CFL.20 Camaraderia Amorosa. Emile Armand
CFL.20 Camaraderia Amorosa. Emile Armand
CFL.20 Camaraderia Amorosa. Emile Armand
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Camaradería amorosa
Émile Armand
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Camaradería amorosa
Émile Armand (1872-1962)
¿Qué es el amor?
El amor es uno de los aspectos de la vida, y el más difícil de definir, porque son
muy diversos los puntos de vista desde los cuales se puede considerar. Algunas
veces llaman amor a la satisfacción de la necesidad sexual, a una emoción, a una
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sensación que escapa a la reflexión; otras veces a un sentimiento que nace de la
necesidad espiritual de camaradería íntima y afectuosa, de amistad profunda y
persistente. Otras veces es aún, además de todo esto, un acto reflexivo de voluntad
del que se presume haber ponderado las consecuencias. El amor es también una
experiencia de la vida personal: aquí, experiencia impulsiva, capricho puro; allá,
experiencia que puede prolongarse muchos años o toda una vida.
Aunque el amor no escapa al análisis más que los otros dominios de la activi-
dad humana, su análisis presenta dificultades. El amor se sitúa «más allá del bien y
del mal». Algunos lo pintan enfant de Boheme. Otros le atribuyen «razones que la
razón ignora»; muchos lo consideran «más fuerte que la muerte». Es, esencialmen-
te, de naturaleza individual. Si es sentimiento, también es pasión. Cuando se vuelve
el resorte de una vida afectiva intensa —sentimiento o pasión— influye sobre el
carácter, despierta el espíritu, conduce hasta el «heroísmo»; pero trae de la misma
forma el desaliento, la tristeza, el sombrío desasosiego. En fin, si el razonamiento y
la voluntad pueden, en ciertos casos, canalizar, encauzar la expansión, no quitan
por eso al amor su carácter de sentimiento o de pasión.
Las cosas están determinadas de tal modo que el género humano se halla com-
puesto de seres de sexos diferentes cuya aproximación es indispensable para perpe-
tuar la especie.
Hasta el día en que se pueda fabricar seres sin sexo en los laboratorios de bio-
logía, esta indispensabilidad continuará, y como el alba de este día podría tardar
demasiado en brillar, sería acaso necesario no tenerlo muy en cuenta para nuestras
conclusiones.
Pero no solamente la continuación de la especie humana está ligada a la atrac-
ción de ambos sexos: la naturaleza ha hecho que los dos sexos se atraigan mutua-
mente y que el acto sexual sea el manantial de una felicidad voluptuosa que el
ascetismo depravado y el puritanismo farisaico intentan deshonrar o tachar de
infamia, pero que no lograrán nunca hacerla considerar como malsana, en tanto
forme parte de la naturaleza humana.
El hecho mismo de que la procreación pueda ser voluntaria y que su ejercicio
sea consecuencia de la libre elección de la mujer no suprime en nada esa atracción
sexual.
Los sexos se atraen mutuamente, se buscan naturalmente, normalmente: este
es el hecho original, primordial, la base fundamental de las relaciones entre las dos
mitades del género humano.
Por otro lado, es una locura querer reducir el amor a una ecuación o limitarlo a
una forma única de expresión. Aquellos que lo intentaron se dieron cuenta bien
pronto de que habían equivocado el camino. La experiencia amorosa no conoce
fronteras. Varía de individuo a individuo.
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El ambiente social y las relaciones sexuales
Sensuales, sentimentales o afectivas, se imprime a las relaciones sexuales una gran
duplicidad. Se afecta conocer solamente una especie de amor: el legal, es decir, la
unión para toda la vida de dos seres que antes del «matrimonio» no se conocían,
que disimulan su verdadero carácter y que, a pesar de la posibilidad del divorcio,
difícilmente podrían separarse sin graves inconvenientes económicos o sociales.
La unión libre misma se diferencia muy poco del casamiento cuando se aco-
moda a las costumbres. Por respeto a las conveniencias, gran número de individuos
«volubles» por naturaleza, deben parecer «constantes». De ahí, cohabitaciones que
resultan verdaderas torturas y refugios de hipocresía doméstica. De ahí un refina-
miento de bajezas por parte de los cónyuges, que se esfuerzan por ocultarse uno al
otro su verdadero temperamento, tramando intrigas que, para ser llevadas a cabo,
requieren la mentira permanente. Como consecuencia: disminución del carácter,
reducción general de la personalidad.
¿Hay algo menos normal que las consecuencias prácticas, en la vida de algu-
nas mujeres, de concepciones tales como la castidad y la pureza sexual? ¿La infa-
mia, aceptada por todos, que tolera dos morales sexuales, una para la mujer y otra
para el hombre? ¿Existe un dominio donde la mujer sea más esclava, donde se la
haga más ignorante y sea puesta más pesadamente bajo el yugo?
Toda sociedad legal y obligatoriamente constituida no puede ser sino hostil al
amor irregular. Para considerar el modo de expresión normal del amor, la atracción
sexual natural, es necesario que la preocupación acerca de la anatomía individual
predomine sobre todas las demás. Al amor esclavo, la única forma de amor que
pueden conocer las sociedades autoritarias, el individualista anárquico opone el
amor libre. A la dependencia sexual, es decir, al concepto dominante que exige que
la mujer sea, la mayoría de las veces, nada más que carne de placer, el individualis-
ta opone la libertad sexual; dicho de otra manera: la facultad para los individuos de
ambos sexos de disponer a su antojo de su vida sexual, de determinarla según los
deseos y las aspiraciones de su temperamento sensual o sentimental.
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concierne a la vida sexual —en otras palabras: la atracción ineluctable de los se-
xos—, sea considerada desde el punto de vista sentimental, emocional o fisiológi-
co.
Así, «libertad de la vida sexual» no es sinónimo de «perversión» o de «pérdida
de la sensibilidad sexual». La libertad sexual es exclusivamente de orden indivi-
dual. Presupone una educación de la voluntad que permita a cada uno determinar
«por sí mismo» el punto donde cesa de ser dueño de sus propias pasiones o incli-
naciones; educación quizás mucho más instintiva de lo que parece a primera vista.
Como todas las libertades, la libertad sexual requiere un esfuerzo, no ya de absti-
nencias —la abstinencia vital es una prueba de insuficiencia moral, al igual que la
depravación es un signo de debilidad moral- sino de juicio—, de discernimiento, de
clasificación. En otros términos, no se trata tanto de la cantidad o del número de
experiencias, como de la calidad del experimentador. Para concluir: la libertad de
la vida sexual queda unida, en el sentido individualista, a la educación sexual pre-
paratoria y la potencia de determinación individual. Julio Guesde escribía en 1873,
en su Catecismo Socialista: «Las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer,
fundadas sobre el amor o la simpatía mutuas, llegarán a ser “entonces” tan libres,
tan variables y tan múltiples como las relaciones intelectuales y morales entre indi-
viduos del mismo sexo o de sexo diferente». Nosotros, realistas, actualistas, afir-
mamos esa tesis de que las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer (excep-
tuando, como se comprende, la cuestión de los temperamentos personales), pueden
ser «desde ahora» tan libres, tan variables, tan múltiples, como lo son o deberían
serlo las relaciones intelectuales o morales entre los humanos.
La educación sexual
Creemos que los espíritus de vanguardia, los emancipadores, deberían preocuparse
de preconizar la educación sexual mejor de lo que lo hacen; no dejar jamás escapar
la ocasión de propagar y de afirmar su importancia. El ser humano debe conocer
las delicias sentimentales, emocionales y físicas, que nos reserva la vida sexual,
pero también responsabilidades que implica. Una educación sexual seria no debería
ignorar el problema de la procreación voluntaria o la tesis que expone aquello de
que «es a la mujer a quien pertenece elegir el momento de la concepción...». O aún
esta opinión extrema: «en una sociedad que no ha puesto a sus mujeres en estado
de evitar una maternidad no deseada, ellas tendrían el perfecto derecho de abando-
nar su prole a los cuidados de la colectividad». O, en fin, las precauciones a tomar
para evitar los peligros temibles de las contaminaciones venéreas. La propaganda
de la libertad del amor es indispensable para conducir a cada uno a la reflexión
seria sobre este costado de la existencia, comúnmente velado por el misterio o
tratado demasiado a la ligera.
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Los individualistas no separan «libertad de vida sexual» de «educación se-
xual». Y conviene que el que «sepa» instruya al que ignore. Es de una lealtad ele-
mental.
Contrariamente a los prejuicios de orden religioso o civil, los individualistas
consideran la cuestión de las relaciones sexuales del mismo modo que la cuestión
intelectual o cualquier otra cuestión. No excluyen la voluptuosidad sexual de las
experiencias de la vida: la colocan sobre el mismo plano que la voluptuosidad
intelectual (artística, literaria, etcétera), que la voluptuosidad moral o la voluptuo-
sidad económica.
Cuando los individualistas reivindican la libertad de la vida sexual —en todas
las circunstancias: tanto fuera como dentro de la unión—, no se pronuncian ni a
favor ni en contra de la unicidad o la pluralidad en el amor. Dogmatizar en un
sentido o en el otro es igualmente contrario al individualismo.
Los individualistas piden que no se califique de más o menos legítima, de su-
perior o de inferior, la experiencia amorosa, según sea simple o plural. Reclaman
que se instruya de todas estas cosas a todos los seres, y que el padre, la madre o el
compañero no aprovechen su situación privilegiada para mantenerla ocultas ante
quienes tienen una obligada confianza en ellos. A cada uno de los instruidos co-
rresponde determinar su vida sexual como le plazca, variar las experiencias o que-
darse con una sola; en una palabra «disponer a su antojo».
Haciendo penetrar en las experiencias de la vida cotidiana los fenómenos afec-
tivos, los individualistas no quieren disminuir la importancia del factor «amor» en
la evolución de la existencia humana.
Ciertas desilusiones y ciertos disgustos serían ahorrados si algunos hechos de
la vida, en vez de ser considerados definitivos, aparecieran como temporales, mo-
dificables, revisables: esencialmente variables. Esto que se acepta ya desde el pun-
to de vista científico, intelectual, desde todos los puntos de vista, no sabemos por
qué no se puede aceptar desde el punto de vista sentimental, afectivo o sexual. Por
otra parte, no basta con aceptar esta idea hipócritamente y practicarla clandestina-
mente. Los individualistas reclaman para la búsqueda y la práctica de «la libertad
sexual» la misma publicidad que para las otras «libertades», convencidos de que su
desarrollo y evolución se hallan ligados no solamente al crecimiento de la fidelidad
individual y colectiva, sino además, en gran parte, a la desaparición del régimen
autoritario.
La emancipación sentimental
La emancipación sentimental consiste, desde nuestro punto de vista, no en negar,
inferiorizar o desvalorizar el sentimiento (bella tontería), sino en situarlo en su
lugar: el plano físico, fisiológico. En todos los medios hay demasiadas personas
inclinadas a poner el sentimiento (la simpatía sexual o amorosa) en un plano meta-
físico. Es conveniente que el individualista se emancipe de esta ilusión. El senti-
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miento es la percepción que experimenta, la emoción que siente el Yo puesto en
presencia de uno o varios «no yo» —el yo intuitivo y sentimental, el yo sexual si se
quiere—. La impresión sentimental que uno o varios «no yo» producen puede ser
más o menos impulsiva, viva, fuerte, marcada, duradera: esta impresión no es ni
rústica ni inexplicable; puede ser perfectamente dilucidada, razonada, analizada. Es
una manifestación de los sentidos parecida a las demás: no es ni más ni menos
moral; es, simplemente, «más allá del bien y del mal».
El sentimiento es de orden individual, pero es susceptible de educación, de
conversación, de cultura intensiva y extensible, como todo lo que pertenece al
dominio de los sentidos, todo lo que empuja a la sensibilidad. Se puede querer ser
más sentimental de lo que se es, y esto puede alcanzarse, así como se puede llegar,
por medio de cuidados apropiados, a hacer dar a un árbol o a una tierra frutos más
bellos o espigas más grandes. Se puede educar con miras a ser amante, tierno,
afectuoso, acariciador, como puede educarse para ser marino o asimilar una lengua
extranjera. Claro está que es cuestión de temperamento; pero es también cuestión
de voluntad: de reflexión, de búsqueda del goce personal.
Así, pues, desde el punto de vista sentimental, se ha emancipado todo el que
hace entrar el sentimiento en su cuadro, el cuadro de las manifestaciones de la
sensibilidad individual, entre los productos de la constitución vital de la personali-
dad. Se ha emancipado, sentimentalmente hablando, todo el que considera al sen-
timiento como un producto susceptible —como todos los productos de la sensibili-
dad humana— de perfeccionamiento, de desarrollo, de intensificación o viceversa.
La ruptura
Las palabras SIEMPRE y NUNCA tienen una apariencia demasiado dogmática
para formar parte del vocabulario individualista.
La experiencia de camaradería amorosa comienza en el momento en que dos
seres se gustan, si no en detalle, al menos a grosso modo. Generalmente esto ocurre
sin preocuparse del porvenir, y puede también producirse después de una larga
reflexión. Puede tener lugar cuando uno ama en general y el otro desea en particu-
lar. Desde el momento en que uno de los participantes declara de antemano que no
considera la experiencia amorosa como un capricho, el ensayo se prolonga bastante
tiempo para saber realmente si se está o no de acuerdo. Entre nosotros existe dema-
siado espíritu científico para sacar una conclusión de un encuentro fortuito. Sabe-
mos perfectamente que, del mismo modo que una golondrina no hace el verano,
una o dos horas de amor tampoco revelan todo lo que sus protagonistas son capa-
ces de manifestar.
Teóricamente, la experiencia amorosa puede durar una hora, un día, diez años.
Puede durar el espacio de un instante o prolongarse una vida entera. Prácticamente,
ella cesa cuando los que la vivieron están de acuerdo en ponerle fin, o cuando el
que manifiesta el deseo de interrumpirla obtuvo la adhesión sincera de su co expe-
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rimentador. «Imponer» a un compañero la ruptura de la experiencia amorosa es un
acto de autoridad —voluntario o no—, como también es un acto de autoridad «im-
poner» el fin de la cohabitación. Hacer aceptar una ruptura amorosa requiere un
tacto refinado, una delicadeza extrema, precauciones varias. Las palabras perver-
sas, las insinuaciones malévolas, los reproches agrios son armas a las que los indi-
vidualistas no acudirán jamás. Su mayor preocupación será evitar el sufrimiento de
los que pretenden abandonar. La práctica del amor plural permite, además, la pro-
longación de la experiencia amorosa y evita toda brusquedad. De cualquier forma,
siempre es entre compañeros que se pone fin a la experiencia amorosa: sin ofensa,
con dulzura; entre compañeros dispuestos a volver a empezar mañana, si fuera el
caso. Entre nosotros ninguna experiencia, de ninguna clase, se acaba «definitiva-
mente».
Las naturalezas inconstantes, si se declaran enseguida, dan oportunidad a los
que temen sufrir de saber cómo comportarse, a qué atenerse. De tal modo, no hay
posibilidad de disimulo, de fraude, de engaño. Un compañero puede amar, por
ejemplo, a «A» con intención de prolongar la experiencia amorosa y vivir juntos;
amar a «B» con el mismo espíritu pero excluyendo la cohabitación; y a «C» y «D»
por puro capricho. Lo que importa es dar a conocer las propias intenciones.
Si para los individualistas «imponer» la ruptura en materia amorosa puede
considerarse una función de la conservación de la independencia de la personali-
dad, esa ruptura no puede efectuarse en perjuicio del compañero al que se le «im-
pone». Algunos individualistas llegan a sostener que aquel que desea el alejamien-
to debe asegurarse de que el otro haya encontrado un equivalente a la pérdida o,
caso contrario, procurárselo. El método de la «equivalencia», dicen ellos, es el
único científico: responde a la idea de la compensación de las energías. Cierra el
camino a la arbitrariedad. Sin él, el elemento compensador estalla en las «represa-
lias», inadmisibles entre buenos compañeros.
Dicho esto, es claro que, en último análisis, resulta cómodo imponer una rup-
tura. Pero no todas las personas reaccionan de la misma manera. Algunos aceptan
la situación sin objeciones y otros se sienten empujados a presentar y hacer valer
consideraciones de naturaleza particular. Estos últimos pueden alimentar la pro-
funda convicción de que su amado se halla bajo el imperio de una influencia extra-
ña o retrógrada. El individualista podrá defender «su causa» ante el compañero, y
este atenderá sus argumentos; examinará si éstos no son capaces de hacer modifi-
car su decisión. El individualista podrá esforzarse en persuadir; si se siente empu-
jado por su determinismo, volverá a la carga; insistirá, como hace con la propagan-
da cotidiana para atraer a los demás a las ideas que profesa. Y de esta insistencia
no debemos extrañarnos.
Pero en ningún caso el que quiere «imponer» la ruptura y el que se opone re-
currirán a la sanción legal o a la violencia física. El empleo de uno u otro de estos
expedientes los excluirá ipso facto del medio individualista anárquico.
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Pastillas de limón (Aforismos)
Fragmentos del libro La camaradería amorosa, Ed. Sarmiento, Buenos Aires
Hasta las nueve y cuarto, usted encontraba a la persona con quien había cohabitado
durante tanto tiempo dotada de toda clase de atributos y cualidades sin rival; al
escucharle, se diría la encarnación de un ideal, casi un ángel enviado desde el cielo
para acompañarle y hacerle soportable la existencia terrestre. A las nueve y veinte
se entera de que este ser único, extraordinario, perfección de perfecciones, ha dor-
mido con alguien más —ayer, o la semana pasada, o hace un mes, o seis meses o
hasta un año—. A las nueve y veinticinco —se necesitan cinco minutos para volver
en sí— esta perfección de perfecciones se ha trocado para usted en un monstruo,
quizá el más repugnante que la tierra haya encerrado; su presencia se le hace de
repente odiosa, y para contrarrestar la buena nueva no ve otro recurso que abando-
nar para siempre el techo bajo el cual han vivido juntos tantas horas de gozo y de
aflicción.
Yo no sé en qué razones de orden moral —laicas, jurídicas o religiosas— pue-
da usted basarse; mas en cuanto a mí, le declaro francamente que no puedo conce-
bir su conducta de otra forma que dictada por tres móviles: la ignorancia, la maldad
o la demencia. Ahora bien, yo no deseo la compañía de ignorantes, malvados o
dementes.
Seré cínico. Mantengo que la procacidad sexual —que nada tiene que ver con
la libertad sexual— no produciría, si llegara a universalizarse, más males y mise-
rias que la manera de concebir el matrimonio actual.
Por ser partidarios de la libertad sexual, el burgués nos juzga indiferentes, in-
sensibles, vacunados contra el dolor o la pena resultante de la incomprensión,
equivocaciones, rupturas, separaciones. Y esto es conocernos mal. Aunque debié-
ramos pasar por los sufrimientos más atroces, ser crucificados sentimentalmente,
no queremos dictaduras en materia amorosa como no las queremos en materia
política, económica, moral, intelectual; y no aceptamos en el dominio del amor la
potestad del hombre sobre la mujer, como tampoco la de la mujer sobre el hombre.
Al tratarse de asociacionismo o de camaradería en el dominio intelectual, eco-
nómico, científico o recreativo, todos los anarquistas o cada uno de ellos presentan
sus proyectos, planes y sugerencias. Al tratarse de asociacionismo en materia se-
xual o de camaradería amorosa, los semblantes se ven apesadumbrados, los com-
pañeros nos miran como a invasor inoportuno, las compañeras como a un deprava-
do.
El nacionalismo, el chauvinismo o la patriotería, la belicosidad, la explotación
y la dominación se encuentran en germen en los celos, en el acopio, en el exclusi-
vismo amoroso, en la fidelidad conyugal. La moralidad sexual aprovecha siempre a
los partidos retrógrados, al conservadurismo social.
No es que quiera la muerte del amor, pero tengo miedo del amor muerto. A es-
te opongo el amor que vive, el que rompe las cadenas del prejuicio, echa abajo el
antifaz del pudor, sale al paso con desdén; el amor por encima del bien y el mal,
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desembridado, suelto y desenfrenado, ebrio, afrodisíaco, plural, generoso, que no
se niega. Lo opongo al amor pálido, achinelado, limitado, escaso, timorato, igno-
rante de la pasión y la aventura, pegado a la unicidad como un caracol a su concha,
mezquino y que no se da porque es poco lo que puede ofrecer.
«Respetables» en materia de anarquía, al encontrarse se han mirado y susurra-
do: «pornógrafo». Los pornógrafos, amigos míos, son aquellos que no pueden oír
hablar de sexualismo, leer una descripción erótica o sentirse presa del deseo amo-
roso sin que esto les repugne, sin experimentar un sentimiento de repulsión. Los
pornógrafos son aquellos que se sienten asaltados en su interior cuando una nuca
fresca, una garganta palpitante, una piel fina, unas caderas torneadas hacen bullir
su sangre. Los pornógrafos son aquellos que se creen bajo el imperio del pecado
cuando ante sus ojos pasa alguna visión de lujuria. ¡Ay, los impuros! ¡Ay, los es-
clavos!
La pareja que ignora «los amores laterales» termina por compenetrarse en la
manera de ver las cosas, de sentir, hasta en las manías de uno y otro. Aquí su indi-
vidualidad desaparece, su personalidad se anonada, se quedan sin iniciativa propia.
Llegan a temer de tal forma la experiencia por sí misma que, anarquistas verbales,
apenas si su vida difiere de la de los conservadores sociales más acabados.
Para mí la cuestión primordial es saber: la propaganda en favor del pluralismo
amoroso, la conquista de la facultad de amar pluralmente, en su triple forma inte-
lectual, sentimental y carnal, ¿no valora más la unidad humana? ¿Es que si acaso el
individuo se permite conocer a otros más íntimamente, dejarse conocer más ínti-
mamente por otros, no resplandece más ampliamente, no vibra con más intensidad,
no aprecia con más holgura de espíritu los esfuerzos de sus camaradas, no se vuel-
ve menos pobre, menos corto, menos mezquino en los contactos que determina la
vida cotidiana? He ahí lo que a mí me interesa como realizador anarquista conven-
cido de que la indigencia sentimental, la pobreza de lustre amoroso y el dogmatis-
mo conyugal constituyen terrenos excelentes para el cultivo del espíritu ortodoxo o
anarquista.
No sé por qué la búsqueda de un placer sentimental por la satisfacción que
pueda procurar, los refinamientos en el goce amoroso por el deleite que puedan
dispensar, son considerados por algunos individualistas como menos puros, menos
elevados y hasta menos nobles que ir tras el placer intelectual por el contento cere-
bral que pudiera proporcionar. No comprendo cómo un anarquista se las arreglaría
para componer una «lista jerárquica» de los diferentes goces: catalogar este gesto,
catalogar tal o cual parte corporal como «digna o indigna». Sin duda soy un gran
«perverso» —a menos que no sea muy «puro»—; mas no llego a ver la menor
diferencia «cualitativa» entre la mejilla o las nalgas de un hombre o de una mujer.
No comprendo, pues, por qué ha de estar «bien» para los anarquistas descubrir las
mejillas y «mal» poner las nalgas al desnudo.
No comprendo por qué entre algunos anarquistas es «elevado» el placer que se
experimenta escuchando la bella música y «vil» el placer por el que nos guste sen-
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tir la carne estremecerse al contacto de nuestros besos. ¿Cómo podrá hacerse acor-
dar una concepción anárquica de la vida y una jerarquía de las sensaciones? Esto es
lo que yo no alcanzo a entender.
¿Qué se entiende por camaradería amorosa? Una concepción de asociación vo-
luntaria que engloba las manifestaciones amorosas, los gestos pasionales y volup-
tuosos. Es una comprensión más completa del compañerismo que el que solo com-
porta camaradería intelectual o económica. Nosotros no decimos que la camarade-
ría amorosa es una forma más elevada, más noble, más pura; decimos simplemente
que es una forma más completa de compañerismo. Toda camaradería que com-
prende tres, es, se diga lo se quiera, más completa de la que solamente comprende
dos.
Individualistas, anarquistas materialistas y deterministas, dicen o escriben que
ir tras el goce por el goce, el placer por el placer, es una equivocación, una ilusión.
Nada espero después de la muerte, lo reitero, y no considero ni como una equivo-
cación ni como una ilusión contemplar, al borde del mar, oír el murmureo de la
ciudad; en un vergel, hacer crujir las manzanas a dentelladas. No considero tampo-
co una ilusión ni un engaño sentir en mis labios la presión de los labios de una
mujer. Mi vida es demasiado corta —como la tuya— para que renuncie a la oca-
sión que se presenta de gozar de quien se ofrece, o provocar la oportunidad si fuera
necesario.
Oigo decir que la monogamia es superior a otra forma cualquiera de unión se-
xual. Diferente, sí; superior, no. La historia nos muestra que los pueblos no monó-
gamos en nada ceden, en cuanto a literatura o ciencia se refiere, a los monógamos.
Los griegos eran disolutos, incestuosos, homosexuales, enaltecían a la cortesana.
Observen la obra artística y filosófica que realizaron. Comparen la producción
arquitectónica y científica de los árabes polígamos con la ignorancia y la tosquedad
de los cristianos monógamos de la misma época. Además, no es cierto como se
presume que la monogamia o la monoandria sean naturales. Por el contrario, son
artificiales. Donde quiera que sea, si el arquismo no interviene o da rienda suelta a
su severidad (el arquismo, es decir, la ley y la policía) hay impulso a la promiscui-
dad sexual. Represéntense las bacanales, saturnales, florales de la Antigüedad —
fiestas carnavalescas medievales, quermeses flamencas, clubs eróticos del siglo de
los enciclopedistas—, verbenas contemporáneas. Son reacciones que pueden gus-
tarme o no, pero reacciones al fin. Lo que pasa es que el ambiente humano aguanta
con mucho trabajo la sujeción monogámica o monoándrica, y esa forma de unión
sexual no es más que exterior. Esa es la verdad.
Yo no niego —no ha habido nadie que lo niegue— que la monogamia convie-
ne a ciertos —pongamos muchos— temperamentos. Mas basándome en el estudio
que he hecho de estas cuestiones, me reservo proclamar que la monogamia o la
monoandria empobrece la personalidad sentimental, estrecha el horizonte analítico
y el campo de adquisición de las personas.
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Practicar la «camaradería amorosa» quiere decir para mí ser un camarada más
íntimo, más completo, más próximo. Y por el mero hecho de estar ligado por la
práctica de la camaradería amorosa a tu compañero o tu compañera, tú serás para
mí una o un camarada más cercano, más alter ego, más querido. Entiendo además
servirme de la atracción sexual como de una panacea de compañerismo más am-
plia, más acentuada. Tampoco he dicho nunca que esta ética estuviese al alcance de
todas las mentalidades.
Se nos dice que es necesario indicar a qué puerto ha de ir a parar el individua-
lista anarquista que se lanza al océano de la diversidad de las formas de vida sen-
timental o sexual. El medio individualista anarquista al que yo pertenezco sustenta
otro punto de vista. Nosotros pensamos que es a posteriori y no a priori, según la
experiencia, la comparación, el examen personal, que el individualista debe deci-
dirse por una forma de vida sexual antes que otra. Nuestra iniciativa y criterio
existen para que nos sirvamos de ellos sin dejarnos disminuir por la diversidad o
pluralidad de las experiencias. La tentativa, el ensayo, la aventura «no nos da mie-
do». Embarcarse trae consigo riesgos que conviene calcular, hay que mirar bien de
frente antes de tomar el barco. Una vez sobre el mar, ya veremos por dónde empuja
el viento; lo esencial es que fijemos los ojos en la brújula a fin de quedar con la
completa lucidez, aptos siempre a faire le point. Calcular dónde estamos. Conside-
ramos la vida como una experiencia, y queremos la experiencia por la experiencia
misma.
Males mayores
La castidad
Vale la pena analizar el prejuicio de la castidad por el apoyo que proporciona a la
concepción estatista y autoritaria del medio social actual. Doy el nombre de «pre-
juicio» a la castidad porque, colocándonos desde el punto de vista de la razón y de
la higiene biológica, es absurdo que un hombre o una mujer imponga silencio al
funcionamiento de una parte de su organismo, renuncie a los placeres o gustos que
este funcionamiento puede procurar, rehúse necesidades que son las más naturales.
Desde este punto de vista, se puede atrevidamente afirmar que la práctica de la
castidad, la observancia de la abstinencia sexual es una anormalidad, un expediente
contra natura.
En una revista inglesa, ya desaparecida, The Free Review, una mujer, Hope
Clare, describió en términos sorprendentes las consecuencias de la castidad sobre
la salud del elemento femenino de la humanidad:
«Diariamente se nos facilitan pruebas de los males físicos que engendra una virgini-
dad larga o constante. La falta de uso debilita, trastorna todo órgano. Solo los cons-
tituyentes pervertidos de las civilizaciones en decadencia se vedan el ejercicio de las
funciones sexuales... Los primitivos son a este respecto mucho más sensatos que los
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civilizados. La naturaleza castiga con el mismo rigor tanto el abuso como la absti-
nencia. ¿Es realmente imparcial el asunto? Un disoluto puede pasar por una larga
carrera de intemperancia sin que por ello su salud se resienta mucho; pero la virgen
no sale tan fácil de los inconvenientes. El histerismo, la forma más conocida de en-
fermedad crónica, es el resultado casi inevitable del celibato absoluto. Se le encuen-
tra con bastante más frecuencia en la mujer que en el hombre, y los especialistas
más expertos están de acuerdo en reconocer que nueve veces de diez la continencia
es la primera causa de esta afección. La menstruación, de importancia tan grande en
la vida de una mujer, no se efectúa sin perturbaciones entre las vírgenes. Muy a me-
nudo viene acompañada de padecimientos. El desarreglo tan profundo de la salud
que se ceba en numerosas solteras no tiene otra razón de ser, llegando a originar
gravísimas inflamaciones de los órganos de la reproducción. El estado de célibe es
morboso: predispone el cuerpo a la enfermedad y al padecimiento. La anemia, la
clorosis, son los resultados frecuentes de la virginidad continua. Cada día se cruza
uno por las calles con las víctimas de esta violación de la naturaleza, fáciles de re-
conocer por sus rostros pálidos o amarillentos, ojos hundidos, miradas sin calor, pa-
so flemático, sin agilidad. Se asemejan a flores marchitando prematuramente por la
falta de un sol vivificante, pero que se abrirían si a tiempo fueran transportadas a
una atmósfera de amor...»
Estas líneas justifican con plenitud el calificativo de «prejuicio» aplicado a la
castidad. Este puede ser examinado tanto desde el punto de vista religioso como
civil.
Los religiosos de la antigüedad consagraban al culto de sus dioses un cierto
número de sacerdotes y sacerdotisas que hacían voto de no tener relaciones sexua-
les con nadie, y la violación de este voto se castigaba con atroces sanciones. Es
evidente que la importancia que ocupa la vida amorosa en la existencia de los
hombre los aleja de los «deberes» para con la Divinidad, les crea obligaciones y les
procura distracciones que van en perjuicio del culto que las entidades religiosas se
ven en el caso de exigir a sus criaturas. Lo natural fastidia siempre a lo espiritual,
lo físico a lo metafísico. Esta es la razón por la que los místicos consideran los
gestos sexuales y el amor en general como llevando en sí un elemento de impureza,
porque un «pecado» —el pecado por excelencia— hace bajar, establece el cielo
sobre la tierra, lo divino en lo humano. Esta idea llega a su apogeo sobre todo en el
cristianismo: el amor sexual, carnal, es el pecado, y a título tal, desagradable a la
santidad de la Divinidad. Además, el fundador, supuesto o real, del cristianismo, es
un célibe, o, al menos, como tal nos lo presentan. El apóstol San Pablo, el gran
propagandista cristiano, ve muy bien que, como último recurso, es mejor ceder al
impulso sexual, es decir casarse, que «abrasarse», pero a los ojos de Dios el estado
de virginidad es lo más recomendable. Como es necesario otorgar a «la obra de la
carne», aunque solo sea para asegurar la prolongación de la especie se autoriza en
«matrimonio solamente», y entonces el matrimonio llega a ser un sacramento, la
unión de dos cuerpos y dos almas a un mismo tiempo; una unión basada en los
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votos perpetuos de fidelidad sexual, bendecida por el representante terrestre de la
Divinidad y con el único fin de la procreación.
La concepción civil del matrimonio es una traducción laica de la idea religio-
sa. El oficial de estado civil no ejerce más que la simple función del sacerdote
laico. Hasta que el magistrado no haya sancionado las relaciones sexuales por
medio del matrimonio, el ciudadano debe, teóricamente, permanecer casto. Si se
conduce de otra forma está expuesto a la desconsideración del medio social, espe-
cialmente en lo que se refiere a las damas. El Estado tiene, en efecto, un gran inte-
rés por que las relaciones sexuales tengan como corolario el establecimiento de la
familia, porque esta es la imagen reducida de la sociedad autoritaria. Autorizados
por leyes al respecto, los padres imponen a los seres que han echado al mundo —
sin consultarles— un contrato cuyos términos les está prohibido discutir y que
contiene en germen todo el contrato social: es en familia que el niño aprende a
obedecer sin discutir, sin criticar, que se pone en la necesidad de contentarse con
respuestas evasivas o sin respuesta alguna cuando pide una explicación cualquiera;
es en familia que se inculca al niño el interés de ser un colegial aplicado, buen
soldado, trabajador, buen ciudadano. Cuando este niño deja la familia para fundar
una nueva, posee ya todas las cualidades que se requieren para ser dominado o
dominar, ser explotado o explotar. Es decir, ser un buen sostén del Estado.
Ahora bien, la castidad en que se ha mantenido a la mujer y en la que ella
misma se ha sostenido, la ha predispuesto admirablemente a representar su papel
de buena madre de familia, de buena educadora, de buena ciudadana. Desde el
momento en que lo natural está para minar o poner en peligro lo artificial, hay que
renunciar a lo natural sujetándose a lo artificial. A esto conduce la práctica de la
castidad en la mujer.
Allí donde el prejuicio de la castidad ha desaparecido, en lo individual como
en lo colectivo, los otros prejuicios antinaturales sobre los que reposan las conven-
ciones sociales no tardarán en desplomarse. La prostitución se resquebraja igual-
mente si el medio social no se encuentra en la necesidad de consagrar una parte
más o menos grande de su población a satisfacer las existencias anormales.
Los celos
Los sentimientos se hallan sujetos a enfermedades, al igual que todas las facul-
tades o funciones lesionadas o desgastadas. La indigestión es una enfermedad de la
función nutritiva llevada al exceso. El cansancio es el surmenage producido por el
ejercicio. La tisis pulmonar es la enfermedad del pulmón lesionado. El sacrificio es
la ampliación de la abnegación. El odio es, a menudo, una enfermedad del amor.
Los celos, otra.
Los celos revisten varios aspectos. Hay celos propietarios. Es la enfermedad
del amor legal, sancionado o no por el código. Uno de los cónyuges considera al
otro como «su propiedad», como «cosa» suya, una «costumbre» de la que no puede
escapar. Y no concibe ni que «su cosa» se retire ni que le quiten su poder. Esta
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forma de celo puede complicarse bajo la influencia de heridas de amor propio o
agravarse bajo el imperio de consideraciones económicas.
Hay «celos sensuales» cuando uno de los participantes de la experiencia amo-
rosa se halla «disminuido» por el cese de las relaciones amorosas que lo vincula-
ban con la persona que él o ella ama todavía. Complicado con el deseo, el padeci-
miento se acrecienta ante el conocimiento de que un tercero disfruta los placeres
que el enfermo se había reservado para él.
Existen también los «celos sentimentales», que proceden del sentimiento de
una disminución de la intimidad, un achicamiento de la amistad, un debilitamiento
de la dicha. Sea o no explicable el eclipse del afecto que le produce la persona
amada, el paciente siente que aquel amor del cual era objeto decrece, enferma y
amenaza con apagarse. Entonces su moral y su físico se resienten. Se altera, inclu-
so, su salud general.
Los celos sensuales o sentimentales pueden considerarse también como una
reacción del instinto de conservación de la vida amorosa contra lo que amenaza su
existencia.
Los «celos propietarios», que no tienen nada de interesante desde el punto de
vista individualista, van ligados a la desaparición de la idea de que un ser pueda
pertenecer a otro como si se tratase de un bien mueble o un objeto cualquiera. Los
«celos sensuales» se curan, generalmente, en cuanto el paciente encuentra otro
individuo con el cual revive emociones y sensaciones más o menos semejantes a
las perdidas con el ser que lo ha dejado.
Algunos hechos demuestran que los «celos sentimentales» son de mal curar, y
a veces incurables. Se han visto seres recibir tal golpe de un desengaño amoroso
que toda su vida quedó alterada. Se han visto hombres que edificaron sobre un
afecto toda su vida sentimental y que, habiéndolo perdido, se sintieron a tal punto
desconcertados que se dieron la muerte.
Los individualistas no niegan los celos más que la fiebre. Pero si es verdad que
las experiencias sexuales difieren unas de otras, ¿cómo los celos —forma morbosa
más que enfermedad de amor— pueden existir? Un individuo, sujeto u objeto de
una experiencia amorosa, ¿puede lamentarse o desolarse razonablemente por care-
cer de cualidades, de atributos necesarios para atraer a otro semejante? Una cosa es
la experiencia sentimental, otra la experiencia sensual, y aún otra la elección de un
procreador. Puede darse que el hombre que una mujer elija como procreador no sea
aquel por quien ella siente su mayor afecto, y que busque en él ciertas cualidades
físicas que le son indiferentes en el otro. ¿Puede uno estar razonablemente celoso
del otro? ¿Se puede afirmar que, en la mujer, los celos sean prueba del amor? ¿No
son, al contrario, el resultado de tantos siglos durante los cuales el sacerdote y el
legislador no dejaron de repetirle que era posesión o cosa del hombre, que debía, a
cambio, ser solamente suya, y que a su dueño le estaba prohibido tener a la vez dos
cosas de su misma especie?
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Si es cierto que el amor, una vez apagado, no vuelve a encenderse, no se puede
negar que no haya dureza y hasta crueldad en abandonar al aislamiento y al dolor
al ser que ama sinceramente y al cual se dio el motivo para contar con ser retribui-
do en su sentimiento. Casi siempre —cuando se trata de hombres conscientes, que
hacen intervenir, en sus experiencias afectivas, la reflexión y la voluntad—, una
explicación leal, seria, hace desaparecer las causas de la enfermedad.
Cuando el amor ha desaparecido realmente, la curación se obtiene con el razo-
namiento más que con la piedad. La piedad —que no hay que confundir con la
benevolencia— es uno de esos remedios inciertos y equívocos que, en lugar de
curar las enfermedades, las perpetúan.
Con frecuencia encontramos en la sociedad desgraciados que recurren a la vio-
lencia o a la intimidación para conservar el amor de quien pretenden amar. Cabe
preguntarse qué puede quedar de un afecto que se prolonga bajo la amenaza del
revólver. No se comprende qué puede ganar quien mata a la persona amada. Sin
premeditación, es un gesto de locura; premeditado, es una venganza. Ahora bien,
sobre todo en el dominio de las cosas del corazón, la venganza es una acción vil.
A los «celosos convencidos», que afirman que los celos son una función del
amor, los individualistas les recuerdan que el amor, en su sentido más elevado,
puede también consistir en «querer, por encima de todo, la felicidad de quien se
ama», en encontrar «la propia alegría en la máxima realización de la personalidad
del objeto amado». Este pensamiento, en quienes lo comparten y alimentan, termi-
na casi siempre por curar los «celos sentimentales».
En el fondo existe el temor de que estos diversos medios de emoción sean me-
ros paliativos y no curen el mal más que superficialmente. En amor, como en todo
lo demás, es la abundancia lo que aniquila los celos y la envidia. He aquí por qué la
fórmula del amor en libertad, todos a todas, todas a todos, está llamada a ser la
preferida del medio anarquista.
La coquetería en el amor
Tengo horror de la coquetería en el amor. Y no me simpatiza la mujer que, aún
deseosa, se deja desear. Una resistencia prolongada me hiela la sangre y me alejo
definitivamente cuando entran en juego las maniobras destinadas a enmascarar la
agudeza de la necesidad sexual. Ni la ingenuidad ni el conocimiento son excusas
suficientes para mí. Si no considerase el respeto y la estima como valores en
desuso, éstos le cabrían a la mujer que se da. Que se da, no que se niega o que hace
mercado de sí misma. Que se da, simplemente. Sin afeites, sin astucia, sin cálculos,
sin sobreentendidos, sin fines ocultos. Sin pensar la fidelidad ulterior en términos
de garantía. Sin interrogar al destino. Sin preocuparse si volverá a ver alguna vez a
su amante. Que se abandona. Que dona su cuerpo. Y no solo su cuerpo, sino sus
caricias, su pasión, su sensibilidad. Sin una ostentación que contrasta con la intimi-
dad natural del amor. Pero también sin un temor pueril respecto de la buena o mala
opinión que su don puede generar. Dándose. Porque ama en general o desea en
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particular. A quien le gusta y a quien ella gusta. Algunas veces, juntos; otras, uno
sin el otro. Por una hora, un día, diez años. Sin ninguna preocupación mezquina de
estado civil o de condición social. Este es el carácter de la amante, de la verdadera
enamorada. La coqueta no se dona, no se vende, no se comercia: se exhibe. Es una
enamorada en frío. Es una máscara, la figura contrahecha de la verdadera amante.
Es el antídoto del amor.
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No se puede concebir que haya algo de malsano en contemplar el espectáculo
de un acoplamiento de dos seres o las caricias que se prodigan. No es más perjudi-
cial que contemplar un cuadro que representa un labrador que siembra un campo, o
a los vendimiadores en su tarea. Lo malsano es el prejuicio que quiere que estos
espectáculos se escondan bajo el mantel y se hagan circular furtivamente.
¿Qué es, por otra parte, el pudor? ¿Qué es la obscenidad? El diccionario define
«obscenidad»: lo que es contrario al pudor; y «pudor»: el sentimiento de «temor o
timidez que hace sentir aquello relativo al sexo». Esta definición vuelve a decir que
la obscenidad es de orden puramente convencional, y que un libro, un espectáculo,
un grabado, una conversación pierden todo carácter de obscenidad cuando la per-
sona que lee, mira, percibe u oye, no siente, cumpliendo estas acciones, «ni temor,
ni sentimiento de timidez».
Entonces la obscenidad no reside en el objeto que se mira, en el escrito que se
lee, en los hábitos que se llevan, en las palabras que se escucha, sino, en todo caso
—si la hay— está en quien observa, examina, oye. No hay más obscenidad en el
volumen que detalla el acto amoroso o en el vestido que deja entrever ciertas partes
del cuerpo, que en el espectáculo que ofrece el pavo real haciendo la rueda, o la
amapola que se alza en medio de un cesto de flores; no la hay más que en la lectura
de un manual de álgebra o en la audición de una opereta.
En todos los dominios, la expresión y el espectáculo suscitan deseo. No es más
«obsceno» el deseo de poseer a una mujer cuya falda permite ver una pierna bien
torneada que el de codiciar algunas confituras, que mirar con fruición un árbol
cargado de excelente fruto o instalar un corral de aves después haber observado a
una gallina poner su huevo. Son asociaciones de ideas completamente normales.
La escotadura de un talle, la botamanga de un pantalón, la adherencia de un
maillot a la piel y la desnudez de un cuerpo humano no tienen nada de reprensivo
en sí. No sólo no siento desarrollarse en mí ninguna clase de repulsión, de temor o
timidez, sino que jamás noté rastro de tal sentimiento en las personas de inteligen-
cia normal. He hallado gente a la que no agradaba la ausencia de «pudor» en los
espectáculos, pero nunca hallé quien pudiera demostrarme que un espectáculo o
una expresión sean obscenos por sí mismos.
La obscenidad es un sentimiento puramente relativo al individuo que se siente
herido o escandalizado. Objetivamente, no vive fuera de él. Es decir, ella no existe,
de la misma forma en que no existe el pudor. El seno de Dorine no es impúdico: es
Tartufo quien pretende ver en él la impudicia. Luego Tartufo es un hipócrita. Dada
la mentalidad jesuítica de nuestros medios sociales contemporáneos, se puede
apostar que el noventa y nueve por ciento de los que censuran o denuncian con
mayor vehemencia las lecturas, los espectáculos y los gestos «impúdicos», no
padecen ningún «sentimiento de temor, ni de timidez» ante los pensamientos que
estos les pueden sugerir. Son unos hipócritas, como Tartufo, su modelo.
El estímulo sexual no es peor que el estímulo clásico, matemático, literario, ar-
tístico. Existe una infinidad de libros que tratan, con profusión de detalles, de las
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combinaciones y refinamientos a que puede dar lugar la práctica de las ciencias
exactas o las bellas artes. ¿Por qué no hay cursos de voluptuosidad amorosa, orales
y escritos, donde fuesen enseñadas todas las combinaciones a que puede dar lugar
la práctica de las relaciones amorosas? Como estos cursos no circulan ad libitum,
la descripción de prácticas voluptuosas se considera obscena. Y no por otra razón.
Los parásitos
Encontramos en la vida dos tipos de hombres que repudian el esfuerzo, unos por
interés, otros porque no son aptos. Los primeros son los «parásitos» —los que no
trabajan—, es decir, los que quieren vivir aprovechando el trabajo de otros, no
tanto por su incapacidad para el esfuerzo sino porque les resulta más cómodo,
menos fatigoso, dejarse arrullar por el dolce far niente. El parásito no es solamente
el acomodado, el que vive de renta o el afortunado heredero: se lo encuentra en
cada etapa de la vida y en todos los campos de la actividad humana. Opera en to-
dos los ambientes. Proteiforme, tiene mil nombres diferentes: tanto como vagabun-
do puede ser poeta, artista, propagandista, operario sin trabajo, trabajador especia-
lizado y quizás laborioso. Pero se puede ser todo eso sin ser de ningún modo pará-
sito. Razón por la cual el parásito es difícil de desenmascarar. Con un poco de
habilidad se alcanza a reconocerlo: su trabajo está hecho de plagios, su actividad y
su propaganda están plagadas de lugares comunes y de elaboraciones ajenas. Pará-
sito es también —no lo olvidemos— el proletario que aprovecha los esfuerzos de
los demás para mejorar su propia suerte, guardándose bien de tomar parte en la
lucha.
Parásitos, lo confesamos, somos un poco todos. Pero, en un sentido general,
¿qué cosa, de todo lo que existe, no es parásita de la Tierra? Y la vida planetaria
¿no es ella misma un parasitismo? Nosotros aprovechamos, claro, las conquistas de
nuestros predecesores, pasamos a través de las brechas que ellos nos abrieron,
nutrimos nuestros cerebros con sus ideas. Si nos limitamos a eso, no somos más
que vulgares parásitos; y en ese caso haríamos mucho mejor si nos calláramos y
nos recluyéramos en nuestra nulidad más que andar divulgando, como si fuera
harina de nuestro saco, lo que otros dijeron antes y mejor que nosotros. Solo a
condición de ir más allá, de continuar la obra de quien nos precedió, a nuestro
riesgo y peligro, sirviéndonos de sus obras y resultados como de señales que con-
ducen a nuevas luchas y experiencias, nosotros dejamos de ser parásitos. Los pará-
sitos abundan en el terreno de la producción. ¿Quién dirá el número de operarios
inútiles? Y todos los que aceptan y perpetúan —aún condenándolas— las condi-
ciones de vida de la sociedad actual no son ni siquiera los peores parásitos: los que
comprenden la necesidad del esfuerzo y lo rehúyen porque temen los riesgos que
comporta.
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Prostitución
En una de nuestras tarjetas postales figura la máxima siguiente: «Prostituir su cere-
bro, su brazo o su empeine, es siempre prostitución o esclavitud». Pero esto no es
una apología sexual. Muy por el contrario. Lo que quiere decir es que el trabajador
que se deja explotar cerebral o muscularmente, cometería tamaño error si se imagi-
nara «moralmente» superior a la meretriz callejera atrapando viandantes. Porque o
se es hostil o favorable a la explotación. Que sean facultades cerebrales, fuerza
muscular u órganos sexuales lo que se haga explotar, es solo una cuestión de deta-
lle. Un explotado será siempre un explotado, y todo adversario de la explotación
que se deja explotar, se prostituye. No veo en qué pueda ser superior a la «ramera»
o la mujer mantenida el humano que, adversario de la explotación, pasa toda una
jornada de trabajo en una máquina realizando un gesto de autómata, o va a ver si
arranca algunos pedidos para su principal de una parroquia de mercantes. El estado
de prostitución no tiene que ver con el género de oficio que se tenga, es el hecho de
ganarse la vida por un procedimiento contrario a las opiniones que se profesan o
que refuerza el régimen que se quiere combatir.
La vida plena
El desnudismo
Nosotros hemos considerado siempre el nudismo como una reivindicación de or-
den revolucionario. Debemos añadir que es únicamente como medio individual de
emancipación que nos interesa. Lo que no quiere decir que no comprendamos se
practique la desnudez con un fin terapéutico o para aproximarse a un estado de
cosas «naturista». Desde el punto de vista individualista, la práctica del desnudis-
mo es algo más que un ejercicio higiénico que realza la cultura física. Considera-
mos la práctica de la desnudez como: Una afirmación, una protesta, una liberación.
Reivindicar la facultad de vivir desnudo, de desnudarse, de deambular desnu-
do, de asociarse entre nudistas sin tener otra preocupación al descubrir el cuerpo
que la resistencia a la temperatura, es afirmar el derecho a la entera disposición de
la individualidad corporal. Es proclamar la indiferencia a las conveniencias, las
morales, los mandamientos religiosos y las leyes sociales que niegan al hombre o
la mujer, con pretextos diversos, disponer de las diferentes partes del cuerpo. Con-
tra las instituciones societarias y religiosas que aseveran que el uso o desgaste del
cuerpo humano está subordinado a la voluntad del legislador o del sacerdote, la
reivindicación desnudista es una de las manifestaciones más profundas de la liber-
tad individual.
Reivindicar y practicar la libertad de la desnudez es protestar, en efecto, contra
todo dogma, ley o costumbre que establezca una jerarquía de partes corporales; que
considere, por ejemplo, que la exhibición de la cara, las manos, los brazos, la gar-
ganta, es más decente, más moral, más respetable que poner al desnudo parte de las
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nalgas, los senos o el vientre. Es protestar contra la clasificación de las partes del
cuerpo en nobles e innobles: la nariz, por ejemplo, considerada noble, y el miem-
bro viril sumamente innoble. Es protestar, en sentido más elevado, contra toda
intervención (legal o como sea) que exige que «no obliguemos a nadie» a desnu-
darse «si no le gusta», y que nosotros estemos «obligados a vestirnos», ¡si así con-
viene a otros!
Liberación de la vestimenta, de la sujeción de llevar una ropa que jamás ha si-
do ni puede ser otra cosa que un disfraz hipócrita, puesto que la importancia se
traslada a lo que cubre al individuo —por consiguiente, a «lo accesorio»— y no a
su cuerpo, cuya cultura, sin embargo, constituye lo esencial. Liberación de una de
las principales nociones sobre las que se basan las ideas de «permiso», «prohibi-
ción», «bien» y «mal». Liberación de la coquetería, de la pasiva aceptación de ese
dorado marco artificial que mantiene la diferencia de clases. Rescatarse, en fin, de
ese prejuicio de pudor que no deja de ser más que «la vergüenza del cuerpo». Li-
brarse de la obsesión de «obscenidad» que actualmente cultiva el tartufismo social.
Sostenemos que la práctica de la desnudez es un factor de «mejor camarade-
ría», de «compañerismo menos escaso». Un compañero, o una compañera, nos es
menos distante, más caro, más íntimo, solamente por el hecho de darse a conocer a
nosotros sin segunda intención intelectual o ética, y más aún sin el menor disimulo
corporal.
Los detractores del desnudismo nos dicen que la vista de lo desnudo, la fre-
cuentación entre desnudistas de los dos sexos exalta el deseo erótico. En realidad,
la «exaltación» erótica engendrada por las realizaciones desnudistas es «pura, natu-
ral e instintiva» y no puede ser comparada a la «excitación» ficticia producida por
el semidesnudo, la ligereza del vestido galante y todos los artificios del tocado y
los afeites de que se sirve la sociedad vestida, o a medio vestir, en que nos halla-
mos.
La reciprocidad
Existe un método cuya aplicación absoluta repararía, a aquellos que la adoptasen
como base de sus relaciones y acuerdos, de cualquier lesión, perjuicio, engaño o
trampa económica; de cualquier disminución o herida de la dignidad personal: el
método de la reciprocidad.
Predicado con lealtad, en cualquier campo de la actividad humana, el método
de la reciprocidad implica equidad, tanto en la esfera económica como en la de las
costumbres, en el campo intelectual como en cuestiones sentimentales. En efecto,
no hay nada que pueda escapar a los efectos de la reciprocidad. Este es un modo de
comportarse con los demás que tiene un potencial de irradiación verdaderamente
universal. Es muy sencillo de exponer, porque se resume y consiste en recibir lo
equivalente a lo que se ha dado, tanto en lo que concierne al individuo aislado
como al asociado.
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A cambio del producto de tu esfuerzo, te ofrezco el mío. Lo recibes y queda-
mos a mano. Si, al contrario, no te satisface, no lo sostienes equivalente a lo que
das: en este caso conservamos cada uno el suyo y buscamos otra persona con la
que podamos llegar a un mejor acuerdo. De esta manera, ninguno de nosotros será
deudor.
Se objetará que precisamente un aspecto de esta concesión de la reciprocidad
es que termina por colocar al hombre en actitud de bestia feroz. Por ejemplo, tú me
juzgas, y con razón; pero yo también te juzgo y con las mismas armas; no huirás.
No me ahorras las críticas, y no tendré cuidado en ahorrarte las mías; me has cau-
sado un daño, me has ofendido, y yo te ofenderé, te haré igual daño, o peor; te
mostraste cruel, despiadado, inexorable, yo reaccionaré de la misma forma. Esta es
justamente la manera en la que no somos ni seremos pares. Aún practicado en toda
su crudeza, el método de la reciprocidad logra automáticamente realzar, restablecer
la dignidad, afirmarla y colocarla sobre un pedestal indestructible.
Sin duda, apoyadas en la reciprocidad, las relaciones y los acuerdos entre los
hombres excluyen el engaño. Sin duda el método de la reciprocidad implica la ley
del talión: pero ella no opera más que a condición de que, en cualquier tasación,
nos pongamos en un plano de equivalencia en lo respecta a nuestra dignidad perso-
nal. Es cierto que discutiremos y nos trataremos tal cual somos. Mi determinismo
no es el tuyo; las cosas que me empujan a reaccionar no son las mismas que te
inducen a la acción: muy a menudo, allí donde es tu razonamiento el que te hace
mover, el sentimiento me sugiere a mí el camino a seguir. Pero tal cual soy yo, en
mi terreno, sostengo que valgo; y no me pretendo tu igual: quizás soy menos
musculoso, las capacidades de tu cerebro son tal vez superiores a las mías, quizás
seas más sensible a ciertas emociones que a mí no me turban. Pero tal cual soy no
puedes arrancarme ni adueñarte de mi producto si creo que lo que me ofreces no es
lo que te pido. Entonces quedamos a mano, sea que acordemos o no, sea que inter-
cambiemos el producto de nuestro esfuerzo o no. Yo sigo siendo yo y tú quedas
como eras.
El amor proteiforme
Porque yo tenía la apariencia de vida, y vegetaba. Porque era una especie de muer-
to vivo, no me he preocupado del amor. He cerrado los ojos y el oído de mi enten-
dimiento. He impuesto silencio a los latidos de mi corazón. Me he dicho que el
amor no florece más que en la plenitud, en la exuberancia de la vida. Que es a la
vida lo que la espina dorsal es al cuerpo. Que es para la vida lo que la energía es
para la materia. Y que durante estos largos meses, meses interminables de destie-
rro, desecharé todo pensamiento, toda preocupación relativa al amor. Y no he he-
cho excepción por ninguno de los aspectos en que el amor se manifiesta al espíritu
o a los sentidos.
Que sea el amor bajo su aspecto esencial. Noble, elevado, místico. El amor
más fuerte que la muerte. Acuerdo de dos voluntades. O de dos conciencias. O de
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dos evoluciones, dando la misma nota cuando el choque de los acontecimientos los
hace vibrar; cuando el colmo de los imprevistos les hace resonar, de goce o de
dolor, de pena o de alegría. En los abismos de su destino, cumplido o por cumplirse
el amor que se realiza por el encuentro, o como una fusión de dos afinidades que se
llamaban. Por encima de los montes y los mares, de las separaciones y de las leja-
nías. Y que se han precipitado uno hacia otro desde que han podido conocerse. Y
reconocerse. El amor que no existe ni se comprende él mismo. Sin una compren-
sión absoluta de lo que ama, una comprensión de todas las horas. Que no deja sitio
a ningún secreto, a ningún misterio. No el amor inquisitorial. O suspicaz. O celoso.
O quisquilloso. O preguntón. Sino el amor que se ha asimilado a quien ama tan
completamente que ningún pensamiento, ningún acto de parte suya puede sorpren-
derle, o encontrarle inadvertido, o desamparado.
O bien que sea el amor bajo su aspecto sentimental, puro, delicado, fiel, infini-
to, profundo. El amor que para crecer necesita un terreno, cuyo elemento primor-
dial es el cariño, la ternura afectuosa, persistente, obsequiosa, que para desarrollar-
se necesaria una atmósfera de apego recíproca. El amor que hace conmover a los
acentos de la amada, a la voz del amado. Que una de sus miradas hace estremecer
hasta la médula. Que no resiste una palabra amable, un gesto de dulzura verdadera.
Pero que tiembla como una hoja del álamo en cuanto adivina el paso de un extraño.
El amor que se alienta con su propia llama. Que encuentra siempre alguna ofrenda
al placer sobre el altar; ofrenda tomada de un fondo de reserva inagotable cuando
el fuego que arde sobre el altar amenaza disminuir su intensidad. Amor que no
sabría subsistir sin el don continuo de su yo. El amor que desea gustar. Que no
tiene libro mayor, que no establece la cuenta de sus pérdidas y ganancias. El amor
que sufre, se lamenta y llora con la idea de infligir sufrimiento y causar lágrimas.
El amor que las heridas o los naufragios o las privaciones no pueden debilitar,
abatir o desalentar. El amor que perdona, no siete, sino setenta veces. El amor que
consuela, que cura las plagas y acoge a los pródigos festejando su vuelta. El amor
que la desgracia hace más vigoroso, que se liga a un destino como la hiedra se
enrosca al roble, humilde y perfumado como la violeta de los prados. El amor cier-
to que perdura, el amor que al amor hace nacer. Que se sustenta de amor. Que
muere de amor. Y que a veces sucumbe al exceso de amor.
O que en fin sea el Amor en su aspecto mariposero, veleidoso, vagabundo.
Que no conoce más ley que su capricho, que sigue su capricho aunque tuviera que
fenecer en él. El amor que devora la flor sin esperar a que madure el fruto; el amor
apasionado, hierro al rojo vivo, incoherente. Que no tiene sentidos más que para su
viveza en inflamarse y su prontitud en apagarse. Que gusta de placeres vedados, de
goces prohibidos, de caricias reprobadas, de aventuras proscriptas.
El amor pícaro, canalla, orgiástico, indecente, sin freno, sin modestia, sin pu-
dor, terror de los codiciosos y de la gente de buen sentido. El amor que no consulta
los registros del estado civil; el amor al que, en su búsqueda, le importan un bledo
todas las barreras, que se agazapa entre las pieles falaces o se refugia en los reco-
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dos de los callejones oscuros. El amor para quien son desconocidos los remordi-
mientos, los pesares, la fidelidad, la constancia; que olvida ayer e ignora mañana;
que jamás se ha preocupado de secar las lágrimas que causó. El amor ligero, frívo-
lo, irónico, alegre, burlón, revoltoso; el amor fauno, sátiro, el amor, hijo de bohe-
mia, el amor gitano.
Vaya, pues, no he hecho excepción de ninguno de los aspectos bajo los cuales
el amor se manifiesta al cerebro, al corazón y a los sentidos. Y como me había
impuesto no consagrar un solo pensamiento al amor, el amor se me ha aparecido
más fértil, más tremendo, más potente.
¡Qué desierta una existencia en donde el amor ha dejado de florecer y fructifi-
car! ¡Qué debilidad una existencia donde el amor ha dejado de desafiar a las fuer-
zas que se disputan la orientación de la voluntad! ¡Qué impotencia una vida que
ignora los recursos de creación, de originalidad, de frescura que resplandecen alre-
dedor del Amor!
25
ñar cien columnas plásticas de demolición o de construcción social, pero que les
«obsesionan» y escandalizan doscientas líneas de llamamiento a la experiencia
voluptuosa. ¡Oh esclavos!
26
NOTAS
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ATENEO LIBERTARIO CARABANCHEL LATINA
https://ateneolibertariocarabanchellatina.wordpress.com
[email protected]
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