Sarah Saint Rose - Un Vaquero Enamorado

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UN VAQUERO

ENAMORADO

SARAH SAINT ROSE


1

Paola se quedó mirando con detenimiento aquellas paredes


pulcras que la rodeaban. Habían reformado la vivienda
hacía menos de cinco años, así que la pintura aún se
conservaba perfecta. La reforma de aquel céntrico y
moderno apartamento había sido íntegra: habían tirado
paredes, levantado nuevas, quitado el gotelé, cambiado el
suelo de parqué por una preciosa tarima flotante de color
grisáceo, los viejos y roídos rodapiés habían sido sustituidos
por otros de color blanco y habían eliminado todas las
puertas a excepción de la del servicio y el dormitorio
principal. El resultado era impresionante y las vistas de la
terraza todavía más increíbles.
Sonrió al pensar que había hecho un buen trabajo de
reforma, ya que ella misma se había encargado de dibujar
los planos y contratar al personal. Por supuesto, también se
había encargado de amueblarlo. Ella, generalmente, solía
decantarse más por un estilo nórdico de colores blancos que
aportasen luminosidad, pero sabía que Jerry, su marido,
quería un lugar moderno que derrochase en cada rincón
elegancia. Por eso había terminado haciendo una mezcla de
ambos estilos, y admitía que el resultado había terminado
siendo espectacular.
La cocina estaba integrada en el salón, el dormitorio
principal tenía su propio vestidor y la pequeña habitación
que tiempo atrás decidieron que sería para los niños había
terminado transformándose en un despacho. La terraza
tenía casi tantos metros cuadrados como la misma vivienda
y las vistas a los rascacielos más imponentes de la ciudad
conseguían dejar a cualquiera sin palabras.
Jerry era un importante abogado, de renombre, que había
heredado el despacho de su padre y que ahora dirigía uno
de los bufetes más importantes. Representaba a famosos, a
los mejores cirujanos y a los políticos más corruptos. Nunca
le decía que no a un cliente, independientemente del delito
del que se le acusase, y defendía el caso a con uñas y
dientes. Era un tiburón. Y sí, era el mejor. Paola le había
visto en acción en más de una ocasión y admitía que
siempre conseguía dejarla sin palabras, asombrada.
Para Jerry, su trabajo no solamente era su profesión,
también su pasión. Paola sabía que disfrutaba de lo que
hacía, y por ese mismo motivo no podía recriminarle las
tantísimas horas que pasaba fuera de casa, estudiando cada
caso nuevo con detenimiento. Incluso por las noches,
cuando volvía después de un duro día de trabajo, solía
llevarse el portátil a la cama para repasar archivos.
Y por esa misma razón, por la pasión que Jerry procesaba a
su profesión, todavía no habían tenido hijos. La misma razón
por la que Paola, tres años atrás, dejó su trabajo. Jerry
ganaba muy bien y podía permitirse no trabajar, aunque ella
jamás hubiera dejado su labor de arquitecta e interiorista si
no hubiera sido porque él, expresamente, se lo hubiera
pedido. Pasaba mucho tiempo en el despacho y quería
compartir con ella el poco tiempo que tenía libre.
En aquel instante, mientras contemplaba las paredes y los
techos de su dormitorio, se preguntaba por qué había
aceptado aquella petición. La realidad era que se sentía
sola, muy sola. Y que no le gustaba aquella jaula de oro en
la que había terminado encerrada. Pensó que, a aquellas
alturas, ya tendrían niños. Y pensó que sus hijos la
rescatarían de la soledad. Pero ya tenía casi treinta y cinco
años y Jerry, por el momento, no parecía dispuesto a tener
hijos. E incluso, aunque al final decidiera tenerlos, ¿qué
ocurriría después? ¿Los criaría ella sola? ¿Sus hijos tendrían
un padre ausente que se pasaba el día trabajando y al que
no conocían más que de verlo en fotografías? No. Aquello no
era lo que quería ni lo que había planeado para su futuro…
Respiró hondo y liberó con lentitud el oxígeno de sus
pulmones. Estaba convencida de que comenzaba a sufrir
algo bastante parecido a una depresión, aunque se
esforzaba por ignorar la tristeza con la que convivía cada
día.
Se levantó de la cama. Eran casi las once de la mañana,
pero tampoco tenía nada que hacer. Una chica venía dos
horas al día a recoger la casa y a hacer la colada y una
empresa de catering les traía el menú envasado de toda la
semana para que ni Jerry ni ella tuvieran que molestarse en
cocinar o en planear una dieta equilibrada. Recibió un
mensaje de Jerry cuando estaba a punto de meterse en la
ducha: “Este sábado tengo partida de golf con unos
clientes, cariño. Espero que no te importe. Te quiero”.
Suspiró mientras una lágrima silenciosa le resbalaba por la
mejilla. Se la quitó de un manotazo y, sin responder, se
metió en la ducha. Mientras el agua caliente le caía por la
espalda, Paola estuvo segura de una cosa: no le gustaba su
vida. Seguía enamorada de Jerry, por supuesto, pero no le
gustaba su vida.
Se vistió y decidió que saldría a dar una vuelta por la gran
manzana. Estaba calzándose las deportivas mientras se
preguntaba sí misma en qué invertiría todo el tiempo libre
del que disponía cuando su teléfono móvil volvió a sonar.
Imaginó que se trataría de Jerry —le irritaba que ella, que
“no hacía nada”, no le respondiera a las llamadas o los
mensajes— y se debatió sobre si responder o no. Al final,
rebuscó en su bolso hasta encontrar el dispositivo y se
sorprendió al comprobar que se trataba de un número
desconocido con prefijo de Texas. Se le paró el corazón al
instante.
—¿Sí? —respondió con cierta cautela.
—¿Paola Winster?
—Sí, soy yo —contestó sin ocultar su preocupación.
—Le llamamos desde el hospital estatal… Sentimos
comunicarle que su tía abuela Lucy ha vuelto a ser
ingresada, esta vez por una caída. Tiene un esguince de
cadera y un tobillo fracturado.
Respiró aliviada. Su tía abuela Lucy estaba a punto de
cumplir noventa y cuatro años, lo que significaba que en
cualquier instante aquella llamada serviría para comunicarle
la peor de las noticias posibles. Su tía la había cuidado cada
verano de su vida hasta que, a los diecisiete, Paola decidió
que prefería pasar los veranos con sus amigas que en un
rancho tejano rodeada de caballos. Pero el recuerdo que
conservaba de aquellos largos veranos en los que las
noches eran frías y estrelladas y los días calurosos y
duraderos era muy bueno. Su tía y ella habían compartido
muchos momentos y Paola la tenía en gran estima, la quería
mucho.
—¿Se encuentra bien? ¿Se recuperará?
—Sí, ninguna de las lesiones es significativamente grave…
El médico está dispuesto a firmar el alta ya, porque en el
hospital poco más podemos hacer por ella, pero…
Sí, sabía bien lo que aquella mujer insinuaba. Su tía abuela
estaba mayor y no podía valerse por sí misma, más aún
lesionada. Pero la testaruda de ella se negaba a ingresar en
una residencia —ella quería morir en su rancho, rodeaba de
Twist, su caballo, y el resto de sus animales— y Paola no
encontraba forma de convencerla.
—Bueno, desde el hospital seguiremos enviando de forma
semanal a alguien a su domicilio para que le realice las
curas oportunas y su segura cubrirá el traslado al centro de
salud para las revisiones, pero desde mi humilde punto de
vista… Creo que Lucy necesita de la compañía de algún
familiar en casa. Es la tercera caída que tiene este trimestre
y…
La mujer continuó hablando, pero Paola dejó de escuchar.
Cerró los ojos y pensó en su tía Lucy, con aquella sonrisa
tan afable que siempre tenía en los labios y esos ojos azules
achinados que los días de sol apenas conseguía siquiera
mantener abiertos. Se la imaginó postrada en una silla de
ruedas y le dolió el corazón con tan solo pensarlo. Ella que
adoraba trabajar en su huerta, pasear por el campo,
cabalgar en las colinas… Tenía que sentirse muy triste, casi
tanto como se sentía ella en aquel lujoso y perfecto
apartamento que con tanta ilusión diseñó.
—¿Señora Winster? ¿Continúa allí?
—Sí —respondió, regresando a la realidad—. No sé
preocupe, me trasladaré al rancho para cuidar de mi tía lo
antes posible.
La mujer guardó silencio al otro lado de la línea.
—Eso es fantástico… Su tía seguro que se lo agradece en el
alma.
Hablaron un poco más. Paola preguntó acerca de sus
lesiones, de las curas que precisaba y de cuándo la
mandarían de vuelta al rancho, a lo que la mujer respondió
que al día siguiente.
Colgó la llamada y sintió cómo su corazón —ese mismo que
se le había detenido al ver la llamada— se le disparaba en
el pecho. Estaba nerviosa, muy nerviosa. Marcó el número
de Jerry en lugar de buscar su nombre en la agenda y pulsó
la tecla de llamada. Los tonos se reprodujeron uno tras otro,
pero no obtuvo respuesta. “Estará demasiado ocupado para
mí”, pensó, “aunque no para ir a jugar al golf con sus
clientes”. Se descalzó las deportivas y sin pensárselo se
dirigió a su dormitorio. Sacó las maletas y comenzó a meter
la ropa en ellas, nerviosa. Muy nerviosa. ¿De verdad estaba
a punto de marcharse a Texas? O, mejor dicho, de regresar.
Durante muchos años Paola había considerado aquel lugar
su hogar… A diferencia de aquel precioso apartamento en el
que, incomprensiblemente, no conseguía terminar de
sentirse en casa.
Cerró la última de las maletas y antes de llamar a un taxi,
volvió a intentar contactar con Jerry. Nada, no hubo
respuesta por su parte. Aunque… en realidad, de nada
importaba lo que él dijera. Paola había tomado una decisión
que era inamovible: le gustase a su marido o no, regresaba
al rancho para cuidar de su tía Lucy.
2

Cogió el primer vuelo y cinco horas después aterrizó en


Texas. Estaba cansada —volver en avión siempre le
resultaba muy cansino— y le dolía la cabeza —también le
provocaba migraña—, así que se aproximó a la cafetería
más cercana en busca de un café que ingirió con una
aspirina —aquella mezcla siempre funcionaba de maravilla
para combatir la migraña—.
Se subió a otro taxi y, mientras encendía su teléfono móvil,
corroboró por el retrovisor que el conductor cargase todas
sus maletas dentro del maletero, sin olvidarse de ninguna.
El dispositivo se encendió de forma inmediata y Paola
comprobó que tenía al menos siete llamadas perdidas de
Jerry. Y otros cinco mensajes de texto, claro. Había
regresado a casa y se había encontrado la nota de Paola;
“Vuelo a Texas con mi tía Lucy. Cuando aterrice te llamo”, y
los armarios de su dormitorio semivacíos. Debía de haberse
llevado un buen susto, pero se lo merecía. Y tanto que se lo
merecía.
Le llamó de inmediato. Quería poner un poco de distancia
con él y volver a sentirse útil, pero la realidad era que
amaba a Jerry y que no quería perderle, así que provocarle
más de la cuenta tampoco tenía lugar.
—¿Paola? ¿Dónde diablos estás, Pao?
Ella no pudo evitar sonreír al comprobar su alterado tono de
voz. Miró reloj y comprobó que ya eran las nueve de la
noche. Hacía una hora, por lo menos, que debía de haber
llegado a casa y de haberse encontrado el lugar vacío —
algo a lo que Jerry no estaba en absoluto acostumbrado—.
—He venido a Texas, a ver a mi tía Lucy —explicó con
rapidez—. Me han llamado del hospital estatal para decirme
que había tenido una caída y que se había roto un tobillo y
tenía un esguince de cadera. He tenido que venir.
—¿Has tenido que ir? —respondió él con tono irónico—. Me
da mucha pena tu tía Lucy, pero esto ya lo hemos hablado.
No es tu responsabilidad… Nos ofrecimos a pagarle una
residencia y fue ella la que no quiso…
—Jerry, mi tía me necesita y he venido a cuidarla. Espero
que seas capaz de comprenderlo —respondió con tono
cortante.
¿Acaso tenía algo mejor que hacer? ¿De verdad se pensaba
que prefería quedarse en aquella casa metida esperando a
que él se dignase a dedicarle dos minutos de su valioso
tiempo? No. Aquella actitud victimista se había acabado
porque Paola estaba dispuesta a tomar la iniciativa y, sobre
todo, a coger las riendas de su vida. Tenía treinta y cinco
años y, de algún modo, sentía que había perdido todo lo que
la hacía querer seguir. Todo lo que la motivaba.
—Paola, vuelve a casa ahora mismo —sentenció él—, esto
ya lo hemos hablado muchas veces y…
—He venido a ver a mi tía Lucy, Jerry. Tú puedes seguir
jugando al golf con tus clientes —añadió antes de cortar la
llamada.
Apretó los puños, rabiosa y se hundió en el asiento mientras
contemplaba los cielos anaranjados que se comenzaban a
atisbar frente a ella. Llevaban solo unos minutos de trayecto
y sabía que el recorrido sería largo, así que apoyó su rostro
contra el cristal y se permitió desconectar del mundo
contemplando el paisaje desértico que se extendía frente a
ella. Paola siempre se preguntó cómo era posible que su tía
hubiera pasado la vida entera en aquel lugar, rodeada de
animales y sin siquiera unos vecinos a los que poder acudir
cuando estabas cocinando y se te acababa la sal. Sabía que
ella, allí, era feliz. Pero le costaba entenderlo, porque
conocía muy bien la vida de su tía y sabía que, en su
infancia, había pasado unos cuantos años con sus padres y
su hermana —su madre, que por desgracia ya había
fallecido— viviendo la ciudad. No entendía cómo alguien
podía querer estar tan aislado del mundo, tan lejos de todas
las comodidades que la vida cosmopolita te proporcionaba.
¿Sería ella capaz de vivir en un lugar como aquel? Desde
luego, no. No se imaginaba que el supermercado más
cercano estuviera a kilómetros de distancia, no tener un
gimnasio cerca, un cine al que acudir un sábado de
aburrimiento, restaurantes de toda clase… La calidad de
vida en aquel lugar, sin duda, era pésima.
Pero si algo tenía que admitir Paola era que, a la larga,
aquellas colinas conseguían cautivarte y hacerte
desconectar del mundo exterior. Para un rato, incluso para
los meses de verano, aquel lugar podía ser mágico. A Paola
le encantaba la ciudad, pero admitía que de vez en cuando
echar el freno y desconectar del estrés no estaba nada más.
Atisbó la granja de los Wesley desde la carretera y sonrió al
pensar que el rancho de su tía ya debía de estar cerca. Los
Wesley eran los vecinos más cercanos de su tía, aunque aún
así las casas estaban separadas por casi medio kilómetro de
tierra y más tierra vacía. Tierra que, de vez en cuando, las
vacas y los caballos acampaban a sus anchas. Intentó
imaginarlos. Debían de estar mayores, sí. Era un matrimonio
simpático que había convivido en soledad en el rancho
porque, según los médicos, algún problema genético les
impedía tener niños. Bueno, o eso era lo que parecía hasta
que a los cuarenta y seis años de la señora Wesley, se obró
el milagro. ¿Cómo se llamaba el hijo de los Wesley?, se
preguntó Paola, frunciendo el ceño. Había pasado bastante
tiempo con el bateando en el campo mientras se
imaginaban ser jugadores de los equipos más importantes
de beisbol. A Paola aquel juego no le entusiasmaba
demasiado, pero el chico no parecía querer dedicar el
tiempo a otra cosa y ella terminaba resignándose.
Pensó en él. En el niño de los Wesley. Pelo moreno
enmarañado, gafas de culo gigantescas que le
proporcionaban un irremediable aspecto de niño empollón y
una constitución raquítica. No tenía un solo gramo de grasa
y, a veces, cuando bateaba, Paola pensaba que la bola
podía romperle el brazo por la mitad. Lo recordaba endeble
y enfermizo, y le parecía que en alguna ocasión su tía
abuela había dicho que se debía a la avanzada edad en la
que la señora Wesley lo había concebido. Fuera como fuese,
aquel muchacho nunca terminó de caerle demasiado
simpático. Testarudo y siempre quería tener en toda la
razón, siempre llevándola la contraria.
¿Qué habría sido de él? ¿Seguiría viviendo en el rancho de
sus padres?
Vio el rancho de su tía y su sonrisa se ensanchó aún más.
Estaba cansada y anhelaba llegar a casa cuanto antes para
poder quitarse la ropa y darse una larga y reparadora
ducha.
Pagó el viaje, se bajó del taxi con sus tres maletas y
ascendió las escaleras del porche con un millar de
sentimientos encontrados que explotaban dentro de su
pecho. Aquel lugar le había proporcionado un sinfín de
buenos recuerdos y se alegraba de estar allí, por supuesto.
Pero, a su vez, temía el estado en el que se iba a encontrar
a su tía Rosy. Habían pasado muchísimos años desde la
última vez que se habían visto, demasiados años, en
realidad. Justificaba aquella falta de visitas a su tía
diciéndose que a Jerry no le agradaba el campo y que, a
pesar de que había conseguido arrastrarlo hasta allí en un
par de ocasiones, él solía mostrarse disconforme con el
viaje a Texas. Pensó en Jerry y algo se le encogió en el
pecho. Incluso tuvo deseos de echarse a llorar.
Sacudió la cabeza y, con ese gesto, eliminó aquellos
sentimientos negativos de su interior mientras se adentraba
en el rancho. Su tía Rosy escuchando la radio y mirando
muy fijamente por la ventana. Paola no había sido sigilosa al
entrar, pero ella parecía no haberla escuchado. Se fijó en la
silla de ruedas sobre la que estaba sentada y esas
magulladuras que cubrían su frente. Estaba mayor. Su dulce
mirada del color del mar había quedado encapsulada por un
sinfín de pequeñas y pronunciadas arrugadas. La vio débil y
se lamentó al comprobar que en aquellos instantes poco
quedaba de aquella mujer a la que ella había visto
sembrando los campos, montando a caballo o cargando
sacos de pienso de las gallinas sobre sus propios hombros.
—¿Tía? —preguntó.
La radio estaba alta. Estaba escuchando un programa del
tiempo en el que, según el locutor, se avecinaban fuertes
tormentas por la zona. El hombre de voz ronca y comercial
recomendaba a los habitantes de la zona mantenerse en
sus casas con las ventanas cerradas. “Es el momento de
recargar el armario de provisiones y esperar a que la
tormenta María quede atrás”. Paola no llegaba a
comprender por qué los meteorólogos se empeñaban en
poner nombres absurdos a los fenómenos atmosféricos.
—Tía… —murmuró una vez más, acercándose a ella.
La última vez que la vio no estaba tan sorda.
Apoyó la mano en su hombro para captar su atención. La
mujer pegó un pequeño respingo sobre su silla y miró
fijamente a sobrina a los ojos Un par de segundos más tarde
la mirada se le empañó y una sonrisa de felicidad se filtró
en sus labios.
—Has venido… —murmuró con voz débil y apagada.
—¿Cómo no iba a venir?
—Has venido… —repitió mientras se fundían en un abrazo.
3

El rancho de su tía no era demasiado grande, pero sí amplio.


Y eso era una suerte teniendo en cuenta que en aquellos
instantes ella estaba sobre una silla de ruedas. Su tía
siempre había sido muy minimalista y dentro de la vivienda
había muy pocos muebles. Por tener, no tenía ni televisión.
Solamente lo imprescindible y nada más. Paola se paseó por
la sala, deslizó su dedo índice por las paredes beiges y
pensó que aquel lugar, a pesar de lo anticuado que estaba,
le encantaba. Transmitía una sensación de hogar, de paz.
Admitía que su tía tenía gusto y que la distribución de cada
mueble estaba realizada con lógica. Las ventanas eran
amplias, las estancias luminosas y cada esquina transmitía
historia y paz. Había pocos cuadros, pero los que aún
decoraban las paredes eran abstractos y muy modernos.
Chocaban con el estilo de la casa y lo rústico del ambiente,
aunque el contraste resultaba acertado. Paola sonrió al ver
aquellas pinturas al oleo y pensó en su madre, que había
sido la artista encargada de darles vida. Hacía años que ella
y su padre habían fallecido en un accidente de coche, así
que toda la familia que a Paola le quedaba era su tía Rosy.
Bueno, su tía… Y Jerry, claro. Jerry era su marido y la
persona con la que había decidido comenzar un nuevo
proyecto de familia —un proyecto que no llegaba—.
Perdió su vista en dirección al horizonte. El cielo parecía
completamente despejado, así que le costó creer que de
verdad fuera a llegar aquella tormenta. Se sirvió una copa
de vino, se sentó en la mecedora y aspiró hondo mientras
se relajaba y sacaba un libro de su maleta. Allí dentro, en el
rancho, solamente tenía una línea de cobertura. Una línea
que, además, solía perderse bastante a menudo según la
zona del rancho en el que te encontrases. Sin móvil, sin
ruido y sin televisión. Si el propósito de aquella escapada —
al margen de cuidar de su tía Rosy— había sido
desconectar, entonces estaba en el lugar y sitio correcto.
—Voy a tener que pedirle a Luke que venga a recolocarme
la encimera —dijo su tía tras ella, captando su atención—.
Desde esta maldita silla de ruedas me cuesta llegar al final
de la encimera y a los fogones.
La encimera estaba más baja del tamaño estándar, porque
aquella cocina había sido confeccionada por un carpintero y
hecha a mano. Era una verdadera joya y, además, una
verdadera suerte. Que estuviera un palmo por debajo de la
altura habitual significaba que, desde esa silla de ruedas, su
tía podía seguir apañándoselas para alcanzar todos los
utensilios. En otra época a Paola le hubiera desquiciado por
completo pensar que el carpintero que la hizo no hubiera
cumplido con las medidas estándar de cualquier cocina
tradicional, pero en aquellos instantes se alegraba.
—¿Quieres que te ayude? ¿Cómo vas?
—El pastel ya está en el horno y, aunque me veas aquí
postrada, te aseguro que todavía soy capaz de mezclar un
poco de harina y huevo sin necesidad de la ayuda de nadie.
Pero gracias.
Paola sonrió.
Sí, su tía Rosy seguía tan cabezona como siempre. Y eso le
gustaba.
—¿Has escuchado lo de la tormenta? Espero que Luke llegue
a tiempo para traerme las provisiones.
—¿Luke?
—¿No te acuerdas de Luke? —río su tía Rosy—. ¡Pero sí erais
novios cuando teníais seis años!
Aquel pequeño chiste encendió la bombilla de su cabeza e,
inconscientemente, la imagen de aquel chico raquítico que
lucía unas gafas enormes de culo de vaso acudió a su
cabeza. Sí, Luke Wesley. ¿Cómo narices había podido olvidar
su nombre?
—¿Va a venir a traerte provisiones?
—Siempre que viene un vendaval —le contó—. Lo hace para
sus padres y, como yo no tengo a nadie…
Sabía que su tía no había pretendido herirla con aquel
comentario, pero de forma inconsciente no pudo evitar
sentirse mal consigo misma por haberla tenido tan
abandonada. Se acercó hasta su tía y, sin venir a cuento, le
proporcionó un fuerte y profundo abrazo. Aspiró el aroma de
su perfume floral, el mismo que llevaba usando desde que
ella era una niña. Sonrió.
—Me alegra que estés en casa. Te he echado de menos —
confesó la anciana.
—Yo también te he echado de menos, tía.
La mujer sonrió, sujetó la silla por las ruedas y con aquellos
brazos pellejudos y débiles obligó a las ruedas a girar para
dar marcha atrás y regresar a la cocina. Le resultaba
increíble las fuerzas que albergaba en su interior.
Volvió a desviar la vista al horizonte. Ya casi había
anochecido del todo y se respiraba tanta calma que Paola
no podía evitar pensar que aquello era, precisamente, todo
lo que había necesitado durante las últimas semanas de su
vida.
La ciudad, su apartamento y Jerry la habían estado
asfixiando. Se había sentido sin aire, sin oxígeno. Y por fin
conseguía hinchar sus pulmones sin que su pecho le
ardiera, sin que algo le explotase dentro.
Algo en su interior les decía a gritos que su matrimonio con
Jerry no iba bien y que, si las cosas no cambiaban, todo
terminaría explotando. Y eso la angustiaba y la encogía,
porque sin duda quería a Jerry. ¿Qué era lo que iba mal?
¿Ella? ¿Él? ¿Quién estaba haciendo las cosas mal? Se había
hecho esa pregunta en un millar de ocasiones y no
terminaba de encontrarle una respuesta.
Jerry siempre hacía sido así: trabajador y ambicioso. Cuando
se conocieron él ya dedicaba su tiempo y su vida en cuerpo
y alma a la profesión que había escogido, y a Paola eso la
había enamorado. Le gustaba que fuera tan luchador, que
quisiera ser el mejor, que no se dejara ganar por nadie y
que pelease cada caso con uñas y dientes. Sabía que su
nombre tendría fama y que conseguiría cualquier cosa que
se propondría. Entonces, ¿qué había hecho mal? ¿qué era lo
que fallaba? ¿Había sido culpa de ella por dejar de lado su
trabajo como arquitecta e interiorista? No tenía que haberlo
hecho, porque en aquellos instantes lo echaba de menos.
Pero… En fin, tampoco tenía sentido culparse por el pasado
y lo único que podía pretender en aquel instante era
cambiar el futuro. Coger las riendas de su vida y
reencaminarlo todo para que aquella infelicidad terminase
de una vez por todas.
Se sentía tan perdida… Tan lejos del mundo.
Cogió aire e intentó volver a alejar aquellos pensamientos
recurrentes de su mente. Se dijo a sí misma que intentaría
desconectar de Jerry y de los problemas de la ciudad y que,
cuando por fin regresase a casa, se sentaría a hablar
seriamente con él para encontrar una solución a su
matrimonio. Y se plantearía retomar su carrera en el punto
en el que la había dejado abandonada. Sí, de eso estaba
casi convencida.
Echaba de menos su trabajo, sentirse realizada.
Su tía Rosy sacó el pastel de carne del horno y ambas se
sentaron a cenar en la mesa del comedor. Cenaron bajo la
luz de las velas, mientras disfrutaban de la brisa nocturna
que se filtraba por las ventanas abiertas del salón.
Charlaron de todo y de nada. Sobre todo, habló la tía Rosy.
Paola se limitó a escucharla con una sonrisa en los labios
mientras ella le relataba cómo las gallinas habían
destrozado a picotazos un cercado que Luke había
levantado para mantener a los caballos en el recinto cuando
salían del establo a pasear.
—Esas malditas gallinas son más listas que el hambre —
señaló.
Paola no pudo evitar preguntarse quién se estaría ocupando
de los animales ahora que su tía no podía. Quizás nadie,
pensó. Y ese pensamiento la entristeció profundamente. Se
dijo a sí misma que, al día siguiente, se levantaría a primera
hora de la mañana, junto al alba, para darles de comer y
limpiar las cuadras. Había hecho aquello infinitas veces
durante los veranos de su infancia, así que solamente
tendría que hacer un poco de memoria para recordar donde
guardaba su tía Rosy los sacos de pienso y las espátulas.
Cuando terminaron de cenar, protestó hasta que su tía le
permitió recoger la mesa y, después, se marcharon a
dormir.
Entró en su antiguo cuarto y paseó la mirada por aquellas
paredes que la habían visto crecer verano a verano. Se
sorprendió al comprobar que todo estaba exactamente igual
que lo dejó la última vez que acudió a visitar a su tía Rosy.
Paseó las manos por el armario, recorriendo una marca de
pegamento que tiempo atrás había mantenido adherido
sobre la madera un poster de los Back Street Boys. Sonrió al
recordar aquellos años de su adolescencia y se dejó caer
sobre la cama.
Pensó que no conseguiría conciliar el sueño, pero se
sorprendió quedándose dormida en el preciso instante en el
que tocaba las sábanas de su cama. De su habitación.
4

Se despertó al amanecer cuando los primeros rayos de sol


se filtraron por la ventana de aquella habitación en la que
Paola había pasado los últimos veranos de su adolescencia,
justo antes de que se volviese demasiado mayor como para
querer perder el tiempo con su vieja tía abuela Rosy y entre
gallinas.
Se desperezó con rapidez y se lavó la cara. No se quitó el
pijama, aunque se colocó sobre él una sudadera vieja a la
que no tenía mucho cariño. Después, bajó a los establos y
rebuscó en las esquinas en las que creía que su tía podía
seguir almacenando los sacos de pienso. Ella aún dormía,
así que no quería molestarla. No tardó demasiado en
encontrarlos y comenzó a realizar la tarea sin demora, tal y
como la había llevado a cabo en su infancia. Empezó por las
gallinas, continuó por las dos vacas y dejó a la yegua y al
potrillo para el final. Los caballos le gustaban especialmente
porque siempre había tenido una conexión más fuerte con
ellos, algo más intenso que con el resto de los animales.
Acarició el hocico de Twist y sonrió. Le maravillaba que
aquel animal continuase igual que siempre, con el pelo tan
brillante y la mirada tan llena de luz. Colocó su cabeza junto
a la de él, acariciándole levemente entre las orejas, y cerró
los ojos unos instantes.
—¿Los caballos también han comido?
Aquella voz fría, seca y ruda la distrajo de sus
pensamientos. Abrió los ojos y se topó con él ahí, de pie,
junto al portón de los establos. Llevaba una camisa de
cuadros abierta que dejaba unos perfectos y marcados
abdominales al descubierto, unas botas camperas altas, que
le tapaban los tobillos, y unos vaqueros apretados en sus
piernas. Luke, pensó. Tenía que ser él. Aunque, si debía ser
sincera, no quedaba ni rastro de aquel chico paradito con el
que había coincidido en más de una ocasión durante su
adolescencia.
—Sí, ya han comido —respondió con rapidez—. Todos han
desayunado.
—Menos tú —señaló él, dando en el clavo.
Ella intentó sonreír, pero estaba tan impresionada por la
altura y el aspecto de Luke que lo único que consiguió fue
parpadear, incapaz de ocultar su conmoción.
Debía admitir que era guapísimo, la verdad. Tenía el cabello
largo, castaño, que le cubría la frente y le tapaba
parcialmente la mirada del color de los prados. Sus ojos
verdes e intensos titilaban mientras su sonrisa, tan intensa
como todo en él, se filtraba en su rostro con cierto aire de
picardía.
—Me ha parecido ver que tu tía ya estaba despierta. Hay luz
en la casa… Así que imagino que ya tendremos algo para
desayunar preparado. ¿Vienes?
Paola continuaba inmóvil, asimilando que aquel chico era
ese mismo niño al que tanto había desdeñado en su
infancia. Sí, por supuesto que habían jugado juntos, pero…
Si echaba la vista hacia detrás no recordaba haberse
portado especialmente bien con él. Volvió a abrir la boca,
dispuesta a decir algo coherente, pero no fue capaz de
encontrar ninguna respuesta y volvió a cerrarla.
—¿Sabes que viene tormenta? Han activado la alerta roja
para esta tarde, así que lo mejor será que cargue la
provisiones en la casa de tu tía para que estéis abastecidas
y preparadas, porque ya sabes cómo funcionan las cosas
por aquí… —añadió, encogiéndose de hombros—. Uno
nunca sabe cuánto durará el encierro.
Ella asintió, aunque seguía en silencio. No conseguía añadir
nada coherente al encuentro. Pensó que, en esta ocasión,
sería él quien se llevaría una opinión un poco pésima de
ella.
—¿Me ayudas con las bolsas? —preguntó Luke.
Y ella volvió a asentir sin dudar, sintiéndose útil.
Salieron de los establos y se encaminaron hacia el
todoterreno del chico. Aunque solamente habían pasado un
par de horas desde el amanecer, Paola se sorprendió del
cielo grisáceo que se cernía sobre ellos. De fondo podía
verse el terreno alborotado, como si una corriente de arena
estuviera encapsulando las granjas lejanas. La tormenta se
acercaba, así que Luke tenía razón.
Comenzaron a sacar las bolsas del maletero. Paola podía
sentir el aire que se había levantado alrededor de ellos y
esas gotas de lluvia que comenzaban a caer con discreción
sobre sus cabezas.
—Estás tan guapa como siempre, Paola —susurró él, casi
como si estuviera contándole un secreto—. ¿Cómo así has
vuelto después de tantos años?
Ella carraspeó.
—Mi tía —murmuró, resumiendo al máximo—. Me llamaron
del hospital para contarme lo del accidente. Pensé que le
vendría bien mi ayuda.
Luke asintió.
—Sin duda estabas en lo cierto —respondió él—. Aunque
esta no es su primera caída.
Paola también era conocedora de ese dato, aunque hasta
ahora se había obligado a ponerse una venda en los ojos
para no sentirse mal consigo mismo por su falta de
presencia en el rancho.
—Me ha dicho que sueles venir mucho a ayudarla con las
tareas de casa y con los animales —señaló ella—. Así que
gracias. Es testaruda y nunca pide ayuda, pero sé que en
realidad la necesita y la agradece.
—Solamente nos tiene a nosotros.
Lo dijo con una sonrisa en los labios y sin ningún gesto de
maldad, pero Paola no pudo evitar sentirse culpable. En el
fondo, no necesitaba que Luke le recordase lo mal que se
había comportado durante aquellos últimos años. Cogió aire
y fuerzas antes de cargarse con las bolsas y entrar a la
casa. Abrió la puerta, pasaron dentro y, cuando Luke se
disponía a pasar dentro, una corriente de aire la cerró de un
portazo. El golpe provocó que todos los presentes se
sobresaltasen, incluso Rosy, que dio un pequeño respingo
sobre su silla de ruedas.
—Parece que ya tenemos aquí el temporal —señaló la
anciana—. Luke, cariño, ¿me puedes dejar las bolsas sobre
la encimera de la cocina? ¿Y podrías servir tres tazas de
café?
El chico sonrió.
—Dejo las bolsas en la encimera y sirvo dos tazas de café —
le corrigió—. Necesito volver a casa antes de que esto
empeore para dejar bien cerrados los establos.
Rosy enarcó las cejas con preocupación antes de asentir.
—No te preocupes, Rosy, también me preocuparé de estos
establos antes de marchar…Los animales ni siquiera
notarán la tormenta —señaló él con una sonrisa antes de
darla un abrazo.
A Paola le impresionó el tono cariñoso con el que Luke se
dirigía a su tía abuela. No recordaba aquella complicidad
entre ellos.
Luke se despidió de la mujer con un profundo abrazo y le
dedicó a Paola una sonrisa amistosa antes de salir por la
puerta. Ella se acercó a la ventana con la intención de cerrar
las contraventanas de madera, aquellas mismas que se
habían construidos años atrás para prevenir que los
temporales, las tormentas y los huracanes hicieran estallar
los cristales del rancho, y se quedó mirando como el chico
fortificaba los establos para proteger a los animales. Para
entonces el viento soplaba con todavía más fuerza y estar
en el exterior, a la intemperie, no parecía en absoluto
agradable.
—Luke lleva años cuidándome casi como si fuera su propia
abuela —explicó la mujer con un tono cariñoso y nostálgico
—. Es un buen hombre.
—Sí que lo es —señaló Paola, justo antes de acordarse de su
marido.
Desde que se había despertado no había pensado
demasiado en Jerry. En realidad, no lo había evocado ni una
sola vez en su cabeza. Terminó de cerrar las ventanas,
fortificó la puerta principal con varios cerrojos y un par de
tablas de madera maciza que reforzaban el lugar y después
se acercó hasta su tía y tomó asiento en el sillón del salón
que quedaba libre. Se podía escuchar cómo el viento
soplaba con mucha fuerza y cómo la lluvia picoteaba sobre
los tejados. Cogió aire un par de veces, haciendo que su
pecho se hinchase y deshinchase varias veces.
—¿Te vas a divorciar? —preguntó la tía Rosy mientras
apretaba entre sus manos la humeante taza de café que
Luke le había preparado.
—No, no me voy a divorciar —respondió Paola con rapidez,
aunque en realidad no tenía muy clara la respuesta a esa
pregunta.
Quería a Jerry. Pero cada día tenía más claro que no le
gustaba en absoluto la vida que iban construyendo juntos,
aquella que sin querer había escogido y en la que, de
pronto, se sentía una prisionera.
Aún así, sabía que no sería nada sencillo decirle adiós al
hombre del que estaba tan locamente enamorada —Paola
seguía teniendo la firme convicción de que lo amaba por
encima de todo, por encima de cualquiera cosa—. Incluso
aunque él no le hiciera bien a ella.
Su tía se mantuvo en silencio, mirándola muy fijamente.
—Sé que acabas de llegar y que aún no hemos tenido
tiempo para hablar, pero…
—¿Pero?
—No veo que seas feliz.
Paola ni confirmó ni desmintió aquella afirmación. En su
lugar, aferró su taza entre las manos y degustó el café a
sorbitos mientras le ponía al día a su abuela de los últimos
acontecimientos de su vida: le explicó que habían comprado
un piso en el centro con una terraza de vistas
impresionantes y que ella misma se había encargado de su
reforma y remodelación. Le explicó que últimamente no se
sentía muy feliz con el rumbo que había tomado su carrera
profesional y que, en resumidas cuentas, necesitaba pensar,
despejar la mente y decidir qué era lo que quería hacer
mientras Jerry continuaba inmerso en su carrera. Evitó
hablar del tema de los niños, porque sabía que aquella era
una cuestión que a su tía le preocupaba especialmente. Ella,
su tía, nunca había podido tener niños así que había
envejecido en solitario con su marido hasta que este
falleció. Entonces se quedó sola, y Paola imaginaba que ella
era lo más parecido a una hija que le había quedado. La
hermana de Rosy, su madre, tampoco lo había tenido fácil
para cumplir su sueño de ser madre. A diferencia de su tía
Rosy, ella no se había resignado y había luchado hasta el
final, sometiéndose a un sinfín de tratamientos de
inseminación hasta que por fin consiguió tenerla a ella.
Paola había sido, casi casi, un milagro.
Según los médicos, Paola estaba sana y, en un principio, no
debía de tener ningún tipo de complicación a la hora de
quedarse embarazada. Pero, aún así, Paola tenía ciertas
dudas al respecto. Nunca había tenido prisa por ser mamá
porque su profesión la había mantenido inmersa en sus
labores y despreocupada del resto, pero los años iban
pasando, su instinto maternal cada vez estaba más
presente y Paola tenía la firmeza de que, aunque Jerry aún
evitaba el tema, ella ya se sentía preparada.
—Luke es de los pocos que no ha escapado a la ciudad y
que está intentando hacer algo bonito por el pueblo.
—Ah, ¿sí? —preguntó con curiosidad.
Su tía había cambiado de tema descaradamente y sabía
muy bien la razón por la que lo había hecho. No quería
ahondar en sus problemas conyugales y que Paola se
disgustase.
—Sí, sí… Ha abierto una escuela a un kilometro de aquí y
está construyendo un camino de colores que cruza por el
sendero principal y pasa por todos los ranchos para que los
niños puedan ir caminando hasta ella. Caroline, ¿te
acuerdas de caroline, verdad?, está dando clases allí, en esa
escuela. Solamente es una cabaña con un par de pupitres,
pero poco a poco va cogiendo forma.
—¿Y cómo narices lo mantienen a flote? —inquirió con
curiosidad.
—El gobierno les está dando una ayuda estatal para cubrir
los gatos y pagar un salario un tanto simbólico a Caroline.
Luke no se lleva nada, pero tampoco habría aceptado un
solo duro por su trabajo… Lo hace para que, en unos años,
los ranchos puedan seguir funcionando y las nuevas
generaciones tengan más oportunidades.
—Para que los niños no sean paletos de pueblo —apuntó
Paola con cierta maldad.
Rosy se río, restándole importancia a la malicia del
comentario.
—En efecto, precisamente para eso.
La mañana se pasó volando y, para cuando llegó el
mediodía y comenzaron a cocinar, la tormenta ya había
alcanzado su auge. La tía Rosy comenzó a preparar unas
patatas asadas con pimientos y una empanada de huevo
casero, de las gallinas del corral. Paola se colocó el delantal
y, como en los viejos tiempos, comenzó a cocinar junto a su
tía. Recordaba haber pasado muchas tardes de su infancia
preparando deliciosas cookies de chocolate junto a su tía. A
ambas les apasionaba la cocina, aunque Paola había ido
olvidando aquella pasión hasta casi dejarla en un completo
olvido. Disfrutó de los fogones y de la conversación de su
tía, y cuando el horno por fin pitó anunciando que todo
estaba listo, la tormenta ya parecía dispuesta a tirar abajo
el rancho y a sepultarlas bajo las vigas del tejado. Durante
su infancia, Paola había vivido un par de temporales en el
rancho, aunque no recordaba ninguno tan duro como aquel.
La estructura del rancho se balanceaba con tanta fuerza
que todo parecía dispuesto a irse abajo en cualquier
instante.
Paola se acurrucó en el sillón sin poder ocultar una mueca
de espanto. Estaba preocupada por la forma en la que las
paredes titilaban.
—No te preocupes, cariño —aseguró ella—, te prometo que
este viejo rancho es más fuerte de lo que te piensas.
Aunque no dudaba que Rosy tuviera razón, en el fondo
tampoco conseguía despreocuparse por completo del
asunto.
—Dentro de unos años… si Dios quiere que viva unos
cuantos años más, lo heredarás tú y te darás cuenta de lo
fuerte que es este lugar y de la firmeza con la que sobrevive
a los temporales.
Paola pestañeó al escuchar aquella frase. ¿Ella heredaría el
rancho? ¿Y qué podía hacer ella con un racho?
—Tía, no creo que yo sea una buena heredera para este
lugar…
—Puedes venderlo —señaló con una sonrisa—. Y con el
dinero que saques comprar otro ático en la ciudad.
No lo dijo en voz alta, pero Paola calculó que con el dinero
que sacaría de aquel viejo rancho no obtendría ni un
pequeño apartamento en las afueras. Un pisito para
reformar, quizás. Pero poco más. Los precios en la ciudad
estaban por las nubes y cada año que pasaba subían más y
más.
—No puedo vender tu rancho, tía. Olvídate… Es lo último
que haría con tu legado.
No quería un rancho para nada, pero también era
consciente de que no sería capaz de deshacerse de él como
si no valiera nada. No solamente había sido hogar de su tía
Rosy, sino que también había sido su refugio en más de una
ocasión.
—¿Sabes lo que haría yo si tuviera fuerzas para reformar
este sitio?
—¿Qué? —preguntó Paola con curiosidad.
—Una granja gigante y familiar.
Paola frunció el ceño sin comprender a qué se refería.
—Compraría y rescataría más animales, muchos más. Y
pondría bungalós por todo el terreno para que las familias
pudieran hospedarse aquí y que los niños tuvieran la opción
de cuidar de los animales. Y no solo eso, por supuesto. Creo
que niños y adultos podrían disfrutar del lugar, de su paz y
de lo terapéutico que es el simple hecho de salir a pasear
por las colinas a caballo. Crearía un refugio de verdad, uno
que mereciera la pena.
Paola se imaginó el lugar en su cabeza y sonrió. Se imaginó
el terreno repleto de cabañitas y unos establos gigantes con
ponys y caballos. Era una idea preciosa, desde luego,
aunque no sabía muy bien si sería capaz de llevar algo así a
cabo desde la distancia. Un lugar con semejantes
características necesitaba mucho mantenimiento y Paola
dudaba mucho que pudiera encargarse de todo eso desde
su precioso apartamento en el centro.
—Es una idea estupenda, tía —admitió, aunque decidió
evitar cualquier otro tipo de comentario al respecto.
Pasaron la tarde allí, encerradas, disfrutando de la compañía
mutua. Paola descubrió que su tía Rosy podía estar más
arrugada y en una silla de ruedas, pero que su cabeza
funcionaba igual de bien y su conversación era tan divertida
como de costumbre.
Comieron, durmieron, tomaron otra taza de café y cuando la
noche se cernía sobre el rancho, cada una se marchó a su
habitación dispuesta a conciliar el sueño.
Paola revisó su teléfono móvil y corroboró que continuaba
sin una sola línea de cobertura. Hacía varias horas que le
había enviado un mensaje a Jerry y que este aún continuaba
en la bandeja de salida, sin enviarse. Imaginó que tendría
que acostumbrarse a estar incomunicada, porque raros eran
los lugares en los que el 3G alcanzase los dispositivitos
móviles.
Cogió aire, se dejó caer sobre la colcha y cerró los ojos.
5

Estaba acostumbrada a que el sol del amanecer le


arrebatase sus onirismos, así que aquel día durmió sin prisa
y hasta deshoras.
Cuando se despertó, se sorprendió al comprobar que las
ventanas del resto de la casa ya estaban abiertas y que el
temporal había durado mucho menos de lo que los
meteorólogos habían predicho en sus informativos. Paola
recorrió el rancho en busca de su tía Rosy, sin éxito. Se
tomó unos instantes para vestirse y tomar una taza de café
antes de salir al exterior en su busca.
No tardó mucho en hallar su paradero. Su tía y el vecino,
Luke, estaban en los establos. Rosy se había sentado en
unos bloques de paja mientras observaba pastar a sus
caballos y Luke estaba subido en unas escaleras, reparando
una madera rota del tejado de los establos. Paola no pudo
evitar pasear la mirada por su cuerpo con cierto deseo. Iba
vestido sin camiseta y estaba sudoroso. Sus pectorales
firmes, sus brazos fuertes… Dios. Sintió el deseo ardiendo
en sus entrañas y se obligó a despejar la mente, apartar la
mirada de él y centrar su atención en Rosy mientras se
recordaba a sí misma que era una mujer casada que le
debía cierto respeto a Jerry.
—El temporal ha tirado abajo parte del tejado —explicó su
tía—, pero por suerte ni Twist junior ni Aurora han sufrido
ningún daño. Solamente se han llevado un pequeño susto…
—Menos mal —respondió Paola, sentándose junto a su tía.
¿Twist junior? —inquirió, sin pasar por alto el comentario.
—El twist que tú conociste falleció hace unos años —explicó
—. Pero Twist Junior es tan cariñoso y bondadoso como lo
fue su padre. Es su viva imagen.
Paola abrió los ojos como platos, procesando aquella
información. Claro, tenía sentido. El caballo de su abuela ya
tenía años cuando ella lo conoció y este que tenía en frente
en aquellos instantes no era más que un potro que tendría,
a lo sumo, cinco años y una vida entera por delante.
Luke bufó, saltó de la escalera con una destreza
impresionante y se encaminó hacia las dos mujeres.
—El tejado está reparado —anunció con una sonrisa—. Y lo
del paseo me parece una buena idea. No solamente para
que los pobres estiren un poco esas pezuñas… También
para poder comprobar los daños que el temporal ha dejado
en su paso y que todos los vecinos de la zona estén bien.
A Paola le encogió el corazón comprobar por sus propios
medios lo empático y solidario que era aquel chico. Creía
recordar que ambos tenían la misma edad, aunque en
aquellos instantes Luke le parecía infinitamente más joven
que ella. Le miró a los ojos. Le encantaba aquella mirada
verde y aquel cabello revuelto y enmarañado que lo dotaba
de un aire infantil y rebelde.
Paola aceptó y se dispuso a ensillar a Twist mientras él se
encargaba de Aurora. Por alguna razón, ella también había
experimentado un amor incondicional hacia el caballo de su
tía y saber que había fallecido sin siquiera haber tenido la
posibilidad de despedirse de él le encogía el alma y el
corazón.
Luke ayudó a su tía a pasar a la silla de ruedas, aunque ella
protestó diciendo que podía apañárselas relativamente bien
para moverse con unas muletas. Aún así, insistió y terminó
sentándose en la silla. Después Paola se subió en el caballo
con las piernas temblorosas, sintiendo un cosquilleo familiar
de nervios que hacía muchos años no experimentaba.
Sujetó con fuerza las riendas y, siguiendo al vaquero que
tenía frente a ella, comenzó a cabalgar con el corazón a
cien por hora. Sintió cómo el aire rozaba su rostro y una
sensación de libertad que hacía demasiado años no
experimentaba la sacudió las entrañas. Gritó. Lo hizo sin
darse cuenta, pero su garganta liberó un alarido de felicidad
y Luke saltó en carcajadas, riéndose mientras la
acompañaba en el galope.
—¿Hacía donde vamos?
Alzó la vista al cielo y corroboró que las nubes y el temporal
no habían dejado rastro en su firmamento. Se habían
disipado por completo y un radiante y esplendido sol
brillaban en el cielo en aquellos instantes. Paola sonrió
mientras hacía fuerza en los estribos, apretando las riendas
para que Twist Junior acelerase más el paso.
—Lo bueno de cabalgar por las colinas es que uno no tiene
por qué ir a ninguna parte, simplemente puede dejarse
llevar.
—Vaya… no recordaba a este Luke tan filosófico.
—Yo tampoco recordaba a esta Paola tan de ciudad.
Los dos sonrieron, aunque ella sintió que algo se le removía
por dentro al escuchar aquello. La realidad era que durante
todos aquellos años ella había pensando poco, muy poco,
en ese chico endeble de gafas de culo de vaso que se
paseaba por los terrenos de su tía Rosy para incordiarla.
Pero algo en su interior le decía que él sí había pensando en
ella. Quizás fuera su forma de mirarla. Paola no sabía muy
bien cuál era el indicativo, pero no albergaba dudas de ello.
Cabalgaron un buen rato en silencio mientras iban dejando
atrás los ranchos de sus vecinos más cercanos. Ni siquiera
se molestaban en acercarse a ellos para corroborar que
todo estuviera bien. Simplemente corroboraban a la
distancia que las estructuras no tuvieran ningún tipo de
desprendimiento y que, desde fuera, no se atisbase ninguna
señal de alarma.
Un buen rato después, se detuvieron en lo alto de las
colinas, junto a los acantilados, para disfrutar de las vistas
despejadas y desérticas que se extendían frente a ellos.
Bajaron de los caballos y les proporcionaron un poco de
agua fresca para soportar el calor, que aquella mañana
parecía golpear con fuerza. Paola iba vestida con unos
pantalones vaqueros cortos y una camiseta blanca de
tirantes que se adhería a su torso a causa del sudor.
—¿Qué tal va la vida cosmopolita? —preguntó él, sin
siquiera mirarla.
Paola podía notar cierta tensión flotando en el aire,
abriéndose paso entre ellos y conectándolos de forma
irremediable.
—Mucho más intensa que la vida tejana —sonrió ella,
guiñándole un ojo—. Aquí parece que se ha detenido el
tiempo.
Él suspiró hondo.
—Y en cierto modo así es… Aquí cuesta que las cosas
cambien.
Paola pensó en lo que su tía le había contado acerca de la
escuela que Luke había levantando y pensó que debía de
referirse a ello. No parecía muy feliz, así que decidió no
ahondar en el asunto y, en lugar de ello, preguntar por sus
padres. El rostro de Luke se torció en una sonrisa mientras
contestaba con los Winster seguían tan bien como de
costumbre, con salud y trabajo. Se dio cuenta de que, allí
sentada junto a él, ambos charlaban como si fueran dos
viejos amigos que habían pasado unos meses distanciados,
aunque la realidad es que no se veían desde niños. Paola
recordaba tener alguna imagen de él que pertenecía a su
adolescencia, pero estaba tan difuminaba que dudaba que
se tratase de un simple recuerdo creado por su imaginación.
—¿Nunca te has planteado marcharte de aquí?
Él sacudió la cabeza en señal de negación.
—Jamás. Esta es mi tierra, todo lo que quiero y todo lo que
necesito… Y aquí tengo a mi gente —señaló—. Mis padres,
tu tía… Estas tierras me han visto crecer y tengo claro que
es aquí donde quiero estar.
Paola sopesó lo que le decía y suspiró. Ojalá tuviera ella tan
claro cuál era su lugar… Hasta hace unos meses, hubiera
asegurado que su sitio se encontraba junto al de Jerry,
pero… Según pasaban las horas y los días, empezaba a
tener ciertas dudas de que su marido pudiera proporcionarle
la felicidad que le faltaba en el vacío que había quedado en
su corazón. De alguna forma, se sentía más perdida y
anulada que nunca.
—Se me hace raro que estés aquí —explicó Luke, mirándola
fijamente.
¡Y Dios! ¡Cómo la miraba!
Aquella forma tan penetrante de clavar los ojos en ella
conseguía dejarla sin palabras y sin aliento.
—Tu tía siempre dice que estás demasiado ocupada en la
ciudad, con tus cosas, tu trabajo… tu marido.
La última frase la soltó de forma titubeante mientras que,
con suspicacia, lanzaba una mirada hacia la mano de Paola
en busca del anillo de bodas. No lo llevaba, nunca se lo
había puesto. Odiaba tener una marca sobre ella, algo que
indicase al resto que era propiedad ajena. Jerry sí que
llevaba su anillo de bodas porque le parecía más oportuno,
y en alguna ocasión le había recriminado no hacerlo…
Aunque, evidentemente, no había conseguido con sus
suplicas que la chica cambiase de opinión.
—La verdad es que dejé mi trabajo —respondió, titubeante
—. Ojalá no lo hubiera hecho, pero… En fin, sí. Quería
dedicar mi tiempo a…
Se quedó en silencio. Le daba vergüenza admitir que
pasaba las horas muertas en su casa esperando a que su
marido volviera del trabajo para poder estar disponible para
él. Le daba vergüenza admitir que, en la última caída
anterior a la actual, ella ni siquiera se había molestado en
acudir a visitar a la tía Rosy cuando tenía tanto tiempo y no
trabajaba.
Suspiró. Y Luke volvió a mirarla tan intensamente que ella
estuvo convencida de que intentaba adivinar sus
pensamientos.
—Nunca es tarde para volver a coger un nuevo rumbo, para
volver a centrarte en otro nuevo propósito.
—Sí, lo sé. Lo sé… —respondió con una sonrisa inquieta—.
Creo que eso es lo que quiero hacer… Decidir cuál es mi
camino e intentar no desviarme mucho de él.
Luke soltó una carcajada que resonó con eco su alrededor.
—No es sencillo, pero lo conseguirás —aseguró él—. Estás
en el sitio apropiado, así que solamente tienes que dejarte
llevar y escuchar lo que te dice el corazón —añadió,
golpeándole de forma amistosa en el pecho con el puño.
Sintió la presencia de Luke cerca, muy cerca. Su olor
masculino inundó sus fosas nasales y el aliento del chico
acarició la piel de su rostro con suavidad. Se le heló la
sangre ante su proximidad y, de forma inconsciente, se
echó un par de centímetros hacia detrás. Se sentía
irremediablemente hipnotizada por aquel hombre de
aspecto rudo, salvaje, casi imposible. No quedaba nada del
antiguo Luke. Nada, en absoluto. Y la verdad es que debía
admitir que aquella nueva versión del niño con el que
compartía su bate de beisbol en la infancia le gustaba
bastante.
—Mira, atenta… —dijo, señalando un animalillo que estaba
agazapado bajo ellos, justo debajo de la colina—. Es un
puma acechando a su presa.
—¿Y cuál es su presa? —preguntó Paola sin olvidar el miedo
que le daban los pumas cuando era una niña pequeña y
pensaba que alguno podía llegar a colarse por la ventana de
su habitación en casa de la tía Rosy.
—Ese pequeño alce de ahí —añadió, señalando a otro
animal en la lejanía—. Si tenemos un poco paciencia
podremos contemplar el espectáculo por nuestros propios
medios.
Ella aguardó pacientemente y, unos minutos más tarde,
contempló cómo el animal agazapado saltaba de entre las
zarzas y echaba a correr tras el alce. El alce, que ya era
consciente de que su cazador andaba cerca, había echado a
correr sin un rumbo aparente intentando huir de su
persecutor. Pero, como cabía esperar, no tuvo suerte. El
puma se lanzó sobre él sin piedad y unos minutos más tarde
el animal yacía muerto bajo sus garras.
—Cuando termine será el turno de las hienas —señaló Luke
—. Ya sabes, la ley de la naturaleza.
—Es escalofriante… —sentenció Paola.
—El más fuerte sobrevive, el débil siempre pierde.
—¿El más fuerte o el más listo? —preguntó ella.
Una sonrisa de medio lado se extendió en el rostro del
vaquero mientras, silencioso, sopesaba qué respuesta dar.
Al final optó por guardar silencio.
De algún modo, la distancia entre ambos volvió a reducirse
al mínimo. Muy al mínimo. Paola sintió los labios sudorosos y
húmedos de Luke junto a su rostro y tembló de pies a
cabeza. Por Dios, ¿pero qué estaba haciendo? ¿Qué estaban
haciendo? ¿Es que estaba perdiendo la cabeza? Se alejó de
golpe e intentó disimular con una sonrisa nerviosa.
—Creo que deberíamos volver —sentenció, poniéndose de
pie de un salto—. Estoy convencida de que la tía Rosy ya ha
preparado la comida y está esperándonos.
—¿Me estás invitando a comer?
Ella sonrió, muy nerviosa. Se preguntaba una y otra vez qué
estaba sucediendo entre aquel chico y ella y no encontraba
respuesta a su pregunta. El único motivo real por el que se
había marchado de la ciudad era para desconectar, pero en
el fondo sabía que seguía queriendo a Jerry y que no quería
cometer un error del que, más tarde, podría arrepentirse el
resto de su vida.
—Claro, por supuesto —respondió ella con una sonrisa—.
¿Qué menos después de que nos hayas arreglado las tejas
del establo?
No entendía que era esa corriente eléctrica que la hacía
sentirse atraída hacia él, pero sí sabía que debía empezar a
ver a aquel hombre como un amigo de la familia y poco
más.
Volvieron a subirse en los caballos y retomaron el camino de
vuelta hacia el rancho. Disfrutaron del viaje en silencio y,
cuando llegaron a casa de la tía Rosy, corroboraron que la
mesa ya estaba puesta y que un delicioso pastel de carne y
verduras esperaba en la mesa. Comieron con vino, hablaron
de todo y de nada. Sobre todo, hablaron Rosy y Luke. Paola
tenía demasiadas cosas en su burbuja y se limitó a disfrutar
del momento, a dejarse llevar y nada más… Se sentía feliz
de estar junto a su tía y, sobre todo, de corroborar por sus
propios medios que no había estado sola durante todo ese
tiempo y que había tenido a alguien que la hiciera compañía
y que la cuidase. Luke se merecía, sin duda, todos sus
respetos y su cariño.
Su tía no paraba de reírse mientras él contaba chistes y
hablaba de la vaca del vecino, que había aprendido a
cantar. Paola se preguntaba cómo era posible que una vaca
aprendiera a cantar y se río a carcajada limpia cuando Luke
explicó que el animal se pensaba que se había transformado
en un gallo. Le costaba a imaginando a una vaca cantándole
al amanecer.
Un par de horas más tarde Luke se levantó de la mesa con
una tarta de arándanos envuelta en papel que la tía Rosy le
había preparado para que le llevase a sus padres y se
marchó del rancho. Paola aprovechó para recoger la mesa,
limpiar los platos y pasarse por los establos para meter a
cada animal en su respectivo lugar. La noche comenzaba a
cernirse sobre ellos y un día más estaba a punto de
terminar en el rancho. Un día más en el que no había tenido
noticias de Jerry dada a la falta de cobertura del lugar. ¿Le
echaba de menos? Sí, por supuesto que sí. Claro que
echaba de menos a Jerry… Pero, a su vez, se sentía feliz.
Tenía la sensación de que de alguna forma había
conseguido huir de aquel lugar en el que se sentía
prisionera.
Había escapado de su casa.
6

Se despertó con un nuevo amanecer y se apresuró a


vestirse con rapidez. Se puso unos deportivas, unos
pantalones cortos y una camiseta de tirantes que la
aliviaban del calor con el que había amanecido aquel nuevo
día en el rancho.
Cogió una magdalena del cestito de la cocina y salió sin
hacer ruido del rancho para no despertar a su tía Rosy. Casi
se le paró el corazón al comprobar que los establos estaban
abiertos y que alguien rondaba en el interior, aunque se
tranquilizó de la misma al ver que se trataba de Luke y no
de un intruso que merodeaba por la zona. Respiró hondo
mientras se llevaba la mano al pecho, intentando controlar
el pulso acelerado de su corazón.
—Me has dado un susto de muerte —señaló ella con una
sonrisa, dándole los buenos días de esa forma.
—Perdona —respondió él—. Pensé que tu tía te había
avisado… No vengo todos los días, pero procuro pasarme
por aquí al menos tres días a la semana, cuando termino
con el trabajo que hay en el rancho de mis padres.
—¿Y ya has terminado con los animales de tus padres? —
pregunto sin poder ocultar su tono de estupefacción.
—Sí, hace rato.
Paola intentó calcular mentalmente a la hora que debía de
haberse despertado el chico aquella mañana, pero terminó
llegando a la conclusión de que no había dormido. ¿Cómo
demonios le había dado cuenta a ocuparse de tanto? ¡Por
Dios! ¡Solamente eran las cinco y media de la mañana!
Se sentó sobre los sacos de pienso y se quedó
contemplando cómo Luke cepillaba a Aurora y a Twist
después de haberles dado una refrescante ducha. Los
animales ya habían desayunado y el vaquero ya se había
preocupado por limpiar los establos. Es decir, a aquellas
tempranas horas de la mañana ya estaba prácticamente
todo el trabajo hecho.
—¿Tu marido también va a venir?
Paola le miro fijamente.
Se había quitado la camiseta blanca —que era
prácticamente de color gris por su vejez y los mil lavados
que llevaba encima— y encendió la manguera. Paola se
quedó mirando fijamente cómo se rociaba sobre la cabeza
con el chorro, empapándose de arriba abajo. Sintió un
deseo, una excitación, que se apoderaba de ella de forma
irremediable. ¡Uf! Luke era irresistible. Aquella piel morena
con esos músculos marcados y firmes la hacían perder la
cabeza. Era tentador, demasiado tentador. Y cuando decidió
acudir a visitar a su tía Rosy no contaba con que fuera a
tener aquellas tentaciones tan cerca de ella. Qué va. En
absoluto. ¿Cómo iba a resistirse?
—No, no va a venir —respondió, intentando desviar su
atención a cualquier otro punto que no fueran los pectorales
del vaquero que tenía frente a ella—. A Jerry no le gusta la
vida del rancho.
Por no decir que no le gustaban los animales, que no sabía
vivir sin cobertura y que estar allí, aislado de la ciudad y sin
un centro comercial a pocos metros de distancia, le parecía
una tortura y una forma de vida demasiado arcaica como
para siquiera ser considerada “vida”.
—Vaya. Pues es una pena —respondió él, sacudiendo la
melena y provocando un aspersor de agua—. Aunque él se
lo pierde, porque esto sí que es vida. Vida de verdad.
Paola sopesó lo que le decía. Le sorprendía lo diferentes que
podían ser las personas. Jerry era feliz con un gimnasio
cerca y un supermercado abierto veinticuatro horas. No
concebía vivir lejos de la zona de comercios y sin, al menos,
dos o tres restaurantes que tuvieran servicio de comida a
domicilio. Eran formas de vida muy diferentes, y aunque
Paola siempre se había posicionado en el lado opuesto de la
balanza en la que estaba Jerry… Comenzaba a ver todo muy
diferente. Los días en aquel lugar estaban menguando esa
ansiedad que le apretaba el pecho cada día. Se sentía
mucho más vital, mucho mejor. De alguna forma, aquellas
colinas empezaban a sanar la depresión en la que Paola
vivía desde hacía semanas.
—Tienes razón —sentenció—. Sí que es vida.
Habían pasado un par de horas cuando Luke por fin terminó
de asear a los caballos. Ella pensaba que se marcharía de
vuelta a su rancho, pero en lugar de hacerlo le propuso dar
un nuevo paseo para enseñarle la escuela. Aunque ella ya lo
sabía, él le había contando todo el proceso que había
conllevado su apertura. Pensó que aquel chico tenía muchas
ambiciones y se alegró de haber vuelto a coincidir con él.
Aceptó la propuesta y dieron un largo paseo hasta el lugar,
que al ser festivo tenía sus puertas cerradas. Esperaba
encontrarse con una cabaña mal hecha, pero Paola debía de
admitir que era un lugar precioso y que Luke se había
molestado en dejarlo increíblemente atractivo para los
niños. Incluso tenía un pequeño patio de recreo con
columpios y toboganes. Pensó que debía de ser el lugar
ideal para criar a un niño… Naturaleza, paz, sin peligros y
sin miedos. En aquel lugar todo el mundo se conocía y se
ayudaba, como si se tratase de una gran comunidad en la
que todos se habían terminado transformando en familia,
cuidándose los unos a los otros. Sí, sin duda, era un buen
lugar para criar a un niño. El peor peligro que uno podía
encontrarse era el puma que veía a la distancia o el tractor
del vecino que pasaba por la carretera semiasfaltada con la
que contaba el poblado.
Paola se percató del camino de colores que Luke había
empezado a construir para que todos los niños pudieran
acudir de forma segura hasta el colegio y sonrió.
Entraron en la escuela, repasaron los pupitres —que no eran
más de veinte— y se preguntó a sí misma cómo debía de
apañárselas la profesora para dar clase a niños de edades
tan diferentes.
Charlaron un rato, pasearon otro rato y después volvieron a
pasear de vuelta hasta el rancho de la tía Rosy.
—¿Tienes plan para esta noche? —preguntó Luke con
curiosidad cuando estaban a punto de despedirse.
—¿Plan?
—¿Tienes algo que hacer? —inquirió de nuevo.
Ella soltó una carcajada y negó con la cabeza. Sintió como
la coleta se le deshacía y el cabello le caía por los hombros.
—No, no tengo nada que hacer.
Él sonrió.
—Pues te propongo uno… —comenzó, aunque al final
terminó quedándose en silencio, como si se hubiera
arrepentido de lo que estaba a punto de decir—. Mejor aún,
será una sorpresa.
Paola enarcó las cejas con cierta reticencia, aunque al final
terminó aceptando la propuesta de buen grado. Los días en
el rancho no se le estaban haciendo largos, pero en el fondo
sabía que iba a agradecer salirse de la rutina diaria. Quedó
en que Luke la recogería a las ocho de la noche, cuando el
sol se pusiera, y aprovechó el resto de la tarde para estar
con la tía Rosy.
Aquel día su tía parecía haberse despertado de mejor humor
aún y había aprovechado las fuerzas con las que había
amanecido para caminar con muletas y dejar la silla de
ruedas de lado. A Paola no le daba ninguna seguridad, pero
ella parecía convencida de lo que estaba haciendo y decidió
no insistirla ni presionar más de la cuenta. Su tía estaba
deseando volver a la normalidad y recuperar el cien por cien
de su movilidad, aunque la realidad era —y eso se lo había
dicho el médico— que precisaría de muletas o de silla de
ruedas el resto de su vida y que las secuelas de la lesión
serían inevitables. Su tía se negaba a creer que nunca más
volvería a montar a Twist y estaba convencida de que más
pronto que tarde, volvería a las andadas y a ser como
siempre.
Su aventura con las muletas no duró mucho. En menos de
tres horas, la mujer de cabello grisáceo y mirada celeste ya
había abandonado la intentona y había vuelto a sentarse en
la silla de ruedas.
Cuando Paola volvió a salir de su habitación —ya vestida y
adecentada—, su tía no pudo evitar el interrogatorio para
saber a dónde iba.
—A dar una vuelta con Luke.
Ella sonrió.
—¿Sabes que ese chico siempre ha estado enamorado de ti,
verdad? No le rompas el corazón.
Aquella confesión la pilló desprevenida y, sin poder evitarlo,
se echó a reír.
—¿Por qué dices eso, tía? —respondió mientras tomaba
asiento a su lado.
Miró su reloj de muñeca y comprobó que aún faltaban
algunos minutos para las ocho. Esperaría dentro a que él
llegase.
—Porque así es… Desde pequeño. Creo que tú eras la única
chica de su edad de la zona, o al menos la única con la que
él encajaba bien —explicó—. Siempre andaba detrás de ti,
por todas partes, correteando a tu alrededor. Recuerdo a
ese Luke adolescente pasando por aquí todos los días en
verano para preguntarme cuándo vendrías de visita.
—¿De verdad? ¿Lo dices en serio?
—Sí… Aunque coincidió justo cuando tú dejaste de venir…
Es un buen chico —suspiró ella sin ocultar su cariño—.
Siguió pasando por el rancho cada mañana hasta que, al
final, se terminó convirtiendo en una costumbre silenciosa.
—¿De verdad venía a buscarme cada mañana? —preguntó
ella, aún asimilando aquella parte de la confesión que su tía
acababa de hacer.
La mujer soltó una carcajada.
—Sí. Y si te soy sincera, veo cómo te mira y creo que sus
sentimientos por ti siguen siendo los mismos.
Paola intentó hacer memoria y recordar los instantes que en
su pasado había compartido con él. Lanzarse piedras, jugar
con animales, montar a caballo, pasear por las colinas…
Según escarbaba en su memoria parecía el refrescando más
y más instantes. Recordaba su risa y esa forma que tenía de
recolocarse las gafas cuando se reía, colocando un dedo en
su entrecejo. ¿Ya no usaba gafas? Se lo preguntaría aquella
noche.
—Creo que ya está aquí tu cita —señaló Rosy, dirigiendo su
mirada hacia la ventana.
Paola miró en esa dirección y vio que, en efecto, Luke
estaba fuera del rancho esperando. Estaba sentado sobre
un potro, con una silla de montar doble y dos alforjas a cada
lado del caballo. Sobre la cabeza, llevaba un sombrero de
vaquero. Paola sonrió pensando que tenía un aspecto de
vaquero total, casi como si llevara puesto un disfraz. Pero
no, no era ningún disfraz.
—Disfruta y… No le rompas el corazón —volvió a repetir.
Ella salió al exterior con todos aquellos pensamientos
alborotando su mente y aceptó la mano cuando Luke le
tendió el brazo ayudándola a subir al caballo. Rodeó su
cintura y se aprisionó contra su cuerpo, sintiendo su
firmeza. Otra nueva oleada de excitación le recorrió las
entrañas y Paola tuvo que esforzarse por mantener esos
sentimientos y sensaciones a raya.
—¿A dónde vamos? —preguntó la chica mientras él
comenzaba a galopar.
—Te he dicho antes que era una sorpresa —respondió con
cierta socarronería en el tono de su voz.
Cabalgaron casi durante diez minutos, subiendo colina
arriba hasta que por fin llegaron a un pequeño descampado
que estaba en lo más alto. Luke la ayudó a bajar del caballo
y comenzó a sacar cosas de las alforjas: una manta de
picnic, queso, embutido variado y una botella de vino. Había
improvisado un picnic, lo que a Paola sí que le pareció muy
romántico por su parte. Alzó la vista hacia el cielo y
descubrió que el techo que tenían sobre sus cabezas se
había teñido de un sinfín de tonalidades naranjas y rojizas
que se iban oscureciendo minuto a minuto.
Se sentó en el suelo, junto a Luke y aceptó una copa de vino
mientras degustaba un poco de vino. No era el tipo de
reserva de alta calidad al que estaba costumbrada, pero el
queso disimulaba su acidez y Paola consiguió incluso
disfrutarlo. Pronto terminó de oscurecer por completo y
ambos, un poco mareados por el alcohol, se tumbaron
tapándose con una manta y observaron el sinfín de estrellas
titilantes que brillaban sobre sus cabezas mientras una
brillante y preciosa luna llena los vigilaba desde lo más alto.
—¿No te parece que esto es el paraíso? —preguntó él con
voz distraída, casi adormecida.
Ella se quedó en silencio viendo cómo el firmamento cada
vez parpadeaba con más fuerza. Intentó recordar aquellos
años en los que hizo un par de cursos de scout y divisar la
Osa Mayor entre todas las constelaciones que había frente a
ella, pero no lo consiguió. Tenía aquellos recuerdos
demasiado oxidados. Bueno, en realidad, Paola creía que
tenía la mente —en general— oxidada y que, por alguna
razón incomprensible, toda su infancia había quedado
emborronada detrás de un borrador.
—Esto es el paraíso, sin duda —respondió con total
convicción—. Me alegro de estar aquí.
Lo había dicho sin pensar y ni siquiera ella tenía muy claro a
qué se había refería: ¿a estar en el rancho de su tía o a
estar allí, con él? ¿Qué pensaría Jerry de aquella cita?
Porque, sin duda, él lo consideraría una cita. ¿Y qué
pensaría ella si supiera que en esos Jerry estaba tumbado
en la terraza, en una hamaca, junto a otra mujer? Se lo
imaginó. Imaginó a Jerry con otra mujer, bebiendo vino y
disfrutando en la terraza de aquel apartamento al que tanto
odio había ido cogiendo Paola. Y, para su sorpresa, no sintió
rabia. Ni odio. No sintió nada. Solamente se sintió alivia
porque no era ella quien se encontraba allí en aquellos
instantes.
Ahogo un suspiro de ansiedad mientras se decía a sí misma
que las cosas tenían que cambiar, que no podía seguir así.
Si regresaba a la ciudad… ¡Uf! El simple hecho de pensarlo
despertaba en ella tanta angustia que sacudió la cabeza y
desechó los pensamientos al instante.
—¿Estás bien? —inquirió Luke, girándose hacia la chica.
—No lo sé —respondió ella tras romper un prolongado
silencio—. La verdad es que no sé cómo estoy —confesó—.
Nunca antes me había sentido así.
—¿Y cómo te sientes?
Ella sopesó la mejor respuesta, la más sincera.
—Perdida —respondió casi al instante, pensando que
aquella descripción era la que más se asemejaba a su
situación actual.
Sabía dónde no quería estar, pero también sabía que quería
a Jerry a pesar de que aquel no fuera su lugar. Tampoco
tenía claro sí quería recuperar su antiguo trabajo y retomar
las cosas donde las dejó. En realidad, no tenía nada claro.
¿Qué iba a decirle a Jerry cuando regresase? ¿Y cuándo
pensaba regresar a la realidad?
Estaba claro que tarde o temprano tendría que volver a
hacer las maletas y volver a la ciudad, pero Paola no se
sentía con ganas ni fuerzas para llevar a cabo dicha tarea.
No se veía capaz de retomar de vuelta el camino de regreso
a casa.
—Perderse siempre es la mejor forma de encontrarse con
uno mismo —respondió Luke al instante, rozando su mano
con la de él.
—Pues entonces creo que necesito perderme un poco más.
—Totalmente de acuerdo… Creo que deberías olvidarlo todo.
Quien eres, qué haces, qué quieres, todo… Olvídate de lo
que te gusta, de lo que tienes, de lo que buscas y…
simplemente, déjate llevar.
Paola escuchó aquellas palabras y fue interiorizándolas
mientras el vaquero las pronunciaba en voz alta. Quizás las
interiorizó con demasiada profundidad, porque él aún no
había terminado de hablar cuando ella ya posaba sus labios
sobre los de él. Al día siguiente se arrepentiría, seguro.
Incluso se arrepentiría al segundo de haberlo hecho. Pero
por algún motivo, había necesitado hacerlo. Había querido
sentirle, rozarle… Sus húmedos labios respondieron al beso
y unos instantes más tarde Luke la estaba agarrando por la
cabeza para atraerla hacia él. La besó con suavidad y
detenimiento, pero pronto aquel instante se transformó en
un momento de prisa, de ansía, de querer más.
Ella rodó sobre la manta hasta terminado sobre él. En aquel
instante su mente ya se había nublado por completo y no
pensaba en lo que estaba haciendo. Bueno, en realidad, sí.
Se dijo a sí misma que se estaba “perdiendo” y que ya se
preocuparía por encontrar más tarde. Una estupidez, sí,
pero le sirvió para sentir cómo Luke se hundía entre sus
piernas sin pensar en nada más, en nadie más. Solo en ella,
en su placer, en aquellos músculos húmedos que en
aquellos instantes estaban bajo su cuerpo y en esos besos
carnosos que tanto había deseado desde el primer instante
en el que los vio de lejos al llegar a Texas. Sintió cómo la
inundaba, como la estrechaba contra su cuerpo. Ella se
irguió, se quitó la camiseta y continuó cabalgando.
Sintiéndole. Disfrutándole. Ninguno de los dos tenía muy
claro cómo habían terminado haciendo el amor bajo las
estrellas. Ninguno de los dos sabía cómo habían llegado a
ello, pero los dos tenían claro que llevaban varias horas
reprimiendo el impulso de lanzarse sobre los labios del otro.
Alcanzaron el clímax casi a la vez entre suspiros y jadeos. El
pronunció el nombre de ella, y ella sintió que el mundo se
paraba en aquel instante. No entendía cómo había ocurrido,
pero era consciente de que aquel había sido uno de los
mejores momentos de su vida.
Cogió aire mientras se acurrucaba en el pecho del vaquero
para después cerrar los ojos. Sintió los dedos de Luke
recorriéndole la espalda, paseándose por su piel desnuda
mientras la suave brisa de la colina acaricia su cuerpo casi
del mismo modo. Como si fueran intrusos pidiendo permiso,
como si deseasen algo totalmente prohibido.
—Creo que deberíamos volver —señaló ella.
—No quiero —respondió con seguridad—. Me quedaría así
toda la noche.
Paola sonrió al escucharle decir eso. La verdad es que ella
también. Se sentía en paz y tenía una sensación… salvaje.
Como si aquel lugar le proporcionase calma y paz a la vez
que adrenalina.
—Yo también —admitió con voz pausada.
Se quedaron así unos segundos más hasta que, de forma
incomprensible, Paola sintió como Morfeo la abrazaba
arrastrándola a un profundo e intenso sueño. Se quedó
dormida sin pretenderlo, junto a él, y no se despertó hasta
que nuevamente sus caricias se infiltraron por su piel y por
su columna vertebral.
Se vistieron en silencio, sin decir nada. Debía de ser
madrugada porque el cielo se había teñido de colores claros
y anaranjados. Él se ocupó de recoger todo —la manta, la
comida que había sobrado, la botella y las copas—, de
volver a llenar las alforjas y de que ella se subiera tras él en
el caballo. Iba medio adormecida, sujeta sin mucha fuerza al
torso del vaquero cuando alcanzaron el rancho de la tía
Rosy.
—Deberías irte a dormir ahora mismo —señaló Luke,
ayudándola a bajar de la yegua—. Tienes cara de cansada.
Paola corroboró que sí, en efecto, estaba amaneciendo.
Sabía que tenía que dar los desayunos y ponerse con las
cuadras, pero no tenía muchas fuerzas para ello. El vino de
la noche anterior la había dejado atontada y, aunque había
dormido de forma profunda, el cansancio acumulado le
decía que se había dormido tarde y que no había
descansado todo lo debido.
Titubeó sin saber muy bien qué hacer. Podía encargarse de
los animales y, después, se echaría a descansar un rato
hasta que la tía Rosy la llamase para ir a almorzar.
—No te preocupes por nada —aseguró Luke con una sonrisa
—. Vete a descansar, yo me ocupo de todo esto.
Se miraron a los ojos y ella negó levemente con la cabeza.
—No pienso dejar que te ocupes de mi trabajo —respondió
—. No tienes por qué hacerlo. Si he venido aquí… ha sido
para ayudar a mi tía. No tienes por qué hacerlo tú.
Luke aprisionó con sus manos el rostro de Paola y, de forma
inesperada, le propinó un beso intenso y largo en los labios.
—Venga, vete a descansar, por favor… —suplicó él—.
Porque si no lo haces, me sentiré culpable y no podré volver
a invitarte a un picnic nocturno. Mi conciencia no me lo
permitirá.
Ella terminó asintiendo. ¿Cómo iba a negarse si se lo pedía
de esa forma? ¿Cómo iba a negarse si sus besos eran
mágicos? Le parecían demasiado tentadores.
Se alejó hacia el rancho con un sentimiento de culpa y de
felicidad latiendo al mismo tiempo en su pecho. Se tumbó
en la cama y, con los abiertos de par en par se dijo a sí
misma que tenía que dormirse. No podía. Conseguir
conciliar el sueño sabiendo que Luke estaba ahí fuera, en
los establos, resultaba una tarea prácticamente imposible
de cumplir.
Se sintió tentada de levantarse y salir a ayudarle, pero sabía
de sobra que él rechazaría su oferta, así que no le encontró
demasiado sentido. Se quedó donde estaba, en la cama
tumbada bocarriba. Y pensó en él. Pensó en sus besos, en la
forma pausada que Luke tenía de respirar cuando estaba
tranquilo y en cómo había pronunciado su nombre entre
jadeos mientras habían hecho el amor.
Le costó dormirse, pero, cuando por fin lo consiguió, soñó
con él.
7

Los días pasaban en el rancho y, a aquellas alturas, Paola ya


había desistido en el intento de encontrar una línea de
cobertura con la que poder llamar a Jerry. En realidad, no
quería hacerlo. No quería llamarle. Empezaba a replantearse
seriamente si era él la persona con la que quería pasar el
resto de su vida y dudaba de que él pudiera hacerla
realmente feliz.
Y había descubierto algo todavía más perturbador: le
gustaba estar allí, en el rancho. Bueno, en realidad, no sabía
si lo que le gustaba era estar en el rancho de su tía Rosy o
que Luke estuviera allí. Su tía siempre había dicho que el
hogar se encontraba en las personas, no en los lugares. Y
cuanto más pensaba en ello, más creía que su tía estaba en
lo cierto y que tenía razón.
Aquella mañana se había levantado un poco entristecida. Ya
llevaba dos semanas viviendo en el rancho y sabía que,
tarde o temprano, tendría que decir adiós a todo lo que en
esos instantes la rodeaba. No veía el momento y estaba
alargando el instante de su partida, pero fuera la que fuese
la decisión que tomara respecto a Jerry, tampoco podría
demorarla mucha más.
Y Luke… ¡Uf, Luke! Los días pasaban y aunque no habían
vuelto a compartir un instante parecido bajo las estrellas del
desierto con él, ya habían sido varios besos furtivos los que
se habían robado en los establos en el rancho, cuando su tía
no miraba.
Se sentó en la mesa y cogió un pedazo de pastel de
zanahoria mientras escuchaba el sonido agudo de la sierra
de Luke trabajando sin descanso en la cocina. El chico se
había puesto manos a la obra con la petición de bajar un par
de palmos la cocina para que pudiera seguir cocinando con
comodidad desde su silla de ruedas. Habían sido varias las
ocasiones en las que la anciana se había empeñado en
volver a coger las muletas, pero en todas ellas había
terminado desistiendo, consciente del dolor que le recorría
las piernas hasta la cadera. Habían acudido a revisión
médica en dos ocasiones y los especialistas rechazaban la
idea de que pasara a las muletas.
Aunque, en el fondo, Paola no tenía ninguna duda de que lo
conseguiría. Sabía que lo que realmente anhelaba su tía era
montar a caballo, cabalgar sobre Twist, y tenía la firme y
absoluta certeza de que así sería tarde o temprano.
—Estás pensando en marcharte —adivinó ella al ver su
gesto pensativo—, en volver a la ciudad.
Paola suspiró y miró a su tía de reojo. Luke seguía
trabajando de mientras, aunque ya llevaba toda la mañana
con la sierra y el martillo y Paola imaginaba que no faltaría
mucho para que terminase.
—Lo estoy pensando, sí —respondió, confesando la realidad.
Ella frunció el ceño.
—¿No puedes quedarte un par de semanas más?
—Tengo que hablar con Jerry. Tengo que volver a casa.
Lo decía sin ganas y sin demasiada convicción. Es más,
incluso ella estaba sorpresa de lo poco que había extrañado
a Jerry durante todos aquellos días. Si de verdad le hubiera
echado de menos como correspondía, se hubiera molestado
en acercarse el poblado más cercano en busca de wifi o de
un poco de cobertura para poder contactar con él. Pero no
lo había hecho, y eso ya decía mucho. Simplemente había
dejado pasar los días, despreocupándose por completo de
todo. Se preguntó a sí misma dónde estaría su teléfono
móvil en aquellos instantes y se sorprendió al responder
que no tenía ni la menor idea. En algún momento debía de
haberse quedado sin batería, así que imaginó que estaría en
su habitación, olvidado en el cajón de su cómoda o de la
mesilla de noche.
Si le hubieran dicho hace días que pasaría dos semanas
ajena al mundo, sin cobertura, ni televisión, ni redes
sociales, hubiera pensado que se trataba de una broma. Ni
siquiera comprendía cómo había conseguido sobrevivir sin
Instagram durante tanto tiempo, aunque de alguna forma,
se sentía feliz por haberlo hecho. Era como si, de algún
modo, se hubiera desintoxicado de las redes sociales y
hubiera logrado reconectar con el mundo real. Con el
mundo que la rodeaba y que tenía a su alrededor.
Hinchó sus pulmones mientras se deshacía sobre la silla en
la que se encontraba.
—¿Y sabes ya cuándo te marchas?
Ella se encogió de hombros.
Estaba alargando el momento, pero imaginó que aquel
viernes o, a más tardas, el próximo lunes, estaría ya en el
aeropuerto dispuesta a poner rumbo a su… ¿hogar? Aquel
apartamento había sido su “casa”, pero nunca había sido su
hogar. Eso lo tenía muy claro.
Tenía que hablar seriamente con Jerry y poner las cartas
sobre la mesa. Era consciente de que a lo largo de su
relación se había dejado llevar por los deseos de él y había
ignorado completamente su voz interna. Tampoco podía
culparle a él de aquellas decisiones, porque ella,
simplemente, se había dejado llevar sin exteriorizar lo que
quería. No entendía muy bien porqué, pero Paola se había
limitado a complacerle sin pensar en sí misma y en lo que
ella misma quería. Pero… ¿qué quería? Ese era el problema.
Quizás por esa razón se había dejado llevar, porque
simplemente había intentando encontrar su sitio sin éxito
en la búsqueda.
Entonces, ¿dónde estaba su sitio?
Sintió deseos de echarse a llorar, pero contuvo las lágrimas
para no preocupar a su tía Rosy. No quería que la viera mal
y que se quedase preocupada por ella. Escuchó de nuevo
los golpes secos del martillo de Luke y pensó en eso que él
le había dicho: “para encontrarse a sí mismo, uno primero
debía perderse”.
—¿Por qué no te quedas? —insistió Rosy.
Sabía que su presencia en el rancho resultaba beneficiosa
para su tía. Y para ella también, claro. Se estaban cuidando
mutuamente y podía decirse que, de alguna forma, habían
encontrado una rutina. Una forma de establecer una rutina,
de ser felices en el rancho.
—Tengo que volver a hablar con Jerry, tía —repitió.
No cabía espacio para otra opción diferente a esa.
—Lo sé, lo sé… Pero una vez hables con él, podrías regresar
de nuevo aquí. Conmigo…
Paola intuyó que a la mujer comenzaban a empañársele los
ojos y se sintió culpable por haber generado en ella aquel
estado de alteración. Se levantó de la misma y la envolvió
con cariño entre sus brazos mientras cerraba los ojos. Sí, en
el rancho se sentía bien. Y pensar que aquella sería una de
las últimas veces que coincidiría con Luke provocaba que
una extraña presión se instalase en su pecho. Pensó en el y
en que, lo más probable, es que tiempo después ambos
volvieran a coincidir en la vida. Quizás para entonces él ya
se hubiera casado y tendría unos preciosos niños cow boys.
O quizás no. No podía saberlo, pero lo que sí sabía era que
imaginarle con su propia familia le dolía. ¿Por qué si
acababan de conocerse? ¿Por qué no pensaba en Jerry en
lugar de estar dedicándole sus pensamientos a otra
persona?
Luke terminó con la cocina y cuando llegó al comedor, se
encontró a tía y a sobrina envueltas en un profundo abrazo.
No necesitó sumar dos más dos para adivinar que aquello
era algo bastante parecido a una despedida Rosy estaba
llorando y Paola intentaba consolarla.
Él caminó hacia ellas en silencio y se sentó en la silla,
procurando no interrumpir aquel tierno momento.
—Nos hemos quedado sin comida para los caballos —
explicó cuando Paola volvió a sentarse en la mesa—. Y a mis
padres también les queda poco pienso para las gallinas.
—Vaya… Tendremos que acercarnos a los pabellones de
suministros a por más.
—Me acercaré en un rato —sentenció él—. ¿Me acompañas?
Se dirigió directamente a ella. Paola era consciente de que
cuanto más tiempo pasase con él, más difícil sería después
decirle adiós. Pero, finalmente, asintió. Acababa de decidir
que al día siguiente regresaría a casa y pensó que aquel
sería un buen momento para una despedida rápida.
Terminaron de almorzar. El pastel de zanahoria desapareció
del plato con rapidez mientras ella, preocupada, se
preguntaba cómo se las apañaría su tía cuando no
estuviera. “Tenía a Luke”, pensó. Aunque aquel consuelo no
sabía si terminaba de ser funcional. ¿Acaso resultaba justo
que Luke cuidase de su tía incluso aunque fuera de forma
voluntaria? ¿Podría continuar con su vida en la ciudad
ignorando lo que sucedía en el rancho?
Se subieron a la camioneta de Luke y pusieron rumbo hacia
los pabellones de suministros. Paola no había estado en
ellos nunca, pero sabía que eran unos grandes almacenes
en los que todos los vecinos solían abastecerse para las
épocas de siembra. Además, como no, tenían todo lo
necesario para el ganado y para mantener el rancho a
punto. Según se acercaban a esa zona, Paola observó cómo
las carreteras desérticas comenzaban a llenarse de vida y
de tráfico.
—¿Por qué hay tanta gente? —preguntó con curiosidad.
—Dentro de poco será el torneo del Gran Rodeo y la gente
se está preparando para el evento.
—Oh, vaya.
—¿Te quedarás a verlo?
Ella evitó mirarle a los ojos.
—No. Me marcho a casa.
Aquella última frase la pronunció en voz baja, casi entre
susurros. Mantuvieron el rumbo en silencio con el único
sonido del motor como compañía hasta que llegaron a los
almacenes que, en efecto, estaban hasta arriba. Había sido
casi una hora de viaje en silencio y Paola comenzaba a
arrepentirse de haber acudido con él hasta allí. Podía sentir
la tensión que flotaba en el aire y que se había formado
entre los dos, y odiaba admitir que hacía tiempo que había
adivinado que aquel instante llegaría. La noche en el
desierto, bajo las estrellas, solamente había servido para
que aquel proceso de despedida fuera más doloroso.
—Así que te vas, ¿eh? —inquirió de nuevo, retomando la
conversación mientras ella se bajaba del coche.
El sol intenso golpeó su rostro y ella se permitió cerrar los
ojos y disfrutar del buen tiempo unos momentos antes de
comenzar a caminar tras él.
—Ya sabíamos todos que no podría quedarme aquí para
siempre. No era factible —señaló—. Aunque tampoco es un
adiós para siempre, ¿sabes? Sé que mi tía me necesita.
Después del intenso abrazo que se habían dado con su tía,
Paola había decidido que regresaría de forma periódica al
rancho para asegurarse de que todo continuaba como
debía. Sabía muy bien que a Jerry no le haría ninguna
gracia, pero… Bueno, con Jerry tenía que hablar muchas
cosas. Y si no conseguían llegar a punto medio, entonces
también sabía que su matrimonio terminaría disolviéndose.
“Quizás sea lo mejor”, pensó. Y aunque ese pensamiento le
proporcionó dolor, también obtuvo cierto alivio.
—Sí que puedes quedarte aquí, Paola —respondió él casi
con un suspiro—. Pero supongo que tienes que echar raíces
donde quieres estar y no donde el resto te pidan que estés.
Sopesó lo que le decía y asintió.
Eso mismo era lo que tenía que hacer: echar raíces. Pensó
de nuevo en la vida que se imaginó el día que le dio el “sí,
quiero”. No había nada de esa vida en la que tenía
actualmente, aunque eso era precisamente lo que quería
hablar con Jerry. Eso era lo que quería cambiar.
Hicieron las compras respectivas y volvieron en silencio, en
tensión. El sonido del motor rugía con fuerza y Paola tenía la
sensación de que en cualquier momento el coche estallaría.
Le costaba coger aire con normalidad y en su mente no
podía dejar de preguntarse si realmente hacía lo correcto
dejando a su tía sola o sí, en el fondo, cada uno de sus actos
era una cadena de egoísmo incontrolable.
Estaban a pocos kilómetros del rancho cuando, de pronto,
Luke detuvo la camioneta en mitad de la nada. Paola le
miraba con curiosidad, intentando descifrar en silencio qué
era lo que estaban haciendo allí. ¿Habían pinchado rueda?
¿Por qué había detenido el vehículo de pronto? Cogió aire
más profundamente intentando armarse de valor para
preguntárselo, pero no fue capaz. No lo consiguió. Se quedó
en silencio, mirándole fijamente. Tenía una expresión
extraña que la chica no conseguía capaz de entender.
Luke se bajó del coche y cerró la puerta con un golpe
sonoro, ignorando totalmente a su acompañante. Ella
titubeó, pero, al final, también terminó abandonando el
vehículo. Estaban, literalmente, en mitad de la nada. A
ambos lados de la carretera se abría unas campas
totalmente desérticas. Ni siquiera se conseguía distinguir
algún rancho lejano o alguna vaca pérdida. Nada,
absolutamente nada a la vista.
Soplaba un viento bastante fuerte, así que Paola rodeó su
cuerpo con ambos brazos y se acercó hasta el vaquero con
una leve mueca en los labios.
—¿Qué ocurre? —preguntó sin ocultar su curiosidad—. ¿Qué
hacemos aquí?
Él se encogió de hombros y negó con la cabeza, en silencio.
Parecía casi tan confuso como ella, así que decidió
concederle su espacio y no insistir. En lugar de volver a
preguntar, apoyó su trasero en la camioneta y se relajó a su
lado. Respiró hondo y sintió el viento acariciándole la piel.
Allí en mitad de la nada, se respiraba paz. Una paz que, sin
duda, no lograría encontrar jamás en la ciudad. Y si,
disfrutaba de aquella tranquilidad que le proporcionaba
Texas, pero… ¿Podría vivir allí durante todo el año? ¿Podría
instalarse en un lugar como aquel? Se dijo a sí misma que
no, que ella siempre había sido una chica de ciudad.
—¿Qué hacemos aquí parados? —preguntó una vez más,
mirándole fijamente a los ojos en busca de una respuesta.
No podían estar perdidos, eso era imposible. Incluso ella,
que solamente había llegado hasta a los almacenes en una
ocasión, podía regresar hasta el rancho de su tía Rosy sin
ningún tipo de complicaciones. La carretera era una recta
que apenas contaba con desviaciones.
—Tengo la sensación de que esta será la última vez que nos
veamos, así que estoy intentando alargar este momento
todo lo posible y que no desaparezcas tan rápido.
—No voy a desaparecer —aseguró, y fue consciente de que
lo decía de verdad.
No sabía si aquella seria la última vez que sus caminos se
cruzarían, pero estaba convencida de que volvería de forma
habitual al rancho. Su tía Rosy la necesitaba y no podía
abandonarla, no podía dejarla de lado.
—Los dos sabemos que sí —respondió él, sin siquiera
mirarla—. Y tengo que admitir que me va a costar
procesarlo, porque estas últimas semanas has sido lo más
interesante que me ha pasado en años. No quiero que te
marches.
Aquella sinceridad tan desgarradora consiguió traspasar el
alma de la chica. Volvió a mirarle muy fijamente y guiada
por un impulso que ni siquiera ella comprendió, se plantó
frente a Luke y sujetó su rostro entrena ambas manos antes
de besarle directamente en los labios. Se dejó llevar unos
segundos por su humedad, su sabor, su calor. Las manos de
ellas se entrelazaron con las de él y el beso se intensificó
todavía más hasta que Paola estuvo convencida de que toda
la cordura que albergaba en ella había desaparecido por
completo. Él la aupó entre sus brazos y la sentó sobre el
capó mientras, lentamente, acariciaba todo su cuerpo.
Quería robar cada una de esas caricias y encapsularlas para
que el tiempo no pudiera jamás destruirlas. Quería
aprenderse cada centímetro de esa piel para que el olvido
no hiciera mella en su memoria. Acarició su sexo y se
sorprendió al descubrirla húmeda, dispuesta. Y no perdió el
tiempo en desabrocharse el pantalón y hundirse en su
interior. Ella respondió a cada embestida apretándose
contra él, rozándose, besándole. Le mordió el labio inferior y
notó la sangre que emanaba de la herida, el olor a hierro y
acidez que inundaba su paladar. Los dos continuaron
tocándose, besándose. Amándose. Alargando aquel instante
hasta el último segundo, resistiéndose a alcanzar el clímax
para que aquel acto se transformase eterno en el tiempo.
Explotaron casi a la vez y se quedaron así un buen rato
más, acariciándose con lentitud la espalda mientras ambos
eran conscientes de que el momento de regresar al rancho
por fin había llegado.
Se volvieron a subir en la camioneta, en silencio, muy
callados. El cielo se había comenzado a teñir de los colores
del anochecer, con naranjas y rojizos que hacían parecer al
entorno casi sobrenatural. Ella se frotó las manos, nerviosa,
indecisa. Sabía que tenía que regresar a la ciudad, pero, por
primera vez en mucho tiempo, se sentía bien consigo
misma. Se sentía viva. Se sentía feliz. Y tenía miedo de que
su regreso estropease todos esos sentimientos.
Tenía miedo de que él desapareciera de su vida.
Aparcaron la camioneta y, en silencio, se dijeron adiós con
suave beso en la mejilla. Fue casi un roce, como si ambos se
resistieran a ello.
Como si ambos evitasen aquel instante de despedida.
8

Paola arrastró la maleta por el aeropuerto mientras


esperaba a su taxi. Había hablado con Jerry por teléfono y
su tono de voz áspero y frío le había dejado muy claro que
no pensaba ir a buscarla. Estaba enfadado, evidentemente.
¿Acaso ella no lo estaría si las tornas hubieran sido al revés?
Se había marchado sin siquiera decir adiós —aunque había
llamado por teléfono para decírselo y eso debía contar en su
defensa, ¿no? Por supuesto que sí — y luego había pasado
las próximas semanas incomunicada, sin mandar siquiera
un mensaje o un email.
Pensaba excusarse diciendo que en el rancho de su tía Rosy
la cobertura no existía y que, en caso de haberlo querido,
siempre podía haberse cogido un avión y haberles hecho
una visita. El “sabías perfectamente donde estaba” era una
excusa absurda y triste para defender su falta de interés,
pero no se le ocurría nada mejor. En el fondo, Paola sabía
tan bien como el resto que ella había querido desconectar
de todo de forma consciente, porque de haberlo deseado
con fuerza, se hubiera acercado al pueblo más cercano y
hubiera cogido la red wifi de una cafetería cualquiera.
El taxi llegó y aparcó al otro lado de la acera. Ella cruzó
despacio, escuchando el traqueteo que producía la maleta
de ruedas mientras la arrastraba tras ella. Se la entregó al
conductor, que la subió al maletero mientras Paola se
sentaba en los asientos traseros del vehículo.
Volvió a sentir esa ansiedad tan conocida, esa que la había
carcomido durante días antes de marcharse al rancho. Era
como sí, al volver, el tiempo se hubiera retomado en el
instante en el que se paralizó en su marcha. Como si
simplemente hubiera pulsado el “pause” antes de salir de
casa aquel día y como si, en aquel instante, volvía a
presionar el “play”. Le costaba respirar, le costaba pensar y
sentía la cabeza embotellada. En el fondo, ni siquiera sabía
muy bien a qué le tenía miedo. ¿A Jerry? ¿A que su
matrimonio no pudiera volver a recomponerse? Suspiró.
Cabía la opción de que así fuera, pero entonces no tendría
sentido lamentarse. Simplemente debía optar por dejar
pasar el tiempo y encontrar el lugar que le pertenecía en su
vida.
El taxi se puso en marcha y ella pegó su nariz al cristal. Los
coches, el tráfico, los cláxones sonando por todas partes.
Ambulancias, peatones que corrían de un lado a otro para
no llegar tarde a sus puestos de trabajo. Estrés y más
estrés. Cerró los ojos, apartando su rostro del cristal
mientras sentía que esa ansiedad cada vez iba en aumento.
Miró hacia la luna delantera y vio el cronómetro en marcha,
contando cada segundo de su vida como si tuviera un precio
establecido. Paola se río. Y lo tenía, por supuesto. El tiempo
tenía precio en una ciudad como aquella. Sonaba irónico,
pero sabía muy bien que así era.
El taxista se detuvo frente al portal de su apartamento, en
pleno centro. Los otros vehículos pasaban volando junto a
ellos mientras Paola se bajaba del coche tras pagar su
tarifa. El conductor le entregó su maleta y ascendió las
primeras escalerillas hasta el ascensor, donde Paola pulsó el
botón que la llevaría hasta su apartamento con el corazón a
mil por hora. Bueno, en realidad ella siempre sentiría aquel
lugar como el apartamento de Jerry, no suyo.
Sacó sus llaves del bolsillo —esas que llevaba semanas sin
utilizar— y abrió la puerta. El espacio diáfano hizo que, nada
más abrir, viera a Jerry sentado en el sofá con una copa de
vino y una botella descorchada. No debían de ser más de las
dos del mediodía, así que no pudo evitar sorprenderse de
que no estuviera trabajando y que, además, ya estuviera
bebiendo a aquellas tempranas horas. Iba vestido con unos
pantalones chinos de color negro y una camisa elegante,
blanca, que tenía semiabierta dejando su torso
prácticamente desnudo. Cogió más aire, hinchando sus
pulmones hasta el límite antes de acercarse a él.
—Hola… —comenzó ella tras cerrar la puerta, dejando la
maleta de lado.
Dio dos pasos más, acortando la distancia que los separaba.
Él ni siquiera respondió a su saludo, simplemente se quedó
mirándola muy fijamente, inspeccionándola de arriba abajo
como si no la reconociera.
Paola decidió que había llegado el momento de armarse de
valentía y dio otros dos pasos al frente hasta terminar frente
a él.
—Siento haberme marchado de esa forma y siento mucho si
te he preocupado, pero necesitaba hacerlo. Necesitaba
coger aire y alejarme de todo esto —comenzó, levantando
las manos para señalar el apartamento—. Necesitaba salir
de aquí y pensar, porque, aunque no te lo dijera, me estaba
ahogando.
Miró a su alrededor y fue consciente de que aquel maldito
lugar seguía despertando el mismo mal sentimiento en ella.
Allí, en él, sentía que volvía a estar en una jaula. Una jaula
muy bonita que había ayudado a diseñar.
—No quiero que las cosas sigan así, Jerry. Me siento sola
aquí, todo el día metida en casa sin saber qué hacer con mi
vida mientras espero a que me dediques tres minutos de tu
tiempo o a que priorices que prefieras hacer planes conmigo
antes de complacer a tu clientela del despacho. Necesito ser
una prioridad, no un plan secundario que esperaba
pacientemente a que alguien lo eche en falta.
Él se levanto con la copa en la mano. Paola estaba
convencida de que le recriminaría su marcha, de que se
pondría como una moto y de que, en aquel instante,
comenzaría la discusión. Y, si debía ser sincera, dudaba que
tuviera fuerzas y energías para ello. No le apetecía
sumergirse en una pelea sin sentido en la que, Paola sabía
muy bien, no existía un ganador absoluto.
—Lo siento —soltó él, pillándola desprevenida.
Los ojos de su marido se llenaron de lágrimas al instante y
Paola sintió que su corazón le daba un vuelco en aquel
momento.
—Lo siento tanto, de verdad… —murmuró de nuevo,
acercándose más a ella hasta quedar frente a frente—.
Perdóname, por favor… no quiero perderte.
Jerry se arrodilló frente a la chica y ella, confusa, sintió
cómo un remolino de culpa estallaba en su pecho. Lo vio
allí, disculpándose, con una mueca descompuesta y un
agudo malestar que desprendía sin necesidad de palabras.
—Vale —murmuró—. Sí, vale…
No supo qué más decir. No supo ni siquiera cómo continuar
aquella conversación. En el taxi, se había ido preparando la
parafernalia de un discurso: que no quería seguir viviendo
en ese lugar, que esperaba tener una familia, que no quería
sentirse sola por más tiempo, que quería recuperar las
riendas de su vida, que odiaba la ciudad y esperaba poder
marcharse a una casita con jardín a las afueras.
Pero en lugar de decir todo eso, simplemente, enmudeció. Él
se levantó, la estrechó entre sus brazos y la abrazó con
mucha fuerza hasta que Paola también terminó rindiéndose
en sus brazos, en el perdón.
Había vuelto a casa, aunque algo en Jerry se había
transformado para siempre.
10

Es curioso cómo funciona el tiempo. Como a veces todo va


tan deprisa y como otras veces se detiene y parece que las
agujas del reloj, simplemente, se arrastran marcando las
horas.
Luke se sentó en el porche del rancho con una cerveza fría
entre sus manos y le dio un largo sorbo mientras intentaba
aplacar aquella tristeza que desde que ella se marchó,
reinaba en su interior. Era absurdo negar lo que la echaba
de menos. Era absurdo intentar ocultar que, desde que no
eran más que dos niños, ya había visto esa magia que
desprendía en ella. Esa energía, esa vitalidad. La falta de
miedo que albergaba en cada uno de sus actos y sus
palabras, su forma precipitada e intensa de ver lo que la
rodeaba. No era más que un niño cuando se había
enamorado de aquellos ojos castaños, pero tiempo y la
distancia habían hecho que su recuerdo se distorsionara
hasta difuminar las letras de su nombre. Paola, aquella niña
que jugaba con él a ver quién conseguía lanzar la piedra
más lejana en el río, desapareció de sus veranos cuando no
era más que un adolescente. Y aunque continuó con la
esperanza de verla regresar, simplemente se resignó a que
su reflejo fuera eso: una imagen que su cabeza proyectaba
de aquella chica que una vez consiguió hacer latir más
fuerte su corazón.
Le dio otro trago a la cerveza, pensativo. Como cada
mañana, se había despertado y se había ocupado de su
rancho y del de Rosy. La pobre mujer cada día estaba más
triste y sabía que, tarde o temprano, la tristeza la
consumiría por completo. Había visto una repentina
recuperación en ella cuando su sobrina volvió a casa, pero
una vez se hubo marchado su decaída había sido casi
inmediata. Luke respiró muy profundamente y le dio otro
trago a la cerveza. Después de ocuparse de los ranchos,
había dedicado su tiempo libre a continuar con las
construcciones del colegio. Cada día el aula contaba con
más niños y sabía que dentro de poco tendría que ampliar
las casetas. El gobierno continuaba dispuesto a financiar el
trabajo que hacía y Luke estaba comprometido a que
aquello saliera adelante, le costase esfuerzo y sudor. Había
visto cómo sus amigos y cómo las personas de la zona
terminaban marchándose a estudiar a la ciudad o cómo
dedicaban horas de su vida a ir y venir del colegio hasta que
al final terminaban dejando los estudios. Eso tenía que
cambiar.
Además, merecía la pena mantenerse ocupado y centrar su
atención en ello. Ocupar todo su tiempo en hacer cosas
conseguía distraer su mente. Que ella desapareciera del
todo de sus pensamientos y que el dolor de su marcha no
continuase afectando a su escaso buen humor.
Joder, sí que la echaba de menos.
En el fondo, no conseguía dejar de preguntarse cómo
diablos había terminado perdiendo así la cabeza por ella
cuando, en su vida, solamente había sido un fantasma que
aparecía y desaparecía a su antojo. Mira que había chicas a
su alrededor, millones de chicas… Y ninguna de ellas había
conseguido despertar sus deseos como lo había hecho
Paola.
Luke se terminó la cerveza, la dejó de lado y se quedó
mirando el anochecer. Una lágrima rebelde se resbaló por
su mejilla, pero no le importó aquel acto de debilidad. Llorar
era sano, se dijo. Se sacudió los pensamientos y decidió que
podía salir a dar una vuelta para despejar su mente
mientras intentaba sacarse a Paola de su cabeza. Volvería
antes del anochecer para poder descansar, aunque las
noches habían terminado transformándose en sus
enemigas. Pasaba las horas mirando al techo, perdido en la
oscuridad, mientras las agujas del reloj se ralentizaban
todavía más hasta transformar aquellas horas nocturnas en
una tortura, una eternidad que nunca llegaba su fin.
Luke se subió al caballo de un salto, con la destreza de
quien lleva haciéndolo una vida entera. No recordaba la
primera vez que se subió en uno, pero sí que aquel
sentimiento de libertad que tanto disfrutaba cuando
cabalgaba por las colinas siempre lo había acompañado,
desde que tenía uso de la razón y memoria. Un pequeño
flash en su cabeza evocó la imagen de la noche estrellada
que compartió con Paola hacía unas semanas y Luke tuvo
que obligarse a sacarse ese pensamiento de la mente y
volver a ponerse en marcha con rapidez. Dio dos pequeñas
patadas al potro y el animal comenzó a galopar con ansia.
Acompañó sus movimientos con la cadera, apretando el
ritmo y obligándole a acelerar.
Luke no se lo pensó dos veces y encaminó al animal en
dirección a la pradera mientras apretaba más el ritmo.
Sintió el viento contra su rostro y el galope todavía se
intensificó aún más mientras la llanura se extendía frente a
él. Su mente comenzó a disiparse y el dolor que le había
roto por dentro aquellos últimos días se mitigó al instante.
La única forma de olvidar a Paola era aquella, cabalgando,
perdiéndose en aquellas colinas y en aquel paisaje desértico
que tanto amaba.
Estaba a punto de apretar más el ritmo, pero algo le hizo
cambiar de opinión y obligar a su potro a frenar casi en
seco. Estuvo a punto de caer, pero se sostuvo con fuerza
para mantener el equilibrio. Vio dos focos amarillos,
intensos, acercarse a la zona de su rancho. ¿Un coche? ¿A
aquellas tardías horas? Podía ser la camioneta de alguno de
sus vecinos, pero no entendía a qué podían llegar a querer a
aquellas horas tan tardes. Cualquier cosa podía esperar al
día siguiente, a no ser que… A no ser que algo malo hubiera
sucedido, algo malo de verdad.
Pensó en Rosy, sola en el rancho, y no pudo evitar
preocuparse por ella. Quizás estuvieran en apuros… Pero
entonces, ¿quién era aquel que se acercaba en busca de
auxilio si ella vivía sola y no conducía? No tenía el más
mínimo sentido, en absoluto. Apretó aún más el ritmo, pero
esta vez retrocediendo sobre sus propios pasos mientras
veía aquellos dos focos amarillos acercándose al rancho de
sus padres. Se detuvieron justo frente a los establos y, unos
segundos más tarde, alguien se bajó del coche antes de que
el vehículo comenzara a alejarse de nuevo por la misma
carretera que había venido. Luke maldijo por haber decidido
salir a cabalgar justo en aquel instante y apretó con más
fuerza las riendas mientras apretaba al caballo hasta el
límite, deseando volver. Tenía un mal presentimiento.
Bueno, en realidad, sabía que fuera lo que fuese no era algo
bueno. Nadie aparecía tan tarde en el rancho de un vecino
si algo malo no había sucedido.
Llegó sudando a los establos y casi se lanzó de la silla,
agotado por aquel esfuerzo que tanto él como el potro
habían realizado. Se acercó corriendo hasta el porche de sus
padres y entonces… La vio. Paola estaba sentada sobre las
escalerillas de su rancho con una sonrisa inmensa que
ocupaba todo su rostro. Tenía los brazos cruzados sobre sus
rodillas e iba vestida con un top azul clarito que potenciaba
su moreno y unos vaqueros que casi eran del mismo color.
En los pies, unas sandalias de verano, de esas con las que
uno jamás debía de meter un pie al estribo si pretendía no
sufrir accidentes.
Luke le devolvió el mismo gesto mientras sentía los latidos
de su corazón acelerándose de forma desbocada. Intentó
controlar ese impulso de abalanzarse sobre ella y besarla,
así que se quedó donde estaba manteniendo el tipo lo mejor
que podía.
—¿Has venido a ver a tu tía? —preguntó.
Era un interrogante absurdo. Por supuesto que había ido a
ver a su tía porque, si no, ¿qué iba a estar haciendo allí?
Intentó calcular de forma rápida cuánto tiempo había
pasado desde que se marchó. Para Luke había sido una
eternidad, aunque… De forma rápida comprobó que había
sido cosa de dos meses, como mucho. Dos meses sin verla,
aunque a él le habían parecido años. Muchos años. La había
echado de menos.
Esa sonrisa, ese lunar sobre el labio, esa forma pícara de
sacudirse el cabello de los hombros y de guiñar un ojo.
Aquella forma de caminar con tanta seguridad que tenía y
cómo le miraba. Luke sintió que su corazón se aceleraba
tanto cómo sus pensamientos e hizo un esfuerzo por
centrarse en su respiración y no perder el control de sí
mismo. Le costaba hacerlo cuando ella estaba cerca, más
aún cuando podía oler a distancia su perfume de miel y
flores, silvestre y salvaje como lo era ella.
—No, en realidad he venido a verte a ti, Luke.
Aquella confesión le pilló por sorpresa. Frunció el ceño, sin
comprender nada. No sabía qué decir ni entendía lo que
estaba sucediendo. Pensó en aproximarse hasta ella, pero
no consiguió la valentía suficiente para hacerlo y se
mantuvo a unos metros mientras Paola seguía sentada a la
distancia.
—He hecho muchas cosas mal en la vida, pero quería hacer
una bien —explicó la chica, levantándose de las escalerillas
con esa intensa sonrisa tan desconcertante grabada en su
rostro—. Así que por eso he venido.
—No entiendo nada —respondió él al instante, intentando
atar cabos y descubrir a qué se refería.
Pero no conseguía comprenderlo y dedujo que el impacto de
verla allí, en su porche, había ralentizado su capacidad de
razonar. Ella acortó aún más la distancia que la separaba de
él y Luke se percató de que, aunque había dejado su maleta
abandonada en mitad de las escaleras, portaba algo que
intentaba mantener oculto en sus manos.
—Me dice cuenta hace como un mes, pero tomar la decisión
y regresar para decírtelo fue más difícil de lo que pensaba.
Creí que Jerry se alegraría, que podría significar un nuevo
comienzo en la ciudad, que jamás tendría que contarle la
verdad a nadie… Pero eso me hacía sentir vacía y no pudo
evitar preguntar si, en realidad, se debía a que estaba en el
lugar incorrecto —comenzó a decir, aunque para él nada de
lo que estaba diciendo tenía el más mínimo sentido—. He
pensado mucho en todo antes de venir aquí, porque hace
tiempo que eché raíces en un sitio y que después terminé
cortando de cuajo todo porque aquel lugar no era como yo
esperaba. No quería volver a comenzar en un sitio del que,
tarde o temprano, tendría que volver a salir corriendo.
—No entiendo nada, Paola… No entiendo nada de nada.
Ella extendió el brazo y aceptó el objeto que escondía en el
interior de su mano. Era una barra blanca con una pequeña
pantalla que contenía dos rallas naranjas, rojizas. No había
visto nada parecido jamás y Luke no conseguía descifrar
qué era lo que significaba. Intuyó que debía de ser algo
médico. ¿Quizás estuviera enferma?
—¿Estás bien? ¿Estás enferma?
La chica abrió los ojos como platos.
—¡Por Dios, Luke! ¿No sabes qué es eso?
Él sacudió la cabeza en señal de negación. No tenía ni la
más mínima idea de qué era eso.
—No, no lo sé. ¿Qué significa esto?
Ella comenzó a reírse. Al principio suavemente, pero
después su risa terminó tornándose en carcajadas
incontrolables hasta que sus ojos comenzaron a lagrimear.
Luke no podía evitar preguntarse, una y otra vez, qué era lo
que sucedía y lo que estaba intentando decirle. No entendía
nada, absolutamente nada, y cada vez comenzaba a
ponerse más nervioso.
—¡Estoy embarazada! —soltó ella, riéndose y mirándole
fijamente a los ojos.
Luke titubeó. Sintió lástima, rechazo, pena. No sabía que
decir.
—Me alegro mucho por ti, Paola —murmuró en voz alta
mientras intentaba descifrar todo aquello.
¿Qué significaba eso? ¿Qué había vuelto al rancho de su tía
para criar allí a su bebé? Si así era, significaba que la
tendría cerca. Y eso era bueno, muy bueno. Pero si ocurría
de esa forma y su marido se mudaba al rancho… Entonces
él desaparecería. Luke era plenamente consciente de que
no soportaría ver a la chica que amaba con otra persona,
rehaciendo felizmente su vida. Tendría que marcharse lejos,
y eso también le partiría el corazón porque significaría dejar
de lado aquellas colinas y aquella llanura que tanto
adoraba.
—No entiendes nada. No estás entendiendo nada —replicó
ella.
Él se encogió de hombros.
—Pues no, no lo entiendo.
—Estoy embaraza, Luke. De dos meses….
Su mente se puso en marcha con rapidez. Él guardó
silencio… ¿Eso significaba que…?
—El bebé es tuyo —soltó.
El chico sintió que se mareaba.
Tamborileó hacia detrás hasta tropezar con una piedra y
terminó cayendo al suelo. La cabeza le daba vueltas
mientras él asimilaba todo. ¿Paola estaba embarazada? ¿De
un bebé? ¿Un bebé que tendría su sangre?
—¡Oh, por Dios! —exclamó ella indignada—. Pensaba que
los vaqueros estabais hechos de otra pasta. ¿De verdad te
vas desmayar aquí mismo? Porque te aseguro que te dejaré
ahí tirado y me marcharé sin siquiera decir adiós.
Él sonrió mientras se levantaba del suelo.
—No me voy a desmayar —aseguró—. Es solo que… Tengo
que digerir lo que acabas de decir.
—No tienes que hacerte cargo —comenzó ella con rapidez,
como si aquel discurso ya se lo hubiera preparado con
anterioridad—. No tienes por qué hacerte cargo de nada, en
serio. Sé que esto no te lo esperabas y que no ha sido algo
buscado, así que puedes estar tranquilo. No voy a pedirte
nada… Solo quiero que lo sepas. Darte la opción de elegir —
continuó diciendo y en su tono de voz podía apreciarse
cierto nerviosismo—. Yo voy a quedarme aquí, porque
quiero quedarme aquí. A mi tía Rosy le queda poco tiempo y
quiero pasar con ella lo pueda. Quiero que no se pierda esta
etapa de mi vida.
—Paola…
—Así que esa será la única razón por la que venga. Además,
ahora que Jerry y yo hemos roto… Bueno, él es abogado. No
voy a salir muy bien parada del divorcio teniendo en cuenta
que firmamos ciertas clausulas que comprometían las
infidelidades. Y obviamente, no puedo negar lo que sucedió
entre nosotros porque estoy embarazada. Me he quedado
sin nada y no tengo a donde ir… Así que este lugar es tan
genial como cualquier otro para comenzar.
Hablaba tan rápido que casi no conseguía entenderla.
—Voy a cumplir el sueño de mi tía, y el mío, de montar unos
bungalow rurales, de construir en el terreno de ella. Creo
que podría hacerlo y creo que sería un negocio que me
gustaría muchísimo. Una forma de ser autosuficiente y de
reinventarme a mí misma… Así que bueno, solamente
quiero que sepas que voy a estar aquí al lado y que si me
necesitas no dudes en decírmelo. Y por supuesto —añadió,
acariciándole la barriga—, este pequeño que crece en mi
vientre es tan mío como tuyo. Puedes responsabilizarte de
él en el grado que consideres…
Luke no soportó escuchar más y, sin dudarlo, presionó sus
labios contra los de ella de forma brusca para silenciarla.
Dios, iba a ser padre. Iban a ser padres. Y ella se quedaba
allí, con él…
No se le ocurría ninguna otra forma de demostrar su
felicidad que aquella. La alzó entre sus brazos y la hizo girar
en el aire justo después de volver a besarla.
—Te amo, Paola… Te amo desde que era un niño y te veía
cada verano en el rancho de tu tía. Llevo mucho enamorado
de ti y esto… Esto es lo mejor que me ha pasado en la vida.
Colocó la mano sobre el vientre de la chica y un cosquilleo
le recorrió la columna vertebral de arriba abajo.
—¿Sabes qué? —inquirió él.
—¿Qué?
Él había comenzado a llorar. Pero era un llanto de felicidad,
de los que merecían la pena. Estaba roto de dicha y quería
trasmitirlo, aunque no sabía cómo. Solamente sentía que los
sentimientos le sobrepasaban.
—No voy a prometerte la luna ni nada que no vaya a poder
cumplir, pero sí te prometo que mientras me lo permitas, de
aquí al resto de nuestras vidas, voy a dedicar cada segundo
de tu existencia a que ese pequeño que llevas dentro y tu
seáis las personas más felices del mundo.
Paola ni siquiera supo qué contestar. Sus ojos también se
empañaron y, en ese instante, sus labios chocaron contra
los de el y tuvo la sensación de que, por fin, había
encontrado su verdadero hogar.
FIN

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