T.S. Eliot Semblanza

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THOMAS STEARNS ELIOT

(Saint Louis, Missouri, U.S.A., 1888 – Londres, 1965)

“El tiempo pasado y el tiempo futuro


lo que podía haber sido y lo que ha sido
apuntan a un solo fin, que está siempre presente.”
“Burnt Norton”, 1935

Cuando en 1948 la Academia Sueca concedió el Premio Nobel de Literatura a T. S. Eliot,


estaba sancionando el gusto de la modernidad en poesía, pues, aunque hasta ese momento habían
venido recibiendo el destacado galardón algunos de los narradores y dramaturgos que habían
contribuido a la formalización de ese estilo, ningún poeta destacable, con la sola excepción de W.
B. Yeats, había sido galardonado. Veinte años antes, el poeta y dramaturgo anglonorteamericano
se había declarado en el prefacio a su libro For Lancelot Andrews (Para Lancelot Andrews, 1928),
“clásico en literatura, monárquico en política, y anglo-católico en religión”. La referencia
apuntaba a la conversión al anglo-catolicismo que el escritor había realizado en 1927, pero lo
significativo resulta de que ese giro doctrinal, que quizás deja alguna huella en su obra ensayística
(“Religion and Literature” [“Religión y Literatura”], 1935; The Idea of a Christian Society [La idea de
una sociedad cristiana], 1939) o en su teatro (Murder in the Catedral [Asesinato en la catedral], 1935), no
marca en cambio una transformación fundamental, ni una discontinuidad radical tanto en sus
intereses literarios, como en su método crítico. Este hecho parece corroborar la opinión de buena
parte de sus biógrafos que sitúan en 1914, cuando el joven Eliot decide completar su formación
en Europa, y no en 1927, cuando se convierte en anglo-católico, el cambio decisivo en la
espiritualidad del escritor, que comienza a mostrar una atención especial hacia la mística y las
vidas de santos.
Para entonces, Eliot era ya algo más que un brillante doctorado en Harvard, donde había
estudiado desde 1906, procedente de una de las familias de mayor abolengo, vinculada al
unitarismo bostoniano, de Saint Louis (Missouri), donde había nacido un 26 de septiembre de
1888. En Harvard pudo disfrutar Eliot de las enseñanzas de Irving Babbitt, su maestro, y de
George Santayana, con quien no llegó a congeniar; en Harvard pudo leer en diciembre de 1908
The Symbolist Movement in Literature (El movimiento simbolista en literatura), de Arthur Symons, que
puso ante sus ojos a dos importantes poetas para su obra: Charles Baudelaire y Jules Laforgue. La
obra de Symons le reveló las posibilidades de un arte moderno, enfrentado a la tradición realista,
que apostara por una dimensión espiritual de la creación estética; pero también le descubrió un
modo irónico de enfrentarse a las convenciones burguesas en el mundo moderno. Es a partir de
ese momento cuando la poesía de Eliot comienza a adquirir una primera madurez (“Conversation
Galante” [“Conversación galante”], “Humoresque”, “Portrait of a Lady” [“Retrato de una
dama”]), que va a desembocar en su decisión de viajar a Francia en 1910 e instalarse en París,
donde acudió al año siguiente a las conferencias que dictaba Henri Bergson en el Collége de
France.
El verano de 1911, Eliot decide regresar a Harvard para estudiar filosofía. Allí, mientras
estudia el pensamiento de F. H. Bradley y recibe las lecciones de un joven Bertrand Russell (“Mr.
Apollinax”), comienza a interesarse por la filosofía oriental, por el hinduismo, por la mística, que,
para él, consiguen enlazar filosofía y religión. Entre 1911 y 1914, los años más oscuros de su vida,
Eliot está formando lo más característico de sus ideas estéticas, literarias y religiosas. En ese
período va a empezar a escribir algunos de sus primeros poemas ya definitivos como “The Love
Song of J. Alfred Prufrock” (“La canción de amor de J. Alfred Prufrock”) con su “pregunta
abrumadora”: “¿Me atrevo / a molestar al universo?” Prufrock encarna ya la figura poliédrica del
alter ego eliotiano, la figura de la duda, la búsqueda espiritual y metafísica (“Envejezco…
envejezco”), la visión y la indecisión (“En un minuto hay tiempo / para decisiones y revisiones
que un minuto cambiará”), la mirada distante sobre el mundo entorno y sus convenciones (“Y
habría valido la pena, después de todo, / después de las tazas, la mermelada, el té”), la frustración
de quien se sabe que no es el Príncipe Hamlet sino acaso su bufón, de quien se siente “Lázaro,
venido del mundo de los muertos, / vuelto para contároslo todo”, y oye el canto de las sirenas
pero sabe que no cantan para él. Prufrock encarna el sujeto escindido entre su “misión”, su
aspiración metafísica y espiritual, y la conciencia de su frustración (“no soy profeta”); entre el
amante integrado en la sociedad convencional y el flâneur solitario que recorre “al anochecer las
calles estrechas”. Prufrock adelanta, en cierto modo, la figura de la Sibila de Cumas (también la
figura de Tiresias, “anciano de arrugados pechos / percibí la escena y predije el resto”, que, como
Lázaro, confiesa que “caminé entre lo más bajo de los muertos”) que se evoca en el epígrafe de
The Waste Land (La tierra baldía) y que, condenada a no ser creída, enuncia desde su voz profética
el final apocalíptico de un mundo, y también formula la gran cuestión de la obra eliotiana:
“¿Habría merecido la pena, después de todo?” La pregunta encuentra su respuesta en 1922; el
atrevimiento de “Prufrock” y la duda sobre si habría merecido la pena nuestra existencia, halla su
contestación en los versos finales de “What the Thunder Said” (“Lo que dijo el trueno”), la
última sección de La tierra baldía:

Datta: ¿qué hemos dado?


Amigo mío, sangre que agita mi corazón
el terrible atrevimiento de un momento de entrega
que un siglo de prudencia jamás podrá anular
por esto y sólo por esto hemos existido
algo que no se encontrará en nuestras necrológicas
ni en memorias tejidas por la benéfica araña
ni bajo sellos rotos por el enjuto notario
en nuestros cuartos vacíos.

En 1911 aún faltaba mucho para que Eliot hallara la respuesta a la “pregunta abrumadora” de
Prufrock; aún sólo sabía que las sirenas “no cantarán para mí”. Pero en la búsqueda de esa
respuesta habían quedado algunos poemas notables que reunirá en 1917 en Prufrock and Other
Observatios (Prufrock y otras observaciones).
En 1914 Eliot decide aceptar una beca para continuar sus estudios en Oxford. A su paso
por Londres conoce a Rupert Brooke, Harold Monro, Ezra Pound, Wyndham Lewis, Hilda
Doolittle (H. D.) y otros artistas y escritores que representan una parte importante de la
vanguardia artística inglesa en ese momento. En 1915 se casa con Vivien Haigh-Wood (el propio
poeta evocaría irónicamente su viaje de novios en “Lune de Miel” [“Luna de miel”]) y se traslada
definitivamente a Londres. Iba a comenzar entonces uno de los períodos más ricos y terribles en
la vida de Eliot. Vivien pronto manifiesta sus desequilibrios emocionales y psicológicos, de los
que quedan rastros evidentes en la primera parte de la sección “A Game of Chess” (“Una partida
de ajedrez”), de La tierra baldía, a la vez que Eliot se ve forzado a abandonar sus estudios y a
trabajar, primero como profesor y a partir de 1917 como empleado de banca; evocaría
irónicamente esa trashumancia en que se había convertido su vida en “Mélange Adultère de
Tout” (“Mezcla adúltera de todo”). Pero también comienza una vida verdaderamente literaria, y a
la publicación de sus primeros poemas y libros, le sigue unos años más tarde la relación con los
intelectuales del grupo de Bloomsbury (Virginia Woolf, Lyton Strachey, Clive Bell, etc.), las
primeras reseñas y sus primeros trabajos como crítico. Seguramente los poemas que Eliot escribe
en estos años, reunidos en Poems (Poemas, 1920), no son los mejores de su obra, pero adelantan
algunos elementos de La tierra baldía, más allá de personajes concretos, como “Flebas el fenicio”,
el personaje central de “Death by Water” (“Muerte por agua”) que aparece ya perfectamente
diseñado en “Dans le Restaurant” (“En el restaurante”), elementos como la ironía y el
desdoblamiento dramático en diversos personajes (Gerontion, Sweeney, etc.) o como la visión
crítica de las aspiraciones metafísicas (“pero nuestro destino repta entre costillas secas / para
mantener caliente nuestra metafísica”).
Sin embargo, entre 1914 y 1919, Eliot va a ir acumulando una serie de textos, diferentes
de los que prepara para publicar, en los que subyace buena parte de sus dilemas personales: los
problemas del despertar religioso, los de la adaptación a una ciudad extranjera y los de la
adaptación a una esposa exigente. Con este material, Eliot se plantea escribir un largo poema,
cuya redacción definitiva tendrá lugar el otoño y el invierno de 1921 y 1922, en el que lleva
trabajando desde unos años antes: La tierra baldía (1922). Para entonces, era ya un reputado crítico
(ese último año fundaría la revista Criterion) y había publicado su primer libro de ensayos, The
Sacred Wood (El bosque sagrado, 1920), donde expone ya el núcleo de su pensamiento crítico: la idea
del aprovechamiento de la tradición como sustento del talento individual, la defensa de una
crítica racional y formalista alejada del impresionismo, la noción del correlato objetivo como
modo de objetivación sentimental, la teoría de la sensibilidad unificada según la cual el
pensamiento conserva la coherencia entre la percepción sensorial y la intuición intelectiva, etc.
Con esos mimbres, va a tejer Eliot el que va a ser, sin duda, uno de los monumentos poéticos del
siglo XX: La tierra baldía. La tierra baldía es el retrato perfecto de una crisis personal que encuentra
su objetivación en el mundo alrededor y que, en consecuencia, radiografía a la perfección la crisis
de conciencia que sufre el mundo moderno en el período de entre guerras: su falta de espiritualidad,
el desarraigo de sus moradores, la pérdida de sustancia de sus existencias manifiesta en esos seres
fantasmales que son el correlato moderno de los habitantes del Infierno dantesco. Su
fragmentariedad (“pues sólo conoces / un montón de imágenes rotas donde el sol golpea”) es el
reflejo perfecto de un mundo que se viene abajo (“cuál es aquella ciudad sobre las montañas /
que se resquebraja y resurge y estalla en el aire violeta”), de una realidad en cambio constante
pero sin objeto, sin finalidad, de una personalidad disgregada que toma voz a través de la
estructura coral que enuncia el texto, y que no hace sino expresar la disolución de una cultura
babélica. La nostalgia del mito, la evocación del ritual, no es sino la nostalgia de un orden
perdido, de una visión unitaria que transfiere la estructura del relato sobre la realidad como eje
organizador. Pero La tierra baldía es también el relato de una búsqueda, de un peregrinaje, de una
renovación, que tiene como referente último y eje estructurador la quête del Grial, del que toma el
referente simbólico que le da título: una búsqueda espiritual que transfiere el modelo de la vida
ejemplar y que expresa su aspiración a una vida de entrega, en la que la iluminación mística y la
santidad revelen el sentido profundo de la existencia; una búsqueda de una realidad más profunda
a través de la deconstrucción de la superficialidad de la vida cosmopolita, del descubrimiento de
la ausencia de raíces profundas que sustenten la civilización moderna; una búsqueda de un modo
de conocimiento que aúne el pensamiento filosófico y las necesidades espirituales, más allá de los
estrechos límites del racionalismo en el que se sustenta el pensamiento occidental, al encuentro de
un conocimiento intuitivo, místico, cuyas raíces se encuentran en el hinduismo; una búsqueda de
la felicidad contemplativa, que conlleva un progresivo proceso de inhibición sensual en su
depuración. Pero lo fundamental de esta búsqueda en La tierra baldía, como texto poético, es que
se expresa a través de una búsqueda básicamente lingüística, que frente a la heteroglosia
característica de las primeras secciones del poema, acaba encontrando una nueva lengua sagrada,
la lengua de los orígenes, en el sánscrito en que se expresa el trueno (“Lo que dijo el trueno”).
Esa búsqueda espiritual, moral, epistemológica, lingüística, es ante todo una búsqueda estética,
por donde se revela la modernidad eliotiana, pese a su conservadurismo anti-moderno, puesto
que ética y estética aparecen completamente fundidas como un modo de realización espiritual.
Así, el proceso de depuración espiritual que el poema emprende va a ir indefectiblemente fundido
al proceso de depuración poética que lleva a cabo y que va a culminar en la formulación de una
nueva poética, aquella que toma cuerpo en el “sonido del agua” ansiada (signo de la fertilidad
renovadora de la primavera y signo de la nueva vida espiritual tras el peregrinaje por el desierto) al
comienzo de “Lo que dijo el trueno”. Ese nuevo hallazgo poético, esa nueva poesía pura, que
funde fondo y forma, que se hace transparente y que expresa en su esencialidad la verdad
revelada, va a abrirse más allá de La tierra baldía para su total realización en The Hollow Men (Los
hombres huecos, 1925), Ash-Wednesday (Miércoles de ceniza, 1930) y sobre todo en Four Quartets (Cuatro
cuartetos, 1935-1942). Son también éstos los años de investigación crítica sobre las principales
aportaciones de los poetas-teóricos anglosajones, que darán como resultado las conferencias
reunidas en The Use of Poetry and the Use of Criticism (Función de la poesía, función de la crítica, 1933).
A mediados de los años veinte, Eliot, que había venido teorizando sobre el drama
isabelino al menos desde 1917, y que, frente a aquél, había declarado que “la falta de
convenciones morales y sociales está obstruyendo hoy el avance del drama poético”, comienza a
experimentar con formas dramáticas en verso, a la búsqueda de un drama poético
verdaderamente moderno, que haga del hombre actual en su situación actual su eje, en el que
confluyen elementos que derivan del psicodrama, de la tragedia clásica, de los misterios
medievales y de la comedia de sociedad. Surgen así como primera muestra los fragmentos
conservados del “melodrama aristofanesco” Sweeney Agonistes (Sweeney Agonista), escritos entre
1924 y 1926, que darán paso a uno de sus mayores logros en el ámbito teatral, en Murder in the
Cathedral (Asesinato en la catedral), en 1935, próxima en la formalización del lenguaje poético a La
tierra baldía y Miércoles de ceniza, en que, a través de la muerte de Thomas Becket, Eliot logra
reformular el modelo de los misterios religiosos medievales y fundir tres asuntos bien diferentes,
a favor de una propaganda moral y religiosa: la formación espiritual de un mártir, la conversión
religiosa de los incrédulos y la separación arbitraria de los poderes de la Iglesia y del Estado. El
teatro se convierte, así, en un instrumento fundamental de propaganda religiosa, en la que
confluyen también algunos textos poéticos de esos años, como los Ariel Poems (Poemas de Ariel),
pero reformula al mismo tiempo las posibilidades de un nuevo teatro poético, atento a los
problemas del individuo en el mundo contemporáneo, que se va a consolidar en sus siguientes
obras: The Family Reunion (La reunión de familia) (1939), The Cocktail Party (El cóctel) (1949), The
Confidential Clerk (El empleado de confianza) (1953) y The Elder Statesman (El viejo estadista) (1959).
En ellas avanza hacia una depuración del lenguaje poético y hacia una esquematización de la
teatralidad escénica, acotando los problemas al ámbito de la moral social y actualizando la
dimensión ética del drama tradicional.
Se ha señalado, en el correlato estético espiritual con la Comedia dantesca, que si La tierra
baldía representa el Infierno, y Miércoles de ceniza se corresponde con el Purgatorio, los Cuatro cuartetos
suponen el Paraíso, el triunfo y la serenidad de una vida de costosa evolución espiritual, pero
también el hallazgo de una expresión poética esencial y transparente, de dominio clásico y
contenido moderno. Es cierto que el lapso que discurre entre 1935 y 1942, años en que se
escriben el primero y el último de los Cuatro cuartetos, hace de cada pieza un poema totalmente
independiente; pero no es menos cierto, y así lo vio el propio Eliot cuando decidió reunirlos en
1943, que todos ellos funcionan como elementos de una compleja maquinaria poética cuyo eje de
reflexión es el tiempo, o más aún la abolición del tiempo y la confluencia en un eje espacio-
temporal único que concibe la existencia como una totalidad orgánica. Si “Burnt Norton”
comienza afirmando que “El tiempo presente y el tiempo pasado / están quizá presentes los dos
en el tiempo futuro, / y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado”, “East Cocker” afirma
la misma circularidad que estructura el poema (“En mi comienzo está mi fin” / “En mi fin está
mi comienzo”), la quinta parte de “The Dry Salvages” (“Las Dry Salvages”) insiste en que “La
curiosidad de los hombres explora pasado y futuro / y se aferra a esa dimensión. Pero aprehender
/ el punto de intersección de lo intemporal / con el tiempo, es una ocupación para el santo”, y la
última sección de “Little Giding” parece retomar la afirmación de “East Cocker” para apuntar:
“Lo que llamamos el comienzo es a menudo el fin / y llegar a un fin es hacer un comienzo”. Tal
como se afirma en los primeros versos de “Burnt Norton”, “Si todo tiempo es eternamente
presente / todo tiempo es irredimible”, y consecuentemente sólo queda la posibilidad de la
especulación en un mundo en el que el tiempo ha sido abolido. Precisamente en torno a ese eje
discurren los Cuatro cuartetos: la posibilidad de vencer al tiempo a través del tiempo (“Sólo a través
del tiempo se vence al tiempo”). En consecuencia, cada uno de los Cuatro cuartetos llevará a cabo
una investigación sobre esa posibilidad de “aprehender / el punto de intersección de lo
intemporal / con el tiempo” que plantea “Los Dry Salvages”: “Burnt Norton” buscará el espacio
de la especulación en la rosaleda simbólica del amor que puede elevar el espíritu a un amor
superior; “East Cocker” volverá a las reminiscencias de los orígenes y las raíces familiares como
un modo de solventar su conflicto interior; en “Los Dry Salvages” se enfrenta a su propia
autobiografía para hallar el sentido de su existencia en una meditación desde las fronteras de la
acción; “Little Gidding” centra su reflexión en el “ahora” como tiempo absoluto. La conciencia
heraclitiana de que el camino de ascenso y el que desciende son el mismo, que preside los Cuatro
cuartetos, trascendida a través de una visión religiosa, lleva a Eliot a una búsqueda de lo Absoluto
en una continua superación de contrarios, donde cada uno de los textos comienza justo en aquel
punto que el anterior había hallado como solución al conflicto que entrañaba. Pero esa búsqueda
de lo Absoluto es también una búsqueda del lenguaje que lo nombra, de la palabra en la que lo
Absoluto es. Y así, tal como expresa “East Cocker”, ese proceso de búsqueda no puede sino ser
visto como el intento “de aprender a usar palabras, y cada intento / es un arranque
completamente nuevo, y un diferente tipo de fracaso”, porque lo Absoluto sólo habita en lo
indecible, y “las palabras del año pasado pertenecen al lenguaje del año pasado / y las palabras del
año que viene aguardan otra voz” (“Little Gidding”). Así, “las palabras, después del habla,
tienden / al silencio”, como afirma “Burnt Norton”, o a esa paz absoluta en que el fuego y la rosa
se unen y “las lenguas de llamas estén plegadas hacia dentro”, como concluye el último de los
poemas. Allí, lenguaje y silencio, la voz profética y la de la reminiscencia, el pasado y el futuro, se
unen, se hacen presente absoluto, se hacen palabra callada y acontece la luz del conocimiento
supremo en el lenguaje que es ya “el silencio / entre dos olas del mar”; el espacio encuentra el
dónde en ese “lugar” que “era al comienzo”. El principio y el fin son uno y lo mismo; allí donde se
inició la búsqueda, concluye el encuentro. No hay más palabra después del silencio como
plenitud, y, como para Dante en el Paraíso, el silencio no es cortedad del decir, sino el lenguaje de
lo Absoluto, donde la mera renuncia implica la posibilidad de decirlo todo, pero también de
callarlo todo.
Después vendrían los premios, los homenajes, la continuación de su labor como ensayista
y conferenciante, que quedaría plasmada en libros como Notes Towards the Definition of Culture
(Notas para una definición de la cultura, 1948), On Poetry and Poets (Sobre poesía y poetas, 1957) y To
Criticize the Critic (Criticar al crítico, 1965), hasta su muerte el 4 de enero de 1965.

Juan José Lanz


[En Domingo Ródenas, coord., 100 escritores del siglo XX.
Ámbito Internacional, Barcelona, Ariel, 2008, pp. 195-203.]

BIBLIOGRAFÍA
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