Moctezuma

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 116

Noveno tlatoani o rey de México-Tenochtitlan, nació en el año 1467.

Ya antes de su
acceso al trono destacó como sacerdote y guerrero. Realizó una política de
pacificación de los focos rebeldes contra el poder azteca e impuso unas formas
autoritarias de gobierno en el país. Intervino en la ordenación de la confederación de
Estados que integraban la triple alianza de Tenochtitlan-Tezcoco-Tlacopan, para
imponer su preeminencia. Tras la llegada de Cortés, intentó disuadirle de la conquista
a cambio de ricos presentes. Pero no lo consiguió, y debió plegarse a las exigencias
de aquél. Cuando trataba de aplacar a la multitud encolerizada por actuación de los
españoles de Alvarado fue apedreado. A consecuencia de las heridas recibidas, murió
en México en el año 1520.

Página 2
Germán Vázquez

Moctezuma
Protagonistas de América - 11

ePub r1.0
Titivillus 23.10.2021

Página 3
Título original: Moctezuma
Germán Vázquez, 1987
Diseño/Retoque de cubierta: Batlle-Martí

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
Página 5
UN HOMBRE EN LA FLOR DE LA VIDA

En 1502, Ahuitzotl, octavo tlatoani de México-Tenochtitlan, falleció a resultas de


una enfermedad intestinal contraída en el curso de una campaña militar. Al conocer la
noticia, el joven Motecuhzoma[1], que se encontraba en la cuenca de Toluca, donde
poseía varias propiedades, se apresuró a regresar a la capital azteca para hacer valer
sus derechos al icpalli o trono.
Al no heredar el gobierno los hijos del tlacatecuhtli, sino lo sobrinos, la situación
del consejo elector era bastante delicada, ya que había un gran número de candidatos,
hijos del último señor, Ahuitzotl, y de sus hermanos Axayacatl y Tizoc, anteriores
ocupantes del tecpan imperial.
En circunstancias normales, los descendientes de Tizoc, el hermano mayor,
hubieran sido los candidatos con mayores posibilidades; pero la pusilánime conducta
de su padre los descalificó. Aunque aquella eliminación clarificaba algo el confuso
panorama, éste seguía siendo complejo: Ahuitzotl dejaba siete retoños y Axayacatl,
seis. De todos ellos, hombres maduros y avezados en las cosas de gobierno, el
contendiente más idóneo se llamaba Macuilmalinal, un medio hermano de
Motecuhzoma; no sólo porque desempeñaba el cargo de tlacateccatl en el ejército
mexica —un puesto que se reservaba a los futuros tlatoque—, sino también porque
contaba en teoría con el apoyo de su suegro Nezahualpilli, señor de Tetzcoco, el
poderoso aliado de México.
Por razones que jamás sabremos, Nezahualpilli rechazó la candidatura de
Macuilmalinal y propuso la de Motecuhzoma. Expuesta la opinión del acolhua, la
votación se inclinó con rapidez en favor del futuro adversario de Cortés:

Eligieren a Motecuhzoma II con tanta facilidad como queda referido,


porque todos le tenían echado los ojos para el efecto, porque además de ser
animosísimo era tan grave y reportado, que por maravilla le oían hablar
palabra, y las veces que hablaba era en el consejo supremo con valor y fuerza
(Diego Durán).

La decisión de los electores indignó a Macuilmalinal, quien tuvo que contentarse


con la perspectiva de suceder a Motecuhzoma en caso de sobrevivirle. Tampoco
quedaron satisfechos otros aspirantes, como Cuitlahuac o los dos hijos de Tizoc,
Imatlacuatzin y Tepehuatzin. La elección abrió una fisura en el monolítico grupo de

Página 6
los tlazopipiltin, que la posterior conducta del agraciado transformaría en una
insoldable división.
Si el tlatoani acolhua pensaba que Motecuhzoma iba a ser un dócil peón en sus
manos, la reacción del mexica corroboraría, sin duda alguna, su idea. Antes que los
cuatro consejeros iniciaran la discusión de las candidaturas, Motecuhzoma, que había
asistido a los protocolos preliminares, abandonó discretamente la sala. Tomada la
decisión, los magnates buscaron con la vista al favorecido; pero éste no se encontraba
entre los asistentes. Conociendo el talante del joven, los notables enviaron una
comisión al templo de Huitzilopochtli, donde, en efecto, hallaron al nuevo
tlacatecuhtli ocupado en la humilde tarea de barrer el piso del santuario.
Al conocer la nueva, Motecuhzoma dejó la escoba y siguió a los heraldos al salón
real, entrando en él con paso grave y serio semblante. Impávido escuchó la
notificación oficial y después, rompiendo el ceremonial, se retiró de nuevo para
finalizar la inacabada labor. Sólo cuando quedó satisfecho de su actividad como
barrendero, regresó al salón para someterse a los rituales, que incluían la dolorosa
horadación de la ternilla nasal y diversas sangrías en brazos y piernas.
Hecho esto, los consejeros pronunciaron elocuentes discursos, recordándole sus
funciones militares, así como las obligaciones religiosas y sociales del cargo. La
respuesta de Motecuhzoma —hombre altanero y orgulloso— llenó de satisfacción a
los oyentes. Tres veces trató de comenzar el parlamento; pero copiosas lágrimas se lo
impidieron. Al fin, controlándose, dijo modestamente:

Harto ciego estuviera yo, oh buen rey, si no viera y entendiera que las cosas
que me has dicho ha sido puro favor que me has querido hacer; pues habiendo
tantos hombres tan nobles y generosos de este reino, echaste mano para él del
menos suficiente que soy yo. Y cierto que siendo tan pocas prendas en mí para
tan arduo negocio, que no sé qué me baga sino es acudir al señor de lo criado
que me favorezca, y suplico a todos los presentes me ayuden a pedírselo y
suplicárselo (Códice Ramírez).

Con estas cuerdas palabras, más propias de un sesudo anciano que de un hombre
de treinta y cuatro años, Motecuhzoma abrió un nuevo capítulo en la historia de
México-Tenochtitlan, que se prolongó hasta 1520.
Su gobierno está marcado por un hecho sin parangón en los anales del planeta: el
encuentro entre las civilizaciones del Viejo y del Nuevo Mundo. Si Hernán Cortés no
hubiera desembarcado en los médanos de Chalchiuhuecan, la vida de Motecuhzoma
Xocoyotzin habría transcurrido por caminos muy distintos. Cuando los barbudos
seres del Este irrumpieron en el Anahuac, Motecuhzoma estaba empeñado en una
serie de importantes reformas, que le indispusieron con casi todos los sectores de la
sociedad mexica. Tal como se presentaba la contienda, el tlacatecuhtli llevaba las de
perder y, posiblemente, hubiera pasado a la historia como un soberano egótico e

Página 7
impopular, es decir, sin pena ni gloria. Mas el inesperado encuentro de 1519 trastocó
el curso de Clío, convirtiendo al insignificante déspota en una figura señera de la
historia mundial. Por eso, conviene iniciar el presente ensayo con un perfil
psicológico de nuestro biografiado, imprescindible para captar de forma correcta su
agitada existencia.
Según se desprende de los textos virreinales, el tlatoani nació en 1467 o 1468 en
Aticpac, uno de los calpulli o barrios de Tenochtitlan. Hijo de Axayacatl, sexto señor
de los aztecas, y de una dama noble de Iztapalapan, poco o nada podemos decir sobre
su infancia, velada por las brumas del misterio. De hecho, sólo un autor del siglo XVI,
un pintoresco personaje llamado Juan Suárez de Peralta, tocó el tema, recogiendo una
significativa anécdota en su Tratado del descubrimiento de las Indias. Cuenta el
cronista que durante la estancia de Motecuhzoma en el calmecac —un centro
educativo reservado a la nobleza—, el futuro tlatoani se entretenía jugando a las
guerras con otros muchachos. El infante, que —dicho sea al paso— siempre se pedia
el papel de general, tomaba tan en serio la actividad que cuando:

Veía que alguno de los muchachos era cobarde y lloraba algún golpe que le
daban peleando, lo mandaba traer delante de si y vestirle con una camisilla de
mujer, que llamaban huipilli, y traerle a la vergüenza delante de los otros
muchachos, y no le admitía más en sus guerrillas, porque decía que mostraría a
huir y a llorar a los otros.

Si el dato es verídico, y no hay razón para dudarlo, la efeméride refleja a la


perfección el carácter duro e inflexible de Motecuhzoma, una persona que
despreciaba al individuo y le subordinaba al bien colectivo.
Pasó el tiempo y el niño creció en altura y saber. Al alcanzar la edad adulta, el
tlatoani presentaba una apariencia exterior poco llamativa, pero bastante agradable si
hemos de creer a los conquistadores castellanos:

Era el gran Moctezuma de edad de hasta cuarenta años y de buena estatura


y bien proporcionado y pocas carnes, y el color ni muy moreno, sino propio
color y matiz de indio, y traía los cabellos no muy largos, sino cuanto le cubrían
las orejas, y pocas barbas, prietas y bien puestas y ralas (Bernal Díaz).

Empero, lo que atraía a los interlocutores no era la talla —que en cierto modo
respondía al apelativo xocoyotl (el pequeño), adoptado para diferenciarse de su
bisabuelo—, sino el semblante. Poseía el tlacatecuhtli uno de esos rostros en forma
de triángulo invertido que producen en el espectador impresión de vivacidad e
inteligencia; impresión que aumentaba la aguileña nariz, la perilla y, sobre todo, los
ojos, cuya mirada denotaba amor y cuando era menester gravedad (Bernal Díaz).
Ojeando las descripciones de los soldados cortesianos sobre el físico del
dignatario mexica, el lector tiene la sensación de que el tlatoani se mostraba tan

Página 8
estricto consigo mismo como con sus súbditos. Un análisis somero de la vida
cotidiana del monarca corrobora el aserto. Así, por ejemplo, al buen Bernal Díaz le
sorprendió el alimento de Motecuhzoma; no obstante, asevera otro cronista,
Francisco de Aguilar, lo que él comía era poco. La frugalidad y autodisciplina del
mexicano, tanto más llamativa cuando se recuerda la magnificencia de la corte
imperial, se extendía a otro aspecto también importante, la vida sexual: Tenía muchas
mujeres por amigas, hijas de señores, puesto que tenía dos grandes cacicas por sus
legítimas mujeres, que cuando usaba de ellas era tan secretamente que no lo
alcanzaban a saber (Bernal Díaz).
Por supuesto, algún autor malintencionado afirma todo lo contrario,
transformando a Motecuhzoma en un sátiro lúbrico y libidinoso, que ingería
afrodisíacos para prolongar censurables placeres.
Comidillas aparte, el tlatoani poseía otras cualidades. Limpio, elegante, refinado
y de perfectos modales, Motecuhzoma trataba con deferencia a aquel que mostraba
buena educación; pero castigaba sin piedad al infeliz que no guardase la debida
compostura. Al respecto, se cuenta que amenazó a sus donceles con flecharles o
quemarlos vivos si mentían, tartamudeaban o venían a recibir órdenes corriendo o
sudando.
Ahora bien, yerra quien piense que el emperador actuaba de manera injusta o
arbitraria. Creyente hasta el absurdo en las leyes sociales —oficiales o
consuetudinarias—, el tlatoani exigía que nobles y plebeyos, extranjeros y
compatriotas, las acatasen al pie de la letra. Al igual que su futuro rival, Hernán
Cortés, Motecuhzoma poseía una mentalidad leguleyesca, que le conducía al extremo
de aplicar la ley sin ninguna consideración; pero a diferencia del extremeño, el
tlacatecuhtli era el primero en cumplirla. Motecuhzoma no se limitaba a tentar la
probidad de los magistrados por intermedio de agentes secretos o a castigar con
dureza las infracciones, sino que él mismo se autocriticaba en público cuando violaba
alguna disposición.
Naturalmente, el segundo supuesto ocurría pocas veces, pues el sagaz tlatoani
jamás actuaba de forma irreflexiva. Véase sino el siguiente ejemplo. Cuando
participaba en alguna campaña militar, nunca aceptaba los manjares que le ofrecían
los señores de los lugares por donde pasaba el ejército, contentándose con el
indigesto rancho del soldado raso. El emperador, paradigma del guerrero perfecto,
debía dar ejemplo en todo a sus subordinados.
Lo expuesto lleva a plantear la cuestión del valor de Motecuhzoma, tema vital
para comprender las últimas actuaciones del emperador.
En principio, sería una falacia poner en duda la valentía del gobernante mexicano.
Desde la campaña de Cuauhtlan, en la cual participó como recluta, hasta la de
Nopalan, dirigida por el emperador para obtener las víctimas necesarias que
engrandecieran la ceremonia de investidura, la carrera militar de Motecuhzoma está
jalonada de laureles y actos heroicos. Resuelto, disciplinado e intrépido, alcanzó el

Página 9
alto grado de tlacochcalcatl, ganándose con ello un puesto en el consejo cuatripartito
de Tenochtitlan. Era, asimismo, uno de los cuachictin o cabezas rapadas, rango que
se reservaba a los militares que habían efectuado proezas atrevidas y excepcionales.
El título, sin embargo, resulta un tanto sorprendente, pues los tenochcas veían en
los rapados a unos seres imprudentes e irresponsables, sin capacidad para el
gobierno; defectos que, evidentemente, no tenía nuestro personaje. Por el contrario,
Motecuhzoma —ya lo he señalado— era una de esas personas prudentes y reflexivas
que nunca dan un paso sin meditar largo y tendido, pero que, una vez adoptada la
resolución, jamás cambian de opinión.
Tenaz y hábil, perseverada hasta lograr el fin previsto. Su conducta como
aspirante al icpalli corrobora la interpretación.
Motecuhzoma, quien, según una fuente, siempre deseó gobernar, preparó a
conciencia la candidatura. Así, no sólo se hizo notar en el campo de la milicia o de la
religión, sino que, consciente de los ocultos entresijos de la política, maniobró para
ganarse el favor de los electores.
Algunos años antes de la muerte de Ahuitzotl, se desposó con la hija del rey de
Ehecatepec y le sucedió tras su fallecimiento. El matrimonio le proporcionó algo más
importante que la simple práctica gubernamental, el apoyo del tlatoani de Tlacopan,
uno de los dos aliados de Tenochtitlan y, por ello, miembro del cuerpo electoral. En
otros tiempos Ehecatepec, una ciudad de filiación étnica tepaneca, formó parte junto
con Tlacopan de un poderoso Estado, que, sometido a los mexicas, quedó en una
posición inferior.
Una segunda alianza matrimonial, contraída con Miahuaxochitl, princesa de Tula,
cimentó los derechos de Motecuhzoma, ya que gracias al himeneo se convirtió en
heredero de los toltecas, dueños y señores del Anahuac in illo tempore.
Respecto a la relación del futuro tlacatecuhtli con el otro aliado, Tetzcoco, nada
sabemos, salvo que existió. Nezahualpilli no antepuso a Motecuhzoma a su yerno,
Macuilmalinal, por capricho. Sin duda, la humilde actitud de Motecuhzoma —
inteligente, piadoso y valiente, pero aparentemente dúctil— influyó en el voto del
acolhua.
No obstante, el carácter de Motecuhzoma, perfecto a priori, poseía unos rasgos
negativos que lo convertían a posteriori en un individuo odioso. El temor al fracaso y
marcadas dudas sobre su capacidad —facetas típicas de un hombre rígido en exceso
consigo mismo— le llevaban a mostrarse firme y duro como la obsidiana.
Pero lo más nefasto del tlacatecuhtli era su marcado elitismo. Creía que las
cualidades y defectos de los seres humanos dependen de la clase social. La idea,
ajena a las pautas culturales aztecas, reflejaba el egocentrismo de Motecuhzoma, otra
de las constantes de su compleja psiquis.
Este insuficiente bosquejo de la personalidad del huey tlatoani quedaría
incompleto si olvidásemos hacer una breve mención a la religiosidad de nuestro
biografiado.

Página 10
Los historiadores, antiguos o modernos, se muestran unánimes a la hora de tratar
el tema. Según ellos, Motecuhzoma, antiguo teopixqui o sacerdote, era un fanático,
un individuo notoria y mórbidamente religioso, aun para la época. La reacción del
tlatoani durante la elección, la conducta desarrollada ante Cortés, los largos períodos
de aislamiento, en fin, toda la vida del emperador, habla en favor de lo señalado.
Personalmente, discrepo de la opinión general. A mi entender, Motecuhzoma
tenía poco de fanático y menos de mojigato. Ambicioso y calculador, fingía respetar
las ideas del pueblo mexica; pero en su fuero interno, como buen político, no creía en
ellas, Para él, las abstractas concepciones teológicas no pasaban de ser un mero
instrumento de control social, un mecanismo que convenía no olvidar a la hora de
gobernar.
El fervor y la devoción de Motecuhzoma debe, pues, reducirse a la dimensión
real: se trataba de una astuta pose, destinada a ganarse el apoyo del clero y de la
plebe.
Así, y no de otra manera, era Motecuhzoma Xocoyotzin, cuyo nombre encuadra a
la perfección con su carácter, pues Motecuhzoma significa, en lengua náhuatl, El
señor iracundo.

Página 11
UN DÉSPOTA EN EL PODER

En 1503, Motecuhzoma Xocoyotzin se convirtió en el noveno señor de México-


Tenochtitlan. Apenas se asentó en el icpalli, aquel hombre, modesto con los dioses y
respetuoso con los hombres, experimentó una radical transformación, convirtiéndose
en un déspota, en un tirano que conmocionó la vida política del Anahuac.
Mas tan autocrítica conducta tenía una poderosa razón de ser: el Estado azteca se
desmoronaba presa de sus contradicciones internas; sólo una política férrea y
dictatorial podía evitar el cercano desastre.
El imperialismo mexicano, que alcanzó el cénit durante el mandato del anterior
gobernante, provocó la aparición de una nobleza militar que no tardó en expulsar a la
pillotl de sangre del aparato del Estado. Expulsión que, ciertamente, no inquietó a los
descendientes de Acamapichtli, el primer tlatoani, pues sus intereses particulares se
orientaban hacia las grandes propiedades que poseían en el Valle de México, donde se
había desarrollado un sistema económico de tipo feudal. Por otra parte, en el corazón
del imperio, en la populosa ciudad de Tenochtitlan, las actividades artesanales y
mercantiles originaron una incipiente clase protoburguesa, cuyos intereses no
concordaban siempre con los de tlacatecuhtli. No finalizaba aquí el complejo
mosaico social. Los plebeyos, que conservaban numerosas franquicias democráticas,
carecían de medios de subsistencia y dependían cada vez más de onerosas campañas
militares para sobrevivir. Por último, los Estados aliados y vasallos se mostraban
inquietos ante la hegemonía de Tenochtitlan, que amenazaba con romper el statu quo
tradicional.
A comienzos del siglo XVI, la sociedad del México antiguo presentaba, pues,
infinidad de contrastes conflictivos, los cuales, tarde o temprano, provocarían la ruina
del poder mexica. Consciente de ello, el inteligente Motecuhzoma emprendió una
serie de reformas para dar cohexión al inconexo Estado.
Las primeras medidas afectaron a los plebeyos, que fueron expulsados de la
función pública. Poco importaba que aquellos veteranos hubiesen derramado su
sangre en infinidad de batallas u ostentasen el dictado de tecutli; eran plebeyos y tal
condición los convertía en seres indeseables.
Del mismo modo, los hijos bastardos, que nunca tuvieron problemas en el México
azteca, también sufrieron la represión imperial, porque, según afirmaba el
tlacatecuhtli, el hijo de una macehualli o de una esclava siempre tendría así resabio
de acudir a ta bajeza de su madre (Diego Durán). No resulta, por tanto, nada extraño

Página 12
que el aborto, practicado hasta entonces sólo por la clase dominada, se hiciera
moneda corriente entre las concubinas nobiliarias. Al respecto, cuentan las crónicas
que ciento cincuenta mancebas de Motecuhzoma, que se encontraban en estado de
buena esperanza, cortaron el embarazo al mismo tiempo, convencidas de que los
retoños carecerían de porvenir.
La purga, iniciada por medios pacíficos, culminó con un baño de sangre. Tras
regresar de una victoriosa campaña contra Xaltepec, el emperador rompió el
protocolo y se negó a entrar victorioso en México. Pretextando cansancio, se quedó
en una finca cercana y envió al cihuacoati —un cargo semejante al del visir islámico
— con orden de asesinar a los ayos de los príncipes y a las amas que guardaban el
serrallo imperial. Para saber si se cumplía el cruel mandato, el tlatoani, aprovechando
la noche, se presentó en el tecpan de forma inesperada.
Dos razones impulsaron las arbitrarias medidas del electo emperador: la envidia y
el clasismo.
No cabe duda que Motecuhzoma temía la popularidad de su antecesor. Ahuitzotl,
guerrero antes que gobernante, no se fijaba tanto en la cuna como en las cualidades
de la persona. De ahí las grandes simpatías con que contaba; simpatías que, sería
absurdo negarlo, se extendían a sus hijos, futuros aspirantes al icpalli. La excusa
oficial —que a mí no me parece ilógica— fue evitar murmuraciones y
comparaciones; pero el motivo real era otro: impedir conspiraciones, pues, como el
propio emperador afirmó, siempre me han de hacer vivir con sobresalto (Diego
Duran). No le faltaba razón al tlatoani. Cuauhtemoc, último señor de Tenochtitlan, no
sólo era el primo de Motecuhzoma, sino el hijo de Ahuitzotl.
Respecto de la segunda idea, poco hay que añadir a lo expuesto en el capítulo
precedente, salvo transcribir un revelador párrafo. Que, no importa su veracidad,
refleja a la perfección el pensamiento de Motecuhzoma. Tratando el tema, el padre
Diego Duran afirma que el tlacatecuhtli justificó la reaccionaria medida con la
siguiente metáfora:

Porque, como las piedras preciosas que parecen estar fuera de su lugar
entre los pobres y los miserables, de la misma manera los de sangre real están
mal entre las gentes de extracción humilde. Igual que las humildes plumas no
lucen bien entre las ricas, las que vienen de los grandes señores no les quedan
bien a los trabajadores y a sus hijos.

Ahora bien, ¿nos encontramos ante una simple manifestación de clasismo o, por
el contrario, hay factores más profundos? La purga, por supuesto, responde en parte
al elitismo del antiguo teopixqui; mas también al innegable deseo de domeñar a la
altiva nobleza. Contra lo afirmado por algún autor moderno, el objetivo perseguido
demuestra que Motecuhzoma obró con un sentido común que ya quisiera para sí el
exégeta.

Página 13
Ante todo, los sustitutos de los servidores de Ahuitzotl no rebasaban los doce
años de edad y presentaban la misma estatura. ¿Capricho de un déspota? En absoluto.
Que los muchachos diesen la misma talla engrandecía la magnificencia de la corte;
que fuesen menores de edad era aún más importante, porque los jóvenes son más
dúctiles para obedecer, son más hábiles y se adaptan sin problemas a un nuevo rey,
que les educa conforme a lo que quiere (Diego Duran).
Al vigilar la educación de los nobles, Motecuhzoma se aseguraba una generación
de servidores fieles y leales. Hasta que ese día llegase, el emperador contaba con la
forzada lealtad de los progenitores, cuyos vástagos quedaban en calidad de rehenes,
aunque, eso sí, aprenderían el término cortesano y el modo de gobierno, para cuando
les cupiese (Diego Duran).
Naturalmente, las medidas antinobiliarias no se reducían a las reformas del
personal palatino. Motecuhzoma procuró, asimismo, limitar el poder económico de la
nobleza.
Dado que en teoría las tierras de los pipiltin pertenecían al Estado, el tlatoani no
podía confiscarlas, pero sí socavar la base de su cultivo. Aprovechando la hambruna
de 1505, tan espantosa que las madres se comían a los hijos, Motecuhzoma prohibió
la servidumbre antigua, una práctica jurídico-económica que potenciaba el vasallaje y
el clientelismo. La interdicción suponía un rudo golpe al sistema feudalizante de los
magnates, cuyas rentas se estancaron al verse éstos impotentes para aumentar la
fuerza de trabajo y, consecuentemente, la productividad.
Una vez limitado el crecimiento económico, el tlacatecuhtli procedió a su
reducción paulatina. Para ello, forzó a los notables a pasar largas temporadas en
Tenochtitlan, exigiendo que cuando regresase a sus propiedades dejaran algún
pariente en la ciudad. El cumplimiento de la disposición, sobra señalarlo, exigía una
considerable inversión en bienes inmuebles y gastos suntuarios, la cual repercutía de
modo negativo en los ingresos de los nobles.
Con aquellas reformas, Motecuhzoma sentó las bases para crear una nobleza de
sangre burocrática y cortesana, poco peligrosa desde el punto de vista político.
Mientras nobles y plebeyos sufrían las consecuencias de la nueva política, los
comerciantes, asentados en la ciudad gemela de Tlatelolco, vivían una época de
esplendor.
Aprovechando la pugna entre el emperador y los pipiltin, los mercaderes
emprendieron un proceso expansivo, que les llevó a los más remotos confines del
México Central. Ningún mercado escapó a la diligente actividad de los pochteca,
quienes, según una fuente, vendían como loros habladores.
Por supuesto, Motecuhzoma no era ajeno al florecimiento de Tlatelolco. El
gobernante, embarcado en una lucha con los magnates rurales, e indirectamente, con
el pueblo, necesitaba apoyos. Los encontró en el cihuacoatl Tlilpotonqui, la segunda
persona más poderosa de Tenochtitlan, con cuya hija se desposó; y, por supuesto, en

Página 14
los sectores mercantiles de la metrópoli hermana, sometida décadas antes por su
propio padre, Axayacatl.
Antes de iniciar la guerra contra Xaltepec, el emperador convocó a los notables
tlatelolcas y les recordó que Axayacatl había impuesto distintos tributos, cuyo pago,
por lo visto, jamás se entregó. Afirmaron los tlatelolcanos que, en efecto, así era, si
bien los tíos de Motecuhzoma habían disimulado con ellos, reconociendo que todos
eran deudos y parientes (Diego Durán).
El tlatoani, deseando ganarse la amistad de los poderosos mercaderes, exigió el
tributo, y éstos, que intuían los propósitos del emperador, no sólo entregaron lo
estipulado, sino que ofrecieron doblar la cantidad. No deseaba otra cosa
Motecuhzoma para levantar las sanciones contra la urbe gemela. Así, restituyó los
títulos militares, autorizó la erección de un nuevo templo y concedió permiso a los
tlatelolcas para participar en las campañas imperiales organizados en batallones con
mandos propios.
La rehabilitación de Tlatelolco respondía también a otra consideración. Hasta el
advenimiento de Motecuhzoma Xocoyotzin, la producción artesanal de México se
desenvolvió dentro del calpulli o clan. Esta organización comunal, arcaico vestigio de
una época más democrática, encuadraba mal en el nuevo orden, que necesitaba una
potente base económica para consolidarse definitivamente.
Por lo tanto, Motecuhzoma procedió a convertir el palacio imperial en una unidad
económica de primer orden, donde grupos de artesanos manufacturaban diversos
tipos de artesanías. Ahora bien, la producción requería una red de distribución y
comercialización; sistema que no tenía por qué crearse al existir un centro de este tipo
en Tlatelolco, el cual, por otra parte, presentaba unos intereses políticos coincidentes
con los del tlatoani.
Pero la alianza entre el palacio y el gremio de los pochteca era coyuntural. Cuatro
años después de la coronación, en 1508, Motecuhzoma, aprovechando un fracaso
militar, contra Cholollan, el principal emporio comercial del México Central, inició
una campaña para reducir la ya preocupante prepotencia de los mercaderes.
Por un lado, reunió a los militares tlatelolcanos, sostén de los mercaderes, y, como
castigo por su falta de combatividad, les prohibió acudir al palacio, llevar símbolos de
status y vestir ropa de algodón. Para más inri, el despiadado tlacatecuhtli mandó a
sus verdugos que le afeitasen la cabeza, deshaciendo así los complicados cortes de
pelo que caracterizaban a la oficialidad mexica.
Por otro lado, aumentó los tributos, eliminó a alguno de los principales
comerciantes y potenció el cumplimiento de las normas de conducta típicas de este
sector social, que exigían un considerable gasto en regalos y banquetes. Esta última
disposición suponía la imposibilidad material de acumular capital, lo que
transformaba a los pochteca en simples funcionarios económicos.
Un año después, algunas de las sanciones que les habían sido impuestas se fueron
levantando; sin embargo, el emperador siguió controlando de cerca a los tlatelolcas,

Página 15
que continuaron bajo la autoridad de un gobernador militar.
Otro de los sectores que se modificó con el ascenso al icpalli de Motecuhzoma
fue el de la política exterior.
Tenochtitlan, asentada sobre un islote carente de recursos naturales, mostró un
marcado carácter militarista desde su fundación en el siglo XIV. Primero como
simples mercenarios y más tarde por cuenta propia, los tlatoque mexicas se
entregaron a una vorágine militarista, que les convertiría en dueños y señores del
Anahuac.
Transcurrido siglo y medio de incesantes combates, la situación distaba mucho de
presentar la monolítica coherencia que encontramos en otros imperios del Viejo y del
Nuevo Mundo. Motecuhzoma controlaba la vida económica de decenas de Estados;
pero políticamente, éstos conservaban una autonomía casi plena. A ello se unía la
existencia de señoríos independientes —Tlaxcallan, Huexotzinco y otros— que
escaparon al alocado imperialismo tenochca, efectuado, qué duda cabe, sin la mínima
planificación. Aquellas bolsas suponían un grave peligro para la actividad tributario-
mercantil de México, pues al encontrarse cerca de las rutas comerciales, podían en
cualquier momento paralizar el flujo económico y colapsar la delicada estructura
económica imperial. No paraban aquí las dificultades, ya que los aliados de México-
Tenochtitlan, las tlatocayotl de Tetzcoco y Tlacopan, pugnaban con los descendientes
de Acamapichtli para controlar la confederación.
Ante tan delicada situación, ¿qué debía hacer Motecuhzoma? Evidentemente,
centralizar en la medida de lo posible el caótico imperio, eliminando los territorios
irredentos y, sobre todo, convirtiendo a los aliados en meros vasallos.
Mucho podríamos decir sobre la decidida actuación del último Motecuhzoma,
pero en aras de la brevedad, me limitaré a efectuar una breve síntesis.
La campaña de la coronación —una práctica habitual para el tlatoani recién
electo— puso de manifiesto que Motecuhzoma no estaba dispuesto a mantener la
absurda política de su predecesor. En lugar de atacar un territorio lejano, el
emperador lanzó las huestes mexicas contra Nopallan e Icpactepec, dos localidades
cercanas al corazón del imperio, que se rebelaron contra la autoridad azteca.
Concluida la contienda, el resto de las guerras, que se sucedieron sin interrupción,
siguieron la misma tónica: someter las zonas insumisas. En 1519, Motecuhzoma
podía congratularse de su tarea, porque el águila mexicana había clavado las aceradas
garras en lugares impolutos hasta la fecha.
No obstante, un importante fracaso amargaba al tlacatecuhtli: no logró acabar con
la independencia de los señoríos poblanos, los cuales, encabezados por la señoría de
Tlaxcala, mantenían en alto la bandera de la libertad.
En su empeño por dominar a los indómitos habitantes de la Tierra del pan, el
gobernante mexicano recurrió a todos los medios posibles: decretó el bloqueo
económico, invadió Tlaxcallan por diversos lugares al mismo tiempo, favoreció la

Página 16
traición y las guerras intestinas… Empero, las medidas fracasaron; tan solo
Cholollan, la metrópoli del dios Quetzalcoatl, se pasó al campo mexicano.
Por el contrario, el éxito acompañó la política emprendida contra los aliados.
Tlacopan, el socio minoritario de la alianza, no resultaba difícil de controlar, dado
el bajo índice de desarrollo que presentaba. Por otra parte, Motecuhzoma mantenía
buenas relaciones con los tepanecas, ya que, además de ocupar el icpalli de
Ehecatepec, estaba casado con una hija de Totoquihuatzin, señor de Tlacopan.
Mayores problemas presentaba Tetzcoco, un territorio antaño marginal, que, gracias a
unos gobernantes inteligentes y emprendedores, se convirtió en una potencia de
primera magnitud.
Siguiendo su inveterada estrategia, el amo de Tenochtitlan buscó el apoyo
tepaneca para destruir la hegemonía de los acolhuas tetzcocanos. El pacto erosionó la
influencia tezcocana en la liga de las Tres Ciudades, si bien no impidió que el poder
militar de Tetzcoco, similar al tenochca, siguiera aumentando.
Para superar el peligroso escollo, el tlacatecuhtli recurrió a la traición, un arma
que manejaba con sin par pericia. En 1515, el ejército acolhua, presionado por
Motecuhzoma, cruzó la frontera tlaxcalteca y avanzó sin dificultad hasta el Monte del
Águila, donde pernoctó. Al amanecer, los batallones tlaxcaltecas, puestos sobre aviso
por el tlatoani mexica, cercaron a los tetzcocanos, que no pudieron ponerse en orden
para poderse defender, y cerrando con ellos los mataron a todos (Femando de Alva
Ixtlilxochitl).
Advirtiese o no Motecuhzoma a la Señoría de la penetración acolhua, lo cierto es
que los escuadrones tenochcas, comandados por el emperador en persona,
contemplaron impasibles desde un otero cercano la matanza.
Ese mismo año, Nezahualpilli, el señor de Tetzcoco, falleció, dejando el
Acolhuacan indefenso ante las maquinaciones de Tenochtitlan. De acuerdo con el
sistema tetzcocano de sucesión, el primogénito legítimo heredaba el poder. No había,
pues, posibilidades de conflicto; pero, desgraciadamente, el agraciado tenía pocas
simpatías, por lo cual los notables acolhuas y los aliados le alejaron del trono.
Violentando el sistema, estalló una dura lucha para controlar el trono tetzcocano.
Motecuhzoma apoyaba a Cacamatzin, un joven de venticuatro años, en virtud de que
era su sobrino y, claro está, representaba la influencia de México. Por supuesto, los
notables acolhuas, rechazaban al candidato pro-mexicano, aunque sus preferencias
estaban divididas. Unos se inclinaban por Ixtlilxochitl, un príncipe abiertamente
antitenochca; otros, por Coanacochtzin, que mantenía una posición intermedia.
En vista del desacuerdo, se llegó a un compromiso de circunstancias, que
consistió en imponer la xiuhzolli o diadema imperial al hermano menos distinguido.
Quetzalcxoyatl, que así se llamaba el infante, falleció a los pocos meses.
Aprovechando la confusión subsiguiente, las tropas mexicas impusieron a
Cacamatzin en Tezcoco, forzando a Ixtlilxochitl a huir a Meztitlan, un territorio
independiente.

Página 17
Por supuesto, el golpe de Estado impulsado por Motecuhzoma provocó un
conflicto civil, que, entre otras cosas, puso de manifiesto la debilidad del ejército
mexica. Dos años después, Cacama se vio en la necesidad de pactar con sus
fraternales rivales. El otrora poderoso Estado se dividió en tres zonas, controladas
respectivamente por Cacama, Coanacoch e Ixtlilxochitl.
Motecuhzoma había triunfado, aunque el éxito supondría a la larga la destrucción
de México. Ixtlilxochitl, fortificado en Otompan, aprovechó el statu quo para crear un
poderoso ejército y establecer un tratado de alianza con sus vecinos, los tlaxcaltecas.
En 1520 abrazaría con fervor la causa de Hernán Cortés.
Mientras el tlacatecuhtli azteca se ocupaba de Tetzcoco, el cihuacoatl intrigaba
en la zona chalca, otro foco rebelde a Tenochtitlan. Como los chalcas eran vasallos,
los mexicanos obraron con mayor impudicia, pues no se limitaron a sustituir a los
gobernantes locales por otros medios aztecas, sino que aumentaron los tributos y
confiscaron infinidad de tierras.
Domeñado Tetzcoco, Motecuhzoma se volvió contra Tlacopan, contando ahora
con el apoyo del Acolhuacan. Entre 1518 y 1519, las ciudades tepanecas
dependientes de Tlacopan cayeron en manos del tlatoani, quien las regía por
intermedio de tlatoque peleles, hijos o sobrinos suyos. Al igual que Cacama,
Totoquihuatzin se convirtió en un simple consejero.
Motecuhzoma Xocoyotzin, noveno señor de México-Tenochtitlan, había hecho
realidad su sueño. La centralización y el despotismo imperaban en Tenochtitlan y en
el resto del imperio.
Más caro pagó el emperador la salvación del Estado fundado, por Acamapichtli.
Se convirtió en un gobernante impopular y odiado por nobles y plebeyos, aliados y
tributarios. Tan sólo el clero se mantenía fiel al emperador, el cual le colmó de
franquicias y privilegios.
En estas circunstancias, parece lógico que surgiera un movimiento de resistencia.
Y así ocurrió. A partir de 1509, una potente campaña de agitación conmocionó la
cuenca de México. Los agitadores, encabezados por Nezahualpilli, un experto en
artes esotéricas, aprovecharon el más nimio acontecimiento para augurar el fin de la
tiranía de Motecuhzoma. Desde la erupción de un volcán hasta la resurrección de una
hermana de Motecuhzoma, pasando por un monolito parlante, muchos fueron los
presagios que se manejaron.
Al principio, éstos eran difusos y vagos; mas en 1517, coincidiendo con las
primeras expediciones españolas, cobraron una forma concreta: Quetzalcoatl, el dios
justo, el gobernante perfecto, retornaba para acabar con el déspota de Tenochtitlan.
Que la campaña existió es indudable, si bien, por desgracia, poco podemos saber
de ella, ya que las crónicas virreinales, escritas por los descendientes de los
adversarios de Motecuhzoma, ocultan lógicamente el hecho.
En las páginas siguientes veremos con más detalle el tema. Baste por el momento
con señalar que los documentos indígenas ampliaron aún más la solapada guerra

Página 18
psicológica, convirtiendo a Motecuhzoma en un neurótico cobarde y débil.

Página 19
EL RETORNO DE… ¡TEZCATLIPOCA!

El 21 de abril de 1519, una nueva armada de acales echó anclas en San Juan de
Ulúa. Apenas había transcurrido media hora cuando dos grandes canoas zarparon de
la costa y pusieron rumbo a la nao capitana, fácilmente reconocible por los grandes
estandartes y veletas que lucía. Nada más las chalupas se colocaron al pairo, los
pasajeros

Preguntaron por el capitán, y cuando les fue mostrado, hicieron su


reverencia y dijeron que Teudilli, gobernador de aquella provincia, enviaba a
saber qué gente y de dónde era aquélla, a qué venía, qué buscaba, si quería
parar allí o pasar adelante. Cortés, aunque Aguilar no los entendió bien, les
hizo entrar en la nao, les agradeció su trabajo y venida, les dio colación con
vino y conservas, y les dijo que al día siguiente saldría a tierra a ver y hablar al
gobernador; al cual rogaba no se alborotase a su salida, que ningún daño haría
con ella, sino mucho provecho y placer. Aquellos hombres tomaron algunas
cosillas de rescate, comieron y bebieron con tiento, sospechando algún mal,
aunque les supo bien el vino; por eso pidieron de ello y de las conservas para el
gobernador; y con tanto, se volvieron (Francisco López de Gómara).

Con estas sencilla palabras, Francisco López de Gomara, el capellán del futuro
marqués del Valle, describe el primer contacto entre castellanos y mexicas. Mucho
más compleja y grandilocuente es la versión mexicana, que —avant la lettre—
también resulta menos objetiva.
Según la visión nativa, el calpixqui del territorio, informado por los vigías del
retorno de los dioses, envió sin, demora un correo a Tenochtitlan para informar al
tlatoani. Cuando el emperador supo la noticia, se puso cabizbajo y, con gran tristeza
en su corazón, reunió a los consejeros para discutir las medidas a tomar.
Tras señalar que corría el rumor que Quetzalcoatl había regresado, Motecuhzoma
afirmó que convenía salir a recibirle, llevándole un rico presente. Nombrada una
comisión de cinco notables y seleccionados los regalos, el tlatoani despidió a la
embajada con un esclarecedor discurso:

Id con prisa y no os detengáis; id y adorad en mi nombre al dios que viene,


y decidle: acá nos envía vuestro siervo Motecuhzoma, estas cosas que aquí

Página 20
traemos os envía, pues habéis venido a vuestra casa que es México (Bernardino
de Sahagún).

Las tragicómicas peripecias de los mensajeros merecerían una transcripción


íntegra; pero, por desgracia, la falta de espacio lo impide. Sin embargo, conviene
exponerlas con cierto detalle, pues su análisis proporciona la clave para clarificar
satisfactoriamente el complejo asunto.
Una vez en la cubierta de las naves, los comisionados pidieron entrevistarse con
el dios. Llevados a presencia de don Hernán, abrieron los bultos que portaban y
ataviaron al extremeño con algunos objetos, colocando los restantes delante de él.
Cortés, insatisfecho por tan pobre regalo, les mandó encadenar y, decidido a
mostrar su divina ira, ordenó disparar el cañón de mayor calibre. Al escuchar el
cacofónico ruido, los mexicanos cayeron en el suelo como muertos, y los españoles
levantáronlos del suelo, y diéronlos a beber vino con que los esforzaron y tomaron en
sí (Bernardino de Sahagún).
No terminaron aquí las ofensas de don Hernán, porque el capitán, desafiante, retó
a los enviados de Motecuhzoma a un singular combate:

—Oídlo: he sabido, ha llegado a mi oído, que dizque los mexicanos son muy
fuertes, que son muy guerreros, que son muy tremendos.
Si es un solo mexicano, muy bien pone en fuga, bien hace retroceder, bien
vence, bien sobrepasa, aunque de veras sean diez y acaso aun veinte enemigos.
Pues ahora mi corazón quiere quedar convencido: voy a ver yo, voy a
experimentar qué fuertes sois, qué tan machos.
Les dio en seguida escudos de cuero, espadas y lanzas. Y además dijo:
—Muy tempranito, al alba se hará: vamos a contender unos con otros:
vamos a hacer torneo en parejas; nos desafiaremos. Tendremos conocimiento de
las cosas. ¡A ver quién cae al suelo!
Respondieron al capitán, le dijeron:
—Oigalo el señor: ¡puede ser que esto no nos lo mandara Motecuhzoma,
lugarteniente tuyo!… En exclusiva comisión hemos venido, a dar reposo y
descanso hemos venido, a que nos saludemos unos a otros. No es de nuestra
incumbencia lo que el señor quiere. Pero si tal cosa hiciéramos, pudiera ser que
por ello se enojara mucho Motecuhzoma. Por esto acabará con nosotros
Dijo al punto el capitán:
—No, se tiene que hacer. Quiero ver, quiero admirar: ha corrido fama en
Castilla de que dizque sois muy fuertes, muy gente de guerra. Por ahora, comed
muy temprano: también yo comeré. ¡Mucho ánimo!
Después los despachó, los hizo bajar a su navío de ellos. No bien hubieron
bajado a su nave, remaron fuertemente. Se remaba con ardiente afán. Algunos

Página 21
aun con las manos remaban, iban con el alma afanada. Se decían unos a otros
presurosos:
—Mis capitanes, con todas vuestras fuerzas… Remad esforzadamente. No
vaya a sucedernos algo aquí. ¡Qué nada nos pase!… (Informantes indígenas de
Sahagún).

El párrafo emana tanta ingenuidad, tanto candor, que contados investigadores se


atreven a dudar de su veracidad. Sin embargo, la descripción dista mucho de la
objetividad. Veamos someramente las contradicciones en que incurren los anónimos
autores.
Ante todo, hay razones de peso para afirmar que la entrevista jamás tuvo lugar.
Por un lado la secuencia temporal que se desprende del texto no corresponde a la
realidad de los hechos. Si Motecuhzoma envió la embajada tras recibir un correo de
Veracruz, ésta, por mucha prisa que se diese, no pudo alcanzar las costas del
Totonacapan hasta seis días después de fondear la armada, es decir, el veintisiete de
abril. Para entonces, los castellanos ya habían desembarcado y negociaban una
alianza con los habitantes de la zona, rebeldes a la autoridad imperial.
Por el otro, el encuentro presenta un cariz tan irreal que, se mire por donde se
mire, resulta imposible de aceptar. Don Hernán nunca adoptaría la absurda e
intransigente actitud que le atribuye el documento y, por supuesto, otra habría sido la
reacción de los orgullosos mexicas si el extremeño hubiera cometido tamaña
imprudencia. El argumento, empero, carece de importancia, porque en aquella fecha
los españoles carecían de intérprete. La famosísima doña Marina —secretaria,
traductora y amante del de Medellín— permanecía aún en el anonimato. La hueste
sólo tuvo noticia de las habilidades lingüísticas de la bella mexicana al acampar
después en los arenales costeros:

El marqués sacó la más de su gente en tierra, dejando guarda en los navíos,


y en nombre del rey de Castilla, nuestro señor, fundó una villa, a quien puso por
nombre la Villa Rica de la Vera Cruz. Aquí vinieron indios de aquella tierra a le
hablar y nuestro español intérprete no los entendía, porque es la lengua muy
diferente de donde él había estado… El marqués había repartido algunas de las
veinte indias que dijimos que le dieron los mayas de Tabasco entre ciertos
caballeros, y dos de ellas estaban en la compañía do estaba el que esto escribe,
y pasando ciertos indios, una dellas les habló, por manera que sabía dos
lenguas y nuestro español intérprete la entendía (Andrés de Tapia).

Nos encontramos, pues, ante una visión apócrifa, cuya puerilidad aparente
responde a una clarísima manipulación histórica, mucho más sutil de lo que aparenta
a primera vista. Para captarla en su integridad, debemos prescindir momentáneamente
del desmedido y pasional ataque antihispano, cuyo radicalismo dificulta la
interpretación del relato complejo y confuso de por sí.

Página 22
Aunque la relación tiene varias lecturas, me limitaré a exponer la que concierne a
Motecuhzoma, la única que aquí nos interesa. El ignoto historiador nos presenta un
tlatoani atormentado, nervioso y cobarde, que actúa de manera contraria a lo que su
pueblo esperaba de él. Mancillando el honor patrio, el pusilánima tlacatecuhtli no
titubeó a la hora de entregar el icpalli de sus antepasados al barbudo extranjero, a
quien consideraba el dios Quetzalcoatl. En este contexto, la agresiva conducta que se
atribuye a Cortés no sólo denigra a los hombres del pendón carmesí, sino, sobre todo,
a Motecuhzoma, porque la figura del embajador se consideraba inviolable en el
México precortesiano y cualquier ofensa hecha a su persona implicaba la guerra;
guerra que, sobra el señalarlo, el emperador no declaró.
De hecho, el texto compilado por el benemérito Sahagún se limita a retomar los
viejos tópicos de la propaganda antimotecuhzoma: la llegada de poderosos seres que
acabarán con el déspota. Para dar consistencia al argumento —que, dicho sea el paso,
legaliza la conquista con los razonamientos usados por los hispanos—, se recrean los
acontecimientos en un marco atemporal y mágico, donde se mezclan los
anacronismos, la subjetividad y la manipulación ideológica a partes iguales.
Posiblemente, el famoso episodio se inspiró en alguna deliberación efectuada tras
el apresamiento de los recaudadores de tributos hecho por Cortés, si bien su marcada
asincronía no permite afirmarlo con seguridad.
Por el contrario, la versión de los vencidos proporciona las pistas necesarias para
vislumbrar la verdadera reacción del tlatoani. En primer lugar, Motecuhzoma no
identifica tajantemente a Cortés con la benéfica deidad nahua, pues afirma
literalmente: mirad que han dicho que ha llegado nuestro señor Quetzalcoatl. Son los
emisarios quienes establecen la relación al adornar al extremeño con los atavíos de la
etérea divinidad.
En algunos casos, la simple estructura sintáctica basta para clarificar cuestiones
que de otra forma inspirarían discusiones bizantinas. Tal es el caso, aunque añadiré
un dato indiscutible para los escépticos. Los enviados aztecas, además de los
símbolos de Quetzalcoatl, incluyeron entre los regalos y ofrendas los aderezos de
Tlaloc, el dios de las aguas, y de Tezcatlipoca, el omnipotente señor de la
providencia.
En resumen, la visión que la historiografía indígena colonial ofrece de la postura
de Motecuhzoma carece de verismo. Se trata de una interpretación subjetiva y falsaria
que vuelca en el tlacatecuhtli la responsabilidad del desastre.
El brutal choque cultural que se efectuó el 21 de abril en la costa de
Chalchiuhcuecan —sin parangón en los anales del planeta— perturbó, qué duda cabe,
el ánimo del Estado mexica, ignorante de las culturas que bullían allende los mares.
Quizá Motecuhzoma pensó en un primer momento que los recién llegados poseían
características sobrehumanas, mas en su fuero interno no estaba convencido. Buena
prueba de ello nos lo ofrece su metódico planteamiento —cuya lógica no responde a
una mente enferma— con que afrontó el problema. Prudentemente, el tlatoani aceptó

Página 23
la hipótesis de que los extraños seres de lívida faz eran dioses, si bien —y ello dice
mucho a su favor— se negó a admitir las envenenadas habladurías que corrían desde
décadas antes. Los extranjeros acaso fueran dioses; pero, desde luego, no tenían por
qué estar vinculados a Quetzalcoatl. De ahí que proporcionara a la embajada la
parafernalia de tres deidades diferentes.
Más aún —y con ello concluyo el largo inciso—, el texto náhuatl discrepa de la
traducción castellana del padre Sahagún, ya que el cronista seráfico alude
explícitamente a la Sierpe emplumada, mientras que el borrador en lengua azteca
utiliza el genérico Nuestro señor. La cuestión abre nuevas y conflictivas perspectivas,
pues los tenochcas usaban el apelativo para designar a Tezcatlipoca, El Espejo que
humea, el todopoderoso rival de Quetzalcoatl.
El Viernes Santo, 22 de abril de 1519, los castellanos desembarcaron en
Chalchiuhcuecan, un lugar lleno de médanos próximos a la actual ciudad de
Veracruz.
Al día siguiente, una multitud de obreros, procedentes de la provincia de
Cuetlaxtlan, acudió al real con alimentos. Sin mediar palabra, los mexicanos tomaron
sus instrumentos y levantaron bohíos y jacales para proteger a los recién llegados de
las inclemencias del tiempo. Fue precisamente en el transcurso de aquella jornada
cuando se descubrió la habilidad lingüística de la bella Marina.
El fortuito hallazgo se produjo en el momento oportuno, pues apenas amaneció el
Domingo de Pascua, vino el gobernador, que se decía Tendile, hombre de negocios, y
trajo con él a Pitalpitoque, que también era entre ellos principal y traía detrás de si
muchos indios con presentes y gallinas y otras legumbres (Bernal Díaz).
Por medio de los intérpretes —Jerónimo de Aguilar, un excautivo rescatado en el
territorio maya, y doña Marina—, don Hernán pudo al fin conferenciar con los
aztecas. Tomando la iniciativa, el de Medellín informó a los dos notables que servía a
un poderoso emperador, el mayor señor que hay en el mundo, quien, conociendo la
grandeza de Motecuhzoma, le enviaba para comunicar al señor de México que le
quiere tener por amigo y decirle muchas cosas en su real nombre… y también para
contratar con él y sus indios y vasallos de buena amistad (Bernal Díaz). Concluyó
Cortés pidiendo una entrevista, dada la importancia de los temas.
Escuchó Tentlilli con respetuoso silencio, pero al escuchar la demanda la rechazó
con gesto altanero: Aun ahora has llegado —escribe el veterano Bernal— y ya le
quieres hablar; recibe ahora este presente que te damos en nombre de nuestro señor,
y después dirás lo que te cumpliere.
El español, ignorando la agria contestación, recibió el presente riendo y con
buena gracia. Acto seguido, ordenó que trajesen algunos regalos para el tlacatecuhtli
y, tercamente, insistió en fijar un encuentro.
Durante la conferencia, los tlacuiloque o pintores recorrían el campo castellano,
dibujando en el papel cuanto observaban. En breve tiempo, los hábiles artistas

Página 24
crearon una preciosa pintura, donde se reproducían personas, animales y objetos con
gran detalle.
Poco antes de partir, Tentlilli notó que un infante se cubría con un casco medio
dorado y, como era de natural entremetido, se lo pidió al capitán, afirmando que se
asemejaba a otro que les habían dejado sus antepasados y linaje de donde venían
(Bernal Díaz). El astuto español prestó el yelmo al mexicano con la condición de que
se le devolviese lleno de pepitas de oro. La extraña solicitud no sorprendió al
gobernador de Cuetlaxtlan, el cual había perdido la capacidad de asombro. Quizá,
pensó, el misterioso señor de los blancos necesitaba el áureo metal para curar el mal
de corazón que aquejaba a los teules; enfermedad que, según afirmaban, sólo sanaba
con oro.
Tras dar por finalizada la conferencia, Tentlilli se despidió con afabilidad,
prometiendo que pronto volvería con la respuesta de Motecuhzoma. Su colega,
Cuitlalpitoc, se quedó en el real con dos mil servidores para atender las necesidades
de los castellanos.
Mientras Tentlilli parlamentaba con Cortés en los médanos de Chalchiuhcuecan,
la inquietud reinaba en México-Tenochtitlan. Por desgracia, poco o nada sabemos
sobre las medidas que se tomaron, ya que los prolijos escritos nativos, fieles al oculto
objetivo que perseguían, truecan la realidad por fantasías pseudo-míticas.
Cuentan las crónicas indianas que Motecuhzoma, atemorizado por el relato de la
ficticia embajada que visitó los navíos, se echó a llorar como un niño, intuyendo que
aquellos seres serían la causa de su muerte. Tras enjugar los rojizos ojos, el cobarde
mandatario llamó al tlilancalqui, su consejero principal, y le pidió que cuidara de la
extensa familia imperial, porque:

Después que sean venidos los dioses y yo sea muerto a sus manos —que yo
sé que me han de matar—, que tomes mis siete hijos que dejo a tu cargo, y los
ampares y escondas de las manos de estos dioses y de los mexicanos, que ya
sabes cuán malos y perversos son, y, creyendo que yo los he entregado a estos
que vienen, tomarán venganza en mis mujeres e hijos (Diego Durán).

Dictada lo que podríamos calificar como última voluntad, Motecuhzoma tomó la


primera medida para exterminar a los advenedizos forasteros. Reunió un numeroso
grupo de magos, brujos y hechiceros —naturales de las tierras calientes de Morelos—
y les ordenó que marcharan a los arenales de Veracruz para practicar sus artes en los
extranjeros.
La variopinta troupe, cuyas habilidades iban desde provocar el sueño hasta el
control de los animales ponzoñosos, estaba muy contenta, teniendo por cierta la
victoria. Por supuesto —no podía suceder de otro modo—, ellos hicieron su oficio, su
comisión para con los españoles, pero de nada fueron capaces en absoluto, nada
pudieron hacer (Informantes indígenas de Sahagún).

Página 25
Regresaron, pues, los frustrados nigromantes a la capital mexica para dar cuenta
al tlatoani del fracaso de la misión. La fatal noticia se extendió velozmente por la
ciudad, cuyos moradores, preocupados e inquietos, perdieron la entereza que en otra
hora les caracterizó:

Y todo el mundo estaba muy temeroso. Había gran espanto y había terror. Se
discutían las cosas, se hablaba de lo sucedido.
Hay juntas, hay discusiones, se forman corrillos, hay llanto, se hace largo
llanto, se llora por los otros. Van con la cabeza caída, andan cabizbajos. Entre
llanto se saludan; se lloran unos a otros al saludarse. Hay intento de animar a
la gente, se reaniman unos a otros. Hacen caricias a otros, los niños son
acariciados.
Los padres de familia dicen:
—¡Ay, hijitos míos!… ¿Qué pasará con vosotros? ¡Oh, en vosotros sucedió
lo que va a suceder!…
Y las madres de familia dicen:
—¡Hijitos míos! ¿Cómo podréis vosotros ver con asombro lo que va a venir
sobre vosotros? (Informantes indígenas de Sahagún).

No menos tremebunda y espectacular fue la reacción de Motecuhzoma, quien


entró en un estado de locura tal que, sin el menor género de dudas, un psiquiatra
diagnosticaría como psicosis de angustia. Dice al respecto el bello texto náhuatl:

Pues cuando oía Motecuhzoma que mucho se indagaba sobre él, que se
escudriñaba su persona, que los «dioses» mucho deseaban verle la cara, como
que se le apretaba el corazón, se llenaba de grande angustia. Estaba para huir,
tenía deseos de huir; anhelaba esconderse huyendo, estaba para huir. Intentaba
esconderse, ansiaba esconderse. Se les quería esconder, se les quería escabullir
a los «dioses».
Y pensaba y tuvo el pensamiento: proyectaba y tuvo el proyecto; planeaba y
tuvo el plan; meditaba y andaba meditando en irse a meter al interior de alguna
cueva.
Y a algunos de aquéllos en quienes tenía puesto el corazón, en quienes el
corazón estaba firme, en quienes tenía gran confianza, los hacía sabedores de
ello. Ellos le decían:
—Se sabe el lugar de los muertos, la Casa del Sol, y la Tierra de Tlaloc, y la
Casa de Cintli. Allá habrá que ir. En donde sea tu buena voluntad.
Por su parte, él tenía su deseo: deseaba ir a la Casa de Cintli.
Así se pudo saber, así se divulgó entre la gente.
Pero esto no lo pudo. No pudo ocultarse, no pudo esconderse. Ya no era
válido, ya no estaba ardoroso; ya nada se pudo hacer.

Página 26
La palabra de los encantadores con que habían trastornado su corazón, con
que se lo habían desgarrado, se lo habían hecho estar como girando, se lo
habían dejado lacio y decaído, lo tenían totalmente incierto e inseguro por
saber si podría ocultarse allá donde se ha mencionado.
No hizo más que esperarlos. No hizo más que resolverlo en su corazón, no
hizo más que resignarse; dominó finalmente su corazón, se recomió en su
interior, lo dejó en disposición de ver y de admirar lo que habría de suceder
(Informantes indígenas de Sahagún).

Los fragmentos transcritos poseen una insuperable fuerza dramática; pero, por
desgracia, su valor histórico está devaluado ante la innegable subjetividad y
partidismos que ostentan.
El pasado aparece tan deformado en las relaciones indígenas que sería pueril
admitir, como hicieron algunos eruditos decimonónicos, que sus páginas reflejan los
sucesos históricos de manera fidedigna. Ahora bien, tampoco se puede caer en el polo
opuesto y negar el valor histórico de las crónicas mexicanas. La atemporalidad de la
visión de los vencidos dista mucho de reflejar ese hipotético inconsciente colectivo
que, al decir de los estructuralistas, se encuentra en cualquier relato. Por el contrario,
las historias indias del México virreinal poseen un sólido substrato histórico, si bien
el presente de los autores —el famoso zeitgeist de la historiografía teutónica—
condicionó el pasado, tiñéndolo con una ideología justificativa y autoexculpatoria de
una oligarquía en decadencia, que no pudo, ni supo, defender sus privilegios de clase.
Los temores de Motecuhzoma —que tan bien describe el dominico Diego Durán,
un mero parafraseador de un texto náhuatl en paradero desconocido— ofrecen una
buena prueba en favor de lo expuesto. La anacrónica interpolación, inaceptable en
otro contexto, tiene poco de ingenua o inconsciente. Gracias al recurso de la
corazonada —muy utilizado por los escritores de ficción—, el anónimo cronista no
sólo subrayó la culpabilidad de Motecuhzoma, convirtiéndole en el único responsable
de la catástrofe, sino que, de manera muy inteligente, transformó la irresponsable y
cruel represalia contra los partidarios del tlatoani en un acto de justicia. Al mismo
tiempo, inculpa a los castellanos de un asesinato que, seguramente, cometieron los
desleales súbditos.
La tesis que el padre Durán presenta sin el mínimo sentido crítico se encuentra,
mejor o peor pergeñada, en los restantes documentos mexicanos. Para no aumentar
las tediosas referencias bibliográficas, emplearé como ejemplo la versión de los
informantes de fray Bernardino de Sahagún, prolijamente expuesta en las páginas
anteriores.
Una lectura minuciosa del lírico relato pone de manifiesto una clara dicotomía: de
un lado, una indiscutible base real; del otro, un discurso ficticio que, insisto, no
responde tanto a una mentalidad mágico-mítica, primitiva, como a una decidida
voluntad de manipular el pasado.

Página 27
El fundamento histórico se manifiesta de manera concreta cuando los
informadores describen el angustioso ambiente que dominó Tenochtitlan al saberse
que los castellanos eran invulnerables a las prácticas mágicas. La conversación del
tlacatecuhtli con los consejeros puede, asimismo, considerarse real.
Si prescindimos de las alusiones a los nigromantes, el substrato histórico se
reduce a una situación de inquietud social, que afectaba de manera indistinta a los
sectores populares y a los organismos del poder.
Por supuesto, el análisis no debe darse por finalizado con esta deducción —digna
del mismísimo Perogrullo—, sino que conviene profundizar algo más. ¿Cómo?
Examinando el texto a partir del objetivo que perseguía el escritor: recalcar la
culpabilidad de Motecuhzoma.
Desde esta perspectiva, la narración se vuelve traslúcida y deja entrever, si bien
de manera algo confusa, lo que pasó en la primavera de 1521.
Al igual que cualquier gobernante hubiera hecho en su caso, el tlacatecuhtli
titubeó a la hora de decidir las medidas a tomar. Descartada la hipótesis del regreso
de Quetzalcoatl, Motecuhzoma se vio en la obligación de optar entre declarar la
guerra a los blancos —guerreros poderosos que, además, se amparaban en su calidad
de embajadores—, o solventar la cuestión por medios sutiles, ocultos y secretos.
Diplomático antes que guerrero, el emperador se inclinó por la segunda opción. La
decisión, empero, irritó a una importante parte de la nobleza militar, siempre
dispuesta, por otra parte, a oponerse al tlatoani.
El rechazo de los notables a la postura imperial salta a la vista al ojear el texto
sahaguntino. Los belicosos descendientes de los aristócratas dictaron al candoroso
fraile una historia tergiversada, donde inventados episodios —mitad alegóricos, mitad
didácticos— daban una y otra vez la razón a los partidarios de la guerra.
La pintoresca conseja de los brujos demostraba que el sistema de Motecuhzoma
estaba condenado al fracaso desde antes de iniciarse, porque la fuerza del mexica
residía en la violencia, nunca en la inteligencia maquiavélica. El cuento, naturalmente
posee otra función, la de introducir los remodelados acontecimientos históricos.
Al llegar a esta parte, el argumento se convierte en una pieza maestra de
propaganda. El rastrero monarca pide consejo a los cortesanos valerosos, a aquellos
en quienes el corazón estaba firme, y expone su deseo de huir a la casa de Cintli. Los
nobles actúan con prudencia, pues responden que dejan el asunto en manos de
Motecuhzoma.
Es decir, hacen recaer la responsabilidad en el tlacatecuhtli, pero —aquí está la
sutil jugada del autor— recuerdan al tlatoani que, conforme a las creencias religiosas
precristianas, su futura vida de ultratumba dependía de la actuación terrenal. Existe
una velada amenaza, aunque el cronista la difumina al presentarla como una parábola.
Dejando a un lado las menciones al mictlan —lugar de residencia de las personas
que fallecían por causas naturales— y al tlalocan —el paraíso donde moraban los
difuntos vinculados al dios de las aguas—, los interlocutores de Motecuhzoma aluden

Página 28
a la Casa del Sol y a la Casa de Cintli. El primer topónimo —mítico, por supuesto—
no ofrece ningún problema de identificación; se trata del tonatiuhichan, el paraíso
solar al que sólo accedían los guerreros muertos en el combate o en el ara sacrificial.
Mayor confusión ofrece la referencia al cincalco o Casa de Cintli, ya que se trata de
un lugar cosmológico sin relación con las moradas de los difuntos. Dado que el texto
no presenta ninguna fisura, hay que suponer que el anónimo historiador tenía alguna
poderosa razón para incluir el término. ¿Cuál? Poner de manifiesto la puerilidad de la
decisión imperial, pues en el cicalco —ésta es la grafía correcta a mi entender— se
originó la vida humana.
Sea como fuere, la decisión de Motecuhzoma disgustó a los nobles, los cuales,
obrando como cualquier hombre público que se precie, filtraron la noticia a la
opinión pública, provocando con ello una histeria colectiva.
No ignoro que habrá quien tilde lo expuesto de simple elucubración; pero,
afortunadamente, otras fuentes de inspiración indiana corroboran la tesis suscrita.
Así, el tetzucocano Fernando de Alva Ixtlilxochitl menciona la polémica que surgió
entre los nobles y aliados cuando Tentlilli llegó a Tenochtitlan con las primeras
noticias fidedignas:

Todos los reyes y señores que se hallaron en esta junta estuvieron unos con
otros debatiendo sobre el caso un gran rato, y viendo el rey Motecuhzoma que
no se acababan de resolver, dijo a su hermano Cuitlahuac, que con licencia del
rey Cacama, su sobrino a quien compelía el primer voto, le dijese lo que sentía
como hombre más experimentado en negocios. Cuitlahuac dijo: —mi parecer
es, gran señor, que no metáis en vuestra casa quien os eche de ella, y no os digo
ni aconsejo más—. El rey Cacama le dijo: —el mió es que si vuestra alteza o
admite la embajada de un tan gran señor como dicen que es el de España, es
muy gran bajeza la suya y nuestra y de todo el imperio, pues los príncipes
tienen obligación y es ley de dar auditorio a los embajadores de otros; que
cuando ellos vengan con trato doble, por esto tiene en su corte soldados y
capitanes valerosos que le defenderán, y muchos parientes y amigos que miren
por su honra, y castiguen cualquiera traición y desacato (Fernando de Alva
Ixtlilxochitl).

Siete días después de haberse despedido, Tentlilli reapareció en el campamento


español. El gobernador de Cuetlaxtlan traía el herrumbroso capacete lleno de oro en
granos chicos, como le sacan de las minas, y otros valiosos presentes, tantas cosas
—escribe Bernal Díaz— que como ha tantos años que pasó no me acuerdo de todo.
Sin embargo, el veterano conquistador no se olvidó del aristócrata que
acompañaba a Tentlilli, ya que el tenochca poseía un gran parecido con don Hernán:

Venía con ellos un gran cacique, y en el rostro y facciones y cuerpo se


parecía al capitán Cortés, y adrede le envió el gran Montezuma, porque, según

Página 29
dijeron, cuando le llevó Tendile dibujado su misma figura, todos los principales
que estaba con Montezuma dijeron que un principal que se decía Quintalbor se
le parecía a lo propio a Cortés, que así se llamaba aquel gran cacique que
venía con Tendile (Bernal Díaz).

¿Qué pretendía el tlacatecuhtli con aquel curioso gesto? Acaso deseaba


únicamente agasajar al español, aunque ello no excluye que el sibilino señor de
Tenochtitlan aprovechara la oportunidad para dar a entender a los castellanos que no
los consideraba dioses. ¡Difícilmente un mortal podía asemejarse a una deidad!
Cualquiera que fuese el pensamiento el emperador al enviar a Quintalbor, lo
cierto es que éste portaba un inequívoco mensaje para su sosias: el huey tlatoani se
alegraba de saber que el poderoso Carlos quería tenerle por amigo y enviaba
embajadores tan valientes; por desgracia, Motecuhzoma no podía bajar a los arenales,
ni los castellanos subir a la capital, porque los duros caminos estaban infectados de
gentes bárbaras enemigas del imperio.
El de Medellín, plegándose a los adversos vientos, aceptó con semblante alegre el
costoso obsequio, regalando al tiempo algunas chucherías a los mensajeros. Cuando
los mexicas se preparaban para marchar, Cortés les rogó que comunicasen al tlatoani
que iría a buscarle donde quiera que estuviera, pues en caso contrario, el rey de
Castilla no le recibiría de buena manera.
Mientras en la lejana Tenochtilan las dos facciones rivales discutían la última
propuesta del extremeño unos misteriosos personajes llegaron de incógnito a los
médanos de Chalchiuhcuecan. Se trataba de acolhuas fieles a Ixtlilxochitl, quien los
enviaba para

Dar la bienvenida a Cortés y a los suyos y a ofrecérsele por su amigo,


dándole noticia del estado en que estaban las cosas del imperio, y el deseo de
vengar la muerte de su amado padre el rey Nezahualpiltzintli, y liberar el reino
del poder de tiranos, enviándole algunos dones y presentes de oro, mantas de
algodón y plumería (Fernando de Alva Ixtlilxochitl).

Por las mismas fechas tuvo lugar la traición de los caciques de Otompan, quienes,
descontentos con la política del tlacatecuhtli, revelaron a don Hernán los conflictos
internos del imperio.
Los disidentes —Atonal y Tlamapanatzin—, pertenecían a la más rancia nobleza,
ya que el primero se jactaba de descender por línea directa de Acamapichtli, el primer
tlatoani tenochca, y el segundo, aseguraba ser sobrino del propio Motecuhzoma.
Señores respectivos de los pueblos de Axapochco y Tepeyahualco, comunidades
acolhuas cercanas a Otompan, su palpable odio hacia el emperador procedía, sin
duda, de las concesiones que éste hizo a Ixtlilxochitl, a la sazón asentado en
Otompan.

Página 30
Durante su estancia en la corte, los magnates se vieron involucrados en la
represión de una campaña de agitación antimotecuhzoma, que se apoyaba en un
códice atribuido a Acamapichtli, en donde se profetizaba el regreso de Quetzalcoatl y
el fin del poder tenochca. Deseando acallar los rumores, el tlatoani ordenó a los
nobles que quemaran el documento. Por supuesto, éstos incumplieron la orden,
porque la pictografía poseía un valor extraordinario para todo aquel que tramase un
complot para derrocar al emperador.
Cuando los navíos de Juan de Grijalva fondearon en Chalchiuhcuecan, Atonal y
Tlamapanatzin se apresuraron a partir al encuentro de los dioses. Desgraciadamente,
al alcanzar los médanos, se encontraron con la desagradable sorpresa de que los
blancos habían partido.
No se desanimaron los intrigantes notables por el fracaso. Sabedores que los
hombres de pálida faz se encontraban de nuevo en el mismo lugar, se las ingeniaron
para obtener de Motecuhzoma —quien, al parecer, los honraba con su confianza— el
permiso necesario para ingresar en la comitiva de Tentlilli.
Una vez en la costa, la pareja permaneció en el campamento español y, tras la
partida del gobernador, ofreció el famoso códice al general español, siempre y cuando
el de Medellín se movilizara de inmediato para destruir la tiranía de Motecuhzoma.
Aceptó el extremeño la propuesta y los traidores regresaron a México para traer lo
prometido. El veintidós de mayo, amparados por la oscuridad de la noche, Atonal y
Tlamapanatzin penetraron en el real, con muchos indios de los suyos cargados de
presentes y bastimentos, y las pinturas en unos lienzos que acostumbran, que se
llaman nequene y otros libros del papel de maguey, que se usa entre ellos.
Sin dilación alguna, los señores mexicas extendieron los códices y, provistos de
unos finos punteros, explicaron con gran detalle la profecía de la Serpiente
emplumada y otros datos vitales para la empresa, tantos —escribe Cortés— que en
cinco días que los dichos Tlamapanatzin y Atonaletzin y su secretario allí estuvieron,
no acabaron de hacer capaz lo que en ellos se contiene.
No paró aquí la deslealtad de los magnates, pues, conociendo la codicia de los
teules, añadieron un dato adicional: Motecuhzoma poseía mucho oro dado por la
fuerza y el tesoro de su padre Axayacatl, y de él un aposento lleno, en bruto sin su
sello, y cantidad de tinas y ollas llenas de piedras chalchihuitl, joyas y otras
riquezas.
A tal punto llegó la perfidia de los aztecas que apostataron de las creencias
ancestrales, permitiendo que fray Bartolomé de Olmedo los bautizase.
Por supuesto, el extremeño, alborozado por las noticias, recompensó a los señores
de Otompan con una promesa de tierras, valedera para cuando Motecuhzoma fuese
expulsado del trono.
La traidora pareja jugaría un papel capital en el drama que acababa de iniciarse.
Aprovechando arteramente la confianza que el tlatoani depositaba en ellos, los nobles
practicaron un doble papel que, entre otros logros, permitió a Cortés mantenerse al

Página 31
tanto de los planes de su rival, o firmar una alianza con la poderosa confederación
chalca. Posiblemente el brutal encuentro de 1519-1521 hubiera transcurrido por otros
cauces sin las actividades subterráneas de Atonal y Tlamapanatzin.
Mientras los abyectos cortesanos desvelaban a los españoles los secretos de
Estado, el indio pitalpitoque, que quedaba para traer comida, aflojó de tal manera
que no traía ninguna cosa (Bernal Díaz).
Diez o doce días después, cuando el hambre arreciaba y los soldados vivían
gracias a los moluscos de las costas, reaparecieron Tentlilli y Cuitlalpitoc para
comunicar al de Medellín que el huey tlatoani no sólo se negaba a concederle la
entrevista, sino que exigía, además, que dejara de importunarle con mensajeros y
demandas.
Para demostrar al tozudo extremeño que hablaba en serio, el emperador ordenó
que cesase cualquier trato y comercio con los advenedizos huéspedes. Tras la retirada
definitiva de los embajadores, la muchedumbre que atendía las necesidades de los
teules huyó a la desbandada, quedando los blancos en precaria situación. Al respecto,
rememora Bernal Díaz:

En aquellos arenales donde estábamos había siempre muchos mosquitos, así


de los zancudos como de los chicos, que llaman xexenes, que son peores que los
grandes, que no podíamos dormir de ellos, y no había bastimentos y el cazabe
se apocaba, y muy mohoso y sucio de fátulas.

Al parecer, Motecuhzoma había logrado por fin dominar su corazón y trazar un


plan de actuación coherente. Cauteloso y prudente hasta la médula de los huesos, el
tlatoani, como hemos visto, no juzgaba conveniente enfrentarse de forma directa con
los castellanos. Los barbudos extranjeros podían, quizá, ser derrotados; pero los
supervivientes se refugiarían en sus acales y, tarde o temprano, regresarían con
nuevas fuerzas. La razón dictaba que se les exterminase por completo. Para ello, sólo
un sistema era válido: dejarles penetrar en el interior del territorio y atacarlos por
sorpresa. La arriesgada táctica exigía que los forasteros no recelasen la estratagema y
tomaran por sí mismos la decisión de viajar a Tenochtitlan.
La secuencia de los acontecimientos —bastante ilógica y absurda— cobra
coherencia sólo si se tiene en cuenta la hipótesis esbozada. Desde esta óptica, las idas
y venidas de los mensajeros, los valiosos regalos y la brusca ruptura final, dejarían de
ser el producto de una mente desquiciada para convertirse en hábiles maniobras
estratégicas, cuya finalidad consistía en forzar la marcha hacia México.
El proyecto, desde luego, no sólo era factible, sino que, además, poseía una
ventaja adicional. Aprovechando la confusión, el tlatoani podría purgar a la díscola
nobleza, eliminando a los rebeldes más notables.
Con toda seguridad, el proyecto contaba con el beneplácito del sacerdocio, pues
Motecuhzoma justificó la retirada de los embajadores —que forzaría a don Hernán a

Página 32
avanzar— aduciendo el oráculo de los dioses:

Como Montezuma era muy devoto de sus ídolos, que se decían Tezcatepuca
e Huichilobos; el uno decían que era dios de la guerra y el Tezcatepuca el dios
del infierno, y les sacrificaban cada día muchachos para que le diesen respuesta
de lo que había de hacer de nosotros, porque el Montezuma tenía pensamiento
que si no nos tornábamos a ir en los navíos, de nos haber a todos a las manos
para que hiciésemos generación, y también para tener que sacrificar, según
después supimos; que la respuesta que le dieron sus ídolos que no curase más
de oír a Cortés, ni las palabras que le envía a decir (Bernal Díaz).

Los hechos dieron la razón al emperador, porque las tropas españolas —


hambrientas y flageladas por los insectos— iniciaron la marcha. Pero un suceso
inesperado vino a complicar las argucias de Motecuhzoma. Los habitantes de la
costa, los pusilánimes totonacas, se rebelaron contra la autoridad imperial. Bajo el
mando del señor de Cempoallan —un obeso individuo que pasaría a la historia con el
sobrenombres del Cacique gordo—, una treintena de villas totonacas pusieron su
destino en manos del capitán español.
El tlatoani actuó con serenidad. Rechazando los consejos de los halcones, envió
cinco calpixque, o recaudadores de tributo, a Quiahuiztlan, localidad donde residía
Malinche. Apenas los altivos funcionarios entraron en la ciudad, el pánico se apoderó
de los sediciosos, que corrieron a recibirles, dejando a su aliado blanco en la mayor
de las soledades.
Como supuso Motecuhzoma, la brutal represión no era necesaria, puesto que la
insurrección podía abortarse antes que cobrara fuerza. Mas el sagaz gobernante
incurrió en el grave error de ignorar la inteligencia del general castellano. Nada más
don Hernán tuvo noticia del evento, reunió a los tlatoque totonaca y les expuso que:

El rey, nuestro señor, le mandó que viniese a castigar a los malhechores, y


que no consintiese sacrificios ni robos, y pues aquellos recaudadores venían con
aquella demanda, les mandó que luego les aprisionasen y los tuviesen presos
basta que su señor Montezuma sepa la causa cómo vienen a robar y a llevar por
esclavos sus hijos y mujeres y a hacer otras fuerzas. … Y todavía Cortés les
convocó que luego los echasen en prisiones, y así lo hicieron, y de tal manera,
que en unas varas largas y con collares, según entre ellos se usa, los pusieron
de arte que no se les podían ir; y a uno de ellos, porque no se dejaba atar, le
dieron de palos (Bernal Díaz).

La audaz e imprevisible conducta del futuro marqués del Valle causó más
inquietud en el ánimo de Motecuhzoma que los malintencionados rumores sobre el
retorno de Quetzalcoatl.

Página 33
Al prender a los calpixque, Malinche —sobrenombre que los mexicanos daban a
don Hernán— colocaba a los jefes totonacas y al emperador en una delicada posición.
Tras aquel acto de rebeldía, Motecuhzoma debía obligatoriamente movilizar los
escuadrones imperiales para castigar a los sublevados, evitando así que los restantes
tributarios se dejaran tentar por las veleidades independentistas. No obstante, la
campaña contra el Totonacapan desagradaba al tlatoani, pues implicaba la guerra
contra los extraños amigos de los costeños, y, consecuentemente, el fracaso del
meticuloso plan.
Cuando el poderoso ejército tenochca se preparaba para partir, dos de los
funcionarios apresados se presentaron en México. Cortés había dado una nueva
muestra de su ingenio al liberar a los calpixque. La redención de los presos era, en
verdad, una jugada maestra. Por un lado, don Hernán forzaba a la liga totonaca a
abrazar sin ambages el estandarte de la rebelión; por el otro, se ganaba las simpatías
de Motecuhzoma al salvar a los funcionarios de una muerte segura.
Pueril argucia que el tlatoani dio por buena. Desde luego, no porque creyera que
el extremeño estaba al margen de la detención, sino porque el acto le permitía
retomar la estrategia original.
Así pues, amasó su ira y despachó una nueva comisión, compuesta por dos
jóvenes sobrinos suyos y cuatro ancianos, que actuaban como consejeros. El mensaje
que los infantes transmitieron a Cortés difería poco de los que el extremeño escuchó
en ocasiones anteriores: Motecuhzoma agradecía el rescate de los prisioneros y
perdonaba el castigo de aquel desacato y atrevimiento, porque —escribe Francisco
López de Gómara— le quería bien, y por los servicios y buena acogida que le habían
hecho en su casa y pueblo. Ahora bien, el tlacatecuhtli añadía un amenazador
corolario: el poder de los descendientes de Quetzalcoatl no libraría a los totonaca de
la cólera imperial, ya que pronto harían otro exceso y delito, por donde lo pagaren
todo junto, como el perro los palos.
Respecto a la entrevista, los mensajeros dijeron que el emperador, enfermo y
ocupado en otras guerras y negocios importantísimos, no tenía tiempo para concertar
una cita, mas andando el tiempo —continúa Gómara— no faltaría manera.
Según se desprende de lo expuesto, la postura de Motecuhzoma, lejos de
modificarse, se fortaleció tras el incidente de Quiahuiztlan. Tan seguro estaba el
tlatoani de sí mismo que se permitió provocar a tirios y troyanos. Citaré al respecto
un significativo detalle. Entre otros objetos, la legación regaló al de Medellín un
yelmo repleto de pepitas de oro, que el gobernante mexica, siempre solícito, enviaba
para curar la enfermedad de don Hernán. La dolencia del capitán, por lo visto,
causaba una gran inquietud a Motecuhzoma, dado que rogó al español le diese noticia
de ella por medio de los embajadores. La ironía salta a la vista; pero queda trunca si
olvidásemos mencionar que los parientes del tlacatecuhtli eran los hijos de su
hermano Cuitlahuac, el opositor más destacado de la política imperial.

Página 34
El 16 de agosto de 1519, la hueste inició la andadura hacia la gran México-
Tenochtitlan. Naturalmente, Motecuhzoma favoreció cuanto pudo la fatigosa marcha,
ordenando a las guarniciones de la ruta que proporcionasen alimentos en abundancia
a los teules. A tal efecto, el emperador ordenó a un funcionario de alto rango que
viajara a Cempoallan para supervisar el cumplimiento del ucase.
El comisionado partió sin dilación y encontró a los españoles en Chichiquila. De
inmediato, se presentó ante don Hernán y tras entregarle un ramo de rosas —pues
jamás cuando van a saludar o a visitar a alguna persona saben llevar las manos
vaciás—, le dijo:

El rey Motecubzoma le desea servir, y así, ha mandado a los pueblos de la


provincia y comarca con rigor y pena de la vida, que le reciban a él y a los
demás dioses, sus compañeros, con todo el buen tratamiento que puedan, y con
todo el regocijo y contento posible, pues son sus vasallos y que le den todo lo
necesario, sin que halla falta alguna, como creo que no la habrá habido hasta
ahora, de lo cual quería ser satisfecho para de ello satisfacer a mi señor y rey
(Diego Duran).

Posiblemente, el extremeño receló alguna trampa y, por intermedio de la


intérprete, rechazó la oferta. No le faltaba razón a don Hernán; la presencia de un
huitznahuatl invita a suponer que Motecuhzoma, fiel al plan trazado, preparaba ya la
celada que le permitiría librarse de los molestos huéspedes. ¿Por qué si no iba a
nombrar a un huitznahuatl, i. e., a un alto cargo del ejército, para una misión
diplomática? Un guerrero que, por otra parte, simpatizaba poco con los hombres del
pendón carmesí, como demuestra el pobre regalo que ofreció al divino Malinche.
Regresó Motelchiuh a la corte y el general castellano se encaminó a Xocotlan,
próxima etapa del viaje. Olintetl, señor del lugar, recibió a los expedicionarios con
indisimulada hostilidad. Después de proporcionar algunas provisiones con desgana,
Olintetl se enzarzó en una apasionada discusión con el extremeño. Pretendía el de
Medellín que el mexicano fuese servidor de aquel tan grandísimo rey que le decía y
reconociese el vasallaje con un tributo de oro. Olintetl, desafiante, rechazó la
propuesta, añadiendo que no saldría de la voluntad de Moctezuma, ni daría, sin que
él lo mandase, oro ninguno, aunque tenía mucho (Francisco López de Gómara).
La provocativa actitud del magnate azteca aumentó las sospechas del español,
cada vez más seguro de que el huey tlatoani maquinaba alguna traición. Los recelos
se potenciaron aún más cuando Olintetl, consultado acerca de la ruta que debía seguir
la hueste, afirmó que por un pueblo muy grande que se decía Cholula. La respuesta
sorprendió a los totonacas que acompañaban a los hispanos, pues era un secreto a
voces que los mexicas poseían bases militares en las cercanías de la sacrosanta urbe.
Según los cempoaltecas, el camino más seguro pasaba por Tlaxcallan, cuyos
habitantes eran sus amigos y enemigos de los mexicanos. Y asi —recuerda Bernal

Página 35
Díaz—, acordamos de tomar el consejo de los de Cempoal, que Dios lo encaminaba
todo.

Página 36
TRAICIÓN EN LA CIUDAD DEL DIOS
QUETZALCOATL

Miércoles, treinta y uno de agosto del año de Nuestro Señor de mil e quinientos e
diez y nueve años. Apenas las tropas se adentraron en el territorio tlaxcalteca, una
horda de emplumados guerreros se abatió sobre ellas. Los vistosos escuadrones
indígenas combatieron con hombría insuperable; pero, incapaces de resistir la
violenta defensa, se vieron forzados a retirarse.
Tres veces más atacaron los valerosos soldados de la república a los españoles y
tres veces mordieron el polvo de la derrota. Finalmente, tras el fracaso de una
intentona nocturna, Xicotencatl, el joven general de los ejércitos tlaxcaltecas, tuvo
que aceptar la decisión del senado, que mayoritariamente se inclinó por firmar la paz.
Llegó ésta en el momento oportuno, pues la situación del vencedor era igual de
precaria que la del vencido. Don Hernán, refugiado en un cerro, se había convertido
en un nuevo Pirro. Ganaba batallas, sí; mas le costaban caras. Había perdido varios
hombres y, lo peor de todo, la hueste exigía la retirada.
Los aliados indígenas, acostumbrados a la obediencia ciega y pasiva, aceptaban el
destino futuro con estoica resignación. Seguirían a Cortés, aunque hubieran
descubierto que era un hombre, no un dios. El aura divina que astutamente creó don
Hernán se evaporó tras las duras lides. Las palabras del cempoalteca Teuch no podían
ser más reveladoras:

Señor, no te fatigues en pensar pasar adelante de aquí, porque yo siendo


mancebo fui a México y soy experimentado en las guerras y conozco de vos y de
vuestros compañeros que sois hombres y no dioses, y habéis hambre y sed y os
cansáis como hombres (Andrés de Tapia).

La situación llegó a ser tan angustiosa que el extremeño pensó en seguir el


consejo de Alonso de Grado, quien insistía en retroceder a la costa.
Por fortuna para él, el dilema ya estaba decidido. En aquel momento, los
embajadores tlaxcaltecas se preparaban para viajar al real castellano, iniciando las
conversaciones que pusieran fin a las hostilidades.
La decisión de los tlaxcaltecas conmocionó a Motecuhzoma, que se apresuró a
tomar las medidas a su alcance:

Página 37
Estando, muy católico señor, en aquel real que tenía en el campo cuando en
la guerra de esta provincia estaba, vinieron a mí seis señores muy principales
vasallos de Mutezuma, con hasta doscientos hombres para su servicio, y me
dijeron que venían de parte del dicho Mutezuma a decirme cómo él quería ser
vasallo de vuestra alteza y mi amigo y que viese yo qué era lo que quería que él
diese por vuestra alteza en cada año de tributo (Hernán Cortés).

La presencia de los diplomáticos tenochcas en el campo hispano forzó al senado


tlaxcalteca a acelerar la proyectada paz. Sin aviso alguno, Xicotencatl se presentó en
el campamento para tratar las condiciones de un armisticio. Fieles a las instrucciones
recibidas, los comisionados mexicas iniciaron una discusión con el evidente propósito
de abortar la negociación:

El más principal de los embajadores de Motecuhzoma, llamado


Atempanécatl, con gran coraje le dijo: «¿a qué vienes aquí?, ¿qué embajada es
la que traes?, quiero saber de ella: y ¿sabes a quién se la traes?, ¿es tu igual,
para que le recibas con las armas acostumbradas de la profanidad de la
milicia?», y no respondiéndole palabra, prosiguió el embajador de
Motecuhzoma diciendo: «¿quién tiene la culpa de las desvergüenzas y
contiendas que ha habido en Huitzilhuacan, Tepatlaxco, Tetzmolocan,
Teotlaltzinco, Tepetzinco, Ocotépec, Tlamacazquicac, Atlmoyahuacan,
Zecalacoyocan, y en todo el contorno hasta Chololan?, veamos lo que vas a
tratar con Cortés, que quiero verlo y oírlo» (Fernando de Alva Ixtlilxochitl).

Replicó el embajador tlaxcalteca con agrias palabras, echando en cara al mexica


la voracidad imperialista de Tenochtitlan. A continuación, se volvió a don Hernán y le
pidió muy encarecidamente se fuese luego con él a su ciudad, y le presentó —añade
Ixtlilxochitl— cantidad de alpargatas para el camino.
El extremeño, ocultando el gozo que la patética escena le produjo, respondió que
sólo consideraría la propuesta si los cuatro gobernantes se la exponían en persona.
No se había retirado aún el general Xicotencatl cuando el atempanecatl,
sonriéndose, se acercó al de Medellín para poner en entredicho la buena fe de la
Señoría. Cortés —aseveró el funcionario— no debía fiarse de la proposición
tlaxcalteca, porque lo hacían para después que nos tuviesen en su ciudad, en parte
donde nos pudiesen tomar a su salvo, damos guerra y matarnos (Bernal Díaz).
El extremeño, que con los unos y con los otros maneaba, y a cada uno en secreto
le agradecía el aviso, afirmó que estaba decidido a firmar la paz, aunque, por
supuesto, tendría en cuenta la razonable advertencia. Insistió el atempanecatl; mas al
comprobar que don Hernán no mudaba la opinión, pidió que retrasase el proyectado
viaje seis días, tiempo que necesitaba para recibir nuevas órdenes del tlacatecuhtli.
Como la prórroga favorecía sus planes, Cortés la aceptó de buena gana.

Página 38
Y cumplido el plazo que había dicho —escribe Bernal Díaz—, vinieron de
México seis principales, hombres de mucha estima, y trajeron un rico presente
que envió el gran Montezuma… Y dijeron a Cortés, cuando lo presentaron, que
su señor Montezuma se huelga de nuestra buena andanza, y que le ruega muy
ahincadamente que en bueno ni malo no fuese con los de Tlaxcala a su pueblo,
ni se confiase en ellos, que le querían llevar allá para robarle oro y ropa,
porque son muy pobres.

El general castellano agradeció el regalo y el consejo, si bien añadió que iría a la


capital de la república, dado que creía firmemente que los tlaxcaltecas respetarían la
palabra empeñada.
El regreso de los legados imperiales alertó a los senadores de Tlaxcallan, los
cuales corrieron al real español. Habiéndose cumplido la condición impuesta por don
Hernán, las negociaciones se ultimaron con gran rapidez. Al día siguiente, la hueste
caminó hacia Tlaxcalla y con ella partieron los mensajeros de Motecuhzoma, ávidos
por saber cuanto pasara.
Poco disfrutaron los altivos mexicanos la estancia en la metrópoli. En su
presencia, la Señoría firmó un tratado de defensa con los teules, que, posteriormente,
suscribieron Huexotzinco y otros Estados hostiles al Imperio. Desde luego, aquello
no fue lo peor. El rebelde Ixtlilxochitl, informado de las victorias castellanas, envió
nuevos emisarios, cuyo mensaje provocó escalofríos en los cortesanos de
Motecuhzoma: el acolhua ofrecía su amistad a los blancos y les proponía que tomaran
la ruta de Calpulalpan, donde los esperaría con su ejército para destruir Tenochtitlan.
Llegados a este punto, examinemos la participación de Motecuhzoma en el
conflicto hispano-tlaxcalteca, no por acallada menos real.
Si atendemos al plano estratégico, no cabe duda que el choque favorecía al
tlatoani mexica. Si vencían los hombres blancos, el Imperio se vería libre al fin del
secular y tozudo rival; si acontecía lo contrario, los inoportunos extranjeros dejarían
de ser una amenaza.
Las noticias procedentes del señorío poblano no preocupaban, pues, al
tlacatecuhtli. Ahora bien, cuando sus espías le notificaron que la Señoría tenía en
mente solicitar un armisticio, la postura varió de manera radical. La alianza entre
enemigos antiguos y recientes suponía un gravísimo peligro para Tenochtitlan, ya que
los valerosos tlaxcaltecas, apoyados por los invictos guerreros de Malinche, podrían
atacar en cualquier momento el Valle de México. Lo peor del asunto era que los
invasores no encontrarían resistencia durante los primeros momentos, pues
Ixtlilxochitl, dueño y señor de los territorios acolhuas fronteros con Tlaxcallan, no
opondrían ninguna resistencia.
A fin de conjurar la terrible amenaza, Motecuhzoma reunió a los notables en
consejo. Nada nuevo salió de la reunión: el señor de Iztapalapan propuso que se
enviara una delegación para solicitar la amistad de don Hernán y rogar que no pasara

Página 39
a México; Cacamatzin, como siempre, sostuvo la idea opuesta, que se recibiera a los
hombres del Este.
El gobernante mexica rechazó ambas soluciones y optó por una vía intermedia. Si
el éxito hubiera coronado la actuación del icpalli, nadie habría cuestionado la bondad
de las medidas. Por desgracia, éstas se revelaron estériles y, como siempre ocurre, los
inflexibles jurados de Clío condenaron al tlacatecuhili. Según los eruditos, el tlatoani
incurrió en una de sus múltiples necedades al desoír el prudente parecer de
Cuitlahuac:
Severa sentencia que, a mi entender, no está dictada por la razón, sino por la
pasión. Para no incurrir en el mismo error, veamos con algún detalle la opinión del
señor de Iztapalapan. El historiador ilustrado Francisco Xavier Clavijero la transcribe
así en su monumental Historia antigua de México:

Cuitlahuatzin reprodujo lo que ya había dicho en otra ocasión; que no


convenía admitirlos en la Corte; que se enviase al jefe de aquellos advenedizos
un buen regalo, se le preguntase qué quería de aquel país para el gran señor en
cuyo nombre venía y se le ofreciese la amistad y buena correspondencia de los
mexicanos; pero al mismo tiempo se le hiciesen nuevas instancias para que se
volviese a su patria.

Francamente, me cuesta trabajo ver en el discurso de Cuitlahuac algo más que un


mero parlamento retórico, dictado por el amor a la patria o, quizá, por innominables
intereses personales.
El señor de Iztapalapan afirma que se debe mandar una comisión para exigir a los
forasteros que declaren sus propósitos; pero se olvida —¿de manera inconsciente?—
que los teules están empeñados en una lucha a vida o muerte. Lo olvida él, que es, ni
más ni menos, que tlacatecatl, o dicho con otros términos, el responsable máximo del
ejército mexica.
Añade, además, que se les inste a regresar al lugar de origen. Y si se negaban,
¿qué se debía hacer? Cuitlahuac no ofreció solución alguna, aunque conociendo su
belicoso carácter, llegada la hora se inclinaría por la violencia. ¡Absurdo consejo!
Tenochtitlan estaba imposibilitada de tomar el sendero de la guerra, porque implicaba
bien ayudar al enemigo secular, bien exponerse a una probable invasión.
Parece increíble que los investigadores se dejen arrastrar por el sentimiento hasta
el punto de olvidar tan sencillos razonamientos, más propios del entrañable
Perogrullo que de Alejandro Magno.
Examinemos a continuación la postura de Motecuhzoma. Descartada la
intervención militar, sólo la diplomacia permitiría romper la paz en ciernes. Las
maniobras del tlatoani, dignas del propio Niccola Maquiavelo, habrían engañado a
cualquiera, salvo a Cortés, quien no sólo descubrió el sutil juego de mexica, sino que
empleó la misma arma contra él. Mas los exégetas no supieron apreciar la sabia

Página 40
actuación de Motecuhzoma que —ironías de Clío— transformaron al inteligente
monarca en un cretino integral. En fin, para no prolongar estas observaciones
innecesariamente, invito al lector a leer de nuevo los pasajes transcritos en función de
lo aquí expuesto.
El tlacatecuhtli, casi con toda seguridad, intuía que sus esfuerzos resultarían
baldíos. Sin embargo, sabía que el fracaso sería relativo, porque lo vital era ocultar al
astuto extremeño el plan decisivo.
En resumidas cuentas, al tratar de indisponer a los blancos con la Señoría,
Motecuhzoma levantaba una sólida cortina de humo; tan sólida que, por lo visto, aún
hoy resulta difícil de disipar.
Entrado ya el mes de octubre, don Hernán determinó proseguir el agitado viaje.
La decisión levantó una polémica entre los anfitriones indígenas y los legados del
tlatoani: los primeros proponían la ruta de Huexotzinco; los segundos preferían la de
Cholollan:

Y estando platicando sobre el camino que habíamos de llevar para México,


porque los embajadores de Montezuma que estaban con nosotros, que iban por
guías, decían que el mejor camino y más llano era por la ciudad de Cholula,
por ser vasallos del gran Montezuma, donde recibiríamos servicio, y a todos
nosotros nos pareció bien que fuésemos a aquella ciudad; y como los caciques
de Tlaxcala entendieron que nos queríamos ir por donde nos encaminaban los
mexicanos, se entristecieron y tomaron a decir que, en todo caso, fuésemos por
Guaxocingo, que eran sus parientes y nuestros amigos, y no por Cbolula,
porque en Cholula tiene Montezuma sus tratos dobles encubiertos (Bernal
Díaz).

Mientras se debatía la cuestión en Tlaxcallan, Motecuhzoma, ignorante del


acuerdo adoptado por la hueste, despachó una nueva misión. Ansioso por atraer a los
castellanos a Cholollan, el tlacatecuhtli les rogó que fuesen a Tenochtitlan. Durante
meses, el emperador se negó tercamente a permitir la entrada de Cortés en la capital
azteca; ahora tomaba la decisión contraria.
Como Motecuhzoma no era una persona nerviosa o fanática, debemos suponer
que sólo una razón de tipo político pudo motivar tan drástico cambio. Comparado con
las grandilocuentes tesis que transforman al mexica en un Luis de Baviera
mesoamericano, el aserto —lo reconozco— es bastante gris. Ahora bien, posee tanto
sentido común que hasta el propio Bernal Díaz, hombre cabal donde los haya, lo
admite:

Esto hacía el gran Montezuma por sacarnos de Tlaxcala, porque supo que
habíamos hecho las amistades que dicho tengo en el capítulo que de ello habla,
y para ser perfectas habían dado sus hijas a Malinche, porque bien tuvieron
entendido que no les podía venir bien ninguno de nuestras confederaciones. A

Página 41
esta causa nos cebaba con oro y presentes para que fuésemos a sus tierras, o al
menos porque saliésemos de Tlaxcala.

El 14 de octubre, los hombres del pendón carmesí entraron en Cholollan.


La gigantesca metrópoli, una de las más grandes de Mesoamérica, tenía por
aquellas fechas unos 150.000 habitantes, que se regían por un gobierno teocrático. El
sistema, extraño en un mundo tan militarista como el México precortesiano, tenía una
razón de ser: la rica y opulenta Cholollan vivía gracias a los ingresos que le reportaba
su carácter de ciudad sagrada del Anahuac. Cada año, miles y miles de peregrinos
viajaban a la sacrosanta urbe para ofrecer sacrificios en alguno de los cuatrocientos
templos que ornaban la ciudad. El más impresionante de todos era, sin duda alguna,
el teocalli mayor, una ciclópea montaña artificial consagrada a Quetzalcoatl, la
blanca deidad del país.
Los astutos teopixque, conscientes del pavor y respeto que infundía la enorme
mole, habían creado una leyenda sobre la misma. Al decir del clero, si algún ejército
impío atacaba la urbe, bastaría con desprender el revestimiento de las paredes del
templo para que brotaran torrentes de agua, que ahogarían a los sacrílegos guerreros.
Gracias a la ingenua conseja y a otros factores más prosaicos —las metrópolis
sagradas son importantes mercados internacionales—, los servidores de la Serpiente
emplumada lograron mantenerse al margen de la conflictiva política local. Empero,
no pudieron librarse de las maquinaciones de Motecuhzoma, quien, después de una
maniobra oculta, forzó a los teócratas a abrazar la causa de México.
El recibimiento que los magnates chololtecas dieron a los hijos de Quetzalcoatl
sorprendió a éstos por su grandeza:

Y entrando por la ciudad, salió la demás gente que en ella había, por sus
escuadrones, saludando a los españoles que se topaban, los cuales íbamos en
nuestra orden. Luego, tras esta gente, salió toda la gente de ministros que sirven
a los ídolos, vestidos con ciertas vestimentas… Muchos de ellos llevaban
trompetas y flautas tañendo, y ciertos ídolos cubiertos y muchos incensarios. Así
llegaron al marqués y después a los demás, echando de aquella resina en los
incensarios (Andrés de Tapia).

Sólo un incidente perturbó el magno acontecimiento. Los chololtecas se negaron


a dar hospedaje a los contingentes tlaxcaltecas. Para no disgustar a sus anfitriones,
don Hernán ordenó a los escuadrones de la República que acamparan en las
cercanías.
Nada más instalarse los blancos en unos grandes palacios, el atempanecatl,
máximo responsable de la legación azteca, se despidió de Cortés y regresó a
Tenochtitlan. No se tomó el hecho en consideración porque se pensó que marchaba a
informar al talcatecuhtli. Sin embargo, la inquietud cobró cuerpo cuando,
transcurridas cerca veinticuatro horas, ningún magnate se acercó para interesarse por

Página 42
los blancos. De tanto en tanto, algún curioso se presentaba y riéndose, como cosa de
burla, observaba de lejos las actividades de los extranjeros, más nunca trasponía el
dintel.
Los maleducados anfitriones tampoco se ocuparon de satisfacer las necesidades
de los huéspedes. En contadas ocasiones, unos ancianos acudieron con un poco de
agua y leña, balbuciendo que no traían alimentos por estar los trojes vacíos.
Al segundo día, una nueva embajada de Motecuhzoma se presentó ante el
extremeño. Al parecer, el tlatoani había cambiado nuevamente de idea:

A esta ciudad vinieron ciertas personas principales por mensajeros de


Muteczuma, e hicieron su plática una y muchas veces. Unas veces decían que a
qué íbamos y a dónde, porque ellos no tenían donde vivían bastimiento que
pudiésemos comer; y otras veces decían que decía Muteczuma que no le
viésemos, porque se moriría de miedo; y otras decían que no había camino para
ir. Visto que a todo esto el marqués les satisfacía; hicieron a los mismos del
pueblo que dijesen que donde Muteczuma estaba había mucho número de leones
y tigres y otras fieras, y que cada vez que Muteczuma quería las hacía soltar, y
bastaban para comemos y despedazamos (Andrés de Tapia).

La inusual falta de atenciones, unida al amenazador mensaje, despertó los nunca


acallados temores de la hueste. Deseando saber la verdad, Cortés convocó a uno de
los principales señores, pero éste pretextó una enfermedad para no acudir. Tanto
insistió el español que el doliente se acercó al improvisado cuartel y, temblando de
miedo, se dispuso a afrontar la reprimenda.
El de Medellín, tras inquirir el porqué de la huidiza conducta, adoptó un tono
dolido y comunicó al magnate que al día siguiente reemprendería el camino, por lo
cual le rogaba que al amanecer tuvieran dispuestos cargadores y provisiones. El
chololteca, tan cortado que no acertaba a hablar, murmuró que prepararían las
vituallas, mas que su señor Montezuma les ha encargado a mandar que no la diesen,
ni quería que pasásemos de allí adelante.
Y estando en estas pláticas —continúa el veraz cronista vallisoletano— vinieron
tres indios de los Cempoal, nuestros amigos, y secretamente dijeron a Cortés que han
hallado, junto a donde estábamos aposentados, hechos hoyos en las calles,
encubiertos con madera y tierra encima, que quitaron la tierra de encima de un hoyo
y estaba lleno de estacas muy agudas, para matar los caballos si corriesen y que las
azoteas las tienen llenas de piedras y mamparos de adobe, y que ciertamente no
estaban de buena arte, porque también hallaron albarradas de maderos gruesos en
otra calle. Y en aquel instante vinieron ocho indios tlaxcaltecas, de los que dejamos
en el campo, que no entraron en Cholula, y dijeron a Cortés: «mira, Malinche, que
esta ciudad está de mala manera, porque sabemos que esta noche han sacrificado a
su ídolo, que es el de la guerra, siete personas, y los cinco de ellos son niños, porque

Página 43
les dé victoria contra vosotros, y también habemos visto que sacan todo el fardaje y
mujeres y niños».
Para confirmar aún más las sospechas, doña Marina comentó a su compañero
Aguilar que una anciana principal la rogó en secreto que se quedase allí, porque ella
la quería mucho y le pesaría si la matasen (Andrés de Tapia).
Brilló la cólera en los acerados ojos de don Hernán, quien ordenó que se detuviera
a dos sacerdotes y a la anciana amiga de la bella intérprete. Con costosos regalos y
buenas palabras, la muchacha logró poner al descubierto la conspiración:

Y dijeron que la verdad es que su señor Montezuma supo que íbamos a


aquella ciudad, y que cada día estaba en muchos acuerdos, y que no
determinaba bien la cosa, y que una veces les enviaba a mandar que si allá
fuésemos que nos hiciesen mucha honra y nos encaminasen a su ciudad y otras
veces les enviaba a decir que ya no era su voluntad que fuésemos a México; que
ahora nuevamente le han aconsejado su Tezcatepuca y su Ichilobos, en quien
ellos tienen gran devoción, que allí en Cholula nos matasen o llevasen atados a
México, y que había enviado el día antes veinte mil hombres de guerra, y que la
mitad están aquí dentro de la ciudad y la otra mitad están cerca de aquí entre
unas quebradas, y que ya tienen aviso como habéis de ir mañana, y de las
albarradas que les mandaron hacer, y de los dos mil guerreros que os habernos
de dar; y como tenían ya hechos conciertos que habían de quedar veinte de
nosotros para sacrificar a los ídolos de Cholula (Bernal Díaz).

Nada más conocer el resultado de la encuesta, el de Medellín reunió al Estado


Mayor. Como siempre ocurre en estos casos, en la reunión se expusieron opiniones
para todos los gustos, aunque al final prevaleció la postura de aquellos que exigían un
castigo ejemplar.
Al alborear la mañana del 18 de octubre, una muchedumbre acudió al palacio. Lo
que sucedió después no resulta difícil de saber:

Cuando se hubo llegado, se dieron gritos, se hizo pregón: los guías y los
hombres del pueblo. Hubo reunión en el atrio del dios.
Pues cuando todos se hubieron reunido, luego se cerraron las entradas. Por
todos los sitios donde había entrada.
En el momento hay acuchillamiento, hay muerte, hay golpes. ¡Nada en su
corazón tenían los Cholula!
No con espadas, no con escudos hicieron frente a los españoles.
No más con perfidia fueron muertos, no más como ciegos murieron, no más
sin saberlo murieron (Informantes indígenas de Sahagún).

La noticia de la atroz matanza se extendió por todo el Anahuac con la celeridad


del rayo, sembrando la consternación y el temor en el ánimo de aquella población.

Página 44
Por supuesto, don Hernán —hábil general y mejor político— no desperdició
ocasión tan espléndida. Convocó a los enviados mexicas y les echó en cara la
participación de Motecuhzoma en la conspiración, quien, según el propio Cortés,
había enviado a decirme que era mi amigo y por otra parte buscaba maneras de
ofenderme con mano ajena.
Y pues —añade el extremeño— así era, que él no me guardaba su palabra ni me
decía verdad, que yo quería mudar en mi propósito; que así como iba hasta entonces
a su tierra con voluntad de verle, hablar, tener por amigo y tener con él mucha
conversación y paz, que ahora quería entrar por su tierra de guerra, haciéndole todo
el daño que pudiese como a enemigo, y que me pesaba mucho de ello, porque más le
quisiera tener por amigo.
El ultimátum del extremeño reabrió la polémica que corroía el tecpan imperial.
Transcurridos seis días, el mensajero que los mexicas enviaron a Tenochtitlan
regresó, trayendo consigo al atempanecatl y otros cuatro magnates. El huey tlatoani,
naturalmente, condenaba un atentando hecho sin su conocimiento y se reafirmaba en
el deseo de mantener buenas relaciones con el poderoso señor de Malinche; pero por
desgracia, lamentaba tener que denegar de nuevo el permiso, pues la metrópoli
carecía de alimentos. Sin embargo, Motecuhzoma aconsejaba a Cortés que se
asentase donde quisiese y allí se le daría cuanto necesitase.
Harto el general español del pesado juego, replicó con decisión que, gustase o no
al tlacatecuhtli, los castellanos partirían para Tenochtilan, añadiendo
amenazadoramente que no se pusiera en otra cosa, porque sería mucho daño suyo
(Hernán Cortés).
Vista la irrevocable decisión, los incansables cortesanos volvieron a consultar a su
amo. Puesto entre la espada y la pared, el tlatoani invitó por fin a los teules, aunque
insistió aún en la pobreza de la ciudad.
El primero de octubre, la hueste dejó Cholollan y caminó hasta la aldehuela de
Calpan, donde pernoctó. Allí les esperaban las autoridades civiles y religiosas de
Huexotzinco, señores del lugar, quienes advirtieron al extremeño que los mexicanos
urdían una nueva traición, porque

Subido aquel puerto, que había dos caminos muy anchos, y el uno iba a un
pueblo que se dice Chalco, y el otro a Talmanalco, que era otro pueblo, y
entrambos sujetos a México; y que el un camino estaba muy barrido y limpio
para que vayamos por él, y que el otro camino le tenían ciego y cortados
muchos árboles muy gruesos y grandes pinos, porque no pudieran ir caballos ni
pudiésemos seguir adelante, y que abajo un poco de la sierra, por el camino que
tenían limpio, creyendo que habíamos de ir por él, tenían cortado un pedazo de
la sierra, y había allí mamparos y albarradas, y que han estado en el paso
ciertos escuadrones de mexicanos (Bernal Díaz).

Página 45
Al amanecer el nuevo día, los hombres del pendón carmesí comenzaron a escalar
la impresionante cordillera que separa los Valles de Puebla y México. Alcanzado el
lugar donde los caminos se separaban, los advenedizos teules se prepararon para el
combate, mas ningún guerrero azteca trató de impedirles paso.
Los soldados españoles arrancaron las vallas y continuaron el ascenso, burlándose
de la débil barrera. Si hubieran conocido el significado del acto, con toda seguridad
habrían dejado de reír: cuando los habitantes del México central deseaban cortar las
relaciones diplomáticas, vallaban los caminos con estacas y cactus, dando así a
entender que los enemigos no siguieran la marcha, so pena de perder la vida.
Al llegar a la cumbre, los forasteros se prepararon para pasar la noche en unos
amplios edificios, que servían para dar cobijo a mercaderes y viajeros. En la posada,
tuvo lugar un curioso incidente: un emisario azteca se presentó ante Cortés y afirmó
ser Motecuhzoma:

Pues cuando vieron a Tzihuacpopoca, dijeron:


—¿Acaso ése es Motecuhzoma?
Les dijeron los que andan con ellos, sus agregados, lambiscones de Tlaxcala
y de Cempoala, que astuta y mañosamente los van acompañando. Les dijeron:
—No es él, señores nuestros. Ese es Tzihuacpopoca: está en representación
de Motecubzoma.
Le dijeron:
—¿Acaso tú eres Motecuhzoma?
Dijo él:
—Sí; yo soy tu servidor. Yo soy Motecubzoma.
Pero ellos le dijeron:
—¡Fuera de aquí!… ¿Por qué nos engañas? ¿Quién crees que somos? Tú
no nos engañarás, no te burlarás de nosotros. Tú no nos amedrentarás, no nos
cegarás los ojos. Tú no nos harás mal de ojo, no nos torcerás el rostro. Tú no
nos hechizarás los ojos, no los torcerás tampoco. Tú no nos amortecerás los
ojos, no nos los atrofiarás. Tú no echarás lodo a los ojos, no los llenarás de
fango. Tú no eres… ¡Allá está Motecuhzoma! No se podrá ocultar, no podrá
esconderse de nosotros… Nosotros hemos de verlo. No habrá modo de no ver su
rostro. Nosotros oiremos su palabra, de sus labios la oiremos (Informantes
indígenas de Sahagún).

Mientras los castellanos descubrían el pueril engaño del tlatoani otro suceso, no
menos fantástico, tenía lugar en la falda de la cordillera. Motecuhzoma, sin saber ya
qué hacer, decidió enviar una nueva tanda de hechiceros para detener el imparable
avance de las tropas cortesianas. Partieron los magos dispuestos a vencer allí donde
sus colegas habían fracasado; pero, como señala gráficamente Bernardino de
Sahagún, ni aun llegaron a ellos, porque antes que llegasen a ellos toparon con un

Página 46
borracho en el camino y no pasaron adelante. El individuo, que vestía conforme a la
usanza de Chalco, bajaba la montaña con gesto airado cuando tropezó con los brujos.
Nada más verlos, les chilló:

¿Para qué porfiáis vosotros otra vez de venir acá? ¿Qué es lo que queréis?
¿Qué piensa Moctecuhzoma de hacer?, ¿Ahora acuerda a despertar? ¿Ahora
comienza temer?, ya ha errado, ya no tiene remedio porque ha hecho muchas
muertes injustas, ha destruido a muchos, ha hecho muchos agravios y engaños y
burlas.

Los encantadores, sorprendidos por la insospechada diatriba, temieron que el


borracho fuera un dios disfrazado y, sin pensárselo dos veces, comenzaron a efectuar
diversas ceremonias. Por supuesto, el extraño individuo no se aplacó, sino que se
enojó todavía más y con gran denuedo les dijo: «por demás habéis venido, nunca
más haré cuenta de México, para siempre os dejo, no tendré más cargo de vosotros,
ni os ampararé, apartaos de mí, lo que queréis no se puede hacer, volveos y mirad
hacia México».
Obedecieron los atónitos nigromantes y, tras regresar a la Venecia americana,
informaron al tlacatecuhtli de la extraña aventura, quien, convencido de que se
trataba de Tezcatlipoca, musitó: «Nacidos somos, venga lo que viniere».
Ha llegado el momento de abrir un nuevo capítulo, pero antes me gustaría hacer
algunas breves observaciones. En primer lugar, recalcar el hecho de que la aparente
neurótica conducta del tlacatecuhtli respondía a una ágil actitud, que trataba de
aplicar el plan previsto a la cambiante realidad. En segundo, quiero subrayar algo de
importancia capital. Motecuhzoma nunca pensó que Cortés fuese Quetzalcoatl y, para
demostrarlo, eligió la metrópoli de la blanca deidad para acabar con los españoles. Si
los hombres del este perecían, la tesis quedaba confirmada; si vencían, también,
porque Quetzalcoatl jamás asesinaría a sus seguidores cholultecas.

Página 47
… Y LLEGARON LOS DIOSES

El tres de noviembre del año de Nuestro Señor de Mil e quinientos e diez y nueve
años, la hueste castellana penetró en el valle de México, marchando a descansar a la
populosa localidad de Amecamecan, población de la tlatocayotl o Estado de Chalco.
Cacamatzin, señor del lugar, recibió con agrado a los hombres del pendón carmesí
y, según la costumbre nativa, entregó a su capitán un magnífico presente, que incluía
cuarenta preciosas muchachas.
La tropa recibió con alborozo no fingido el delicado regalo, pues, a tenor de la
descripción del padre Diego Durán, aquellas jovencitas eran lo más florido de la
juventud femenina amecamense:

Venían todas muy galanas y bien vestidas y aderezadas, tenían atados a las
espaldas muy ricos plumajes y en las cabezas, todas traían el cabello tendido y
en los carrillos puesto su color, que las hermoseaba mucho.

Aposentados los castellanos en el palacio de Cacamatzin, una comisión de


notables chalcas, procedentes de todas las ciudades de la provincia, se entrevistaron
en secreto con Malinche, que no lo sintieron los embajadores mexicanos, y
expusieron a su nuevo amigo los agravios y vejámenes que cometían los aztecas con
la nación chalca:

… les robaban cuanto tenían, y las mujeres e hijas, si eran hermosas, las
forzaban delante de ellos y de sus maridos y se las tomaban, y que les hacían
trabajar como si fueran esclavos, que les hacían llevar en canoas y por tierra
madera de pinos, y piedra, y leña, y maíz, y otros muchos servicios de sembrar
maizales, y les tomaban sus tierras para servicio de sus ídolos y otras muchas
quejas, que, como ha muchos años que pasó, no me acuerdo (Bernal Díaz).

El territorio chalca, sito en la zona más feraz de la cuenca de México, cayó bajo la
égida de Tenochtitlan tras una larga y sangrienta guerra, pero la nueva provincia
nunca se mostró del todo sumisa. El propio Motecuhzoma, como se recordará, había
contribuido a soliviantar el ánimo del pueblo chalca con sus intromisiones en la
compleja política interna de la zona. De ahí que los tlatoque autóctonos prometieran
lealtad a aquellos que venían a deshacer agravios y robos.

Página 48
No sólo los chalcas buscaban el apoyo de los teules, también el rebelde
Ixtlilxochitl intentaba la alianza. Aprovechando la confusión generada por la
irrupción de don Hernán en el corazón del imperio, pactó una tregua con Cacama,
mientras enviaba a otro de sus hermanos, Coanacochtzin, a recibir a los españoles.
El huey tlatoani veía los primeros resultados de un gobierno consagrado a
implantar la opresión y la tiranía.
A medida que la fuerza de los barbados advenedizos aumentaba, descendía la de
Motecuhzoma, pues, parafraseando el moralista estilo de los autores decimonónicos,
había sembrado vientos y cosechaba tempestades. Consciente de ello, el tlacatecuhtli
convocó una nueva reunión en la cumbre, la cual, evidentemente, no solucionó nada.
Lejos de aclarar la cuestión, el consejo, al que asistieron los aliados de Tetzcoco y
Tlacopan, así como la alta nobleza mexicana, empantanó aún más las cosas al emitir
los pareceres opuestos que ya conocemos.
Quedó la decisión final en manos de Motecuhzoma y éste, conociendo el talante
de los consejeros, menos dados al asesoramiento que a la conspiración, decidió seguir
la estrategia original: dejar que los blancos alcanzaran Tenochtitlan…, si podían.
Fiel al plan trazado, el antiguo teopixqui comisionó a Cacamatzin de Tetzcoco
para atender los deseos y necesidades que los españoles sintieran en el corto recorrido
que quedaba. Partió de inmediato el sobrino de Motecuhzoma a cumplir la orden y se
reunió, el siete de noviembre, con los teules en Ayotzinco, un pequeño puerto. La
entrada del joven señor de Tetzcoco en la hermosa ciudad despertó la admiración de
los soldados cortesianos, quienes, al decir de Bernal Díaz, comentaron largo y
tendido tanto aparato y majestad como traían aquellos caciques, especialmente el
sobrino de Montezuma.
Después de ofrecer sus servicios a don Hernán, el gobernante tetzcocano le
transmitió el mensaje del tlacatecuhtli, cuyo contenido reproduce el extremeño con
las siguientes palabras:

Me rogaba que le perdonase porque no salía en su persona a verme y a


recibirme y que la causa era estar mal dispuesto, pero que ya su ciudad estaba
cerca y que pues yo todavía determinaba de ir a ella, que allá nos veríamos y
conocería de él la voluntad que al servicio de Vuestra Alteza tenía, pero que
todavía me rogaba que si fuese posible no fuese allá, porque padecería mucho
trabajo y necesidad y que él tenía mucha vergüenza de no poderme allá proveer
como él deseaba (Hernán Cortés).

Tanto hincapié hizo Cacama en esta rogativa que, según el de Medellín, no le


quedaba sino decir que me defenderían el camino si todavía porfiase ir.
La conciliadora actitud de Motecuhzoma resultaba sospechosa, pues contrastaba
vivamente con la realidad de los hechos. En el transcurso de las últimas horas, los

Página 49
castellanos, siempre atentos y recelosos, habían descubierto inequívocas señales de
que volvía a conspirar contra ellos.
Así, el día anterior, la tropa tuvo que cruzar una 11anura tan cubierta de
excrementos que, recuerda Francisco de Aguilar, no había hombre que pudiese poner
el pie en el suelo si no era coinquinándose en suciedad humana. Fuesen aquellos
malolientes residuos indicios de un gran ejército apostado en las cercanías para atacar
a los castellanos, como coligieron los teules, o —lo más probable— una fábrica de
abono orgánico, lo cierto es que una vez en Ayotzinco, los españoles no pegaron ojo
en toda la noche:

En este aposento que he dicho, según las apariencias que para ello vimos y
el aparejo que en él había, los indios tuvieron pensamiento que nos pudieran
ofender aquella noche y como yo lo sentí, puse tal recaudo, que conociéndolo
ellos, mudaron su pensamiento y muy secretamente hicieron ir aquella noche
mucha gente que en los montes que estaban junto al aposento tenían junta, que
por muchas de nuestras velas y escucha fue vista y luego siendo de día, me partí
(Hernán Cortés).

Tras despedirse del tlatoani acolhua, los adormilados españoles dejaron


Ayotzinco y costearon la orilla occidental del lago hasta alcanzar Cuitlahuac, una
pequeña urbe de dos mil vecinos que se asentaba sobre las aguas del lago. Penetraron
en la población —la más hermosa que hasta entonces habíamos visto, dice el de
Medellín— por una angosta calzada, ancha como una lanza jineta, y en unos minutos
se plantaron en el corazón de Cuitlahuac, donde les esperaba el señor local y un
fastuoso festín. Sin embargo, los blancos dejaron intactas las viandas, ya que Cortés
—hombre astuto, sagaz y valiente— ordenó que ningún soldado se atreviese a tomar
ningún bastimiento, ni se parase a beber, ni a otra cosa ninguna, sino que con toda
presteza y aceleramiento se diesen a caminar con todo concierto (Francisco de
Aguilar).
Aceleraron el paso los españoles y, tras cruzar otra almadrada, que unía la villa
con la ribera oriental del lago, muy pronto se encontraron en tierra firme. Por lo visto,
la estratégica disposición de la ciudad despertó el recelo del astuto extremeño. Según
se rumoreó después en el real, Motecuhzoma había ordenado que cuando los
españoles estuviesen entretenidos con el banquete

se alzasen los puentes y diesen guerra, lo cual si hicieran, sin dar guerra,
todos los españoles murieran aislados, porque no tuvieran por dónde salir, por
ser la laguna honda, y si alguno saliera, fuese luego muerto y clavado con las
flechas de los indios, que con muchas canoas tenían cuajada el agua (Francisco
de Aguilar).

Página 50
Curiosamente, el responsable de la orden no hace alusión alguna a la rápida
marcha en las famosas Cartas. Por el contrario, afirma que se les dio muy bien de
comer.
Para aclarar la notoria discrepancia entre los textos, no basta con afirmar que el
cortesiano, redactado a caballo de los acontecimientos, posee mayor veracidad,
mientras que los restantes testimonios, posteriores a los sucesos, incurren en graves
anacronisos. La contradicción, más importante de lo que aparenta, sólo se puede
resolver relacionándola con el agitado contexto.
En primer lugar, conviene recordar que Motecuhzoma comisionó a Cacamatzin
para preparar el recibimiento de los teules, lo cual implica que el tetzcocano debería
ocuparse de los aspectos hoteleros del asunto. Dicho con otras palabras, el acolhua
fue quien organizó la comida en Cuitlahuac.
Ahora bien, antes del tetzcocano, otros mexicas habían acudido al encuentro de la
hueste y no se despegaron de ella. Fueron estas personas, de mucha nota, las que
recomendaron a don Hernán que siguiese camino de Iztapalapan.
¿Qué se desprende de los datos? Sin duda alguna, que los aztecas actuaban de
manera contradictoria. La dicotómica conducta despertó los recelos del ya
predispuesto Malinche, quien optó por no descansar en la lacustre ratonera, aunque
—absurdo sería afirmar lo contrario— permitió a la hueste reposar y comer una vez
alcanzada la orilla oriental. Seguramente, don Hernán ordenó a los habitantes de
Cuitlahuac que transportasen la comida al campo raso, eliminando así posibles
encerronas.
No hay, pues, contradicción alguna en los informes castellanos; empero, la
cuestión, lejos de aclarase, se complica con lo señalado. ¿Por qué unos mexicanos
pretendían que los teules durmiesen en Cuitlahuac y otros que siguiesen hasta
Iztapalapan, donde también hubo grandes indicios y señales de que nos querían
matar?
Para responder al interrogante hemos de tener en cuenta que en Tenochtitlan
existían dos facciones irreconciliables: la una, encabezada por el propio tlacatecuhtli,
buscaba eliminar al adversario por medios sutiles; la otra, procedente de los sectores
militares, propugnaba un enfrentamiento directo. Las palabras de Cuitlahuac, el
portavoz de los halcones, no dejan lugar para la duda: Quieran los dioses —dijo— no
metáis en vuestra casa quien os eche de ella y os quite el reino; y cuando queráis
remediarlo, no halléis tiempo, ni remedio para ello (Diego Durán).
En mi opinión, las enfrentadas posiciones denotan algo más que el simple y
lógico contraste de pareceres; indican la existencia de dos partidos rivales, que
reflejaban las contradicciones internas del imperio. La maquiavélica estrategia de
Motecuhzoma reproducía con fidelidad los nuevos modos de gobierno que impuso el
tlatoani; la burda y simplista opinión de Cuitlahuac se fundaba en la conducta
tradicional. De hecho, la disputa era una clara manifestación de la oposición que la

Página 51
política de Motecuhzoma levantó en los sectores nobiliarios y militares de
Tenochtitlan.
En circunstancias menos adversas, el repudio a las autocráticas medidas del huey
tlatoani quizás se hubiera manifestado de forma más acallada, pero en aquel instante
crítico afloró con fuerza. Cuitlahuac, presunto heredero de Motecuhzoma y máxima
autoridad militar, vio en la llegada de los españoles una oportunidad dorada para
enfrentarse a su todopoderoso hermano, máxime cuando contaba con el apoyo de
guerreros y aristócratas. Deseoso de devaluar el prestigio de Motecuhzoma,
aumentando de paso el suyo propio, el joven señor de Iztapalapan diseñó una tánica
que, única y exclusivamente, perseguía el fracaso de los planes fraternos.
Fue Cuitlahuac quien movilizó las guarniciones del territorio chalca, si bien jamás
pensó en entablar batalla, porque, entre otras razones, los mexicas nunca peleaban en
horas nocturnas. Al forzar a los castellanos a pasar la noche en blanco, el hermano del
emperador pretendía otro objetivo: poner en guardia a los teules. Desde luego, a tenor
de lo acaecido en la ciudad homónima, Cuitlahuac lo consiguió. Los perspicaces
blancos, alertados por la discusión entre anfitriones y guías, no cayeron en la trampa
—un tanto burda, hay que reconocerlo— y las cuidadosas disposiciones de
Motecuhzoma se derrumbaron cual si de un castillo de naipes se tratara. Insatisfecho
con su rebelde conducta, el tlacateccatl realizó un intento de última hora para impedir
la entrada de los españoles en Tenochtitlan cuando éstos pernoctaron en Iztapalapan,
su feudo. ¿Se trató de una mera amenaza o de un sonado fiasco? Por desgracia, Clío
tiene sus secretos.
Personalmente opino que la confusa y descoordinada reacción mexica sólo se
puede explicar a partir de la honda división imperante en Tenochtitlan.
Mi particular visión de los acontecimientos resulta, qué duda cabe, poco
convencional. Sin embargo, me parece algo más lógica y racional que las
interpretaciones tradicionales, basadas en unos textos cuya mixtificación salta a la
vista.
Aun cuando creo que el lector habrá captado la esencia de la misma, quizá no esté
de más sintetizarla, puesto que mi experiencia personal —acaso poco representativa
— me induce a creer que la pluralidad de los hechos obstaculiza su comprensión
integral.
Para descubrir el bosque, nada mejor que despejar una interrogante que —mucho
me temo— no he sido capaz de aclarar en las páginas precedentes. ¿Por qué
Motecuhzoma admitió a los españoles en Tenochtitlan? Me resulta imposible
responder a tan acerba cuestión, que tanta tinta ha hecho correr, porque,
sencillamente, está planteada de manera incorrecta. En el transcurso del relato se ha
demostrado —o, al menos, eso espero— que el tlacatecuhtli dificultó la marcha de
los teules cuanto pudo, alejándola mucho del típico paseo militar.
Ahora bien, si se modifican convenientemente los términos de la oración, la
cuestión adquiere otra dimensión. ¿Por qué Motecuhzoma rehusó el enfrentamiento

Página 52
directo con los hombres del pendón carmesí? Ante todo, prescindamos del precioso
entramado mítico, tejido a posteriori con alevosos fines y apócrifo de los de los pies
a la cabeza. Olvidémonos de Quetzalcoatl —mejor dicho, de Tezcatlipoca—, de
Tlillan Tlapallan… Y pensemos, siquiera una vez, en términos prosaicos y utilitarios.
La decisión del inteligente Motecuhzoma de no presentar batalla surgió de un
coherente razonamiento, donde —lo siento por los mitohistoriadores— se prescindió
de cualquier fantasía supersticiosa. A diferencia de su estulto y agresivo hermano, el
tlatoani sabía muy bien que los contingentes imperiales poco o nada podían hacer
frente a los castellanos en campo abierto. Si los aguerridos tlaxcaltecas, que
vapulearon en más de una ocasión a la flor del ejército mexica, se hundieron frente a
los barbudos extranjeros, no existía ninguna razón para suponer que los aztecas
triunfarían allí donde fracasaron sus seculares rivales. De hecho, los tenochcas
disponían de menos posibilidades para obtener una victoria, pues la potencia militar
de los blancos, temible per se, experimentó un peligrosísimo crecimiento tras la firma
del acuerdo hispano-tlaxcalteca.
El tlacatecuhtli, pues, era consciente de las limitaciones de sus guerreros y, por
ello, rechazó el choque directo desde el primer momento. Avezado guerrero en sus
mocedades, el emperador no temía tanto la derrota en sí, como las consecuencias de
la misma. La delicada situación del imperio no se prestaba en absoluto a aventuras
militares.
Los adversarios exteriores cerraron filas en torno a Malinche a la primera noticia
que tuvieron de él. Tlaxcaltecas, huexotzincas y chololtecas marchaban ya junto a los
hombres de lívida faz, y otros Estados se apresuraban a enviar tropas para engrosar el
ejército castellano. Por fortuna, el peligroso Ixtlilxchitl, encastillado en su feudo de
Otompan, permanecía inactivo a la espera de acontecimientos, pero en cualquier
momento podía levantar de nuevo la bandera de la rebelión.
Tampoco la situación interna se presentaba halagüeña. Salvo las provincias
costeras, en abierta rebeldía, el resto del imperio se mantenía leal, si bien los
diferentes tributarios, hartos de la opresión mexica, aguardaban con ansia el mínimo
pretexto para seguir el ejemplo de los totonacas.
Enfocada la cuestión desde esta perspectiva, sólo un orate se hubiera arriesgado a
lidiar con los hijos de Quetzalcoatl. El fracaso implicaba el fin del imperio.
Hasta Malinche aprobaría sin reparos el plan de Motecuhzoma. Una vez en
Tenochtitlan, la situación se invertía y eran los españoles quienes corrían el peligro de
caer vencidos. Las innegables ventajas de la astuta aunque peligrosa táctica están a la
vista: la demoledora potencia de las armas castellanas quedaba parcialmente anulada
en los combates callejeros y, correlativamente, aumentaba la de los mexicas, cuya
inferioridad técnica se veía compensada tanto por el conocimiento de la intrincada
trama urbana, como por el hecho, no menos importante, de pelear en su tierra natal.
Esto suponiendo que se llegara a tomar las armas, porque había otros muchos
métodos para deshacerse sin combate de unos huéspedes molestos.

Página 53
Además de la pura lógica castrense, otras poderosas razones influyeron en la
decisión de recibir a los teules en la Venecia americana. De un lado, el prudente
Motecuhzoma temía la reacción del todopoderoso emperador de los advenedizos
forasteros al saber que sus embajadores, pues como tal se presentaban los blancos,
habían sido asesinados. El tlatoani no ignoraba que el exterminio de la hueste
conllevaba, según el derecho mexicano, una declaración de guerra, guerra para la cual
México-Tenochtitlan no estaba preparada física y psicológicamente.
Don Hernán había descrito la figurá de Carlos I en tales términos que el mexica
había llegado a la conclusión —bastante desagradable, por cierto— de que el
misterioso señor, tan ponderado y temido, le igualaba en poder y grandeza. Algún
autor moderno ha apuntado que Motecuhzoma veía al Emperador como una especie
de dios, pues en los astutos parlamentos de Cortés se confundían —conscientemente,
por supuesto— los poderes humanos y divinos hasta tal punto que, en verdad, no se
logra determinar cuál de estos dos señores era mortal y cuál el eterno. Creyera o no
Motecuhzoma en la supuesta divinidad del habsburgo, lo cierto es que el enigmático
rival le preocupaba. Si un simple embajador tenía una asombrosa capacidad bélica,
los ejércitos de Cal-los —pues así pronunciaba el tlatoani el cesáreo patronímico—
destrozarían a sus vistosos batallones en un abrir y cerrar de ojos.
Los teules no podían, por tanto, salir con vida del territorio mexicano, porque si
su señor se informaba de las riquezas que atesoraba el Anahuac, se lanzaría de
inmediato contra Tenochtitlan.
He aquí otra poderosa razón para solventar el conflicto en la capital imperial, una
hermosa trampa en donde se podía entrar, pero jamás salir.
El segundo y último considerando remitida a los problemas domésticos.
Aprovechando la confusión que provocaría matanza de los castellanos, el
tlacatecuhtli podía eliminar a los molestos críticos, cuya rebeldía llevaba camino de
convertirse en un conflicto civil de graves consecuencias.
En resumidas cuentas, dejar que los españoles penetraran en México-Tenochtitlan
sólo reportaba ventajas. Por un lado, la victoria estaba casi asegurada a un bajo coste;
por el otro, había la certeza absoluta de que ningún teul salvaría la vida, evitándose
con ello una intervención a corto plazo del Rey de España. Por descontado,
Motecuhzoma, una persona nada ingenua, tenía el convencimiento pleno de que,
tarde o temprano, nuevas casas flotantes aparecerían frente a las costas de
Cempoallan; mas cuando el evento sucediese, los blancos encontrarían un adversario
preparado y, sobre todo, libre de ambiciosos y quintacolumnistas.
Antes de continuar la narración, permítaseme usurpar el papel de advocatus
diaboli para responder a una objeción, que, sin duda, surgirá de inmediato tras la
lectura de estas líneas. Resulta absurdo intentar ver lógica una estrategia que, a la
vista está, había fracasado en repetidas ocasiones. La celada de Cholollan se saldó
con una estrepitosa matanza; la de Cuitlahuac ni siquiera puede calificarse de fiasco.

Página 54
Vistos los tristes resultados, lo coherente hubiera sido aceptar el consejo de los
belicistas y presentar una batalla campal.
Naturalmente, no puedo negar lo evidente, pero un análisis superficial de los
hechos pone de manifiesto que el hábil planteamiento mantenía su vigencia. El
fracaso de los proyectos se debió sólo a factores imprevisibles. En la metrópoli de
Quetzalcoatl, la lengua de una vieja imprudente desveló el secreto; en la pequeña
Cuitlahuac, un puñado de sediciosos nobles mexicas frustró de manera voluntaria la
maniobra. Los mismos que, décadas después, procurarían descargarse de su pesada
culpa, convirtiendo una acertada decisión en el pusilánime acto de un cobarde, que —
¡dónde se vió jamás mayor amilanamiento!— llegó al extremo de llorar ante la plebe:

Cuando supo que el Marqués estaba tan cerca de México, envió luego sus
mensajeros al rey de Tezcuco y al rey de Tlacopan a rogarles que luego viniesen
a México, para que todos tres recibiesen a los dioses que venían y estaban ya
tan cerca de México… Los cuales venidos y aposentados en las casas reales de
Motecuhzoma, saludándose los unos a los otros como entre ellos es uso y
costumbre, Motecuhzoma les empezó a hablar y a llorar…
Los dos reyes empezaron a llorar y él con ellos, y consolándose unos a los
otros, y despidiéndose y abrazándose con mucho dolor, dice la historia que
Motecuhzoma se fue a sus oráculos y delante de los dioses e hizo y formó una
lamentosa querella contra ellos, quejándose de ellos por haberle traído a
término tan trabajoso, habiéndoles él servido con el cuidado posible y agrado y
procurado el aumento de su culto y reverencia.
Esta lamentosa plática y querella hizo delante de los dos reyes y delante de
todo el pueblo, con muchas y abundantosas lágrimas (Diego Duran).

Dejemos a un lado el calumnioso texto y recobremos el hilo de los


acontecimientos. El ocho de noviembre, los castellanos alcanzaron por fin su meta.
Cortés y Motecuhzoma se dirigían a un encuentro que Salvador de Madariaga calificó
magistralmente como encuentro de dos mundos.
Los habitantes del populoso Valle de México contemplaban con un rictus de
asombro la marcha de la hueste, cuya marcialidad y exotismo despertaba a un tiempo
la admiración y el pavor.
Abrían la vistosa marcha cuatro jinetes para prevenir emboscadas, los cuales,
espada en mano, caracoleaban las monturas, avanzando o retrocediendo al dictado de
su capricho. Junto a ellos, feroces mastines de rojizas fauces y moteado pelaje
correteaban de un lado a otro, mientras emitían alegres ladridos.

Por sí solo como guía, marchando como caudillo, yendo adelante solo, uno
que portaba sobre sus hombros el estandarte. Marchaba haciéndolo ondear de
atrás para adelante, trazando un circulo e inclinándolo de un lado a otro. Se

Página 55
enderezaba y elevaba como un hombre, se curvaba graciosamente, revoloteaba
en giros y se ondulaba (Informantes indígenas de Sahagún).

Detrás del bello símbolo caminaba la infantería, con las espadas desnudas
reverberando al sol y las rodelas de cuero pendientes del hombro. Seguía la
caballería, armada con cota de algodón, espada y lanza.
El tercer cuerpo lo formaban los ballesteros, tropa selecta que desfilaba
marcialmente y exhibía la peligrosa arma. Seguía otro escuadrón de caballería y los
arcabuceros, los señores del rayo, que escoltaban al Preciado capitán. El tlacateccatl
de los blancos, el general Cortés, iba rodeado por el Estado Mayor, por aquellos
hombres que, al decir de un precioso documento azteca, son sus hombres fuertes, los
ayudantes que lo sostienen, los que hacen la fuerza de su mando.
Tras don Hernán, encuadrados en apretadas filas, marchaban los guerreros de
Tepoztlan, Tliliuhquitepec, Tlaxcallan y Huexotzinco; vestían atuendo de combate y
lanzaban retadores gritos de guerra, al tiempo que blandían las armas con gesto
amenazador.
Cerraba el brillante destacamento una variopinta multitud, donde se
entremezclaban los musculosos cargadores de torso desnudo con los mandones de
bordada tilma, y las cocineras de púdica vestimenta con las mozas de partido, de
pintada cara y suelto cabello.
Por supuesto, tampoco los teules de pálida faz escapaban a la fascinación que
dominaba a sus anfitriones. Basta con ojear las crónicas para comprobar que los
españoles experimentaban un asombro similar al de aquéllos.
Las civilizaciones del Antiguo y Nuevo Mundo se encontraban tras décadas de
ignorancia mutua, y al contemplarse, se asombraban la una de la otra.
Avanzaron con paso resuelto los cuatrocientos blancos y, atravesada la calzada
que unía Tenochtitian y la tierra firme, se hallaron en presencia del todopoderoso
Motecuhzoma Xocoyotzin, huey tlatoani del Anahuac. Se había alcanzado el clímax,
descrito por Bernal Díaz del Castillo con su acostumbrada pluma magistral:

Ya que llegábamos cerca de México, adonde estaban otras torrecillas, se


apeó el gran Montezuma de las andas, y traíanle de brazo aquellos grandes
caciques, debajo de un palio muy riquísimo a maravilla… Y el gran Montezuma
venía muy ricamente ataviado, según su usanza, y traía calzados unos como
colaras, que así se dice lo que se calzan; las suelas de oro y muy preciada
pedrería por encima en ellas; y los cuatro señores que le traían de brazo venían
con rica manera de vestidos a su usanza… y venían sin aquellos cuatro señores,
otros cuatro grandes que venían delante del gran Montezuma, barriendo el
suelo por donde había de pisar y le ponían mantas porque no pisase la tierra
(Bernal Díaz).

Página 56
Nunca en la historia de México se había recibido a un extranjero con tanta pompa
y boato. Miles de olorosas flores adornaban las calles e infinidad de claveles,
magnolias y jazmines, trenzados en coronas, se colgaron del cuello de los oficiales
españoles. El general castellano recibió un presente más valioso: el propio
Motecuhzoma colocó alrededor del cuello del extremeño dos preciosos collares,
hechos de huesos de caracoles colorados, que ellos tienen en mucho, y de cada collar
colgaban ocho camarones de oro, de mucha perfección, tan largos casi como un
geme (Hernán Cortés).
Acto seguido, habló el tlacatecuhtli, saludando a Cortés con las siguientes
palabras:

Señor nuestro: te has fatigado, te has dado cansancio: ya a la tierra tú has


llegado. Has arribado a tu ciudad: México. Allí has venido a sentarte en tu
solio, en tu trono. Oh, por tiempo breve te lo reservaron, te lo conservaron, los
que ya se fueron, tus sustitutos.
Los señores reyes, Itzcoatzin, Motecuhzomatzin el Viejo, Axayacac, Tizoc,
Abuitzotl. Oh que breve tiempo tan sólo guardaron para ti, dominaron la ciudad
de México. Bajo su espada, bajo su abrigo estaba metido el pueblo bajo.
¿Han de ver ellos y sabrán acaso de los que dejaron, de sus postreros?
¡Ojalá uno de ellos estuviera viendo, viera con asombro lo que yo ahora veo
venir en mí!
Lo que yo veo ahora: yo el residuo, el superviviente de nuestros señores.
No, no es que yo sueño, no me levanto del sueño adormilado, no lo veo en
sueños, no estoy soñando…
¡Es que ya te be visto, es que ya he puesto mis ojos en tu rostro…!
Ha cinco, ha diez días yo estaba angustiado: tenía fija la mirada en la
Región del Misterio.
Y tú has venido entre nubes, entre nieblas.
Como que esto era lo que nos iban dejando dicho los reyes, los que rigieron,
los que gobernaron la ciudad:
Que habrías de instalarte en tu asiento, en tu sitial, que habrías de venir
acá…
Pues ahora, se ha realizado: Ya tú llegaste, con gran fatiga, con afán viniste.
Llega a la tierra: ven y descansa; toma posesión de tus casas reales; da
refrigerio a tu cuerpo.
¡Llegada vuestra tierra, señores nuestros! (Informantes indígenas de
Sahagún).

Finalizado el precioso discurso, el tlatoani se despidió del extremeño y se retiró a


sus aposentos.

Página 57
Y así terminó el primer encuentro entre españoles y aztecas, aunque, claro está, la
oligarquía tenochca, disconforme con la realidad, efectuó las oportunas
rectificaciones. Porque, dicen que salió Motecuhzoma con unos grillos a los pies
(Diego Durán).

Página 58
«NO ES PERSONA LA MIA PARA ESTAR PRESA»

A las pocas horas de la triunfal entrada de la hueste cortesiana en la bella capital


mexica, el tlatoani acudió al tecpan de Axayacatl para cumplimentar a los huéspedes.
Tras repartir algunas dádivas entre capitanes y soldados, Motecuhzoma cogió de
la mano a don Hernán y, señalando unos taburetes muy ricos y labrados de muchas
maneras con oro, rogó al español que tomara asiento. Obedeció éste y el
tlacatecuhtli, haciendo lo mismo, dijo por boca de los intérpretes:

Muchos días ha que por nuestras escrituras tenemos de nuestros


antepasados noticia que yo ni todos los que en esta tierra habitamos no somos
naturales de ella, sino extranjeros y venidos a ella de partes muy extrañas y
tenemos asimismo que a estas partes trajo nuestra generación un señor, cuyos
vasallos todos eran, el cual se volvió a su naturaleza y después tomó a venir
dende en mucho tiempo y tanto, que ya estaban casados los que habían quedado
con las mujeres naturales de la tierra y tenían mucha generación y hechos
pueblos donde vivían; y queriéndoles llevar consigo, no quisieron ir, ni menos
recibirle por señor; y así, se volvió y siempre hemos tenido que los que de él
descendiesen habían de venir a sojuzgar esta tierra y a nosotros como a sus
vasallos; y según la parte que vos decís que venís, que es a donde sale el sol y
las cosas que decís de ese gran señor o rey que acá os envió, creemos y tenemos
por cierto, él sea nuestro señor natural, en especial que nos decís que él ha
muchos días tenía noticia de nosotros y por tanto, vos sed cierto que os
obedeceremos y tendremos por señor en lugar de ese gran señor que vos decís y
que en ello no habrá falta ni engaño alguno, digo que la que yo en mi señorío
poseo, mandar a vuestra voluntad, porque será obedecido y hecho y todo lo que
nosotros tenemos es para lo que vos de ello quisiéredes disponer. Y pues estáis
en vuestra casa, holgad y descansad del trabajo y guerras que habéis tenido,
que muy bien sé (Hernán Cortés).

A tenor de lo expuesto en el pasaje arriba transcrito, parece evidente que el


tlacatecuhtli consideró al de Medellín el ixiptlatl o represéntate del dios Quetzalcoatl.
Por supuesto, don Hernán, cuya estrategia dependía en gran medida de este recurso
psicológico, se apresuró a hacerle creer que vuestra majestad era a quien ellos
esperaban. Empero, la audiencia que Motecuhzoma concedió el día siguiente,

Página 59
miércoles 9 de noviembre, al general castellano puso de manifiesto otra opinión muy
diferente.
Siguiendo esa inveterada costumbre que tantos disgustos le ocasionaba allí donde
posaba. Cortés, después de un corto preámbulo, abordó su tema favorito de
conversación. Durante unos breves, pero densos, minutos, el extremeño, dejándose
arrastrar por el entusiasmo que le caracterizaba, tocó la cuestión religiosa.
Sin mostrar ninguna compasión por los pobres intérpretes —quienes, sin duda
alguna, sufrirían lo indecible para traducir aquella catarata de palabras, el infatigable
castellano declaró los misterios de la religión cristiana, repasó la historia sagrada
desde los primeros padres y —no podía ser de otra manera— finalizó pidiendo al
emperador que abandonara el culto diabólico e impidiese sodomías, robos y
sacrificios humanos.
Posiblemente, Cortés hubiera continuado su perorata horas y horas, mas al ver
que Motecuhzoma —estupefacto al principio y molesto al final— daba claras
muestras de desear responder, cesó la plúmbea disertación y, volviéndose hacia los
oficiales que le acompañaban, afirmó con aire satisfecho: con esto cumplimos, por
ser el primer toque.
La contestación del antiguo teopixqui —muy semejante en fondo y forma a la que
Cortés oyó de tlaxcaltecas y totonacas— demostró algo que quizá molestará a los
creyentes, aunque no por ello deja de ser verdad, a saber: la supremacía moral de la
religiones politeístas, mucho más objetivas y tolerantes que los credos monoteístas,
intransigentes:

Señor Malinche: muy bien tengo entendido vuestras pláticas y


razonamientos antes de ahora, que a mis criados, antes de esto, les dijistes en el
Arenal eso de tres dioses y de la cruz, y todas las cosas que en los pueblos por
donde habéis venido habéis predicado; no os hemos respondido a cosa ninguna
de ellas porque desde ab initio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos por
buenos; así deben ser los vuestros, y no curéis más al presente de hablarnos de
ellos; y eso de la creación del mundo, así lo tenemos nosotros creído muchos
tiempos ha pasados, y a esta causa tenemos por cierto que sois los que nuestros
antecesores nos dijeron que vendrían de adonde sale el sol; y a ese vuestro gran
rey yo le soy en cargo y le daré lo que tuviere.

Con estas palabras, fruto de una mentalidad flexible y tolerante, Motecuhzoma


zanjó la discusión teológica. No obstante, el astuto monarca, menos temperamental
que su rival, aprovechó la plática anterior para sonsacar al extremeño una
información de extraordinaria importancia para planes futuros: ¿los blancos que
precedieron a Malinche servían también al mismo señor?
En realidad, el capitán español no tenía razones para ocultar que Francisco
Hernández de Córdoba y Juan de Grijalba, jefes de las expediciones precedentes a

Página 60
Culhua, eran compatriotas suyos; pero, lógicamente, Motecuhzoma lo ignoraba. De
ahí que, valiéndose del fervor político-religioso de don Hernán, planteara la cuestión
de una forma tan sutil e inteligente que la mentira resultaba casi imposible.
Una vez aclarado el interrogante, el tlacatecuhtli, cuya capacidad para la guerra
psicológica en nada envidiaba la del adversario blanco, llenó de confusión el espíritu
del extremeño al exponerle, entre risas y veras, que ni creía en la presunta divinidad
de los extranjeros, ni en la identificación Quetzalcoatl-Carlos I. Las últimas frases de
Motecuhzoma, pronunciadas en un tono distendido, encerraban un mensaje
inequívoco: las alusiones del de Medellín a su semidivino emperador no pasaban de
ser una añagaza tópica e inoperante:

Malinche: bien sé que te han dicho esos Tlaxcala, con quien tanta amistad
habéis tomado, que yo soy como dios o teul, y que cuanto hay en mis casas es
todo oro y plata y piedras ricas; bien tengo conocido que como sois entendidos,
que no lo creeríais y lo tendríais por burla; lo que ahora, señor Malinche, veis
mi cuerpo de hueso y carne como los vuestros, mis casas y palacios de piedra y
madera y cal: de señor, yo gran rey sí soy y tener riquezas de mis antecesores sí
tengo, mas no las locuras y mentiras que de mí os han dicho; así que también lo
tendréis por burla, como yo tengo de vuestros truenos y relámpagos (Bernal
Díaz).

A poco que se reflexione sobre la conducta del tlatoani, salta a la vista lo


contradictorio de su actuación. Un día veía en los castellanos unos seres míticos, casi
dioses, y al otro se burlaba del propio aserto, calificándolo de niñerías.
Este dúplice comportamiento, desde luego, confunde al más reflexivo.
¿Tendremos que dar la razón a los estudiosos cuando lo explican a partir de factores
míticos o psicológicos? ¿Se había resquebrajado la egótica e inmadura personalidad
del déspota y éste se debatía en las negras aguas de la ansiedad neurótica? O, por el
contrario, ¿fue la más estúpida de las supersticiones —como la califica un combativo
historiador decimonónico— la que arrojó al imbécil monarca a los pies del invasor?
Basta con examinar a vuelo de ave la trayectoria vital del tlatoani para rechazar
ambas suposiciones. Muy bonitas, sí; pero absurdas e ilógicas.
La interpretación psiquiátrica no puede sostenerse ante la realidad de los hechos,
los cuales nos demuestran una y otra vez que Motecuhzoma poseía unos nervios de
acero, imprescindibles para regir un Estado corroído por fuertes tensiones. Si el
tlacatecuhtli hubiera mostrado el mínimo indicio de flaqueza, otro gobernante habría
recibido a los hombres de tez pálida. El fin del pusilánime Tizoc —tío de
Motecuhzoma y séptimo señor de Tenochtitlan— advertía a los futuros dignatarios de
los peligros que ocultaba el icpalli.
Menor interés despierta la otra disquisición, paradigma del etnocentrismo
relativista que domina la literatura especializada. Al igual que cualquier mandatario

Página 61
pasado, presente o futuro, Motecuhzoma consideraba la ideología como un medio
para obtener determinados fines, poco o nada altruistas. Pragmático y ambicioso, se
reía en su fuero interno de las legitimaciones y coartadas ideológicas manejadas
desde el poder. Y así se lo comunicó al de Medellín. Admitir, pues, que el sentimiento
religioso dominaba la personalidad del gobernante resulta ingenuo, cuando no
malicioso.
Para desentrañar el porqué de tan dual pensamiento conviene, por lo tanto, dejar a
un lado los falsos romanticismos y enfocar la cuestión bajo otro prisma, no por
soslayado menos inexistente: el de los conflictos internos.
Como hemos visto, la pugna por el control del Estado mexica afloró a la
superficie con la llegada de los españoles, alcanzando mayor virulencia con el paso
de los días. Aunque los opositores declarados del tlatoani no eran muchos, éste
carecía de la fuerza necesaria para acabar con ello, ya que, salvo sus más directos
colaboradores, la oligarquía tenochca mantenía una neutralidad expectante que podía
desaparecer en cualquier momento. Si los nobles tomaban partido por el tlacatecuhtli,
nada cambiaría; en el caso contrario, la posición de Motecuhzoma se tambalearía
peligrosamente y, con toda seguridad, seguiría los pasos del pobre Tizoc, al cual los
propios cortesanos, viéndole tan para poco y no nada republicano, le ayudaron con
algún bocado, de lo cual murió muy mozo y de poca edad (Diego Durán).
¿Qué medida debía tomar el tlatoani para evitar el peligro? Asegurarse en el
asiento real al margen de la mudable opinión de la nobleza. Y ello se conseguiría
contando con la ayuda hispana. Por eso, en previsión de tiempos peores,
Motecuhzoma impuso a la aristocracia de manera oficial la creencia de que los
castellanos no eran los embajadores de Quetzalcoatl, creencia que no compartía
privadamente. La jugada merece el calificativo de genial, porque volvió contra los
disidentes el arma que emplearon en repetidas ocasiones para socabar la autoridad del
tlacatecuhtli.
No erraba el cauto emperador al tomar semejante precaución, pues su relación
con los pipiltin empeoró de manera visible a los cuatro días de la entrada de los
españoles en Tenochtitlan. La causa fue una nueva imprudencia de don Hernán, cuyo
celo religioso suponía un serio peligro para los hombres a su cargo.
Deseando el extremeño examinar personalmente el estado de ánimo que se vivía
en la populosa metrópoli, solicitó licencia a Motecuhzoma para recorrer la gran plaza
del mercado y el teocalli de Tlatelolco, la ciudad gemela de Tenochtitlan. Accedió
solícito el tlatoani; pero, recordando el fanatismo de Malinche, temió que el
extremeño cometiera algún desaguisado y decidió estar presente durante la visita.
Cuando el jadeante Cortés, después de subir las ciento catorce gradas del templo,
alcanzó la plataforma, Motecuhzoma salió de un pequeño oratorio y le preguntó con
urbanidad no exenta de ironía si le había fatigado la ascensión. La orgullosa respuesta
llegó con la celeridad del rayo: los españoles jamás se cansaban.

Página 62
El panorama que contemplaron los castellanos desde aquella altura resultaba
impresionante. A sus pies, como flotando sobre las verdiazules aguas de la laguna, se
extendía la populosa capital mexica, cuyos encalados edificios constrastaban con el
grisáceo pavimento de las calles y el verde de los canales que cruzaban la trama
urbana. Mas allá, la masa acuática salpicada aquí y acullá por pequeñas villas
lacustres, dejaba paso a la tierra firme, donde alternaban los maizales dorados con
frondosos bosques y pobladas ciudades. Impresionantes cadenas montañosas
encuadraban la escena.
Después de observar atónitos la hermosa vista, los españoles volvieron a mirar el
tianquiztli o mercado, extendido junto a la base de la pirámide:

Tornamos a ver la gran plaza y la multitud de gente que en ella había, unos
comprando y otros vendiendo, que solamente el rumor y zumbido de las voces y
palabras que allí había sonaba más de una lengua, y entre nosotros hubo
soldados que habían estado en muchas partes del mundo, y en Constantinopla, y
en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto
concierto y tamaña y llena de gente no la habían visto (Bernal Díaz).

Extasiado ante el lindo paisaje, Cortés recordó de súbito la sacrosanta misión que
la Providencia le había encomendado. La ocasión parecía favorable para continuar la
conversación de Motecuhzoma; pero antes el legalista extremeño pidió consejo al
capellán, fray Bartolomé: paréceme, señor padre —escribe Bernal Díaz—, que será
bien que demos un tiento a Montezuma sobre que nos deje hacer aquí nuestra iglesia.
Alzó los ojos al cielo el mercedario en mudo gesto de resignación y respondió
que le parecía que no era cosa convenible hablar en tal tiempo; que no veía a
Montezuma de arte que en tal cosa concediese (Bernal Díaz).
El empecinado Cortés ignoró el prudente parecer y rogó al tlatoani le mostrara los
dioses aztecas. El ingenuo Motecuhzoma, pensando que aquel energúmeno
mantendría la compostura, conferenció brevemente con los sacerdotes indígenas y
después le llevó ante las imágenes de Huitzilopochtli, numen de la guerra, y
Tezcatlipoca, deidad de la providencia. ¡Nunca lo hiciera! Apenas el de Medellín vió
las diabólicas tallas, la sangre huyó de sus mejillas y lanzó a otra de sus santas
requisitorias:

Señor Montezuma: no sé yo cómo un tan gran señor y sabio varón como


vuestra merced es, no baya colegido en su pensamiento cómo no son estos
vuestros ídolos dioses, sino cosas malas que se llaman diablos, y para que
vuestra merced lo conozca y todos sus papas lo vean claro, hacedme una
merced: que hayáis por bien que en lo alto de esta torre pongamos una cruz, y
en una parte de estos adoratorios, donde están vuestros Uichilobos y
Tezcatepuca, haremos un aparato donde pongamos una imagen de Nuestra

Página 63
Señora…, y veréis el temor que de ello tienen esos ídolos que os tienen
engañados (Bernal Díaz).

El tlacatecuhtli experimentó una reacción idéntica a la de Cortés al escuchar la


traducción y respondió con irritación:

Señor Malinche: si tal deshonor como has dicho creyera que habías de
decir, no te mostrara mis dioses. Estos tenemos por muy buenos, y ellos nos dan
salud y aguas y buenas sementeras y temporales y victorias cuando queremos; y
tenémoslos de adorar y sacrificar; lo que os ruego es que no se diga otras
palabras en su deshonor (Bernal Díaz).

La ira del mexicano sorprendió a don Hernán, quien se apresuró a cambiar de


tema, afirmando que convenía irse. Coincidió en ello Motecuhzoma, porque tenía que
rezar y hacer cierto sacrificio en recompensa del gran tatacul que quiere decir
pecado, que había hecho en dejarnos subir en su gran cu (Bernal Díaz).
La mordaz censura de las palabras no escapó a Malinche, el cual, avergonzado
por el indigno proceder, susurró: pues que así es, perdone, señor.
Una persona medianamente prudente hubiera evitado por todos los medios
molestar a los anfitriones; mas Cortés ni siquiera lo intentó, volviendo con ello más
difícil su posición y la de Motecuhzoma.
La irresponsable arenga fue recibida con manifiesta hostilidad por el clero
tenochca, que, poco a poco, se deslizó de la neutralidad a la oposición militante. La
toma de posición de los teopixque supuso un grave golpe para la estrategia de
Motecuhzoma, cuya política se apoyaba en el talante conciliador del sacerdocio.
A las pocas horas, el reincidente Cortés pidió permiso al tlacatecuhtli para
habilitar una capilla en una sala del improvisado cuartel, así como los necesarios
albañiles y artesanos. Aunque Motecuhzoma, tras el bochornoso incidente del cu de
Tlatelolco pudo denegar la petición sin ningún escrúpulo, devolviendo así la injuria,
condescendió en la petición, lógica para cualquier ser humano educado dentro del
respeto a las creencias ajenas.
Las reformas se llevaron a cabo con gran rapidez, y pronto los hispanos
dispusieron de un recinto donde celebraron la Eucaristía hasta que se acabó el vino;
que como Cortés y otros capitanes y el fraile estuvieron malos cuando la guerra de
Tlaxcala, dieron prisa al vino que teníamos para misas. (Bernal Díaz).
Buscando el lugar más apropiado para erigir el altar, el carpintero Alonso Yáñez y
otro soldado, improvisados maestros de obras, toparon con una pared que mostraba
claros indicios de ocultar una puerta tapiada. Como los españoles, según la gráfica
expresión del veterano Bernal Díaz, todo lo trascendemos y queremos saber, los
militares corrieron a comunicar el hallazgo a sus oficiales. Conferenciaron éstos con
don Hernán y al poco se abrió una brecha en el muro, que dejó al descubierto una

Página 64
espaciosa sala henchida de joyas de oro y en planchas, y tejuelos muchos, y piedras
de chalchiuis y otras muy grandes riquezas.
Astutamente, don Hernán dejó intacto el fabuloso tesoro y mandó que el
descubrimiento se mantuviera en secreto. Empero, ello resultaba difícil de cumplir,
máxime si, como afirman algunas crónicas, otro hallazgo revolucionó el palacio:

… Los españoles, andando con la misma hambre, que aun con tener aquello
allí no se les amataba, no dejaban rincón ni cámara que no andaban y
buscaban y trastornaban, y así fueron a dar con un aposento muy secreto
apartado, donde estaban las mujeres de Motecuhzoma, con sus damas y amas
que las servían y miraban por ellas; las cuales se habían recogido en aquel
aposento y retraimiento de temor y miedo a los españoles. Aunque algunos
dicen que no eran sino las mozas recogidas de los templos, que, como monjas,
estaban en ellos cumpliendo sus votos (Diego Durán).

Fueran concubinas imperiales o pías monjas, la algazara que se levantó debió de


sobresaltar a la ciudad, porque, como bien dice el dominico Durán, resulta difícil de
creer que la virtud de los nuestros fue tanta que les aconsejase que perseverasen en
su castidad y honestidad.
El descubrimiento del tesoro de Tenochtitlan, fruto de una centuria de saqueos,
rapiñas y matanzas, unido a la violación de las mujeres, colmó la paciencia de los
nobles, que clamaron venganza. Por una de esas ironías de la historia, no fue
Motecuhzoma quien tomó las medidas necesarias para corregir la torcida situación,
sino los castellanos, asustados por la mala posición que ellos mismos crearon con sus
dislates:

Pasados… seis días después que en la gran ciudad de Temixtitlan entré —


escribe el propio Hernán—, y habiendo visto algunas cosas de ella, aunque
pocas, según las que hay que ver y notar, por aquellas me pareció, y aun por lo
que de la tierra había visto, que convenía al real servicio y a nuestra seguridad
que aquel señor estuviese en mi poder y no en toda su libertad, porque no
mudase el propósito y voluntad que mostraba en servir a vuestra alteza,
mayormente porque los españoles somos algo incorportables e inoportunos, y
porque enojándosenos podría hacer mucho daño, y tanto, que no hubiere
memoria de nosotros, según su gran poder, y también porque teniéndole
conmigo todas las otras tierras que a él eran súbditas venían más aina al
conocimiento y servicio a vuestra majestad (Hernán Cortés).

Habiendo recibido el apoyo de la hueste, el extremeño marchó al palacio de


Motecuhzoma para prender al tlatoani. Como siempre, el tlacatecuhtli le recibió con
amabilidad, obsequiando al capitán español con ricas joyas de oro. Tras algunos
minutos de intrascendente charla, don Hernán adoptó un aire severo y sacó una

Página 65
misiva de la bolsa, mientras acusaba al emperador de ordenar a Cuauhpopoca, jefe de
la guarnición mexica de Nauhtlan, de atentar contra los españoles que quedaron en el
lejano Totonacapan.
Al escuchar semejante denuncia, el tlatoani, aterrado, negó la acusación,
añadiendo que enviaría luego a llamar a sus capitanes y se sabría la verdad, y los
castigaría (Bernal Díaz). Para dar prueba de su buena fe, ordenó a sus servidores que
marcharan inmediatamente a Nauhtlan y trajesen prisioneros a cuantos participaron el
ataque.
Partidos los mensajeros, el general castellano, insatisfecho con el gesto imperial,
añadió que agradecía la diligencia que ponía en la prisión de aquellos, mas que:

Restaba para yo darla, que él estuviese en mi posada hasta tanto que la


verdad más se aclarase y se supiese él ser sin culpa y que le rogaba mucho que
no recibiese pena de ello, porque el no había de estar como preso, sino en toda
su libertad y que en servicio ni en el mando de su señorío, yo no le ponía ningún
impedimento y que escogiese un cuarto muy a su placer, y que fuese cierto que
ningún enojo ni pena se le había de dar, antes además de su servicio, los de mi
compañía le servirían en todo lo que él mandase (Hernán Cortés).

Brillaron de indignación los ojos del tlacatecuhtli y respondió con entereza: No es


persona la mía para estar presa, y —añade Andrés de Tapia— ya que yo lo quisiese,
los míos no lo sufrirían.
Insistió Cortés en su demanda y ambos hombres se enzarzaron en una terca
discusión, que se prolongó sin solución de continuidad. A punto de cumplirse cuatro
horas de ininterrumpido debate, uno de los capitanes españoles, Juan Velázquez de
León, perdió los nervios y gritó con ronca voz: ¿Qué hace ya vuestra merced con
tantas palabras? O lo llevamos preso, o darle hemos de estocadas. Por eso, tórnele a
decir que si da voces o hace alboroto que le mataremos (Bernal Díaz).
Sobresaltado el emperador por la nerviosa reacción del oficial, pidió a doña
Marina la traducción de las palabras. Accedió la inteligente intérprete, añadiendo de
su propia cosecha un consejo que causó una fuerte impresión a Motecuhzoma: Señor
Montezuma: lo que yo os aconsejo es que vayáis luego con ellos a su aposento, sin
ruido ninguno, que yo sé que os harán mucha honra, como gran señor que sois, y de
otra manera aquí quedaréis muerto, y en su aposento se sabrá la verdad (Bernal
Díaz).
El pequeño discurso de la muchacha disipó la poca resistencia que conservaba el
tlatoani, si bien antes de claudicar intentó un último y desesperado esfuerzo,
ofreciendo a sus hijos como rehenes. Permaneció firme el tozudo extremeño y, al
final, el todopoderoso tlacatecuhtli tuvo que doblegarse a los deseos de los teules.
¿Por qué Motecuhzoma se dejó prender sin ofrecer resistencia? El gesto resulta
tanto más incomprensible si se tiene en cuenta el fasto y poder del huey tlatoani, tan

Página 66
ponderado por los soldados castellanos. Habría bastado un imperceptible movimiento
de cejas para que centenares de guerreros mexicas se abalanzasen sobre los
secuestradores, frustrando el ruin gesto. Esta tópica interpretación, moneda corriente
en la historiografía de la conquista, peca de simplista.
En primer lugar, Motecuhzoma no disponía de una guardia personal semejante a
la cohorte pretoriana de la Roma imperial. Los autores virreinales mencionan, cierto
es, un cuerpo de seiscientos caballeros; pero éstos, a semejanza de los cortesanos
europeos, se ocupaban de misiones relacionadas con el ceremonial palaciego.
Por supuesto, los servidores del tecpan pudieron poner en dificultades a los
secuestradores; empero, ello dependía única y exclusivamente de la decisión del
gobernante mexica. Y Motecuhzoma, desde luego, no estaba dispuesto a morir en las
manos de aquellos desesperados. El regicidio, sin duda, habría despertado las iras del
pueblo semejante a la surgida tras la matanza del toxcatl, que, acaso, hubiera
libertado, a Tenochtitlan de la pesadilla hispana. Se trata, en todo caso, de historia
ficción, porque el tlacatecuhtli desechó el final heroico.
Ai aceptar la prisión, Motecuhzoma jugaba una baza arriesgada, cuyas
posibilidades de éxito eran muy remotas. El orgulloso déspota, el semidivino
monarca, se entregaba a los barbudos extranjeros para salvar la vida, pero la
rendición sólo prolongaba una existencia ya condenada. Tarde o temprano, la muerte
violenta se presentaría y, sin duda, el final no sería el de un héroe, sino el de un
traidor.
En el México precolombino, militarista y fuertemente estratificado, pautas de
conducta distintas regían la existencia de nobles y plebeyos. Una de ellas —la que
aquí nos interesa— afectaba al comportamiento ante el enemigo. Como de todos es
sabido, los habitantes del México Central no respetaban la vida de los prisioneros de
guerra, los cuales se sacrificaban en las aras de las crueles deidades autóctonas. Si un
cautivo lograba escapar, su destino dependía del status que ocupaba en el grupo: los
macebualtin o plebeyos gozaban de un gran prestigio social, cediéndoseles un lote de
tierra como recompensa; los nobles, por el contrario, merecían la sanción social, que
punía el apocado acto con la pena capital.
¿Por qué Motecuhzoma, paradigma del pilli tenochca, iba a ser la excepción de la
regla? ¿Porque era el emperador y podía hacer y deshacer a su antojo? Semejante
conducta, posible bajo otras circunstancias, resultaba impracticable a la sazón. El
partido de Cuitlahuac no iba a incurrir en la contradicción de infringir las
disposiciones militaristas que defendió desde el desembarco de los teules. Tampoco
los seguidores de Motecuhzoma, preocupados por salvarse de la inminente quema, se
movilizarían para ayudar al tlatoani.
De hecho, Motecuhzoma firmó su sentencia de muerte cuando se rindió. ¿Qué
razón tuvo el gobernante para preferir perecer en la deshonra a afrontar la parca con
la dignidad que se esperaba de él? La respuesta se presta a una de esas retóricas
disquisiciones moralizantes a la que tan dados somos los historiadores. Así,

Página 67
Motecuhzoma sería un individuo innoble, corrompido por el poder, que eligió vivir
de rodillas a morir en pie. Traidor a su pueblo, prefirió arrastrarse por el fango del
vilipendio, convirtiéndose en un mero peón de los odiosos extranjeros. Presentadas
así las cosas, hasta el propio Quisling se asquearía al contemplar tan indigna y
repugnante conducta.
No negaré que el instinto de conservación influyó de manera importante en la
decisión del emperador. Ahora bien, si reflexionamos con calma, descubriremos que
factores más racionales y dignos influyeron también a la hora de mancillar el icpalli.
Ante todo, conviene dejar claro que el tlatoani no temía la muerte. Me resulta
imposible admitir que un guerrero tan arrojado y valiente como Motecuhzoma se
amilanara ante las dagas españolas.
La supuesta pusilanimidad de Motecuhzoma, por otra parte, se reduce a cenizas
cuando se adoptan los mismos planteamientos que los exégetas manejan para
justificarla. Es especie corriente en la historiografía de la conquista que todos los
males de Tenochtitlan emanaron del fanatismo religioso de Motecuhzoma. Pues bien,
suponiendo que el aserto fuese real —cosa que dudo—, surge de inmediato una
pregunta: Motecuhzoma, el devoto servidor de Huitzilopochtli, el fervoroso creyente
de los dogmas religiosos aztecas, ¿iba a perder la magnífica oportunidad de alcanzar
el tonatiuhichan, el paraíso solar reservado a los guerreros que caían en combate?
Evidentemente, la contestación sólo puede ser negativa.
Si el tlacatecuhtli hubiera creído que su sacrificio serviría para inclinar la
oscilante balanza de la historia en favor de los aztecas, indiscutiblemente otra habría
sido su reacción. Sin embargo, el bello suicidio sólo contribuía a confundir más la ya
caótica situación. Dividida en irreconciliables fratrías, la oligarquía tenochca carecía
de la capacidad necesaria para sacar partido de la cólera que el asesinato del huey
tlatoani despertaría en la población. Por el contrario, sería el astuto Malinche quien
aprovecharía el caos. Motecuhzoma conocía lo suficiente a su adversario para ignorar
que don Hernán, al igual que él mismo, se guiaba por el viejo adagio latino divide et
impera.
Motecuhzoma no podía, ni debía, sacrificarse en el altar de un idealismo mal
entendido. La lógica política y el patriotismo indicaban el camino opuesto, aunque
ello, por supuesto, implicaba violar un rancio código de conducta, inoperante, por
otra parte, en la coyuntura.
De hecho, la situación del gobernante distaba mucho de ser desesperada. Por
descontado, la oligarquía mexica, disconforme con la postura del emperador, le retiró
su apoyo, esperando el momento oportuno para tomar el poder. El día, empero, estaba
muy lejos, pues la intrigante y desunida nobleza se veía impotente para derrocar al
tlacatecuhtli, que contaba con el apoyo de los legalistas teules y, además, todavía era
respetado por la plebe.
Actuase por motivos altruistas o por egoísmo político, Motecuhzoma —
reconozcámoslo— tomó la postura más lógica. Mientras el tlatoani, cabeza visible

Página 68
del Estado, continuara rigiendo los destinos de México, al menos de manera nominal,
quedaba abierta la posibilidad de eliminar a los advenedizos huéspedes. Si se
presentaba la ocasión, como sucedió, el emperador intentaría acabar con su rival
blanco; en caso contrario, éste le protegería de sus enemigos internos y continuaría en
el icpalli. Aunque sobre los planes de Motecuhzoma planeaba la oscura sombra del
rígido código militar azteca, este problema se resolvería con la ayuda del clero, el
cual todavía no había abrazado la causa de Cuitlahuac, si bien se mostraba molesto
con los hispanos:

Y luego le vinieron a ver todos los mayores principales mexicanos y sus


sobrinos a hablar con él ya saber la causa de su prisión, y si mandaba que nos
diesen guerra. Y Montezuma les respondía que él holgaba de estar algunos días
allí con nosotros de buena voluntad y no por fuerza, y que cuando él algo
quisiese que se lo diría, y que no se alborotasen ellos ni la ciudad, ni tomasen
pesar de ello, porque esto que ha pasado de estar allí, que su Uichilobos lo
tiene por bien, y se lo han dicho ciertos papas que los saben, que hablaron con
su ídolo sobre ello (Bernal Díaz).

La hábil estrategia del tlatoani tenía, sin embargo, un punto débil: no sólo
dependía del tiempo y de él mismo, sino también del jefe castellano. Para que el éxito
la coronase, el emperador necesitaba que don Hernán mantuviese una conducta
comedida y templada; conducta que, sobra decirlo, el imprudente extremeño ignoró
de manera olímpica.

Página 69
«EL HOMBRE PROPONE Y DIOS DISPONE»

A los quince o veinte días de la prisión de Motecuhzoma retornaron los


comisarios, trayendo consigo a Cuauhpopoca, a quien acompañaban su hijo y quince
nobles, reos todos ellos de participar en la conjura contra los castellanos de Veracruz.
El jefe militar de Nauhtlan no entró en la capital imperial aherrojado, como
hubiera sido el deseo de don Hernán, sino sobre unas andas y al frente de un
numeroso séquito. La oligarquía tenochca mostraba a las claras el talante antiespañol
—y, consecuentemente, contrario a Motecuhzoma— que la dominaba.
Antes de continuar el relato, conviene retroceder en el tiempo para explicar con
algún detalle los sucesos de Nauhtlan, ya que éstos jugaron un papel clave en la
detención del tlacatecuhtli.
Mientras Cortés avanzaba hacia Tenochtitlan con el grueso de la hueste, los
castellanos que quedaron en la Villa Rica de la Veracruz vivían días amargos, que
culminarían con la muerte de Juan de Escalante, alcaide de la plaza.
Existen dos versiones sobre los acontecimientos, ambas de origen castellano.
Según la primera, Cuauhpopoca, responsable de la guarnición mexica de
Nauhtlan, tendió una celada a los blancos de la Villa Rica, concentrados en la tarea de
organizar las comunicaciones entre México y las Antillas.
Cuauhpopoca envió mensajeros a Escalante para informarle que deseaba darse
por vasallo al rey de Castilla; pero exigía como condición que se le enviasen cuatro
teules para protegerle, pues aquellos por cuya tierra habían de pasar, sabiendo a lo
que venían, no lo enojarían (Bernal Díaz).
Cayó el alcaide en la trampa y encomendó la misión a un pelotón de soldados
escogidos. Cuando los castellanos llegaron a Nauhtlan, el gobernador azteca los
mandó asesinar, aunque sólo perecieron dos hombres, huyendo la pareja restante
campo a través.
Apenas el flamante alcaide tuvo noticia de la traición, reunió lo más selecto de su
triste guarnición —compuesta por dolientes y hombres de mar— y salió a presentar
batalla a Cuauhpopoca, el cual, derrotado, se dio a la fuga.
Hasta aquí la versión que podríamos calificar de oficial, dado que es la del propio
don Hernán; la otra, algo diferente, se encuentra en las páginas de la obra
bernaldiana.
Al decir del veterano cronista, Cuauhpopoca exigió el tributo acostumbrado a los
totonacas de la costa, mas éstos, rebeldes al imperio, se negaron, aduciendo que

Página 70
Malinche les mandó que no lo diesen y que el gran Montezuma lo ha tenido por bien
(Bernal Díaz).
El notable azteca, indignado por aquella clara insubordinación, amenazó con
destruir campos y ciudades si los totonacas persistían en la sedición. Acudieron los
sublevados a Escalante en demanda de auxilio y al capitán, hombre muy bastante y de
sangre en el ojo, le faltó tiempo para ponerse en campaña. Al amanecer, el oficial
español topó con los escuadrones mexicanos, ocupados en saquear una villa, y se
enfrentó con ellos. Salió victorioso, si bien Escalante cayó gravemente herido.
El señor de Nauhtlan se apresuró a informar a Motecuhzoma del incidente,
enviando junto con los mensajeros un prisionero castellano, que se decía Argüello,
que era natural de León, y tenía la cabeza muy grande y la barba prieta y crespa, y
era muy robusto de gesto y mancebo (Bernal Díaz).
Por fortuna, el leonés pereció antes de finalizar el viaje. Empero, los subordinados
de Cuauhpopoca, deseosos de agradar al tlatoani, decapitaron el inerme cuerpo y
mostraron la sanguinolenta cabeza al emperador. Cuando Motecuhzoma contempló el
horrendo despojo, sufrió una tremenda impresión y mandó que la ciclópea testa se
exhibiese ante los ídolos de los pueblos vecinos. Después

Preguntó Montezuma a sus capitanes que siendo ellos muchos millares de


guerreros, que cómo nos vencieron tan pocos teules. Y respondieron que no
aprovechaban nada sus varas y flechas ni buen pelear, que no los pudieron
hacer retraer, porque una gran tequecihuata de Castilla venía delante de ellos, y
que aquella señora ponía a los mexicanos temor y decía palabras a sus teules
que les esforzaban (Bernal Díaz).

Los testimonios, semejantes en la forma, encierran discrepancias notables, tanto


en el plano temporal como en lo tocante a la participación del tlacatecuhtli en el
ataque. Cortés afirma que recibió la nueva estando en Cholollan; Bernal Díaz, por su
parte, asevera que los castellanos se informaron de la conspiración la mañana del día
en que se prendió al gobernante mexica. Del mismo modo, el general extremeño
acusa implícitamente a Motecuhzoma de planear la conjura; mientras el vallisoletano
exculpa al tlatoani, achacando el incidente al tozudo Cuauhpopoca.
Sin el menor género de dudas, nos encontramos ante una clara justificación,
porque —qué duda cabe— la pugna entre el señor de Nauhtlan y el alcaide de
Veracruz sirvió de excusa para proceder a la detención del emperador. Ahora bien, en
mi opinión, el planteamiento no puede simplificarse hasta el punto de afirmar, como
hace el cronista criollo Alva Ixtlilxochitl, que fue invención de los tlaxcaltecas y de
algunos españoles, que no veían la hora de salirse, de miedo, de la ciudad, y poner
cobro innumerables riquezas que habían venido a sus manos.
Tal y como se desarrollaban los acontecimientos, sería absurdo defender la tajante
afirmación del teztcocano. Véase si no la secuencia de los hechos.

Página 71
Cuando la audaz hueste se internó en el territorio mexicano, su situación, ya
precaria per se, se volvió sumamente peligrosa. Rodeada por enemigos muy
superiores en número y divididos, asimismo, los escasos efectivos, ofrecía al
adversario la posibilidad de acabar con ella sin ninguna dificultad. Desde el punto de
vista estratégico, el único obstáculo serio lo ofrecía la fortaleza de Veracruz, pieza
clave del planteamiento cortesiano. Por lo tanto, hasta el chusquero más lerdo
comprendería que resultaba vital extirpar el peligroso enclave, que permitía a Cortés
recibir refuerzos, pero también retirarse a él en caso de peligro.
La simple lógica invita, pues, a rechazar el infundio, uno más de los muchos
vertidos sobre la conquista. El problema reside en saber cuál de las facciones aztecas
tomó la decisión. ¿Emanó la orden del tecpan imperial o procedió de alguna otra
suntuosa residencia?
Lamentablemente, el sentido común no contribuye a despejar la incógnita, ya que
ambas opciones ofrecen la misma racionalidad. Si, siguiendo a don Hernán,
aceptamos la responsabilidad de Motecuhzoma, las piezas dispersas encajan con
facilidad. Nos encontraríamos ante una celada doble: mientras Cuauhpopoca atacaba
a Escalante, los contingentes de las guarniciones cercanas a Cholollan sorprendían a
los españoles del extremeño. Se trata de una jugada maestra, cuya autoría,
indiscutiblemente, debe atribuirse al tlacatecuhtli.
La alternativa bernaldiana no es menos lógica. Suponiendo que Cuauhpopoca —
persona de calidad relacionada con la casa gobernante de Coyoacan, uno de los
señoríos más importantes del Valle— actuase por cuenta propia, es decir, a instancias
del partido belicista, el ataque no sólo dañaba los intereses de los teules, sino también
los de Motecuhzoma.
Personalmente, me inclino por la versión del capitán castellano. De un lado, posee
mayor sentido desde la óptica castrense; del otro, conociendo la psicología de don
Hernán, no sería de extrañar que guardara la baza en secreto para exponerla cuando
las circunstancias lo requiriesen. Y así fue, en efecto. La misiva de Escalante
proporcionó el pretexto para prender al tlatoani pero, además, venció la resistencia de
la tropa a cumplir la suicida orden. Nótese al respecto que, primero, la decisión se
adoptó en un conciliábulo nocturno al que sólo asistieron cuatro oficiales y doce
soldados; y, segundo, la carta se recibió a la mañana siguiente, poco antes de partir
para el palacio de Motecuhzoma. A mi juicio, demasiadas coincidencias.
Apenas el jefe militar de Nauhtlan llegó a las puertas del cuartel hispano, se apeó
de la litera y, tras adoptar las medidas protocolarias, solicitó audiencia a
Motecuhzoma. Introducido a la presencia del tlacatecuhtli, el coyoacano dijo:

Muy grande y muy poderoso señor mío, aquí está tu esclavo Cuauhpopoca
que has mandado venir, mira lo que ordenas, porque tu esclavo soy y no podré
hacer otra cosa que obedecerte.

Página 72
Escrutó el tlatoani al preso con mirada inquisitiva y respondió serenamente que
sería castigado como traidor a los hombres extraños y a su rey, pues no contento con
asesinar a los cuatro teules, atribuyó la inspiración del atentado al propio emperador.
Intentó Cuauhpopoca justificarse, pero Motecuhzoma, afirma Antonio de Herrera, se
negó a escucharle, entregándole a los blancos, quienes, después de un breve
interrogatorio, le condenaron a la pena capital.
El día de la ejecución, el de Medellín entró en los aposentos de Motecuhzoma y le
informó de la sentencia dictada contra el señor de Nauhtlan, añadiendo irónicamente
que consideraba al tlatoani tan culpable como a Cuauhpopoca y que recibiría por ello
el merecido castigo:

Ya sabes que me has negado no haber mandado a Cuauhpopoca que matase


a mis compañeros. No lo has hecho, como tan gran señor que eres. Y habiendo
tú sido causa que los míos hayan muerto, y Cuauhpopoca también, con su hijo y
tantos de los suyos, si yo no tuviera consideración al amor que nos has
mostrado a mi rey y a mí en su nombre, que de su parte he venido a visitarte,
merecías pagar con la vida, porque la ley divina y humana quiere que el
homicida, como tú eres, muera. Pero porque no quedes sin algún castigo, y tú y
los tuyos sepáis cuánto vale el tratar verdad, te mandaré echar prisiones
(Antonio de Herrera).

De nada valieron las bramuras y súplicas del atónito tlatoani. La infamante orden
se cumplió y los soldados colocaron los grilletes en los tobillos de Motecuhzoma. Al
sentir el frío contacto de las argollas, el emperador prorrumpió en un sonoro llanto;
mientras los cortesanos que le atendían, puestos de hinojos, sostenían los pesados
grillos con trémulas manos al tiempo que introducían finos pañuelos por los anillos,
tratando de evitar que magullasen las imperiales carnes.
La ejecución del señor coyoacano tuvo lugar delante del palacio de Motecuhzoma
y fue especialmente cruel. Cuauhpopoca y los restantes encausados, atados a sendos
postes, perecieron entre las llamas de una gigantesca hoguera, alimentada con las
armas que los castellanos sacaron de la armería real, que eran arcos y flechas y varas
y tiraderas y rodelas y espadas de palo con filos de pedernal, y serían más de
quinientas carretadas (Andrés de Tapia).
Despiadada conducta la de don Hernán, aunque necesaria a todas luces: el
horrendo castigo, además de impresionar a la población, permitió al astuto extremeño
desarmar al adversario.
Finalizado el vandálico acto, el de Medellín volvió a la habitación del emperador:

Y el mismo le quitó los grillos, y tales palabras le dijo y tan amorosas, que
se le pasó luego el enojo, porque nuestro Cortés le dijo que no solamente le
tenía por hermano, sino mucho más; y que como es señor y rey de tantos
pueblos y provincias, que si él podía, andando el tiempo, le haría que fuese

Página 73
señor de más tierras de las que no ha podido conquistar ni le obedecían, y que
si quiere ir a sus palacios, que le da licencia para ello (Bernal Díaz).

No cayó Motecuhzoma en la pueril trampa. Los españoles jamás le devolverían la


libertad, pues su seguridad dependía del tlatoani. Por otra parte, tampoco deseaba
abandonar la prisión, porque

Como sus principales son muchos y sus sobrinos y parientes le vienen cada
día a decir que será bien darnos guerra y sacarlo de prisión, que desde que le
vean fuera que le atraerán a ello, y que no quería ver en su ciudad revueltas, y
que si no hace su voluntad, por ventura querrán alzar a otro señor, y que él les
quitaba aquellos pensamientos con decirles que su dios Uichilobos se lo ha
enviado a decir que esté preso (Bernal Díaz).

La respuesta puso de manifiesto la difícil posición de Motecuhzoma. Los


aristócratas que aun le apoyaban, indignados por la pasividad del huey tlatoani, se
habían pasado en masa al partido opositor. La deserción, lógicamente, quebrantaba la
política del gobernante mexica, el cual sólo contaba con la ayuda del sacerdocio para
calmar los exaltados ánimos de la nobleza.
Transcurridos algunos días de relativa calma, un grave suceso demostró la
veracidad de las afirmaciones del emperador: Cacamatzin, tlatoani de Tetzococo, se
rebeló contra su tío y señor.
El acolhua, un mero peón de Motecuhzoma, había sido un firme partidario de la
postura del tlacatecuhtli; mas, tras los luctuosos acontecimientos de diciembre,
cambió de ideas. Una y otra vez urgió a Motecuhzoma para que expulsase a los
españoles de México antes de que fuera tarde, amenazando con levantar en armas el
Acolhuacan si su imperial pariente continuaba inactivo. Al final, el intrigante
Cacamatzin, temeroso de sufrir el destino del pobre Cuauhpopoca, huyó en secreto a
Tetzcoco, capital de sus Estados.
Una vez allí, Cacamatzin trató el asunto con sus hermanos Coanacochtzin e
Ixtlilxochitl. La reunión, a la cual asistió la flor de la nobleza acolhua, aprobó los
belicosos planes del tetzcocano.
Para redondear el proyecto, el sobrino de Motecuhzoma convocó un nuevo
consejo de guerra, en el que se encontraron los señores de Coyoacan y Matlatzinco,
parientes cercanos del tlatoani mexica, Totoquihuatzin de Tlacopan y Cuitlahuac,
gobernador de Iztapalapan y hermano de Motecuhzoma, todos ellos representantes de
la línea dura y antiguos adversarios de Cacama. Por supuesto, los conspiradores
estuvieron de acuerdo en la necesidad de derrocar al traidor Motecuhzoma; pero,
como ocurre siempre que se pretende atentar contra la autoridad legítima, no llegaron
a un acuerdo sobre quién debería ocupar el icpalli.

Página 74
Andando concertando con ellos y con otros señores mexicanos que para en
tal día viniesen con todos sus poderes y nos diesen guerra, parece ser que al
cacique que he dicho que era valiente por su persona, que no le sé el nombre [el
señor de Matlatzinco], dijo que si le daban a él el señorío de México, pues le
venía de derecho, que él con toda su parentela y de una provincia que se dice
Matalcingo serían los primeros que vendrían con sus armas a echamos de
México, y no quedaría ninguno de nosotros a vida. Y Cacamatzin, según
pareció, respondió que a él le venía el cacicazgo y él había de ser rey, pues era
sobrino de Montezuma, que si no quería, que sin él y su gente haría guerra
(Bernal Díaz).

La conferencia finalizó, pues, sin consenso y Cacamatzin decidió actuar por


cuenta propia. El ingenuo acolhua, gobernante pelele y como tal desconocedor de las
intrigas palaciegas, había incurrido en un grave error al exigir el trono en precio de su
patriotismo. Porque el matlatzinca, celoso por la demanda, denunció la conjura a
Motecuhzoma.
Al escuchar la delación, los acerados ojos del tlatoani ardieron de ira e, ipso
facto, se apresuró a informar al español de la trama golpista, urdida por el infiel
sobrino. Apenas el impulsivo extremeño supo la noticia, pidió efectivos militares a
Motecuhzoma para asolar Tetzcoco, pero aquella innecesaria brutalidad no agradó al
tlatoani.
Confuso ante la negativa, don Hernán solicitó el consejo del emperador,
añadiendo que le devolvería la libertad. La oferta, por supuesto, fue rechazada, ya que
el mexicano sabía bien que lo decía no para soltarle, sino para probar su voluntad
(Bernal Díaz).
Sin embargo, Motecuhzoma proporcionó a Cortés un plan, que merece el
calificativo de genial. Mandó llamar a Cacamatzin, quien rechazó el ucase imperial
pudentemente, recriminando, además, la amistad que el tlatoani guardaba con
aquellos que tanto mal y deshonra le han hecho (Bernal Díaz). La ultrajante respuesta
sirvió de excusa a Motecuhzoma para ordenar la detención del rebelde. Entregó el
sello real a seis capitanes leales y les encomendó la captura del acolhua.
Ninguna dificultad ofreció la comisión, dado que el cándido tetzcocano contaba
con poderosos enemigos dentro de las propias filas, entre otros, sus hermanos,
Coanachochtzin e Ixtlilxochitl. El primero, gobernante de facto, vio en el mandato
procedente de Tenochtitlan una ocasión única para deshacerse del rival, y se plegó sin
vacilaciones al deseo imperial. Ixtlilxochtlil, por el contrario, presentaba mayores
dudas. Y ello, desde luego, no por amor fraterno, sino porque Motecuhzoma, su
mortal enemigo, servía en aquel momento a los castellanos, a los cuales él mismo
apoyaba. En buena lógica, el díscolo príncipe no podía colaborar en la traición, pero
tampoco oponerse al indigno asunto, que tanto interesaba a los barbudos extranjeros.
Ante la disyuntiva, el tetzcocano optó por mantenerse al margen de la operación,

Página 75
consciente de que en Tenochtitlan se sabía que el plan sólo llegaría a buen puerto con
su colaboración, fuese ésta activa o pasiva.
Con la excusa de discutir la estrategia a seguir —que incluía el traslado de las
fuerzas acolhuas de Oztoticpac al islote de Tepetzinco—, Coanachochtzin, apoyado
de manera implícita por Ixtlilxochitl, pidió a Cacama que acudiera a la pequeña
ínsula. Sin recelo alguno, el tlatoani tetzcocano se presentó en el lugar de la cita, un
bello palacio sito en la orilla del peñón. Una vez allí, los secuaces de Coanachochtzin
se abalanzaron sobre el gobernante, le arrojaron sobre la cubierta de una canoa y
zarparon rumbo a México.
Al encontrarse en presencia del huey tlatoani, Cacamatzin, que ya nada tenía que
perder, dio rienda suelta a la reprimida cólera y, según la gráfica expresión de Bernal
Díaz, desvergonzóse más de lo que antes estaba. Furioso, Motecuhzoma entregó el
prisionero a don Hernán, que ordenó se confinase al sedicioso en la cadena gorda,
nombre que los españoles daban a la gruesa cadena forjada en Veracruz para tal
efecto.
Harto el tlacatecuhtli mexica de los intrigantes cortesanos, aprovechó la
coyuntura para librarse de los peligrosos disidentes. Aun cuando los recelosos
conjurados no venían a hacer palacio como solían, Motecuhzoma los atrajo uno por
uno al tecpan. A los ocho días, Cuitlahuac, Totoquihuatzin y otros nobles compartían
la cadena gorda con Cacamatzin.
Naturalmente, los exégetas loan la actitud del joven gobernante tetzcocano, pues
nada resulta tan romántico como la figura del colaboracionista que, asqueado y sin
estómago para resistir —los calificativos no son míos—, siente de nuevo el fervor
patriótico.
Bonita interpretación. Por un lado, Cacamatzin, cual un Saulo de Tarso mexicano,
recobra de sopetón la perdida honra nacional; por el otro, Motecuhzoma, el miserable
emperador de Manuel Orozco, se tornaba en vil instrumento de sus carceleros, y por
medios reprobables entregaba a cuantos sentían arder en el corazón el amor a la
patria.
Por desgracia, el devenir histórico presenta mayor complejidad que la mazdeísta
lucha entre buenos y malos. Habrá, acaso, quien tilde mi planteamiento de amoral.
Puede que lo sea, mas también es realista.
No soy tan dogmático para negar a priori que algunas personas, pocas, actúan
guiadas por fines nobles; empero, no observo ningún altruismo en la conducta de
Cacamatzin. Los estudiosos me objetarán que el asesinato de un hermano suyo,
ahorcado por los teules tras un simulacro de juicio, bien pudo despertar el dormido
pundonor en el acolhua. No lo niego. Sin embargo, cuando se recuerda el
comportamiento de los descendientes del noble Nezahualpilli, la verdad, el
espectador tiende a pensar —quizá con excesiva malicia— que el tetzcocano sintió
poco el óbito.

Página 76
En realidad, Cacamatzin de Tetzcoco, consciente de la difícil posición de
Motecuhzoma, intentó sacar partido de la misma, si bien cometió un tremendo fallo al
minusvalorar a su pariente.
Dejando a un lado los juicios morales, la reacción del tlacatecuhtli merece el
respeto, cuando no el aplauso. Tetzcoco, el otrora poderoso aliado de México, se
había convertido por obra de Motecuhzoma en un pálido reflejo de sí mismo, aun
cuando conservaba la energía suficiente para amenazar seriamente el poder mexica.
De ahí la rápida respuesta del gobernante mexicano, quien —dicho sea al paso—
siempre intuyó que Cacamatzin, tarde o temprano, se rebelaría. Por eso, la elección
de sucesor careció de dificultades, ya que el previsor Motecuhzoma conservaba junto
a sí un hermano del mismo Cacamatzin, mancebo de buena disposición, que estaba
huido de su propio hermano, porque no le matase, que después de Cacamatzin
heredaba el reino (Bernal Díaz).
El conflicto que Motecuhzoma mantenía con la aristocracia desde que subió al
trono se saldó de manera provisional en su favor. El tlatoani había logrado por fin
domeñar a la elata nobleza, que purgaba sus sediciosos pensamientos en la cadena
gorda.
El panorama ofrecía incluso halagüeñas perspectivas para el tlacatecuhtli, ya que
el nuevo gobernante acolhua, Cuicuitzcatl, se mostró tan servicial con tenochcas y
castellanos que, según el propio Hernán Cortés, fue obediente en todo lo que yo de
parte de vuestra majestad le mandaba.
Pronto la vida del tlacatecuhtli recobró el pulso habitual. Vivía, cierto es, bajo el
control de los teules, que espiaban hasta las acciones más íntimas; pero éstos, a
diferencia de sus díscolos notables, le trataban con respeto y consideración:

En aquel tiempo todos nosotros y aún el mismo Cortés, cuando pasábamos


delante del gran Montezuma le hacíamos reverencia con los bonetes de armas,
que siempre traíamos quitados, y él era tan bueno y tan bien mirado, que a
todos nosotros nos hacía mucha honra; que demás de ser rey de esta Nueva
España, su persona y condición lo merecía (Bernal Díaz).

Punto flaco y, a la vez, fuente de energía, el orgullo del tlatoani causó mil y un
problemas a los castellanos, empeñados en complacerle, porque de la elata
personalidad dependía el éxito o el fracaso de la gesta.
Indudablemente, la compleja psiquis de Motecuhzoma jugó un papel clave en el
dramático encuentro de 1519-1521. Por eso, no está de mal pasar repaso a lo que
podría denominarse actos de un tlatoani cautivo, pues iluminan más la realidad que
las pomposas especulaciones de los eruditos.
Ante todo, Motecuhzoma exigía que se le tratara con consideración. Una
significativa anécdota podemos citar al respecto. Una noche, un ballestero llamado
Pedro López, adscrito a la compañía que custodiaba al tlacatecuhtli, discutió con otro

Página 77
soldado a propósito del turno de guardia. En el transcurso de la polémica, López dijo:
¡Oh, pese a tal con este perro, que por velarle a la continua estoy muy malo del
estómago, para me morir! Súpolo Motecuhzoma y, dolorido, se quejó a don Hernán,
quien mandó azotar a López.
Ahora bien, el gobernante mexicano, contra lo que se afirma, también era
comprensivo. Jamás castigaba a las personas que le ofendían si éstas no obraban a
propósito, aunque —sobra señalarlo— desgraciado del que reincidiese. Así ocurrió,
por ejemplo, con un marinero denominado Trujillo, cuyas peripecias, asaz divertidas,
recuerda el veterano Bernal Díaz con estas palabras:

Me acuerdo que era de la vela un soldado muy alto de cuerpo, y bien


dispuesto y de muy grandes fuerzas, que se decía fulano de Trujillo, y era
hombre de la mar, y cuando le cabía el cuarto de noche de la vela era tan mal
mirado, que, hablando aquí con acato de los señores leyentes, hacía cosas
deshonestas, que lo oyó Montezuma, y como era un rey de estas tierras tan
valeroso, túvolo a mala crianza y desacato que en parte que él lo oyese se
hiciese tal cosa y sin miramiento de su persona; y preguntó a su paje Orteguilla
que quién era aquel malcriado y sucio; y dijo que era hombre que solía andar
en la mar y que no sabe de policía y buena crianza (Bernal Díaz).

Llegada la mañana, el tlatoani mandó llamar al marino, ordenándole que no


repitiera el grosero acto. Finalizada la reprimenda, Motecuhzoma regaló a Trujillo
una valiosa joya de oro.

Y Trujillo —continúa Bernal— no se le dio nada por lo que le dijo, y otra


noche lo hizo adrede creyendo que le daría otra cosa, y Montezuma lo hizo
saber a Juan Velázquez, capitán de la guarda; y marchó luego el capitán a
quitar a Trujillo, que no velase más y con palabras ásperas lo reprehendieron.

Por las mismas razones, el emperador se mostraba davidoso con aquellos que se
mostraban educados y corteses con él. El propio Bemal Díaz, entones mancebo, fue
depositario de uno de los regios regalos. Deseando compartir el catre de campaña con
una linda barragana, el vallisoletano, que siempre se descubría con graciosa
reverencia delante de Motecuhzoma, se hizo el encontradizo con el doncel Orteguilla
y le expuso que deseaba pedir al emperador una india muy hermosa. El paje habló
con su señor y, tras exponerle los méritos de nuestro cronista, le notificó la súplica.
Al instante, Motecuhzoma le mandó llamar y dijo:

Bemal Díaz del Castillo, hanme dicho que tenéis motolinea —pobreza— de
ropa y oro, y os mandaré dar hoy una buena moza; tratadla muy bien, que es
hija de hombre principal; y también os darán oro y mantas.

Página 78
Al escuchar la traducción, Díaz efectuó una de las reverencias que tanto gustaban
al tlatoani y le agradeció el regalo, añadiendo que le besaba las manos por tan gran
merced, y que Dios Nuestro Señor la prosperase. La respuesta de Motecuhzoma llenó
de orgullo al vallisoletano, pues le consideró de noble condición. A las pocas horas,
una exótica beldad entró en el cuartito del soldado. Aquella mujer tomó el nombre de
Francisca y había sido concubina imperial.
Otro castellano que gozó del favor imperial se llamaba Peña. Sentía el
tlacatecuhtli un gran cariño por el español —hombre gracioso, apuesto e inteligente
—, cuyas jocosidades le divertían mucho. Para gratificar a Peña, de quien no se
separaba, Motecuhzoma solía arrebatarle el bonete de la cabeza y arrojarlo por la
azotea. Cuando el español regresaba, el tlatoani le entregaba una costosa presea.
Bastaba con la mínima atención para que el emperador quedara satisfecho. El
obsequio de una simple burjaca —una bolsa de seda con compartimentos exteriores
— proporcionó a Alonso de Ojeda, capitán de los aliados tlaxcaltecas y nahuatlato,
dos preciosas mujeres, numerosas mantas, una fanega de cacao y algunas joyas.
Por supuesto, erraría quien viera en el gobernante mexicano un simple déspota
que actuaba conforme su capricho. Motecuhcoma conocía la naturaleza humana y
captaba con facilidad defectos y virtudes. Véase si no la historia que refiere Bernal
Díaz:

Algunas veces jugaba Montezuma con Cortés al totoloque, que es un juego


que ellos así le llaman, con unos bodoquillos chicos muy lisos que tenían hechos
de oro para aquel juego, y tiraban con los bodoquillos algo lejos, y unos
tejuelos que también eran de oro, y a cinco rayas ganaban o perdían ciertas
piezas y joyas ricas que ponían. Acuérdome que tanteaba a Cortés, Pedro de
Alvarado y al gran Montezuma un sobrino suyo, gran señor, y Pedro de
Alvarado siempre tanteaba una raya de más de las que había Cortés, y
Montezuma, como lo vio, decía con gracia y risa, que no quería que le tantease
a Cortés el Tonatio, que así llamaban a Pedro de Alvarado, porque hacia mucho
ixoxol en lo que tanteaba, que quiere decir en su lengua que mentía, que echaba
siempre una raya de más.

Orgulloso, obstinado y cortés; pero también inteligente, comprensivo y sutil. Así


era Motecuhzoma Xocoyotzin, noveno señor de Tenochtitlan. Qué diferente del
timorato fanático que la heurística moderna se complace en describir.
Para desgracia y desesperación de Motecuhzoma, la diosa Fortuna no tardó
mucho en dejar de sonreírle.
El capitán extremeño, conocedor de su poder, forzó de nuevo la situación,
exigiendo al emperador que prestase juramento de vasallaje al monarca castellano.
El tlatoani convocó a la aristocracia de los tres Estados aliados y mantuvo con
ellos una larga conferencia, a la que sólo asistió un castellano, Orteguilla, el doncel

Página 79
nahuaparlante del tlacatecuhtli. El discurso de Motecuhzoma reproducía los tópicos
que ya conocemos, mas reflejaba también un nuevo cambio en el caótico panorama:

Dicen que les dijo que mirasen que de muchos años pesados sabían por muy
cierto, por lo que sus antepasados les han dicho, y así lo tiene señalado en sus
libros de cosas de memorias, que de donde sale el sol habían de venir gentes
que habían de señorear estas tierras, y que se había de acabar en aquella sazón
el señorío y reino de los mexicanos, y que él tiene entendido, por lo que sus
dioses le han dicho, que somos nosotros, y que se lo han preguntado a su
Uichilobos los papas que lo declaren, y sobre ello les hacen sacrificios, y no
quieren responderles como suelen, y lo que más les da a entender el Uichilobos
es que lo que les ha dicho otras veces aquello da ahora por respuesta, y que no
le pregunten más, y que así bien dan a entender que demos obediencia al rey de
Castilla… «Lo que yo os mando y ruego que todos de buena voluntad, al
presente, se lo demos y contribuyamos con alguna señal de vasallaje, que presto
os diré lo que más convenga, y porque ahora soy importunado a ello por
Malinche, ninguno lo rehúse, y mirad que en diez y ocho años ha que soy
vuestro señor siempre me habéis sido muy leales, y yo os he enriquecido y
ensanchado vuestras tierras, y os he dado mandos y haciendas, y si ahora al
presente nuestros dioses permiten que yo esté aquí detenido, no lo estuviera sino
que yo os he dicho muchas veces que mi gran Uichilobos me lo ha mandado»
(Bernal Díaz).

A mi entender, el largo parlamento demuestra que las relaciones entre el icpalli y


la jerarquía religiosa se habían enfriado de manera considerable.
A diferencia de la aristocracia guerrera, el clero mexica apoyó, como hemos visto,
la sutil política imperial; sin duda, porque el jesuítico proceder del antiguo teopixqui
respondía a esquemas mentales más propios de un religioso que de un soldado. Así
los sumos sacerdotes de Tenochtitlan no sólo justificaron ideológicamente la prisión
del tlacatecuhtli, sino que, al boicotear la propaganda nobiliaria, evitaron,
indiscutiblemente, un conflicto de imprevisibles consecuencias.
Empero, don Hernán, en lugar de mostrar agradecimiento por la capital ayuda,
emprendió una personalísima cruzada contra los diabólicos ídolos y sus
representantes, que incluyó, entre otras medidas, la supresión de los sacrificios
humanos.
El tenaz silencio de Huitzilopochtli reproducía, por lo tanto, la posición de la
iglesia mexicana, idéntica a la adoptada por Ixtlilxochitl en el affaire Cacamatzin.
Los sacerdotes, molestos por la dogmática postura de Malinche, no podían legitimar
la decisión del tlatoani; mas tampoco sancionarla, ya que, gustase o no, parecía la
más apropiada. Dominó, pues, el laissez faire y, al día siguiente, Motecuhzoma y los
señores aliados juraron lealtad al emperador Carlos.

Página 80
En presencia de Pedro Fernández, escribano de Su Majestad, que dio fe del triste
acto a petición del leguleyesco extremeño, el tlatoani abdicó en favor de Su Sacra
Cesárea Católica Majestad. Tras recordar a los notables reunidos la leyenda de
Quetzalcoatl, Motecuhzoma finalizó la corta plática con estas palabras:

Y mucho os ruego, pues a todos es notorio todo esto, que así como hasta
aquí me habéis tenido y obedecido por señor vuestro, de aquí adelante tengáis y
obedezcáis a este gran rey, pues él es vuestro natural señor, y en su lugar
tengáis a este su capitán; y todos los tributos y servicios que hasta aquí a mí me
hacíades, los haced y dad a él, porque yo, asimimo, tengo que contribuir y
servir con todo lo que me mandare; y demás de hacer lo que debéis y sois
obligados, a mí me haréis de ello mucho placer (Hernán Cortés).

Apenas pronunció la última palabra, el tlacatecuhtli, embargado por el dolor y la


vergüenza, prorrumpió en amargo llanto. Las lágrimas de Motecuhzoma desataron la
contenida angustia que atenazaba a los asistentes, los cuales dieron rienda suelta a su
dolor. Lloraron como niños los curtidos guerreros mexicas y se ahogaron de emoción
los duros teules, cuyos ojos se humedecieron hasta el punto que, según el relato de
Bernal Díaz, soldado hubo que lloraba tanto como Montezuma.
No contento con arrancar a Motecuhzoma el homenaje, Cortés, insaciable, dio un
paso adelante, exigiendo el lógico tributo que todo vasallo debe entregar a su señor.
En consecuencia, el extremeño se dirigió al tlatoani y le informó que tanto él
como los señores sometidos deberían dar cierta cantidad de oro para una misteriosa
obra que el emperador de España proyectaba.
Se formaron con celeridad comisiones hispano-aztecas, de dos y de cinco
personas, que se repartieron a lo largo y ancho del Anahuac para demandar a los
gobernantes locales piezas de oro y piedras preciosas, las cuales —escribe don
Hernán—, demás de su valor, eran tales y tan maravillosas, que consideradas por su
novedad y extrañeza no tenían precio.
A los veinte días regresaron los comisionados, procediendo el protocolario
tlacatecuhtli a efectuar la cesión formal del fastuoso botín.

Hágoos saber, señor Malinche y señores capitanes y soldados, que a vuestro


gran rey yo le soy en cargo, y le tengo buena voluntad así por ser tan gran
señor como por haber enviado de tan lejanas tierras a saber de mí, y lo que más
me pone el pensamiento es que él ha de ser el que nos ha de señorear, según
nuestros antepasados nos han dicho, y aun nuestros dioses nos dan a entender
por las respuestas que de ellos tenemos. Toma ese oro que se ha recogido; por
ser de prisa no se trae más. Lo que yo tengo aparejado para el emperador es
todo el tesoro que he habido de mi padre y que está en vuestro poder y
aposentos; que bien sé que luego que aquí viniste abriste la casa y mirasteis
todo, y la tomasteis a cerrar como de antes estaba. Y cuando se lo enviareis

Página 81
decirle en vuestros amales y cartas: «Esto os envía vuestro buen vasallo
Montezuma». Y también yo os daré unas piedras muy ricas que le enviéis en mi
nombre, que son chalchiuis, que no son para dar a otras personas sino para ese
vuestro gran señor, que vale cada piedra dos cargas de oro; también le quiero
enviar tres cerbatanas con sus esqueros y bodoquetas, que se holgará de verlas,
y también yo quiero dar de lo que tuviere, aunque es poco, porque todo el más
oro y joyas que tenía os he dado en veces (Bernal Díaz).

Aún más lejos llegó la liberalidad del esquilmado monarca, ya que pidió a
Malinche españoles para mostrarles una casa de joyas de oro y aderezos de mi
persona.

Y quien esto escribe —afirma Andrés de Tapia— y otros gentilhombres


fueron por mandato del marqués con dos criados de Muteczuma y en la casa de
las aves, que así la llamaban, les mostraron una sala y otras dos cámaras donde
había asaz oro y plata y piedras verdes, no de las muy finas. Yo hice llamar al
marqués, y fue a verlo, y lo hizo llevar a su aposento.

Desgraciadamente, la codicia de los castellanos era un pozo sin fondo.


Descubiertos por casualidad los almacenes donde se guardaban las reservas de cacao
—uno de los medios de cambio utilizados en el México precortesiano—, tres
centernares de indios e indias al servicio de los españoles aprovecharon las horas
nocturnas para robar cuanta semilla pudieron. El oficial de guardia, Pedro de
Alvarado, tuvo noticia del hurto; pero lejos de impedirlo, apenas terminó su turno, se
unió a los saqueadores con cinquenta cargadores.
Días después, el capitán Tonatiuh cometió otra acción indigna al torturar
brutalmente a Cacamatzin, porque le dio unos bezotes de poco valor.
Claro está, el rubio Alvarado sólo era el primus inter pares, pues los restantes
teules no titubeaban a la hora de cometer tropelías de igual calaña. Así, durante uno
de los cotidianos saqueos, los hispanos se apoderaron de unas mil cargas de mantas,
pero como no sabían qué hacer con la ropa, intentaron restituir lo robado. El tlatoani
se negó, afirmando que jamás aceptaba lo que regalaba.
Desde luego, pocos seres humanos muestran en el devenir de los siglos la estoica
entereza de Motecuhzoma. En vez de ceder a la cómoda desesperación, el
tlacatecuhtli, carente de cualquier apoyo, se enfrentó a blancos y cobrizos, a
sacerdotes y guerreros.
Desarticulada la oposición de los notables, la atención del tlatoani se desplazó
hacia el sacerdocio, cuya apática neutralidad resultaba preocupante. En otra época,
Motecuhzoma hubiera castigado con dureza la tibia actitud de los jerarcas; pero como
los tiempos que corrían no se prestaban a gestos autocráticos, la política de
emperador se orientó hacia el mantenimiento del delicado statu quo. En ese sentido,
resultaba vital contener el entusiasmo proselitista de don Hernán.

Página 82
La paciencia del tlatoani pronto se puso a prueba. Nada más delegar la autoridad
en el rey de Castilla, el de Medellín se le acercó y dijo riendo:

—Estos cristianos son traviesos y andando por esta casa han topado ahí con
cierta cantidad de oro y la han tomado. No recibáis pena de ello.
—Eso es de los dioses de este pueblo —repuso Motecuhzoma—. Dejad las
plumas y cosas que no sean de oro, y el oro tomáoslo. Yo os daré todo lo que yo
tenga (Andrés de Tapia).

La contestación del gobernante mexica nos ofrece otro ejemplo de su talla


intelectual. Conociendo el desprecio que los teules sentían por todo lo que no fuese
oro, el tlatoani rogó que respetase los restantes objetos, cuya destrucción se habría
tomado como una profanación sacrílega.
Confiaba Motecuhzoma en conservar la neutralidad del clero, que al mantener un
obstinado silencio le autorizaba a seguir en el icpalli, pues don Hernán, desde el
incidente del teocalli de Tlatelolco, se mostraba menos beligerante en la cuestión
religiosa. En su apertura, el extremeño permitió al preso asistir a los servicios
religiosos, aunque:

Le dijo que mirase que no hiciese cosa con que perdiese la vida, y que para
ver si había algún descomedimiento o mandaba a sus capitanes o papas que le
soltasen o nos diesen guerra, que para aquel efecto enviaba capitanes y
soldados para que luego le matasen a estocadas en sintiendo alguna novedad de
su persona, y que vaya mucho en buena hora, y que no sacrificase ningunas
personas, que era gran pecado contra nuestro Dios verdadero, que es el que le
hemos predicado (Bernal Díaz).

Por descontado, Motecuhzoma ignoró el último consejo. Cuando las escoltas


españolas llegaron al templo, observaron los restos de cuatro sacrificados, si bien,
contraviniendo las tajantes órdenes del capitán, disimularon el macabro hallazgo.
Sin embargo, poco conocía el emperador a Cortés. La templanza del extremeño
era más fingida que real. Reducidos voluntariamente los gobernantes mexicanos a
Carlos I, don Hernán —cuyo mal de corazón despareció gracias al tesoro rapiñado—
pensó que había llegado el momento de ocuparse en serio de la evangelización de los
nativos, aplazada hasta entonces por motivos tácticos.
Durante los largos días precedentes, Cortés, que jamás se olvidó del obsesionante
tema, dedicó incontables mañanas a enseñar los misterios cristianos al tlatoani. Las
pláticas de fray Bartolomé y del propio don Hernán, empero, no mellaron el férreo
espíritu de Motecuhzoma, quien escuchaba con atención, si bien no mostraba el
mínimo deseo de apostatar.
Pasaba el tiempo y no se veían resultados. Había, cierto es, algunas conversiones
—como la de la hija que Motecuhzoma entregó al extremeño en calidad de barragana

Página 83
—; no pasaban de ser excepciones aisladas. Harto ya, el español decidió tomar
medidas de fuerza. Se presentó, pues, ante Motecuhzoma y le espetó sin preámbulos:

Señor: ya muchas veces he dicho a vuestra merced que no sacrifique más


ánimas a esos vuestros dioses que os traen engañados, y no lo quiere hacer, y
hágoos saber, señor, que todos mis compañeros y estos capitanes que vienen
conmigo, os vienen a pedir por merced que les deis licencia para quitarlos de
allí y pondremos a Nuestra Señora Santa María y una cruz, y que si ahora no
les dais licencia, que ellos irán a quitarlos y no querría que matasen algunos
papas (Bernal Díaz).

Al escuchar aquellas palabras, el tlacatecuhtli, cuya tez adquirió la palidez de los


muertos, desesperó ante la fanática estulticia del extremeño:

—¡Oh, Malinche —dijo—, y cómo nos queréis echar a perder a toda la


ciudad! Porque estaban muy enojados nuestros dioses contra nosotros, y aun de
vuestras vidas no sé en qué pararán. Lo que os ruego es que ahora al presente
lo sufráis, que yo enviaré a llamar a todos los papas, y veré su respuesta (Bernal
Díaz).

Al parecer, la mediación de Motecuhzoma —si la hizo— fracasó. Preso de la ira,


el jefe castellano se encaminó al Templo Mayor. Una vez allí, escribe Andrés de
Tapia:

El marqués subió como por pasatiempo, y ocho españoles con él… y miró lo
que se pudo ver y suspiró, habiéndose puesto algo triste, y dijo, que todos lo
oímos: «¡Oh, Dios!, ¿por qué consientes que tan grandemente el diablo sea
adorado en esta tierra? Ha, Señor, por bien que en ella te sirvamos». Y mandó
llamar a los intérpretes. Y ya al ruido de los cascabeles se había llegado gente
de aquella de los ídolos. Díjoles: «Dios, que hizo el cielo y la tierra, os hizo a
vosotros y a nosotros y a todos, y cría lo con que nos mantenemos, y si fuéramos
buenos nos llevará al cielo y si no, iremos al infierno, como más largamente os
diré cuando más nos entendamos. Yo quiero que aquí, donde tenéis estos ídolos,
esté la imagen de Dios y de su madre bendita. Traed agua para lavar estas
paredes y quitaremos de aquí todo esto». Ellos se reían, como que no fuera
posible hacerse, y dijeron: «No solamente esta ciudad, pero toda la tierra junta
tienen a estos por sus dioses. Aquí está esto por Ucbilobos, cuyos somos, y toda
la gente no tiene en nada a sus padres y madres e hijos en comparación deste, y
determinaron de morir. Cata que de verte subir aquí se han puesto todos en
armas y quieren morir por sus dioses». El marqués dijo que a un español que
fuese a que tuviesen gran recaudo en la persona de Muteczuma, y envió a que
viniesen treinta o cuarenta hombres allí con él, y respondió a los sacerdotes:

Página 84
«Mucho me holgaré yo de pelear por mi Dios contra vuestros dioses, que son
nonada». Antes que los españoles por quien había enviado viniesen, enojóse de
palabras que oía y tomó con una barra de hierro que estaba allí, y comenzó a
dar en los ídolos de pedrería.

Informado Motecuhzoma del sacrilego acto, corrió al teocalli para tratar de


contener al furioso Cortés. En su afán por evitar la catástrofe que se cernía sobre él, el
tlacatecuhtli ofreció compartir el recinto sagrado con los españoles. No aceptó el de
Medellín, que exigió la totalidad del espacio para las imágenes cristianas.
Tras unos tensos segundos, Motecuhzoma, inclinando la cabeza, cedió. Con
aquella renuncia, el emperador firmaba su propia condena, porque la ofensa forzaba
al clero a adoptar una postura antihispana y, consecuentemente, contra el tlatoani.
Los teopixque aztecas comprendían el juego de Motecuhzoma, pero la altivez de
los barbudos extranjeros los obligaba a repudiarlo. La destrucción de los dioses no
sólo suponía una injuria política —en el México precortesiano el escarnio del templo
local simbolizaba la subordinación y el vasallaje—, sino que, además, ponía en serio
peligro a la humanidad, ya que los teólogos mexicas veían en el sacrificio humano
una pieza clave del orden cósmico. Dicho en román paladino, el extremeño atentaba
contra los privilegios e intereses económicos del poderoso estrato sacerdotal, cuyos
miembros —sobra señalarlo— no estaban dispuestos a perder.
Sin embargo, el antiguo teopixqui, al tanto de las nefandas consecuencias del
desmán, lo consintió. ¿Por qué? Posiblemente, para ganar tiempo, pues el déspota —
ya lo hemos visto antes— no estaba dispuesto a ganarse el paraíso solar.
Los sacerdotes reaccionaron con presteza a la vista del impío vejamen. A los
pocos días, una comisión de servidores de Tlaloc, el dios de las aguas, se presentó
ante Cortés y enseñando ciertas manadas de maíz verde y muy lacias, dijeron estas
provocativas palabras: Pues nos quitaste nuestros dioses, a quienes rogábamos por
agua, haced al vuestro que nos la dé, porque se pierde lo sembrado (Andrés de
Tapia).
Faltaría más, el Señor de los ejércitos, a ruego de sus castrenses misioneros, obró
el milagro. A la mañana siguiente se celebró una misa de campaña y el raso cielo se
encapotó. Cuando los soldados regresaban al cuartel desde el reconvertido teocalli,
llovía tanto —recuerda Andrés de Tapia— que andábamos en el patio los pies
cubiertos de agua. Y así, los indios se maravillaron mucho.
Si los mexicas se maravillaron mucho o no, sólo Clío lo sabe, aunque parece
difícil de creer, pues la embajada respondía a una campaña de agitación promovida
por los jerarcas de lo distintos cultos. Mientras los sectarios de Tlaloc hablaban con
Malinche, Tezcatlipoca y Huitzilopochtli, mudos y descuidados hasta la fecha, se
dirigieron al sacerdocio. El mensaje de los dioses, transmitido por los religiosos,
conmovió al crédulo pueblo:

Página 85
Los Uichilobos y el Texcatepuca hablaron con los papas y les dijeron que se
querían ir de su provincia, pues tan mal tratados son de los teules, y que donde
están aquellas figuras y cruz no quieren estar, o que ellos no estarían allí si no
nos mataban, y que aquello les daba por respuesta, y que no curasen de tener
otra, y que se lo dijesen a Montezuma y a todos sus capitanes que luego
comenzasen la guerra y nos matasen (Bernal Díaz).

Cuarenta y ocho horas después del derrocamiento de las estatuas sagradas,


Motecuhzoma mandó llamar a don Hernán para comunicarle algo de suma
importancia. El portador de la convocatoria, el paje castellano del emperador, añadió
que el tlatoani se mostraba descontento y agitado, habiendo pasado la noche en
conferencias con guerreros y sacerdotes. Orteguilla, por supuesto, ignoraba lo tratado.
Vivamente preocupado por las noticias del doncel, el general español acudió de
inmediato a las habitaciones de Motecuhzoma. Tras los cumplidos de rigor, menos
cálidos que en ocasiones similares, el tlacatecuhtli tomó la palabra y dijo:

Os ruego que os vayáis de esta mi ciudad y tierra, pues mis dioses están
conmigo muy enojados porque os tengo aquí; pedidme lo que quisiereis y
dároslo he, porque os amo mucho; y no penséis que os digo esto burlando, sino
muy de veras. Por lo demás, cumple que así se haga en todo caso (Francisco
López de Gómara).

La implícita amenaza del discurso impresionó al extremeño, quien logró


encontrar una salida airosa. Los castellanos, afirmó, se retirarían; pero como carecían
de navíos, los mexicanos tendrían que esperar hasta que éstos se botasen.
Quedaron así las cosas. Don Hernán se retiró al tecpan de Axayacatl y ordenó a
Martín López, carpintero de ribera, que partiera sin dilación a Veracruz para iniciar la
construcción de los buques.
Lo que la vociferante nobleza no logró durante meses, lo consiguió el clero en un
par de jornadas. Motecuhzoma renunció a su política de espera e inició una
movilización general, que fue seguida por el ultimátum arriba mencionado. Para el
prudente tlacatecuhtli, la coyuntura continuaba siendo dudosa, aunque no se
presentaba del todo desfavorable.
La tropa de ocupación estaba muy mermada, ya que el confiado Cortés cometió el
error de dividir la hueste. Así, además de los recaudadores dispersos por las
provincias tributarias, un centenar de hombres habían partido para fundar una colonia
en el lejano Coatzacoalco, y otros muchos, comandados por Rodrigo Rangel, se
dirigían a Chinauhtla con idénticos fines.
Por otra parte, la rápida acción de Motecuhzoma en defensa de los dioses le
reconciliaba con los eclesiásticos. Naturalmente, los notables continuaban sin darle su
apoyo; lo cual, bien pensado, poco importaba al estar los más conspicuos rebeldes
confinados en la cadena gorda. Si el tlatoani lograba acabar con los advenedizos

Página 86
huéspedes, el sacerdocio le justificaría ante el pueblo y, qué duda cabe, conservaría la
vida y el poder.
La candente balanza se inclinaba de nuevo en el platillo de Motecuhzoma. Mas
un suceso inesperado trastocó las piezas del tablero: Panfilo de Narváez, el eterno
perdedor, había desembarcado en Veracruz con un poderoso ejército de teules.
La tendenciosa literatura indígena de la colonia temprana sacó un gran partido del
conflicto religioso, usándolo como arma contra los españoles y su imperial aliado.
Por obra y gracia de algunos cronistas —mexicanos cristianizados o misioneros
españoles—, Motecuhzoma, el devoto servidor de Huitzilopochtli, el hombre que
sólo se movió cuando Cortés escarneció los dioses del Anahuac, pidió el bautismo y
sabía algunas oraciones como el Ave María y el Credo (Fernando de Alva
Ixtlilxochitl); pero, añade otro autor, el padre Durán, como los soldados, y el santo
clérigo con ellos, se ocupaban más en buscar tesoros que en predicar la doctrina
cristiana, se dilató —continúa Ixtlilxochitl— para la pascua siguiente, que era la
resurrección, y fue tan desdichado que nunca alcanzó tanto bien.

Página 87
LA MATANZA DEL TOXCATL

Al alborear el mes de marzo de 1520, un correo, procedente de la lejana


Cempoallan, llegó con urgentes y curiosas noticias a la capital del imperio. Un gran
número de barbados extranjeros, semejantes en todo a los que se encontraban en
Tenochtitlan, habían desembarcado en la costa. Muchos eran, en efecto, pues
Motecuhzoma, ojeando la pintura que acompañaba el mensaje, contó hasta mil
cuatrocientos hombres de pálida faz, otros mil de piel oscura y ochenta mazatl o
caballos.
¿Qué perseguían los recién llegados? Probablemente unirse a Malinche para
contribuir a la ruina del Estado fundado por Acamapichtli. El asunto, empero, era
demasiado importante para dejarlo en una mera suposición. Por lo tanto,
Motecuhzoma, en el más absoluto de los secretos, envió algunos mensajeros al
Totonacapan para indagar el motivo de la inesperada visita, dando orden a los
gobernadores mexicas de proporcionar abundantes alimentos a los blancos.
Los embajadores regresaron con presteza e informaron al señor del Anahuac del
contenido de la entrevista que, según afirmaron, mantuvieron con el jefe de los
nuevos teules, una persona de aristocráticos modales y amarillos cabellos, llamado
Pánfilo de Narváez. Al decir de los agentes tenochcas, el motivo de la expedición
consistía en prender a los castellanos de Cortés, gentes malas traidoras al rey de
España, devolviendo la libertad al regio cautivo.
La presencia de tres desertores del ejército cortesiano, que actuaron como
intérpretes en la conversación, daba credibilidad a las palabras de Narváez; pero
Motecuhzoma, buen conocedor de la psiquis hispana, no las creyó del todo.
Desde luego, el tlatoani acertaba al sospechar de aquel español de engolada y
profunda voz, porque Narváez, ávido por poseer las riquezas de Tenochtitlan, jamás
cumpliría su promesa. Fuera cual fuese el ganador de la sangrienta pugna que se
avecinaba, la situación seguiría siendo la misma para Motecuhzoma: continuaría
prisionero de los hombres del pendón carmesí.
Pero el orgulloso rival del extremeño —presumido y vano al decir de los
contemporáneos— cometió una grave imprudencia al descubrir a los mexicas las
discrepancias que le separaban de don Hernán.
Cuando el tlacatecuhtli supo que los hijos de Quetzalcoatl se combatían unos a
otros, su afligido corazón se calmó como por ensalmo. Por fin podría librarse de los
advenedizos huéspedes. Bastaría con atizar el odio que les consumía, impulsándoles

Página 88
hacia el enfrentamiento fratricida. Después, los batallones imperiales se encargarían
de acabar con el debilitado vencedor.
Transcurridos tres días, don Hernán visitó a Motecuhzoma y lo encontró muy
alegre y de buen semblante. El de Medellín, sorprendido ante tan extemporánea
alegría, le preguntó la causa de la misma, y el mexicano, astutamente, cambió de
conversación. Quedó el español intranquilo y, tras dejar pasar algún tiempo, volvió a
los aposentos de Motecuhzoma. Este, que no esperaba otra cosa, se apresuró a
comunicarle que habían llegado sus hermanos de Castilla:

Señor Malinche —dijo el tlatoani— ahora en este punto me han llegado


mensajeros de cómo en el puerto donde desembarcasteis han venido diceciocho
y más navíos, y mucha gente y caballos, y todo nos lo traen pintado en unas
mantas, y como me visitasteis hoy dos veces, creí que me veníais a dar nuevas
de ellos, así que no habrás menester hacer navíos. Y porque no me lo decíais,
por una parte tenía enojo de vos por tenérmelo encubierto, y por otra parte me
holgaba, porque vienen vuestros hermanos para que todos os vayáis a Castilla,
y no haya más palabras (Bernal Díaz).

Nada sabía el capitán, quien en un arrebato de alegría dio las gracias a Dios, que
al mejor tiempo provee.
Sin embargo, los hechos siguientes pronto demostraron lo falso de la espontánea
afirmación. Las naos castellanas no procedían de España, sino de Cuba. Diego
Velázquez, gobernador de la Perla de las Antillas, las enviaba para castigar al rebelde
Cortés, quien, como de todos es sabido, rechazó la autoridad del representante real en
Fernandina, iniciando una empresa para la cual no estaba autorizado.
Los tímidos intentos del futuro marqués del Valle para llegar a un acuerdo con el
servidor de Velázquez fracasaron y el de Medellín se vio en la obligación de marchar
a Veracruz para combatir con Narváez.
Antes de abandonar la Venecia americana, la hueste entró en un periodo de
frenética actividad, que, por supuesto, carecía de misterio para Motecuhzoma: los
albañiles fortificaron los puntos más débiles del improvisado cuartel, mientras los
artilleros emplazaban en batería los falconetes y lombardas. Asimismo, Cortés mandó
traer de Tlaxcallan maíz, gallinas y otros alimentos para las tropas que quedarían de
guarnición en la ciudad, pues había malas sementeras en tierra de México —escribe
Bernal Díaz— por falta de aguas.
Aunque ya conocía la respuesta de antemano, el tlatoani, aprovechando la
solicitud de don Hernán tocante a listones de pino para manufacturar picas, preguntó
la causa de tantos preparativos:

Señor Malinche: a todos vuestros capitanes y soldados os veo andar


desasosegados, y también he visto que no me visitáis sino de cuando en cuando,
y Orteguilla, el paje, me dice queréis ir sobre esos vuestros hermanos que

Página 89
vienen en los navíos, y queréis dejar aquí en mi guarda al Tonatio; hacedme
merced que me lo declaréis para que si en algo os pudiere ayudar que lo haré
de buena voluntad; y también, señor Malinche, no querría que os viniese algún
desmán, porque vos tenéis muy pocos teules, y esos que vienen son cinco veces
más, y ellos dicen que son cristianos como vosotros y criados de ese vuestro
emperador, y tienen imágenes y ponen cruces y les dicen misa, y dicen y
publican que sois gente que vinisteis huyendo de vuestro rey, y que os vienen a
prender y matar; yo no os entiendo, por eso mirad lo que hacéis (Bernal Díaz).

El de Medellín se sonrió al escuchar la traducción. El inteligente interrogante no


resultaba nada fácil de responder. Empero, el astuto extremeño encontró la respuesta
adecuada. En efecto, afirmó, los soldados de Cempoallan eran cristianos y vasallos
del gran emperador; mas como éste regía un gran número de reinos y señoríos, había
en ellos mucha diversidad de gentes, unas esforzadas y otras mucho más. Nosotros
—continuó el capitán— somos de dentro de Castilla la Vieja, y nos dicen castellanos,
y aquel capitán que está en Cempoal, y la gente que trae, es de otra provincia, que se
llama Vizcaya, y se llaman vizcaínos que hablan como los otomíes, cerca de México
(Bernal Díaz).
Por supuesto, el extremeño mentía, si bien, conviene reconocerlo, de manera
habilidosa. Gracias al embuste, cuya base real no puede ponerse en duda, Cortés
logró borrar en parte la mala impresión que la imprudente conducta de Narváez
produjo en los aztecas. Al dar por supuesta la autonomía de los distintos reinos
hispánicos, don Hernán presentaba a Motecuhzoma una razón comprensible para el
mexica, porque su propio imperio tenía una estructura federal y plurirracial. Pero el
pensamiento era más sutil —y, dicho sea al paso, el mérito del mismo corresponde a
doña Marina—, ya que la analogía entre vascongados y otomíes —válida en los
planos cultural y lingüístico— descalificaba a los recién llegados, tachándolos de
rústicos e incultos. ¡Pobre Narváez! Él, un caballero de buena conversación y buenas
costumbres, comparado por obra y gracia de Cortés con los otomíes, gentes tan
torpes, tosas e inhábiles que los tenochcas, para reñir a un desmanotado, solían decir:
¡Ah, que inhábil eres! Eres como otomitl, que no se te alcanza lo que te dicen.
El conflicto entre Cortés y Narváez quedaba, pues, reducido a un mero equívoco,
fruto de la estulticia del vizcaíno Narváez, quien creó una situación absurda gracias a
su tozudez y cortas luces.
Desde luego, la agilidad mental de don Hernán merece un rendido tributo. Pocas
personas habrían resuelto la cuestión con tanta habilidad.
Comprendió o, mejor dicho, fingió Motecuhzoma comprender el razonamiento y
se ofreció para colaborar en la expulsión de los estultos intrusos. A tal efecto ofreció
a su divino yerno cien mil guerreros, treinta mil tlamamaque o cargadores y las
vituallas necesarias.

Página 90
No aceptó Cortés el amable ofrecimiento, pues el extremeño tenía demasiada
perspicacia para ignorar los pensamientos ocultos del emperador mexica.
Terminados los preparativos, el capitán español se despidió de Motecuhzoma,
rogándole que cuidase a los castellanos que quedaban en México y que velara, sobre
todo, para que sus súbditos no profanaran las sagradas imágenes colocadas en la
cúspide del Teocalli mayor. Prometió Motecuhzoma cumplir las peticiones de don
Hernán y los dos hombres se abrazaron con efusión. Aunque adversarios, ambos
reconocían la valía del rival y, qué duda cabe, ello les llevó a simpatizar.
A principios de mayo, Cortés, acompañado por ochenta infantes selectos, salía de
la gran México Tenochtitlan por la calzada de Iztapalapan. Una vez en la orilla,
Motecuhzoma, que había insistido en despedir a los arrojados castellanos, se apeó de
las doradas andas y volvió a abrazar a Cortés. Lejos estaban de saber que el
reencuentro se produciría en muy distintas circunstancias.
La pequeña tropa, libre de bagajes y soldaderas, avanzó con rapidez y pronto se
encontró en la Villa Rica de Veracruz. Por el camino, muchos de los notables aztecas
que se integraron en la expedición se volvieron pretextando cansancio u otros
motivos. En realidad regresaron a la bella metrópoli azteca para dar cuenta al
emperador del desarrollo diario de los acontecimientos.
El fratricida enfrentamiento, no por temido esperado, se produjo al fin. Los
eventos de la liz bien merecerían unas líneas; mas, por desgracia, ello escapa a los
fines de las presentes páginas. Baste con señalar que las avezadas tropas cortesianas
vencieron sin dificultad alguna a los verdes reclutas de Narváez. Sí añadiré, porque
ello concierne a nuestro relato, que durante su estancia en Veracruz, Cortés supo a
ciencia cierta algo que siempre había intuido: el diplomático y refinado
Motecuhzoma le traicionaba o, mejor dicho, practicaba un sutil doble juego:

En este tiempo —escribe Andrés de Tapia— hubo españoles de los de la


compañía del marqués que a vueltas de indios de los que iban a llevar yerba y
de comer a los españoles, nuestros contrarios, se entraban desnudos y teñidos
como los indios, y miraban lo que los contrarios hacían y decían. Y es así que
[supieron] cómo el capitán que con esa gente venía dijo a los indios que él venía
no a más que a soltar a Muteczuma y prender al marqués y matarlo; por tanto,
que le ayudasen, porque luego se había de ir de la tierra en llevándonos de allí
y matando al marqués. Esto hizo mucho daño, [porque] los indios le servían por
mandato de Muteczuma; y también servían al marqués, puesto que ya algunos
indios tenían al marqués buena voluntad.

Mientras don Hernán destrozaba con facilidad al inexperto Pánfilo, cuya


capacidad para la estrategia cuadraba a la perfección con su patronímico, malos
vientos soplaban en Tenochtitlan para la guarnición hispana. La población se había
alzado en armas y combatía con ardor a los teules, encastillados en el cuartel.

Página 91
Días infaustos se avecinaban y, como si de un aviso del Cielo se tratase, la
desgraciada noticia que unos exhaustos tlaxcaltecas trajeron de México se conoció
antes de su llegada. ¿Cómo pudo suceder tan prodigioso caso? La historia, real o
ficticia, es tremendamente curiosa y, la verdad, no he podido resistir la tentación de
transcribirla. Estando los castellanos en placer y contento, un siniestro hidalgo
santanderino llamado Botello Puerto de Plata —astrólogo, nigromante y brujo, según
las malas lenguas— se acercó al alegre extremeño, que planeaba futuras conquistas, y
le comunicó con voz solemne:

Señor, no os detengáis mucho, porque sabed que don Pedro de Alvarado,


vuestro capitán que dejasteis en la ciudad de México, está en muy gran peligro,
porque le han dado gran guerra y le han muerto un hombre y le entran con
escalas, por manera que os conviene dar prisa (Francisco de Aguilar).

Las palabras del tétrico personaje alarmaron a los soldados, quienes, espantados
por la inesperada advertencia, afirmaron a coro que el enigmático Botello disponía de
un demonio familiar.
Fuera magia negra, premonición o presentimiento, lo cierto del caso es que el
trágico augurio pronto se hizo realidad. Al poco tiempo, como hemos visto, dos
tlaxcaltecas llegaron al campamento y afirmaron que Pedro de Alvarado estaba
cercado en su fortaleza y aposento, y que le ponían fuego por dos partes en la misma
fortaleza, y que le habían muerto siete soldados (Bernal Díaz).
Negras noticias que una carta de Alvarado confirmó horas después.
Cuando la tropa se aprestaba a salir hacia Tenochtitlan, cuatro jadeantes nobles
aztecas se presentaron ante don Hernán y, con lágrimas en los ojos, denunciaron la
criminal conducta de Tonatiuh, que, sin ninguna justificación, asesinó a los nobles
mexicas que estaban bailando y haciendo fiesta a sus ídolos Vichilobos y Tezcatipuca
(Bernal Díaz).
El de Medellín, cegado por lo que consideraba una traición, escuchó la embajada
con ceño fruncido. Apenas los contritos magnates pronunciaron la última palabra,
Cortés los despidió con malos modos, respondiendo lacónicamente que iría a México
y pondría remedio en todo. Tan desabrida contestación disgustó al Señor del mundo,
quien, según Bernal Díaz, la sintió por muy mala, y hubo enojo de ella.
Dejemos a la hueste avanzando a marchas forzadas en socorro de sus cercados
compañeros y retrocedamos el curso del relato para explicar lo que, parafraseando al
magnífico veterano Bernal, podríamos intitular cómo la adversa fortuna vuelve de
presto su rueda.
Como se recordará, Cortés, antes de partir contra el servidor de Diego Velázquez,
dejó una guarnición en la lacustre Tencohtitlan para custodiar al regio rehén y —last
but not least— el fabuloso botín rapiñado. Las tropas de ocupación, bajo el mando
del apuesto Tonatiuh —sobrenombre que los mexicanos daban a Alvarado por sus

Página 92
cabellos— constaba de noventa y un infantes, catorce ballesteros, diez arcabuceros y
un pelotón de cinco jinetes; en total, ciento treinta hombres, a los que había que
añadir cuatrocientos auxiliares tlacaltecas.
Transcurridos algunos días de tranquila calma, Motecuhzoma visitó al oficial
Alvarado y le recordó que se acercaba la festividad del toxcatl, una fiesta que se
celebraba en el mes del mismo nombre en honor de Tezcatlipoca, la negra deidad de
la providencia. Antes de partir, Malinche había concedido permiso para efectuar la
ceremonia, afirmando que hiciesen lo que quisiesen, pues estaban en su patria; ahora,
Motecuhzoma esperaba que Tonatiuh renovara la licencia. Túvolo a bien el
extremeño, y así quedaron las cosas.
Al amanecer la infausta jornada, Alvarado se encaminó al Templo Mayor para
inspeccionar el lugar. Allí encontró tres indios trasquilados y vestidos de nuevo, que,
evidentemente, no podían ser sino los futuros protagonistas de un nuevo sacrificio
humano. Irritado el español ante aquella burla a las órdenes de don Hernán, quien
había prohibido tan nefasta práctica, prendió a las hipotéticas víctimas y las condujo
al palacio de Axayacatl.
Alvarado, cuya hermosa cabeza ardía por el esfuerzo que le suponía pensar —
práctica inusual en él—, no encontró otra solución para descubrir la verdad que dar
tormento a los pobres infelices. Tomaron los sayones a uno de ellos y, tendiéndole de
espaldas contra el suelo de la terraza, aplicaron brasas incandescentes sobre el
estómago. Aulló el indio de dolor y su cara se contrajo espantosamente. Tonatiuh,
rojo de ira, gritaba al torturado que confesase cuándo se iba a sublevar la ciudad.
Nada dijo el encausado, que murió a resultas del cruel interrogatorio. Insensible,
aquel brutal individuo ordenó que se arrojara el cadáver al patio y eligió otra víctima.
Al final, los reos acabaron por hablar y, claro está, con los tormentos dijeron lo que
quería el cruel inquisidor. Tarde o temprano, la verdad se pone de manifiesto…,
aunque haya que ayudarla, como hizo Alvarado, quien, según un testigo presencial,
tenía una lengua, que se decía Francisco, indio natural de Guatasta, que se llevó de
esta tierra cuando vino Grijalba, que decía lo que él mismo quería que dijese.
No había, pues, el mínimo resquicio para la duda: la población se levantaría
contra el invasor y, lógicamente, tan traidora conducta merecía un ejemplar castigo.
Puesta en estado de alarma la guarnición hispana, la mitad de ella quedó en el
cuartel, con orden de asesinar a los rehenes al menor indicio; la otra mitad marchó
con Alvarado al gran patio del recinto religioso de Tenochtitlan.
Una vez llegados, algunos españoles quedaron guardando las cuatro puertas y el
resto se distribuyó a lo largo y ancho del patio. Cuando Alvarado penetró en el lugar,
la brillante fiesta se hallaba en su apogeo. En el centro del solar, los músicos se
afanaban con los tambores, flautas y bocinas. A su alrededor, seiscientos bailarines de
ambos sexos, ordenados en círculos concéntricos, seguían el ritmo con las manos
entrelazadas. Más de tres mil personas, arrimadas a las paredes o sentadas en el suelo,
contemplaban la danza, que recibía el nombre de tlanahua (abrazo).

Página 93
A una señal del jefe español, un peón se acercó a uno de los músicos y de una
estocada le cercenó las manos. Al ver la bárbara crueldad, los teules se lanzaron
como lobos contra los descuidados mexicas, transformando la fiesta, concebida para
mayor gloria de la nobleza tenochca, en la cruel carnicería.
La noticia se difundió con la celeridad del rayo y la población, justamente
indignada, se lanzó furiosa contra los crueles asesinos. Corrieron éstos a refugiarse en
un fortín, cayendo algunos heridos o muertos por el camino. Apenas traspasó el
umbral del cuartel, el capitán Tonatiuh, que chorreaba sangre de la descalabrada
cabeza, se presentó ante Motecuhzoma y, bramando de furor, chilló: Mira lo que me
han hecho tus vasallos. El apesadumbrado tlatonai miró al español y replicó: Si tú no
lo comenzaras, mis vasallos no hubieran hecho esto. ¡Oh! Cómo os habéis echado a
perder y a mí también (Bernal Díaz).
Calló Alvarado sin saber qué replicar y abandonó la sala para organizar la
defensa; pero antes mandó que pusieran grillos al emperador.
Al día siguiente, los mexicanos asaltaron el cuartel y los desesperados defensores,
no encontrando otra solución para frenar la valerosa acometida, ordenaron que
Motecuhzoma subiera a la azotea para calmar a los excitados guerreros. Obedeció el
preso y se presentó a la vista de la enfurecida muchedumbre. El tlatoani, que aún
conservaba su orgullo, se negó a hablar directamente y empleó a un itzcuanhtzin,
gobernador de la ciudad gemela de Tlatelolco, como portavoz:

Mexicanos, tenochcas, tlatilolcas: os habla el rey vuestro, el Señor,


Motecuhca: os manda decir: que lo oigan los mexicanos:
«Pues no somos competentes para igualarlos, que no luchen los mexicanos.
Que se deje en paz el escudo y la flecha».
«Los que sufren son los viejos, las viejas dignas de lástima. Y el pueblo de
clase humilde. Y los que no tienen dicrección aún, los que apenas intentan
ponere en pie, los que andan a gatas. Los que están en la cuna y en su camita de
palo: los que aún no se dan cuenta».
Por esta razón dice vuestro rey:
«Pues no somos competentes para hacerles frente, que se deje de luchar». A
él lo han cargado de hierros, le han puesto grillos a los pies (Bernardino de
Sahagún).

Acostumbrado a acatar ciegamente los dictados de su Gran Señor, el pueblo


murmuró insatisfecho, mas al fin cesó de combatir. Sin embargo, los irritados
habitantes de Tenochtitlan no pensaban dejar impune el crimen. Se retiraron a cierta
distancia del palacio y levantaron barricadas, esperando que la sed y el hambre
forzaran a los odiados teules a capitular. Violando el espíritu del mandato imperial,
transformaron el asalto en asedio.

Página 94
¿Cómo respondió Motecuhzoma ante los acontecimientos que acabamos de
relatar? Ante todo, parece evidente que, contra lo sostenido por el sabio
decimonónico Manuel Orozco, el agudo intelecto de Motecuhzoma no se turbó por la
repentina aparición de nuevos teules, rivales de los que le mantenían prisionero. Por
el contrario, el sagaz tlacatecuhtli captó velozmente las posibilidades que la
conflictiva situación ofrecía. Gracias a la repentina llegada de Narváez, podía
eliminar de una vez por todas a los molestos intrusos. Si lo lograba, sus súbditos,
acaso, se olvidarían por una vez del rígido código moral de los guerreros tenochcas.
De ahí el sutil doble juego practicado por el astuto Motecuhzoma, un juego tan viejo
como la propia humanidad. ¿Habría logrado el emperador ganar la partida? Nunca lo
sabremos, porque la matanza del toxcatl —otro suceso inesperado— desbarató los
complejos planes del mexica.
Guste o no a aquellos aprendices de brujo —cientificistas, que no científicos—,
empeñados en aplicar los rígidos, modelos de la Naturaleza al complejo mundo
social, la variante humana, tan rica y compleja, resulta muchas veces impredecible.
Las estructuras —míticas, económicas, etc.— existen, sí; pero el arbitrario factor
humano puede descabalarlas. Cortés y Motecuhzoma se enfrentaban en una pugna de
agudeza, inteligencia y lógica. Ninguno pensó que el sagaz capitán Tonatiuh, de
quien se podría decir vuestra cabeza es bella pero sin seso, concibiera un astuto plan.
Al igual que los observadores de una partida de ajedrez que vulneran la famosa
máxima los mirones son de piedra y dan tabaco, Alvarado, un mero espectador en el
decisivo torneo que jugaban Motecuhzoma y Cortés, quiso intervenir y deslavazó las
estrategias de los contendientes. Caro pagarían el español y el mexica la irresponsable
actitud: el uno vería perecer bajo el macahuitl o espada indígena, lo más granado de
su ejército; el otro perdería su propia vida.

Página 95
«NACIDO PARA TEJER E HILAR»

El domingo 24 de junio de 1520, la victoriosa hueste llegó a la ciudad de


Tlacopan, lugar de donde partía una de las calzadas que unían la lacustre Tenochtitlan
con tierra firme.
Al contemplar la ingente mole blanca, que se alza amenazadora sobre las azules
aguas del lago de Tezcoco, algunos oficiales, antiguos veteranos de las campañas
itálicas, expusieron a Cortés, lo poco que convenía, desde el punto de vista
estratégico, penetrar en la metrópoli. Al decir de los capitanes, la lógica militar
aconsejaba vivaquear en las orillas, mientras los sitiados, aprovechando la tregua
impuesta por Motecuhzoma, dejaban la ciudad, llevándose consigo prisioneros y
botín.
Los prudentes militares llevaban razón. La Venecia de Indias, como el propio don
Hernán llamó a Tenochtitlan en alguna ocasión, era una trampa mortal, porque su
angosta trama, cruzada por un dédalo de sinuosas callejas y anchos canales, así como
la disposición aterrazada de los edificios, impedía cualquier retirada o ataque,
facilitando, por el contrario, una defensa a base de emboscadas.
Sabio y prudente consejo emitió el Estado Mayor, pero el extremeño, orgulloso y
pagado de sí mismo, lo rechazó sin apreciar su valía. Ensoberbecido por la rápida
derrota de Narváez, el futuro marqués del Valle confiaba en dominar la revuelta con
facilidad. Craso error, que provocaría una de las matanzas más espantosas de la
historia.
Cuando el Sol alcanzaba la cúspide de su diario recorrer, don Hernán se alzó
sobre los estribos de la montura y dio orden de entrar en la bella Tenochtitlan.
La tropa, cansada e inquieta, avanzaba con cautela en previsión de alguna celada;
empero, los escuadrones mexicas no hicieron acto de presencia.
Imperaba un silencio sepulcral y las calles aparecían desiertas, aunque, bien lo
intuían los nerviosos soldados, miles de ojos, brillantes de rabia, espiaban ocultos la
marcha. Tan sólo algunos osados vecinos, apostados en las terrazas, contemplaban el
paso de los hombres del pendón carmesí sin despegar los labios. La metrópoli parecía
abandonada y aquello, gustase o no a Malinhe, denotaba una sorda agitación.
Tras un corto recorrido, que se convirtió en interminable, los hispanos llegaron al
cuartel, igual de mudo que el resto de la urbe. Aporreó don Hernán la recia puerta y al
instante la rubia figura de tonatiuh apareció en lo alto de la muralla, dispuesta a poner
en práctica los requisitos de rigor. Cumplimentados éstos, las pesadas hojas de

Página 96
madera se abrieron con doloroso crujido y el ejército, libre de la opresión que le
atenazaba, se reunió con los compañeros cercados.
Nada más apearse Cortés del caballo, Alvarado, alcaide en funciones, se dirigió al
extremeño y, besándole las manos, depositó en ellas las llaves de la improvisada
fortaleza.
También Motecuhzoma, que vagaba por el amplio patio cual alma en pena, se
acercó a Malinche para saludarle; mas éste, como venía victorioso no le quiso oír, y el
Montezuma se entró en su aposento muy triste y pensativo (Bernal Díaz). Fray
Bartolomé de Olmedo, testigo del desaire, se apresuró a visitar al tlatoani para
excusar la injusta conducta del español, quien, al decir del mercedario, venía muy
cansado y sin gana de entrevistas.
Piadosa mentira, aunque burda, pues en aquellos momentos el de Medellín
interrogaba a su lugarteniente para conocer los motivos de la rebelión.
Alvarado esbozó una embrollada y oscura defensa, donde los motivos patrióticos
se mezclaban con otros de tipo religioso, ya que, balbució el confuso capitán,
Hitzilopochtli ordenó a los sátrapas que arrojasen gradas abajo la estatua de la Virgen
María que, como se recordará, los castellanos colocaron en la cúspide del Teocalli
mayor. Para complicar aún más el enredado asunto, el apuesto extremeño acusó
implícitamente a Motecuhzoma de organizar la sublevación. En opinión de Alvarado,
el tlacatecuhtli, viendo que los hispanos incumplían la promesa de abandonar México
apenas dispusieron de naos, pensó que debía acabar con la guarnición castellana de
Tenochtitlan, aprovechando el conflicto entre Cortés y Narváez, el cual,
evidentemente, se saldaría a favor del segundo.
Sobre la horrible matanza del toxcatl, el Tonatiuh se limitó a señalar que actuó de
manera preventiva, pues, por diversos testimonios, sabía que en acabando las fiestas
y bailes y sacrificios que hacían a su Uichilobos y a Tezcatepuca, que luego le habían
de venir a dar guerra, según el concierto [que] tenían entre ellos hecho (Bernal
Díaz).
Pues hanme dicho —replicó don Hernán irritado— que le demandaron licencia
para hacer el areito y bailes. Al oír aquella acusación, Alvarado masculló una excusa
tan absurda que el futuro marqués del Valle, ardiendo de cólera por la estulticia de su
subordinado, le dijo que era muy mal hecho y gran desatino y poca verdad, y que
plugiera a Dios que Montezuma se hubiera soltado y que tal cosa no la oyera a sus
oídos (Bernal Díaz).
¿Creyó realmente Malinche que Motecuhzoma estaba involucrado en la
conspiración?
Personalmente, me inclino por la respuesta negativa. A primera vista, la
descortesía del extremeño invita a suponer lo contrario; sin embargo, admitirlo
supone minusvalorar la inteligencia del antiguo estudiante de leyes.
Hasta el soldado más lerdo sabía que el tlatoani se valdría de la confusión
originada por la aparición de Pánfilo de Narváez para recobrar la libertad. De ahí que

Página 97
numerosos castellanos, encabezados por el alcaide Alvarado, creyeran ver ocultos
propósitos en la conmemoración del toxcatl. Haciéndose eco de esta versión,
Francisco de Aguilar, el conquistador que se metió a fraile dominico, escribe lo
siguiente en su Relación breve de la conquista de Nueva España:

Visto por Motecuhzoma, señor y rey de la tierra, la repentina partida del


capitán Hernando Cortés para el puerto, dicen que mandó dar guerra a don
Pedro de Alvarado, el cual quedaba por capitán con ciento y cincuenta
hombres. Estando como estaba detenido, y lo tenía a cargo de Pedro de
Alvarado, decían algunos que él no lo mandó sino que los suyos le quisieron
sacar de la prisión.

Añade Aguilar que Motecuhzoma, astuto y sagaz, mandó cesar las hostilidades
cuando supo la derrota del servidor de Diego Velázquez.
Ahora bien, como el historiador dominico señala, una considerable parte de la
tropa que permaneció junto a Tonatiuh rechazó indignada la acusación de su jefe:

… dijeron muchos soldados de los que se quedaron con Pedro de Alvarado


en aquellos trances, que si Montezuma fuera en ello, que a todos los mataran, y
que Montezuma los aplacaba para que cesasen la guerra (Bernal Díaz).

El propio don Hernán compartía esta generalizada opinión, ya que en la segunda


de las famosas Cartas de relación exonera al tlatoani de cualquier culpa,
reconociendo que la guarnición habría perecido si Mutezuma no mandara cesar la
guerra.
El extremeño, bastante más inteligente que el común de la soldadesca, sabía que
incluso el estratega de menos valía —y el tlacatecuhtli era uno de los mejores—
esperaría a conocer el resultado del combate entre Cortés y Narváez para lanzar una
ofensiva simultánea. El ataque prematuro a las tropas de Alvarado implicaba eliminar
el factor sorpresa, tan eficaz en los conflictos bélicos, porque, evidentemente, los
españoles de Veracruz, cortesianos o velazquistas, se pondrían en guardia a la primera
noticia.
Por otra parte, el de Medellín conocía bastante bien las costumbres nativas —
Marina, la bella intérprete, se educó en Tenochtitlan—, y tenía la plena certeza que la
fiesta no conllevaba agresión alguna.
Desde luego, si había un culpable para Cortés, éste no era Motecuhzoma, sino el
alcaide Pedro de Alvarado. Pero don Hernán, buen conocedor de la psiquis humana,
echó tierra al espinoso asunto. Castigar a Tonatiuh suponía enfrentarse a la hueste, un
lujo que el capitán español no podía permitirse. Así pues, tras el exabrupto inicial,
fielmente consignado por el veterano Bernal, el extremeño adoptó la hipótesis del
oficial y no le habló más en ello.

Página 98
Después de los sucesos del toxcatl, el otrora altivo huey tlatoani de Tenochtitlan
se vio en la necesidad de modificar el plan de actuación. La bárbara conducta del
inculto Alvarado había destrozado la última oportunidad que la diosa Fortuna puso en
las manos del desventurado Motecuhzoma.
El orgulloso pueblo mexica, azuzado por Cuitlahuac, Cuauhtemoc y los restantes
candidatos al icpalli o silla real tras la orgía de sangre desatada por Tonatiuh, le
odiaba y exigía su cabeza. Traidor a la patria, Motecuhzoma debería sufrir el castigo
que merecía su deshonesta conducta; pena que, sobra señalarlo, se extendía a los
miembros de la numerosa familia real.
No resulta, por tanto, extraño que amargas lágrimas brotaran de los ojos del
emperador y que éste, con voz insegura, pidiera al español que le traspasase con la
espada, porque, afirmó, los mexicanos eran crueles y vengativos y creyendo que él
había sido en aquella traición y cometida por su consejo, la matarían a él y a sus
hijos y mujeres (Diego Duran).
No exageraba, pues, un ápice el tlacatecuhtli cuando, recriminando a Alvarado,
afirmó que el militar había firmado con aquel irresponsable acto la sentencia de
muerte para todos ellos.
Los acontecimientos posteriores dieron la razón al desgraciado gobernante, ya
que en la confusión de los días siguientes a la degollina, los aztecas se entregaron a
una cruel venganza, que abarcó a todas aquellas personas relacionadas, directa o
indirectamente, con el tecpan.

Y luego se levantó gran revuelta entre los mexicanos, unos se acusaban a


otros de haber entrado, y así mataron muchos, en especial de los serviciales o
pajes de Moctezuma que traían bezotes de cristal que era particular librea o
señal de los de la familia de Moctecuzoma, y también a los que traían mantas
delgadas que llaman áyatl que era librea de los pajes de Moctecuzoma: a todos
los acusaban y decían que habían entrado a dar comida a su señor y a decir lo
que pasaba fuera, y a todos los mataban, y de allí adelante hubo gran vigilancia
que nadie entrase, y así todos los de la casa de Moctecuzoma se huyeron y
escondieron porque no los matasen (Bernal Díaz).

Tal y como se planteaba la situación, crudamente descrita por el autor de la


Historia general de las cosas de la Nueva España, el tlatoani procuró por todos los
medios dejar en claro su inocencia ante Malinche. Hombre de carne y hueso y no
etérea deidad, como él mismo comentara a don Hernán, Motecuhzoma, guiado por un
natural y perdonable instinto de conservación, se pasó a los españoles sin ningún
escrúpulo. Quisiese o no, los hombres del pendón carmesí eran las únicas personas
con fuerza suficiente para impedir que un cordón asesino, presentado bajo la delicada
forma de un sartal de flores, ciñera el imperial pescuezo.

Página 99
Así, apenas el tlacatecuhtli supo que Cortés se encontraba en Tetzcoco, ordenó a
uno de sus cortesanos que partiera de inmediato para la ciudad acolhua. El correo,
que viajó en compañía de los castellanos Hernández y Santa Clara, portaba un
mensaje, cuyo contenido, según el extremeño, rezaba lo siguiente:

… me decía que ya creía que debía saber lo que en aquella ciudad había
acaecido, y que él tenía pensamiento que por ello yo venía enojado y traía
voluntad de hacerle daño; que me rogaba que perdiese enojo, porque a él le
había pesado tanto cuanto a mí y que ninguna cosa se había hecho por su
voluntad y consentimiento y me envió a decir otras cosas para aplacarme la ira
que él creía que yo traía por lo acaecido y que me fuese a la ciudad a aposentar,
como antes estaba, porque no menos se haría en ella lo que yo mandase, que
antes se solía hacer.

Sin duda alguna, las mentes intolerantes —que siempre las hay, por desgracia—
censurarán la conducta del antiguo teopixqui, motejándole de traidor, vendido o
cobarde; mas semejantes calificativos me parecen del todo injustos.
Resulta muy fácil denostar la actitud del emperador desde la sosegada calma de
un despacho o la comodidad de una butaca; pero ¿cuál hubiera sido la reacción de
estas personas de encontrarse en la misma situación? Seguramente, habrían actuado
de la misma manera, aunque, claro está, se requiere una gran honradez para
reconocerlo. Ser un héroe de salón carece de dificultades.
El 25 de junio, la urbe se despertó con aspecto amenazador. La acostumbrada
hilera de criados cargados de alimentos no se presentó a las puestas de palacio,
porque, lógicamente, los pocos servidores de Motecuhzoma que sobrevivieron a la
matanza andaban huidos. Como señala poéticamente un informante indígena del
padre Sahagún:

… se escondieron, se ocultaron. Ya no se daban a ver a la gente, ya no se


presentaban ante la gente, ya no iban a casa de nadie: estaban muy temerosos,
miedo y vergüenza los dominaban y no querían caer en manos de los otros.

Aquella ausencia preocupó a Cortés, quien, intuyendo males mayores, mandó a


los soldados requisar cuantas provisiones, cocinadas o naturales, encontraran en el
cercano mercado de Tlatelolco. Por desgracia, los soldados regresaron con las manos
vacías: los precavidos comerciantes se abstuvieron de concurrir al tianquiztli y la
inmensa plaza se encontraba vacía de personas y mercaderías.
La nueva indignó al capitán español, quien creyó que bastaría con su presencia
para restablecer la paz. Ingenuo Cortés. Durante el camino de vuelta, se había jactado
ante los reclutas de Narváez del inmenso poder de que gozaba y ahora, viendo que
todo estaba al contrario de sus pensamientos, y que aun de comer no nos daban,

Página 100
estaba muy airado y soberbio con la mucha gente de españoles que trata, y muy triste
y mohíno (Bernal Díaz).
No pudo elegir el pobre Motecuhzoma un momento más inoportuno para solicitar
una entrevista al de Medellín. Cuando el general oyó que dos nobles pedían, de parte
de su señor, una audiencia, la reprimida ira se desbordó y don Hernán, con la cara
desencajada, gritó:

—Vaya para perro, que aun tianguez no nos quiere hacer, ni de comer no
nos manda dar.

Al escuchar tan destemplada respuesta, uno de los oficiales, molesto ante el


vejamen, replicó:

—Señor, temple su ira, y mire cuanto bien y honra nos ha hecho este rey de
estas tierras, que es tan bueno que si por él no fuera ya fuésemos muertos y nos
habrían comido, y mire que basta las hijas le ha dado.

Lejos de enfriar el ánimo del extremeño, estas cuerdas palabras le soliviantaron


todavía más:

—¿Qué cumplimiento he y de tener con un perro que se hacía con Narváez


secretamente, y ahora aún veis que aun de comer no nos dan?

El crudo diálogo —fielmente transcrito por Bernal Díaz— demuestra hasta qué
punto don Hernán, engreído con las mieles de la victoria, había perdido la sagacidad
que le caracterizaba, e iba de error en error.
Para demostrar a los bisoños soldados velazquistas, sorprendidos por el violento
tono de la discusión, la verdad de sus bravatas, el futuro marqués del Valle se volvió
hacia los aztecas y airadamente les ordenó transmitieran a Motecuhzoma este gélido
mensaje: si el tlatoani no mandaba de inmediato abrir el tianquiztli, que se atuviera a
las consecuencias.
Los cortesanos, que, por supuesto, habían captado las injuriosas frases, marcharon
cabizbajos a comunicar lo sucedido al tlacatecuhtli. ¡Cuánto sufriría el desgraciado al
escuchar el relato y la amenaza! Él, que era casi un dios viviente, se había
transformado en objeto de desprecio general.
Aunque Motecuhzoma sabía que la población de Tenochtitlan jamás volvería a
respetarle, el astuto monarca, interesado en hacer creer al de Medellín que resultaba
imprescindible para los españoles, se sobrepuso a la amargura y al dolor.
A diferencia del extremeño, el tlatoani conservaba intactas sus dotes mentales y
urdió con celeridad una sagaz contestación. Así pues, mandó comunicar a Cortés que
resultaba imposible cumplir la orden, porque su condición de prisionero le impedía
abandonar el palacio. Si los castellanos querían reanudar la actividad mercantil, el

Página 101
único medio factible consistía en liberar a alguno de los muchos rehenes, que
transmitiría al pueblo el imperial mandato.
He aquí otra nueva prueba de la talla intelectual del gobernante mexica.
Cualquiera que fuese el resultado de la gestión, el azteca quedaba bien con don
Hernán. Si los díscolos vasallos acataban el ucase, todo el mérito recaería en el
emperador: en caso contrario, nadie le podría acusar de traición. Además, utilizando
un intermediario, Motecuhzoma evitaba entrar en contacto con sus súbditos, cuyos
deseos homicidas no ignoraba el tlatoani.
Cortés cada vez más ofuscado, cayó en la trampa y dejó en libertad a Cuitlahuac,
hermano de Motecuhzoma y señor de Itztapalapan.
Desgraciada elección. De todos los aristócratas detenidos, Cuitlahuac era, sin el
menor genero de duda, el más peligroso. El señor de Itztapalapan se encontraba por
aquellas fechas en la flor de la edad. Hábil político y valeroso soldado, el hermano
menor de Motecuhzoma odiaba con todas sus fuerzas a los barbudos teules, como
demostraba su actuación precedente.
En su calidad de consejero imperial siempre se mostró partidario de combatir a
los advenedizos extranjeros y, posteriormente, cuando Malinche prendió al tlatoani,
participó de manera activa en la conjura del tetzcocano Cacamatzin. Con semejantes
antecedentes, no resulta raro que don Hernán, apenas conociera la captura de
Cuitlahuac, le confinara a la cadena gorda, reservada para los conspiradores
peligrosos.
Si Cortés creyó que el amor fraternal suavizaría la agresividad del joven príncipe,
pronto descubriría lo absurdo de la suposición. Antes que hermano de Motecuhzoma,
Cuitlahuac era tlaochcalcatl, un alto cargo militar que tradicionalmente ocupaban los
futuros tlatoque.
Apenas el señor de Itztapalapan se vio en libertad, se reunió con los nobles,
quienes destituyeron a Motecuhzoma y proclamaron tlatoani a Cuitlahuac. Este, que
ardía en deseos de inflingir el mayor daño a los españoles, se colocó al frente de los
escuadrones mexicas y reanudó las hostilidades. Los aztecas habían encontrado el
jefe idóneo para poner en marcha sus deseos de venganza.
Transcurrido un cuarto de hora, un español malherido llamó a las puertas de la
improvisada fortaleza. El castellano, que venía de Tlacopan en compañía de una hija
de Motecuhzoma y otras muchachas nativas, afirmó que:

Estaba toda la ciudad y camino por donde venía lleno de gente de guerra,
con todo género de armas, y que le quitaron las indias que traía y le dieron dos
heridas, y que si no se les soltara, que le tenían ya asido para meterle en una
canoa y llevarle a sacrificar (Bernal Díaz).

Las gestiones de Cuitlahuac comenzaban a dar inesperados frutos.

Página 102
Apenas pronunció el herido la última palabra, centenares de emplumados
guerreros asomaron por las avenidas que conducían al tecpan. Lanzando un
escalofriante grito bélico, los ejércitos aztecas se lanzaron en oleadas sucesivas contra
los muros del edificio, iniciando una pelea que se prolongaría sin interrupción durante
dos días.
En la madrugada del 27 de junio, los contingentes imperiales asaltaron de nuevo
el palacio con renovada furia. Decenas y decenas de guerreros caían sin vida; pero
nuevas tropas de refresco, ansiosas de entrar en combate, les sustituían. La situación
iba resultando cada vez más desesperada para los españoles, cuyos brazos, cansados
de matar, flaqueaban bajo el peso del acero.
Tratando de impedir la predecible derrota, Cortés recurrió a Motecuhzoma, la
única persona del real autoridad suficiente para evitar que los enfurecidos mexicas
efectuaran una cruel degollina. El desesperado extremeño pidió, pues, al tlatoani que
calmara a los tenochcas, prometiendo que los castellanos abandonarían la ciudad sin
demora alguna. Pero el ofendido emperador se negó:

Y cuando al gran Montezuma se lo fueron a decir de parte de Cortés, dicen


que dijo con gran dolor: «¿qué quiere ya de mi Malinche?, que yo no deseo
vivir ni oírle, pues en tal estado por su causa mi ventura me ha traído». Y no
quiso venir, y aun dicen que dijo que ya no le quería ver ni oír a él ni a sus
falsas palabras, ni promesas, ni mentiras (Bernal Díaz).

El de Medellín, tozudo como las mulas de su terruño natal, envió una nueva
comisión, que triunfó allí donde la anterior había fracasado.
Derrochando amabilidad y buenas palabras a raudales, fray Bartolomé de
Olmedo, el capellán de la hueste, y Cristóbal de Olid lograron que el deprimido
tlacatecuhtli se prestase una vez más a sacar de apuros a la tropa española. No
obstante, Motecuhzoma, harto ya de sutilezas diplomáticas, habló con el corazón en
la mano, advirtiendo que de nada serviría la mediación:

Yo tengo creído —dijo— que no aprovecharé cosa ninguna para que cese la
guerra, porque ya tiene alzado otro señor y han propuesto de no os dejar salir
de aquí con vida; y así creo que todos vosotros habéis de morir (Bernal Díaz).

Serían las ocho de la mañana cuando Motecuhzoma, revestido de las insignias


imperiales, subió con lento paso los escalones que conducían a la terraza. Le
acompañaban don Hernán, el comendador Leonel de Cervantes, un pelotón de
rodeleros y la indispensable Marina.
Al ver al monarca, la vociferante multitud bajó las armas y guardó silencio,
curiosa de escuchar la propuesta de su antiguo señor. Alzó éste la voz y, con tono
grave, rogó al pueblo de Tenochtitlan que abandonase su beligerante actitud. Por
desgracia, aunque ningún cronista virreinal recogió el discurso del gobernante azteca,

Página 103
sus palabras, seguramente, no variaron mucho de las que el historiador decimonónico
Manuel Orozco le atribuye en su monumental Historia antigua y de la conquista de
México:

No estoy preso entre los blancos, vivo entre ellos de mi voluntad y puedo
dejar el palacio e irme con vosotros cuando bien me plazca. Cesad el combate,
ninguna razón tenéis para pelear. Los teules prometen dejar la ciudad y con ello
quedaremos todos satisfechos.

Razón tenía Motecuhzoma al advertir al mercenario Olmedo que la intercesión no


produciría el resultado deseado. Al instante de finalizar la arenga, una voz anónima,
que al decir de algún autor era la de Cuauhtemoc, otro de los pretendientes, rompió el
asfixiante silencio:

Calla, bellaco, cuilón, afeminado, nacido para tejer e hilar y no para rey e
seguir la guerra. Estos perros cristianos que tú tanto amas te tienen preso como
a mascegual, y eres una gallina. No es posible si no que ésos se echan contigo y
tienen por su manceba (Francisco Cervantes).

En mi opinión, las palabras del muchacho —tenía entonces dieciocho años— no


estaban guiadas tanto por el amor patrio, como por el deseo de hacerse agradable a
los ojos del populacho, pues, conviene recordarlo, Cuauhtemoc era primo de
Motecuhzoma y, según el complejo sistema azteca de sucesión, el heredero de
Cuitlahuac, el flamante tlatoani. Actuara Cuauhtemoc de buena o mala fe, lo cierto es
que, uniendo la acción a la palabra, disparó una flecha a su pariente, gesto que imitó
con entusiasmo el resto de los guerreros cobrizos.
Una andanada de saetas, piedras y jabalinas se abatió sobre la terraza. Cogidos
por sorpresa, los escuderos no reaccionaron con rapidez y fueron incapaces de cubrir
al monarca, quien, alcanzado por varios proyectiles, cayó al suelo bañado en su
propia sangre.
Los españoles se apresuraron a retirar el cuerpo del maltrecho tlacatecuhtli de la
azotea y lo depositaron en una habitación. Había recibido una pedrada en la frente y
dos flechazos que le afectaron un brazo y una pierna.
En realidad, las lesiones no presentaban ninguna consideración, tratándose de
rasguños y moratones de pronta curación. Sin embargo, Motecuhzoma empeoraba de
día en día, porque sus dolores no emanaban del ámbito físico, sino de la esfera moral.
La depresión que embargaba el espíritu del tlatoani convirtió los últimos días de su
vida en un infierno digno del Dante.
Motecuhzoma Xocoyotzin, el déspota cuasi divino, el hombre que regía
caprichosamente miles y miles de vidas humanas, se convirtió en un pálido remedo
de sí mismo, en una caricatura de sátrapa oriental. El otrora todopoderoso emperador
del Anahuac era ahora un mísero cautivo, enfermo y tembloroso, que debía rezar al

Página 104
oscuro Tezcatlipoca, dios de la providencia, para agradecer el abyecto estado en que
se encontraba, el mejor al cual podía aspirar.
Malinche, siempre amable, le escarnecía y trataba de malos modos; pero aquella
conducta, ingrata por otra parte, resultaba infinitamente más humana que la
practicada por los antiguos vasallos, quienes, espoleados por sus ambiciosos
parientes, se atrevieron a atentar contra él.
Despreciado por los barbados teules de lívida faz, depuesto por la intrigante
nobleza mexica, injuriado y herido por el populacho de Tenochtitlan, el desdichado
Motecuhzoma se debatía víctima de la agitación que corroía su mente. Tan pronto se
arrancaba los vendajes, preso de incontenible furor, como caía al instante siguiente en
un estado taciturno y ensimismado, negándose a ingerir alimentos o a escuchar
palabras de consuelo. La férrea personalidad del antiguo teopixqui había fallado al fin
ante los duros embates del destino.
En uno de sus pocos momentos de lucidez, el paciente mandó llamar a don
Hernán para comunicarle sus últimas voluntades. El extremeño, que maldecía la
pasada arrogancia, madre de tanta sangre y dolor, acudió solícito a la cabecera del
enfermo. Miró Motecuhzoma con ojos opacos al antiguo adversario y, tras recordarle
los servicios y buenas obras que le había hecho, le suplicó que velase por sus hijos,
proscritos por el vengativo designio de la oligarquía azteca.
En especial, le encomendaba a Chimalpopoca, heredero del icpalli, y a tres niñas
de corta edad, las mejores joyas que tenía. Dice el extremeño que Motecuhzoma le
encargó

tuviese por bien de tomar a cargo tres hijas suyas que tenía, y que las
hiciese bautizar y mostrar nuestra doctrina, porque conocía que era muy buena;
a las cuales, después que yo gané esta dicha ciudad, hice luego bautizar, y
poner por nombres a la una que es la mayor, su legitima heredera, Doña Isabel,
y las otras dos Doña María y Doña Marina; y estando en finamiento de la dicha
herida, me tomó a llamar y rogar muy ahincadamente, que si él muriese, que
mirase por aquellas hijas, que eran las mejores joyas que él me daba y que
partiese con ellas de lo que tenía, porque no quedasen perdidas, especialmente
a la mayor, que ésta quería él mucho.

El 30 de junio de 1520, Motecuhzoma Xocoyotzin, noveno huey tlatoani de


Tenochtitlan, expiró. Si hemos de creer al sincero Bernal Díaz del Castillo, el óbito
fue muy llorado por los españoles, los cuales ciertamente tenían razones más que
sobradas para sentir la defunción:

Cuando no nos catamos, vinieron a decir que era muerto. Y Cortés lloró por
él, y todos nuestros capitanes y soldados, y hombres hubo entre nosotros, de los
que le conocíamos y tratábamos, de que fue tan llorado como si fuera nuestro
padre, y no no hemos de maravillar de ello viendo qué tan bueno era.

Página 105
Habiendo observado el de Medellín que los mexicas paraban las hostilidades para
honrar a los caídos, Cortés se asomó al pretil de la azotea y comunicó a los oficiales
enemigos que deseaba parlamentar con ellos.

Díjoles —asevera Antonio de Herrera en sus famosas Décadas— que habían


dado mal pago a su gran señor, pues le mataron de una pedrada, que había
muerto más de enojo que de la herida; que se le enviaría para que le enterrasen
conforme a su costumbre, y que no porfiasen más, pues Dios, que era justo,
asolaría aquella ciudad por sus manos. Dijeron que ya tenían caudillo, que no
querían vivo ni muerto a Moctezuma, y otras desvergüenzas tales. Volvióles
Cortés las espaldas y mandó a dos señores de los que con él estaban, que lo
sacasen.

Al comprobar el hispano que la macabra estrategia no resultaba, sino que, por el


contrario, los mexicanos reanudaban el asedio con mayor ímpetu, se retiró mientras
cavilaba una terrible acción.
Apenas pisó el piso principal, don Hernán reunió al Estado Mayor y expuso el
nuevo plan, obteniendo el apoyo explícito de la oficialidad. Después, un pelotón de
soldados pasó a cuchillo a todos los detenidos. Entre otros señores, perecieron
Itzcuauhtzin, gobernador militar de Tlatelolco, y el conspirador tetzcocano
Cacamatzin, quien se opuso con tanta furia a sus verdugos que éstos, según las
historias de la época, tuvieron que darle nada menos que cuarenta y cinco puñaladas.
Consumado el criminal acto, los castellanos subieron los cadáveres a la terraza y
los arrojaron a un patio, que se denominaba teoayoc (tortuga de piedra), porque en el
centro se alzaba una escultura que reproducía la figura de un quelonio.
La impresionante escena que siguió —relatada con patético realismo por
Francisco de Aguilar, testigo presencial de la misma— demostró lo acertado del
planteamiento:

El dicho Cortés, con parecer de los capitanes, mandó matar sin dejar
ninguno, a los cuales ya tarde sacaron y echaron en los portales donde están
ahora las tiendas, los cuales llevaron ciertos indios que habían quedado que no
mataron, y llevados sucedió la noche, la cual venida allá a las diez vinieron
tanta multitud de mujeres con hachas encendidas y braseros y lumbres que
ponía espanto. Aquéllas venían a buscar a sus maridos y parientes que en los
portales estaban muertos, y al dicho Moteczuma también, y así como las
mujeres conocían a sus deudos y parientes (lo cual veíamos los que velábamos
en el azotea con la mucha claridad), se echaban encima con muy gran lástima y
dolor y comenzaban una grita y llanto tan grande que ponía espanto y temor.

Dos horas después, la hueste, amparada por las sombras de la noche, se retiraba
furtivamente de la ciudad. Había comenzado la famosa Noche triste.

Página 106
Hasta aquí los hechos, tal y como sucedieron, o, al menos, por verídicos los
consignaron los cronistas. Sin duda, podría cortar la narración; empero no está de más
consignar, siquiera con brevedad, la que se ha dado en llamar visión de los vencidos.
Y ello, no por mostrar una talante ecuánime y objetivo, sino porque la opinión del
pueblo mexica sobre la muerte del tlatoani constituye el digno colofón, con conseja
moralizante incluida, de esa monstruosa biografía, subjetiva y pasional, que presentan
los autores de inspiración indiana.
Ante todo, debe quedar claro la absurda confusión de los textos nativos, cuya
inaudita incoherencia contrasta vivamente con la monolítica versión castellana.
Prescindiendo de la parafernalia científica habitual, examinemos con rapidez la
versión indígena. Lo primero que llama la atención de la interpretación mexicana es
que ninguna fuente coincide en la causa de la muerte de Motecuhzoma.
Así, un historiador de origen chalca, que firmaba con los impronunciables
apellidos Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, afirma que los castellanos estrangularon al
servil gobernante. Nada tendríamos que objetar al afamado escritor —quien, dicho
sea al paso, cometió la estulticia de trastocar la realidad, convirtiendo a los chalcas,
fieles aliados de don Hernán, en fervorosos defensores de la cusa mexica— si su
interpretación coincidiera con otros escritos.
Por desgracia, no ocurre tal cosa, ya que los restantes cronistas, partidarios de
ofrecer una descripción tremebunda, prescindieron de la soga y se inclinaron por el
puñal, un recurso político-literario de lo más espectacular. Por ejemplo, el padre
Durán, un benemérito fraile dominico, señala que los aztecas hallaron muerto [a
Motecuhzoma] con una cadena a los pies y con cinco puñaladas en el pecho.
Perfecto, salvo, quizá, porque un cronista anónimo, de mentalidad folletinesca,
embrolló un poquito más el ya confuso caos al testificar que:

Al cuarto del alba amaneció muerto el sin ventura Motecuzuma, al cual


pusieron el día antes en un gran asalto que les dieran, en una azotehuela baja
para que les hablase con un pequeño antepecho, y comenzando a tirar, dicen
que le dieron una pedrada; mas aunque se la dieron no le podían hacer ningún
mal porque había ya más de cinco horas que estaba muerto, y no faltó quien
dijo que porque no le viesen herido le habían metido una espada por la parte
baja (Códice Ramírez).

Si bien todo documento, torturado con la dedicación necesaria, acaba confesando


lo que el investigador quiere, en el caso que nos ocupa se necesita una pericia
especial para volver congruentes semejantes dislates. ¿Cómo pereció el infausto
tlatoani? ¿Acuchillado o por garrote? ¿Cuándo? ¿El veintisiete o el treinta de junio?
Lo expuesto, desde luego, invita a sospechar que los historiadores indianistas no
buscaban la verdad, sino que un motivo oculto guiaba su pluma. ¿Cuál?
Evidentemente a los mexicanos de la pesada culpa, transfiriendo el injustificable

Página 107
crimen a la cuenta del adversario blanco. La maniobra no es nada burda y simplista;
por el contrario, está muy elaborada. La versión de fray Diego Durán, más elaborada
que las demás, dice textualmente:

Huidos los españoles de México y muertos todos los que cogieron, dice esta
historia que entraron los mexicanos a los aposentos a buscar a su rey
Motecuhzoma para ejecutar en él no menos crueldades que en los españoles
habían ejecutado y que, andándole a buscar por los aposentos, le hallaron
muerto…, y junto a él, a muchos principales y señores, que juntamente estaban
presos en su compañía, todos muertos a puñaladas, a los cuales mataron a la
salida que salieron de los aposentos.

La argumentación, sutil donde las haya, resulta perfecta desde el punto de vista de
la lógica. Los indignados tenochcas irrumpen en el tecpan para dar muerte al traidor
Motecuhzoma, pero le encuentran encadenado y con el cuerpo cosido a puñaladas.
¿Qué se deduce de semejantes premisas? Que los hombres del pendón carmesí
asesinaron al tlatoani.
Hermoso paralogismo, aunque falso, como todos los sofismas. ¿Por qué iban los
teules a ejecutar al tlacatecuhtli? ¿Para huir de la urbe mientras los indios se
entretenían en las exequias? En ese supuesto, el cadáver tendría que haberse
entregado a los mexicanos horas antes de la retirada. La donación, según se
desprende del texto, no se efectuó… ergo el argumento merece el calificativo de
falacia.
El erudito norteamericano William H. Prescott, cuyas páginas sobre la conquista
de México constituyen un magnífico ejemplo de objetividad historiográfica, tildó de
monstruosa la acusación de regicido vertida contra don Hernán. Monstruosa, sí; pero
sobre todo inteligente.
Para desvelar los tapados fines de la bien urdida trama, no sólo se necesita sentido
común y ecuanimidad, también se requiere una exhaustiva información; requisito este
último difícil de obtener en la Nueva España virreinal. De ahí que algunos
misioneros, varones prudentes y de esmerada educación, adoptaran sin pestañear el
relato de su cobriza grey.
De hecho, los aztecas, tan astutos como valerosos, ganaron el último y definitivo
combate, el de la historia, pues, qué duda cabe, el vencido siempre despierta simpatía,
máxime si logra legar a la posteridad el registro de sus desventuras. Sin embargo,
semejante sentimiento no debe erigirse en cortapisa de la verdad, por muy dura que
ésta sea. La visión mexicana del dramático enfrentamiento hispano-azteca, digna de
respeto y estudio, es, se quiera o no, subjetiva o partidista. Acaso, incluso más
beligerante que la castellana.
Los autores de esta reelaboración histórica, miembros del estrato dominante,
aprovecharon la ocasión para vilipendiar a Motecuhzoma Xocoyotzin, su antiguo

Página 108
opresor, concediéndole el papel de traidor.
La figura del tlatoani, manipulada y deformada por anónimas manos, adoptó la
forma de un Quisling mexicano, de un colaboracionista cobarde y vendepatrias, cuyo
destino no podía se otro que la muerte. Y así sucedió, si bien la ejecución, fruto del
azar, tuvo poco de ejemplar. Para remediar tamaña injusticia de Clío, lo aristocráticos
historiógrafos trocaron sin pudor la realidad de los hechos.
La versión nativa de la muerte de Motecuhzoma perseguía dos objetivos. De un
lado, potenciaba la crueldad de los teules, transformándolos en salvajes animales
capaces de asesinar a sus servidores más leales; del otro, cerraba la falaz referencia a
Motecuhzoma con broche de oro. ¡Qué mejor castigo para un traidor que perecer a
manos de sus amos! Objetivos, a lo que se ve, alcanzados sin grandes dificultades.
A punto de cumplirse el cuadrigentésimo aniversario de la caída de Tenochtitlan,
numerosos estudiosos, siguiendo los pasos de los misioneros novohispanos,
continúan aceptando sin el menor sentido crítico la interpretación mexicana del
sangriento encuentro. Refiriéndose precisamente al tema que nos ocupa, fray Diego
Durán dejó escrito este jugoso párrafo:

Lo cual, si esta historia no me lo dijera, ni viera la pintura que lo


certificara, me hiciera dificultoso de creer, pero como estoy obligado a poner lo
que los autores por quien me rijo en esta historia me dicen y escriben y pintan,
pongo lo que se halla escrito y pintado. Y porque no me arguyesen de que pongo
cosas de que no hay tal noticia, ni los conquistadores tal dejaron dicho ni
escrito, pues es común opinión que murió de una pedrada, lo torné a preguntar
y satisfacerme, porfiando con los autores que los indios lo mataron de aquella
pedrada. Dicen la pedrada no haber sido nada, ni haberle hecho mucho daño, y
que en realidad de verdad, le hallaron muerto a puñaladas y la pedrada ya casi
sana en la mollera.

Por ironías de la historia, el infortunado Motecuhzoma no sucumbió traspasado


por el acero toledano o la flecha azteca. ¡Se suicidó!, ingiriendo una pócima mortal.
¿Pruebas? Sólo una y bien fiable, por cierto. Dice el veterano Bernal Díaz:

Pues como vimos a Montezuma que se había muerto, ya he dicho la tristeza


que en todos nosotros hubo por ello, y aun al fraile de la Merced, que siempre
estaba con él, se lo tuvimos a mal no atraerle a que se volviese cristiano, y él
dio por descargo que no creyó que de aquellas heridas muriese, salvo que él
debió mandar que le pusiesen alguna cosa con que se pasmó.

El pasaje, que por alguna extraña razón no ha atraído la atención de la crítica


moderna, resulta esclarecedor. Por supuesto, no faltará quien modifique los términos
de la oración para afirmar que los blancos le envenenaron.

Página 109
Me resulta difícil de creer. La situación era demasiado desesperada para andarse
con sutilezas maquiavélicas. Si el de Medellín quería provocar el pánico en el
adversario, desde luego no trataría de disimular el óbito; por el contrario, buscaría el
método más cruel y espectacular.
Motecuhzoma trató de evitar por los medios a su alcance el triste destino que se
cernía sobre él, mas, a la vista está, fracasó. Mientras el conflicto discurrió por cauces
semisecretos, el tlatoani se esforzó por conservar su privilegiada posición,
enfrentándose indistintamente a los barbudos teules y a los díscolos cortesanos
aztecas. Ahora bien, la entereza del emperador se esfumó cuando el populacho de
Tenochtitlan, silencioso hasta entonces, repudió de formal inequívoca al
todopoderoso monarca.
La insubordinación del 27 de junio provocó un tremendo shock en el ánimo del
altivo tlatoani, acostumbrado a la obsequiosa servilidad de la plebe. Escarnecido y
vejado por tirios y troyanos, el antiguo tlacatecuhtli, demasiado orgulloso para
aceptar la cruda realidad, optó por jugar la única baza honrosa que le quedaba, la del
suicidio.
Partiendo de lo expuesto, las irreconciliables versiones española y mexicana se
engarzan sin ninguna dificultad, proporcionándonos una secuencia bastante lógica y
completa del luctuoso suceso.
Tras el suicidio de Motecuhzoma, el capitán extremeño entregó el rígido cadáver
a los guerreros de Cuitlahuac, esperando que el combate cesaría durante las exequias.
No sucedió así, y don Hernán, ansioso por huir de aquella ratonera, asesinó al resto
de los cautivos, logrando al fin que parase el recio ataque.
Por desgracia, el inflexible y cruel Hado decretó que el emperador, a semejanza
del genial Paganini, tardara en gozar la paz del sepulcro. Cuando los españoles
cedieron a sus contrincantes el molesto cuerpo, nadie acudió a recogerlo. Un hombre
llamado Apanecatl, sintiendo lástima de los pobres despojos que yacían en el patio
sin que persona alguna se ocupara de ellos, tomó sobre sí la onerosa responsabilidad
de proporcionar un funeral digno a los restos mortales del tlacatecuhtli.

Habiendo muerto luego vino a cargarle uno de nombre Apanecatl. Luego le


llevó allí, a Huitzilian, pero le corrieron de allí. Entonces le llevó allí, a
Necatitlan; allí mismo le flecharon. Entonces le llevó a Tecpantzinco, no más le
corrieron. Otra vez le llevó a Acatliyacapan. En seguida le recibieron. Dijo
Apanecatl:
—Señores nuestros, es molesto Moctecuzoma. ¿Acaso he de seguir
cargándole?
Luego dijeron los nobles:
—Recíbanle.
Luego le tomaron a su cargo los mayordomos, luego le quemaron (Códice
Aubín).

Página 110
Finalmente, las rojas llamas lamieron el helado cuerpo de Motecuhzoma
Xocoyotzin, cuya carne hedía muy mal al arder. Mientras la enjuta osamenta del
omnipotente tlatoani se reducía a cenizas, los espectadores, con ira y sin afecto, se
burlaban de la patética cremación:

Ese infeliz en todo el mundo infundía miedo, en todo el mundo causaba


espanto, en todo el mundo era venerado basta el exceso, le acataban todos
estremecidos.
Ese es el que al que en lo más pequeño lo había ofendido, lo aniquilaba
inmediatamente. Muchos fingidos cargos a otros atribuía, y nada era verdad,
sino invenciones suyas.
Y muchos otros lo reprochaban y hablaban contra él entre dientes, lanzaban
gritos de rabia, movían ante él la cabeza (Informantes indígenas de Sahagún).

El texto no requiere comentario alguno; habla por sí mismo.


Y así, de tan triste manera, termina la biografía de aquel que fue huey tlatoani del
Cem Anahuac, el amo del mundo. Que la tierra le sea leve.

Página 111
BIBLIOGRAFÍA

Aguilar, Francisco de, (1948), Relación breve de la conquista de la Nueva España,


José Porrúa e hijos, México.
Alva Ixtlixochitl, Fernando de, (1986), Historia de la nación chichimeca, Ed. Historia
16, col. Crónicas de América, Madrid.
Códice Aubin, (1963), José Porrúa Turanzas, Madrid.
Códice Ramírez, (1979), Ed. Innovación, México.
Cortés, Hernán, (1985), Cartas de relación, Ed. Historia 16, col. Crónicas de América,
Madrid.
Díaz del Castillo, Bernal, (1984), Historia verdadera de la conquista de la Nueva
España, 2 vols., Ed. Historia 16, col. Crónicas de América, Madrid.
Durán, Diego, (1967), Historia de las Indias de Nueva España e islas de la tierra
firme, 2 vols. Ed. Porrúa, México.
López de Gomara, Francisco, (1985), Conquista de México, Ed. Orbis, Madrid.
Sahagún, Bernardino de, (1985), Historia general de las cosas de la Nueva España,
Ed. Porrúa, México. Esta edición incluye la traducción al castellano del relato de la
conquista hecho por los informantes indígenas de Sahagún.
Tapia, Andrés de, (1858-1866), Relación sobre la conquista de México, en Colección
de documentos para la historia de México, J. García Icazbalceta, t. II, pp. 554-594,
J. M. Andrade, México.

Página 112
CRONOLOGÍA

1467 Nace Motecuhzoma.


1490 Motecuhzoma participa en la campaña de Cuauhtlan.
1502 Elección de Motecuhzoma.
1503 Entronización de Motecuhzoma.
1504 Campaña contra Tlachquiauhco. Erección del templo de Quetzalcoatl. Ataque a Tlaxcala. Primer año de
sequía.
1505 Se abre el acueducto de Chapultepec. Incendio del templo de Quetzalcoatl. Construcción del templo de
Cinteotl. Gran hambre.
1506 Sigue el hambre.
Construcción del Coateocalli.
1507 Termina la sequía. Ceremonia del fuego nuevo. Reconstrucción del templo de Quetzalcoatl. Inauguración
de un nuevo muro de cráneos.
1508 Medidas contra Tlatelolco.
1509 Comienzan los presagios que auguran el fin del imperio.
1510 Se incendia el Templo Mayor. Fracasos militares.
1511 Se rebelan varias ciudades sureñas.
Construcción del templo de Tlamatzinco.
1512 Dedicación de un receptáculo para depositar los corazones de los sacrificados.
1515 Muere Nezahualpilli. Motecuhzoma impone a Cacama en el Acolhuacan.
1517 Expedición de Hernández de Córdova.
Aumentan los presagios sobre el fin del imperio.
1518 Juan de Grijalba llega a Chalchiuhuecan.
Fracasos en la guerra con Tlaxcala.
1519 Cortés desembarca en Veracruz el 21 de abril y entra el 9 de noviembre en Tenochtitlan.
1520 Matanza de Alvarado. 21 de mayo.
Muerte de Motecuhzoma, el 27 o 30 de junio.

Página 113
GERMÁN VÁZQUEZ CHAMORRO. Nació en 1955 Madrid, España. Estudió
Magisterio en la Universidad Autónoma de Madrid, la licenciatura de Antropología y
Etnología de América en la Universidad Complutense, con la que obtuvo Premio
Extraordinario, y el doctorado en Historia Moderna en la UNED. Sus investigaciones
se han centrado en el fascinante mundo de las crónicas e historias del México de los
siglos XVI y XVII.

Página 114
Notas

Página 115
[1]El nombre del emperador mexicano se ha transcrito de muchas formas; desde el
popular Moctezuma hasta el complejo Moteuczomatzim, cronistas e historiadores
llamaron al señor azteca Montezuma, Mutezuma, Muteccuzuma, etc. En las páginas
siguientes emplearé el término Motecuhzoma, más correcto desde el punto de vista
lingüístico. <<

Página 116

También podría gustarte