YatsuhakaMura El Pueblo de Las Ocho Tumbas - Seishi Yokomizo
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YatsuhakaMura El Pueblo de Las Ocho Tumbas - Seishi Yokomizo
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Seishi Yokomizo
Yatsuhaka-Mura:
El pueblo de las ocho tumbas
Detective Kosuke Kindaichi - 4
ePub r1.0
Titivillus 07.06.2019
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Título original: 暑作権表示 YATSUHAKAMURA
Seishi Yokomizo, 1951
Traducción: Kazumi Hasegawa
Revisión y adaptación Eva González Rosales
Diseño de cubierta: Quaterni
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Índice de contenido
Cubierta
Personajes
El origen
El anuncio radiofónico
La amenaza
El primer asesinato
La partida
La hermana Koicha
El segundo asesinato
Kosuke Kindaichi
Complejo de inferioridad
El santuario de Yatsuhaka
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Té envenenado
La cuarta víctima
La monja ladrona
Noriko, enamorada
El semblante de Shintaro
La armadura de samurái
El interior de la armadura
El monstruo de la gruta
La fotografía
Huyendo en la oscuridad
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Un alarido en la oscuridad
Shintaro y Miyako
Epílogo
Sobre el autor
Notas
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PERSONAJES
Familia Tajimi
Tsuruko Terada: Madre de Tatsuya, al que engendró tras ser secuestrada por
Yozo.
Torazo Terada: Marido de Tsuruko, que murió en la guerra antes de que
Tatsuya supiera que no era su hijo biológico.
Señor Suwa: Abogado de Yatsuhaka que actualmente vive en Kobe.
Ushimatsu Ikawa: Abuelo de Tatsuya. Se dedica a la ganadería.
Miyako Mori: Viuda del hermano de Sokichi Nomura.
Sokichi Nomura: Cabeza de familia del clan Nomura.
Tsunemi Kuno (Tsune): Médico del pueblo y tío de los hermanos Tajimi.
Shintaro Satomura: Primo de los hermanos Tajimi. Exmilitar.
Noriko Satomura: Prima de los hermanos Tajimi.
Oshima: Sirvienta de la mansión Tajimi.
Shūhei Arai: Nuevo médico que llegó al pueblo huyendo de la guerra.
Kichizo Kataoka: Ganadero.
Myoren (hermana Koicha): Monja del templo Koicha. Perdió su familia en la
masacre ocurrida veintiséis años antes.
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Baiko: Monja del templo Keisho-in.
Eisen: Ayudante del bonzo principal del templo Maroo-ji.
Chōei: Bonzo principal del templo Maroo-ji.
Kozen: Bonzo del templo Renko-ji.
Yōichi Kamei: Antiguo novio de Tsuruko. Era maestro en el colegio del
pueblo.
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EL ORIGEN
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Y es correcto. El origen de este nombre proviene de un incidente que
ocurrió hace más de trescientos ochenta años.
Cuando Yoshihisa Amago, el señor feudal de la región de Izumo, la actual
prefectura de Tottori, aceptó su derrota ante Motonari Mōri y entregó el
castillo Tsukiyama en 1566, un joven noble que no estaba de acuerdo con esta
rendición se dio a la fuga con sus siete vasallos.
Según la leyenda, los fugitivos se llevaron tres mil monedas de oro y tres
caballos y, tras cruzar numerosas montañas y ríos, llegaron a la villa de
Yatsuhaka.
Al principio, la gente del pueblo trató a los fugitivos con cordialidad. La
sencillez y la amabilidad de los lugareños hicieron que los huidos se confiaran
y decidieran asentarse allí fingiendo ser carboneros.
En realidad, aquel lugar entre montañas era un buen sitio para esconderse,
ya que la zona estaba conformada de piedra caliza y existían muchas grutas
repartidas por todo el cañón, algunas de ellas tan profundas que ni siquiera los
aldeanos las habían explorado por completo. Es seguro pensar que los ocho
samuráis fugitivos decidieron quedarse allí debido a sus características
geográficas.
Los huidos pasaron los seis meses siguientes conviviendo en armonía con
los lugareños mientras los Mōri, vencedores de la contienda, seguían
buscándolos. El líder de los samuráis fugitivos había sido consejero de
Amago y en un futuro podía intentar cobrarse venganza; no podían dejarlo
vivir.
Cuando las noticias de la búsqueda llegaron al pueblo, los lugareños
empezaron a preocuparse por su propia seguridad si los encubrían. Además, la
recompensa que ofrecían los Mōri era atractiva, aunque lo más goloso eran las
tres mil monedas de oro que tenían los fugitivos. «Si matáramos a esos ocho,
podríamos quedarnos con el oro —pensaron—. Aunque los Mōri lo busquen,
siempre podemos decir que no sabemos nada al respecto».
Después de varias reuniones, decidieron atacar por sorpresa a los
fugitivos. Mientras estos trabajaban en el bosque, los rodearon y prendieron
fuego en tres direcciones para cortarles la huida antes de que los jóvenes más
fuertes del pueblo los atacaran con machetes y lanzas de bambú. En aquella
época convulsa, incluso los campesinos sabían luchar.
Para los confiados samuráis, aquel fue un ataque inesperado; ni siquiera
iban armados. Les hicieron frente con sierras y hachas, pero toda resistencia
fue inútil frente al numeroso grupo de hombres armados y bien organizados.
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Cayó uno, luego otro, después otro más… Hasta que los ocho estuvieron
muertos. Fue un final triste.
Los lugareños decapitaron a los ocho samuráis, incineraron sus cuerpos y
regresaron al pueblo con gritos de triunfo y las ocho cabezas como prueba de
la muerte de los fugitivos. Dice la leyenda que las ocho cabezas degolladas
tenían una expresión horrible que hacía que todos se estremecieran, sobre
todo la del joven líder, que al parecer se había resistido hasta el último
momento y había gritado, empapado en la sangre que manaba de sus muchas
heridas, que su maldición perseguiría eternamente al pueblo. Me imagino que
no sería una exageración.
Al final, los aldeanos recibieron la recompensa a cambio de las ocho
cabezas pero nunca consiguieron encontrar el tesoro escondido, las tres mil
monedas de oro que habían sido la razón principal de su traición. Las
buscaron por todas partes, hasta en el último rincón, pero fue en vano.
Además, durante la búsqueda ocurrieron varios incidentes extraños.
Uno de los aldeanos se adentró en una gruta para buscar el oro y murió en
un derrumbe. Otro se quedó cojo tras un accidente mientras escarbaba entre
las rocas del cañón. A otro se le cayó un árbol encima mientras se rascaba
bajo su copa y murió aplastado.
Al final de esta serie de accidentes desafortunados ocurrió un incidente
terrorífico que sumergió la villa en un abismo de miedo.
Sucedió seis meses después de la masacre de los ocho samuráis fugitivos.
Aquel año habían caído rayos muy frecuentemente en la región y la gente de
Yatsuhaka empezaba a temer que aquellos desastres naturales estuvieran
provocados por la maldición de los samuráis. Entonces cayó un rayo sobre un
pino de la Mansión de Oriente y partió el tronco en dos.
En aquella época, el cabeza de familia era Shozaemon Tajimi, el
instigador del ataque a los fugitivos. Después de lo ocurrido se había vuelto
medio loco y hasta su propia familia le tenía miedo; tras la caída del rayo,
terminó de enloquecer. Se hizo con una catana y atacó a sus familiares, así
como a todo aquel con quien se topó en su camino, y después se suicidó en el
bosque cortándose la yugular.
Aunque no se sabe si es verdad, dicen que el acto de locura de Shozaemon
dejó siete muertos (ocho contándolo a él) y decenas de heridos. La gente
estaba aterrada; aquella debía ser la venganza de los ocho samuráis
asesinados.
Por lo tanto, exhumaron los cadáveres de los samuráis, que habían
enterrado sin ningún ritual, con el fin de ofrecerles un entierro formal y
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conseguir así que sus almas descansaran en paz. El lugar donde colocaron sus
lápidas se convirtió en una especie de lugar sagrado: el llamado santuario de
Yatsuhaka, que está ubicado en un cerro de la localidad.
¿La historia se repite? En este siglo volvió a ocurrir un suceso terrible que
aterrorizó a toda la población de este pequeño pueblo alejado de la
civilización y que precisamente fue el origen del misterioso caso que voy a
relatar a continuación.
Dicho incidente ocurrió en el décimo año de la monarquía Taisho, es
decir, hace unos veinte años.
El patriarca de la familia Tajimi y propietario de la Mansión de Oriente se
llamaba Yozo y en aquel entonces tenía treinta y seis años. Además de
Shozaemon, del que hemos hablado antes, algunos miembros de este clan han
sufrido trastornos mentales hereditarios. Yozo era uno de ellos y tenía un
carácter muy violento. Con veinte años se casó con una mujer llamada Okisa
con la que tuvo dos hijos: Hisaya y Haruyo.
Los padres de Yozo murieron cuando él era niño, de modo que lo criaron
sus dos tías. En el momento del accidente, en la Mansión de Oriente vivían
Yozo, su esposa Okisa, su hijo Hisaya, que tenía quince años, su hija Haruyo
de ocho años y las dos tías de Yozo.
Las tías eran gemelas y ninguna de ellas se había casado; ambas habían
dirigido la casa desde la muerte de los padres de Yozo. Este tenía un hermano
menor que fue adoptado por su familia materna para que fuera su heredero,
cambiando su apellido a Satomura.
Unos años antes del incidente en cuestión, Yozo (ya casado y con hijos)
se enamoró de una joven que trabajaba en la oficina de correos del pueblo. Se
llamaba Tsuruko, tenía diecinueve años y era hija de un ganadero de la misma
localidad.
Como he mencionado antes, Yozo era un hombre violento cuya pasión
también era vehemente. Un día, esperó a Tsuruko en el camino que tomaba
para ir del trabajo a su casa y, cuando pasó por allí, la secuestró y la violó. La
mantuvo encerrada en su mansión durante varios días para satisfacer sus
deseos sexuales.
Obviamente, Tsuruko pidió auxilio. En cuanto las tías y la esposa de Yozo
descubrieron aquella barbaridad, intentaron convencer a Yozo para que
soltara a la muchacha, pero él no les hizo caso. Los padres de Tsuruko
acudieron a la mansión y le rogaron que liberara a su hija, pero tampoco los
escuchó. Yozo estaba fuera de sí.
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Como temían su agresividad, aquellos a su alrededor cambiaron de
estrategia e intentaron persuadir a Tsuruko para que aceptara ser su amante.
La joven se negó, pero su resistencia era inútil, pues Yozo era el único que
tenía la llave del almacén donde la tenía encerrada y acudía allí cada vez que
quería satisfacer sus deseos sexuales.
La resignada Tsuruko analizó la situación con frialdad. «Parece que no
hay otra opción: tendré que aceptar ser la amante de este tirano. Si lo hago,
quizá me libere. Y entonces podría escapar». Tomó la decisión y comunicó a
Yozo que aceptaba la propuesta.
El hombre no cabía en sí de gozo. Liberó a Tsuruko de inmediato y le
asignó una casa independiente para vivir. También le regaló ropa, joyas,
accesorios, muebles y muchas cosas más. Yozo no se separaba nunca de ella.
Pero Tsuruko le tenía mucho miedo. Dicen que la libido de Yozo era tal
que ninguna mujer normal podía responderle. Tsuruko no lo soportaba e
intentó escapar varias veces de la mansión. Cada vez que ella se daba a la
fuga, Yozo enloquecía y agredía a todo el mundo, de modo que la gente del
pueblo, aterrada por su violencia, buscaba a Tsuruko y le rogaba que
regresara con él.
La joven se quedó embarazada y tuvo un niño. El nacimiento alegró a
Yozo, que le puso por nombre Tatsuya. Todo el mundo creía que Tsuruko se
resignaría a su destino, pero ella seguía intentando fugarse, ahora con el bebé.
Aunque aquel hijo la obligaba a someterse a Yozo, la situación era
insoportable para Tsuruko. Tras sus muchos intentos de fuga, sus padres y la
gente del pueblo empezaron a darse cuenta del verdadero motivo de su
obstinación.
Tsuruko tenía novio desde hacía mucho tiempo. Se llamaba Yōichi Kamei
y, como era maestro en el colegio del pueblo, habían estado viéndose a
escondidas. Nadie conocía su relación. Kamei no había nacido en la localidad,
pero le gustaba la geografía de la zona y salir a explorar las grutas. Puede que
se vieran en alguna cueva secreta que los lugareños no conocían.
Al revelarse esta relación, surgieron dudas sobre la paternidad del bebé.
«¿Y si su padre no es Yozo sino el maestro, Kamei?».
En un pueblo tan pequeño era difícil ocultar un rumor y, al enterarse,
Yozo se puso furioso. Airado, agarró a la pobre Tsuruko del cabello, la
abofeteó, la pateó y, después de la paliza, la desnudó y le echó agua fría. A
Tatsuya, a quien quería tanto, le quemó la espalda y las piernas con el
atizador que usaba para remover el carbón del brasero.
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Temiendo que terminara matándolos, Tsuruko huyó de la mansión con el
bebé. Pasó los primeros días escondida en casa de sus padres, pero cuando
llegó a sus oídos la furia de Yozo, se asustó y se llevó a su hijo a casa de un
pariente que vivía en Himeji.
Yozo esperó su regreso consolándose en el alcohol. No era la primera vez
que ella se marchaba y normalmente el alcalde o sus padres la llevaban de
vuelta a la mansión algunos días después pidiendo perdón. Sin embargo, esa
vez fue diferente. Pasaron los días pero ella no regresó. Yozo empezaba a
impacientarse. Ni su esposa ni sus tías se acercaban a él, por miedo. Esa vez,
la gente del pueblo tampoco quiso intervenir.
La paciencia de Yozo llegó pronto a su fin y entonces perdió la razón.
Fue una noche de finales de abril. La primavera todavía no había llegado a
la sierra y hacía un poco de frío. Disparos y gritos despertaron a los habitantes
de Yatsuhaka. Cuando salieron a la calle, se encontraron con la terrorífica
imagen de un hombre que se había convertido en un verdadero ogro.
El individuo llevaba un traje de estilo occidental con un cuello mao como
el de los uniformes militares, polainas y sandalias. Se había sujetado dos
linternas a la cabeza con una cinta blanca y parecían los cuernos de un toro.
De su pecho colgaba una lámpara National, como los espejos que llevan las
sacerdotisas para repeler las maldiciones. Sobre la ropa llevaba el obi de un
kimono y en él llevaba sujeta una catana, y en la mano cargaba una escopeta
de caza. La gente caía a su alrededor, abatida a disparos, antes de poder
reaccionar.
Era Yozo el autor de aquella locura. Tras matar a su esposa con la catana,
salió a la calle. Sus tías e hijos resultaron ilesos, pero a todos los lugareños
que encontraba los abatía con la catana o la escopeta.
Según la investigación que se llevó a cabo posteriormente, Yozo llamó a
la puerta de una casa y, cuando salió su propietario, lo mató a tiros. Forzó la
ventana de una pareja de recién casados, metió el cañón de la escopeta por la
rendija abierta y mató al marido, que se encontraba dormido. El cadáver de la
esposa se halló junto a la ventana con las palmas unidas; seguramente se
despertó al oír el disparo y estaba rogando por su vida. El policía que examinó
la escena quedó muy afectado: aquella joven, recién casada y originaria de un
pueblo cercano, apenas llevaba medio mes en la localidad y no tenía ningún
vínculo con Yozo.
El tirano perpetuó la barbarie durante toda la noche y al amanecer huyó a
la sierra.
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Cuando la policía y los periodistas llegaron a Yatsuhaka aquella mañana,
los recibió el olor de la sangre. Había cadáveres por todas partes. Del interior
de las casas llegaban llantos y lamentos. Los supervivientes, agonizantes,
pedían auxilio en voces apenas audibles.
El saldo de aquel incidente fue treinta y dos muertos e incontables
heridos. El suceso se conoció a nivel mundial.
La policía, los bomberos y un grupo de voluntarios de jóvenes del pueblo
buscaron a Yozo por la sierra y las grutas. Aunque el operativo se mantuvo
varios meses, no lo encontraron. Había pruebas de que Yozo seguía con vida:
descubrieron una vaca que había sido abatida a balazos para conseguir su
carne (aunque las vacas pasaban el invierno en establos, en primavera las
dejaban pastar por la sierra), así como restos de una fogata para la que se
había utilizado pólvora de munición.
Esto indicaba que Yozo no había huido al monte para suicidarse sino para
evitar a la policía, y esa suposición aterrorizó a la gente del pueblo.
No ha vuelto a saberse nada más de él. Han pasado más de veinte años y
resulta difícil creer que siga viviendo en la sierra. Sin embargo, no son pocos
quienes insisten en que sigue vivo recurriendo a una teoría inverosímil: que se
produjeran treinta y dos muertes, es decir, un múltiplo de ocho, podría indicar
que los samuráis enterrados en el santuario exigieron cuatro sacrificios para
cada uno; por tanto, si Yozo también hubiera muerto, sobraría uno. Los que
creen en esa teoría siempre agregan: «No hay dos sin tres. Si dos miembros de
la familia Tajimi, Shozaemon y Yozo, han llevado a cabo una masacre,
seguramente ocurrirá una vez más».
En Yatsuhaka, cuando los niños se portan mal, los adultos los asustan
diciéndoles que un ogro con cuernos de luz irá a por ellos. Entonces los niños
lo imaginan tal como sus padres se lo han descrito (con dos linternas sujetas a
la cabeza con una cinta blanca, una lámpara National colgada del pecho, una
catana a la cintura y una escopeta en la mano) y dejan de llorar
inmediatamente. La pavorosa imagen de Yozo sigue grabada en la conciencia
del pueblo como una pesadilla.
A propósito, ¿qué ocurrió con la gente cercana a Tsuruko, la causante del
acto demoniaco de Yozo? Curiosamente, la mayoría de víctimas de su locura
fueron desconocidos que nada tenían que ver con la huida de la joven. Los
involucrados se salvaron casi todos.
Yōichi Kamei, el maestro a quien Yozo debió odiar más que a nadie,
aquella noche estaba en el templo de una localidad vecina jugando al go[1].
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Por respeto a la sensibilidad de los lugareños, no regresó al colegio y pidió un
cambio de destino.
Los padres de Tsuruko se escondieron en su almacén de arroz y también
se salvaron.
Tsuruko y su hijo estaban en casa de sus familiares de Himeji, como he
mencionado antes, así que tampoco les pasó nada.
Después del incidente, la policía le pidió que regresara al pueblo, pero
poco tiempo más tarde volvió a marcharse porque temía el regreso de Yozo y
porque los lugareños la odiaban, sobre todo los familiares de las víctimas, que
la culpaban de la masacre. Su hijo acababa de cumplir dos años.
Han pasado veintiséis años y una guerra. Como dice el refrán, «No hay
dos sin tres», y la violencia ha vuelto a golpear la localidad. Lo que ha
ocurrido esta vez no ha sido un acto irreflexivo, como los dos anteriores, sino
premeditado y metódicamente planeado. El pueblo está atrapado en un
enigma terrorífico.
El preámbulo ya se ha alargado bastante y quiero comenzar el relato de
los hechos. Pero, antes de hacerlo, me gustaría informar a mis lectores de que
esta narración la escribió uno de los involucrados, alguien que desempeñó un
papel muy importante en el caso. ¿Cómo la conseguí yo? Ya que eso no
afecta en nada al asunto principal, no lo revelaré aquí.
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EL ANUNCIO RADIOFÓNICO
H an pasado ocho meses desde que me fui de Yatsuhaka y siento que por
fin estoy terminando de recuperarme tanto física como mentalmente.
Aun así, cuando me siento en el despacho de mi nueva casa a las afueras
de Kobe, sobre una loma que me permite disfrutar de unas hermosas vistas de
la isla de Awaji, me siento extraño. Mientras fumo y saboreo este paisaje que
parece sacado de un cuadro, analizo asombrado la suerte que tuve al
sobrevivir a los terribles acontecimientos. En las novelas suelen decir que es
posible encanecer de miedo en una sola noche, pero a mí no me pasó eso; me
miro al espejo y no veo canas en mi cabello. No obstante, la experiencia fue
fuerte. Varias veces he creído estar en el límite entre la vida y la muerte pero,
analizándolo ahora, sé que esta ha sido la única ocasión en la que he estado en
verdadero peligro.
Sin embargo, sigo vivo y soy más feliz que antes. Todo gracias a Kosuke
Kindaichi: un detective privado singular, desgarbado y de baja estatura,
desgreñado y tartamudo. De no ser por él, estaría muerto.
Fue él quien me dijo, cuando estaba a punto de marcharme de Yatsuhaka
tras la resolución del caso:
Has vivido una experiencia horrenda. En tu lugar, yo escribiría lo que ha
ocurrido estos tres meses.
—Estoy de acuerdo contigo, Kindaichi —le contesté en aquel momento
—. Algún día, con el recuerdo todavía fresco en mi memoria, lo escribiré todo
y entonces te cubriré de alabanzas. Es la única manera que tengo de
corresponderte por todo lo que has hecho por mí.
Quería cumplir mi promesa lo antes posible, pero no he podido ponerme a
ello hasta hoy porque he tardado mucho en recuperarme de lo sucedido y por
mi inexperiencia como escritor.
Afortunadamente ya casi estoy recuperado. Cada vez tengo menos
pesadillas y me siento mejor de salud. Sigo sin confiar en mí como escritor,
pero he llegado a una conclusión: no se trata de escribir una novela, sino de
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relatar lo que viví. Será una crónica. Espero que la singularidad de los
aterradores hechos me ayude a compensar la torpeza de mi redacción.
«Yatsuhaka». Me estremezco con solo oír ese nombre. ¡Qué lugar tan
abominable! ¡Qué horribles sucesos!
Hasta el año pasado, fecha en la que cumplí veintisiete años, no conocía la
existencia de un pueblo de nombre tan peculiar. ¿Cómo podría haber
adivinado que existía un vínculo tan fuerte entre nosotros? Siempre había
creído ser de Okayama, pero no sabía de dónde exactamente ni me interesaba
saberlo.
He vivido en Kobe desde que puedo recordar y nunca me ha interesado
conocer el origen de mi familia. Mi madre decía que ya no le quedaban
familiares en su tierra natal y yo sabía que no le gustaba hablar de ello.
Hablando de mi madre, ¡cuánto la añoro! Cuando cierro los ojos todavía
puedo recordar su rostro, a pesar de que murió cuando yo tenía siete años.
Como cualquiera que haya perdido a su madre en la niñez, siempre he creído
que era la mujer más guapa del mundo. Era bajita y delgada y tenía rasgos de
muñeca. Sus manos eran tan pequeñas que apenas se diferenciaban de las
mías de niño, y con esas manos trabajaba de costurera. Era muy callada,
siempre estaba melancólica y casi no salía a la calle. Cuando hablaba, su voz
sonaba suave y agradable y el acento de su región me parecía música.
Ya entonces me preocupaban sus pesadillas. Despertaba de repente,
aterrorizada y llorando, y murmuraba incoherencias contra su almohada.
Cuando se ponía así, no regresaba a la realidad aunque mi padrastro o yo la
llamáramos por su nombre o la moviéramos por los hombros. Después de
llorar y llorar, se quedaba dormida como una niña en los brazos de mi
padrastro mientras él le acariciaba la espalda.
Ahora comprendo la razón de aquellos terrores nocturnos. ¡Pobrecilla!
Teniendo en cuenta su espeluznante pasado, era normal que a veces tuviera
pesadillas.
Recuerdo a mi difunto padrastro con un profundo agradecimiento. Me fui
de casa tras una discusión y jamás tuvimos la oportunidad de reconciliarnos.
Me arrepiento mucho de ello.
Mi padrastro se llamaba Torazo Terada y era ingeniero en un astillero de
Kobe. Era quince años mayor que mi madre. Como era alto y fuerte daba la
impresión de ser severo pero, pensándolo ahora, creo que en realidad era una
persona muy generosa y amable. Desconozco cómo conoció a mi madre, pero
siempre nos trató bien. De pequeño nunca supe que era su hijastro y mi
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partida de nacimiento dice que soy su hijo legítimo, así que mi apellido es
Terada.
Sin embargo, como siempre tuve dudas sobre mi origen llevo conmigo un
amuleto, una bolsita que contiene un trocito de mi cordón umbilical disecado.
Aunque la ficha afirma que nací en 1922, mi partida de nacimiento data de
1923. Según todos los documentos oficiales voy a cumplir veintiocho años,
pero en realidad serán veintinueve.
Mi madre murió cuando yo tenía siete años. En ese momento terminó mi
infancia feliz, aunque mi vida posterior no fue mala. Mi padrastro volvió a
casarse un año después de enviudar. Mi nueva madrastra era robusta, franca y
alegre; era muy diferente a mi madre, pero me trataba bien. Como he dicho
antes, mi padrastro era muy generoso y amable, así que no me echó de casa y
me costeó los estudios.
A pesar de ello, la inexistencia de lazos sanguíneos entre nosotros nos
hacía sentir que fallaba algo en nuestra relación. Parecía una receta perfecta,
pero al probarla faltaba sabor. Además, mi madrastra tuvo varios hijos y era
lógico que prestara más atención a los pequeños. Tras terminar el instituto,
discutí con mi padrastro y me fui de casa.
Aparte de eso, en mi vida no pasó nada especial. Como a cualquier otro
joven sano del país, a mis veintiún años me reclutaron y me enviaron al
sudeste asiático. Allí pasé una época difícil, pero cuando finalizó la guerra
regresé a Japón.
Cuando llegué a Kobe, encontré la ciudad bombardeada. A pesar de
nuestra discusión, mi padrastro era mi única familia; lo busqué pero su casa
había desaparecido en el bombardeo y nadie sabía a dónde se había trasladado
la familia. Después, descubrí que mi padrastro había muerto durante un
ataque aéreo sobre el astillero en el que trabajaba. La empresa donde yo
trabajaba antes de ser reclutado quebró; me había quedado sin familia y sin
trabajo, y no sabía qué hacer.
Un amigo del instituto me recomendó en una firma de cosméticos recién
fundada y así conseguí trabajo. No era una empresa puntera pero tampoco iba
mal, y allí estuve durante dos años.
Si no hubiera pasado nada, seguiría inmerso en esa vida pobre y
convencional. Sin embargo, un día recibí una sorpresa que fue como una gota
de tinta roja sobre el pliego gris de mi vida. Aquel fue el principio de la
extraña aventura que me condujo a un mundo sangriento y horripilante.
Ocurrió el año pasado, el veinticinco de mayo de 194X, una fecha que
jamás olvidaré. Cuando llegué a la oficina, a las nueve de la mañana, mi jefe
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me llamó y me preguntó con expresión inquisitiva:
—Terada, ¿has escuchado la radio esta mañana? —Negué con la cabeza y
continuó—: Tu nombre es Tatsuya, ¿verdad? Y tu padre se llamaba Torazo,
¿no?
No sabía qué tenía eso que ver con la radio, pero le contesté que sí.
—Vaya. Terada, alguien te está buscando por la radio.
Aquello me sorprendió mucho. Mi jefe me explicó que en el tablón de
anuncios radiofónicos de aquella mañana habían preguntado por el paradero
de Tatsuya Terada, el hijo mayor de Torazo Terada.
—He apuntado la dirección, toma. ¿Sabes quién puede estar buscándote?
La nota decía: «Bufete jurídico Suwa. Dirección: Kitanagasa-dori
San-chōme. Edificio Nitto, 4.º».
Cuando la leí, me quedé totalmente perplejo. Como he dicho antes, apenas
me quedaba familia. Pensé en mi madrastra y mis hermanastros, pero no creía
que intentaran encontrarme a través de un abogado y de un anuncio en la
radio. Si mi padrastro siguiera vivo, quizá se habría preocupado por mí, pero
había fallecido. Aparte de él no se me ocurría nadie.
—Ve a ese bufete. Si alguien te está buscando, deberías descubrir qué
quiere, ¿no te parece? —me dijo mi jefe al verme inmerso en mis
pensamientos antes de darme permiso para salir durante la mañana.
Supongo que él también tenía curiosidad por saber de qué se trataba.
No podía creer que aquello fuera real. De pronto me sentía como un
personaje de una novela, pero acepté el amable ofrecimiento de mi jefe y
acudí a la dirección de la nota con una mezcla de esperanza e inquietud. En
menos de media hora estaba ante el señor Suwa.
—¡Vaya! La radio llega a todas partes. No esperaba que fuera tan rápido.
El abogado tenía la piel clara, era regordete y parecía buena persona, así
que me relajé un poco. Como en las novelas nunca son de fiar, me preocupaba
que aquel abogado pretendiera estafarme.
El señor Suwa me hizo algunas preguntas sobre mi padrastro y sobre mi
vida en general.
—¿Torazo Terada era su padre biológico? —me preguntó al final.
—No, no lo era. Mi madre se casó con él después de mi nacimiento, pero
ella murió cuando yo tenía siete años.
—Entiendo. ¿Siempre lo ha sabido?
—No. Cuando era niño, creía que él era mi padre. Descubrí la verdad tras
la muerte de mi madre, pero no recuerdo el momento exacto.
—¿Sabe quién es su padre biológico?
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—No lo sé.
En ese momento supuse que quien me buscaba era mi padre biológico y
me quedé desconcertado.
—¿Su madre o su padrastro nunca le dijeron su nombre?
—No, nunca.
—Entiendo que su madre no se lo dijera, ya que murió cuando todavía era
pequeño, pero… ¿Por qué no se lo contó su padrastro? Dudo que no lo
supiera.
Estoy seguro de que mi padrastro, que tan bueno fue con mi madre,
conocía su pasado. Supongo que no me lo contó porque no tuvo la
oportunidad. Si no me hubiera ido de casa, si no me hubieran enviado a la
guerra, si él no hubiera muerto… Sé que algún día me lo habría contado.
Eso le dije al abogado, que asintió con la cabeza.
—Es posible. A propósito, no es que dude de su palabra, pero ¿tiene algún
documento que demuestre su identidad?
Pensé un instante y le enseñé mi amuleto. El abogado abrió la bolsita y
extrajo su contenido.
—Tatsuya, nacido el seis de septiembre de mil novecientos veintidós. No
se menciona su apellido, por eso no lo sabe, ¿verdad? Vaya, ¿qué es esto?
Suwa había encontrado una especie de mapa dibujado con pincel y tinta
china. Yo tampoco sabía qué era. Parecía el mapa de un laberinto y en
algunos puntos había explicaciones misteriosas y lo que podían ser nombres
de lugares, como «Las fauces del dragón» o «El cubil del zorro».
Junto al mapa había algunos goeika[2]. Como sus versos contenían las
palabras arriba mencionadas, se entendía que algo tenían que ver con el mapa.
Yo lo llevaba siempre conmigo porque, cuando mi madre vivía, a veces
me pedía que lo sacara para mirarlo. Entonces se ruborizaba o sus ojos se
humedecían y, tras un largo suspiro, me decía:
Tatsuya, guárdalo bien y jamás lo pierdas. Puede que algún día te traiga
suerte. Y no se lo enseñes a nadie. ¿Me has entendido?
Aunque siempre lo llevaba encima, no creía que aquel trozo de papel
pudiera traerme suerte. No lo tiraba porque me había acostumbrado a tenerlo
siempre conmigo.
Pero estaba equivocado: ese mapa me cambió la vida. Esto lo explicaré
más adelante.
Al señor Suwa tampoco le llamó la atención. Lo dobló, lo guardó con
cuidado en la bolsita del amuleto y me la devolvió.
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—Muchas gracias. Estoy casi seguro de que es usted la persona que
busco, pero, para asegurarme, ¿podría hacer otra cosa por mí? —me preguntó,
incómodo—. Esto… Por favor, ¿podría quitarse la ropa?
Cuando lo escuché, me sonrojé. Siempre me ha dado mucha vergüenza
mostrarme desnudo; por eso he odiado siempre ir a los baños públicos, a la
playa, a las revisiones médicas escolares y al resto de lugares donde tuviera
que mostrar mi piel. Esto es debido a que tengo cicatrices de quemaduras por
todas partes, ya sea en la espalda, el trasero o las piernas. Son como marcas
de tenazas, de las que se usan para remover el picón. De no ser por estas
marcas horribles, mi piel sería tan blanca y suave como la de una mujer pero,
precisamente por eso, mis cicatrices violáceas destacan más. Cuando era niño,
pregunté a mi madre más de una vez, pero ella siempre se ponía a llorar, así
que dejé de insistir.
—¿Por qué es necesario?
—Siento incomodarlo, pero la persona que buscamos tiene unas cicatrices
características en el cuerpo. Me gustaría comprobar si usted las posee.
Sin vacilación, me desnudé y me quedé en calzoncillos. El abogado me
miró y me dijo:
—Es suficiente. Muchas gracias; siento haberlo molestado con esto.
Vístase, por favor. Ya no me queda ninguna duda.
Una vez confirmada mi identidad, el abogado me explicó que quienes me
buscaban eran unos familiares cuyo nombre todavía no podía revelarme.
Como estaban bien posicionados, su propuesta de volver a acogerme en la
familia no me acarrearía ningún gasto. Él hablaría con ellos y más tarde
contactaría conmigo.
Anotó mis datos personales y nos despedimos.
Después de aquella primera reunión me sentí aliviado, pero todavía no
podía creer lo que acababa de escuchar. Cuando se lo conté a mi jefe, me dijo:
—¡Oh! Entonces eres el hijo ilegítimo de un millonario. ¡Qué sorpresa!
A continuación, mi jefe se lo contó a todo el mundo y mis compañeros
empezaron a bromear con el tema.
Aquella noche no pude dormir. No fue porque estuviera emocionado
soñando con un futuro feliz, sino por la preocupación. A juzgar por las
pesadillas de mi madre y por las grotescas cicatrices de mi cuerpo, lo que me
esperaba no era brillante. Presentía que me aguardaba algo terrible.
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LA AMENAZA
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—Cómo eres, qué carácter tienes. Si tomas alcohol, si sueles ponerte
agresivo o violento… Cosas así.
—¿Qué? ¿Si soy agresivo o violento? Qué pregunta tan rara…
—¿Verdad? A mí también me pareció extraño.
—¿Y qué le contestaste?
—Que jamás te había visto así, claro, que tú eres una persona muy
tranquila y amable. La verdad.
A pesar del halago, me embargó una desagradable desazón.
Era lógico que el abogado preguntara por mi conducta a las personas
cercanas a mí, si fumaba o bebía… Pero preguntar si soy agresivo me parecía
muy raro. ¿Qué quería saber exactamente?
Unos días después, el jefe de recursos humanos de mi empresa me contó
exactamente lo mismo. Una persona había aparecido en las oficinas (la misma
que fue a casa de mi amigo, según su descripción) para preguntar si tenía
arrebatos de violencia o agresividad.
—Puede que tu padre tuviera mal beber y que les preocupe que lo hayas
heredado —me dijo el jefe—. No te preocupes, le dije que nunca te había
visto así.
Como estaba al tanto del rumor de que yo era el hijo ilegítimo de un
millonario, no le pareció sospechoso sino gracioso, pero esta información no
hizo más que incrementar mi inquietud y las sospechas sobre mi origen.
Si hubierais estado en mi lugar, si hubierais descubierto a los veintisiete
años que formáis parte de un linaje de lunáticos violentos, ¿qué habríais
sentido? Todavía no sabía con seguridad que descendiera de una familia así,
por supuesto, pero lo suponía por las preguntas que habían hecho sobre mí.
Lo cierto era que eso no me gustaba. Por un momento pensé en acudir al
bufete del abogado para decirle que, en lugar de investigarme a mis espaldas,
me preguntara personalmente todo lo que quisiera saber; sin embargo, no me
atreví a hacerlo porque me parecía de mala educación acusarlo de algo de
cuya autoría ni siquiera estaba seguro. En eso estaba cuando recibí aquella
carta siniestra.
Habían pasado unos quince días desde mi visita al abogado. Mientras me
preparaba para marcharme a trabajar, la esposa de mi amigo se acercó a mí.
—Tatsuya, te ha llegado una carta.
Al escucharla, lo primero que pensé fue que sería del señor Suwa, cuyas
noticias esperaba con ansiedad. Además, no tenía amigos ni familiares que
pudieran escribirme.
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Descarté aquella idea en cuanto vi la carta, ya que era muy fea. El papel
era de muy mala calidad, como de papel higiénico, de un tipo que un abogado
con bufete en el centro de una ciudad grande no usaría jamás. Además, la
caligrafía era infantil e insegura, y estaba llena de manchas de tinta. No
contenía las señas del remitente.
Abrí el sobre con un hormigueo en el corazón. En su interior había una
hoja del mismo papel.
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¿Qué significaba todo aquello? ¿Con qué intención me habían enviado
algo así? No entendía nada y eso lo hacía más macabro aún.
Lo único que sabía con seguridad era que la carta estaba relacionada con
el anuncio radiofónico. Desde que me puse en contacto con el señor Suwa,
dos personas se habían interesado por mí: el que había estado haciendo
preguntas sobre mi carácter y el remitente de la carta.
¡No! De pronto se me encendió la bombilla: debía tratarse de una sola
persona. Es decir, que quien había estado investigándome también había
enviado esa carta. Cuando se me ocurrió, saqué el sobre y examiné el sello
para saber desde dónde lo habían enviado, pero estaba borroso y no era
legible.
Aquella mañana la pasé deprimido y ensimismado, tanto que perdí varios
trenes a pesar de estar en el andén y llegué a la oficina a las nueve y media de
la mañana, media hora tarde. En cuanto aparecí, el secretario me comunicó
que el jefe estaba esperándome. Este me recibió alegremente.
—Buenos días, Terada —me dijo—. Te estaba esperando. Acabo de
recibir una llamada del señor Suwa, el abogado. Quiere verte en su bufete
ahora mismo. Parece que hoy conocerás a tu padre. Si es millonario, nos
invitarás a unas copas, ¿verdad? ¡Ja! Oye, ¿qué te pasa? Estás muy pálido.
No recuerdo qué contesté. Si lo hice, seguramente fue una incoherencia.
Me marché de su despacho tambaleándome como un sonámbulo y así di el
primer paso hacia aquel mundo estremecedor y horripilante.
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EL PRIMER ASESINATO
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hombre rico—. El señor Ikawa también tenía interés en encontrarlo, por
supuesto, pero solo está aquí en calidad de acompañante. En realidad, quienes
lo buscan son los parientes de su padre. Su verdadero apellido es Tajimi. O
sea, su nombre real es Tatsuya Tajimi —dijo el abogado mientras consultaba
sus notas—. Su padre, ya fallecido, se llamaba… Yozo, y tuvo dos hijos con
su esposa: Hisaya y Haruyo, ambos mayores que usted aunque solteros, por
cuestiones de salud. Bueno, al parecer Haruyo se casó y, tras el divorcio,
regresó al hogar familiar. ¿Verdad?
El anciano asintió sin decir nada. Había bajado la mirada, pero de vez en
cuando me observaba de reojo. Cuando vi que sus ojos comenzaban a
anegarse de lágrimas, yo también me emocioné.
—Debido a esto, la familia no confía en que Hisaya o Haruyo tengan
descendencia —continuó el licenciado—, en cuyo caso, el centenario clan
Tajimi desaparecería. Sus tías abuelas, las tías de su padre, están preocupadas
por el asunto del heredero. Son gemelas, y se llaman Koume y Kotake.
Ambas son ancianas, pero se encuentran bien de salud y están al mando del
clan. Fueron ellas quienes decidieron buscarlo. Eso es todo, más o menos.
Mi corazón comenzó a acelerarse, aunque no sabía si era por alegría o por
tristeza. No podía descifrar mis sentimientos. Lo que acababa de escuchar me
había dejado confundido y todavía tenía muchas dudas.
—Bueno, el señor Ikawa se lo explicará después con más detalle. ¿Tiene
alguna pregunta? Si puedo, le contestaré con mucho gusto.
Inhalé profundamente y decidí empezar por lo más importante:
—¿Mi supuesto padre ya está muerto?
—Pues… Podemos considerar que sí.
—¿Cómo? ¿Qué significa eso?
—Esto… El señor Ikawa se lo contará todo más tarde, pero podemos decir
que su padre murió cuando usted tenía dos años.
La respuesta del abogado me inquietó, pero no quise insistir. Pasé a la
siguiente pregunta:
—¿Por qué se marchó mi madre?
—Bueno… No puedo resolverle esa duda. La razón está muy relacionada
con la muerte de su padre, así que prefiero que el señor Ikawa se ocupe de
contestar a esa pregunta. ¿Alguna otra cosa?
El abogado había rehusado contestar a mis dos preguntas principales y me
sentía frustrado e inquieto.
—Una pregunta más. Tengo veintisiete años y hasta este momento no
había tenido noticias de esos parientes. Nadie me había buscado. ¿Por qué
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ahora? ¿Por qué se preocupan por mí de repente? Me ha explicado el motivo,
pero creo que esa no es la única razón. ¿Existe alguna otra motivación, algo
más importante?
Me pareció que el abogado y mi abuelo cruzaban discretamente una
mirada. Después, el abogado me miró fijamente.
Uhm… Es usted muy inteligente. Ya que esto podría influir en su futuro,
se lo contaré, pero le pido que no se lo diga a nadie.
Tras insistir en mi discreción, me contó el motivo.
Mi padre tenía un hermano menor llamado Shuji que fue adoptado por la
familia de su madre para que fuera el heredero de esa familia, cambiando su
apellido a Satomura. Mi tío Shuji Satomura tuvo un hijo llamado Shintaro que
ascendió en el ejército hasta llegar a ser comandante. Durante la guerra,
estuvo en la oficina del Estado Mayor y gozó de una gran influencia, pero a
su término se quedó sin trabajo y regresó al pueblo, donde trabajaba en el
campo para sobrevivir. Tenía treinta y seis o treinta y siete años pero no
estaba casado ni tenía hijos. Como era militar, se trataba de un hombre fuerte
y sano. Si Hisaya y Haruyo fallecían sin descendencia, él heredaría la gran
fortuna del clan Tajimi.
—No sé por qué —continuó el abogado—, pero a sus tías abuelas no les
cae bien. O no les caía bien Shuji, su padre. Además de ser hijo de alguien
con quien no tenían una buena relación, Shintaro se marchó del pueblo muy
joven y apenas lo conocen. Hisaya y Haruyo comparten esa opinión negativa,
así que prefieren que sea usted quien herede su fortuna. Este es el verdadero
motivo. Bueno, yo ya he cumplido con mi deber. Ahora, los dejaré a solas
para que hablen tranquilos. Con permiso.
El relato del abogado me había puesto melancólico; había al menos una
persona a la que mi regreso no le gustaba. Recordé la carta que había recibido
aquella mañana y entendí su objetivo.
Cuando el abogado se marchó, permanecimos en silencio. La realidad no
es tan melodramática como una novela o una obra de teatro y tener la misma
sangre no nos ayudó a abrir nuestro corazón; al contrario, el hecho de ser
familia nos volvió taciturnos y tímidos.
En ese momento interpreté así el silencio de mi abuelo, pero me
equivocaba. Ahora entiendo que no dijo una palabra porque el dolor no se lo
permitió.
Extrañado por el sudor frío en la frente del anciano, me decidí a hablar.
—Abuelo —le dije. Me miró; tenía los labios apretados y le temblaban—,
¿el pueblo donde nací se llama Yatsuhaka?
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Mi abuelo asintió ligeramente y emitió un extraño gemido, pero no le di
importancia y continué:
—Me gustaría que viera una carta. La recibí esta mañana, pero no
entiendo de qué se trata.
Saqué el sobre de mi bolsillo y se lo enseñé. El anciano extendió la mano,
pero perdió el equilibrio y se encorvó.
—Abuelo, ¿se encuentra bien?
—Tatsuya, dame… dame a… agua…
Esa fue la primera y la última vez que hablé con mi abuelo.
—¡Abuelo! ¿Qué le pasa? ¿Se siente mal?
Estaba asustado. Guardé la carta rápidamente y tomé el vaso de agua que
había sobre la mesa, pero el anciano empezó a convulsionar y un hilillo de
sangre escapó de la comisura de sus labios, así que grité pidiendo ayuda.
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UNA BELLA ENVIADA
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normal y corriente. No obstante, los policías no me creían y estuvieron varios
días interrogándome sobre mi salud mental.
Más tarde, la situación cambió. Me enteré de lo sucedido mucho tiempo
después, pero fue más o menos así.
El veneno que se utilizó para matar a mi abuelo tenía un sabor muy fuerte
y no habría sido fácil obligarlo a tomarlo. El forense analizó el contenido de
su estómago y detectó grenetina en él.
La hipótesis era que el asesino hizo que la víctima tomara una cápsula con
el veneno. Habría tardado horas en digerirla, así que dejé de ser sospechoso.
Siguiendo esa teoría, empezaron a sospechar del señor Suwa. Yo no lo
sabía, pero mi abuelo había pasado la noche en casa del abogado, que también
había nacido en Yatsuhaka. Aunque pertenecía a otra de las familias más
poderosas de la localidad, se había ofrecido a realizar aquel trabajo casi gratis
y solía hospedar a sus paisanos que viajaban a Kobe.
El abogado tampoco tenía motivos para envenenar a mi abuelo. ¿Quién
había sido, entonces? Todo el mundo creía que la investigación se quedaría
estancada. Justo en ese momento, alguien llegó de Yatsuhaka para sustituir a
mi abuelo y para encargarse de los trámites de su defunción y traslado, entre
otras cosas. Y esa persona proporcionó una información clave para que la
investigación avanzara.
Mi abuelo sufría ataques de asma, sobre todo cuando se emocionaba, de
modo que siempre llevaba consigo la medicina que le preparaba su médico.
Lógicamente, no la había olvidado en aquel viaje especial en el que esperaba
reencontrarse con su nieto. Todo el pueblo sabía que tomaba aquellas
cápsulas. Era posible que el criminal hubiera preparado una cápsula con
veneno para mezclarla con el resto.
Según esa teoría, el asesino era alguien de Yatsuhaka, así que tanto el
señor Suwa como yo quedamos libres de toda sospecha. Aquella noche, el
abogado me invitó a su casa para celebrarlo y allí me presentó a una mujer.
—Muchas gracias, Miyako —le dijo el señor Suwa—. Nos has salvado.
Bueno, a mí no me hubiera resultado difícil defenderme de una acusación
falsa, pero habría sido un fastidio tener que acudir a comisaría cada dos por
tres.
—¡Ja! Si a ti, que eres un abogado con experiencia, te hubiera resultado
un fastidio, imagínate a este joven. ¡Qué mala suerte ha tenido!
—Terada, te presento a nuestra salvadora, la señora Miyako Mori —nos
presentó el abogado, que tras la difícil experiencia que habíamos compartido
ya me tuteaba—. Gracias a la información que ella suministró a la policía
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sobre las cápsulas que tomaba el señor Ushimatsu, quedó claro el modo en el
que fue envenenado. Miyako, este es Tatsuya Terada.
No puedo describir cuánto me sorprendió verla. A juzgar por el
abominable nombre del pueblo y por el aspecto pobre de mi abuelo,
imaginaba que Yatsuhaka era un lugar aislado de la civilización. Sin embargo,
la mujer que me presentó el abogado era guapa y tenía un atractivo difícil de
encontrar aún en las grandes ciudades. Y no solo su apariencia; también su
manera de hablar y sus modales eran elegantes.
Tenía poco más de treinta años y la piel tan blanca como la porcelana fina.
Su rostro ovalado poseía una belleza clásica, aunque tenía un aire moderno y
sofisticado que seguramente provenía de su inteligencia. Llevaba el cabello
recogido y su nuca desbordaba sensualidad. Aquella noche llevaba un kimono
que resaltaba su figura, y su belleza me puso nervioso.
—¡Terada, pareces sorprendido! Con una compañía como esta, Yatsuhaka
no te parecerá tan aburrido, ¿verdad que no? Miyako es viuda y está buscando
a su próximo marido; ¡ten cuidado, no sea que te elija a ti! —exclamó el
abogado, riéndose. Ya había tomado unas copas y parecía contento. Yo, que
siempre he sido muy inocente, me sonrojé y comencé a titubear.
—¡No le digas eso, pobrecillo! Nos acabamos de conocer —le dijo ella, y
a continuación se dirigió a mí—: No te lo tomes a mal, por favor. El alcohol
le suelta la lengua.
—¿Conoces a Suwa desde hace mucho?
—Sí, somos parientes lejanos. La gente de Yatsuhaka no suele trasladarse
a la ciudad, así que los pocos que lo hacemos nos llevamos bien. Yo viví en
Tokio hasta que perdí la casa en los bombardeos.
—Oye, Miyako, ¿hasta cuándo piensas quedarte en ese pueblo donde no
hay más que vacas? Eres demasiado sofisticada para vivir ahí; incomodas a
los lugareños. Además, en la ciudad necesitamos mujeres como tú.
—Ya te he dicho que volveré a Tokio cuando la reconstrucción haya
terminado. No te preocupes, no pienso quedarme toda la vida en el pueblo.
—Sí, me lo has dicho, pero ya llevas mucho tiempo allí. ¿Cuántos años
han pasado? La guerra terminó hace cuatro años. Me cuesta creer que hayas
aguantado tanto tiempo. ¿Qué es lo que pasa? ¿Yatsuhaka tiene algo que te
atrae?
—Anda, no digas tonterías. A propósito, tengo que hablar con Terada —
contestó Miyako, y me miró con una bonita sonrisa—. He venido para
acompañarte a Yatsuhaka. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí…
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—Siento mucho lo de tu abuelo. De haberlo sabido, habría venido yo
desde un principio. A la gente de Yatsuhaka no le gusta salir del pueblo. Tus
tías abuelas, doña Koume y doña Kotake, me han pedido que te acompañe y
que me ocupe de los trámites de la defunción de tu abuelo. Mi idea es que nos
marchemos dentro de un par de días. ¿Te parece bien?
—Sí.
Noté que volvía a acalorarme.
De esta manera, la gota de pintura roja que cayó en mi vida gris comenzó
a expandirse poco a poco.
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UNA PERSONA SOSPECHOSA
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brutal. Tras escuchar la historia, me quedé helado y casi sin respiración.
Durante un momento, mi mente se quedó totalmente en blanco, sin reaccionar
a nada, y empecé a estremecerme tanto que no podía evitar que mi cuerpo
temblara.
—¡Qué papel tan difícil nos ha tocado! Debió ser tu abuelo quien te lo
contara, pero… Bueno, él ya no está. Lo siento mucho. Habría sido una
crueldad enviarte al pueblo sin conocer la historia, así que no te lo tomes a
mal —me dijo Miyako afectuosamente.
—No… ¿Cómo podría tomármelo a mal? —le contesté tras aclararme la
garganta—. Os estoy muy agradecido. Tenéis razón; me habría enterado de
todos modos. Ha sido una suerte que me lo hayáis contado vosotros. Pero,
Miyako…
—¿Sí?
—¿Qué pensará de mí la gente del pueblo? Si regreso ahora, ¿cómo
reaccionarán?
Miyako y el abogado cruzaron una mirada.
—Terada, es mejor no pensar en esas cosas —me dijo Suwa con
amabilidad—. Si vives pendiente de la opinión de los demás, jamás serás
feliz.
—Así es —dijo Miyako—. Estoy de acuerdo con él. Además, tú no eres
responsable de lo que ocurrió.
—Os agradezco vuestras palabras, y entiendo qué queréis decir. Sin
embargo, me gustaría saber qué se opina de mí en el pueblo.
—Tienes razón —dijo Miyako—. Puede que sea mejor que lo sepas, para
que estés preparado. La verdad es que la gente te guarda cierto rencor. Es
injusto, porque tú no tienes culpa de nada, pero… Para aquellos que perdieron
a sus familiares en la masacre, no es tan sencillo. Además, el tiempo pasa
despacio en el pueblo. En las grandes ciudades, la gente viene y va y todo cae
rápidamente en el olvido, pero no es así en la provincia. La gente recuerda, así
pasen muchos años, y algunos no ven con buenos ojos que vuelvas. Tenlo en
cuenta.
—Entonces, ¿todo el mundo está al tanto de mi regreso?
—En un pueblo es difícil mantener secretos. Los rumores se extienden
rápidamente, pero no te preocupes. En general, la gente de ciudad no les
gusta. Sé que se habla de mí porque no me he vuelto a casar, pero ¿a quién le
importa? No me preocupa lo que digan. No les hago caso. ¡Ay! Eso es lo que
menos me gusta de la vida en el pueblo.
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—Pero tu caso y el de Terada son diferentes —la interrumpió el abogado
—. Hay gente que le guarda rencor. Terada, debes ser valiente. Prepárate e
intenta que te afecte lo menos posible.
Sentía una pesadumbre en mi interior, como si me hubiera tragado una
bola de plomo. Aunque suelo ser apocado, saco agallas cuando no tengo más
opción que enfrentarme a una situación. Dejé de lado la preocupación y dije
con firmeza:
—Gracias por contarme la verdad. Como dice Suwa, mi regreso será duro,
pero estaré preparado para abordarlo. Por cierto, Miyako…
—¿Sí?
—Una pregunta más.
—Dime.
—Aunque todo el mundo me guarde cierto rencor, ¿quién sería el mayor
de mis enemigos? ¿Hay alguien que no quiera que vuelva al pueblo, que
pretenda mantenerme lejos de allí? Lo pregunto porque hace poco recibí esta
carta… —les expliqué, antes de mostrarles la carta lúgubre y amenazadora
que recibí el día que mi abuelo fue asesinado.
Suwa y Miyako intercambiaron una mirada sorprendida.
—Miyako, ¿crees que esta carta podría estar relacionada con el asesinato
de mi abuelo? Puede que alguien quiera mantenerme lejos de Yatsuhaka y
esté planeando algo terrible.
Miyako palideció y no me contestó. El abogado lo hizo por ella, con el
ceño fruncido.
—¡Vaya! Esto confirma que hubo algo turbio detrás de la muerte del
señor Ushimatsu. Miyako, ¿se te ocurre alguien?
—No…
—¿Y Shintaro? Tú lo conoces desde que vivías en Tokio, ¿no? ¿Sería
capaz de algo así?
—Ay, no creo…
A pesar de su negación, la mujer estaba pálida y sus labios temblaban
ligeramente.
—Shintaro es mi primo, ¿verdad?
—Sí, el comandante. Miyako, tú sabes algo, ¿no es así?
—¡Cómo se te ocurre! No creo que… Ay, pero… No sé. Shintaro ha
cambiado mucho. Antes era un hombre lleno de vitalidad, pero ahora parece
un anciano. Apenas he tenido contacto con él desde que regresó al pueblo. Y
no solo yo; creo que no se relaciona con nadie. Se ha vuelto muy huraño. No
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sé qué le pasa por la cabeza, pero no lo creo capaz de hacer algo tan horrible.
Siempre fue una persona…
Aunque intentaba defender a Shintaro, sus palabras perdieron fuerza poco
a poco como si no estuviera segura de lo que decía. Su razón lo negaba, pero
su corazón no podía descartarlo por completo. Eso sembró en nosotros una
semilla de sospecha que más tarde enraizó.
Al parecer, Shintaro Satomura era quien menos deseaba mi regreso al
pueblo. Decidí grabar en mi mente esa sospecha junto con la turbación que
acababa de mostrar Miyako.
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LA PARTIDA
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Puede que yo estuviera un poco sentimental por la incertidumbre de mi
futuro, pero no supe qué responder a la amable oferta del abogado y asentí
para que no notara que estaba a punto de llorar.
Miyako, por el contrario, parecía muy contenta. Ese día llevaba ropa
cómoda para el viaje y una gabardina de color verde que le quedaba muy
bien. Como era alta, en el andén de la estación resaltaba como una flor en
contraste con el cielo gris a punto de descargar la lluvia.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Cómo se te ocurre pensar que pueda pasarle algo?
—le preguntó a Suwa—. ¡Qué risa! No va a pasarle nada. Algún día
descubriremos qué ocurrió en realidad y seguro que será una tontería. —La
mujer sonrió con coquetería—. Además, si pasara algo, yo estaría ahí para
protegerlo. ¿No sabes ya lo fuerte que soy? No me gusta perder ni rendirme,
sea contra quien sea. En situaciones así, lo mejor es no preocuparse
demasiado y seguir adelante.
—Me alegro de contar con tu apoyo —dijo el abogado, riéndose con
amargura.
Un momento después llegó el tren y Miyako y yo nos despedimos de
Suwa.
A pesar de la preocupación por lo que se avecinaba, me divertí en el viaje
con Miyako. Creo firmemente que todos tenemos un «imán» que es un reflejo
de nuestra personalidad. Hay imanes fuertes y otros débiles, imanes buenos y
malos. Por muy guapo que seas, tu imán puede no ser atrayente; en cambio,
alguien de aspecto corriente puede poseer un gran atractivo para los demás.
Miyako era guapa y además tenía un fuerte imán.
Siempre era muy servicial y le gustaba que los demás le pidieran ayuda.
Aunque nos conocíamos desde hacía poco, se había convertido en mi tutora y
me aconsejaba como una hermana mayor. Cuando por fin decidimos la fecha
del viaje, me llevó de compras y no reparó en gastos para ataviarme.
—No te preocupes por nada —me dijo—; todo esto son órdenes de tus
tías abuelas. En los pueblos, la primera impresión es la más importante. No te
muestres humilde o la gente creerá que eres débil e inferior. Actúa con
arrogancia, no te sientas intimidado. ¿De acuerdo?
Siempre estaba a cargo de todo y eso me hacía sentir cómodo y animado.
Estaba totalmente embriagado por su gran personalidad y su fuerte atractivo.
En el tren hablamos mucho, y fue entonces cuando me contó su historia
personal. Como he dicho antes, en Yatsuhaka hay dos familias poderosas: los
Tajimi (el clan al que pertenecía mi padre biológico) y los Nomura. Miyako
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era la cuñada del patriarca de esta última familia, Sokichi Nomura. Su difunto
hermano menor había sido el marido de Miyako.
—¿A qué se dedicaba tu marido?
—Tenía una fábrica de aparatos eléctricos. En realidad nunca supe bien
qué hacía, pero le fue muy bien durante la guerra. Se hizo rico gracias al
conflicto.
—¿Cuándo falleció?
—Tres años después del inicio de la Guerra del Pacífico, cuando la suerte
de Japón empezó a acabarse. Murió de un derrame cerebral originado por el
exceso del consumo de alcohol.
—Supongo que todavía era joven.
Mi pregunta le provocó una carcajada.
—Era diez años mayor que yo. Claro, todavía era joven para morir y
nunca imaginé que lo haría inesperadamente. Afortunadamente, su socio era
un caballero y, aunque se encargó de la empresa, siguió entregándome mi
parte. Gracias a eso, nunca he tenido problemas de dinero.
—¿Conoces a Shintaro desde hace mucho tiempo?
Intenté abordar el tema con naturalidad, pero Miyako me miró
severamente.
—No mucho. Somos paisanos, así que lo conocía de vista y sabía que
estaba en el ejército, pero no tuve relación con él hasta que mi marido lo
invitó un día a casa. Durante la guerra, el sable lo arreglaba todo, ¿verdad?
Tener contactos entre los militares de alto rango era una gran ventaja,
supongo, así que empezamos a vernos a menudo.
—¿Esa relación continuó después de la muerte de tu marido?
Volvió a mirarme fijamente y me dedicó una sonrisa misteriosa.
—Sí. Sus visitas se hicieron más frecuentes. Yo me sentía desamparada y
éramos paisanos, teníamos confianza, ¿entiendes? A mí no me caían bien los
militares, pero su amistad me convenía. Él trabajaba en el Estado Mayor y eso
me proporcionaba mucha información. En ese sentido, fui yo quien lo utilizó.
Mucho después me enteré a través de rumores de que Miyako poseía una
gran fortuna que había amasado comprando joyas y oro cuando vio que el
país iba a perder la guerra. Había sido una de las pocas mujeres japonesas que
tuvo la audacia y la capacidad de prever el futuro y tomar decisiones
drásticas.
—Me dijiste que mi primo Shintaro sigue soltero. ¿Vive en la mansión de
los Tajimi?
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—No. Es soltero pero no vive solo, tiene una hermana pequeña que se
llama Noriko. Por cierto, Noriko es…
De repente, Miyako se quedó en silencio. La miré fijamente a la cara:
estaba claro que ocultaba algo.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Lo siento, no debería haber dicho nada. Sin embargo, si me callo ahora,
te quedarás con la incertidumbre —titubeó, tras aclararse la garganta—. Te lo
contaré: cuando ocurrió la masacre, la madre de Noriko estaba embarazada.
Eso hizo que el parto se adelantara y Noriko nació prematura, a los siete
meses, si no recuerdo mal. La niña sobrevivió, fue un milagro, pero la madre
murió poco después del parto. Como fue tan prematura, Noriko es… Bueno,
en teoría tiene un año menos que tú, pero aparenta diecinueve o veinte.
Cuando Shintaro se quedó sin trabajo, regresó con ella a la casa del pueblo,
que habían dejado al cuidado de unos familiares, y ahora viven del campo.
Al oírlo, volví a sentirme apesadumbrado. Las consecuencias del crimen
que cometió mi padre todavía no se habían borrado y no creía que mi prima
Noriko fuera la única afectada. Imaginando el escándalo que provocaría mi
regreso, me estremecí de nuevo.
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LA HERMANA KOICHA
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—¡Para nada! —le contestó el hombre, parpadeando—. No sabes en qué
lío me metí por eso. La policía me ha interrogado, los del pueblo sospechan
de mí… Es cierto que fui a visitar a sus clientes, pero él también lo hacía con
los míos. Y, a pesar de ello, vino a pedirme cuentas. Por eso me enfadé tanto
y…
—Ya lo sé, ya lo sé. No estoy diciendo que tú hayas matado a Ushimatsu.
A propósito, ¿qué hay de nuevo? ¿Cómo va la investigación de la policía?
—Ahora no dejan de llamar al doctor Arai. Pobre hombre…
—Ah, comprendo. Porque era el médico de cabecera de Ushimatsu,
¿verdad? Pero ¿cómo pueden creer que un médico va a envenenar a su
paciente? Ningún médico se atrevería a usar un método que lo colocara en el
punto de mira. Además, él no tiene motivos para matar a Ushimatsu.
—Cierto, pero aun así lo están interrogando porque, a fin de cuentas,
alguien sustituyó una cápsula de medicamento por otra de veneno. Aunque
¿sabes? —dijo Kichizo, bajando el tono de voz—. Como Ushimatsu murió
después de tomar una pastilla recetada por el doctor Arai, ha corrido el rumor
de que sus formulaciones son peligrosas. Dicen que ha perdido varios
pacientes.
—¡Qué lástima! ¿Quién estará diciendo tal cosa?
—Al parecer ha sido el doctor Kuno.
—¿En serio?
—En serio. Ya sabes que, desde que el doctor Arai llegó al pueblo, Kuno
ha perdido muchos pacientes.
En la provincia, los médicos se creen muy importantes. No todos, pero
muchos son unos arrogantes. Eligen a sus pacientes y a veces se niegan a
atender emergencias por la noche. Los lugareños los respetan más que al
alcalde o al director del colegio, pero por necesidad. Como están
acostumbrados, han dejado de cuestionar sus malos hábitos.
Sin embargo, esa situación empezó a cambiar después de la guerra. Los
médicos de la ciudad emigraron a la provincia tras perder sus casas en los
bombardeos, ya fuera a sus localidades natales o a las de sus familiares. Estos
médicos eran muy amables porque necesitaban nuevos pacientes y los
lugareños, a pesar de ser conservadores, preferían su simpatía a la arrogancia
de los locales. Era lógico que los clientes se fueran con aquel que les ofrecía
el mejor servicio, y lo mismo ocurría en el campo de la medicina. En
Yatsuhaka, el médico recién llegado se había hecho con muchos pacientes del
galeno local.
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—Es que el doctor Kuno es demasiado soberbio. Todo cae por su propio
peso. Si sigue perdiendo pacientes, ¿a dónde irá? Siempre ha vivido en
Yatsuhaka. Y tampoco es posible cambiar de actitud de un día para otro. Su
situación es penosa… Antes, algunos campesinos le pagaban en especie, pero
ahora que el precio del arroz ha subido tanto, todos prefieren pagar con dinero
porque les conviene más vender el arroz en el mercado negro. El alquiler de la
tierra, que es su otra fuente de ingresos, siempre se ha cobrado con dinero en
efectivo. No hay comida suficiente en el mercado y su esposa ha empezado a
cultivar boniatos. ¿Te imaginas? La esposa de un médico trabajando en el
campo. ¡No se puede caer más bajo!
Parece que Kichizo le guardaba algún rencor y su difícil situación lo
divertía. De repente, bajó la voz.
—El doctor Kuno odia al doctor Arai, dicen que habla muy mal de él a
sus espaldas. Yo creo… No sé, pienso que es posible que Kuno envenenara a
Ushimatsu.
—¡Qué me dices! —exclamó Miyako, atónita y conteniendo el aliento—.
¿Por qué iba a matar a Ushimatsu? No tenía nada contra él.
—Podría haberlo hecho para que culparan al doctor Arai. Además, si Arai
consiguió tantos pacientes fue, en parte, gracias a Ushimatsu, ¿sabes? Él fue
su primer cliente y contó por todo el pueblo que era muy buen médico.
Seguro que Kuno se la tenía guardada. Además, ¿quién podría conseguir
veneno, si no un médico?
—Kichizo, basta ya de tonterías. Un asesinato es algo muy grave y no está
bien acusar sin pruebas. Además, este joven es familia del doctor Kuno.
Kichizo se giró para mirarme.
—¿Eh? Entonces, ¿este es el hijo de Tsuruko…?
—Así es. Después de tantos años, regresa a Yatsuhaka con las cenizas de
su abuelo.
Kichizo se quedó pensativo. Me miró con discreción antes de dirigirse de
nuevo a Miyako.
—Se rumoreaba que habías ido a por él, pero casi nadie lo creía.
Pensábamos que no se atrevería a volver.
Su comentario se me clavó en el corazón. No quería escuchar algo así
cuando estaba a punto de llegar al pueblo.
Aunque Kichizo quería seguir charlando con Miyako, esta le dio la
espalda y él se quedó callado con gesto ceñudo. De vez en cuando me miraba
con hostilidad, y eso me deprimió aún más.
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Poco después, nuestro autobús llegó a Yatsuhaka. En cuanto se detuvo,
Kichizo se apeó y se marchó rápidamente. Miyako y yo nos miramos el uno al
otro, suponiendo que había corrido a anunciar mi llegada a todo el mundo.
—Ahora entiendo por qué Suwa te aconsejó que fueras valiente. Oye,
¿estás bien? —me preguntó Miyako tras un largo suspiro.
Seguramente estaba pálido, pero ya era tarde para arrepentirse. Había
tomado una decisión, así que asentí con firmeza.
Entre la parada del autobús y el centro de Yatsuhaka había un cerro. La
pendiente no era demasiado pronunciada, pero el camino no era bueno y solo
se podía pasar en bicicleta o a pie. Tras veinte minutos caminando llegamos a
la cumbre, desde donde se tenía una vista panorámica del pueblo. Todavía
recuerdo muy bien que el paisaje me hizo sentirme en el interior de un
escenario funesto.
Yatsuhaka se encontraba en una cuenca cerrada. La planicie tenía unos
ocho kilómetros de largo y las montañas que la rodeaban por los cuatro
puntos cardinales estaban cultivadas. En la llanura había arrozales, pero muy
pequeños y vallados. Más tarde supe que era para evitar que las vacas, que
andaban libremente por el pueblo, entraran en ellos.
La primera vez que vi Yatsuhaka, la tarde de aquel veinticinco de junio,
estábamos en época de lluvia. El cielo oscuro estaba cubierto de unas nubes
negras tan bajas que casi nos rozaban las cabezas y que parecían a punto de
lanzar algo ominoso sobre nosotros en lugar de lluvia. Me estremecí.
Mira —me dijo Miyako—. Allí, junto a aquel monte, se ve una mansión
muy grande. Es donde tú naciste. En aquel cerro del fondo hay un pino muy
alto, ¿lo ves? Ese es el santuario. Junto a ese árbol había otro igual, los
llamábamos «los pinos gemelos», pero un rayo cayó sobre uno de ellos a
finales de marzo y lo partió hasta la raíz. Desde entonces, la gente del pueblo
teme que vaya a pasar algo malo.
Su comentario me hizo estremecerme de nuevo.
Mientras bajábamos hacia el centro del pueblo, nos encontramos con un
grupo de campesinos que trabajaban en el campo. Kichizo estaba con ellos y
eso me puso en alerta.
Los lugareños estaban discutiendo. Cuando nos vieron, se callaron y se
giraron para miramos. Entonces retrocedieron, pero alguien de apariencia
extraña dio un paso adelante y gritó:
—¡Fuera! ¡Largo de aquí! ¡Márchate de este pueblo!
Me quedé paralizado, pero Miyako me agarró del brazo y me dijo:
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—No le hagas caso. Es la hermana Koicha, no está bien de la cabeza. No
va a hacerte nada, no te preocupes.
Al acercarnos, vi que efectivamente parecía una monja budista. Debía
tener unos cincuenta años. Tenía el labio leporino y bajo el mismo asomaban
unos dientes mal acomodados y amarillentos. Su aspecto resultaba
desagradable. Cuando pasamos junto a ella, levantó los puños y pataleó.
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Largo de aquí! Las almas del santuario están
enfadadas. Por tu culpa, el pueblo volverá a inundarse de sangre. Las almas
exigen ocho sacrificios y tu abuelo ha sido el primero. Faltan siete más… ¡La
maldición no acabará hasta que sean ocho! ¡Largo de aquí, canalla!
Continuamos nuestro camino hacia la mansión de la familia Tajimi, que
estaba al este del pueblo, pero la hermana Koicha nos siguió hasta la misma
puerta sin dejar de gritar. Los lugareños iban tras ella, en comitiva, como si
fueran borregos.
Así me recibieron en Yatsuhaka.
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LAS ANCIANAS GEMELAS
— T erada, no les hagas caso. Los lugareños ladran mucho, pero son unos
cobardes y no muerden. No obstante, si te ven débil e intimidado, se
envalentonarán, así que actúa con firmeza.
Gracias a Miyako conseguí mantener la calma. De haber estado solo, me
habría marchado de allí. Cuando entré en la mansión, estaba totalmente
bañado en sudor.
—Pero ¿quién es esa monja? ¿Por qué me ha insultado de esa manera? —
le pregunté.
—Es una de las afectadas por la masacre. Su marido y sus hijos murieron
aquella noche, por eso se metió a monja y vive retirada en Koicha. Vio cómo
el rayo partía uno de los pinos gemelos del santuario y desde entonces está
medio loca.
—¿Koicha es el nombre de un lugar?
—Así es. Allí hay un templo muy antiguo en el que una de las monjas
ofrecía koicha[3] siempre que había visita, así que la gente empezó a llamarlas
«hermanas Koicha» y finalmente dio nombre al lugar. El nombre de esta
mujer es, en realidad, Myoren, pero nadie la llama así. Todo el mundo la
conoce como «hermana Koicha», «vieja Koicha» y cosas por el estilo. Pero
no le hagas caso, está medio loca.
Miyako intentaba consolarme, pero yo estaba pensando en otra cosa. Las
palabras de la hermana Koicha eran parecidas a las que contenía la carta de
amenaza que había recibido. Aunque la carta era una sarta de tonterías,
resultaba coherente, y no creía que aquella mujer trastornada pudiera redactar
algo así. Puede que quien la escribiera se inspirara en lo que decía aquella
monja loca. Guardé aquella idea en mi mente.
La mansión donde nací era mucho más grande de lo que imaginaba. Su
fachada era tan grandiosa como una roca gigante. Al otro lado de la muralla
había un pinar de árboles altos y frondosos. Cuando entramos, una mujer
joven que parecía parte del servicio salió de una puerta secundaria.
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—Buenas tardes, señora Miyako —dijo la sirvienta—. ¿Por qué hay tanto
alboroto en la calle?
—Hola, Oshima. No pasa nada, no hagas caso. Avisa a las señoras de la
llegada del señor Tatsuya, por favor.
—El señor Tatsuya…
Oshima me miró fijamente, pero rápidamente bajó los ojos y se fue
corriendo por donde había venido.
—Por aquí, por favor —me dijo Miyako.
—Gracias.
La solemnidad del gran vestíbulo de la mansión me puso nervioso. Podía
notar los latidos de mi propio corazón.
—Hola, Miyako —dijo una mujer que salió a recibirnos—. Pasad, pasad.
La mujer tenía la voz aguda, una característica de la gente de la región,
aunque parecía ligeramente cansada y sus movimientos eran muy lentos.
Debía sufrir algún problema de salud. Tenía la cara pálida e hinchada.
Hola, Haruyo. Este es Tatsuya Terada —dijo Miyako antes de dirigirse a
mí—. Terada, esta es tu hermanastra, Haruyo.
Tras aquella presentación sencilla, Miyako se descalzó y subió a la
plataforma a doble altura. Haruyo y yo nos saludamos con una reverencia
muda, ella desde la plataforma y yo abajo. Avergonzada, desvió la mirada
rápidamente.
Aquel fue mi primer encuentro con mi hermanastra, pero mi primera
impresión fue buena. No era demasiado guapa aunque, como suele ocurrir con
la gente de familia rica que ha vivido siempre sin preocupaciones, parecía
buena persona. Eso me ayudó a relajarme un poco.
—Haruyo, ¿qué te ha parecido tu hermanastro? —le preguntó Miyako.
—Bueno… No sé qué decir. Me alegro de conocerte —dijo con una
sonrisa ruborizada.
Parecía que yo también le había caído bien y eso me quitó un peso de
encima.
—Ahora, venid por aquí —dijo la mujer, cambiando de tema—. Las tías
abuelas están esperando.
Seguimos a mi hermanastra a través de un largo pasillo. La mansión
parecía grande por fuera, pero desde dentro era descomunal. Mientras
caminaba los casi treinta metros de aquel largo pasillo me sentía como si
estuviéramos en un templo.
—Haruyo, ¿tus tías abuelas están en la casa de invitados? —le preguntó
Miyako.
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—Así es. Dijeron que era mejor recibir allí a Tatsuya.
Después de cruzar el pasillo, subimos tres escalones y llegamos a un
amplio salón de estilo japonés formado por dos habitaciones con puertas
divisorias. Más tarde me contaron que, en el período Edo, el clan Tajimi
recibió la visita de un señor feudal de la región y que construyeron la casa de
invitados para la ocasión.
Las dos ancianas gemelas, Koume y Kotake, se hallaban sentadas delante
del tokonoma[4] al fondo del salón. Vestían un kimono de diario, pero se
habían puesto la chaqueta haori con el escudo familiar y estaban formalmente
arrodilladas sobre el tatami.
Cuando las vi desde el pasillo, casi me asusté. Era una imagen insólita.
Sé que hay dos tipos de gemelos: monocigóticos y dicigóticos. Los
monocigóticos son casi idénticos, pues nacieron de un solo óvulo, y a ese tipo
debían pertenecer mis tías abuelas.
Calculo que tenían más de ochenta años. Llevaban el cabello, totalmente
blanco, recogido detrás. Estaban sentadas con la espalda encorvada y eso,
unido a su pequeño tamaño, las hacía parecer dos monos. No es que fueran
feas; al contrario, en su juventud debieron ser muy guapas. Para su edad,
tenían la piel tersa. Sin embargo, su enorme parecido me hizo estremecerme:
parecían dos muñecas fabricadas con el mismo molde.
Seguían siendo idénticas a pesar de su edad. Tenían las mismas arrugas y
manchas en la piel y sus músculos faciales se movían del mismo modo al
reírse, o eso me pareció.
—Tías —dijo Haruyo, sentándose en el suelo y apoyando las manos sobre
el tatami—, Miyako ha traído a Tatsuya.
Me sorprendió que mi hermanastra actuara con tanta formalidad ante sus
tías abuelas. Supuse que se trataba de una tradición familiar y yo también me
senté en el suelo. Miyako se quedó de pie, sonriendo.
—Oh, qué alegría —dijo una de las dos arrugadas ancianas. En ese
momento no supe cuál era, pero después descubrí que había sido Koume.
—Acercaos. Miyako, gracias por traer a Tatsuya —dijo Kotake.
—No ha sido nada. Disculpad que hayamos tardado tanto, no
pretendíamos hacerlas esperar.
Miyako entró en el salón sin preocuparse por la formalidad y se sentó en
el suelo de manera informal.
—Terada, siéntate aquí. Mira, estas son tus tías abuelas —me dijo,
señalando a las dos ancianas—: doña Koume y doña Kotake.
—No, Miyako. Yo soy Kotake, y la que está a tu lado es Koume.
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—Ay, perdón. Siempre las confundo. Señoras, este es Tatsuya.
Me senté delante de las dos ancianas e hice una reverencia.
—Así que tú eres Tatsuya. Oye, Kotake…
—¿Sí, Koume?
—Míralo, es idéntico a su madre, Tsuruko. ¿No te parece?
—Oh, sí. Tiene los ojos y la boca igual que Tsuruko en aquella época.
Tatsuya, bienvenido.
Volví a hacer una reverencia.
—Esta es la casa donde naciste, precisamente aquí, en esta casa de
invitados. Han pasado veintiséis años, pero lo conservamos todo tal como
estaba cuando vivía aquí tu madre: las puertas correderas, el biombo, los
kakejiku[5] los cuadros… Todo está igual, ¿verdad, Kotake?
—Así es. Veintiséis años parecen muchos, pero han pasado rápidamente.
En los ojos de las ancianas vi que estaban recordando el pasado.
—Señoras, ¿dónde está Hisaya? —les preguntó Miyako.
—Ah, está en la cama. Hoy no se encuentra bien, así que le presentaremos
a Tatsuya mañana. Creemos que ya no durará mucho —contestó una de las
ancianas.
—No me diga. ¿Está muy mal?
—Tsune dice que no, pero ¿qué va a saber ese matasanos? Dudamos que
sobreviva al verano.
—¿Qué enfermedad sufre mi hermanastro? —las interrumpí.
—Tuberculosis —me contestó una de las gemelas—. Tatsuya, por eso te
hemos llamado. Haruyo tiene una enfermedad renal y no puede tener hijos:
esa fue la causa de su divorcio. Tatsuya, tú tendrás que perpetuar el linaje y
dirigir esta casa.
—Ya podemos morir tranquilas —dijo la otra gemela—. ¡Qué alegría que
hayas regresado! Además, eres todo un hombre. Alguien va a llevarse una
gran sorpresa cuando te conozca.
—¿Verdad que sí? Gracias a Tatsuya, ya podemos quitarnos ese peso de
encima. ¡Ja!
Al oír las carcajadas de las ancianas en aquel salón iluminado por el sol
del atardecer volví a estremecerme. Sus risas eran maliciosas e irónicas, muy
distintas de la amabilidad que habían mostrado al hablarme.
Así me recibieron en aquella mansión ubicada en la profundidad de la
sierra con una leyenda antigua y el recuerdo de un incidente sangriento.
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EL BIOMBO DE LOS CATADORES DE VINAGRE
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estábamos, recordando lo que había dicho una de las ancianas: «Esta es la
casa donde naciste, precisamente aquí, en esta casa de invitados. Han pasado
veintiséis años, pero lo conservamos todo tal como estaba cuando vivía aquí
tu madre: las puertas correderas, el biombo, los kakejiku, los cuadros… Todo
está igual». Eso quería decir que mi madre había visto aquellas mismas cosas
cuando vivía en aquella mansión. De repente, me sentí melancólico.
Sobre el tokonoma había un pergamino grande con la imagen de Guan
[6]
Yin . Mi madre, confinada en aquella casa, tal vez se había consolado con
aquella imagen. Recuerdo que tenía mucha fe en Guan Yin: en casa tenía una
estatuilla a la que rezaba dos veces al día, por la mañana y por la noche. En
los estantes junto al tokonoma había dos máscaras de teatro nō: Hannya y
Syōjō[7], como si en el mismo espacio convivieran un diablo y un santo.
Adivinando mi pensamiento, sobre las puertas correderas habían colgado el
siguiente texto: «Manos de demonio, corazón de buda». Las puertas del salón
estaban decoradas con paisajes en tinta china que parecían muy antiguos.
Por último, vi un biombo que llamó mi atención. Parecía chino y tenía seis
paneles en los que estaban representados tres hombres con bigote casi a
tamaño real. Haruyo se percató de mi interés y me dijo:
—Ese biombo tiene una historia misteriosa.
Me sorprendió escucharla, pues hasta ese momento apenas había hablado.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Miyako, a quien también le había
llamado la atención.
—Bueno… No os riais de mí, por favor. Creo que uno de esos personajes
sale de vez en cuando del biombo.
—¿Cómo?
Miyako estaba atónita. Miré el biombo, volví a mirar a Haruyo y le
pregunté:
—¿Qué representa? Supongo que está basado en alguna historia.
—Sí —contestó mi hermanastra, sonrojándose—, pero no la conozco muy
bien. Creo que es una alegoría china llamada «Los catadores de vinagre». Los
tres hombres representan el confucianismo, el taoísmo y el budismo. Cuando
prueban el vinagre de la tinaja, sus reacciones son diferentes, aunque los tres
han probado el mismo vinagre. Y la moraleja es que hay distintos modos de
enfrentarse a las diferentes situaciones de la vida… O algo así.
—Uhm, eso es muy típico de los chinos antiguos. Haruyo, ¿y qué pasó
con el biombo?
Parecía que a Miyako le interesaba más el misterio que la historia del
biombo. A mí también, así que pedimos a Haruyo que fuera al grano.
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—Sí… Yo todavía no lo creo del todo, pero fue extraño —comenzó a
contarnos Haruyo—. Esta casa no suele estar habitada, así que normalmente
las puertas están cerradas y solo las abrimos cada cuatro o cinco días para
ventilar. Pero un día, hace como dos meses, me percaté de algo raro: parecía
que alguien había entrado. En ese momento no le di importancia, pero unos
días después tuve la misma sensación. Me pareció que el biombo estaba
ligeramente movido, algunas puertas del mueble no estaban bien cerradas…
Cosas así. Sin embargo, las puertas exteriores no habían sido forzadas. Me
convencí de que siempre habían estado así pero, como dudaba, dejé una de las
puertas del mueble abierta y alineé el biombo con el tatami sin decirle nada a
Oshima. Es decir, dejé algunas «marcas» para saber si alguien las modificaba.
Al día siguiente vine a revisar a escondidas, y entonces…
—¿Encontraste algo raro? —le preguntó Miyako.
—No. Todo seguía igual, así que empecé a pensar que solo eran
imaginaciones mías. No obstante, cuando regresé unos días después…
—¿Entonces sí? —la interrumpió Miyako de nuevo.
—Sí. El biombo ya no estaba alineado con el tatami y la puerta del
mueble estaba cerrada.
—¡Vaya!
Miyako y yo intercambiamos una mirada.
—¿Había indicios de que alguien hubiera entrado de fuera? —le preguntó
Miyako.
¡Para nada! Revisé las puertas exteriores una por una, y también los rieles.
Nada parecía forzado.
Miyako y yo volvimos a mirarnos.
—Haruyo, ¿las puertas exteriores son la única entrada a la casa? —le
pregunté.
—No. También se puede acceder a través del pasillo que la conecta con la
mansión, por donde vosotros habéis entrado, pero al final del mismo hay una
puerta de cuya cerradura solo tenemos llave las tías y yo.
Pudo haber sido alguien de la casa.
—Imposible. Hisaya está enfermo y ni siquiera puede caminar sin ayuda.
No creo que fueran las tías, y Oshima no tiene motivos para entrar aquí.
—¡Qué raro! —exclamamos Miyako y yo casi al mismo tiempo.
—Sí, fue muy raro. Me asusté mucho. No quería hablar de mis sospechas,
así que le dije a Heikichi, el leñador, que durmiera aquí.
Más tarde descubrí que en aquella mansión había varias residencias para
los peones: para los leñadores que se ocupaban de talar los árboles y de hacer
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el carbón, para los cuidadores de las vacas, para los balseros que
transportaban la madera o el carbón por el río hasta la estación de ferrocarril,
aunque antiguamente llegaban hasta la ciudad, etc.
—¿Y qué pasó? —le preguntó Miyako.
—Heikichi es un borracho, así que le pedí que me hiciera ese favor a
cambio de todo el sake que quisiera. Los primeros días no pasó nada, pero
cuando vine a verlo el cuarto día, encontré la puerta abierta y el leñador no
estaba. Me asusté y lo busqué. ¿Y qué creéis? Había regresado a su cuarto y
estaba en la cama. Lo desperté, le pregunté qué había pasado y…
Miyako y yo la miramos con atención. Haruyo se ruborizó y continuó:
—Bueno… Me dijo que la noche anterior había visto a uno de los
hombres saliendo del biombo.
—¡Imposible! —exclamamos, girándonos para mirar el biombo.
—El budista, al parecer. Pero, como os he dicho, Heikichi es un borracho
que nunca se acuesta sobrio, así que no puedo confiar en su palabra. Según
dice, apagó las luces antes de meterse a la cama y más tarde despertó y vio
una luz que venía de alguna parte. Entonces descubrió que había alguien
delante del biombo. Se asustó y le preguntó quién era.
—¡Vaya! ¡Qué extraño! —exclamó Miyako, acercándose a Haruyo, que
sonrió.
—Heikichi estaba muy asustado. Me contó que la luz se extinguió
entonces y que la habitación se quedó totalmente a oscuras. No sabe por
dónde se marchó el intruso, pero asegura que alguien pasó rápidamente a su
lado. El susto le quitó la borrachera y unos minutos después reunió el valor
para salir de la cama y encender la luz. Examinó el biombo: allí seguían los
tres hombres. Eso lo tranquilizó y entonces revisó las puertas, los rieles y el
pasillo que conecta con la mansión, pero todo estaba bien cerrado. No parecía
que nadie hubiera entrado de fuera, y volvió a asustarse. Llegó a la conclusión
de que el budista había salido del biombo y se asustó tanto que se marchó a su
habitación.
—Qué raro…
Miyako y yo volvimos a mirarnos.
—¿Verdad que sí? Heikichi dice que esa fue la única vez que el personaje
salió del biombo, pero que más de una ocasión en noches anteriores se había
sentido observado. Cree que eran los hombres del biombo, vigilándolo. Creo
que todo eso del biombo son solo imaginaciones de Heikichi, pero estoy
segura de que alguien entra en esta casa. Y tengo una prueba.
—¿Cuál?
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Miyako, curiosa, se acercó más a Haruyo.
—Ordené a Heikichi que no se lo contara a nadie y regresé para revisarlo
todo bien. Entonces encontré detrás del biombo un pedazo de papel
sospechoso.
—¿Qué era? —le preguntó Miyako.
—Parecía muy viejo y tenía un mapa dibujado en tinta china con lugares
con nombres como «La silla del mono», «La nariz del tengu[8]», cosas así.
También contenía algunos poemas.
Contuve la respiración. Miyako se giró para mirarme, pero bajó los ojos
rápidamente; debió recordar que yo tenía un mapa parecido en mi amuleto.
No recordaba haberle contado esa historia, pero seguramente lo había hecho
Suwa.
Haruyo notó nuestra tensión.
—¿Qué pasa? ¿Sabéis algo sobre ese papel?
—Yo tengo un mapa parecido —le dije, porque éramos hermanastros y no
quería ocultarle aquello—. No sé qué significa ni para qué sirve, pero me lo
dio mi madre cuando era pequeño. Aunque en el mío no aparecen esos
lugares, ni «La silla del mono» ni «La nariz del tengu».
No sabía si debía mostrarles mi mapa, pero no me apetecía así que no lo
hice. Ellas no me lo pidieron. Haruyo parecía entender que ese papel era
importante para mí y me dijo:
—Qué curioso… Lo guardé, así que algún día podríamos compararlos.
Después de eso, nos quedamos en silencio. Haruyo parecía arrepentida de
haber sacado el tema. Su inocente anécdota había resultado estar relacionada
con mi pasado y se sentía responsable por haberla contado delante de Miyako,
que no era de la familia. Esta también lo notó y no quiso seguir con el tema
del intruso; se despidió de nosotros y se retiró. A continuación me quedé solo
en la casa de invitados con la cabeza llena de ideas.
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EL SEGUNDO ASESINATO
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—Tatsuya, las tías te están esperando —me dijo Haruyo, vacilante,
cuando terminé de desayunar—. Van a presentarte a Hisaya.
—De acuerdo.
Ya lo esperaba, pues me lo habían dicho el día anterior.
—Esto… Hisaya es buena persona, pero lleva tanto tiempo enfermo que
su carácter es difícil a veces. Si te dice algo desafortunado, no te lo tomes a
mal, por favor. Además… También está mi primo Shintaro.
Al escuchar este nombre, mi corazón se saltó un latido.
—No sé por qué, pero no cae bien a las tías ni a Hisaya y mi hermano se
pone de mal humor siempre que nos visita. Lo hemos llamado para que te
conozca. También ha venido su hermana, Noriko.
Al parecer, mis tías querían presentarme ante todo el mundo. Si hubiera
sido un gesto sincero lo habría agradecido, pero suponía que solo pretendían
ofender a Shintaro. Estaba un poco desanimado.
—¿Solo estarán ellos dos?
—Y el tío Tsune. Era primo de nuestro padre.
—Es médico, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo Miyako?
—No. Cuando veníamos en el autobús, un señor llamado Kichizo estuvo
hablando de él, por eso lo sé.
—Oh, Kichizo… —dijo Haruyo, frunciendo el ceño—. Oshima me ha
contado que la gente del pueblo te insultó ayer. Hablaré con ellos cuando
tenga la oportunidad, pero por si acaso no te acerques demasiado. No son
malas personas, pero tienen la mente cerrada y son un poco supersticiosas. No
les hagas caso.
—No lo haré.
—Muy bien. Vamos a ver a Hisaya.
El dormitorio de mi hermanastro Hisaya estaba en una entreplanta junto al
patio trasero. En el jardín florecían las hortensias blancas. Cuando Haruyo
abrió la puerta corredera de la habitación, noté un fuerte hedor y me detuve.
Yo conocía ese olor. Un amigo mío había muerto de un enfisema pulmonar y
olía así. La tuberculosis no es una enfermedad mortal, pero cuando llega a ese
nivel ya no hay remedio. Entendí por qué dudaban mis tías que el enfermo
durara hasta el final del verano y la situación de mi hermanastro me
entristeció.
No obstante, se encontraba mucho mejor de lo que yo esperaba. Estaba
acostado pero, en cuanto Haruyo abrió la puerta corredera, levantó la cabeza
para miramos. Cuando su mirada se cruzó con la mía, me fulminó con los
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ojos saltones que caracterizan a los enfermos terminales, pero inmediatamente
después sonrió y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.
Nos llevábamos trece años, así que iba a cumplir cuarenta y un años, pero
su enfermedad le hacía aparentar más de cincuenta. Estaba muy delgado, todo
hueso y piel, muy pálido y con la nuez demasiado marcada. Parecía tranquilo,
como si ya hubiera aceptado su destino aunque siguiera luchando contra la
enfermedad sin resignarse. Su sonrisa me pareció un enigma y me quedé
pensativo.
—Perdonad la espera. Adelante, Tatsuya —dijo mi hermanastra antes de
hacerse a un lado.
—Tatsuya, siéntate aquí. Te estábamos esperando —me dijo una de las
tías, señalándome un cojín.
Las dos ancianas-monos estaban sentadas junto al enfermo. No sabía
quién había hablado, si Koume o Kotake, pero asentí y obedecí.
—Hisaya —dijo el otro «mono»—, este es tu hermanastro, Tatsuya. Mira,
ya es todo un hombre. Tatsuya, este es tu hermanastro, Hisaya.
Hisaya clavó su mirada sobre mí mientras yo hacía una reverencia.
—Así que tú eres Tatsuya —dijo, con voz ronca y flemosa—. Sí, es
verdad, ya eres todo un hombre. Y, a pesar de llevar la sangre de los Tajimi,
no eres feo. ¡Ja!
Su carcajada sonó sarcástica; le provocó un ataque de tos y la pestilencia
se expandió por la habitación. Bajé la cara, incómodo, pero no por el olor sino
por las palabras de mi hermanastro. Cuando dejó de toser, Hisaya se dirigió a
los demás.
—¿Qué te parece, Shintaro? Gracias a nuestro joven heredero, te quitarás
el peso del legado de encima, ¿verdad que sí? Yo también puedo
despreocuparme; ya puedo morir tranquilo. Tío Tsune, ¿no estás contento?
¡Ja!
Empezó a toser de nuevo y una de las ancianas le acercó un vaso de agua.
Bebió, moviendo la nuez, y después negó con la cabeza.
—Ya es suficiente, tía —dijo. A continuación se dirigió a mí—: Tatsuya,
te presentaré. Este señor es tu tío, Tsunemi Kuno. Es médico. Al parecer, hace
poco llegó al pueblo un médico mejor que él, pero yo sigo siendo paciente
suyo porque somos familia. Aquel es tu primo, Shintaro Satomura. Volvió al
pueblo después de perderlo todo, casa y trabajo. Siempre puedes contar con
él. Mira, Tatsuya, allá donde fueres, haz lo que vieres. Intenta llevarte bien
con todo el mundo y procura que no te roben el patrimonio familiar.
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Mi hermanastro volvió a toser con fuerza. Me daba pena verlo sufrir, pero
tenía la sensación de que, con cada ataque de tos, expectoraba algo malicioso
que se expandía por la habitación. Hisaya había sido muy grosero con sus
familiares. No sabía qué problemas habían tenido, pero si aquella era la
dinámica familiar de aquel clan ilustre, no me gustaba. Empezó a
preocuparme lo que me deparaba el futuro.
Hisaya seguía tosiendo; la emoción, al parecer, no le hacía bien. Me
preocupaba que se quedara sin respiración. Silbaba al inhalar y el ambiente
húmedo de la estación lluviosa estaba cada vez más cargado de pestilencia.
Sin embargo, nadie se acercó a él, ni siquiera para palmearle la espalda. Las
gemelas siguieron sentadas, mirando al frente, sin girarse hacia el enfermo.
Puede que estuvieran resignadas, pero su actitud me pareció demasiado fría.
Haruyo, que se hallaba sentada al fondo, estaba cabizbaja y le temblaban
ligeramente los hombros. Solo veía su perfil, pero tenía la piel enrojecida.
Parecía avergonzada.
El tío Tsune, pues todos lo llamaban así, era un sesentón delgado de ojos
saltones y cabello canoso, rostro ovalado y nariz elevada. Imagino que en su
juventud fue un hombre atractivo, pero con los años había adquirido un aire
severo y una expresión maliciosa y burlona. Miraba fijamente a Hisaya, sin
parpadear. Si fuera posible asesinar a alguien con la mirada, mi hermanastro
habría muerto en ese instante.
Aunque lo observé con mayor atención que al resto, fui incapaz de leer la
expresión de mi primo Shintaro Satomura. Debía tener la edad de Haruyo. Era
alto y robusto y tenía la piel clara y el cabello tan corto como un militar.
Llevaba un kimono sencillo, ya desgastado. El descuido de su barba y su
bigote lo hacía parecer acabado, tal como me había contado Miyako. Estaba
sentado con los brazos cruzados y no cambió el gesto en ningún momento. Ni
siquiera movía los ojos. Parecía un hombre intrépido, pero también perdido en
una especie de vacío emocional.
A su lado estaba sentada su hermana, Noriko. Lo primero que pensé fue
que era fea. ¡Qué frívolo por mi parte! Si hubiera sido guapa, me habría
compadecido de su situación y me habría sentido responsable de las maldades
de mi padre biológico. Sin embargo, como no lo era, no me dio lástima y, lo
que es peor, me sentí aliviado.
Miraba a todo el mundo con expresión inocente y pensé que era más tonta
que ingenua. Tenía la frente amplia y las mejillas hundidas. Como me había
dicho Miyako, no parecía un año menor que yo. Parecía una cría y su
fisonomía era débil, se notaba que había nacido prematura. Estaba mirando a
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todo el mundo por turnos y de pronto sus ojos se detuvieron sobre mí con
curiosidad.
Hisaya seguía tosiendo y silbando lastimosamente al inhalar. Aun así,
nadie hacía nada y la tensión era cada vez mayor en el ambiente.
—¡Imbéciles! ¿Es que no me veis sufrir? ¿Por qué nadie me ayuda?
¡Joder! —gritó mi hermanastro de repente, antes de seguir tosiendo. Tenía las
sienes cubiertas de sudor—. Dadme la medicina… La medicina. ¿No me oís?
Dadme… la medicina.
Las ancianas se miraron y asintieron. Una de ellas tomó una caja que
había junto a la cama del enfermo y sacó de ella un sobre. La otra levantó el
vaso de agua.
—Toma, Hisaya.
Mi hermanastro, aferrado a su almohada, levantó el torso al escuchar la
voz de su tía y acercó la boca al vaso, pero antes de beber se giró para
mirarme.
—Mira, Tatsuya, esta es la medicina que me prepara el tío Tsune. Es muy
buena, ¿sabes?
Todavía no sé por qué me dijo eso justo en ese momento. Supongo que
era una pulla más dirigida a su tío, pero sus palabras resultaron ser un
augurio… Malo, además.
Después de tomar la medicina, mi hermanastro apoyó la cara en la
almohada. Seguía jadeando y le temblaban los hombros, pero la tos se le
calmó poco a poco. Eso me tranquilizó. Y, de repente, Hisaya comenzó a
convulsionar.
—A… A… Agua… Dad… Dadme agu…
Salió de la cama arrastrándose con ambas manos en la garganta.
Tenía una expresión horrible que ni siquiera podía compararse con la de
hacía un instante, durante el ataque de tos. Su semblante me recordó los
últimos momentos de vida de mi abuelo y me estremecí.
—¡Tías! —grité.
Una de las ancianas intentó darle agua, pero ya no pudo tomarla. Sus
dientes golpeaban el borde del vaso.
—Hisaya, Hisaya, aquí tienes agua. Toma.
Mi hermanastro no la escuchaba; seguía agarrándose la garganta. Un
momento después vomitó sangre sobre su almohada blanca y se quedó
inmóvil.
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KOSUKE KINDAICHI
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pulmonar. Si no hubiera visto morir a mi abuelo, seguramente yo también
habría aceptado sin dudar la palabra del tío Tsune.
Tras la muerte inesperada de Hisaya, se acordó que el funeral de los dos
fallecidos se celebraría la tarde del siguiente día. El otro difunto era mi
abuelo. Yo debería haber ido a su casa para entregar sus cenizas, pero la
muerte de mi hermanastro me lo impidió y mi familia materna (la abuela
Asae, su hijo adoptivo Kenkichi y la esposa de este) vino a la mansión. Tras
la huida de mi madre, que era hija única, mis abuelos adoptaron a su sobrino
Kenkichi como heredero.
Ese día conocí a mi abuela y a mi tío, pero no entraré en detalles ya que
ellos no tienen mucho que ver con esta historia. Será suficiente mencionar que
acordamos que la familia Tajimi se encargaría de ambos funerales en la
mansión. Mis tías Koume y Kotake fueron quienes se ofrecieron.
—Apenas hemos tenido trato con Ushimatsu desde que Tsuruko se fue,
pero fuimos nosotras quienes le pedimos que fuera a Kobe a por Tatsuya. Lo
mínimo que podemos hacer es encargarnos de su funeral. Tatsuya, tú
presidirás el duelo.
El día del funeral atendí a muchísima gente que vino a darnos el pésame.
Sin pretenderlo, eso sirvió para presentarme como el nuevo cabeza de familia,
y todo el mundo me observaba con curiosidad.
Miyako asistió con su cuñado, Sokichi Nomura. Era un hombre de unos
cincuenta años, amable y tranquilo, con la dignidad que se espera del
patriarca de una familia ilustre. A pesar de ello, cuando Miyako nos presentó
no consiguió ocultar su curiosidad, aunque de inmediato recuperó la
compostura.
La ceremonia se celebró con normalidad y los funerales terminaron con el
entierro la tarde del siguiente día. Ushimatsu había sido incinerado por
necesidad, pero en aquella zona era habitual el enterramiento. El panteón de
la familia Tajimi estaba a los pies del cerro del santuario detrás de la mansión.
Allí, abrieron una nueva fosa y enterraron a mi hermanastro. Yo fui quien
echó la primera palada sobre su caja, y en ese momento sentí un gran peso
sobre mi conciencia.
Cuando el entierro terminó, regresamos a la mansión para cenar con el
resto de asistentes y Miyako vino a buscarme.
—Tatsuya —me dijo—, hay alguien que quiere conocerte. ¿Te pillo en
mal momento?
—No. ¿Quién es?
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—Yo tampoco lo conozco bien. Me lo presentó mi cuñado cuando regresé
de Kobe. Al parecer, es un buen amigo suyo. Tenía algo que hacer por aquí
cerca y, aprovechando el viaje, ha venido a visitarlo. Se hospeda en mi casa.
Se llama Kosuke Kindaichi.
En aquella época, todavía no conocía aquel nombre. Al parecer, tampoco
Miyako.
—¿Y no sabes qué quiere de mí?
—No. Solo me ha dicho que quiere hablar contigo a solas.
En ese momento me inquieté. ¿Sería policía? En ese caso, no sería buena
idea rechazar su petición.
—Está bien —le dije a Miyako—. Lo esperaré en aquella sala.
Me dirigí a un salón en la parte de atrás por donde apenas pasaba nadie.
Un momento después, entró un hombre muy sonriente. Al verlo, pensé que
uno de los asistentes al funeral se había perdido. No sé por qué, pero esperaba
a alguien más presentable.
—Es un placer conocerte. Soy Kosuke Kindaichi —me dijo con una
reverencia. Me quedé atónito.
Aquel hombre bajito y delgado debía tener unos treinta y cinco años.
Estaba despeinado y su aspecto era pobre. Llevaba un kimono y un pantalón
sencillo y desgastado que lo hacían parecer un funcionario de correos o un
maestro. Además, tartamudeaba un poco al hablar.
—Buenas tardes… Yo soy Tatsuya. Esto… ¿De qué querías hablar
conmigo?
—Bueno, me gustaría hacerte algunas preguntas —me contestó Kosuke
Kindaichi sonriendo, aunque no apartaba su penetrante mirada de mí—.
Perdona mi indiscreción, pero ¿estás al tanto de lo que se rumorea por el
pueblo?
—¿A qué te refieres?
—A la muerte de tu hermanastro. Hay rumores que no se deben pasar por
alto.
Me puse nervioso. No me había enterado de nada, pero después de lo que
me había gritado la hermana Koicha, podía imaginar los rumores que había
provocado la muerte de Hisaya. Además, yo mismo tenía dudas sobre la causa
de su muerte. Al notar mi turbación, Kindaichi sonrió.
—Tú también tienes dudas, ¿verdad? ¿Por qué no manifestaste esas
sospechas en el momento?
—¿Qué podía decir? No me atreví a hacerlo —contesté. Tenía un nudo en
la garganta, pero conseguí tragarlo—. Había un médico presente que dijo que
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mi hermanastro había muerto debido a su enfermedad. ¿Cómo iba yo a
llevarle la contraria?
—Tienes razón. Pero voy a darte un consejo: a partir de ahora, siempre
que algo te parezca sospechoso, dilo abiertamente sin pensar en los demás.
Hazlo, por tu bien. Si no, podría perjudicarte.
—¿Qué quieres decir?
—Mira, Tatsuya. La gente del pueblo tiene una idea metida en la cabeza:
que tu regreso va a provocar una desgracia. Es lo que creen. Es una
superstición, por supuesto, pero precisamente eso es lo preocupante, porque
es difícil destruir una creencia supersticiosa a través de la lógica. Además,
tanto el señor Ushimatsu como tu hermanastro murieron inmediatamente
después de conocerte, y eso ha reforzado el rumor. Debes tener cuidado con
todo lo que haces o dices.
Sus comentarios me causaron una profunda inquietud. Me sentía como si
me hubiera quedado atrapado en un hilo maligno e invisible que poco a poco
me iba enredando.
—Discúlpame —me dijo con una sonrisa—. Sé que es extraño escuchar
todo esto de boca de un desconocido, pero no te lo tomes a mal. Es un consejo
sincero. Por cierto, ¿cuáles son tus sospechas sobre la muerte de tu
hermanastro? Bueno, si no te apetece darme tu punto de vista, cuéntame con
objetividad qué sucedió, por favor.
No me suponía un problema describir lo ocurrido, así que le conté cómo
habían sido los últimos momentos de vida de Hisaya. Kosuke Kindaichi me
escuchó y me hizo algunas preguntas que me ayudaron a hacer memoria.
Cuando terminé mi relato, me dijo:
—¿Qué opinas? ¿Existen similitudes con la muerte de tu abuelo?
Asentí con seriedad. Kindaichi pensó un momento antes de hablar.
—Tatsuya, creo que la muerte de su hermanastro llamará la atención de la
policía. Los rumores se han extendido demasiado. Además, tú también tienes
dudas.
La predicción de Kosuke Kindaichi resultó ser cierta. Tres días después de
nuestro encuentro, llegaron muchos policías tanto de ciudad N como de la
prefectura y exhumaron el cadáver de Hisaya para hacerle una autopsia que
despejara las dudas sobre la causa de su muerte. El encargado de realizarla
fue el forense de la policía, el doctor N. El doctor Shūhei Arai, de Yatsuhaka,
fue su ayudante.
Dos días después nos informaron del resultado y descubrimos que mi
hermanastro había sido envenenado. El veneno utilizado era exactamente el
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mismo que se había utilizado para asesinar a mi abuelo.
Yatsuhaka se sumía cada vez más en una malignidad invisible.
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COMPLEJO DE INFERIORIDAD
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psicológicamente. La tomaba a diario y, cuando se quedaba sin ella, enviaba a
alguien a buscarla.
Esto es importante. Al principio, Tsune preparaba cada semana la
cantidad que necesitaba su paciente, pero con el tiempo y aprovechando que
el preparado no se estropeaba, empezó a hacerlo mensualmente y a dejarlo
almacenado en la botica. Por tanto, Hisaya solo pudo ser envenenado de dos
modos: dejando el sobre envenenado en la caja de su dormitorio o
mezclándolo con los de la botica. Mi hermanastro tenía un carácter difícil y
solo permitía que entraran en su habitación las tías Koume y Kotake, mi
hermanastra Haruyo y el tío Tsune, pero la segunda opción complicó la
investigación policial, pues multitud de personas tenían acceso a la botica.
Mi tío tenía el consultorio en su casa, entre el vestíbulo y el salón. Por
tanto, cuando él estaba con un paciente, para acceder al salón había que pasar
por la botica. Todos los que habían tenido trato con Tsune o su familia
tuvieron la oportunidad de introducir el veneno entre los fármacos de mi
hermanastro. Entonces, lo que había que descubrir era quién sabía que en la
botica siempre había una reserva de las medicinas de Hisaya. Pero esto
también era difícil, ya que el médico preparaba la receta para un mes y en
cada lote había casi cien sobres. Como era una tarea laboriosa, lo hacían entre
todos los miembros de la familia, incluyendo a los niños que todavía iban al
colegio. Obviamente, mi tío sabía que eso no estaba bien y por ello lo hacía
en secreto, pero era posible que los niños lo hubieran contado. Por tanto,
existía la posibilidad de que alguien supiera que en la botica se guardaba una
reserva de esa medicina.
Analizando los dos asesinatos, llegué a una conclusión: el criminal no
tenía prisa. Aunque era un modo seguro y eficaz de matar, tanto en el caso de
mi abuelo como en el de mi hermanastro habría sido imposible adivinar
cuándo tomarían la cápsula o el sobre envenenado. Que yo hubiera
presenciado ambas muertes debía ser casualidad.
Visto así, parecía que los asesinatos no estaban relacionados conmigo.
Había terminado involucrado por casualidad, como un barco arrastrado por la
marea. Como soy el hijo del autor de una antigua masacre, las casualidades no
se consideraron como tales y tenía que ser precavido para no levantar
sospechas falsas.
En ese momento, Miyako era la única persona que estaba de mi lado, pero
como era una mujer y no era bien vista en el pueblo, no creía que pudiera
contar con ella. Por consiguiente, decidí armarme de valor y luchar yo solo
contra… ¿Contra quién? En aquel momento no lo sabía.
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Primero, tenía que descubrir quién me había enviado aquella carta
amenazante, aunque sería complicado porque acababa de llegar al pueblo y no
conocía a nadie. Entonces recordé al hombre que había estado haciendo
preguntas sobre mi carácter y que, según la esposa de mi amigo, tenía un
aspecto provinciano. Si era de Yatsuhaka, no resultaría difícil identificarlo,
pues en una localidad tan pequeña todo el mundo sabía cuándo alguien salía
de viaje.
Con discreción, pregunté a Haruyo si alguien del pueblo había salido de
viaje recientemente. Me dijo que solo Ushimatsu y Miyako, que ella supiera.
Haruyo apenas salía de casa pero estaba al tanto de todos los rumores gracias
a Oshima, la sirvienta, así que estaba segura. En Yatsuhaka no pasaba gran
cosa.
Entonces le pregunté si Shintaro había viajado en las últimas semanas. Mi
pregunta la sorprendió, pero de inmediato me contestó que no.
Noriko tenía mala salud y los esfuerzos la hacían perder el conocimiento,
así que Haruyo le mandaba a Oshima todos los días para que la ayudara con
las labores domésticas, a escondidas de Hisaya y las tías abuelas. Si Shintaro
hubiera faltado de casa algún día, Oshima se lo habría comentado. Tras
contarme esto, me pidió que no se lo dijera a nuestras tías.
Aquel secreto me sorprendió, ya que creía que la familia al completo
odiaba a Shintaro. Eso me pareció una prueba de la amabilidad de mi
hermanastra, aunque la mala imagen que tenía de mi primo me hizo
preocuparme por ella. Dejando a un lado mi negatividad, le pregunté por qué
lo odiaban todos tanto. Aunque al principio lo negó, finalmente decidió
contármelo.
—Es vergonzoso que incluso tú, que acabas de llegar, te hayas dado
cuenta —dijo con un suspiro triste—. No es culpa de Shintaro. Lo odian
porque Shuji, su padre y hermano menor del nuestro, era un hombre honrado
que superaba al primogénito en todo. No me gusta criticar a mi padre y a mi
hermano, pero es la verdad. Mira, Tatsuya, aunque los tiempos han cambiado,
la familia sigue siendo lo más importante en los pueblos, y el cabeza de la
misma debe ser el hijo mayor. El resto de hermanos no pueden sustituirlo a
menos que sea un retrasado mental o un loco, aunque sean mejores que él. Es
injusto que la edad esté por encima del talento, pero así son las cosas. Cuando
no hay mucha diferencia entre los hermanos, no hay problema; ¿qué importa
que el mayor sea medio tonto, si el posible sustituto también lo es? Pero mi
tío Shuji era una gran persona a la que admiraba todo el mundo y, en cambio,
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mi padre… Las tías abuelas lo odiaban por envidia y despecho y, tras su
muerte, Shintaro heredó esa aversión.
Mi hermanastra se limpió las lágrimas disimuladamente antes de
continuar.
—Los Tajimi estamos defectuosos, somos mediocres. Ni Hisaya ni yo
valemos nada. ¡No me repliques! Sé que quieres consolarme, pero lo cierto es
que soy débil y no he podido tener hijos. No soy una mujer completa —dijo,
sonriendo con tristeza—. Shintaro, por el contrario, es un buen hombre. Japón
perdió la guerra y se quedó sin trabajo; es pobre, pero Hisaya no podía
compararse con él. Esa realidad era inaceptable para mis tías, y mi hermano
también le tenía envidia.
Haruyo, que sufría un problema renal, había comenzado a respirar
entrecortadamente. Estaba pálida y ojerosa. Me daba lástima verla así.
—No obstante, ahora soy feliz —me dijo con una sonrisa—. Me alegro
mucho de que estés aquí. Tú no eres como nosotros: eres todo un hombre. Me
alegro mucho.
Levantó la mirada, cansada y lagrimosa, y bajó la cabeza rápidamente.
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EL SANTUARIO DE YATSUHAKA
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—A propósito, ¿Kosuke Kindaichi sigue en tu casa? —le pregunté a
Miyako.
—Sí, todavía está con nosotros —me contestó, frunciendo ligeramente sus
cuidadas cejas.
—¿A qué se dedica? ¿Es policía, o algo así?
—No lo sé. Creo que es detective privado.
—¿Detective privado? —repetí con sorpresa—. ¿Está aquí para investigar
la muerte de Hisaya?
—Uhm… No lo creo, porque llegó al pueblo antes de que él muriera.
Además, los Nomura no contratarían un detective privado para investigar un
caso que solo atañe a la familia Tajimi, ¿no crees? Supongo que no está aquí
por trabajo. Al parecer estuvo en una localidad cercana, Onikobe, y se detuvo
aquí de regreso para descansar.
—¡Vaya! ¿Quién se atrevería a contratar a alguien así? —pregunté.
Aquella era mi opinión honesta.
—Ay, no digas eso. Las apariencias engañan, ¿sabes? Puede que sea un
gran detective —dijo Miyako, sonriendo.
En ese momento no lo sabíamos, pero poco después descubrimos que
Miyako estaba en lo correcto y tuvimos que reconocer el talento de aquel
tartamudo de aspecto desharrapado.
Seguimos subiendo la loma donde estaban las lápidas. Desde allí se oía
ruido de agua y vi que más abajo corría un río entre las rocas. Para ser una
corriente de agua en la profundidad de la montaña, era bastante ancha.
—Otro día bajaremos hasta ahí. Hay algunas grutas impresionantes, y no
encontrarás un paisaje así en otro sitio.
Continuamos por el sendero que corría paralelo al río y a unos trescientos
metros llegamos a las escaleras que conducían al santuario.
Eran unos cincuenta peldaños de piedra. Mientras los subía noté que me
faltaba el aire, y al mirar hacia abajo sentí vértigo. Arriba había una pequeña
explanada en la que se encontraba el oratorio del santuario. Esta edificación
no tenía nada de especial: era como cualquier otra de cualquier parte de
Japón.
Rezamos allí por pura formalidad. No sé si solía haber algún sacerdote,
pero en ese momento no había nadie. Detrás del oratorio había una escalera
de piedra de diez peldaños y subiéndola llegamos a una explanada mucho
mayor que la anterior con ocho monumentos. Uno de ellos, el más grande,
estaba en el centro, y los otros siete lo rodeaban. El monumento central estaba
consagrado al líder de los fugitivos; los otros, a sus vasallos. Una inscripción
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en piedra explicaba el origen de aquel santuario, pero como estaba escrita con
caracteres chinos, no la entendí del todo.
En el extremo este había un pino altísimo.
—Ese es uno de los pinos gemelos. Sobre el otro cayó un rayo esta
primavera y…
Mientras escuchaba la explicación de Miyako, me giré hacia el oeste y me
sobresalté.
Junto al tronco grueso rodeado por la cuerda sagrada había alguien
rezando en cuclillas. A pesar de verla de espaldas, supe que era una monja
budista. ¿Sería la hermana Koicha?
—Vámonos —dije en voz muy baja mientras tiraba de la manga de la
blusa de Miyako.
—No te preocupes —me contestó, negando con la cabeza—. No es la
hermana Koicha; es Baiko, del distrito Bankachi. Es buena persona, no pasará
nada.
Después me enteré de que, antiguamente, Bankachi se escribía como
ubagaichi, «el lugar donde se reúnen las ancianas». Supongo que lo que se
dice es cierto, que era el lugar donde las familias pobres abandonaban a las
ancianas cuando no podían mantenerlas. La hermana Baiko vivía en el templo
Keisho-in, que estaba en aquel distrito. Hay un actor de teatro kabuki llamado
Baiko, pero seguramente ella no lo sabía.
La hermana Baiko parecía muy concentrada en su oración, pero un
momento después se levantó y se giró hacia nosotros. Nos miró con sorpresa
un instante antes de sonreír con amabilidad. Era guapa y agradable, muy
distinta a la hermana Koicha. Su rostro pálido de mejillas pronunciadas me
recordaba a las representaciones de Guan Yin. Llevaba una caperuza de color
café sobre la cabeza rapada y una bata negra sobre el kimono. Debía tener
más de sesenta años.
La hermana se acercó a nosotros con el rosario budista en la mano.
—Buenas tardes, hermana Baiko —la saludó Miyako—. ¿La hemos
interrumpido? Parecía muy concentrada.
—No, no os preocupéis. Solo estaba rezando un poco, últimamente han
pasado tantas cosas… —dijo la anciana, frunciendo el ceño ligeramente.
Entonces me miró—. Oh, este joven es…
—Efectivamente. Tatsuya, te presento a la hermana Baiko, del templo
Keisho-in.
La saludé con un asentimiento de cabeza.
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—Encantada de conocerte —me dijo la mujer—. Yo también participaré
en la ceremonia de hoy, como asistente del templo Maroo-ji.
—Oh, muchas gracias.
Hermana Baiko —dijo Miyako—, ahora que menciona el templo Maroo-ji
, ¿cómo está el bonzo principal? Me dijeron que estaba enfermo…
—Sí, es muy mayor ya. Hoy lo sustituirá Eisen, por eso iré yo también.
—Estupendo. ¿Nos vamos a la mansión? —sugirió Miyako, y
emprendimos el viaje de regreso.
Cuando llegamos a las escaleras de piedra, Baiko se giró y dijo:
—Qué lástima…
—¿Qué pasa? —le preguntó Miyako.
—El pino Otake —dijo Baiko, señalando con el dedo el pino abrasado por
el rayo.
—Ah, ¿ese árbol se llama Otake?
—Así es. El de más allá se llama Oume, y este se llama Otake. Son
gemelos. Las señoras de la Mansión de Oriente se llaman así por estos pinos,
ya que ellas también son gemelas —nos explicó. En ese momento, bajó la voz
—: Estos dos árboles han estado juntos cientos de años, quizá más de mil.
¿No será un mal augurio que a uno de ellos le haya caído un rayo? Estoy
preocupada…
Como había nacido en el pueblo, la hermana relacionaba todo lo que
ocurría con la leyenda de las ocho tumbas. Eso no me gustó y sentí un
escalofrío.
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UN ASESINATO SIN SENTIDO
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—Haruyo, ¿estás bien? —le pregunté cuando la vi, pálida y con la mirada
apagada—. Descansa un poco, debes estar agotada.
—Gracias, Tatsuya, estoy bien. No te preocupes.
Las bandejas cargadas de platos estaban ya preparadas en la cocina,
esperando a ser servidas.
—Estás muy pálida. Deja que Oshima y las sirvientas se ocupen de todo y
vete a descansar a la casa de invitados.
—No, imposible. Ya no queda mucho. Por favor, ¿podrías avisar a los
invitados para que pasen al comedor?
—De acuerdo.
Cuando me dirigía al salón, Noriko se acercó a mí.
—Tatsuya… —me dijo en voz tan baja que apenas la oí.
Era la primera vez que me hablaba. No sé por qué, pero el corazón me
latía con fuerza. Sin embargo, al verla tan pálida y debilucha, casi me dio risa.
«Si no fuera tan fea…», pensé.
—¿Qué pasa, Noriko?
La hermana Baiko te está buscando.
—Ah, ¿sí? Gracias por avisarme. ¿Dónde está?
—Ven conmigo.
La seguí hasta una sala junto al vestíbulo. Baiko se estaba preparando para
irse.
—Hermana Baiko, ¿ya se va? Estamos a punto de servir la cena.
—Gracias por la invitación, pero si ceno aquí, llegaré muy tarde. Soy muy
mayor y no debo trasnochar. Será mejor que me vaya.
—Tatsuya —me dijo Noriko en voz baja—, podrías enviarle la cena al
templo.
Como mujer, estaba atenta a ese tipo de detalle que a mí no se me hubiera
ocurrido.
—Oh, es buena idea. Hermana, le enviaré la cena más tarde.
—Qué amable, muchas gracias.
La hermana hizo una reverencia y, después de comprobar si había alguien
que pudiera oímos, se acercó a mi oreja:
—Ven al templo algún día, por favor. Tengo algo importante que contarte
sobre tu nacimiento.
La sorpresa me impidió hablar. Ella volvió a mirar a nuestro alrededor y
agregó rápidamente:
—Que no se te olvide. Pensé en contártelo cuando nos encontramos en el
santuario, pero con Miyako presente… Es mejor que hablemos en privado;
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ven solo, ¿de acuerdo? Es un secreto que solo sabemos Chōei y yo. Te espero
mañana, si puedes.
Se apartó de mí, hizo una reverencia para disimular y se dirigió al
vestíbulo.
Me quedé petrificado y necesité un momento para entender lo que
acababa de escuchar. Cuando regresé a la realidad, traté de alcanzarla para
hacerle algunas preguntas, pero ya se había ido.
Primo, ¿qué te ha dicho la hermana Baiko?
Noriko seguía a mi espalda. Aunque tenía la misma expresión inocente de
siempre, en sus ojos había curiosidad.
—Nada —le dije mientras me limpiaba el sudor de la frente con un
pañuelo. «¿De qué querrá hablar conmigo? No entiendo nada», pensé.
Cuando regresamos al comedor, los invitados ya habían tomado asiento.
En la cabecera se habían sentado los dos bonzos: Kozen del templo Renko-ji
y Eisen del templo Maroo-ji. A la izquierda había un lugar vacío que era para
mí y después estaban las tías abuelas Koume y Kotake. A continuación había
otro lugar vacío (para mi hermanastra, Haruyo), seguido de Shintaro, Noriko
y el tío Tsune, su esposa y su hijo mayor.
A la derecha estaban el alcalde del pueblo; el patriarca de la Mansión de
Poniente, Sokichi Nomura, con su esposa; Miyako Mori y un hombre de unos
cuarenta y cinco años con bigote y piel blanca al que había conocido ese
mismo día, el doctor Shūhei Arai. Era un hombre extrovertido y amable y,
aunque se suponía que había llegado desde Osaka huyendo de la guerra, tenía
acento de Tokio. Parecía lógico que tuviera más pacientes que el tío Tsune.
Mis tías lo habían invitado para agradecerle su colaboración en la autopsia de
Hisaya. Junto al médico se hallaba mi abuela materna y su sobrino (aunque
parecían avergonzados por ocupar un lugar destacado en la mesa), seguidos
de dos personas más a las que no conocía. Seguramente me las habían
presentado, pero no recordaba quiénes eran.
En lugar de sentarme, fui a la cocina para ordenar que llevaran al templo
la cena de la hermana Baiko. Allí me encontré a Haruyo.
—Oh, ¿ya se ha marchado? De acuerdo, pediré a alguien que le lleve la
cena. Espera, Tatsuya —me dijo cuando ya me marchaba—. Por favor,
¿podrías ayudarme con las bandejas?
—Por supuesto. ¿Cuál me llevo?
—Estas dos son especiales. Llévate una, por favor, yo me llevaré la otra.
Y ya puedes ocupar tu lugar.
—De acuerdo. Son para los bonzos, ¿verdad? ¿Esta para quién es?
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—Para cualquiera de los dos, son exactamente iguales.
Tomamos las bandejas especiales para los bonzos y, antes de salir de la
cocina, mi hermanastra se dirigió a Oshima.
—Oshima, por favor, sirve a los demás. Nosotros vamos a sentarnos ya.
—Sí, señora.
Haruyo y yo entramos en el comedor y servimos al monje que nos
quedaba más cerca: yo a Kozen y mi hermanastra a Eisen. Ambos nos
respondieron con una reverencia.
Cuando ocupamos nuestro lugar, Oshima y el resto de sirvientas sirvieron
a los comensales y después trajeron las botellas de sake para brindar.
Me acerqué a los dos bonzos para servirles sake.
—Gracias por vuestras oraciones por el alma de mi hermanastro, Hisaya.
Brindemos por él.
Los bonzos inclinaron la cabeza y tomaron el vaso de su bandeja.
Kozen era joven, tenía unos treinta años. Era delgado y llevaba gafas con
mucho aumento. Iba vestido como un monje budista pero, de no ser por la
ropa, habría pasado por un estudiante o un recién licenciado. Eisen, sin
embargo, tenía más de cincuenta años y mucho carácter. Tenía el cabello
canoso y, como Kozen, llevaba unas gafas con mucho aumento que hacía que
sus ojos parecieran rasgados. Sus mejillas estaban cubiertas de arrugas y
parecía haber vivido muchas dificultades en el pasado.
En estas reuniones se suele hablar y recordar al difunto pero, como mi
hermanastro había sido asesinado, evitamos mencionarlo sin habernos puesto
de acuerdo. En lugar de eso, Kozen se convirtió en el tema de conversación.
Era soltero y Sokichi Nomura pretendía buscarle novia. Alguien bromeó
sobre el tema y entonces Kozen se ruborizó y comenzó a sudar. Miyako se
rio, al ver al joven bonzo tan rojo como un pulpo cocido; él se aturulló
todavía más y eso divirtió a todo el mundo.
Sin embargo, el ambiente festivo no duró mucho. Cuando recuerdo lo que
ocurrió a continuación, no puedo evitar que me tiemble la mano con la que
escribo este relato.
Al parecer, los bonzos no bebían demasiado; tras la primera copa,
pusieron sus vasos boca abajo y empezaron a comer. El resto de comensales
los imitaron y Oshima sirvió el arroz.
—¿Estás bien? ¿Qué te pasa?
Al oír el grito, levanté la cabeza. Eisen estaba junto a Kozen, que había
tirado los palillos y tenía una mano sobre el tatami y otra agarrándose la
garganta.
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—A… A… Ayuda. Me… Me duele… el pe…
Kozen arañó el tatami y empezó a sufrir convulsiones al tiempo que
vomitaba sangre sobre los platos.
—¡Dios mío! —gritó alguien, y todos nos levantamos. Algunos salieron
corriendo del comedor.
Aquella fue la escena del tercer asesinato.
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ENSALADA DE PEPINO CON VINAGRETA
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Me giré, espantado. Era el bonzo Eisen, que me señalaba con un dedo
acusador.
—¡Has sido tú! Mataste a tu abuelo, y después a tu hermanastro. Ahora
has intentado acabar conmigo, pero has cometido un error y el muerto ha sido
Kozen, ¿verdad?
Unas venas como lombrices atravesaban la frente de Eisen y sus ojos
rasgados estaban sobreexcitados por la ira. El ambiente del comedor era muy
tenso.
Alguien se acercó corriendo y me apartó a un lado. Era Haruyo.
—¡Bonzo Eisen! ¿Qué está diciendo? —gritó, airada y temblorosa—.
¿Por qué querría envenenarlo Tatsuya? ¿Qué interés podría tener él?
Eisen, aturdido, se quedó desconcertado. Las palabras de mi hermanastra
lo habían hecho reflexionar. Al sentir la mirada de los demás, se arrepintió de
su acusación y se limpió la cara nerviosamente con la manga de su kimono.
—Lo siento. Yo…
—¿Ahora se disculpa? Hable, ¿por qué querría asesinarlo mi
hermanastro? ¿Qué razón tendría para envenenarlo?
Haruyo, jadeando, dio un paso hacia Eisen. El bonzo parecía muy
nervioso.
—No, por nada. Ha sido una confusión. Es que… Lo que ha ocurrido es
horrible, me he asustado y… Lo siento. Por favor, olviden lo que he dicho.
—Es comprensible que se asustara, pero hay cosas que son
imperdonables. Hable, bonzo Eisen. ¿Qué relación tiene con Tatsuya?
—Tranquila, Haruyo —la interrumpí—. No te alteres.
—Es que… Me da mucho coraje. ¿A ti no? —me preguntó, y empezó a
sollozar tapándose la cara con la manga del kimono. Le temblaban los
hombros.
En ese momento, yo tampoco entendía por qué Eisen había dicho eso. Por
muy asustado que estés, no dirías algo si no lo hubieras pensado antes. Debía
temer por su vida, por alguna razón, y eso lo hizo creer que el objetivo real
del envenenamiento había sido él. Pero ¿cuál sería esa razón?
Además, lo que dijo fue: «Mataste a tu abuelo, y después a tu
hermanastro. Ahora has intentado acabar conmigo…».
Tampoco entendía por qué pensaba que él sería el siguiente, después de
mi abuelo y mi hermanastro. ¿Qué vínculo había entre ellos tres?
El asesinato del bonzo Kozen aterrorizó a los lugareños. Las dos primeras
víctimas (mi abuelo y mi hermanastro) podían considerarse parte del clan
Tajimi, pero el tercer asesinado no tenía ninguna relación con la familia. El
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único vínculo entre ellos era el templo. Todavía se desconocía el motivo de
los dos primeros asesinatos, pero el tercero era totalmente incomprensible.
¿Se trataba de un envenenador que mataba por placer? Resultaba lógico que
la gente comenzara a temerlo.
La policía acudió rápidamente a la mansión y, más tarde aquella misma
noche, llegaron el inspector Isokawa y algunos agentes más.
El inspector Isokawa trabajaba en la comisaría de la prefectura y era muy
conocido entre las fuerzas del orden por su gran experiencia. Estaba a cargo
de la investigación de la muerte de mi hermanastro y acudía diariamente a
Yatsuhaka desde N. Entre sus hombres se encontraba, curiosamente, el
balbuciente Kosuke Kindaichi, al que los agentes parecían tratar con mucho
respeto. Incluso el inspector Isokawa se dirigía a él con consideración.
A continuación resumiré la investigación que la policía llevó a cabo en
aquel momento. El veneno se encontraba en la ensalada de pepino con
vinagreta, un plato que se sirvió a todos los comensales. La cena, con la
excepción de la sopa, se emplató individualmente mientras los bonzos oraban
y se quedó en la cocina hasta que la llevaron al comedor. En la cocina había
mucha gente. No solo estaban las cocineras; por allí pasaron los ayudantes de
la ceremonia y los asistentes que querían agua o cualquier otra cosa.
Cualquiera pudo poner el veneno. El misterio era cómo supo el asesino qué
bandeja sería para el bonzo Kozen.
Para los monjes se habían preparado unos platos especiales, así que habría
sido fácil localizar sus bandejas. Sin embargo, nadie hubiera podido adivinar
cuál de las dos recibiría Kozen.
Yo serví la bandeja envenenada y mi hermanastra la otra, pero fue
casualidad, ya que Haruyo no me dijo cuál era para cada monje. Si hubiera
elegido la otra bandeja, el muerto habría sido Eisen.
Entonces, ¿al criminal le daba igual a qué bonzo matar? ¿Es posible una
conducta tan extraña?
Me parecía muy raro, una locura, pero el asesino no podía ser un loco sino
alguien muy inteligente. Si no lo comprendíamos era porque desconocíamos
su verdadero objetivo.
Aquella misma noche se llevó a cabo un extraño experimento en la escena
del crimen. A petición de Kosuke Kindaichi, nos llamaron a todos para que
volviéramos a sentarnos cada uno en nuestro lugar. Gracias a las instrucciones
del doctor Arai, nada se había movido ni tocado. Lo único que se habían
llevado era el cadáver, para la autopsia; las bandejas y los platos seguían
intactos, así que nos sentamos para recrear el escenario del asesinato.
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—Por favor, presten atención. ¿Están todos en su lugar? ¿Las bandejas
son las mismas que tenían? Revísenlas bien.
Examinamos nuestras bandejas y confirmamos que todo estaba bien.
Kosuke Kindaichi revisó los platos de ensalada de pepino y anotó algo en su
agenda.
Estaba apuntando quién se había comido la ensalada y quién no. Imagino
que lo hizo por el siguiente motivo: como las bandejas de los bonzos eran
distintas, el asesino no se arriesgaba a que le tocara la comida envenenada.
Sin embargo, el riesgo no era cero, porque existía la posibilidad de que los
platos se hubieran manipulado en la cocina para servir a un comensal
inesperado o para equilibrar las cantidades. En ese caso, el asesino no se
habría arriesgado a comer.
Mucho tiempo después me enteré del resultado de la investigación de
Kosuke Kindaichi: la única persona que no tocó la ensalada de pepino fui yo,
ya que no me gusta.
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EL VIAJE DEL BONZO EISEN
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destino era provocar la muerte a mi alrededor, y no era difícil concluir que yo
mismo era el causante de los enigmáticos crímenes.
Asimismo, yo acababa de llegar al pueblo y nadie me conocía bien, por lo
que tampoco confiaban en mí ni me defendían. Puede que incluso Haruyo
dudara de mi inocencia. Eso hizo que me doliera el corazón.
Era inevitable que la atención de la policía, cuyo trabajo consistía en
sospechar de la gente, se concentrara en mí. Me llamaron varias veces y me
interrogaron de diferentes maneras, haciéndome preguntas disimuladas o
directas. Estaba agotado tanto física como psicológicamente.
He escuchado que una de las torturas más utilizadas en la era Edo
consistía en impedir que los prisioneros durmieran, con el fin de cansarlos
mentalmente y conducirlos a un estado de delirio en el que confesaban
incluso cosas que no habían hecho.
Aunque el inspector que me interrogó aquella noche no me trató mal,
tantas emociones fuertes y el continuo nerviosismo en el que había vivido
desde mi llegada al pueblo me hacían sentirme como uno de esos prisioneros
torturados. Llegué a dudar si no tenía una segunda personalidad que
desconocía y era yo el envenenador. A punto estuve de gritar: «¡He sido yo!
Yo lo hice todo. Ya he confesado, dejad de presionarme. Por favor, dejadme
en paz».
Fue Kosuke Kindaichi quien me ayudó a salir de esa difícil situación.
—Inspector Isokawa, este caso no se resolverá fácilmente. Para empezar,
todavía no conocemos el motivo, ni en el caso de Ushimatsu, ni en el de
Hisaya, y menos aún en el del bonzo Kozen. ¿Cuál es la intención del
asesino? Hasta que la descubramos, no resolveremos nada. Es inútil presionar
a los sospechosos.
Aquel hombre de aspecto pobre tenía una enigmática influencia sobre el
inspector Isokawa. Gracias a sus palabras, me liberé de los interrogatorios
policiales.
—¡Qué caso tan extraño! —exclamó Isokawa con una sonrisa amarga—.
El incidente de hace veintiséis años fue singular por su crueldad, pero los
motivos estaban claros. En cambio, en este caso… No es tan sangriento, pero
hay muchas incógnitas. En cierto sentido, es peor. ¡Diablos! Tanto el padre
como el hijo nos provocan dolor de cabeza.
La policía se marchó de la mansión pasadas las once de la noche. Solo se
quedaron dos agentes vigilando la habitación a la que se había llevado el
cadáver del bonzo para la autopsia del día siguiente.
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Cuando los policías se marcharon, los invitados que habían estado
retenidos en la mansión salieron en estampida y la casa se sumió en un
silencio melancólico.
Me sentía muy agobiado. Estaba solo en el amplio salón y empecé a llorar
sin poder evitarlo. Se oía lavar los platos en la cocina, así que Oshima y el
resto de sirvientas debían estar allí, pero no se escuchaban conversaciones.
Seguramente habían bajado la voz para que no las oyera hablar de la tragedia
de aquella noche. Ellas también sospecharían de mí.
Estaba solo. No tenía a nadie de mi parte. Mientras me encontraba
abstraído, alguien me habló por la espalda como si adivinara mis
pensamientos.
—No estás solo, Tatsuya. Yo estoy contigo.
Era Haruyo. Me puso las manos en los hombros y me abrazó con cariño.
—No me importa lo que opinen los demás, yo estoy de tu parte. No lo
olvides. Confío en ti. Sé que tú no harías jamás algo tan horrible.
Nunca había agradecido tanto el apoyo de alguien. Abracé a mi
hermanastra como un niño.
—Dime, Haruyo, ¿qué debo hacer? ¿Hice mal al venir a este pueblo?
¿Debería regresar a Kobe? ¿Qué hago?
—Ni se te ocurra, no tienes que regresar a Kobe —me contestó,
acariciándome la espalda—. Esta es tu casa. Eres parte de la familia Tajimi y
nadie puede echarte de aquí.
—Pero, si soy el culpable de tantas desgracias, no aguantaré mucho más.
Haruyo, ¿quién está haciendo todo esto? ¿Tiene algo que ver conmigo?
—No pienses eso, Tatsuya —dijo mi hermanastra con voz temblorosa—.
Entre tú y los asesinatos no existe ningún vínculo; la prueba está en el caso de
Hisaya. ¿Cuándo habrías tenido tú la oportunidad de introducir el veneno en
su medicación? No la tuviste, porque murió cuando acababas de llegar a
Yatsuhaka.
—Ya, pero la policía no opina lo mismo. Deben pensar que es cosa de
magia, o yo qué sé.
—No te preocupes. Ahora todo es muy confuso, pero al final
comprenderán que tú no eres el asesino. Hazme caso, Tatsuya. No desesperes.
—Haruyo…
Quería decir algo más, pero tenía un nudo en la garganta. Mi hermanastra
se quedó callada un instante.
—Oye, Tatsuya, me preguntaste si alguien había salido de viaje
recientemente —me dijo de repente—. ¿Por qué?
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La miré. Estaba pálida y parecía muy cansada, pero los ojos le brillaban.
Parecía saber algo.
Le conté que, mientras estaba en Kobe, un hombre con aspecto
provinciano había estado haciendo preguntas sobre mí. Mi hermanastra,
sorprendida, me preguntó si recordaba la fecha. Hice memoria y le dije más o
menos cuándo había sido. Haruyo contó con los dedos.
—Las fechas coinciden —dijo al final—. No caí en él porque me
preguntaste si «alguien del pueblo» había estado de viaje. No es del pueblo,
pero casi.
—¿De quién se trata?
—Del bonzo Eisen.
Esta respuesta me dejó anonadado. Era como si me hubieran golpeado la
cabeza.
—¿En… En serio? —le pregunté, con voz temblorosa.
—Sí. Cuando te acusó y discutimos, recordé que a principios del mes
pasado estuvo de viaje cinco días.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Quién es el bonzo Eisen en realidad? ¿Tiene alguna relación con los
Tajimi?
—Ninguna. Se unió al templo Maroo-ji después de la guerra; al parecer,
conocía al bonzo Chōei. Dicen que antes de eso estuvo predicando en
Manchuria. Ahora ayuda a Chōei y por eso ofició la ceremonia de Hisaya,
pero la verdad es que yo no lo conozco bien.
Si había sido Eisen quien había estado haciendo preguntas sobre mí, ¿por
qué lo hizo? ¿Qué quería saber de mí?
—Haruyo, Eisen debe saber algo sobre estos asesinatos. Por eso me acusó
a mí.
—Seguramente. De lo contrario, no se habría atrevido a decir algo tan
horrible. Después se disculpó y puso la excusa de que estaba asustado, pero
incluso las mentiras suelen tener una base real. Tatsuya, ¿recuerdas lo que
dijo el bonzo en aquel momento?
¿Cómo podría olvidarlo? Asentí mientras recordaba lo asustado que me
había sentido entonces.
—¿No sabes por qué lo dijo? Aunque estuviera confundido, algo debió
causarle tal confusión, ¿no crees?
Yo no tenía la menor idea. Volví a sentirme solo y desamparado en aquel
pueblo.
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—Señor Tatsuya, las señoras Koume y Kotake desean verlo —dijo
Oshima.
—Ah, ¿sí? ¿Qué querrán? —replicó Haruyo, levantándose.
—Lo siento, señora —dijo Oshima, deteniendo a mi hermanastra—.
Desean hablar con el señor Tatsuya a solas.
Haruyo y yo cruzamos una mirada, dudando de las intenciones de las tías
abuelas.
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TÉ ENVENENADO
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—Será un placer.
La tía Koume preparó el té con una habilidad maravillosa. Se trataba de
una variedad espesa llamada koicha. Las miré en silencio, sin entender
todavía cuál era su intención real.
—¿Qué pasa? —me preguntó Kotake—. Koume te ha preparado el té.
Tómatelo.
No podía negarme, así que le di un sorbo. Noté algo extraño y volví a
mirar a las ancianas.
El té sabía raro y me picaba la lengua. Mis tías intercambiaron una mirada
que me provocó un escalofrío. Un sudor frío me recorrió la espalda.
Una idea atravesó mi mente: veneno. ¿Eran las envenenadoras aquellas
ancianas que parecían monos?
—¿Qué te pasa, Tatsuya? ¿Por qué pones esa cara tan rara? Toma un poco
más.
—Sí…
—Estás muy raro. No pensarás que está envenenado, ¿verdad? Anda,
bebe.
¿Los envenenadores suelen actuar de un modo tan frívolo? Las ancianas
me miraban, sonriendo, como si me evaluaran.
Tenía la frente sudorosa. Me temblaban las manos y me sentía mareado.
—¿Estás bien? Termínate el té y vete a descansar —insistieron—. Ya es
muy tarde.
—Sí, sí. Estarás cansado. Bébete el té y vete a la cama. Hoy no te costará
trabajo dormir, ¿verdad?
Estaba en un callejón sin salida. No me atrevía a escupir el té amargo que
todavía tenía en la boca y, aunque lo hiciera, daría igual puesto que ya había
bebido una parte. Como dice el refrán: «De perdidos, al río». Me terminé el
té, temblando por el miedo y la desesperación.
—Muy bien, muy bien.
—Estupendo, muchacho.
Las tías parecían contentas. Yo estaba asustado, concentrado en mis
sensaciones. ¿Empezaría a dolerme el estómago? ¿Subiría por mi garganta la
sangre caliente? Estaba totalmente paralizado por el miedo.
—Muy bien, Tatsuya. Vete a descansar.
—Buenas noches, Tatsuya. ¡Que descanses!
—Gracias, tías —dije, haciendo una reverencia y colocando las manos
sobre el tatami. A continuación me levanté, mareado. Me sentía indispuesto.
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Cuando salí al pasillo, encontré a Haruyo esperándome con expresión
preocupada.
—Tatsuya, ¿qué querían las tías?
—Nada, que tomara el té con ellas.
—¿El té? —repitió mi hermanastra, frunciendo el ceño—. Oye, Tatsuya,
¿qué te pasa? Estás muy pálido, y sudando.
—No me pasa nada, no te preocupes. Solo estoy cansado. Me voy a la
cama, descansando bien me recuperaré. Buenas noches, Haruyo.
Me despedí de mi hermanastra y me tambaleé hasta mi habitación.
Oshima ya me había preparado la cama. Tan mareado como si estuviera
borracho, me puse el pijama, apagué la luz y me acosté.
Entonces recordé una obra de teatro que había visto de niño. Un señor
feudal llamado Masakiyo Sato estuvo tres años encerrado en su castillo
después de tomar sake a sabiendas de que estaba envenenado. Se enfrentó a
su destino, consciente de que el veneno estaba matándolo poco a poco.
Aunque yo era pequeño, recuerdo bien que su historia me asustó y entristeció.
Aquella noche me convertí en Masakiyo Sato. Estaba en alerta, buscando
cualquier cambio en mi organismo, desesperado y deprimido. No dejaba de
imaginar finales sangrientos.
Sin embargo, no pasó nada. Antes de que el esperado dolor llegara, mi
mente fatigada sucumbió a la presión y me quedé dormido. Más tarde me
desperté sobresaltado, aunque no sabía qué hora era.
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UN EXTRAÑO PASEO NOCTURNO
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Quería saber quién era, pero entonces la luz se extinguió y el intruso
desapareció en la oscuridad.
Hice un esfuerzo por liberar mi cuerpo de aquella parálisis del sueño. Sin
embargo, antes de lograrlo, oí pasos en el pasillo que conectaba con la
mansión.
Los pasos sonaban tan ligeros como los de un gato. También escuché un
susurro de tela. El sonido se detuvo frente a la puerta de mi habitación.
Cerré los ojos e intenté acompasar mi corazón, que latía con fuerza. Tenía
la frente cubierta de sudor.
La puerta se abrió un momento después y entraron dos personas
acompañadas de una luz tenue. Abrí los párpados ligeramente y me quedé
anonadado.
Eran las tías abuelas. No sabía si Koume o Kotake, pero una de las
gemelas llevaba un anticuado farol cuya luz proyectaba sus siluetas en la
oscuridad.
Llevaban michiyukis oscuras, las gabardinas que se usan sobre los
kimonos, y de sus muñecas colgaba un rosario budista de cristal. Me llamó la
atención que ambas llevaban bastón.
Se acercaron a mí sin hacer ruido y me miraron a la luz del farol.
Inmediatamente cerré los ojos.
—Está totalmente dormido —murmuró una de ellas.
—Sí, parece que la medicina hizo efecto —dijo la otra, riéndose.
—Mira, Kotake. Está sudando…
—Debe estar muy cansado. Respira con dificultad.
—Pobrecillo… Han pasado demasiadas cosas.
—Sí, pero ahora duerme profundamente y podrá descansar.
—¿Verdad que sí? Muy bien. Aprovechemos para ir a rezar. Aunque no
sea el mes exacto, ocurrió un día como hoy.
—Sí, Koume.
—Vámonos, Kotake.
Las tías cerraron la puerta lentamente.
En ese momento me liberé de la parálisis y conseguí incorporarme.
¿Había sido un sueño? No, estaba despierto y todavía podía ver las siluetas de
las ancianas en el pasillo.
Al fondo de mi habitación había un pequeño trastero con el suelo de
madera que se usaba para guardar canastos, baúles viejos, una caja de
armaduras y otras cosas utilizadas por los antiguos moradores de la mansión.
Al parecer, mis tías habían entrado ahí.
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Como he dicho antes, en los estantes sobre el tokonoma había dos
máscaras de teatro nō. Cuando mis tías entraron en el trastero, vi luz a través
de los ojos de la máscara de Hannya. La luz se movía y cambiaba de
intensidad, por lo que deduje que detrás de la máscara había un agujerito por
el que se filtraba la luz de la linterna.
Aquello me proporcionó una explicación sobre la luz que vi al abrir los
ojos y que desapareció de repente: el intruso debía haber entrado en aquel
mismo trastero.
Estaba nervioso y mi corazón latía con fuerza. Me levanté y me acerqué al
estante sigilosamente. En ese momento oí un ruido tras la pared, como si se
hubiera cerrado una puerta, y la luz de la máscara de Hannya desapareció. El
trastero se quedó totalmente en silencio.
Estaba muy intrigado. Mis tías Koume y Kotake no me habían dado
veneno sino un somnífero; no querían que las viera cuando entraran al
trastero. Pero ¿para qué fueron ahí a medianoche?
Encendí la luz de la habitación y me dirigí al trastero. Estaba a oscuras
pero, como me había imaginado, por la pared que lindaba con mi habitación
entraba un haz de luz.
—Tías… —dije en voz baja. No esperaba respuesta, pero quería saber si
seguían allí. Nadie contestó, así que encendí la luz. Efectivamente, no había
nadie.
El trastero no tenía otra salida. Había una pequeña ventana con vistas al
norte, pero tenía rejas y la persiana estaba cerrada con cerrojo.
Estaba muy intrigado. En aquel cuarto había una puerta secreta, estaba
totalmente seguro. Eso explicaría las sospechas de Haruyo y el intruso
misterioso al que vio Heikichi.
Entonces até cabos. Cuando el leñador sintió que alguien estaba
observándolo, seguramente fue porque el intruso lo miraba a través del
agujero que había detrás de la máscara de Hannya.
Me acerqué a la pared por donde se filtraba la luz. Había un pequeño
espejo y, al descolgarlo, encontré el agujero. Desde allí se veía mi habitación.
En ese momento no me detuve a pensar en quién habría hecho aquel
agujero y por qué. Estaba más interesado en encontrar la puerta secreta.
Había tres cajoneras antiguas con esquinas metálicas contra la pared y
cinco maletas viejas de mimbre. Sobre la mesa de la esquina había una caja
pintada de negro que seguramente contenía armaduras de samurái. Una
carretilla de bambú colgaba del techo. Pero lo que más llamó mi atención fue
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un baúl grande casi en el centro del trastero que asocié con el sonido que
había oído un momento antes, como el de una puerta al cerrarse.
El seguro del baúl estaba roto. Abrí la tapa y encontré un par de sábanas
de seda. Cuando iba a apartarlas, oí pisadas bajo el suelo.
Me asusté. ¿Serían mis tías de nuevo? Rápidamente apagué todas las luces
y me metí en la cama. Entonces oí la tapa del baúl al abrirse y una tenue luz
volvió a aparecer en los ojos de Hannya.
Poco después, Koume y Kotake entraron en mi habitación con la linterna
y yo cerré los ojos. Se acercaron a mí para mirarme.
—Mira, Kotake, Tatsuya está bien dormido. ¿Ves como no se había
encendido la luz del trastero?
—Ay, lo siento. Es que… Me asusté tanto que…
—Ya, pero no hay razón para alarmarse. Ahí abajo no hay nadie, excepto
el muerto.
—No, estoy segura de que había alguien más. Cuando se apagó el farol y
nos quedamos a oscuras, noté que alguien pasaba a mi lado.
—Tonterías. Vámonos, no sea que despertemos a Tatsuya. Hablaremos en
nuestra habitación.
Las ancianas se dirigieron a la mansión con la ayuda de sus bastones. La
escena parecía parte de un sueño.
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LA CUARTA VÍCTIMA
L o ocurrido aquella noche dejaba aún más misterios que resolver. Primero,
tenía que descubrir a dónde conducía la puerta secreta del trastero y por
qué iban allí mis tías por las noches. Segundo, quería saber quién era el
intruso que entraba en mi dormitorio a través de la misma entrada secreta y
por qué razón. Todo tenía que hacerlo yo, ya que ni siquiera Haruyo parecía
conocer la existencia de dicho pasadizo.
Sin embargo, estaba muy cansado y bajo los efectos del somnífero que me
habían dado las tías, así que no pude hacer nada, ni siquiera reflexionar sobre
ello y caí en un sueño profundo.
A la mañana siguiente, me desperté mareado. Al parecer, el somnífero
había tenido en mí un efecto tardío. No pensaba con claridad y mis reacciones
y movimientos eran lentos. Además, me fastidiaba pensar que tendría que
enfrentarme de nuevo a la policía.
A pesar de todo, me levanté. Aquella mañana tenía que visitar a la
hermana Baiko, que decía saber algo importante sobre mi origen. No creía
que pudiera solucionar los misterios a los que me enfrentaba, pero aquella era
mi única esperanza y posibilidad. Pensé que, cuando llegara la policía, ya no
me dejarían marcharme, así que decidí desayunar e irme de inmediato.
Justo cuando acababa de levantarme, Haruyo entró en mi dormitorio. Al
parecer, le había parecido extraño que las tías me llamaran para tomar el té la
noche anterior.
—Buenos días, Tatsuya. ¿Cómo estás esta mañana? —me preguntó con
un suspiro de alivio.
—Buenos días, Haruyo. Gracias, ya estoy mejor.
—Me alegro, pero sigues pálido. No dejes que esto te afecte.
—Lo sé, gracias. Intentaré asimilarlo poco a poco. No te preocupes por
mí.
Decidí no contarle a mi hermanastra nada de lo ocurrido la noche anterior.
Su salud era frágil y no quería asustarla.
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—No sé por qué, pero las tías siguen acostadas. Desayunaremos solo tú y
yo —me dijo.
Mientras desayunábamos, le pregunté cómo llegar a Bankachi. Aunque,
como he dicho antes, el nombre del distrito era ubagaichi, todo el mundo lo
llamaba Bankachi y yo también usaré ese nombre.
Mi hermanastra frunció el ceño y me preguntó por qué quería ir allí.
Entonces le resumí lo que me había dicho Baiko.
—¿De verdad? ¿Qué será lo que quiere contarte? —me preguntó,
sorprendida.
—No lo sé, pero me interesa saber cualquier cosa relacionada con mi
pasado. Cuando la policía llegue, ya no me dejarán salir, así que me iré antes.
—Sí, está bien. Qué raro… ¿Qué podría saber la hermana Baiko sobre ti?
En su voz había inquietud. Le pedí que me contara más sobre aquella
mujer y me dijo que había nacido en el pueblo y que no conocía las razones
por las que se había metido a monja. El bonzo Chōei, del templo Maroo-ji, la
apreciaba mucho, de modo que los lugareños también la respetaban. Era muy
distinta de la hermana Koicha.
—Pero ¿qué será lo que quiere contarte? —insistió.
Parecía preocupada, como si no quisiera que me marchara. Sin embargo,
como era una mujer muy reservada, no me pidió que no fuera. Cuando lo
recuerdo, lamento que no me detuviera en aquel momento ya que, si lo
hubiera hecho, no habría tenido que vivir esa experiencia horripilante.
Salí de casa alrededor de las nueve de la mañana. La Mansión de Oriente,
como su propio nombre indicaba, estaba en el este, pero Bankachi y el templo
de Baiko se encontraban a unos dos kilómetros al oeste, de modo que tenía
que cruzar el pueblo. Para evitar encontrarme con los lugareños, di un rodeo
por la vereda de las montañas.
Era el tres de julio. La época de lluvias todavía no había terminado, pero
el día estaba despejado y los pájaros cantaban en los árboles. Desde la
montaña podía ver los brotes verdes recién plantados en los pequeños
arrozales, moviéndose con el aire, y vacas por todas partes.
Después de media hora de camino, una mansión apareció ante mi vista: la
Mansión de Poniente, hogar de la familia Nomura. No era tan grande como la
del clan Tajimi, pero contenía varios almacenes y establos y eso la
diferenciaba del resto de casas. Miyako me había contado que vivía con su
sirvienta en una casita independiente de la mansión. La vereda por donde
caminaba terminó allí, de modo que tuve que rodear la propiedad.
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«¡Ojalá me encontrara con Miyako!», pensé. En ese momento, alguien se
dirigió a mí.
—¡Oye! ¿A dónde vas? —me preguntó una voz histérica.
Me quedé petrificado: era la hermana Koicha. Llevaba un bulto grande a
la espalda.
—¡Lárgate! ¡Vete de aquí! No deberías salir de la Mansión de Oriente.
Allá a donde te vayas, lloverá sangre. ¿A quién piensas matar ahora?
Vi sus dientes amarillentos y ladeados bajo el labio leporino y me cabreé.
La miré con odio e intenté seguir mi camino, pero ella se movió para
impedirme el paso. Giré a la derecha y ella también lo hizo; me moví a la
izquierda, y ella lo hizo también, como una niña traviesa jugando.
—¡No te dejaré pasar! ¡Lárgate! ¡Regresa a la Mansión de Oriente!
¡Reúne tus cosas y vete de este pueblo ahora mismo!
El cansancio y el desvelo habían hecho mella en mi mente; no conseguí
controlar la emoción y el enfado y, antes de darme cuenta, había empujado a
la monja. La mujer retrocedió hasta el muro de la mansión de los Nomura y
cayó de espaldas. En ese momento, el bulto que cargaba hizo un sonido
extraño.
Se quedó aturdida un instante, pero de inmediato empezó a gritar.
—¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Que me matan! ¡Este hombre me quiere matar! —
chilló. Le temblaba el labio leporino.
Cinco jóvenes salieron de inmediato por la puerta trasera de la mansión de
los Nomura. Parecían cuidadores de vacas. Al reconocerme, me miraron con
sorpresa y reprobación, y me arrepentí de lo que había hecho.
—¡Muchachos! —gritó la monja—. ¡Atrapadlo y llamad a la policía! ¡Ha
intentado matarme! Oh, ¡qué dolor!
Los jóvenes me rodearon. Estaban en silencio, pero podía notar su
hostilidad. Comencé a sudar. Aunque no soy cobarde, en ese momento sentí
miedo, porque aquellas personas no atendían a razonamientos lógicos. En este
mundo, no hay nada tan temible como la ignorancia.
Intenté protestar, pero se me trabó la lengua y no conseguí pronunciar
palabra alguna. Los jóvenes dieron un paso hacia mí mientras la hermana
Koicha gritaba sus invenciones. Estaba atrapado, en un callejón sin salida.
Justo en ese momento, alguien salió por la puerta trasera de la mansión.
Era Miyako. En cuanto vio la escena, entendió la situación; corrió hacia
mí y se enfrentó a los jóvenes que me rodeaban.
—A ver, ¿qué está pasando aquí? ¿Qué hacéis?
Algunos nombres de la lista estaban tachados con tinta roja: el pino Otake,
Ushimatsu Ikawa, Hisaya Tajimi, Kozen del templo Renko-ji y Baiko de
Ubagaichi.
— O … O… O sea, que us… usted cree que los asesinatos están rela…
relacionados con su presencia —dijo el excéntrico detective Kosuke
Kindaichi tartamudeando con fuerza mientras se revolvía el cabello con la
mano, ya fuera por sorpresa, alegría o excitación, y esparciendo caspa por
todas partes.
—¡Maldita sea! —exclamó el inspector Isokawa, chasqueando la lengua.
Después, los dos examinaron en silencio la hoja de papel arrancada de una
agenda. Kosuke Kindaichi seguía revolviéndose el pelo y movía la pierna con
nerviosismo. A Isokawa le temblaba la mano, tenía la frente cubierta de sudor
y las venas tan marcadas como un drogadicto.
Yo los miraba con la mente en blanco, como si me hubiera emborrachado
con alcohol de garrafón. La cabeza me daba vueltas y tenía ganas de vomitar.
Lo único que me apetecía era desplomarme, aunque estuviera rodeado de
gente. Quería marcharme de allí.
Esto fue poco después de que Miyako y yo encontráramos el cadáver de la
hermana Baiko.
Tras el descubrimiento, me quedé bloqueado y sin saber qué hacer, pero
Miyako mantuvo la mente fría y avisó a la policía.
Afortunadamente, el inspector Isokawa estaba en la comisaría de policía
de Yatsuhaka con algunos subordinados y llegaron muy rápido. De camino,
pararon en la Mansión de Poniente para recoger a Kosuke Kindaichi.
Miyako les explicó la situación rápidamente y les enseñó la lista que
habíamos encontrado junto al cadáver. En ese momento, Isokawa y Kosuke
Kindaichi se quedaron completamente estupefactos. Para todos, aquella lista
era un gran misterio.
Como he dicho antes, un nombre de cada par estaba tachado con tinta
roja: el pino Otake, Ushimatsu Ikawa, Hisaya Tajimi, Kozen y Baiko. Con la
excepción del árbol, el resto habían sido eliminados recientemente.
Eso significaría que el asesino quería acabar con una de cada dos personas
de la localidad con el mismo estatus u oficio, pero ¿para qué?
¿P or estaba tan turbado mi tío, Tsunemi Kuno? Atravesó los jardines con
su bicicleta, abriéndose camino entre los mirones, y entró en el templo
tambaleándose como un borracho con su maletín bajo el brazo.
Apenas habían pasado ocho días desde que lo conocí, pero en ese tiempo
parecía haberse consumido: tenía las mejillas hundidas y las ojeras muy
marcadas, y su mirada inquieta contenía un brillo extraño.
—Perdonad el retraso. He tenido que visitar a un paciente de un pueblo
cercano —murmuró, apenas audible.
—¡Doctor, muchas gracias por venir! Perdone que lo hayamos llamado
con tanta premura, pero es una emergencia.
—¿Se trata de los asesinatos? —preguntó con voz temblorosa—. No creo
que pueda ayudaros mucho con eso después de mi equivocación la vez
anterior. ¿Por qué no habéis llamado al doctor Arai?
—El doctor Arai está de viaje. Se ha marchado a la ciudad para preparar
la autopsia del bonzo Kozen. El forense llegará pronto y le pediremos que
realice también esta autopsia, pero me gustaría que examinara el cuerpo por si
puede adelantarnos algo.
Mi tío Tsune no disimuló su disgusto. Como él mismo había reconocido,
se equivocó en el dictamen tras la muerte de Hisaya y eso había pasado
factura a su reputación, así que era comprensible que no quisiera involucrarse
en otro asesinato. Aun así, su actitud me pareció sospechosa. Se sentó junto al
cadáver, temblando y sudoroso.
—¿Se encuentra bien, doctor? —le preguntó Kosuke Kindaichi.
—Sí, gracias. Es solo cansancio.
—Debería cuidarse más. Los médicos suelen olvidarse de sí mismos.
Bueno, ¿qué opina?
—No hay duda, la causa de la muerte es la misma que en los casos de
Kozen e Hisaya —dijo cuando terminó su examen—. El forense os dará más
detalles.
—Gracias. ¿Cuándo murió?
E ste relato ha contado con una dificultad desde el principio: aunque es una
especie de novela policiaca, no puedo escribir desde el punto de vista del
detective privado, como suele ocurrir en el género, para narrar el avance de la
investigación y dar pistas sobre la identidad del criminal o la solución al
misterio. Yo no siempre estuve con el detective o la policía, de modo que, si
hago un relato cronológico, debo eludir los avances en la investigación de los
profesionales.
Esto es una gran desventaja para los lectores a los que les gusta tratar de
resolver el misterio, así que introduciré esta información cuando sea
pertinente a pesar de que yo la descubriera mucho después.
Una cosa más. A diferencia de lo que ocurre en otras novelas policiacas,
yo tenía que descubrir no solo la clave del caso, sino también el secreto en
torno a mi origen. Aquella noche, por ejemplo, decidí adentrarme en el
pasadizo secreto, aunque esto lo relataré más adelante. Antes de eso,
describiré brevemente el resultado de la investigación de Kindaichi e Isokawa
aquel día. Aunque yo lo descubrí mucho después, como he dicho antes, lo
relataré ahora como concesión para los lectores.
Al parecer, la cena para Baiko salió de la mansión inmediatamente
después de la muerte de Kozen. El encargado de llevarla fue Jinzo, uno de los
trabajadores de la familia Tajimi. Según dijo, Oshima le ordenó que llevara la
cena al templo, fue a la cocina y encontró allí una bandeja preparada. Oyó
alboroto en el salón, pero no le dio importancia y se marchó de inmediato. De
haber sabido lo que había ocurrido, se lo habría comentado a la monja y ella
probablemente no habría comido nada, por precaución. La suerte favoreció al
asesino en lugar de a Baiko.
¿Cuándo pudo poner el veneno el asesino? Como he dicho antes, los
invitados se dispersaron cuando Kozen comenzó a vomitar sangre, y Oshima
y el resto del servicio acudieron al comedor al oír los gritos. Es decir: hubo un
momento en el que la bandeja de la cena, ya preparada, se quedó sola en la
cocina. De hecho, no había nadie allí cuando Jinzo fue a buscarla.
No bebas nunca
el agua de la poza.
Abrasadores
arden los fuegos fatuos,
avivando la sed.
C omo ya sabía qué contenía el té, no me asusté tanto como la primera vez.
Además, intuía cuál era el plan de mis tías abuelas.
Los delirios de Haruyo las habían preocupado y sospechaban que quizá
habíamos descubierto el pasadizo secreto. A pesar de su avanzada edad,
conservaban su lucidez mental y eran astutas. Yo sabía que lo que querían
comprobar era cuánto sabía Haruyo sobre el secreto que guardaban en la
gruta. Para ello necesitan que yo durmiera profundamente y por eso me
habían dado el somnífero.
Decidí acostarme para que pudieran hacer lo que tenían planeado.
Además, después de tantas preocupaciones y emociones fuertes, estaba
cansado, y aquella sería una buena oportunidad para dormir sin interrupción.
«Las tías Koume y Kotake pueden tomarse todo el tiempo que necesiten», me
dije.
Cuando llegué a mi dormitorio en la casa de invitados, apagué la luz y me
metí en la cama que ya me había preparado Oshima. Sin embargo, estaba tan
tenso que el somnífero no parecía hacer efecto. Estaba tan preocupado por
fingirme dormido que me despejé todavía más.
Después de una hora dando vueltas en la cama, escuché por fin pasos
sigilosos en el largo pasillo que conectaba con la mansión principal. Un
instante después, las tías entraron en mi dormitorio con una palmatoria en la
mano y fingí estar dormido.
Me iluminaron la cara con la vela.
—Mira, Kotake, está dormido. ¿Ves por qué no tenías que preocuparte?
—Menos mal. Como hizo una mueca al beberse el té, pensé que quizá se
había dado cuenta, pero parece que fue mi imaginación. Está dormido.
—Todo está en orden. No despertará antes de que regresemos.
—Vámonos, Koume.
—Sí, Kotake.
Las ancianas salieron de mi dormitorio en silencio y se dirigieron al
trastero mientras la luz de las velas proyectaba sus sombras en las puertas de
V olví a encender el farol y examiné «La silla del mono» con la ayuda de
Noriko. Sobre el barro húmedo de la gruta encontramos pisadas
revueltas y lo que podía ser el rastro que habían dejado al llevarse a Koume a
la fuerza.
Para el intruso, la anciana debió ser como un pajarito atrapado por un
águila o un conejillo en las fauces de una fiera. Mientras imaginaba la escena
en la que un diablo cruel se llevaba a rastras a la pobre Koume, sentí que se
me helaba la sangre.
—Noriko, los gritos se alejaron hacia el fondo de la gruta, ¿verdad?
—Sí. No sé si alguna vez conseguiré olvidarlos.
Noriko se estremeció y yo examiné el lugar donde terminaba la bóveda.
Nunca habíamos ido más allá. La cueva continuaba, pero parecía un largo
laberinto.
—Tatsuya, ¿vamos a adentrarnos?
—¿No te da miedo?
—No, si voy contigo —me dijo con una sonrisa que mostraba sus dientes
blancos.
Aunque había nacido prematura y su salud era delicada, era valiente y
muy optimista. Puede que su actitud se debiera a su confianza absoluta hacia
mí; a mi lado no tenía miedo a ningún peligro, o no creía que pudiera pasarle
nada peligroso. Era tan sencilla e inocente como una niña.
—Iremos, pero antes examinaremos bien «La silla del mono».
Las palabras de la tía Kotake me habían inquietado y quería comprobar si
era cierto que el muerto había resucitado. Tenía que examinar el nicho.
El lúgubre samurái con armadura se encontraba, como siempre, sentado
sobre el ataúd de piedra, mirándonos con sus ojos cerosos desde el interior del
casco. Sin embargo, me pareció que estaba un poco movido y sospeché que
alguien había abierto el ataúd.
En ese momento recordé las tres monedas de oro que había encontrado en
su interior. Las había dejado allí mismo, y me preocupaba que se las hubieran
El caminante,
de mármol sus hechuras,
recorre el túnel.
No olvida su destino
en la silla del mono.
Cuando descanses
Mantente firme;
no permitas que el diablo,
astuto y pérfido,
te engatuse y seduzca
en el cruce del trueno.
E se mismo día, el inspector Isokawa convocó a los jóvenes del pueblo para
comenzar la búsqueda de mi tío Tsune en la gruta.
Gracias a esta operación, se descubrió que sus túneles se extendían en
todas direcciones y que abarcaban prácticamente todo el pueblo. Era el lugar
ideal para esconderse, pero la búsqueda era complicada y tardarían varios
días.
Como estaba ocupado con la organización del funeral de mi tía Koume,
yo no me enteré de los detalles. La tarde del funeral, la gente vino para darnos
el pésame. En teoría debía ser yo quien recibiera a los visitantes, pero se lo
encargué a Shintaro y a Noriko.
Más tarde llegó por fin el bonzo Eisen, al que ya había liberado la policía.
No sé cómo consiguió que lo soltaran tan pronto. Aunque estuvo todo el
servicio con una mueca de desagrado, al menos rezó por la difunta.
Al día siguiente enterramos a Koume y concluimos las ceremonias sin
problema. En comparación con los de Hisaya, sus funerales me parecieron
apresurados, tristes e improvisados. Pero ocurrió algo bueno: por fin pude
hablar con Shintaro.
Hasta entonces, la imagen que tenía de él era la que se me había quedado
grabada la noche del asesinato de la hermana Koicha. Sin embargo, al hablar
con él no me pareció un hombre cruel y calculador, sino sencillo e ingenuo.
Esa era la razón por la que no había conseguido recuperarse del impacto que
le había supuesto la guerra. Pero, si no había sido él, ¿quién me había enviado
aquella carta amenazante? El misterio aún no se había resuelto, al contrario.
Cada vez era mayor.
Al día siguiente, Kosuke Kindaichi vino a la mansión.
—Hola, Tatsuya, ¿cómo estás? ¿Cansado tras los funerales de tu tía? Yo
estoy agotado.
—Bueno, eso es porque estás participando en la operación de búsqueda,
¿verdad? ¿Todavía no habéis encontrado a mi tío?
—No.
A l siguiente día desperté cansado y sin ganas de hacer nada, pero Kosuke
Kindaichi y el inspector Isokawa llegaron muy temprano.
—Buenos días. Perdón por el retraso —me saludó el detective con una
sonrisa. Me quedé desconcertado un segundo, pero después recordé que el día
anterior habíamos quedado en rastrear la poza juntos.
—Oh, entonces, ¿vamos a ir a la gruta?
—Sí, claro.
—¿No os molestaré?
—¿Por qué? Todo lo contrario. Podrías sernos de gran ayuda, ya que
parece que conoces los túneles mejor que nosotros —me dijo Kindaichi, con
una sonrisa ingenua que no me dejaba calcular su intención. El inspector
Isokawa se mantuvo en silencio, dejándolo actuar.
—Bueno, entonces iré. ¿Os importa esperar un momento? Voy a
prepararme.
—Sí, claro. ¡Oh! Inspector, ¿por qué no le pides…?
—Ah, sí, sí —dijo Isokawa por fin—. Tatsuya, nos dijiste que estando en
Kobe recibiste una carta amenazante en la que te advertían que no vinieras a
Yatsuhaka.
—Así es.
—Nos gustaría verla, si la todavía la tienes.
Con un presentimiento siniestro, los miré fijamente.
—¿Ha ocurrido algo?
—Bueno… —dijo Kosuke Kindaichi—. Sí, pero te lo contaremos más
tarde. Por favor, ¿puedes enseñarnos esa carta?
Fui a mi dormitorio a por la carta y, después de examinarla con atención,
cruzaron una mirada.
—Es la misma letra —dijo Kindaichi.
El inspector asintió con la cabeza.
—¿Qué pasa? ¿Habéis descubierto algo relacionado con esta carta? —les
pregunté con inquietud.
M
¡
enuda sorpresa! El novio de mi madre y yo éramos como dos gotas de
agua. Aquello era una prueba clara de que no era hijo de Yozo Tajimi
sino de Yōichi Kamei, con quien mi madre se seguía viendo a escondidas en
aquella época.
Aquel fue el descubrimiento más sorprendente de mi vida. Estaba
totalmente perplejo. Por una parte, me tranquilizaba saber que no era
descendiente de Yozo Tajimi y de su familia de locos, pero por otra me
decepcionaba no ser el heredero legítimo de la gran fortuna del clan. La
riqueza con la que tanto había soñado se me escapaba como agua entre los
dedos.
A decir verdad, la fortuna del clan Tajimi me parecía muy atractiva en
aquel momento. Había investigado a cuánto ascendía el valor de sus
propiedades. Según me contó uno de sus obreros, la familia poseía más de
ciento veinte vacas que pastaban libremente en las montañas, además de las
reses que tenían arrendadas. Al parecer, una vaca adulta costaba más de diez
mil yenes, lo que para mí era muchísimo dinero. Sin embargo, el valor de su
ganadería ni siquiera equivalía a un diez por ciento de la fortuna total del clan.
—Antiguamente solíamos decir: «Hasta los señores feudales envidian al
clan Tajimi» —me contó el obrero.
Sin embargo, aquella noche descubrí que todo había sido un sueño. Era
evidente que yo no tenía derecho a heredar ni un grano de arroz;
absolutamente nada, ni un centavo. ¡Qué lástima! ¡Qué desilusión! En aquel
momento se me vino a la mente una cosa: ¿cómo era posible que mis tías y mi
hermanastra no se hubieran dado cuenta de aquello? Si conocieron a Yōichi
Kamei, debieron notar el parecido de inmediato, ya que éramos idénticos.
Entonces, un recuerdo regresó a mi mente. El día en el que conocí a
Hisaya, sonrió maliciosamente y me dijo: «A pesar de llevar la sangre de los
Tajimi, no eres feo». Su sonrisa misteriosa y la carcajada sarcástica que la
siguió se habían grabado en mi mente, y en ese momento comprendí el
motivo. Él se había dado cuenta de inmediato de que yo no tenía parentesco
D udé pero no por cobardía, sino porque no entendía qué estaba pasando.
Sin embargo, cuando volví a escuchar el grito triste de mi hermanastra,
decidí ir a rescatarla. Haruyo me estaba pidiendo ayuda y debía ir, a pesar del
peligro. Me guardé la linterna en el bolsillo y empecé a cruzar el sendero que
rodeaba la poza. Como me había aprendido el camino, ya no me parecía tan
peligroso.
Mientras estaba a mitad de camino, volví a escuchar un grito. No parecía
venir del mismo lugar; al parecer, mi hermanastra se estaba moviendo por los
túneles. ¿Significaba eso que alguien la estaba persiguiendo? Entonces me
asusté, no por quién pudiera ser su perseguidor sino por su salud.
El médico le había ordenado que guardara reposo. Su corazón estaba tan
débil que cualquier emoción o ejercicio podía afectarle. Cuando llegué al otro
lado de la poza, grité con todas mis fuerzas sin que me importara ser
descubierto.
—¡Haruyo! Haruyo, ¿dónde estás?
—¡Tatsuya, ayúdame! —gritó mi hermanastra, y su voz resonó varias
veces.
También se oían pasos de muchas personas. Eso quería decir que mi
hermanastra y su perseguidor estaban en «El cruce del trueno».
—¡Haruyo, voy para allá! —grité. Ya no me importaba nada. No me daba
miedo toparme con Shū o Kichizo y encendí la luz de la linterna.
Mi hermanastra me oyó.
—¡Oh, Tatsuya! ¡Por favor, date prisa!
Su voz y los pasos se oían con mayor claridad. Me estaba acercando a ella
y con esa esperanza seguí corriendo por el túnel, que zigzagueaba como las
tripas de un cordero.
—Haruyo, ¿estás bien? ¿Quién te persigue? —grité, desesperado.
—¡Tatsuya, date prisa! ¡No sé quién es, no veo nada, pero sé que quiere
matarme! ¡Ah! ¡Tatsuya!
A hora que nos acercamos al final de esta larga historia, debo decir que en
esta última parte me enfrenté a un destino terrorífico lleno de incidentes
horripilantes. Mi camino había sido difícil desde el principio, pero nada
comparado con lo que vendría a continuación.
La idea de Noriko me pareció buena y aquel día exploramos un poco la
gruta. Tal como había visto hacer a Kosuke Kindaichi, até el extremo del hilo
a una estalagmita del punto de partida y comenzamos a caminar.
Como ya he dicho, después de «La poza de los fuegos fatuos» había cinco
túneles grandes de los cuales tres ya habían sido explorados por Kosuke
Kindaichi. Quedaban sin inspeccionar el cuarto, llamado «El cubil del zorro»,
y el quinto. Según mi mapa, aquellos dos túneles se unían al final. Ya que
ambos desembocaban en el mismo lugar, preferí seguir el que ya conocía, así
que entramos en el cuarto túnel.
Rápidamente llegamos a la primera bifurcación. Como Kosuke Kindaichi
ya la había explorado, la omitimos. Aquel día, conté el número de
ramificaciones. Aquella en la que habíamos encontrado el cadáver de mi tío
Tsune era la decimotercera, así que omitimos las anteriores.
Aquí fue donde encontramos el cadáver del tío Tsune —le dije a Noriko
cuando llegamos—. Mira, esta marca en la piedra la hizo Kosuke Kindaichi
para recordar hasta dónde habíamos llegado.
—Entonces, ¿no avanzasteis más?
—No.
—¡Genial! ¡Vamos, vamos! Tengo curiosidad por saber cómo se usan
estos hilos.
—Noriko, ¿no te da miedo?
—No, para nada, porque estoy contigo.
Cuando llegamos a la decimocuarta ramificación, até el hilo que había
estado extendiendo en una estalagmita y seguimos adelante.
Aquel túnel era muy largo y se bifurcaba en dos pasadizos estrechos. Allí
repetimos la operación: até el extremo del segundo y tercer hilo y
A quí termina mi aventura. Sin embargo, agregaré varios puntos para los
lectores que aún quieren saber más detalles.
Encontramos doscientas sesenta y siete monedas de oro. Estas, junto a las
tres que tenía Miyako, hacían un total de doscientas setenta monedas.
Supongo que no son todas, pero puede que el cómplice del bonzo cuyo
esqueleto encontraron en «Las fauces del dragón» se llevara una parte. Como
ya he hablado antes del peso y el valor de cada moneda, si algún lector quiere
saber a cuánto equivaldrían esas doscientas sesenta y piezas, puede calcularlo.
El día de la reunión, anuncié a Shintaro que había renunciado a la
herencia del clan Tajimi. Le expliqué la razón, que no estaba seguro de ser
hijo de Yozo. Shintaro negó con la cabeza.
—No, Tatsuya —me dijo—. No te preocupes por eso. ¿Crees que todos
estamos seguros de nuestro origen? ¿Crees que todos sabemos quiénes son
nuestros padres biológicos? Eso solo lo saben las madres. Y habrá algunas
que ni siquiera eso.
Le mostré la fotografía de Yōichi Kamei que había encontrado en el
interior del biombo.
—Shintaro, mira esta foto. ¿Todavía crees que debería aceptar esa
herencia? No soy un sinvergüenza.
Shintaro miró la fotografía sin decir nada y me tomó de las manos. Es un
hombre fuerte y varonil pero, en ese momento, las lágrimas anegaron sus
ojos.
Ahora está muy ocupado con su proyecto de construir una fábrica de cal
en Yatsuhaka. Dicen que en el pueblo y sus alrededores hay abundante piedra
caliza y le han garantizado que la planta será un éxito.
—Esta nueva industria contribuirá a que llegue gente de fuera, gente
moderna y abierta que podría cambiar la mentalidad cerrada y supersticiosa
de los nuestros —me dijo un día al respecto.
En otra ocasión, me habló de su perspectiva para el futuro.
Carrera literaria
Yokomizo se sintió atraído por el género literario de novela histórica, sobre
todo la de la novela policíaca histórica. En julio de 1934 mientras descansaba
en las montañas de Nagano para recuperarse de la tuberculosis, completó su