de la gloria a alcanzar, puede el hombre gozar en su
interior de la intimidad de Dios como efecto de haber guardado la
palabra anunciada por Jesucristo, pues el Padre le amará y vendrá
con el Hijo a hacer mansión en él12.
Si para ampliar el recorrido iniciado nos volvemos al libro de los
Hechos de la Apóstoles, encontramos que en la incipiente predica­
ción apostólica la palabra conjuntamente con el sacramento es pro­
puesta como principio único de salvación. Así consta literalmente
cuando, al narrar la consecuencia que se siguió de haber escuchado
el sermón pronunciado por San Pedro en el mismo día de Pentecos­
tés, dice con elocuente laconismo: «Los que acogieron su palabra
fueron bautizados». El primer dato pastoral de la recién nacida Igle­
sia habla de la unidad de la fe y del bautismo es decir, de haber
aceptado la palabra y haber recibido el bautismo. Con lo que la pri­
mera formulación que relaciona la fe con el bautismo se halla ya en
el Nuevo Testamento, y concretamente en el libro de los Hechos l3.
La Iglesia apostólica sintió como cometido propio el anuncio de
la palabra de Dios l4. De manera insistente aparece esta constatación
en los Hechos de los Apóstoles, y con ella la verificación de que la
palabra de Dios iba creciendo 15 por todas partes, hasta llegar a ser
aceptada incluso por los gentiles 16. Y al predicarla con tal porfía, los
Apóstoles eran conscientes de la virtualidad salvífica que la acompa­
ñaba. Por ello, San Pablo, empleando metáforas castrenses, dice de
la palabra que es el yelmo de salvación y la espada del Espíritu San­
to l7, cuya eficacia es más cortante que la espada de doble filo l8. Y
9 Jn 17,6. 14.17.
10 Jn8,31.
" Jn 8,37. 43.51.
12 Jn 14,22.
13 Hch 2,41.
14 Hch 6,4.
15 Hch 6,7. Cf. 8,4. 14.25; 12,24; 13,5. 7.44.
16 Hch 11,1; 13,44-49.
17 Ef6,17.
18 Heb4,12.
C. 7. Relación entre palabra y sacramento 257

como cualidades morales le atribuye el ser palabra de verdad 19 y de


vida20.
La palabra, tal y como se la describe en el Nuevo Testamento, es
en si misma el don de Dios que, ofrecido gratuitamente al hombre,
tiene en sí la virtud operativa de atraerlo y vivificarlo, hasta hacerlo
morada de la Trinidad que inhabita al creyente. Si la palabra, por ser
el don que brota de la voluntad salvífica del mismo Dios, tiene en sí
el poder de salvar al hombre, no ha de sorprender que, por la misma
voluntad salvífica de Dios, su palabra se concrete en siete mandatos
institucionales, con lo que los sacramentos quedan determinados en
su existencia desde la palabra y ejercen, aunque de manera propia,
idéntica operatividad salvífica que aquella. Los sacramentos son par­
te integrante de la palabra, ya que el mandato institucional de Cristo
los incluye unitariamente en ella. Por lo tanto, no cabe distinguir
entre la palabra y el sacramento como si se tratase de dos entidades
salvíficas distintas. Lo único correcto es reconocerlos unidos en la
voluntad misteriosa de Dios manifestada por su palabra. Y dada esta
unión de origen y de finalidad, hay que concluir que en la celebra­
ción eclesial de los sacramentos alcanza su total cumplimiento la
palabra. De ahí que Jesucristo ordenara como único principio de sal­
vación la fe y el bautismo21, mandato que San Pedro reconoció y
puso en práctica desde el mismo día de Pentecostés, como consta en
su primer anuncio misional, cuando estimula a cuantos le han escu­
chado a que se conviertan y se dejen bautizar en el nombre de Jesu­
cristo, en el que han de creer, para de este modo alcanzar la remisión
de los pecados y conseguir el don del Espíritu Santo. Según la doc­
trina de San Pedro, la fe en la palabra, es decir, la fe en Jesucristo, al
abrazarla ha de ser profesada en la recepción del bautismo, porque el
bautismo en el nombre de Jesucristo es, en último termino, una pro­
fesión pública y eclesial de la fe en Cristo, el Señor. Trasladado este
planteamiento a la actual situación de la vida de la Iglesia, se puede
afirmar que la liturgia sacramental o, si se quiere, la administración
de los sacramentos, ha de ser considerada como la misma palabra de
Dios celebrada22.
Como resumen doctrinal de cuanto hasta aquí hemos expuesto
analíticamente, nos permitimos proponer que la palabra de Dios fun­
damenta los sacramentos, desde el momento en que se integran en
ella formando parte de su cuerpo doctrinal salvífico, y que en los
sacramentos, puesto que son los medios concretos por los que de

19 Col 1,5. Cf. Sant 1,18.


20 Flp 2,6.
21 Me 16,16.
22 Triacca, A., «Per una trattazione dei sacramenti in prospettiva litúrgica», en
Rivista Litúrgica \.W\' (1988), 349.
bi
258 P.II. Los sacramentos en la economía salvífica

hecho recibe el hombre la gracia santificante, encuentran su cumpli­


miento la palabra y los acontecimientos de la Escritura23.

La forma sacramental como profesión de fe

Hay un aspecto muy concreto en la relación palabra sacramento


que interesa estudiar. Se trata del valor de profesión de fe que tiene
en sí misma la llamada técnicamente forma sacramental. Si para esta
reflexión partimos de las ya conocidas palabras de San Agustín
quien, al interrogar sobre la relación entre el «verbum» y el «ele­
mentum», afirma que cuando la palabra recae sobre el elemento es
cuando se hace sacramento, al que califica de palabra visible 24, se
advierte que, según esta conocidísima formulación agustiniana, la
palabra otorga al elemento el rango sacramental. Pero a pesar de ser
tan importante esta proposición, todavía no resulta definitiva para
fundamentar sobre ella la doctrina que intentamos desarrollar, y hay
que recurrir por ello a otras proposiciones agustinianas. El mismo
San Agustín, dando un paso definitivo en su exposición sobre la
virtualidad del sacramento del bautismo, se pregunta de nuevo de
dónde le viene al agua la virtud para que con el contacto del cuerpo
lave el corazón. Y responde que por la eficacia de la palabra, pero no
de la palabra pronunciada, sino de la palabra creída 25. Esta exacta
formulación precisa que la eficacia de la palabra sobre el elemento,
es decir, de la forma sobre la materia, no depende de la mera pro­
nunciación fonética, sino del acto de fe que con ella se profesa.
Este planteamiento agustiniano nos permite proponer que la lla­
mada forma sacramental tiene siempre el valor de la profesión de fe
en un contenido que se remonta a la misma palabra de Dios. Porque
si todos los sacramentos, como ya hemos indicado al tratar de su
institución, apoyan su existencia en insinuaciones neotestamentarias,
tan sólo por la fe se las puede reconocer y aceptar, por ser parte
integrante de la palabra de Dios. Y para corroborar cuanto acabamos
de proponer teóricamente, iniciamos un recorrido histórico, tomando
como punto de referencia la forma del sacramento del bautismo.
Dos son los textos neotestamentarios que habitualmente son con­
siderados como institucionales del bautismo: el de Mt 28, 19 y el de

23 Zadra, D., «Símbolo y sacramento», en Fe cristiana y sociedad moderna, 28,


p. 131.
24 San Agustín, In loannis Evangelium, 80, 3: «Detrahe verbum, et quid est aqua
nisi aqua? Accedit verbum ad elementum, et fit sacramentum, etiam ipsum tanquam
visibile verbum», en Obras completas de S. Agustín, t.XIV (BAC 165), p.436-437.
25 San Agustín, «Unde ista virtus aquae, ut Corpus tangat et cor abluat, nisi faciente
verbo: non quia dicitur, sed quia creditur?, en ibid.
C. 7. Relación entre palabra y sacramento 259

Me 16, 16. Si entre los dos optamos por el de Marcos, por tratarse
de un texto más primitivo, según lo testifica el estilo de su redac­
ción, nos encontramos ante un imperativo que, puesto en boca de
Jesucristo, abarca simultáneamente la profesión de fe y la ablución:
el que creyere y fuere bautizado. Las palabras del texto reflejan con
claridad un mandato que impone la necesidad de creer, pero deja en
la indeterminación su contenido, ya que no especifica el objeto sobre
el que ha de recaer la profesión de fe. Esta especificación, según la
letra del Nuevo Testamento, fue doble en el tiempo de la Iglesia
apostólica, y mientras en el texto de Mateo se concreta en forma
trinitaria, en varios textos de Hechos, y de las epístolas paulinas apa­
rece con formulación cristológica26. Lo cual quiere decir que en el
mandato original de Cristo hubo tan sólo una exigencia de fe, y que
la Iglesia apostólica expresó indistintamente su fe bautismal en for­
mula trinitaria o cristológica. A tenor de este planteamiento, el texto
de Mateo se convierte en un precioso testimonio litúrgico sobre la
profesión de fe trinitaria, como es también una preciosa profesión de
fe cristológica la glosa bautismal interpolada en la Vulgata al texto
de Hechos que describe el bautismo del eunuco administrado por
Felipe 27. En el Nuevo Testamento se verifica un mandato exigitivo
de la profesión de fe y dos maneras distintas de concretarlo 28, con lo
que se comienza a vislumbrar que las primeras formas bautismales
no fueron más que profesiones de fe con las que cumplir el mandato
de Jesucristo.
Los elementos litúrgicos y pastorales que aporta la Iglesia de los
Santos Padres resultan sumamente interesantes, pues vienen a con­
firmar que los antecedentes de la que hoy día llamamos forma bau­
tismal consistían, tanto en su estructura formal como en su contenido
conceptual, en una explícita profesión de fe. Así aparece, por ejem­
plo, en la rúbrica para administrar el bautismo que transmiten tanto
la Tradición apostólica, de Hipólito de Roma, como las restantes
fuentes litúrgicas que de ella derivan29. En todas ellas el ritual es
bien sencillo, pues propone que se administre una triple inmersión y
que en cada inmersión se profese la fe en una persona de la Trinidad.
Dada la plasticidad de la descripción bien vale la pena reproducirla.
Acompañado por el diácono, dice la Tradición apostólica, descienda

26 Hech 8,16; 19,5; Rom 6,3; Gal 3,27.


27 Hech 8,37; en la Biblia de Jerusalén véase la nota de pie de página.
28 Stenzel, Die Taufe. Eine genetische Erklarung der Taufliturgie (Innsbruck
1958); en p.l 11 y siguientes, «Die Taufformel».
29 Dependientes de la Tradición apostólica de Hipólito han de ser consideradas las
obras siguientes: el Libro VIH de las Constituciones Apostólicas, el Epítome o Consti­
tuciones de Hipólito, el Testamento de Nuestro Señor y los Cánones de Hipólito. Las
Constituciones de la Iglesia egipciaca son la misma Tradición apostólica de Hipólito,
a la que se le denominó así mientras se conocía únicamente la versión egipciaca.
260 P.II. Los sacramentos en la economía salvífica

el que se va a bautizar. Cuando ya ha bajado hasta el agua, el que


administra el bautismo le impone la mano, mientras le pregunta:
¿Crees en Dios Padre omnipotente? Y el que es bautizado responde:
creo. Y teniendo la mano sobre su cabeza lo bautiza una vez. Des­
pués le dice: ¿Crees en Cristo Jesús, Hijo de Dios, que nació de María
por medio del Espíritu Santo y fue crucificado bajo Poncio Pilato, y
murió, y fue sepultado, y resucitó al tercer día de entre los muertos,
y ascendió a los cielos, y está sentado a la derecha del Padre, y que
vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos? Y cuando dice: creo, se
le bautiza otra vez. Y de nuevo le pregunta: ¿Crees en el Espíritu
Santo y en la santa Madre Iglesia y en la resurrección de la carne?
El que está siendo bautizado responde: creo. Y se le bautiza por
tercera vez 30. Como se ve a simple vista, en esta administración del
bautismo coincide la profesión de fe con la forma bautismal. Idéntica
estructura se observa en el sacramentado Gelasiano del siglo vm 3I.
Y junto a los datos litúrgicos aparecen los testimonios concep­
tuales. Conocer los de Tertuliano habrá de resultar muy esclarece-
dor. En primer lugar encontramos la afirmación que el alma no se
purifica por haber sido lavada, sino por haber respondido 32. Claro
testimonio de la vinculación del efecto del sacramento a la palabra
de fe dicha a manera de diálogo. Con esta formulación nos hallamos
ante un planteamiento muy similar al que más tarde habrá de propo­
ner San Agustín cuando vincule a la fe en la palabra el efecto purifi-
cador del bautismo. Un segundo texto ofrece Tertuliano sobre la fe
como contenido de la forma sacramental, y en este caso precisa que
la respuesta que ha de darse en el bautismo se corresponde con el
mandato impuesto por el Señor en el Evangelio 33. Según las dos
proposiciones de Tertuliano, la que hoy llamamos forma bautismal
es una profesión de fe tal y como el Señor lo había dispuesto.
La misma estructura de preguntas y respuestas aparece en San
Agustín. Los textos ya expuestos34, y que ahora debemos repetir con
otra intención, nos hablan claramente de una estructura dialogal en
la profesión de fe del bautismo, a la que considera necesaria para la
validez del sacramento, incluso en caso de urgente necesidad35. Y

30 San Hipólito de Roma, La tradition apostolique. Introduction, traduction et


notes par Bemard Botte O.S.B., 2.a edición (Paris 1968).
31 DS36.
32 Tertuliano, De resurrectione mortuorum, XLVIII, 11: «Anima enim non lava-
tione, sed responsione sancitur» (CCSL II, p.989).
33 Tertuliano, De corona, III, 3: «Aliquid respondentes, quam Dominus in evan­
gelio determinavit» (CCSL II, p. 1042).
34 Véase lo dicho en el capitulo tercero, dentro de otro contexto.
35 San Agustín, De baptismo, 1, XIII, 21: «Poscit baptismus, quem tanta festina-
tione accepit, ut necessariam interrogationem paucorum verborum vix periculi tempus
admitat» (Obras completas de S. Agustín, t.XXXII [BAC 498], p.435).
C. 7. Relación entre palabra y sacramento 261

precisando el valor salvífico que se le ha de reconocer en cada caso


a la profesión de fe, distingue entre los adultos y los niños. Los ma­
yores tendrán que contestar por ellos mismos y los pequeños, si no
saben hablar, lo harán por medio de sus padres, porque en todo bau­
tismo tiene que darse una respuesta de fe, que, según nuestras cate­
gorías, equivale a la actual forma sacramental36. Una muy explícita
referencia a la profesión de fe dialogada en la administración del
bautismo la ofrece San Agustín en su famosa carta a Bonifacio. En
un pasaje en que reproduce la formulación literal de la duda que
embarga a su interlocutor el obispo Bonifacio, ofrece con toda clari­
dad el esquema dialogal que se mantenía a principios del siglo v en
la administración del bautismo, ya que literalmente dice que los pa­
dres responden en nombre del niño que va a ser bautizado a las pre­
guntas que allí se les formula37.
Hasta llegar a San Agustín, no había existido una terminología
para designar la profesión de fe dentro de la administración del bau­
tismo. Tanto en los libros rituales como en los catequéticos se habla­
ba de preguntas y respuestas para profesar la fe, pero sin asignar
nombre propio a semejante rito. Es precisamente San Agustín quien
acuña una primera terminología cuando, dentro de la administración
del bautismo, denomina a la profesión de fe verbum, y a la realidad
tangible, elementum. Con el binomio agustiniano verbum et elemen­
tum se llega a la primera descripción técnica de los componentes del
sacramento. Y como se ha podido comprobar, el contenido significa­
do con verbum equivale al cumplimiento de la profesión de fe impe­
rada por Jesucristo en el mandato institucional y recogida en el texto
de Marcos.
Hay que advertir, como dato sumamente significativo, que cuan­
do en el ritual del bautismo se da el paso hacia la actual forma sacra­
mental explícitamente trinitaria e indicativa, se mantiene la origina­
ria concepción de la forma sacramental como una profesión de fe
trinitaria. Así se advierte en el primer atisbo de esta nueva manera de
expresar la forma sacramental y que aparece en San Ildefonso-
Cuando en el ambiente hispánico del siglo vn hubo necesidad de
hacer frente por los cuatro costados a la amenaza de la herejía arria-
na y proclamar de todos los modos posibles la fe ortodoxa en la
Trinidad, se dio entrada a una forma bautismal en la que el misterio
trinitario, y con ello la divinidad de Jesucristo, quedaba perfecta­

36 San Agustín, De baptismo, IV,XXIV, 31: «Ideo cum pro eis, responden!, ut
impleatur erga eos celebratio sacramenti, vale! utique ad eorum consecrationem, qu¡a
ipsi respondere non possunt. At si pro eo qui respondere potest alius respondeat, non
itidem valet» (Obras completas de S. Agustín, t.XXXII [BAC 498], p.563).
37 San Agustín, «Carta a Bonifacio», en (Obras completas de S Agustín t VIÚ
[BAC 69], p.683). ’ ’
262 P.II. Los sacramentos en la economía salvífica

mente propuesta. Por ello, San Ildefonso de Toledo mandó que el


bautismo se diese en nombre de la Trinidad 38, mandato que recoge
de manera palmaria la identificación de la forma sacramental con la
profesión de fe. Pero la noticia exacta de estar ya en uso la fórmula
indicativa trinitaria en la administración del bautismo la ofrece San
Paulino de Aquileya en el sínodo de Forli, cuando propone que han
de ser rebautizados quienes no han sido bautizados en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo 39. Tanto para San Ildefonso
como para San Paulino, que se mantenían en la estructura agustinia­
na del sacramento, el verbum sacramental, al que hoy llamaríamos
forma sacramental, se concretaba en una explícita profesión de fe en
la divinidad de Jesucristo a partir del misterio de la Santísima Trini­
dad.
Cuando, con la llegada del hilemorfismo aristotélico, se pasó del
verbum de San Agustín a la forma de Santo Tomás, hubo un autén­
tico cambio en la concepción filosófica, pero no en la teológica. Es
cierto que el verbum y el elementum agustinianos sólo eran conside­
rados como necesarios en el sacramento, mientras que la materia y
la forma eran valoradas como constitutivos del sacramento; sin em­
bargo, el análisis directo del concepto «forma» en Santo Tomás nos
ha de deparar la grata sorpresa de comprobar que en su pensamiento
teológico mantiene el sentido de profesión de fe que se venía arras­
trando desde los Santos Padres. En primer lugar, hay que tener en
cuenta que para Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, el sacramen­
to tiene una significación sagrada 40. Ya desde aquí cabría deducir
que la llamada forma sacramental es una realidad teológica vincula­
da a la fe y mediante esta vinculación ordenada a causar el efecto del
sacramento. Pero hay un texto en el que Santo Tomás expone de
manera explícita su vinculación con San Agustín a la hora de preci­
sar el alcance de la forma sacramental como profesión de fe. En un
contexto un tanto casuístico, y respondiendo a cierta posible obje­
ción deducida de una proposición de Aristóteles, Santo Tomás recu­
rre literalmente a San Agustín para precisar que la forma sacramen­
tal tiene valor no desde la materialidad de sus palabras, sino desde el
contenido de su fe, es decir, desde el sentido que la fe otorga a las
palabras41. Y si se tiene en cuenta que para Santo Tomás, precisa­
mente como filósofo aristotélico, la forma es lo que da el ser a la

18 San Ildefonso, De cognitione baptismi, el capítulo CXII lleva por título: «Quod
in nomine Tnnitatis detur baptismum», en PL 96, col. 158
Sobre este punto véase Stenzel, A , Die Taufe Eme genetische Erklerung der
Taufliturgie(Innsbruck 1958), p.l 11 y siguiente: «Die Taufformel».
40 Suma Teológica, III, q 60, a 1, sed contra.
41 Suma Teológica, III, q. 60, a 7, ad lm.: «Non secundum extenorem sonum
vocis, sed quia creditur, id est, secundum sensum verborum, qui fide tenetur».
C. 7. Relación entre palabra y sacramento 263

cosa real, habrá que concluir que la fe es lo que otorga la consisten­


cia eclesial a la realidad de los sacramentos.
Tras este análisis que hemos llevado a cabo sobre el concepto
«forma sacramental» nos es lícito concluir que toda celebración
eclesial de los sacramentos está basada en la íntima relación de la
palabra con el signo, y que aquello que le otorga entidad y eficacia
al sacramento es la palabra de Dios creída y profesada en la forma
sacramental. Un breve repaso sobre las formas litúrgicas de los di­
versos sacramentos así lo confirma, pues tan aceptación de la pala­
bra de Dios y profesión de fe son las palabras de la consagración en
la eucaristía, como la forma absolutoria en el sacramento de la peni­
tencia y, en general, la forma sacramental de los restantes sacramen­
tos.
Si nunca debió hablarse de una separación entre la palabra y el
sacramento, dada la actual sensibilidad teológica ya no cabe de nin­
guna manera establecer un planteamiento ordenado a justificar la
disyuntiva de palabra o sacramento. Hemos visto cómo ha habido
que recurrir a la palabra de Dios incluso para fundamentar el mo­
mento institucional de los sacramentos, y que la palabra continúa
presente en cada celebración sacramental por la virtualidad que con­
cede al signo desde la profesión de la fe a través de la forma sacra­
mental. Como ha dicho el Concilio Vaticano II con tanta precisión
como clarividencia, la revelación del misterio de Dios se hace por
gestos y por palabras entre sí conexos 42. Y esta conexión reconocida
por el Concilio tiene un fundamento divino, pues Jesucristo envió a
sus discípulos a predicar y a bautizar, a anunciar el único mensaje
salvífico mediante el signo de las palabras y de los gestos.

El acto de fe, eclesial y personal,


en la recepción del sacramento

El comportamiento sacramental de la Iglesia, lo hemos dicho ya


y ahora tenemos que repetirlo, equivale a un acto simultáneo de fe y
de obediencia en la palabra de Jesucristo, que ha instituido los sacra­
mentos. Y desde este comportamiento de aceptación y fidelidad, el
sacramento es el medio por el que la gracia de Dios llega a cada uno
de los mortales, y obra en su persona el constante proceso de conver­
sión que le lleva no sólo a nombrarse, sino a ser hijo de Dios 43.
A simple vista, se alcanza a ver que en los sacramentos hay dos
aspectos nítidamente diferenciables: el eclesial y el personal. Preci­

42 DV 2: «Fit gestis verbisque intrinsece Ínter se connexis».


43 Un 3,1.
264 P.II. Los sacramentos en la economía salvífica

sar a partir de la palabra creída en qué consiste cada uno de ellos, y


determinar en qué se relacionan sin perder su identidad, es el come­
tido a llevar a cabo en este apartado. Rahner ha hablado del giro
copemicano que ha de tomar el planteamiento teológico al reflexio­
nar sobre la disposición del sujeto que recibe los sacramentos, y pro­
pone que de una comprensión individualista y aislada del sujeto se
ha de pasar a otra corporativa y «mundana» 44. Sin entrar en con­
frontación con este modo de formular la disposición que ha de
acompañar al sujeto que recibe los sacramentos, intentaremos poner
claramente de manifiesto la relación que debe existir entre lo ecle-
sial-comunitario y lo individual-personal en todo comportamiento
sacramental, en el que siempre se establece una necesaria relación
entre la fe en la palabra aceptada y el signo sacramental.
Según enseña el Concilio Vaticano II, los sacramentos constitu­
yen uno de los medios por los que la Iglesia, como comunidad sacer­
dotal, llega a realizar en plenitud su carácter sagrado 45. Quien atien­
de al enunciado de este texto conciliar, y al amplio desarrollo del
mismo que le acompaña, llega a la convicción de que todo él se está
refiriéndo al efecto de los sacramentos y que está afirmando de la
Iglesia que llega a alcanzar su madurez entitativa por medio de los
sacramentos. Así se desprende del análisis que el Vaticano II hace
del efecto eclesial de cada uno de los sacramentos. Un breve repaso
nos permitirá comprobarlo. Del bautismo dice que incorpora a la
Iglesia; de la confirmación, que perfecciona esta incorporación; de la
eucaristía, que otorga la incorporación plena a la Iglesia; de la peni­
tencia, que reconcilia con Dios y con la Iglesia; de la unción de los
enfermos, que contribuye al bien del Pueblo de Dios; del orden, que
constituye a determinados cristianos en pastores del pueblo de Dios,
y del matrimonio, que por la paternidad hace de los esposos genera­
dores de nuevos miembros de la Iglesia. Como se ve, el Concilio ha
contemplado a cada uno de los sacramentos desde su propia dimen­
sión eclesial, pues ha considerado los sacramentos como medios a
través de cuyo efecto la Iglesia se desarrolla y se perfecciona. Sien­
do esta consideración eclesial de los sacramentos sumamente impor­
tante, hemos de confesar que no es ella la que en este momento nos
interesa, pues describe el efecto eclesial de los sacramentos, pero
nada dice de que sean ellos mismos acciones eclesiales.
Importa pues buscar el motivo en el que apoyarse para compren­
der la última razón del comportamiento sacramental de la Iglesia, es
decir, porqué vive sacramentalmente. Y esta razón no es otra que la

44 Rahner, K„ «Riflessioni sopra la celebrazione personale dell’evento sacramén­


tale», en Nuovi saggi, V, p.509-510.
45 LG 11.
p C. 7. Relación entre palabra y sacramento 265

obediencia y la fidelidad a la palabra de Dios. La Iglesia, como Es­


posa fiel y amantísima, celebra en un comportamiento de fidelidad
aquellos preceptos que reconoce como recibidos de su Señor 46. Des­
de aqui, como ya hemos dicho en otras ocasiones, podría deducirse
el comportamiento sacramental de la Iglesia. Pero todavía no es ella
la razón última por la que la Iglesia procede sacramentalmente. El
motivo primordial del comportamiento sacramental de la Iglesia es
por ser ella misma el Cuerpo de Jesucristo. Como Cuerpo de Cristo
ejerce aquellas acciones determinadas por Cristo en orden a la santi­
ficación del hombre 47. Y por ello bautiza y administra vicariamente
todos los sacramentos como acciones de Cristo. Las acciones sacra­
mentales son siempre acciones de Cristo, pues tan sólo él, por ser el
único sacramento, como dice San Agustín 48, puede conferirlos a los
hombres. Pero las acciones de Cristo-sacramento llegan al hombre
por la mediación de la Iglesia, que en la visibilidad de su cuerpo ha
quedado constituida desde su institución divina en pervivencia histó­
rica de la sacramentalidad cristiana. Por ello, a partir de su misma
razón de ser signo sacramental, la Iglesia con su comportamiento
creyente ante la palabra de Dios celebra los sacramentos. Los sacra­
mentos, pues, son ciertamente acciones de Cristo, pero acciones de
Cristo que le llegan al hombre en la Iglesia y por la fe obediente de
la Iglesia. La mediación sacramental de la Iglesia es la que le permi­
te al hombre recibir la gracia que fluye del sacramento por antono­
masia que es Jesucristo.
Para comprender el comportamiento sacramental de la Iglesia se
ha de tener en cuenta que está configurada, desde una doble dimen­
sión: la que hace referencia directa a Cristo y la que se orienta pre-
ferencialmente al hombre. De cara a Jesucristo, la Iglesia es la espo­
sa que vive en atenta escucha de la palabra de Dios en un comporta­
miento de fidelidad. Es la perfecta creyente que pone en ejecución la
palabra de Dios. De cara a los hombres, el quehacer de la Iglesia se
concreta en su disponibilidad vicaria, es decir, en ejercer un menes­
ter de mediación en favor del hombre, realizando, no en nombre
propio, sino en el de Jesucristo, cuanto hace por los hombres. En
resumen, y para concretar, hemos de afirmar que el comportamiento
sacramental de la Iglesia parte de su fidelidad a la palabra de Dios
en la que cree. Por ello, las insinuaciones sacramentales que halla en
el Nuevo Testamento, y que movida por el impulso vivificante del

46 SC 6.
47 LG7.
48 San Agustín: «Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus» (Ep. 187, PL
33, 845). He aquí un texto en el que San Agustín escribe «mysterium» predicado de
Jesucristo como sinónimo de sacramento, en cuanto signo visible de la realidad invisi­
ble que es Dios.
266 P.I1. Los sacramentos en la economía salvífica

Espíritu Santo reconoce como mandatos institucionales de los sacra­


mentos, le impelen a administrar los sacramentos, y los administra
como recibidos en la palabra de Dios y prestando un servicio de
mediación al hombre. Se puede decir que la palabra creída por la
Iglesia es el móvil impulsor de su mediación sacramental.
A partir de aquí y puesto que las acciones sacramentales son en
sí mismas eclesiales, se ha de sostener que son siempre de carácter
público y, en consecuencia, comunitario. Y por ello, en última ins­
tancia, hay que admitir que es la comunidad eclesial la que siempre
y de forma exclusiva celebra los sacramentos. Ahora bien, como
quiera que la comunidad, según enseña el Vaticano II, está estructu­
rada sobre un esquema orgánico y jerárquico 49, en la administración
de los sacramentos cada uno de los miembros de la comunidad ha de
tener su cometido propio, sin que nadie pueda desplazar ni sustituir
al otro. El obispo como obispo, y por ello como cabeza litúrgica de
la Iglesia particular; el presbiterio en unión sacramental con el obis­
po, y los laicos como miembros integrados en el Cuerpo eclesial de
Cristo por la fe y el bautismo, todos, y cada uno a su propio modo,
tienen un lugar adecuado en la realización de los sacramentos. Sería
un error craso pensar que la única competencia sacramental que tie­
nen los laicos es la pasiva de recibir los sacramentos. La presencia
activa de los laicos en todos los sacramentos es una antigua aprecia- I
ción patrística que ha sido retomada en consideración por el Vatica­
no II.
Aunque sea de forma sintética, y con el fin de que quede clara la
noción comunitaria de la administración sacramental, es conveniente
que recordemos algunos aspectos por los que se ha de reconocer la
necesaria presencia eclesial de los laicos en la administración sacra­
mental. En el bautismo ha quedado ya patente, desde el momento en
que en la patrística se administraba con la triple interrogación sobre
el misterio trinitario. Interrogación que pervive en el presente ritual,
aunque desplazada inmediatamente antes de la ablución con la actual
forma sacramental. En la confirmación, al confirmando han de
acompañarlo los padrinos, quienes en representación de la comuni­
dad presentan y salen garantes de quien llega a incorporarse más
plenamente a la Iglesia. Este papel representativo de la comunidad
tiene eclesiológicamente hablando un gran valor de signo 50. En cada
celebración eucarística se halla presente toda la comunidad eclesial,
ya que quien responde al mandato de Jesucristo es la Iglesia como

49 LG 11: «organice exstructa». j


50 Demostraría poca sensibilidad eclesiológica quien ante este argumento se parase
a pensar si la no presencia de los padrinos afecta a la licitud o a la validez de la
administración.
C. 7. Relación entre palabra y sacramento 267

tal y no un individuo en particular51. Sobre la penitencia y el matri­


monio no vale la pena esforzarse, ya que son los seglares quienes
aportan desde sí mismos la cuasi-materia y la materia de estos sacra­
mentos. En la unción de los enfermos es la condición de enfermo,
arraigada en el físico doliente de una persona, la que capacita a la
persona como sujeto de este sacramento. Y, por último, en la admi­
nistración del sacramento del orden los laicos juegan un papel muy
singular. La presencia de los laicos, sobre todo en la ordenación de
presbíteros, significa que el pueblo presenta a uno de los suyos para
que sea ordenado, y cuando la ordenación ha terminado y los presen­
tes saludan al recién ordenado besándole las manos dan un claro
testimonio de que ya no es uno de ellos, sino uno para ellos. Los
seglares que han presentado al ordenando, ahora ya ordenado, lo re­
ciben como ministro. El saludo que el pueblo le dirige, a pesar de la
algarabía que suele provocar en el templo, que a simple vista puede
parecer poco respetuosa, equivale a una recepción, otorgándole a es­
ta palabra todo su sentido eclesiológico. Queda pues patente el al­
cance activo y eclesial que tienen los laicos en la administración de
los sacramentos.
Planteada la consideración de la sacramentalidad a partir de la
comunidad como Cuerpo de Cristo, comienza a vislumbrarse el sin­
sentido que supone contemplar a los sacramentos, en cualquiera de
sus aspectos, pero sobre todo en el de su realización como acto ecle­
sial, desde una vertiente individualista y aislada. Este es el que Rah­
ner denomina viejo modelo y ante el cual se pregunta: ¿qué siente un
católico corriente en la normal recepción de un sacramento? 52 La
descripción que en forma de respuesta ofrece Rahner viene a decir
que en el sacramento lo que el cristiano halla es la posibilidad de un
encuentro aislado con Dios, es decir, la probabilidad de un encuentro
en el que entran enjuego las circunstancias de la vida personal, pero
tomadas en cuenta tan sólo como la condición en la que ha de desa­
rrollarse moralmente la propia existencia. Es cierto que esta manera
de comprender la finalidad del sacramento deja mucho que desear,
entre otras razones por haber olvidado el sentido comunitario de la
naturaleza de los sacramentos en cuanto son acciones de la Iglesia

51 Tengo para mi, y la ofrezco como opinión muy particular, que, puesto que la
celebración eucarística es el acto eclesial por excelencia, en su celebración tiene que
estar presente toda la comunidad y, por ello, también el obispo. De ahí, concluyo en mi
apreciación, que toda misa celebrada por un presbítero diocesano equivale a una
concelebración con su propio obispo. Sobre este particular puede verse Arnau-García,
R., «Iglesia particular y comunión eclesial», en El ministerio en la Iglesia (Valencia,
1991), p. 196-198.
52 Rahner, K., «II vecchio modello: il sacramento come incontro isolato con Dio»,
en Nuovi saggi, V, p.510.
268 P.II. Los sacramentos en la economía salvífica

que revierten en el perfeccionamiento de la misma Iglesia que los


celebra. Pero hay que preguntarse, ¿la salvación o la condenación no
acaban siendo un hecho rabiosamente personal? Si esto es así, ¿pue­
de el hombre olvidarse de su dimensión individual en el momento de
acercarse a los sacramentos? Esta pregunta que, sin duda alguna,
contiene una gran dosis de verdad, ha de ser analizada para poder
reconducirla a su genuino planteamiento y buscar su correcta solu­
ción.
Antes de ofrecer una definitiva respuesta a la cuestión planteada,
interesa advertir que, a la hora de enjuiciar la disposición con que
hay que acercarse a los sacramentos, se ha de evitar tanto el indivi­
dualismo aislante como el colectivismo que masifica. Ha quedado
puesto en tela de juicio el proceder de quien a la hora de recibir un
sacramento, pensemos por ejemplo en el de la eucaristía, se compor­
ta con miras meramente individualistas; pero tan rechazable como
este comportamiento sería el de quien procediese con miras colecti­
vistas. Como advertencia ineludible hay que proponer que en la vida
sacramental no vale ni el individualismo ni el colectivismo. El único
proceder correcto es el comunitario. Y esto porque la comunidad no
solamente no destruye a la persona, sino que la realiza. Quien atien­
de a los más modernos planteamientos cristianos sobre la persona,
pensemos en autores como Mounier o Guardini, se percata que la
concepción que ofrecen sobre la persona se basa en la relación. Es
en el diálogo abierto frente al otro como cada uno se encuentra a sí
mismo y se realiza personalmente. Con lo que se establece una no­
table distinción entre individuo y persona, pues mientras el indivi­
duo gira sobre el propio yo, el propio «ego», y de ahí el egoísmo, la
persona se realiza en la apertura amorosa frente al otro. De ahí que
mientras la caridad, apertura y donación mutua, es el máximo man­
damiento de la ley cristiana, el egoísmo, subordinación del otro al
propio yo, es el pecado anticristiano por antonomasia. Centrada ya la
persona en el marco de la relación desde la fe y el amor, compren­
demos que la comunidad de los creyentes, la realiza en vez de des­
truirla, pues le ofrece la constante posibilidad del amoroso diálogo
ininterrumpido desde la fe. Y en esta forma de fe dialogante es como
se vive el cristianismo y, por ende, la sacramentalidad.
El cristiano, al acercarse a los sacramentos, ha de hacerlo desde
la propia fe, es decir, desde la propia aceptación de la palabra de
Dios. Tan sólo porque cree en la palabra de Dios y la acepta, se
acerca la persona a los sacramentos. Por ello su disposición inmedia­
ta ha de ser el acto de fe personal en la palabra fundamentante y
oferente de los sacramentos. En ella encuentra el porqué justificativo
de su personal proceder sacramental y la esperanzadora promesa de
una vida divina colmada por la gracia de Dios y abierta a la esperan­
C. 7. Relación entre palabra y sacramento 269

za del futuro escatológico. El don salvífico que le ofrece la palabra,


el cristiano lo encuentra cumplido en la recepción de los sacramen­
tos; de ahí que su disposición primera, a la hora de acercarse a reci­
birlos, ha de ser la fe en la palabra de Dios, que fundamenta y des­
cribe la realidad sacramental.
Pero la fe del cristiano es siempre una fe eclesial, pues en la
Iglesia ha recibido la palabra de Dios y en la Iglesia la profesa. Pen­
sar en un acto de fe extraeclesial no es posible. Sería algo así como
intentar describir la realidad de una persona desencajada de su mar­
co histórico, lo cual equivaldría a que se hubiese lanzado en doble
salto mortal al vacio de la nada. Porque aquello que no existe abri­
gado por la propia historia, no tiene existencia real. Y el marco his­
tórico para el cristiano, aquello que delimita su total existencia, y, en
consecuencia, aquello que le ofrece la posibilidad de ser persona
cristiana, es la realidad eclesial que le acompaña y le configura en
cualquier momento y donde quiera que se halle instalado dentro del
mundo. Por ello, el acto de fe que el cristiano ha de hacer ante la
palabra de Dios y ante los sacramentos es simultáneamente personal
y eclesial. Personal, porque parte responsablemente del propio yo y,
al mismo tiempo, eclesial, porque el yo del cristiano que lo formula
tiene consistencia en la Iglesia, es decir, en el seno de la comunidad
cristiana que le proyecta a un constante diálogo con el otro. Por ello,
el creo singular pronunciado por un cristiano es, al mismo tiempo, el
creemos plural proclamado por la comunidad. En consecuencia de lo
cual, la fe que cada cristiano profesa ante los sacramentos es a la vez
personal y eclesial.

II. LA INTEGRACION DE LA PALABRA EN LA CELEBRACION


LITURGICA

Dimensión sacramental del anuncio de la palabra

La doctrina sobre la palabra de Dios expuesta en el Concilio


Vaticano II no sólo le ha devuelto la prestancia desde un punto de
vista teórico, sino que prácticamente la ha revalorizado de tal for­
ma que ocupa por derecho propio un lugar en todas las celebra­
ciones litúrgicas. Hoy día ya no es imaginable un acto de culto
sacramental sin que la palabra de Dios sea honrada y distinguida
de manera tan patente que ocupe un lugar destacado en el conjun­
to del rito litúrgico.
La doctrina promulgada por el Concilio ha sido muy precisa a
este respecto. Partiendo del hecho ejemplar de mostrarse a sí mismo
ante la Iglesia y ante el mundo como una asamblea que escucha la
270 P.II. Los sacramentos en la economía salvífica

palabra de Dios y la proclama con valentía53, ha sentado como prin­


cipio que por medio de la palabra proclamada por la Iglesia en la
celebración litúrgica es Dios mismo quien obra 54 sobre los fieles. Y
desde aquí ha precisado los conceptos, y ha sentado como principio
que el anuncio de la palabra de Dios tiene lugar en la misma lectura
de los textos bíblicos, y que la homilía consiste en una glosa prope­
déutica de la palabra proclamada. En el texto sagrado, a tenor de la
doctrina conciliar, se contiene la palabra de Dios, y por su anuncio,
es decir, por su proclamación, se incorpora a la celebración litúrgica
de la asamblea del Pueblo de Dios.
Quizá la formulación más exacta del Concilio sobre la palabra de
Dios en la celebración litúrgica es aquella que propone, al tiempo
que recuerda los comportamientos antiguos, que «la Iglesia siempre
ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo
de Cristo, pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de
tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la
palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» 55. Sin confundir, ni mucho
menos identificar, la presencia substancial de Jesucristo en la Euca­
ristía con su real presencia operativa en la Sagrada Escritura, el Con­
cilio no ha tenido inconveniente en establecer un parangón entre la
Escritura y el Cuerpo de Cristo, relación que por otra parte resulta tra­
dicional en el pensamiento cristiano, a partir del capítulo sexto de San
Juan, que afirma de Cristo que se hace presente en la comunidad por
medio de la proclamación de su palabra y por la comida de su Cuerpo.
La idea que establece la relación entre la Escritura y la Eucaristía
hay que considerarla como totalmente integrada en el pensamiento
de la asamblea conciliar, pues la repite en varios de sus documentos.
Así lo hace en el decreto sobre la vida religiosa, cuando estimula a
los que han hecho profesión de los consejos evangélicos para que,
alimentados en la mesa de la ley divina y del sagrado altar, amen
como hermanos en Cristo a los restantes miembros de la comunidad
y respeten a los superiores como padres 56. Y en el decreto sobre la
vida de los presbíteros, al referirse a los medios de vida espiritual
puestos a su alcance, subraya aquellos en los que se alimentan con la
palabra de Dios en la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la
Eucaristía57. Pero donde el Concilio ha expuesto con mayor aten­
ción esta doctrina ha sido en el decreto sobre la sagrada liturgia.
Veámoslo.
53 DV 1.
54 SC 7: «Está presente en su palabra, pues es El mismo el que habla cuando se lee
en la Iglesia la Sagrada Escritura».
55 DV21.
56 PC 6.
57 PO 18.
F C. 7. Relación entre palabra y sacramento

El principio primero, que el Vaticano II propone como doctrina


271

fundamental, sostiene que Cristo está presente en la proclamación


del texto bíblico, pues enseña que a través del mismo es Dios quien
habla a su pueblo y Cristo quien sigue anunciando su evangelio58. Y
de aquí concluye, en lógica deducción, que la proclamación de la
palabra de Dios tiene un carácter didáctico y pastoral. Así lo pone de
manifiesto cuando reconoce que «aunque la sagrada liturgia es, prin­
cipalmente, culto a la Divina Majestad, contiene también una gran
instrucción para el pueblo fiel» 59. Instrucción que, en último térmi­
no, imparte el mismo Cristo cuando habla a través de la Sagrada
Escritura. Por ello, porque la liturgia está al servicio de una inten­
ción didáctica en función de la fe, el Concilio dictó como norma que,
a fin de que la mesa de la palabra de Dios se prepare con abundancia
para los fieles, se abran con mayor amplitud los tesoros bíblicos, de
modo que, en un espacio determinado de años, sean leidas al pueblo
las partes más importantes de la Sagrada Escritura60.
Esta norma del Concilio es asumida por Pablo VI cuando, en su
constitución apostólica Missale Romanum, determina de manera
concisa el modo cómo ha de aplicarse. Y para justificar la normativa
ritual que debe regir la lectura de los textos sagrados en la liturgia,
el Papa afirma que «todo esto ha sido ordenado de tal manera que
estimule cada vez más en los fieles el hambre de la palabra de Dios,
y, bajo la acción del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la nueva
Alianza hacia la unidad de la Iglesia». Quien tiene presente las dis­
posiciones de la Iglesia ha de concluir que la palabra de Dios no es
una mera preparación para el sacramento, sino que ella misma tiene
como finalidad, coordinada con los sacramentos, edificar el Pueblo
de Dios 61.
Si se toma la celebración eucarística como el paradigma de cual­
quier otra acción litúrgica, de ella se ha de deducir que a la procla­
mación de la palabra le corresponde un lugar propio dentro del su­
premo acto litúrgico con el que se tributa culto a Dios y se edifica su
pueblo 62. De hecho, el Misal Romano, recapitulando la doctrina
propuesta por el Vaticano II, establece como norma que las lecturas
de la Sagrada Escritura, con los cantos que se intercalan, constituyen
la parte principal de la liturgia de la palabra, y precisa que por medio

58 SC 33. Sobre la presencia de Cristo en la palabra proclamada véase López


Martín, J., En el Espíritu y la verdad. Introducción a la liturgia (Salamanca 1987),
p.138-140; Marsili, S., «Cristo si fa presente nella sua Parola», en RL 70 (1983),
671-690.
59 SC33.
“ SC51.
61 Triacca, A. M., «Biblia y Liturgia», en NDL, 415-416.
62 Jungmann, J. A., Sacrificio de la misa (Madrid 1963), p.435-544.
272 P.Il. Los sacramentos en la economía salvífica

de estas lecturas Dios habla a su pueblo, le descubre el misterio de


la redención y salvación, y le ofrece un alimento espiritual; y que
Cristo, por medio de su palabra, se hace presente entre los fíeles 63.
El mismo esquema que incorpora la palabra en la celebración
eucarística se repite en los restantes sacramentos. En la disposición
ritual de todos los que se administran dentro de la celebración euca­
rística, la proclamación de la palabra viene exigida desde la misma
estructura de la misa. En los restantes, y en este apartado quedan la
unción de los enfermos y la penitencia, la lectura bíblica ocupa un
lugar propio y destacado. Para comprobarlo bastará con observar el
nuevo ritual del sacramento de la penitencia. Y entre las tres formas
posibles de administrar este sacramento habremos de fijamos en la
primera, en la que se administra la confesión de los pecados y la
absolución de forma individual. Por tratarse del modo que a simple
vista parece menos comunitario, podría pensarse que en él no debe
tener cabida la proclamación de la palabra de Dios. Lo cual no es
cierto, pues la Iglesia ha dispuesto que antes de la inmediata confe­
sión de los pecados, bien sea el confesor o el mismo penitente lea un
texto de la Sagrada Escritura. La finalidad de esta lectura viene pre­
cisada con toda claridad en la letra del mismo ritual cuando dice que
por la palabra de Dios los fieles son iluminados para reconocer sus
pecados, son llamados a la conversión y estimulados a la misericor­
dia divina 64. Con esta norma ritual, la disposición del penitente, su
aportación al sacramento de la penitencia mediante aquellos actos
que en terminología técnica sacramental son denominados la cuasi
materia, queda íntimamente vinculada a la fiel escucha de la palabra
de Dios. Por ello, su anuncio, que ha de ocupar un lugar propio en
toda acción sacramental, tiene también cabida en la confesión indi­
vidual, porque desde el anuncio verbal del plan salvífico, cada per­
sona es llamada a la conversión, que habrá de culminar en la recep­
ción de la absolución con la que el penitente queda reconciliado con
Dios y con la Iglesia.
La palabra de Dios, desde el momento en que es el anuncio del
misterio salvífico, hace presente ante el hombre el designio de salva­
ción decretado por Dios y realizado por medio de su Hijo, y se lo
ofrece en un gesto de gratuidad a la espera de que lo acepte en una
respuesta de fidelidad. El hombre, al aceptar desde la fe dentro de la
celebración litúrgica el contenido de la palabra de Dios, se pone en
trance de salvación. El Concilio con su doctrina de los dos mesas ha
puesto de relieve la unidad de la palabra y el sacramento como prin­
cipio de salvación para el hombre.

63 Ordenación general del misal romano, n.33.


64 Ordo Paenitentiae. Praenotanda, n. 17.
C. 7. Relación entre palabra y sacramento 273

Una de las observaciones más agudas, entre las propuestas por


los teólogos actuales sobre la relación entre la Sagrada Escritura y la
liturgia, es la formulada por Chauvet cuando dice que la proclama­
ción litúrgica de la Escritura es la epifanía simbólica, el descubri­
miento sacramental, de sus constitutivos internos. E intrepretándose
a sí mismo desde la linea del pensamiento de Heidegger, concluye
que la Biblia despliega su esencia en la proclamación litúrgica que
de ella se hace 65. Una vez más tenemos que repetir nuestra propia
formulación y afirmar que los sacramentos, y con ellos la liturgia, se
fundamentan en la palabra y que en los sacramentos se realiza la
palabra. Porque la celebración litúrgica acaba siendo la manifesta­
ción viva, y a su vez generadora de vida, del contenido de la palabra.
Quien tiene presente esta íntima relación entre palabra y sacramento
se percata de que el saber cristiano sobre Dios no se agota en una
mera idea, y que la frialdad del racionalismo no tiene cabida entre
las estructuras del cristianismo, que cree y, al creer, proclama viven-
cialmente esta fe sapiencial dentro de una celebración tenida por el
Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

65 Chauvet, L. M., Símbolo y sacramento. Dimensión constitutiva de la existencia


cristiana (Barcelona 1990), p.217.

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