La Utopía Andina
La Utopía Andina
La Utopía Andina
Manuel Burga
Alberto Flores Galindo
CUANDO EN EL siglo XV! se produce la invasión europea del área andina, estos
territorios no eran un espacio vacío ni tampoco una zona de cultura tribal; por el
contrario, los europeos llegaron a un área donde la cultura había alcanzado un alto nivel
de desarrollo con la particularidad que estos procesos transcurrieron independientemente
de lo que sucedía en Europa. El tras- fondo histórico del Imperio Incaico (apenas la
expresión postrera de una prolongada evolución histórica), no pasó inadvertido para
los conquistado- res. Desde entonces se planteó la discusión acerca de cómo denominar
a es- tos hombres que sin ser bárbaros tampoco eran europeos. Pero junto a este tema,
décadas después de la toma de Cajamarca, se plantearía otra cuestión: ¿qué capacidad de
persistencia tenía la civilización de los vencidos? Para al- gunos la cristianización había
sido incluso demasiado rápida, pero otros ar- gumentaron que bajo el ropaje cristiano,
en realidad subyacían creencias prehispánicas. Temas de los cronistas,visitadores y
extirpadores de idolatrías coloniales; temas también de los antropólogos y sociólogos
contemporáneos.
En la discusión ha existido un punto de partida erróneo al concebir la cul- tura como un
elemento constante, una suerte de permanencia o continuidad por encima de las
contingencias históricas. Para que lo andino exista se pien- sa que no puede haber solución
de continuidad entre las concepciones que tienen los campesinos quechuas del siglo XX
y las que tenían sus similares en tiempos de Pachacutec. Es así como algunos historiadores
y antropólogos se empeñan en la búsqueda imposible de un “hombre andino", cuando el
problema es que la capacidad de resistencia de una cultura, no se contra- pone
necesariamente con la posibilidad de asimilar y recrear otros elementos culturales: es
preciso desechar las abstracciones y admitir que una cultura puede pasar por diversas
lases, a veces ambivalentemente; de momento de retroceso trente al embate occidental, a
períodos de renacimiento y recupe- ración. Estos cambios son más difíciles de descubrir
tratándose de una cul- tura colonial, negada, asediada y que por lo tanto se ve obligada a
recubrirse.
Desde el siglo XVI l< >s hombres andinos (en plural) debieron sentirse en un territorio
ocupado: esta imagen que uno la encuentra en los cronistas tempranos, se repite entre
quienes visitan el Cusco luego de la revolución de Tüpac Amaru y no hace mucho fue
recogida por Jan Szcminski recordando su primera impresión de la vieja ciudad imperial:
se asemejaba a Varsovia in- vadida por los alemanes. A estas consideraciones se puede
añadir que esta cultura andina es una cultura oral: sus mecanismos de trasmisión difieren
de los que convencionalmente utilizan los europeos. De aquí nacen las múltiples
complejidades de la investigación histórica en este territorio: no hay docu- mentos de los
propios campesinos, siempre es otro el que habla o escribe. Por esto el historiador tiene
que superar su fijación a la lectura de textos es- critos y pensaren la utilización de
testimonios orales (antropología), interro- gar a la cultura popular (arte y folklore) e
incluso a los vestigios materiales del pasado (arqueología colonial y republicana). Un plan
vasto, para el cual la “etnohistoria" ha señalado algunos derroteros importantes, pero
hasta ahora el trabajo de investigación en este campo se ha limitado a los tiempos iniciales
de la colonización española o a fechas muy recientes: la historia campesina en los Andes
durante los siglos XVII, XVIII y XIX se mantiene casi al margen de las nuevas
investigaciones.
De estos antecedentes nacen estas reflexiones. Representan, en primer lu- gar, el intento
de pensar históricamente una cultura. Esta tarca no se puede hacer sin considerar el
sustento material de allí que subrayémoslas relacio- nes entre ideología y luchas
campesinas. Existe, además, un eje que guiara nuestra exposición: el análisis de lo que
hemos dado en llamar la utopia andina, una concepción central en la identidad de los
campesinos en los Andes.
¿Qué es la utopía andina?
Es, en primer lugar, una suerte de mitificación del pasado. Intento de ubicar la ciudad
ideal, el reino imposible de la felicidad no en el futuro, tampoco fuera del marco temporal
o espacial, sino en la historia misma, en una expe- riencia colectiva anterior que se piensa
justa y recuperable: la idealización del imperio incaico. De aquí nacen dos variantes: la
utopía escrita, elabora- da por intelectuales, que confunden a los Incas con el socialismo
o el comu- nismo en la acepción moderna de la palabra, señalando que se inspiran en la
organización social que atribuyen al imperio o pensando en reeditar en el presente algunos
de sus rasgos. Es, parcialmente, el pensamiento indigenista, pero a diferencia de lo que
ocurre en otros espacios americanos, en el Perú esta visión ha trascendido los libros, para
llegar a los textos escolares, los discursos políticos, la vida cotidiana misma. Si esto ha
sucedido, quizá la explicación reside en que esas ideas encontraban respaldo en la
segunda ver- tiente: la utopía oral. Imagen popular del imperio como tiempo mítico,
edad a la que cíclicamente se puede volver, que se expresa en la esperanza de un próximo
retorno del Inca. Es precisamente la obsesión del ciclo míti- co de Inkarri (el Inca volverá
cuando su cuerpo se vuelva a juntar con su ca- beza). pero junto al relato oral, el tema se
reitera en representaciones tea- trales pictóricas y se junta con otras categorías como las
de Pachacuti (el mundo al revés) o Paititi (espacio mítico ubicado al este, en la selva,
donde persistiría la dinastía incaica). La gravitación de estas concepciones incluso sobre
personajes aparentemente aculturados, fue constatada por José Ma- ría Arguedas
entrevistando a un pescador en Chimbóte (1965) para quien el Inca no había muerto, vivía
todavía, lo que motivó la peregrinación de ese obrero desde el puerto costeño hasta
Cajamarca, escenario histórico del ajusticiamiento de Atahualpa.
La utopía andina es un producto tanto de intelectuales como de la anóni- ma cultura
popular. Su versión oral no podría definirse a la manera europea como la “anticipación
forzosa de la historia posterior", porque no se pro- yecta al futuro sino al pasado; no se
inscribe en una concepción lineal del tiempo, sino en categorías cíclicas que incluso
contagian a veces el razona- miento intelectual. Su acepción andina tampoco es asimilable
al “eu-topos" (sin existencia en un lugar); por el contrario, tiene una referencia histórica
real, precisa, en una civilización que efectivamente existió, aunque sin los rasgos que la
imaginación colectiva terminó atribuyéndole. La llegada de Pizarro v la muerte del Inca
tuvieron fechas. Por eso, cuanuo se habla de la vuelta al Tawantinsuyo. como ha ocurrido
en diversas sublevaciones campesi- nas. la invocación no es equivalente a esos tiempos
de Adán y Eva con los que sueñan los milenaristas europeos. En los Andes la “Nueva
Edad" tiene una ubicación histórica precisa.
Nacimiento de una idea
Cualquier discusión sobre la formulación de la utopía andina tiene que em- pezar por
indagar si existió un sustento autónomo del milenarismo en las concepciones
indígenas. Tom Zuidema, pensando en el Taqui Onkoy, ha recordado el concepto de
Pachacuti que se inscribe en un razonamiento cí- clico. Este concepto pudo ser
reformulado después de la conquista. Sin ne- gar esta posibilidad, otra fuente verosímil
es el propio cristianismo. Todavía hoy en algunas versiones del mito de Inkarri (ver H.
Urbano) se repite la imagen de las tres edades, siendo la última, la edad del “espíritu
santo”, con una terminología que evoca a Joaquín de Fiore. Al parecer podrían rastrear
se. ciertas influencias del joaquinismo en los inicios 'de la colonización espa- ñola, a
través de algún franciscano (G. del Rhan). Pero los conquistado- res más que traer el
cristianismo ortodoxo, son portadores de un cristianis- mo popular, contaminado por un
viejo floklore europeo y por herejías me- dievales. Sabemos, por los estudios de Norman
Colín, de la existencia de concepciones milenaristas que recorren toda la historia europea
hasta los tiempos modernos.
Al margen de los antecedentes, el punto de partida de la utopía andina está en el
nacimiento de una categoría previa: la de indio. Antes de la con- quista el territorio andino
estaba poblado por etnías diferentes y a veces ri- vales, como los Lupaca, Huancas,
Chocorvos, Chancas, Chimús, etc. La pre- sencia de una civilización diferente y
vencedora identifica a todos ellos y posterga las diferencias. Los propios conquistadores
olvidan los nombres lo- cales en función de una denominación común: desde entonces
todos son vencidos, es decir, indios (Basadre-Macera). Con el tiempo la acepción será
más precisa cuando indio y campesino sean términos intercambiables. Este fenómeno
lingüístico tuvo diversos correlatos prácticos: los españoles ayu- daron a convertir el
quechua en una lengua efectivamente panandina, ne- cesidad de la comunicación
cotidiana y también de la evangelización; tras- ladando a la población de un lugar a otro
(mita minera), redefiniendo la organización espacial (comunidades), integraron y
aproximaron a etnías diferentes. Pero el hecho decisivo fue el traumatismo de la
conquista: fren- te a la opresión colonial y a la violencia cotidiana, en pocas generaciones
el Imperio Incaico fue reconstruido en la imaginación colectiva, como una ci- vilización
benévola, justa, donde además existía una homogeneidad cultu- ral.
La mitificación del imperio no apareció, conviene insistir, inmediatamen- te después de
la conquista. No fue una respuesta mecánica, sino una pacien- te elaboración colectiva.
Frente a la conquista europea se van a plantear dos modalidades de resistencia:
A. La resistencia imperial, expresada en el proyecto casi imposible, aunque lógico, de
los últimos Incas refugiados en las montañas de Vilcabamba, en la ceja de selva, que
finalmente terminará con la muerte de Túpac Amaru I en la plaza de Armas del Cusco
(1572).
B. La resistencia popular: mientras la anterior se legitimaba por ser un inten- to de
reconstruir el Estado Inca, en este caso el sustento es local y la rebelión es contra el
Cusco y también contra los europeos, como puede constatarse en el develado movimiento
de Taqui Onkoy, intento de volver al reino de las huacas prehispánicas que se propaga en
la región de Hua- manga en la década de 1560. La experiencia del Taqui Onkoy será
conti- nuada en otros movimientos similares que tienen como escenario el sur. Uno de los
últimos fue en 1590, el Moro Onkoy. Sólo en este último caso los testigos refieren
apariciones del Inca o aparecen supuestos enviados suyos para “liberar a los indios de la
muerte”.
Existe un contrapunteo entre la cultura oral y la cultura escrita que apa- rece desde el
inicio en el tema de la utopía andina. Junto a los acontecimien- tos anteriores hay que
anotar el debate sobre la legitimidad de la conquista de América que conmueve a la
República de Españoles. La cuestión de los Justos Títulos originará la intensa polémica
entre Las Casas y Sepúlveda. Es- tos debates llevaron a interpretaciones contrapuestas
sobre la sociedad indí- gena que los europeos encontraron en 1 532. Muy pronto un debate
intelec- tual, que originalmente estaba limitado al campo de la moral y de la buena o mala
conciencia del conquistador, se traslada a la política del gobierno colo- nial con el Virrey
Toledo (1569-1581 ). Este se rodea de un pequeño grupo de intelectuales, entre los que
tendrán una gran figuración Juan de Matien- zo, Polo de Ondegardo, Cristóbal de Molina
y Pedro Sarmiento de Gamboa. Precisamente éste último fue quién, a partir de las
informaciones recibidas por los nobles de provincias y algunos viejos quipocamayos del
Cusco, es- cribió la valiosa Historia Indica en la cual trató de demostrar que el Imperio
Inca era de formación tardía, que sus gobernantes fueros despóticos y tirá- nicos y que
finalmente se edificó en base a las conquistas militares. Esta crónica, que permanecerá
oculta en los archivos europeos hasta fines del siglo XIX, servirá como consuelo precario
para un reducido número de fun- cionarios coloniales: intento de legitimar la Conquista
y satirizar la sociedad indígena anterior.
Casi paralelamente a estos esfuerzos intelectuales coloniales, y como una contra-corriente
que provenía de las mentalidades de los pueblos y noblezas conquistadas, en el siglo XVII
hay dos serios intentos de elaborar la utopía andina. En 1609, Garcilaso de la Vega pública
su libro Los Comentarios Reales de los Incas. Escrito en la soledad de Montilla v de
Córdoba, consti- tuye la versión idealizada de la historia del Estado cusqueño. Esta
crónica fue la obra de un mestizo que vivía en España, pero que mantenía vigorosos lazos
con sus parientes nobles del Cusco. Nada sustancial cambia el aleja- miento, que para
Riva Agüero explica una nostalgia que pondría en marcha inconcientes mecanismos de
idealización; lo que hace Garcilaso es retrans- mitir con técnicas aprendidas en Europa
la tradición oral que había de- sarrollado en el Cusco la nobleza Inca y que tenía como
finalidad legitimar el gobierno de una monarquía de supuesto origen divino. En 1614.
Felipe Guarnan Poma de Avala, un empobrecido curaca de provincias, termina su crónica
icqnográfica. o inmensa carta dirigida al Rey de España, donde des- de una perspectiva
provinciana, étnica y anti-cusqueña, le pedía al Rey Eeli- pe III que las tierras del
Tawantisuyo deberían ser gobernadas por los des- cendientes de los antiguos y
“legítimos" linajes de curacas conquistados pol los Incas. Estos podrían gobernar las
poblaciones andinas de manera autóno- ma, legítima y establecer acuerdos de gobierno
con autoridades paralelas, como el Virrey, representante supremo del Rey de España. En
ambos ca- sos, a nivel de la producción intelectual que retrasmitía las esperanzas andi-
nas, se proponían alternativas más o menos viables: Garcilaso, el respeto y la restauración
de los privilegios a la nobleza cusqueña; Guarnan Poma, de manera mas enfática y hasta
subversiva, proponía-la instalación de lo que Raúl Porras llamo un Estado Indio aunque
subordinado a la metrópoli eu- ropea. Ambos proyectos, sin embargo, fueron irrealizables
para el gobierno colonial, que hizo exactamente lo contrario: trató de liquidar a las
aristocra- cias andinas.
En ambas crónicas, que surgen de realidades sociales diferentes, existe una coincidencia
fundamental: las dos tratan de idealizara las noblezas que habían gobernado desde el
Cusco o desde las provincias. Esto no revela que durante los siglos XVI y XVII exist ían
mecanismos de idealización .que toma- ban la forma de relato histórico, que surgían desde
realidades distintas y bus- caban la restauración de una multiplicidad de gobiernos. Sin
embargo es nece- sario indicar que dentro de esta heterogeneidad de idealizaciones, es
posible percibir un proceso tendiente hacia la homogeneidad. El ejemplo podría ser la
perdida crónica del mestizo Blas Valera que Garcilaso utilizó: éste a pesar de ser hijo de
un español y de una mujer de la nobleza de Chachapo- yas, y de intentar la defensa de
Atahualpa y de la nobleza quiteña, se incli- na abiertamente por la idealización de la
sociedad gobernada por los Incas. Es decir, que durante el siglo XVII es posible percibir
el nacimiento de una memoria colectiva que progresivamente olvidará las historias
locales y el pa- sado más remoto para reclamarse únicamente descendiente del idílico
impe-rio de los Incas.
Estas “crónicas” no fueron aisladas y caprichosas creaciones intelectua les. Garcilaso
nunca perdió el contacto con sus amigos y familiares del Cus- co y reiteradamente
expresa que escribe para ellos; Guarnan Poma, es el clásico evocador de los grupos
étnicos vencidos por los Incas y que colabora- ron abiertamente con los europeos como
una manera de derrotar a los cus- queños. Ellos expresaron ideales e ideas que
comenzaban a circular vigorosa- mente dentro del mundo andino. El siglo XVII parece
ser la centuria en que los pueblos andinos comienzan a inventar sus mecanismos de
subsistencia para conservar su cultura material y espiritual; se institucionalizan instru-
mentos de transmisión oral que se practicaban en la clandestinidad. Las his- torias étnicas,
los cultos y las prácticas religiosas se retransmiten de manera clandestina y al margen de
la sociedad legal. Esto hace necesario la multi- plicación de las extirpaciones de idolatrías,
de los juicios contra curanderos y hechiceros que tenían como único pecado continuar
aferrados a su cultura y a su identidad étnicas. Al parecer, durante este siglo, la utopía
andina se manifestó fundamentalmente a nivel de la creación intelectual individual y de
la praxis social cotidiana del campesinado: los dioses y hombres andinos eligieron la
precaria libertad de una existencia silenciosa en un mundo go- bernado por normas
occidentales. Los funcionarios coloniales (como el co- rregidor) y los religiosos católicos
(doctrineros) trataron de “extirpar” la cultura y las esperanzas populares con vejámenes,
castigos públicos y encie rros, como los que ocurrieron en la “Casa de Santa Cruz” del
Cercado de Lima. Así como en Europa se crearon los grandes encierros primero para
leprosos y después para locos; aquí, en un territorio colonial se crearon pri- siones para
los que estaban contaminados y “satanizados” con la cultura an dina. Pero fue imposible
encarcelar a una idea, a una esperanza colectiva que lentamente se iba definiendo. En la
soledad del encierro de Santa Cruz, co- mo en la clandestinidad de las regiones rurales,
vigorosos mecanismos de transmisión oral alimentaron constantemente las esperanzas
indígenas y pre- pararon las condiciones para las grandes revueltas campesinas del siglo
XVIII.
La utopía aristocrática
Más de un siglo después, la lectura de Garcilaso alentará a los curacas y la aristocracia
indígena: grupo social en busca de una identidad, enfrentando a la clase alta colonial, que
intenta liderar las rebeliones campesinas que sacu- den al siglo XVIII. La expresión más
alta de este movimiento será Túpac Amaru II. En sus discursos y cartas se puede percibir
de una manera explí-cita un programa político de corte anticolonial, donde se propone
expulsar a todos los españoles, desmantelar la burocracia colonial, cortar los lazos con
la metrópoli, para organizar una sociedad en la que convivan los diver- sos grupos étnicos
que componen el Virreinato (desde indios hasta negros, pasando por criollos y mestizos),
precedidos por la nobleza incaica, que tie- ne los títulos suficientes para gobernar el Perú
(Maticorena). La vuelta al Imperio ha sido redefinida. Se trata de establecer una especie
de monarquía incaica, pero manteniendo elementos que se juzgan positivos de
occidente, como el comercio, la moneda y desde luego la religión cristiana. Pero esta
utopia aristocrática sería derrotada primero, con la muerte de Túpac Amaru II y
después, con el fracaso de los hermanos Angulo en 1814. La aristocracia indígena fue
casi extirpada: se prohíbe el uso de títulos prehis- pánicos, se destrozan genealogías,
deportan personajes, despojándolos de sus bienes. Desde entonces indio será sólo
sinónimo de campesino.
Pero el siglo XVIII, junto a estas concepciones consolida también una utopia campesina
o utopía oral, donde la vuelta al Tawantinsuyo es el retor- no a una sociedad igualitaria
(especie de comunismo primitivo), en la que só- lo vivirían campesinos c indígenas; no
habría españoles, ni comercio, ni mo- neda, ni menos Iglesia. Volverían los cultos
tradicionales. Estas concepciones se expresan en la praxis de las sublevaciones rurales:
haciendas arrasadas, ataques no sólo contra españoles, sino también contra criollos,
mestizos e incluso indios ricos. Quizá el ejemplo más cabal sea el viaje de Juan Santos
Atahualpa del Cusco al “gran pajonal” para encabezar una sublevación que desde 1742
expulsaría a los españoles de la selva central. La alianza entre los campesinos indígenas
y los nativos fue lo suficientemente sólida como para conseguir que Juan Santos
persistiera invicto, a pesar de las expedicio- nes punitivas enviadas desde Lima.
La utopía recurre a la cultura popular: obras de teatro donde se recuerda a los Incas,
imágenes de Huáscar o Atahualpa decapitados, empleo de la pintura mural o en
lienzo . . . Aunque los campesinos —con la excepción de Juan Santos— son derrotados,
estas concepciones persisten, pero de manera subterránea: después de 1782 queda
prohibido el uso del quechua, se irncia una nueva campaña de extirpación de idolatría,
se queman pinturas, se re- cubren los murales, en pocas palabras, el etnocidio reaparece
en los Andes. Sin embargo, cuando por 1820 el viajero William Bcnnct Stevcnson pasa
por Huacho observa que entre los campesinos “la veneración por la memoria de sus Incas
excede toda descripción, particularmente en algunos de los distri- tos del interior, donde
el degüello del Inca por Pizarroes representado anual- mente. En esta representación su
gesto es natural aunque excesivo, sus can- ciones lastimeras y el total es como una escena
de pena y desgracia; y nunca la he presenciado sin mezclar mis lágrimas con las de ellos.
Las autoridades españolas han tratado de prohibir esta exhibición, pero sin resultado, a
pesar que se dieron varias órdenes reales para ello”.
De esta manera termina expandido el escenario de la utopía andina. Ini- cialmente estuvo
afincada en dos importantes centros culturales andinos: Cusco (Incas) y Ayacucho
(Huari), aunque desde el Taqui Onkoy tuvo una proyección panandina: las huacas más
poderosas eran Pachacamac y el lago Titicaca. Era un tema quechua, anidado entre el sur
del valle del Mantaro y La Raya (separación entre el Vilcanota y el altiplano), hasta que
la revolu- ción de Túpac Amaru articuló -no sin fricciones— los intereses quechuas y
aymaras, de la misma manera como Juan Santos trató de vincular a los nati- vos con los
campesinos. La utopía como observó Stevenson y antes Martí- nez de Compañón (Obispo
de Trujillo), llegó a la costa y se propaló también hacia el norte.
Es evidente que la propia persecución puede ser una causa posible de la persistencia, pero
la trasmisión de ideas, conceptos y rituales en torno al pa- sado prehispánico requirió
probablemente de una organización social de este conocimiento. Pensamos aquí en esa
jerarquía paralela de autoridades reco- nocidas por algunos antropólogos contemporáneos
(Fuenzalida) o en el sis- tema de sacerdotes indígenas que ha reconstruido Lorenzo
Huertas para las áreas de Canta y Huarochirí.
Al terminar el siglo XVIII junto a las imágenes que provienen de la uto- pía aristocrática
y de la utopía campesina, surge una mitificación criolla del imperio incaico. En el Cuzco,
en 1805, la conspiración de Aguilar y Ubalde busca implantar un Inca como gobernante
del país. Una preocupación simi- lar aparece durante la independencia en un personaje
como Belgrano. Tiem- po antes, en las páginas del Mercurio Peruano, Hipólito Unánue
se había in- teresado por el estudio de las ruinas prehispánicas y había defendido las vir-
tudes de la coca, uno de los componentes centrales de la cultura andina. To- dos ellos
serán continuados por los escritores indigenistas que durante los si- glos XIX y comienzos
del XX aparecen en las principales ciudades del sur andino: Puno, Arequipa y Cusco.
Pero esta utopía criolla o indigenista que inicialmente denominamos como la utopía
escrita, tiene otras fuentes lejos del territorio peruano: el pensa- miento iluminista, la
incursión en el pasado incaico de algunos ilustrados co- mo Marmontel. Lejanos
antepasados de Heirich Cunow y de las discusiones sobre el socialismo y el comunismo
andino. Para el pensamiento socialista, los Incas serán una referencia, no tan importante
como Grecia, pero varias veces presente como ejemplo de despotismo o equidad.
De esta manera la utopía andina deriva en una historia múltiple. Historia oral e historia
escrita. Varias imágenes, con diferentes sustentos sociales, a veces complementarias,
otras veces enfrentadas. Imaginación social y reali- dad se distancian, o por el contrario,
se confunden. Este juego de imágenes obliga a precisar el análisis. Es necesario distinguir
cuándo se trata de un ver- dadero sentimiento campesino y cuándo es la proyección
de una ideología criolla sobre el mundo indígena. Pero de una manera u otra, en su
propio terreno o más allá de sus linderos, la utopía andina termina por ser un ins- trumento
de identidad colectiva, equivalente de Quetzacoal y Guadalupe para el área mexicana.
La utopía campesina
Los profetas mistis (1868 -1915)
La concepción popular y campesina es la que identificaba, como > a anotamos la utopía
andina con el “comunismo primitivo" o con una especie de socie dad sin explotados,
ni explotadores. El proyecto popular campesino estará dirigido a la liquidación del
latifundio y a la distribución de las tierras entre los campesinos de comunidades; intentaba
cambiar, o más bien invertir, el ordenamiento social: los indios arriba y los blancos
abajo era la aspiración más concreta y primordial. A mediados del siglo XIX se comienza
a hablar, en los medios urbanos de “guerra de castas” en el sur andino: indios contra
blancos era el esquema simplista.
En 1868, bajo la conducción de Juan Bustamantc. un mestizo ilustre del departamento de
Puno, los aymarus de Huancané se lanzan a la rebelión. Los acontecimientos se
desarrollan de una manera rápida y confusa. En los momentos finales de la rebelión Juan
Bustamantc es acusado de incitar a una guerra de castas, de atentar contra la República
Peruana y de querer, ilu- samente, reconstruir el Imperio Inca. El caudillo fue derrotado
y violenta- mente ejecutado en el cumpo de batalla, en 1869.
Tiempo después, en el siglo XX.cn 1915, un Surgento Muyor de Cabulle- ría llamado
Teodomiro Gutiérrez Cuevus. upodudo Rumi-Maqui (muño de piedra), cncabezu un
nuevo intento de sublevación cumpcsinu. Los prepa rativos de formar un “ejército
campesino” fueron descubiertos y la insurrec ción se tuvo que adelantar en un
momento poco favorable: las huestes de Rumi-Maqui tomaron ulgunus haciendas. pero
con relativa facilidad fueron derrotudos y el conductor encarcelado y trasladado a
Arequipa.
Los terratenientes de Puno, Cusco y Arequipa acusaron u Teodomiro Gu- tiérrez Cuevus
de atentar contra la nacionalidad, de lanzar a los indios contra los blancos y de querer
coronarse emperador inca. José Salustiano Urquiaga, un hacendado de Puno, en un
estudio que publicó en 1916, remarcaba la evidente afinidad que existía entre Juan
Bustamante y Teodomiro Gutiérrez. Ambos eran mistis, sin ningún pasado de nobleza
indígena, buscaron —como sus manifiestos los mostraron— construir un mundo sin
explotados y devol- ver las tierras a sus verdaderos dueños: los indios.
Aquí es necesario detenerse para indicar que entre el siglo XVI y 1914 la rebeldía
campesina siempre salía de las comunidades y se enfrentaba, duran- te el período colonial,
a los representantes del Estado, y en los siglos XIX y XX (hasta 1915) el enfrentamiento
comunidades contra haciendas aparece como eje de las luchas en las regiones rurales. En
estos dos últimos siglos, la “gente de hacienda”, los yanaconas, colonos ( o siervos
andinos) habían sido utilizados —dada la debilidad del estado republicano- como fuerzas
de choque para sofocar las rebeliones indígenas.
Los profetas indios (1920 -1923)
Entre 1900 y 1920 se producen importantes cambios en la región sur andi- na
(departamentos de Cusco, Puno y Arequipa principalmente). Las grandes exportaciones
de lanas (de alpaca y oveja) habían contribuido a volver más compleja la estructura social
de esta región. Al esquema tripartito de grandes comerciantes, hacendados y campesinos,
ahora se agregaba una especie de clase intermedia formada por los medianos y pequeños
comerciantes del in- terior y los afortunados artesanos de las principales ciudades.
Paralelamente a estos cambios, y en respuesta a la creciente demanda de lanas en el
mercado internacional, las haciendas habían desarrollado un agre- sivo proceso de
concentración de tierras durante este período. Los campesi- nos de comunidades y los
pequeños propietarios siempre opusieron una exi- tosa resistencia a esta avanzada
terrateniente.
Por otro lado las enormes exportaciones de la lana de alpaca, que en un 70°/o era
producida por las familias campesinas, dinamizó las economías indígenas y las vinculó
estrechamente con el mercado. Se podría aún decir que entre 1905 y 1919 es el período
de apogeo de las unidades domésticas campesinas productoras de lana de alpaca.
Es en el año 1920. alentados por los cambios políticos que se anunciaban desde Lima,
que los campesinos indígenas del sur. aquellos que vivían fuera de las hacientes. inician
una serie de reclamos contra los abusos'de las auto- ridades estatales, de los curas y de los
mistis que vivían en los pueblos de in- dios. Por estos años, La rama una institución
campesina de auxilios mutuos, que se mantenía de las aportaciones (en producto y en
dinero) de los indígenas adquiere una gran vitalidad. El dinero reunido por los ramalistas,
diri- gentes de la Rama, servía para pagar a los abogados defensores de los indios en los
litigios por tierras y para sufragar los gastos de los “mensajeros” envia dos a Lima. Luego
los “ramalistas” inician una activa campaña de difusión de radicales transformaciones
agrarias: se devolverían las tierras usurpadas por los hacendados y se terminarían con
todas las formas de explotación del indígena. Los acontecimientos adquieren un giro
inusitado cuando estallan los enfrentamientos armados entre campesinos y las huestes
de los hacenda- dos.
Es en estas circunstancias, y desde fines de 1921, en que por primera vez se produce un
masivo levantamiento de colonos de haciendas que piden que éstas se conviertan en
comunidades. Luego los hacendados abandonan su propiedades rurales y se instalan en
los pueblos cercanos al ferrocarril y en las ciudades principales de las zonas quechuas;
paralelamente aparecen sig- nos de un renacimiento insólito de la religiosidad andina,
acompañados por proclamas de “guerras de castas” y por gritos de “viva el
Tawantinsuyo”. En los periódicos departamentales del sur. durante los años 1921 y 1922,
cuan- do los hacendados estaban prácticamente derrotados y abandonados por el
gobierno central, los grandes propietarios acusaban a las masas indígenas de barbarie, de
querer restaurar el culto al sol y el gobierno de los indígenas. En 1923, el gobierno inicia,
después de un breve período de incertidumbre, una sistemática campaña de liquidación
de la rebeldía campesina que toma la forma de numerosas masacres aparentemente
aisladas y respondien- do a motivos diferentes.
Esta vez, la rebeldía coordinada de los colonos de haciendas, de los cam- pesinos
parcelarios y de los campesinos de comunidades, había quebrado momentáneamente el
poder terrateniente en el sur. Los dirigentes campesi- nos, acusados por los hacendados
como “profetas de la rebelión” y salidos del interior de los grupos campesinos, habían
recurrido a la utopía de propo- ner reconstruir, aunque sea en sus proclamas, una sociedad
indígena y de in- vertir el ordenamiento social. Esta vez, cuando el sistema terrateniente
esta- ba en crisis, lograron un éxito momentáneo que anunciaba el deterioro de- finitivo
del viejo sistema de haciendas andinas que se mantenían sin mayo- res modificaciones
desde el siglo XVI.
Epilogo
Si bien la utopía andina resultó irrealizable, también es verdad que sirvió efi- cazmente
para mantener vivas las esperanzas de los indígenas, y este horizon-te utópico, que en
definitiva representaba la mitificación de una sociedad sin explotados, sirvió como meta
inalcanzable para movilizar a las multitu- des campesinas y finalmente aligerar las
diferentes formas de explotación que pesaban sobre los indígenas desde los tiempos
coloniales. Resultado de una tensión entre lo imaginario y lo real; lo posible y lo
imposible en una so- ciedad.
Otra conclusión que resulta del esquema esbozado es que la utopía andi- na no fue sólo
una creación de la cultura popular, sino que además intervi- nieron las élites intelectuales.
Se resquebraja, de esta manera, una cierta ima- gen que concebía a la ideología de una
sociedad como una segregación auto- mática de la clase dominante. Las clases populares
muestran una. autonomía y una conciencia mayores de las que tendemos a admitir,
desarrollando un incesante contrapunto entre tradición oral y textos escritos.
Queda, en cambio, pendiente una pregunta. ¿Cuál es la vigencia de la uto- pía andina?
José María Arguedas, que recoge esta esperanza en Todas las Sangres (1965) pensaba
que con él llegaba a su fin el Perú campesino. Al parecer en las ocupaciones de tierras
que se producen en los Andes entre
1956 y 1965, los objetivos específicamente campesinos (propiedad, aboli- ción de las
cargas feudales) desplazaron a esos sentimientos indígenas que antes los cohesionaban.
No se proclama la vuelta al Tawantinsuyo; sin embar- go. el quechua es la lengua de los
“invasores”, se recurre a las asambleas co munales, se exhiben títulos de propiedad y se
reverdece la memoria históri- ca campesina. En algunos casos, como en Huasicancha, se
trata de culminar una prolongada lucha por la tierra iniciada en 1607. El propio Hugo
Blanco, en el Cusco, subrayó la importancia que seguían teniendo las reivindicacio- nes
culturales y, según John Earls, algunos campesinos comenzaban a identi- ficarlo con la
imágen de Inkarri.
Pero la respuesta a la pregunta planteada, remite también a discutir la si- tuación por la
que atraviesa, en las últimas décadas, la cultura andina. Si recurrimos a las cifras de los
censos de 1940, 1960 y 1972, podemos consta- tar que el número de quechua hablantes,
de hombres vestidos con poncho y que chacchan coca ha disminuido en términos relativos
aunque en términos absolutos ha conseguido mantenerse. Llevando las cifras a un mapa,
dibuja- ríamos el contorno de una cultura a la defensiva, casi identificada con los
departamentos serranos más atrasados y deprimidos de la economía perua- na, poco
afectados por el desarrollo del capitalismo y menos permeables a las reformas
emprendidas desde el Estado entre 1968 y 1976 (Reforma Agra- ria, etc.); es decir, los
departamentos de Puno, Cusco, Abancay, Ayacucho y Huancavelica. Una cultura a la
defensiva no significa necesariamente una cul- tura en retirada (Macera). Todavía mas:
las amenazas externas precipitan las esperanzas milenaristas, como ocurrió en Huamanga
con el Taqui Onkoy. Algunos investigadores (Huertas, Nakamura) observan que en
correlación con la crisis económica que atraviesa toda la estructura social peruana, se no-
tan signos de un renacimiento religioso andino. Ahora estaríamos ante otro problema: la
posibilidad de fusionar concepciones tradicionales con ideolo- gías modernas.
¿Rebeliones imposibles? ¿Movimientos sin esperanza? ¿De- sesperación de los
vencidos?. Preguntas que persisten pendientes.