Ahora-Que-Si-Nos-Leen 2022
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Ahora-Que-Si-Nos-Leen 2022
Concurso de cuentos
sobre temáticas de género
ISBN 978-950-691-134-8
El hongo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Veinticinco metros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Las achuras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
Sacudir el mantel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
El cementerio de la abuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
Midland . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34
¿Alquien quiere ser mi mamá?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
Cachita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
La selva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56
Necrológica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60
Cuatro paredes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
Persecución . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 70
Lo de Doña Elvira . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
La deuda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78
Tan cerca del comedor diario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
Un hombre liso y llano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90
Nueva York en primavera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
En disidencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 102
La Moni, yo y las que son como nosotras . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Cría cuervos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 114
Trabajo Sucio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
El bebé que no existe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122
Bendito es el fruto de tu vientre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128
El hongo
Natalia Villamil
Tenés que ser feliz siempre en las despedidas, eso me dijo la doña.
Y yo que todavía estaba con el gusto a yuyos, impregnado en la
boca, le hice caso y sonreí levemente. Con la comisura de los labios
hacia el costado, como una mascarita.
Ensayé… ensayé una mueca. Era una sonrisa dura, sostenida
por dos hilos de babas. Los hilos de baba que me quedaban. Tenía
sed, pero no me salía pedir agua. Tragaba saliva seca con gusto a
sangre, me había mordido un poco los bordes de la boca, sin darme
cuenta. Una costumbre nerviosa.
Estaba sentada allí, con las piernas abiertas y la cabeza hacia
arriba, como rezándole a un dios. Mirando las telarañas de esa
pieza, pensando en que no quedaba otra que eso que estaba su-
cediendo. Tratando de torcer el destino, ya consumado. Como si
se pudiera. Siendo hostil conmigo misma, con la decisión, con el
arrebato, tal vez.
Sentada en un tacho de basura.
Eso había indicado la doña, con tono suave y lento.
Es más fácil para todas, sentir que es una basura.
Lo repetía, con la voz baja, apenas perceptible, como para no
molestar mi concentración, pero también como para que yo no
olvide que lo que llevaba adentro mío era una basura que había
que tirar. Que lo piense así… pretendía la doña, que no suelte ese
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pensamiento. Algo que se tira, que no vale la pena llorar. Que no
vale el suspiro de nadie. Ni las lágrimas del presente ni el recuerdo
del mañana.
Su rezo me aliviaba.
Ella tenía bien claro el pensamiento, a pesar de ser una doña
bruta, con eso le salía pensar.
Lo repetía.
Pero yo no paraba de preguntarme… por qué el tacho de basu-
ra, habiendo cama, por qué estaba sentada allí, aunque fuera basu-
ra, sin saber nada, en la cárcel de esa decisión… con el dolor de las
caderas ensancharse en cada dolor.
Entonces ensayé, esta vez, la pregunta: ¿Por qué dejarlo ahí?
Como se deja la cáscara de papa, sin darle un lugar, aunque más no
sea en una maceta, en algún frasco para que trepe el vidrio como
un hongo que se expande fuera de mí o por qué no tirarlo en un
montoncito de tierra para que quizá en algún momento se trans-
forme en flor. Que la doña, bruja que todo lo conseguía, que todo
lo podía, lo convirtiera por fin en una azalea brillante como ojos
gatos en esa oscuridad.
La fuerza hacela al revés, me dijo.
—Una entraña que tiene que trabajar contra la naturaleza —me
repitió la doña.
Sacar la piedra del camino.
Roer como una leona pensando en otra cosa, eso tenía que hacer.
Y yo que solo pensaba en el final, que solo deseaba el final por
más lleno de voces malignas que me estallaban en la cabeza.
Solo quería el final…
Había pensado en la muerte tantas veces y ahora se moría un
pedazo de mí misma, adentro o afuera ¡o en el eterno hueco que
conecta mis adentros y el afuera!
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Se moría en ese instante un trozo del sexo sin querer.
Me lo quería sacar, era un enemigo. Mientras oía los pájaros en
su canto, tragaba yuyo, crudo, duro, sucio, de la huerta de esa doña
desconocida. El yuyo recién cortado. Y me entregaba a esas manos
que me zarandeaban el cuerpo, que me hurgueteaban el interior,
que me sacudían el hueco de conexión eterna, todo eso, sin pedir
permiso.
Nada pedía permiso.
A mí me pasó, a mí.
Todo pasó sin permiso.
En un momento imaginé que las manos de la doña hacían el
mismo movimiento de zambullida en una pileta. Lloré para aden-
tro como el agua cuando hace remolinos para vaciarse por alguna
cañería. Y me mareé, me confundí tanto, tanto, que a la doña no le
quedó otra que sentarme en el lugar de las acusadas con fuerza ani-
mal, otra vez, en ese tacho de basura para bañarme el bajo vientre
con un chorro de agua congelada.
Quiso dormirme las piernas.
Dormirme la entrepierna casi para siempre…
Mi cuerpo al desnudo, inocente aún.
—No es un parto, es otra cosa —sentenció la doña.
Ya entonces, con esa frase como una sentencia todo tuvo que
terminar.
Y cuando todo pasó en un tiempo distinto al de siempre. Ago-
tada, después de ese sueño casi amigo, que me hizo olvidar, aunque
sea por un rato, que todo había pasado más rápido de lo que las
agujas del reloj marcaron. Después de ese miedo que duró cien
años, revoleé los ojos por todo el lugar, ya no quedaban ni las tela-
rañas tejidas por los años, pero me pareció ver el tacho de basura
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con mi hongo negro oscuro de muerte, por fin afuera, me pareció
verlo entonces, prendiéndose fuego.
Al fin, era el fin…
Ese dolor de perderlo fue menos fuerte que el miedo de tenerlo
adentro, chorreando y cubriendo las paredes de mi cuerpo hasta
su nacimiento.
12
Veinticinco metros
Cecilia Magdalena
13
años. No hay desvío, hay faltas. No es enfermedad, es esguince. No
es barullo, es el club. Festejo, aliento, hinchada. No es escándalo.
El verde, los álamos, la parrilla, el fútbol, el equipo de vóley,
las chicas de aquagym, los botines, el color ladrillo de la cancha,
las sombrillas, picnic nocturno, birra, el domingo y la familia. Es
un lugar como otros, con sus reglas y su cultura en general. Ya sé
para qué equipo voy a jugar, me lo dijo mi hermano, ni se te ocurra
hinchar por los otros, en esta familia es así, en este barrio ha sido
así siempre. No es lo mismo “la cultura general” que “el General de
la cultura”. Y las reglas son que acá no pasa nada, acá somos todas
amigas, acá las chicas y allá ellos, los noviecitos, los hombres, los
que la ponen. Pero yo también sé ponerla y solo pensarlo me da
calor. Un fuego de excitación y vergüenza. Voy al baño y me lavo la
cara. Llorar también es ponerla.
Hay lugares y no-lugares. Yo vengo de los dos. Lunes, miércoles
y jueves voy al club. Veinticinco metros por quince metros, una pi-
leta de barrio para una lesbiana de barrio. Ahí no hay remeras, hay
mallas y mi culo siempre está demasiado al aire. No hay confusión:
piernas y brazos bien expuestos, bikini o enteriza, tela al cuerpo,
el agua me pega el deseo, la piel, los pezones que saltan por el
frío. No me molesta, ni el mío ni otros cuerpos de mujer. Me gusta
cómo nadamos, cómo agitamos el agua, cómo entramos tan bien
entre nuestras manos.
Soy una chica que nada, como existir a veces. Nada, nado, que
nada, quemada, que rema, que naufraga, que isla, que bote, que
lesbiana, que chica, qué chica diez, que “chapa” con la nueve, que
nada. Enteriza y desarmadiza. Malla roja, me queda espléndida,
me gusta la tela elástica sobre mis caderas que van y vienen. Subo
y bajo. La pileta me desinfla. Ir a gastar energía, ir a respirar cada
cuatro, cada seis, cada dieciséis brazadas.
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Hundirse. Inmersión y ahí estoy otra vez queriendo la superfi-
cie. Que se vea claro y respirar. Patada, patada, patada. Una pileta.
Me hundo. Patada, brazada, patada, respiración, brazada, patada,
respiración. Soy otra. Dos piletas. Me gusta mirar a mis compañe-
ras cuando se zambullen. Tres piletas. Ya hice cambio de aire. Pata-
da, burbujas. Cuatro piletas. Afuera no podemos vernos. Burbujas,
contar hasta veinte lento y sacar la cabeza. Entro en calor. Rotación
de cuello, como diciendo que no. No, no, no. Varias veces, ir
y venir. Cinco piletas. Me gusta sentir que se posan otras miradas
sobre mí.
Nado estilo mariposa, me hecho a volar.
A la profesora no le molesta que nademos una por encima de la
otra. La sincronía nos divierte, pero el movimiento del agua deses-
tabiliza las imágenes. No es reflejo, es otredad. Rotación de cuello,
digo no, le digo que no, pero terminamos dándonos un beso debajo
del agua. Me encanta ese juego, también es deporte.
La profesora explica otro movimiento.
Patada de pecho. Abro las piernas a los laterales y quien nada
adelante hace lo mismo, lento, como queriendo que yo vea algo
debajo del agua. Es otra amiga con quien en el último verano nos
colamos en el club y robamos cerveza fría, nos tiramos en la cancha
de rugby y juntamos nuestras tetas. He visto a otras chicas hacer lo
mismo, llegan al entrenamiento con el pasto pegado todavía a la es-
palda. Son solo amigas, dijeron sus padres para aclarar la situación
denunciada por la celadora del vestuario que las vio desnudarse. Y
todas asentimos con la cabeza. Y con el cuerpo. Decir que sí con el
cuerpo es un gesto difícil de remover. Se empaña para siempre.
Mi hermana me vio una vez en el vestuario bañándome con
una compañera y le contó a nuestro papá. Fue una patada de pe-
cho. Patada al pecho y fin del entrenamiento. No recuerdo cuándo
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me di cuenta de que ella me miraba y me gustó, estaba a salvo de
otros ojos. La memoria tiene su propia lógica de amontonamiento.
Aunque quiebre el agua de un tajo no me hundo, decidida-
mente voy al fondo a buscar lo más lejano. Ya no es tan allá, ya me
siento diferente desde antes.
Brazada y patada de espalda. El techo, su vidrio, el sol, el vera-
no, y en la pileta el agua tibia que nos sale de adentro. Diez piletas.
Nadar de espaldas sin contar la respiración. Nos chocamos. Sigan
la línea de las vigas, grita la profesora. Disculpá, sí, qué torpe, pasá
primero vos. Apoyo la frente en el cielo y cuento: una, dos, cinco
brazadas de espalda. Avanzar sin ver para cuidar el semblante, acá
no pasa nada, voy a tientas, cómo saberlo, no sentí que eras como
yo, al contrario, eras tan diferente y aún así quieren que estemos
todas en el baño de chicas.
Y me hundo otra vez. La vida es un entrenamiento. Medir la ca-
pacidad pulmonar con el aire, tomar la velocidad de la carrera con
las palpitaciones, coordinar el movimiento de brazos hasta hacer
un perfecto corazón de pecho en dos maniobras.
Vamos al vestuario. El olor a cloro es ácido y me froto mucho
la piel hasta que se pone roja, pero algo de la contaminación me
queda como un sarpullido en el pudor. Se nota en mi cara que
algo más pasa. Quisiera quedarme en el club todo el día, haciendo
tiempo para entrar a inglés, por ejemplo, es una excusa tonta, no
importa. Hacer tiempo y espacio ahí, ahuecarme, un nidito que
los niños quieren derribar con sus piedras, pero se mantiene firme.
Una fortaleza. Y dormir ahí, ahogarme de la risa.
Pero mamá sabe que estoy en el club y me espera para almorzar.
Casi huelo la cazuela de pollo, ahí tan cerca, a veinticinco metros
del suelo, mi nidito.
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Las achuras
Pola Iane
Una nariz rota, sangrante. Una nariz pequeña, lisa, asustada. Una
mano grande, gruesa, áspera, contra el hueso. La muerte rondando
la cocina.
Los niños sostienen a su madre a punto de perder la vida y co-
rren hacia la casa de Perla.
—La mami está tirada en el piso, vení, tía.
—Pero, ¿qué pasó?
—El papi.
La salida hacia la calle se riega de sangre nasal. Los brazos de
Perla sostienen a su hermana con la fuerza de un huracán, con lo
que le quedó del sostén de las planchas de hierro, de las sábanas
lavadas en la tabla. Un furioso salvataje que las lleva hacia la casa
del médico.
Es de madrugada. El aire se alborota de mosquitos, es verano.
No hay mucha luz, los focos son débiles en las calles de tierra y es-
casez humana. Los niños caminan rápido a su costado, los piececi-
tos no les alcanzan para seguir los adultos y prácticamente sueltan
un trotecito leve y asustado, desbordado.
Caminan largas cuadras. La longitud aumenta en la soledad
nocturna de las mujeres. Hay miedo a la muerte y a encontrarse
con los borrachos que salen de los bares-cuevas y, aún peor, de
la zona de los achureros, donde, les han dicho que, de noche, los
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hombres y mujeres usan sus cuchillos para salir de aquel hervidero
de sangre a continuar la tarea en la vereda, con cuerpos humanos.
Una historia que conocen desde niñas y sobre la cual solo tienen
la certeza de quienes creen a sus padres la indicación de cuidado,
nunca pasar por ahí.
Las mujeres achureras son más temidas que sus iguales mascu-
linos. Tienen unas trenzas negras y gruesas que les llegan por de-
bajo del ombligo ensanchado en una gran panza. Durante el asado
de achuras que hacen en la vereda, llevan enormes cuchillos. El
matadero les obsequia las achuras que de no ser por ellas, termina-
rían en la basura. Con maridos e hijos, las achureras salen en los
carros a venderlas: chinchulines, librillo, tripa gorda. Ese no es más
que su trabajo, pero quienes las observan elucubran historias de
terror que no pueden confirmarse: nadie pasa por sus ranchos de
noche, nadie se atreve a preguntarles cuando les compran alguna
pieza, nadie ha pasado por la vereda durante el asado.
No importa la veracidad de la historia, no pasan por ahí. Perla,
Marta y los niños, se desvían, toman la otra calle, la que no tiene
una leyenda adosada. Se acercan al centro de la ciudad donde la luz
de los tendidos eléctricos es más luminosa porque sus residentes
provienen de familias distinguidas por el dinero acumulado junto
al prestigio. Aparecen, en las puertas de las casas, las placas de
bronce, un abogado, un escribano, un doctor. Las veredas brillan y
aún se puede sentir el aroma del lampazo que pasaron las emplea-
das domésticas de toda la cuadra.
Con las últimas fuerzas, Perla golpea la puerta maciza y amplia
de la casa del doctor. Los niños reposan en la pared y Marta balbu-
cea algunas palabras inentendibles que suenan a dolor extremo. El
doctor abre la puerta entre lagañas y bostezos, se asusta al verlas.
Les indica el ingreso.
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En el interior de la casa con techos altos que obligan a los niños
a mirar hacia arriba, se quedan esperando en la sala para tal fin
mientras el médico se lleva a Marta hacia el consultorio. Pasando
una puerta amplia de vidrio está la casa del doctor con amplios
sillones y un parque gigante que ninguno de estos visitantes noc-
turnos conocerá. Solo llegaron hasta la sala alguna vez anterior por
un malestar menor de Marta que ya le alertaba de este golpe final.
El médico cree necesario preguntarle a Marta qué hizo que lo
enojó tanto. Ella cierra levemente los ojos en tono de decepción
aunque ya conoce la pregunta y la espera. Se limita a no contestar
excusada por el mareo y la conciencia que apenas le llega entre-
cortada.
La salida de la casa del médico es fría. La noche ha colonizado
toda la pequeña ciudad. Hacen algunas cuadras por la calle Mitre
para acortar el regreso. A pocos metros de la esquina continúan el
ritmo acelerado del escape, la boca del lobo que emerge en la ma-
drugada asusta demasiado y la casa está tan lejos.
Las luces del auto estacionado titilan indicando que él está
ahí. Su marido, el autor del golpe, baja del auto. Si Perla no hu-
biera estado con ella, Marta no hubiera dudado en subirse ins-
tantáneamente, como una respuesta condicionada por el sonido
de una campana cristalizada por el temor. Pero vuelven sus pasos
amontonados, perseguidos, aún más veloces, levantan al más pe-
queño en upa para volver por la calle de los achureros por la que
podrían salir.
Marta sabe que es solo cuestión de tiempo. Que no podrá esca-
par, que deberá volver a casa, Perla no podrá cubrirla, protegerla
para siempre. Solo retrasa lo predecible.
Los corazones pequeños y grandes se aceleran, golpean
fuerte en el pecho y enlentecen los pasos aunque saben que él
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los está siguiendo. Se sujetan con más fuerza de los brazos y
tratan de no hacer tanto ruido con las alpargatas. Se acercan
al rancho de los achureros y observan el reflejo del fuego en la
pared y el humo les llegan con olor a molleja y chinchulín. A
alguno de los pequeños se le hace agua la boca mientras Perla
y Marta rezan usando sus dedos que se entrecruzan entre sí
como un rosario de hermandad. Perla se yergue para parecer
más alta de lo que es y aparentar un paso pesado y lento como
si no pesara apenas cuarenta kilos.
La mujer achurera se les queda mirando mientras pasan. Porta
un gran cuchillo de carnicero en sus grandes manos y lo afila en
la chaira que nunca se lavó, como ese cuchillo que va soltando
pedazos de carne mientras se desliza por el acero. Se sonríe con
una mueca como si estuviera comiendo chicle pero ha de ser un
bocado de tripa gorda. Se acerca al fuego, mueve las achuras que
casi están listas y vuelve a mirar a estos valientes paseantes noctur-
nos que tiritan mientras pasan. Los ve alejarse y desde la esquina se
percata del perseguidor. El marido de Marta parece traer encima
unos vinos de más por lo que no teme a los achureros y siempre
creyó que en la falsedad de la leyenda. La mujer achurera lo mira
confundida y observa a Marta girando la cabeza con la gasa en la
nariz: el espanto en su rostro se lo dice todo.
Esa noche Marta y Perla lo esperan juntas, pero nunca llegará.
Esa noche, en el rancho de los achureros, la parrilla rebosará
de carne.
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Sacudir el mantel
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—Seguro que algo hizo para provocarlo al hombre, la mosqui-
ta muerta.
—Y mirala ahora. Cómo se arruinó la vida, tan joven.
—Jovencita, pero atrevida.
—Hay que ver cómo se las arregla.
—Claro, porque no la va a querer nadie.
—Ya no va a conseguir marido serio.
—Y, además, casi casi que destruye una familia feliz.
Norma piensa en el mar. Se acuerda del mar. De su sonido, tan
distinto al de estas hojas. El mar asusta un poco, es cierto, pero es
hermoso y parece que canta, aunque a veces golpee.
Respira. La piedra cede un poquito y deja que el aire pase me-
jor. De vuelta plantada sobre sus pies, de vuelta en equilibrio, sa-
cude fuerte el mantel. Las migas saltan con cada azote como la
espuma de las olas en el viento, cuando el viento se pone arisco. El
mantel es rojo. Igual a las banderas que estaban puestas aquel día,
la primera vez que fue a la playa.
Prohibido bañarse, le explicó Doña Susana que significaba el
rojo. Peligro. Menos mal, pensó Norma, porque tanta agua junta
le había dado miedo y ella no sabía nadar, no quería meterse, solo
mirar ese paisaje que no había visto nunca. Doña Susana la había
llevado a las vacaciones para que cuidara a los nenes y así podía
descansar también ella y salir al teatro o a cenar con el marido,
hacer vida matrimonial, de adultos.
Y, como Norma no tenía traje de baño, le había dado uno que
ella no usaba más. Porque estaba fuera de moda, comentó; pero se
conoce que ya no le iba. Doña Susana se quejaba con las amigas
de que después de un embarazo de dos el cuerpo no volvía nunca
jamás a ser el mismo. Tenía razón, pero Norma aún no lo sabía.
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Entonces, ese mismo día, aquel día, la primera vez, la única
hasta ahora, que Norma fue a la playa, quién sabe qué matete se le
hizo al pobre Don Alberto en la cabeza al ver a la niñera caminan-
do de la mano de sus hijos.
Ellos, idénticos, con sus sandalias celestes, sus gorritos al tono y
los pantaloncitos verdes. Ella, con el mismo traje de baño con rayas
azules y blancas que se ponía su señora de joven, antes del emba-
razo. Y cuando llevó a los nenes a dormir la siesta, Don Alberto se
le apareció en el cuarto.
Que se había tomado una copita de más en el almuerzo, que el
calor, que el pescado, la confusión, tantas cosas dijo después para
explicarse. Que no entendía lo que le había pasado. ¡Ay! Normita,
que algo como un arrebato, que él no era así, que ojalá supiera
perdonarlo alguna vez.
Eso dijo, mientras le daba una plata y la subía al micro que la
llevaría de vuelta al barrio, sin dejarla despedirse de la señora o
de los chicos. Y ya no supo de ellos, algo nomás por una vecina.
Aunque le preguntó a Don Alberto, la tarde aquella que le habló
por el teléfono para decirle que estaba de encargue y no sabía qué
hacer, pero él no le contó nada de los nenes, le dijo que más vale no
volviera a llamar, que no volviera a molestar a su familia, que nadie
quería saber nada de ella y, después, le mandó otra plata.
Cruje una rama y Norma se da cuenta de que ya no hay migas
saltando, de que la única luz en los alrededores viene de la tele de
su casa y de que ya no se escucha bochinche adentro. ¿Qué horas
serán? Antes de entrar, se limpia los pies en el felpudo como si
tuviera arena. Después, se seca los ojos con la punta del mantel y
cierra con dos vueltas de llave.
23
El cementerio de la abuela
Dora Diamant
El día que nos mudamos con la abuela Amelia, lloré. Cuando lle-
gamos, el exterior de la casa estaba cubierto por una capa de pin-
tura rosada que con los años se había descascarado, dejando a la
vista el gris del material. Las flores del jardín, hortensias, azaleas
y alegrías del hogar, acostadas como fósiles de lo que alguna vez
tuvo color. Cuando las apretaba se deshacían entre mis dedos y
dejaban un rastro de ceniza que se me pegaba a las yemas. El
pasto llegaba casi hasta las rodillas y al atravesarlo terminaba con
manchitas rojas, picaduras, la única señal de que no todo estaba
muerto en esa tierra.
La basura agria. Eso fue lo primero que olí. El tacho desborda-
do y la pileta llena de restos. Mamá empezó a llamar a la abuela con
un dejo de desconfianza, casi una pregunta, como si supiera que
podía encontrarla muerta. La casa estaba a oscuras, solo algunos
hilos de luz entraban por las persianas gastadas. Yo la encontré.
Amelia estaba sentada en un sillón individual, acurrucada contra la
pared en una esquina del comedor. Podría haberla confundido con
alguna de las bolsas que estaban tiradas por la casa.
Una bolsa de huesos, cubiertos por una capa finísima de piel
y un camisón blanco. Mamá la sacudió y la abuela abrió los ojos.
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—Ay, Sonia, qué flaquita estás —me dijo, mirándome como si
fuera un fantasma, con ojos vidriosos que me hacían acordar a los
de mi gato.
—¡Qué decís, mamá! Es Felicitas, tu nieta. No ves que tiene la
cara igual al padre.
La abuela se paró, agarrada del apoyabrazos. La tela del cami-
són estaba desintegrándose por el uso y se le transparentaban las
tetas, que le colgaban del torso como dos aguavivas atravesadas
por el tejido de sus venas.
Los médicos le habían dicho a mamá que la abuela estaba en-
trando en una demencia senil. Necesitaba estar acompañada y ya
no había más plata para seguir pagando enfermeras.
El día que nos mudamos con la abuela era veintisiete de diciem-
bre de 2009.
Casi Año Nuevo en la casa de una mujer que ya no feste-
jaba nada.
***
25
cambio de un premio, aunque nunca supe qué tan bueno puede
ser algo que ofrecen a las cuatro de la mañana. Un ruido metálico
seguido de un golpe seco. La chica de la tele decía que llamara, que
cualquiera de nosotros podía tener la respuesta.
Bajé las escaleras y vi la luz de la cocina encendida, ácida como
de hospital.
Empecé a caminar lento, como cuando floto en las pesadillas.
El baño estaba vacío, solamente había un pañal tirado en el piso.
La puerta de la heladera estaba abierta y ronroneaba. La vi, parada
junto a los platos sucios y sosteniendo un tupper azul de Frigor
que todavía tenía la imagen de los helados en la tapa. El pelo blan-
quecino despeinado le cubría el cráneo. Una mancha de meo se
esparcía por la parte de abajo del camisón. Con los dedos huesudos
intentaba abrir el tupper, arañándolo.
—Abuela, no es helado. Mamá lo usa para guardar el arroz.
Siguió tratando de abrirlo, ignorando mis palabras como si yo
fuera la mujer que deambulaba por los pasillos y no ella. Cuando
logró abrirlo, me miró con los ojos de cristal empañado y agarró un
puñado de arroz frío con la mano. Se lo metió en la boca y empezó
a masticar a pesar de que ya no le quedaba ni un diente.
II
26
Después de ayudarla a vestirse, senté a la abuela en la mesa de
la cocina para pintarle las uñas. Eligió un esmalte rosado, “cosmo-
polita” escrito en la etiqueta.
Desenrosqué la tapa y el líquido salió gomoso, pegado al cepillito.
Ella sonreía, sus labios eran dos líneas de carne que peleaban contra
la gravedad. Las arrugas de su frente daban la impresión de que la
piel se desgarraba. Cuando terminé de pintarla le dije que moviera
las manos como alas. Ella se empezó a reír y trataba de silbar como
pájaro, pero tenía los labios secos y solo salió un soplido marchito.
Entré a la habitación de mamá y me senté junto a ella en el
borde de la cama.
—Acercate a la luz, así te pongo la crema.
Unos meses atrás mis manos habían empezado a enrojecerse,
agrietadas, con ampollas llenas de líquido y sarpullidos que ardían
como alcohol en una herida.
A pesar de que la dermatóloga había dicho que eso se llama-
ba eczema, mamá me compraba una crema especial para pieles
quemadas, como si yo fuera una de esas personas que aparecían
fotografiadas en libros de medicina, en fotos antiguas de leprosos
pudriéndose en alguna isla.
Mamá me esparcía la crema fría entre los dedos, uno por uno.
La veía cansada, con ojeras violáceas y la mirada llorosa. Tenía va-
caciones hasta febrero, cuando se retomaban las fechas de examen
en el colegio, pero el tema de la abuela le pesaba. Afuera ya estaba
oscureciendo y el barrio se encendía con las estrellitas, los fuegos
artificiales, el sonido de los chaski boom. Mamá me agarró la mu-
ñeca y se puso a rezar pidiéndole a Dios que protegiera a la abuela.
Yo le acaricié el pelo, reseco por la tintura. Intenté calmarla de la
única manera que sabía, en silencio, como se intenta calmar a un
animal asustado.
27
Lo primero que olí esa noche fue Raid. Después el pollo, ubi-
cado en el centro de la mesa. De lejos el mantel parecía de encaje,
pero eran agujeritos de polilla. Me acuerdo que la comida estaba
tan seca que se me atoraba en la garganta y tenía que humedecer
el pollo con mayonesa una y otra vez para terminar de tragarlo.
A un costado brillaba azul el televisor, encendido en Crónica: un
top diez de las mejores canciones del año. Los Black Eyed Peas
ocupaban el primer puesto con I Gotta Feeling. Lo que empezó
como un tarareo fue creciendo hasta que la abuela rompió en una
versión lírica de algo que parecía una canción. Gritaba una y otra
vez “bienvenido, rayo de sol”.
Mamá subía el volumen de la tele y le pedía que por favor se
callara. Que se callara y comiera.
El postre era una ensalada de frutas acuosa con demasiado gus-
to a ananá.
Odiaba el ananá, me bajaba por la garganta con la viscosidad
de una babosa. Ya no sabía si el olor a Raid venía de la ensalada o si
había quedado impregnado en el aire. Propuse abrir las ventanas,
pero mamá no quiso por miedo a que entrara algún cohete. Puse
los pedacitos de fruta que quedaban en una servilleta y se la di al
gato. Abrí una barra de chocolate, pero hacía tanto calor que ya
se había derretido, una masa marrón sobre el envoltorio plateado.
Esperé en silencio a que fueran las doce y cuando la tele dijo FELIZ
AÑO NUEVO brindamos con copas de vino tinto. Fingí tragar y
después lo escupí adentro de la copa. Nos miramos a los ojos y
sonreímos como imaginábamos que sonreían los demás. La abuela
agarró el envoltorio del chocolate y empezó a chupar los restos.
—En mi época no se desperdiciaba nada —murmuró.
Pedí permiso para pararme.
—Necesito salir al patio a respirar.
28
Afuera me picaban los bichos y el humo de los asados se mez-
claba con el olor a explosivo de los cohetes. Caminé hacia la vereda
y me quedé parada, sin moverme. El aire estaba caliente y parecía
que el cielo se me venía encima, sofocándome. Sentía la humedad
entre le piel y los huesos, creciendo como pelusa blanca en una fru-
ta que nadie quiere. De la casa de al lado salió una chica sostenien-
do una lata de cerveza. Vestía una campera de cuero y me pregunté
cómo se sentiría la piel resquebrajada de mis manos acariciándolo.
Tenía la cabeza adornada por un enjambre de rulos colorados.
Me miró y mostró los dientes en un gesto que no supe descifrar.
Levantó la lata en mi dirección como símbolo de paz. Me preguntó
si estaba bien. Un “sí” fue lo único que se me ocurrió. Se acercó y
con aliento licor de frutilla me dijo:
—Feliz Año Nuevo, vecina.
III
29
La mayoría de mis compañeras habían menstruado antes que
yo. El día que me vino estaba en el club de natación del colegio. Me
acuerdo del vapor que salía de las duchas y empañaba los azulejos
blancos del vestuario. La que me vio primero fue Luana, gritaba
“por fin le vino a la rarita” y se reía, mostrando los dientes chue-
cos, algunos que nunca habían terminado de crecer. Llamaba con
la mano a las demás, que todavía tenían las mallas puestas; ella
estaba desnuda, igual que yo, cubierta apenas por el tul del vapor.
Intentaba taparme la entrepierna con las manos, hasta que empe-
zó a gotear sangre por entre mis dedos y escuché el griterío de las
chicas a mí alrededor. La conmoción duró hasta que se aburrieron
y se fueron a sus casas. Después mamá me dijo que ella también
había tardado en hacerse señorita.
—Las mujeres de esta familia nos parecemos más de lo que pen-
sás, hija.
En la bañadera el agua se estancaba entre mis piernas y ya tenía
las yemas como frutas podridas. Quería quedarme ahí hasta que
mi piel se ablandara, pero finalmente me levanté, dejando atrás el
peso del agua amarronada. Me envolví en la toalla y cuando salí al
pasillo escuché los ronquidos de la abuela.
Una respiración entrecortada que retumbaba como si proviniera
de los pulmones de la casa, detrás de las paredes y debajo de las tablas
añejas del parquet.
***
30
cohetes, a las descargas eléctricas iluminando la negrura del cielo.
Tamara. La puntada de la T que se iba disolviendo sobre la lengua,
derritiéndose de a poco. Después de saludarme esa primera noche,
se subió a una moto, abrazada a un chico, y desapareció entre los
festejos del barrio.
La invité a pasar y me sonrió con labios rojos de haber masti-
cado algo vivo.
Fuimos al patio, el cementerio de la abuela, con sus flores fosili-
zadas que hacían de alfombrado junto a los yuyos amarillentos, que
seguían de pie gracias a la crueldad de la naturaleza.
Tamara empezó a hablarme mientras yo escarbaba la tierra,
ofreciéndoles mis dedos a las hormigas. La tierra endurecida se
me colaba entre las uñas y me gustaba la sensación de esa espesura
polvorienta rellenando los espacios.
Seguí metiendo los dedos hasta que la tierra se abrió en dos,
bordeando un agujero. El polvo se me había impregnado a las ye-
mas como sangre seca. De fondo el ronroneo constante de la voz
de Tamara. Era más grande que yo, tenía dieciséis años y no vivía
en Capital, solamente había venido a pasar el verano con su papá
y la novia.
—Mi papá me dijo que tu abuela está loca.
—Está vieja.
—Yo no podría llegar así a esa edad. Preferiría morirme.
—Ya ni eso puede elegir, si a veces no sabe dónde está.
—¿Será cómo vivir todo el tiempo adentro de un sueño?
—No sé, nunca lo pensé así —le contesté. Su respuesta me pa-
reció diferente
a las que solía escuchar. Ella me sonrió. Después me agarró la
mano que seguía escarbando para que dejara de hacerlo.
—Pareces una nena. Mejor hagamos otra cosa.
31
—¿Cómo qué?
—No sé, algo. Me invitaron a una juntada, si querés podés venir.
—¿Y cómo es? ¿Va a haber chicos?
—Chicos, chicas. Todo lo que quieras.
Nunca había ido a una fiesta, sin contar una matiné organizada
por el colegio.
Tamara dijo que era algo normal, que tenía que empezar a sa-
lir como los demás. Que si me corría el pelo de la cara y la dejaba
maquillarme un poco podía ser linda. Ella era linda. Creo. Nunca
había pensado en eso. Tenía olor a algo dulce, a la crema de las
tortas, y hablaba con un tono acaramelado. Un lunar daba vueltas
sobre la línea de su boca cada vez que se reía. Cuando nos paramos
me pidió que le desempolvara la tierra del pantalón.
Le dije a todo que sí.
***
32
Cada rincón del lugar estaba infestado de gente. Me ofrecían
vasos con líquidos amarillentos, verdes, otros casi negros. Nombres
que no conocía.
Tomé y sentí la lengua como agujereada. Tamara me agarró
la mano y nuestros dedos se entrelazaron en un abrazo húmedo,
mientras me guiaba por la casa oscura que latía con luces blancas
intermitentes al ritmo de la música.
De a ratos, ella dejaba de mirarme y bailaba con otras personas.
No distinguía bien sus caras. Cuando él se me acercó no dije nada
ni tampoco me alejé, me quedé inmóvil como si estuviera rodea-
da por serpientes. No salió ninguna palabra de mi boca, tal vez
un sonido como esos que son perceptibles para los perros y nadie
más. Creo que él me sonrió. La mezcla del humo de los cigarrillos
y la acidez de los cuerpos transpirados me hacía arder los ojos. Él
empezó a llenar el espacio. No había aire, solamente cuerpos. Me
sacó a bailar sin decir nada, agarrándome primero de la muñeca y
luego de la cintura. En ese momento lo único que quería era volver
al jardín muerto de la abuela y enterrarme junto a los gusanos.
Midland
Ana Caro
34
madera. Paula pone unos conos naranjas y otros amarillos y arma
un circuito. Las mujeres van apareciendo de a poco. Les da las
instrucciones: hasta acá talones a la cola, después rodillas al pecho,
acá pique y vuelta trotando para recuperar. Cuando se cansan em-
piezan a patear, la pelota rebota demasiado y se aburren rápido. A
Paula eso no le importa.
Los primeros meses trataba de llegar temprano y de irse cuando
todavía el Oeste dejaba ver el sol entre los árboles como una perla
naranja anunciando el atardecer. Tenía miedo de salir de ahí sola a
la noche, bajaba la neblina, se oían tiros, susurros, cantos. Dejó de
lavar el auto para que pareciera viejo, casi tan desvencijado como
esos esqueletos oxidados sin ruedas y sin puertas que ocupan las
entradas de las casas. Hasta que un día el paisaje se volvió más
calmo: el pasto verde, el cielo inmenso y el arroyo menos turbio
rodean los colores del crepúsculo y esos colores la envuelven. Al
oscurecer ya no se escapa, se sienta con las mujeres en el comedor
mientras cocinan para el día siguiente: cuelan arroz, lavan cuchi-
llos, hierven leche y amasan tortas fritas en forma de triángulo.
Hablan un rato largo de cerveza, de hijas, de música, de hombres,
de fernet, de partos, de novias, de fiestas.
Melani cree que es jueves. Presta atención a ver si llega el auto
rojo. Paula le regala popits de unicornios multicolores, slime con
brillitos y chicles de menta. Una tarde, se había cortado el pie con
una piedra porque andaba en ojotas. Paula vio cómo por la planta
le corría un hilito de sangre y la vez siguiente le llevó unas crocs.
Todos los regalos los esconde debajo de la almohada porque si no
se los sacan sus primas que duermen en la cama de arriba. Su ma-
yor sueño es que Paula le regale unas bolitas de vidrios de colores
que vienen en una bolsa de red negra o azul. Los chicos en el barrio
saben que, si entre esas, toca un bolón blanco se pide un deseo y
35
se cumple. Como quiere ese regalo cada vez que Paula se despi-
de: “portate bien, bañate, hace los deberes”, ella le contesta que
sí. Pero la verdad es que tiene que buscar el agua con unos baldes
en la canilla de la otra calle y que la escuela no queda tan cerca y
nadie puede llevarla. Por eso, es que está todo el día andando entre
esas piedras con filos que la lastiman. Igual, algunas letras sabe,
cumplió 8 hace poquito y ya puede escribir su nombre. Paula a
veces les lee cuentos a las chicas más grandes. Melani escucha su
voz musical mientras se come una torta frita: “Ella se detiene y le
explica con dulzura, ¿cuándo entenderás que somos una familia?
Tú, el abuelo, el toro Sietecuernos y yo”. Es la historia de una nena
que se esconde en los árboles con su hermanito y un toro. A ella
también le gusta jugar entre los árboles y algunas tardes va con
todos los chicos a bañarse al arroyo un poco mugriento que cruza
el monte. Otro día, Paula les contó un cuento de una nena que se
perdía en la playa mientras su mamá nadaba en el mar. Melani se
imagina perdida en el mar, el mar como un arroyo limpio, grande y
plateado y la arena como una tierra finita sin piedras donde podría
estar todo el día pateando la pelota descalza o como un pizarrón
inmenso donde aprendería a escribir con letras gigantes.
Hoy es jueves. En una de las calles de atrás, Tati sale de su casa.
Entra en lo de su amiga a pedirle botines prestados. Tiene el brazo
dormido de tanto cargar a la beba. Hace unos días tuvo que salir
corriendo a la salita para hacerle un puff de Salbutamol. Ahora la
beba está mucho mejor, pero hay que vigilar que sature bien y no
olvidarse de darle las gotitas de corticoide. Además, llora y quiere
tomar la teta todo el tiempo y Tati tiene los pezones con grietas por
donde sale leche, más sangre, más pus.
Antes las cosas eran un poco más fáciles, el padre de sus hijos
grandes conseguía plata y le traía pollos, pasta de dientes y duraz-
36
nos. Después los chicos crecieron y se los quiso llevar a trabajar con
el “transa” del otro barrio. Ahí lo mandó a la mierda, y conoció a
Lucho, su compañero nuevo. No es mucho mejor, a veces desapa-
rece los fines de semana y hasta los lunes a la noche no lo vuelve a
ver. Pero a Tati eso no le importa y, además, un poco le sirve por-
que no quiere ya más hijos. Una vecina se ligó las trompas. A ella
en el hospital no la dejaron, les explicó que tenía los dos grandes,
la nena de 10, los mellizos y ahora la beba; que ya estaba un poco
cansada de tantas bendis, que antes le gustaba estar embarazada
porque le crecían las tetas y le brillaba el pelo pero que ahora se
le iban cayendo los dientes y quebrando las uñas. Le dijeron que
todavía era joven, que se iba a arrepentir, que esperara un tiempo.
Tati está agotada, pero como sea, no se pierde el entrenamien-
to. Durante esa hora y media, se olvida de la beba, los mellizos
que recién tienen 4 años, los grandes que todo el tiempo se están
metiendo en quilombos y la nena que ya está creciendo demasiado
rápido y la tiene que cuidar por lo menos hasta que tenga 13 o 14.
Un jueves, Lucho la fue a buscar a los gritos: que qué carajo estaba
haciendo ahí, que la beba lloraba, que los mellizos se habían esca-
pado lejos, que ya era tarde, que había que ir a comprar pan, tanto
que hacer y ella perdiendo el tiempo entre los conitos…
Sus hijos más chiquitos juegan en la zanja y caminan hasta el
arroyo que cruza el monte. No es un arroyo, es un hilo de agua con
basura que pasa por atrás de las casas. Y no es un monte, son unos
árboles puestos en fila. Dicen que en algún lado el arroyo se vuelve
un río transparente y las orillas se llenan de pasto verde. Pero Tati
sabe que si hay pasto hay víboras y ella le tiene miedo las víboras y
también a las ratas. El otro día cruzó el cielo volando un aguilucho
con una rata en el pico. “Parece una estrella fugaz, má” festejaron
saltando alrededor de ella, “pedile un deseo”. Estaban contentos.
37
II
38
Como ninguna quería vivir al lado del muro del cementerio
decidieron que allí harían un lugar para encontrarse. Con el tiem-
po cuidaron mejor el pasto, marcaron las líneas con cal viva, cla-
varon los arcos y tejieron las redes. Pintaron un cartel que decía
Buenos Aires Midland Railway Football Club. Años después se iría
descascarando y solo quedaría escrito Midland en letras oxida-
das. Las mujeres se juntaban por las tardes, fueron aprendiendo
a jugar al fútbol; inventaron tácticas: formaban 3.3.4, practicaban
jugadas, cosieron números en sus camisetas. Armaron un equipo
imbatible. Mientras el tren siguió corriendo desafiaban a jugar a
los empleados durante horas. Muchas veces los maquinistas que-
daban días detenidos allí, como encantados. Pronto empezó a co-
rrer el rumor de unas mujeres que, en algún lugar de las vías que
iban desde el meandro pasando el puente Alsina hasta Carhué,
mantenían una cancha como una joya preciosa, un diamante en-
gastado en otro diamante.
III
39
pa y tortillas a la vera del camino. Un vendedor al que nunca vio
ofrece juguetes en el semáforo: popits, slime y unos brillitos para las
uñas. Lo llama desde el auto. Su cara muestra un envejecimiento
sin tiempo, se apoya en un bastón hecho con una gruesa rama de
árbol. Paula le compra todo lo que le queda. El hombre saca con su
mano demasiado huesuda una bolsa de bolitas de su bolsillo y se
la regala, se queda un segundo mirándola fijo con unos ojos grises
de hielo. La luz se pone verde y Paula acelera; un encuentro con
suerte, le había prometido las bolitas a Melani. Cuando llega al
cruce de las vías, la barrera está baja, la chicharra suena sin parar,
de repente pasa cortando el viento una locomotora que larga un
humo negro, espeso. Este ramal es eléctrico vacila Paula.
En el barrio organiza la rutina de siempre. Conitos, entrena-
miento y algo de fútbol. Odia tener que irse rápido para volver a su
computadora. La conversación en el comedor la invita a quedarse
un rato más; el sol pinta de fuego la tarde y el olor a pan recién
horneado va llenando el aire. Las mujeres le explican cómo se hace
la polenta dulce, las nenas quieren que les vuelva a contar el cuento
del toro Sietecuernos. Le entra un whatsapp en el grupo del sim-
posio, sus compañeros le preguntan si ya tiene listo el trabajo, así
lo discuten antes de la presentación. “Me faltan algunos ejemplos
y armar las conclusiones”, les miente. Se levanta y enfila hacia el
auto mientras promete que el jueves volverá con mejores relatos.
Está por arrancar cuando escucha el grito y se sobresalta: “El
bolón blanco, me vino en la bolsita”. Paula está apurada, pero adi-
vina que la silueta oscura que lanzó ese alarido es Melani; siente la
mano de la nena apretando la suya, sin dejarla ir. La bola es enor-
me y se agranda cada vez más, la miran con atención: empieza a
largar humo verde y lo blanco se vuelve transparente y lo duro que
parece mármol se hace cristal. Adentro ven una especie de mapa
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en movimiento. “Es por acá” resuena la voz ahora borrosa de Me-
lani y conmueve al monte donde los árboles destilan atardecer. En
su mano, el mapa está vivo, cruje, refleja tormentas, relámpagos,
batallas navales, mares hirviendo; cuando se despejan los rayos el
cielo azul deja ver una cancha con unas casas alrededor, unas vías
y una locomotora cortando el viento. Empiezan a caminar las dos.
Entonces Paula recuerda otra vez el rumor de la cancha construida
a la vera de un cementerio. Algo la empuja a seguir adelante, a
abandonar su auto, el simposio del día siguiente, las conclusiones
del trabajo.
Melani camina contenta, se imagina que es la nena del cuento
y que son como una familia: Paula, ella y tal vez su perrito. Piensa
también que las piedras no le están lastimando tanto las plantas
de los pies y adivina que están yendo hacia un lugar donde ya no
va a tener que esconder sus cosas abajo de la almohada. Esos tres
deseos, le pidió a la bola blanca.
Tati las ve irse decididas hacia el arroyo. Agarra a la beba, al
salbutamol, a su nena de 10 y a los mellizos. Mira hacia adelante,
no atrás para no ver lo que deja ni hacia abajo para no pensar en las
víboras. De a poco se va armando una especie de caravana silen-
ciosa que perfora el aire como un redoblante invisible. Se mueven
las cortinas que hacen de puertas de las casas, salen todas y se van
juntando: las que esquivan los golpes, las que cocinan, las que jue-
gan descalzas, las que le pegan de chanfle, las que no dan más, las
que salen de gira, las que leen, las que le rezan a la virgen, las que
escriben poemas, las que traen la tobillera, las que tiemblan por
sus hijos cada vez que ven llegar los patrulleros, las que escriben
pappers que nadie lee, las que venden chipa. Y, así, empiezan el
camino siguiendo el mapa vivo de la bola transparente, fatigando
41
el monte, ribera arriba en busca de la playa, la arena, la cancha, la
luna, el atardecer.
Nieves las ve llegar bordeando el arroyo. Encabezan la marcha
dos mujeres, una nena y una beba. Traen la pelota de fútbol y los
conitos. Respira aliviada. Sabe que son las elegidas. De lejos les hace
un gesto mostrándoles todo lo que les dejan: la cancha impecable,
verde esmeralda con las líneas de cal plateadas, las vías un poco
abandonadas que se internan en medio del campo, los armarios
donde guardan los botines, las redes de los arcos, las casas con las
lámparas encendidas, los eucaliptos que se balancean con el vien-
to, los sauces que acompañan el sonido, las cortezas de los álamos
sobre las que podrán escribir, las flores, las camisetas blancas con la
banda azul cruzada, el agua limpia que suena como cristal, el cielo
punzante. Después, cuando ya están más cerca, mueve la mano para
despedirse, da media vuelta y atraviesa los muros del cementerio.
42
¿Alquien quiere ser mi mamá?
Diego Capra
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También podemos tomar mate y mirar la tele y puedo escu-
charla y si llora voy a quedarme al lado suyo. Quizás ella necesite
un hijo y yo pueda ocupar ese lugar. Puedo hacer las compras y
limpiar la casa. Cocinar no sé y no creo que pueda aprender porque
no me gusta comer. Y quizás me cueste mucho sentarme a la mesa.
Pero puedo acercarme y tomar mate. Y quizás coma un poco, pero
muy poco. Y si no le molesta, me guardo el resto para comer solo
cuando ya no estemos en la mesa.
Le voy a hablar directamente a ella.
Si no te podés dormir, te puedo leer algún cuento. O podemos
empezar una novela y leer de a capítulos todas las noches. O si te
gusta pensar, te dejo sola y no te molesto.
No sé si me gustaría tener hermanos. Si son varones tengo mie-
do de que me peguen o me traten de maricón. Pero si tenés hijos,
está bien, voy a ser bueno con ellos. ¿Tenés hijos?
También podemos ir a pasear a donde a vos más te guste. A mí
me gusta mucho caminar. Pero me gusta caminar cuando tengo
una casa a dónde volver y hace mucho que no tengo una casa. La
casa de mi infancia no fue una casa, porque ahí vivía aterrorizado.
Todas las noches mi papá se metía conmigo y yo me moría. Me
morí muchas veces porque fueron muchos años y muchas veces.
Solamente no pasaba en Navidad, Año Nuevo y los cumpleaños
que se festejaban de noche. A mí me gustan mucho los cumplea-
ños. ¿Vos qué día naciste?
Yo no sé bien qué día nací. Porque no sé si los que se hacían
llamar mis papás eran mis padres verdaderos o me adoptaron. Pero
supongo que nací en verano. Eso creo que es seguro. Entre finales
de diciembre y principios de enero debo haber nacido. Además,
nací mujer. Y muchas de las cosas que me pasaron —me refiero a
los abusos— se deben a eso. Esa es otra de las razones por las cuales
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nadie me dijo “hijo”, porque nací mujer. Igual muy pocas veces me
dijeron “hijo en femenino” y no se sintió de alma a alma.
Tenía una abuela que sí me quería y cuando tenía mucho mie-
do iba corriendo a su casa. Nada más había que atravesar un patio
y una escalera y ahí estaba ella. Era ciega. Y tenía una joroba. Y
tocaba el piano como los dioses. Y ella me decía que yo era su “laza-
rillo”. También me decía que era su “silente compañía”. Es verdad
que puedo hacer mucho silencio.
En realidad, no me gusta mucho hablar porque solo sé hablar
de abusos sexuales y a veces me pongo demasiado preciso y violen-
to. Me pongo violento y empiezo a decir muchas palabras sexuales.
Pero a vos que vas a ser mi mamá no te voy a decir esas palabras
feas. Por ahí me ves escribiendo y lo más probable es que esté escri-
biendo sobre eso. Me pongo a recordar las violaciones y me pertur-
bo mucho. Puede que me esconda en el baño y me largue a llorar.
Igual, lo tenés que saber. Los abusos, por decirlo de alguna ma-
nera, eran completos. Con penetración de todo tipo. Y a medida
que fui creciendo fueron más y más violentos. El día que me desa-
rrollé dejaron de pasar. Es una realidad, los abusos fueron peores
porque nací mujer. Porque a mi hermano mayor que era varón no
le pasaron las mismas cosas. Cuando mi papá me violaba yo cerra-
ba los ojos e imaginaba que salvaba a alguna chica que la estuvie-
sen violando. O Dios me sacaba a pasear por algún lugar como la
cancha de San Lorenzo. O simplemente quedaba muerto.
Y ahora estoy internado en un hospital psiquiátrico. Desde hace
un año y medio me internan y salgo, me internan y salgo. Pero no
logro quedarme en el mundo porque no puedo estar sobrio ni vivir
solo porque me abandono al instante. Si vas a ser mi mamá yo nun-
ca te voy a abandonar. Aunque sé que los “para siempre” no son
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buenos, yo te digo “para siempre” igual. Porque pase lo que pase
siempre te voy a querer.
Me gustaría que me cuentes de vos, pero no estás acá para ha-
blarme. Pero podría escucharte, si estás triste ahora me lo podés
hacer sentir. Y si no me querés como hijo, también. Yo sé que tengo
muchos problemas, pero si nos hacemos compañía tal vez algo se
transforme y si vos estás triste, porque todos tenemos un poco de
tristeza, quizás si tomamos mate y nos sentimos acompañados la
tristeza se pase. Al menos por un rato. Yo creo que sí. Te quiero
mucho, aunque no te conozca. Pero ya nos vamos a conocer, ¿no?
Me gustaría saber cómo te llamás, pero saberlo en serio. No te
quiero inventar un nombre. En mi vida no hice más que inventar
historias. Lo de los abusos y violaciones es verdad. Inventé historias
para sobrevivir a las torturas de mi padre. Y me gustaría que esta
historia fuera de verdad. ¿Hay alguna posibilidad real de que seas
mi mamá? No me quiero ilusionar porque me ilusiono demasiado
rápido y después sufro mucho. Pero esta vez tengo esperanza y
siento que vas a ser una persona muy buena.
Mamá, ¿te puedo decir “mamá”? Te lo voy a decir y espero no
molestarte. Mamá, cuando estemos juntos yo te voy a acompañar.
Voy a estar al lado tuyo estando juntos o separados. Me refiero a
que te voy a acompañar siempre. Y si estoy fuera de casa y te sentís
mal o tenés miedo me podés llamar que no me va a molestar nunca.
Me gustaría saber cuándo es tu cumpleaños, así ya pensamos
en el regalo y en lo que te gustaría hacer ese día. Todo lo que yo
haga mal decímelo, que lo voy a cambiar. A veces no me doy cuen-
ta de las cosas o me doy cuenta muy tarde. Y por ahí cuando me di
cuenta ya te hice daño. Y yo no te quiero hacer daño, mamá.
Mamá, ¿a vos te abusaron? Es muy probable que sí. Porque es
un hecho, si sos mujer alguna situación de abuso sufriste. Si te pasó,
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quiero que sepas que me duele mucho que te haya pasado. Pero tam-
bién valoro mucho que hayas podido crecer a pesar del dolor.
Ya tengo treinta años, mamá. Pero soy más parecido a un chico
tonto. No crecí mucho más que los cinco o seis años. Estoy ha-
ciendo un esfuerzo por crecer, pero no me sale muy bien del todo.
Todavía siento que mi papá va a venir y él va a traer la muerte. Se
va a acabar esta vida, que se acaba, pero se va a acabar mal. Con
mucha tristeza, mamá. Y yo no quiero morir triste.
Mamá, hay veces que me quiero matar y tengo muchos pensa-
mientos suicidas. Me imagino el momento en el que ato la soga en
el techo, la paso por el cuello, me subo a la silla y la pateo. Por las
dudas dejo el gas prendido y me tomo una botella de alcohol etílico
y todas las pastillas que pueda conseguir. Así me mato bien mata-
do. Me gustaría también dispararme, pero no sé de dónde sacar un
revolver. Pero la combinación de ahorcarme, el gas, el alcohol y las
pastillas me tiene que dejar bien muerto. También puedo tomar un
litro de lavandina o kerosene. Y hacerlo todo junto y rápido así la
muerte no tiene escapatoria.
Pero cuando me imagino ahorcado, mamá, sufro mucho. Por
esto que te digo: no me quiero morir triste. Y morir así, sería mo-
rir muy triste y alcoholizado. Y yo tengo un sueño y es dejar de
beber. No quisiera morir sin haber dejado la bebida. Por eso me
mantengo vivo, por eso sigo viviendo, para que la bebida no me
gane la pulseada.
Porque la bebida es como mi papá, se mete sin permiso y hace
conmigo lo que quiere. Me viola, mamá. Y me deja desmayado e
inconsciente en la cama. Y al otro día me siento muerto y lo único
que quiero es que se acabe todo. Porque así violado no se puede
seguir. Violado no se puede vivir, mamá. Y es ahí cuando pienso en
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la soga, en el gas, en el alcohol, las pastillas y la lavandina. Pero no,
no voy a dejar que un violador me mate.
Por eso todavía no me muero y no me morí. Según los médicos
me tendría que haber muerto a los veinticuatro años. Sin embargo,
seguí bebiendo y violándome y reviví. Como revivía cada mañana
después del incesto.
Por eso vivo, mamá. Para no morir violado. No le puedo dar
eso a mi vida. No puedo ser tan injusto y salvaje. Y si no me morí,
mamá... y si no me morí mamá es porque quizás lo logre. Morirme
sobrio, mamá. Morirme con el cuerpo limpio, mamá. No importa
la edad, mamá. Importa morirme sin alcohol. Morirme sin semen.
Cachita
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Al cuarto vaso, tengo que admitir, ya me sentía más sueltita.
Así que me fui arrimando. Había una señora muy hermosa con
un vestido blanco al lado de un ventanal, fumando un cigarro con
una mano y con la otra sosteniendo una copa. Movía la mano con
una sutileza que se me paraban los pelos de la nuca. De repente me
vio, Cachita galán, con mi camisita, mis pantalones de lana y los
dedos un poco manchados con aceite. Cuando hubo terminado el
cigarrillo, se me acercó. Disculpame, ¿tenés fuego? ¡Ja! Mirala a la
doña pituca, rapidita pa´ los mandados.
Y yo que no me achico nunca, le dije que no, pero que quizás
podía ayudarla con algún chispazo. Ahí nomás intercambiamos
unas miradas y nos fuimos con discreción para el baño. Cuando
salimos, la tenía a Mónica en la puerta, un poco más me agarra de
la oreja como a los chicos, “¿vos sabés quién es esa?”, me dijo, “yo
qué sé”, le respondí, “es la esposa del General Santamarina”, “¿y
ese quién es”, un poco más me fusila ella misma con la mirada que
me largó. “Portate bien, Cachita, que a mí no me gusta visitar ami-
gos en el cementerio”. Es dramática mi amiga. “Tranquila, es solo
una aventura, che”. Un poco me había gustado el juego, confieso,
pero una tampoco es suicida. Así que me fui para otro lado y chau.
Pronto encontré otros divertimentos con los que entretenerme,
en el sector timbero me hallé jugando al truco y apostando unos
pesos, como para condimentar la cosa. La que jugaba conmigo era
una mina que se parecía mucho a Verónica Lake, yo aprovechaba
mis cartas para lanzarle un par de besos de dos y un ancho de basto
que a veces ni tenía; para mi asombro, ella se reía y me hacía ojitos
con sus faroles azules, el problema era la que estaba al lado, que
no le gustó nada el jueguito, estaba medio mamada cabe aclarar, y
casi me baja todos los dientes. Epa, calmesé, es un chiste entre no-
sotras, usté´ no se meta, y seguíamos. Por allá en medio del campo,
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iba un tero rengo —dije—, que a su paso decía “flor tengo”. Mierda
carajo, la bestia estampó un vaso contra el piso y se me tiró encima.
Le tengo que agradecer, la verdad, el susto que se pegó mi compa-
ñera hizo que me viniera a buscar minutos después para cuidarme
un rato. Esas cosas hay que apreciarlas, no siempre suceden, así
que la llevé para el mismo baño de antes. Al salir, la gorda Tota me
miró y puso los dos deditos en alto, como indicando cómo iba el
marcador. Y sí, quizás suene terrible pero nos gustaba ver a cuántas
nos levantábamos cada una. Esa noche llegué a tres. La última ya
no la recuerdo, se ve que ahí ya estaba medio inconsciente.
Hay que hacer algunas aclaraciones antes de continuar. Porque
usté quizás escucha esto y piensa “Cachita, ¿cómo va a comportar-
se de esa forma? No es apropiado para una dama”, y usté tiene un
poco de razón, ¿sabe? Pero también la gente hace muchas presun-
ciones, espera que una sea de tal o cual forma y la verdad es que
a veces a una le apetece salir un poco, divertirse. Así es como una
puede terminar en una fiesta de este tipo, en las que la joda —como
se dice, está un poco ahí: en agarrarse con alguien por los rincones,
pelearse en otros, jugar a la canasta con un negroni en la mano y
que un cigarro pasee por la boca de todas las asistentes hasta llegar
a la tuya para desintegrarse en una última pitada. Yo hago lo que se
me permite y lo que no, también. Pero a oscuras, y generalmente
en el bulín.
Recapitulando, esa noche había sido bárbara, el único chasco
fue haber terminado frita en el sillón, pero quién me quita lo bai-
lado, ¿no cierto? Al día siguiente cuando llegué a casa, qué qui-
lombo que se me armó, cuando pasé la entrada, la Emilia se me
pegó como sabueso y me olfateó el pullover, me miró con el ceño
fruncido y dijo “usted anduvo bebiendo”, “no, no” —siempre hay
que negar todo, “sí, no me mienta, se lo siento en la ropa, usted
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bebió y también fumó”. ¡Pucha! Por qué no me tiré colonia en lo
de Tota, mamerta que soy, “pero solo una copita”. “No me tomés
el pelo, Cachita, que a vos te conozco todas las mañas. Seguro te
fuiste a algún piringundín de esos que vas vos, y de paso te levan-
taste a todas las minas, atorrantas esas, ¿no? Te importo un bledo
yo, lo nuestro”. “¡Eh! Sofrená, pará el carro, que acá nadie dijo
eso”. “No hace falta que lo digas, ya no me mirás, ya no me tocás,
venís y solo cumplís con tus deberes, ¿creés que no me doy cuenta?
Cachita, a vos ya no te intereso, ya no me querés”. “Vení, sentate,
Emilia, charlemosló”. “No, ya es tarde, ya no se puede hacer nada”
—y se puso a lagrimear. “Pero vos ya sabías cómo era la cosa, me
conociste así”. “¿Qué iba a saber yo? Tonta que fui, creí que con-
migo serías distinta, ya ni lo tratás de esconder”. De pronto alguien
tocó la puerta. Emilia y yo nos miramos, fui a abrirla y ella se secó
las lágrimas. “Hola, Aurelio, ¿cómo le va? Sí, mañana puedo, no
hay problema, ¿a qué hora prefiere? Bárbaro, a las 8 en punto es-
toy en su casa, no se preocupe. Así que se va para Quequén, mire
usté, nunca fui pero me han dicho que es muy lindo, mucho gringo
por ahí, ¿verdad? Y sí, hay que reconocer que algunas cosas hacen
bien, ¿Emilia? Sí, está acá, pase”. El tipo se acercó con timidez, ella
estaba sonriente, como si nada hubiera pasado, y le hacía ojitos y
él la piropeaba como si no estuviera casado, viejo sinvergüenza,
pero era platudo y a mí las changas me venían como anillo al dedo.
“Gracias, don Aurelio, vuelva pronto”. Cerré de un portazo. Emi-
lia desapareció y volvió con un bolso, “me voy a lo de Alfonsina,
llamame cuando sepas con quién querés estar realmente”. Y se fue.
No sé qué me pasó, pero me quedé muda, parada frente a la
puerta recién cerrada. Al fin pude moverme para agarrarme un tin-
to que tenía empolvando en la esquina de la alacena, separado para
tomar solo en ocasiones especiales. Qué decirles… Y sí, yo hice
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todas esas cosas de las que me acusa, yo le fui infiel, la embauqué,
hay que aceptarlo, sí, sí. Pero yo la quiero a la Emilia, hacemos
muy buen equipo, ella lava, yo cocino, ella barre, yo paso el trapo,
nos complementamos, funcionamos bien. El problema quizás es
que ella es muy finoli, ¿me entiende? Y entonces yo ando por cír-
culos que ella… no frecuenta ni pispea, más bien ni conoce, ni le
interesan. Y una puede sentirse un poco sola, porque si la Emilia
me dijera “Cachita, yo la quiero acompañar, llevemé”, entonces
podríamos organizar y salir y disfrutar juntas con nuestra gente,
pero ella prefiere tomar el té con las señoras paquis, no mezclar-
se con nosotros, comer masitas y hablar de buenos mozos con la
alta sociedad. Y tampoco entiende que yo disfruto de salir, a mí
me gusta el bochinche, ver mujeres de buena pinta, tener lindas
charlas, tomar alguna bebida espirituosa y darnos unos besos. No
es más que eso. Pero ella se cree que yo me voy a ir con alguna y no
voy a volver más, vio cómo es. Qué ingenua mi Emilia, si cree que
hay alguien que puede reemplazarla, que alguien puede ocupar el
lugar que tiene en mi vida… Y ahora se me va, por estas aventuritas
sin sentido. Aunque hay que admitir que me hacen muy bien. Si le
tengo que ser sincera, muchas extrañas me han animado noches de
angustia en las que la Emilia quizás ni se percató que yo estaba así,
claro que no es su culpa, ella llega muy cansada del laburo, no es
fácil, no. Pero antes quizás se acercaba, me saludaba con un beso,
“hola, Cachita, ¿me extrañó?”, y yo le sonreía de oreja a oreja con
la mesa llena de comidita caliente pa´ darle una buena bienvenida.
Y ahora quizás ni me mira, tira por ahí su saco y me pone una
mano en el hombro al pasar hacia el baño para lavarse las manos.
“Yo la extrañé, Emilia, ¿usté?”.
No, no, no tiene sentido seguir pensando en esto. No hay que
llorar sobre la leche derramada. Me voy a ir de farra a jugar un
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poco y se me va a pasar. Si ella no quiere quedarse acá, no la puedo
obligar, yo soy así, ella siempre lo supo. Agarro las llaves y me subo
a la Morocha, la noche está en pañales, hay que salir a disfrutar.
Las luces de los farolitos se reflejan en las gotitas que dejó la garúa
que nos visitó durante el día. Qué lo parió, esta ciudad me tiene
enamorada. Llego en poco tiempo a lo de la gorda Tota, qué per-
sonaje que es, casi como una hermana, la conozco de chiquita, del
barrio, ahora se hizo la loca y se fue para el Norte, es la que siempre
organiza las fiestas de nuestro ambiente, al principio éramos cinco,
todas de por acá, después se fue corriendo la bola y llegaron más,
“yo soy la amiga de Beatriz”, fenómeno, pase. Y así se fue sumando
gente al baile, la teníamos a Noemí que nos preparaba unos tragos
bárbaros y Vanesa algunos bocadillos como para no terminar bo-
rrachas al segundo vaso. Es lindo venir, sentirse como en casa, en
otros lugares no es que una la pase mal, pero es distinto, ¿vio? Hay
cosas que no se pueden decir y ni hablar de la familia… Dentro de
todo fui afortunada, sí, no saben la que se le armó a la gorda Tota
en su casa, cuando tenía 15 años, la muy sinvergüenza justo se fue
a agarrar a una compañerita en la escuela, casi la expulsan, zafó
porque su padre es abogado. Sin embargo, el viejo le dijo “vos acá
no volvés a traer a nadie y de ahora en más a estudiar y salir solo a
ayudarme a mí”. La atorranta se escapaba de noche por la ventana,
una cosa de locos, se cruzaba a mi casa y nos poníamos a jugar al
chinchón. Qué lindos tiempos, pero qué duro, le dolía, ella hacía
como que no pero sí. En fin, “¿cómo le va, Tota?” “¡Cachita!” Y un
abrazo hermoso, de un reencuentro que nunca cesa de hacernos
feliz. “Tráigame champán, hoy hay que festejar”. “¿Qué le pasa,
Cachita? Usté´ no es de las burbujas”. “No, no, pero bueno… Hoy
es una noche especial. Cachita está de nuevo disponible” —y levan-
té mi copa. “Epa, cuentemé”. “No hay nada que hablar, Tota, ya
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está, haceme un favor: riámonos como nunca”. Chin-chín. Y unos
farolazos me miraron desde la otra punta de la habitación. Así que
me empecé a arrimar.
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La selva
Sofía Montaldo
Tengo seis años. Una tarde, mi mamá me dice que vamos a visitar
a la tía Elsa. Que también va la tía Rosa. Elsa y Rosa son hermanas
de mi papá.
Tomamos el té sentadas a la mesa del comedor diario. En el
comedor de la tía Elsa siempre está la luz encendida, y las persianas
cerradas, también las de la puerta que da al patio. Las persianas de
toda la casa están cerradas. Mi mamá dice que las casas en las que
no se abren las ventanas están sucias. Yo no veo sucio el comedor,
lo veo lleno de cosas. Cosas del trabajo de mi tío, cajas apiladas,
herramientas, rollos de papel, libros, revistas y diarios viejos; el ta-
blero de mi primo que iba al secundario en una escuela técnica.
Tampoco está sucia la cocina, pero no tiene ventanas, quedó
encerrada en medio de la casa.
Me gusta distraerme y volver a la conversación, a las voces de
ellas.
Estarán hablando de algo que les preocupa porque la tía Rosa
dice “qué cosa”, y se quedan un momento calladas, como si pasa-
ra un nubarrón, hasta que mi mamá le pide a la tía Elsa una receta
de cocina.
También me gusta mirar como mueven las manos. La tía Rosa
da unos golpecitos sobre la mesa con la yema de los dedos. La tía
Elsa pone la mano de costado y hace como que pica ajo. Dobla y
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desdobla la servilleta. Con un dedo aplasta una miga sobre el man-
tel y después la deja en un plato. La tía Elsa tiene manos contentas,
como ella. Siempre encuentra algo que le hace gracia. Su carcajada
es la más alegre de toda la familia. También me hace reír cuando
juega a cambiarme el nombre: ¿y vos qué contás, Filomena?
Después de un rato me aburro. Quiero salir al patio a ver los
pájaros. En el patio hay jaulas con canarios, jilgueros, cabecitas ne-
gras. El más lindo es el calafate. Mi primo me contó que apareció
un día. Volaba entre el naranjo y las jaulas de los otros pájaros. Él
armó una trampera con alpiste y la colgó cerca de los canarios, se
escondió en el comedor y en seguida escuchó el golpe de la jaulita
cerrándose. Después me explicó que es por eso que se dice “pisar
el palito”.
El patio está lleno de macetas. Las más grandes tienen cuatro
patas y están en línea junto a la pared. Las otras cuelgan de un
gancho o de una rama del naranjo, al borde del jardín.
El jardín no es como el de mi casa, no tiene césped. Es una selva
de plantas apretadas, se llaman filodendros. Tienen hojas enormes
que crecen enredándose unas sobre otras, algunas son tan altas
como el naranjo. Mi tío siempre dice que esas plantas valen mucho
y que cuando las venda va a ser rico. También dice que cuando se
haga una parrilla le va a poner bordes de oro.
Me gusta mirar esa selva cuando él no está. Me levanto de la
mesa, abro una hoja de la persiana y salgo. No sabía que mi primo
y sus amigos estaban ahí, no los escuché llegar. Quería estar sola en
el patio y ahora me da vergüenza volver atrás. Son cuatro o cinco,
están sentados en el piso. Deben tener 18 años, como él. Camino
hacia el jardín por un costado, sin mirarlos, pero mi primo dice que
quiere presentarme a sus amigos. Me agarra de la mano y me sienta
sobre sus piernas estiradas, de frente al grupo. ¿Te da vergüenza?
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Me arde la cara. No respondo. Él les dice cómo me llamo. Y que ya
sé leer. Entonces dice que podríamos jugar a las adivinanzas. Que
es divertido jugar a las adivinanzas. Los amigos se ríen. Él toma mi
mano, la lleva hacia atrás, hacia mi espalda: tengo que adivinar qué
toca mi mano. Pienso que tendré que acertar con el nombre de una
hoja o una flor.
Pero no.
¿Viste qué suavecito?, dice. No quiero responder. Él insiste.
¿Qué es?
Es tu dedo, digo. No, no es mi dedo, mi dedo está acá, mirá. Se
ríen más todavía.
Entonces, me pregunta si me gusta. ¿Te gusta? Y es como una
explosión, como un golpe que me hace cerrar fuerte la mano. No
puedo moverme pienso, justo cuando me suelto de un tirón. Mis
piernas me levantan. Salgo del círculo. Un frío me empuja la espal-
da: cualquiera de ellos podría agarrarme, pero ya casi llego. Entro
al comedor y cierro la persiana. Me agacho a hacer algo con una
de mis sandalias, como si se hubiera desprendido. Respiro hondo.
Después vuelvo a sentarme al lado de mi mamá. Me sueno la nariz
para que no se note que tiemblo. Espero que ellas no me miren. Si
la tía Rosa me mira, va a preguntar qué me pasa. Está cortando una
porción finita de torta de manzanas. Conversan sobre algo que les
da risa. No escucho lo que dicen. Un montón de abejas zumban en
mi cabeza. El corazón me late fuerte. Me late también en la cabeza.
Sé que estoy en el comedor con ellas, pero parece que sigo en el
patio, mirando lo que pasó como si fueran fotos que corren, una
atrás de otra, hasta donde estaba yo. Ahí hay una luz tan blanca
que no veo nada.
¿Para qué se me ocurrió salir al patio? ¿Por qué no volví al
comedor cuando vi que estaban ellos? Para que no pensaran que
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me daba vergüenza, porque ya me habían visto. Pero ahora, esta
vergüenza es peor, es más grande que todas las demás.
Pienso en mi papá. No tiene que saberlo mi papá.
La tía Elsa me pregunta si quiero torta de manzanas y le digo
que sí.
Dice: tomá tesoro, me acerca el plato, y me da pena que esté
contenta. Que se quieran tanto con mi papá. Me da pena mi papá.
Es como si ellos fueran a romperse.
No tiene que saberlo nadie.
Mi primo entra al comedor y dice que va a comprar algo con
los amigos, que enseguida vuelve. Me pregunta si está rica la torta
de manzanas. Digo que sí con la cabeza. Es como si en vez de pre-
guntar por la torta de manzanas me avisara que sabe que no voy a
decir nada.
Cuando escucho que cierran la puerta de calle quiero que mi
mamá diga bueno, vamos. Que lo diga pronto. Antes de que él
vuelva. Y cuando al fin lo dice, y nos levantamos, tengo miedo de
encontrarlo al salir.
A la noche, en la cama, quiero pensar en otra cosa, pero no
puedo. ¿Qué voy a hacer cuando él venga a mi casa? ¿Y cuando
volvamos a visitar a la tía Elsa? No tengo que quedarme sola con
él. Pero voy a tener que darle un beso. ¿Cómo voy a darle un beso?
¿Cómo voy a hablarle?
Después, otro día, mi mamá tiene que ir al centro y me deja
en casa de la tía Elsa. La tía me cuenta que hizo flan, con muchos
agujeritos, como a mí me gusta. Le dice a mi mamá que no se pre-
ocupe por la hora y que cuando vuelva del centro no hace falta que
venga a buscarme. Sonríe como si fuera a contarnos una travesura.
Dice que a mi primo ya le dieron el registro. Y que seguro va a que-
rer llevarme a casa en auto.
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Necrológica
Victoria Ponce
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—Che, Negro, ¿será la esposa de Oscar?
—¿Qué Oscar? —responde el hombre; no ha escuchado la ne-
crológica, piensa en sus quehaceres de la tarde.
—Oscar Arroyo, Negro, ¿no escuchás? —se enoja la mujer, no es
la primera vez que siente que habla con un muro.
—No, la mujer de Oscar murió hace años —afirma el hombre,
sosteniendo la conversación con un interés tan débil que parece
baba del diablo.
—¿Cuántos? —quiere saber la Negra.
—No sé, Negrita, fíjate en tu cuaderno —contesta el hombre y
vuelve a sus pensamientos: por la tarde tiene que buscar el auto,
llevarlo al taller, atender pedidos y reclamos del hijo que, aunque
está grande, lo requiere como un niño. A él le parece una bendi-
ción que su hijo aún lo necesite.
La Negra busca el cuaderno, se pone los anteojos, da vueltas las
páginas lentamente, coloca la lengua sobre el labio superior, lee. A
los pocos minutos, levanta la mirada, comprueba que el hombre
aún está en su radio.
—Sí, tenés razón —dice— Murió hace dos años, se llamaba San-
dra. Pero… entonces esta mujer debe ser la hermana, él tenía una
hermana, ¿te acordás?
—Sí, trabajaba en el hospital —dice el Negro, con gran condes-
cendencia.
La Negra piensa que esa mujer se llamaba Margarita y no Mar-
lene, se lo dice al Negro, pero el Negro no recuerda nada en abso-
luto, no le importa.
—¿O será la otra, la más chica, que era maestra en el jardín de
Pablo? —insiste la mujer.
—No creo, esa chica era más joven.
Y la Negra se pregunta cómo puede ser, intenta recordar:
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—Pero cómo, a ver, ¿quién vive por ahí? ¿Belgrano 336? Está la
casa de Peralta, el médico, lo del Tochi, y sí, sí, por ahí vivía Oscar.
Tiene que ser la hermana de Oscar, la otra, la que tenía mi edad
más o menos.
—La hermana de Oscar, la que tenía tu edad, también murió
Negrita, el año pasado, ¿no te acordás? —y de eso si se acuerda el
Negro, ese mediodía fue fatal, la muerte de alguien de su exacta
edad genera en la Negra ataques de ansiedad desesperada; pasa
toda la tarde esperando la muerte.
—Ah, sí. Cómo pasa el tiempo, ¿ya hace un año?
—Y más o menos, sí.
—Pero, entonces, ¿esta mujer quién es? —desespera la Negra.
—¿Marlene Arroyo?, será pariente de Antonio, Antonio Arroyo
—atina a decir el hombre, ya no sabe cómo salirse del embrollo, no
quiere que su mujer desvaríe ante la ausencia de respuestas claras.
—No, Antonio estaba solito, no le quedaba nadie, pobre.
—Bueno. Voy a juntar la mesa, tengo que ir al taller —dice el
Negro, escapando de lo que ya imagina:
—Negro, no puedo anotar a Marlene Arroyo si no sé quién es.
¿A qué hora volvés? —no puede dejarlo ir, tiene una incógnita que
resolver y él, su esposo, es el único que puede ayudarla.
—En media hora, una hora, no sé, ¿por?
—Vamos a ir al velorio.
Una vez sola, en la gran cocina, la Negra camina. Recorre la
mesada de la cocina, pone agua a calentar. De unos de los cajones
de la alacena saca una libretita índice. Se sienta junto a la mesa de
madera que está perpendicular a la pared, junto al teléfono. Busca,
pasa las páginas, toma los anteojos. Ya no sabe si son los suyos
o los del Negro, los usan de manera indistinta, como si los años
hubieran igualado la miopía o el estigmatismo. Toma el tubo del
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teléfono y marca. Del otro lado suena la voz de una mujer adulta
que pregunta quién habla. La Negra contesta, y le recuerda a la
mujer la necrológica del día. La mujer dice que no ha podido ver el
noticiero y que tampoco sabe quién es Marlene Arroyo.
A las cinco de la tarde la Negra se viste de negro, se pinta las
uñas, se maquilla, se perfuma. A las cinco y media se sienta en el si-
llón del living y espera que su marido termine de vestirse. El Negro
no quiere ir, no le gustan los velorios, y menos si se trata del velorio
de un desconocido, pero no puede contradecir a su mujer. Hace
años que la Negra no se arregla ni se perfuma ni se maquilla, hace
años que no quiere salir de la casa. Por lo tanto, esta buena señal,
esta iniciativa, debe ser acompañada por él, aunque no la entienda,
aunque le parezca extraña; no quiere contribuir ni un poquito al
desbarajuste de aquello que da sentido a los días de la Negra, así
que se viste de negro, se pone un sombrero y saca el auto.
Las pocas cuadras que recorren, están desoladas. Los comer-
cios están cerrados, nadie pasea, nadie se asoma a los balcones. La
Negra mira a través de la ventana, no tiene pensamientos, solo bus-
ca llegar y desvelar el misterio que se ha impuesto resolver, como si
de eso dependiera su vida, o su cordura.
Llegan al velorio, en la puerta una mujer y un joven fuman en
silencio. A la Negra el joven le parece conocido, cree haberlo visto
alguna vez en la tele, o en el diario, no recuerda bien, el Negro
tampoco, sin embrago intenta una aproximación:
—¿No es el chico de la biblioteca? —propone.
—No, no, creo que es el chico del museo, ¿es pintor este chico?
—No sé, Negrita —dice el hombre y la abraza, la ayuda a caminar.
La Negra se dirige al joven, quiere saber de una vez quién es
Marlene Arroyo y, sobre todo, cómo puede ser que su memoria la
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esté traicionando así, la abandone, la acobarde, la achique, la deje
casi sin defensas, en la puerta de lo que ella teme sea demencia.
—¿Usted es el hijo? —pregunta.
—Sí —contesta el joven y deja que su boca expulse una nube de
humo áspera y fugaz.
—Lo siento mucho, mi marido también —dice la Negra y mira
al Negro.
—Gracias —dice el muchacho, con indiferencia. Después, voltea
la cabeza y sigue mirando los ojos de la mujer que lo acompaña. El
rostro deja ver las ojeras y el cansancio acumulado bajo los párpa-
dos, la decadencia de su cuerpo, flaco como si hubiera dejado de
comer hace años, indica un profundo y verdadero hartazgo de vivir.
—¿Podemos entrar? —requiere la Negra.
—Sí, claro —dice el joven. No reconoce a la pareja, tampoco le
importa saber quiénes son.
La Negra y el Negro entran en la sala velatoria. No hay nadie,
solo se respira el vaho indescifrable que emanan los muertos. La
Negra no puede evitar sentir cierto placer mientras camina hacia
el féretro, hace muchos años que solo siente que está viva cuando
presencia y atestigua la muerte de los otros.
—Pero, pero… es un hombre —se pasma la Negra y se acerca
todo lo que le permite la cintura a mirar la cara del muerto, quiere
comprobar lo que el rostro acaba de revelarle: no es una mujer.
Corre la mortaja, toca el pecho, la ingle y el sexo del muerto.
—Es un hombre —afirma y el Negro teme, su mujer ha violado
un límite muy serio, sin el menor pudor.
Marlene Arroyo escucha, sabe que su secreto ha quedado reve-
lado por la muerte.
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La Negra y el Negro salen de la sala velatoria; el joven y la mujer
siguen en la misma posición, fumando, apoyados sobre el muro de la
entrada. Cruzan un saludo cordial, y caminan en dirección al coche.
Cuando llegan a la casa, la Negra y el Negro se ponen a tomar
mate.
—Si no sé quién es, no lo anoto, ¿para qué?
—No sé Negrita, como te parezca.
—Pero ¿cómo se vino a morir acá ese hombre?
—Qué importa Negrita, ya está, tomá, tomate otro mate.
La Negra chupa y busca el cuaderno.
—Yo lo anoto igual.
Marlene Arroyo, setenta y cinco años, travesti, origen desconocido.
Siente alivio: el muerto del día no es una mujer y es un poco,
apenas un poco, más joven que ella.
65
Cuatro paredes
Paloma Sozzi
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Fueron los médicos los que llamaron a la policía. Yo estaba en
shock. Es verdad que había pensado en irme muchas veces, pero
siempre había algo que me hacía permanecer inmóvil. Las amena-
zas de sacarme a Lucas me aterrorizaban. Me sentía atrapada y dé-
bil, y con un bebé en camino que necesitaba crecer en una familia
“normal”. La psicóloga me dijo que eso no era “normal”, por más
que yo lo hubiera normalizado.
A la mañana me levanté en silencio. Lucas dormía hecho una
bolita, había refrescado así que lo tapé y cerré los postigos. Las ma-
nos me quedaron sucias de mugre, o grasa, así que fui a la cocina a
lavarme. Lloré un buen rato a la par de la canilla que goteaba. No
sabía si era alivio, o miedo, o todo junto lo que sentía. Julia pateaba
en la panza, yo tenía hambre y la heladera hacía un ruido infernal.
Los asistentes sociales habían dejado leche, pan, mate cocido, y
otros alimentos y productos de limpieza. Puse el agua a hervir, la
cocina era vieja pero andaba y había un par de tazas en la alacena.
Mientras desayunaba sentí un olor fuerte que venía del bajo
mesada. La madera estaba podrida. Habría tiempo para repararla,
me dije, igual que el piso de madera, igual que mi cuerpo lastimado
y cansado. Tenía potencial, tenía vida en mi interior. Solo necesi-
taba espacio y tiempo.
La primera semana buscamos un colegio del barrio para que
Lucas no perdiera el año. Él quería ver a sus amigos, pero era muy
riesgoso permanecer en contacto. No me reclamaba, no parecía
enojado, pero estaba triste. Cada noche en la cena nos mirábamos
comer en silencio. A veces jugábamos con el mantel de plástico
a recorrer las flores con la punta de los dedos hasta encontrarnos
las manos, otras escuchábamos la radio. Cuando tuvimos televi-
sión comíamos mirando los dibujitos en el sillón del living. Los
dos llorábamos, pero no a la vez, y nos consolábamos el uno al
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otro. Y mientras tanto Julia crecía en la panza, y mis moretones
se curaban. Día a día fue delineándose una cicatriz transversal en
mi nariz.
Compramos una cuna con el dinero de mi primer sueldo. Lucas
pasó de grado. Entré en el último trimestre de embarazo y pedí que
me dejaran seguir yendo hasta que naciera la bebé y prometí volver
apenas cumpliera el mes. Me dijeron que me tome el tiempo que
necesite, que tenía el puesto asegurado. Las paredes recién pinta-
das iluminaron la habitación. Elegimos una para hacer un mural
del mar. Las vacaciones eran el único recuerdo feliz del último año
y lo llevamos con nosotros, antes de que todo en casa se volviera
oscuro. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Cada vez se discul-
paba, y cada vez volvía a creer que cambiaría. Con el embarazo se
puso peor, y no le alcanzaba con desquitarse conmigo.
A menudo sentía culpa. Culpa de haberme ido, culpa de ha-
berme quedado. Por no resistir, por resistir demasiado. Comencé a
asistir a un grupo. Las mujeres eran muy buenas, me hacían sentir
mejor, no me culpaban. En mi cumpleaños hicieron una vaquita y
me regalaron un celular.
Comencé a adornar las paredes con nuestras fotos, con nuevos
recuerdos. Tejí escarpines y un sweater para Lucas. También hice
un camino para la mesa ratona que pusimos en el comedor y puse
plantas en la ventana y el pasillo.
Con la llegada de Julia llegó el otoño, que pintó el pasillo de
amarillo. Lucas dejó la habitación para dormir más tranquilo en
el living. Ya no tenía miedo, y tenía mesa de luz. En invierno las
estufas hacían bien su trabajo y disfrutábamos juegos de mesa o
películas mientras la bebé tomaba teta y sonreía feliz. También
yo comencé a sonreír, y Lucas se animó a invitar amigos a tomar
la merienda.
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Me aumentaron el sueldo y decidí cambiar el mueble de la co-
cina. Puse lámparas en los techos y una lámpara de pie en un rin-
cón. Enceré los pisos, reparé los huecos y busqué una abogada para
iniciar el divorcio.
Hoy vuelve a ser veinticuatro de diciembre y pasaremos la pri-
mera navidad los tres juntos. El arbolito adorna el rincón del living
y el aire se llena de ilusión. Hace un año nos vinimos aquí con lo
puesto y hoy estas cuatro paredes son, al fin, nuestro hogar.
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Persecución
Cala Simón
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que si no te vas ahora no te vas a levantar. Creés que quizá fue una
mala idea esto de venir a bailar.
Le avisás al resto, pero apenas te escuchan. Siguen bailando
como si eso fuese lo único importante esa noche. Solo Lucrecia lo-
gra escucharte y te pregunta si necesitás que te acompañe. Dudás,
pero le decís que no, que no hace falta.
Te tambaleás un poco cuando vas a buscar tu abrigo al guarda-
rropas. No estás acostumbrada a tomar tanto. A la salida le hacés
una seña al de seguridad para que te abra la puerta, te sonríe y te
deja pasar.
Una vez afuera notás las miradas encima tuyo de los hombres
que están fumando en la puerta. Te incomoda así que acelerás el
paso y te apurás. Hace frío, abrazás el tapado que tenés puesto
intentando abrigarte un poco más. Por suerte son pocas cuadras
para llegar a la casa de tu abuela. No te acordás si tres o cuatro.
Estás cerca por eso caminás. No hay nadie, a esa hora el pueblo está
totalmente dormido. De a poco vas escuchando menos el ruido
de la música que dejaste atrás. Sentís que los tacos te traicionan,
te cuesta un poco caminar derecha. Ahora si estás segura de que
tomaste demasiado. Empezás a darte cuenta de la mala decisión de
haberte ido sola.
Pensás que deberías haberle pedido a tu abuela que te despierte
en unas horas, pero como te olvidaste ahora ya no podés hacer
nada. Te acordás que el micro sale a las diez así que al menos vas a
tener algunas horas de sueño.
Escuchás solo tus pasos sobre la vereda. En tu cabeza ronda
la sensación de alerta de que no haya nadie. Ahora todo te parece
un poco más oscuro, aunque falten pocas horas para el amanecer.
Algo te dice que no deberías haber caminado, te invade la sensa-
ción de que el peligro puede estar en cualquier lado.
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Un auto dobla en la esquina que está atrás tuyo y escuchás como
la calle empedrada resuena por las ruedas del vehículo. Pensás por
un segundo que no va a pasar nada, pero después te das cuenta de
que estás atrapada. Te das vuelta y lo ves, un hombre que te mira
desde adentro mientras baja la ventanilla. Caminás más rápido,
pero sabés que es tarde. Un millón de imágenes se te cruzan por la
cabeza. Sentís que el miedo nunca fue tan verdadero. Los latidos de
tu corazón se aceleran. Estás segura de que no es de acá, es de otro
lado. Te grita algo, pero no querés escuchar. Te falta una cuadra,
pero es como si ya supieras que va a ser imposible llegar. El auto
frena y el ruido de que se abre una puerta te alerta aún más. No
podés mirar. Te sacás rápido los zapatos para no caer y empezás a
correr. Mientras, intentás buscar las llaves en la cartera. El farol de
la esquina ilumina toda la vereda y ahora ves que la sombra se aleja.
Solo pensás que no querés estar muerta.
72
Lo de Doña Elvira
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mujer y no tener los anteojos puestos, no le permitieron identificar
la persona que estaba entrando en lo de su vecina.
La casa estaba sucia, como era de esperar, debido al tiempo que
no estuvo habitada. Al prender la luz, todo estaba distribuido de
la misma forma que recordaba. Una película de polvo cubría cada
uno de los muebles a los que Marisa pasaba su mano. Los sillones
y colchones estaban cubiertos por sábanas que Don Quique había
encontrado en los armarios después que Doña Elvira se fue para la
capital a internarse.
Se prometió ordenar y limpiar al otro día, en ese momento el
viaje y los portarretratos sobre el modular la dejaron sin ánimos.
Solo enchufó la heladera y le pasó un trapo a la mesa para comer el
fiambre que trajo en figazas de manteca. Sacó las sábanas del bolso,
las estiró sobre el colchón y se acostó. No se animó a dormir en su
cuarto de la infancia, ni en el de su mamá.
Llamó a su hijo para avisarle que una mujer había entrado a la
casa de en frente. La voz se le entrecortaba y se escuchaba agita-
da, desde que murió Doña Elvira nadie entraba. Mamá, tranquila,
es tarde. Acostate y mañana vemos, le respondió. Mañana vemos,
repitió y colgó.
Cuando Marisa se despertó, le costó ubicarse en tiempo y espa-
cio. Cuando se sentó en el sillón, sintió un fuerte dolor de cabeza.
Hacía rato que no le daba ese tipo de puntadas agudas en el medio
de la cabeza. Buscó, entre sus cosas, alguna pastilla para la migra-
ña, pero no tenía nada.
Decidió vestirse y salir a buscar una farmacia por el pueblo.
Recordaba que en la esquina de lo de Chela había una y fue ca-
minando hacia allá. De paso, recorrió un poco aquellas calles que
la vieron crecer y hacía tiempo no camina. Todo permanecía ex-
trañamente igual, los mismos árboles, los mismos diseños en las
74
veredas, las mismas casas. Todas más viejas, salvo algunas rejuve-
necidas por aquellos que decidieron migrar al interior, supuso.
La vio salir de la casa para el lado de la plaza principal. Vio que
tenía puesto un tapado negro con el cuello levantado y unos ante-
ojos de sol que le tapaban la cara. Caminaba con las manos dentro
de los bolsillos delanteros de su abrigo. El reflejo del sol que daba a
su ventana no le permitía distinguir aún quien era esa intrusa que
se había metido tarde en la noche en una casa abandonada. Deci-
dió llamar de nuevo a su hijo.
En la farmacia había dos personas esperando a ser atendidas.
Cuando entró, Marisa dijo buenos días, las cabezas giraron para
ver quién era y se hizo un silencio abrupto, nadie respondió. Las
miradas de quienes esperaban, y de la mujer que atendía, se po-
saron sobre ella que quedó al lado de la puerta con sus anteojos
negros puestos.
A medida que las clientas iban saliendo una a una, le dedicaban
un último vistazo de arriba abajo a Marisa. Ella, con sus brazos
cruzados, esperaba su turno para ser atendida.
Cuando llegó su momento, se acercó al mostrador y apoyó sus
manos húmedas sobre el vidrio:
—Buen día, necesito algo para el dolor de cabeza, por favor.
Migraña —y llevó su mano derecha hacia la sien.
Con los ojos achinados y clavados en su clienta, le entregó una
caja de pastillas.
—Sale 19,50 el blíster.
Marisa saca un billete de cincuenta y lo deslizó por el vidrio. La
chica de la farmacia le entregó su vuelto pero mantenía sus ojos
achinados, como haciendo fuerza. Cada tanto hacía una mueca
con sus labios hasta que no se aguantó:
—Te veo cara conocida, ¿sos de acá?
75
—Hace rato dejé de serlo
Y salió.
Acaba de volver, la vi entrar de nuevo, le decía por teléfono a
su hijo mientras corría la cortina para seguir espiando. El día esta-
ba frío pero el sol sin nubes calentaba la mano que se agarraba la
tela que colgaba del barral de la ventana. Termino una cosa y voy,
mamá. Dejá de chusmear, le recomendó su hijo.
Marisa estaba limpiando la cocina cuando escuchó que alguien
aplaudía frente a su casa. Decidió ignorarlo, no esperaba visitas y
no quería que nadie la molestara. Quería terminar pronto y volver
al lugar donde pertenecía, su casa con sus cosas. Los aplausos, lue-
go de algunos minutos, se transformaron en golpes en la puerta
seguido de un hola ¿hay alguien? Con el delantal y los aguantes de
latex puestos fue a ver de quien se trataba. Al abrir la puerta vio a
un hombre de su misma edad, quizás, ella los llevaba mejor. Al ver
su cara, sonrió.
—¡Buen día! Vi movimiento y pasé a ver, no vemos a nadie por
acá últimamente.
El hombre se quedó mirándola mientras esperaba una respues-
ta. Se detuvo en esa sonrisa que le sonaba familiar.
—Vine a acomodar un poco la casa antes de venderla —respon-
dió aún con su mano apoyada en el picaporte de la puerta.
La cara de su visita se transformó y en su mirada la sorpresa iba
en aumento.
—¿Héctor? —dijo rápidamente.
—No, Marisa —y extendió su brazo derecho para estrecharla a
modo de saludo.
La cortina de la casa de enfrente estaba totalmente corrida ha-
cia un costado y desde allí veía a su hijo inspeccionando a la intrusa
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que estaba en lo de Doña Elvira. El sol ya no tapaba su visión y por
fin iba a saber de quién se trataba para alertar a sus demás vecinas.
Vio como ella le sonreía a su hijo y algo en ese gesto la tran-
quilizaba. Vio la mano de su hijo estrecharse con la de ella y vio la
puerta cerrarse tras de ellos.
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La deuda
Quedaron con Doña Carmela en que a las once y media iba para
su casa al otro lado del pueblo. Después de cenar y lavar los platos,
Miriam agarró el bolso y, como al pasar, le dijo a Roberto que iba a
cuidar a su madre y no sabía a qué hora volvía. Antes de que él re-
accionara —a esa hora miraba absorto “Las gatitas de Porcel”— ella
ya estaba afuera echando llave a la puerta.
Noche de por medio, Miriam iba a cuidar a su madre postrada.
Caminó intranquila, como si alguien la siguiera, con pasos cortos
y ajustados; trató de apurarse, pero las piernas no le respondían. Le
saltaban las lágrimas por el frío, metió las manos en los bolsillos
de la campera negra. Ahí tenía el dinero que había podido juntar:
un rollito de papeles que apretó con fe. Pedir plata prestada impli-
caría inventar una historia, y no tenía ganas de mentir. Debajo de
la almohada, su mamá guardaba con celo el dinero de su magra
jubilación, envuelto en un nilon que crujía con claridad delatora
en medio de la noche. La madre tomaba somníferos, aun así se
despertaba cada tanto. Una noche, Miriam le dio una dosis do-
ble. La madre roncaba con la boca sin dentadura, como la entrada
a una cueva macabra, se ahogaba y arrancaba otra vez con una
respiración arrítmica. Miriam le acomodó el nilon que recubría el
colchón, y con sigilo sacó la bolsa con el dinero de debajo de las
almohadas. La madre dejó de respirar unos segundos —a Miriam
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le pareció un siglo— y volvió a inspirar con ese ronquido que a ella
le daba tanto miedo. Pensó que ya se cortaba. Deseaba que se mu-
riera, pero no con ella presente. En el baño, contó cuánto quedaba
para terminar el mes y sacó unos pesos. Era mucho menos de lo
que necesitaba. Le daría apuro decirle a Doña Carmela que era
todo lo que había conseguido, pero algo inventaría.
Las lamparitas de las esquinas proyectaban las sombras de los
árboles. En las calles enarenadas, vacías y amenazadoras, se escu-
chaba el crujir de sus botas tejanas. Temía descomponerse por los
nervios y la angustia. Respiró hondo, el aire helado le cortó el pe-
cho. Se apuró cuando pasó al frente de un bar donde tres hombres
jugaban a las cartas envueltos en el humo de los cigarrillos y las
luces mortecinas. Agitada, tropezó con sus propias piernas y cayó
sobre la arena rasposa. Las manos y las rodillas le ardieron, se sa-
cudió mientras miraba si alguien se asomaba por las ventanas. Un
perro ladró a lo lejos. Recordó esa vez que un primo le puso la tra-
ba: aterrizó en la explanada de la estación de servicio. Las costras
no le dejaron doblar las piernas por siete días. Cuando su mamá la
encontró en la vereda, sucia y llorando, le cruzó una cachetada, la
arrastró de un brazo hasta la casa, y la metió en la ducha fría.
—¡Sos una bestia, qué tenés que andar jugando con tu primo!
Eso te pasa por ser marimacho, mocosa de porquería. Siempre tra-
yendo problemas. No me dejás en paz.
La palabra marimacho acompañó a Miriam durante su infan-
cia, sin saber lo que significaba. Solo se la había escuchado pro-
nunciar a su madre cuando la retaba por jugar al fútbol con los
chicos, o cuando les contaba a sus amigas que Miriam había vuelto
de la peluquería con el cabello bien corto, a lo marimacho —como
lo usaba ahora— o cuando no quería ponerse los vestidos con pun-
tillas que ella le cosía.
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Una tarde, la encontró en el dormitorio delante del espejo
vestida con los pantalones y la camisa del hermano. La agarró
y de un tirón, hizo saltar los botones que rodaron por el piso, la
empujó sobre la cama y le arrancó los pantalones que volaron por
el aire. Marimacho, marimacho, marimacho. Miriam, asustada,
atinó a taparse las pequeñas tetas, y se hizo pis. La madre la miró
desconcertada, salió enfurecida dando un portazo. Al minuto vol-
vió vociferando:
—¡Yo no quería que nacieras, no quería! ¡Salté mil veces cuando
nadie me veía, salté de cualquier parte, de la mesa de la cocina, de
la mesada del asador del patio, hasta intenté tirarme de la tapia
para ver si te perdía! ¡Y no, la muy machona estaba ahí agarrada,
para joderme la vida! ¡A los otros me los sacaron, pero a vos no, a
vos te dejaron para arruinarme la vida, tenías que nacer, y mari-
macho encima!
Escuchó un auto. Apuró el paso y se escondió en la oscuridad
de un negocio. Era un Peugeot 504 amarillo, como el de su esposo.
El coche se acercó al cordón, pegó el volantazo y se alejó haciendo
chillar los neumáticos. Se escuchó la risa de unos chicos. A pesar
de los vidrios empañados, Miriam reconoció a una parejita. Es-
peró que se alejaran y siguió caminando. Sintió que algo tibio le
corría entre las piernas. Quizás era el efecto del té de artemisa.
Esa mañana se levantó a las seis, puso una olla grande al fuego y
cuando estuvo por hervir, le echó la bolsa de yuyos que le había
recomendado una amiga. Tomó dos tazas cada quince minutos,
hasta terminar los cuatro litros. Se pasó la mano por la entrepierna
y vio que era sangre. Sacó un pañuelo del bolso, y sin desabrochar
el jean, se lo puso en la bombacha.
Tenía que cruzar la ruta. Venía un camión. Por un segundo,
sintió que era capaz de acostarse cruzada en el pavimento, cerrar
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los ojos y dejar que las ruedas la trituren. El camionero hizo sonar
la bocina que vibró ensordecedora en los oídos de Miriam. Se ima-
ginó que toda la gente del pueblo llegaría en camisón y pijamas
a curiosear, que de un momento a otro aparecería Roberto en su
bata azul que no le cubría la panza, y las chinelas de cuero marrón,
corriendo con dificultad, balanceándose de un lado al otro, llamán-
dola desesperado, sacudiendo los brazos.
—Miriam, Miriam, ¿qué hacés? Todo el pueblo está hablando
de vos, ¿querés irte con un camionero? ¿Qué te pasa, Miriam?
—Roberto jamás acertó a preguntar lo que tenía que preguntar,
lo que Miriam quería responder. Y ella le diría:
—¡No, dejame en paz! ¡Quiero que el camión me parta en mil pe-
dazos así nadie se entera de nada, se olvidan de mí, así desaparezco!
Seguía perdiendo sangre. Llegó a la casa de doña Carmela.
Tocó la puerta apenas. Nadie abrió. Volvió a tocar más fuerte. Una
mujer enjuta apareció por el costado de la casa, apoyada sobre un
bastón, vestida de negro, con largo cabello encanecido.
—Llegás tarde —le reprochó.
—Sí, doña Carmela, lo que pasa es que tuve un percance. Ade-
más antes pasé por la casa de mi madre.
—Ah, tu madre…
—¿La conoce?
La Doña no respondió.
—¿Estás preparada?
Miriam asintió varias veces con la cabeza, mirando al suelo.
—Trajiste el dinero, supongo.
—Bueno… No…, bueno…, traje un poco menos de lo que me
pidió.
—Entonces vení cuando tengas toda la plata.
Miriam la miró asustada, y casi le imploró:
81
—Lo que pasa es que ya pasaron dos meses y medio, además
vengo perdiendo sangre. En unos días le pido el dinero a mi madre
y le termino de pagar.
—Tu madre…
—¿La conoce? —volvió a preguntar.
Doña Carmela clavó el bastón al frente y se apoyó con las dos
manos. La miró directo a los ojos desorbitados de Miriam.
—Ella vino varias veces y siempre me dejaba una deuda, como
vos ahora que me querés pagar una parte. Se le acumularon varios
restos, y nunca me pagó.
Miriam estaba confundida, iba a vomitar. Cruzó los brazos sobre
el estómago, y esperó expectante a que la mujer siguiera hablando.
—Hasta que un día no la atendí. Se volvió como vino, y nunca
más la ví.
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Tan cerca del comedor diario
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Y ahora, iba camino a lo mismo, pero peor, porque Natalia, al
igual que Indalecia, vivía en Ramos Mejía. O sea que el escenario
de la investigación se desplegaba a diez cuadras a la redonda de su
casa, tan cerca su comedor diario donde ella pasaba sus horas senta-
da frente a la televisión, que transmitía el caso en cadena nacional.
A veces fantaseaba con ser panelista de alguno de esos progra-
mas. Opinar sobre los acusados, sobre la víctima, sobre el móvil del
secuestro. Pelearse en cámara con algún perito forense o, mejor
aún, con algún psicólogo. Pero con sus 75 años, ella, Indalecia,
jubilada docente, sabía que no resultaba atractiva para las cámaras.
Con su batón floreado, sus chinelas de plush color rosa chicle, y su
pañuelito a lunares anudado al cuello para protegerse la garganta,
mal podría lucirse bajo las luces de un estudio televisivo.
Seguía masajeándose la espalda cuando Ducke le apoyó las pa-
tas delanteras en la falda, moviendo la cola y mirándola con des-
esperación. Pobrecito, hacía al menos una hora que tendría que
haberlo sacado a la calle a hacer sus necesidades. Con esfuerzo se
puso de pie, apagó el televisor y fue a buscar la correa.
***
84
rostro angelical, casi aniñado; los inmensos ojos azules, las cejas
tupidas y la sonrisa luminosa transmitían una alegría muy alejada
del drama que se desencadenó apenas unos días después de tomada
esa foto.
Era evidente el parecido con su madre, quien desde la desapa-
rición transitaba con esa misma foto por los canales de televisión,
llorando ante los micrófonos. La imagen de la adolescente con el
uniforme verde escocés y el cabello rubio recorría el país.
En realidad, Natalia habría pasado a engrosar la larga lista de
jóvenes anónimas que desaparecen a diario, de no ser por algunos
aspectos de su vida privada que, cuando salieron a la luz, convirtie-
ron su desaparición en el caso del momento.
Al principio, los investigadores interrogaron a fondo a los pa-
dres, que solo aportaron datos poco relevantes para esclarecer el
caso. Tan pronto los policías detectaron que el matrimonio igno-
raba todo lo referido a la vida íntima de la hija, apuntaron a su
círculo de amistades. Y así fue como descubrieron que la joven ha-
bía iniciado, hacía varios meses, una relación clandestina con Ju-
lián, el padre de una compañera de colegio, un hombre de 43 años
hasta ese momento felizmente casado, intachable padre de cuatro
hijos. Ambos habían sido vistos hablando acaloradamente —discu-
tiendo, decían algunos testigos— a la salida del colegio justo antes
que Natalia desapareciera. Según las amigas, ella estaba muy ena-
morada, quería gritarle su amor a los cuatro vientos y que él dejara
a la mujer. Julián en cambio, quería vivir esa aventura en silencio,
y entraba en pánico de solo pensar que su esposa pudiera descu-
brirlos. Un verdadero cliché del triángulo amoroso, nada nuevo
bajo el sol. Pero la desaparición de la adolescente lo convertía en
un sabroso culebrón, mucho más atractivo para el público que si la
hubiera secuestrado una red de trata.
85
A partir del momento en que salió a la luz el romance prohibi-
do, la investigación dio un vuelco y Ramos Mejía se convirtió en
la meca del espectáculo, con guardias periodísticas en la casa de
la víctima y en la del padre de familia adúltero y pedófilo, quien
pasó a ser señalado como el principal sospechoso por parte de los
medios de comunicación, pese a que la justicia consideraba que no
tenía pruebas suficientes para detenerlo.
Las tranquilas calles de Ramos Mejía fueron invadidas por po-
licías que las recorrían buscando la más mínima pista que les per-
mitiera encontrar a Natalia, a lo que se sumaba una multitud de
movileros, camarógrafos y curiosos. Una bella adolescente desa-
parecida en medio de un triángulo amoroso con ribetes perversos
constituía un combo explosivo. Y si la adolescente era muy rubia
como en el caso de Natalia, mejor.
Ya nadie quería que le hablaran de política o economía. La gen-
te solo quería escuchar hablar de Natalia. Los medios lo sabían, y
le daban al público lo que pedía. Su crueldad no reconocía límites:
había aparecido una foto de la esposa de Julián, mujer poco agra-
ciada si las hay, quien para su mayor desgracia, era catequista del
mismo colegio al que concurría Natalia. Sus respectivas imágenes
habían empezado a circular juntas: un desalmado contrapunto en-
tre las rígidas facciones de la señora y la frescura de la adolescente.
Tampoco tardó en aparecer una foto de Julián, que en el ima-
ginario popular masculino pasó de opaco oficinista a rockstar en
cuestión de segundos.
86
***
87
Agitada y chancleteando las alpargatas, llegó hasta terreno
baldío, donde alcanzó a ver la cola marrón del perro desaparecer
bajo una montaña de basura. Miró la hora en la pantalla del ce-
lular y comprendió con amargura que se perdería el reportaje al
testigo sorpresa.
Se adentró en la oscuridad guiada por los jadeos de Ducke. Pisó
pedazos de vidrios, cascotes, papel de diario, bolsas y pasto crecido.
Un rancio olor a podrido le invadió la nariz provocándole nauseas.
De pronto sintió que algo se le enroscaba en la pierna derecha.
Empezó a patear al aire, desesperada, hasta que se dio cuenta de que
era la correa de Ducke que arrastró por el piso varios metros mien-
tras lo perseguía y que había terminado abrazada a su pantorrilla.
La desenredó y siguió caminando con mucha precaución, hasta
que le pareció sentir un ruido. Se detuvo y escuchó. Encendió la
linterna del celular y prosiguió avanzando con cautela, hasta que
a unos metros divisó la cola de Ducke tras una montaña de es-
combros. Cuando llegó a su lado, vio que el perro cavaba un pozo
con tanto frenesí que ni advirtió su presencia. Se quedó parada en
silencio observándolo escarbar, mientras dirigía la tenue luz del
celular hacia las patas delanteras que se hundían en la tierra una y
otra vez.
De golpe el perro se detuvo. Inmóvil, con la cola en tensión,
olfateaba algo que había encontrado. Horrorizada, Indalecia vio
que del pozo asomaba un mechón de pelo. Acercó más la linterna.
Le empezaron a temblar las manos y el celular se le cayó al piso,
iluminando un trozo de tela blanca junto al cabello. ¿Sería la cami-
sa del uniforme de Natalia? Se agachó para recuperar el teléfono
y sintió que sus lumbares crujían como si se las estuvieran tritu-
rando. Cuando se quiso reincorporar no pudo, una fuerte punzada
de dolor le atravesó la cintura. Quedó así, doblada sobre sí misma,
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con la cara casi pegada al mechón de cabello, que ahora de cerca
notaba que era muy oscuro, y que enmarcaba el rostro de una nena
asomando entre la tierra, con el cuerpo semienterrado envuelto en
lo que parecía ser un guardapolvo blanco que contrastaba con su
tez morena.
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Un hombre liso y llano
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Cuando era chica creía que cada vez que cambiábamos de año
también cambiábamos de vida. Me equivoqué, mamá. No hay tal
posibilidad. También creí que cambiando de lugar cambiaría los
recuerdos; que la memoria hacía borrón y cuenta nueva, pero no.
La vida tan solo se sucede de forma despiadada, mamá. De año en
año, de lugar en lugar. No hay punto y aparte. Vos no me lo adver-
tiste. Lástima.
Al menos, es bueno saber que cuando a uno le arrebatan el pa-
raíso, la misma desesperación acaba por parir el camino de salida.
Por entonces, a mí, el dolor me estaba ahogando.
No tenés idea de lo que sentí cuando te conté aquello. Tam-
poco de lo que viví cuando te enfermaste. Si pudiera, borraría
aquel febrero.
¿Cómo llegamos hasta ahí?
Yo quería ir al mar, ¿te acordás?, jamás lo habíamos visto. Salvo
en los frasquitos. Esos que me traía de regalo Marianela. Un poco
de agua de mar, al fin de cada uno de sus veranos. Los tenía aco-
modados en un estante de mi cuarto. Me gustaba observarlos. Ma-
rianela bromeaba cuando me descubría anclada frente a la repisa.
“¿Cómo está hoy la playa?” preguntaba entre risas.
Yo soñaba con viajar al mar y andar descalza de mañana en la
arena. En cambio, solo tuve una playa imaginaria por la que apren-
dí a andar a tientas, durante las noches de mi pesadilla.
Te negabas a ir. Y yo no quería darme por vencida.
—Dicen que el mar es grandioso, insistía. Una y otra vez.
No me atendiste. Parecías empeñada en apilar excusas, hasta
aquella mañana en la galería. Lástima.
—El mar tendrá que esperar. Tengo cáncer y muy poco tiempo.
Lo dijiste a lo bestia, como hacías con los malos tragos. Ya tenía
dieciséis y estaba en condiciones de comprender que cáncer y tiem-
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po, en tu caso, no eran lo que se dice compatibles. Al diablo con el
mar. Acababas de arrojarme de un tren que estaba en marcha.
Lloré y lloramos. Días sí y días también.
Después, cuando llegó tu agonía, la vida se hizo mínima y de
una lentitud exasperante. Lástima.
Con tu voz hecha un hilo, me hiciste prometer que estudiaría.
Pero con mucha más fuerza, que olvidaría. ¡Cómo me iba a negar,
si te estabas muriendo! Miré tus ojos gastados, acaricié tu pelo y
viendo que te ibas, asentí hasta el hartazgo, para que te marcharas
sin cuestiones pendientes.
Estaba dispuesta a lo que fuera, menos a perdonarlo. Eso no te
lo dije.
Hay tramos de la vida que acaban por volverse insoportables.
Como inviernos del alma. Andar a solas me dio la dimensión exac-
ta de tu muerte. Yo quería dejar de sentirme a la intemperie, pero
seguía ahí, petrificada. En realidad, llevaba tiempo anclada en ese
sitio. Desde mucho antes de tu muerte. Y vos lo sabías. Lástima.
No conocí a mi padre. Cayó desde un andamio antes de que
cumpliera el año. Jamás hablabas de él. Tal vez por eso no supe lo
que era un papá hasta que llegó Mario.
Fue durante una campaña electoral en el municipio. Él iba de
candidato. Pasábamos más horas en el partido que en casa. Debí
estar en la última sala del jardín o en primer grado. No estoy segura.
Después de las elecciones nos fuimos a vivir con él. Era una
casa amplia y luminosa, con un jardín hermoso en el que sobresalía
un jaulón de dimensiones poco habituales. Allí atesoraba más de
un centenar de canarios. Jamás había visto algo parecido. Algunos
eran del color de las zanahorias; otros blancos como el algodón y
también de un amarillo intenso como yemas de huevo.
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Mario pasaba horas junto al jaulón. Hablaba con sus pájaros.
Algunos hasta tenían nombre. Yo lo seguía. Aquello se parecía de-
masiado a la felicidad. Y yo, además tenía padre. Lástima.
Puede que no haya habido una cuestión puntual, sino más bien
un deseo profundo de que así sucediera. Tal vez por eso no te sor-
prendió el día en que Mario dejó de ser Mario y lo llamé “papá”.
De aquel tiempo es la foto que pusiste en mi mesa de luz. Aque-
lla que nos habían tomado a los dos caminando, a la salida de un
baile. Una foto en blanco y negro. Un hombre de espaldas; un
hombre liso y llano que lleva a una niña de su mano. No hay ima-
gen que pudiera aparecer más amorosa. Lástima.
A ese hombre al que le regalé un portarretrato con la foto nues-
tra para sus cumpleaños, yo lo llamé “papá”, maldito sea.
Hay palabras con las que se convive dolorosamente. Algunas
lastiman mucho más de lo que se pueda soportar. Lo sé, mamá, y
no tenés ni idea de cuánto lo lamento.
Qué podía saber en aquel tiempo. En cambio, vos ni ente-
rada, mamá. Estabas demasiado enamorada. Yo no lo vi venir.
Yo tampoco.
Cuando empezó a cambiar, creí que sólo era porque se había
tomado demasiado en serio la tarea de ser padre. Lástima.
A los nueve me dejaron de gustar sus abrazos, sus manos en
mis piernas, esa forma de cuchichearme boludeces al oído. Simples
boludeces. Pero el daño puede volverse inagotable.
Pienso en dónde es posible esconder el espanto para que me deje
respirar un poco más tranquila. A veces lo consigo. Es breve el tiem-
po de la tregua. Unas horas o unos pocos días. Un suspiro, mamá.
Está visto que nadie consigue hacerse a la idea de ciertas situa-
ciones. El infierno está ahí y vuelve. Una y otra vez, vuelve.
93
Vuelve, como una bala lenta que atraviesa el aire con decisión
premeditada; vuelve como buscando el blanco elegido, mientras le
da tiempo al cerebro para que habilite lo que se avecina. Y cuando
lo que se avecina es una pesadilla de esas que dejan sin aliento, a
veces el cuerpo habla. Y el mío, en aquel tiempo, pese a todo, final-
mente habló. Claro que para que eso sucediera, debieron pasarse
unos tres años. Lástima.
Me pregunto si en algún momento la vida recuperará alguna
de sus antiguas formas. Quiero creer que sí, que habrá un día en
que me volverá a habitar algo que se parezca a la alegría. ¿Cuánto
tiempo hace falta para el olvido? Por ahora sigo sin conseguirlo,
mamá. La pesadilla vuelve. La noche se ha ido comiendo mi mun-
do a tarascones. Mario nunca fue lo que dijiste que era. Yo le dije
“papá” y él lo ensució todo. El muy hijo de puta. Así hasta los trece.
¿Se puede vivir sin abrir los ojos? Lo hice durante mucho tiem-
po. Fue una noche muy larga. Solo quería dormir, dormir hasta
morirme. El sueño a veces es la mejor manera de amordazar dolo-
res. El problema aparece cuando uno se despierta. Lástima.
La verdad no siempre sale a flote, mamá, no siempre actúa
como hacen los corchos. A veces hay que presionar hacia arriba,
hay que empujarla para que aflore. Yo conseguí hacerlo cuando
cumplí catorce.
Primero me enfermé. Fiebre y más fiebre, sin motivo aparente.
¿Te acordás? Cuando todo se volvió insostenible, corrí a contártelo
envuelta en llanto.
Me parece estar viendo la expresión de tu rostro. Aunque no
me dijeras nada, yo lo podía leer en la mueca de tus labios, en la
expresión de tus ojos. Estabas espantada. Después vino la furia, el
desconsuelo y un solo juramento: no pararías hasta meterlo preso.
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Me dijiste que juntas lo conseguiríamos. Ni por un instante
se nos cruzó por la cabeza la posibilidad de estar apuntando a un
blanco protegido. Lástima.
Nos fuimos a vivir a una pensión y afrontamos el juicio sin di-
nero. Poco a poco empezamos a ver cómo se cerraban las puertas
a las que golpeábamos. “Para evitar conflictos”, nos decían. Impo-
sible olvidar aquel calvario.
Me pregunté mil veces si valía la pena llevar hasta el final esa
agonía. Recuerdo tu cara cuando dieron lectura a la sentencia.
Veinte años de cárcel. “No me lo puedo creer” te escuché repetir
durante varios días. Era lo más parecido a un acto de justicia. El
error fue confiarse. El error fue creer que el poder aceptaría sin
más esa sentencia.
El poder es poder y no se quedó quieto. De dieciséis a ocho,
luego de ocho a cuatro y así, de uno en uno, los años del castigo
se escurrieron por distintas razones hasta que Mario recuperó su
libertad y nosotras la pena. Lástima.
No sé de dónde hemos sacado que el paso del tiempo se traduce
en puro beneficio, lo escuché tantas veces. Con el tiempo se con-
sigue olvidar, con el tiempo se asimila, con el tiempo las heridas
cicatrizan. Estaba convencida de eso, hasta el día en que volviste a
casa con aquel comentario.
“Tengo las tripas dadas vueltas, no sabés a quién me acabo de
cruzar”, eso dijiste. Leí en tus ojos el abatimiento. De pronto tuve
la certeza de que la respuesta a vos te había herido de muerte y a mí
me había devuelvo a mi peor pesadilla. No me equivoqué. Fue solo
cuestión de tiempo. Lástima.
95
***
Otra vez volvió el colibrí. Lo veo deambular errante sobre los ma-
torrales. ¿Andará así tu alma? La mía lleva una larga temporada en
los infiernos.
Sucede por las noches. La oscuridad siempre sirvió para amparar
los crímenes. Y yo, mamá, me he vuelto una asesina. No creas que
siento pena o algún remordimiento. Al contrario, matar me alivia.
Lo hago cada noche. A veces, es en alguna de las calles del pueblo;
otras en la playa, o aquí mismo, en la plaza en la que conversamos.
Desde el día en que te lo cruzaste, yo también me lo encuentro.
Peor para él. Solo es cuestión de verlo y mi mano busca desespe-
rada el cuchillo que escondo en el morral. Sé que no he de fallar,
la hoja brilla hasta que empieza a hundirse una y otra vez en ese
cuerpo odiado.
Treinta y dos puñaladas. Siempre las cuento. Una a una. La
hoja entra certera, el corte es limpio. Un cuchillo viaja sin respiro
hasta lo hondo. Después viene el vacío y el deseo de que se sucedan
muchas otras noches.
¿Curan las pesadillas? No lo sé. Tampoco me importa demasia-
do. Matar me calma, mamá. Matar me salva. Lástima.
96
Nueva York en primavera
Le dejo una bolsa de medialunas que envolví en papel para que si-
gan calientes. En el bolsillo del ambo, le pongo los billetes de cien
en forma de rollito así parecen más. El pibe, con “cara de recién sa-
lido del horno de los hombres”, me guiña un ojo y dice que vuelve
en media hora.
Abro la puerta y me quedo quieta.
Me toma unos segundos ajustar la vista. Mirar a alguien es tam-
bién mirar todo lo que viviste con esa persona. Aunque Jazmín...
—Karín.
No lo dice como cuando golpeaba la puerta para que le prestara
algo: ¿Tenés tijera? ¿Un poquito de stevia? ¡El azúcar me da acidez!
¿Sopapa? ¡¿Sabés que me quedé sin hilo verde?! ¿Un caldito?
No. Este “Karín” es sutil, leve. Suena en medio de la respiración
y de esos cañitos que le cuelgan de la nariz. Tiene el pelo tirado
para atrás y la cara demasiado gris.
—¿Estás sola ahora? ¿Qué pasó con la señora?
Y dejo el bolso de lentejuelas sobre la mesita que, en ese lugar,
más que brillar parece que grita. Saco un caramelo de esos redon-
dos y oscuros y se lo pongo en la boca.
—La vieja palmó anoche.
Me quedo un segundo como si me hubieran pegado una ca-
chetada. Hay cosas que pesan dos veces de acuerdo a donde caen.
97
—Ja, ja. ¿Tanto la querías? ¡No, nena! La pasaron a terapia co-
mún. ¡No te asustes! ¿Arnaldo André te dejó entrar? Decime que te
lo chapaste.
Sigo revolviendo dentro del bolso de boca grande y ancha que
me recuerda a la cloaca que había en la esquina de la cuadra de
casa y que jugaba a saltar con la lluvia. Ese con el que cayó un día
al departamento y que no podía dejar de mirar. “Lo bordé yo. ¡Es re
fácil! Si querés te hago uno. A vos el rojo te quedaría genial”.
—¿A dónde nos vamos?
Me mira esperando. Hay que llenar los silencios cuando se po-
nen pesados. Me apuro, me pongo nerviosa. Empiezo a buscar en
ese agujero sin fin. Saco bolsas y bolsitas. Me siento como una piba
entrando al boliche por primera vez y que no encuentra la entrada.
¡Hasta que sí! Es una postal con Frank en blanco y negro, salvo por
el sombrero que está en azul. “City Hall 20 h”. “Tonight Only”.
—Aaaaaa… ¡Nueva York! ¿Te dije que mi primera paja me la
hice con él cantando “New York, New York”?
Le pongo un par de almohadones más para que se siente y le
muestro los pañuelos que traje de su casa. Revuelve. Le veo algo de
brillito en los ojos negros. Para ella, elige uno con flores amarillas
y manchas turquesa. A mí me da uno de tulipanes.
—¡El rojo te queda divino! Vení que te lo acomodo.
La dejo. Los dedos largos, ahora de uñas cortas, se mueven sa-
biendo lo que hacen.
—Te quedan bien esos colores; el gris envejece y para eso, la
vida. —Se hace una trenza turbante en la cabeza y se mira en el
espejo que le pasé. Decime que trajiste labial.
Y me parece escucharla taconear, con esos zapatos imposibles
por el pasillo, cada vez que terminaba de atender un cliente. En-
cuentro más cosas.
98
—¡Bien, nena! Me trajiste el rojo y no el coral. ¡Estás aprendiendo!
Vení que te pongo.
—Pará, pará. También traje esto.
Le muestro dos kimonos. Cuando fui a su departamento, los
encontré colgados en ese perchero de teatro de revistas que tiene
apenas entrás.
—¡Estás en todas!
Se corre el camisolín y le puedo ver las tetas ficticias, inamovi-
bles, rígidas y demasiadas para ese lugar. Un agregado exuberante
para ese cuerpo largo y muy huesudo.
—Vení que te ayudo. —Intenta sacarme la remera.
En casa, yo le diría que está loca y ella me contestaría que ando
siempre con esas remeras lisas y estaríamos un rato tomando mate.
Pero acá, la ayudo. Miro mi corpiño de algodón medio gastado y
me tapo rápidamente.
—Lindas tetas.
—Parecemos Moria y Susana.
—¿Quién es quién? —pregunta con el labial pegado a la boca.
De refilón, la veo como esa mañana en la que nos fuimos a
Ezeiza a buscar a uno que había conocido por Internet y salía de la
cárcel. “¿Y qué? Ahí también usan Tinder”.
—¡Metele que vamos a llegar tarde!
Me siento al lado de ella mirando la ventana del hospital. Una
ventana que da a una pared que hace mucho fue blanca. En un
costado, las manchas de moho y humedad se entrelazan como en
ese test que una vez me hicieron en una entrevista.
—¡Taxi! —Levanta la mano escuálida que ahora está llena de
pulseras doradas y plateadas. ¡Al Music Hall, please! Tenemos
fuunction, fuun. —Y se queda tragando saliva.
—Tickets —contesto.
99
—¡Mirá! El taxista es negro y tiene el pelo bien cortito como
me gustan a mí. I like black, ¿sabe? —Y se abre un poco el kimono.
En eso, la cara se le transforma, los ojos se le ponen bien grandes
y brillosos y me aprieta la mano. Sir, STOP, stop, please. Karín,
es el Central Park, ¿vamos? Tenemos tiempo. ¿How much? ¿Five
dolars? ¡Si estuvimos dos minutos! ¡Five dollars! ¡Qué ladri este
grone! ¡Tomá! Five dollars sonofabitch ¡Metételos en ese culito ne-
gro que tenés!
—Jaz, vení que esto te va a gustar. ¡Hay pingüinos ahí! —Y en-
trelazo su brazo con el mío.
—¡Noo! ¡Pingüinos! ¡Como en esa peli! ¿Te acordás? Mi tía, que
dios-la-tenga-en-la-gloria-y-la-llene-de-pijas-gordas-y-duras, mi
tía Nané me decía que yo era igualita a Julie Andrews. “Te faltan
los ojos azules”, repetía. Ya te conté que mi tía cosía; yo iba a su casa
a probarme cosas y una vez me hizo un saquito como el de esa peli.
Cuando papá lo vio… ¡el escándalo! Viejo de mierda… Que dios-te-
mantenga-bien-abajo-donde-no-tendrías-que-haber-salido.
Escupe el piso. Su zapato de taco alto pisa el gargajo. Sigue:
—¡Mirá qué bueno que está el heladero! Vamos a pedirle... two
helados, please.
—Te está mirando.
—Karín, ¡es que esta es mi ciudad!
—Boluda, te está guiñando el ojo.
—¡Está para la mesita de luz!
—Pará que te pongo un lento. ¡Invitalo a bailar!
Agarro el celular y busco. “Fly me to the moon... let me play
among the stars”. Jazmín apenas balancea los hombros; la abrazo y
nos movemos de la cintura para arriba. “Jooooold main jand”. Me-
jilla con mejilla. “Kisssss miiiii” y no termina la canción porque la
100
veo parar en seco. Otra vez, la cara pálida. La boca áspera tratando
de agarrar el aire. Apenas se escucha la tos.
—Nos tenemos que ir.
—¡Justo que le iba a dar un beso!
Tose. Esa tos que no cura ni hace nada. Que solo trata de mover
algo que no está, que no viene, que falta.
—¡No vamos a llegar!
Se sacude, me aprieta la mano y yo aprieto el botón. La trato de
agarrar, pero no sirve. Y se ahoga. Y grito. Y el enfermero que entra
con ojos de escándalo.
—Señora, cúbrase por favor.
Me meto la remera gris arriba del kimono y corro todo. Ahora,
Jazmín está en la cama fría-blanca-sola-gastada tosiendo. Los mé-
dicos que me empujan cada vez más lejos. Ella me mira y me dice
algo que no entiendo. Me agacho. Y… “¡Córrase! ¡Que sea la última
vez! Usted no sabe cómo está. ¡Qué barbaridad agitarla así!”.
La boca de Jazmín deformada por el labial y la baba. Y yo que
no entiendo qué me dice.
—¡Preparen todo! ¡Llamen al médico!
La pasan a la camilla. Y ese pañuelo que dejó de ser turbante y
ahora solo es un pedazo de tela arrugada en la mano de ella que me
hace una señal. Pongo mi oreja pegada a su boca áspera. “Parece
que la tiene grande”, me susurra y mira al enfermero que no la es-
cucha porque la está preparando para entubar. La miro y le agarro
la mano demasiado helada para Nueva York en primavera.
Los veo irse.
Me quedo con el pañuelo de flores amarillas que tiene un poco
de sangre en el medio y me acuerdo de mamá diciendo que, para
sacar las manchas de sangre, lo mejor es agua fría, bien fría.
101
En disidencia
El mate y la pinza
102
Mimí bajó el CD, apoyó las manos sobre sus piernas cruzadas
y sacudió la cabeza.
—¡Ay mi gorda! ¡Con qué poco te conformás!
—Sí, ya sé. Por eso digo que mi vieja me cagaría a chancletazos.
—Gorda, decime ¿Qué se te dio ahora por querer saber algo
con seguridad?
—¿Cuándo tuviste certeza en tu vida?
—Cuidado que quema —dijo Estela pasando el matecito de cha-
pa—. No sé, Mimí.
—¡Pensá!
—¡Ya sé! Cuando hice la casilla y me llevé las cosas, ahí dejé de
andar de acápara allá.
—¿Y cuánto te duró?
—Bueno, años. Hasta que la prendieron fuego los wachos….
—¿Ves? No hay seguridad, no existe. Paciencia. Y vos aguan-
tás… Un poco porque podés y sos fuerte, y otro poco porque no
queda otra.
El acusado
103
con las manos. La China se quedó mirando por la ventanita de la
puerta, Estela sabía que estaba en puntas de pie, pero ninguna se
movía en el taller no querían comerse el día engomada.
Cuando La China y las otras se fueron, Estela se acercó y juntó
las cosas del piso,le dio la mano y la ayudó a levantarse. No hablaron
hasta la noche. Cuando se apagaron las luces, se metieron juntas
en la cama de Estela y se abrazaron como las hermanas cuando les
rompen el corazón. Compartían el cuarto desde hacía meses, cuan-
do a Mimíla pasaron al pabellón de mujeres.
—El acusado, me dice. El imputado con tendencia homosexual.
—Hizo una pausa—. Qué pedazo de mierda ese viejo. Y yo… ¡Siem-
pre con esa esperanza idiota! Tenés una esperanza idiota, me decía
La Tota, la esperanza idiota de que no pase más. A La Tota siempre
le reconozco todo, pero no puedo dejar de indignarme ¿No tengo
derecho a esa esperanza? Ocho años con mi documento de mujer,
¿y qué? ¿No saben leer los jueces?
—Yo casi no sé leer Mimí y sé que sos mujer. Ese juez es de los
que no quieren que haya mujeres como nosotras y hacen de cuenta
que no existimos. Pero eso es lo idiota. No hay forma Mimí. Que te
diga el imputado no va a cambiar nada ¡Ya está! Acáestamos. Somos
así y nos pueden violar, pueden meternos en cana o matarnos, pero
van a venir otras igualitas. Y yo también tengo la esperanza de que
se van a cansar de hacer fuerza en algún momento, porque noso-
tras no vamos a dejar de aparecer.
104
finito, negro, que tenía la cara de una estatua en la tapa. Estela lo
agarró y leyó el nombre Ancianos relucientes de Kate Tempest—.
Fijate donde está el señalador. Hay una parte que está marcada.
—Esperó a que Estela encontrara la página y asintió dando la señal
para que empezara a leer envoz alta.
Le transpiraba el bigote cuando la maestra le pedía que leyera
en voz alta. Apoyóel libro sobre la mesa y lo mantuvo abierto aplas-
tando con fuerza las hojas para que notemblaran con ella…
Mirá —todo lo que tenemos acá es lo único que siempre tuvimos.
Tenemos celos
y ternura y maldiciones y dones.
Pero el camino de un pueblo que ha olvidado sus mitos
e imagina que de alguna manera él ahora es todo lo que hay
es un camino de pena
todo aislamiento y preocupación
pero la vida en tus venas es divina, heroica.
Naciste para la grandeza;
creelo.
Sabelo.
Tomalo de las lágrimas de los poetas.
—Hasta ahí. Está muy bien, Estela. —Ella era la única que no le
decía Gorda en la cárcel.
—Me gusta el poema —dijo La Rubia.
—¡Qué bueno! A mí también me gusta, ahora… ¿de qué les pa-
rece que está hablando la autora? —preguntó a la clase entera y aga-
rró una “boca de dama” para comermientras se tomaba el mate que
le habían pasado.
—A mí me pasa que cuando hablamos de los mitos, yo no puedo
dejar de pensar en el Gauchito Gil —dijo una de las chicas y todas
se rieron.
105
—Bueno, bueno. Vas por buen camino. Los mitos y leyendas,
¿para qué sirven?
—¿Qué dice la autora? ¿Qué piensan ustedes? —Se dio vuelta y
escribió las preguntascon formato de consigna en el pizarrón que
colgaba en la pared celeste.
Cuando se quiso anotar para hacer la secundaria, le dijeron
que no. No le creyeron que había terminado la escuela, ni que le
habían quemado la casilla y que ahí perdió todos los documentos.
Tampoco le creyeron que en la escuela desapareció su legajo y sus
boletines una vuelta que se inundó el barrio. Pero la dejaban ir a
las clasesde Cynthia porque sabían que tenía para rato y hacer esas
cosas le iba a servir en el futuro.
—¿Sabe qué, Cynthia?
—¿Qué? —La maestra se había acercado para pasarle un mate y
leer lo que estaba escribiendo en su hoja.
—Declaró la vecina que escuchó todo. Y eso está bueno me dijo
la abogada, porque ayuda a que me crean que me estaba defen-
diendo. —Cynthia dejó de leer y la miró sonriendo—. Declaró que
escuchó a uno de los tipos gritarme YO TE SACO LO TORTILLE-
RA y que yo también les gritaba NO ME TOQUEN GUACHOS,
NO ME TOQUEN.
—¡Qué bien! Qué bueno que la vecina se animó. Como en los
mitos, algo inesperado puede cambiar el rumbo de las cosas, ¿no?
Tijeras
—Descontrol, Gorda… —dijo Mimí estirando los rulos que cada vez
estaban más blancos que negros. Eso significaba que a Estela le tocaba
un corte.
106
Los rulos se descontrolaban, era cierto. Así que la dejaba cortarle
el pelo cada un par de semanas. Silvana, una de las canas, le traía las
tijeras los martes a la tarde y se quedaba con ellas hasta que Mimí
terminaba de cortarles las mechas a todas las que tenían descontrol.
Así se habían hecho amigas. Cuando Estela ingresó, Mimí se
acercó y diagnosticó su peluca: Reina, no te lo tomes mal, pero si
necesitás, yo tengo habilidad con la tijera
¡De verdad! Mirá, yo no estudié peluquería porque nunca es-
tuve mucho tiempo en un mismo lugar, pero me doy maña.
Le pagaban con postres del comedor, puchos y comida que
traían las visitas. Pero ese martes Silvana no apareció. Recién el
viernes la vieron y Mimí se acercó a hablar con ella.
—No me quieren prestar más las tijeras —dijo cuando volvió.
—¿Por qué no?
—Qué sé yo. Dice que la cagaron a pedos por darle tijeras a una
asesina.
—¡Ay! Que no me jodan… No mataste a nadie. No deberías ni
estar acá, no haypruebas. Solo lo que dice un viejo con guita.
—Sí, Gorda… Pero lo que dicen los tipos con guita es más ver-
dad que lo quedecimos los imputados con tendencias homosexuales.
Igual, ¿sabés qué?
—¿Qué? —Mimí sonreía.
—Mi abogada es la más yegua. No puedo creer la suerte que
tuve con ella.
—¿Qué pasó?
—Las polis son más chusmas que las putas ¿Viste que en la últi-
ma audiencia me dijeron imputado? Bueno, me contó Silvana que
andan diciendo que Lula pidió que me cambien los jueces porque
son prejuiciosos con las travas y obvio que no van a creerme nada.
107
Y en la movida también pidió mi excarcelación —dijo y se puso a
menear al ladode Estela.
—¡¡¡Ay Mimí!!! ¡Qué bien, mi Reina!
—Gordita. —Se paró y tomó distancia agarrándola por los hom-
bros para mirarla mejor—. Si me voy, estos pelos van a ser un des-
control —dijo estirando los rulos y riéndose.
108
lo escuchó la vecina y se lo dijo al juez y todo… ¿No tengo derecho
a defenderme?
—Estela, claro que sí. Claro que sí. Pero es un derecho raro —dijo
la palabra raro con un tono escéptico—. Parece que algunos tienen
mucho derecho a defenderse y queel resto no. El resto tenemos que
bancarnos todo, pero nunca está muy claro por qué.
Recusada
Lula vino a ver a Mimí sobre la hora del almuerzo. Estela se sentó
y comió más rápido de lo normal. Miraba todo el tiempo hacia la
puerta. Cuando Mimí entró, le hizo señas para que la ubicara, pero
no pudo darse cuenta si traía buenas o malas noticias.
—¡Mimí, hablá! ¿Te sacaron al juez?
—¡Sí, boluda! ¡Me lo cambiaron! Recusaron a la jueza, me dijo
Lula. —Y se rieron juntas.
—¡Vamos, mierda! —¿Por qué no estaba tan contenta?—. Che…
¿Y… lacondicional?
—No salió, Gorda —dijo mirando el plato vacío de Estela—. Pero
no importa. Luladijo que esto es algo muy bueno.
A Mimí le tocaba esperar.
Un poco de justicia
109
la cabeza apoyada en la pared y las piernas cubiertas con su cam-
pera. Ahí se sentaba a escuchar el zumbido de los tubos de luz en el
silencio. Se imaginó las cosas afuera. ¿Qué iba a tener que arreglar
en la casa de Patri? ¿Las pibas de la canchita habrían encontrado
otra arquera? ¿Cómo sería el hijo de la Nancy? Se imaginó arman-
do una peluquería chiquita para Mimí en donde la tía Paula tenía
el kiosco en el living. En el barrio también había un localcito que
había sido un ciber en una época. Ese le iba a gustar porque tenía
vidriera. Se imaginó colgando un espejo grande en la pared y sus
fotos de Gilda.
Estela escuchó que se abría la puerta del fondo y antes de que
llegaran a buscarlase acercó a despertar a Mimí. Se abrazaron con
los ojos cerrados y las manos muy abiertas.
—Gorda, tenés razón. No importa lo que hagan, no vamos a
dejar de aparecer.
110
La Moni, yo y las que son como nosotras
Francina Cassino
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qué hace el muy vago? Duerme hasta el mediodía. Claro, mientras
tenga una caja de vino y un atado de cigarros, él está bien. No te
digo yo que es un vividor. Pero es un buen tipo. Es mi hermano
del alma. Yo lo conocí en el bowling. Era una estrella. Hacía strike
hasta con los ojos cerrados. De eso se enamoró la Moni. Él tenía
una pinta que ni te cuento. Y claro, cómo para no tenerla si la
mujer lo hacía salir de punta en blanco de la casa. A él no le im-
portaba dejar a las hijas para irse a revolcar con la Moni después
de los torneos en el club. Por eso te digo, a la Moni le gusta sufrir.
Ella sabía que él era casado y encima padre de tres criaturas. Por
eso cuando la Moni se embarazo, no le quedó otra que deshacerse
del crío. La llevamos nosotros, con tu madre. Fuimos a un rancho
en el medio del campo a la madrugada. Un foquito apenas tenue
iluminaba la tranquera de entrada. Yo me baje a abrirla. Era pleno
julio, el rocío del pasto me traspasó la suela de las zapatillas. Tu
madre le agarraba bien fuerte la mano transpirada a la Moni, ya no
tenía uñas para comerse la pobre. Cuando estacionamos al lado del
ranchito, la Moni quebró en llanto. Es irónico, pero lloraba como
un bebé recién nacido. Yo me bajé a fumar un pucho mientras tu
madre la consolaba. Del rancho, salió un viejo petiso y bigotudo.
Tenía puesta una chomba desteñida y un par de alpargatas en los
pies. Me asintió con la cabeza y dejó la puerta entreabierta para
que pasen. Pude ver que había una cama matrimonial, pero nada
más. Había más luz en la oscuridad de la noche que ahí adentro. Al
rato, se bajaron del auto. La Moni estaba como nueva. No sé qué le
habrá dicho tu madre. Pero para las próximas veces que fuimos al
ranchito, ya no lloraba. Una vez nos asustamos bastante. La Moni
casi no la cuenta. Se nos iba en sangre a la vuelta. Tuve que cam-
biar el tapizado de los asientos de atrás del Citroën después de ese
viaje. Yo le dije a tu madre que no la llevábamos más. En fin, viste
que te dije hija, como a todas las mujeres, a la Moni le gusta sufrir.
No papá, a Moni no le gusta sufrir. Moni se acostumbró a sufrir.
Si supieras que yo tuve peores náuseas que las causadas por la rueda
de la fortuna. Yo tengo náuseas escuchándote relatar sus hazañas con
las mujeres. Yo tengo náuseas cada vez que me acuerdo de que a la
única que hizo sufrir no es a Moni. Hay varias como Moni.
Yo tengo náuseas ahora de solo pensar que va darme un beso cuan-
do crucé la puerta del salón de fiesta agarrada de tu brazo. Yo tengo
náuseas ahora cuando pienso en lo que él se podría imaginar al verme
de vestido corto y maquillada como una princesa en mi noche especial.
Yo tengo náuseas ahora sabiendo que va a sentarse en la mesa con
toda la familia, como si nada. Como si no fuese la razón por la que
me despierto a mitad de la noche con el corazón hecho un tambor.
Como si no fuese la causa por la que no puedo besar sin culpa, tocar
sin culpa, calentarme sin culpa. Como si no me hubiese arrebatado la
inocencia. Yo tengo náuseas de solo imaginar que va a mirar a mis
amigas con deseo. Con ese mismo deseo con el que me miraba cuando
era una nena. Cuando era tu nena, papá. Yo tengo náuseas porque va
a palmearte la espalda para felicitarte con las mismas manos que me
bajo el jogging y la bombacha. Yo tengo náuseas por las cosas que soy
capaz de hacer con tal de no verlo nunca más en vida. No quiero verlo
en mi fiesta, pero tampoco en el barrio. No quiero que me desee feliz
cumpleaños porque si está él, no va a ser feliz. No quiero que también
arruine mi noche. La que se supone que es enteramente mía. También
hay varias como yo. Era tu amigo, papá. Tu hermano del alma. La
persona en la que más confiabas, tanto que le confiaste hasta a tu hija.
Lo querés tanto que deseas que sea parte de mi fiesta de quince. Y yo te
quiero tanto a vos que me guardo todo esto para mí.
Cría cuervos
114
hasta la puerta. Justo cuando el más chiquito lo iba a lograr, Shel-
ley nos interrumpió.
—Please, Fred, put your blue hat on.1
La mamá le habló en inglés y no le importó si yo estaba ahí y no
entendía nada. Quizás por eso no la quería.
Después le puso crema en la nariz y en las mejillas para que no
se quemara ni le salieran ampollas por el sol, porque Fred era muy
blanco, muy rubio y de ojos muy celestes. Era lindo. A mí un poco
me gustaba, pero no se lo quería contar a nadie. Ni siquiera a mi
hermana Liliana. No me animaba, porque una vez que llovió todo
el día Fred vino a casa y nos pidió jugar a la peluquería mi hermana
aceptó, pero no lo ayudó a buscar los cepillos, ni las hebillas del ca-
jón del baño. Además, le sonrió de una manera rara a papá cuando
abrió la puerta para avisarnos que la cena estaba lista y vio que Fred
nos estaba peinando.
Prefería guardarme el secreto.
—Te parecés a Piluso2 con ese gorro.
Me reí. Fred, no. Enseguida me arrepentí de lo que le había
dicho. Quizás creyó que lo estaba burlando. Una vez escuché como
su papá le contaba al mío que en la escuela Fred tenía problemas
con eso. Qué sus compañeros le decían cosas feas y que las mae-
stras no tomaban ninguna medida. Que en vez de sancionar a los
que generaban los problemas, los habían citado a Shelley y a él
para sugerirles que Fred iniciara un tratamiento psicológico. Me
dio pena porque Fred nunca se burlaba de nadie. Tampoco se de-
fendía. Como esa tarde que había mucho viento y pusimos los bar-
renadores sobre la arena. Nos imaginamos que estábamos surfean-
115
do. Doblamos las rodillas y levantamos los brazos manteniendo el
equilibrio. De pronto Fred empezó a gritar. Más y más fuerte.
—¡Guarda, que ahí viene una ola enorme! ¡Ayyy, qué miedo!
¡Ahhhh! Hasta que un pibe de una de las sombrillas de por ahí, se
acercó.
—Vos —le dijo en forma amenazante señalándolo con la
pera— ¿cómo te llamás? —Fred le dijo su nombre. El pibe le hizo
burla. Empezó a sacudir las manos y a repetir con voz finita,
como de mujer.
—¡Ay, Fred! ¡Fred! ¡¡Me llamo Fred!!
Fred bajó la mirada y se fue a donde estaba su mamá. Estiró su
toalla, se acostó boca abajo y se puso a llorar. Me di cuenta porque
su espalda se movía muy rápido. A Shelley no le importó, siguió
leyendo como si nada. Me dio tanta bronca que empujé al pibe de
la sombrilla con todas mis fuerzas. Shelley se sacó los lentes y me
miró con cara seria.
—Mal hecho, Clarita. No está bien empujar.
Encima que había defendido a su hijo, me retaba. Quizás por
eso no la quería.
Igual que los veranos anteriores, nuestras vacaciones termina-
ban con la fiesta de cumpleaños de uno de los hermanos de Fred.
Invitaban a todos los chicos de la playa y del barrio. Llevar regalo
no era obligatorio, pero sí una linterna para jugar a la escondida,
a la noche, cuando oscurecía. El jardín de la casa que alquilaban
daba al fondo con un bosque. Si no tenías linterna, no veías nada.
A mí me daba miedo, por eso le pedía a Fred que nos escondiéra-
mos juntos y en el mismo lugar de siempre. Detrás del árbol caído,
cerca de la reja. Era un tronco seco lleno de agujeros por donde se
podían ver las luces de las linternas de los demás. Yo le rogaba que
nos quedáramos muy quietos y callados hasta escuchar el primer
116
grito de “piedra libre”. Eso me aseguraba que no iba a ser la próxi-
ma en contar. Yo odiaba eso y Fred lo sabía.
—¿Y si yo uso tu ropa y vos la mía? —me preguntó esa noche.
Así se confunden. Si el que nos descubre dice “Fred” en vez de
“Clarita” o “Clarita” en vez de “Fred” es sangre3 y tiene que contar
otra vez. Estás salvada. Digo, cómo a vos no te gusta…
La idea me pareció genial, pero me daba nervios. No me gus-
taba que Fred me viera en bombacha. Le hice prometer que no me
iba a espiar o prender la linterna mientras nos cambiábamos.
—Te lo juro.
Le creí.
Nos dimos la espalda. Pude escuchar el sonido que hizo el cie-
rre de mi pollera y el de su pantalón. También el ruido del broche
de su cinturón cuando lo tiró al suelo cerca de mis pies. Yo estiré
el brazo hacia atrás y le pasé mi ropa. No quería que se manchara
de pasto. Fred me avisó que él ya estaba listo. A mí solo me faltaba
ajustarme el cinturón. A la cuenta de tres nos dimos vuelta. Yo me
reí. Fred me miró fijo y me pidió la hebilla. Lo ayudé a acomodar-
se el pelo de costado. No me quedó muy bien, porque Fred no se
quedaba quieto. Estaba más interesado en bailar que en peinarse.
Le gustaba ver cómo se movían los volados de la pollera cuando
saltaba y giraba. Del mareo se cayó. Nos reímos.
—Ayudame —me dijo estirando una mano.
Enseguida se subió al tronco. Usó una rama seca como micró-
fono y cantó: “Hoy en mi ventana brilla el sol y el corazón se pone
triste contemplando la ciudad porque te vas. Como cada noche
desperté...” 4.
3. Término usado en Argentina en el juego de las escondidas cuando el que busca confunde
al encontrado con otra persona.
4. Porque te vas, José Luis Perales, 1974
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Me hizo gestos para que subiera al escenario. Me compartió
el micrófono y cantamos juntos pronunciando las zetas y las elles
igual que se escuchaba en el disco y alargamos la a en el estribil-
lo: “Junto a la estación hoy lloraré igual que un niño, porque te
vas, porque te vaaaas…”. Alguien enfocó a Fred con una linterna.
Gritó “piedra libre”, pero ningún nombre. Dije el mío fuerte en mi
cabeza para ayudar a la confusión. Salté del tronco. Fred se quedó
quieto, ahí arriba, con los ojos entrecerrados por la luz.
—¿Qué hacés vestido así? ¡Vengan, vengan todos! ¡Rápido,
apúrense! ¡Miren! ¡Fred está vestido de mujer! ¡Fred es maricón!
Algunos chicos vinieron corriendo. Otros no tanto. Se escucha-
ron risas. Gritos. Lo burlaron. Carlos le tiró una piedra. Eduardo
también. Fred se tocó la frente y se quejó. Tuve miedo. Salí corrien-
do a buscar a Shelley. Llorando le dije que se apurara. Que Fred
tenía mi pollera. Que lo estaban burlando. Que lo iban a lastimar.
Shelley me siguió hasta el árbol caído. Se acercó a Fred y lo
ayudó a bajar del tronco sosteniéndolo de la cintura. Nos agarró a
los dos de la mano y con voz calma les dijo a todos los chicos.
—Vamos adentro que es hora de apagar las velitas.
Shelley no le limpió a Fred la sangre seca pegada en la frente.
Tampoco le pidió que se cambiara de ropa. Lo dejó cantar el feliz
cumpleaños vestido con mi pollera y con mi hebilla en el pelo.
Cuando cortó la torta me repartió el primer pedazo, del lado con
más confites. Quizás por eso empecé a quererla.
O me estaba haciendo mayor.
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Trabajo Sucio
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la pieza de los chicos que todavía duermen. Falta un rato para ir
a la escuela.
Se ve en el espejo vertical del pasillo. Se detiene. No se mira
muy seguido, porque cada vez que lo hace encuentra algún motivo
para retarse hasta el último reflejo. Esa remera vieja que nunca
sintió propia, las piernas largas desnudas. Se acuerda de un vestido
corto con el que salía y piensa en qué momento decidió que dejaría
de usarlo para cambiarlo por una remera decrépita y ajena.
Todavía le quedan un par de horas al día para volver a llorar.
Continúa su camino. En cada lugar de la casa hay una silla o banco
solitario que la espera cuando los días pesan más. Va a la cocina, el
banquito de turno da al patio. Pone agua para el mate y mientras,
se sienta jorobando su espalda. Su mirada esquivó las manchas del
vidrio y se fue al césped hecho maleza; la hamaca oxidada… pien-
sa en cuánto le gusta ese color, la manera de comerse las cosas.
Se imagina de metal, su cuerpo oxidándose, subiendo de a poco
por sus pies, tobillos, pantorrillas. Es temprano, piensa, los chicos
duermen. Deja seguir sus ojos hasta la pared sin revocar, esas as-
perezas y humedad la ponen un poco frágil, siente los huecos del
muro en ella: en su pecho, en su estómago. Se aprieta fuerte la
panza con una mano y frunce el ceño; es tal la necesidad de sentir
que elaboró una especie de mecanismo que le permite mimetizarse
con cualquier cosa rota, vieja o en desuso, porque así se sentía a
veces, en desuso. Esa era la palabra.
En la oficina donde es secretaria, todo es nuevo, todo brilla, lo
más atractivo es un sacapuntas que tiene apenas una línea de óxido
sobre su navaja. En los ratos libres, pasa su dedo por el filo lenta-
mente e imagina su cuerpo entero metiéndose ahí dentro.
Pero ahora está en casa. Recuerda el sueño, cómo era sentirse
así. No importa qué o quién rasguño sus piernas. Ningún sueño la
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encontró como ese. Si llora en silencio, puede hacer cualquier cosa
así, piensa. Puede.
Mira el patio. Abre la puerta y sale. Va a la hamaca y se sienta
de perfil. Mientras el pasto le roza las piernas como óxido subien-
do, la cadena que la sostiene queda marcada en su mano, una sola,
porque la otra hace el trabajo sucio, el silencioso, el que sueña y
llora. Ese que solo puede hacer cuando los chicos duermen.
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El bebé que no existe
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venir o cuando se te tiene que ir. Es un par de días si, otros no.
Unos días una gotera, otros una catarata. Estas cansada de todo, la
ropa no te entra, con las remeras parecés irónicamente embaraza-
da, estás harta de las toallitas de diferentes tamaños, de manchar
sillones, sábanas y las bombachas lindas, estás agotada, agradecés
cada día estar en cuarentena porque así no sé cómo hubieras hecho
en la oficina. El médico por Whatsapp te dice que sos exagerada,
que tus nervios le suman dolor emocional al físico, que te olvi-
des, que no le des importancia. Vos insistís y lo cansás hasta que
te manda a hacer una ecografía.
Pedir turnos en plena pandemia es una odisea de claves, por-
tales web, agendas, recetas virtuales, protocolos, apps, barbijos
y miedo.
Vas a la ecografía y le decís a la técnica dónde te duele, re-
visa más de ese lado, lloras de dolor. “Tenés endometriosis, ¿No
sabías? ¿Antes nunca te pasó?”
Y… no, le respondes con fastidio, yo antes era un relojito.
Le llevas el estudio al médico, con cara de: ¿Viste que al final
sí tenía algo?
Una posible solución: tomar pastillas anticonceptivas y ver si
se va solo. Pero a tu edad eso es riesgoso y además va en contra
de tu idea de reproducirte, idea para la cual ya perdiste casi tres
meses. Pero no vale contar ahora para esos seis meses iniciales,
pensás, pero sabes que no es verdad porque ahora estás más cer-
ca de los 41. La otra solución, la mejor según el doctor: emba-
razate, que las hormonas del embarazo sacan la endometriosis.
A los días consultas también con la endocrinóloga: “¡Pero
estos hombres! ¿Cómo vas a quedar embarazada?, ni ganas de
estar con tu novio, estando así”. Sentís que por primera vez al-
guien te entiende.
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Sentís culpa, enojo, frustración. Sentís que tu cuerpo es un
ente escindido de vos misma y que te traiciona, te juega en con-
tra, no hace lo que tiene que hacer, no funciona. Te acordás del
psiquiatra cuando te decía que la biología no es hasta trillizos,
todo el mundo tiene 3, 4 hijos. ¿Cómo hacen?, te preguntás, y
los odias. No querés, pero los odias.
Dejaste ya de contar los días que hace que estás indispuesta
porque estás podrida, mejor disfrutar de los pocos días que te
baja poco. Cada tanto te haces un Evatest porque no tenés fecha
cierta de nada. Y no vaya a ser cosa que estas tomando alcohol.
Casi dos meses después, conseguís un turno presencial, vas y
le exigís al médico una solución, que así no podés seguir vivien-
do. Te manda a hacerte una resonancia. Otra vez la peripecia de
los turnos.
Cuando por fin vas, te mandan a cambiar y aparece una en-
fermera con una jeringa. ¿Y esto? “Buscapina”, te responde,
seca. Perdoname pero nadie me dijo que me iban a inyectar
algo, ¿Me podrás explicar para qué es? La enfermera te expli-
ca con cara de fastidio que es para que los movimientos de la
panza no afecten la imagen, a vos no te importa que le moleste
explicar porque aprendiste hace añares en terapia que necesitas
información para bajar la ansiedad y que es tu derecho como
paciente.
Te inyecta y pasás a donde está el resonador. Viene un médi-
co, te pide que te acuestes y te mete un gel en la vagina. “Que-
date quieta porque si se te sale, tengo que hacerlo de nuevo”, te
dice en tono de amenaza.
“Estos hombres, no entienden nada” te dice la enfermera
mientras te acomoda un almohadón debajo de las piernas, “así
no se te va a salir y vas a estar más cómoda. No se puede, pero
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si querés, adentro del resonador, bajate el barbijo, te vas a aho-
gar”. El resultado fue el mismo: endometriosis profunda, algo
toca algo del estómago, del lado ese que te dolía ¿Ves que no
eran inventos tuyos? ¿Ves que sabías que no era la menstruación
normal? Ahora tenés un papel firmado por una reconocida mé-
dica de un importante hospital que dice que no estás loca, que
no sos una histérica ni una tonta de más de 40 que no entiende
cómo funciona la menstruación.
“Yo quería evitar esto, pero ya está, hay que operar”, te dice
el médico. Ok, respondés vos resignada, son tantos meses de
sentirte mal que no te importa nada y medio que ya lo sabías, si
te pasabas las madrugadas leyendo papers en inglés y en caste-
llano sobre endometriosis, a esta altura sos casi cirujana.
Igual vas a otro médico para tener una segunda opinión y
para que tu vieja te deje de romper las pelotas. Te dice lo mismo
o que podrías probar con una hormona que no le hace nada al
bebé (¿Qué bebé? pensás, pero no lo decís) pero que te destroza
el estómago. No, gracias. Decidís operarte.
A la siguiente consulta te llevás una lista de preguntas, no
te importa si son estúpidas, te bajan la ansiedad. El médico te
responde con paciencia cada una, te lo debe por haberte desoí-
do. Te explica el procedimiento con dibujos. “Es como cortar el
pasto, voy a dejar todo limpito para que el bebé se agarre bien”
¿Qué bebé? te preguntas de nuevo, pero no lo decís en voz alta.
Los estudios prequirúrgicos insumen todo tu tiempo y tu
paciencia, no hay turno para todos en un solo lugar, no te coin-
ciden con tus horarios de laburo, pero de alguna forma logras
tenerlos a tiempo.
Vas y te operás, previo hisopado que te hicieron un domingo
lluvioso a las 8 am, pues pandemia. Entrás al quirófano extraña-
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mente tranquila. Tan cansada estás, que no te importa con tal
de que te solucionen, que te saquen todo con un tenedor, se lo
decís a los médicos y se ríen.
Ahora tenés puntos, hilos que te cuelgan, no te molestan
mucho excepto el del ombligo, porque vos tenías un lindo om-
bligo y ahora se ve mucho una costura.
Los días pasan, las pérdidas siguen, es normal te dice el mé-
dico. Vos sentís que te duele el mismo lado que antes, pero peor,
ahora es más como un pinchazo, una puntada que a veces te corta
la respiración. Es normal te dicen todos, vos siempre tan ansiosa.
Pasan los meses y un par de Evatest más. Lo cansás al médi-
co hasta que te deriva a otro, un especialista en fertilidad, por-
que “por tu edad es lo que está indicado”. Sentís que un poco te
abandona.
Vas, odias el lugar donde todos hablan de bebés. ¿Tenés 40
años y nunca estuviste embarazada?, te pregunta inquisidora la
secretaria. Y, que yo sepa no, le respondés en ese tono burlón
que ponés para no mandar a la gente a la mierda. El médico te
atiende, al primer “bebé” que pronuncia estallás: “A mí no me
importa el bebé que no existe, eso ya pasó a un segundo plano,
quiero sentirme bien yo. ¿Entendés? ¡Esto no es vida! ¡No sé ni
cuando pedir turno a la depiladora!”, le gritás.
El médico abre los ojos, sorprendido, te responde sí, pero
dudás que realmente entienda. Tenés 40, te dice. Si, sé cuándo
nací, le respondés con hartazgo. Otra vez te explica cosas que ya
sabés en ese tono condescendiente que tanto odiás, revoleás los
ojos con fastidio, al final te dice que por las dudas mejor hacer
una ecografía nueva, no vaya a ser cosa que quedó algo adentro,
pero esta vez con doppler, puede ser un coágulo. Te manda a
una médica que es la mejor en eso. Medio que te vas llorando, el
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médico lo nota: “No sientas que te vas sin una solución”, te dice,
mientras te hace puñito como indica el protocolo.
Todo lo hacés sola porque por la pandemia no puede acom-
pañarte nadie.
El día de la ecografía, otra vez la secretaria acusadora: ¿40
tenés? Si, la puta madre ¿No lo tienen escrito en la ficha? La
médica se pasa de antipática, tratás de explicarle por qué llegas-
te ahí pero no parece importarle, te reta porque tenías que hacer
pis antes, vos sabes que lo hiciste pero que por los nervios tenés
ganas de nuevo, estás cansada como para explicarle, te levantás
de la camilla y vas al baño. Otra vez el dolor de sentir que te
hurgan con un palo como a un pavo de thanksgiving. La médica
insiste de malos modos en que te quedes quieta.
Lloras en el taxi de vuelta a tu casa. Va a estar todo bien, te
dice el chofer.
Unos días después te suena el celu, es el médico, eso no pue-
de ser nada bueno. “Tengo una mala noticia y una buena. Ya sa-
bemos qué es, pero te tenemos que operar de nuevo”. Te sentís
estafada. Todo lo que pasaste para nada. Tenés un pólipo, en ese
lado que te dolía, el que le dijiste a todos que te dolía y nadie te
dio pelota. Le cortás, necesitás tiempo para procesarlo. Llorás
un rato y lo volvés a llamar para coordinar la nueva cirugía.
Tu novio, tu familia, tus amigas, la gente del trabajo te pregun-
tan a vos cómo no lo vieron en la primera operación. Te suman
ansiedad dudando de las habilidades del cirujano. Ahora sí que es-
tas harta, que te opere quien sea, pero que te saquen eso lo antes
posible, que te pasen de anestesia pero que se termine. Llega el día,
vas de nuevo, entregadísima. Todo sale ok. O cumplís años o te
morís, dice Mirtha Legrand. Ahora ya tenés 41.
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Bendito es el fruto de tu vientre
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En la cocina Pochó y Herminda vestidas con uniforme negro
y blanco preparaban la comida para la noche. La olla misterio-
sa presentaba un extraño color bordó… eran remolachas ralladas
dorándose en manteca que teñían la preparación de rojo sangre
y perfumaban la algarabía previa a la fiesta. Más tarde se conver-
tirían en una deliciosa sopa, pero no cualquier sopa. Era borsch, la
sopa rusa que se preparaba para ocasiones importantes, como los
invitados de esa noche. Faltaba la alfombra roja para que pasen,
tanta expectativa y nervio había esa velada.
Entonces Camila pensó cómo iba a esconderse al llegar para
que no la vieran cuando volviera de hacer aquello, por ella y por
sus padres. Sintió una puntada de angustia en la panza, tal vez an-
ticipando el horror. Especialmente difícil iba a ser desembarazarse
de la madre, que para mostrarlas a ella y a sus hermanas a los invit-
ados quería que estuvieran bien prolijitas al menos, bien vestidas
como corresponde, el pelo peinado, atado y tirante… Al menos.
“Aparezcan una vez si no se sientan a comer”, pidió.
Camila caminó por el pasillo hacia su cuarto para prepararse
para salir. Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es conti-
go… La voz de la tía Celia se colaba por debajo de su puerta. Reza-
ba desde su cuarto de soltera, pensar que antes esa categoría existía
y se nombraba como una mancha de escarnio. Vivía con la familia
desde que la abuela le pidió, al morir, a la madre de Camila que la
cuidara. Entonces la trajo.
Desde su puerta entornada, el tocadiscos Winco despedía sus
sonidos metálicos; esta vuelta era un empalagoso Julio Iglesias
cantando a los gritos. Sobre esta estridencia se sumaba un carrito
que iba y venía, la mano de Celia tejiendo sobre la máquina de tejer
Knitax, regalo de la hermana para que pudiera hacer los preciosos
saquitos azules que les tejía para el colegio a sus sobrinas. Lejos
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de enternecerse, a Camila le volvió la náusea al sentir el perfume
de la sopa que se mezclaba con otro que venía desde adentro del
cuarto, un olor pringoso que no podía identificar, que embadurn-
aba el alma como esas canciones nauseosas para ella, que prefería
Los Redonditos de Ricota. Asomó la cabeza con cara para ver qué
era y entonces lo reconoció. Bingo, más whisky. La adolescente
sentía que no podía respirar en esa casa. Pero Camila estaba nerv-
iosa y contuvo el vómito. Tenía que apurarse: para ella no era una
tarde de invitados ni de paqueterías borrachas. Ni un mediodía. Ni
una noche. Salió rápido y caminó hacia la Avenida Las Heras para
tomar el colectivo. Tomó el 59 hacia Constitución y se bajó en la 9
de julio. Carlos Pellegrini y Juncal, planta baja.
Llegó al consultorio a la hora señalada. Impecable, pintado
de blanco con una sala de espera muy amplia y muchas mujeres:
todo parecía estar en su lugar. Entró. El doctor joven y canchero
la recibió como si llegara a planear su fiesta de casamiento. No se
entendía su sonrisa, “que alguien me explique de qué se ríe este
boludo”, pensó Camila.
—No te preocupes. Va a estar todo bien, Cami, es un ratito, pasa
enseguida. En un par de horas vas a ver que, si querés, te podés ir
a bailar. Te va a costar 800 dólares, si querés lo podés pagar en dos
cuotas, pero mejor no, así que si los tenés mejor. Y ya te digo, te vas
a tu casa como si nada. —Ella había llevado la plata.
—¿Lo querés hacer ya? —preguntó el doctor sorprendido.
—Sí, me escapé de mi casa… tengo que volver —dijo ella, nerviosa.
Entonces Camila volvió a la sala de espera blanca e impoluta,
más mujeres, todas más grandes, algunas la miraban con curiosi-
dad. La llamaron para prepararla. Alguien le puso una bata blanca.
—Es mejor así —aclaró el doctor—, más higiénico y mucho
menos riesgoso para todos. Con anestesia es más tiempo y muchos
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más problemas de logística, imagináte que nos pueden meter
presos a todos. Así, en cambio, te podés ir a tu casa como si nada.
Incluso hoy a la noche, si quieren, se pueden ir a bailar. Repite, y
ella lo escucha desde un lejano cuarto negro y doloroso. Qué algui-
en le explique a este señor quién puede tener ganas de ir a bailar.
Pero el muy pelotudo repite eso, como una letanía.
En la cabeza de Camila se repetía, incesante, otra letanía, como
un mantra: Dios te salve: la oración de la tía, la oración de la madre,
la oración de la abuela, la cabeza a punto de explotar. Que alguien
le expliqué quién carajo quiere bailar.
Camila se acuesta en la camilla y abre las piernas.
—Vení, pasá. Relajate. Abrí las piernas. Quedate quieta, quedate
quieta te dije, quedate quieta que se te pasa. Si te quedás quietita
pasa más rápido —dice el doctor con cara de feliz cumpleaños.
Entonces introduce una especie de jeringa de plástico gigante
adentro, bien adentro, y empieza a absorber sangre y coágulos. Y
la panza se retuerce de dolor. Y vienen retorcijones, pero no, son
puntadas fuertes, no son retorcijones: son contracciones. El dolor
atraviesa la cara de la joven.
Bendita tu eres entre todas las mujeres. Y bendito es el fruto de tu
vientre, Jesús.
—Esto va a doler un poco —aclara, ya sin disimular y con cara
de preocupado— pero ya pasa.
Y sigue sacando. Sigue sacando, un poco más nervioso, y sigue
aclarando: pucha digo, se ve que era un poco más grande, esto va
a costar un poco más. Y sigue sacando, arrancando, y descartando
jeringas de sangre color remolacha. Como la sopa piensa Camila,
vomitando dolor. Y con la sopa, con la sangre derramada, como la
sangre de Cristo, piensa Camila aterrada, se licua el alma. Sigue
sacando, como si fuera un árbol con las raíces duras que no se de-
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jan arrancar. Pero ya casi lo logra, ya casi, aclara y arranca, arranca
todo, arranca el alma, de una vez y para siempre.
—Ya está —aclara, y ya nadie cree, mientras sigue sacando y
cada jeringa implica un retortijón del corazón.
Terminó. Pero no se nota. El dolor persiste. El dolor es eterno.
El dolor no se cura jamás.
—Esto va a seguir sangrando un poquito como era un poco más
grande, se ve que entre las idas y vueltas estabas de tres meses y una
semana, tal vez te convenga hacer reposo, tomar una sopa, algo
que te de fuerza. Creo que al final no van a poder ir a bailar —dice,
ya sin ninguna sonrisa.
Camila salió del consultorio con dificultades para caminar. Do-
lores de panza muy intensos. Escalofríos. Mucho miedo. Había que
volver a casa. 59, 9 de Julio, Las Heras, bajar arrastrándose por
la calle Austria. No sentía nada, solo miedo. Entrar por la puerta
grande y los invitados, “vení mijita, sentate, saludá”, pide la madre,
como ordenando. “Va a haber sopa rusa más tarde, si quieren
pueden sentarse a la mesa con nosotros”, dice. Camila no piensa
hacerlo. No puede sentarse a la mesa a comer la sopa rojo sangre,
esa que se hacía en ocasiones para invitados especiales.
Sigue por el pasillo y se encuentra la puerta entornada de la tía
y su letanía. Santa María, Madre de Dios. La tía reza y el rezo hace
las veces de consolador, el novio que le falta, pobre la tía soltera,
dice la familia. ¿Pobre por qué? El oído zumba. Los rezos atronan,
lastiman. Ruega por nosotros pecadores.
Para acallar todas las voces, para sumergirse en el letargo del
olvido o de lo que sea, para adormecer la mente enardecida, para
que calle esa desgraciada, asoman en todos los casos los Ave María,
esos que siempre funcionan como mantra, como un rezo, el por-
venir de una ilusión. ¿Quién decide qué es una muerte? ¿Es una
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muerte? ¿Son células? Veinte imágenes religiosas, la mayoría vír-
genes con el niño, contó Camila al volver esa noche a su casa. ¿Aca-
so ella no tenía derecho a decidir si quería ser mamá a los 17 años?
Pero entonces, claro, la cabeza, la letanía, la sangre derramada,
bendito es el fruto de vientre Jesús, si es que la señora muerte anda
rondando siempre, agazapada. Ruega por nosotros pecadores, ahora
y en la hora de nuestra muerte. Amén.
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