Tanning, Dorothea - Poemas
Tanning, Dorothea - Poemas
Tanning, Dorothea - Poemas
Puedes ser mujer y puedes ser artista; pero lo primero te viene dado y lo segundo eres tú.
Dorothea Tanning
Conocida como pintora y escultora, surrealista en sus comienzos y derivando después hacia la
abstracción, Dorothea Tanning (Illinois, 1910-Nueva York, 2012) cambió los pinceles por la
pluma pasada ya la ochentena de su longeva vida. Autora de dos libros de poemas y de varios
volúmenes de memorias, este cambio de modo de expresión artística, al margen de los
condicionamientos físicos —sin duda es más fácil manejar papel y lápiz, o teclado, que lienzos
de gran tamaño—, constituye un buen ejemplo de lo que Miguel Delibes describe en un ensayo
titulado La creación literaria como consustancial al creador; a saber, que la necesidad expresiva
es anterior al medio elegido, y que viene condicionada a menudo antes por las circunstancias
que por ser más diestro en una cosa que en otra: «Cuando el novelista pinta, el pintor escribe o
el fotógrafo hace cine, les empuja un anhelo de perfección, de añadir un nuevo matiz, de
redondear una idea. La pluma, el pincel o la cámara ya no llegan donde ellos quisieran llegar, y
entonces cambian de instrumento, ensayan uno nuevo. El artista suele reservar una posibilidad
en la trastienda».
La poesía de Dorothea Tanning, que se refería a sí misma con elegante ironía como «la más
vieja de los poetas emergentes,» ha sido definida por Dan Chiasson como una suerte de
«charla casual metafísica» («metahpysical small talk»). Afloran en ella reminiscencias oblicuas
de su larga vida como pintora, viviendo en distintos lugares de América y Europa junto con su
marido, el también pintor Max Ernst, y compartiendo experiencias con los artistas con los que
coincidió, contadas asimismo con extraordinaria vivacidad en su libro de memorias Between
Lives. Pero más que hechos concretos o impresiones asociadas a la creación, lo que de verdad
emparenta sus poemas con su vida es un constante desacomodo; una ruptura con lo esperable,
normalmente jubilosa, que se cuela en la poesía antes respondiendo a un rasgo de personalidad
que a la búsqueda de un efecto «surrealista,» etiqueta estética que Tanning ya daba por
superada en su época de escritora.
El ejemplo más patente de este hilo conductor que se devana desde su pintura de juventud
hasta su etapa final como poeta parte de uno de sus cuadros más célebres, Cumpleaños
(Birthday), pintado en 1942 siguiendo los cánones del surrealismo, y que despertó en Max Ernst
el interés por conocer a su joven autora. El rostro de la autorretratada, afirma Chiasson, «es en
todos sus matices el rostro de la joven resuelta del Medio Oeste, y […] transmite una especie de
conmoción por haber terminado, de entre todos los lugares posibles en este mundo, dentro de
un cuadro surrealista —uno que ella había pintado». Muchos años después, volviendo al asunto
del cumpleaños, Tanning escribirá un poema titulado «Secreto», aquí en traducción de Marta
López Luaces:
En uno de esos cumpleaños, uno de los tantos que he tenido,
volvía de la fiesta a casa por el parque,
satisfecha por haberme resistido a mencionar el cumpleaños:
¿por qué recibir felicitaciones tan sólo por vivir?
Alejándose de la fiesta a la que había sido invitada, la poeta termina confesándole su secreto a
los árboles del parque nocturno que atraviesa: «Es mi cumpleaños». Recelosa de los ambientes
artísticos en particular y de la vida social en general, conserva de este modo intacta una manera
de estar consigo misma que, como mucho, accede a compartir con la naturaleza: «Ese día un
júbilo de hojas / me envolvió en una intimidad verde tan confiable que les conté / mi secreto…».
Tan intacta a los noventa como cuando, con dieciséis, emplea su primer sueldo de ayudante en
la biblioteca municipal de su ciudad natal en alquilar una cabaña junto al lago, con el fin de pintar
y estar a su aire durante sus dos semanas de vacaciones, para perplejidad de toda su familia y
compañeras de estudios. O cuando, después de tres estériles semanas en una academia de
pintura de Chicago, decide romper con la enseñanza reglada, dado que el profesor, seguidor a
pies juntillas de una de las etapas de Picasso, le impedía pintar de cualquier otra manera. E
incluso cuando, a destiempo, desembarca en agosto de 1939 en un París desierto por la
inminencia de la guerra, su espíritu se sobrepone a las circunstancias: «Ahí afuera no hay nada
sencillo, ni una persona que conozca o un amigo de un amigo. Solamente hay una firme
resolución, plantada como un árbol en el futuro que había decidido para mí: volver. ¿Mis
artistas? Ellos también volverían algún día, dicen las nubes francesas, los cafés vacíos, las
calles de grisalla».
La «charla casual metafísica» de la poesía de Tanning a la que se refiere Chiasson tiene que
ver, por ejemplo, con los poemas en los que diserta sobre el tiempo. En contra de lo que podría
esperarse, Tanning no parece especialmente preocupada por haber entrado en la vejez, ni por la
naturaleza mortal del ser humano, al menos no más que en etapas anteriores de su vida. Sus
poemas sobre el tiempo se refieren más bien al típico «parte meteorológico aproximado» que
todos compartimos, a falta de algo mejor que decir, en conversaciones superficiales con aquellos
con quienes no nos une una relación estrecha: el pronóstico, la nevada inesperada, la primavera
inestable que no termina de llegar, el calor sofocante… la falta de solemnidad que dejan traslucir
estos poemas corre paralela a las esculturas orgánicas que, a partir de la década de los sesenta,
Tanning comenzó a fabricar con materiales perecederos —espuma, paja—, apartándose así del
mármol o el bronce y de su implícita aspiración a sobrevivir a la devastación del tiempo. La
ligereza, que no simplicidad, de tales poemas, pretende consignar y celebrar el aquí y el ahora,
sin más: «Me ha dado por maravillarme / de los árboles del parque», escribe en «Mujer
saludando a los árboles». Incluso cuando vuelve su mirada al pasado, como en el poema
«Artista, una vez» —los dos en traducción de Jordi Doce—, el tono elude la complacencia, sin
dejar de abordar un recuerdo feliz:
[…]
Por otra parte, en varias composiciones se observa cómo la Dorothea Tanning poeta conversa
con la artista plástica. Sin abandonar tono, estilo e intención, en ese ambiente vivaz y
antirretórico que las caracteriza se cuela de pronto la «metafísica», esto es, el pensamiento de
mayor calado, propiciado por la misma extrañeza que, tanto con el pincel como con la palabra,
introduce incongruencia, disipa los límites conocidos y deja en el lector o espectador una
sensación de no conocer del todo el suelo que se pisa. En un soneto titulado «Informe desde el
terreno», digno del poeta-fingidor de Pessoa, el dístico final aparca el ingenio que juega a
despistar para proclamar, en inequívoco estilo renacentista, lo siguiente:
A veces, incluso, eso que no parecía consustancial al poema emerge por sí solo y desemboca
en singular pesadilla. Ocurre en el poema «Fresas», desasosegante episodio cuya protagonista
podría ser una de esas señoras que conocemos solamente de vista cuando nos la cruzamos en
el supermercado. Nada es seguro leyendo a Tanning, ni la tragedia ni la comedia, por suerte
para quienes la lean. Como la vida misma, podríamos añadir. Como esa voluntad de
«Camuflaje» de sus versos, al cabo de tantos años y experiencias y, por supuesto, en cualquier
estación o condición meteorológica: