Trabajo de 5to Aã - o
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PARTE ÚNICA
Lea los capítulos escogidos de la obra de Jorge Isaacs “María” y responda lo siguiente. (Valor 2
ptos c/u)
4.-Extraiga del texto algunas figuras literarias como (epítetos, metáforas, símil, descripción) un
ejemplo.
5. ¿Qué características destacan en el paisaje que observa Efraín a través de la ventana? Razone y
de ejemplo.
6.Extraiga del texto alguna expresión que nos compruebe la identificación del ambiente con el
estado de ánimo del personaje principal.
9.En relación con el idilio que se va desarrollando, ¿Qué elemento constituye un obstáculo para el
avance del mismo?
10.¿Cuál o cuáles de los temas del romanticismo está presente en la lectura? De ejemplo.
CAPITULO I
Era yo niño aun cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a
mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá
hacía pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo. En la noche
víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y
sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz,
cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello
algunas lágrimas suyas. Me dormí llorando y experimenté como un vago
presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos cabellos
quitados a una cabeza infantil; aquella precaución del amor contra la muerte
delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los
sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi
existencia.
A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los
brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María
esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la
mía, helada por la primera sensación de dolor. Pocos momentos después seguí a mi padre, que
ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso
ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del Sabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra
derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda en
las que solían divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno
de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del
aposento de mi madre.
CAPITULO II
Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al
nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje,
y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul
pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio
enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de
una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas
que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de
verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas
vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en
sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se
habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de
añosos gruduales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y
amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de
U...: ¡los perfumes que aspiraba eran tan gratos comparados con el de los vestidos
lujosos de ella; el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi
corazón!
Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la
memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían
de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de
melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de
mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho
años, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer
por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias
desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es
impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden
seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después,
nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es
su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el
vulgo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca,
hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no
pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan a el alma
empalidecidas por la memoria infiel.
Antes de ponerse el sol, ya había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa de
mis padres. Al acercarme a ella, contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y
naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las
habitaciones.Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que se vio formar. Las
herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible;
era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra
me cubrió los ojos: supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.Cuando traté de
reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba en pie junto a
mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se
cubrió de más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros, rozó con su talle; y sus
ojos estaban humedecidos aún, al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un
niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.
CAPITULO III
A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte
oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre
el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín
recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El
viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río. Aquella naturaleza parecía
ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.
Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se
sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron
indistintamente, y María quedó frente a mí. Mi padre, encanecido durante mi
ausencia, me dirigía miradas de satisfacción, y sonreía con aquel su modo
malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi
madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la
rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y
cremas; y se sonrojaba aquélla a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada
examinadora. María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la
brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que a
su pesar se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y
graciosamente imperativos, me mostraron sólo un instante el velado primor de su
linda dentadura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño-
oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía
un clavel encarnado. Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se
descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algodón fino color de
púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta de blancura mate. Al
volver las trenzas a la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré
el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las
de una reina.
Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padre
nuestro, y sus amos completamos la oración.
La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.
María tomó en brazos el niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron
a los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.
Ya en el salón, mi padre para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi
madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María,
menos tímidas ya, querían observar qué efecto me causaba el esmero con que
estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la
casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda;
en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas
ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de
porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y
campanillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a
las columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una
fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares
cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un hermoso juego de baño
completaban el ajuar.
-¡Qué bellas flores! -exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la
mesa.
-María recordaba cuánto te agradaban -observó mi madre.
Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en
soportar aquella vez mi mirada.
-María -dije- va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.
-¿Es verdad? -respondió-; pues las repondré mañana.
¡Qué dulce era su acento!
-¿Tantas así hay?
-Muchísimas; se repondrán todos los días.
Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María,
abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía:
esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles sorprendida en el
rostro de una virgen de Rafael
CAPITULO IV
Dormí tranquilo, como cuando me adormecía en la niñez uno de los
maravillosos cuentos del esclavo Pedro.Soñé que María entraba a renovar
las flores de mi mesa, y que al salir había rozado las cortinas de mi lecho
con su falda de muselina vaporosa salpicada de florecillas azules.
La voz de María llegó entonces a mis oídos dulce y pura: era su voz de niña,
pero más grave y lista ya para prestarse a todas las modulaciones de la
ternura y de la pasión. ¡Ay! ¡cuántas veces en mis sueños un eco de ese
mismo acento ha llegado después a mi alma, y mis ojos han buscado en
vano aquel huerto donde tan bella la vi en aquella mañana de agosto!La niña
cuyas inocentes caricias habían sido todas para mí, no sería ya la
compañera de mis juegos; pero en las tardes doradas de verano estaría en
los paseos a mi lado, en medio del grupo de mis hermanas; le ayudaría yo a
cultivar sus flores predilectas; en las veladas oiría su voz, me mirarían sus
ojos, nos separaría un solo paso.
Horas después me avisaron que el baño estaba preparado y fui a él. Un frondoso y
corpulento naranjo, agobiado de frutos maduros, formaba pabellón sobre el ancho
estanque de canteras bruñidas: sobrenadaban en el agua muchísimas rosas:
semejábase a un baño oriental, y estaba perfumado con las flores que en la mañana
había.
CAPITULO V
Habían pasado tres días cuando me convidó mi padre a visitar sus haciendas del
valle, y fue preciso complacerlo; por otra parte, yo tenía interés real a favor de sus
empresas. Mi madre se empeñó vivamente por nuestro pronto regreso. Mis
hermanas se entristecieron. María no me suplicó, como ellas, que regresase en la
misma semana; pero me seguía incesantemente con los ojos durante los
preparativos de viaje.En mi ausencia, mi padre había mejorado sus propiedades
notablemente: una costosa y bella fábrica de azúcar, muchas fanegadas de caña
para abastecerla, extensas dehesas con ganado vacuno y caballar, buenos
cebaderos y una lujosa casa de habitación, constituían lo más notable de sus
haciendas de tierra caliente. Los esclavos, bien vestidos y contentos, hasta donde
es posible estarlo en la servidumbre, eran sumisos y afectuosos para con su amo.
Hallé hombres a los que, niños poco antes, me habían enseñado a poner trampas a
las chilacoas y guatines en la espesura de los bosques: sus padres y ellos
volvieron a verme con inequívocas señales de placer. Solamente a Pedro, el buen
amigo y fiel ayo, no debía encontrarlo: él había derramado lágrimas al colocarme
sobre el caballo el día de mi partida para Bogotá, diciendo: amito mío, ya no te veré
más. El corazón le avisaba que moriría antes de mi regreso.Pude notar que mi
padre, sin dejar de ser amo, daba un trato cariñoso a sus esclavos, se mostraba
celoso por la buena conducta de sus esposas y acariciaba a los niños.
Una tarde, ya a puestas del sol, regresábamos de las labranzas a la fábrica mi
padre, Higinio (el mayordomo) y yo. Ellos hablaban de trabajos hechos y por hacer;
a mí me ocupaban cosas menos serias: pensaba en los días de mi infancia. El olor
peculiar de los bosques recién derribados y el de las piñuelas en sazón; la
greguería de los loros en los guaduales y guayabales vecinos; el tañido lejano del
cuerno de algún pastor, repetido por los montes: las castrueras de los esclavos que
volvían espaciosamente de las labores con las herramientas al hombro; los
arreboles vistos al través de los cañaverales movedizos: todo me recordaba las
tardes en que abusando mis hermanas, María y yo de alguna licencia de mí madre,
obtenida a fuerza de tenacidad, nos solazábamos recogiendo guayabas de nuestros
árboles predilectos, sacando nidos de piñuelas, muchas veces con grave lesión de
brazos y manos, y espiando polluelos de pericos en las cercas de los corrales.
Al encontrarnos con un grupo de esclavos, dijo mi padre a un joven negro de
notable apostura:
-Conque, Bruno, ¿todo lo de tu matrimonio está arreglado para pasado mañana?
-Sí, mi amo -le respondió quitándose el sombrero de junco y apoyándose en el
mango de su pala.
-¿Quiénes son los padrinos?
-Ña Dolores y ñor Anselmo, si su merced quiere.
-Bueno. Remigia y tú estaréis bien confesados. ¿Compraste todo lo que
necesitabas para ella y para ti con el dinero que mandé darte?
-Todo está ya, mi amo.
-¿Y nada más deseas?
-Su merced verá.
-El cuarto que te ha señalado Higinio ¿es bueno?
-Sí, mi amo.
-¡Ah! ya sé. Lo que quieres es baile.
Rióse entonces Bruno, mostrando sus dientes de blancura deslumbrante, volviendo
a mirar a sus compañeros.
-Justo es; te portas muy bien. Ya sabes -agregó dirigiéndose a Higinio-: arregla eso,
y que queden contentos.
-¿Y sus mercedes se van antes? -preguntó Bruno.
-No -le respondí-; nos damos por convidados.
En la madrugada del sábado próximo se casaron Bruno y Remigia. Esa noche a las
siete montamos mi padre y yo para ir al baile, cuya música empezábamos a oír.
Cuando llegamos, Julián, el esclavo capitán de la cuadrilla, salió a tomarnos el
estribo y a recibir nuestros caballos. Estaba lujoso con su vestido de domingo, y le
pendía de la cintura el largo machete de guarnición plateada, insignia de su empleo.
Una sala de nuestra antigua casa de habitación había sido desocupada de los
enseres de labor que contenía, para hacer el baile en ella. Habíanla rodeado de
tarimas: en una araña de madera suspendida de una de las vigas, daba vueltas
media docena de luces: los músicos y cantores, mezcla de agregados, esclavos y
manumisos, ocupaban una de las puertas. No había sino dos flautas de caña, un
tambor improvisado, dos alfandoques y una pandereta; pero las finas voces de los
negritos entonaban los bambucos con maestría tal; había en sus cantos tan sentida
combinación de melancólicos, alegres y ligeros acordes; los versos que cantaban
eran tan tiernamente sencillos, que el más culto diletante hubiera escuchado en
éxtasis aquella música semisalvaje. Penetramos en la sala con zamarros y
sombreros. Bailaban en ese momento Remigia y Bruno: ella con follao de boleros
azules, tumbadillo de flores rojas, camisa blanca bordada de negro y gargantilla y
zarcillos de cristal color de rubí, danzaba con toda la gentileza y donaire que eran
de esperarse de su talle cimbrador. Bruno, doblados sobre los hombros los paños
de su ruana de hilo, calzón de vistosa manta, camisa blanca aplanchada, y un
cabiblanco nuevo a la cintura, zapateaba con destreza admirable.
Pasada aquella mano, que así llaman los campesinos cada pieza de baile, tocaron
los músicos su más hermoso bambuco, porque Julián les anunció que era para el
amo. Remigia, animada por su marido y por el capitán, se resolvió al fin a bailar
unos momentos con mi padre: pero entonces no se atrevía a levantar los ojos, y
sus movimientos en la danza eran menos espontáneos. Al cabo de una hora nos
retiramos.
Quedó mi padre satisfecho de mi atención durante la visita que hicimos a las
haciendas; mas cuando le dije que en adelante deseaba participar de sus fatigas
quedándome a su lado, me manifestó, casi con pesar, que se veía en el caso de
sacrificar a favor mío su bienestar, cumpliéndome la promesa que me tenía hecha
de tiempo atrás, de enviarme a Europa a concluir mis estudios de medicina, y que
debía emprender viaje, a más tardar dentro de cuatro meses. Al hablarme así, su
fisonomía se revistió de una seriedad solemne sin afectación, que se notaba en él
cuando tomaba resoluciones irrevocables. Esto pasaba la tarde en que
regresábamos a la sierra. Empezaba a anochecer, y a no haber sido así, habría
notado la emoción que su negativa me causaba. El resto del camino se hizo en
silencio. ¡Cuán feliz hubiera yo vuelto a ver a María, si la noticia de ese viaje no se
hubiese interpuesto desde aquel momento entre mis esperanzas y ella!