Tanning, Dorothea - Poemas

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Presentamos un poema de la poeta, pintora y escultora norteamericana Dorothea

Tanning (Illinois 1910 – Manhattan 2012). También fue diseñadora de vestuario de


ballet y teatro. Estuvo casada con Max Ernst quien la introdujo el en surrealismo
tan presente en sus pinturas e ilustraciones. La traducción corre a cargo de la poeta
y narradora argentina Yanina Audisio (Río Cuarto, Córdoba, Argentina, 1983).

Mujer saludando a los árboles

Como si nadie pudiera


Advertirlo al principio.
Me he entregado al prodigio
Ante los árboles de nuestro parque.
Sólo una cosa puedo decirte:
Son grandiosos
Y lo saben.
También están exhaustos,
Cientos de años
Atrapados en el mismo sitio—
Grandiosos paralíticos.
Cuando estoy debajo,
Sienten mi mirada,
Observan cómo agito mi loca
Mano, y envidian mi alegría
De ser un blanco móvil.

Los perezosos en los bancos


Comienzan a notarlo.
Uno al otro se dicen:
“Las cosas que hay que ver…”
La mayoría de ellos mira
Abajo hacia la nada como si no hubiera
En verdad nada más para
Mirar hasta que aparece
Esa mujer saludando a lo alto
Hacia las ramas
De los viejos árboles. Levanten sus
Cabezas, amigos, miren arriba
Pueden ver más
De lo que creían posible,
Arriba donde algo puede
Devolverle el saludo, para decirle
Que ella ha visto lo magnífico.

mujer saludando a los árboles

Lo normal es que nadie


se dé cuenta al principio.
Me ha dado por maravillarme
de los árboles del parque.
Algo puedo deciros:
son hermosos
y lo saben.
También están exhaustos,
cientos de años
atascados en el mismo lugar:
hermosos paralíticos.
Cuando estoy a sus pies
sienten que los observo,
miran cómo agito mi necia
mano, y envidian la alegría
de ser un blanco móvil.

Los ociosos que pueblan los bancos


empiezan a fijarse.
«Hay gente para todo…»,
se oye decir.
Muchos tienen los ojos
perdidos en el suelo,
como si de verdad no hubiera nada
que mirar, hasta que
ahí va esa mujer
saludando a las ramas
de estos viejos árboles. Alzad
la frente, amigos, mirad arriba,
puede que veáis más
de lo que nunca os pareció posible,
justo ahí donde algo
la saluda tal vez para decirle
que ha visto lo maravilloso.

Mujeres artistas. No existe tal cosa —ni persona. Es una contradicción


en los términos lo mismo que «hombre artista» o «elefante artista».

Puedes ser mujer y puedes ser artista; pero lo primero te viene dado y lo segundo eres tú.

Dorothea Tanning

Conocida como pintora y escultora, surrealista en sus comienzos y derivando después hacia la
abstracción, Dorothea Tanning (Illinois, 1910-Nueva York, 2012) cambió los pinceles por la
pluma pasada ya la ochentena de su longeva vida. Autora de dos libros de poemas y de varios
volúmenes de memorias, este cambio de modo de expresión artística, al margen de los
condicionamientos físicos —sin duda es más fácil manejar papel y lápiz, o teclado, que lienzos
de gran tamaño—, constituye un buen ejemplo de lo que Miguel Delibes describe en un ensayo
titulado La creación literaria como consustancial al creador; a saber, que la necesidad expresiva
es anterior al medio elegido, y que viene condicionada a menudo antes por las circunstancias
que por ser más diestro en una cosa que en otra: «Cuando el novelista pinta, el pintor escribe o
el fotógrafo hace cine, les empuja un anhelo de perfección, de añadir un nuevo matiz, de
redondear una idea. La pluma, el pincel o la cámara ya no llegan donde ellos quisieran llegar, y
entonces cambian de instrumento, ensayan uno nuevo. El artista suele reservar una posibilidad
en la trastienda».

En español, Tanning ha conocido repercusión en reseñas y estudios casi exclusivamente como


pintora y escultora, y solo en épocas muy recientes como poeta. Ello hace más valiosas todavía
aportaciones aisladas como la de Jordi Doce —posiblemente el mejor divulgador de la poesía
contemporánea angloamericana en nuestro país—, quien le dedicó dos entradas de su
blog Perros en la playa en años recientes, la última con motivo de su muerte. Ambas están ahora
recogidas en su volumen de traducciones Libro de los otros, publicado en este mismo año y
apenas unos meses después de la aparición del primer libro de poemas de la autora en edición
bilingüe, con el título de Índice. La Tanning poeta comienza así, por fin, a sonar en los oídos del
lector en nuestra lengua.
El «segundo» arte de Dorothea Tanning

La poesía de Dorothea Tanning, que se refería a sí misma con elegante ironía como «la más
vieja de los poetas emergentes,» ha sido definida por Dan Chiasson como una suerte de
«charla casual metafísica» («metahpysical small talk»). Afloran en ella reminiscencias oblicuas
de su larga vida como pintora, viviendo en distintos lugares de América y Europa junto con su
marido, el también pintor Max Ernst, y compartiendo experiencias con los artistas con los que
coincidió, contadas asimismo con extraordinaria vivacidad en su libro de memorias Between
Lives. Pero más que hechos concretos o impresiones asociadas a la creación, lo que de verdad
emparenta sus poemas con su vida es un constante desacomodo; una ruptura con lo esperable,
normalmente jubilosa, que se cuela en la poesía antes respondiendo a un rasgo de personalidad
que a la búsqueda de un efecto «surrealista,» etiqueta estética que Tanning ya daba por
superada en su época de escritora.

El ejemplo más patente de este hilo conductor que se devana desde su pintura de juventud
hasta su etapa final como poeta parte de uno de sus cuadros más célebres, Cumpleaños
(Birthday), pintado en 1942 siguiendo los cánones del surrealismo, y que despertó en Max Ernst
el interés por conocer a su joven autora. El rostro de la autorretratada, afirma Chiasson, «es en
todos sus matices el rostro de la joven resuelta del Medio Oeste, y […] transmite una especie de
conmoción por haber terminado, de entre todos los lugares posibles en este mundo, dentro de
un cuadro surrealista —uno que ella había pintado». Muchos años después, volviendo al asunto
del cumpleaños, Tanning escribirá un poema titulado «Secreto», aquí en traducción de Marta
López Luaces:
En uno de esos cumpleaños, uno de los tantos que he tenido,
volvía de la fiesta a casa por el parque,
satisfecha por haberme resistido a mencionar el cumpleaños:
¿por qué recibir felicitaciones tan sólo por vivir?

Alejándose de la fiesta a la que había sido invitada, la poeta termina confesándole su secreto a
los árboles del parque nocturno que atraviesa: «Es mi cumpleaños». Recelosa de los ambientes
artísticos en particular y de la vida social en general, conserva de este modo intacta una manera
de estar consigo misma que, como mucho, accede a compartir con la naturaleza: «Ese día un
júbilo de hojas / me envolvió en una intimidad verde tan confiable que les conté / mi secreto…».
Tan intacta a los noventa como cuando, con dieciséis, emplea su primer sueldo de ayudante en
la biblioteca municipal de su ciudad natal en alquilar una cabaña junto al lago, con el fin de pintar
y estar a su aire durante sus dos semanas de vacaciones, para perplejidad de toda su familia y
compañeras de estudios. O cuando, después de tres estériles semanas en una academia de
pintura de Chicago, decide romper con la enseñanza reglada, dado que el profesor, seguidor a
pies juntillas de una de las etapas de Picasso, le impedía pintar de cualquier otra manera. E
incluso cuando, a destiempo, desembarca en agosto de 1939 en un París desierto por la
inminencia de la guerra, su espíritu se sobrepone a las circunstancias: «Ahí afuera no hay nada
sencillo, ni una persona que conozca o un amigo de un amigo. Solamente hay una firme
resolución, plantada como un árbol en el futuro que había decidido para mí: volver. ¿Mis
artistas? Ellos también volverían algún día, dicen las nubes francesas, los cafés vacíos, las
calles de grisalla».

La «charla casual metafísica» de la poesía de Tanning a la que se refiere Chiasson tiene que
ver, por ejemplo, con los poemas en los que diserta sobre el tiempo. En contra de lo que podría
esperarse, Tanning no parece especialmente preocupada por haber entrado en la vejez, ni por la
naturaleza mortal del ser humano, al menos no más que en etapas anteriores de su vida. Sus
poemas sobre el tiempo se refieren más bien al típico «parte meteorológico aproximado» que
todos compartimos, a falta de algo mejor que decir, en conversaciones superficiales con aquellos
con quienes no nos une una relación estrecha: el pronóstico, la nevada inesperada, la primavera
inestable que no termina de llegar, el calor sofocante… la falta de solemnidad que dejan traslucir
estos poemas corre paralela a las esculturas orgánicas que, a partir de la década de los sesenta,
Tanning comenzó a fabricar con materiales perecederos —espuma, paja—, apartándose así del
mármol o el bronce y de su implícita aspiración a sobrevivir a la devastación del tiempo. La
ligereza, que no simplicidad, de tales poemas, pretende consignar y celebrar el aquí y el ahora,
sin más: «Me ha dado por maravillarme / de los árboles del parque», escribe en «Mujer
saludando a los árboles». Incluso cuando vuelve su mirada al pasado, como en el poema
«Artista, una vez» —los dos en traducción de Jordi Doce—, el tono elude la complacencia, sin
dejar de abordar un recuerdo feliz:

Érase un cuarto de alquiler.

Con un catre y una ventana,


alcanzaba para soñar,
para un hecho asombroso como
estar al fin, y sin lugar a dudas,
en Nueva York, alcanzaba
para guardar, como en un embarazo,
esas telas aún no pintadas
del porvenir.

El descubrimiento de la poesía de Dorothea Tanning me ha llevado a pensar en la necesidad de


reivindicar, en el arte como en la vida, la presencia de los quizá injustamente llamados «vínculos
débiles», esos que mantenemos, precisamente, a través de conversaciones casuales como las
que tienen que ver con si está haciendo frío o es posible que llueva. Se trata de poemas que
podrían estar encarnados en las personas que forman parte de nuestro paisaje cotidiano —la
vecina con la que siempre acabamos hablando de gatos, el dependiente de la tienda que nunca
se apea de su sonrisa y sus ganas de bromear—, tanto como en los pequeños movimientos
inesperados que también habitan nuestro día a día: la luna apareciendo por sorpresa entre
bloques de pisos, las macetas de un rojo rabioso en un balcón cualquiera en las que hoy
reparamos por primera vez… esa insistencia en el presente y sus pequeñas ofrendas como
medida de las cosas, sin énfasis, no solo no banaliza la obra de la artista sino que, muy al
contrario, devuelve la atención a lo que, desde su sencillez, está revestido de la mayor seriedad.
La observación pausada, el humor, la elegancia y la ironía son consustanciales a una manera de
escribir que, en el poema «¿Eres?», de nuevo en traducción de Marta López Luaces, retoma una
y otra vez el asunto del desacomodo gratamente buscado, en esta ocasión en relación con la
identidad (no en vano, el libro al que pertenece, Índice, viene precedido por la cita de Michel de
Montaigne «Es difícil ser siempre la misma persona»):

Si un expatriado es, como creo, alguien


que nunca olvida, ni por un instante,
serlo,
entonces no.

Pero si sabes que siempre


cargas tu país
contigo, tus raíces,
un terrón
como un alma que nunca te abandonará
varada en un subconjunto extranjero de
ti mismo o de tu modo
indómito;

[…]

entonces, sí. Todos los hogares son el hogar; espejismos


por todas partes. Excepto por
la gravedad, no hay
límites,
nunca los hubo, nunca los habrá,
ni aquí ni allí para frustrar
tu leyenda de
fantasías de loto.

Permanece en el planeta, si puedes. No hace


tanto frío y, es más,
sube la temperatura
constantemente.

Por otra parte, en varias composiciones se observa cómo la Dorothea Tanning poeta conversa
con la artista plástica. Sin abandonar tono, estilo e intención, en ese ambiente vivaz y
antirretórico que las caracteriza se cuela de pronto la «metafísica», esto es, el pensamiento de
mayor calado, propiciado por la misma extrañeza que, tanto con el pincel como con la palabra,
introduce incongruencia, disipa los límites conocidos y deja en el lector o espectador una
sensación de no conocer del todo el suelo que se pisa. En un soneto titulado «Informe desde el
terreno», digno del poeta-fingidor de Pessoa, el dístico final aparca el ingenio que juega a
despistar para proclamar, en inequívoco estilo renacentista, lo siguiente:

El pintor y el poeta, a veces, parecen mentir,


angustiosamente saben que es más bien morir.

[Painter and poet, sometimes said to be lying,


Agonizingly know it is more like dying].

Me he permitido modificar, en estos versos, la impecable traducción de Marta López Luaces en


la versión publicada en libro, en aras de la rima final, que considero importante mantener. Como
en los sonetos más célebres de Shakespeare sobre el arte como única manera de vencer al
tiempo, aquí la equiparación «mentir/morir» («lying/dying») conlleva una intención que la rima no
hace sino subrayar. Una llamada de atención que, también en el poema titulado «Dos ratones de
ciudad», de lúdica referencia baudeleriana («mi roedor semblable, mi pequeñito frère»), da la
verdadera medida de la poesía de Dorothea Tanning: revela la glosa, la sonda, lo que
permanece oculto en una superficie de despreocupación igualmente veraz.

A veces, incluso, eso que no parecía consustancial al poema emerge por sí solo y desemboca
en singular pesadilla. Ocurre en el poema «Fresas», desasosegante episodio cuya protagonista
podría ser una de esas señoras que conocemos solamente de vista cuando nos la cruzamos en
el supermercado. Nada es seguro leyendo a Tanning, ni la tragedia ni la comedia, por suerte
para quienes la lean. Como la vida misma, podríamos añadir. Como esa voluntad de
«Camuflaje» de sus versos, al cabo de tantos años y experiencias y, por supuesto, en cualquier
estación o condición meteorológica:

Sombría, mi sombra va delante


mientras subo a bordo con mi capa
de viaje, arrastrando una bufanda hecha de historia en caso
de que haga mal tiempo y no haya nada que leer.

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