Principios para Vivir Mejor

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Documento

PRINCIPIOS PARA
VIVIR MEJOR
Parte II

“Este es un documento que cuenta con una serie de reflexiones que nos
ayudan a reforzar nuestros pensamientos positivos y a mejorar los que nos
hacen daño para lograr tener una vida cercana a la felicidad, si es que esta
existe”.

WALTER RISO
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Primera edición: Julio de 2014
 

Reservados  todos  los  derechos.  

Cualquier  forma  de  reproducción,  distribución,  


comunicación  pública  o  transformación  de  esta  
obra  solo  puede  ser  realizada  con  la  autorización  
de  sus  titulares.    

©  Walter  Riso,  2014  


©  Phronesis  SAS,  2014  
http://www.phronesisvirtual.com  
http://www.elartedesabervivir.com  
[email protected]

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Documento  
Principios  para  vivir  mejor  
 

WALTER  RISO  

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CONTENIDO  
 

 
1.   Elogio a la cortesía ......................................................................................... 5
 

2.   El Autoconocimiento ...................................................................................... 6
 

3.   La obsesión por los héroes ........................................................................ 8


 

4.   Ser libre para aprender .............................................................................. 10


 

5.   La baja tolerancia a la frustración ...................................................... 12


 

6.   La profecía autorrealizada ....................................................................... 13  


 

 
 
 
 

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1. Elogio  a  la  cortesía

Es una fórmula para la convivencia amable, donde se destaca el cuidado por


el otro y el buen trato. Coincido, en que más que una virtud, es una
simulación de la misma y aunque no posee la fuerza moral de un valor
esencial, es importante desde el punto de vista social. Funciona como una
fuerza que se opone al individualismo, pero no es altruismo, más bien se
trata de amabilidad, buenas costumbres, necesarias sin duda y la
competencia que caracteriza al buen ciudadano.

Es reformismo y no una revolución interpersonal, y aún así, fundamental


para la sociabilidad. A falta de moral o ética, la cortesía saca la cara, el buen
rostro del cuidado, el intento ponderado de no herir innecesariamente a
nadie, de hacer a un lado, así sea por un instante, la indiferencia: “Buenos
días”, “Pase usted primero” “¿Cómo ha amanecido hoy?”, “No se
preocupe”, “Le pasa a cualquiera”, “Muy amable de su parte”; en fin, la
locuacidad de un humanismo que impide considerar al otro como un
depredador. Esta facilidad cortes, la expresó bellamente Teresa de Calcuta:
“Voy de paso por la vida una sola vez, por eso que yo pueda hacer, o alguna
amabilidad que pueda hacerle a algún ser humano debo hacerlo ahora
porque no pasaré de nuevo por aquí”. Avenencia limpia y genuina,
fundamentada en la oportunidad. Los budistas partirían de otro fundamento,
pero el comportamiento sería el mismo. Sin embargo, pienso que la cortesía
no está emparentada ni con la simpatía ni con la compasión, porque es una
costumbre cognitiva, un hábito que se aprende y termina reforzándose a sí
mismo al ver que los resultados son buenos: si eres cordial y afable, la gente
también lo será, no toda, pero muchos. Durante varios años tuve un vecino
al cual saludaba cada vez que lo encontraba en el edificio y nunca me
devolvió la atención. Cuando llegábamos juntos al ascensor, él prefería
subir a pie ocho pisos que compartir el territorio estrecho del Mitsubishi, el
cara a cara incómodo que obliga a una sonrisa bobalicona. Yo nunca lo dejé
de saludar, pero creo que cada vez que lo hacía el hombre sufría. Él nunca
dio el brazo a torcer en su mutismo crónico ¡Tan fácil decir: “Buenos días”
y tan difícil escapar a la cordialidad de un encuentro causal y relajado! La

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simpatía y la compasión son otra cosa: exigen más involucramiento con el
otro, van más allá de lo formal y algún grado de compromiso afectivo.

La cortesía va asociada a la política, al uso de las maneras y las


convenciones que frena la lucha por la supervivencia a cada paso y la
desconfianza paranoide. Pero creo que hay algo más importante: si bien no
es una virtud, como ya dije, es un escalón hacia ella. Enseñar a los
pequeños a ser amables y respetuosos con los demás, abre las puertas para
que los valores más fundamentales no egoístas (vg. generosidad) y no
violentos (vg dulzura, compasión) echen raíces.

La cortesía implica poco gasto y esfuerzo personal y ofrece muchas


ganancias; en este sentido es un buen balance cultural, sobre todo para
aquellos que no quieren pelear por pelear y odiar por odiar.

2. El  Autoconocimiento  

No es tan fácil como podrían suponer las mentes arrogantes. Si alguien


afirma que se conoce a sí mismo, hay que dudar, porque la sabiduría no se
vanagloria no hace alarde; por el contrario, lo que más caracteriza al sabio
es el auto conocimiento.

Saber cuáles son nuestras fortalezas y debilidades nos permiten andar por el
mundo de manera realista. Conocer cuándo luchar o cuándo no, nos ayuda a
utilizar nuestros recursos psicológicos adecuadamente. Distinguir qué
necesidades son racionales y cuáles son “vanas” (para darle la
denominación que le daba Epicúreo), nos acerca a la felicidad. Percibirse en
acción, de manera honesta y sin sesgos, nos enseña a desarrollar el
verdadero potencial humano que poseemos. La decisión existencial se
facilita y el ser parece encajar de un modo genuino con la vocación esencial
y el sentido de vida que determinemos. Algunos psicólogos definen tres
“autos” que constituyen parte de la dinámica del auto-conocimiento: auto-
observación, auto-evaluación y auto-recompensa o auto-castigo.

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La auto observación, se refiere al desarrollo de la atención dirigida a los
sentimientos, pensamientos y acciones, es decir, a los contenidos de la
mente y sus manifestaciones. Estar pendiente de cómo nos relacionamos y
cómo influyen nuestras creencias en el modo de vida es determinante
porque le podremos dar dirección y coherencia al comportamiento, así
como calibrarlo cada vez más para mejorar su impacto. La ignorancia,
manifestada en no saber quiénes somos y qué queremos, es una de las
causas principales del sufrimiento humano, así este “desconocimiento” nos
produzca cierto alivio para evitar observar lo que no nos gusta. ¿Cómo
avanzar si hay auto engaño?
La autoevaluación se refiere a la ponderación que hacemos del “yo” en
relación a ciertos parámetros o estándares. De manera consciente o
inconsciente, siempre estamos comparándonos, no solo con los demás sino
también con el “yo” ideal que nos inculcó la cultura, la familia o el estatus
quo del grupo de referencia. Si nos salimos de la norma o no alcanzamos las
cotas de rendimiento, nos rotulamos como “exitosos” o “fracasados”. Lo
que se pone en juego en este proceso es el auto-concepto, lo que pienso de
mí, qué tanto me taso y valoro.

Cuando pasamos por los dos filtros anteriores, el organismo realiza una
operación adicional en relación con sí mismo: se premia o se castiga. De
más está decir que la sociedad, tratando de eliminar la exaltación al ego, lo
cual es saludable, ha dejado por fuera muchas formas de auto-
reconocimiento y de fortalecimiento de la personalidad. Muy pocos se
dicen a sí mismos de manera manifiesta: “¡Estuviste bien!”. Más bien, lo
que hacemos es darnos duro y criticarnos de manera inclemente, como si la
atención fuera más sensible a los errores que a los aciertos. “¿Por qué
felicitarnos si es nuestro deber?”, dicen los amantes de los cilicios. La
respuesta es sencilla: “Por qué quiero cuidarme, quiero festejarme, por amor
propio”. No hablo de vanagloriarse y sacar el narcisista que llevamos
dentro, a lo que me refiero es a no hacer del auto castigo una virtud. Si
nadie te da el golpecito en la espalda que tanto necesitas, pues dátelo tú
mismo.

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La tríada mencionada, tal como dije, es la secuencia que define un modo de
aproximarse a sí mismo. Hay otras formas, como por ejemplo la meditación
o revisar la historia familiar y afectiva, sin embargo, los tres elementos que
señalé siempre estarán presentes en el encuentro del “yo” que se conoce y
reconoce. Y la palabra “encuentro” es importante porque no se trata de
entrar en guerra con lo que deberíamos “haber sido y no fuimos” o con “lo
que fuimos y no deberíamos haber sido”, sino de profundizar en la
identidad que nos precisa, como si fuéramos “un antropólogo en Marte”, tal
como titulaba un libro. Aterrizar en los intrincados terrenos de la psiquis y
dejarse llevar por el asombro, la realidad que habitamos y hemos inventado
a lo largo de la vida.
 

3. La  obsesión  por  los  héroes  

En los imaginarios sociales aún sigue vivo el paradigma antiguo del héroe.
Desde Prometo, Jasón y Eneas, hasta los 4 Fantásticos, pasando los
marines; la fórmula aparece ser la misma: Salir en busca de algo valioso
para la humanidad, enfrentar fuerzas nefastas y monstruosas y regresar
triunfantes. La guerra y el descanso del guerrero. Así lo explica más o
menos Joseph Campbell en El héroe de las mil caras, los héroes cumplen un
rito de iniciación que es profundamente admirado por demás mortales.

Esta atracción también puede explicarse por algunos valores que son
retomados por la mente hasta conformar una atracción por los
superhombres de turno. Tres esquemas de pensamiento nos empujan a
mantener la fascinación por los héroes.

Primero: la ponderación de la fortaleza, sea física o psicológica, y


dependiendo de qué subcultura se trate. En algunos estratos donde reina la
supervivencia del más apto, ser fuerte y pendenciero garantiza mantenerse
vivo. En otros estratos, el poder no radica tanto en los músculos, sino en la

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capacidad de imponerse a los otros por medio de estratagemas legales o
financieras: un héroe de guantes blancos que obtiene prestigio y posición
por sus logros económicos o por los apellidos. Como sea, admiramos a los
que se ubican por encima del prójimo y que además podrían protegernos. El
líder de una pandilla juvenil o el adinerado comparten, cada uno en su estilo
y salvando las diferencias, una posición dominante, a un nivel destacado en
el orden jerárquico de su entorno Y esto resulta muy atractivo para sus
coetáneos, especialmente para las personas que se sienten débiles e
inseguras.

Segundo: la admiración por la valentía. Se trata del espíritu aventurero y la


exploración de lo prohibido o lo peligroso. Existe un entusiasmo y devoción
especial por los atrevidos y por aquellos que no miden tanto las
consecuencias de sus actos. Sin embargo, muchas veces confundimos el
coraje con la temeridad. En el primer caso, el sujeto siente miedo pero
cuando es conveniente sentirlo; en el segundo, no hay consciencia del
peligro y responde más a la figura del psicópata. Nadie niega que la valentía
haya contribuido a que la humanidad avance. Incluso, la gran mayoría de
los logros que hemos obtenido en nuestra vida han estado directamente
vinculados a una actitud osada y retadora: los desafíos nos mantienen
actualizados y motivados para el crecimiento.

Tercero: el gusto por las emociones fuertes. Nos agradan los que practican
deportes extremos o llevan su vida al límite. Algunos individuos necesitan
tener emociones intensas para sentirse vivos y matar el aburrimiento: les
gusta oír música en los más altos decibeles, manejar rápido, tener sexo
fuerte o tirarse en paracaídas, en fin, si pudieran vivir en una montaña rusa
lo harían. La estimulación plana, predecible y calmada, los estresa y
descompensa, de ahí su adicción a los peligros.

La cultura no sólo fomenta este tipo de actividades, sino que las premia,
hacen concursos y los exponen en un récord. Si te comes doscientas
salchichas en un santiamén, mereces estar, mínimo, en el salón de la fama.

Pues bien cuando estos los tres elementos psicológicos se dan al mismo
tiempo, la percepción del héroe empieza funcionar y el embeleso empuja a

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la imitación masiva. Sin embargo, tal como veo la cosa, los mismos
factores, obviamente más generalizados y penetrantes, son los que
conforman la personalidad antisocial. Quizás la diferencia entre un héroe y
un asesino en serie no esté en los atributos que posee, sino al servicio de
quien trabajan.

Definitivamente me quedo con el antihéroe y sus ventajas: no necesito


mostrar que soy un fortachón, puedo sentir todo el miedo que se me dé la
gana y no necesito sobre estimularme para pasarla bien. El antihéroe es
silencioso, no es admirado ni tiene seguidores que quieran copiarlos. La
vida es más tranquila y menos deslumbrante.

4. Ser  libre  para  aprender  


Se nos ha enseñado que la libertad mental es algo que se alcanza luego de
recorrer un espinoso camino. Con esfuerzo y voluntad sostenida y luego de
atiborrar nuestro aparato cognitivo de información, veremos la luz al final
del túnel. Siguiendo a Kant y a los precursores de la ilustración, la premisa
que retumba en nuestras cabezas es la de que el conocimiento nos hará
libres: pensar, comprender y la razón como precursora de la emancipación
psicológica. Suena razonable, pero tengo mis dudas. A veces veo la cosa al
revés y no me disgusta. Una mente embotada y repleta de deberes es lenta y
pesada, salta de un concepto a otro, pero no toca tierra. Conocimiento no es
sinónimo de sabiduría. La persona que aprende en un sentido serio
(honesto), inevitablemente se trasforma, no hay sabiduría sin inocencia. No
niego la instrucción en sí, lo que sostengo es que solo una mentalidad libre,
no atada ni devota a conocimientos previos, puede abrirse a lo nuevo y
asimilarlo sin distorsiones. Entonces, la libertad estaría al principio, como
un requisito dinámico y plástico que facilita el entendimiento, y no al final.
Conocer y asombrarse deben ir de la mano para que los acontecimientos nos
sacudan y podamos ver las cosas como son, sin el filtro del prejuicio, los
dogmas o la influencia de cualquier autoridad moral o erudita. Saber es
descubrir y descubrirse conscientemente del proceso de

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enseñanza/aprendizaje, no es acumular datos como lo hace el autómata o la
máquina.

El conocimiento guardado en la memoria es necesario para ciertas


actividades, ubicarnos en el mundo y resolver problemas técnicos (la
ciencia se mueve así), pero en lo psicológico, el encuentro con lo nuevo
requiere no ser tocada por lo viejo para mantener su esencia y ver la cosa en
sí. No se trata de repetir o imitar, sino aceptar el hecho para mirarlo en su
verdadera dimensión. Sin embargo, la mala educación nos seduce, nos
encanta la rutina y si va acompañada de la creatividad de una marmota,
mejor. Es más cómodo y económico para la mente perezosa la
programación y la repetición ad infinitum. Admiramos a los memoriosos,
incluso los mostramos en la televisión o lo llevamos al circo, pero no
decimos nada de la inocencia, de la capacidad de maravillarse y contemplar
sin arrogancia, que algunas personas poseen.

“¿Qué es eso?”: la pregunta ingenua y la ignorancia constructiva que nos


abren puertas. “¡Ya sé a qué se parece!”: el pasado que opera tratando de
encasillar la existencia. La psiquis humana funciona poniendo los hechos en
compartimentos ya definidos de antemano ¿Podemos mirar algo o a alguien
sin ponerle nombre? Aprender sin reconocer, quedarse en la revelación
como si descorriéramos un velo para encontrar lo innombrable. Por
ejemplo, tratemos de observar un vaso sin utilizar el concepto de “vaso” y
la idea previa que tenemos de él. Neguemos cualquier creencia que nos
predisponga e intentemos ver el vaso como si nunca hubiéramos visto uno
antes, como si lo viéramos por primera vez ¿Difícil verdad? La mente está
inundada de juicios, resoluciones y percepciones petrificadas. Tenemos
definiciones de casi todo y nos limitamos a comparar la realidad exterior
con esa realidad interior que hemos formado a través de los años.

Para aprender, más allá de las fórmulas y de cualquier método, hay que
dejarse llevar por la vivencia que nos impacta, enredarse en ella y
experimentar. Dicho de otra forma: hay que salirse de la jaula. Un pájaro
no aprende a volar hasta que se lanza, solo es libre cuando planea y se

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recuesta en el viento a su amaño. No aprendes para ser libre, aprendes
cuando eres libre. Como dicen algunos maestros budistas: hay que descartar
gran parte del pasado para hacer contacto con el movimiento de la vida.
Entonces estaremos listos para darnos cuenta y cada célula de nuestro ser
participará en el festejo.

5. La  baja  tolerancia  a  la  frustración  


 

La frustración es el sentimiento que surge cuando no podemos alcanzar las


metas. Si nuestras aspiraciones se ven obstaculizadas, el sistema nervioso
segrega adrenalina. Una sensación de impotencia mezclada con ansiedad e
ira nos predispone a ser más agresivos y persistentes en nuestro deseo.

Nuestra mente no está preparada para la resignación sana, es decir, la


aceptación inteligente de que no podemos tener todo bajo control. La frase
que mejor se opone a la baja tolerancia a la frustración es: “No se puede, no
hay nada que hacer, ya es tarde, no insistas”. ¿Cuál es el límite para saber
cuándo vale la pena insistir o retirarse?: lo define la sabiduría, el arte de
saber perder. Detrás del sentimiento de frustración existe casi siempre el
apego al placer, en el sentido de no querer renunciar a algo que nos gusta,
apetecemos o es importante. La dependencia es el crisol donde se gesta la
reacción exagerada al fracaso.

La consecuencia más directa y molesta de la baja tolerancia a la frustración


es la ansiedad. Su causa hay que buscarla en la siguiente creencia irracional:
“Si las cosas no son como a mí me gustaría que fuera, me da rabia”. Una
forma de "pataleta existencial" o una manera egocéntrica de procesar la
información. “El mundo gira a mi alrededor y mis anhelos deben ser
resueltos por el cosmos o quien sea, a lo que de lugar”. ¿Cómo no ver cierta
inmadurez, ciertos esquemas infantiles en tal afirmación? Es obvio que las
cosas no pueden adaptarse a uno. Cualquier persona racional entiende que
existe una realidad externa que casi siempre se impone, aunque no nos

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guste a veces. Sin embargo, aún así, hay un reducto de testarudez crónica
que nos lleva a machacar y a continuar ilógicamente exigiendo lo
imposible.

Las personas con baja tolerancia a la frustración sufren mucho, viven


estresados y peleando con la vida, porque el universo no responde a sus
reclamos. Cuando alguien les lleva la contraria se ofuscan y si sus planes se
ven alterados por cualquier imponderable se muestran excesivamente
irritables. Viven agarrados con el destino, la suerte, el azar o Dios: nadie se
salva. Un niño que hace pataletas es insoportable, pero un adulto en la
misma función es enloquecedor. La mortificación que les genera el fracaso
puede llegar e enfermarlos.

En realidad los intolerantes a la frustración no saben ser humildes, más aún,


se vanaglorian de su incapacidad de adaptarse a los imponderables.
Confunden entusiasmo con obstinación, su imperativo es, “Tu todo lo
puedes y todo lo mereces”. No es la esperanza racional o la idea valerosa de
luchar por sus ideales lo que los impulsa, sino la falta de madurez y una
hipersensibilidad al desengaño. Por lo general sus experiencias de
aprendizaje en la infancia estuvieron determinadas por padres
sobreprotectores y poco exigentes que no dejaron desarrollar el “callo” para
soportar los embates de la vida. La paz interior comienza a crecer en el
mismo instante en que aprendemos a perder.

6. La  profecía  autorrealizada  

La mente humana es escurridiza y poco confiable. Su estructura es similar a


la de un científico que altera los datos para que las hipótesis se confirmen:
La mente juega con una as bajo la manga. La mente que somos nosotros,
que es la cultura, que es la matriz de valores en la cual nos educamos. La
profecía autorrealizada es la operación cognitiva por la cual actuamos
subrepticiamente sobre el medio para que éste confirme nuestras creencias
y expectativas. Por ejemplo, si un profesor universitario tuviera la firme

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convicción de que las mujeres son menos capaces que los hombres, podría
exigirles más a sus alumnas que a sus alumnos. Al final de año obtendría
los resultados: los estudiantes varones se destacan más que las estudiantes
mujeres. Misión cumplida, la profecía “fue cierta”, estaba en lo correcto.

En otro ejemplo: si creo que mi pareja es celosa, puedo hacer un sin fin de
coqueteos para que ella los detecte y haga el consabido escándalo (si es en
público, mejor, ya que no hay mayor placer para los acusadores que tener
testigos). Y un caso más: si acabo de conocer a fulanito y a primera vista
me parece antipático, puedo fácilmente mostrarme serio y poco amable con
él, lo cual llevará a que el recién conocido muestre cierta reserva ante mí.
La conclusión será profética y determinante: “Yo sabía que era así”.

Dos características definen la profecía autorrealizada: (a) su carácter


universal y, (b) que ocurre casi siempre de manera inconsciente. Aunque
no nos demos cuenta, en cada uno de nosotros vive un falso profeta
dispuesto a engatusarse a sí mismo y a los demás. Autoengaño sin beneficio
de inventario que alimenta el ego centralista y desvirtúa el mundo
circundante.

Lo grave es que la profecía autorrealizada es un proceso a partir del cual


tomamos decisiones y creamos teorías sobre la vida, las personas y nosotros
mismos. La materia prima, los datos sobre los que edificamos gran parte de
nuestras actitudes podrían estar errados, a pesar de que estemos
convencidos de lo contrario. Muchas veces nos creemos el cuento y
confundimos después la realidad con la mentira.

La profecía autorrealizada puede controlarse o disminuir su probabilidad de


ocurrencia si estamos atentos a su aparición (darse cuenta) y la bloqueemos
antes que el ciclo de despliegue. Y no es fácil, porque la mayoría de las
veces no hay intención consciente ni un “plan malévolo” elaborado con
premeditación. Ocurre porque la mente humana es como un ministro de
economía: quiere siempre tener la razón (se pega a un modelo y no da el
brazo a torcer aunque no de resultados) y es fiel devoto al ahorro y a la

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estrechez (en el caso de la mente, el ahorro es de energía). Es menos gasto
confirmar que des confirmar la información almacenada, y además, no
importa la forma.

Las relaciones interpersonales están plagadas de “vicios” como el que


señale. Alteraciones del procesamiento de la información que dificultan un
intercambio tranquilo, cómodo y desprevenido. Nos fascina que los demás
nos den la razón, disfrutamos cuando el mundo se acopla a nuestras
necesidades: queremos de corazón y descaradamente que el universo entero
se nos doblegue. No somos Dios, afortunadamente.  

 
 

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