Moctezuma
Moctezuma
Moctezuma
Ya antes de su
acceso al trono destacó como sacerdote y guerrero. Realizó una política de
pacificación de los focos rebeldes contra el poder azteca e impuso unas formas
autoritarias de gobierno en el país. Intervino en la ordenación de la confederación de
Estados que integraban la triple alianza de Tenochtitlan-Tezcoco-Tlacopan, para
imponer su preeminencia. Tras la llegada de Cortés, intentó disuadirle de la conquista
a cambio de ricos presentes. Pero no lo consiguió, y debió plegarse a las exigencias
de aquél. Cuando trataba de aplacar a la multitud encolerizada por actuación de los
españoles de Alvarado fue apedreado. A consecuencia de las heridas recibidas, murió
en México en el año 1520.
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Germán Vázquez
Moctezuma
Protagonistas de América - 11
ePub r1.0
Titivillus 23.10.2021
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Título original: Moctezuma
Germán Vázquez, 1987
Diseño/Retoque de cubierta: Batlle-Martí
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UN HOMBRE EN LA FLOR DE LA VIDA
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los tlazopipiltin, que la posterior conducta del agraciado transformaría en una
insoldable división.
Si el tlatoani acolhua pensaba que Motecuhzoma iba a ser un dócil peón en sus
manos, la reacción del mexica corroboraría, sin duda alguna, su idea. Antes que los
cuatro consejeros iniciaran la discusión de las candidaturas, Motecuhzoma, que había
asistido a los protocolos preliminares, abandonó discretamente la sala. Tomada la
decisión, los magnates buscaron con la vista al favorecido; pero éste no se encontraba
entre los asistentes. Conociendo el talante del joven, los notables enviaron una
comisión al templo de Huitzilopochtli, donde, en efecto, hallaron al nuevo
tlacatecuhtli ocupado en la humilde tarea de barrer el piso del santuario.
Al conocer la nueva, Motecuhzoma dejó la escoba y siguió a los heraldos al salón
real, entrando en él con paso grave y serio semblante. Impávido escuchó la
notificación oficial y después, rompiendo el ceremonial, se retiró de nuevo para
finalizar la inacabada labor. Sólo cuando quedó satisfecho de su actividad como
barrendero, regresó al salón para someterse a los rituales, que incluían la dolorosa
horadación de la ternilla nasal y diversas sangrías en brazos y piernas.
Hecho esto, los consejeros pronunciaron elocuentes discursos, recordándole sus
funciones militares, así como las obligaciones religiosas y sociales del cargo. La
respuesta de Motecuhzoma —hombre altanero y orgulloso— llenó de satisfacción a
los oyentes. Tres veces trató de comenzar el parlamento; pero copiosas lágrimas se lo
impidieron. Al fin, controlándose, dijo modestamente:
Harto ciego estuviera yo, oh buen rey, si no viera y entendiera que las cosas
que me has dicho ha sido puro favor que me has querido hacer; pues habiendo
tantos hombres tan nobles y generosos de este reino, echaste mano para él del
menos suficiente que soy yo. Y cierto que siendo tan pocas prendas en mí para
tan arduo negocio, que no sé qué me baga sino es acudir al señor de lo criado
que me favorezca, y suplico a todos los presentes me ayuden a pedírselo y
suplicárselo (Códice Ramírez).
Con estas cuerdas palabras, más propias de un sesudo anciano que de un hombre
de treinta y cuatro años, Motecuhzoma abrió un nuevo capítulo en la historia de
México-Tenochtitlan, que se prolongó hasta 1520.
Su gobierno está marcado por un hecho sin parangón en los anales del planeta: el
encuentro entre las civilizaciones del Viejo y del Nuevo Mundo. Si Hernán Cortés no
hubiera desembarcado en los médanos de Chalchiuhuecan, la vida de Motecuhzoma
Xocoyotzin habría transcurrido por caminos muy distintos. Cuando los barbudos
seres del Este irrumpieron en el Anahuac, Motecuhzoma estaba empeñado en una
serie de importantes reformas, que le indispusieron con casi todos los sectores de la
sociedad mexica. Tal como se presentaba la contienda, el tlacatecuhtli llevaba las de
perder y, posiblemente, hubiera pasado a la historia como un soberano egótico e
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impopular, es decir, sin pena ni gloria. Mas el inesperado encuentro de 1519 trastocó
el curso de Clío, convirtiendo al insignificante déspota en una figura señera de la
historia mundial. Por eso, conviene iniciar el presente ensayo con un perfil
psicológico de nuestro biografiado, imprescindible para captar de forma correcta su
agitada existencia.
Según se desprende de los textos virreinales, el tlatoani nació en 1467 o 1468 en
Aticpac, uno de los calpulli o barrios de Tenochtitlan. Hijo de Axayacatl, sexto señor
de los aztecas, y de una dama noble de Iztapalapan, poco o nada podemos decir sobre
su infancia, velada por las brumas del misterio. De hecho, sólo un autor del siglo XVI,
un pintoresco personaje llamado Juan Suárez de Peralta, tocó el tema, recogiendo una
significativa anécdota en su Tratado del descubrimiento de las Indias. Cuenta el
cronista que durante la estancia de Motecuhzoma en el calmecac —un centro
educativo reservado a la nobleza—, el futuro tlatoani se entretenía jugando a las
guerras con otros muchachos. El infante, que —dicho sea al paso— siempre se pedia
el papel de general, tomaba tan en serio la actividad que cuando:
Veía que alguno de los muchachos era cobarde y lloraba algún golpe que le
daban peleando, lo mandaba traer delante de si y vestirle con una camisilla de
mujer, que llamaban huipilli, y traerle a la vergüenza delante de los otros
muchachos, y no le admitía más en sus guerrillas, porque decía que mostraría a
huir y a llorar a los otros.
Empero, lo que atraía a los interlocutores no era la talla —que en cierto modo
respondía al apelativo xocoyotl (el pequeño), adoptado para diferenciarse de su
bisabuelo—, sino el semblante. Poseía el tlacatecuhtli uno de esos rostros en forma
de triángulo invertido que producen en el espectador impresión de vivacidad e
inteligencia; impresión que aumentaba la aguileña nariz, la perilla y, sobre todo, los
ojos, cuya mirada denotaba amor y cuando era menester gravedad (Bernal Díaz).
Ojeando las descripciones de los soldados cortesianos sobre el físico del
dignatario mexica, el lector tiene la sensación de que el tlatoani se mostraba tan
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estricto consigo mismo como con sus súbditos. Un análisis somero de la vida
cotidiana del monarca corrobora el aserto. Así, por ejemplo, al buen Bernal Díaz le
sorprendió el alimento de Motecuhzoma; no obstante, asevera otro cronista,
Francisco de Aguilar, lo que él comía era poco. La frugalidad y autodisciplina del
mexicano, tanto más llamativa cuando se recuerda la magnificencia de la corte
imperial, se extendía a otro aspecto también importante, la vida sexual: Tenía muchas
mujeres por amigas, hijas de señores, puesto que tenía dos grandes cacicas por sus
legítimas mujeres, que cuando usaba de ellas era tan secretamente que no lo
alcanzaban a saber (Bernal Díaz).
Por supuesto, algún autor malintencionado afirma todo lo contrario,
transformando a Motecuhzoma en un sátiro lúbrico y libidinoso, que ingería
afrodisíacos para prolongar censurables placeres.
Comidillas aparte, el tlatoani poseía otras cualidades. Limpio, elegante, refinado
y de perfectos modales, Motecuhzoma trataba con deferencia a aquel que mostraba
buena educación; pero castigaba sin piedad al infeliz que no guardase la debida
compostura. Al respecto, se cuenta que amenazó a sus donceles con flecharles o
quemarlos vivos si mentían, tartamudeaban o venían a recibir órdenes corriendo o
sudando.
Ahora bien, yerra quien piense que el emperador actuaba de manera injusta o
arbitraria. Creyente hasta el absurdo en las leyes sociales —oficiales o
consuetudinarias—, el tlatoani exigía que nobles y plebeyos, extranjeros y
compatriotas, las acatasen al pie de la letra. Al igual que su futuro rival, Hernán
Cortés, Motecuhzoma poseía una mentalidad leguleyesca, que le conducía al extremo
de aplicar la ley sin ninguna consideración; pero a diferencia del extremeño, el
tlacatecuhtli era el primero en cumplirla. Motecuhzoma no se limitaba a tentar la
probidad de los magistrados por intermedio de agentes secretos o a castigar con
dureza las infracciones, sino que él mismo se autocriticaba en público cuando violaba
alguna disposición.
Naturalmente, el segundo supuesto ocurría pocas veces, pues el sagaz tlatoani
jamás actuaba de forma irreflexiva. Véase sino el siguiente ejemplo. Cuando
participaba en alguna campaña militar, nunca aceptaba los manjares que le ofrecían
los señores de los lugares por donde pasaba el ejército, contentándose con el
indigesto rancho del soldado raso. El emperador, paradigma del guerrero perfecto,
debía dar ejemplo en todo a sus subordinados.
Lo expuesto lleva a plantear la cuestión del valor de Motecuhzoma, tema vital
para comprender las últimas actuaciones del emperador.
En principio, sería una falacia poner en duda la valentía del gobernante mexicano.
Desde la campaña de Cuauhtlan, en la cual participó como recluta, hasta la de
Nopalan, dirigida por el emperador para obtener las víctimas necesarias que
engrandecieran la ceremonia de investidura, la carrera militar de Motecuhzoma está
jalonada de laureles y actos heroicos. Resuelto, disciplinado e intrépido, alcanzó el
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alto grado de tlacochcalcatl, ganándose con ello un puesto en el consejo cuatripartito
de Tenochtitlan. Era, asimismo, uno de los cuachictin o cabezas rapadas, rango que
se reservaba a los militares que habían efectuado proezas atrevidas y excepcionales.
El título, sin embargo, resulta un tanto sorprendente, pues los tenochcas veían en
los rapados a unos seres imprudentes e irresponsables, sin capacidad para el
gobierno; defectos que, evidentemente, no tenía nuestro personaje. Por el contrario,
Motecuhzoma —ya lo he señalado— era una de esas personas prudentes y reflexivas
que nunca dan un paso sin meditar largo y tendido, pero que, una vez adoptada la
resolución, jamás cambian de opinión.
Tenaz y hábil, perseverada hasta lograr el fin previsto. Su conducta como
aspirante al icpalli corrobora la interpretación.
Motecuhzoma, quien, según una fuente, siempre deseó gobernar, preparó a
conciencia la candidatura. Así, no sólo se hizo notar en el campo de la milicia o de la
religión, sino que, consciente de los ocultos entresijos de la política, maniobró para
ganarse el favor de los electores.
Algunos años antes de la muerte de Ahuitzotl, se desposó con la hija del rey de
Ehecatepec y le sucedió tras su fallecimiento. El matrimonio le proporcionó algo más
importante que la simple práctica gubernamental, el apoyo del tlatoani de Tlacopan,
uno de los dos aliados de Tenochtitlan y, por ello, miembro del cuerpo electoral. En
otros tiempos Ehecatepec, una ciudad de filiación étnica tepaneca, formó parte junto
con Tlacopan de un poderoso Estado, que, sometido a los mexicas, quedó en una
posición inferior.
Una segunda alianza matrimonial, contraída con Miahuaxochitl, princesa de Tula,
cimentó los derechos de Motecuhzoma, ya que gracias al himeneo se convirtió en
heredero de los toltecas, dueños y señores del Anahuac in illo tempore.
Respecto a la relación del futuro tlacatecuhtli con el otro aliado, Tetzcoco, nada
sabemos, salvo que existió. Nezahualpilli no antepuso a Motecuhzoma a su yerno,
Macuilmalinal, por capricho. Sin duda, la humilde actitud de Motecuhzoma —
inteligente, piadoso y valiente, pero aparentemente dúctil— influyó en el voto del
acolhua.
No obstante, el carácter de Motecuhzoma, perfecto a priori, poseía unos rasgos
negativos que lo convertían a posteriori en un individuo odioso. El temor al fracaso y
marcadas dudas sobre su capacidad —facetas típicas de un hombre rígido en exceso
consigo mismo— le llevaban a mostrarse firme y duro como la obsidiana.
Pero lo más nefasto del tlacatecuhtli era su marcado elitismo. Creía que las
cualidades y defectos de los seres humanos dependen de la clase social. La idea,
ajena a las pautas culturales aztecas, reflejaba el egocentrismo de Motecuhzoma, otra
de las constantes de su compleja psiquis.
Este insuficiente bosquejo de la personalidad del huey tlatoani quedaría
incompleto si olvidásemos hacer una breve mención a la religiosidad de nuestro
biografiado.
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Los historiadores, antiguos o modernos, se muestran unánimes a la hora de tratar
el tema. Según ellos, Motecuhzoma, antiguo teopixqui o sacerdote, era un fanático,
un individuo notoria y mórbidamente religioso, aun para la época. La reacción del
tlatoani durante la elección, la conducta desarrollada ante Cortés, los largos períodos
de aislamiento, en fin, toda la vida del emperador, habla en favor de lo señalado.
Personalmente, discrepo de la opinión general. A mi entender, Motecuhzoma
tenía poco de fanático y menos de mojigato. Ambicioso y calculador, fingía respetar
las ideas del pueblo mexica; pero en su fuero interno, como buen político, no creía en
ellas, Para él, las abstractas concepciones teológicas no pasaban de ser un mero
instrumento de control social, un mecanismo que convenía no olvidar a la hora de
gobernar.
El fervor y la devoción de Motecuhzoma debe, pues, reducirse a la dimensión
real: se trataba de una astuta pose, destinada a ganarse el apoyo del clero y de la
plebe.
Así, y no de otra manera, era Motecuhzoma Xocoyotzin, cuyo nombre encuadra a
la perfección con su carácter, pues Motecuhzoma significa, en lengua náhuatl, El
señor iracundo.
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UN DÉSPOTA EN EL PODER
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que el aborto, practicado hasta entonces sólo por la clase dominada, se hiciera
moneda corriente entre las concubinas nobiliarias. Al respecto, cuentan las crónicas
que ciento cincuenta mancebas de Motecuhzoma, que se encontraban en estado de
buena esperanza, cortaron el embarazo al mismo tiempo, convencidas de que los
retoños carecerían de porvenir.
La purga, iniciada por medios pacíficos, culminó con un baño de sangre. Tras
regresar de una victoriosa campaña contra Xaltepec, el emperador rompió el
protocolo y se negó a entrar victorioso en México. Pretextando cansancio, se quedó
en una finca cercana y envió al cihuacoati —un cargo semejante al del visir islámico
— con orden de asesinar a los ayos de los príncipes y a las amas que guardaban el
serrallo imperial. Para saber si se cumplía el cruel mandato, el tlatoani, aprovechando
la noche, se presentó en el tecpan de forma inesperada.
Dos razones impulsaron las arbitrarias medidas del electo emperador: la envidia y
el clasismo.
No cabe duda que Motecuhzoma temía la popularidad de su antecesor. Ahuitzotl,
guerrero antes que gobernante, no se fijaba tanto en la cuna como en las cualidades
de la persona. De ahí las grandes simpatías con que contaba; simpatías que, sería
absurdo negarlo, se extendían a sus hijos, futuros aspirantes al icpalli. La excusa
oficial —que a mí no me parece ilógica— fue evitar murmuraciones y
comparaciones; pero el motivo real era otro: impedir conspiraciones, pues, como el
propio emperador afirmó, siempre me han de hacer vivir con sobresalto (Diego
Duran). No le faltaba razón al tlatoani. Cuauhtemoc, último señor de Tenochtitlan, no
sólo era el primo de Motecuhzoma, sino el hijo de Ahuitzotl.
Respecto de la segunda idea, poco hay que añadir a lo expuesto en el capítulo
precedente, salvo transcribir un revelador párrafo. Que, no importa su veracidad,
refleja a la perfección el pensamiento de Motecuhzoma. Tratando el tema, el padre
Diego Duran afirma que el tlacatecuhtli justificó la reaccionaria medida con la
siguiente metáfora:
Porque, como las piedras preciosas que parecen estar fuera de su lugar
entre los pobres y los miserables, de la misma manera los de sangre real están
mal entre las gentes de extracción humilde. Igual que las humildes plumas no
lucen bien entre las ricas, las que vienen de los grandes señores no les quedan
bien a los trabajadores y a sus hijos.
Ahora bien, ¿nos encontramos ante una simple manifestación de clasismo o, por
el contrario, hay factores más profundos? La purga, por supuesto, responde en parte
al elitismo del antiguo teopixqui; mas también al innegable deseo de domeñar a la
altiva nobleza. Contra lo afirmado por algún autor moderno, el objetivo perseguido
demuestra que Motecuhzoma obró con un sentido común que ya quisiera para sí el
exégeta.
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Ante todo, los sustitutos de los servidores de Ahuitzotl no rebasaban los doce
años de edad y presentaban la misma estatura. ¿Capricho de un déspota? En absoluto.
Que los muchachos diesen la misma talla engrandecía la magnificencia de la corte;
que fuesen menores de edad era aún más importante, porque los jóvenes son más
dúctiles para obedecer, son más hábiles y se adaptan sin problemas a un nuevo rey,
que les educa conforme a lo que quiere (Diego Duran).
Al vigilar la educación de los nobles, Motecuhzoma se aseguraba una generación
de servidores fieles y leales. Hasta que ese día llegase, el emperador contaba con la
forzada lealtad de los progenitores, cuyos vástagos quedaban en calidad de rehenes,
aunque, eso sí, aprenderían el término cortesano y el modo de gobierno, para cuando
les cupiese (Diego Duran).
Naturalmente, las medidas antinobiliarias no se reducían a las reformas del
personal palatino. Motecuhzoma procuró, asimismo, limitar el poder económico de la
nobleza.
Dado que en teoría las tierras de los pipiltin pertenecían al Estado, el tlatoani no
podía confiscarlas, pero sí socavar la base de su cultivo. Aprovechando la hambruna
de 1505, tan espantosa que las madres se comían a los hijos, Motecuhzoma prohibió
la servidumbre antigua, una práctica jurídico-económica que potenciaba el vasallaje y
el clientelismo. La interdicción suponía un rudo golpe al sistema feudalizante de los
magnates, cuyas rentas se estancaron al verse éstos impotentes para aumentar la
fuerza de trabajo y, consecuentemente, la productividad.
Una vez limitado el crecimiento económico, el tlacatecuhtli procedió a su
reducción paulatina. Para ello, forzó a los notables a pasar largas temporadas en
Tenochtitlan, exigiendo que cuando regresase a sus propiedades dejaran algún
pariente en la ciudad. El cumplimiento de la disposición, sobra señalarlo, exigía una
considerable inversión en bienes inmuebles y gastos suntuarios, la cual repercutía de
modo negativo en los ingresos de los nobles.
Con aquellas reformas, Motecuhzoma sentó las bases para crear una nobleza de
sangre burocrática y cortesana, poco peligrosa desde el punto de vista político.
Mientras nobles y plebeyos sufrían las consecuencias de la nueva política, los
comerciantes, asentados en la ciudad gemela de Tlatelolco, vivían una época de
esplendor.
Aprovechando la pugna entre el emperador y los pipiltin, los mercaderes
emprendieron un proceso expansivo, que les llevó a los más remotos confines del
México Central. Ningún mercado escapó a la diligente actividad de los pochteca,
quienes, según una fuente, vendían como loros habladores.
Por supuesto, Motecuhzoma no era ajeno al florecimiento de Tlatelolco. El
gobernante, embarcado en una lucha con los magnates rurales, e indirectamente, con
el pueblo, necesitaba apoyos. Los encontró en el cihuacoatl Tlilpotonqui, la segunda
persona más poderosa de Tenochtitlan, con cuya hija se desposó; y, por supuesto, en
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los sectores mercantiles de la metrópoli hermana, sometida décadas antes por su
propio padre, Axayacatl.
Antes de iniciar la guerra contra Xaltepec, el emperador convocó a los notables
tlatelolcas y les recordó que Axayacatl había impuesto distintos tributos, cuyo pago,
por lo visto, jamás se entregó. Afirmaron los tlatelolcanos que, en efecto, así era, si
bien los tíos de Motecuhzoma habían disimulado con ellos, reconociendo que todos
eran deudos y parientes (Diego Durán).
El tlatoani, deseando ganarse la amistad de los poderosos mercaderes, exigió el
tributo, y éstos, que intuían los propósitos del emperador, no sólo entregaron lo
estipulado, sino que ofrecieron doblar la cantidad. No deseaba otra cosa
Motecuhzoma para levantar las sanciones contra la urbe gemela. Así, restituyó los
títulos militares, autorizó la erección de un nuevo templo y concedió permiso a los
tlatelolcas para participar en las campañas imperiales organizados en batallones con
mandos propios.
La rehabilitación de Tlatelolco respondía también a otra consideración. Hasta el
advenimiento de Motecuhzoma Xocoyotzin, la producción artesanal de México se
desenvolvió dentro del calpulli o clan. Esta organización comunal, arcaico vestigio de
una época más democrática, encuadraba mal en el nuevo orden, que necesitaba una
potente base económica para consolidarse definitivamente.
Por lo tanto, Motecuhzoma procedió a convertir el palacio imperial en una unidad
económica de primer orden, donde grupos de artesanos manufacturaban diversos
tipos de artesanías. Ahora bien, la producción requería una red de distribución y
comercialización; sistema que no tenía por qué crearse al existir un centro de este tipo
en Tlatelolco, el cual, por otra parte, presentaba unos intereses políticos coincidentes
con los del tlatoani.
Pero la alianza entre el palacio y el gremio de los pochteca era coyuntural. Cuatro
años después de la coronación, en 1508, Motecuhzoma, aprovechando un fracaso
militar, contra Cholollan, el principal emporio comercial del México Central, inició
una campaña para reducir la ya preocupante prepotencia de los mercaderes.
Por un lado, reunió a los militares tlatelolcanos, sostén de los mercaderes, y, como
castigo por su falta de combatividad, les prohibió acudir al palacio, llevar símbolos de
status y vestir ropa de algodón. Para más inri, el despiadado tlacatecuhtli mandó a
sus verdugos que le afeitasen la cabeza, deshaciendo así los complicados cortes de
pelo que caracterizaban a la oficialidad mexica.
Por otro lado, aumentó los tributos, eliminó a alguno de los principales
comerciantes y potenció el cumplimiento de las normas de conducta típicas de este
sector social, que exigían un considerable gasto en regalos y banquetes. Esta última
disposición suponía la imposibilidad material de acumular capital, lo que
transformaba a los pochteca en simples funcionarios económicos.
Un año después, algunas de las sanciones que les habían sido impuestas se fueron
levantando; sin embargo, el emperador siguió controlando de cerca a los tlatelolcas,
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que continuaron bajo la autoridad de un gobernador militar.
Otro de los sectores que se modificó con el ascenso al icpalli de Motecuhzoma
fue el de la política exterior.
Tenochtitlan, asentada sobre un islote carente de recursos naturales, mostró un
marcado carácter militarista desde su fundación en el siglo XIV. Primero como
simples mercenarios y más tarde por cuenta propia, los tlatoque mexicas se
entregaron a una vorágine militarista, que les convertiría en dueños y señores del
Anahuac.
Transcurrido siglo y medio de incesantes combates, la situación distaba mucho de
presentar la monolítica coherencia que encontramos en otros imperios del Viejo y del
Nuevo Mundo. Motecuhzoma controlaba la vida económica de decenas de Estados;
pero políticamente, éstos conservaban una autonomía casi plena. A ello se unía la
existencia de señoríos independientes —Tlaxcallan, Huexotzinco y otros— que
escaparon al alocado imperialismo tenochca, efectuado, qué duda cabe, sin la mínima
planificación. Aquellas bolsas suponían un grave peligro para la actividad tributario-
mercantil de México, pues al encontrarse cerca de las rutas comerciales, podían en
cualquier momento paralizar el flujo económico y colapsar la delicada estructura
económica imperial. No paraban aquí las dificultades, ya que los aliados de México-
Tenochtitlan, las tlatocayotl de Tetzcoco y Tlacopan, pugnaban con los descendientes
de Acamapichtli para controlar la confederación.
Ante tan delicada situación, ¿qué debía hacer Motecuhzoma? Evidentemente,
centralizar en la medida de lo posible el caótico imperio, eliminando los territorios
irredentos y, sobre todo, convirtiendo a los aliados en meros vasallos.
Mucho podríamos decir sobre la decidida actuación del último Motecuhzoma,
pero en aras de la brevedad, me limitaré a efectuar una breve síntesis.
La campaña de la coronación —una práctica habitual para el tlatoani recién
electo— puso de manifiesto que Motecuhzoma no estaba dispuesto a mantener la
absurda política de su predecesor. En lugar de atacar un territorio lejano, el
emperador lanzó las huestes mexicas contra Nopallan e Icpactepec, dos localidades
cercanas al corazón del imperio, que se rebelaron contra la autoridad azteca.
Concluida la contienda, el resto de las guerras, que se sucedieron sin interrupción,
siguieron la misma tónica: someter las zonas insumisas. En 1519, Motecuhzoma
podía congratularse de su tarea, porque el águila mexicana había clavado las aceradas
garras en lugares impolutos hasta la fecha.
No obstante, un importante fracaso amargaba al tlacatecuhtli: no logró acabar con
la independencia de los señoríos poblanos, los cuales, encabezados por la señoría de
Tlaxcala, mantenían en alto la bandera de la libertad.
En su empeño por dominar a los indómitos habitantes de la Tierra del pan, el
gobernante mexicano recurrió a todos los medios posibles: decretó el bloqueo
económico, invadió Tlaxcallan por diversos lugares al mismo tiempo, favoreció la
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traición y las guerras intestinas… Empero, las medidas fracasaron; tan solo
Cholollan, la metrópoli del dios Quetzalcoatl, se pasó al campo mexicano.
Por el contrario, el éxito acompañó la política emprendida contra los aliados.
Tlacopan, el socio minoritario de la alianza, no resultaba difícil de controlar, dado
el bajo índice de desarrollo que presentaba. Por otra parte, Motecuhzoma mantenía
buenas relaciones con los tepanecas, ya que, además de ocupar el icpalli de
Ehecatepec, estaba casado con una hija de Totoquihuatzin, señor de Tlacopan.
Mayores problemas presentaba Tetzcoco, un territorio antaño marginal, que, gracias a
unos gobernantes inteligentes y emprendedores, se convirtió en una potencia de
primera magnitud.
Siguiendo su inveterada estrategia, el amo de Tenochtitlan buscó el apoyo
tepaneca para destruir la hegemonía de los acolhuas tetzcocanos. El pacto erosionó la
influencia tezcocana en la liga de las Tres Ciudades, si bien no impidió que el poder
militar de Tetzcoco, similar al tenochca, siguiera aumentando.
Para superar el peligroso escollo, el tlacatecuhtli recurrió a la traición, un arma
que manejaba con sin par pericia. En 1515, el ejército acolhua, presionado por
Motecuhzoma, cruzó la frontera tlaxcalteca y avanzó sin dificultad hasta el Monte del
Águila, donde pernoctó. Al amanecer, los batallones tlaxcaltecas, puestos sobre aviso
por el tlatoani mexica, cercaron a los tetzcocanos, que no pudieron ponerse en orden
para poderse defender, y cerrando con ellos los mataron a todos (Femando de Alva
Ixtlilxochitl).
Advirtiese o no Motecuhzoma a la Señoría de la penetración acolhua, lo cierto es
que los escuadrones tenochcas, comandados por el emperador en persona,
contemplaron impasibles desde un otero cercano la matanza.
Ese mismo año, Nezahualpilli, el señor de Tetzcoco, falleció, dejando el
Acolhuacan indefenso ante las maquinaciones de Tenochtitlan. De acuerdo con el
sistema tetzcocano de sucesión, el primogénito legítimo heredaba el poder. No había,
pues, posibilidades de conflicto; pero, desgraciadamente, el agraciado tenía pocas
simpatías, por lo cual los notables acolhuas y los aliados le alejaron del trono.
Violentando el sistema, estalló una dura lucha para controlar el trono tetzcocano.
Motecuhzoma apoyaba a Cacamatzin, un joven de venticuatro años, en virtud de que
era su sobrino y, claro está, representaba la influencia de México. Por supuesto, los
notables acolhuas, rechazaban al candidato pro-mexicano, aunque sus preferencias
estaban divididas. Unos se inclinaban por Ixtlilxochitl, un príncipe abiertamente
antitenochca; otros, por Coanacochtzin, que mantenía una posición intermedia.
En vista del desacuerdo, se llegó a un compromiso de circunstancias, que
consistió en imponer la xiuhzolli o diadema imperial al hermano menos distinguido.
Quetzalcxoyatl, que así se llamaba el infante, falleció a los pocos meses.
Aprovechando la confusión subsiguiente, las tropas mexicas impusieron a
Cacamatzin en Tezcoco, forzando a Ixtlilxochitl a huir a Meztitlan, un territorio
independiente.
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Por supuesto, el golpe de Estado impulsado por Motecuhzoma provocó un
conflicto civil, que, entre otras cosas, puso de manifiesto la debilidad del ejército
mexica. Dos años después, Cacama se vio en la necesidad de pactar con sus
fraternales rivales. El otrora poderoso Estado se dividió en tres zonas, controladas
respectivamente por Cacama, Coanacoch e Ixtlilxochitl.
Motecuhzoma había triunfado, aunque el éxito supondría a la larga la destrucción
de México. Ixtlilxochitl, fortificado en Otompan, aprovechó el statu quo para crear un
poderoso ejército y establecer un tratado de alianza con sus vecinos, los tlaxcaltecas.
En 1520 abrazaría con fervor la causa de Hernán Cortés.
Mientras el tlacatecuhtli azteca se ocupaba de Tetzcoco, el cihuacoatl intrigaba
en la zona chalca, otro foco rebelde a Tenochtitlan. Como los chalcas eran vasallos,
los mexicanos obraron con mayor impudicia, pues no se limitaron a sustituir a los
gobernantes locales por otros medios aztecas, sino que aumentaron los tributos y
confiscaron infinidad de tierras.
Domeñado Tetzcoco, Motecuhzoma se volvió contra Tlacopan, contando ahora
con el apoyo del Acolhuacan. Entre 1518 y 1519, las ciudades tepanecas
dependientes de Tlacopan cayeron en manos del tlatoani, quien las regía por
intermedio de tlatoque peleles, hijos o sobrinos suyos. Al igual que Cacama,
Totoquihuatzin se convirtió en un simple consejero.
Motecuhzoma Xocoyotzin, noveno señor de México-Tenochtitlan, había hecho
realidad su sueño. La centralización y el despotismo imperaban en Tenochtitlan y en
el resto del imperio.
Más caro pagó el emperador la salvación del Estado fundado, por Acamapichtli.
Se convirtió en un gobernante impopular y odiado por nobles y plebeyos, aliados y
tributarios. Tan sólo el clero se mantenía fiel al emperador, el cual le colmó de
franquicias y privilegios.
En estas circunstancias, parece lógico que surgiera un movimiento de resistencia.
Y así ocurrió. A partir de 1509, una potente campaña de agitación conmocionó la
cuenca de México. Los agitadores, encabezados por Nezahualpilli, un experto en
artes esotéricas, aprovecharon el más nimio acontecimiento para augurar el fin de la
tiranía de Motecuhzoma. Desde la erupción de un volcán hasta la resurrección de una
hermana de Motecuhzoma, pasando por un monolito parlante, muchos fueron los
presagios que se manejaron.
Al principio, éstos eran difusos y vagos; mas en 1517, coincidiendo con las
primeras expediciones españolas, cobraron una forma concreta: Quetzalcoatl, el dios
justo, el gobernante perfecto, retornaba para acabar con el déspota de Tenochtitlan.
Que la campaña existió es indudable, si bien, por desgracia, poco podemos saber
de ella, ya que las crónicas virreinales, escritas por los descendientes de los
adversarios de Motecuhzoma, ocultan lógicamente el hecho.
En las páginas siguientes veremos con más detalle el tema. Baste por el momento
con señalar que los documentos indígenas ampliaron aún más la solapada guerra
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psicológica, convirtiendo a Motecuhzoma en un neurótico cobarde y débil.
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EL RETORNO DE… ¡TEZCATLIPOCA!
El 21 de abril de 1519, una nueva armada de acales echó anclas en San Juan de
Ulúa. Apenas había transcurrido media hora cuando dos grandes canoas zarparon de
la costa y pusieron rumbo a la nao capitana, fácilmente reconocible por los grandes
estandartes y veletas que lucía. Nada más las chalupas se colocaron al pairo, los
pasajeros
Con estas sencilla palabras, Francisco López de Gomara, el capellán del futuro
marqués del Valle, describe el primer contacto entre castellanos y mexicas. Mucho
más compleja y grandilocuente es la versión mexicana, que —avant la lettre—
también resulta menos objetiva.
Según la visión nativa, el calpixqui del territorio, informado por los vigías del
retorno de los dioses, envió sin, demora un correo a Tenochtitlan para informar al
tlatoani. Cuando el emperador supo la noticia, se puso cabizbajo y, con gran tristeza
en su corazón, reunió a los consejeros para discutir las medidas a tomar.
Tras señalar que corría el rumor que Quetzalcoatl había regresado, Motecuhzoma
afirmó que convenía salir a recibirle, llevándole un rico presente. Nombrada una
comisión de cinco notables y seleccionados los regalos, el tlatoani despidió a la
embajada con un esclarecedor discurso:
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traemos os envía, pues habéis venido a vuestra casa que es México (Bernardino
de Sahagún).
—Oídlo: he sabido, ha llegado a mi oído, que dizque los mexicanos son muy
fuertes, que son muy guerreros, que son muy tremendos.
Si es un solo mexicano, muy bien pone en fuga, bien hace retroceder, bien
vence, bien sobrepasa, aunque de veras sean diez y acaso aun veinte enemigos.
Pues ahora mi corazón quiere quedar convencido: voy a ver yo, voy a
experimentar qué fuertes sois, qué tan machos.
Les dio en seguida escudos de cuero, espadas y lanzas. Y además dijo:
—Muy tempranito, al alba se hará: vamos a contender unos con otros:
vamos a hacer torneo en parejas; nos desafiaremos. Tendremos conocimiento de
las cosas. ¡A ver quién cae al suelo!
Respondieron al capitán, le dijeron:
—Oigalo el señor: ¡puede ser que esto no nos lo mandara Motecuhzoma,
lugarteniente tuyo!… En exclusiva comisión hemos venido, a dar reposo y
descanso hemos venido, a que nos saludemos unos a otros. No es de nuestra
incumbencia lo que el señor quiere. Pero si tal cosa hiciéramos, pudiera ser que
por ello se enojara mucho Motecuhzoma. Por esto acabará con nosotros
Dijo al punto el capitán:
—No, se tiene que hacer. Quiero ver, quiero admirar: ha corrido fama en
Castilla de que dizque sois muy fuertes, muy gente de guerra. Por ahora, comed
muy temprano: también yo comeré. ¡Mucho ánimo!
Después los despachó, los hizo bajar a su navío de ellos. No bien hubieron
bajado a su nave, remaron fuertemente. Se remaba con ardiente afán. Algunos
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aun con las manos remaban, iban con el alma afanada. Se decían unos a otros
presurosos:
—Mis capitanes, con todas vuestras fuerzas… Remad esforzadamente. No
vaya a sucedernos algo aquí. ¡Qué nada nos pase!… (Informantes indígenas de
Sahagún).
Nos encontramos, pues, ante una visión apócrifa, cuya puerilidad aparente
responde a una clarísima manipulación histórica, mucho más sutil de lo que aparenta
a primera vista. Para captarla en su integridad, debemos prescindir momentáneamente
del desmedido y pasional ataque antihispano, cuyo radicalismo dificulta la
interpretación del relato complejo y confuso de por sí.
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Aunque la relación tiene varias lecturas, me limitaré a exponer la que concierne a
Motecuhzoma, la única que aquí nos interesa. El ignoto historiador nos presenta un
tlatoani atormentado, nervioso y cobarde, que actúa de manera contraria a lo que su
pueblo esperaba de él. Mancillando el honor patrio, el pusilánima tlacatecuhtli no
titubeó a la hora de entregar el icpalli de sus antepasados al barbudo extranjero, a
quien consideraba el dios Quetzalcoatl. En este contexto, la agresiva conducta que se
atribuye a Cortés no sólo denigra a los hombres del pendón carmesí, sino, sobre todo,
a Motecuhzoma, porque la figura del embajador se consideraba inviolable en el
México precortesiano y cualquier ofensa hecha a su persona implicaba la guerra;
guerra que, sobra el señalarlo, el emperador no declaró.
De hecho, el texto compilado por el benemérito Sahagún se limita a retomar los
viejos tópicos de la propaganda antimotecuhzoma: la llegada de poderosos seres que
acabarán con el déspota. Para dar consistencia al argumento —que, dicho sea el paso,
legaliza la conquista con los razonamientos usados por los hispanos—, se recrean los
acontecimientos en un marco atemporal y mágico, donde se mezclan los
anacronismos, la subjetividad y la manipulación ideológica a partes iguales.
Posiblemente, el famoso episodio se inspiró en alguna deliberación efectuada tras
el apresamiento de los recaudadores de tributos hecho por Cortés, si bien su marcada
asincronía no permite afirmarlo con seguridad.
Por el contrario, la versión de los vencidos proporciona las pistas necesarias para
vislumbrar la verdadera reacción del tlatoani. En primer lugar, Motecuhzoma no
identifica tajantemente a Cortés con la benéfica deidad nahua, pues afirma
literalmente: mirad que han dicho que ha llegado nuestro señor Quetzalcoatl. Son los
emisarios quienes establecen la relación al adornar al extremeño con los atavíos de la
etérea divinidad.
En algunos casos, la simple estructura sintáctica basta para clarificar cuestiones
que de otra forma inspirarían discusiones bizantinas. Tal es el caso, aunque añadiré
un dato indiscutible para los escépticos. Los enviados aztecas, además de los
símbolos de Quetzalcoatl, incluyeron entre los regalos y ofrendas los aderezos de
Tlaloc, el dios de las aguas, y de Tezcatlipoca, el omnipotente señor de la
providencia.
En resumen, la visión que la historiografía indígena colonial ofrece de la postura
de Motecuhzoma carece de verismo. Se trata de una interpretación subjetiva y falsaria
que vuelca en el tlacatecuhtli la responsabilidad del desastre.
El brutal choque cultural que se efectuó el 21 de abril en la costa de
Chalchiuhcuecan —sin parangón en los anales del planeta— perturbó, qué duda cabe,
el ánimo del Estado mexica, ignorante de las culturas que bullían allende los mares.
Quizá Motecuhzoma pensó en un primer momento que los recién llegados poseían
características sobrehumanas, mas en su fuero interno no estaba convencido. Buena
prueba de ello nos lo ofrece su metódico planteamiento —cuya lógica no responde a
una mente enferma— con que afrontó el problema. Prudentemente, el tlatoani aceptó
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la hipótesis de que los extraños seres de lívida faz eran dioses, si bien —y ello dice
mucho a su favor— se negó a admitir las envenenadas habladurías que corrían desde
décadas antes. Los extranjeros acaso fueran dioses; pero, desde luego, no tenían por
qué estar vinculados a Quetzalcoatl. De ahí que proporcionara a la embajada la
parafernalia de tres deidades diferentes.
Más aún —y con ello concluyo el largo inciso—, el texto náhuatl discrepa de la
traducción castellana del padre Sahagún, ya que el cronista seráfico alude
explícitamente a la Sierpe emplumada, mientras que el borrador en lengua azteca
utiliza el genérico Nuestro señor. La cuestión abre nuevas y conflictivas perspectivas,
pues los tenochcas usaban el apelativo para designar a Tezcatlipoca, El Espejo que
humea, el todopoderoso rival de Quetzalcoatl.
El Viernes Santo, 22 de abril de 1519, los castellanos desembarcaron en
Chalchiuhcuecan, un lugar lleno de médanos próximos a la actual ciudad de
Veracruz.
Al día siguiente, una multitud de obreros, procedentes de la provincia de
Cuetlaxtlan, acudió al real con alimentos. Sin mediar palabra, los mexicanos tomaron
sus instrumentos y levantaron bohíos y jacales para proteger a los recién llegados de
las inclemencias del tiempo. Fue precisamente en el transcurso de aquella jornada
cuando se descubrió la habilidad lingüística de la bella Marina.
El fortuito hallazgo se produjo en el momento oportuno, pues apenas amaneció el
Domingo de Pascua, vino el gobernador, que se decía Tendile, hombre de negocios, y
trajo con él a Pitalpitoque, que también era entre ellos principal y traía detrás de si
muchos indios con presentes y gallinas y otras legumbres (Bernal Díaz).
Por medio de los intérpretes —Jerónimo de Aguilar, un excautivo rescatado en el
territorio maya, y doña Marina—, don Hernán pudo al fin conferenciar con los
aztecas. Tomando la iniciativa, el de Medellín informó a los dos notables que servía a
un poderoso emperador, el mayor señor que hay en el mundo, quien, conociendo la
grandeza de Motecuhzoma, le enviaba para comunicar al señor de México que le
quiere tener por amigo y decirle muchas cosas en su real nombre… y también para
contratar con él y sus indios y vasallos de buena amistad (Bernal Díaz). Concluyó
Cortés pidiendo una entrevista, dada la importancia de los temas.
Escuchó Tentlilli con respetuoso silencio, pero al escuchar la demanda la rechazó
con gesto altanero: Aun ahora has llegado —escribe el veterano Bernal— y ya le
quieres hablar; recibe ahora este presente que te damos en nombre de nuestro señor,
y después dirás lo que te cumpliere.
El español, ignorando la agria contestación, recibió el presente riendo y con
buena gracia. Acto seguido, ordenó que trajesen algunos regalos para el tlacatecuhtli
y, tercamente, insistió en fijar un encuentro.
Durante la conferencia, los tlacuiloque o pintores recorrían el campo castellano,
dibujando en el papel cuanto observaban. En breve tiempo, los hábiles artistas
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crearon una preciosa pintura, donde se reproducían personas, animales y objetos con
gran detalle.
Poco antes de partir, Tentlilli notó que un infante se cubría con un casco medio
dorado y, como era de natural entremetido, se lo pidió al capitán, afirmando que se
asemejaba a otro que les habían dejado sus antepasados y linaje de donde venían
(Bernal Díaz). El astuto español prestó el yelmo al mexicano con la condición de que
se le devolviese lleno de pepitas de oro. La extraña solicitud no sorprendió al
gobernador de Cuetlaxtlan, el cual había perdido la capacidad de asombro. Quizá,
pensó, el misterioso señor de los blancos necesitaba el áureo metal para curar el mal
de corazón que aquejaba a los teules; enfermedad que, según afirmaban, sólo sanaba
con oro.
Tras dar por finalizada la conferencia, Tentlilli se despidió con afabilidad,
prometiendo que pronto volvería con la respuesta de Motecuhzoma. Su colega,
Cuitlalpitoc, se quedó en el real con dos mil servidores para atender las necesidades
de los castellanos.
Mientras Tentlilli parlamentaba con Cortés en los médanos de Chalchiuhcuecan,
la inquietud reinaba en México-Tenochtitlan. Por desgracia, poco o nada sabemos
sobre las medidas que se tomaron, ya que los prolijos escritos nativos, fieles al oculto
objetivo que perseguían, truecan la realidad por fantasías pseudo-míticas.
Cuentan las crónicas indianas que Motecuhzoma, atemorizado por el relato de la
ficticia embajada que visitó los navíos, se echó a llorar como un niño, intuyendo que
aquellos seres serían la causa de su muerte. Tras enjugar los rojizos ojos, el cobarde
mandatario llamó al tlilancalqui, su consejero principal, y le pidió que cuidara de la
extensa familia imperial, porque:
Después que sean venidos los dioses y yo sea muerto a sus manos —que yo
sé que me han de matar—, que tomes mis siete hijos que dejo a tu cargo, y los
ampares y escondas de las manos de estos dioses y de los mexicanos, que ya
sabes cuán malos y perversos son, y, creyendo que yo los he entregado a estos
que vienen, tomarán venganza en mis mujeres e hijos (Diego Durán).
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Regresaron, pues, los frustrados nigromantes a la capital mexica para dar cuenta
al tlatoani del fracaso de la misión. La fatal noticia se extendió velozmente por la
ciudad, cuyos moradores, preocupados e inquietos, perdieron la entereza que en otra
hora les caracterizó:
Y todo el mundo estaba muy temeroso. Había gran espanto y había terror. Se
discutían las cosas, se hablaba de lo sucedido.
Hay juntas, hay discusiones, se forman corrillos, hay llanto, se hace largo
llanto, se llora por los otros. Van con la cabeza caída, andan cabizbajos. Entre
llanto se saludan; se lloran unos a otros al saludarse. Hay intento de animar a
la gente, se reaniman unos a otros. Hacen caricias a otros, los niños son
acariciados.
Los padres de familia dicen:
—¡Ay, hijitos míos!… ¿Qué pasará con vosotros? ¡Oh, en vosotros sucedió
lo que va a suceder!…
Y las madres de familia dicen:
—¡Hijitos míos! ¿Cómo podréis vosotros ver con asombro lo que va a venir
sobre vosotros? (Informantes indígenas de Sahagún).
Pues cuando oía Motecuhzoma que mucho se indagaba sobre él, que se
escudriñaba su persona, que los «dioses» mucho deseaban verle la cara, como
que se le apretaba el corazón, se llenaba de grande angustia. Estaba para huir,
tenía deseos de huir; anhelaba esconderse huyendo, estaba para huir. Intentaba
esconderse, ansiaba esconderse. Se les quería esconder, se les quería escabullir
a los «dioses».
Y pensaba y tuvo el pensamiento: proyectaba y tuvo el proyecto; planeaba y
tuvo el plan; meditaba y andaba meditando en irse a meter al interior de alguna
cueva.
Y a algunos de aquéllos en quienes tenía puesto el corazón, en quienes el
corazón estaba firme, en quienes tenía gran confianza, los hacía sabedores de
ello. Ellos le decían:
—Se sabe el lugar de los muertos, la Casa del Sol, y la Tierra de Tlaloc, y la
Casa de Cintli. Allá habrá que ir. En donde sea tu buena voluntad.
Por su parte, él tenía su deseo: deseaba ir a la Casa de Cintli.
Así se pudo saber, así se divulgó entre la gente.
Pero esto no lo pudo. No pudo ocultarse, no pudo esconderse. Ya no era
válido, ya no estaba ardoroso; ya nada se pudo hacer.
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La palabra de los encantadores con que habían trastornado su corazón, con
que se lo habían desgarrado, se lo habían hecho estar como girando, se lo
habían dejado lacio y decaído, lo tenían totalmente incierto e inseguro por
saber si podría ocultarse allá donde se ha mencionado.
No hizo más que esperarlos. No hizo más que resolverlo en su corazón, no
hizo más que resignarse; dominó finalmente su corazón, se recomió en su
interior, lo dejó en disposición de ver y de admirar lo que habría de suceder
(Informantes indígenas de Sahagún).
Los fragmentos transcritos poseen una insuperable fuerza dramática; pero, por
desgracia, su valor histórico está devaluado ante la innegable subjetividad y
partidismos que ostentan.
El pasado aparece tan deformado en las relaciones indígenas que sería pueril
admitir, como hicieron algunos eruditos decimonónicos, que sus páginas reflejan los
sucesos históricos de manera fidedigna. Ahora bien, tampoco se puede caer en el polo
opuesto y negar el valor histórico de las crónicas mexicanas. La atemporalidad de la
visión de los vencidos dista mucho de reflejar ese hipotético inconsciente colectivo
que, al decir de los estructuralistas, se encuentra en cualquier relato. Por el contrario,
las historias indias del México virreinal poseen un sólido substrato histórico, si bien
el presente de los autores —el famoso zeitgeist de la historiografía teutónica—
condicionó el pasado, tiñéndolo con una ideología justificativa y autoexculpatoria de
una oligarquía en decadencia, que no pudo, ni supo, defender sus privilegios de clase.
Los temores de Motecuhzoma —que tan bien describe el dominico Diego Durán,
un mero parafraseador de un texto náhuatl en paradero desconocido— ofrecen una
buena prueba en favor de lo expuesto. La anacrónica interpolación, inaceptable en
otro contexto, tiene poco de ingenua o inconsciente. Gracias al recurso de la
corazonada —muy utilizado por los escritores de ficción—, el anónimo cronista no
sólo subrayó la culpabilidad de Motecuhzoma, convirtiéndole en el único responsable
de la catástrofe, sino que, de manera muy inteligente, transformó la irresponsable y
cruel represalia contra los partidarios del tlatoani en un acto de justicia. Al mismo
tiempo, inculpa a los castellanos de un asesinato que, seguramente, cometieron los
desleales súbditos.
La tesis que el padre Durán presenta sin el mínimo sentido crítico se encuentra,
mejor o peor pergeñada, en los restantes documentos mexicanos. Para no aumentar
las tediosas referencias bibliográficas, emplearé como ejemplo la versión de los
informantes de fray Bernardino de Sahagún, prolijamente expuesta en las páginas
anteriores.
Una lectura minuciosa del lírico relato pone de manifiesto una clara dicotomía: de
un lado, una indiscutible base real; del otro, un discurso ficticio que, insisto, no
responde tanto a una mentalidad mágico-mítica, primitiva, como a una decidida
voluntad de manipular el pasado.
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El fundamento histórico se manifiesta de manera concreta cuando los
informadores describen el angustioso ambiente que dominó Tenochtitlan al saberse
que los castellanos eran invulnerables a las prácticas mágicas. La conversación del
tlacatecuhtli con los consejeros puede, asimismo, considerarse real.
Si prescindimos de las alusiones a los nigromantes, el substrato histórico se
reduce a una situación de inquietud social, que afectaba de manera indistinta a los
sectores populares y a los organismos del poder.
Por supuesto, el análisis no debe darse por finalizado con esta deducción —digna
del mismísimo Perogrullo—, sino que conviene profundizar algo más. ¿Cómo?
Examinando el texto a partir del objetivo que perseguía el escritor: recalcar la
culpabilidad de Motecuhzoma.
Desde esta perspectiva, la narración se vuelve traslúcida y deja entrever, si bien
de manera algo confusa, lo que pasó en la primavera de 1521.
Al igual que cualquier gobernante hubiera hecho en su caso, el tlacatecuhtli
titubeó a la hora de decidir las medidas a tomar. Descartada la hipótesis del regreso
de Quetzalcoatl, Motecuhzoma se vio en la obligación de optar entre declarar la
guerra a los blancos —guerreros poderosos que, además, se amparaban en su calidad
de embajadores—, o solventar la cuestión por medios sutiles, ocultos y secretos.
Diplomático antes que guerrero, el emperador se inclinó por la segunda opción. La
decisión, empero, irritó a una importante parte de la nobleza militar, siempre
dispuesta, por otra parte, a oponerse al tlatoani.
El rechazo de los notables a la postura imperial salta a la vista al ojear el texto
sahaguntino. Los belicosos descendientes de los aristócratas dictaron al candoroso
fraile una historia tergiversada, donde inventados episodios —mitad alegóricos, mitad
didácticos— daban una y otra vez la razón a los partidarios de la guerra.
La pintoresca conseja de los brujos demostraba que el sistema de Motecuhzoma
estaba condenado al fracaso desde antes de iniciarse, porque la fuerza del mexica
residía en la violencia, nunca en la inteligencia maquiavélica. El cuento, naturalmente
posee otra función, la de introducir los remodelados acontecimientos históricos.
Al llegar a esta parte, el argumento se convierte en una pieza maestra de
propaganda. El rastrero monarca pide consejo a los cortesanos valerosos, a aquellos
en quienes el corazón estaba firme, y expone su deseo de huir a la casa de Cintli. Los
nobles actúan con prudencia, pues responden que dejan el asunto en manos de
Motecuhzoma.
Es decir, hacen recaer la responsabilidad en el tlacatecuhtli, pero —aquí está la
sutil jugada del autor— recuerdan al tlatoani que, conforme a las creencias religiosas
precristianas, su futura vida de ultratumba dependía de la actuación terrenal. Existe
una velada amenaza, aunque el cronista la difumina al presentarla como una parábola.
Dejando a un lado las menciones al mictlan —lugar de residencia de las personas
que fallecían por causas naturales— y al tlalocan —el paraíso donde moraban los
difuntos vinculados al dios de las aguas—, los interlocutores de Motecuhzoma aluden
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a la Casa del Sol y a la Casa de Cintli. El primer topónimo —mítico, por supuesto—
no ofrece ningún problema de identificación; se trata del tonatiuhichan, el paraíso
solar al que sólo accedían los guerreros muertos en el combate o en el ara sacrificial.
Mayor confusión ofrece la referencia al cincalco o Casa de Cintli, ya que se trata de
un lugar cosmológico sin relación con las moradas de los difuntos. Dado que el texto
no presenta ninguna fisura, hay que suponer que el anónimo historiador tenía alguna
poderosa razón para incluir el término. ¿Cuál? Poner de manifiesto la puerilidad de la
decisión imperial, pues en el cicalco —ésta es la grafía correcta a mi entender— se
originó la vida humana.
Sea como fuere, la decisión de Motecuhzoma disgustó a los nobles, los cuales,
obrando como cualquier hombre público que se precie, filtraron la noticia a la
opinión pública, provocando con ello una histeria colectiva.
No ignoro que habrá quien tilde lo expuesto de simple elucubración; pero,
afortunadamente, otras fuentes de inspiración indiana corroboran la tesis suscrita.
Así, el tetzucocano Fernando de Alva Ixtlilxochitl menciona la polémica que surgió
entre los nobles y aliados cuando Tentlilli llegó a Tenochtitlan con las primeras
noticias fidedignas:
Todos los reyes y señores que se hallaron en esta junta estuvieron unos con
otros debatiendo sobre el caso un gran rato, y viendo el rey Motecuhzoma que
no se acababan de resolver, dijo a su hermano Cuitlahuac, que con licencia del
rey Cacama, su sobrino a quien compelía el primer voto, le dijese lo que sentía
como hombre más experimentado en negocios. Cuitlahuac dijo: —mi parecer
es, gran señor, que no metáis en vuestra casa quien os eche de ella, y no os digo
ni aconsejo más—. El rey Cacama le dijo: —el mió es que si vuestra alteza o
admite la embajada de un tan gran señor como dicen que es el de España, es
muy gran bajeza la suya y nuestra y de todo el imperio, pues los príncipes
tienen obligación y es ley de dar auditorio a los embajadores de otros; que
cuando ellos vengan con trato doble, por esto tiene en su corte soldados y
capitanes valerosos que le defenderán, y muchos parientes y amigos que miren
por su honra, y castiguen cualquiera traición y desacato (Fernando de Alva
Ixtlilxochitl).
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dijeron, cuando le llevó Tendile dibujado su misma figura, todos los principales
que estaba con Montezuma dijeron que un principal que se decía Quintalbor se
le parecía a lo propio a Cortés, que así se llamaba aquel gran cacique que
venía con Tendile (Bernal Díaz).
Por las mismas fechas tuvo lugar la traición de los caciques de Otompan, quienes,
descontentos con la política del tlacatecuhtli, revelaron a don Hernán los conflictos
internos del imperio.
Los disidentes —Atonal y Tlamapanatzin—, pertenecían a la más rancia nobleza,
ya que el primero se jactaba de descender por línea directa de Acamapichtli, el primer
tlatoani tenochca, y el segundo, aseguraba ser sobrino del propio Motecuhzoma.
Señores respectivos de los pueblos de Axapochco y Tepeyahualco, comunidades
acolhuas cercanas a Otompan, su palpable odio hacia el emperador procedía, sin
duda, de las concesiones que éste hizo a Ixtlilxochitl, a la sazón asentado en
Otompan.
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Durante su estancia en la corte, los magnates se vieron involucrados en la
represión de una campaña de agitación antimotecuhzoma, que se apoyaba en un
códice atribuido a Acamapichtli, en donde se profetizaba el regreso de Quetzalcoatl y
el fin del poder tenochca. Deseando acallar los rumores, el tlatoani ordenó a los
nobles que quemaran el documento. Por supuesto, éstos incumplieron la orden,
porque la pictografía poseía un valor extraordinario para todo aquel que tramase un
complot para derrocar al emperador.
Cuando los navíos de Juan de Grijalva fondearon en Chalchiuhcuecan, Atonal y
Tlamapanatzin se apresuraron a partir al encuentro de los dioses. Desgraciadamente,
al alcanzar los médanos, se encontraron con la desagradable sorpresa de que los
blancos habían partido.
No se desanimaron los intrigantes notables por el fracaso. Sabedores que los
hombres de pálida faz se encontraban de nuevo en el mismo lugar, se las ingeniaron
para obtener de Motecuhzoma —quien, al parecer, los honraba con su confianza— el
permiso necesario para ingresar en la comitiva de Tentlilli.
Una vez en la costa, la pareja permaneció en el campamento español y, tras la
partida del gobernador, ofreció el famoso códice al general español, siempre y cuando
el de Medellín se movilizara de inmediato para destruir la tiranía de Motecuhzoma.
Aceptó el extremeño la propuesta y los traidores regresaron a México para traer lo
prometido. El veintidós de mayo, amparados por la oscuridad de la noche, Atonal y
Tlamapanatzin penetraron en el real, con muchos indios de los suyos cargados de
presentes y bastimentos, y las pinturas en unos lienzos que acostumbran, que se
llaman nequene y otros libros del papel de maguey, que se usa entre ellos.
Sin dilación alguna, los señores mexicas extendieron los códices y, provistos de
unos finos punteros, explicaron con gran detalle la profecía de la Serpiente
emplumada y otros datos vitales para la empresa, tantos —escribe Cortés— que en
cinco días que los dichos Tlamapanatzin y Atonaletzin y su secretario allí estuvieron,
no acabaron de hacer capaz lo que en ellos se contiene.
No paró aquí la deslealtad de los magnates, pues, conociendo la codicia de los
teules, añadieron un dato adicional: Motecuhzoma poseía mucho oro dado por la
fuerza y el tesoro de su padre Axayacatl, y de él un aposento lleno, en bruto sin su
sello, y cantidad de tinas y ollas llenas de piedras chalchihuitl, joyas y otras
riquezas.
A tal punto llegó la perfidia de los aztecas que apostataron de las creencias
ancestrales, permitiendo que fray Bartolomé de Olmedo los bautizase.
Por supuesto, el extremeño, alborozado por las noticias, recompensó a los señores
de Otompan con una promesa de tierras, valedera para cuando Motecuhzoma fuese
expulsado del trono.
La traidora pareja jugaría un papel capital en el drama que acababa de iniciarse.
Aprovechando arteramente la confianza que el tlatoani depositaba en ellos, los nobles
practicaron un doble papel que, entre otros logros, permitió a Cortés mantenerse al
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tanto de los planes de su rival, o firmar una alianza con la poderosa confederación
chalca. Posiblemente el brutal encuentro de 1519-1521 hubiera transcurrido por otros
cauces sin las actividades subterráneas de Atonal y Tlamapanatzin.
Mientras los abyectos cortesanos desvelaban a los españoles los secretos de
Estado, el indio pitalpitoque, que quedaba para traer comida, aflojó de tal manera
que no traía ninguna cosa (Bernal Díaz).
Diez o doce días después, cuando el hambre arreciaba y los soldados vivían
gracias a los moluscos de las costas, reaparecieron Tentlilli y Cuitlalpitoc para
comunicar al de Medellín que el huey tlatoani no sólo se negaba a concederle la
entrevista, sino que exigía, además, que dejara de importunarle con mensajeros y
demandas.
Para demostrar al tozudo extremeño que hablaba en serio, el emperador ordenó
que cesase cualquier trato y comercio con los advenedizos huéspedes. Tras la retirada
definitiva de los embajadores, la muchedumbre que atendía las necesidades de los
teules huyó a la desbandada, quedando los blancos en precaria situación. Al respecto,
rememora Bernal Díaz:
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avanzar— aduciendo el oráculo de los dioses:
Como Montezuma era muy devoto de sus ídolos, que se decían Tezcatepuca
e Huichilobos; el uno decían que era dios de la guerra y el Tezcatepuca el dios
del infierno, y les sacrificaban cada día muchachos para que le diesen respuesta
de lo que había de hacer de nosotros, porque el Montezuma tenía pensamiento
que si no nos tornábamos a ir en los navíos, de nos haber a todos a las manos
para que hiciésemos generación, y también para tener que sacrificar, según
después supimos; que la respuesta que le dieron sus ídolos que no curase más
de oír a Cortés, ni las palabras que le envía a decir (Bernal Díaz).
La audaz e imprevisible conducta del futuro marqués del Valle causó más
inquietud en el ánimo de Motecuhzoma que los malintencionados rumores sobre el
retorno de Quetzalcoatl.
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Al prender a los calpixque, Malinche —sobrenombre que los mexicanos daban a
don Hernán— colocaba a los jefes totonacas y al emperador en una delicada posición.
Tras aquel acto de rebeldía, Motecuhzoma debía obligatoriamente movilizar los
escuadrones imperiales para castigar a los sublevados, evitando así que los restantes
tributarios se dejaran tentar por las veleidades independentistas. No obstante, la
campaña contra el Totonacapan desagradaba al tlatoani, pues implicaba la guerra
contra los extraños amigos de los costeños, y, consecuentemente, el fracaso del
meticuloso plan.
Cuando el poderoso ejército tenochca se preparaba para partir, dos de los
funcionarios apresados se presentaron en México. Cortés había dado una nueva
muestra de su ingenio al liberar a los calpixque. La redención de los presos era, en
verdad, una jugada maestra. Por un lado, don Hernán forzaba a la liga totonaca a
abrazar sin ambages el estandarte de la rebelión; por el otro, se ganaba las simpatías
de Motecuhzoma al salvar a los funcionarios de una muerte segura.
Pueril argucia que el tlatoani dio por buena. Desde luego, no porque creyera que
el extremeño estaba al margen de la detención, sino porque el acto le permitía
retomar la estrategia original.
Así pues, amasó su ira y despachó una nueva comisión, compuesta por dos
jóvenes sobrinos suyos y cuatro ancianos, que actuaban como consejeros. El mensaje
que los infantes transmitieron a Cortés difería poco de los que el extremeño escuchó
en ocasiones anteriores: Motecuhzoma agradecía el rescate de los prisioneros y
perdonaba el castigo de aquel desacato y atrevimiento, porque —escribe Francisco
López de Gómara— le quería bien, y por los servicios y buena acogida que le habían
hecho en su casa y pueblo. Ahora bien, el tlacatecuhtli añadía un amenazador
corolario: el poder de los descendientes de Quetzalcoatl no libraría a los totonaca de
la cólera imperial, ya que pronto harían otro exceso y delito, por donde lo pagaren
todo junto, como el perro los palos.
Respecto a la entrevista, los mensajeros dijeron que el emperador, enfermo y
ocupado en otras guerras y negocios importantísimos, no tenía tiempo para concertar
una cita, mas andando el tiempo —continúa Gómara— no faltaría manera.
Según se desprende de lo expuesto, la postura de Motecuhzoma, lejos de
modificarse, se fortaleció tras el incidente de Quiahuiztlan. Tan seguro estaba el
tlatoani de sí mismo que se permitió provocar a tirios y troyanos. Citaré al respecto
un significativo detalle. Entre otros objetos, la legación regaló al de Medellín un
yelmo repleto de pepitas de oro, que el gobernante mexica, siempre solícito, enviaba
para curar la enfermedad de don Hernán. La dolencia del capitán, por lo visto,
causaba una gran inquietud a Motecuhzoma, dado que rogó al español le diese noticia
de ella por medio de los embajadores. La ironía salta a la vista; pero queda trunca si
olvidásemos mencionar que los parientes del tlacatecuhtli eran los hijos de su
hermano Cuitlahuac, el opositor más destacado de la política imperial.
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El 16 de agosto de 1519, la hueste inició la andadura hacia la gran México-
Tenochtitlan. Naturalmente, Motecuhzoma favoreció cuanto pudo la fatigosa marcha,
ordenando a las guarniciones de la ruta que proporcionasen alimentos en abundancia
a los teules. A tal efecto, el emperador ordenó a un funcionario de alto rango que
viajara a Cempoallan para supervisar el cumplimiento del ucase.
El comisionado partió sin dilación y encontró a los españoles en Chichiquila. De
inmediato, se presentó ante don Hernán y tras entregarle un ramo de rosas —pues
jamás cuando van a saludar o a visitar a alguna persona saben llevar las manos
vaciás—, le dijo:
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Díaz—, acordamos de tomar el consejo de los de Cempoal, que Dios lo encaminaba
todo.
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TRAICIÓN EN LA CIUDAD DEL DIOS
QUETZALCOATL
Miércoles, treinta y uno de agosto del año de Nuestro Señor de mil e quinientos e
diez y nueve años. Apenas las tropas se adentraron en el territorio tlaxcalteca, una
horda de emplumados guerreros se abatió sobre ellas. Los vistosos escuadrones
indígenas combatieron con hombría insuperable; pero, incapaces de resistir la
violenta defensa, se vieron forzados a retirarse.
Tres veces más atacaron los valerosos soldados de la república a los españoles y
tres veces mordieron el polvo de la derrota. Finalmente, tras el fracaso de una
intentona nocturna, Xicotencatl, el joven general de los ejércitos tlaxcaltecas, tuvo
que aceptar la decisión del senado, que mayoritariamente se inclinó por firmar la paz.
Llegó ésta en el momento oportuno, pues la situación del vencedor era igual de
precaria que la del vencido. Don Hernán, refugiado en un cerro, se había convertido
en un nuevo Pirro. Ganaba batallas, sí; mas le costaban caras. Había perdido varios
hombres y, lo peor de todo, la hueste exigía la retirada.
Los aliados indígenas, acostumbrados a la obediencia ciega y pasiva, aceptaban el
destino futuro con estoica resignación. Seguirían a Cortés, aunque hubieran
descubierto que era un hombre, no un dios. El aura divina que astutamente creó don
Hernán se evaporó tras las duras lides. Las palabras del cempoalteca Teuch no podían
ser más reveladoras:
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Estando, muy católico señor, en aquel real que tenía en el campo cuando en
la guerra de esta provincia estaba, vinieron a mí seis señores muy principales
vasallos de Mutezuma, con hasta doscientos hombres para su servicio, y me
dijeron que venían de parte del dicho Mutezuma a decirme cómo él quería ser
vasallo de vuestra alteza y mi amigo y que viese yo qué era lo que quería que él
diese por vuestra alteza en cada año de tributo (Hernán Cortés).
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Y cumplido el plazo que había dicho —escribe Bernal Díaz—, vinieron de
México seis principales, hombres de mucha estima, y trajeron un rico presente
que envió el gran Montezuma… Y dijeron a Cortés, cuando lo presentaron, que
su señor Montezuma se huelga de nuestra buena andanza, y que le ruega muy
ahincadamente que en bueno ni malo no fuese con los de Tlaxcala a su pueblo,
ni se confiase en ellos, que le querían llevar allá para robarle oro y ropa,
porque son muy pobres.
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a México; Cacamatzin, como siempre, sostuvo la idea opuesta, que se recibiera a los
hombres del Este.
El gobernante mexica rechazó ambas soluciones y optó por una vía intermedia. Si
el éxito hubiera coronado la actuación del icpalli, nadie habría cuestionado la bondad
de las medidas. Por desgracia, éstas se revelaron estériles y, como siempre ocurre, los
inflexibles jurados de Clío condenaron al tlacatecuhili. Según los eruditos, el tlatoani
incurrió en una de sus múltiples necedades al desoír el prudente parecer de
Cuitlahuac:
Severa sentencia que, a mi entender, no está dictada por la razón, sino por la
pasión. Para no incurrir en el mismo error, veamos con algún detalle la opinión del
señor de Iztapalapan. El historiador ilustrado Francisco Xavier Clavijero la transcribe
así en su monumental Historia antigua de México:
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actuación de Motecuhzoma que —ironías de Clío— transformaron al inteligente
monarca en un cretino integral. En fin, para no prolongar estas observaciones
innecesariamente, invito al lector a leer de nuevo los pasajes transcritos en función de
lo aquí expuesto.
El tlacatecuhtli, casi con toda seguridad, intuía que sus esfuerzos resultarían
baldíos. Sin embargo, sabía que el fracaso sería relativo, porque lo vital era ocultar al
astuto extremeño el plan decisivo.
En resumidas cuentas, al tratar de indisponer a los blancos con la Señoría,
Motecuhzoma levantaba una sólida cortina de humo; tan sólida que, por lo visto, aún
hoy resulta difícil de disipar.
Entrado ya el mes de octubre, don Hernán determinó proseguir el agitado viaje.
La decisión levantó una polémica entre los anfitriones indígenas y los legados del
tlatoani: los primeros proponían la ruta de Huexotzinco; los segundos preferían la de
Cholollan:
Esto hacía el gran Montezuma por sacarnos de Tlaxcala, porque supo que
habíamos hecho las amistades que dicho tengo en el capítulo que de ello habla,
y para ser perfectas habían dado sus hijas a Malinche, porque bien tuvieron
entendido que no les podía venir bien ninguno de nuestras confederaciones. A
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esta causa nos cebaba con oro y presentes para que fuésemos a sus tierras, o al
menos porque saliésemos de Tlaxcala.
Y entrando por la ciudad, salió la demás gente que en ella había, por sus
escuadrones, saludando a los españoles que se topaban, los cuales íbamos en
nuestra orden. Luego, tras esta gente, salió toda la gente de ministros que sirven
a los ídolos, vestidos con ciertas vestimentas… Muchos de ellos llevaban
trompetas y flautas tañendo, y ciertos ídolos cubiertos y muchos incensarios. Así
llegaron al marqués y después a los demás, echando de aquella resina en los
incensarios (Andrés de Tapia).
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los blancos. De tanto en tanto, algún curioso se presentaba y riéndose, como cosa de
burla, observaba de lejos las actividades de los extranjeros, más nunca trasponía el
dintel.
Los maleducados anfitriones tampoco se ocuparon de satisfacer las necesidades
de los huéspedes. En contadas ocasiones, unos ancianos acudieron con un poco de
agua y leña, balbuciendo que no traían alimentos por estar los trojes vacíos.
Al segundo día, una nueva embajada de Motecuhzoma se presentó ante el
extremeño. Al parecer, el tlatoani había cambiado nuevamente de idea:
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les dé victoria contra vosotros, y también habemos visto que sacan todo el fardaje y
mujeres y niños».
Para confirmar aún más las sospechas, doña Marina comentó a su compañero
Aguilar que una anciana principal la rogó en secreto que se quedase allí, porque ella
la quería mucho y le pesaría si la matasen (Andrés de Tapia).
Brilló la cólera en los acerados ojos de don Hernán, quien ordenó que se detuviera
a dos sacerdotes y a la anciana amiga de la bella intérprete. Con costosos regalos y
buenas palabras, la muchacha logró poner al descubierto la conspiración:
Cuando se hubo llegado, se dieron gritos, se hizo pregón: los guías y los
hombres del pueblo. Hubo reunión en el atrio del dios.
Pues cuando todos se hubieron reunido, luego se cerraron las entradas. Por
todos los sitios donde había entrada.
En el momento hay acuchillamiento, hay muerte, hay golpes. ¡Nada en su
corazón tenían los Cholula!
No con espadas, no con escudos hicieron frente a los españoles.
No más con perfidia fueron muertos, no más como ciegos murieron, no más
sin saberlo murieron (Informantes indígenas de Sahagún).
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Por supuesto, don Hernán —hábil general y mejor político— no desperdició
ocasión tan espléndida. Convocó a los enviados mexicas y les echó en cara la
participación de Motecuhzoma en la conspiración, quien, según el propio Cortés,
había enviado a decirme que era mi amigo y por otra parte buscaba maneras de
ofenderme con mano ajena.
Y pues —añade el extremeño— así era, que él no me guardaba su palabra ni me
decía verdad, que yo quería mudar en mi propósito; que así como iba hasta entonces
a su tierra con voluntad de verle, hablar, tener por amigo y tener con él mucha
conversación y paz, que ahora quería entrar por su tierra de guerra, haciéndole todo
el daño que pudiese como a enemigo, y que me pesaba mucho de ello, porque más le
quisiera tener por amigo.
El ultimátum del extremeño reabrió la polémica que corroía el tecpan imperial.
Transcurridos seis días, el mensajero que los mexicas enviaron a Tenochtitlan
regresó, trayendo consigo al atempanecatl y otros cuatro magnates. El huey tlatoani,
naturalmente, condenaba un atentando hecho sin su conocimiento y se reafirmaba en
el deseo de mantener buenas relaciones con el poderoso señor de Malinche; pero por
desgracia, lamentaba tener que denegar de nuevo el permiso, pues la metrópoli
carecía de alimentos. Sin embargo, Motecuhzoma aconsejaba a Cortés que se
asentase donde quisiese y allí se le daría cuanto necesitase.
Harto el general español del pesado juego, replicó con decisión que, gustase o no
al tlacatecuhtli, los castellanos partirían para Tenochtilan, añadiendo
amenazadoramente que no se pusiera en otra cosa, porque sería mucho daño suyo
(Hernán Cortés).
Vista la irrevocable decisión, los incansables cortesanos volvieron a consultar a su
amo. Puesto entre la espada y la pared, el tlatoani invitó por fin a los teules, aunque
insistió aún en la pobreza de la ciudad.
El primero de octubre, la hueste dejó Cholollan y caminó hasta la aldehuela de
Calpan, donde pernoctó. Allí les esperaban las autoridades civiles y religiosas de
Huexotzinco, señores del lugar, quienes advirtieron al extremeño que los mexicanos
urdían una nueva traición, porque
Subido aquel puerto, que había dos caminos muy anchos, y el uno iba a un
pueblo que se dice Chalco, y el otro a Talmanalco, que era otro pueblo, y
entrambos sujetos a México; y que el un camino estaba muy barrido y limpio
para que vayamos por él, y que el otro camino le tenían ciego y cortados
muchos árboles muy gruesos y grandes pinos, porque no pudieran ir caballos ni
pudiésemos seguir adelante, y que abajo un poco de la sierra, por el camino que
tenían limpio, creyendo que habíamos de ir por él, tenían cortado un pedazo de
la sierra, y había allí mamparos y albarradas, y que han estado en el paso
ciertos escuadrones de mexicanos (Bernal Díaz).
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Al amanecer el nuevo día, los hombres del pendón carmesí comenzaron a escalar
la impresionante cordillera que separa los Valles de Puebla y México. Alcanzado el
lugar donde los caminos se separaban, los advenedizos teules se prepararon para el
combate, mas ningún guerrero azteca trató de impedirles paso.
Los soldados españoles arrancaron las vallas y continuaron el ascenso, burlándose
de la débil barrera. Si hubieran conocido el significado del acto, con toda seguridad
habrían dejado de reír: cuando los habitantes del México central deseaban cortar las
relaciones diplomáticas, vallaban los caminos con estacas y cactus, dando así a
entender que los enemigos no siguieran la marcha, so pena de perder la vida.
Al llegar a la cumbre, los forasteros se prepararon para pasar la noche en unos
amplios edificios, que servían para dar cobijo a mercaderes y viajeros. En la posada,
tuvo lugar un curioso incidente: un emisario azteca se presentó ante Cortés y afirmó
ser Motecuhzoma:
Mientras los castellanos descubrían el pueril engaño del tlatoani otro suceso, no
menos fantástico, tenía lugar en la falda de la cordillera. Motecuhzoma, sin saber ya
qué hacer, decidió enviar una nueva tanda de hechiceros para detener el imparable
avance de las tropas cortesianas. Partieron los magos dispuestos a vencer allí donde
sus colegas habían fracasado; pero, como señala gráficamente Bernardino de
Sahagún, ni aun llegaron a ellos, porque antes que llegasen a ellos toparon con un
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borracho en el camino y no pasaron adelante. El individuo, que vestía conforme a la
usanza de Chalco, bajaba la montaña con gesto airado cuando tropezó con los brujos.
Nada más verlos, les chilló:
¿Para qué porfiáis vosotros otra vez de venir acá? ¿Qué es lo que queréis?
¿Qué piensa Moctecuhzoma de hacer?, ¿Ahora acuerda a despertar? ¿Ahora
comienza temer?, ya ha errado, ya no tiene remedio porque ha hecho muchas
muertes injustas, ha destruido a muchos, ha hecho muchos agravios y engaños y
burlas.
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… Y LLEGARON LOS DIOSES
El tres de noviembre del año de Nuestro Señor de Mil e quinientos e diez y nueve
años, la hueste castellana penetró en el valle de México, marchando a descansar a la
populosa localidad de Amecamecan, población de la tlatocayotl o Estado de Chalco.
Cacamatzin, señor del lugar, recibió con agrado a los hombres del pendón carmesí
y, según la costumbre nativa, entregó a su capitán un magnífico presente, que incluía
cuarenta preciosas muchachas.
La tropa recibió con alborozo no fingido el delicado regalo, pues, a tenor de la
descripción del padre Diego Durán, aquellas jovencitas eran lo más florido de la
juventud femenina amecamense:
Venían todas muy galanas y bien vestidas y aderezadas, tenían atados a las
espaldas muy ricos plumajes y en las cabezas, todas traían el cabello tendido y
en los carrillos puesto su color, que las hermoseaba mucho.
… les robaban cuanto tenían, y las mujeres e hijas, si eran hermosas, las
forzaban delante de ellos y de sus maridos y se las tomaban, y que les hacían
trabajar como si fueran esclavos, que les hacían llevar en canoas y por tierra
madera de pinos, y piedra, y leña, y maíz, y otros muchos servicios de sembrar
maizales, y les tomaban sus tierras para servicio de sus ídolos y otras muchas
quejas, que, como ha muchos años que pasó, no me acuerdo (Bernal Díaz).
El territorio chalca, sito en la zona más feraz de la cuenca de México, cayó bajo la
égida de Tenochtitlan tras una larga y sangrienta guerra, pero la nueva provincia
nunca se mostró del todo sumisa. El propio Motecuhzoma, como se recordará, había
contribuido a soliviantar el ánimo del pueblo chalca con sus intromisiones en la
compleja política interna de la zona. De ahí que los tlatoque autóctonos prometieran
lealtad a aquellos que venían a deshacer agravios y robos.
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No sólo los chalcas buscaban el apoyo de los teules, también el rebelde
Ixtlilxochitl intentaba la alianza. Aprovechando la confusión generada por la
irrupción de don Hernán en el corazón del imperio, pactó una tregua con Cacama,
mientras enviaba a otro de sus hermanos, Coanacochtzin, a recibir a los españoles.
El huey tlatoani veía los primeros resultados de un gobierno consagrado a
implantar la opresión y la tiranía.
A medida que la fuerza de los barbados advenedizos aumentaba, descendía la de
Motecuhzoma, pues, parafraseando el moralista estilo de los autores decimonónicos,
había sembrado vientos y cosechaba tempestades. Consciente de ello, el tlacatecuhtli
convocó una nueva reunión en la cumbre, la cual, evidentemente, no solucionó nada.
Lejos de aclarar la cuestión, el consejo, al que asistieron los aliados de Tetzcoco y
Tlacopan, así como la alta nobleza mexicana, empantanó aún más las cosas al emitir
los pareceres opuestos que ya conocemos.
Quedó la decisión final en manos de Motecuhzoma y éste, conociendo el talante
de los consejeros, menos dados al asesoramiento que a la conspiración, decidió seguir
la estrategia original: dejar que los blancos alcanzaran Tenochtitlan…, si podían.
Fiel al plan trazado, el antiguo teopixqui comisionó a Cacamatzin de Tetzcoco
para atender los deseos y necesidades que los españoles sintieran en el corto recorrido
que quedaba. Partió de inmediato el sobrino de Motecuhzoma a cumplir la orden y se
reunió, el siete de noviembre, con los teules en Ayotzinco, un pequeño puerto. La
entrada del joven señor de Tetzcoco en la hermosa ciudad despertó la admiración de
los soldados cortesianos, quienes, al decir de Bernal Díaz, comentaron largo y
tendido tanto aparato y majestad como traían aquellos caciques, especialmente el
sobrino de Montezuma.
Después de ofrecer sus servicios a don Hernán, el gobernante tetzcocano le
transmitió el mensaje del tlacatecuhtli, cuyo contenido reproduce el extremeño con
las siguientes palabras:
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castellanos, siempre atentos y recelosos, habían descubierto inequívocas señales de
que volvía a conspirar contra ellos.
Así, el día anterior, la tropa tuvo que cruzar una 11anura tan cubierta de
excrementos que, recuerda Francisco de Aguilar, no había hombre que pudiese poner
el pie en el suelo si no era coinquinándose en suciedad humana. Fuesen aquellos
malolientes residuos indicios de un gran ejército apostado en las cercanías para atacar
a los castellanos, como coligieron los teules, o —lo más probable— una fábrica de
abono orgánico, lo cierto es que una vez en Ayotzinco, los españoles no pegaron ojo
en toda la noche:
En este aposento que he dicho, según las apariencias que para ello vimos y
el aparejo que en él había, los indios tuvieron pensamiento que nos pudieran
ofender aquella noche y como yo lo sentí, puse tal recaudo, que conociéndolo
ellos, mudaron su pensamiento y muy secretamente hicieron ir aquella noche
mucha gente que en los montes que estaban junto al aposento tenían junta, que
por muchas de nuestras velas y escucha fue vista y luego siendo de día, me partí
(Hernán Cortés).
se alzasen los puentes y diesen guerra, lo cual si hicieran, sin dar guerra,
todos los españoles murieran aislados, porque no tuvieran por dónde salir, por
ser la laguna honda, y si alguno saliera, fuese luego muerto y clavado con las
flechas de los indios, que con muchas canoas tenían cuajada el agua (Francisco
de Aguilar).
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Curiosamente, el responsable de la orden no hace alusión alguna a la rápida
marcha en las famosas Cartas. Por el contrario, afirma que se les dio muy bien de
comer.
Para aclarar la notoria discrepancia entre los textos, no basta con afirmar que el
cortesiano, redactado a caballo de los acontecimientos, posee mayor veracidad,
mientras que los restantes testimonios, posteriores a los sucesos, incurren en graves
anacronisos. La contradicción, más importante de lo que aparenta, sólo se puede
resolver relacionándola con el agitado contexto.
En primer lugar, conviene recordar que Motecuhzoma comisionó a Cacamatzin
para preparar el recibimiento de los teules, lo cual implica que el tetzcocano debería
ocuparse de los aspectos hoteleros del asunto. Dicho con otras palabras, el acolhua
fue quien organizó la comida en Cuitlahuac.
Ahora bien, antes del tetzcocano, otros mexicas habían acudido al encuentro de la
hueste y no se despegaron de ella. Fueron estas personas, de mucha nota, las que
recomendaron a don Hernán que siguiese camino de Iztapalapan.
¿Qué se desprende de los datos? Sin duda alguna, que los aztecas actuaban de
manera contradictoria. La dicotómica conducta despertó los recelos del ya
predispuesto Malinche, quien optó por no descansar en la lacustre ratonera, aunque
—absurdo sería afirmar lo contrario— permitió a la hueste reposar y comer una vez
alcanzada la orilla oriental. Seguramente, don Hernán ordenó a los habitantes de
Cuitlahuac que transportasen la comida al campo raso, eliminando así posibles
encerronas.
No hay, pues, contradicción alguna en los informes castellanos; empero, la
cuestión, lejos de aclarase, se complica con lo señalado. ¿Por qué unos mexicanos
pretendían que los teules durmiesen en Cuitlahuac y otros que siguiesen hasta
Iztapalapan, donde también hubo grandes indicios y señales de que nos querían
matar?
Para responder al interrogante hemos de tener en cuenta que en Tenochtitlan
existían dos facciones irreconciliables: la una, encabezada por el propio tlacatecuhtli,
buscaba eliminar al adversario por medios sutiles; la otra, procedente de los sectores
militares, propugnaba un enfrentamiento directo. Las palabras de Cuitlahuac, el
portavoz de los halcones, no dejan lugar para la duda: Quieran los dioses —dijo— no
metáis en vuestra casa quien os eche de ella y os quite el reino; y cuando queráis
remediarlo, no halléis tiempo, ni remedio para ello (Diego Durán).
En mi opinión, las enfrentadas posiciones denotan algo más que el simple y
lógico contraste de pareceres; indican la existencia de dos partidos rivales, que
reflejaban las contradicciones internas del imperio. La maquiavélica estrategia de
Motecuhzoma reproducía con fidelidad los nuevos modos de gobierno que impuso el
tlatoani; la burda y simplista opinión de Cuitlahuac se fundaba en la conducta
tradicional. De hecho, la disputa era una clara manifestación de la oposición que la
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política de Motecuhzoma levantó en los sectores nobiliarios y militares de
Tenochtitlan.
En circunstancias menos adversas, el repudio a las autocráticas medidas del huey
tlatoani quizás se hubiera manifestado de forma más acallada, pero en aquel instante
crítico afloró con fuerza. Cuitlahuac, presunto heredero de Motecuhzoma y máxima
autoridad militar, vio en la llegada de los españoles una oportunidad dorada para
enfrentarse a su todopoderoso hermano, máxime cuando contaba con el apoyo de
guerreros y aristócratas. Deseoso de devaluar el prestigio de Motecuhzoma,
aumentando de paso el suyo propio, el joven señor de Iztapalapan diseñó una tánica
que, única y exclusivamente, perseguía el fracaso de los planes fraternos.
Fue Cuitlahuac quien movilizó las guarniciones del territorio chalca, si bien jamás
pensó en entablar batalla, porque, entre otras razones, los mexicas nunca peleaban en
horas nocturnas. Al forzar a los castellanos a pasar la noche en blanco, el hermano del
emperador pretendía otro objetivo: poner en guardia a los teules. Desde luego, a tenor
de lo acaecido en la ciudad homónima, Cuitlahuac lo consiguió. Los perspicaces
blancos, alertados por la discusión entre anfitriones y guías, no cayeron en la trampa
—un tanto burda, hay que reconocerlo— y las cuidadosas disposiciones de
Motecuhzoma se derrumbaron cual si de un castillo de naipes se tratara. Insatisfecho
con su rebelde conducta, el tlacateccatl realizó un intento de última hora para impedir
la entrada de los españoles en Tenochtitlan cuando éstos pernoctaron en Iztapalapan,
su feudo. ¿Se trató de una mera amenaza o de un sonado fiasco? Por desgracia, Clío
tiene sus secretos.
Personalmente opino que la confusa y descoordinada reacción mexica sólo se
puede explicar a partir de la honda división imperante en Tenochtitlan.
Mi particular visión de los acontecimientos resulta, qué duda cabe, poco
convencional. Sin embargo, me parece algo más lógica y racional que las
interpretaciones tradicionales, basadas en unos textos cuya mixtificación salta a la
vista.
Aun cuando creo que el lector habrá captado la esencia de la misma, quizá no esté
de más sintetizarla, puesto que mi experiencia personal —acaso poco representativa
— me induce a creer que la pluralidad de los hechos obstaculiza su comprensión
integral.
Para descubrir el bosque, nada mejor que despejar una interrogante que —mucho
me temo— no he sido capaz de aclarar en las páginas precedentes. ¿Por qué
Motecuhzoma admitió a los españoles en Tenochtitlan? Me resulta imposible
responder a tan acerba cuestión, que tanta tinta ha hecho correr, porque,
sencillamente, está planteada de manera incorrecta. En el transcurso del relato se ha
demostrado —o, al menos, eso espero— que el tlacatecuhtli dificultó la marcha de
los teules cuanto pudo, alejándola mucho del típico paseo militar.
Ahora bien, si se modifican convenientemente los términos de la oración, la
cuestión adquiere otra dimensión. ¿Por qué Motecuhzoma rehusó el enfrentamiento
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directo con los hombres del pendón carmesí? Ante todo, prescindamos del precioso
entramado mítico, tejido a posteriori con alevosos fines y apócrifo de los de los pies
a la cabeza. Olvidémonos de Quetzalcoatl —mejor dicho, de Tezcatlipoca—, de
Tlillan Tlapallan… Y pensemos, siquiera una vez, en términos prosaicos y utilitarios.
La decisión del inteligente Motecuhzoma de no presentar batalla surgió de un
coherente razonamiento, donde —lo siento por los mitohistoriadores— se prescindió
de cualquier fantasía supersticiosa. A diferencia de su estulto y agresivo hermano, el
tlatoani sabía muy bien que los contingentes imperiales poco o nada podían hacer
frente a los castellanos en campo abierto. Si los aguerridos tlaxcaltecas, que
vapulearon en más de una ocasión a la flor del ejército mexica, se hundieron frente a
los barbudos extranjeros, no existía ninguna razón para suponer que los aztecas
triunfarían allí donde fracasaron sus seculares rivales. De hecho, los tenochcas
disponían de menos posibilidades para obtener una victoria, pues la potencia militar
de los blancos, temible per se, experimentó un peligrosísimo crecimiento tras la firma
del acuerdo hispano-tlaxcalteca.
El tlacatecuhtli, pues, era consciente de las limitaciones de sus guerreros y, por
ello, rechazó el choque directo desde el primer momento. Avezado guerrero en sus
mocedades, el emperador no temía tanto la derrota en sí, como las consecuencias de
la misma. La delicada situación del imperio no se prestaba en absoluto a aventuras
militares.
Los adversarios exteriores cerraron filas en torno a Malinche a la primera noticia
que tuvieron de él. Tlaxcaltecas, huexotzincas y chololtecas marchaban ya junto a los
hombres de lívida faz, y otros Estados se apresuraban a enviar tropas para engrosar el
ejército castellano. Por fortuna, el peligroso Ixtlilxchitl, encastillado en su feudo de
Otompan, permanecía inactivo a la espera de acontecimientos, pero en cualquier
momento podía levantar de nuevo la bandera de la rebelión.
Tampoco la situación interna se presentaba halagüeña. Salvo las provincias
costeras, en abierta rebeldía, el resto del imperio se mantenía leal, si bien los
diferentes tributarios, hartos de la opresión mexica, aguardaban con ansia el mínimo
pretexto para seguir el ejemplo de los totonacas.
Enfocada la cuestión desde esta perspectiva, sólo un orate se hubiera arriesgado a
lidiar con los hijos de Quetzalcoatl. El fracaso implicaba el fin del imperio.
Hasta Malinche aprobaría sin reparos el plan de Motecuhzoma. Una vez en
Tenochtitlan, la situación se invertía y eran los españoles quienes corrían el peligro de
caer vencidos. Las innegables ventajas de la astuta aunque peligrosa táctica están a la
vista: la demoledora potencia de las armas castellanas quedaba parcialmente anulada
en los combates callejeros y, correlativamente, aumentaba la de los mexicas, cuya
inferioridad técnica se veía compensada tanto por el conocimiento de la intrincada
trama urbana, como por el hecho, no menos importante, de pelear en su tierra natal.
Esto suponiendo que se llegara a tomar las armas, porque había otros muchos
métodos para deshacerse sin combate de unos huéspedes molestos.
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Además de la pura lógica castrense, otras poderosas razones influyeron en la
decisión de recibir a los teules en la Venecia americana. De un lado, el prudente
Motecuhzoma temía la reacción del todopoderoso emperador de los advenedizos
forasteros al saber que sus embajadores, pues como tal se presentaban los blancos,
habían sido asesinados. El tlatoani no ignoraba que el exterminio de la hueste
conllevaba, según el derecho mexicano, una declaración de guerra, guerra para la cual
México-Tenochtitlan no estaba preparada física y psicológicamente.
Don Hernán había descrito la figurá de Carlos I en tales términos que el mexica
había llegado a la conclusión —bastante desagradable, por cierto— de que el
misterioso señor, tan ponderado y temido, le igualaba en poder y grandeza. Algún
autor moderno ha apuntado que Motecuhzoma veía al Emperador como una especie
de dios, pues en los astutos parlamentos de Cortés se confundían —conscientemente,
por supuesto— los poderes humanos y divinos hasta tal punto que, en verdad, no se
logra determinar cuál de estos dos señores era mortal y cuál el eterno. Creyera o no
Motecuhzoma en la supuesta divinidad del habsburgo, lo cierto es que el enigmático
rival le preocupaba. Si un simple embajador tenía una asombrosa capacidad bélica,
los ejércitos de Cal-los —pues así pronunciaba el tlatoani el cesáreo patronímico—
destrozarían a sus vistosos batallones en un abrir y cerrar de ojos.
Los teules no podían, por tanto, salir con vida del territorio mexicano, porque si
su señor se informaba de las riquezas que atesoraba el Anahuac, se lanzaría de
inmediato contra Tenochtitlan.
He aquí otra poderosa razón para solventar el conflicto en la capital imperial, una
hermosa trampa en donde se podía entrar, pero jamás salir.
El segundo y último considerando remitida a los problemas domésticos.
Aprovechando la confusión que provocaría matanza de los castellanos, el
tlacatecuhtli podía eliminar a los molestos críticos, cuya rebeldía llevaba camino de
convertirse en un conflicto civil de graves consecuencias.
En resumidas cuentas, dejar que los españoles penetraran en México-Tenochtitlan
sólo reportaba ventajas. Por un lado, la victoria estaba casi asegurada a un bajo coste;
por el otro, había la certeza absoluta de que ningún teul salvaría la vida, evitándose
con ello una intervención a corto plazo del Rey de España. Por descontado,
Motecuhzoma, una persona nada ingenua, tenía el convencimiento pleno de que,
tarde o temprano, nuevas casas flotantes aparecerían frente a las costas de
Cempoallan; mas cuando el evento sucediese, los blancos encontrarían un adversario
preparado y, sobre todo, libre de ambiciosos y quintacolumnistas.
Antes de continuar la narración, permítaseme usurpar el papel de advocatus
diaboli para responder a una objeción, que, sin duda, surgirá de inmediato tras la
lectura de estas líneas. Resulta absurdo intentar ver lógica una estrategia que, a la
vista está, había fracasado en repetidas ocasiones. La celada de Cholollan se saldó
con una estrepitosa matanza; la de Cuitlahuac ni siquiera puede calificarse de fiasco.
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Vistos los tristes resultados, lo coherente hubiera sido aceptar el consejo de los
belicistas y presentar una batalla campal.
Naturalmente, no puedo negar lo evidente, pero un análisis superficial de los
hechos pone de manifiesto que el hábil planteamiento mantenía su vigencia. El
fracaso de los proyectos se debió sólo a factores imprevisibles. En la metrópoli de
Quetzalcoatl, la lengua de una vieja imprudente desveló el secreto; en la pequeña
Cuitlahuac, un puñado de sediciosos nobles mexicas frustró de manera voluntaria la
maniobra. Los mismos que, décadas después, procurarían descargarse de su pesada
culpa, convirtiendo una acertada decisión en el pusilánime acto de un cobarde, que —
¡dónde se vió jamás mayor amilanamiento!— llegó al extremo de llorar ante la plebe:
Cuando supo que el Marqués estaba tan cerca de México, envió luego sus
mensajeros al rey de Tezcuco y al rey de Tlacopan a rogarles que luego viniesen
a México, para que todos tres recibiesen a los dioses que venían y estaban ya
tan cerca de México… Los cuales venidos y aposentados en las casas reales de
Motecuhzoma, saludándose los unos a los otros como entre ellos es uso y
costumbre, Motecuhzoma les empezó a hablar y a llorar…
Los dos reyes empezaron a llorar y él con ellos, y consolándose unos a los
otros, y despidiéndose y abrazándose con mucho dolor, dice la historia que
Motecuhzoma se fue a sus oráculos y delante de los dioses e hizo y formó una
lamentosa querella contra ellos, quejándose de ellos por haberle traído a
término tan trabajoso, habiéndoles él servido con el cuidado posible y agrado y
procurado el aumento de su culto y reverencia.
Esta lamentosa plática y querella hizo delante de los dos reyes y delante de
todo el pueblo, con muchas y abundantosas lágrimas (Diego Duran).
Por sí solo como guía, marchando como caudillo, yendo adelante solo, uno
que portaba sobre sus hombros el estandarte. Marchaba haciéndolo ondear de
atrás para adelante, trazando un circulo e inclinándolo de un lado a otro. Se
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enderezaba y elevaba como un hombre, se curvaba graciosamente, revoloteaba
en giros y se ondulaba (Informantes indígenas de Sahagún).
Detrás del bello símbolo caminaba la infantería, con las espadas desnudas
reverberando al sol y las rodelas de cuero pendientes del hombro. Seguía la
caballería, armada con cota de algodón, espada y lanza.
El tercer cuerpo lo formaban los ballesteros, tropa selecta que desfilaba
marcialmente y exhibía la peligrosa arma. Seguía otro escuadrón de caballería y los
arcabuceros, los señores del rayo, que escoltaban al Preciado capitán. El tlacateccatl
de los blancos, el general Cortés, iba rodeado por el Estado Mayor, por aquellos
hombres que, al decir de un precioso documento azteca, son sus hombres fuertes, los
ayudantes que lo sostienen, los que hacen la fuerza de su mando.
Tras don Hernán, encuadrados en apretadas filas, marchaban los guerreros de
Tepoztlan, Tliliuhquitepec, Tlaxcallan y Huexotzinco; vestían atuendo de combate y
lanzaban retadores gritos de guerra, al tiempo que blandían las armas con gesto
amenazador.
Cerraba el brillante destacamento una variopinta multitud, donde se
entremezclaban los musculosos cargadores de torso desnudo con los mandones de
bordada tilma, y las cocineras de púdica vestimenta con las mozas de partido, de
pintada cara y suelto cabello.
Por supuesto, tampoco los teules de pálida faz escapaban a la fascinación que
dominaba a sus anfitriones. Basta con ojear las crónicas para comprobar que los
españoles experimentaban un asombro similar al de aquéllos.
Las civilizaciones del Antiguo y Nuevo Mundo se encontraban tras décadas de
ignorancia mutua, y al contemplarse, se asombraban la una de la otra.
Avanzaron con paso resuelto los cuatrocientos blancos y, atravesada la calzada
que unía Tenochtitian y la tierra firme, se hallaron en presencia del todopoderoso
Motecuhzoma Xocoyotzin, huey tlatoani del Anahuac. Se había alcanzado el clímax,
descrito por Bernal Díaz del Castillo con su acostumbrada pluma magistral:
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Nunca en la historia de México se había recibido a un extranjero con tanta pompa
y boato. Miles de olorosas flores adornaban las calles e infinidad de claveles,
magnolias y jazmines, trenzados en coronas, se colgaron del cuello de los oficiales
españoles. El general castellano recibió un presente más valioso: el propio
Motecuhzoma colocó alrededor del cuello del extremeño dos preciosos collares,
hechos de huesos de caracoles colorados, que ellos tienen en mucho, y de cada collar
colgaban ocho camarones de oro, de mucha perfección, tan largos casi como un
geme (Hernán Cortés).
Acto seguido, habló el tlacatecuhtli, saludando a Cortés con las siguientes
palabras:
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Y así terminó el primer encuentro entre españoles y aztecas, aunque, claro está, la
oligarquía tenochca, disconforme con la realidad, efectuó las oportunas
rectificaciones. Porque, dicen que salió Motecuhzoma con unos grillos a los pies
(Diego Durán).
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«NO ES PERSONA LA MIA PARA ESTAR PRESA»
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miércoles 9 de noviembre, al general castellano puso de manifiesto otra opinión muy
diferente.
Siguiendo esa inveterada costumbre que tantos disgustos le ocasionaba allí donde
posaba. Cortés, después de un corto preámbulo, abordó su tema favorito de
conversación. Durante unos breves, pero densos, minutos, el extremeño, dejándose
arrastrar por el entusiasmo que le caracterizaba, tocó la cuestión religiosa.
Sin mostrar ninguna compasión por los pobres intérpretes —quienes, sin duda
alguna, sufrirían lo indecible para traducir aquella catarata de palabras, el infatigable
castellano declaró los misterios de la religión cristiana, repasó la historia sagrada
desde los primeros padres y —no podía ser de otra manera— finalizó pidiendo al
emperador que abandonara el culto diabólico e impidiese sodomías, robos y
sacrificios humanos.
Posiblemente, Cortés hubiera continuado su perorata horas y horas, mas al ver
que Motecuhzoma —estupefacto al principio y molesto al final— daba claras
muestras de desear responder, cesó la plúmbea disertación y, volviéndose hacia los
oficiales que le acompañaban, afirmó con aire satisfecho: con esto cumplimos, por
ser el primer toque.
La contestación del antiguo teopixqui —muy semejante en fondo y forma a la que
Cortés oyó de tlaxcaltecas y totonacas— demostró algo que quizá molestará a los
creyentes, aunque no por ello deja de ser verdad, a saber: la supremacía moral de la
religiones politeístas, mucho más objetivas y tolerantes que los credos monoteístas,
intransigentes:
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Culhua, eran compatriotas suyos; pero, lógicamente, Motecuhzoma lo ignoraba. De
ahí que, valiéndose del fervor político-religioso de don Hernán, planteara la cuestión
de una forma tan sutil e inteligente que la mentira resultaba casi imposible.
Una vez aclarado el interrogante, el tlacatecuhtli, cuya capacidad para la guerra
psicológica en nada envidiaba la del adversario blanco, llenó de confusión el espíritu
del extremeño al exponerle, entre risas y veras, que ni creía en la presunta divinidad
de los extranjeros, ni en la identificación Quetzalcoatl-Carlos I. Las últimas frases de
Motecuhzoma, pronunciadas en un tono distendido, encerraban un mensaje
inequívoco: las alusiones del de Medellín a su semidivino emperador no pasaban de
ser una añagaza tópica e inoperante:
Malinche: bien sé que te han dicho esos Tlaxcala, con quien tanta amistad
habéis tomado, que yo soy como dios o teul, y que cuanto hay en mis casas es
todo oro y plata y piedras ricas; bien tengo conocido que como sois entendidos,
que no lo creeríais y lo tendríais por burla; lo que ahora, señor Malinche, veis
mi cuerpo de hueso y carne como los vuestros, mis casas y palacios de piedra y
madera y cal: de señor, yo gran rey sí soy y tener riquezas de mis antecesores sí
tengo, mas no las locuras y mentiras que de mí os han dicho; así que también lo
tendréis por burla, como yo tengo de vuestros truenos y relámpagos (Bernal
Díaz).
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pasado, presente o futuro, Motecuhzoma consideraba la ideología como un medio
para obtener determinados fines, poco o nada altruistas. Pragmático y ambicioso, se
reía en su fuero interno de las legitimaciones y coartadas ideológicas manejadas
desde el poder. Y así se lo comunicó al de Medellín. Admitir, pues, que el sentimiento
religioso dominaba la personalidad del gobernante resulta ingenuo, cuando no
malicioso.
Para desentrañar el porqué de tan dual pensamiento conviene, por lo tanto, dejar a
un lado los falsos romanticismos y enfocar la cuestión bajo otro prisma, no por
soslayado menos inexistente: el de los conflictos internos.
Como hemos visto, la pugna por el control del Estado mexica afloró a la
superficie con la llegada de los españoles, alcanzando mayor virulencia con el paso
de los días. Aunque los opositores declarados del tlatoani no eran muchos, éste
carecía de la fuerza necesaria para acabar con ello, ya que, salvo sus más directos
colaboradores, la oligarquía tenochca mantenía una neutralidad expectante que podía
desaparecer en cualquier momento. Si los nobles tomaban partido por el tlacatecuhtli,
nada cambiaría; en el caso contrario, la posición de Motecuhzoma se tambalearía
peligrosamente y, con toda seguridad, seguiría los pasos del pobre Tizoc, al cual los
propios cortesanos, viéndole tan para poco y no nada republicano, le ayudaron con
algún bocado, de lo cual murió muy mozo y de poca edad (Diego Durán).
¿Qué medida debía tomar el tlatoani para evitar el peligro? Asegurarse en el
asiento real al margen de la mudable opinión de la nobleza. Y ello se conseguiría
contando con la ayuda hispana. Por eso, en previsión de tiempos peores,
Motecuhzoma impuso a la aristocracia de manera oficial la creencia de que los
castellanos no eran los embajadores de Quetzalcoatl, creencia que no compartía
privadamente. La jugada merece el calificativo de genial, porque volvió contra los
disidentes el arma que emplearon en repetidas ocasiones para socabar la autoridad del
tlacatecuhtli.
No erraba el cauto emperador al tomar semejante precaución, pues su relación
con los pipiltin empeoró de manera visible a los cuatro días de la entrada de los
españoles en Tenochtitlan. La causa fue una nueva imprudencia de don Hernán, cuyo
celo religioso suponía un serio peligro para los hombres a su cargo.
Deseando el extremeño examinar personalmente el estado de ánimo que se vivía
en la populosa metrópoli, solicitó licencia a Motecuhzoma para recorrer la gran plaza
del mercado y el teocalli de Tlatelolco, la ciudad gemela de Tenochtitlan. Accedió
solícito el tlatoani; pero, recordando el fanatismo de Malinche, temió que el
extremeño cometiera algún desaguisado y decidió estar presente durante la visita.
Cuando el jadeante Cortés, después de subir las ciento catorce gradas del templo,
alcanzó la plataforma, Motecuhzoma salió de un pequeño oratorio y le preguntó con
urbanidad no exenta de ironía si le había fatigado la ascensión. La orgullosa respuesta
llegó con la celeridad del rayo: los españoles jamás se cansaban.
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El panorama que contemplaron los castellanos desde aquella altura resultaba
impresionante. A sus pies, como flotando sobre las verdiazules aguas de la laguna, se
extendía la populosa capital mexica, cuyos encalados edificios constrastaban con el
grisáceo pavimento de las calles y el verde de los canales que cruzaban la trama
urbana. Mas allá, la masa acuática salpicada aquí y acullá por pequeñas villas
lacustres, dejaba paso a la tierra firme, donde alternaban los maizales dorados con
frondosos bosques y pobladas ciudades. Impresionantes cadenas montañosas
encuadraban la escena.
Después de observar atónitos la hermosa vista, los españoles volvieron a mirar el
tianquiztli o mercado, extendido junto a la base de la pirámide:
Tornamos a ver la gran plaza y la multitud de gente que en ella había, unos
comprando y otros vendiendo, que solamente el rumor y zumbido de las voces y
palabras que allí había sonaba más de una lengua, y entre nosotros hubo
soldados que habían estado en muchas partes del mundo, y en Constantinopla, y
en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto
concierto y tamaña y llena de gente no la habían visto (Bernal Díaz).
Extasiado ante el lindo paisaje, Cortés recordó de súbito la sacrosanta misión que
la Providencia le había encomendado. La ocasión parecía favorable para continuar la
conversación de Motecuhzoma; pero antes el legalista extremeño pidió consejo al
capellán, fray Bartolomé: paréceme, señor padre —escribe Bernal Díaz—, que será
bien que demos un tiento a Montezuma sobre que nos deje hacer aquí nuestra iglesia.
Alzó los ojos al cielo el mercedario en mudo gesto de resignación y respondió
que le parecía que no era cosa convenible hablar en tal tiempo; que no veía a
Montezuma de arte que en tal cosa concediese (Bernal Díaz).
El empecinado Cortés ignoró el prudente parecer y rogó al tlatoani le mostrara los
dioses aztecas. El ingenuo Motecuhzoma, pensando que aquel energúmeno
mantendría la compostura, conferenció brevemente con los sacerdotes indígenas y
después le llevó ante las imágenes de Huitzilopochtli, numen de la guerra, y
Tezcatlipoca, deidad de la providencia. ¡Nunca lo hiciera! Apenas el de Medellín vió
las diabólicas tallas, la sangre huyó de sus mejillas y lanzó a otra de sus santas
requisitorias:
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Señora…, y veréis el temor que de ello tienen esos ídolos que os tienen
engañados (Bernal Díaz).
Señor Malinche: si tal deshonor como has dicho creyera que habías de
decir, no te mostrara mis dioses. Estos tenemos por muy buenos, y ellos nos dan
salud y aguas y buenas sementeras y temporales y victorias cuando queremos; y
tenémoslos de adorar y sacrificar; lo que os ruego es que no se diga otras
palabras en su deshonor (Bernal Díaz).
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espaciosa sala henchida de joyas de oro y en planchas, y tejuelos muchos, y piedras
de chalchiuis y otras muy grandes riquezas.
Astutamente, don Hernán dejó intacto el fabuloso tesoro y mandó que el
descubrimiento se mantuviera en secreto. Empero, ello resultaba difícil de cumplir,
máxime si, como afirman algunas crónicas, otro hallazgo revolucionó el palacio:
… Los españoles, andando con la misma hambre, que aun con tener aquello
allí no se les amataba, no dejaban rincón ni cámara que no andaban y
buscaban y trastornaban, y así fueron a dar con un aposento muy secreto
apartado, donde estaban las mujeres de Motecuhzoma, con sus damas y amas
que las servían y miraban por ellas; las cuales se habían recogido en aquel
aposento y retraimiento de temor y miedo a los españoles. Aunque algunos
dicen que no eran sino las mozas recogidas de los templos, que, como monjas,
estaban en ellos cumpliendo sus votos (Diego Durán).
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misiva de la bolsa, mientras acusaba al emperador de ordenar a Cuauhpopoca, jefe de
la guarnición mexica de Nauhtlan, de atentar contra los españoles que quedaron en el
lejano Totonacapan.
Al escuchar semejante denuncia, el tlatoani, aterrado, negó la acusación,
añadiendo que enviaría luego a llamar a sus capitanes y se sabría la verdad, y los
castigaría (Bernal Díaz). Para dar prueba de su buena fe, ordenó a sus servidores que
marcharan inmediatamente a Nauhtlan y trajesen prisioneros a cuantos participaron el
ataque.
Partidos los mensajeros, el general castellano, insatisfecho con el gesto imperial,
añadió que agradecía la diligencia que ponía en la prisión de aquellos, mas que:
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ponderado por los soldados castellanos. Habría bastado un imperceptible movimiento
de cejas para que centenares de guerreros mexicas se abalanzasen sobre los
secuestradores, frustrando el ruin gesto. Esta tópica interpretación, moneda corriente
en la historiografía de la conquista, peca de simplista.
En primer lugar, Motecuhzoma no disponía de una guardia personal semejante a
la cohorte pretoriana de la Roma imperial. Los autores virreinales mencionan, cierto
es, un cuerpo de seiscientos caballeros; pero éstos, a semejanza de los cortesanos
europeos, se ocupaban de misiones relacionadas con el ceremonial palaciego.
Por supuesto, los servidores del tecpan pudieron poner en dificultades a los
secuestradores; empero, ello dependía única y exclusivamente de la decisión del
gobernante mexica. Y Motecuhzoma, desde luego, no estaba dispuesto a morir en las
manos de aquellos desesperados. El regicidio, sin duda, habría despertado las iras del
pueblo semejante a la surgida tras la matanza del toxcatl, que, acaso, hubiera
libertado, a Tenochtitlan de la pesadilla hispana. Se trata, en todo caso, de historia
ficción, porque el tlacatecuhtli desechó el final heroico.
Ai aceptar la prisión, Motecuhzoma jugaba una baza arriesgada, cuyas
posibilidades de éxito eran muy remotas. El orgulloso déspota, el semidivino
monarca, se entregaba a los barbudos extranjeros para salvar la vida, pero la
rendición sólo prolongaba una existencia ya condenada. Tarde o temprano, la muerte
violenta se presentaría y, sin duda, el final no sería el de un héroe, sino el de un
traidor.
En el México precolombino, militarista y fuertemente estratificado, pautas de
conducta distintas regían la existencia de nobles y plebeyos. Una de ellas —la que
aquí nos interesa— afectaba al comportamiento ante el enemigo. Como de todos es
sabido, los habitantes del México Central no respetaban la vida de los prisioneros de
guerra, los cuales se sacrificaban en las aras de las crueles deidades autóctonas. Si un
cautivo lograba escapar, su destino dependía del status que ocupaba en el grupo: los
macebualtin o plebeyos gozaban de un gran prestigio social, cediéndoseles un lote de
tierra como recompensa; los nobles, por el contrario, merecían la sanción social, que
punía el apocado acto con la pena capital.
¿Por qué Motecuhzoma, paradigma del pilli tenochca, iba a ser la excepción de la
regla? ¿Porque era el emperador y podía hacer y deshacer a su antojo? Semejante
conducta, posible bajo otras circunstancias, resultaba impracticable a la sazón. El
partido de Cuitlahuac no iba a incurrir en la contradicción de infringir las
disposiciones militaristas que defendió desde el desembarco de los teules. Tampoco
los seguidores de Motecuhzoma, preocupados por salvarse de la inminente quema, se
movilizarían para ayudar al tlatoani.
De hecho, Motecuhzoma firmó su sentencia de muerte cuando se rindió. ¿Qué
razón tuvo el gobernante para preferir perecer en la deshonra a afrontar la parca con
la dignidad que se esperaba de él? La respuesta se presta a una de esas retóricas
disquisiciones moralizantes a la que tan dados somos los historiadores. Así,
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Motecuhzoma sería un individuo innoble, corrompido por el poder, que eligió vivir
de rodillas a morir en pie. Traidor a su pueblo, prefirió arrastrarse por el fango del
vilipendio, convirtiéndose en un mero peón de los odiosos extranjeros. Presentadas
así las cosas, hasta el propio Quisling se asquearía al contemplar tan indigna y
repugnante conducta.
No negaré que el instinto de conservación influyó de manera importante en la
decisión del emperador. Ahora bien, si reflexionamos con calma, descubriremos que
factores más racionales y dignos influyeron también a la hora de mancillar el icpalli.
Ante todo, conviene dejar claro que el tlatoani no temía la muerte. Me resulta
imposible admitir que un guerrero tan arrojado y valiente como Motecuhzoma se
amilanara ante las dagas españolas.
La supuesta pusilanimidad de Motecuhzoma, por otra parte, se reduce a cenizas
cuando se adoptan los mismos planteamientos que los exégetas manejan para
justificarla. Es especie corriente en la historiografía de la conquista que todos los
males de Tenochtitlan emanaron del fanatismo religioso de Motecuhzoma. Pues bien,
suponiendo que el aserto fuese real —cosa que dudo—, surge de inmediato una
pregunta: Motecuhzoma, el devoto servidor de Huitzilopochtli, el fervoroso creyente
de los dogmas religiosos aztecas, ¿iba a perder la magnífica oportunidad de alcanzar
el tonatiuhichan, el paraíso solar reservado a los guerreros que caían en combate?
Evidentemente, la contestación sólo puede ser negativa.
Si el tlacatecuhtli hubiera creído que su sacrificio serviría para inclinar la
oscilante balanza de la historia en favor de los aztecas, indiscutiblemente otra habría
sido su reacción. Sin embargo, el bello suicidio sólo contribuía a confundir más la ya
caótica situación. Dividida en irreconciliables fratrías, la oligarquía tenochca carecía
de la capacidad necesaria para sacar partido de la cólera que el asesinato del huey
tlatoani despertaría en la población. Por el contrario, sería el astuto Malinche quien
aprovecharía el caos. Motecuhzoma conocía lo suficiente a su adversario para ignorar
que don Hernán, al igual que él mismo, se guiaba por el viejo adagio latino divide et
impera.
Motecuhzoma no podía, ni debía, sacrificarse en el altar de un idealismo mal
entendido. La lógica política y el patriotismo indicaban el camino opuesto, aunque
ello, por supuesto, implicaba violar un rancio código de conducta, inoperante, por
otra parte, en la coyuntura.
De hecho, la situación del gobernante distaba mucho de ser desesperada. Por
descontado, la oligarquía mexica, disconforme con la postura del emperador, le retiró
su apoyo, esperando el momento oportuno para tomar el poder. El día, empero, estaba
muy lejos, pues la intrigante y desunida nobleza se veía impotente para derrocar al
tlacatecuhtli, que contaba con el apoyo de los legalistas teules y, además, todavía era
respetado por la plebe.
Actuase por motivos altruistas o por egoísmo político, Motecuhzoma —
reconozcámoslo— tomó la postura más lógica. Mientras el tlatoani, cabeza visible
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del Estado, continuara rigiendo los destinos de México, al menos de manera nominal,
quedaba abierta la posibilidad de eliminar a los advenedizos huéspedes. Si se
presentaba la ocasión, como sucedió, el emperador intentaría acabar con su rival
blanco; en caso contrario, éste le protegería de sus enemigos internos y continuaría en
el icpalli. Aunque sobre los planes de Motecuhzoma planeaba la oscura sombra del
rígido código militar azteca, este problema se resolvería con la ayuda del clero, el
cual todavía no había abrazado la causa de Cuitlahuac, si bien se mostraba molesto
con los hispanos:
La hábil estrategia del tlatoani tenía, sin embargo, un punto débil: no sólo
dependía del tiempo y de él mismo, sino también del jefe castellano. Para que el éxito
la coronase, el emperador necesitaba que don Hernán mantuviese una conducta
comedida y templada; conducta que, sobra decirlo, el imprudente extremeño ignoró
de manera olímpica.
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«EL HOMBRE PROPONE Y DIOS DISPONE»
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Malinche les mandó que no lo diesen y que el gran Montezuma lo ha tenido por bien
(Bernal Díaz).
El notable azteca, indignado por aquella clara insubordinación, amenazó con
destruir campos y ciudades si los totonacas persistían en la sedición. Acudieron los
sublevados a Escalante en demanda de auxilio y al capitán, hombre muy bastante y de
sangre en el ojo, le faltó tiempo para ponerse en campaña. Al amanecer, el oficial
español topó con los escuadrones mexicanos, ocupados en saquear una villa, y se
enfrentó con ellos. Salió victorioso, si bien Escalante cayó gravemente herido.
El señor de Nauhtlan se apresuró a informar a Motecuhzoma del incidente,
enviando junto con los mensajeros un prisionero castellano, que se decía Argüello,
que era natural de León, y tenía la cabeza muy grande y la barba prieta y crespa, y
era muy robusto de gesto y mancebo (Bernal Díaz).
Por fortuna, el leonés pereció antes de finalizar el viaje. Empero, los subordinados
de Cuauhpopoca, deseosos de agradar al tlatoani, decapitaron el inerme cuerpo y
mostraron la sanguinolenta cabeza al emperador. Cuando Motecuhzoma contempló el
horrendo despojo, sufrió una tremenda impresión y mandó que la ciclópea testa se
exhibiese ante los ídolos de los pueblos vecinos. Después
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Cuando la audaz hueste se internó en el territorio mexicano, su situación, ya
precaria per se, se volvió sumamente peligrosa. Rodeada por enemigos muy
superiores en número y divididos, asimismo, los escasos efectivos, ofrecía al
adversario la posibilidad de acabar con ella sin ninguna dificultad. Desde el punto de
vista estratégico, el único obstáculo serio lo ofrecía la fortaleza de Veracruz, pieza
clave del planteamiento cortesiano. Por lo tanto, hasta el chusquero más lerdo
comprendería que resultaba vital extirpar el peligroso enclave, que permitía a Cortés
recibir refuerzos, pero también retirarse a él en caso de peligro.
La simple lógica invita, pues, a rechazar el infundio, uno más de los muchos
vertidos sobre la conquista. El problema reside en saber cuál de las facciones aztecas
tomó la decisión. ¿Emanó la orden del tecpan imperial o procedió de alguna otra
suntuosa residencia?
Lamentablemente, el sentido común no contribuye a despejar la incógnita, ya que
ambas opciones ofrecen la misma racionalidad. Si, siguiendo a don Hernán,
aceptamos la responsabilidad de Motecuhzoma, las piezas dispersas encajan con
facilidad. Nos encontraríamos ante una celada doble: mientras Cuauhpopoca atacaba
a Escalante, los contingentes de las guarniciones cercanas a Cholollan sorprendían a
los españoles del extremeño. Se trata de una jugada maestra, cuya autoría,
indiscutiblemente, debe atribuirse al tlacatecuhtli.
La alternativa bernaldiana no es menos lógica. Suponiendo que Cuauhpopoca —
persona de calidad relacionada con la casa gobernante de Coyoacan, uno de los
señoríos más importantes del Valle— actuase por cuenta propia, es decir, a instancias
del partido belicista, el ataque no sólo dañaba los intereses de los teules, sino también
los de Motecuhzoma.
Personalmente, me inclino por la versión del capitán castellano. De un lado, posee
mayor sentido desde la óptica castrense; del otro, conociendo la psicología de don
Hernán, no sería de extrañar que guardara la baza en secreto para exponerla cuando
las circunstancias lo requiriesen. Y así fue, en efecto. La misiva de Escalante
proporcionó el pretexto para prender al tlatoani pero, además, venció la resistencia de
la tropa a cumplir la suicida orden. Nótese al respecto que, primero, la decisión se
adoptó en un conciliábulo nocturno al que sólo asistieron cuatro oficiales y doce
soldados; y, segundo, la carta se recibió a la mañana siguiente, poco antes de partir
para el palacio de Motecuhzoma. A mi juicio, demasiadas coincidencias.
Apenas el jefe militar de Nauhtlan llegó a las puertas del cuartel hispano, se apeó
de la litera y, tras adoptar las medidas protocolarias, solicitó audiencia a
Motecuhzoma. Introducido a la presencia del tlacatecuhtli, el coyoacano dijo:
Muy grande y muy poderoso señor mío, aquí está tu esclavo Cuauhpopoca
que has mandado venir, mira lo que ordenas, porque tu esclavo soy y no podré
hacer otra cosa que obedecerte.
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Escrutó el tlatoani al preso con mirada inquisitiva y respondió serenamente que
sería castigado como traidor a los hombres extraños y a su rey, pues no contento con
asesinar a los cuatro teules, atribuyó la inspiración del atentado al propio emperador.
Intentó Cuauhpopoca justificarse, pero Motecuhzoma, afirma Antonio de Herrera, se
negó a escucharle, entregándole a los blancos, quienes, después de un breve
interrogatorio, le condenaron a la pena capital.
El día de la ejecución, el de Medellín entró en los aposentos de Motecuhzoma y le
informó de la sentencia dictada contra el señor de Nauhtlan, añadiendo irónicamente
que consideraba al tlatoani tan culpable como a Cuauhpopoca y que recibiría por ello
el merecido castigo:
De nada valieron las bramuras y súplicas del atónito tlatoani. La infamante orden
se cumplió y los soldados colocaron los grilletes en los tobillos de Motecuhzoma. Al
sentir el frío contacto de las argollas, el emperador prorrumpió en un sonoro llanto;
mientras los cortesanos que le atendían, puestos de hinojos, sostenían los pesados
grillos con trémulas manos al tiempo que introducían finos pañuelos por los anillos,
tratando de evitar que magullasen las imperiales carnes.
La ejecución del señor coyoacano tuvo lugar delante del palacio de Motecuhzoma
y fue especialmente cruel. Cuauhpopoca y los restantes encausados, atados a sendos
postes, perecieron entre las llamas de una gigantesca hoguera, alimentada con las
armas que los castellanos sacaron de la armería real, que eran arcos y flechas y varas
y tiraderas y rodelas y espadas de palo con filos de pedernal, y serían más de
quinientas carretadas (Andrés de Tapia).
Despiadada conducta la de don Hernán, aunque necesaria a todas luces: el
horrendo castigo, además de impresionar a la población, permitió al astuto extremeño
desarmar al adversario.
Finalizado el vandálico acto, el de Medellín volvió a la habitación del emperador:
Y el mismo le quitó los grillos, y tales palabras le dijo y tan amorosas, que
se le pasó luego el enojo, porque nuestro Cortés le dijo que no solamente le
tenía por hermano, sino mucho más; y que como es señor y rey de tantos
pueblos y provincias, que si él podía, andando el tiempo, le haría que fuese
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señor de más tierras de las que no ha podido conquistar ni le obedecían, y que
si quiere ir a sus palacios, que le da licencia para ello (Bernal Díaz).
Como sus principales son muchos y sus sobrinos y parientes le vienen cada
día a decir que será bien darnos guerra y sacarlo de prisión, que desde que le
vean fuera que le atraerán a ello, y que no quería ver en su ciudad revueltas, y
que si no hace su voluntad, por ventura querrán alzar a otro señor, y que él les
quitaba aquellos pensamientos con decirles que su dios Uichilobos se lo ha
enviado a decir que esté preso (Bernal Díaz).
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Andando concertando con ellos y con otros señores mexicanos que para en
tal día viniesen con todos sus poderes y nos diesen guerra, parece ser que al
cacique que he dicho que era valiente por su persona, que no le sé el nombre [el
señor de Matlatzinco], dijo que si le daban a él el señorío de México, pues le
venía de derecho, que él con toda su parentela y de una provincia que se dice
Matalcingo serían los primeros que vendrían con sus armas a echamos de
México, y no quedaría ninguno de nosotros a vida. Y Cacamatzin, según
pareció, respondió que a él le venía el cacicazgo y él había de ser rey, pues era
sobrino de Montezuma, que si no quería, que sin él y su gente haría guerra
(Bernal Díaz).
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consciente de que en Tenochtitlan se sabía que el plan sólo llegaría a buen puerto con
su colaboración, fuese ésta activa o pasiva.
Con la excusa de discutir la estrategia a seguir —que incluía el traslado de las
fuerzas acolhuas de Oztoticpac al islote de Tepetzinco—, Coanachochtzin, apoyado
de manera implícita por Ixtlilxochitl, pidió a Cacama que acudiera a la pequeña
ínsula. Sin recelo alguno, el tlatoani tetzcocano se presentó en el lugar de la cita, un
bello palacio sito en la orilla del peñón. Una vez allí, los secuaces de Coanachochtzin
se abalanzaron sobre el gobernante, le arrojaron sobre la cubierta de una canoa y
zarparon rumbo a México.
Al encontrarse en presencia del huey tlatoani, Cacamatzin, que ya nada tenía que
perder, dio rienda suelta a la reprimida cólera y, según la gráfica expresión de Bernal
Díaz, desvergonzóse más de lo que antes estaba. Furioso, Motecuhzoma entregó el
prisionero a don Hernán, que ordenó se confinase al sedicioso en la cadena gorda,
nombre que los españoles daban a la gruesa cadena forjada en Veracruz para tal
efecto.
Harto el tlacatecuhtli mexica de los intrigantes cortesanos, aprovechó la
coyuntura para librarse de los peligrosos disidentes. Aun cuando los recelosos
conjurados no venían a hacer palacio como solían, Motecuhzoma los atrajo uno por
uno al tecpan. A los ocho días, Cuitlahuac, Totoquihuatzin y otros nobles compartían
la cadena gorda con Cacamatzin.
Naturalmente, los exégetas loan la actitud del joven gobernante tetzcocano, pues
nada resulta tan romántico como la figura del colaboracionista que, asqueado y sin
estómago para resistir —los calificativos no son míos—, siente de nuevo el fervor
patriótico.
Bonita interpretación. Por un lado, Cacamatzin, cual un Saulo de Tarso mexicano,
recobra de sopetón la perdida honra nacional; por el otro, Motecuhzoma, el miserable
emperador de Manuel Orozco, se tornaba en vil instrumento de sus carceleros, y por
medios reprobables entregaba a cuantos sentían arder en el corazón el amor a la
patria.
Por desgracia, el devenir histórico presenta mayor complejidad que la mazdeísta
lucha entre buenos y malos. Habrá, acaso, quien tilde mi planteamiento de amoral.
Puede que lo sea, mas también es realista.
No soy tan dogmático para negar a priori que algunas personas, pocas, actúan
guiadas por fines nobles; empero, no observo ningún altruismo en la conducta de
Cacamatzin. Los estudiosos me objetarán que el asesinato de un hermano suyo,
ahorcado por los teules tras un simulacro de juicio, bien pudo despertar el dormido
pundonor en el acolhua. No lo niego. Sin embargo, cuando se recuerda el
comportamiento de los descendientes del noble Nezahualpilli, la verdad, el
espectador tiende a pensar —quizá con excesiva malicia— que el tetzcocano sintió
poco el óbito.
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En realidad, Cacamatzin de Tetzcoco, consciente de la difícil posición de
Motecuhzoma, intentó sacar partido de la misma, si bien cometió un tremendo fallo al
minusvalorar a su pariente.
Dejando a un lado los juicios morales, la reacción del tlacatecuhtli merece el
respeto, cuando no el aplauso. Tetzcoco, el otrora poderoso aliado de México, se
había convertido por obra de Motecuhzoma en un pálido reflejo de sí mismo, aun
cuando conservaba la energía suficiente para amenazar seriamente el poder mexica.
De ahí la rápida respuesta del gobernante mexicano, quien —dicho sea al paso—
siempre intuyó que Cacamatzin, tarde o temprano, se rebelaría. Por eso, la elección
de sucesor careció de dificultades, ya que el previsor Motecuhzoma conservaba junto
a sí un hermano del mismo Cacamatzin, mancebo de buena disposición, que estaba
huido de su propio hermano, porque no le matase, que después de Cacamatzin
heredaba el reino (Bernal Díaz).
El conflicto que Motecuhzoma mantenía con la aristocracia desde que subió al
trono se saldó de manera provisional en su favor. El tlatoani había logrado por fin
domeñar a la elata nobleza, que purgaba sus sediciosos pensamientos en la cadena
gorda.
El panorama ofrecía incluso halagüeñas perspectivas para el tlacatecuhtli, ya que
el nuevo gobernante acolhua, Cuicuitzcatl, se mostró tan servicial con tenochcas y
castellanos que, según el propio Hernán Cortés, fue obediente en todo lo que yo de
parte de vuestra majestad le mandaba.
Pronto la vida del tlacatecuhtli recobró el pulso habitual. Vivía, cierto es, bajo el
control de los teules, que espiaban hasta las acciones más íntimas; pero éstos, a
diferencia de sus díscolos notables, le trataban con respeto y consideración:
Punto flaco y, a la vez, fuente de energía, el orgullo del tlatoani causó mil y un
problemas a los castellanos, empeñados en complacerle, porque de la elata
personalidad dependía el éxito o el fracaso de la gesta.
Indudablemente, la compleja psiquis de Motecuhzoma jugó un papel clave en el
dramático encuentro de 1519-1521. Por eso, no está de mal pasar repaso a lo que
podría denominarse actos de un tlatoani cautivo, pues iluminan más la realidad que
las pomposas especulaciones de los eruditos.
Ante todo, Motecuhzoma exigía que se le tratara con consideración. Una
significativa anécdota podemos citar al respecto. Una noche, un ballestero llamado
Pedro López, adscrito a la compañía que custodiaba al tlacatecuhtli, discutió con otro
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soldado a propósito del turno de guardia. En el transcurso de la polémica, López dijo:
¡Oh, pese a tal con este perro, que por velarle a la continua estoy muy malo del
estómago, para me morir! Súpolo Motecuhzoma y, dolorido, se quejó a don Hernán,
quien mandó azotar a López.
Ahora bien, el gobernante mexicano, contra lo que se afirma, también era
comprensivo. Jamás castigaba a las personas que le ofendían si éstas no obraban a
propósito, aunque —sobra señalarlo— desgraciado del que reincidiese. Así ocurrió,
por ejemplo, con un marinero denominado Trujillo, cuyas peripecias, asaz divertidas,
recuerda el veterano Bernal Díaz con estas palabras:
Por las mismas razones, el emperador se mostraba davidoso con aquellos que se
mostraban educados y corteses con él. El propio Bemal Díaz, entones mancebo, fue
depositario de uno de los regios regalos. Deseando compartir el catre de campaña con
una linda barragana, el vallisoletano, que siempre se descubría con graciosa
reverencia delante de Motecuhzoma, se hizo el encontradizo con el doncel Orteguilla
y le expuso que deseaba pedir al emperador una india muy hermosa. El paje habló
con su señor y, tras exponerle los méritos de nuestro cronista, le notificó la súplica.
Al instante, Motecuhzoma le mandó llamar y dijo:
Bemal Díaz del Castillo, hanme dicho que tenéis motolinea —pobreza— de
ropa y oro, y os mandaré dar hoy una buena moza; tratadla muy bien, que es
hija de hombre principal; y también os darán oro y mantas.
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Al escuchar la traducción, Díaz efectuó una de las reverencias que tanto gustaban
al tlatoani y le agradeció el regalo, añadiendo que le besaba las manos por tan gran
merced, y que Dios Nuestro Señor la prosperase. La respuesta de Motecuhzoma llenó
de orgullo al vallisoletano, pues le consideró de noble condición. A las pocas horas,
una exótica beldad entró en el cuartito del soldado. Aquella mujer tomó el nombre de
Francisca y había sido concubina imperial.
Otro castellano que gozó del favor imperial se llamaba Peña. Sentía el
tlacatecuhtli un gran cariño por el español —hombre gracioso, apuesto e inteligente
—, cuyas jocosidades le divertían mucho. Para gratificar a Peña, de quien no se
separaba, Motecuhzoma solía arrebatarle el bonete de la cabeza y arrojarlo por la
azotea. Cuando el español regresaba, el tlatoani le entregaba una costosa presea.
Bastaba con la mínima atención para que el emperador quedara satisfecho. El
obsequio de una simple burjaca —una bolsa de seda con compartimentos exteriores
— proporcionó a Alonso de Ojeda, capitán de los aliados tlaxcaltecas y nahuatlato,
dos preciosas mujeres, numerosas mantas, una fanega de cacao y algunas joyas.
Por supuesto, erraría quien viera en el gobernante mexicano un simple déspota
que actuaba conforme su capricho. Motecuhcoma conocía la naturaleza humana y
captaba con facilidad defectos y virtudes. Véase si no la historia que refiere Bernal
Díaz:
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nahuaparlante del tlacatecuhtli. El discurso de Motecuhzoma reproducía los tópicos
que ya conocemos, mas reflejaba también un nuevo cambio en el caótico panorama:
Dicen que les dijo que mirasen que de muchos años pesados sabían por muy
cierto, por lo que sus antepasados les han dicho, y así lo tiene señalado en sus
libros de cosas de memorias, que de donde sale el sol habían de venir gentes
que habían de señorear estas tierras, y que se había de acabar en aquella sazón
el señorío y reino de los mexicanos, y que él tiene entendido, por lo que sus
dioses le han dicho, que somos nosotros, y que se lo han preguntado a su
Uichilobos los papas que lo declaren, y sobre ello les hacen sacrificios, y no
quieren responderles como suelen, y lo que más les da a entender el Uichilobos
es que lo que les ha dicho otras veces aquello da ahora por respuesta, y que no
le pregunten más, y que así bien dan a entender que demos obediencia al rey de
Castilla… «Lo que yo os mando y ruego que todos de buena voluntad, al
presente, se lo demos y contribuyamos con alguna señal de vasallaje, que presto
os diré lo que más convenga, y porque ahora soy importunado a ello por
Malinche, ninguno lo rehúse, y mirad que en diez y ocho años ha que soy
vuestro señor siempre me habéis sido muy leales, y yo os he enriquecido y
ensanchado vuestras tierras, y os he dado mandos y haciendas, y si ahora al
presente nuestros dioses permiten que yo esté aquí detenido, no lo estuviera sino
que yo os he dicho muchas veces que mi gran Uichilobos me lo ha mandado»
(Bernal Díaz).
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En presencia de Pedro Fernández, escribano de Su Majestad, que dio fe del triste
acto a petición del leguleyesco extremeño, el tlatoani abdicó en favor de Su Sacra
Cesárea Católica Majestad. Tras recordar a los notables reunidos la leyenda de
Quetzalcoatl, Motecuhzoma finalizó la corta plática con estas palabras:
Y mucho os ruego, pues a todos es notorio todo esto, que así como hasta
aquí me habéis tenido y obedecido por señor vuestro, de aquí adelante tengáis y
obedezcáis a este gran rey, pues él es vuestro natural señor, y en su lugar
tengáis a este su capitán; y todos los tributos y servicios que hasta aquí a mí me
hacíades, los haced y dad a él, porque yo, asimimo, tengo que contribuir y
servir con todo lo que me mandare; y demás de hacer lo que debéis y sois
obligados, a mí me haréis de ello mucho placer (Hernán Cortés).
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decirle en vuestros amales y cartas: «Esto os envía vuestro buen vasallo
Montezuma». Y también yo os daré unas piedras muy ricas que le enviéis en mi
nombre, que son chalchiuis, que no son para dar a otras personas sino para ese
vuestro gran señor, que vale cada piedra dos cargas de oro; también le quiero
enviar tres cerbatanas con sus esqueros y bodoquetas, que se holgará de verlas,
y también yo quiero dar de lo que tuviere, aunque es poco, porque todo el más
oro y joyas que tenía os he dado en veces (Bernal Díaz).
Aún más lejos llegó la liberalidad del esquilmado monarca, ya que pidió a
Malinche españoles para mostrarles una casa de joyas de oro y aderezos de mi
persona.
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La paciencia del tlatoani pronto se puso a prueba. Nada más delegar la autoridad
en el rey de Castilla, el de Medellín se le acercó y dijo riendo:
—Estos cristianos son traviesos y andando por esta casa han topado ahí con
cierta cantidad de oro y la han tomado. No recibáis pena de ello.
—Eso es de los dioses de este pueblo —repuso Motecuhzoma—. Dejad las
plumas y cosas que no sean de oro, y el oro tomáoslo. Yo os daré todo lo que yo
tenga (Andrés de Tapia).
Le dijo que mirase que no hiciese cosa con que perdiese la vida, y que para
ver si había algún descomedimiento o mandaba a sus capitanes o papas que le
soltasen o nos diesen guerra, que para aquel efecto enviaba capitanes y
soldados para que luego le matasen a estocadas en sintiendo alguna novedad de
su persona, y que vaya mucho en buena hora, y que no sacrificase ningunas
personas, que era gran pecado contra nuestro Dios verdadero, que es el que le
hemos predicado (Bernal Díaz).
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—; no pasaban de ser excepciones aisladas. Harto ya, el español decidió tomar
medidas de fuerza. Se presentó, pues, ante Motecuhzoma y le espetó sin preámbulos:
El marqués subió como por pasatiempo, y ocho españoles con él… y miró lo
que se pudo ver y suspiró, habiéndose puesto algo triste, y dijo, que todos lo
oímos: «¡Oh, Dios!, ¿por qué consientes que tan grandemente el diablo sea
adorado en esta tierra? Ha, Señor, por bien que en ella te sirvamos». Y mandó
llamar a los intérpretes. Y ya al ruido de los cascabeles se había llegado gente
de aquella de los ídolos. Díjoles: «Dios, que hizo el cielo y la tierra, os hizo a
vosotros y a nosotros y a todos, y cría lo con que nos mantenemos, y si fuéramos
buenos nos llevará al cielo y si no, iremos al infierno, como más largamente os
diré cuando más nos entendamos. Yo quiero que aquí, donde tenéis estos ídolos,
esté la imagen de Dios y de su madre bendita. Traed agua para lavar estas
paredes y quitaremos de aquí todo esto». Ellos se reían, como que no fuera
posible hacerse, y dijeron: «No solamente esta ciudad, pero toda la tierra junta
tienen a estos por sus dioses. Aquí está esto por Ucbilobos, cuyos somos, y toda
la gente no tiene en nada a sus padres y madres e hijos en comparación deste, y
determinaron de morir. Cata que de verte subir aquí se han puesto todos en
armas y quieren morir por sus dioses». El marqués dijo que a un español que
fuese a que tuviesen gran recaudo en la persona de Muteczuma, y envió a que
viniesen treinta o cuarenta hombres allí con él, y respondió a los sacerdotes:
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«Mucho me holgaré yo de pelear por mi Dios contra vuestros dioses, que son
nonada». Antes que los españoles por quien había enviado viniesen, enojóse de
palabras que oía y tomó con una barra de hierro que estaba allí, y comenzó a
dar en los ídolos de pedrería.
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Los Uichilobos y el Texcatepuca hablaron con los papas y les dijeron que se
querían ir de su provincia, pues tan mal tratados son de los teules, y que donde
están aquellas figuras y cruz no quieren estar, o que ellos no estarían allí si no
nos mataban, y que aquello les daba por respuesta, y que no curasen de tener
otra, y que se lo dijesen a Montezuma y a todos sus capitanes que luego
comenzasen la guerra y nos matasen (Bernal Díaz).
Os ruego que os vayáis de esta mi ciudad y tierra, pues mis dioses están
conmigo muy enojados porque os tengo aquí; pedidme lo que quisiereis y
dároslo he, porque os amo mucho; y no penséis que os digo esto burlando, sino
muy de veras. Por lo demás, cumple que así se haga en todo caso (Francisco
López de Gómara).
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huéspedes, el sacerdocio le justificaría ante el pueblo y, qué duda cabe, conservaría la
vida y el poder.
La candente balanza se inclinaba de nuevo en el platillo de Motecuhzoma. Mas
un suceso inesperado trastocó las piezas del tablero: Panfilo de Narváez, el eterno
perdedor, había desembarcado en Veracruz con un poderoso ejército de teules.
La tendenciosa literatura indígena de la colonia temprana sacó un gran partido del
conflicto religioso, usándolo como arma contra los españoles y su imperial aliado.
Por obra y gracia de algunos cronistas —mexicanos cristianizados o misioneros
españoles—, Motecuhzoma, el devoto servidor de Huitzilopochtli, el hombre que
sólo se movió cuando Cortés escarneció los dioses del Anahuac, pidió el bautismo y
sabía algunas oraciones como el Ave María y el Credo (Fernando de Alva
Ixtlilxochitl); pero, añade otro autor, el padre Durán, como los soldados, y el santo
clérigo con ellos, se ocupaban más en buscar tesoros que en predicar la doctrina
cristiana, se dilató —continúa Ixtlilxochitl— para la pascua siguiente, que era la
resurrección, y fue tan desdichado que nunca alcanzó tanto bien.
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LA MATANZA DEL TOXCATL
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hacia el enfrentamiento fratricida. Después, los batallones imperiales se encargarían
de acabar con el debilitado vencedor.
Transcurridos tres días, don Hernán visitó a Motecuhzoma y lo encontró muy
alegre y de buen semblante. El de Medellín, sorprendido ante tan extemporánea
alegría, le preguntó la causa de la misma, y el mexicano, astutamente, cambió de
conversación. Quedó el español intranquilo y, tras dejar pasar algún tiempo, volvió a
los aposentos de Motecuhzoma. Este, que no esperaba otra cosa, se apresuró a
comunicarle que habían llegado sus hermanos de Castilla:
Nada sabía el capitán, quien en un arrebato de alegría dio las gracias a Dios, que
al mejor tiempo provee.
Sin embargo, los hechos siguientes pronto demostraron lo falso de la espontánea
afirmación. Las naos castellanas no procedían de España, sino de Cuba. Diego
Velázquez, gobernador de la Perla de las Antillas, las enviaba para castigar al rebelde
Cortés, quien, como de todos es sabido, rechazó la autoridad del representante real en
Fernandina, iniciando una empresa para la cual no estaba autorizado.
Los tímidos intentos del futuro marqués del Valle para llegar a un acuerdo con el
servidor de Velázquez fracasaron y el de Medellín se vio en la obligación de marchar
a Veracruz para combatir con Narváez.
Antes de abandonar la Venecia americana, la hueste entró en un periodo de
frenética actividad, que, por supuesto, carecía de misterio para Motecuhzoma: los
albañiles fortificaron los puntos más débiles del improvisado cuartel, mientras los
artilleros emplazaban en batería los falconetes y lombardas. Asimismo, Cortés mandó
traer de Tlaxcallan maíz, gallinas y otros alimentos para las tropas que quedarían de
guarnición en la ciudad, pues había malas sementeras en tierra de México —escribe
Bernal Díaz— por falta de aguas.
Aunque ya conocía la respuesta de antemano, el tlatoani, aprovechando la
solicitud de don Hernán tocante a listones de pino para manufacturar picas, preguntó
la causa de tantos preparativos:
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vienen en los navíos, y queréis dejar aquí en mi guarda al Tonatio; hacedme
merced que me lo declaréis para que si en algo os pudiere ayudar que lo haré
de buena voluntad; y también, señor Malinche, no querría que os viniese algún
desmán, porque vos tenéis muy pocos teules, y esos que vienen son cinco veces
más, y ellos dicen que son cristianos como vosotros y criados de ese vuestro
emperador, y tienen imágenes y ponen cruces y les dicen misa, y dicen y
publican que sois gente que vinisteis huyendo de vuestro rey, y que os vienen a
prender y matar; yo no os entiendo, por eso mirad lo que hacéis (Bernal Díaz).
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No aceptó Cortés el amable ofrecimiento, pues el extremeño tenía demasiada
perspicacia para ignorar los pensamientos ocultos del emperador mexica.
Terminados los preparativos, el capitán español se despidió de Motecuhzoma,
rogándole que cuidase a los castellanos que quedaban en México y que velara, sobre
todo, para que sus súbditos no profanaran las sagradas imágenes colocadas en la
cúspide del Teocalli mayor. Prometió Motecuhzoma cumplir las peticiones de don
Hernán y los dos hombres se abrazaron con efusión. Aunque adversarios, ambos
reconocían la valía del rival y, qué duda cabe, ello les llevó a simpatizar.
A principios de mayo, Cortés, acompañado por ochenta infantes selectos, salía de
la gran México Tenochtitlan por la calzada de Iztapalapan. Una vez en la orilla,
Motecuhzoma, que había insistido en despedir a los arrojados castellanos, se apeó de
las doradas andas y volvió a abrazar a Cortés. Lejos estaban de saber que el
reencuentro se produciría en muy distintas circunstancias.
La pequeña tropa, libre de bagajes y soldaderas, avanzó con rapidez y pronto se
encontró en la Villa Rica de Veracruz. Por el camino, muchos de los notables aztecas
que se integraron en la expedición se volvieron pretextando cansancio u otros
motivos. En realidad regresaron a la bella metrópoli azteca para dar cuenta al
emperador del desarrollo diario de los acontecimientos.
El fratricida enfrentamiento, no por temido esperado, se produjo al fin. Los
eventos de la liz bien merecerían unas líneas; mas, por desgracia, ello escapa a los
fines de las presentes páginas. Baste con señalar que las avezadas tropas cortesianas
vencieron sin dificultad alguna a los verdes reclutas de Narváez. Sí añadiré, porque
ello concierne a nuestro relato, que durante su estancia en Veracruz, Cortés supo a
ciencia cierta algo que siempre había intuido: el diplomático y refinado
Motecuhzoma le traicionaba o, mejor dicho, practicaba un sutil doble juego:
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Días infaustos se avecinaban y, como si de un aviso del Cielo se tratase, la
desgraciada noticia que unos exhaustos tlaxcaltecas trajeron de México se conoció
antes de su llegada. ¿Cómo pudo suceder tan prodigioso caso? La historia, real o
ficticia, es tremendamente curiosa y, la verdad, no he podido resistir la tentación de
transcribirla. Estando los castellanos en placer y contento, un siniestro hidalgo
santanderino llamado Botello Puerto de Plata —astrólogo, nigromante y brujo, según
las malas lenguas— se acercó al alegre extremeño, que planeaba futuras conquistas, y
le comunicó con voz solemne:
Las palabras del tétrico personaje alarmaron a los soldados, quienes, espantados
por la inesperada advertencia, afirmaron a coro que el enigmático Botello disponía de
un demonio familiar.
Fuera magia negra, premonición o presentimiento, lo cierto del caso es que el
trágico augurio pronto se hizo realidad. Al poco tiempo, como hemos visto, dos
tlaxcaltecas llegaron al campamento y afirmaron que Pedro de Alvarado estaba
cercado en su fortaleza y aposento, y que le ponían fuego por dos partes en la misma
fortaleza, y que le habían muerto siete soldados (Bernal Díaz).
Negras noticias que una carta de Alvarado confirmó horas después.
Cuando la tropa se aprestaba a salir hacia Tenochtitlan, cuatro jadeantes nobles
aztecas se presentaron ante don Hernán y, con lágrimas en los ojos, denunciaron la
criminal conducta de Tonatiuh, que, sin ninguna justificación, asesinó a los nobles
mexicas que estaban bailando y haciendo fiesta a sus ídolos Vichilobos y Tezcatipuca
(Bernal Díaz).
El de Medellín, cegado por lo que consideraba una traición, escuchó la embajada
con ceño fruncido. Apenas los contritos magnates pronunciaron la última palabra,
Cortés los despidió con malos modos, respondiendo lacónicamente que iría a México
y pondría remedio en todo. Tan desabrida contestación disgustó al Señor del mundo,
quien, según Bernal Díaz, la sintió por muy mala, y hubo enojo de ella.
Dejemos a la hueste avanzando a marchas forzadas en socorro de sus cercados
compañeros y retrocedamos el curso del relato para explicar lo que, parafraseando al
magnífico veterano Bernal, podríamos intitular cómo la adversa fortuna vuelve de
presto su rueda.
Como se recordará, Cortés, antes de partir contra el servidor de Diego Velázquez,
dejó una guarnición en la lacustre Tencohtitlan para custodiar al regio rehén y —last
but not least— el fabuloso botín rapiñado. Las tropas de ocupación, bajo el mando
del apuesto Tonatiuh —sobrenombre que los mexicanos daban a Alvarado por sus
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cabellos— constaba de noventa y un infantes, catorce ballesteros, diez arcabuceros y
un pelotón de cinco jinetes; en total, ciento treinta hombres, a los que había que
añadir cuatrocientos auxiliares tlacaltecas.
Transcurridos algunos días de tranquila calma, Motecuhzoma visitó al oficial
Alvarado y le recordó que se acercaba la festividad del toxcatl, una fiesta que se
celebraba en el mes del mismo nombre en honor de Tezcatlipoca, la negra deidad de
la providencia. Antes de partir, Malinche había concedido permiso para efectuar la
ceremonia, afirmando que hiciesen lo que quisiesen, pues estaban en su patria; ahora,
Motecuhzoma esperaba que Tonatiuh renovara la licencia. Túvolo a bien el
extremeño, y así quedaron las cosas.
Al amanecer la infausta jornada, Alvarado se encaminó al Templo Mayor para
inspeccionar el lugar. Allí encontró tres indios trasquilados y vestidos de nuevo, que,
evidentemente, no podían ser sino los futuros protagonistas de un nuevo sacrificio
humano. Irritado el español ante aquella burla a las órdenes de don Hernán, quien
había prohibido tan nefasta práctica, prendió a las hipotéticas víctimas y las condujo
al palacio de Axayacatl.
Alvarado, cuya hermosa cabeza ardía por el esfuerzo que le suponía pensar —
práctica inusual en él—, no encontró otra solución para descubrir la verdad que dar
tormento a los pobres infelices. Tomaron los sayones a uno de ellos y, tendiéndole de
espaldas contra el suelo de la terraza, aplicaron brasas incandescentes sobre el
estómago. Aulló el indio de dolor y su cara se contrajo espantosamente. Tonatiuh,
rojo de ira, gritaba al torturado que confesase cuándo se iba a sublevar la ciudad.
Nada dijo el encausado, que murió a resultas del cruel interrogatorio. Insensible,
aquel brutal individuo ordenó que se arrojara el cadáver al patio y eligió otra víctima.
Al final, los reos acabaron por hablar y, claro está, con los tormentos dijeron lo que
quería el cruel inquisidor. Tarde o temprano, la verdad se pone de manifiesto…,
aunque haya que ayudarla, como hizo Alvarado, quien, según un testigo presencial,
tenía una lengua, que se decía Francisco, indio natural de Guatasta, que se llevó de
esta tierra cuando vino Grijalba, que decía lo que él mismo quería que dijese.
No había, pues, el mínimo resquicio para la duda: la población se levantaría
contra el invasor y, lógicamente, tan traidora conducta merecía un ejemplar castigo.
Puesta en estado de alarma la guarnición hispana, la mitad de ella quedó en el
cuartel, con orden de asesinar a los rehenes al menor indicio; la otra mitad marchó
con Alvarado al gran patio del recinto religioso de Tenochtitlan.
Una vez llegados, algunos españoles quedaron guardando las cuatro puertas y el
resto se distribuyó a lo largo y ancho del patio. Cuando Alvarado penetró en el lugar,
la brillante fiesta se hallaba en su apogeo. En el centro del solar, los músicos se
afanaban con los tambores, flautas y bocinas. A su alrededor, seiscientos bailarines de
ambos sexos, ordenados en círculos concéntricos, seguían el ritmo con las manos
entrelazadas. Más de tres mil personas, arrimadas a las paredes o sentadas en el suelo,
contemplaban la danza, que recibía el nombre de tlanahua (abrazo).
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A una señal del jefe español, un peón se acercó a uno de los músicos y de una
estocada le cercenó las manos. Al ver la bárbara crueldad, los teules se lanzaron
como lobos contra los descuidados mexicas, transformando la fiesta, concebida para
mayor gloria de la nobleza tenochca, en la cruel carnicería.
La noticia se difundió con la celeridad del rayo y la población, justamente
indignada, se lanzó furiosa contra los crueles asesinos. Corrieron éstos a refugiarse en
un fortín, cayendo algunos heridos o muertos por el camino. Apenas traspasó el
umbral del cuartel, el capitán Tonatiuh, que chorreaba sangre de la descalabrada
cabeza, se presentó ante Motecuhzoma y, bramando de furor, chilló: Mira lo que me
han hecho tus vasallos. El apesadumbrado tlatonai miró al español y replicó: Si tú no
lo comenzaras, mis vasallos no hubieran hecho esto. ¡Oh! Cómo os habéis echado a
perder y a mí también (Bernal Díaz).
Calló Alvarado sin saber qué replicar y abandonó la sala para organizar la
defensa; pero antes mandó que pusieran grillos al emperador.
Al día siguiente, los mexicanos asaltaron el cuartel y los desesperados defensores,
no encontrando otra solución para frenar la valerosa acometida, ordenaron que
Motecuhzoma subiera a la azotea para calmar a los excitados guerreros. Obedeció el
preso y se presentó a la vista de la enfurecida muchedumbre. El tlatoani, que aún
conservaba su orgullo, se negó a hablar directamente y empleó a un itzcuanhtzin,
gobernador de la ciudad gemela de Tlatelolco, como portavoz:
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¿Cómo respondió Motecuhzoma ante los acontecimientos que acabamos de
relatar? Ante todo, parece evidente que, contra lo sostenido por el sabio
decimonónico Manuel Orozco, el agudo intelecto de Motecuhzoma no se turbó por la
repentina aparición de nuevos teules, rivales de los que le mantenían prisionero. Por
el contrario, el sagaz tlacatecuhtli captó velozmente las posibilidades que la
conflictiva situación ofrecía. Gracias a la repentina llegada de Narváez, podía
eliminar de una vez por todas a los molestos intrusos. Si lo lograba, sus súbditos,
acaso, se olvidarían por una vez del rígido código moral de los guerreros tenochcas.
De ahí el sutil doble juego practicado por el astuto Motecuhzoma, un juego tan viejo
como la propia humanidad. ¿Habría logrado el emperador ganar la partida? Nunca lo
sabremos, porque la matanza del toxcatl —otro suceso inesperado— desbarató los
complejos planes del mexica.
Guste o no a aquellos aprendices de brujo —cientificistas, que no científicos—,
empeñados en aplicar los rígidos, modelos de la Naturaleza al complejo mundo
social, la variante humana, tan rica y compleja, resulta muchas veces impredecible.
Las estructuras —míticas, económicas, etc.— existen, sí; pero el arbitrario factor
humano puede descabalarlas. Cortés y Motecuhzoma se enfrentaban en una pugna de
agudeza, inteligencia y lógica. Ninguno pensó que el sagaz capitán Tonatiuh, de
quien se podría decir vuestra cabeza es bella pero sin seso, concibiera un astuto plan.
Al igual que los observadores de una partida de ajedrez que vulneran la famosa
máxima los mirones son de piedra y dan tabaco, Alvarado, un mero espectador en el
decisivo torneo que jugaban Motecuhzoma y Cortés, quiso intervenir y deslavazó las
estrategias de los contendientes. Caro pagarían el español y el mexica la irresponsable
actitud: el uno vería perecer bajo el macahuitl o espada indígena, lo más granado de
su ejército; el otro perdería su propia vida.
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«NACIDO PARA TEJER E HILAR»
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madera se abrieron con doloroso crujido y el ejército, libre de la opresión que le
atenazaba, se reunió con los compañeros cercados.
Nada más apearse Cortés del caballo, Alvarado, alcaide en funciones, se dirigió al
extremeño y, besándole las manos, depositó en ellas las llaves de la improvisada
fortaleza.
También Motecuhzoma, que vagaba por el amplio patio cual alma en pena, se
acercó a Malinche para saludarle; mas éste, como venía victorioso no le quiso oír, y el
Montezuma se entró en su aposento muy triste y pensativo (Bernal Díaz). Fray
Bartolomé de Olmedo, testigo del desaire, se apresuró a visitar al tlatoani para
excusar la injusta conducta del español, quien, al decir del mercedario, venía muy
cansado y sin gana de entrevistas.
Piadosa mentira, aunque burda, pues en aquellos momentos el de Medellín
interrogaba a su lugarteniente para conocer los motivos de la rebelión.
Alvarado esbozó una embrollada y oscura defensa, donde los motivos patrióticos
se mezclaban con otros de tipo religioso, ya que, balbució el confuso capitán,
Hitzilopochtli ordenó a los sátrapas que arrojasen gradas abajo la estatua de la Virgen
María que, como se recordará, los castellanos colocaron en la cúspide del Teocalli
mayor. Para complicar aún más el enredado asunto, el apuesto extremeño acusó
implícitamente a Motecuhzoma de organizar la sublevación. En opinión de Alvarado,
el tlacatecuhtli, viendo que los hispanos incumplían la promesa de abandonar México
apenas dispusieron de naos, pensó que debía acabar con la guarnición castellana de
Tenochtitlan, aprovechando el conflicto entre Cortés y Narváez, el cual,
evidentemente, se saldaría a favor del segundo.
Sobre la horrible matanza del toxcatl, el Tonatiuh se limitó a señalar que actuó de
manera preventiva, pues, por diversos testimonios, sabía que en acabando las fiestas
y bailes y sacrificios que hacían a su Uichilobos y a Tezcatepuca, que luego le habían
de venir a dar guerra, según el concierto [que] tenían entre ellos hecho (Bernal
Díaz).
Pues hanme dicho —replicó don Hernán irritado— que le demandaron licencia
para hacer el areito y bailes. Al oír aquella acusación, Alvarado masculló una excusa
tan absurda que el futuro marqués del Valle, ardiendo de cólera por la estulticia de su
subordinado, le dijo que era muy mal hecho y gran desatino y poca verdad, y que
plugiera a Dios que Montezuma se hubiera soltado y que tal cosa no la oyera a sus
oídos (Bernal Díaz).
¿Creyó realmente Malinche que Motecuhzoma estaba involucrado en la
conspiración?
Personalmente, me inclino por la respuesta negativa. A primera vista, la
descortesía del extremeño invita a suponer lo contrario; sin embargo, admitirlo
supone minusvalorar la inteligencia del antiguo estudiante de leyes.
Hasta el soldado más lerdo sabía que el tlatoani se valdría de la confusión
originada por la aparición de Pánfilo de Narváez para recobrar la libertad. De ahí que
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numerosos castellanos, encabezados por el alcaide Alvarado, creyeran ver ocultos
propósitos en la conmemoración del toxcatl. Haciéndose eco de esta versión,
Francisco de Aguilar, el conquistador que se metió a fraile dominico, escribe lo
siguiente en su Relación breve de la conquista de Nueva España:
Añade Aguilar que Motecuhzoma, astuto y sagaz, mandó cesar las hostilidades
cuando supo la derrota del servidor de Diego Velázquez.
Ahora bien, como el historiador dominico señala, una considerable parte de la
tropa que permaneció junto a Tonatiuh rechazó indignada la acusación de su jefe:
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Después de los sucesos del toxcatl, el otrora altivo huey tlatoani de Tenochtitlan
se vio en la necesidad de modificar el plan de actuación. La bárbara conducta del
inculto Alvarado había destrozado la última oportunidad que la diosa Fortuna puso en
las manos del desventurado Motecuhzoma.
El orgulloso pueblo mexica, azuzado por Cuitlahuac, Cuauhtemoc y los restantes
candidatos al icpalli o silla real tras la orgía de sangre desatada por Tonatiuh, le
odiaba y exigía su cabeza. Traidor a la patria, Motecuhzoma debería sufrir el castigo
que merecía su deshonesta conducta; pena que, sobra señalarlo, se extendía a los
miembros de la numerosa familia real.
No resulta, por tanto, extraño que amargas lágrimas brotaran de los ojos del
emperador y que éste, con voz insegura, pidiera al español que le traspasase con la
espada, porque, afirmó, los mexicanos eran crueles y vengativos y creyendo que él
había sido en aquella traición y cometida por su consejo, la matarían a él y a sus
hijos y mujeres (Diego Duran).
No exageraba, pues, un ápice el tlacatecuhtli cuando, recriminando a Alvarado,
afirmó que el militar había firmado con aquel irresponsable acto la sentencia de
muerte para todos ellos.
Los acontecimientos posteriores dieron la razón al desgraciado gobernante, ya
que en la confusión de los días siguientes a la degollina, los aztecas se entregaron a
una cruel venganza, que abarcó a todas aquellas personas relacionadas, directa o
indirectamente, con el tecpan.
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Así, apenas el tlacatecuhtli supo que Cortés se encontraba en Tetzcoco, ordenó a
uno de sus cortesanos que partiera de inmediato para la ciudad acolhua. El correo,
que viajó en compañía de los castellanos Hernández y Santa Clara, portaba un
mensaje, cuyo contenido, según el extremeño, rezaba lo siguiente:
… me decía que ya creía que debía saber lo que en aquella ciudad había
acaecido, y que él tenía pensamiento que por ello yo venía enojado y traía
voluntad de hacerle daño; que me rogaba que perdiese enojo, porque a él le
había pesado tanto cuanto a mí y que ninguna cosa se había hecho por su
voluntad y consentimiento y me envió a decir otras cosas para aplacarme la ira
que él creía que yo traía por lo acaecido y que me fuese a la ciudad a aposentar,
como antes estaba, porque no menos se haría en ella lo que yo mandase, que
antes se solía hacer.
Sin duda alguna, las mentes intolerantes —que siempre las hay, por desgracia—
censurarán la conducta del antiguo teopixqui, motejándole de traidor, vendido o
cobarde; mas semejantes calificativos me parecen del todo injustos.
Resulta muy fácil denostar la actitud del emperador desde la sosegada calma de
un despacho o la comodidad de una butaca; pero ¿cuál hubiera sido la reacción de
estas personas de encontrarse en la misma situación? Seguramente, habrían actuado
de la misma manera, aunque, claro está, se requiere una gran honradez para
reconocerlo. Ser un héroe de salón carece de dificultades.
El 25 de junio, la urbe se despertó con aspecto amenazador. La acostumbrada
hilera de criados cargados de alimentos no se presentó a las puestas de palacio,
porque, lógicamente, los pocos servidores de Motecuhzoma que sobrevivieron a la
matanza andaban huidos. Como señala poéticamente un informante indígena del
padre Sahagún:
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estaba muy airado y soberbio con la mucha gente de españoles que trata, y muy triste
y mohíno (Bernal Díaz).
No pudo elegir el pobre Motecuhzoma un momento más inoportuno para solicitar
una entrevista al de Medellín. Cuando el general oyó que dos nobles pedían, de parte
de su señor, una audiencia, la reprimida ira se desbordó y don Hernán, con la cara
desencajada, gritó:
—Vaya para perro, que aun tianguez no nos quiere hacer, ni de comer no
nos manda dar.
—Señor, temple su ira, y mire cuanto bien y honra nos ha hecho este rey de
estas tierras, que es tan bueno que si por él no fuera ya fuésemos muertos y nos
habrían comido, y mire que basta las hijas le ha dado.
El crudo diálogo —fielmente transcrito por Bernal Díaz— demuestra hasta qué
punto don Hernán, engreído con las mieles de la victoria, había perdido la sagacidad
que le caracterizaba, e iba de error en error.
Para demostrar a los bisoños soldados velazquistas, sorprendidos por el violento
tono de la discusión, la verdad de sus bravatas, el futuro marqués del Valle se volvió
hacia los aztecas y airadamente les ordenó transmitieran a Motecuhzoma este gélido
mensaje: si el tlatoani no mandaba de inmediato abrir el tianquiztli, que se atuviera a
las consecuencias.
Los cortesanos, que, por supuesto, habían captado las injuriosas frases, marcharon
cabizbajos a comunicar lo sucedido al tlacatecuhtli. ¡Cuánto sufriría el desgraciado al
escuchar el relato y la amenaza! Él, que era casi un dios viviente, se había
transformado en objeto de desprecio general.
Aunque Motecuhzoma sabía que la población de Tenochtitlan jamás volvería a
respetarle, el astuto monarca, interesado en hacer creer al de Medellín que resultaba
imprescindible para los españoles, se sobrepuso a la amargura y al dolor.
A diferencia del extremeño, el tlatoani conservaba intactas sus dotes mentales y
urdió con celeridad una sagaz contestación. Así pues, mandó comunicar a Cortés que
resultaba imposible cumplir la orden, porque su condición de prisionero le impedía
abandonar el palacio. Si los castellanos querían reanudar la actividad mercantil, el
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único medio factible consistía en liberar a alguno de los muchos rehenes, que
transmitiría al pueblo el imperial mandato.
He aquí otra nueva prueba de la talla intelectual del gobernante mexica.
Cualquiera que fuese el resultado de la gestión, el azteca quedaba bien con don
Hernán. Si los díscolos vasallos acataban el ucase, todo el mérito recaería en el
emperador: en caso contrario, nadie le podría acusar de traición. Además, utilizando
un intermediario, Motecuhzoma evitaba entrar en contacto con sus súbditos, cuyos
deseos homicidas no ignoraba el tlatoani.
Cortés cada vez más ofuscado, cayó en la trampa y dejó en libertad a Cuitlahuac,
hermano de Motecuhzoma y señor de Itztapalapan.
Desgraciada elección. De todos los aristócratas detenidos, Cuitlahuac era, sin el
menor genero de duda, el más peligroso. El señor de Itztapalapan se encontraba por
aquellas fechas en la flor de la edad. Hábil político y valeroso soldado, el hermano
menor de Motecuhzoma odiaba con todas sus fuerzas a los barbudos teules, como
demostraba su actuación precedente.
En su calidad de consejero imperial siempre se mostró partidario de combatir a
los advenedizos extranjeros y, posteriormente, cuando Malinche prendió al tlatoani,
participó de manera activa en la conjura del tetzcocano Cacamatzin. Con semejantes
antecedentes, no resulta raro que don Hernán, apenas conociera la captura de
Cuitlahuac, le confinara a la cadena gorda, reservada para los conspiradores
peligrosos.
Si Cortés creyó que el amor fraternal suavizaría la agresividad del joven príncipe,
pronto descubriría lo absurdo de la suposición. Antes que hermano de Motecuhzoma,
Cuitlahuac era tlaochcalcatl, un alto cargo militar que tradicionalmente ocupaban los
futuros tlatoque.
Apenas el señor de Itztapalapan se vio en libertad, se reunió con los nobles,
quienes destituyeron a Motecuhzoma y proclamaron tlatoani a Cuitlahuac. Este, que
ardía en deseos de inflingir el mayor daño a los españoles, se colocó al frente de los
escuadrones mexicas y reanudó las hostilidades. Los aztecas habían encontrado el
jefe idóneo para poner en marcha sus deseos de venganza.
Transcurrido un cuarto de hora, un español malherido llamó a las puertas de la
improvisada fortaleza. El castellano, que venía de Tlacopan en compañía de una hija
de Motecuhzoma y otras muchachas nativas, afirmó que:
Estaba toda la ciudad y camino por donde venía lleno de gente de guerra,
con todo género de armas, y que le quitaron las indias que traía y le dieron dos
heridas, y que si no se les soltara, que le tenían ya asido para meterle en una
canoa y llevarle a sacrificar (Bernal Díaz).
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Apenas pronunció el herido la última palabra, centenares de emplumados
guerreros asomaron por las avenidas que conducían al tecpan. Lanzando un
escalofriante grito bélico, los ejércitos aztecas se lanzaron en oleadas sucesivas contra
los muros del edificio, iniciando una pelea que se prolongaría sin interrupción durante
dos días.
En la madrugada del 27 de junio, los contingentes imperiales asaltaron de nuevo
el palacio con renovada furia. Decenas y decenas de guerreros caían sin vida; pero
nuevas tropas de refresco, ansiosas de entrar en combate, les sustituían. La situación
iba resultando cada vez más desesperada para los españoles, cuyos brazos, cansados
de matar, flaqueaban bajo el peso del acero.
Tratando de impedir la predecible derrota, Cortés recurrió a Motecuhzoma, la
única persona del real autoridad suficiente para evitar que los enfurecidos mexicas
efectuaran una cruel degollina. El desesperado extremeño pidió, pues, al tlatoani que
calmara a los tenochcas, prometiendo que los castellanos abandonarían la ciudad sin
demora alguna. Pero el ofendido emperador se negó:
El de Medellín, tozudo como las mulas de su terruño natal, envió una nueva
comisión, que triunfó allí donde la anterior había fracasado.
Derrochando amabilidad y buenas palabras a raudales, fray Bartolomé de
Olmedo, el capellán de la hueste, y Cristóbal de Olid lograron que el deprimido
tlacatecuhtli se prestase una vez más a sacar de apuros a la tropa española. No
obstante, Motecuhzoma, harto ya de sutilezas diplomáticas, habló con el corazón en
la mano, advirtiendo que de nada serviría la mediación:
Yo tengo creído —dijo— que no aprovecharé cosa ninguna para que cese la
guerra, porque ya tiene alzado otro señor y han propuesto de no os dejar salir
de aquí con vida; y así creo que todos vosotros habéis de morir (Bernal Díaz).
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sus palabras, seguramente, no variaron mucho de las que el historiador decimonónico
Manuel Orozco le atribuye en su monumental Historia antigua y de la conquista de
México:
No estoy preso entre los blancos, vivo entre ellos de mi voluntad y puedo
dejar el palacio e irme con vosotros cuando bien me plazca. Cesad el combate,
ninguna razón tenéis para pelear. Los teules prometen dejar la ciudad y con ello
quedaremos todos satisfechos.
Calla, bellaco, cuilón, afeminado, nacido para tejer e hilar y no para rey e
seguir la guerra. Estos perros cristianos que tú tanto amas te tienen preso como
a mascegual, y eres una gallina. No es posible si no que ésos se echan contigo y
tienen por su manceba (Francisco Cervantes).
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oscuro Tezcatlipoca, dios de la providencia, para agradecer el abyecto estado en que
se encontraba, el mejor al cual podía aspirar.
Malinche, siempre amable, le escarnecía y trataba de malos modos; pero aquella
conducta, ingrata por otra parte, resultaba infinitamente más humana que la
practicada por los antiguos vasallos, quienes, espoleados por sus ambiciosos
parientes, se atrevieron a atentar contra él.
Despreciado por los barbados teules de lívida faz, depuesto por la intrigante
nobleza mexica, injuriado y herido por el populacho de Tenochtitlan, el desdichado
Motecuhzoma se debatía víctima de la agitación que corroía su mente. Tan pronto se
arrancaba los vendajes, preso de incontenible furor, como caía al instante siguiente en
un estado taciturno y ensimismado, negándose a ingerir alimentos o a escuchar
palabras de consuelo. La férrea personalidad del antiguo teopixqui había fallado al fin
ante los duros embates del destino.
En uno de sus pocos momentos de lucidez, el paciente mandó llamar a don
Hernán para comunicarle sus últimas voluntades. El extremeño, que maldecía la
pasada arrogancia, madre de tanta sangre y dolor, acudió solícito a la cabecera del
enfermo. Miró Motecuhzoma con ojos opacos al antiguo adversario y, tras recordarle
los servicios y buenas obras que le había hecho, le suplicó que velase por sus hijos,
proscritos por el vengativo designio de la oligarquía azteca.
En especial, le encomendaba a Chimalpopoca, heredero del icpalli, y a tres niñas
de corta edad, las mejores joyas que tenía. Dice el extremeño que Motecuhzoma le
encargó
tuviese por bien de tomar a cargo tres hijas suyas que tenía, y que las
hiciese bautizar y mostrar nuestra doctrina, porque conocía que era muy buena;
a las cuales, después que yo gané esta dicha ciudad, hice luego bautizar, y
poner por nombres a la una que es la mayor, su legitima heredera, Doña Isabel,
y las otras dos Doña María y Doña Marina; y estando en finamiento de la dicha
herida, me tomó a llamar y rogar muy ahincadamente, que si él muriese, que
mirase por aquellas hijas, que eran las mejores joyas que él me daba y que
partiese con ellas de lo que tenía, porque no quedasen perdidas, especialmente
a la mayor, que ésta quería él mucho.
Cuando no nos catamos, vinieron a decir que era muerto. Y Cortés lloró por
él, y todos nuestros capitanes y soldados, y hombres hubo entre nosotros, de los
que le conocíamos y tratábamos, de que fue tan llorado como si fuera nuestro
padre, y no no hemos de maravillar de ello viendo qué tan bueno era.
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Habiendo observado el de Medellín que los mexicas paraban las hostilidades para
honrar a los caídos, Cortés se asomó al pretil de la azotea y comunicó a los oficiales
enemigos que deseaba parlamentar con ellos.
El dicho Cortés, con parecer de los capitanes, mandó matar sin dejar
ninguno, a los cuales ya tarde sacaron y echaron en los portales donde están
ahora las tiendas, los cuales llevaron ciertos indios que habían quedado que no
mataron, y llevados sucedió la noche, la cual venida allá a las diez vinieron
tanta multitud de mujeres con hachas encendidas y braseros y lumbres que
ponía espanto. Aquéllas venían a buscar a sus maridos y parientes que en los
portales estaban muertos, y al dicho Moteczuma también, y así como las
mujeres conocían a sus deudos y parientes (lo cual veíamos los que velábamos
en el azotea con la mucha claridad), se echaban encima con muy gran lástima y
dolor y comenzaban una grita y llanto tan grande que ponía espanto y temor.
Dos horas después, la hueste, amparada por las sombras de la noche, se retiraba
furtivamente de la ciudad. Había comenzado la famosa Noche triste.
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Hasta aquí los hechos, tal y como sucedieron, o, al menos, por verídicos los
consignaron los cronistas. Sin duda, podría cortar la narración; empero no está de más
consignar, siquiera con brevedad, la que se ha dado en llamar visión de los vencidos.
Y ello, no por mostrar una talante ecuánime y objetivo, sino porque la opinión del
pueblo mexica sobre la muerte del tlatoani constituye el digno colofón, con conseja
moralizante incluida, de esa monstruosa biografía, subjetiva y pasional, que presentan
los autores de inspiración indiana.
Ante todo, debe quedar claro la absurda confusión de los textos nativos, cuya
inaudita incoherencia contrasta vivamente con la monolítica versión castellana.
Prescindiendo de la parafernalia científica habitual, examinemos con rapidez la
versión indígena. Lo primero que llama la atención de la interpretación mexicana es
que ninguna fuente coincide en la causa de la muerte de Motecuhzoma.
Así, un historiador de origen chalca, que firmaba con los impronunciables
apellidos Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, afirma que los castellanos estrangularon al
servil gobernante. Nada tendríamos que objetar al afamado escritor —quien, dicho
sea al paso, cometió la estulticia de trastocar la realidad, convirtiendo a los chalcas,
fieles aliados de don Hernán, en fervorosos defensores de la cusa mexica— si su
interpretación coincidiera con otros escritos.
Por desgracia, no ocurre tal cosa, ya que los restantes cronistas, partidarios de
ofrecer una descripción tremebunda, prescindieron de la soga y se inclinaron por el
puñal, un recurso político-literario de lo más espectacular. Por ejemplo, el padre
Durán, un benemérito fraile dominico, señala que los aztecas hallaron muerto [a
Motecuhzoma] con una cadena a los pies y con cinco puñaladas en el pecho.
Perfecto, salvo, quizá, porque un cronista anónimo, de mentalidad folletinesca,
embrolló un poquito más el ya confuso caos al testificar que:
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crimen a la cuenta del adversario blanco. La maniobra no es nada burda y simplista;
por el contrario, está muy elaborada. La versión de fray Diego Durán, más elaborada
que las demás, dice textualmente:
Huidos los españoles de México y muertos todos los que cogieron, dice esta
historia que entraron los mexicanos a los aposentos a buscar a su rey
Motecuhzoma para ejecutar en él no menos crueldades que en los españoles
habían ejecutado y que, andándole a buscar por los aposentos, le hallaron
muerto…, y junto a él, a muchos principales y señores, que juntamente estaban
presos en su compañía, todos muertos a puñaladas, a los cuales mataron a la
salida que salieron de los aposentos.
La argumentación, sutil donde las haya, resulta perfecta desde el punto de vista de
la lógica. Los indignados tenochcas irrumpen en el tecpan para dar muerte al traidor
Motecuhzoma, pero le encuentran encadenado y con el cuerpo cosido a puñaladas.
¿Qué se deduce de semejantes premisas? Que los hombres del pendón carmesí
asesinaron al tlatoani.
Hermoso paralogismo, aunque falso, como todos los sofismas. ¿Por qué iban los
teules a ejecutar al tlacatecuhtli? ¿Para huir de la urbe mientras los indios se
entretenían en las exequias? En ese supuesto, el cadáver tendría que haberse
entregado a los mexicanos horas antes de la retirada. La donación, según se
desprende del texto, no se efectuó… ergo el argumento merece el calificativo de
falacia.
El erudito norteamericano William H. Prescott, cuyas páginas sobre la conquista
de México constituyen un magnífico ejemplo de objetividad historiográfica, tildó de
monstruosa la acusación de regicido vertida contra don Hernán. Monstruosa, sí; pero
sobre todo inteligente.
Para desvelar los tapados fines de la bien urdida trama, no sólo se necesita sentido
común y ecuanimidad, también se requiere una exhaustiva información; requisito este
último difícil de obtener en la Nueva España virreinal. De ahí que algunos
misioneros, varones prudentes y de esmerada educación, adoptaran sin pestañear el
relato de su cobriza grey.
De hecho, los aztecas, tan astutos como valerosos, ganaron el último y definitivo
combate, el de la historia, pues, qué duda cabe, el vencido siempre despierta simpatía,
máxime si logra legar a la posteridad el registro de sus desventuras. Sin embargo,
semejante sentimiento no debe erigirse en cortapisa de la verdad, por muy dura que
ésta sea. La visión mexicana del dramático enfrentamiento hispano-azteca, digna de
respeto y estudio, es, se quiera o no, subjetiva o partidista. Acaso, incluso más
beligerante que la castellana.
Los autores de esta reelaboración histórica, miembros del estrato dominante,
aprovecharon la ocasión para vilipendiar a Motecuhzoma Xocoyotzin, su antiguo
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opresor, concediéndole el papel de traidor.
La figura del tlatoani, manipulada y deformada por anónimas manos, adoptó la
forma de un Quisling mexicano, de un colaboracionista cobarde y vendepatrias, cuyo
destino no podía se otro que la muerte. Y así sucedió, si bien la ejecución, fruto del
azar, tuvo poco de ejemplar. Para remediar tamaña injusticia de Clío, lo aristocráticos
historiógrafos trocaron sin pudor la realidad de los hechos.
La versión nativa de la muerte de Motecuhzoma perseguía dos objetivos. De un
lado, potenciaba la crueldad de los teules, transformándolos en salvajes animales
capaces de asesinar a sus servidores más leales; del otro, cerraba la falaz referencia a
Motecuhzoma con broche de oro. ¡Qué mejor castigo para un traidor que perecer a
manos de sus amos! Objetivos, a lo que se ve, alcanzados sin grandes dificultades.
A punto de cumplirse el cuadrigentésimo aniversario de la caída de Tenochtitlan,
numerosos estudiosos, siguiendo los pasos de los misioneros novohispanos,
continúan aceptando sin el menor sentido crítico la interpretación mexicana del
sangriento encuentro. Refiriéndose precisamente al tema que nos ocupa, fray Diego
Durán dejó escrito este jugoso párrafo:
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Me resulta difícil de creer. La situación era demasiado desesperada para andarse
con sutilezas maquiavélicas. Si el de Medellín quería provocar el pánico en el
adversario, desde luego no trataría de disimular el óbito; por el contrario, buscaría el
método más cruel y espectacular.
Motecuhzoma trató de evitar por los medios a su alcance el triste destino que se
cernía sobre él, mas, a la vista está, fracasó. Mientras el conflicto discurrió por cauces
semisecretos, el tlatoani se esforzó por conservar su privilegiada posición,
enfrentándose indistintamente a los barbudos teules y a los díscolos cortesanos
aztecas. Ahora bien, la entereza del emperador se esfumó cuando el populacho de
Tenochtitlan, silencioso hasta entonces, repudió de formal inequívoca al
todopoderoso monarca.
La insubordinación del 27 de junio provocó un tremendo shock en el ánimo del
altivo tlatoani, acostumbrado a la obsequiosa servilidad de la plebe. Escarnecido y
vejado por tirios y troyanos, el antiguo tlacatecuhtli, demasiado orgulloso para
aceptar la cruda realidad, optó por jugar la única baza honrosa que le quedaba, la del
suicidio.
Partiendo de lo expuesto, las irreconciliables versiones española y mexicana se
engarzan sin ninguna dificultad, proporcionándonos una secuencia bastante lógica y
completa del luctuoso suceso.
Tras el suicidio de Motecuhzoma, el capitán extremeño entregó el rígido cadáver
a los guerreros de Cuitlahuac, esperando que el combate cesaría durante las exequias.
No sucedió así, y don Hernán, ansioso por huir de aquella ratonera, asesinó al resto
de los cautivos, logrando al fin que parase el recio ataque.
Por desgracia, el inflexible y cruel Hado decretó que el emperador, a semejanza
del genial Paganini, tardara en gozar la paz del sepulcro. Cuando los españoles
cedieron a sus contrincantes el molesto cuerpo, nadie acudió a recogerlo. Un hombre
llamado Apanecatl, sintiendo lástima de los pobres despojos que yacían en el patio
sin que persona alguna se ocupara de ellos, tomó sobre sí la onerosa responsabilidad
de proporcionar un funeral digno a los restos mortales del tlacatecuhtli.
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Finalmente, las rojas llamas lamieron el helado cuerpo de Motecuhzoma
Xocoyotzin, cuya carne hedía muy mal al arder. Mientras la enjuta osamenta del
omnipotente tlatoani se reducía a cenizas, los espectadores, con ira y sin afecto, se
burlaban de la patética cremación:
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BIBLIOGRAFÍA
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CRONOLOGÍA
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GERMÁN VÁZQUEZ CHAMORRO. Nació en 1955 Madrid, España. Estudió
Magisterio en la Universidad Autónoma de Madrid, la licenciatura de Antropología y
Etnología de América en la Universidad Complutense, con la que obtuvo Premio
Extraordinario, y el doctorado en Historia Moderna en la UNED. Sus investigaciones
se han centrado en el fascinante mundo de las crónicas e historias del México de los
siglos XVI y XVII.
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Notas
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[1]El nombre del emperador mexicano se ha transcrito de muchas formas; desde el
popular Moctezuma hasta el complejo Moteuczomatzim, cronistas e historiadores
llamaron al señor azteca Montezuma, Mutezuma, Muteccuzuma, etc. En las páginas
siguientes emplearé el término Motecuhzoma, más correcto desde el punto de vista
lingüístico. <<
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