Jose Jimenez Lozano - El Viaje de Jonas
Jose Jimenez Lozano - El Viaje de Jonas
Jose Jimenez Lozano - El Viaje de Jonas
aquí, a modo de fábula, una historia bíblica que reluce con la luz y los colores
del antiguo Medio Oriente.
Jonás, que estuvo en Nínive y en el estómago de una ballena, hace, en estas
páginas, mucho más que siete leguas de viaje terrestre y submarino, o hasta
astral, por muchos mundos; pero él, y los otros personajes de la narración, nos
hablan en realidad, y con mirada irónica, y divertida, y también
profundamente seria, de nosotros mismos, y de nuestro mundo de ahora. Y el
autor nos lo cuenta con la misma intensidad literaria de siempre.
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José Jiménez Lozano
El viaje de Jonas
ePub r1.0
kochab208 27.06.2020
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Título original: El viaje de Jonas
José Jiménez Lozano, 2002
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Índice de contenido
Cubierta
El viaje de Jonas
Citas
I
Una Vida Hogareña
II
El Encargo
III
Los Exploradores
IV
La Despedida
V
Cavilaciones
VI
El Embarcadero
VII
La Plácida Noche
VIII
Indagaciones
IX
El Vientecillo Del Amanecer
X
La Ballena
XI
El Sheol
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XII
Nínive
XIII
La Ciudad Del Esparto Y La Ceniza
XIV
La Peor Noticia
XV
La Gloria Del Ricino
XVI
El Capricornio
XVII
La Presencia
Sobre el autor
Paralipómenos
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Creer que un cielo en un infierno cabe, dar la vida y el alma a un desengaño: esto
es amor. Quien lo probó lo sabe.
W. Shakespeare, Enrique IV, I parte
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I
J onás era un profeta muy pequeño. Es decir, que, además de ser hombre
más bien bajito y delgadito, ejercía como profeta muy pocas veces, y se
pasaban años enteros sin que dijese esta boca es mía, e incluso cuando
pronunciaba una profecía, ésta era minúscula. Por lo que respectaba al
porvenir, era muy prudente, y, si pronosticaba grandes calores para el verano,
siempre apostillaba que, sin embargo, no sólo por las noches habría un
vientecillo de refrigerio, sino que, al caer el sol o por las mañanitas, habría
días en que convendría echarse algo a la espalda. Y cuando criticaba la
situación política, o los abusos sociales, o los desmanes de los poderosos,
siempre lo hacía con mucha mesura, y decía por ejemplo:
—¡Hombre, no! ¡Esto no! Esto es un abuso y una indignidad, y no puede
ser.
Entonces se ponía su túnica de profeta, cogía su cayado con empuñadura
de plata que había comprado en una joyería de Nínive verdaderamente
esplendorosa que se llamaba Tiffany’s, y era mayor y estaba mejor surtida
que el mejor bazar de toda Babilonia, y así se sentía con mayor seguridad en
sí mismo para ir a donde tuviese que ir de ordinario, naturalmente, a ver a
sátrapas o a sus cortesanos que habían ordenado o cometido aquellos
desaguisados. Y a veces estos sátrapas y cortesanos le recibían, y otras no.
Algunas veces incluso pasó desde la sala de audiencia de ellos a un calabozo,
y allí quedaba encerrado un tiempo, y otras le oían como si oyeran llover.
Pero un día, en Nínive, hacía algunas lunas, le detuvieron unos esbirros en la
calle misma, simplemente porque no tuvo la suficiente prudencia, y cuando
todo el mundo decía que corría una brisa muy fresca e incluso bastante fría,
Jonás comentó sin pensárselo dos veces:
—Pues esto en mi pueblo se llama aire solano y bochornoso.
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Nunca lo hubiera dicho. Enseguida vio el espanto en el rostro de los que
estaban con él, y uno de ellos le reconvino:
—¿Es que no sabes que el sátrapa ha dicho que hace un día muy frío, y
hemos llegado a un consenso en cuanto lo ha dicho? ¿Cómo te atreves a
mover la lengua de otro modo?
Y Jonás ya había comenzado a pedir excusas, pero no encontraba bien las
palabras adecuadas para decir que efectivamente aquel viento solano era más
bien fresco, cuando se presentaron dos esbirros, y, en cuanto se enteraron de
lo que Jonás había dicho, le ordenaron de mal temple que se fuera de la
ciudad inmediatamente, y no volviera por allí, para nada, nunca jamás.
—O te flagelaremos con juncos llenos de nudos.
—O te asaremos a una parrilla como a un cordero.
—O te despellejaremos.
Y Jonás contestaba:
—¡Hombre, no! ¡No lo decís en serio!
Echaron mano de él entonces de muy malos modos, y le retorcieron el
brazo; y además se hizo un esguince en un tobillo cuando salió corriendo ya
de la muralla para afuera, al tropezar con un pedrusco. Así que, cuando estaba
a cierta distancia, alzó su mano derecha haciendo un puño, se besó el pulgar y
dijo:
—¡Pues punto y raya con esta Nínive de las fosas nasales! ¡A mí ya como
si baja fuego del cielo y deja a este maldito poblachón como la palma de la
mano!
Luego, algunas gentes aseguraron que Jonás en realidad había dicho «esta
Nínive de las narices», pero que enseguida se corrigió a sí mismo porque era
muy bien hablado, un poeta realmente, e incluso lo de las fosas nasales lo
encontró más tarde de mal gusto, y explicaba que casi prefería lo de la nariz
en singular, porque narices bonitas había. Aunque, cuando le dolía el brazo y
cojeaba, volvía a decir lo de «esta Nínive de las narices».
—¿Y esa túnica púrpura y ese bastón de plata tan bonitos que se compró
en Nínive, señor Jonás? —le preguntaban cuando oían que se le escapaba ese
exabrupto al hablar de Nínive.
—Es que esta maravilla no la han hecho los ninivitas. Este bastón es
egipcio, y esta empuñadura de plata semeja una caña. ¿De dónde iban a poner
los de Nínive una peonía o un papiro en un bastón? Ésos son muy absolutos, y
sólo labran figuras de culebras y bestias feroces.
Y matizaba que, aunque los israelitas también trabajaban muy bien la
plata, tenían tendencia al minimalismo[1], y las cosas eran siempre lisas.
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¿Cómo no iba a decidirse por aquella maravilla egipcia, necesitando como
necesitaba un bastón?
Pero éste y otros incidentes de su oficio de profeta habían ocurrido
muchos años atrás, y, ya fuera porque Jonás había dejado prácticamente el
oficio, o porque todo iba bien, y las primaveras, los veranos, los otoños y los
inviernos del futuro no ofrecieran ninguna cosa digna de mención a sus ojos,
salvo un eclipse de luna que predijo pero que luego no se pudo ver porque esa
noche estuvo llena de nubarrones, su vida siguió desarrollándose pacífica y
tranquilamente. O hasta cierto punto por lo menos, porque desde el asunto de
la compra del bastón en Nínive, y del brazo retorcido, y el esguince en la
huida, las relaciones entre Jonás y su mujer estaban algo tensas, o, más bien,
aunque fueran normales, se encrespaban de repente, en cualquier momento,
con el recuerdo de lo que había ocurrido a propósito de estas cuestiones.
Primero, por el asunto del bastón, porque el hecho fue que Jonás había ido a
Nínive entonces a algunos asuntos, y de repente, según había asegurado, se le
había ocurrido comprar unos pendientes o un dije para su mujer Micha, e
incluso un velo de color azul índigo; pero ya en Nínive, apenas había andado
unos pasos por el centro, lo primero que vio fue aquel bastón de empuñadura
de plata como el de los faraones, y una túnica de color púrpura realmente
majestuosa, y ¿acaso no necesitaba él todo eso precisamente para aparecer
como un profeta respetable? Era realmente una obligación profesional
comprarlo, y entró en Tiffany’s, y luego en la otra tienda de telas de
mercaderes de más allá de las montañas que tenían todos los secretos de la
textura y el teñido, y los compró.
Luego vio otras muchas mercaderías por todas partes, y se decidió, en fin,
a comprar unos pendientes de lapislázuli, que eran un elefantito con los ojos
rojos, y un chador de seda blanco como la nieve para Micha, y los días que
estuvo en Nínive, yendo de acá para allá, porque la ciudad había ensanchado
mucho y se tardaba en recorrer tres días, los dedicó a componer, en la
biblioteca, un poema para ella, como para dar lustre y sabor personal a los
otros regalos, que así ganarían mucho; y al fin volvió tan contento.
Cuando llegó a casa y los desenvolvió, la alegría de Micha fue enorme.
Enseguida se puso los pendientes y se probó el chador frente a un espejo, y
comenzó a hacer aspavientos acerca de lo hermosos que eran, le echó a Jonás
los brazos al cuello, le dio un beso, y le dijo que era el mejor esposo del
mundo.
—Pues todavía hay más —dijo Jonás.
—¿Más?
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Entonces sacó Jonás un papiro de un bolsillo, pidió a Micha que se
sentase y escuchase, y leyó:
Micha escuchó con los ojos entornados, y luego los abrió y dijo
—Es una maravilla. ¡Gracias!
Tomó el papiro de manos de Jonás, se quitó el chador y los pendientes, y
dijo que, de momento, iba a guardarlos en su cosero de ébano. Y luego
comerían, porque él debía de estar hambriento del viaje, y luego dormirían
juntos mucho tiempo, pero no debajo de la sombra del ricino, que era donde
se acostaba Jonás a dormir la siesta, sino en el lecho de alcatifas de seda.
—¿Y ese bulto? —preguntó de repente Micha, viendo un envuelto que
Jonás había dejado junto a la puerta al entrar.
—Es que compré un par de cosas que necesitaba.
Jonás lo desenvolvió con mucho tiento, como si fuese vidrio lo que estaba
descubriendo, y allí aparecieron el hermoso bastón y la hermosa túnica.
—¿Y esto? —preguntó Micha.
Jonás explicó lo necesarias que eran ambas cosas para su dignidad y
honorabilidad de profeta.
—¡Ya! —contestó Micha—. Y el bastón tenía que ser de Tiffany’s
precisamente, y de plata; y la púrpura, de los mercaderes de más allá de las
montañas, según veo por las etiquetas.
Calló un instante, y añadió:
—Pero los pendientes y el chador seguro que te los encontraste en un
mercadillo en la calle.
—¿Y el poema? —preguntó Jonás.
—¿Qué poema?
—¿Cómo que qué poema, si lo acabas de escuchar, y acabas de decir que
es maravilloso?
—En realidad, querido —dijo Micha—, me dejé llevar por una actitud
crítica impresionista, pero, si aplicamos al poema cualquier método de crítica
objetiva[2], resulta una mierda. Y, lo que es peor, es un plagio intolerable de
un poema obsceno.
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Jonás se quedó perplejo, porque hacía años que no había oído decir a su
mujer palabras tan atrevidas y contundentes. Y mucho más porque, a seguido,
Micha le dijo que, si tenía hambre, podía encontrar todavía sobras de la cena
de ella de la noche anterior, y, si tenía sueño, podía sacarse sus alcatifas a la
sombra del famoso ricino, que cualquier día, por lo demás, iba a mandar que
lo cortasen porque ya estaba harta de que estuviese allí como un quitasol
barato, cuando en todas las casas que se preciaban había hamacas de seda
colgadas de los troncos o ramas de los árboles, y bajo la sombra de un
quitasol de papiro, que a veces llevaba un pájaro de oro en el remate como en
Nínive; y luego lanzó Micha una sonrisa sardónica sobre Jonás, y calló.
Calló en realidad durante setenta y siete semanas con sus días y sus
noches. Si Jonás la hablaba, era como si hablara con las paredes, y nunca ella
le dirigió la palabra. Hizo un atado con el chador y los pendientes, y algunos
retales de tela que había por la casa, y dijo en voz alta a las esclavillas, para
que Jonás lo oyera bien, que aquel envuelto era para la basura, aunque las
esclavillas y ella eran uña y carne, y sólo con mirarse sabía lo que querían
decir con lo que decían, aunque las palabras dijesen lo contrario; y,
finalmente, rompió el papiro con el poema en mil pedazos. Y, cuando Jonás
salió el primer día con su túnica de púrpura y el bastón de plata a la calle, oyó
que Micha decía a esa misma esclavilla que le miraba con ojos admirativos:
—¡Nosotras a lo nuestro, a lo que estamos haciendo! ¿Es que no has visto
nunca a un presumido satisfecho de sí mismo?
Y pegó luego un portazo.
El pobre Jonás tenía su corazón partido, y ahora le pesaba, además,
haberse comprado aquel equipo de profeta, porque no se le ocurría nada que
profetizar; e incluso un día que dijo a otra esclavilla que retirase la tarimilla y
las alcatifas de debajo del ricino del jardín, porque parecía que iba a llover,
hizo un sol que derretía las piedras, y toda la casa se rió. Así que, hasta cierto
punto, cuando le retorcieron el brazo los de Nínive, y luego se hizo el
esguince huyendo de allí, y le tuvieron que llevar a casa a la silla de la reina, y
oyó gritar a su mujer que era la más desgraciada de las mujeres porque traían
malherido y medio muerto a la luz de sus ojos, sintió un vuelco en su corazón,
y casi se alegró del maltrato del brazo y del accidente del pie, porque Micha
se deshacía en atenciones, y él se dejó querer.
Ella utilizó todas las metáforas más conmovedoras y brillantes, y él iba
recibiéndolas como cucharaditas de miel; pero, cuando a Micha se la
acabaron las metáforas, se puso a hacer metaliteratura y comentarios de texto,
y dijo que ya sabía Jonás que en el Libro se decía que ellos, esposo y esposa,
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eran una y la misma carne, y que a ella, entonces, la dolían el brazo y el pie
como a él, y mucho más que a él.
—¡Y un cuerno! —dijo Jonás.
—Lo dice el texto —argumentó Micha.
—¡El texto, el texto! —rezongó Jonás amostazado.
Y ella remató el discurso diciendo que, en cualquier caso, él se lo había
pasado a lo grande en Nínive y se había traído su buen equipo, y a ella la
habían tocado cuatro baratijas.
—A cada cual lo que se merece, por lo visto —dijo finalmente.
Y entonces fue Jonás el que se amorugó, y hubo otras setenta y siete
semanas sin hablarse, o, si él decía algo, ella lo desconstruía totalmente, y allí
sobre la mesa quedaban sus decires como un juguete descompuesto en sus
piezas, mientras ella aseguraba, además, que iba a atiborrarse de dulce de
dátiles para ponerse gorda como una vaca o la estatua babilónica de la mujer
de las caderas inmensas, que sabía que era lo que más odiaba Jonás en el
mundo. Pero, al fin y al cabo, esas tormentas habían pasado, sobre todo
porque Jonás había vuelto a Tiffany’s y a los mercaderes de más allá de las
montañas, y había comprado otros pendientes con elefantito y otro chador
iguales a los anteriores, pero con la marca de la casa y mucho más caros, y
entonces ella había recompuesto el poema, y había hecho un estudio crítico
más positivo. Incluso ganaba con los arreglos que Jonás había hecho en el
original, dijo; aunque copiado estaba; esto debía confesarlo Jonás. Le podía
señalar ella de qué piedra obsidiana lo había tomado, porque ella lo había
leído muchas veces.
—Tomé la inspiración solamente —confesó Jonás.
Pero Micha aseguró que no la importaba que lo hubiera copiado más bien
tal cual, como había hecho. El poema era muy hermoso, y muy interesantes
los cambios que había introducido. De manera que la tormenta se resolvió de
ese modo, y la paz había vuelto al hogar de Jonás.
Había llegado incluso una carta de una especie de ginecólogo y
psicoanalista clínico egipcio, en la que les daba una cita, informándoles de
antemano de que, tras estudiar sus historias y echando las cuentas, en vista de
las tan repetidas setenta y siete semanas de incomunicación total después de
cada enfado, cabía la hipótesis de que ésta podía ser la causa de que no
tuvieran hijos. Pero Jonás comentó:
—Se pasa un poco en hipótesis este chamán amigo tuyo.
Pero no se negó a ir a la consulta más adelante, aunque sólo más adelante.
Ahora tenía mucho trabajo y no porque tuviera muchas profecías que hacer,
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sino porque, dado que no se le ocurría ninguna, y también se había vuelto un
tanto precavido después de la última experiencia de Nínive, había decidido
hacerse más bien historiador, aunque en secreto, sin decir una palabra a nadie,
y guardando sus investigaciones en lugar seguro. Y siempre que guardaba una
refunfuñaba:
—¡El Libro, el Libro! ¡El texto, el texto! ¡Sabrá ella lo que dicen el Libro
y el texto, si todo lo desconstruye, y hasta las viandas y las salsas la salen
desconstruidas!
Así que estaba tan feliz Jonás. Trabajaba un poco en su huertecillo,
echaba sus parrafadas con los mercaderes que pasaban por allí, hacía alguna
escapada a Nínive, aunque desde luego disfrazado, y había decidido encontrar
la comida o cada decisión de la casa que tomara Micha completamente
satisfactorias. Aunque, una vez en que la observó cosiendo días y días, y se
percató de que aquella prenda que estaba confeccionando era como para un
niño de diez o doce años, preguntó:
—¿Y no es un poco grande ese vestido?
—No. Es la medida exacta —contestó ella.
Jonás no entendía, pero se calló porque había supuesto que era para un
niño recién nacido en el pueblo, cuya familia era amiga de ellos, y era claro
que se equivocaba. Mas, como no preguntaba, fue Micha la que lo hizo.
—¿No preguntas para quién es?
—No.
—Pues para nuestro hijo, cuando lo tengamos.
Jonás aventuró la idea de que los niños solían nacer más pequeños, pero
ella dijo:
—¡Guárdate tus ironías estúpidas!
—¡Bueno, pues me las guardo!
Pero no fue capaz de guardárselas, y comentó con cierto retintín:
—¿Y qué se va a poner la criatura hasta que sea así de grande?
—Creo que hay cierta túnica que es muy calentita, y que no vendría nada
mal. Podrían salir de ella varias prendas para la estación fría.
Jonás se indignó, pero ni contestó siquiera, aunque al salir de la estancia
dio un portazo.
Pero no hubo esta vez setenta y siete semanas de silencio y desencuentro
entre los esposos, porque lo cierto era que no había ningún niño por venir, y la
discusión se reveló enseguida como puramente teórica, sobre todo porque
Micha lanzó una carcajada sardónica. Mas, no obstante, Jonás comenzó a
cavilar respecto a esa cuestión del niño, porque ahora que tenía por primera
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vez paz y tranquilidad en la vida, y podía trabajar sin sombra alguna que se lo
impidiese, le traería muchas complicaciones la llegada de un niño, cuando lo
que necesitaba era un secretario como habían tenido otros profetas. Pero
acabó pensando que esa alusión al niño era una pura artimaña de Micha para
tenerle en vilo, que era lo que la gustaba; y lo del trabajo en la costura del
vestido y de las otras ropas seguro que era una terapia que la habría recetado
su amigo el chamán, que sin embargo la había prohibido, según la misma
Micha, ejercicios violentos que Jonás había considerado siempre, sin
embargo, como propios de una señora de su casa y su servicio, tales como el
cuidado de las plantas de las macetas por supuesto, pero también mover la
tierra y regar un poco el jardín, mientras él meditaba profundamente, sin
ninguna clase de incordios, o reparaba el desgaste de sus fuerzas intelectuales
con la siesta. Pero, al fin, habían llegado en esta misma cuestión del jardín a
un relativo acuerdo, y precisamente entonces, cuando todo iba sobre ruedas en
todos los sentidos, fue cuando sucedió lo que sucedió, y cuando él, Jonás,
sintiéndolo mucho, tuvo que tomar la determinación que tomó.
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II
EL ENCARGO
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de muchos colores, si andaba como un príncipe, y tenía una apostura de
cuerpo y una hermosura de rostro nunca vistas?
Llevaba un cayado de bronce, vestía una túnica blanca con una cenefa
azul, sus cabellos eran muy negros y ensortijados, sus ojos del color del
castaño, y sus labios de un rojo muy vivo, y plegados como si jamás se
hubieran abierto para hablar. Aunque iba sonriéndose. ¿A quién sonreía? ¿A
sus pensamientos? La señora dijo a la esclavilla peluquera que encargase a las
otras esclavillas que se enterasen de quién era, como siempre se habían
enterado al instante de cuanto ocurría; y la esclavilla peluquera volvió
enseguida con la noticia de que ya sabían que aquel mensajero venía a esta
casa, y había preguntado por el señor de ella.
La señora se levantó dando un grito y diciendo:
—¡No puede ser! Yo no estoy en condiciones de recibir a nadie. ¿Y dónde
está este hombre? Hay que avisarle.
La esclavilla contestó que el señor estaba en el jardín, paseando con las
manos a la espalda en el sendero de las peonías, y ya había sido avisado
aunque no había hecho mucho caso. Y luego contó que el mensajero había
mirado de arriba abajo la casa cuando había pasado ante ella, seguramente
porque había en sus muros macetas colgantes como en Nínive había jardines
colgantes[3], y también la había mirado desde lejos, preguntando si realmente
vivía en ella Jonás ben Amittai, mientras miraba y remiraba un papiro en el
que debía de llevar escrita la dirección. Y aseguró la esclavilla que todas las
mujeres a las que había preguntado se habían enamorado de él, y apenas si le
habían podido contestar, sobre todo las que le habían dado de beber de su
cántaro cuando el mensajero se había acercado a la fuente, a descansar un
poco bajo el sicómoro y la palmera que daban sombra allí.
—¡Qué indiscreción andar diciendo por ahí, a todo el mundo, que trae un
mensaje para el señor! —dijo Micha.
—¡Pues anda y que no pregunta gente por el señor cada día, y que no
tiene visitas un día sí y otro también! ¡Vaya un secreto!
La señora mostraba en su mirada el incomodo y la contradicción de haber
sido sorprendida por la noticia de aquella visita sin haber acabado su tocado,
pero las esclavillas sabían muy bien que estos desasosiegos la duraban poco a
su ama, porque hacía muchos años que el esthéticien asirio a quien consultaba
la señora, la había advertido a ésta que un solo instante de pesar o cólera
suponía cinco arrugas en el cuello o en el rostro, y tres arrugas más como
patas de ave grande junto a los ojos; y él fue el que la había dado la receta de
las setenta y siete semanas de silencio antes que un solo momento de desazón,
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que tan mortífero culebro era para la belleza. Y las esclavillas, por lo demás,
sabían muy bien cómo auxiliar a su señora cuando ese áspid de la ira la
encendía los ojos. Era asunto muy fácil, porque consistía en que todas ellas,
una por una y luego a coro, se admirasen de la hermosura de su señora y
fueran enumerando sus esplendores; los ojos como dos carbunclos, el pelo
como la seda de Oriente cuando no la ha tocado mano humana todavía, el
cuello como el de una garza real, los labios como el rastro de sangre del amor,
las manos como flores y pétalos sus dedos, los pechos como montoncitos de
azucenas, y en medio de ellos una oscura flor de azafrán; una taza de mármol
su ombligo, y columnas de alabastro sus muslos; sus pies, ligeros como los de
los ciervos.
—¡Oh, qué afortunado es nuestro señor, señora!
—¿Quién? ¿Jonás? Ni ojos tiene para ver. Está completamente entregado
a la poesía épica y catastrófica.
Pero como si lo dijera con la boca chica; en realidad se sentía halagada y
sonreía, especialmente cuando las esclavillas añadieron, ahora, que, cuando el
mensajero la viese, él sería el que quedaría enamorado. Pero ella no estaba
segura de que Jonás la llamase para presentarla al mensajero, ni tampoco de
que su tocado y diadema, escogidos tan rápidamente, fueran los más
impresionantes; de modo que haría lo que otras veces en circunstancias
parecidas: mirar y escuchar desde su propia estancia, no porque estuviera bien
mirar y escuchar lo que ocurría en otro cuarto de la casa, pero había que tener
en cuenta que Jonás tenía una profesión peligrosa, y quizás algún mensajero
no fuera, en realidad, un mensajero, sino alguien que quería hacerle daño, e
incluso matarle, y entonces había que estar sobre aviso.
El despacho de Jonás era muy sencillo. Era una habitación casi cuadrada
con una ventanita muy pequeña, tapada con un lienzo para matizar la luz, y
contener al viento, si se levantaba frío en la madrugada. El suelo era de
ladrillo rojo, y había alcatifas por todas partes, en las que Jonás se sentaba,
cada vez en un lugar distinto, apoyando el rollo de escribir en sus rodillas;
pero tenía también una especie de mesa de paja, y un taburete de madera
oscura en el que se sentaba para recibir a las visitas. Y colgados de un clavo
en forma de pájaro estaban su túnica y su bastón, que algunas veces se había
puesto ya, cuando había recibido a algún correo importante. Pero en esta
radiante mañana, malhumorado porque le hubieran interrumpido su
meditación en el jardín, se quedó con su traje de casa, una túnica color
azafrán, y malhumorado se sentó a esperar al mensajero, del que supo que
había entrado en la casa porque se instaló en ella un gran silencio, y Jonás
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sabía que las mujeres de ella sólo callaban cuando había una visita de
desconocido, o una novedad admirable que las dejaba sin habla. Pero, en este
caso, lo cierto era que ni tiempo había dado el mensajero a las mujeres para
sorprenderse, y, antes de que Jonás estuviera bien acomodado en el taburete,
ya le tenía ante él, y pudo comprobar que era un mocito muy apuesto y muy
serio, que hizo una gran inclinación, y luego puso sobre la mesita un envuelto
en telas muy ricas, blancas y con cenefas azules y rojas, y le dijo:
—Es un encargo y un mandato de lo Alto.
—Entonces es que se han confundido, hijo. El encargo no es para mí,
¡seguro! —contestó Jonás sonriéndose.
Tomó el envuelto en su mano, lo miró un instante y, alargándoselo al
mensajero, le dijo que lo llevase a su destino, o se lo devolviese a quienes le
habían enviado, porque él no era más que un profeta muy pequeño, casi nada,
como para recibir esa clase de correspondencia, tan bien presentada además,
dentro de una bolsa de tela tan preciosa, y nada menos que de lo Alto.
—Es más, joven —dijo con una cierta ironía—, en mi vida he visto una
preciosidad así. Es evidente que va destinado a gentes importantes de Nínive,
o algo por el estilo.
Luego le señaló un montón de óstracos que había sobre un esparto en un
rincón del despacho, y dijo:
—¡Fíjese si recibo correo, pero, al precio que está, ni una carta está escrita
en papiro! Ni yo tampoco me puedo permitir ese gasto. Me arruinaría. ¡Así
que está claro que se ha confundido, muchacho! O le han dado mal las señas.
Pero el mensajero contestó que no podía haber confusión alguna de
ningún modo, y que su misión era entregar aquel mensaje en las propias
manos de Jonás ben Amittai, de la aldea de Gath-hepher. Hizo una profunda
inclinación, y desapareció dejando allí el mensaje.
—¡Oiga, joven! ¡Oiga, joven! —clamaba Jonás.
Pero quien acudió a las voces de Jonás fue Micha su mujer, que trató de
calmarle, aunque no pudo evitar las imprecaciones de aquél sobre los modales
de las nuevas generaciones de sirvientes, que se limitaban a cumplir de
cualquier modo su mandado, y no atendían a ninguna otra clase de
explicaciones que se les pedían. Y Micha dijo finalmente:
—¡Pues abre el envuelto, y te enterarás!
Jonás contestó muy contundentemente:
—Eso ni se toca. Cuando quien lo ha enviado vea que no hay contestación
preguntará, o volverá a buscarlo. Solamente la bolsa en la que viene el
mensaje vale una fortuna.
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—¿Y si es un regalo? ¿Y si es un buen ascenso el que te proponen? ¿Y si
es un viaje?
Jonás argumentó que le daba igual, y que más valía que no le hubieran
molestado en su paseo meditativo para un asunto como éste, pese a que tenía
bien advertido que no le molestaran. Y a Micha se la iban los ojos tras aquel
envuelto, pero no quiso problemas, al menos de momento, y calló. Jonás tomó
el pequeño rollo en sus manos y fue a guardarlo donde guardaba sus secretos,
en su dormitorio. Y pareció olvidarlo, efectivamente, no sólo aquel día, sino
también los siguientes; o, más exactamente, no lo olvidaba, sino que quería
olvidarlo. Lo había colocado en su bujeta personal, e incluso había echado
encima su túnica de color púrpura, y más encima todavía, papiros que tenía
sin escribir, y le parecía como si lo hubiese enterrado, pero no podía olvidar
que el envuelto y el mensaje seguían allí. Dormía mal por las noches, porque
no lograba echarse ese recuerdo de encima, y se despertaba varias veces con
este asunto del mensaje, y de día, se dirigía una y otra vez hasta la bujeta, e
incluso la abría, aunque volvía a cerrarla inmediatamente, después de meter la
mano y tocar el envuelto para cerciorarse de que allí estaba. Y, como no podía
soportar este trajín y esta preocupación, lo que decidió fue deshacerse de él.
El envuelto era como un rollo de tela que debía de tener dentro de él el papiro
escrito con el mensaje, pero éste debía de ser muy corto porque, al tacto, el
papiro parecía pequeño.
Una noche de insomnio entera, cuando ya la estrella de la mañana relucía
en medio del cielo plateado del amanecer, se levantó finalmente, se dirigió a
la bujeta y sacó el envuelto, decidido a quemarlo y a aventar luego las
cenizas, con el viento primero que muchas veces se levanta con el claror del
alba. Y lo sacó, efectivamente, del arca, y lo puso en el suelo sobre un cojín,
mientras, dándole la espalda, echaba candados y cerrojos al arca; sólo que, al
darse la vuelta, vio que el rollo se había desenrollado y mostraba ciertamente
un breve mensaje en un pequeño trozo de papiro, que leyó inmediatamente sin
querer, porque el simple hecho de mirarlo era leerlo, ya que sus letras eran
grandes y de un color rojo vivísimo. Y decía la leyenda: JONÁS, HIJO DE
AMITTAI. ¡LEVÁNTATE! VE A NÍNIVE, LA GRAN CIUDAD, Y GRITA CONTRA ELLA.
SU MALDAD SUBE HASTA MI NARIZ.
Jonás se quedó lívido, sintió que sus piernas no le obedecían, y se
derrumbó. Y así le encontraron primeramente la luz roja de la aurora y luego
el sol nuevo de ese día, que brillaba con una particular intensidad; y, cuando
le dio en el rostro, Jonás volvió en sí, y, como si le hubieran golpeado, se alzó
todo dolorido en su carne, tornó a envolver el mensaje en aquellas riquísimas
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telas, y volvió a meterlo en la bujeta, pero ahora mucho más al fondo. Se puso
su túnica de color púrpura, tomó su bastón de plata y se dispuso a salir de
casa.
—¿Adónde va mi señor tan temprano? —preguntó Micha, que ya estaba
sentada con el frescor del día junto al brocal del pozo, bebiendo agua contra la
melancolía.
—Por ahí, a despejar la cabeza —contestó Jonás.
Pero la cabeza de Jonás no podía despejarse tan fácilmente. En ese
momento, era todo el mundo con sus mares y océanos, ríos, cordilleras,
desiertos y vergeles, ciudades como Nínive y más grandes que Nínive, y
aldeas y aduares. Su cabeza era realmente como un mapamundi, pero sin
caminos, o los caminos no desembocaban en parte alguna. Era un mundo
grandísimo, pero si Jonás echaba a andar por él con el pensamiento, iba
encogiendo, encogiendo, y Jonás sentía que se quedaba sin tierra donde poner
los pies, aunque el camino por donde él iba ahora andando parecía
alargársele, y que nunca llegaría a la tienda donde los mercaderes que pasaban
cerca del poblado descansaban, y donde había ido tantas veces para hablar
con ellos, y también para comprarles algunas novedades. Ahora necesitaba
mapas, mapas nuevos de las tierras más lejanas; y, cuando llegó a la tienda y
apenas saludó a sus amigos, dijo enseguida que lo que necesitaba eran mapas
nuevos de los países más lejanos por el lado de Occidente, y de los caminos
de mar para llegar a ellos; pero el dibujante egipcio, que era quien los hacía,
le contestó a Jonás, poniéndole al corriente de las dificultades que había
acerca de lo que pedía:
—¡Huy, mapas nuevos! Los últimos descubridores que han vuelto han
encontrado el Mar Nuestro mucho más grande que lo que creíamos, y se me
ha terminado el color azul, y no puedo pintarlo. Tendrás que esperar siete
semanas por lo menos hasta que vuelva a tener azules, porque, además,
necesito muchas clases de azules y también de verdes, y de color plata,
porque ese mar tan grande tiene muchos matices.
Y añadió, sobre esto, que los últimos descubridores de nuevas tierras en
las orillas de ese mar ni siquiera habían vuelto, y no se sabía si volverían. Las
últimas noticias que tenían de ellos eran que se habían internado en un
desierto, y luego habían llegado a un río de aguas negras que llevaba un
caudal inmenso. Ése era el mensaje que habían enviado a la base de
operaciones. Pero Jonás se puso entonces tan triste, repitió tantas veces que
para él era asunto de vida o muerte lo de tener un mapa de las tierras
conocidas como las más lejanas y del viaje hasta ellas, que el dibujante
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egipcio le confió que lo más que podía hacer era recomendarle que hablase
con los miembros de otra expedición que iba a salir para levantar una lista de
animales marinos, amigos y enemigos de los navegantes, pero sin mapas de
ninguna clase, sino con unos cuantos apuntes suyos, y ya le avisaba, desde
ahora mismo, que era ése un asunto muy peligroso. Él, el dibujante, sólo
podía trazar una ruta en blanco y negro tanto para los caminos de tierra
orientales como para los caminos de mar occidentales, pero en esta última
ruta no podía poner todas las señales necesarias, y ni siquiera estaban seguros
los entendidos acerca de los vientos que iban a soplar en esta estación, y con
qué fuerza, porque todo andaba muy desconcertado. Era una aventura
realmente disparatada en la que se embarcaban aquellos hombres, y él le
recomendaba al viajero que esperase un tiempo.
—Es que no puedo esperar —contestó Jonás, lleno de preocupación y
tristeza—. Iré como sea.
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III
LOS EXPLORADORES
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como una gran caverna, y unos dientes afilados como espadas de un codo de
largas.
—Y tienen también una especie de surtidor de agua en la espalda algunas
de ellas, que es como si se desatase una tempestad —dijo otro de aquellos
hombres.
—Y, otra vez —siguió contando de nuevo el primero que había hablado y
que parecía el jefe—, una ballena que era blanca como el lino dio tal
dentellada a uno de los hombres de la embarcación que había tirado el arpón
hacia ella, que le segó una pierna.
Calló un instante, y luego preguntó:
—¿Es que no se ha percatado de que soy cojo?
—No, no —contestó Jonás—. ¿Cómo podría adivinarlo si no le he visto
andar?
—Estas cosas se adivinan. ¿Es que no me ha visto dudar mientras le
hablo, y no es ésa la cojera de mi alma?
Hizo otro silencio, y, a seguido, dándose con la palma de la mano un
golpe sobre su pierna sana, y alzando un poco su túnica, mostró el muñón de
la que tenía cortada, y dijo mientras levantaba el puño amenazante de su
mano derecha:
—Pero me las pagará. ¡Claro que me las pagará!
Jonás pareció impresionarse con la vista de la pierna de palo del mercader,
que semejaba una rama de árbol que incluso florecía en unas hojitas verdes en
forma de corazones y agujas, y comentó:
—¡Cuánto siento lo de su pierna!
—¡Gracias! Pero ya veo que es muy sensible, y por lo tanto no puede
hacer ningún viaje con nosotros. Lo de la pierna no tiene importancia, y es un
simple gaje de la profesión. No sería el primer caso en que, en vez de una
pierna, una ballena se haya llevado la cabeza de un marinero. ¿Y ha visto
alguna vez andar a cuerpos sin cabeza, y a los descabezados accionar como
desesperados? Y, además, el maldito pez come de todo menos carne humana,
porque dicen que sabemos a légamo, y la echa fuera. ¿Y ha visto reírse a
cabezas sin cuerpo? Pues, si no ha visto todo esto, no podrá hacer un viaje tan
lleno de aventuras y visiones e impresiones como son los nuestros. No hay
trato, amigo.
Jonás volvió desolado a la tienda de los mercaderes amigos, pero el jefe
de éstos, con quien Jonás había hablado tantas veces y a quien apreciaba
tanto, le tranquilizó. En cuanto el dibujante egipcio terminase de dibujar el
mar y sus caminos, y de levantar los planos de las ciudades, los mercaderes-
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exploradores se pondrían muy contentos, y publicarían ellos mismos un edicto
para animar a la gente a que se apuntase a la exploración, o tomase billetes de
viajero. Además, Jonás podía decir, para forzar las cosas, que él era geógrafo;
no querrían prescindir en una exploración de un geógrafo. Esto era seguro.
—Pero yo no soy geógrafo —argumentó Jonás.
—¡Ah!, pues un hombre que huye, como parece su caso, tiene que ser
geógrafo y saber cómo son la tierra y el mar, dónde hay islas y tropiezos, o
imaginárselos, y tener todo previsto.
Pero no tenía por qué preocuparse, pues él hablaría con el dibujante
egipcio, que naturalmente era el mayor geógrafo del inundo, y si le hacía un
mapa, porque se lo haría, y sólo le gustaba que se lo rogaran muchas veces,
estaría todo resuelto. Y entonces le acompañó a la tienda del dibujante, que
estaba totalmente apartada para que le dejaran dibujar en paz y con el silencio
que necesitaba, porque los mercaderes no dejaban de hablar en voz alta día y
noche, mientras echaban cuentas sobre las mercancías o contando los
sucedidos; y no había manera de concentrarse para dibujar y pintar de este
modo. Era una tienda de pieles negras, muy fresquita, y el dibujante parecía
otro hombre más cercano y amistoso, y recibió a Jonás, ahora, como recibían
los príncipes. Era un hombre joven todavía, delgado, de tez muy oscura, con
unas manos que le revoloteaban como mariposas cuando hablaba, y desde
luego cuando con ellas manejaba los pinceles; y en ellas mostraba, al igual
que en el rostro, algunas motas de pintura como maravillosos lunares de
colores; pero su túnica blanquísima estaba impoluta. Llevaba en la frente
pintado un grande y muy hermoso ojo de color azul claro del que, cuando se
dio cuenta de que Jonás lo miraba como a hurtadillas, explicó:
—Éste es el ojo para ver las lejanías que me pintó mi maestro de hacer
mapas, poco antes de morirse, para que recordase el pasado, y pudiese
también pintarlo aunque no se viese; porque allí debía estar, y estaba.
—¡Ah!
Luego entraron en su taller y despacho, y allí por todas partes había mapas
de océanos, mares y tierras, y planos de ciudades de todo el mundo. Acababan
de llegar, antes de lo que se esperaba, dijo el dibujante, varias remesas de los
colores, y sobre todo de los azules y los verdes; y fue mostrándoselos: los
azules como el del cielo y como el del zafiro, los añiles y los lapislázuli, los
índigos y los zarcos, y las azulinas en general, los verdes esmeralda y los
verdes mar, los verdes glaucos y los verdes de hoja recién brotada, los verdes
oscuros. Y finalmente le mostró los blancos, y los sienas, y el color teja para
los tejados, aunque no para todos con la misma intensidad, como no eran
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iguales los rojos de los cántaros, que algunos eran terrosos y daban en
amarillo, y otros en rojos muy vivos y encendidos cuando tenían agua, porque
el agua era para el barro como el amor para los hombres y mujeres, les
empapaba el ánima, y les ponía rubor en las mejillas, y encandilaba los ojos.
Los pájaros, por eso, se ponían en algunos tejados sí, y en algunos tejados no;
y algunos tejados eran amorosos y acogían muy bien a la lluvia, y otros no,
eran ariscos y el amor del agua tenía que resbalar, e irse.
Y, mientras el dibujante iba dando estas explicaciones, Jonás le iba
diciendo que él lo que quería era ir lejos, lejos, lejos, a una ciudad donde
nadie le conociese ni le hubiera oído nombrar jamás. Y entonces el dibujante
egipcio interrumpió:
—¿Y quién puede no haber oído la fama, y quién no conocería a Jonás
profeta, en el mundo entero?
Y le miró a Jonás con el rabillo del ojo, para comprobar lo complacido
que se sentiría con este gran elogio; pero Jonás, como era un profeta muy
pequeño, y sólo había pronunciado profecías muy pequeñas, y además le
habían retorcido un brazo y se había hecho un esguince en un pie a cuenta de
asuntos del oficio, tenía una vanidad y un orgullo muy pequeños también y
como si fueran bastante perezosos como para andarse poniendo de pie a cada
momento, y ni caso hizo entonces Jonás de los grandes elogios del dibujante,
o quizás era también que su orgullo y vanidad que tenía allí dentro de sí en
unas madrigueras muy calentitas eran como ratoncillos, y con unas miguitas
de cualquier cosa que fuera, aunque mejor, naturalmente, si eran de una
golosina de las grandes confiterías de Nínive, se conformaban.
—Yo lo que quiero es ir a un sitio donde hablen una lengua en la que no
se pueda decir siquiera mi nombre —respondió Jonás.
El dibujante egipcio tuvo entonces malos pensamientos, y pensó que a lo
mejor Jonás había cometido un crimen, porque todos somos hombres y
podemos cometer crímenes; pero enseguida le pareció muy mal pensamiento
éste, y pensó luego en si acaso Jonás pudiera haber tenido o tener todavía
alguna relación extramatrimonial que su mujer hubiera descubierto, y, como
las mujeres son pesadísimas e insoportables en estos casos, porque son
capaces de gritar como los chacales y de ronronear como una piedra de
molino moliendo piedra, e incluso de echar una ponzoña de culebra en la
comida, quería escapar de casa.
—Pero no es lo que está pensando lo que me ocurre, es mucho peor que
todo eso —dijo Jonás.
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—No estaba pensando en nada —contestó el egipcio—. Sólo pensaba en
la ciudad que pudiera indicarle. Yo ya estuve allí una vez. Está en una tierra
que se llama «Tierra de Conejos».
—¿Y es que hay allí muchos conejos?
—Yo no vi muchos por las calles, pero así se llama aquella tierra.
—¿Y como se llama la ciudad?
—Tarshish, se llama Tarshish; y allí bruñen la plata noche y día. Cuando
el sol sale, la ciudad arde en un resplandor, y las noches de luna son como una
lámpara en el mundo.
—¿Y hay mucha gente?
—Mucha.
—¿Y son gente preguntona y curiosa?
—Sí, pero no. Ni siquiera las mujeres. Pero ¿no pretenderá ir con su
mujer, verdad? A las mujeres no las admiten en los barcos para un viaje tan
largo, y desde luego no en los barcos de exploradores.
—No, no. Realmente es un viaje personal. Voy yo solo.
—Negocios, sin duda. De Tiffany’s van mucho por allí.
Pero Jonás ya no contestó, y el dibujante se puso a enseñarle el taller, que
era muy grande, y no se sabía dónde poner los ojos de tanta hermosura que
allí había. Porque, por lo pronto, allí había algunos mapas y planos que se
estaban secando porque estaban recién pintados, y había un letrero grande que
decía: OJO CON LA PINTURA. LAS MANCHAS NO SE QUITAN.
—Yo siempre pinto con pinturas eternas —dijo el dibujante, explicando el
letrero.
Todos los planos y mapas estaban ordenados por temas, Jonás le iba
preguntando:
—¿Y éste?, ¿y éste?, ¿y este otro?
—Éstos son mapas de los caminos de Oriente, y ésas son tres ciudades de
allí, que son muy hermosas, pero no se las recomiendo. No son un escondite
seguro. En cuanto allí llega un forastero, comienzan las cavilaciones y las
investigaciones hasta que se descubre de dónde viene, qué hace, y quién es.
De ventana a ventana, y luego en el mercado o junto a las fuentes y
manantiales vivos, no se hace otra cosa.
—¡Ah, pues entonces, no! —dijo Jonás.
Y añadió sin querer, porque se mordió los labios enseguida:
—¿Y se sabe de esa otra ciudad de Tarshish si allí hay espías de lo Alto?
—¿De las montañas? —preguntó el dibujante y se contestó a sí mismo—:
¿Cómo no? Allí hay agentes secretos del mundo entero, pero es cosa para
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entre poderosos, y si no se dedica uno a la política, ni se entera.
Y comenzó luego a andar muy deprisa el dibujante hasta que llegaron a un
mapa que estaba colgado, y, tal como parecía, era una gran mancha azul con
una especie de cabeza de una tierra en la parte de abajo, y una especie de cola
de otra tierra en la parte de arriba, y el azul era maravilloso, y hacía que los
ojos de los que le miraban se pusiesen a navegar por él. Y el dibujante,
señalando la cola de la tierra de arriba y la cabeza de la tierra de abajo, y una
ciudad que estaba en ésta pintada, dijo:
—Esto es Jope, adonde irá usted a embarcar, y la costa en forma de cola
de allá arriba es la «Tierra de los Conejos», y esa ciudad que ahí está es
Tarshish. ¿No ve los tejados plateados?
—¿Es que son de plata?
—No. Pero como si lo fuesen las noches de luna, ya le digo.
—Y éste es el «Mar Nuestro» —añadió señalando la gran mancha azul—.
Tranquilo como la mirada de un pájaro, y una sonrisa innumerable.
—¿Y esos niños que soplan desde las cuatro esquinas?
—¡Ah, señor! Ésas son las figuraciones de los vientos. Vientos buenos y
apacibles, y vientos malos y terribles. Y aquí están también en medio del azul
los avisadores de algunas islas; porque algunas son hermosas e increíbles
como los restos del Edén, que muchos dicen que van flotando por los océanos
y los mares, o quizás bajan hasta sus profundidades, porque unas veces están
y otras no están, aunque también otras veces son fijas.
Pero también había islas traicioneras, según decían, explicó el dibujante,
en las que crecen las plantas para excitar o apagar el amor, y que estas plantas
son hermosísimas, y algunas gritan cuando se las arranca o se las corta; pero
cuando los mercaderes ya las han recogido y se disponen a volver, la isla se
hunde de repente porque en realidad no era una isla, sino la espalda de un
gran pez, o isla de las que se mueven. Y había islas cuyos habitantes vivían en
casas de cristal, y una isla sobre todo que era serenísima, en la que estaba la
fuente de las Aguas de la Razón, aunque pocos la habían visitado, y, si lo
habían hecho, habían muerto al poco tiempo de la melancolía que producía el
razonamiento.
—No puede ser —dijo Jonás—. Ésas son idolatrías.
El dibujante egipcio sonrió, y contestó que él pintaba esas cosas porque
eran bonitas, o también las que eran terribles, como algunas veces los lugares
donde algunos animales marinos decían que daban gritos horrendos de
escuchar porque helaban la sangre; y estaba también la isla de las Hijas del
Agua, a la que no se acercarían en muchas millas; y ya le prevendrían a
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tiempo de que debía llevar cera o barro para taparse los oídos cuando pasasen
cerca de ella, para no oír el dulce canto de aquellas engañosas mujeres que
había allí, aunque de medio cuerpo para abajo eran como pescados…
—Así deberían ser todas las mujeres —dijo Jonás en un pronto.
El dibujante le miró intensamente con sus ojos almendrados, y luego, tras
un silencio en que parecía que había estado rumiando la propuesta de Jonás,
comentó:
—Una opinión minoritaria seguramente, si me permite decírselo, señor.
¿Cómo la justificaría, si se lo pidieran?
Jonás se ruborizó, y no se atrevió a decirle al dibujante que, en realidad,
tal era la opinión de su mujer, aunque respecto a los hombres y los hombres—
caballo; lo que cambiaba la perspectiva de las cosas; pero tendría que entrar
en muchos detalles, en una discusión muy escabrosa, y se mantuvo en
silencio; y el dibujante siguió enumerando los peligros del mar.
—Ya he oído hablar de un terrible pez que se llama ballena —dijo Jonás.
—Ésas también son fantasías de los exploradores, y una de tantas
mentiras que nos cuentan acerca de sus hazañas. En este Mar Nuestro y
Tranquilo no hay ballenas, salvo si, navegando a la deriva, alguna perdiese el
rumbo desde las aguas frías.
—Pero el jefe de los exploradores me mostró el horrible muñón de la
pierna que le había arrancado una feroz bestia de ésas.
—Eso dice a todo el mundo, pero no haga caso. Nunca se sabe dónde
puede dejarse una pierna un aventurero de ésos.
Así que debía olvidar los cuentos que le habían contado aquellos
mercaderes-exploradores. Lo único que precisaba tener en cuenta para el viaje
era que necesitaría mucha paciencia. El Mar Nuestro era como una laguna
grande, y se encrespaba rara vez, aunque también le aconsejaba que, por si
acaso, llevase alguna pócima contra el marco; pero desde luego era un mar
grande, grande y fascinante. O sea, que realmente era muy grande y de por sí
se tardaba en ir de costa a costa un año en ese viaje a Tarshish, pero también
era, además, que a veces ocurría que sus azules y sus verdes, sus naranjas y
sus colores de plata, o también los rojos y dorados, fascinaban a los marineros
mismos, que se quedaban embobados mirándolos, y ni remaban siquiera.
Como los que se pusieran a contemplar la nieve o a contar las arenas del
desierto sin moverse, si se hacía una comparación.
—Por eso pongo en el mapa esos avisos de apariencias y engaños —
concluyó el dibujante señalándoselos con el dedo.
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Y no sólo son leyendas, sino figuras para que atraigan la lectura: ¡OJO,
SIRENAS!, ¡OJO, AZULES Y VERDES MOVEDIZOS!, ¡OJO, ISLA DE LOS ARGONAUTAS!
—¿Y estos señores quiénes son? —preguntó Jonás.
El dibujante egipcio dijo que era la historia más complicada del mando,
un verdadero laberinto de intereses, amoríos, venganzas, y viajes para acá y
para allá, en busca de una piel de carnero que decían que era de oro, o no se
sabía bien de qué; pero en resumidas cuentas se trataba de un barco de alta
velocidad. El dibujante pensaba para sí que era un yate de clase alta, y los
argonautas unos niños bien que se pasaban la vida haciendo surf y corriendo
jovencitas; en realidad, dándose la gran vida como los de Nínive. El jefe de
ellos no llevaba más que una sandalia en un pie, y el otro lo llevaba descalzo,
y ya se estaba poniendo eso de moda también por estas tierras, como antaño,
en los tiempos de Ur, un pendiente en una oreja y la otra sin nada. El caso era
hacer lo contrario de lo que se había hecho siempre.
—Ese barco de alta velocidad me vendría bien —dijo Jonás
melancólicamente.
—Sí, pero no puede ser. Es propiedad privada, ya le digo; una
embarcación para regalo de sus propietarios, y ésos sí que se ponen de Jope a
Tarshish en un abrir y cerrar de ojos. Pero siempre ha habido pobres y ricos,
señor Jonás. Usted que es profeta debe saberlo mejor que nadie.
Jonás empalideció, y tartamudeando explicó:
—Pero yo sólo soy un profeta muy pequeño, casi nada de profeta.
—Pero tiene un bastón de plata muy bonito. No creo yo que lo tengan
todos los profetas, y además es egipcio como yo. ¿Lo compró en Tiffany’s?
—Sí, sí —contestó Jonás.
Pero estaba desolado. ¿Sería quizás que el mundo era tan pequeño que se
sabían todos los secretos?
Y, como si adivinara su pesadumbre, el dibujante echó un cable a su
desmoronado corazón, y dijo:
—En Tarshish estará seguro, desde luego. Está en la otra punta del
mundo. Más arriba de Tarshish, está el Fin de la Tierra; pero mucho más
arriba. En medio hay un bosque impenetrable, que es donde deben de estar los
conejos.
Así que se alegró un poco el corazón de Jonás, y se fue rápido a hacer sus
preparativos de viaje. No quería perder ni un momento.
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IV
LA DESPEDIDA
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Calló un instante mientras seguía ajetreado, buscando algo por la estancia,
y añadió:
—Quizás esté fuera un tiempo. Son asuntos muy complicados.
—Seguramente un encargo.
—En cierta manera, sí, pero no; no se trata de ningún encargo.
—¿Que no vas a hacer lo que te encargan desde lo Alto? Estás loco si
desaprovechas la ocasión de un ascenso. ¿Cuánto tiempo hace que no te
encomendaban nada? Si lo hacen de nuevo ahora, es que aún tienen confianza
en ti.
Y entonces Jonás, que comenzó diciendo «es que» como para explicar
algo, preguntó como si se le ocurriera de repente:
—¿Y cómo es que sabes tú lo del encargo?
—El texto dice: «Serán una sola carne» —contestó Micha.
—Sí, pero no unos mismos papeles ni unos mismos secretos
profesionales. Y, además, se necesita tener una competencia especial para
saber lo que dice un mensaje, porque a lo mejor dice Nínive y quiere decir Ur
o Babilonia, o Tarshish.
—¡Pues qué difícil!, ¿no?
—Naturalmente que es difícil entender un mensaje cifrado. ¿O es que
creías que yo iba a dejar ahí en el arca un mensaje claro y neto que lo pudiera
entender cualquiera?
Y añadió:
—Volveré en cuanto pueda. ¡Cuidad del jardín! Traeré un regalo.
Y ni siquiera la dio tiempo a reaccionar, a Micha, pero sonrió, y dijo a sus
esclavillas:
—Éste está aquí antes de la luna nueva, y ya es solamente una hoz de
plata en el cielo.
Jonás debió de oírlo, pero eso sirvió para que su corazón volviera a
encogerse, porque lo que tenía él como lo menos claro del mundo era que
volvería algún día a ésta su tierra, y así iba despidiéndose de hasta los
hierbajos de aquel rincón en el que había vivido; y sobre todo del ricino que
tenía en su jardín, y que ahora aparecía como un dibujo negro sobre fondo
oscuro. Allí, cerca de él, en un cántaro soterrado guardaba él sus escrituras.
Miraba de vez en cuando hacia atrás, según hacía camino, y veía cómo
primero la casa, y luego el pueblo entero, se hacían cada vez más pequeñitos,
y se difuminaban más en la noche; así que aligeró el paso. De vez en cuando
dirigía sus ojos hacia el cielo, y en cualquier otra ocasión del pasado hubiera
rezado una oración, pero ahora tenía mucho cuidado de no hacerlo, porque
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eso sería llamar la atención de lo Alto, y toda su salvación estaba en pasar
inadvertido, y que se olvidaran allá arriba del mensaje y de que se lo habían
enviado, porque ¿acaso no había dicho al mensajero desde el primer momento
que el mensaje no era para él? ¿Qué culpa podía tener él de que, pese a esa
aclaración, se lo dejase allí en el despacho? Quizás era aún posible que uno de
estos días pasara de nuevo el mensajero a recogerlo, y Micha se lo echaría
enseguida de encima sin demasiadas explicaciones, porque en estas ocasiones
solía decir:
—Mi esposo no está en casa, vuelva cuando esté presente.
Aunque trataría de sonsacar al visitante, para informarse bien.
Era ésta una buena costumbre, porque Micha tenía también sus virtudes,
concluía y entonces se dio cuenta de que, pese a todo, ellos eran una pareja
bien avenida; y se emocionó. Era un profeta muy pequeño, y le ocurrían estas
cosas. Todo lo que le ocurría era porque era un profeta muy pequeño; si fuera
un gran profeta ya verían lo que valía un peine asirio Nínive y todos los
Nínives juntos de la tierra. Pero siendo un profeta casi de nada, ¿qué otra cosa
podía hacer sino huir de las complicaciones con pies de gamo? Y entonces se
percató de que realmente no tenía tiempo que perder, y aceleró el paso.
Cuando llegó a donde los mercaderes-exploradores, ya estaba formada la
caravana de camellos que le llevaría hasta Jope.
—¡A ver! —dijo el jefe—. ¡El camello del profeta Jonás! ¡Listo para
montar!
Jonás se quedó paralizado, y no se atrevía a dar un paso. ¿Es que no había
quedado con los mercaderes en que su viaje era de incógnito?, parecía
preguntar con ojos grandes y extrañados. Y entonces el jefe respondió:
—¡Pero aquí le conoce todo el mundo, señor Jonás! ¡No sea tan humilde!
—Yo no es que sea humilde, señores; es que no soy nada, sólo un profeta
muy pequeño que sólo quiere el anonimato, no vaya a ser que mi nombre sea
más grande que mis profecías, y resuene como vanidad en una caverna hueca.
—¡Un profeta! —dijo la gente en un murmullo de admiración.
Y le miraban con reverencia, o con curiosidad; o con miedo y prevención,
pensaba él, como si fuera un mago o un astrólogo, o un chamán, o gente así
de hopalandas y autoridades, y quería gritar que él sólo era Jonás ben Amittai,
de la aldea de Gath-hepher, y que su mujer se llamaba Micha, y tenían tres
esclavillas como hijas de verdad porque no tenían tiempo de tener más hijos,
pero no se atrevió. Nunca se sabía con qué podía incomodarse la gente, de
modo que hizo como si no viera aquellos ojos clavados en él, ni viera sus
bocas abiertas, u oyera el runruneo de cuando salían de ellas los ¡ah! y los
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¡oh! que le sacaban de sus casillas y eran idolatría, porque nunca debía abrirse
la boca así por lo creado. De modo que se arropó bien en su capa, agachó la
cabeza, y, ya acomodado y calentito en la silla de su camello, se adormiló; y,
cuando el día comenzó a anunciarse con su fulgor y su luz daba en el bastón
de empuñadura de plata de Jonás, a la gente de la caravana la parecía que,
aunque aquél iba el último de la fila, la guiaba una estrella.
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V
CAVILACIONES
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había consolidado en su fama y autoridad. Ésta era la queja que le hubiera
gustado presentar cuando se le hizo el encargo de ir a Nínive, el mismo día
que leyó el mensaje mientras andaba con él de la mano, no sabiendo dónde
esconderlo; pero optó por hacerse el sordo. Y éste era el buen camino, porque
a lo mejor también cambiaba de opinión el Señor de lo Alto mientras le
encontraba, y ya no le hacía ningún encargo. Cuando oyó la voz de arriba
mientras leía el mensaje, había rezongado de todos modos:
—¿Qué? ¿Qué dice aquí? ¡Es que no entiendo nada! ¿Quién es, qué
quiere? ¡Ni leo ni oigo nada!
Y no había tenido contestación alguna, ni nuevos mensajes, lo que era
señal de que no se deseaba, efectivamente, que fuera a Nínive, porque ¿cómo
no iban a saber en lo Alto que a él, a Jonás, los ninivitas le habían torcido un
brazo, y hasta le habían dicho que, si volvía por allí, le apalearían con juncos
nudosos, le sacarían la piel a tiras, o le asarían a la brasa como a un cordero?
¿Cómo no iban a saberlo en lo Alto, si lo sabía todo el mundo? ¿E iba a
meterse él en la boca del lobo? Ni lo Alto ni nadie podían pedirle una cosa
así. Pero, por si acaso, él había obrado juiciosamente, haciéndose el sordo
mientras leía sin querer aquel papiro que se desenrolló él solito, sin que él
quisiera leerlo.
A nadie podía echar la culpa, desde luego, de haberse metido en la
profesión que tenía. Él solo se lo había buscado. Siempre le habían atraído las
cuestiones metafísicas, tanto cuando miraba a la hermosa hierba de abril que
luego más tarde, devastada y seca, sería arrojada al horno, como si miraba las
innumerables estrellas o la lámpara de la luna, o los ojos mismos de los asnos
y los bueyes. Y, sobre todo, si pensaba qué sombra tan tenue e inconsistente
era la vida de todo lo viviente, pero en particular la de los hombres, y luego
en aquella biblioteca de Nínive se encontró con opiniones tan encontradas
sobre estos asuntos. Comenzó a decirse que tenía que haber algún misterio en
el mundo para que todo esto fuese como era, y un día oyó una voz, y se dejó
comprometer. Sólo años después, leyendo otro día en el Libro aquella escena
del principio en la que Adán y Eva están tan felices en el jardín, y se les
ocurre hacer caso de la serpiente, se puso a pensar y a pensar, y todo lo vio
claro de golpe. La serpiente tenía que ser entonces una especie de intelectual
metafísico o predicador religioso, porque, apenas se presentó, ya comenzó a
llamarles la atención sobre el asunto del árbol del conocimiento y de la
ciencia del bien y del mal. Lo que tendrían que haber dicho aquellos señores a
la serpiente tendría que haber sido:
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—¡No, gracias! Nosotros estamos muy a gusto y somos muy felices, y no
queremos saber nada de ciencias del bien y del mal, o asuntos del
conocimiento y otras cuestiones por el estilo. Nunca se saca nada de esa noria,
amiga.
Pero quizás ella, la serpiente, los miró con sus ojos fijos de sabihonda, y
lo que habían hecho había sido dejarse arrastrar por la teología y sus
fascinaciones, y pegar con ella la hebra; y luego pasó lo que pasó. El desastre
de los desastres. Hasta comieron de la manzana que ella les ofreció, y que les
pareció tan coloradita e inofensiva, y, cuando se quisieron dar cuenta, estaban
en la calle y sin ropa con que cubrirse siquiera. Menos mal que él, cuando oyó
por primera vez la voz, creyó entender que sólo se le solicitaba para servicios
auxiliares, como pequeño profeta o funcionario subalterno en todo caso, y
entonces pensó que tampoco debía quedar mal con lo Alto, que al fin y al
cabo era lo Alto y se había fijado en él. Pero sin más metafísicas ni ánimo de
hacer carrera, o de adquirir ciencia de ninguna clase; y se le revolvían las
tripas cuando recordaba que su mujer Micha le había dicho, cuando recibió el
encargo último, que cómo iba a desaprovechar esa ocasión de ascenso. Él no
quería ningún ascenso, ni ninguna otra cosa; y esto debería quedar claro,
ahora, hasta en lo Alto, cuando se enterasen de que había huido, porque lo
más seguro era que se molestasen un poco al principio, pero luego desistieran
en vista de su desinterés, y le dejaran de lado. Y con estas reflexiones
tranquilizadoras volvió a quedarse dormido o en duermevela, y se sobresaltó
un poco cuando oyó la voz de que había un oasis, y se iba a hacer una parada,
porque esto era lo peor, las paradas de día para tomar un bocado junto a algún
regato o fuente, o las tertulias de las noches junto a la hoguera. Se hablaba allí
demasiado, y, por lo tanto, también se preguntaba mucho porque, además,
duraban mucho esas charlas: desde que caía el sol más o menos hasta cuando
ya estaba Orión bien alto.
Jonás había decidido que lo mejor, también para estos casos de las
tertulias con sus curiosidades inconvenientes, era hacerse igualmente el sordo,
y asimismo el tartamudo, porque de esta manera desanimaba las
conversaciones con él, aunque también sufría mucho, porque le hubiera
gustado preguntar cosas a su vez, informarse sobre aquellas fascinantes
historias que oía, especialmente sobre Tarshish. Ninguno de los que
componían la caravana iba a esta ciudad, pero algunos habían estado allí ya, y
se hacían lenguas de la vida entre sus muros. Por lo menos la mitad de sus
habitantes eran forasteros de mil tierras, y allí se oían todas las lenguas del
mundo, aunque todo el mundo acababa por entenderse a la hora de hacer y
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firmar los tratos comerciales. Lo único que importaba allí era el comercio, y
nadie se metía en la vida de los demás.
—¡Como debe ser! —dijo Jonás, todo de corrido.
Y los demás que estaban allí en la tertulia se quedaron helados, después
de todo lo que habían oído tartamudear a Jonás, y visto cómo se ponía la
mano en la oreja derecha, o en la izquierda, para hacer pabellón acústico; o
haberle visto también hacer gestos de que no había entendido nada. Y Jonás
también se quedó parado y lleno de confusión, y no sabía qué hacer, y cayó
entonces un grandísimo y embarazoso silencio sobre todos, hasta que
finalmente Jonás dijo:
—Es que a veces tengo ataques de sordera y tartamudez, desde que era
pequeño —pero luego se me pasan.
Y así pasaban las veladas y los altos en el camino que hacía la caravana,
porque, luego ya, Jonás fue libre para preguntar cosas concretas sobre
Tarshish principalmente, y los que conocían la ciudad le confirmaron que allí
el principal negocio era el de la plata, y que de modo especial fabricaban
dioses y diosas, y, naturalmente, pulseras, pendientes, brazaletes y ajorcas,
para las mujeres, y también para muchos hombres, y bastones igualmente,
aunque ellos no habían visto nunca ninguno tan bonito como el de Jonás.
—¿Llamará mucho la atención? —pregunto éste.
—Sí, pero enseguida verá todo el mundo que es de Tiffany’s, porque ellos
mismos, los de Tarshish, mandan mercancía a Nínive, y luego los artistas de
Tiffany’s hacen los diseños. Los de Tarshish no se meten en eso, porque
Nínive es una ciudad que está más a la moda y a los refinamientos, pero la
sustancia de las cosas es de Tarshish.
Jonás se tranquilizó mucho, y vio los cielos abiertos cuando los que
habían estado allí le aseguraron que, si abría una tienda de venta de ídolos, o
de chucherías para las mujeres, tenía el negocio asegurado, y se podía quedar
allí para toda su vida. Días y días se lo aseguraron, y días y días contaron
sucedidos que confirmaban todos ellos.
—¿Y usted no nos cuenta nada? —le preguntaron a Jonás.
—A mí es que realmente no me ha ocurrido ningún acontecimiento
especial.
Pero enseguida se paró un momento como recordando, y añadió:
—¡Bueno! Una vez me retorcieron un brazo a intención.
—¿Quiénes? ¡Qué bárbaros!
—Los de Nínive. Los esbirros del sátrapa. Y, cuando me escapé de allí
corriendo, me torcí un pie, y me hice un esguince.
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—¿Y por qué le hicieron eso?
—¡Qué sé yo! Por nada. No me dieron explicaciones.
—Es que en Nínive —explicó uno de los de la caravana hay mucha
delincuencia de baja intensidad.
—Pero es que los que me retorcieron el brazo fueron los esbirros.
—Porque se metería en política —dijo un anciano que había estado
callado hasta entonces.
—No, no —aseguró Jonás—. Yo sólo dije que hacía bochorno, pero ellos
se ofendieron mucho, porque tenía que haber dicho que hacía frío.
El anciano sonrió, y sentenció:
—¡Pues pura política, amigo mío! ¿Es que no lo ve? ¡Ya se nota que es
muy joven! ¿Es que no ha oído hablar de los profetas antiguos? Abrieron la
boca, ¿y cómo terminaron?
Y en un tris estuvo que Jonás saltase para matizar las cosas. Porque los
profetas antiguos no sólo abrieron la boca, sino que dijeron y escribieron
cosas terribles, y en cierta medida se la ganaron, pero él había sido siempre un
hombre suave y circunspecto. Pero se calló a tiempo, porque no quería dar a
entender que él estaba muy bien enterado del asunto, como que pertenecía a la
profesión, aunque también porque aquel señor mayor seguía hablando de
Tarshish, y ahora decía que allí, al contrario que en Nínive, podía hablarse de
lo que se quisiera, y decir cada cual lo que le venía en gana. Nada importaba a
nadie. Sólo el comercio.
—¡Ah, Tarshish, Tarshish; los mejores años de mi vida! —suspiró el
anciano.
Y concluyó diciendo que él iba a Jope a esperar unas cargas de aceite y
pasas que le enviaban desde las islas, pero que, en cuanto acabase este y otros
negocios que traía entre manos, se volvía a pasar el invierno de uno de estos
años a Tarshish.
—Es un paseo, además. Un paseo por el mar más hermoso del mundo,
manso como un cordero, y con un sol maravilloso. Ya verá como esa túnica
que lleva no le va a hacer falta para nada; quizás algún día en invierno
solamente, o si trasnocha o madruga alguna vez. Tarshish tiene un clima
como el del Paraíso.
Así que, con estas noticias, el corazón de Jonás fue esponjándose, y se
puso a hacer algunos proyectos para su vida allí. Se le fueron muchos ratos en
esas imaginaciones y, casi sin darse cuenta, estaban ya en Jope. Un poco antes
de llegar, el que hacía de guía o jefe se acercó a él, que era el único que iba a
embarcar, aconsejándole que lo primero que debía hacer, sin andar
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entreteniéndose para nada en ver la ciudad, era ir derecho al puerto, y cambiar
el billete que tenía por la teula o billete de embarque en la nave que quisiera
de las dos o tres que saldrían los próximos días. Pero que si le ponían alguna
pega, o surgía algún incordio, no debía dudar en dirigirse a ellos, porque él ya
tenía todo en regla.
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VI
EL EMBARCADERO
J ope no era un puerto muy grande, pero sí muy activo, y, ya mucho antes
de llegar a él, olía a pescado como todos los puertos del mundo,
naturalmente; pero mucho pescado tenía que haber en él, a la vuelta de la
faena en el mar, o a la hora de la venta, para que su olor prevaleciera sobre el
de las maderas preciosas y olorosas, y, desde luego, sobre el olor de las
especias que llegaban a él desde el Oriente lejano, y luego perfumarían las
tiendas de todas las ciudades y aldeas que estaban en las orillas del Mar
Nuestro; de manera que Jonás ni hubiera necesitado siquiera que los
mercaderes-exploradores le hubieran dado señal, en la gran lonja donde
desembocó la caravana, de hacia dónde caía el puerto. El viento que siempre
se levanta del mar llevaba aquellos olores, y era suficiente caminar hacia
donde ellos venían para dar con el puerto.
Pero lo que no pudo evitar Jonás fue pararse verdaderamente maravillado
ante la casa de los baños públicos, que fue lo primero que vio. Era el edificio
un octógono que se remataba en una cúpula, en las paredes había unas
ventanas altas y otras bajas, y la escalera que llevaba a la puerta era
verdaderamente regia. Aunque estaba acabando la tarde, ésta era calurosa y
todavía estaban los baños abiertos, y aún había gente en la sala caldeada por
el vapor de agua, y en las termas; pero enseguida acudieron al salón principal
para charlar con los que ya en él se encontraban, en una gran tertulia en la que
se comentaban las noticias, pero en la que había sobre todo conversaciones
comerciales y políticas. Jonás miraba con mucho interés, y un encargado o
bañista, al verle tan interesado, le dijo que podía visitar las termas si no las
conocía, porque eran dignas de verse con sus baños de mármol. Los que
habían corrido mundo decían que eran los más maravillosos baños que
existían, y las paredes conservaban algunas inscripciones y pintadas o grafitti,
que el encargado aseguró que se respetaban porque eran poemas muy
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hermosos. Y, diciendo esto, le llevó hasta un baño solitario que estaba en un
rincón del recinto, donde en ese instante daba la luz rojiza del sol ya casi
caído, y mostró a Jonás la incisión de unas letras:
—¿Qué quieren decir? —preguntó Jonás.
El encargado se rascó la cabeza, como para avivar la memoria, pidió un
instante de tiempo para recordar, y luego fue casi silabeando:
—Dice: «En invierno y en verano, cerca o lejos; hasta la muerte y más
allá». Es un poema de un amante, hablando con un amor ausente.
Jonás callaba conmovido, y el encargado dijo:
—Dicen que lo compuso un poeta de Tarshish, que escribía en un idioma
raro, pero han averiguado lo que dice.
—Es muy hermoso verdaderamente —comentó Jonás. Y estaba allí con la
boca abierta mirando los signos de las palabras.
Pero el encargado abrió una de las ventanas altas de las termas, y allí entró
denso y suavísimo el olor de las maderas preciosas y de las especias, y Jonás,
aunque parecía que no podía despegarse del lugar, se tuvo que ir, y apretando
el paso. Había en el puerto una multitud enorme verdaderamente, y con las
primeras gentes que Jonás se encontró fue con unos descargadores de madera
de cedro que trataban de poner en tierra enormes vigas arrastradas sobre
rodillos por unos caballos, de manera que tuvo que rodear un trecho. No se
atrevió a preguntar a esas gentes tan absorbidas por ese trabajo, y sólo más
adelante se decidió a informarse de dónde estaban los barcos que iban a
Tarshish, de boca de otros descargadores que portaban grandes vasijas de
aceite, y lo hacían sin prisa y muy cuidadosamente. Llevaban dos o tres de
esas tinajas sobre un tablero, y andaban muy despacio, haciendo varias veces
altos en su camino, y, dejando la carga en el suelo, se ponían a hablar
accionando con las manos como si midiesen con ellas algunas estaturas o
longitudes; pero lo que llamaba en ellos la atención, sobre todo, era su gran
belleza de muchachos rubios y con los ojos azules, y la nariz perfecta y
griega, así que seguramente serían griegos, como el muchacho casi griego que
estaba de cajero en Tiffany’s al que Jonás conocía. Pero el caso fue que, en
cuanto oyeron hablar de Tarshish, todos ellos a la vez le señalaron la última
embarcación que había en la dársena de salida. Él les dio las gracias y ellos
contestaron como a coro:
—Jaire, jaire.
Y como Jonás mostraba con su rostro perplejo que no había entendido, un
joven, también casi un adolescente, que de repente apareció a su lado, le
explicó:
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—Te dicen que seas feliz, que seas feliz.
Y luego se presentó a Jonás. Dijo que era judío, y que vivía no lejos de
Jope, y bajaba todos los días al puerto para hablar idiomas, porque se estaba
preparando para hacer de mensajero o embajador, y ya sabía griego y hebreo
naturalmente, pero además algo de sumerio y acadio, aunque estos idiomas
eran difíciles particularmente de escribir, porque las palabras eran como un
rompecabezas de clavos, alfileres, o cuñas de hierro de las que se meten en
los troncos de los árboles para abrirlos.
—¡No crea, joven! Es una escritura muy interesante, y esas cuñas clavan a
veces en el alma lo que dicen.
El muchacho sonrió, como si de repente hubiera dado con un verdadero
maestro en esas lenguas y literaturas; y, de repente, se le iluminó el rostro, y
dijo, mostrándole una llave:
—Esta llave se le ha caído según venía andando, hizo un ruido como de
cristal. Tiene que ser una llave de una alcancía de secretos.
Jonás reconoció la llave de la arquetilla en la que tenía guardadas sus
escrituras —sobre todo una sobre el cuervo y la paloma que Noé soltó del
arca, que no le había dado tiempo a guardar en el cántaro enterrado junto al
ricino, y en la que venía trabajando hacía muchos años—, y también tenía
papiros en blanco y alguna tela para estuche de rollos muy hermosa, y, al
fondo del todo, el mensaje que había recibido; así que se quedó
desconcertado. Sostenía la llave en la mano y la daba vueltas y vueltas,
porque de repente le parecía oír con más fuerza lo que los cuervos siempre le
habían dicho, cuando los había consultado su opinión para redactar su tratado:
—¡No seas una cándida paloma, Jonás! Noé soltó a nuestro abuelo del
arca porque sabía que nadie es mejor informador que un cuervo.
Y le aseguraron que el cuervo se percató enseguida de que el diluvio era
cosa de nada, y que en lo Alto pudiera que hubieran estado muy enfurecidos,
pero se les había pasado pronto, porque Allá Arriba son así, y aquello había
sido como un aguacero de verano. Y así se lo dijo a Noé, pero éste, influido
por alguien de su familia, o porque a lo mejor no era ésa la noticia que quería
oír, decidió que éstos eran informes falsos y suposiciones infundadas, y soltó
a la paloma, luego, en busca de otras informaciones más seguras. Pero ya veía
Jonás que el cuervo había tenido toda la razón, porque la paloma se encontró
enseguida un olivo florecido. Y ya había peonías mucho antes.
—¡Qué bonitas las peonías! —dijo Jonás como despertando de un sueño,
o dejando allá dentro de sí la conversación con el cuervo y las peonías.
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Y ese recuerdo de su estudio sobre el cuervo del arca le convencía ahora
mucho más de que debía huir, y no hacer caso de lo Alto, que enseguida se
desdeciría de lo que iba a hacer con Nínive.
¿Y quién llevaría las de perder? ¡Pues Jonás, como siempre!
Pero, como aquel muchacho estaba mirándole con la boca abierta, como
los hijos de la cigüeña o de la golondrina cuando ellas les llevan la comida, le
dijo:
—¡Gracias, gracias, muchacho!
El joven sonrió de nuevo, clavó luego su mirada en Jonás, y le preguntó
con una voz muy dulce y humilde:
—Estoy hablando con el profeta Jonás, ¿verdad?
—No, no. Se ha confundido, joven. Yo, en realidad, no conozco a ningún
gran profeta que se llame Jonás. Lo siento.
—Es imposible que me haya confundido, pero, si es que viaja de
incógnito, no se preocupe, que no diré nada a nadie. Estoy acostumbrado a
guardar secretos.
Y entonces hizo un ademán como el de cerrar su boca con dos dedos,
como si fuesen la argolla de un candado.
—Viaje profesional, en realidad —dijo Jonás—. A veces no hay más
remedio.
A Jonás le pareció entonces que el muchacho se había sonreído todavía
otra vez, aunque ahora con un poco de ironía, pero no dijo nada, y así fueron
andando en silencio hasta donde estaba la embarcación que iba a salir para
Tarshish, y el joven se apartó discretamente. Jonás comenzó entonces la
negociación de su billete de embarque con aquellos marineros, y el capitán le
contestó que era el único viajero que podían llevar porque el barco iba
atestado de mercancías, especias, algunas maderas y pistachos, y que le
agradecía que sólo llevase una bolsa de viaje como equipaje; y luego le
preguntó si tenía buen estómago y no era remilgado con las comidas, porque
en un viaje tan largo tendrían que comer de todo, y especialmente mucho
pescado, tanto fresco como salado.
—¡Bien! —contestó Jonás—. No hay inconveniente.
—¡Pues trato hecho! No tardaremos en zarpar.
Y, en ese momento, sacó el capitán de su bolsillo dos planos: uno el que le
había dado a él, a Jonás, el dibujante egipcio, y él había entregado a los
mercaderes-exploradores; y el otro, que era el mapa del cielo; y, mirando éste,
dijo:
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—Este astrónomo debe de estar enamorado. Ha vuelto a poner el rostro de
una chica en la Estrella guía del cielo.
Y, en ese momento, el mocito, que parecía abstraído mirando los barcos,
se acercó, y explicó:
—Es el rostro de una hija muy joven que se le murió.
—¡Ah! ¡Entonces sí es la guía! —balbució el capitán volviendo a mirar el
mapa.
—Y tú ¿quién eres? —preguntó el capitán al muchacho—. ¿Cómo es que
sabes tantas lenguas?
—Es que voy a ser mensajero o embajador —replicó el muchacho.
Y entonces el capitán se dirigió a Jonás, y le comentó que no sabía lo que
pasaría con estas generaciones jóvenes. A su edad, él ya había hecho dos
viajes por lo menos a Tarshish, y ya se ganaba la vida; pero estos mocitos no
querían trabajar, sólo querían hacer carreras de mucha palabrería como
mensajeros o poetas, o profetas. E irse a vivir a Nínive. El caso era no dar
golpe, no hacerse daño trabajando.
—¿No está de acuerdo? —preguntó.
El joven rió, mirando alternativamente a Jonás y al capitán, y éste se
sonrió, pero Jonás no pudo aunque lo intentó, porque en los oídos de sus
adentros resonaba una y otra vez la palabra «mensajero», y se preguntaba: ¿y
si el mocito fuera un mensajero-espía de lo Alto y le frustraba el viaje? Se le
veía a Jonás nervioso, y el capitán le hizo observar lo adelantada que iba la
carga de la embarcación, y lo bien que olía por las especias que llevaban a
Tarshish, y, antes, también a otros lugares. Un viaje con especias era como un
viaje por el jardín mismo del Edén, y aseguraba la cocina más sabrosa; y la
confortación del cuerpo y del ánima, si alguien desmayase.
—Así que un poco de calma; y enseguida nos vamos.
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VII
LA PLÁCIDA NOCHE
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andaba sobre alcatifas o quizás era que los mensajeros de lo Alto le llevaban
en volandas, y se aterró ciertamente.
Porque se acordó entonces de que el profeta Elías había sido arrebatado en
un carro de fuego, y no podía saber con certeza si aquellas estrellas no eran
sino los incandescentes ojos de lo Alto que no sólo le vigilaban, sino que
podían precipitarse sobre él como los caballos de los bandidos se presentaban
a robar esclavillas dando gritos al amanecer, para raptarle, y llevarle a la
presencia del Innombrable; y se encogió su alma. Pero sólo fue durante un
instante, porque aquel desierto de agua era más solemne que el del suelo, y las
celestes luminarias alumbraban más cerca, como componiendo una plateada
techumbre, y luego, de repente, parecían ocultarse muchas de ellas, dejando
que otras pudieran ser unidas como con un hilo de cristal por la imaginación
de los hombres para formar las constelaciones, tan solícitas amparadoras de
ellos desde los tiempos más antiguos: Orión, las Pléyades, la Osa, el Ataúd de
Job[4], que allí descansaba; un perro o una liebrecilla; y la gloria de los lirios
blancos, o la leche derramada en los palacios de allá arriba que era la Vía
Láctea, su resplandor en suma.
—¿Se oyen gritos de pájaros marinos? —preguntó Jonás, apenas estuvo
en cubierta.
—No —contestó el capitán—. Es que, en las noches de la mar, se ven y se
oyen cosas que no existen.
Ya se convencería de ello enseguida, añadió luego; porque tendrían que
pasar otros diez días con sus noches antes de que anclasen en el primer
puerto. Lo que debía hacer Jonás, ahora, era volver a su camarote, y dormir.
Quedaban aún trescientas jornadas para que apareciera Tarshish, toda blanca,
como una gran gaviota descansando. Aunque, en realidad, todos los puertos o
atracaderos donde anclaran tenían detrás de ellos una ciudad o una aldea
blancas. El Mar Nuestro, tan azul, tenía esos ribetes de blancura inmaculada,
y era pacífico y tranquilo, así que era como si durmiese sobre ellos. Aquí no
había chacales hambrientos como en las noches del desierto, ni tampoco
escorpiones que introdujeran a traición la muerte hasta en las mismas tiendas.
No había monstruos marinos en un mar tan sereno y apacible.
—¡Descanse y duerma! —dijo el capitán—. Tiempo le quedará para saber
lo que es el mar.
Pero como Jonás parecía ausente, con los ojos fijos como buscando
alguna estrella que le protegiese, le preguntó:
—¿Tiene insomnio o pesadillas?
—No, no.
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—¿Y pesares del ánima?
Jonás no contestó, y el capitán siguió preguntando:
—¿Y se marea?
—Algo.
—¡No crea que son siempre mareos cuando perdemos pie!
Y entonces le contó que él también, de muchacho, cuando comenzó a
hacer la mar, creía que se mareaba, pero que un hombre de mar griego le
explicó que una cosa era marearse por desarreglo de los humores en la
cabeza, y otra el perder pie, no tener suelo, y que el mundo girase como una
pelusilla de árbol tanto en los afueras como en los adentros, cuando se tienen
dudas y agonías. Entonces no quedaba por hacer otra cosa sino acurrucarse y
cerrar los ojos, porque entonces se estaba desamparado, en vilo; o colgando
de una hebrilla como la que fabrican las arañas para bajar a tierra.
—Sí, sí —dijo Jonás con mucha melancolía, pero también muerto de
sueño.
Sonrió luego al capitán, y comenzó a bajar las escalerillas de la bodega
hacia su litera, pero todo estaba muy oscuro, así que tenía que ir tanteando; y
ya estaba cerca del rincón de las literas cuando, como sobresaliendo o
celándose detrás de aquellas inciertas sombras que eran los bultos de las
mercancías, vio dos inmensos ojos, redondos, verdes, y fosforescentes, que le
miraban como interrogándole, y dio un respingo hasta topar con otro cuerpo
humano, el de uno de los marineros que estaba allí cerca, tendido en una
estera, porque ahora debía dormir y levantarse más tarde contra la mañana,
para su guardia. Soltó éste una risita, y luego dijo:
—¡No se asuste! Es un búho. Son muy prudentes y pacíficos; los
silenciosos vigilantes de la noche.
Y le contó a Jonás que, durante algún tiempo, había tenido como
compañero y mascota a un cuco, pero que a los capitanes y a la mayoría de la
tripulación no les gustaban estos pájaros, no porque no tengan cresta y anden,
sin embargo, como emperadores, sino porque con su cu-cú se ríen de las
personas casi siempre, o como si con ellos se llevara a la conciencia despierta
todo el tiempo o ellos la despertaran, y así no se estaba nunca tranquilo en su
presencia. Y luego añadió que además no vigilaban, ni se sometían a la
disciplina del barco.
Jonás también se rió un poco, pero de todas maneras no parecía fiarse de
aquella mirada tan fija y tan cercana que tenía el búho, porque parecía la de
un filósofo burlón, o a lo mejor la de un espía que podía preguntarle adónde
iba, de qué huía, e informar luego a la tripulación de algún modo, con algún
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gruñido, movimiento o parpadeo. El mundo era muy grande y desconocido, y
nunca se sabía a qué atenerse, así que se fue rápido a su litera, se subió a ella,
se tapó hasta la cabeza, y se volvió contra la pared de la embarcación. La
litera estaba más baja que la línea de flotación, y Jonás se percató de que el
silencio que en el mar había era doble que el silencio del desierto; aunque
quizás ni le dio tiempo a ello, porque enseguida se durmió profundamente.
Los marineros en cubierta vieron que estaban bien firmes en su esfera de
cristal oscuro todas las estrellas de bonanza. El barco iba por sí solo, y
entonces algunos de ellos hasta echarían una cabezada de sueño, incluso
estando de pie. No había ni un balanceo en la embarcación. El cachorrillo de
la Osa misma estaba como echado y durmiendo tranquilo allá en el cielo; y no
había señal más apacible.
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VIII
INDAGACIONES
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y tras un estudio de toda la clientela de la Tiffany’s se llegó a la conclusión de
que ninguna mujer había hecho tal pedido.
—Es evidente y claro como la luz del día —dijo el cajero, reprochando su
incompetencia a los empleados— que una mujer hubiera encargado dos
pendientes y no uno. ¿O es que tienen algo en contra de que un varón use un
pendiente? Hace siglos, en los tiempos de Abraham de Ur, ya se usaba.
Pero la nueva generación, que ya no era capaz de estas dialécticas, y no
sabía nada de historia, no sabía quién era Abraham; y ni siquiera la sonaba su
nombre.
—Pero yo, aunque sea también joven, sí lo sé. Y también sé
perfectamente, aunque no sea cosa de mi departamento, quién es el muy
honorable señor que nos hizo tal encargo. Así que yo me ocuparé del asunto
personalmente.
Desde luego, la educación había dado un enorme bajón en Nínive, y sólo
eso explicaba que aquellos empleados de una firma como Tiffany’s no
hubieran dado inmediatamente con la identidad del cliente en cuestión,
porque era tan fácil como traducir «Paloma, hijo del Verdadero» al hebreo. Y
judíos había en Nínive, pero la cosmopolita ciudad, un emporio de riqueza,
gran vida, ocio, deportes, orgías, y luego curas de adicción a todo eso,
mostraba el mismo espíritu aldeano de todas las ciudades cosmopolitas del
mundo, que se sentían el ombligo de éste y no eran capaces de mirar en torno,
y si mirasen no se enterarían; y así la realidad les pasaba inadvertida, e
invisibles quienes no eran ninivitas, si es que no los consideraban bárbaros e
incivilizados, o, como se decía en Nínive, verdaderamente impresentables, o
que no se podían poner en un escaparate, ni concurrir a un concurso de
ingenios literarios, o pasarse por una pasarela de hetairas, como decían los
comerciantes griegos. El dueño mismo de Tiffany’s era judío, pero, como
tenía la mejor tienda de Nínive, y era rico, ninivita parecía. Sólo el cajero de
la Casa sabía que tenía su vida secreta de judío, y que, cuando venía un judío
a su tienda, tenía como un sentido especial que le advertía de su presencia, y
salía a atenderle él mismo, y luego le hacía una sustancial rebaja, como había
ocurrido cuando Paloma, hijo del Verdadero, se había comprado un bastón de
plata digno de los faraones. Pero él, el cajero, no podía abrir la boca, y
tampoco quería abrirla porque, aunque su padre era edomita y medio griego,
su madre judía era hermana del dueño de Tiffany’s, y él sabía muy bien lo
difícil que era para un judío vivir allí, porque lo que no era, en aquella ciudad,
una casa de baños, o de juego o un lupanar, era una tienda de ídolos, y el
nombre del Innombrable, YHVH Dios, ni siquiera era conocido, mientras se
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adoraba hasta a los gatos, como los egipcios. De manera que él mismo se
encargó de avisar al cliente Paloma, hijo del Verdadero, o Jonás ben Amittai
en hebreo, de la llegada del pendiente; y envió inmediatamente un mensajero
a su casa.
Y llegó allí el mensajero preguntando por Jonás ben Amittai; una
esclavilla le entreabrió la puerta, y él dijo que traía un mensaje para aquél, y
entonces se oyó desde otra habitación la voz de la señora de la casa que
contestó con mucha energía:
—Está en paradero desconocido.
Pero luego, enseguida, apareció allí, y preguntó:
—¿Quién te envía?
—Amigos —contestó el mensajero.
—¿Un amigo o una amiga?
—No lo sé, señora. A mí sólo me dicen que lleve y diga esto o lo otro, y
yo lo llevo y lo digo.
—¿Y quién te lo encarga?
—El jefe de los mensajeros. Yo estoy empleado de meritorio en una
mensajería.
—¡Pues yo soy la esposa de Jonás ben Amittai! ¡Muéstrame el mensaje!
Pero el mensajero objetó que a él le habían dicho que entregara el mensaje
en mano a la persona para quien era, y a nadie más.
—¡Pues aire, hijo! Ya estás aquí de más. ¡Ve a buscar a ese señor a donde
esté!
Y el pobre mensajero había vuelto con las orejas gachas.
¿Estás seguro de que la señora dijo que el señor estaba en paradero
desconocido? —le preguntaron en la mensajería, y luego el cajero de
Tiffany’s, al volver de su misión.
Era extraño había que tomar una determinación pensó el dueño de la
joyería.
—Porque aquí pueden suceder dos cosas, y no sé cuál será peor de las
dos. O Jonás tiene una amante muy sofisticada, que sólo quiere llevar un
pendiente para protestar contra el machismo ambiental, o anda en asuntos de
profecías y de lo Alto. ¡Bendito sea el nombre del Bendito!, y ¡va apañado
Jonás en cualquiera de los dos casos! ¡Pobre Paloma, hijo del Verdadero!
Lo que había que hacer enseguida eran investigaciones, pero ¿cómo hacer
investigaciones verdaderas en una ciudad donde todo era mentira, y todo
estaba al revés de la naturaleza? Los viejos eran como mozalbetes sin sentido,
los jóvenes tristes como viejos acabados, las mujeres querían ser hombres, y
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los hombres mujeres; a las cosas de una fealdad horrible se las llamaba
hermosas, y las cosas hermosas se despreciaban como el lodo, y en Tiffany’s
habían bajado mucho las ventas, porque gustaban más las baratijas y las
basuras del arte concreto, y de los desechos. La ciudad estaba llena de torres o
zigurats, cada uno más alto que otro, y había quienes tardaban en subir allá
arriba casi el día entero, o, si les llevaban en vilo los esclavos que les subían,
éstos tenían que ser sustituidos por otros cada dos o tres pisos, y muchos de
ellos morían en poco tiempo, y hasta se quedaban muertos en las mismas
escaleras mientras subían a sus amos en sus sillas, o agua y alimentos, o
caprichos. Pero había muchos esclavos, y no importaba que murieran, porque,
además, tenían muchos hijos, porque había premios para los que los tenían, y,
cuando les nacía un niño varón, podían estar tres días seguidos durmiendo
después de comer de una vez todo lo que quisieran. Cuando dejaban el trabajo
tenían que amontonarse en cuadras peores que las del ganado, y, como
alguien hablase de justicia, ese tal no entraba por las puertas de la ciudad, o
era arrojado de ésta. ¿Qué sentido tenía preguntar por Paloma, hijo del
Verdadero, en esta situación?
De manera que el dueño de Tiffany’s decidió que iría con el cajero, su
sobrino, a visitar a la mujer de Jonás para ponerse a su disposición y tratar de
buscar a su marido. Metió una preciosa pulsera de plata y rubíes en su bolsa
de viaje, y partieron. Y largo se les hizo el viaje, sobre todo al principio,
porque siempre habían pensado que Jonás vivía cerca de Nínive, porque,
cuando se le encontraban por allí y le preguntaban que cómo era que había
ido a la ciudad, siempre respondía:
—Pues encarguejos que siempre tiene uno que hacer, y de paso a dar una
vuelta. Y, a la biblioteca, a leer unas escrituras que me están llevando mucho
tiempo.
Esto es, que hablaba como si viviera a dos pasos, y realmente la casa de
Jonás estaba bastante a trasmano pero al fin llegaron, y muy buena impresión
les hizo la casita con su jardín fresquito, al caer la noche casi junto al blancor
de aquélla. Llamaron a la puerta, y el dueño de Tiffany’s no se anduvo con
rodeos, cuando desde dentro la esclavilla portera les preguntó quiénes eran, y
qué era lo que deseaban.
—Moshé ben Sira y su sobrino Lot, de la Tiffany’s de Nínive, y grandes
amigos de Jonás ben Amittai.
La esclavilla les invitó a pasar, y enseguida apareció la señora. Llevaba
puesta una túnica de color azafrán, un cinturón de cuero rojo, unos pendientes
que eran unos elefantitos de lapislázuli, pulseras en las muñecas, y ajorcas en
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los tobillos. Era una mujer de media edad, muy morena, con unos ojos muy
grandes, y estaba algo llenita.
—¡Señora! —dijo Moshé ben Sira.
Presentó a su sobrino, y ella les invitó a sentarse.
—Venimos por una deuda —dijo Moshé ben Sira.
Micha abría la boca, pero parecía que no podía articular palabra, y como
si la faltara aire y se asfixiara, pero finalmente pudo decir:
—¿U-na de-u-da?
Pero enseguida se rehizo y comenzó a explicarse:
—¿Una deuda? ¿Será posible que mi marido haya contraído deudas y no
las haya pagado? ¿Será posible? Todo es posible con este hombre, señor. ¿Y
cómo podría pagarla yo ahora, si no tengo recursos suficientes?
—Está muy hermosa y muy elegante, señora; si me permite decírselo —
terció el cajero, sobrino de Moshé ben Sira.
Micha les ofreció dátiles de varias clases, y agua del pozo más profundo,
y Moshé ben Sira explicó que, en realidad, no era que Jonás ben Amittai
debiera nada a Tiffany’s ni a ellos personalmente; eran ellos los que tenían
con él una deuda de amistad, porque, además, muchas veces les había
profetizado sucesos muy ventajosos que luego se habían cumplido al pie de la
letra.
—¡Así que acertó! ¡Ya es curioso y raro!
—Acertó plenamente, señora; y nunca pudimos agradecérselo, porque
siempre nos rechazó cualquier regalo.
Y sonrió luego Moshé ben Sira, pidió a su sobrino que extrajese del bolso
de viaje la pulsera, y dijo:
—Pero ahora se lo podemos ofrecer a su esposa. Ni la reina de Saba pudo
llevar una pulsera como ésta nunca. Nos gustaría que la aceptase; Jonás ben
Amittai no quiso aceptarla; nos dijo siempre que no se lo permitía su honor
profesional.
—¡Ja con el honor profesional! ¿Y el bastón de plata, que debía de valer
una fortuna?
Moshé ben Sira aclaró:
—Se le hizo una rebaja, desde luego, pero lo pagó. Y también habló de su
dignidad de profeta.
Parecía muy divertida Micha, pero de repente dio un giro total a la
conversación y comenzó a manifestar su inquietud por este último viaje tan
extraño.
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—¿Quiere saber realmente dónde está? —preguntó de súbito el joven Ben
Sira.
Y su tío añadió a seguido:
—Nosotros le hemos seguido la pista hasta Jope. Nos resta por saber qué
es lo que hace allí, y con quién trata.
—Una cuestión de amores, ¡como si lo viera! —dijo Micha con despecho.
—¡Ojalá fuera así, y no cosa de lo Alto, si me lo permite!
Y Moshé ben Sira explicó enseguida que al menos no se tenía noticia de
que nadie jamás hubiera quedado cojo y herido de por vida en su ciático y en
su alma, como Jacob cuando luchó con el Ángel, por tener una aventura
amorosa.
—Cojo no, pero idiota sí —matizó Micha—. ¡Ojalá se lo trague una
ballena!
—En el Mar Nuestro no hay ballenas, señora. ¿Sabe lo que es una
ballena?
—No; pero Jonás decía siempre cuando le salían mal las cosas: «¡Ojalá
me trague un monstruo marino, y me lleve a los confines de la tierra!». Pero
¡seguro que disimulaba y tenía proyectado el viaje con alguna joven ninivita!
Tanto viaje a Nínive y un bastón tan hermoso no tienen otra explicación.
Entonces Lot, el cajero de Tiffany’s y sobrino de Moshé ben Sira, estuvo
a punto de hablar del zafiro engastado en plata que había quedado en la
joyería esperando que su esposo lo recogiera, como prueba de que la joya que
había encargado Jonás no era para una mujer, y que Micha se tranquilizase,
pero su tío le cortó la palabra, y luego, apenas salieron de la casa, le reprochó
no sólo su indiscreción imperdonable, sino también el hecho de que él, el
dueño del negocio, estaba rodeado de incompetentes; y él, su sobrino, era el
primero. Porque Jonás ben Amittai había hablado de la Torá como la joya del
Eterno, y ellos habían encargado una joya de piedra y de metal. ¿Es que no
había oído que la amaba porque era como un zarcillo para su corazón? ¿Y no
era él, su sobrino, también un judío? ¿Acaso no estaba obligado a entender?
¿Acaso estaba olvidando la poesía hebrea y lo que había detrás de su corteza?
Y se oían desde la casa, según se alejaban ellos poco a poco, las dolidas
quejas de Moshé ben Sira. Pero no se entendían bien las palabras, y Micha,
toda preocupada y llorosa, bajó de la azotea y comenzó a disponer el viaje
para marchar a Jope; y la preguntaba a la esclavilla que sería su compañera de
viaje:
—¿Y no será que éstos de Tiffany’s se traigan algún negocio con Jonás, y
me hayan regalado la pulsera para sobornarme, y que no abra la boca si
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descubro algo en Jope?
—No lo creo yo, señora. El señor nunca se metería en negocios. Es como
una paloma de inocente —opinó la esclavilla.
—¿Sabes tú desconstrucción acaso? ¡Pues entonces te callas!
Pero sabía Micha que la esclavilla tenía toda la razón, e iba preocupada.
¿Qué podría hacer Jonás en Jope? ¿Trataba de embarcar y desaparecer para
siempre?
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IX
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entonces se miraron y se consideraron perdidos. Acudieron todos a los ídolos
que llevaban consigo, y les suplicaron de rodillas; prometieron, y temblaron.
Pero aquellos dioses de ojos tan grandes, cándidos o terribles, parecía que
eran impotentes, o no querían tener misericordia de ellos. Y fue en ese
momento cuando se acordaron de él, el viajero que no era un marino, y
quizás, si había salido de la bodega hasta cubierta, uno de los golpes del mar
ya le había arrojado a éste, pero de todos modos bajaron a la bodega ya vacía
y desembarazada, y allí estaba durmiendo. Y le llamaron voceando, pero su
sueño era muy profundo, y tuvieron que acercarse a la litera y zarandearle
repetidamente.
Jonás abrió los ojos muy despacio, y vio aterrorizados los de ellos, rojos,
salidos de sus órbitas; y se percató enseguida de que una tempestad estaba
jugando con la embarcación, que parecía que iba a desarticularse en cualquier
momento; y entonces ellos dijeron:
—¿Qué haces tú ahí dormido? ¡Levántate, e invoca a tu dios! Quizás tu
dios se apiade de nosotros y no perezcamos.
Se lo decían a Jonás aquellos hombrones como suplicándole la vida,
mientras él bajaba lentamente de la litera, como cargado con una carga de
plomo sobre las espaldas, pero sobre todo en el ánima. Y, allí orilla, el capitán
decía a otros de los marineros:
—Echaremos suertes, y sabremos por culpa de quién nos ha sucedido esta
desgracia.
Extrajo aquél, a seguido, de su bolsillo unos números babilonios, y
comenzó el sorteo en medio de un silencio lleno de ansiedad, porque cada
quien y cada cual temía ser el señalado, y al fin lo fue Jonás; de manera que
se encararon entonces con él, los unos con ojos asustados, los otros con ellos
llenos de ira, y todavía otros con misericordia en ellos, y le preguntaron quién
era en realidad, cuál era su ocupación, de dónde venía, y a qué pueblo
pertenecía; y Jonás parecía que nunca iba a contestar claramente, porque
cuando comenzaba a hablar tartamudeaba, pero al fin, con los brazos caídos, y
con la mirada baja como quien hubiera sido descubierto como reo de un gran
crimen, dijo:
—Yo soy hebreo, y adoro a YHVH, Dios de los cielos, que hizo el mar y
la tierra firme.
—¿Qué es lo que has hecho entonces? ¿Por qué has huido de un dios tan
poderoso como me dijo el mensajero que huías? Y ahora, ¿qué va a ser de
nosotros? —preguntó a Jonás el capitán.
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Y Jonás dijo tranquilamente que le cogieran y le tiraran al mar, porque él
tenía la culpa de que se hubieran desatado tal viento y tempestad y aseguró
que, si le tiraban al mar, éste se serenaría. Pero le miraban y remiraban, y
dudaban todavía aquellos hombres. Trataron incluso de enderezar aún la nave
y volver a tierra, pero era imposible de todo punto dominar la embarcación, y
entonces, aunque el capitán no había abierto aún la boca, tres o cuatro
marineros cogieron a Jonás, y le echaron al agua como el último y más pesado
lastre, o quizás como la mercancía más engorrosa entre las que llevaban, o
como a un perrillo o a un gatito que al agua se tiran para que se ahoguen,
volviendo la cabeza para no verlos. Y, cuando al fin pusieron en él sus ojos,
se miraron, luego, los unos a los otros, y se dijeron:
—¿Es que acaso tenemos nosotros la culpa? El extranjero y su dios
sabrán.
Y no habían acabado la frase, cuando, al tiempo que se oyó el golpe del
cuerpo de Jonás al dar en el agua, el viento cesó de repente, y el mar parecía
descansar plácidamente después de tanta furia; y ya sólo vieron la cabeza del
profeta que se sumergía, y luego su mano derecha agitando el bastón durante
unos instantes, y después solamente unas ondas en el agua, y que éste, en
medio de aquel nuevo gran silencio, hacía glu, glu, glu, y al fin calló, y su
superficie se tornó lisa como la de un espejo bien bruñido. Y, al volver su
mirada, comprobaron que, aunque habían pensado que estaban ya muy lejos
de Jope, éste aparecía ahí a la mano casi, y el capitán ordenó el regreso,
porque no podrían seguir ya el viaje con la embarcación tan maltrecha, llenos
como estaban de tantas pesadumbres y desconciertos, y porque no tenía ya
sentido ir a parte alguna, aunque pudieran, habiendo tenido que arrojar al mar
las mercancías que llevaban. Pero lo que les atenazaba el ánima era la
posibilidad de que les preguntaran por el viajero, que era un profeta, porque
¿qué podrían decir ellos que pudieran creer las gentes que no habían visto ni
oído lo que ellos habían oído y visto? Quizás les imputaran su muerte. Y con
estos pensamientos tan negros, y un ingente esfuerzo, porque la embarcación
sólo era un desecho, remoloneaban al acercarse al puerto.
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X
LA BALLENA
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mor de alguna deformación profesional, porque ellos eran grandes
profesionales, capaces también de estarse en el desierto años enteros tan a
gusto. Y ya querría también él, Jonás, ser de su condición, pero él era un
profeta muy pequeño, y le perdía la pasión por hablar; no se sentía en su ser si
no echaba una parleta con éste o con el otro, aunque fuese corta, y los baños
le ofrecían buena ocasión para ello; aunque a veces también le gustaba
callarse, mientras el agua con las olorosas sales orientales entraba por los
poros de su piel. Y esto era lo que le parecía ahora, mientras se deslizaba
como por un pasadizo de forma circular, y con las paredes muy acolchadas,
de manera que no importaba que a veces diera en ellas con la cabeza.
Desde luego, había sentido una especie de portazo, como de puertas que
se corrieran de arriba abajo, y luego había sido impulsado, hacia donde estaba
ahora con su bastón en las manos, de una manera violenta y pasando por un
estrecho portillo que se iba haciendo grande para dejarle pasar; y luego fue
descendiendo, pero no como si cayese, sino como si se deslizase por un plano
inclinado como el de un tobogán de juego de los niños; y sólo bastante
después comenzó a dar allí dentro vueltas y revueltas, como las de los
caminos que bajan de la montaña al valle, y las vueltas no acababan nunca.
No veía nada absolutamente, y sólo de vez en cuando llegaba a su nariz un
intenso olor a sal, a pescado, a aceite, y también a algas marinas. Y tenía la
sensación de desplazarse como en una embarcación. Pero no acertaba a
componer ninguna idea en su cabeza.
Tales son los datos objetivos de lo que Jonás sintió y percibió, y tales son
los que el escritor de esta historia, que se ha aprovechado de una
investigación de campo entre los conocidos de Jonás, testigos de los hechos, y
expertos en la mar, y hasta estuvo a punto de querer ser engullido por una
ballena o algún otro animal marino o por marino artefacto de los que
maquinan bajo el agua, ofrece aquí, para que, a partir de ellos, quien lea
pueda hacer la interpretación exacta del lugar donde Jonás estaba. Porque,
desde el principio, hubo enseguida dos grandes hipótesis sobre el asunto. Una
fue la de que a Jonás se lo tragó una ballena, la obra de animal mayor y más
terrible que salió de las manos del Todopoderoso. Ella hace hervir las aguas
del océano, y las expulsa a lo alto, y parece incendiarse en su blancura o en su
coraza plateada, si se acerca a un barco; pero está construida por dentro con
tales hiladas de blanda y dulce grasa que ninguna alcatifa se la semejaría en
blandura, aunque con un golpe de su cola solamente puede hundir, luego, la
embarcación más segura. Mientras que la otra hipótesis supone que, cuando
Jonás cayó al agua, fue recogido por una nueva máquina de navegación bajo
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los mares, de la que se hablaba mucho en los ámbitos científicos y deportivos
de Nínive como nueva invención de los argonautas[5], que también
investigaban la profundidad de los mares en busca del vellocino de oro, o,
según otros decían, con una misión secreta. Esta máquina tenía, por lo demás,
según los que afirmaban haberla visto, la misma imponente forma y presencia
de ballena, ya que la especie de los hombres no puede crear nada y sólo imitar
puede, aunque luego desfigurándolo y pervirtiendo las naturalezas. Y, así,
esos que decían haberla visto e incluso haberse albergado en ella, aseguraban
que el fragor que producían sus puertas al abrirse y cerrarse era como el del
trueno, si se comparaba al abrir y cerrar la boca de la ballena, que sólo
semejaba un castañeteo de dientes, aunque éstos fueran enormes. Mas, por lo
que respectaba al interior de este otro monstruo construido, los testimonios no
iban más allá de mentar el calor y la placidez de sus estancias, el ruido de sus
palas, que tenía en lugar de las aletas, y un ojo que mediante una composición
de espejos podía ver lo que en la superficie de las aguas había aunque nunca
podría ver lo que uno solo de los ojos del animal enorme que en su pupila
retrataba al mundo.
Pero Jonás nunca en su vida había visto una ballena, ni tampoco la nave
de los argonautas que navegaba debajo de los mares, si era que existía y no
era producto de las imaginaciones de los desocupados de Nínive, o quizás
fuera verdad que se tratara de un artilugio de los que buscaban siempre el oro
y el poder con mil extrañas invenciones y engaños. Pero ¿cómo Jonás tendría
parte con ellos? Ni el nombre quería oír siquiera; y se sabía, además, que
tenía prevención contra las máquinas y sus maquinaciones, y que por eso
mismo se había opuesto a que su mujer Micha comprase un horno de barro
con incisiones de maravillosas figuras de plantas hechas a cordel por un
artista ninivita, para asar pescado o carne, en vez de seguir haciéndolo sobre
las brasas. Y, a cuenta de cuya diversidad de opinión y consecuente enfado,
no sólo estuvieron sin hablarse una semana más de las setenta y siete que eran
el número tácitamente convenido para la sanación de sus enojos, sino que
Micha hacía servir tanto el pescado como la carne o medio crudos, o
quemados. Y, cuando Jonás protestaba, decía:
—Con el horno de barro estarían en su punto.
—Así está perfecto —respondía ahora Jonás—, aparentando que estaba
comiendo exquisiteces, y chupándose los dedos después de pedir perdón a
Micha por tal falta de comportamiento en la mesa.
Pero, después de las setenta y ocho semanas de silencio e indiferencia, y
sobre todo de carne y pescado medio crudos o medio quemados, ¿qué podía
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hacer Jonás sino comprar el horno? Aunque un horno era un horno, se dijo, y,
al fin y al cabo, hecho de barro estaba como el hombre. Poca máquina era. De
manera que este testimonio debe ser valorado muy especialmente a efecto de
la discusión de estas hipótesis sobre la estancia de Jonás en la entraña del mar,
allí donde los montes se asientan y los árboles y la vegetación toda hunden
sus raíces, y extraen la savia de su vida. Micha aseguró, muy seriamente y
utilizando todas sus artes desconstruccionistas[6], que nunca Jonás se hubiera
albergado, ni por un instante, ni en la vecindad siquiera de algún artificio
mecánico que tratara de imitar el vuelo de los pájaros o el discurrir de los
peces; y que, si le hubieran obligado a ello, no lo pasaría sin protestar una y
otra vez, y sin repetirlo luego cien días por la mañana y por la noche. Y lo
cierto era que ni queja ni alabanza a máquina había salido de sus labios
referente al hospedaje que en el mar se le había dado, de manera que a sus
ojos, los de Micha, se había tratado de un hospedaje natural de algún pez al
que el Todopoderoso hubiera encargado este oficio como al cuervo el de la
sabiduría, y el de la dulzura al cordero.
Porque, por lo demás, tarde había averiguado ella que la resistencia de
Jonás a comprar el horno de barro, sostenida por muchos argumentos, había
sido una treta, una pura trampa en la que ella misma había caído, porque
luego un día habló Jonás de un horno construido con lentes[7] y espejos
ustorios que había estado experimentando, pero que no daba el resultado
esperado porque no podría usarse sino cuando hacía sol, lo que era un grave
inconveniente. Nunca se sabía a qué atenerse con un hombre como Jonás, que
toda la vida había hecho la alabanza de los báculos naturales de juncos
marinos y, de repente, se había comprado un bastón de empuñadura de plata.
—Imposible deducir nada seguro. No hay manera de desconstruir nada en
este caso —concluyó Micha.
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XI
EL SHEOL
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piedra, cera o mármol, carne llena de turbación y frío. Y entonces apareció
aquel monstruo o máquina, abriendo un surco o estela blancos y brillantes,
como si la mar hubiera encanecido, y cuando aquella inmensa mole o
montaña giró y dio un salto, y fue iluminada por el sol, aquellas gentes vieron
la gloria y el poder de la ballena o máquina del abismo, con el ánima en vilo.
Y, a medida que el monstruo se acercaba a la playa, retrocedían ellas,
espantadas, hasta que también fueron incapaces de seguir haciéndolo, porque
parecían retenidas por un muro invisible a sus espaldas que las entregaba
indefensas a aquel inmenso pez que, de repente, puso su enorme boca sobre la
primera arena, y la abrió como si fuese la gruta innombrable por la que se
baja al Sheol, rosada como la aurora ciertamente, pero defendida por una
formación de lanzas de marfil, como de cien guerreros alineados en dos filas.
Cerró los ojos aquella bestia entonces, se conmovió su garganta, y entre sus
quijadas apareció una figura humana que desde allí se descolgó, mientras el
monstruo, de repente, con los gráciles movimientos de un pececillo vivaracho,
desapareció totalmente en las aguas, pero no dividiéndolas como si las
cortase, sino como si a ellas se amparase jugueteando, y ellas lo cubriesen
amorosamente. De manera que bastante tiempo tardaron todavía en percatarse
del hombrecillo que en la arena de la playa estaba, sacudiéndose de algas su
cabello y su manto, y limpiando luego su bastón para que reluciese. Era
Jonás, que enseguida echó a andar hacia el puerto, desde donde su mujer
Micha corría hacia él un poco, luego descansaba, y, aun antes de llegar a
Jonás, ya le estaba preguntando:
—¿Dónde has estado? ¿De dónde has salido? ¿De qué país vienes? ¿Qué
tienes que ver con ese monstruo? ¿Qué comedia es ésta? ¿Qué compañía son
para un profeta unos ociosos y deportistas como los argonautas? ¿Qué dejaste
a deber en Tiffany’s, que se presentaron a cobrar en tu ausencia? ¿Cuáles son
tus planes para el futuro? Desolada y llena de desconsuelo, como si hubiera
bajado al Sheol he estado yo todo este tiempo, mientras tú has corrido los
siete mares y sus ínsulas.
—¡Y un cuerno! —contestó Jonás muy amostazado.
Pero no se sabe si esto era por las preguntas de Micha, que, siendo tan
íntimas, ésta las estaba haciendo ante el gentío que la seguía y que ya rodeaba
a Jonás, o porque se acercaban ya por allí los porteadores de noticias que
llevaban éstas de un lugar a otro en una vasija con sal para que se conservasen
siquiera un poco, porque enseguida se pudrían, y las tenían luego que
recomponer y sacar lustre. Y los porteadores de noticias le preguntaron:
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—¿Qué se siente en el lugar donde ha estado? Y ¿qué era, vientre de pez o
estancia de artilugio?
—¡Ah! Ésta es toda una pregunta. Ya me gustaría poder contestarla.
—Y ¿cuánto tiempo estuvo allí realmente?
—¡Ah, el tiempo, el tiempo!
—¿Cómo lo empleaba? ¿Qué hacía en ese tiempo? Eso es lo que le
preguntamos.
—Navegar, navegar; ¿qué otra cosa puede hacerse en el mar?
—¿Y tuvo alguna experiencia especial o importante?
—De lo que no se puede hablar no se debe hablar[8], y hay que callar,
amigos míos —contestó Jonás.
Y los porteadores de noticias rezongaron que cómo iban ellos a llevar
noticias de silencios, pero Jonás ya no les contestó porque en aquel instante
vio venir hacia él también al capitán de la embarcación, que sólo repetía:
—¿Estás vivo, pasajero? ¿Estás vivo? Somos inocentes de tu muerte, ¿nos
perdonas?
—¿Qué muerte? —preguntaba Micha.
—Asuntos profesionales —cortó secamente Jonás—. ¿Acaso estoy yo
muerto?
Todo el mundo le pedía explicaciones, incluso un cusita que era albañil y
le había visto descender de la mandíbula inferior de la ballena, más alta que
seis pisos de zigurat, y estaba interesado por saber qué andamio fabuloso o
escala tan ligera y de invisibles escalones o tramos había utilizado.
—Yo creo que un tobogán. Allí todo eran toboganes con el suelo y las
paredes de alcatifas.
Pero Jonás se dio cuenta enseguida de que había sido algo imprudente
hablando así, y dando esos detalles mucho más, porque Micha le preguntó
entonces si eran de plumas o de lana o paja las alcatifas, o quizás hasta de
agua y aceites calentitos como en Nínive, de manera que Jonás hizo esfuerzos
por poner rostro autoritario, y volvió a contestar como a los porteadores de
noticias:
—Lo siento. No hay comentarios. Asunto reservado.
—¡Ya! —comentó Micha.
Y ya se acercaban una esclavilla y el criado que había traído Micha con
dos asnillos para el viaje de regreso a casa, y entonces apareció de repente
aquel muchacho que Jonás encontró y que le llevó hasta el embarcadero de
Jope, y le dijo entonces que todavía estaba estudiando lenguas para ser
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mensajero. Jonás se apartó unos pasos para saludarle, y el joven le dijo en un
medio susurro:
—Esta vez no puede faltar ni retrasarse.
—¿De qué se trata? —preguntó Micha.
—Un pequeño viaje, cosa de dos días. Asunto también reservado —dijo
Jonás—. Es imprescindible, y muy urgente.
—Ya lo sé —dijo Micha—. Lo sé todo.
Y Jonás no contestó nada, pero le sentó muy mal este comentario, y
también el tono de seguridad de Micha, que últimamente parecía estar al tanto
de sus más reservados negocios y aún de sus pensamientos; y luego, cuando
se despidió de ella, asegurando además que debía ir a pie al negocio que tenía
que hacer, comenzó a preguntarse por qué Micha nunca se extrañaba ya de
nada, aunque a veces hiciera el papelón de que se extrañaba. ¿Es que lo Alto
la ponía al corriente, o tenía ella su propia red de espías? Él no tenía las
pruebas, pero aclararía el asunto cuando volviese. ¡Si volvía!
Y, como tenía muchos días de jornada hasta su destino, echó a andar
deprisa.
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XII
NÍNIVE
L as cosas se le combinaron tan bien a Jonás en este viaje, que, sin darse
cuenta, dio vista a Nínive mucho antes de lo que había calculado, y
entonces comenzó a dolerle el brazo que los ninivitas le habían retorcido, y el
tobillo en el que se había hecho un esguince al huir de la ciudad. Así que, de
repente, se le quitó un escrúpulo que tenía, y que venía rondándole desde que
estuvo donde estuvo, y se despidió del mundo, y suplicó a YHVH. Y el
escrúpulo era el de si tenía que despojarse de la túnica y deshacerse del bastón
para ir a profetizar contra Nínive.
La túnica no planteaba gran problema, porque, habiendo estado en el lugar
de lo que no es durante tres días, y habiéndose luego rebozado tanto en algas
y en aceite de ballena, había quedado muy decolorada, y no era que se
hubiese puesto áspera como un cilicio, pero ya no tenía la finura de tacto de
antes, ni tampoco su vitola regia. El problema era el bastón, y no
precisamente por las críticas que podía suscitar; el problema era si estaba bien
a los ojos de YHVH presentarse allí en Nínive llevando aquel bastón en la
mano. Pero, enseguida, se dio cuenta de que le dolía el brazo izquierdo, como
cuando se lo retorcieron, y que le dolía el esguince del tobillo derecho igual
que entonces, y lo lógico era que se apoyase en algo; ¿y qué tenía para
apoyarse sino el bastón? ¿Y acaso perjudicaba para ello el que el bastón fuera
de plata? A él le daba igual que fuera de plata o no; o, mejor dicho, para ser
más exactos, no le daba igual, porque adoraba la plata, pero no era caso que
anduviera preguntando a un ninivita que se encontrase con un bastón de
madera o caña si quería cambiárselo, porque podría responder retorciéndole el
otro brazo, o dando una vuelta más al que ya le habían retorcido. Y
¿entonces?
No se acababa de convencer, sin embargo, y por unos instantes echó de
menos a su mujer, porque ella desconstruiría muy bien sus escrúpulos y los
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desarmaría en piezas pequeñitas; pero, como ella no estaba, daba vueltas y
vueltas, hasta que se encontró a la puerta misma de la ciudad y tenía que
tomar una determinación. Así que dejó el bastón apoyado en uno de los muros
del arco de la puerta de entrada de la muralla de Nínive, y se escondió por allí
a ver qué pasaba, porque salían y entraban por allí ninivitas a docenas, pero o
no miraban, o, si miraban al bastón, se alzaban de hombros y continuaban su
camino, de modo que Jonás concluyó con toda lógica que un bastón en Nínive
no llamaba la atención para nada aunque lo llevara un profeta, porque ahora
verían que era un profeta de verdad; pero de todas maneras, al ver venir hacia
él a un ninivita muy apersonado, le preguntó sobre sus dudas, y el interpelado
respondió:
—¡Oiga, joven!, ¿cómo puede ser usted tan palurdo?
Y a Jonás le sentó muy mal la contestación. No que le llamase joven, sino
que le llamase palurdo, y a punto estuvo de explicarle que era un profeta; y
desde luego que lo hubiera hecho si no fuera un profeta tan pequeño. Pero
¿decía el mensaje si un profeta como él no podía llevar un bastón tan
hermoso? Ya no estaba seguro, y entonces se apartó un poco de la puerta de la
ciudad, y se ocultó detrás de una zarza verdísima que tenía escaramujos rojos
y parecía una llama, sacó el papiro del mensaje de su bolsillo y de la bolsa
donde estaba, y leyó de corrido lo de «Levántate, vete a la gran ciudad de
Nínive, y pregona allí el mensaje que voy a darte». Pero el mensaje estaba
escrito, bien clarito, un poco más abajo, y con letras más grandes: DENTRO DE
CUARENTA DÍAS, NÍNIVE SERÁ DESTRUIDA. No decía más, así que cerró el
papiro, y se lo volvió a guardar en el bolsillo.
Allí no decía nada del bastón, ciertamente; pero, después de lo que había
leído, la verdad era que el bastón y sus problemas se le habían borrado por
completo de la mente, y lo que comenzó a angustiarle con angustias de
muerte fue que volvió a preguntarse, como en todo el camino lo había hecho,
por las consecuencias de su aviso y profecía de que la ciudad iba a ser
destruida en poco más de un mes. Echarían mano de él los que le habían
retorcido el brazo, y esta vez le desollarían vivo o le asarían como a un
cordero, como ya le habían amenazado. Ni podía ponerse en pie casi detrás de
la zarza, solamente pensándolo, pero al fin se levantó, y, cuando miró un poco
más adelante, vio al joven mensajero de Jope, que le sonrió y le dijo:
—Pero ¿va a entrar de una vez en Nínive, o no?
Jonás se quedó como petrificado, como si le hubiera dado un aire, y se
veía que quería hablar pero no le salían las palabras; y, en ese momento, el
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brazo y el tobillo comenzaron a dolerle de nuevo pero mucho más que antes,
y contestó:
—¡Claro que voy a entrar, y a decir lo que tengo que decir! ¡Claro que
maldeciré a estos malditos que me retorcieron el brazo e hicieron que me
hiciera un esguince en un pie! ¡Ya voy yo a explicarles!
Y, a seguido, preguntó:
—¿Puedo llevar el bastón?
El mensajero contestó que aquí, en este asunto, el bastón no contaba para
nada; pero que lo que sí contaba era que no pensase ni por un momento en
aprovechar esta ocasión para sacarse la espina de lo que le hubieran hecho o
dejado de hacer los ninivitas. No tenía la mínima importancia.
—¡Y un cuerno! —rezongó Jonás.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el mensajero.
Jonás contestó que sílabas sin sentido que a veces se le escapaban. El
mensajero lo dio por bueno; pero le advirtió muy seriamente de que él, Jonás,
era un profeta de YHVH, y tenía que decir lo que YHVH le había encargado,
y nada más. Debía atenerse al mensaje estrictamente. Y luego desapareció. Y
Jonás se quedó pensativo un momento, recordó el lugar donde había estado, el
del no ser, y del cual YHVH le había sacado, y entró decidido por la gran
puerta de la gran ciudad; e iba muy solemne, sin mirar a nadie, a cumplir la
misión que tenía encomendada, y derecho hacia el centro, que era donde
debía dar el mensaje, delante del palacio del rey mismo, que estaba donde
tenía que estar, como siempre hacían los palacios los reyes.
Al noreste de la ciudad estaba el barrio de Korsabol, y al oeste el de
Kojunjik, pegando con el río Tigris, que, como había sido uno de los cuatro
ríos del Edén, todavía llevaba el agua más clara que todos los ríos del mundo,
y sonaba su discurrir como acunando un sueño, y olía aún a las antiguas
plantas aromáticas que allí existieron, y todavía algunos de los peces de
colores que se veían en el río parecían de cristales del arco iris, y se decía que
no podían pescarse y que eran incorruptibles como las estrellas. Luego, otro
barrio era Nimrud, al sudoeste, entre el Tigris y el Zab, que llevaba aguas
azules y sus peces eran dorados; y Karanless, que estaba también junto a este
último río, al sudeste. Pero el palacio del rey dominaba todos esos barrios y la
torre mirador de su palacio era más alta que los ciento cincuenta zigurats que
había en la ciudad, con sus terrazas y sus jardines colgantes la mayor parte de
ellos. Aunque las casas tenían pocas ventanas, ni los techos tenían claraboyas,
porque no les gustaban a los ninivitas o porque los oráculos de sus ídolos los
habían prohibido; y era todo lo contrario de lo que le gustaba a Jonás, que,
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aunque en su casa tenía ventanas pequeñitas por el calor y la discreción e
intimidad, no aguantaba mucho tiempo en una habitación sin mirar fuera, al
cielo y al campo, a las gentes, y a los animales y las plantas; y lo primero que
hizo cuando estuvo allá dentro del pez o del artilugio fue buscar por todas
partes si había ventanas o claraboyas, y así poder mirar el mar por dentro. Y,
al contrario también que a los de Nínive, a él le gustaban las casas de un solo
piso y bajitas; y los jardines bien asentados en el suelo, nada de que
estuvieran como volando, que Jonás entró una vez allí a ver una peonía y le
daba vértigo. Pero a los babilonios y a los de Nínive especialmente lo que les
gustaba eran las alturas. Como que el antepasado del rey había sido el propio
Nimrud, a quien se le había ocurrido construir la Torre de Babel, la más alta
que jamás construyera hombre alguno según estaba proyectada, hasta que
desde Allá Arriba, viendo que todos los hombres hablaban una sola lengua y
pensaban un solo pensamiento, conforme quería Nimrud, soltaron los
pensares y la lengua de cada uno, para que cada uno fuera cada uno y cada
cual fuera cada cual, y hubo que abandonar la obra.
Jonás sabía muy bien que este rey Nimrud se había reído, además, de
Abraham porque no tenía hijos, y que, porque era estéril o lo era su mujer
Sara, le llamaba «la Mula», y tenía ojeriza a este antiguo sátrapa por ello,
además de por sus muchas injusticias, pero ahora también se iba a acabar con
todo esto, y se pondría inmediatamente delante de su palacio.
Y se conocía la ciudad Jonás como la palma de su mano, pero, en vez de
ir en línea recta desde la puerta de ella hasta palacio, que era calle toda
derecha y enlosada de mármol, decidió callejear para evitar posibles
encuentros con amigos o conocidos, y casi lo logró, pero no del todo; porque,
cuando ya casi iba a llegar a la plaza del centro donde estaba el palacio del
rey, y casi enfrente haciendo esquina estaba Tiffany’s, se encontró de manos a
boca con el cajero de la Casa, que le preguntó qué hacía en Nínive, cuando
todo el mundo le estaba buscando, y le dio un abrazo lleno de alegría; pero
Jonás dijo:
—Estoy de servicio. Misión especial. Mensaje de lo Alto. No puedo decir
nada. Informa a Moshé.
—¡Bendito sea el Bendito! —dijo Lot—. ¿Y qué dice el mensaje?
—Lo proclamaré en cuanto llegue frente al palacio.
Y entonces Lot, el cajero de Tiffany’s y sobrino del dueño del negocio,
Moshé ben Sira, salió de estampida más veloz que el mensajero más veloz,
mientras que Jonás todavía callejeo un poco más obligadamente porque divisó
de lejos a otros conocidos con los que no quería encontrarse para no tener que
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dar más explicaciones, así que, cuando llegó al centro, ya estaban allí en la
plaza todos los empleados de Tiffany’s; y, como estaban ellos, se había
agregado otra mucha gente, la ciudad entera verdaderamente, cuya lógica era
implacable, porque tenía comprobado que, cuando los de Tiffany’s dicen o
hacen algo, por algo será, porque en la Casa no se decía un verbo ni se movía
una paja sin que se supiese muy bien por qué se hacía. Y hasta el rey o sátrapa
se había asomado al balcón de las ceremonias con toda su familia, sus treinta
concubinas, sus ministros, su corte, y los miembros del servicio de la casa del
rey; y sus mensajeros, que vestían de color azul, no como los mensajeros de
lo Alto, que no llevaban uniforme de ninguna clase.
Y, en ese instante, entró Jonás en la plaza, y necesariamente por el espacio
de respeto que había entre el palacio y la multitud; y enseguida vio Jonás al
rey, y también a todas las damas que estaban en los balcones, y a la gente que
había en las azoteas y los zigurats, incluso en los pisos altos. Algunos
esbirros, que eran la guardia del sátrapa y estaban allí ante palacio con las
picas en la mano apuntando hacia la multitud, por si tratara de avanzar presa
de entusiasmo, o por alguna clase de tumulto, reconocieron al profeta y se
dijeron por lo bajo unos a otros:
—Aquí está éste otra vez, pero esta vez no se escapará de rositas.
Y le intimaron a que tuviese cuidado de no pisar la raya de contención,
pero, en ese momento, el edecán del rey ordenó silencio muy imperiosamente,
como si fuera a hablar el rey, y a lo mejor pensaba hacerlo, pero quien habló
fue Jonás, que se dirigió al rey precisamente y dijo:
_¡Palabra de YHVH!: «Dentro de cuarenta días Nínive será destruida».
Y no dijo más, pero el silencio se hizo mucho más denso y compacto que
cuando el edecán lo había ordenado, y como si atara no sólo la lengua sino
todos los otros sentidos de aquella multitud, y entonces Jonás decidió que lo
que debía hacer era aprovechar esa circunstancia para largarse, antes de que
reaccionasen, no se sabía cómo, ante lo que acababa de anunciar; de modo
que echó a andar aunque sin ofrecer la sensación de que tenía prisa, y, como
tuvo que pasar cerquísima de los esbirros, les dijo en voz queda aunque muy
clarito:
—Ahora os vais a enterar de lo que vale un peine egipcio por haberme
retorcido el brazo, y haber hecho que tropezara y me hiciera un esguince en
un tobillo.
Y aclaró luego:
—Esto es de mi cosecha, pero vale.
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Aquellos hombrones armados no se movieron sin embargo, pero Jonás
aceleró de todos modos el paso, y sólo cuando estuvo fuera de la ciudad y
comprobó que nadie le seguía, y que no se oía ni el ruido más pequeño
estando tantas gentes reunidas, se dijo:
—¡Bueno, pues ya está! ¡Ya hice el encargo! ¡Ya van apañados estos
ninivitas de las fosas nasales!
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XIII
C omo Jonás salió tan precipitadamente de Nínive, aunque esta vez mitad
por precaución, mitad por haber dado el mensaje de YHVH, y hasta una
cuarta parte más de las dos mitades porque le parecía que ya habían pasado
los cuarenta días, y podía ver cómodamente la destrucción de la ciudad desde
una cierta distancia, ni se percató del runruneo que se alzaba en ella y se oía
desde bien lejos.
Porque, al principio, hubo desde luego un silencio grande. No sólo como
si el asombro que les habían producido las palabras de Jonás a los ninivitas
les hubiera oscurecido el día y apretujado e ánima, sino como si rumiasen
amargor y lo diesen vueltas y vueltas en su boca, y aquel pasto se secase en
ella y no les permitiera pronunciar palabra.
Algunos andaban con la cabeza baja, pero los más miraban como
embobados los soberbios edificios de la ciudad, comenzando por la plaza en
la que se alzaban el palacio del rey, de ladrillos vidriados, pintados con azules
y rojos, y guardado por dos inmensos leones de piedra oscura, y otros palacios
de los cortesanos, o las tiendas de especias y de telas orientales, y las joyas de
Tiffany’s, que al caer el día, cuando allí se encendían las luminarias, parecía
toda ella un astro incorruptible que hasta allí hubiese descendido, o la luz de
la luna misma, la del rostro de Moisés cuando bajó del Sinaí con sus cuernos
de plata.
—Eso es lo que me recuerda este bastón, hermano Moshé —le había
dicho Jonás entonces a Moshé ben Sira, cuando aquél le preguntó por qué
miraba y remiraba desde la calle tantos días hacia el rincón de la tienda donde
el bastón estaba.
Porque los demás podrían creer, como Moshé mismo al principio, que lo
miraba y remiraba porque era un bastón precioso que ni los faraones tuvieron
nunca; pero Jonás pensaba en luz de estrella, y si la plata no fuera esto la
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tendría por despreciable, como por despreciable tenía al oro, que era la
sustancia y el color mismo de los ídolos y del excremento de los hombres.
Pero por toda la ciudad había palacios y jardines colgantes, pajareras,
tiendas, y también dulces baños bajo parasoles de papiro, suelos de mármol,
bronces y alabastros soberbios que representaban animales, así como también
en piedra negra, con sus ojos verdes de jade, azules de lapislázuli, negros de
obsidiana más oscura, o rojos con el brillo de los rubíes, o de la cólera. Y
todas las gentes estaban en la calle, salían de las casas, bajaban de las azoteas
y zigurats, tristes, apesadumbradas, perplejas, interrogadoras. Porque todo
aquello que era, dentro de cuarenta días no sería, y ellos mismos ni sombras
serían ya cuando el sol se alzase el día cuarenta sobre la desolación y la ruina.
Algunos, los magistrados y cortesanos, los escribas y augures, con rostro
desencajado y andar lento, mostraban que su ánima perdía también su jugo a
cada momento, como cuando el viento seco del desierto sorprendía al
sicómoro todavía de hojas tiernas, como recién pintadas; y todavía trataban
ellos de hacer un discurso, como siempre lo habían hecho, como si
conociesen el mundo de lo Alto, y sus leyes y costumbres; y algunos hablaban
todavía de tomar medidas de gobierno y ciencia para defenderse, porque
miraban sus casas de la ciudad o del campo tan hermosas, con telas orientales
y marfiles en el respaldo de sus sillas, y en el cabecero de su cama, y en el
arpa de cantar poemas, todos labrados con historias maravillosas, y sería
cubierta ahora toda cosa y posesión por la arena y el polvo.
Y, si caía fuego del cielo como en Sedom y Amora, ¿qué toldo
extenderían que los amparase? Y, si se desatasen las aguas y se saltasen su
curso, ¿qué valladar pondrían? ¿Y si un ejército de jinetes del desierto
entrase, y, tomando los niños por sus piernecillas, les estampasen contra los
muros sus cabezas?, preguntaban con los ojos convertidos en ceniza las
llorosas mujeres. ¿Y si cada una de ellas fuera manoseada, violada y
machacada en su cuerpo y en su ánima, y luego se las pusiera en fila con dos
guijarros en las manos, haciendo ruido a lo largo del camino, mientras se las
obligaba a cantar sus alabanzas a los violadores y machacadores? ¿Y si la
destrucción viniese por el hambre, y tuviesen que comerse unos a otros, y
hasta a los niños, como ya había sucedido, tras haber comido a los animales,
incluidos los que reptan por el polvo y tienen ojos sin párpados, y hacen
enroscamientos innombrables como los fabricantes de la putrefacción?
Pero enseguida estos hombres principales y sabios comprobaron que se
les tornaban polvo y ceniza sus saberes, y hasta los números babilónicos
enmudecían en sus dados, y en sus tablas y sus calendarios. Y andaban de un
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lado para otro como ganado, y, si alguien caía al suelo, ni siquiera recordaba
ya cómo tenía que levantarse. Sólo se oía en la ciudad entera un arrastrar de
pies como de ancianos o tullidos, y, en sus rostros, mostraban aquellas gentes
ojos como construidos de cristales inmóviles, o reían con una risa idiota como
la del que ha visto el espanto y lo oscuro de la tumba, y va a ser arrojado a
aquel lecho de hedor y de gusanos. Y las cabezas, ya sin pensamiento, se
movían según la dirección del aire, o colgaban de los cuellos como los
girasoles cargados de semilla en el otoño.
Y, de repente, no se sabe después de cuánto tiempo, porque ya no había
tiempo, y los cuadrantes de los relojes de sol mismos volvían sobre sus pasos
de sombra o la aceleraban, y no se sabía si era día, mañana, tarde o noche,
porque ni sol ni luna, ni estrella ni planeta corrían en sus cursos, o ellos, los
ninivitas, no podían percatarse de ello, se oyó un toque como de mil timbales,
y se enderezaron las cabezas, los ojos reflejaron lo que miraban, pensares y
sentires volvieron a sus cubículos, los caídos o echados como a morir en tierra
se levantaban y el habla volvió a mover los labios en un runruneo de sílabas
desconcertadas, pero que compuso un grito unánime, y luego hubo un silencio
más profundo y cortante todavía que el primero, pero que esperaba algo, y
tensó los nervios y los músculos de aquel gentío inmenso. Y se sintieron
como huecos, como vaciados, como nada; pero clamaban desde esa nada que
eran, alzando sus manos llenas de la herrumbre de una injusticia antigua,
cuando el rey apareció en su trono de oro, vestido de majestad, y se alzó luego
como un huso, se despojó de su pompa, se puso un saco de esparto y se sentó
en un lecho de ceniza. Y, a seguido, el gran heraldo leyó el edicto: «Los
hombres y las bestias, y el ganado mayor y menor no probarán nada, no
pastarán ni beberán aguas. Cúbranse de sacos los hombres y las bestias y
clamen a Elohim con fuerza, y conviértase cada uno de su mal camino y de la
injusticia que hay en sus manos. ¡Quién sabe si Elohim se volverá y
arrepentirá, y se apartará del ardor de su cólera, y no pereceremos!».
Las palabras del edicto sonaban más fuertes que el trueno, y fueron oídas
por toda la ciudad, y entraron en el corazón de los ninivitas. Toda la ciudad
fue enseguida una ciudad de llanto y súplica, de cilicio de esparto y de ceniza,
de silencio y de arrepentimiento, y las piedras mismas de los muros parecían
conmoverse cuando en ellas daba el eco de las sílabas. El Zab y el Tigris se
alzaban admirados. Porque se arrepintieron muy de veras los ninivitas de su
injusticia, y, como sus ojos ahora eran nuevos, vieron súbitamente que todos
los hombres que había en la ciudad eran hombres —lo que les llamaba mucho
la atención y les dejaba atónitos y llenos de pesar por no haberlo visto antes—
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y que en los ojos de los animales mismos había un ánima, porque ahora,
revestido todo ser vivo de saco y ceniza, miraba con misericordia a los que les
habían hecho injusticia, y un perro apaleado, y una muchachilla que había
sido marcada en la frente con señal de fuego, perdonaban. Y el saco que la
muchachilla vestía parecía el vestido de una princesa, y el saco que llevaba el
asno relucía más que el manto del rey y de todos los cortesanos juntos, y los
que habían sido señores, ahora veían que tenían una mano izquierda y una
mano derecha, que unas cosas estaban a una mano y otras a otra, y unas eran
buenas y alegraban la vida, y otras sembraban la herrumbre, y el dolor y la
muerte y les maravillaba que hubiera esas diferencias, y sentían pesar como
de losa de plomo por no haberlas visto nunca.
Ya no pensaban en el anunciado castigo a la ciudad aquellas gentes, sino
que su clamor era por la maldad que habían hecho, y ahora veían cómo se iba
desprendiendo de sus manos aquella costra antigua. YHVH había hablado, y
su juicio se transformaba en absenta y amargor de adelfa; en monstruo marino
de los que gritan en las entrañas del mar. Pero a esta ballena o máquina de
iniquidad que era lavada no la veía Jonás, ni saboreaba tampoco el amargor
que ellos sentían, ni se imaginaba el blancor que nacía en aquellas manos, el
color rosado que estaba en las puntas de sus dedos, el contento que iba
moviendo sus labios, ni la dulzura con que ahora pronunciaban.
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XIV
LA PEOR NOTICIA
E l viaje de regreso de Jonás desde Nínive fue mucho más largo que el de
ida, porque Jonás no sabía lo que hacer con su alegría. Se había
desembarazado del peso del mensaje, y le había salido bien, ésta era la
verdad, y las cosas como eran.
Pero, como era un profeta muy pequeño, estaba algo desconcertado
porque sabía muy bien lo que les ocurría a los grandes profetas, y lo mal que
terminaban siempre las cosas para ellos; mas dudaba de si a los profetas
pequeños les iría mucho peor, porque desconocía las leyes y criterios de lo
Alto. Y de lo único que estaba seguro era de que él no tendría valor si un día
le metían en un pozo como a Jeremías y le dejaban allí solo en lo oscuro, o
sabe Dios con qué clase de removillas que le revolvían el estómago con sólo
pensar en ellas; no podría aguantarlo, y hasta podría ser que renegase de
YHVH, con tal de salir de allí, aunque sólo fuese de labios para fuera. Pero,
luego, ¿cómo podría ya vivir después de renegar del Bendito?
Su mujer Micha siempre se había tomado a broma la profesión que había
escogido Jonás, siendo tan comodón y miedoso, como si la hubiese escogido
él mismo y no hubieran sido los planes de lo Alto sobre él quienes se la
escogieron, y, un día en que había una culebra en el jardín que tenían en la
casita, ella comenzó a gritar que viniera Jonás a expulsarla.
—¡Ay, Jonás! Hay una serpiente horrible en el jardín. ¡Ve tú, que eres
profeta, y dile que se vaya, o expúlsala a la fuerza!
Jonás estaba muy ocupado en sus comentarios sobre el asunto del cuervo
y de la paloma que soltó Noé desde el arca nadando en medio del océano,
cuando acabó de diluviar, y dejó claro que no debía molestársele en su estudio
por una nimiedad como la de una culebra en el jardín, entre las flores y las
hierbas.
—Siempre hay culebras en los jardines —dijo—. Es lo lógico.
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—Pero es horrible —contestó Micha, temblando—. ¡Sal, y mátala!
—Yo no mato criatura que vive —dijo Jonás.
—Pero comes cordero, Jonás. Y, para comer cordero, hay que matarle
antes.
—¡Ah, pero yo no soy el que lo mata! Y no me gusta que se los mate.
Pero no le pareció que ése fuese un argumento de peso, y adujo otro más
contundente, explicando con voz muy grave:
—Y, además, las culebras y las serpientes tienen tendencia a provocar
conversaciones metafísicas y religiosas a propósito de una manzana, de un
árbol o de cualquier otra cosa, y yo no quiero tener conversaciones
metafísicas ni religiosas, que ya recordarás lo que pasó antaño por empezar a
hablar, con una culebra que estaba en un árbol, sobre una fruta, la
inmortalidad y todos esos otros asuntos nada claros. Sólo el Innombrable los
sabe, y así es como deben ser las cosas. No quiero nada con culebras.
—Pero tú eres un profeta, y sabrás lo que tienes que contestarle.
—Sí, pero yo soy un profeta muy pequeño, a lo mejor comienza a decir
bla, bla, bla, bla bla bla, me lía, y me convence.
—A ti lo que te da la culebra es miedo —dijo Micha.
—No empecemos con las desconstrucciones. Yo no tengo miedo a nada,
pero no soy un interlocutor para las culebras; las que hablan con las culebras
son las mujeres. Lo dice el Libro. Yo, a las culebras, las aplasto la cabeza de
una sola pisada.
Micha soltó una risita entonces, pero ahí acabó la discusión porque, como
un eco de esta risa, se oyó la de las esclavillas, porque ellas, valiéndose de
unos palos, habían sacado a la culebra del jardín, y luego la habían matado
fuera.
Jonás sólo dijo:
—¡Qué piel tan bonita! Pero ¡lleváosla, lleváosla!
Así que, pensándolo bien, si hasta Micha sabía que él no podía soportar
las eses que hacía una culebra, ni sus ojos tan fríos, ni su lengua de espada de
dos puntas, ¿cómo no lo iban a saber en lo Alto? Y cuando recibió el encargo,
lo primero que le vino a la imaginación fue Jeremías arrojado a un pozo que
estaba lleno de légamo, y, como le atarían una piedra al cuello, se ahogaría
enseguida, pero a lo mejor no antes de que sintiera también las patas de las
ranas tan verdes, y con la tripa tan blanca y tan fría. Casi no podía resistirlo
con sólo pensarlo, aunque mucho peor era lo de los otros gusarapos y
culebras, si le echaban en un pozo seco. Y entonces huyó, aunque también
porque ¿quién era él para andar profetizando en una ciudad tan grande como
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Nínive, que se tardaba en recorrer tres días? Eso era encargo para un gran
profeta. Cuatro cosas que había dicho él allí, y dichas en voz baja y con
mucho cuidado, ya le habían traído consecuencias en el brazo y en el tobillo,
y horribles amenazas.
Sin embargo, se avergonzaba un poco, porque lo cierto era que, si en lo
Alto sabían que él no era un valiente, también le habían mostrado que le
apreciaban, porque incluso cuando se lo tragó la ballena, que todos decían que
tenía unos enormes colmillos dentro de una boca como una espantosa
caverna, lo hizo dentro de la oscuridad del agua, y él no vio para nada sus
fauces ni siquiera al salir de ellas, ni tampoco su mole como una montaña, y,
si no hubiera bajado al Sheol —aunque éste no era la ballena sino poza del
pozo de lo que no es y desde donde clamó a YHVH—, no se podía quejar
realmente de aquel abrigo tan suave, de aquel deslizarse por aquellos
pasadizos tan estrechos entre alcatifas blandísimas, y como rellenas de agua
templada de un baño de Nínive, o de grasas y aceites como para tocar llaga y
producir dulzura. Y verdaderamente todo el mundo le había dicho, al volver,
que había rejuvenecido, incluso si él llevaba en sus adentros sus
remordimientos y también sus miedos, que siempre producen arrugas, y
envejecen; los pesares de haber huido de YHVH y sus temores de tener que ir
a Nínive irremisiblemente, y con una misión terrible.
Así que, ahora, ¡qué descanso! Porque, además, le habían salido
perfectamente la profecía y el aviso, como si una voz desde dentro hubiera
hablado, y él solamente hubiera tenido que prestar su garganta y su lengua. Se
dirigía, por eso, a casa en paz; pero no sin curiosidad por lo que estaría
pasando en Nínive, porque sabía, por supuesto, que había un plazo de
cuarenta días que a él se le iban a hacer cuarenta años; pero algo pasaría antes
allí, ¿no? Aunque tampoco estaba seguro, porque sabía él muy bien cómo
eran los ninivitas y que, aunque llegara a abrirse de repente un abismo bajo
sus pies, no lo darían importancia, esto es, la misma que cuando caía un
esclavo muerto, reventado por el trabajo, o una muchacha extranjera que se
compraba para divertirse una tarde, y luego era arrojada donde el ganado o los
desechos. Y ¿qué habría sido de Moshé ben Sira y todos los otros hebreos a
los que había avisado? ¿Le habrían creído?
De manera que, en cuanto veía que alguien venía por el camino de Nínive,
se esperaba un poco a que llegase, y preguntaba:
—¿Viene de Nínive?
—Sí.
—¿Y qué pasa por allí?
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—Nada. ¿Qué quiere que pase? La gente se da la gran vida, amigo.
¡Quién pudiera vivir allí sus días!
Y Jonás rezongando decía para sí:
—Éste es idiota, y no se ha enterado. Debe de ser el único. Ni siquiera me
ha reconocido.
Y así preguntó otras varias veces, pero con el mismo resultado más o
menos. Incluso cuando sesgaba la pregunta, diciendo:
—¿No ha oído que se dice que la ciudad va a ser destruida?
—¿Queeé? ¿Qué dice? ¡Hable más alto!
Y Jonás se esforzó, y gritó; pero aquellos oídos eran impenetrables, y dejó
la conversación por imposible. Lo que ocurrió fue que, cuando ya estaba
mediada la tarde, divisó un caravasar todo blanco como una túnica de lino
abandonada en aquellos desiertos que parecían oro molido y allí amontonado
y se dijo naturalmente que, aunque tenía que apartarse un poco del camino, no
era perder el tiempo, porque podía reposarse y tomar un refrigerio, y, como en
una posada o apeadero de camellos y caballos y otros animales de transporte
de carrozas habría gente importante, ésta estaría enterada seguramente de lo
que pasaba en Nínive.
Se decidió entonces a alargarse hasta allí, y aquello realmente era casi otra
gran ciudad, llena de gentes de muchas razas y pueblos. Y, cuando él llegó
precisamente, estaba subiendo a su carruaje una princesa de piel oscura,
envuelta en vaporosos vestidos de un blancor que cegaba, que llevaba unos
pendientes azules y unos brazaletes y pulseras de plata; y, al volver la cabeza
y verle, sonrió. Sus dientes eran blanquísimos, su nariz maravillosamente
perfecta, sus ojos oscuros, y las uñas de sus manos estaban pintadas de un
rojo más claro y hermoso que el de la púrpura de los reyes, y le decían a Jonás
adiós; y se quedó él intrigado mientras la carroza de la princesa echaba a
andar solemnemente. Y, preguntando entonces por quién era tal señora, le
dijeron que una princesa egipcia que venía de Nínive, pero diciendo que
Nínive ya no era Nínive, sino la bendición de Elohim. La princesa había ido
allí invitada a una fiesta que iba a durar tres días con tres noches, en un jardín
colgante, pero cuando a Nínive llegó, todo era la desolación de la desolación,
y su corazón quedó encogido.
—Una ciudad destruida —dijo enseguida Jonás, satisfecho. Pero no, no
era así. Esa desolación, había contado la princesa, sólo había durado unos
momentos, porque ni el tiempo de un suspiro tardó Elohim en perdonar a los
ninivitas, y también a ella. Y luego todo había comenzado a arder en una
fiesta, porque la piel de la injusticia se había desprendido de sus manos, y
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también la princesa volvía a Egipto a proclamarlo. Nada más verle a él, a
Jonás, había dicho:
—¡Es Jonás, el profeta, el advertidor de la ira de YHVH! ¡Bendito sea!
—¡O sea que esa señora ha contado que YHVH ha perdonado a los de
Nínive! ¡Ya, ya, ya! Pero es imposible.
—Pues es así. Todo el mundo lo dice —contestó el gobernador del
caravasar.
Y le invitó a instalarse en las mismas estancias que la princesa.
—No, ¡gracias! —dijo Jonás—. Tengo que llegar a casa cuanto antes.
Cuestiones profesionales.
Aunque sí aceptó un bocado, y un vaso de agua. Le preguntaron noticias
mientras se lo tomaba, pero era como si no supiera lo que le decían, y
contestaba siempre con la misma cantinela, como hablando con una Ausencia:
—¡Así que les has perdonado!
—¿Es que no lo cree?
—¿Cómo no me lo voy a creer? ¡Si me lo imaginaba! ¡Si ya tenía yo a la
espalda que yo iba a ir allí, a Nínive, para nada!
Y le rechinaban los dientes con sólo pensar que ya podría encontrarse
cualquier día con quienes le retorcieron el brazo, y a los que había dicho
luego que se iban a enterar de lo que valía un peine egipcio, y que ahora le
dirían con sarcasmo:
—¿Y qué, Jonás? ¿Qué decías que nos íbamos a enterar sobre el precio de
los peines? ¡Pues ya nos ves, tan tranquilos y bien peinados!
Y no podía soportarlo, y salió enseguida del caravasar, aunque todavía no
pudo impedir que le acompañaran un trecho, y algunos que se habían enterado
de lo que había contado la princesa egipcia, decían a su vez:
—Gracias a Jonás, Elohim ha perdonado a los de Nínive. ¡Viva Jonás!
Y todavía le cogieron en volandas hasta un buen trecho más allá del
caravasar, y luego tuvo que esperar un poco porque se le había olvidado el
bastón, y tuvieron que volver a buscarlo. Pero, cuando por fin echó a andar a
solas, comenzó a refunfuñar enseguida:
—¿Así que les has perdonado? ¡Pues mejor quiero morirme!
Porque, por un lado, no era que le extrañase lo del perdón, porque YHVH
Dios era de esa extraña condición, que ardía como un volcán cuando estaba
encolerizado, pero enseguida se arrugaba y se hacía más blando que la cera
blanda, en cuanto escuchaba no ya una súplica de misericordia, sino un cuarto
de súplica de aquel que le había ofendido y al que parecía que se iba a tragar
vivo. Pues que le perdonasen a él en lo Alto, pero hasta Micha resistía
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amorugada y enmurallada en su enfado las setenta y siete semanas que tenían
por norma, y no cedía hasta que no se cumplían bien cumplidas. Como tenían
que ser las cosas. Porque, de otro modo, ¿quién iba a pagar el plato roto de
todas estas inconsecuencias con los ninivitas? Pues Jonás. Porque ¿para qué
los mensajeros, los trabajos de su huida, el laberinto de la ballena y lo demás,
si luego no iba a pasar nada, sino solamente que él iba a quedar en ridículo?
Fuego encendido tenía que haber caído del cielo, aguas furibundas tenían que
haberse desbordado, y todos los ninivitas que le habían retorcido el brazo y
fueron la causa de que se hiciera un esguince en un tobillo, y le habían
amenazado con horrores, tenían que haber perecido a esas horas y todos los
demás también. Nada de plazo de cuarenta días.
Iba descompuesto, hablando solo y braceando parándose y sentándose, y
luego levantándose y corriendo un trecho como si le hubiera picado un
escorpión; pero entre el sol de justicia que hacía, aunque él ni se había
percatado de ello, y su nerviosismo y agitación, sus fuerzas se agotaron
pronto, y llegó un momento en el que se dejó caer y dijo como si hablara con
YHVH mismo:
—Si les has perdonado a ésos, me quiero morir ahora mismo.
Aunque también ciertamente no quería alejarse demasiado de Nínive, ni
de allí adonde podían llegar sus noticias, para asegurarse con certeza de cuál
había sido realmente la suerte de los ninivitas.
Entró en un pequeño prado, hizo una pequeña cabaña con unos palos y
unas cuantas pajas, siquiera para que le cubriera la cabeza, y se echó,
derrumbado; y, como el sol arreciaba, pensó que efectivamente allí se moriría
de inmediato. Pero, de repente, se percató de que había allí un frescor como el
del primer día del mundo, una sombra espesa y dulce, y los ojos de Jonás
contemplaron la gloria de un ricino de una hermosura admirable, como
trasplantado por los poderes de lo Alto desde el Jardín del Edén. Porque
ciertamente en lo Alto parecían haber pensado que la cabeza de Jonás y su ser
entero, tan agitados, necesitaban un refrigerio, y sabían también muy bien
Allá Arriba cómo amaba Jonás a los ricinos, y que tenía uno en su jardín bajo
el que dormía la siesta, y del que algunas veces hacía también aceite de sus
hojas, con el que se purgaba para vomitar toda amargura y la acidez que
conlleva el trato con los hombres. Aunque tal medicina, desde luego, nunca
había probado su eficacia en las iras y los enfados entre Jonás y Micha, pero
sólo porque éstos no tenían hiel, y eran enfados de corte limpio como las
heridas limpias. Así que seguramente tomaron como modelo en lo Alto el
ricino de Jonás, pero, como hecho Allá Arriba o arrancado del Edén antiguo,
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su gloria y su poder eran soberanos. Jonás quedó boquiabierto, y su corazón
se llenó de tal felicidad que se durmió, y el runruneo del reconcomio por el
perdón de Nínive ya no tuvo poder sobre él. Como si aquel ricino fuese el
ricino mismo que tenía en su jardín, y le reconociese y acompañase tanto en la
alegría como en la desgracia, pero sobre todo en ésta. Su sueño era muy
profundo, y la noche vino luego con sus relucientes luminarias; pero más
dulce, porque, al fin, sombra de noche era sobre sombra de ricino.
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XV
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—Me gustaría hacer un viaje en su compañía desde Nínive a Tarshish —
le había dicho Micha a Jonás un día en que éste había estado allí navegando
por aquel mar del mapa casi una semana.
—¡Y un cuerno! —había respondido Jonás—. No hay nada como la tierra
firme. Si uno se cae, puede levantarse. Los cielos mismos están hechos de un
cristal muy fuerte, y en él están sujetas las estrellas.
—¡Ah! —dijo Micha.
—¡Fíjese, joven, qué pasaría si Orión o las Pléyades echasen a andar por
su cuenta! O Capricornio, que es una cabra con cola de pez.
—¡No puede ser! —dijo Micha.
—No se sabe si puede ser o no puede ser, pero ocurren muchas cosas en
los cielos, en el mar, y en la tierra, que son raras.
—¡Ah!
Micha sabía que él había mirado incluso a las estrellas con el cristal que
quemaba la yesca con los rayos del sol, o hacía grandes las cuñas pequeñitas
de las escrituras apretadas en un trozo de teula u obsidiana, o un pomo de
perfumes; y admiraba mucho Micha la sabiduría de Jonás, que entonces era
un mocito tímido, con los ojos grandes, y con unas manos, sobre todo la
derecha, que cuando hacían el gesto de «¡Vaya usted a saber!» era como si
una mariposa blanca revolotease por allí y se llevase la duda.
Pero, cuando se trataba de escrituras, la entendida era, desde luego,
Micha. Todos los investigadores la preguntaban, cuando no entendían bien un
óstraco o un papiro:
—Y ¿qué sílaba vendría ahora, joven?
Entonces Micha tomaba el óstraco o el papiro en sus manos, los miraba
intensamente y decía:
—¡Fíjese, señor!: BÁR-IÁ-U-NÁ. Y BÁR-ÛS-TAR-IÁ-U-NÁ[9], o sea, la flor de
la Peonía o Paionía, pero también Pleióne, la madre de las Pléyades, o
Paloma, que es lo que Jonás significa. ¡Bien bonito!
Jonás se quedaba perplejo, porque las cuñas o los clavos del óstraco o del
papiro no estaban. ¿Cómo era que ella los veía tan claros? Y entonces Micha
le miraba con unos ojos irónicos, que decían afectuosamente:
—¡Este chico es tonto!
Y argumentaba Jonás, como también otros investigadores:
—Y ¿cómo sabe, joven, que ahí había esos clavitos, si ya no están y sólo
queda una señal borrosa, o no hay señal ninguna?
—¡Ah! —contestaba Micha.
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Porque ése era su secreto. Los pasamos y los óstracos se desconstruían
mucho, y a veces ella se encontraba letras y sílabas que se habían
desprendido, y entonces las recogía y las volvía a pegar en sus lugares, pero
otras veces los clavos, agujas o cuñas de las letras y sílabas no aparecían, y
entonces ella desconstruía mentalmente todo lo que se había conservado y
estaba escrito, y luego lo volvía a componer, y así había aprendido a
desconstruir todo para luego encajar todo también mucho mejor.
Y Jonás no era partidario de las desconstrucciones, y argumentaba que lo
escrito, escrito estaba, y no había que tocarlo, y que lo que había que hacer
era reconstruir lo que faltaba.
—¡Ya, pero desconstruir es muy bonito! Es como hacer y deshacer un
ajuar de novia muchas veces, hacer y deshacer un sueño, una casa, o una
ciudad entera —decía Micha.
Y Jonás se callaba, aunque luego, cuando se casó con Micha, la dijo
claramente que no quería más desconstrucciones, sobre todo en la vajilla y el
mobiliario, ni tampoco en los alimentos, y desde luego en ninguno de sus
asuntos personales; pero lo cierto era que si ahora dormía plácidamente era
porque se le había desconstruido la rabia porque Nínive no había sido
destruida. Así eran las cosas.
Y la noche era plácida y solemne. Profunda como esas noches de verano
que parecen una tienda levantada en el desierto para descansar bajo aquellos
hermosísimos candiles y la consoladora brisa. Serena como las noches de
invierno en las que parece que se tocan con la mano las esferas de cristal del
mundo, y las estrellas semejan lejanas luciérnagas o preciosas piedras
labradas, y distribuidas con la geometría y las imaginaciones de mapas y
poetas. Y así, el Criado, las Cabritas, el Toro, el Pastor Fiel, el Hombre Viejo,
la Vara Curvada, los Gemelos, el Cangrejo, el León, el Tallo de Cebada, el
Escorpión, la Balanza, el Saetero o Pabilsag, el Gigante, el Campo, Colas de
Pez, y el Pez de Cabra, hermoso cual ninguno, pero también enigmático,
llamaban a aquellas fulguraciones del cielo los babilonios; y también estaban
luego la Osa con sus hijos, Sirio, la Estrella de la Mañana, las Estrellas
Oscuras o Selladas, y el Leviatán o la Ballena, y el Ataúd de Job. Y Jonás
paseaba por aquellas avenidas o caminos del cielo que los babilonios
llamaban Camino de Enlil, Camino de Anu y Camino de Ea, pero sabía que
allí había muchos más caminos, y también muchos otros ocultos, veredas
maravillosas y secretas. Y las recorría.
Lo que no quería Jonás era meterse en dibujos de sabio astrólogo ni de
gran profeta, teniendo que ir un día sí y otro también a visitar a reyes y
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sátrapas y gentes por el estilo, que ni le iban ni le venían; pero en lo Alto
algún interés tendrían en él, aunque fuera un profeta muy pequeño, porque le
habían frustrado un viaje a Tarshish, que estaba a un año de camino, y sólo a
un desesperado por huir como él se le podía haber ocurrido, no siendo
explorador ni comerciante. Y algo importaría Allá Arriba él, cuando luego le
habían preparado aquel alojamiento transmarino en máquina maravillosa o
ballena blandísima, y todavía estancia más allá del mundo, cuando le habían
dejado ver, aunque sólo fuera por unos instantes, lo que ojo de hombre no
había visto ni oído oreja humana, ni tocado mano, ni saboreado lengua como
ceniza y polvo de lo que no es, derelicción de nada y desconsuelo amargo,
desde donde invocó a YHVH para que el no ser no le arrastrase, y había sido
retornado a la vida por boca del gran pez.
—Huele ligeramente el manto a aceite —había observado también Micha
cuando encontró a Jonás recién desembarcado de la bestia del mar, enorme y
blanca.
Pero en eso quedaba todo, en ese olorcillo a aceite, como si hubiera estado
atendiendo candelas por la noche en su mismo estudio; porque, por lo demás,
con más vigor y juventud había vuelto de su viaje y de su huida; como un
héroe. Y esto era lo que parecía allí acostado, o más bien dormía como un
niño muy pequeño, aunque de vez en cuando se removía como si sueños
épicos estuviesen en su cerebro celebrando batallas, y luego volvía al reposo,
y hacía los movimientos de como si buscase algo. Mas quizás sólo eran las
llaves de su casa y sus arquetas, en cuyo jardín un ricino tan hermoso como
ése le esperaba, aunque antes de dormirse él había visto claramente que nunca
un árbol se alzó en el mundo como aquél bajo el que ahora reposaba.
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XVI
EL CAPRICORNIO
P ero mayor que la gloria del ricino era la del Pez de Cabra o Capricornio,
allá arriba, en la parte del cielo que era un enorme océano, sellando el
curso de los tiempos, cuerpo de luz majestuosa, cabra y pez, triscadora y
coleante, como un capricho de cristal puesto allá arriba para fiesta y alegría de
los ojos. Pero allí, en los Registros de lo Alto, allí, en el Libro Eterno, donde
figura con su nombre y sus señales todo lo que es y existe, ya sea soberbia
obsidiana o guijarro humilde, y todo lo que alienta y vive, tanto en los mares,
desde el pececillo rojo al pez ballena, como el águila o la mariposa en el aire,
y en la tierra el tigre o la luciérnaga, señalado con un puntito rojo, había otro
capricornio. Y éste era bien pequeño, de no más de un octavo de palmo, de
figura alargada, con ojos grandes en forma de riñón, y unos cuernos largos y
como de muchas piezas construidos, que se curvaban en sus extremos como
los cuernos de una cabra. Pero ni siquiera fue éste el elegido, sino una de sus
larvas, que no tienen patas y cuya cabeza se oculta en el pecho mismo como
tras una armadura; devoradoras de maderas vivas unas, y otras de maderas
muertas, y cuyos dientecillos hacen un ruido seco y ritmado mientras horadan
laberintos.
—¡A este capricornio![10] —dijeron en lo Alto, señalando el puntito rojo,
y luego a la dulce bestezuela que descansaba en el frescor de un tronco aún
verde y joven.
Y fue llamada por su nombre, porque Quien hace amanecer de la
penumbra, y saca al día del espanto de la noche, sabe el nombre de todo lo
que es y lo que vive, aunque sea una larva que no ha nacido aún, y ya es vida.
En un instante, despertose hambriento el capricornio, como en mil años
nunca había sucedido a toda la familia de sus antepasados, y se puso en
marcha hacia su obra, su trabajo. Y fue tiempo largo el que tardó en llegar a
su presa, un gigante poderoso nunca visto como un planeta descendido, pero
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no podía defenderse; y nunca jamás tampoco había habido tan apetitosa y
blanda presa; una textura verde y ternísima, de un sabor nunca gustado, leche
y miel, queso bien cuajado, sustento y regalo, maná de nutrición para mil días,
si se daba prisa a cavar su laberinto en el interior del árbol con sus dientecillos
tan minúsculos. Y eso fue lo que hizo. Con la Estrella del Atardecer comenzó
su trabajo, y todavía no empalidecía de nuevo el cielo, y ya el tronco del
ricino aparecía lleno de ventanitas ovaladas como ojos de buey, por las que
salía aquella sustancia de su vida, y se asomaba la larva como para
asombrarse del amanecer del mundo. Y, cuando llegase el día, los otros
capricornios de la tribu se echarían sobre la gran presa ya caída, y sería el
gran festín de muchos días y meses, noche y día.
Y así sería; porque, cuando el cielo comenzó a despojarse del velo de
velar de la tiniebla, antes de que su negrura se tornase en oro y en blancor, el
ricino que amparaba a Jonás sufrió como un desmayo; como si los nervios de
las hojas no pudieran tensarlas, ni los de las ramas sostenerlas, y una vejez
súbita hubiera ascendido por el tronco, cargando al árbol con los tiempos de
todos los ricinos antiguos, y tuviera que encorvarse.
Cuando el sol se alzó, era ya el árbol poco más que una sombra oscura, y,
cuando la luz de éste llegó a su territorio y lo encendió, lo vio ya encanecido,
y luego asistió a su palidez y desfallecimiento, y al paso de esta blancura a la
de la muerte; y al fin se derrumbó. Pero en silencio, como cortado por un
hacha invisible, sin alcanzar las fuerzas de un crujido. Los orificios como
ventanitas de su tronco se desgarraron, y cayó en silencio, y enseguida aquel
ejército de capricornios adultos que esperaba en filas como para un combate
lo devoró rápidamente, como si jamás hubieran comido esas milicias.
Pero Jonás siguió durmiendo todavía un tiempo, hasta que el sol le dio en
el rostro; aunque no al principio de darle, porque ese calorcillo de la mañana
debió de resultarle acariciante, después de que los pequeños cristales del rocío
que estaban en su pelo, sus cejas y su barba, habían punzado sus mejillas, y
también las manos y los pies desnudos. Todo fue más tarde, cuando discurrió
más adelante la mañana, y el sol se alzó en su carro. Entonces se levantó un
viento solano que le quemaba el rostro, y llenaba de arena o sal sus labios, y
él abrió los ojos con pereza, aunque enseguida se le hicieron tan grandes del
dolor y la extrañeza que se hundieron en sus cuencas, porque miraba, y
remiraba, y no veía allí al ricino, sólo hojas y pequeñas ramas, los despojos
que habían quedado allí tras ser cortado, y se dolió en su corazón de su
ausencia, y no quería ver más mundo. Se sentó sobre unas piedras que había
allí cerca, en aquel prado, apoyó su brazo derecho en el muslo, mientras dejó
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el otro abandonado y como muerto sobre la otra pierna puso su mano derecha
sobre su mejilla, y las lágrimas acudieron a sus ojos.
El mundo no le parecía el mundo, o que era nada; sólo sentía la
mordedura de su ánima, que se acordaba del verdor y la estatura del ricino, y
de su sombra espesa y dulce, y siguió llorando y lamentándose. Y no había
allí ni pez, ni pájaro, ni inocente ratón de campo, ni larva de capricornio
siquiera, que pudieran oír su lamento. Ni había sombra para su cabeza ni su
alma, y el sol había hecho un horno encendido de la humilde cabaña que él
había construido, y llama era si la comparaba con la umbría del ricino. Y
Jonás se quiso morir, pero no por otra cosa sino porque el ricino había sido
cortado, aquella vida rota, tanto verdor vuelto a la ceniza.
Y fue de manera súbita como sintió una presencia a su lado, aunque no
alzó ni volvió la cabeza. Quería morirse; no le importaba nada.
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XVII
LA PRESENCIA
L a presencia que sintió Jonás se hizo enseguida tan intensa como si nunca
Jonás hubiera estado en presencia de nada ni de nadie, y quedó
impresionado; pero su tristeza se había convertido en cólera por la muerte del
ricino, y ponía por testigos a la bóveda de los cielos, a las entrañas de la tierra
y al abismo de los mares de la injusticia que se había cometido, quitando del
mundo aquella belleza del arbusto que tanta consolación había procurado a su
alma.
—Prefiero morirme —volvía a repetir Jonás.
Y entonces la Presencia habló, y dijo:
—¿Está bien que te encolerices por el ricino?
Y Jonás replicó como si le hubieran tocado en una llaga.
—Sí —está bien que me encolerice hasta la muerte.
Y luego se calló como cuando discutía con Micha, y ya comenzaba ahí el
silencio de las setenta y siete semanas enfadados. E incluso se volvió un poco
Jonás, sentado como estaba, para dar no la espalda a quien hablara, pero sí
para mostrar con ese giro claramente su ira y su tristeza. Y la Presencia
también calló por mucho tiempo, porque sabía muy bien que lo que ardía
como un ascua en el alma de Jonás, además de la contrariedad por causa del
ricino, y la manera amarga del solano al despertarle del sueño, era que
aquellos ninivitas habían sido perdonados, y él se sentía desautorizado y
ridículo. Ni siquiera pensaba ya que era un profeta muy pequeño, se sentía
como nada, como un gusano, como un capricornio que podía aplastarse con
un pie en un descuido. Pero por esto mismo, y también porque al fin y al cabo
la Presencia amaba a Jonás y sabía cómo era, y conocía la carne viva en que
su corazón estaba, continuó dando razones al sufriente para hacerle entrar en
su razón, y dijo:
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—Tú te compadeces del ricino por el cual no te has tomado fatiga alguna
ni le has hecho crecer, porque en una noche surgió, y en una noche pereció, y
¿no habré yo de compadecerme de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de
ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su derecha y su
izquierda, y numerosas bestias?
¿Acaso ignoraba Jonás que había niños en Nínive? ¿Ignoraba que había
inocentes bestias que necesitaban vivir en la alegría? Hasta los mulos y
camellos revestidos de gualdrapas reales, y los pobres asnillos tan pacientes y
dulces, habían revestido sus espartillos, y ayunado.
Jonás pensó entonces que ¡bueno!, que dejase a los niños y a los animales
aparte, porque inocentes eran, ¡bien!; e incluso a los ninivitas en general
podía disimulárseles, pero no al rey, y mucho menos a aquellos que le
retorcieron el brazo y fueron la causa de que se hiciera un esguince, y le
habían amenazado con torturas innombrables.
—¿En qué estás pensando? —preguntó la Presencia.
—En nada, en nada. Son cosas mías que se me ponen en la cabeza.
—¿De veras, Jonás?
Pero Jonás no contestaba, sino que ofrecía ostentosamente su cólera, y
pasaban los instantes, y la Presencia decía, aun estando en silencio:
—¡Dime, contesta, objeta, arguye contra mi argumento!
Pero Jonás ni se inmutaba; y volvía a hacer sus preguntas la Presencia, y
Jonás a mostrarse ofendido, hasta que de repente dijo:
—Sí, bueno, de acuerdo, desde luego, ya no tiene remedio. ¡Perdonados
están!
Pero tan bajito que la Presencia tuvo que advertirle que no le había oído
claramente, que tuviese la consideración de hablar más alto. Y luego, mirando
a Jonás, que estaba haciendo con la contera del bastón como unas escrituras
en el suelo de tierra que había junto a las piedras, añadió:
—¡Por cierto, qué bastón tan hermoso! ¡Seguro que lo has comprado en
Tiffany’s!
—Sí, exactamente. ¿Dónde si no? —contestó Jonás. Pero ya en otro tono
de voz completamente diferente.
Y entonces la Presencia le pidió al profeta que se corriera un poco en su
asiento, y le hiciera un lugar en la piedra donde estaba sentado. Y allí se
acomodó, y Jonás pidió algunas disculpas. Luego preguntó:
—¿Qué es lo que ha pasado, de verdad de verdad, en Nínive, si puede
saberse?
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—¡Bueno! —respondió la Presencia—. Se han arrepentido de su
injusticia, y ya distinguen la mano derecha de la izquierda.
Hizo un silencio, y añadió luego:
—Pero algunos son ancianos y necesitarán llevar bastón, Jonás ben
Amittai, Paloma, hijo del Verdadero, de la aldea de Gath-hepher, tribu de
Zabulón. Es bueno que lo sepas.
—¿Quién, yo? ¿Yo que soy un profeta tan pequeño? —preguntó de nuevo
Jonás, apretando la empuñadura del bastón contra su pecho, y echando ya a
andar para irse.
—¿Adónde vas, Jonás? ¿De nuevo a Tarshish? ¿Es que no les prestarías a
los ninivitas ancianos tu bastón?
Pero entonces no le dio tiempo a Jonás a contestar, porque vio acercarse a
Micha, que, ya antes de llegar hasta él, comenzó a reprocharle, con quince
razones según advirtió, que anduviese dando incordios a todo el mundo,
comiendo de cualquier manera y durmiendo en cualquier parte en el campo,
sin la sombra de un árbol ni un cobijo, como si no tuviera casa, ni un hermoso
ricino para la siesta en el verano; haciendo comedias con los peces grandes, y
dando que hablar por ahí tanto con el bastoncito de plata en la mano, que
hasta algún día habría en la biblioteca de Nínive algún óstraco o papiro
contándolo.
Y la Presencia rió. O esto fue lo que le pareció a Jonás: que había reído la
Presencia, mientras Micha hablaba y desconstruía. Pero, cuando volvió sus
ojos hacia Aquélla, ya no estaba.
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JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO (Langa, Ávila, 1930 - Valladolid, 9 de marzo de
2020) es un poeta, narrador y ensayista español. Se licenció en Derecho por la
Universidad de Valladolid, en Filosofía y Letras por la de Salamanca y en
Periodismo por la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid en 1962.
En el Norte de Castilla fue primero colaborador, después redactor, subdirector
y finalmente director hasta su jubilación en 1995.
En su obra se ven reflejados los paisajes de la amplia llanura castellana que
invitan al pensamiento, la reflexión. Es autor de novelas, ensayos, poesía y
diarios. Colaborador habitual de periódicos como ABC o La Razón, patrono
del Instituto Cervantes y de las fundaciones de la Lengua Española y de la de
los Duques de Soria. Ha sido galardonado con premios como el Nacional de
las Letras Españolas en 1992, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes
en 1998, el Nacional de Periodismo Miguel Delibes en el 2000 o el Cervantes
en 2002.
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NOTAS
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[1]minimalismo. La locución empleada en el texto es «ni brizna de figura de
lo que hay en el cielo, en la tierra y en el mar», esto es, «nada», la lisura total
como luego aclara; lo que, efectivamente, es, dentro de la teoría de las artes,
minimalismo absoluto. <<
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[2]actitud crítica impresionista y crítica objetiva. El texto emplea locuciones
que aluden a una primera impresión, en el primer caso; y a una segunda
impresión después de dar vueltas a las cosas, una vez que Micha se ha sentido
decepcionada por los regalos que a sí mismo se ha hecho su marido,
comprados, además, en tienda de elegancia consumada. Y lo que demuestran
esas matizaciones de Micha, ante todo, es lo realmente avanzada que estaba
ya entonces la teoría crítica literaria. <<
Página 98
[3]macetas colgantes. La locución es esta vez literalmente equivalente a la del
texto, que indica el hecho, por otra parte sospechable, de que, así como
existían en la tierra babilónica «jardines colgantes», también existían macetas
o tiestos colgados en la pared o pendientes de un techo; una modernidad total,
como puede observarse. La bibliografía es muy amplia a este respecto. <<
Página 99
[4]El Ataúd de Job es un pequeño pero bien definido rombo irregular en la
constelación del Delfín, compuesto por las estrellas Sualocin, Rotanev, y
Delta y Gamma Delphinis. Esta constelación fue confundida en los antiguos
tiempos con la de la Ballena, y Job llamó, en su Libro, Leviatán al terrible
monstruo del mar que, sin embargo, también pudiera ser un delfín. Y parece
que el nombre de Ataúd de Job bien podría aludir a la determinación de
enterrar hasta el recuerdo de tal Libro, que siempre resultó intolerable para
todo el mundo e incluso incómodo para la Divinidad, y también para sepultar
con él el recuerdo mismo de su autor, quizás el Gran Incordiante o Decidor de
la verdad de todos los tiempos, pese a su fama de hombre paciente y
resignado. <<
Página 100
[5]La opinión del traductor y editor de este libro de El viaje de Jonás acerca
del viaje o los viajes de Jonás se inclina, desde luego, a la tesis de que Jonás
estuvo en el estómago de la ballena, o de parientes suyos como el
dinkleosteus o el dinichthys, aunque, a juzgar por dibujos antiguos, estos
animales marinos parecen ferocísimos y mucho menos habitables que una
ballena. Pero sería arduo abordar, en una necesariamente pequeña nota, la
compleja cuestión de la existencia o no existencia de máquinas,
pertenecientes o no a los Argonautas, o a jovencitos de la alta clase ninivita,
que parece que fueron las que dieron lugar a la leyenda de las islas flotantes
de las que se habla en el texto, y que, según opiniones reflejadas también en
él, serían máquinas submarinas, pero sobre cuya tecnología no se nos
informa. El hecho, sin embargo, de que se declare como pretexto de correr
medio mundo, y bajar a las aguas más profundas, la búsqueda de una piel de
carnero o vellocino de oro, indica bastante a las claras que todo está muy
embarullado, y que este nombre y esa justificación señalan una operación de
espionaje altamente secreta, que no ha dejado otro rastro escrito que la
referencia de esta historia. <<
Página 101
[6] artes desconstruccionistas. La locución empleada a este respecto en el
original alude a la innata actitud infantil de romper un juguete para comprobar
cómo funciona y lo que hay dentro, y al mismo tiempo significa la
determinación de dejarlo sin posible recomposición, que, por lo demás,
siempre se intenta. Nada que ver, al parecer, con el deconstruccionismo de la
filosofía errática postmoderna, y más en concreto con la de Jacques Derrida,
aunque hay algunos especialistas que ya ven ahí, en el discurso de Micha, un
indudable precedente de este deconstruccionismo. <<
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[7] lente . El eminente arqueólogo Sir John Layard encontró en Nimrud en
1850 una lente de aumento que él no menos eminente especialista en óptica
Sir David Brewer pensó que los babilonios utilizarían más bien para
concentrar los rayos solares o para leer escrituras de trazos minúsculos; pero
posteriormente el profesor Giovanni Pertinato de la Universidad de Roma
supuso que dicha lente, depositada en el Museo Británico, Sala 55, Caja 9 de
la Lower Mesopotamiam Gallery, podría haber sido utilizada para estudios
astronómicos, aunque otros científicos lo niegan porque el pulido de la lente
es pobre y no la permite una definición de imagen adecuada. Pero el profesor
Pertinato lanzó incluso la hipótesis de que aquellos astrónomos babilónicos
hubieran alcanzado a ver a Saturno, y creído que sus anillos eran serpientes; y
la hipótesis no será aceptable para los científicos, pero ¿acaso no podría
indicar que el profesor Pertinato pudo leer en alguna de las antiguas lenguas
meso-orientales esta historia de El viaje de Jonás aquí transcrita? <<
Página 103
[8]De lo que no se puede hablar, no se debe hablar es una formulación
idéntica a la que haría luego Ludwig Wittgenstein, refiriéndose a eventuales
realidades no racionalizables ni expresables en lenguaje meramente
comunicativo, y quizás Jonás quisiera referirse a eso mismo tras su
experiencia en las entrañas de la bestia marina; pero lo más probable, dado el
contexto, es que el profeta hiciera aquí una cortés perífrasis, ante el interés
sensacionalista de los porteadores de noticias. Un anotador del texto original
habla del testimonio de uno de los presentes a aquel evento, que explica que
Jonás hizo una enigmática invitación a los porteadores de noticias para que se
encaminaran a «freír espárragos», una locución cuyo significado se nos
escapa, porque una receta gastronómica de espárragos fritos no ha sido
individualizada por los especialistas en historia antigua mesopotámica, o de
otros países meso-orientales, como formando parte de su cocina. Véase al
respecto Jean Bottero, Mesopotamiens. Mesopotamien Culinary Texts,
Winona Lake, Eisenbrauns, 1995. <<
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[9] Para la discusión filológica de los vocablos sumerios y sus concordantes
hebreos y griegos discernidos por Micha, ver John M. Allegro, The Sacred
Muhsroom and the Cross, Doubleday and Company, New York, 1970, cap.
II, págs. 8-18, especialmente la nota número 25; y cap. XI, págs. 91-96 y
notas; también en relación con la cuestión del ricino. <<
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[10]capricornio. El gusano del ricino no fue, como se ve en el texto, un
gusano exactamente, sino un ejemplar de larva de Ciambycidus, del orden de
los Coleópteros, seguramente el Hylotrupes bajulus, lo que se anota aquí para
resaltar que, en cuanto a nombre con sonoridades aristocráticas y majestuosas,
el nombre de dicha larva no les va en zaga a los nombres de las grandes
constelaciones celestes, o a los de poderosísimos reyes babilónicos como
Teglatfalasar, Assurbanipal o Enmebaragesi. <<
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