Una Musa de Fuego - Heidi Heilig
Una Musa de Fuego - Heidi Heilig
Una Musa de Fuego - Heidi Heilig
Music for "La Lumière", "We Meet by the Lifht of the Moon", "The Dream"
and "Untitled" copyright © 2018 by Mike Pettry; lyrics copyright © 2018 by
Heidi Heilig
www.mundopuck.com
ISBN: 978-84-92918-40-9
E-ISBN: 978-84-17545-18-5
Akra Chantray. Su hermano, que solía ser artista del teatro de sombras, pero
se alistó en el ejército durante la hambruna conocida como el Año del
Hambre.
Los aquitanos
En la capital
¿Volverá a suceder esta noche, en La Fête des Ombres? Las señales son
prometedoras. El clima sigue despejado, ideal para los escenarios al aire
libre. La voz de mi padre flota dulce y clara a través de la madera tallada de
nuestra caravana; canta una canción mientras conduce. Junto a él, en el
banco, mi madre marca el ritmo a tiempo en el thom. Desde el interior, yo
dirijo la obra: las sombras se dibujan sobre el telón de gasa que se despliega a
un costado de la caravana. Tengo una gruesa pila de carteles al lado, lista
para anunciar el espectáculo de esta noche. Y llevo puestas mis mejores
galas: una falda escarlata con volantes, un chal de seda rojo que cubre con
gracia la cicatriz ondulada de mi hombro, y un corsé a rayas, que es un guiño
a la moda de Aquitan. Llevo el pelo oscuro recogido en un moño, los
mechones sueltos alisados con un toque de aceite, los ojos sombreados de
negro y los labios pintados con rojo de la suerte. Una imagen convincente
para los aquitanos que estarán en el público: color local con detalles
extranjeros.
Todo parece ir muy bien. Todo, excepto por el fantasma de una gatita que no
deja de abalanzarse sobre mis fantouches.
—Fuera, vete —susurro por tercera vez, mientras intento espantarla agitando
la pila de carteles, pero corretea tras uno de mis almohadones.
Los espíritus no suelen ser tan persistentes, a menos que huelan una ofrenda.
Pero ya he guardado el arroz y el incienso, y no le voy a ofrecer sangre.
Por lo menos, no interfiere con la obra. Sus pequeñas patas, formadas por
llamas naranjas que no dejan de parpadear, pasan a través de la seda y el
cuero de mis fantouches, de mis títeres de sombras, sin tocarlos. Las almas
que he puesto en el interior de los títeres la ignoran mejor que yo. Bailan en
el aire, entre el telón de gasa y la lámpara de aceite de palma, realizando su
coreografía casi sin necesidad de que yo los dirija.
Se saben la obra de memoria. Es la que montamos cada vez que pasamos por
alguna aldea: una historia tradicional sobre dos amantes que se reúnen bajo
la luz de la luna después de una larga separación. Una pequeña muestra de
nuestras habilidades, una forma de reunir espectadores mientras viajamos.
Dos muñecos de cuero articulados del tamaño de mi mano interpretan a los
amantes, y los espíritus de dos colibríes les dan vida. La luna es un disco de
bambú verde cubierto de seda dorada y flota con el espíritu de una abeja
carpintera. Pero no puedo apartar los ojos de la gatita fantasma que salta de
aquí para allá por el suelo de la caravana.
Por suerte, soy la única que la ve. No arroja luz ni sombra sobre el modesto
público que ya hemos reunido. Vislumbro a los espectadores a través de la
madera tallada: una banda de niños revoltosos de Chakrana, que van
descalzos por la carretera, y dos hombres mayores que caminan despacio,
uno junto al otro. Es un grupo pequeño, pero hay alegría en sus caras
mientras contemplan la elegante danza de la luz y la oscuridad; los amantes
se encuentran y se separan, y luego vuelven a encontrarse, moviéndose al
ritmo de la música, y todo sin varillas ni hilos. Tal como se dice en los
carteles. Es lo que nos diferencia de las demás troupes de Chakrana, la razón
por la cual algunos opinan que Ros Nai es la mejor compañía de sombras del
país, tal vez incluso del imperio.
Hago una mueca de fastidio cuando la gatita comienza a trepar por el telón:
puede que los elogios no sean tan efusivos si el público descubre cómo
controlo a mis fantouches. Las almas y los espíritus pertenecen al reino de los
monjes, y su magia y todas las prácticas antiguas están prohibidas desde La
Victoire, cuando el ejército arrancó a Le Trépas de su altar sangriento y lo
encarceló en su templo sombrío. Si supieran lo que estoy haciendo, podrían
arrojarme dentro de una de esas celdas, junto a él. Aunque lo diga en broma,
el lema de mi madre es la frase más importante que he aprendido: «Jamás hay
que mostrarlo, jamás hay que explicarlo».
Pero no me gustaría volver a hacer las cosas como antes, ni aunque fuera
posible. La fama es emocionante. Además, ¿quién podría adivinar lo que hago
con solo mirarme? No soy un monje tatuado, ni una nécromancien, ni un
monstruo sediento de poder que se cree Dios. Soy una artista del teatro de
sombras. Le Trépas y yo no nos parecemos en nada.
—Ve hacia la izquierda —le murmuro al fantouche o, mejor dicho, al alma que
está dentro de él, y me obedece.
Está obligada a hacerme caso, yo soy quien le dio vida. Pero la gatita la sigue,
y clava las uñas en la cola de su vestido de seda.
La luna regresa despacio al centro del telón. Esto ya ha ido demasiado lejos.
No puedo dejar que las travesuras de la gatita me distraigan. Tengo que
concentrarme, no solo en esta obra que hemos interpretado tantas veces, sino
en la función de esta noche: El Pastor y el Tigre, que se hará en el escenario
principal de La Fête des Ombres. Es la función más importante de mi vida,
aunque yo trate de fingir con todas mis fuerzas que solo es una más. Cada
cierto tiempo, hasta logro convencerme durante un minuto o dos. Soy muy
buena actriz.
La gatita fantasma también tiene hambre. Por fin, deja de perseguir la luna
dorada.
Al fin. Luego, una vez que termine la función, voy a quemar el papel para
liberarla, para que pueda desaparecer después de tres días y luego renacer,
como un alma normal y corriente. Mientras tanto, doblo la hoja y la guardo
bajo un almohadón, pero se me resbala de los dedos.
Por lo general, las almas tardan un rato en adaptarse a sus nuevos cuerpos,
pero esta gatita no pierde el tiempo. El cartel se lanza al aire como impulsado
por una brisa y vuelve a saltar sobre mis fantouches. Y esta vez, en su piel de
papel, nueva y pesada, borra la mitad del espectáculo. Frenética, intento
atraparlo, pero mi sombra se proyecta sobre los amantes: se ve un brazo,
larguísimo, antes de que pueda quitar el cartel de la luz que proyecta la
pequeña lámpara. Entonces, un golpe sobre el panel frontal de la caravana
me sobresalta.
—¿Jetta?
Es la voz de mi madre. Me acabo de dar cuenta de que mis padres han tocado
las últimas notas. La función ya ha terminado. Enseguida, estrujo el cartel en
mi mano y apago la lámpara de un soplo mientras mi madre desliza el panel
para abrirlo. Trata de ver en la penumbra, pero tengo el puño bien cerrado,
así que no puede advertir nada, no por ahora. De todas formas, hay un gesto
de sospecha en sus ojos. ¿Sabe lo que ha ocurrido?
—Sí, Maman —le digo, pero no cierra el panel. Me hace cosquillas en la palma
de la mano—. ¿Necesitas algo?
—Necesito que todo salga bien —dice por fin, como si yo no lo supiera.
Mi madre se muerde el labio, pero asiente. Las arrugas que tiene alrededor
de los ojos se vuelven más profundas cuando me lanza una última mirada.
Por fin, cierra el panel, pero yo maldigo en silencio. ¿Cómo es posible que el
tiempo transcurriera tan rápido? Guardo el cartel arrugado bajo un
almohadón para ocuparme de él más adelante. Después recojo a los amantes
y la luna, y los guardo en sus pequeños sacos de arpillera. ¿Habían llegado a
actuar el final de la obra? Me apresuro a mirar hacia afuera y vuelvo a
maldecir, esta vez en voz alta. Con razón mi madre estaba preocupada.
Habíamos perdido a los pocos espectadores que habíamos logrado reunir.
Intento pensar en otra cosa y tiro de la palanca que cierra las persianas de
madera sobre el telón. Al menos, ya no hay nada que me distraiga. Me miro
una vez más en el espejo y vuelvo a colocar el chal sobre la cicatriz de mi
hombro mientras repaso mentalmente la obra de esta noche. No puedo darme
el lujo de equivocarme. Es otra historia tradicional, el porquero y el tigre,
pero la he reescrito solo para el festival. Nuevas palabras fluyen sobre notas
conocidas.
—¡Jetta! —Un golpe en el panel frontal, y la voz de mi padre que dice—: ¡Es
hora!
Me alejo del espejo y recojo los carteles. Casi nunca los usamos, porque son
muy pocos los chakranos que pueden leer, al menos en las aldeas. Pero
estamos en Luda. Estamos en La Fête.
Las tiendas de lona encerada forman filas exactas en el campo. Una valla las
rodea, donde se encuentran amarrados los caballos, esas enormes bestias
extranjeras, puro músculo y puro fuego. Los soldados caminan con paso
enérgico de un lado a otro. La mayoría de ellos son chakranos, excepto los
oficiales. Siento una punzada: la última vez que vi a mi hermano, vestía un
uniforme igual al de esos hombres. Trato de alejar la emoción y alzo la vista
para drenar las lágrimas que amenazan con caer. Entonces la veo, en el
centro del campamento: la bandera del lobo rojo que ondea sobre la tienda
del general. Legarde está en la ciudad.
ESCENA 2
La bebida ayuda, así que detrás del mostrador de madera gastada hay un
joven a cargo de que el alcohol fluya a pesar del racionamiento. Siempre se
llama Leo, aunque su apellido cambie según con quien hable; los aquitanos
prefieren el apellido de su padre, los lugareños conocen el de su madre. Y, en
su cara, hay algo de cada uno. Pero es capaz de venderle bebidas y billetes a
cualquiera, a precios escandalosos, aunque los guiños y las bromas sean
gratis.
Entre ronda y ronda, él mira su reloj, con un gesto que parece ausente, de no
ser porque vuelve a mirarlo al cabo de unos minutos. Cuando golpean a la
puerta del teatro, Leo va a abrirla. Eduard Dumond está afuera, lleva puesto
su uniforme y un rifle cruzado en la espalda. Es el questioneur del ejército, de
los que están más a gusto usando instrumentos que palabras. Leo lo hace
pasar como si fueran viejos amigos, pero Leo ha crecido rodeado de personas
que tenían que fingir para ganarse la vida.
Cuando el soldado entra, Leo echa un vistazo hacia la calle, con una mirada
veloz y ensayada, y luego cierra la puerta con firmeza.
¿Recuerdas la regla? Está prohibido llevar armas más allá del bar.
Eduard hace un gesto con la barbilla en dirección a la pistola que tiene Leo en
el cinturón.
Leo: Y aquí estoy, en el bar. (Hace una pequeña pausa.) La regla no es nueva,
Eduard.
Leo: (Riéndose de nuevo.) Tal vez cultiven armas en el campo, entonces, junto
a la caña de azúcar. Igualmente, supongo que, si pierdes tu rifle en un
burlesque, el general te disparará con el suyo.
Eduard: Ya lo conoces.
Haciendo una mueca, Eduard entrega el rifle nuevo. Leo lo guarda detrás de
la barra con los demás, que ya suman casi una decena. La Perl es más popular
entre los soldados que entre los artistas del teatro de sombras. Después, Leo
aplaude y señala las botellas grasientas que están en el estante trasero.
Con ademanes ostentosos, Leo prepara la bebida. Sirve una buena cantidad
de ron en el vaso, que está a punto de desbordarse. Mientras Eduard se dirige
con cuidado hacia una mesa vacía, Leo mira su reloj una última vez. Luego, se
agacha detrás de la barra y abre una trampilla sucia. Apenas acaba de meter
el último rifle dentro cuando la explosión hace temblar los cristales de la
araña. Con rapidez, cierra la trampilla y arroja al suelo las botellas que están
en la parte posterior de la barra. Mientras el cristal estalla al caer,
desenfunda el arma y golpea el tabique de su propia nariz con la culata de la
pistola. Maldiciendo y fingiendo dolor, cruza el mostrador de un salto y sale
corriendo por el corredor. Grita por encima de su hombro, hacia el público
que murmura.
—¡Papa!
¿Me oye? Alrededor, hay gritos, llantos, pies que golpean el suelo. Los
sirvientes y los cortadores de caña corren todos en la misma dirección y
empujan a sus empleadores al pasar. Los que no pueden correr también
gritan, no del pánico, sino del dolor. Aturdida, me pongo de pie para que no
me pisoteen. Cerca de los escenarios, el humo que se mueve con el viento
esconde lo peor, pero entre las nubes oscuras puedo ver las almas
resplandecientes de los muertos.
Tengo unos cuantos rasguños que sangran, o eso creo. Los pequeños vana se
acercan, esperanzados. No les presto atención. El fuego se propaga a lo largo
de la orilla del río: los escenarios están destrozados y envueltos en humo
ardiente. ¿Cómo es posible? Todos los artistas del teatro de sombras conocen
el miedo a las llamas. Para mí, en realidad, no es un miedo, sino un recuerdo:
el humo asfixiante, el calor abrasador, el olor acre del pelo quemado…
La cicatriz que tengo en el hombro arde, pero a causa del golpe. Intento
soportar el dolor. En cambio, en el teatro, el fuego no irrumpe por la fuerza,
sino que se cuela con sigilo: la brisa que prende un telón, el aceite que se
escapa de una lámpara. En el teatro no hay explosiones.
Deben ser los rebeldes. Todos hemos oído historias sobre ellos. Sabotaje.
Asesinato. Ataques de guerrilla. Tan rápidos y mortales como el apodo de su
líder: el Tigre, el enemigo de Legarde.
Los soldados lo adivinaron antes que yo; mientras el público y los artistas
huyen hacia la ciudad, los soldados corren hacia los escenarios y sacan los
rifles.
La caravana también se dirige hacia allí. Los búfalos de agua tienen muy mala
vista. Seguramente, Lani ha entrado en pánico con el estruendo de la
explosión y se ha lanzado a la carrera. Me levanto la falda de seda desgarrada
y corro detrás de ella junto a los soldados, mis pies descalzos contra la
carretera.
Las piedras afiladas se me clavan en los talones. Tengo la piel del hombro en
carne viva y comienza a doler. Mientras corro, se forma una estela de vana a
mis espaldas. También me siguen los arvana: almas más grandes, de ratas y
pájaros, que salen de la tierra o descienden de los cielos. Su resplandor
ardiente y anaranjado se arremolina en el aire que me rodea. El alma de un
perro me pisa los talones. Es bonita y me distrae. Aprieto los dientes y trato
de acelerar, pero no puedo ir más rápido que los espíritus. Tampoco puedo
acortar la distancia que hay entre el carro y yo. Lani avanza en embestidas
entre el humo y la multitud. ¿Podrán detenerla mis padres? ¿Sabrán que me
he caído?
La escalera trasera del carro golpea contra la tierra y uno de los ejes se
rompe. Lani tropieza y muge, y la caravana se detiene poco a poco. Mi padre
sale volando por encima de la barra y mi madre tira de él para que vuelva al
asiento. Yo cambio de dirección; bajo por el terraplén dando traspiés y voy
hacia el campo, mientras esquivo los muebles y los instrumentos, y los pícnics
a medio terminar que abandonó el público al huir. Pero los soldados avanzan
en el mismo sentido, con la intención de usar el carro como cubierta.
A medida que nos acercamos, Lani también intenta correr. Tira del arnés,
pero el carro se arrastra a duras penas por los campos polvorientos. Mis
padres están atrapados en el fuego cruzado. Estoy tan cerca que puedo oír
gritar a mi madre; ella protege a mi padre con su cuerpo mientras él trata de
protegerla con el suyo.
—Arriba —susurro, y el suelo se balancea; las almas son muy fuertes, y los
perros siempre quieren complacer a los humanos—. ¡No tanto!
—¡Están en el carro!
—¡Arret! —grita.
—¡No disparen!
Abro la boca, pero no puedo decir nada. Luego, al frente, un hombre sale de
un callejón y se detiene en mitad de la calle. Tiene la nariz ensangrentada, y
hay un grupo de soldados justo detrás de él. Al principio, creo que lo están
persiguiendo, ¿será otro rebelde? No, tiene ropas demasiado elegantes, al
estilo aquitano, aunque no parece extranjero, no del todo.
—¡Han huido a los campos! —les grita a los soldados y nos señala.
Mi padre tira de las riendas, pero Lani tiene el bocado entre los dientes. Uno
de los soldados saca una pistola del cinturón del desconocido y apunta hacia
Lani… ¿o hacia a nosotros?
—¡No!
Los rebeldes bajan del carro de un salto, pero ¿a dónde van a ir? El nuevo
grupo de soldados está de pie frente a ellos, en la calle, y Legarde se lanza al
ataque sobre el terraplén que está a nuestras espaldas.
—Venid conmigo.
—Leo, ¡espera!
—Estoy seguro de que sí, Eduard, pero ¿querrá oír mis respuestas? —El
desconocido, Leo, se acerca al soldado como si fuera un conspirador—. Tal
vez fuiste tú quien detuvo el carro. Tal vez fuiste tú quien atrapó a los
rebeldes. ¿Quién sabe? Tal vez eso te ayude a olvidar el nuevo fusil que te han
robado.
Sin esperar una respuesta, Leo pasa junto al soldado y nos lleva por el
callejón lateral, hacia el cartel que dice chicas chicas chicas. Durante un
momento, dudo, pero después veo que Legarde camina hacia el carro,
arrastrando al rebelde herido por el cuello de la camisa.
Tal vez no sea parte de la naturaleza humana, sino de la mía. Y, aunque Leo
me empuja al interior del teatro, la puerta no cierra por completo, así que me
doy la vuelta y espío por la rendija.
No, no se parecen en nada a mi hermano. Estos chicos son la razón por la que
mi hermano murió.
—Ven.
—¿Tu teatro?
Endereza la espalda y se da vuelta para analizar mi mirada.
—Por tu edad —le digo con sinceridad—. No pareces mucho mayor que yo.
—¡No es verdad!
—Estará bien. Aunque es posible que los soldados revisen el carro, teniendo
en cuenta que llevabais rebeldes a bordo —dice Leo.
—Iré a poner tus cosas a salvo en cuanto todo termine —dice Leo en voz baja.
—¿A mí? No, no si saben lo que les conviene. La mitad del ejército está
enamorado de mis chicas —agrega, y su mirada me hace dar un paso atrás—.
Y la otra mitad les tiene miedo.
—Ya veo. —Controlo mi expresión, aunque la idea de que sea dueño de ellas
me provoca náuseas. ¿O serán los sonidos que vienen de afuera los que me
hacen sentir así?—. Gracias. Y gracias por detener el carro. Fuiste muy
valiente.
—¿Qué puedo decir? —Una sonrisa irónica cruza por la cara de Leo durante
un instante, y levanta la voz al decir la siguiente frase—: Tengo un don para
los animales.
—¡Te he oído!
—Y nunca lo harás con esa actitud. —La chica arquea una ceja perfecta.
Después, su expresión cambia cuando se vuelve hacia mí y observa mi chal
roto, mi hombro ensangrentado—. No tienes buen aspecto.
—¿Samrin y Meliss? Están al final del corredor. ¡Leo! —grita por encima del
hombro—. Lava más vasos, por favor. Necesitará un trago. Bienvenida a La
Perl —agrega con un gran gesto y una sonrisa burlona mientras corre una
cortina.
—¿La Perl?
Hemos entrado en una habitación amplia, iluminada por decenas de velas que
brillan en al menos la misma cantidad de mesas, cada una de ellas rodeada
por sillas que no combinan. Hay un estrecho escenario en uno de los
extremos, con candilejas de gas; también hay un telón rojo y un piano, aunque
el terciopelo está gastado y ya han pintado el piano varias veces. En el otro
extremo, cerca de la entrada principal, hay un bar, aunque el ron está
guardado en viejos frascos de queroseno, y la mitad de las botellas están
regadas por el suelo por lo que parece haber sido un altercado. Da la
impresión de que el público ha salido a toda prisa, y algunas de las sillas
están caídas y vasos medio llenos diseminados en las mesas. Pero mis padres
están allí, tal como lo prometieron; me libero del brazo de Cheeky cuando los
veo.
—Jetta.
—¿Qué te ha sucedido?
—Me caí del escalón cuando Lani salió disparada —respondo. ¿Sabrá mi
padre lo que está pasando afuera? Todavía escucho los gritos, aunque ahora
suenan más distantes… ¿O los estoy imaginando?—. Logré alcanzarlos cuando
se detuvieron.
—¿Y después? —Mi madre también se pone de pie y habla en voz baja,
urgente—. Sentí que el eje se rompía igual que un hueso.
Parece una afirmación, pero sé que es una acusación. Bajo la vista y me miro
las palmas ensangrentadas. Cierro los puños y intento no perder el
temperamento, pero no puedo controlarlo.
—Quiero que cumplas tu promesa —dice por lo bajo—. «Jamás hay que
mostrarlo, jamás hay que explicarlo».
Mi madre también las ve: aprieta los labios y se sienta. Pero no puedo
evitarlo.
—No lo sé, Maman —digo en voz baja, para que solo mis padres escuchen—.
¿Es peor que la muerte?
—Siéntate —me dice la chica rubia mientras señala una silla vacía con la
cabeza; su voz es suave y tranquilizadora—, antes de que te desplomes.
—¿Estás herido?
—Astillas y rasguños solamente. Pero nos han cuidado bien. Ella es Tia. —Mi
padre inclina la cabeza con respeto mientras la chica coloca el cuenco a mis
pies. Frunzo el ceño: aunque ella me parece familiar, el nombre no me suena
conocido. Entonces él hace un gesto cuando se acerca otra chica, que trae
una larga venda de seda y un manojo de trapos limpios—. Y ella es Eve.
Montan espectáculos aquí.
Eve sonríe con dulzura detrás de una gruesa cortina de cabello oscuro, pero
yo no puedo dejar de mirar la serpiente que lleva en el cuello.
No digo que tengo un solo par y que lo uso en el escenario. La seda bordada
es demasiado fina y demasiado cara para las calles. Pero me da vergüenza
decirlo delante de estas chicas adorables, exuberantes y bien alimentadas,
bañadas en purpurina y diamantes falsos. Entonces, me estremezco de dolor:
ella es cuidadosa, pero todo duele.
Cheeky se deja caer en una silla y desliza un vaso que contiene un líquido
opaco sobre la superficie de la mesa. Intento atraparlo, pero mi madre me
observa severa.
No puedo evitar la risa que estalla en mis labios: es tan atrevida. Pero los ojos
de mi madre se entrecierran, y me pongo a toser para disimular, mientras la
chica sujeta un retazo de seda y encaje del regazo de Eve y lo sumerge en el
vaso.
Tengo medio segundo para digerir esa afirmación antes de que ella apoye la
seda en mi hombro y yo grite:
—¡Quema!
—¡Bebe! —me responde.
Ignorando a mi madre, bebo un sorbo del líquido. Luego vuelvo a toser, esta
vez de verdad.
—La próxima vez, trata de que te rescate un docteur. ¿Qué pasó aquí? —
agrega ella, recorriendo el borde de la cicatriz con un dedo frío. Me alejo,
avergonzada, y ella retira la mano—. Lo siento. Parece que has tenido que
enfrentarte a quemaduras más graves.
—Como todos, ¿no? —le dice Tia a Cheeky, y las dos se ríen como campanas
repiqueteando.
—Fue la primera vez que tuve que manejar el telón yo sola —le cuento, y evito
los ojos de mis padres mientras trato de no sonrojarme. Todo sucedió en la
primera temporada de gira después de que mi hermano se unió al ejército,
aunque no me gusta mencionar su nombre aquí, en este lugar irrespetuoso—.
Los nudos estaban sueltos y la gasa tocó el cuenco del fuego a causa del
viento. Me… distraje.
—Vi una obra en Nokhor Khat una vez —dice Tia, echando hacia atrás sus
rizos rubios—. Fue hace solo unos meses, en mi gira mundial.
—¿Gira mundial? —Cheeky arroja el trapo al suelo y toma otro—. ¿En qué
mundo?
Tia habla sin malicia y Cheeky le lanza un beso. Pero ahora siento curiosidad.
—Ay, tesoro —dice Tia con una sonrisa que parece una bendición—. Brilla
más que las estrellas que hay en tus ojos. Gente elegante y con ropa aún más
elegante. Champán, azúcar y luces eléctricas alrededor del Palacio Rubí.
—Antes soñaba con hacer una función en la ópera real —confieso, pero mi
madre frunce el ceño.
—Es mejor actuar para un emperador que para un rey.
Puede que sea verdad, pero no me engaña. A pesar de que las compañías de
la capital ganan mucho más dinero que las de los pueblos, mi madre siempre
ha detestado la idea de actuar allí. Nunca me ha dicho por qué, pero estoy
segura de que no tiene nada que ver con el rey o el emperador. Es más
probable que sea por su miedo a Le Trépas. Los chakranos que sobrevivieron
a su reinado están seguros de que los muros de piedra de su prisión no son ni
la mitad de gruesos de lo que deberían ser.
Yo no soy tan miedosa. Pero cuando estemos camino a Aquitan, dudo que
Maman me permita parar para hacer un espectáculo.
—Es un buen trabajo si lo consigues —dice Tia—. Pero no hay duda de que al
Joven Rey le encanta el entretenimiento.
—Tienes suerte.
—Todo cambiará después de la coronación —comenta Eve, pero Cheeky
sacude sus rizos.
—Eres imitadora —le digo, pero ella hace un gesto con la mano.
Durante los últimos meses, a los carteles del general Legarde se han sumado
los carteles de su hija: La Fleur d’Aquitan, la llaman. La única mujer que, con
su extraordinaria belleza, podrá domar a Raik Alendra, el Joven Rey, el último
de su linaje y heredero del trono de Chakrana. Será un matrimonio histórico y
simbólico entre un chakrano y una aquitana. Pero en los carteles, Theodora es
pálida como la porcelana, con ojos como zafiros y suntuosamente gorda. Los
ojos de Tia son negros, y debajo del maquillaje, tiene mejillas de color dorado
y barba incipiente. Desde esta distancia, puedo ver el relleno que lleva bajo el
vestido. Pero Tia también es hermosa, con toda la altanería de la realeza.
Convierte una silla desvencijada en un trono con solo sentarse en ella.
Además, la ilusión es fundamental para el teatro.
—Te confundí con ella cuando te vi —le digo, aunque al oír mis propias
palabras, noto que suenan demasiado exageradas—, la viva imagen de
Theodora.
Tiemblo por dentro, ¿por qué quiero tanto su aprobación? Pero Tia se lleva la
mano al corazón, como si el cumplido la hubiera conmovido. Entonces Cheeky
se acerca a mí para susurrar en voz bien alta:
Tia se quita la peluca rubia y finge que quiere golpear con ella a Cheeky. Su
risa me tranquiliza y hasta hace que mi padre sonría. Una vez que la risa se
desvanece, Tia vuelve a colocarse la peluca y se reacomoda con cuidado los
rizos.
Eve asiente.
—El año pasado, en La Fête, alguien me dijo que Le Roi Fou convirtió su salón
de baile en un teatro de sombras.
Me pongo tensa cuando oigo la palabra fou, «loco», pero nadie me ve.
Lentamente, Cheeky esboza una sonrisa.
—No te preocupes, Maman —le digo, aunque las palabras no sirvan de nada
—. Ya encontraremos otra manera.
—¿Otra manera? —Mi madre se aferra a mis dedos, todo su cuerpo se tensa,
como si estuviera tratando de no desmoronarse—. ¿Cómo?
Me duelen los dedos, pero sostengo su mano hasta que nuestros nudillos se
ponen blancos. Un centenar de respuestas revolotean por mi cabeza.
Construir un bote con el alma de una tortuga y cruzar el mar de los Cien Días;
dejar el teatro y mostrar lo que puedo hacer al mundo entero sin telones, a la
espera de que nos llenen de monedas; marchar a Nokhor Khat y exigir una
audiencia con el Joven Rey. Él se sorprendería al ver lo que puedo hacer. ¿O
tendría miedo? De todas formas, estoy segura de que podría convencerlo de
que nos ayudara.
Mi padre pone su mano sobre las nuestras, y habla en voz baja, ¿tratando de
calmarnos o de silenciarnos?
Entonces, echo un vistazo alrededor: Cheeky con sus bromas, Tia con su
orgullo, Eve con su sonrisa dulce. Pero, a fin de cuentas, solo son chicas en un
bar de mala muerte, en la selva del norte, con el maquillaje corrido y agujeros
en las medias. Ahora entiendo su risa, es parte de la actuación. ¿Cuántas son
las personas que quieren huir, pero no encuentran un camino seguro? Somos
afortunados: nosotros tuvimos una oportunidad. Tenemos una oportunidad, si
el dinero sigue estando en nuestra caravana por la mañana.
—Tendrás que ir al muelle. Dejé de preguntar hace tiempo. Tal vez Leo lo
sepa.
ESCENA 5
Xavier: ¿Señor?
Legarde: Reportez.
Xavier: Y en Chakrana, señor. Antes del amanecer, el país sabrá que había
artistas del teatro de sombras entre los muertos.
Xavier se la entrega. Legarde mira el sobre, manchado por los largos viajes,
pero finamente lacrado con cera de brillos dorados. El sello tiene la imagen
del sol: el símbolo de Le Roi Fou, el medio hermano de Legarde. La arroja
sobre el escritorio.
Legarde mira a su hijo y sus ojos se posan en el colgante de oro que usa
Xavier, un círculo dorado que cae desde una cadena.
Xavier se acerca al escritorio para echar un vistazo por encima del hombro de
su padre. Aprieta y afloja la mandíbula, mientras reflexiona.
Xavier: Sabotaje.
Xavier: ¿Qué pasa si no es más que una artimaña para hacer que usted
abandone la zona?
Legarde: De ningún modo. Quiero que controlen a los lugareños, no que los
aterroricen.
Xavier: ¿Son ciertos los rumores, señor? Los rebeldes van al sur a…
Xavier: Tal vez espera que puedan poner sus diferencias de lado para luchar
contra un enemigo común.
Xavier: ¿Por qué lo mantuviste con vida todos estos años? ¿Por qué no
ejecutarlo? ¿Por qué no hacer que sufra un desafortunado accidente
en prisión?
Legarde: Algunos de los discípulos de Le Trépas creían que los espíritus eran
capaces de hacer más que atormentar. Vi a hombres cortarse la garganta
porque estaban seguros de que sus almas podrían robar nuevos
cuerpos, muertos o vivos.
Legarde: Los chakranos lo creen. Debes haber notado que no te miran a los
ojos. El color azul los asusta. Creen que es señal de que estamos poseídos.
Xavier: Lo sé, son supersticiosos. Pero ¿eso qué tiene que ver con Le Trépas?
Legarde: Si el viejo monje estuviera muerto, alguien podría afirmar ser él, o
su alma. El Rey de la Muerte renace. ¿Entiendes? Y no dejaré que nadie
vuelva a hundir este país en una edad oscura de misticismo. El matrimonio
del rey con tu hermana funcionará como un símbolo: Chakrana se casará con
la civilización, no con la barbarie.
Legarde: Eso me recuerda, ¿qué dijo el último rebelde sobre las armas
desaparecidas?
Xavier: Nada creíble. (Duda.) Pero el questioneur era Eduard Dumond, uno de
los hombres que perdió su rifle. Él dice que la historia no tiene sentido, que
otro grupo de rebeldes debe haber tomado las armas.
Legarde: Dile que continúe con el interrogatorio.
et mon demi-frère,
Cher Julian:
Leí tu carta del mes pasado con gran consternación por el informe sobre
la rebelión local, que es cada vez más intensa.
Como esta carta también tardará un mes más en llegar hasta ti, a través de la
tierra y el mar, es muy posible que ya hayas pacificado el levantamiento
cuando la recibas. Si no es así, confío en que la coronación que está por venir
apacigüe la resistencia y le dé a la población exactamente lo que quiere: un
chakrano poderoso. Es una suerte que, según dicen todos los informes, este
chakrano en particular no tenga intenciones de gobernar. Y aunque solo he
visto a Theodora una vez, conociéndote a ti, estoy seguro de que tendrá
influencia sobre su prometido y te permitirá ejercer la tuya sobre las futuras
decisiones del rey.
Antoine Le Fou
Más tarde, después de que nos hayan vendado las heridas y hayamos cenado
arroz frío con té caliente, me acuesto en un camastro y me quedo con los ojos
abiertos, sin poder conciliar el sueño. Estoy en la habitación de Cheeky, que
es un desorden, y la escucho roncar despacio. Duerme en el suelo junto a Tia,
sobre una manta. Las chicas insistieron en darles a mis padres su propia
habitación y a mí, una cama. Su generosidad es abrumadora: no duermo en
una cama de verdad desde que comenzó la temporada de gira este año,
cuando dejamos Lak Na por última vez. Lástima que no puedo disfrutarla.
¿Quién podría dormir después de un día como este? Doy vueltas y vueltas en
la cama, como los pensamientos en mi mente: flotan bajo la luz dorada, igual
que los carteles, hasta que la explosión me los arrebata. Los disparos, el
fuego. La persecución de los soldados, los rebeldes aferrados a la caravana.
«Ayúdame», dice el chico una y otra vez, pero tiene el rostro de mi hermano.
Yo daría todo el dinero que envió y más por escuchar su voz de nuevo, aunque
fuera solo en mi cabeza.
Pero quizás sea lógico. ¿Cuál sería la forma normal de reaccionar ante una
explosión, ante un chico que muere como un perro? Ayúdame.
Unas pocas almas esperanzadas iluminan la sala con luz tenue, pero las alejo
mientras avanzo lentamente hacia la puerta. Los espíritus son muy extraños,
o quizás sea que todavía no me acostumbro a su presencia. Comencé a verlos
justo después del incendio y, al principio, pensé que eran visiones, formas
cambiantes de color rojo, naranja, dorado, como el recuerdo del fuego. Pero
seguían allí cuando volví a respirar sin dificultad, cuando las ampollas
sanaron, cuando logré levantarme de la cama. Y, con el tiempo, me di cuenta
de que sus movimientos eran similares en la muerte como en la vida, y
empecé a reconocerlos. El pequeño vana de las polillas, atraído por la luz de
las velas; el arvana de los pájaros cantores, que revoloteaba entre los árboles.
Y los akela de las personas muertas que, como lenguas de fuego, vagan por
los campos donde solían trabajar, o están de pie junto a las puertas vacías,
recordando el pasado.
Mi madre, no tanto.
No les hablé a mis padres sobre las almas hasta que estuve casi segura de
que no eran síntomas. Pero la reacción de ella me hizo desear que sí lo
fueran. «Jamás hay que mostrarlo, jamás hay que explicarlo». El miedo en su
cara me sorprendió. Por supuesto, sabía que las viejas costumbres estaban
prohibidas, pero la capital y sus leyes siempre estuvieron muy lejos de
nosotros en Lak Na. Aunque el antiguo templo, al fondo de nuestro valle,
quedó reducido a escombros y selva, al igual que todos los demás, las
personas seguían dejando un poco de arroz en los cuencos para los
antepasados o quemando incienso para el Rey, la Doncella y la Guardiana de
la Sabiduría.
¿Dónde aprendió mi madre lo que me enseñó? Cada vez que le pregunto, sus
labios se cierran y su mirada se ausenta. De todas formas, ella fue la
primera en pincharme el dedo, en guiar mi mano y dibujar el símbolo. Aunque
ahora ella detesta hablar sobre las viejas costumbres, vivió la mitad de sus
años antes de La Victoire, antes de las nuevas leyes. Y nunca abandonó el
hábito de dejar un poco de arroz para los espíritus.
Abro la puerta con cuidado y doy pasos ligeros; tengo los pies envueltos en
tela, pero el suelo cruje igualmente. El aire del pasillo es fresco y la piel de
mis brazos se va erizando. Veo las habitaciones a lo largo del corredor y ahora
la distancia hasta la entrada parece más corta. Pronto, la puerta roja se
cierne frente a mí, y de repente mi corazón vuelve a latir con fuerza. Espero
el sonido de los disparos, pero no llega, así que reúno coraje para mirar hacia
afuera.
¿Y podrán verme los míos una vez que nos hayamos marchado de Chakrana?
Tiene los ojos apenas abiertos, ¿habrá visto que lo estaba observando?
Leo me ofrece la botella. Está casi llena y pesa más de lo que esperaba.
Comprendo la razón cuando tomo un sorbo y siento que quema. Es lo mismo
que me pasó antes. Las lágrimas brotan de mis ojos. Tomo otro poco.
—Tienes razón —admite con una leve sonrisa—. Tenía la esperanza de que me
ayudara a dormir.
—¿El qué?
—Ah —digo.
Abro la puerta y entro. Pero los fantouches todavía están atados en sus sacos
de arpillera. Todo parece intacto. De cualquier forma, me falta el aire hasta
que deslizo la mano bajo la almohada de mi madre y palpo el cofre con el
dinero.
El tono de su voz pasa del asombro al deleite, el brillo que nuestra creciente
fama trae, incluso aquí, incluso ahora.
—Igual que el resto del mundo —murmura, pero mi risa es breve y amarga.
—Esa era la idea —digo, mientras me agacho para agarrar la bolsa—. Esta
noche todo el mundo nos conocería al fin.
—¿En La Fête? —Leo deja el cartel sobre la pila y me sigue hasta la parte
delantera del carro, donde Lani da pisotones—. Lo siento.
—No estoy segura —le digo—. ¿Cuánto tiempo se necesita para llegar a
Aquitan?
Leo se ríe.
—¡Solo si eres un cajón de panes de azúcar! Los dioses del río venden pasajes
del río Syr a la capital. A partir de ahí, tendrás que conseguir un barco más
grande.
La risa se desvanece.
—Si los caminos te parecen peligrosos, imagino que no has visto los barcos.
Arrugo la frente.
—¿Quién te lo contó?
Desde hace años, hay rumores de que el Tigre vendría al sur para sacar a los
aquitanos del campo, de la capital, del círculo de asesores del Joven Rey.
Algunos incluso dicen que liberará a Le Trépas para robar las almas de los
extranjeros. No creo que sea verdad. Pero dondequiera que vaya el Tigre, se
derrama sangre. Y si los aquitanos deciden huir, ¿cuánto espacio quedará en
los barcos?
—Lo importante es que, con cada ataque, el precio sube —agrega Leo—. Y,
aunque fueras rica, necesitarías cada étoile que tengas en Nokhor Khat.
Cruzar el mar no es barato. Además, si lleváis contrabando, los dioses de los
ríos se convertirán en ratas de río en los puestos de control, a menos que les
deis una recompensa generosa. ¿Qué le pasa a tu carro?
—Lo dijiste tú mismo —le digo—. La rueda está suelta. El eje se rompió
cuando escapábamos de las explosiones. Iba a pedirle al general ayuda para
comprar uno nuevo.
—Porque el Joven Rey se casará de todos modos, y Le Roi Fou querrá ver los
espectáculos de todos modos.
—El ron también —dice con un guiño, mientras agita el líquido de la botella—.
Pero eso nunca me detuvo.
—Pero podrías. —Leo me dedica una sonrisa engreída—. Tal vez podamos
hacer un trato.
—¿Un trato? —En sus ojos, hay una certeza que me ofende. Se extiende el
rubor en mis mejillas y comienza a picar la piel de mi garganta. No es solo por
el alcohol. Pero ¿qué esperaba de un hombre como él?—. ¿Cómo te atreves?
—¿Cómo me atrevo a qué? —dice, con una mirada dura como el ónice—. ¿A
abrirle las puertas a tu familia cuando hay sangre en las calles? ¿O a
considerar la posibilidad de arreglar su carro a cambio de un viaje a Nokhor
Khat? ¿Cómo te atreves tú, mamselle?
—Como digas, pero será mejor que os deis prisa si queréis alcanzarlo —
replica Leo moviendo la mano, desdeñoso, y después comienza a caminar de
nuevo hacia el teatro.
—Si no se ha marchado ya, lo hará pronto —responde por encima del hombro
—. Prefiere ir a la boda de su hija que lidiar con el Tigre.
Parte I
La primera noche, golpeó a la puerta del hermano mayor. Era una puerta de
buena madera, en una casa preciosa, llena de cosas elegantes, porque el
hermano mayor era rico y le ofreció su fortuna al Rey de la Muerte a cambio
de su vida.
Y atrapó el fuego del alma del hermano del medio con su farol y se fue.
Pero el hermano menor era astuto. Así que creó un hombre de cuero, con
articulaciones y ojos de cristal, y un cuerpo que se movía como el suyo. Y a la
noche siguiente, cuando el Rey de la Muerte fue a visitarlo, el hombre
encendió una lámpara detrás de la marioneta y gritó:
Corro por la carretera bajo la luz nueva del amanecer. ¿Me sigue Leo? No lo
sé y no me importa. El fantouche rebota sobre mi hombro, el viento hace volar
mi pelo y, en mi pecho, la esperanza florece. Sefondre, cuando todo se
complementa.
Pero es extraño que el fantouche esté al aire libre, sin el telón, sin más
protección que la penumbra que antecede a la mañana. En mis brazos, él se
mueve, inquieto como yo, deseando que lo vean. En voz baja, le susurro
órdenes que yo no sigo:
Y sin invitación ni bienvenida, oigo la voz de mi madre. Suena más fuerte que
mi corazón palpitante, que mis pies acelerados: «Jamás hay que mostrarlo,
jamás hay que explicarlo».
Tengo que ser prudente, ya lo sé. Lo soy. Nada demasiado vistoso, nada
demasiado difícil. Solo daré una muestra de nuestra habilidad. Al fin y al
cabo, el teatro siempre parece magia, ¿no? En tiempos desesperados,
medidas desesperadas. Además, estoy intentando captar la atención de
Legarde y hay algo emocionante en eso, en la idea de montar un espectáculo
tan peligroso.
A lo largo del camino, pequeñas almas relucen bajo los matorrales y la brisa.
Algunos de los vivos también se desplazan hacia los jinetes: campesinos que
empujan carretillas o tiran de carros, que llevan niños o conducen animales.
Gente que sigue al ejército camino a la capital. Personas que le temen al
Tigre.
—Sígueme el paso —le susurro, y el arvana que está dentro del fantouche
obedece mientras estiro un brazo.
La multitud vacila. Todos dan un paso hacia atrás y los mayores apartan a los
jóvenes. Al principio, creo que le temen al fantouche. Sé que es intimidante, lo
fabriqué así a propósito. Pero no, la multitud me mira a mí. Durante un
instante, mi corazón desfallece. Después, se recupera. Este espectáculo
tampoco es para ellos.
—Mi nombre es Jetta, de la compañía Ros Nai —comienzo a decir, pero ¿por
qué no he traído los carteles? Antes de que pueda continuar, una voz familiar
me llama. Esta vez, no está solo en mi cabeza.
—¡Jetta!
—Quizás haya oído hablar de nosotros —digo con voz ronca, tratando de
ignorarla.
Pero ya he perdido a mi público, todos se dan vuelta al escucharla.
—¡Jetta!
Pero, a medida que se acerca, mueve la mano hacia atrás. Estoy demasiado
aturdida para acobardarme, pero ella solo atrapa el fantouche en el aire y se
lo lleva al pecho. Durante un instante, me fulmina con la mirada y luego
observa al público, que espera el siguiente acto de esta obra. Hasta Legarde
está absorto. Ella me señala con la otra mano.
—¡Charlatana!
—Es delgada como una telaraña —dice, fingiendo que toma un hilo entre el
pulgar y el índice, y tira de él para mostrar algo que no existe—. ¿Lo ven? ¡Es
prácticamente invisible, en especial en la oscuridad!
Sin decir una palabra, Legarde espolea a su caballo. Los soldados lo siguen
entre una nube de polvo y cascos, y se marchan. Mi madre no levanta la
moneda, pero me sujeta por la muñeca y los hombros, y me lleva de vuelta al
teatro a través de la multitud.
—Ven conmigo.
—¡Te habría llevado a la cárcel! —replica ella—. O peor. Fue Legarde quien
prohibió las viejas costumbres. ¿En qué estabas pensando, cómo se te ocurrió
mostrarle lo que hacemos?
—¿Y cómo iba a saber lo que era? —pregunto bruscamente. Hablo demasiado
fuerte y los desconocidos me miran. Bajo la voz hasta que se convierte en un
susurro—: ¿Cómo se daría cuenta de las almas?
—¿Y cómo crees que se dieron cuenta ellos? —Mi madre señala a la multitud
con la barbilla. Se me acerca y me dice siseando al oído—: Eres muy joven y
nunca has visto a alguien jugar con los muertos, pero no todos tenemos la
misma suerte.
Ella se estremece.
La frustración me invade.
Mi madre abre mucho los ojos. Mete el fantouche negro entre mis brazos, que
se retuerce contra mi pecho.
Es de un azul brillante, como el corazón de una llama, como las aguas de Les
Chanceux, y la imagen me deja helada. Giro la cabeza, pero ya no está.
No, ahora está al otro lado, justo detrás de mí. Me giro, pero vuelve a
desaparecer. Quiero convencerme de que lo estoy imaginando, pero algo de lo
que veo me perturba, y sé que no es por mi malheur. Aunque nunca antes vi
un n’akela, hay muchas historias al respecto. Almas raras y peligrosas. Almas
de quienes murieron con dolor, de quienes buscan venganza, como las que Le
Trépas creaba y usaba contra sus enemigos. No quieren una nueva vida, solo
desean más muerte. Y usan sus días fantasmagóricos para conseguirla.
De todo.
—Nada.
—Dime.
Estoy tan cerca de ella que puedo escuchar que le falta el aliento, y sus dedos
se tensan alrededor de mi muñeca.
—¿Dónde?
—Ya se ha ido —le digo, pero ella busca en la oscuridad, como si fuera a verlo
con solo esforzarse.
—¿Por la carretera?
—Sí, pero…
—¿Madame?
—¡Madame!
—¿Sí, señor?
—Pensé que los rebeldes eran los únicos que usaban la tortura.
—La civilización no es más que otra obra de teatro. Tenemos que salir de
aquí. No quiero estar cuando el general decida hacer el bis.
—¿Qué hay de Le Roi Fou? ¿El Joven Rey? ¿El barco a Aquitan?
Sigo su mirada hacia el muelle. Ya hay una pequeña multitud reunida allí, las
noticias de los otros ataques deben haberse difundido.
—Leo dice que los precios son escandalosos —murmuro, con la extraña
sensación de estar tomando partido por una posición que hasta hace un rato
resistía—. Aunque viajemos río abajo, puede que no tengamos suficiente
dinero para pagar el viaje a Aquitan.
Así que espero en la carretera mientras ella averigua, igual que los otros
pasajeros esperanzados. Mientras la miro, me siento observada. Intento
ignorarlo, luchar contra el impulso de darme vuelta. Cuando finalmente cedo,
no hay nadie detrás de mí.
¿Creyeron que yo podría ser tan malvada como él? Entonces, viene a mi
mente otro pensamiento: ¿nos marchamos para encontrar una cura o
queremos huir de algo peor?
Mi madre se acerca e, incluso con la escasa luz del amanecer, puedo ver en
su expresión que Leo tenía razón. Aprieto la mandíbula. Si viajar río abajo es
tan caro, ¿cuánto costará cruzar un océano? Tal vez tengamos que dar las
gracias al soldado que nos trajo la moneda del general.
—Menos mal que el carro funciona —le digo, pero ella me mira escéptica.
—¿Qué prefieres, Maman? ¿El bote que no podemos pagar o el carro que no
debería avanzar?
—¡No lo sé, Jetta! —grita, volviéndose hacia mí; primero, pienso que está
furiosa, pero luego veo la desesperación en su rostro—. No lo sé.
Trago todas las otras palabras de enfado que me suben por la garganta y se
convierten en culpa en mi estómago. ¿Por qué soy tan cruel? No sirve, y
quizás ella tenga razón en estar enfadada. Después de todo, si no fuera por mi
malheur, ni siquiera estaríamos aquí. Ordeno mis pensamientos y trato de
encontrar una solución, en lugar de buscar más palabras hirientes.
Parte II
Recostado en la cama, gritó lo más fuerte que pudo, aunque apenas se lo oía.
Entonces, el hermano menor dejó la casa de los hijos de sus hijos y fue a la
selva a buscar a la Doncella del Espíritu, la diosa que daba vida. Pasaron los
años y los hijos de sus hijos murieron, y después los hijos de ellos, hasta no
quedó nadie que supiera su nombre ni su origen. Pero él siguió buscando
hasta que al fin la encontró y cayó rendido a sus pies. Pero cuando su alma se
liberó, estaba perturbada y llena de ira, porque había sufrido demasiado y no
recordaba más que el dolor.
La Doncella del Espíritu sabía que no debía coser su alma a una nueva piel,
así que lo dejó allí, como una abominación, anhelando renacer.
Capítulo 6
—¿Leo?
Las palabras suenan amables, pero el tono es distante, indiferente. Tiene los
ojos fijos en los billetes, y son muchos.
—Qué pena.
—Quería disculparme por lo que pasó —digo, demasiado alto. Él mira hacia
arriba, y la esperanza vuelve a mí—. No fue justo. Pero tu oferta sí: un eje
nuevo a cambio de un viaje a la capital. Podemos marcharnos en cuanto
repares la caravana.
—¿Por qué?
—Sí, claro que las he aceptado. —Vuelve a mirarme, con expresión honesta—.
Tu suposición no fue amable, pero el mundo tampoco lo es, en particular para
las chicas, lo sé bien. No tienes motivos para confiar en mí. Por supuesto, yo
no tengo ninguna razón para confiar en ti tampoco. Y una disculpa no
alcanzará para conseguir un contacto en el Souterrain.
Arrugo la frente.
—¿Las chicas?
—Porque les pedí a las chicas que trabajaran la noche de La Fête. Porque me
tengo que ir mañana y voy a echarlas de menos. Porque no todos pueden
escaparse para siempre de este lugar. O tal vez por la expresión que aparece
en tu cara cuando me preguntas por qué.
—Eres muy buena actriz, cher. —Esboza una sonrisa amarga mientras desliza
el montón más pequeño de billetes en su bolsillo. Sujeta los otras tres y los
sostiene mientras gesticula. —Iré a contárselo a las chicas. Estarán felices.
¿Cuándo será el espectáculo?
—Bien.
—Sí… No. Una cosa más —dice entonces, entrecerrando los ojos—. ¿Por qué
quieres ir a Aquitan?
Me muerdo el labio.
—Hay lobos.
Es una pregunta que no puedo responder. Por eso, lo miro, como él quiere
que haga. Tiene rasgos atractivos, es cierto, pero extraños. Rasgos de
mestizo. Fue una de las primeras cosas que noté, ahora lo recuerdo, ¿será por
eso que no confío en él?
Leo se va para hacer sus arreglos, y busco a mis padres para hacer los
nuestros.
—Te gustó menos el precio de los billetes del barco —le recuerdo.
Antes del Año del Hambre, antes de los espíritus, antes de que Akra se
marchara y mi tío desapareciera, solíamos viajar con otras compañías durante
la estación seca, cuando los caminos estaban despejados y los campos
estaban en barbecho. Íbamos con malabaristas o bailarines, contorsionistas y
otros artistas del teatro de sombras. Nos reuníamos para comer juntos en la
carretera o viajar en compañía entre parada y parada. A veces, Akra
intercambiaba historias o consejos con los demás: era muy bueno para hacer
amigos. Yo también, durante otras épocas, cuando mi malheur se confundía
con el buen humor. Ahora tenemos demasiado que esconder.
—No, no es el único en Luda que quiere irse. —Él deja caer su brazo con un
suspiro. Pero después una sonrisa cruza su rostro—. No será La Fête, pero
hemos hecho más con menos. Vamos. Hay que prepararse para el
espectáculo.
«Te enseñé las tradiciones para que las conocieras, no para que te aferraras a
ellas», dijo.
Por lo general, apilamos leña para encender el fuego. Nos aseguramos de que
esté seca y no tenga corteza para que haga poco humo, pero no podremos
hacerlo en interiores. Cheeky viene a nuestro rescate cuando se despierta:
saca la utilería vieja de los estantes que están detrás del escenario. Los coloca
en la pared trasera mientras Eve reúne velas; si las colocamos dentro de los
vasos del bar y las disponemos sobre el estante, arrojarán luz suficiente.
Mi madre trae los instrumentos, los tambores y las flautas, mientras mi padre
empieza a vocalizar y su voz clara reverbera en la sala. Tia armoniza desde la
pequeña cocina mientras hace arroz congee para todos. Vuelvo a agradecer
su generosidad, porque además nosotros tampoco tenemos mucha comida. La
camaradería alivia algo en mí: una tensión en el pecho, una tensión en el
corazón, y muy pronto, se dibuja una sonrisa en mis labios. Cuando Cheeky
dice en broma que arrojará a Garter en el arroz, tengo que morderme los
labios para no hacer otra broma. No me corresponde, y me acechan las
palabras de mi madre: «Jamás hay que mostrarlo, jamás hay que explicarlo».
Así que vuelvo a la caravana para prepararme.
Están inmersos en una conversación, pero hablan demasiado bajo para que
llegue a oírlos. Leo hace un gesto en dirección al carro, la rueda que
repiquetea, el viejo baúl de Cheeky. Un estallido de gratitud me recorre
cuando veo que Leo ha puesto la caja debajo de la caravana para elevar el
carro o para que no parezca averiado. Un apoyo de utilería, pienso. Ahogando
otra risa, pongo una mano sobre la madera tallada de la caravana y le susurro
al alma que está dentro:
—Quédate abajo.
—No —le digo. ¿Lo he dicho demasiado deprisa?—. Son muy delicados.
Volveré a buscar los demás.
Después de oír sus palabras, siento que me observan. No puedo evitar mirar
alrededor, pero no hay soldados al acecho, no que yo pueda ver. Nunca se
sabe.
—¿Hay un lugar para esconder el carro mientras el mecánico trabaja? ¿Un
establo o algún otro sitio?
—Yo voy a estar vigilando la entrada del callejón. Y no debería tardar más de
unas pocas horas. Además, cualquier soldado que pase cerca de La Perl sabrá
que las reglas habituales no se aplican aquí. La mayoría todavía se está
recuperando de la resaca, después de haber bebido parte de mi contrabando.
—¿No te lo dije antes? No hay que confiar para hacer un trato. —Él sonríe de
nuevo y sus dientes brillan—. Hay que tener algo que los demás necesitan.
—C’est vrai —dice mientras deja que la puerta se cierre entre nosotros—. Es
cierto.
ACTO I,
ESCENA 9
Leo todavía sirve bebidas a la multitud. Pero, esta vez, las chicas están
sentadas en la primera fila, y no es el piano pequeño desafinado, ni es el
murmullo de la voz ronca de Tia lo que silencia a los espectadores.
Pero, por supuesto, el truco no está en lo que sucede, sino en cómo contarlo.
Y cuando los Ros Nai comienzan a contar la historia, hasta Leo deja las
botellas y los vasos para ir al escenario a ver el espectáculo.
Muy pronto el tonto llegó a un río, así que por fin dejó a los pájaros para
cantar a los peces. Pero los peces no se detuvieron a escucharlo, entonces él
se metió en el río para seguirlos y caminó y caminó hasta que se ahogó. Pero
hasta la Muerte lo ignoró y también lo hicieron los peces, y finalmente el
tonto llegó al otro lado del río y salió.
La noche caía y sus ropas estaban mojadas, así que el tonto hizo un fuego y
predicó a las llamas. Pero el fuego era demasiado alto, y las chispas
alcanzaron los árboles. Pero la Muerte lo siguió ignorando, y el monje pensó
que el incendio era un elogio a su sermón.
Por fin, la Doncella se compadeció de este hombre que había sido rechazado
tres veces por la Muerte y, cuando las llamas se apagaron y el humo se
aclaró, le reveló las almas de quienes habían sido ignorados por la Muerte.
Así que les habló a ellos mientras esperaban que comenzara su siguiente vida,
y los espíritus escucharon sus palabras.
ACTO 1,
ESCENA 9 (CONTINUACIÓN)
Xavier: Quería ver una obra del teatro de sombras, y el único espectáculo está
aquí. Seguro te has enterado de lo que pasó anoche en La Fête.
Leo: Seguro que te has enterado de lo que pasó el año pasado en La Perl.
Leo: Con condolencias y una entrada podrías ver el espectáculo. Lástima que
las entradas estén agotadas.
Xavier: Hablé con la chica hace unas horas. Solo tengo unas preguntas
más que hacerle.
Xavier: Tal vez responda la tuya después de que ella responda la mía.
Leo sigue dudando; los dos hombres están de pie, frente a frente, y ninguno
retrocede. Pero cuando estallan los aplausos, Xavier levanta una ceja.
Sin esperar una respuesta, empuja la puerta y pasa; Leo camina hacia atrás
rápidamente, y se interpone entre Xavier y el teatro.
Leo: Las chicas subirán al escenario. No pongas esa cara: deberías ver por
qué tus mejores hombres vienen aquí el día de pago. Para ti es gratis, por
supuesto. Siéntate donde quieras.
Cuando llegan al bar, Leo pone su mano sobre el pecho de Xavier para
detenerlo.
Xavier duda un instante, pero después quita las balas de su arma y las
guarda. A continuación, le entrega el arma a Leo, quien la arroja detrás de la
barra. Los aplausos no cesan; los gritos de «¡Encore!» se mezclan con silbidos
y celebraciones.
Mi padre ha apagado las velas, pero aún puedo sentir el calor de las llamas en
mi espalda, en mi cabello, bajo mi piel. Todo es más intenso, más real. La
alegría vibra en todo mi cuerpo, y mi sangre burbujea como cerveza de
jengibre. El aire tintinea como una campana y yo lo saboreo como si estuviera
hecho de miel. La oscuridad acaricia la carne desnuda de mi brazo igual que
el terciopelo.
—¡Mesdames, messieurs, et mes autres! —dice con voz escénica, que se abre
paso fácilmente a través de la ovación—. Muchísimas gracias. ¡Es un placer
tener a los Ros Nai aquí esta noche! Pero no se muevan de sus asientos, el
espectáculo acaba de comenzar.
Frunzo el ceño y miro a mi madre, pero ella parece tan desconcertada como
yo. Leo nunca mencionó otras actuaciones. Una nota exquisita interrumpe
nuestra confusión. Es el sonido de un violín.
Entonces, veo a Leo o, mejor dicho, a su silueta. La luz de las candilejas crece
poco a poco al otro lado del telón de gasa; él está de pie en el escenario con
su instrumento, y se mueve como una hoja de palma en la tormenta de su
canción.
Las notas caen como cascadas, se elevan como golondrinas, relucen más
vibrantes que las estrellas. Con su música, Leo está haciendo que la audiencia
vuelva a guardar silencio. Hay ruidos de sillas que se mueven, de pies que se
arrastran, de personas que murmuran, ¿cómo se atreven? Pero la música es
más poderosa, y la sombra de Leo baila con ella. Doy un paso hacia el telón y
luego otro, y extiendo la mano para tratar de tocar el contorno de su cuerpo,
el espacio oscuro que recorta contra la luz. ¿Habrá, entre mis sombras,
alguna que tenga tanta gracia?
—¿Ahora?
—¡Mejor ahora que después! —protesta ella—. Cuando Tia suba al escenario,
Leo te verá en la caravana. Mantendremos al capitaine distraído todo el
tiempo que podamos. Pero tienes que darte prisa.
Me muerdo el labio. ¿Es una buena decisión huir del ejército? ¿Y si solo
quiere hacerme una pregunta inocente, inofensiva?
¿Cómo lo hiciste?
Pero cuando me vuelvo a poner de pie, veo que mis padres están cerca. Al
observar sus caras, me doy cuenta de que han oído lo que me ha dicho
Cheeky y saben que no hay nada inocente en la petición del capitaine. Sin
decir una palabra, mi madre asiente. Mis fantouches están dispersos por el
escenario, cerca del telón. Comienzo a reunirlos, pero ella pone su mano
sobre mi brazo y sacude la cabeza.
Cada uno representa horas, días, semanas de trabajo, no solo mío. Nuestra
versión de la Doncella del Espíritu fue el último fantouche que hizo Akra.
¿Y qué hay de las almas cosidas en estas pieles? ¿Se comportarán bien si no
estoy cerca, o se aburrirán y comenzarán a vagar sin mi permiso? ¿Quedarán
atrapadas para siempre en sus cuerpos mientras se consumen poco a poco,
anhelando la indulgencia, sin poder renacer?
Hay poco tiempo para los muertos cuando los vivos están en peligro.
Entonces, cuando llega la siguiente ronda de aplausos, bajo del escenario
sigilosamente y camino con las manos vacías hacia la oscuridad. Hago una
mueca de tristeza cuando veo a mi padre con su flauta y a mi madre con el
thom pintado que adora. Pero esas son cosas pequeñas y fáciles de
transportar. El delicado laúd que era de mi abuela todavía está detrás del
escenario, por no mencionar el telón de gasa que nos oculta del público. De
todas formas, no son las primeras cosas que hemos tenido que dejar atrás y
tampoco serán las últimas.
Los vítores del público ocultan los crujidos que hacen las escaleras con cada
pisada. Cheeky cierra la trampilla después de que descendemos y la madera
gruesa amortigua las primeras notas del piano. La voz de Tia llega desde
arriba: «J’errais avec les fous, je me retrouve chez les âmes perdues. Nul ne
sait où il est parti, mais je me suis languis de toi, de toi…».
Cheeky nos guía hasta otra escalera que conduce a las puertas de la bodega,
a nivel de la calle.
—Tengo que volver para vestirme —dice ella. Entonces, sonríe y sus dientes
relucen en la oscuridad—. Después tengo que volver a desnudarme. Rómpete
una pierna. O mejor, la de alguien más.
—¿Por qué?
Ella me mira con incertidumbre, pero después asiente y confío en que hará lo
que le pedí. Un miedo me invade cuando ella desaparece en la oscuridad:
cuando el capitán descubra que hemos huido, ¿se desquitará con las chicas?
Pero ellas saben cuidarse solas. ¿O estoy tratando de convencerme a mí
misma? De todas formas, no logro juntar el valor para volver a llamarla.
Con pasos sigilosos, avanzamos hasta el carro. Para mi sorpresa, Leo nos
indica que vayamos a la puerta.
—Sí, deberías dejar de olvidar las armas en cualquier sitio. Pero ahora solo
necesito a la chica. Tu hermano tiene algunas preguntas para hacerle. Seguro
que ya lo sabes.
—Cállate, niña. —El soldado hace un gesto con el arma, y me trago el nudo en
la garganta—. Y cierra la puerta del carro.
Me tiemblan las manos, pero es mejor que mis padres estén a salvo dentro,
que no puedan venir a buscarme, que no puedan dispararles por resistirse. Mi
madre intenta llegar a la entrada cuando la cierro; bajo el pestillo mientras
ella golpea la puerta y maldice al ejército. El soldado no le presta atención y
hace un gesto con la barbilla en dirección al teatro.
A mis espaldas, fuera de mi campo de visión, arde: la llama azul. ¿De qué
color será mi alma cuando salga de mi cuerpo?
—Arrójalo al suelo.
Con la mano libre, toco mi garganta. Eduard me aprieta con más fuerza y yo
apenas puedo respirar. La sangre comienza a caer sobre mis dedos, pegajosa.
Los espíritus se reúnen en el aire inmóvil, y el fuego azul se acerca a mi
hombro, como si quisiera susurrarme algo al oído.
Leo se ha vuelto a poner de pie. Apunta con el arma, pero la baja cuando ve
que Eduard me tiene como rehén. Contra mis hombros, el corazón del soldado
palpita.
—Ponla en el suelo —gruñe.
—El capitaine no podrá interrogar a los muertos —dice Leo, pero la punta del
cuchillo se hunde aún más y yo dejo de respirar.
Con cuidado, muy despacio, Leo hace lo que le piden. El soldado afloja la
presión. Y con mucha cautela, bajo el brazo y busco los dedos del questioneur
que se clavan en mis costillas. Con la mano ensangrentada, trazo el signo de
la vida en la palma de su mano.
Hay un destello azul. Eduard grita mientras se tambalea hacia atrás, con una
convulsión. El sonido atraviesa la noche, me perfora el cráneo, resuena en mis
oídos. Sigue y sigue, como una alarma, como una acusación. Sus ojos se
ponen en blanco, su cuerpo se retuerce, su cabeza se mueve de un lado a otro
fuera de control. Después, todo termina, y el soldado cae.
—¿Qué le ha pasado?
No nos detenemos.
ACTO I,
ESCENA 11
Xavier: Putain.
Los ojos del soldado herido vuelven a cerrarse, pero Xavier necesita un
momento para abrir con el dedo el párpado de esa cara ausente.
Quizás sea una ilusión óptica causada por la oscuridad o por la luna creciente,
quizás el síntoma de un raro veneno selvático, pero el iris se ha vuelto de un
color azul, frío y etéreo.
MANTENERSE FIRME
SEGUNDO ACTO
Capítulo 8
¿Cómo no me di cuenta antes de que Leo era el hijo del general? Tienen la
misma mandíbula, la misma nariz y hasta la misma voz, capaz de hacerse oír
entre la multitud. Pero donde Legarde manda, Leo cautiva. ¿Por qué no me lo
ha dicho? No debería haber confiado en él.
Por otra parte, no nos entregó a su hermano. Avanzamos por la ciudad y nos
alejamos del muelle, de los almacenes, del ejército, y nadie nos persigue, por
ahora.
Actué por instinto: una esperanza y una plegaria… y algo más. ¿Fue venganza
o curiosidad? Nunca antes había puesto un espíritu dentro de un cuerpo con
alma. Algunas personas dicen que eso es la locura, dos almas bajo una misma
piel. Y un n’akela no es un espíritu normal y corriente.
¿Lo volverá loco? ¿Lo matará? ¿O hará algo peor? Ahora soy capaz de
imaginar peores destinos que la muerte. Sin embargo, no nos tocaba morir
esta noche. Una vez más, he salvado a mi familia. Abro el panel, lista para
rechazar la condena de mi madre. Pero cuando mis ojos se adaptan a la
penumbra que hay dentro de la caravana, en lugar de la ira que espero, veo a
mi madre acurrucada contra mi padre como un animal asustado. Mi tensión
se convierte en incertidumbre.
—¿Estáis bien?
No dice nada más a continuación, pero sus ojos brillan con los rayos de luna
que entran por la madera tallada. Hay miedo en ellos, ¿está asustada por mí o
de mí? Durante un instante, me pregunto si me odia.
—¿De qué?
Mi madre solo mira a Leo, que está sentado a mi lado en el banco. Sé que no
responderá. Miro a mi padre en busca de ayuda, pero él solo suspira y hace
un gesto con la cabeza para invitarme a su lado.
Descansar. Al oír esa palabra, relajo los hombros y libero parte de la tensión
que ni siquiera sabía que cargaba. Anhelo el consuelo que hay en el abrazo de
mis padres. Más que eso, anhelo la intimidad de la familia. ¿Cuándo fue la
última vez que la sentí? Hace años, antes del fuego y las almas. Fue durante
el Año del Hambre, el día en que Akra se fue. Mi padre estaba tan furioso que
había ignorado a mi hermano toda la semana, pero ese día lo abrazó y lloró en
su uniforme. Nos abrazamos y recuerdo que sentí sus costillas a través de su
camisa. Estábamos muertos de hambre, pero estábamos juntos.
Ahora, cuando miro a mi madre, pienso que necesita más consuelo del que yo
puedo darle. Niego con la cabeza.
Pero esta carretera conduce al norte, serpenteando por las viejas montañas,
en dirección opuesta a la capital. Si seguimos avanzando en esta dirección,
entraremos en el territorio del Tigre y después a la fuente de todos los ríos,
donde los viejos dragones viven en estanques helados en la caldera de los
volcanes muertos.
Leo me mira, luego se estremece. Sosteniendo las riendas con una mano, saca
un pañuelo del bolsillo delantero.
—Gracias. —Con cuidado, presiono la tela contra la herida. Miro sus nudillos
lastimados; la hinchazón que tiene en el pómulo, justo debajo del ojo; la leve
magulladura que oscurece el puente de su nariz—. ¿Estás bien?
—Debería haber revisado el techo del carro. Debería haber imaginado que
tendría un centinela.
—¿Tu hermano?
Lo que hay en su voz es ira, no confusión. Escuché bien lo que dijo el soldado.
Avanzamos en un silencio más tranquilo. Los vana pasan zumbando alrededor
de mi cabeza y mi cuello. El aire fresco de la noche acaricia mi mejilla, y el
hombro de Leo es tibio contra el mío.
A nuestro alrededor, la selva se vuelve más y más espesa. Las casas elegantes
dan paso a cabañas modestas, que aparecen a lo largo de la colina entre
árboles de plátanos. Luda no tiene muros, así que la ciudad se desvanece
poco a poco. El camino es más irregular aquí, con surcos causados por las
largas lluvias y la poca reparación. Puedo oler el verde, el perfume de las
flores, el toque dulce del agua en el aire. Los pájaros se llaman unos a otros
en la negrura, y los insectos frotan las alas contra las patas para hacer
música. Leo no quita los ojos del camino, aunque tiene la mandíbula apretada.
Cuando al fin habla, lo hace con un hilo de voz.
—¿Qué ocurrió?
—Se unió al ejército, hace tres años. Durante la hambruna, ¿te acuerdas de
esa época?
—No hay lugar para el arroz —dice, y yo asiento, recordando los susurros que
se convirtieron en gritos con el paso de los meses. El arroz es vida, si no hay
lugar para el arroz, no hay lugar para los chakranos. Y mientras los dueños de
las plantaciones se quejaban por la falta de ingresos y porque no podían
comprar vestidos nuevos ni disfrutar de espectáculos, nosotros nos moríamos
de hambre, sin poder pagar el precio de los alimentos, que no dejaba de
aumentar. Ese fue el año en que los rebeldes se organizaron bajo el liderazgo
del Tigre, el año en que quemaron por primera vez una plantación, el año en
que empezaron a hacer la guerra en lugar de causar problemas—. No fue tan
horrible en Luda —agrega Leo—. Pero mucha gente de campo se mudó a la
ciudad. Fue entonces cuando Eve vino a La Perl.
—Es verdad. —Leo suspira—. Supongo que podría estar agradecido de que
solo me hayan desheredado.
—Eso es terrible.
—A decir verdad, la propiedad original del general era… escasa —dice Leo
con un tono insolente que engaña—. Venía de visita una o dos veces al año, en
el mejor de los casos. Cuando la rebelión empeoró, comenzó a preocuparse de
que alguien nos usara en su contra.
—Xavier nunca dijo nada, aunque estoy seguro de que rezó para que
sucediera. Pero recibí una carta de mi… de Theodora poco tiempo después.
—¿Qué decía?
—Algún día, quizás —contesta, pero eso significa que nunca lo hará—. De
todas formas, tengo a las chicas, que son como hermanas para mí. Bueno,
excepto por Cheeky —agrega—. Es pura insolencia y lentejuelas, pero
igualmente la quiero.
Mi oído se aguza al escuchar esa palabra, dicha con tanta franqueza. ¿Es una
manera de hablar de la ciudad o hay algo más entre ellos?
—No soy su tipo. Es fácil darse cuenta por lo descarada que es conmigo. Si
algún día ves que se queda muda, sabrás que ha encontrado al amor de su
vida.
—Ah —digo, con un suspiro teatral y una pequeña punzada de dolor. Pero no
íbamos a quedarnos en Luda—, así que nunca le interesé.
Leo se ríe.
—Muy pocos le interesan. Pero eso no detiene a la mayoría. Por cierto, a las
chicas les encantó el espectáculo. Las vi aplaudir. Lástima que no hubo
tiempo para el bis.
Por lo general, me gustan los elogios, pero el suyo me hace sentir incómoda.
—Tú tocas muy bien. —Hago un gesto con la cabeza en dirección al violín que
está entre sus pies.
—Entre actos.
—Está bien. —Trata de ocultar una sonrisa. Extiende la mano—. Haremos una
buena función.
—¿Hacer qué?
—¡Los títeres, por supuesto! Cheeky estaba convencida de que los sostenéis
con alambres, pero no creo que puedas manipular poleas tú sola. ¿Usas aire
caliente, como el de los globos?
Retiro la mano.
—Secretos de oficio.
Las palabras salen solas de mis labios, una línea aprendida de memoria, pero
no suena convincente. ¿Qué diría él si lo supiera?
—¿Qué pasa?
—¿Por qué?
—Porque sí. —Agarra las riendas y hace que Lani salga de la carretera
principal. El carro entra a un pequeño sendero—. Este también es un secreto
de oficio.
La selva se cierra sobre el camino y, a través del verdor, puedo ver luces que
brillan. ¿Almas? No, una pequeña cabaña techada con hojas de palma, oculta
en un claro. La luz de la luna reluce sobre un huerto y sobre una choza
cercana, casi tan grande como la cabaña. Un refugio para cabras o cerdos, tal
vez.
—Un secreto no muy bien guardado —le digo, pero Leo sonríe mientras hace
que Lani se detenga.
—¡Daiyu! —grita Leo, y la saluda desde el asiento del carro; ella lo mira
entrecerrando los ojos en la oscuridad. Agrega—: Soy yo, Leo.
—Todavía no.
Intento ocultar mi sonrisa, pero Leo me guiña un ojo mientras cuelga el farol
en los aleros del carro.
—Estaba hablando de mí, Leo —responde riéndose mientras abre las puertas.
Pero en lugar de un corral y olor a cabras, una ráfaga fría sale de la negrura
interior. Hay un amplio túnel que se adentra en la oscuridad. Los espíritus
brillan entre las raíces retorcidas en las paredes de tierra.
—Ya te lo he dicho, un camino secreto. —Leo agita las riendas, y Lani entra al
túnel con paso indeciso—. El Souterrain.
—La música no paga todas las cuentas —dice con una sonrisa encantadora—.
¿Y qué hay de ti, Jetta? ¿Qué eres?
—Una artista del teatro de sombras, nada más —respondo, pero se me rompe
la voz al pronunciar las palabras.
ESCENA 13
Xavier: Vang.
Xavier agacha la cabeza y pone su cara frente al del joven soldado. Intenta
llamar su atención, que se concentre.
Xavier: ¿Cuántos?
Vang: No, señor. Pero ¿quién más puede ser? Probablemente, hayan
regresado con las armas que robaron. ¡Están tratando de matarnos a todos!
Pero cuando los dos soldados recobran el aliento detrás de las tiendas, una
bala atraviesa el lienzo. Sin decir una palabra, Vang cae de bruces sobre el
campo polvoriento. El corazón de Xavier retumba al galope, y su propia
respiración comienza a acelerarse. Las tiendas no sirven de protección. Su
mano se dirige hacia el colgante de su cuello, pero ahora su plegaria cambia y
comienza a susurrarle a otro dios.
Xavier: ¡Eduard!
Sus dedos buscan a tientas el colgante dorado que lleva en el cuello, pero su
mano se detiene a medio camino sobre el pecho. Su siguiente susurro no es
una plegaria, sino una maldición.
Xavier: Nécromancien.
Capítulo 9
La luz de luna nos sigue hasta el interior del túnel, pero se detiene a unos
pasos de la entrada. Después, Daiyu cierra las puertas a nuestras espaldas, y
toda la luz del mundo parece reducirse al farol que se balancea en el alero.
Mis ojos se adaptan poco a poco. No hay muchos espíritus aquí, así que nos
movemos a través de la larga oscuridad como una estrella que cae a la deriva
por un vacío sin fin.
El silencio que hay entre Leo y yo es aún más profundo. Yo sabía que él tenía
contactos en el mercado negro; nosotros también los tenemos en nuestro
pequeño valle. Siempre se necesitaba algo, un poco de acero para reparar el
arado, un poco de colorante para teñir los vestidos de boda. Y muchas de las
mansiones de las fincas están iluminadas a todas horas por lámparas de
queroseno y las fiestas extravagantes de sus propietarios rebosan de bebidas
racionadas. Comprar contrabando es una cosa, realizar contrabando es otra.
—¿No? —Sigue mi mirada hasta el violín—. Tal vez voy a buscar fama y
fortuna.
—No.
—¿Estás mintiendo?
—Sí.
Él sonríe.
—Un violín.
Con menos certezas, alzo el estuche y lo pongo sobre mi regazo. Está tallado
en caoba y tiene un broche de latón descolorido. Levanto el broche y abro la
tapa. El violín brilla con la luz tenue, sobre una cama de terciopelo rojo.
—En la tapa, hay una ranura para guardar el arco y un poco de colofonia,
envuelta en el pañuelo que está allí. Y hay partituras debajo. Ten cuidado, por
favor, tiene mucho valor para mí.
—Mi madre.
—Es cierto.
—Me dijeron que hay un manantial en Aquitan —digo, por fin, despacio,
comprobando qué se siente al decir la verdad—, en las afueras de Lephare. Le
Roi Fou viaja allí todos los meses para beber el agua.
—Pero no todas las enfermedades —explica—. Le Roi Fou está loco, se supone
que Les Chanceux cura la locura.
—Eso dicen.
Abro la boca para dar una respuesta. Es una sola palabra, debería ser fácil de
pronunciar, pero no sale de mi garganta.
—Así es.
—¿Comida?
—Bueno, con todas las cosas que estoy pasando de contrabando en el estuche
del violín, no me quedó espacio para el arroz.
—¿Cuánto comes?
—No importa, soy un hombre generoso. No hay mercados, pero hay alimento
más adelante.
Arrugo la nariz. ¿Alimento, bajo la tierra? Recuerdo las larvas blancas, los
gusanos rojos, los escarabajos negros: nuestra dieta principal durante el Año
del Hambre. Pero mi especulación se convierte en curiosidad cuando veo una
luz a lo lejos, distante pero cada vez más fuerte. Estoy a punto de
preguntárselo a Leo. Pero ¿no diría algo si él también pudiera verla? Además,
ya he hecho dos preguntas. Hacer tres sería tentar a la suerte. Y cuando veo
que la luz se arremolina, me alegro de haber mantenido la boca cerrada.
—Solía serlo —dice Leo sin darle mayor importancia, mientras hace que Lani
se detenga. Desciende del asiento, casi sin mirar a su alrededor—. Ven.
Agarra el farol del alero y se dirige hacia una escalera ascendente. Un poco
de luz de luna se derrama desde arriba, casi eclipsada por la luz de los
muertos. Puedo ver a la perfección sin el farol, y parte de mí quiere quedarse
y esperar en lo que para Leo es una negrura casi total. Hasta podría revisar el
estuche de su violín mientras tanto y ver si he pasado algo por alto. Pero la
atracción del templo es más fuerte. Tal vez sea mi mejor oportunidad de ver
uno, tal vez incluso la única. Me muerdo el interior de la mejilla y espío por la
madera tallada: dentro de la caravana, mis padres están profundamente
dormidos. Le doy las gracias al dios que solía honrar este templo, sea cual
sea.
—¿Leo?
—¿Qué?
—Espérame.
Había hombres y mujeres en nuestra aldea que sin duda habían sido monjes.
Después se hicieron parteras, o profesores, o sanadores, o se dedicaron a
lavar a los muertos. Jamás lo admitieron, pero se notaba en sus ropas:
camisas con cuello alto y mangas largas, incluso en los días más calurosos,
porque los monjes se tatuaban sus pecados en la espalda, para cargar con el
peso.
Unos meses después de que empezara a ver almas, reuní coraje y un montón
de plátanos y fui a hablar con la tía Rael. No era mi tía, en realidad, sino una
mujer tranquila y nerviosa que enseñaba a leer y escribir, y siempre tenía
manchas de tinta de mora en los bordes de sus mangas.
—¿Eras monja? —le susurré mientras ponía la fruta en sus manos—. ¿Conoces
a los espíritus?
Yo estaba cerca y la escuché quedarse sin aliento, pero ella hizo como si no
me hubiera escuchado. Solo puso los plátanos sobre la mesa y me dijo que me
fuera, mientras tiraba de los bordes rosados de sus puños. «Jamás hay que
mostrarlo, jamás hay que explicarlo».
De todas maneras, los edictos oficiales nunca podrán desterrar a las almas.
¡Hay tantas aquí! Vana, que giran con la brisa; arvana, que vuelan en círculos
entre pilares rotos y escombros negros; y akela, que van a la deriva bajo la luz
plateada de la luna, a través de los arcos caídos.
Lo miro de reojo.
—¿El qué?
—Las esculturas.
Miro a mi alrededor, pero somos las únicas almas vivientes que veo. A mi
lado, Leo suspira, sacudiendo la cabeza ante la pila de fruta.
—A veces me pregunto por qué la gente cree en dioses que no parecen creer
en nosotros.
—Creo en la familia —dice en voz baja—. Pero mi familia tampoco cree en mí.
Me muevo, incómoda.
—Anuda las mangas alrededor de tu cuello para formar una bolsa. —Se pone
la chaqueta de nuevo sobre el pecho desnudo. Sus músculos se flexionan a la
luz de las almas, y un pensamiento hierve, sin invitación ni bienvenida: ¿cómo
se sentiría su piel contra la mía?
—¿Qué?
Me quita la camisa y anuda las mangas. Después saca una naranja madura del
pedestal y la coloca en la bolsa improvisada.
—¡Leo! —exclamo.
—La gente trae comida cada día. —Reúne más frutas: mangos, plátanos,
incluso algunos rambutanes, y los mete en la camisa—. Se pudrirán si las
dejamos.
—¿No es raro? —Leo arranca un rambután rojo del montón y me lo ofrece con
una sonrisa—. Si los que tienen hambre son los vivos…
—Jetta…
—¿Qué?
La palabra es apenas un susurro a través de mis labios entreabiertos, pero él
está lo bastante cerca para escucharla, casi lo bastante cerca para saborearla.
Casi, pero solo se queda allí, inmóvil.
—Estaba pensando… —Mira hacia abajo, evitando mis ojos—. Lo que dijiste
antes, sobre Les Chanceux…
—No es contagioso —digo con amargura, pero ahora parece que suplico por
afecto. Me alejo de él, pero vuelve a sujetar mi mano.
Lleva un sarong rojo, que deja ver la espalda desnuda. Las almas arrojan luz
sobre los tatuajes de sus hombros. Es una monja, y no tiene vergüenza de
serlo. ¿Cómo ha conseguido acercarse tan silenciosamente? Tengo el corazón
en la garganta, pero ella solo inclina la cabeza.
En su voz, hay más calma que en mi interior. Pero él tiene la bolsa de fruta en
la mano izquierda y la mano derecha cerca del arma.
—No te estaba preguntando a ti. —Se vuelve hacia mí, con ojos negros e
insondables—. Los muertos están en camino, lailee. Nos has enviado muchos.
¿Nos ayudarás a bendecirlos?
—¿Qué muertos?
Pero en el vientre del templo no están más que la caravana y las almas, y mi
madre no puede verlas. Ella golpea la puerta trasera. Con un peso en el
corazón, levanto el pestillo y ella sale del interior, furiosa.
Ella lo sujeta del brazo, pero él la lleva adentro. Mi madre cruza la puerta y yo
la sigo, sabiendo que no debo discutir. Mi padre cierra la puerta detrás de
nosotros y se dirige al banco, mientras Leo se apresura a seguirlo. Su voz se
desliza a través de la madera.
Pero él sabe bastante, ¿no? Una loca, fuera de control. ¿Y qué más? ¿Qué
podría haber visto la monja con solo mirarme? ¿O su voz ha sido solo otra
alucinación?
El incidente en Luda
No sé qué hora es cuando despierto. Tal vez hayan pasado horas, tal vez días.
La caravana sigue traqueteando a través de los túneles, la oscuridad todavía
pasa a través de la madera tallada. Mis padres han intercambiado lugares,
pero todo lo demás continúa igual.
—El chico me dijo que os detuvisteis a buscar provisiones. —Él hace una
mueca, la misma que debo haber hecho yo cuando Leo propuso robar la fruta
de las ofrendas—. Pero tú sabes bien que los templos están prohibidos.
—Entonces, ¿por qué había tantas ofrendas? —pregunto sin pensar, pero
quiero saber la respuesta—. Leo dijo que la gente los visita todos los días.
—Papa.
—Es bueno que nos marchemos —dice mi padre con firmeza, aunque haya
tristeza en su voz. Siempre hay tristeza cuando habla de irse. Recorre con los
dedos el telón desplegado a un lado de la caravana, el lugar donde el agujero
de la bala ha roto la gasa—. Este sitio no es seguro.
—Ah, ¿quién sabe? —Él deja caer su mano y se encoge de hombros—. Antes
no estaba del todo mal.
Parpadeo, desconcertada. Mi tío solía hablar de esa manera, pero nunca había
escuchado a mi padre decir cosas así.
—Odia a Le Trépas.
Sigo con los ojos cerrados, pero veo la historia que me cuenta como sombras
en un telón. Los niños que plantan arroz en el agua, los monjes con sus
túnicas color azafrán enrolladas en los cinturones para que no se mojen.
9 de Août de 1874
Lieutenant:
Me dijeron que se dirige hacia el sudeste, hacia Dar Som. ¿Qué lo ha llevado
allí? He instruido al mensajero para que espere su respuesta.
10 de Août de 1874
Capitaine:
Pique
Capítulo 11
Los túneles avanzan sin fin, oscuros y tortuosos. Pierdo horas mirando a
través de la madera tallada. Aquí, el túnel se bifurca; allí se abren cuevas
como bostezos en las paredes de roca, que se pierden en las sombras o, a
veces, dejan ver una luz lejana. Pasamos riachuelos resplandecientes como
corrientes de estrellas, donde pequeños peces y sus vana mordisquean algas
negras. Otras veces, escucho las salpicaduras de cascadas distantes en la
profunda penumbra de amplias cavernas. Dos veces nos encontramos con
otras personas, otros contrabandistas, que viajan en sentido contrario. Pasan
murmurando saludos y lanzando miradas furtivas, igual que nosotros.
Creo que es mejor que no, estoy demasiado cansada para hacer preguntas,
demasiado cansada para arriesgarme a despertar la ira que podría provocar.
Mi madre siempre me ha repetido: «Jamás hay que mostrarlo, jamás hay que
explicarlo». Pero ahora entiendo que había otra lección: Jamás hay que
preguntar.
12 de Août de 1874
Lieutenant:
El tiempo pasa a otra velocidad bajo tierra. Aquí no puedo contar los días.
Nos hemos detenido a comer varias veces, aunque no recuerdo con exactitud
cuántas, ni qué hemos comido. Tampoco, si he comido. Pero no importa, no
tengo hambre.
Los escalofríos persisten en la piel como si una araña trepara por mi nuca. Al
menos, ya no oigo la voz de la monja. ¿Fue real?
Lieutenant Armand Pique
14 de Août de 1874
Capitaine:
Las armas encontradas eran machetes, del tipo que suelen usar los rebeldes
cuando no pueden robar armas de fuego. Pero tenga la seguridad de que
continuaremos buscando los rifles robados.
Pique
Capitaine Xavier Legarde
16 de Août de 1874
Lieutenant:
Los machetes son armas comunes entre los rebeldes porque también son
herramientas comunes entre los habitantes de la selva, como usted bien sabe.
17 de Août de 1874
Capitaine:
Pique
Capítulo 13
al lieutenant Pique
19 de Août de 1874
Esta carta nunca fue entregada, pero más tarde apareció sobre el cuerpo del
teniente Hyo, en una tumba poco profunda, a las afueras de Dar Som. La
compañía B jamás regresó a Luda.
ACTO 2,
ESCENA 19
Papa: ¿Y?
Papa se encoge de hombros. Maman le ofrece el cuenco que tiene entre las
manos, todavía lleno de arroz y verduras, pero él responde que no con la
cabeza.
Maman se sienta en los escalones del carro y comienza a comer con desgana.
Leo sigue observándola. Después de algunos bocados, deja la cuchara con
expresión exasperada y le ofrece el cuenco una vez más. Avergonzado, Leo
vuelve a sujetar su violín.
Leo: Ella me contó la razón por la que van a Aquitan. Me habló de Les
Chanceux. Creo que es sabio y valiente de su parte. Ojalá hubiera
podido llevar a mi madre allí.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, noto algo diferente, aunque al principio no sé
bien qué es.
¿La luz? ¿El lugar? No, seguimos en el Souterrain, y tal vez nunca salgamos
de aquí. Estoy sola en la caravana, pero tampoco es eso.
Yo me siento diferente.
Estiro las piernas, aprieto los puños. De repente, necesito encontrar algo que
hacer. Miro alrededor y lo encuentro enseguida. El lugar es un desastre, y yo
también.
Arrojo las cosas sucias a un rincón. Aterrizan encima de mis otros vestidos
arruinados, uno hecho jirones, otro ensangrentado. Me arrodillo junto a la
cesta, recorro la tela con las manos, levanto las faldas para mirarlas desde
distintos ángulos, analizando qué podría hacer con los restos, cómo podría
darles una vida nueva. Este retazo podría convertirse en el ala de seda de un
pájaro; estos volantes podrían usarse para decorar otra falda. Mis dedos
echan de menos las tijeras, el constante desafío de la aguja y el hilo. Claro
que tendré que lavar los vestidos primero. Con un suspiro, los guardo de
nuevo en la cesta para volver a buscarlos más tarde.
Me lo dio el día que se fue de Lak Na. Todavía lo uso para encender las
lámparas antes de las funciones: es una manera de mantenerlo vivo. Froto el
acero abollado con el pulgar mientras los vana entran por la madera tallada,
atraídos por el arroz negro. Después, abro la tapa y lo enciendo. Acerco la
pequeña llama que brota de la mecha al papel. En un remolino de fuego y
cenizas, se libera el alma de la gatita.
Se queda cerca de mis pies un momento, como aturdida. Luego, mueve la cola
y comienza a perseguir al espíritu de una mosca.
Mientras recorre la caravana, recojo los granos de arroz y los vuelvo a poner
en el saco, seguidos por el incienso y el mechero. Termino de barrer mientras
el alma de la gatita ataca la escoba como si fuera una presa. Ahora recuerdo
por qué la encerré en el cartel. Pero seguramente se aburrirá pronto. Y, si no,
serán solo tres días.
¿Qué queda? El suelo está limpio, las estanterías, alineadas: filas y filas de
fantouches envueltos en arpillera. Todos menos uno, que sigue incompleto. Mi
mirada se dirige hacia él, como si buscara el rostro de un viejo amigo en la
multitud: mi dragón.
Estiro los dedos y una sonrisa brota de mis labios cuando pienso en todo lo
que he creado. He estado trabajando en él de forma intermitente durante casi
dos años, desde que nuestro viejo dragón se quemó en el incendio. Cuando
esté listo, será una obra maestra. ¿Es este el momento de terminarlo? Mejor
ahora que después. Al fin y al cabo, si Aquitan tiene dioses diferentes, puede
que las almas también sean diferentes. Y el dragón es muy grande, así que no
podré manejarlo sin ayuda: tiene el doble de mi altura, y está cortado y cosido
a mano con el cuero de un búfalo de agua. Raspé cada escama hasta volverla
translúcida y coloreé una por una con oro y carmín. Tallé los dientes en un
hueso de vaca. Pinté la piel con dos botes de quermes rojo y una de azafrán,
junto con unos pocos gramos de oro molido para darle brillo. Pero el alma no
es lo único que le falta a este fantouche. También faltan los remaches para
unir todas las partes. Tenía la esperanza de encontrar algunos en el camino,
pero últimamente el cobre escasea más que los espíritus. En la batalla entre
la guerra y el arte, la guerra tiene mejores armas, y el ejército necesita sus
balas.
—… otros tres días a la capital. Deberíamos llegar con tiempo de sobra para
la coronación. Podríamos conseguir un poco de dinero, si quieren montar una
obra.
Él suena muy animado, y su voz es más clara de lo que recuerdo. Hay un
crujido y, de repente, una luz. Los rayos del sol me ciegan después de tanto
tiempo en la oscuridad, incluso a través de la madera tallada. Levanto la
palma para tapar el resplandor y entonces me maravillo del brillo escarlata
que cubre la delgada piel de mi mano.
La caravana avanza y entra una brisa fresca que trae un toque de verdor y
olor a lluvia. Mis oídos parecen pétalos mientras captan el ligero golpeteo de
las gotas en el techo. Estamos de vuelta en la superficie, en el reino de los
vivos.
La única respuesta es el sonido de los pájaros y del viento entre las hojas.
Dejo lo que estoy haciendo y voy hasta la puerta de la caravana. El picaporte
de la puerta parece raro entre mis dedos. Pero, cuando abro, veo un claro
familiar: una cabaña, un huerto, una arboleda de ojos de dragón con hojas
verdes y brillantes que relucen con la lluvia, mientras la última llamarada del
sol atraviesa las nubes.
La Fête des Ombres siempre marcaba el final de la estación seca, cuando las
lluvias como estas, que caen ligeras del cielo soleado, nos acompañaban de
vuelta a casa hasta Lak Na. ¿Lloverá en la aldea también? Mientras dejo que
las gotas me besen las mejillas, el alma de la gatita baja de la caravana para
acechar la hierba que está fuera de la cabaña. Espero que Daiyu abra la
puerta y se acerque tambaleándose a nosotros con su sarong desteñido y su
humor ácido. Pero estamos solos. Nadie responde a la llamada de Leo. Se
mete en la cabaña y regresa poco después, sacudiendo la cabeza.
—Tú también.
Leo se encoge de hombros, con falsa indiferencia, pero puedo ver la pequeña
arruga de preocupación que se forma entre sus cejas.
Mi padre asiente, pero analiza los árboles, la cabaña, el claro lleno de rocío.
—D’accord, Maman.
Me mira con esa expresión que detesto, como si tuviera miedo de herirme con
sus palabras.
Pero se me hace agua la boca con solo pensar en la comida y lo único que
hago es asentir. Ella lleva la olla negra hasta el manantial que está detrás de
la casa, mientras mi padre le quita el arnés a Lani y la conduce a una zona
donde la hierba es espesa. Me detengo en la parte trasera del carro, fuera de
tono con el mundo. Siento las piernas temblorosas y la piel demasiado frágil,
como si el aire exterior tuviese una textura que me disgusta. La lluvia se
adhiere a mis hombros, el aire es muy húmedo. Y Leo todavía está de pie allí
en la hierba, mirándome. Un rubor me sube por el cuello cuando recuerdo
nuestra última conversación: su rechazo, su mención de mi malheur.
—¿De verdad?
Las coloco debajo del alero, sobre el escalón de atrás. Con un dedo recorre la
curva de una escama. Después, levanta una sección y la coloca contra la luz
para que la llama del sol poniente se encienda roja a través de la piel fina.
—Es hermoso.
Mientras el arroz se cocina, Leo sale una vez más y regresa con una botella
de vino de arroz cubierta con tierra, almacenada bajo la cabaña. Rompe el
lacre y levanta la botella por el cuello.
—Por las personas que no están aquí —da un largo trago y silba antes de
pasarle la botella a mi padre— y todo lo que dejaron atrás.
—Por las personas que echamos de menos —dice él. Luego, bebe y pasa la
botella.
—Nuriya trabajó en La Perl hace años. Das era un cortador de caña que
siempre venía a verla. Mi madre les consiguió un lugar aquí cuando se enteró
de que Nuriya estaba embarazada. La Perl no es un buen lugar para criar a
un niño —dice mientras esboza una leve sonrisa y se señala.
Una sonrisa aparece poco a poco en mi cara. Este es el ritmo que me perdí, y
anhelo más la compañía de mi familia que el arroz de coco.
Pataleo, muerdo, mis dedos son garras, mi boca son fauces. Soy un animal
violento, que prueba la sangre. El hombre maldice y arranca su mano de
entre mis dientes. Durante un momento, logro respirar de nuevo, y mi
respiración superficial se convierte en un grito. Pero es breve, porque el
hombre ahoga sus propios insultos y vuelve a cubrirme la boca con su mano.
Las luces de la cabaña desaparecen rápidamente mientras me lleva a rastras
hacia la espesura.
Pero no me detengo hasta que aparece otro hombre, con un arma que reluce
bajo la luz débil e irregular de la luna. En cuanto la veo, me quedo quieta. Lo
primero que pienso es que los soldados me han encontrado. Lo segundo, es
que estos hombres no son soldados.
Los dos visten uniformes verdes, pero están sucios y desaliñados: tienen
manchas y arrugas, y los botones del cuello están abiertos. Llevan la barba
crecida, algo que el ejército nunca permitiría, y el hombre que tengo delante
usa sandalias de cuero en lugar de botas. ¿Serán desertores o ladrones de
tumbas, profanadores de los muertos? No sé qué es peor, ni si tiene
importancia.
—Sé que viste el carro —le dice a su amigo—. Una caravana de madera
tallada, tal como dijo el lieutenant. Y una chica chakrana buscada para un
interrogatorio.
—Te están buscando, niña. ¡Tu carro está descrito a la perfección! Y creo que
el lieutenant perdonará nuestra breve ausencia si regresamos con regalos.
—Ahora estoy seguro de que estás mintiendo —dice entre dientes—. Nadie
salió con vida de Dar Som.
—¿Có… cómo? —Hay lágrimas en mis ojos y lo miro a través de una bruma de
dolor. Pequeñas almas flotan entre nosotros en la brisa nocturna—. ¿Qué ha
ocurrido en Dar Som?
Después, pone su mano sobre mis labios y los dos hombres se quedan
callados. La escucho en la oscuridad, a la distancia. Es la voz de Leo, que me
llama. Comienzo a luchar de nuevo e intento contestar, pero Jian me da un
puñetazo en la sien y una lluvia de estrellas poco a poco se funde en negro.
Con mucho dolor, uso los nudillos para ponerme de rodillas, lenta, muy
lentamente. Una oleada de náuseas me recorre: aprieto los labios y respiro
hondo por la nariz una y otra vez para evitar las arcadas. Brotan gotas frías
de sudor en mi frente, pero al final la sensación pasa y por fin puedo mirar la
habitación.
Estoy en el suelo de tierra compacta de una cabaña vacía. No, no está vacía,
está abandonada. A diferencia de los contrabandistas, los habitantes dejaron
este lugar a toda prisa, sin poder o querer detenerse a guardar sus escasas
pertenencias. Una fina alfombra tejida hace las veces de una cama humilde.
Una flor de orquídea descolorida se marchita en un vaso de piedra poco
profundo, el agua ya oscurecida por las algas. Todavía se apilan cuencos de
cáscara de coco en un estante de bambú desvencijado, junto con una olla de
metal, un objeto de lujo para una familia pobre. No la habrían dejado atrás si
hubieran podido elegir. Me invade la tristeza cuando vuelvo a mirar el akela.
Quizás no llegaron muy lejos.
Todos decían que les temían a los humanos, pero vi los restos de la carroña:
las tumbas abiertas, los cadáveres desgarrados, y ese año yo comencé a
temerles a ellos. Los aullidos se desvanecen, pero el miedo permanece, oculto
bajo mi lengua como una serpiente debajo de una piedra. Van adonde hay
muerte. Miro una vez más al akela que está en el rincón, pero no me presta
atención. Y, enseguida, oigo risas en el exterior, las voces de los soldados,
mucho más cerca que los ke’cherk.
Es la voz de Sandalias.
Poco a poco, en silencio, voy de rodillas hasta la puerta y espío por la estera
de cañas tejidas. Por debajo, puedo distinguir el baile alegre de una fogata y a
uno de los hombres… Sandalias, tal vez, aunque solo llego a ver su espalda.
Busco otra manera de salir de la choza. Las ventanas son pequeñas y altas, y
están cerca del techo para dejar salir el calor, pero esta no era una familia
rica. Las paredes no son de bambú, sino de paja.
La quemaré más tarde, cuando esté a salvo junto a mis padres, al calor de
nuestra fogata.
Miro a través de la puerta por última vez para asegurarme de que los
soldados todavía están allí, me arrastro hasta la pared opuesta y atravieso las
hojas de palma con las manos. Hacen ruido y me paralizo de nuevo; mi
corazón se acelera, pero los soldados no se mueven. Más despacio, deslizo los
brazos a través de las hojas secas, para que el crujido se confunda con el
crepitar del fuego. Los bordes de las hojas son afilados como navajas y abren
pequeños surcos de sangre en mi piel desnuda, pero avanzo. Agacho la
cabeza, giro los hombros, con lentitud y constancia, mientras se aproximan
los arvana.
Mis manos se apoyan sobre el terreno lleno de baches que está detrás de la
choza, y frente a mis ojos se extienden los restos de una aldea hecha cenizas.
El humo que olí no venía de la fogata de la cocina, sino de los restos de las
casas quemadas. Estoy en una de las pocas que siguen en pie. El carbón sigue
brillando en mitad de los armazones deshechos: corazones que aún palpitan
en las costillas rotas. Espirales de humo cuelgan en el aire como recuerdos y,
dondequiera que mire, hay columnas de fuego frío: n’akela. Aquí la gente
murió con dolor.
Sé que estoy en Dar Som sin que me lo digan.
Pero ¿por qué? Siento ira. No todos eran rebeldes, hasta Sandalias lo sabía. El
espíritu con su muñeca de trapo, la orquídea en el cuenco: aquí vivían familias
como la mía. Y la expresión de Jian, con su sonrisa burlona, vuelve a mi
memoria: Nadie salió con vida. Mientras aprieto los puños contra la tierra
rocosa, los n’akela se acercan, como si oyeran mis pensamientos, como si
supieran que estoy tentada de ayudarlos a buscar venganza.
Después, un disparo atraviesa el aire como un latigazo: una, dos, tres veces.
Contengo un grito, pero los ruidos vienen de la selva, al otro lado de la
cabaña. No suenan cerca de mí. Uno de los soldados grita: creo que es
Sandalias.
Dudo. ¿Quién está afuera? ¿Serán rebeldes, será el ejército? ¿Corro más
peligro afuera o adentro? No quiero quedar en medio del fuego cruzado en la
oscuridad. Lucho por salir, pero he esperado demasiado. Mientras me abro
paso hacia el exterior, una mano sale de la cabaña y me atrapa por el tobillo.
Escucho a Sandalias maldecir. Trata de tirar de mí hacia el interior, pero no
logra sujetarme bien y su mano se resbala con sudor o sangre.
Frenética, le doy una patada a través de las paredes de paja. Las hojas cortan
la piel de mi talón cuando le pateo el hombro, la cabeza, la mandíbula. Un
gruñido sordo, y soy libre. Me pongo de pie y corro hacia la selva, pero
enseguida me encuentro frente a Jian, que aparece por un lado de la choza.
Él se ríe.
—¿Con qué?
No digo «Con mi sangre y mis manos, con las almas de los muertos y los
condenados», pero el recuerdo de nuestra huida de La Perl, de los gritos de
Eduard, todavía resuenan en mi cabeza. Entonces arranco la cuerda de mi
muñeca y la lanzo por encima del hombro. El vana se retuerce dentro de la
fibra y se enrosca alrededor del cuello de Jian.
Las manos del soldado vuelan a su garganta, y yo soy libre. Se tambalea hacia
los lados y cae contra la pared de la cabaña. Sus ojos parecen explotar
mientras lucha por respirar. Palpa la suave piel de su cuello mientras cae de
rodillas. Se me llena el pecho de un sentimiento conocido pero distante, como
el aplauso que llega después de una función, como la emoción de sentir que
todos los ojos me miran. Es la sensación de poder.
—Ya basta —le susurro al espíritu en la cuerda; y así, como si nada, se deja
caer.
—¿Jetta?
—¡Leo!
Miro detrás de él, hacia los árboles, pero solo veo a los n’akela que se alejan.
El espectáculo ha terminado.
—Un dolor de cabeza, nada más —digo—. Iban a llevarme con su lieutenant.
Dijeron que me buscaban para interrogarme, que hay una recherche.
Leo frunce el ceño y pasa por mi lado; por el rabillo del ojo, lo veo agachado
al lado del cuerpo tendido de Jian. Revisa los bolsillos del muerto y saca
algunas cosas, unos cigarrillos, un pedazo de papel arrugado. Entonces otro
aullido atraviesa la noche, mucho más cerca.
—La recherche que mencionaste. —Él me mira, casi vacilante—. Hay una
descripción de ti y de la caravana.
Mi corazón late con fuerza y empujo a Leo hacia los árboles. Nos adentramos
en la selva por un sendero cubierto de lodo. Leo está pálido y presiona la
chaqueta sobre la herida, tratando de detener el sangrado. Otro aullido
recorre el aire, pero, como estamos rodeados por la vegetación espesa, no
logro saber si viene de más adelante o de atrás. Me detengo para orientarme,
pero Leo sigue caminando. Está a unos pocos pasos de distancia cuando lo
oigo gritar.
—¡Leo!
Leo lucha por subir el barranco, aferrándose a las raíces blancas que
atraviesan la tierra recién excavada. Tiene los ojos bien abiertos y los
hombros ensangrentados, pero está vivo. En el fondo de la zanja, hay un
cuerpo. Y luego otro, y otro más, todos amontonados como cañas de azúcar:
son hombres y mujeres, niños e incluso bebés. La aldea entera se hunde en la
ciénaga, en el lodo de los muertos.
Capítulo 16
Tantas muertes. Yo sabía que sucedían cosas así, conocía las historias. Los
rebeldes atacan, el ejército toma represalias y luego todo comienza otra vez:
sangre en la selva. Pero esta no es una historia, y estos no son rebeldes. No
puedo borrar las imágenes de mi mente, las espaldas rotas y los brazos
ensangrentados, la cabellera de una niña en su cráneo de porcelana
destrozado.
Debería haber matado a Jian con mis propias manos. A Sandalias también.
La ira es una llama que arde en mi interior, pero no hay nada que pueda
hacer ahora. Leo y yo avanzamos a tropezones entre los árboles y nos
alejamos de Dar Som, aunque el olor de la masacre me persigue y puede que
nunca desaparezca. Me olvido de rastrear destellos de pelaje blanco y
escamas plateadas entre las sombras, de buscar ojos verdes que brillan en la
oscuridad. Pero cuando vuelvo a oír el aullido de los ke’cherk, suena más
distante. Van donde el dios de la muerte los atrae como almas a su lámpara.
Tiemblo mientras camino, pero me digo a mí misma que es solo por el aire
frío de la noche. Nos abrimos paso entre la selva y, cuando oscurece, la luz de
la luna apenas logra pasar a través de la espesa vegetación. Pero los espíritus
relucen y, donde Leo vacila, yo guío. Mientras seguía a los soldados, ató tiras
de tela blanca a las ramas, que fue arrancando de la cola de su camisa.
—Sí —le digo, sin fuerzas. Él se reclina contra un árbol, aliviado o agotado—.
¿Y tú?
—Déjame ver.
Vuelve a recostar la cabeza contra el árbol y sus ojos se cierran poco a poco.
Mientras aparto el forro empapado de sangre de su chaqueta, inspecciono la
herida a la luz de las almas. Es un corte profundo, justo debajo de la clavícula:
piel pálida, carne roja.
—Vas a necesitar puntos de sutura —le digo, pero él solo asiente. Su chaqueta
está sucia, hace días que no se lava—. La infección es el peligro más grave.
—No hay mucho que pueda hacer aquí —responde con seriedad, pero frunzo
el ceño, y miro los árboles. Debajo de las hojas, las almas se arremolinan y
bailan. Hay una nube de vana zumbando entre las bromelias y el espíritu de
un gimnuro merodea cerca de una fruta caída. Con su resplandor, iluminan
las hojas en forma de corazón del betel, que se arrastran por la tierra.
—Tienes que hacer una pasta con las hojas —le digo despacio, pero su mirada
está en blanco—. Mastícalas un rato.
—Ah, ya entiendo. —Leo hace una mueca y se mete las hojas en la boca—.
Sabes, me gusta más nuestra manera de hacerlo.
—¿Cómo sería?
—Con alcohol.
—La próxima vez, asegúrate de que te rescate una bailarina —le digo con
arrogancia, y él ríe mientras mastica.
Las hojas son un buen antiséptico y un analgésico natural. Pero ¿qué usar
para el vendaje? Meto mi mano en su bolsillo delantero, donde lo vi guardar
un pañuelo. ¿Fue hace unos pocos días? Sigue ahí, pero está empapado, y la
tela deja entrever el brillo de la plata.
—¿Qué haces?
—Busco algo para cubrir la herida —le digo, pero él cierra la chaqueta y
oculta la pitillera que todavía guarda en el bolsillo.
—Puede esperar.
Quiero preguntarle qué ocurre, por qué me mira como si tuviera miedo de
que le robara. Pero hay dolor en sus ojos y es más profundo que el corte en su
pecho. Decido no insistir. Arrojo el pañuelo y me quito el cinturón de tela del
sarong, que está apenas sucio.
—No. ¿Sabes lo que parece una broma? Que los aquitanos crean que los
insectos son un manjar para nosotros. Ahora quítate la chaqueta —agrego—.
Necesito amarrar la tela sobre tu hombro.
—Mi madre no era una mujer muy tradicional —dice en voz baja. Después
suspira y se encoge de hombros—. Pero aprendí otras lecciones.
Mis manos se paralizan y no es solo por el tono en su voz. Tal vez no lo habría
notado sin la luz de las almas, pero tiene un dibujo en la espalda, justo sobre
el omóplato izquierdo. No es nada elaborado, tan solo una línea y un punto, el
símbolo de la vida, en tinta azul. Pero me deja sin aliento.
—Los tatuajes son para los monjes. —Doy un paso atrás, confundida, pero él
se da vuelta, rápidamente, para esconderlo.
—¿Es la vida tu pecado, Leo? —le pregunto sin pensar, y veo la respuesta en
su cara. Pero él vuelve a cerrarse la chaqueta.
—¿Qué?
—La recherche decía «un hombre moitié». Pero Xavier me vio conduciendo la
caravana. Mi hermano —me explica mientras lo miro sin comprender—, el
capitaine. No menciona mi nombre.
—Hay pocas cosas que le importan más que hacer lo correcto. El apellido es
una de ellas, y eso es lo que quiere proteger.
—Ah. —¿Qué más puedo decir? Lo miro a los ojos, su cara pálida, la herida
vendada que sigue sangrando. Me preocupa—. Deberíamos regresar.
Apenas pasa una hora hasta que vemos la choza de los contrabandistas bajo la
luz iridiscente y rosada del amanecer. Cuando veo el claro a través de los
árboles, se me escapan lágrimas de los ojos: lo único que quiero hacer es
entrar y dormir. Pero, de pie bajo las hojas de oreja de elefante, respiro hondo
y dudo.
—D’accord —dice en voz baja—. Pero estoy seguro de que se darán cuenta
solos cuando lleguemos a la carretera principal.
Estoy buscando una aguja entre las cosas de la caravana cuando mis padres
salen agitados de la casa. Mi padre corre hacia mí, pero hay una mirada
sombría en su rostro, y mi madre tiene lágrimas en los ojos.
—¿Puedes buscar un poco de agua limpia? —le digo, pero ella duda, mientras
trata de ver lo que dice el papel. Aprieto su muñeca suavemente—. Arriesgó
su vida para salvarme, Maman.
Juntos van a la casa, mientras yo busco seda y acero, aguja e hilo, y arranco
una larga tira de tela limpia del que solía ser mi mejor vestido. Cuando
encuentro todo lo que necesito, mi madre ya ha vuelto a encender el fuego y
el agua está empezando a hervir. Sirve un poco en un cuenco y agrega un
puñado de semillas de campanilla para hacer una infusión. Echo unos trapos
en la olla para que hiervan mientras Leo hace una almohada con su chaqueta
y recuesta la cabeza sobre ella.
—Seguir.
—Pero Papa…
—Escucho sugerencias.
—¿Una entrada secreta? —digo, con esperanzas, pero Leo hace una mueca—.
¿Un tubo volcánico bajo la ciudad?
Mi madre deja caer los palillos al suelo, se aleja del fuego y camina hacia el
otro extremo de la habitación. Leo mira a mi padre, pero él niega con la
cabeza: una advertencia se esconde en sus ojos.
—Quizás no —dice Leo—, pero Jetta no estará a salvo a menos que pueda
evitar a los soldados de la entrada. Ellos tampoco aceptan dinero.
Antes de que Leo pueda decir otra palabra, mi padre sigue a mi madre, y nos
deja junto al fuego, en medio de un silencio frágil y extraño. Puedo escuchar a
mi madre susurrando detrás de la cortina, con la voz estrangulada, como si
sus palabras intentaran escapar, como si no pudiera recuperar el aliento. Pero
Leo me mira.
—Ugh.
Recojo los palillos de mi madre mientras Leo toma el último trago. Los uso
para tomar la aguja y sumergirla en el agua hirviendo.
Leo apoya la taza. El vapor sube en silencio. Un alma brilla con luz tenue en
los techos de paja. Enhebro la aguja con hilo sin teñir. Leo no responde. ¿Qué
esconde? ¿O será solo la pérdida de sangre, la noche larga, el pueblo, el té?
—¿Cómo estás?
Leo niega con la cabeza, vuelve a recolocar la almohada que ha hecho con su
chaqueta y se recuesta. Entonces el brillo del metal me llama la atención: la
pitillera plateada asoma por el bolsillo.
—¿Estás bien?
—Creo que sobrevivirás —le digo con una sonrisa. Pero él mueve la cabeza y
mira la herida con una sonrisa burlona.
—Me parece que necesita un poco más de pintura y esmalte —dice, y yo me
río.
Esboza una leve sonrisa, pero hay tristeza en su rostro. Extiendo la mano para
apoyarla sobre su brazo y él apoya su mano sobre la mía. Está cubierta de
sangre y suciedad, pero no me aparto, la dejo allí durante mucho tiempo,
hasta que Leo comienza a respirar despacio y sin dificultad. Mientras duerme,
el fuego comienza a apagarse, pero la luz todavía se refleja en la pitillera de
plata.
Un violín.
Así que saco la pitillera del bolsillo de su chaqueta con la mano que tengo
libre y la abro despacio, sin hacer ruido. En el interior no hay cigarrillos, pero
hay una hoja doblada en tres y después por la mitad. Esto debe ser lo que
quiere hacer contrabando.
Pienso en todas las posibilidades. ¿Serán los planes secretos para el próximo
ataque rebelde? ¿Un mapa de las ubicaciones de los campamentos o las
municiones del ejército? ¿El diseño de una nueva arma? Con cautela,
despliego la hoja, asegurándome de que no se arrugue, pero el papel está
gastado y es suave, como si lo hubieran leído muchas veces, y cuando lo
acerco a la luz moribunda, veo que es una carta.
Siento náuseas y tanta vergüenza que dejo de leer. Doblo la carta deprisa,
vuelvo a guardarla en la pitillera y deslizo la caja bajo su chaqueta. Después
de todo lo que ha hecho, los riesgos que ha corrido, la información que ha
compartido con nosotros desde que nos abrió las puertas de su teatro, ¿por
qué desconfío?
Con un suspiro, libero mi mano de la suya, pero cuando me muevo, él se
mueve.
—Tengo que buscar más betel —le digo, con la esperanza de que la oscuridad
oculte el rubor que hay en mis mejillas—, para cambiar el vendaje.
Quiero protestar, pero es cierto que tal vez haya alguien en las inmediaciones.
Y aunque he usado las hojas como excusa, no he mentido: Leo necesita un
nuevo vendaje. Así que miro a mis padres a través de la cortina, están
acostados en la cama improvisada. Al principio, creo que están durmiendo,
pero luego veo los ojos de mi madre, que brillan al resplandor de la luz del
fuego.
Cuando me doy la vuelta, veo que Leo ya está esperando junto a la puerta.
Miro hacia el exterior, pero en el claro no hay nada, excepto Lani. Aparte del
trino de los pájaros, la selva está en silencio. Sobre las copas de los árboles, el
sol naciente espanta las sombras. Así que salgo a la luz de la mañana y Leo
me sigue de cerca. Tiene el arma entre las manos, pero sus pasos son lentos,
indecisos, y no les presta atención a los árboles, sino a la caravana. No sé
cómo de bien podría defendernos si tuviera que hacerlo, pero nadie sale de la
selva ni se aparece detrás de la casa mientras camino por el huerto.
Pasando los tallos de cebollín que ondean con el viento y las hojas frondosas
de las zanahorias, hay una enredadera de betel que trepa, verde y brillante,
por un enrejado de bambú. Arranco un puñado de hojas y miro a Leo, pero él
sigue vigilando la caravana con ojos que parecen de cristal.
—Más te vale.
Leo duda un momento más. Después me hace señas para que lo siga. Vamos
hasta el lado de la caravana y él se arrodilla sobre la hierba. Me inclino y él
señala algo entre las ruedas. Intento ver qué es. De repente, se me corta la
respiración. Amarrados a la base de la caravana, junto al nuevo eje, hay una
decena de rifles.
Queridísimo Leonin:
Pero tal vez pienses que solo excuso su comportamiento. Encontré tu carta en
su escritorio. Sé que tú lo culpas. Quizás también me culpes a mí, por no
haberle insistido para que enviara a Mei a Aquitan en busca de una cura. No
te equivocas. Yo también me arrepiento de no haberlo hecho, con la certeza
que da el paso del tiempo.
Y si hay algo que necesites, algo en lo que pueda colaborar, cualquier favor
que quieras pedirme, dímelo y tendrás mi ayuda.
Tu hermana,
Theodora
Capítulo 17
Me incorporo tan rápido que estoy a punto de golpear a Leo en la barbilla con
mi cabeza. Después lo empujo con todas mis fuerzas y mis manos tocan su
estómago desnudo.
—¡Confié en ti!
Leo se tambalea hacia atrás y pierde el equilibrio. Extiende una mano como si
quisiera defenderse y defender sus acciones. Pero cuando consigue
recuperarse, veo en sus ojos empañados por la culpa.
—Escondí los rifles la noche que nos conocimos —dice en voz baja—, la noche
de la explosión. Debía enviarlos al sur desde Luda con los rebeldes cuando se
calmara la situación. Pero el general tenía otros planes para los hombres del
Tigre.
—¡Tenía que sacar las armas del teatro! Temía que los soldados registraran el
lugar —dice Leo, desesperado—. Ellos tendrían que haber ido hacia el lugar
de la explosión, ¡no esperar en mi puerta mientras tú guiabas a mis
mensajeros hasta sus manos!
—¡Un trato para mantener a las chicas a salvo! —Hay rubor en las mejillas de
Leo y desolación en sus ojos. Se pasa una mano por el pelo. En su otra mano,
brilla el arma. ¿Es una amenaza?—. Escucha, cher. Todos saben que el Tigre
está yendo al sur. También saben quién es mi padre y que las chicas han
ganado bastante dinero con los soldados. Pero los rebeldes juraron que lo
pasarían por alto si les hacía este favor, y yo haría cualquier cosa para
proteger a las chicas.
—¿Cualquier cosa?
No puedo evitarlo, mis ojos se dirigen hacia el arma. No creo que vaya a
dispararnos para conseguir el carro, pero tampoco hubiera imaginado que
escondería los rifles allí.
Con una sonrisa burlona, abre la cámara del arma y saca las balas de su
interior. La tensión en mi pecho se alivia.
—Mi madre dijo que el carro no puede pasar por el túnel, y no puedes llevar
una decena de rifles tú solo.
Leo aprieta los dientes y hace rodar las balas por su palma, seis de ellas.
Ahora veo que la mayoría son solo casquillos.
—Mientes.
—Nunca te he mentido —dice, pero baja los ojos cuando lo miro—. Puede que
te haya ocultado cosas, pero cumplí con el trato.
Lo miro a los ojos, esperando que se aclaren mis pensamientos, pero lo único
que veo es su propia aprensión: él necesita mi ayuda tanto como yo necesito
la de él.
—Trato hecho —le digo, y el alivio ilumina su cara como el amanecer.
Nos estrechamos las manos, una vez. Los casquillos de cobre tintinean como
campanas en su otro puño.
—¿Remaches?
Tardo un instante en entender lo que dice. ¿Fue ayer cuando vio la marioneta
del dragón y dijo que era preciosa? Cierro mis dedos sobre el metal aún tibio.
¿Qué más podría querer a cambio? Antes de que pueda preguntar, la puerta
se abre, y mi madre se asoma con cara de preocupación.
—He hablado con tu padre. Leo tiene razón —dice en voz baja.
—¿Sobre qué?
Ella toma aliento y se humedece los labios. En voz más baja, dice:
—Al Infierno.
—Maman…
—¿Peores?
—Así fue —dice, pero eso no parece calmar su miedo. Miro el mapa, después
la miro a los ojos.
Abre la boca, pero necesita mucho tiempo dejar pasar las palabras.
—Viví allí, Jetta, cuando tenía unos años más que tú.
Pone su mano sobre mis labios. Me quedo callada, pero no puedo ocultar la
expresión de asombro. Ella debe haberlo visto, haberlo conocido. Cuando
todavía estaba libre, era un monstruo sediento de muerte. Con razón ella lo
odiaba.
Le Trépas tenía una corte, como cualquier hombre que se creyera rey. Tenía
esposas en el templo, otra falta a lo sagrado, aunque nunca hijos. La gente
dice que los asesinaba para obtener sus almas.
Me tiemblan las manos. «Dieciséis años atrás», dijo Maman. Se escapó del
templo justo cuando yo nací. Pero Akra es tres años mayor que yo. Él tiene los
ojos de mi padre, su barbilla, su nariz. Y él nunca ha sido un monje.
—La sangre tal vez sea importante para los espíritus, pero lo que nosotros
compartimos es mucho mejor.
—Pero no la sangre.
Lo primero que hago es elegir un vestido. Ahora que mi mejor atuendo está
roto y lleno de cenizas, y el segundo mejor está manchado de sangre, necesito
encontrar otro. Mi madre había comprado la tela de este cuando terminó la
primera temporada en que usamos almas, justo cuando comenzamos a
hacernos famosos. Habíamos pasado horas cosiendo juntas, y no estábamos
acostumbradas a trabajar con seda tan fina. Una vez que tengo el vestido,
agarro el pequeño mechero que me dejó mi hermano para prender el fuego
durante las obras, y las cartas que nos envió, las siete. Después, aparto mi
maquillaje, sombra negra y colorete rojo, y el dinero que ganamos con tanto
esfuerzo.
Podría llevar más conmigo si no tuviera que cargar los rifles. Pero entretengo
a mis padres en la choza mientras Leo prepara nuestras mochilas, y envuelve
las armas con ropa y sábanas.
Mi padre canta mientras hace las tareas: trae viejas ramas de la selva,
enciende poco a poco restos de corteza. Pero, aunque su voz es fuerte y
sonora, su sonrisa no engañaría a un público atento. De todas formas, mi
madre y yo fingimos con él, y como ya hemos guardado los instrumentos,
también cantamos. Mi voz es áspera, torpe. Akra siempre cantó mejor que yo.
Aun así, conozco las armonías, y durante un momento hay sefondre. Nos
complementamos.
Pero Leo está un poco alejado, y no finge. Después de todo, él tiene menos
que perder.
—¿Por qué? —pregunta—. ¿Por qué no dejarlo todo aquí para que otro lo
encuentre?
—Es una tradición —digo, y no miento del todo: en nuestro pueblo quemamos
a los muertos—. Estos fantouches pertenecen a mi familia, a mis antepasados.
Si no podemos usarlos, nadie más debería hacerlo.
Aprieta los dientes, pero no discute. Estoy agradecida. Me duele mucho más
que a él, pero conozco la historia del hermano menor. Sería mucho peor dejar
que estas almas se pudrieran en sus pieles. Después, mientras jugueteo con el
mechero, recuerdo que hace unos días guardé el alma de la gatita en la hoja.
¿Realmente tengo que dejarlos a todos atrás?
Allí, bajo las ramas y las hojas secas, encuentro el resto de los carteles que
íbamos a repartir en Luda. Sujeto la pila y la pongo a mi lado mientras mi
padre enciende el fuego. Comienza a arder, lento, vacilante, pero pronto
comienza a burbujear la pintura de la caravana y se chamusca la madera.
Meses y años de trabajo, todo lo que queda de nuestras giras, todo lo que
queda de mi tío. Mi padre ha dejado de cantar, pero sus labios aún se
mueven. Reza una oración en silencio antes de regresar a la casa.
A medida que las almas se van liberando con las brasas brillantes, hago un
dibujo en un pedazo de papel. Un pangolín liberado de la marioneta de cuero
del Cerdo, los colibríes de los dos amantes, el perro viejo de la caravana. El
dulce aroma de la madera de sándalo prevalece sobre el olor a cuero
quemado mientras todo se convierte en carbón y ceniza. Y a medida que las
páginas se llenan de almas, las amarro con una cinta: una colección que
llevaré conmigo a través del mar. Las páginas se agitan apenas: si alguien las
viera, pensaría que se mueven con la brisa caliente del fuego. El viento me
rodea, ahumado y ardiente, y va secando las lágrimas que caen.
Está tan pálida y exhausta como yo, ¿han pasado ya tres días desde que la
liberé?
—¿Por qué no has buscado un templo? —le pregunto, pero ella solo se pasea
por la pila de volantes.
Busco más hojas, pero he quemado las que no he usado. De repente, nuevas
lágrimas escapan de mis ojos. Ridículo, ¿no? Después de todo lo que he
dejado atrás. Pero cuando pone una patita en mi rodilla, sé que no puedo
dejar que se desvanezca.
¿Dónde ponerla? ¿En la hoja de una planta? ¿En un trozo de tela? No me
atrevo a ofrecerle una piel tan humilde. Sin embargo, hay un fantouche que
no tiene alma.
—Quédate quieta.
Me hace caso, pero ahora yo estoy inquieta. El fantouche más grande y caro
que he hecho ahora alberga el alma de una gatita. ¿Qué me ocurre?
Y luego la voz de mi madre llega hasta mí desde la casa, junto con el aroma
del desayuno que está preparando. Entro y me acuesto junto al fuego para
dormir. Pero enseguida la comida está lista y, después de comer, agarramos
nuestro equipaje y dejamos el resto atrás para tomar el sendero sinuoso de la
selva que lleva a la carretera principal.
Avanzamos despacio hacia el sur, hacia Nokhor Khat. Pasamos las ramas
retorcidas de las higueras estranguladoras, donde los periquitos se pelean
con los lémures por la fruta madura, y las hileras de ñames, donde las gotas
de lluvia se acumulan sobre las hojas brillantes y azuladas como si fueran
diamantes. La carretera nunca está vacía. Siempre hay personas que viajan:
agricultores que llevan sus productos al mercado, artistas que van de pueblo
en pueblo, soldados del ejército en marcha o jinetes que llevan mensajes. Pero
esta vez vamos de la selva al valle, donde las cañas de azúcar de los campos
susurran al viento, y encontramos otro tipo de viajeros. Vagones que cargan
posesiones, muebles y familias, en lugar de huevos o frutas. Abuelas y abuelos
montados en carretas de verduras, con niños en el regazo, sentados entre sus
pertenencias.
Mi familia ha viajado todos los años desde que tengo memoria. Cuando
abandonamos nuestro hogar para no volver, supimos lo que debíamos llevar y
lo que debíamos dejar. Pero estas personas han traído todo lo que pudieron
llevar. No solo las posesiones más necesarias, como las ollas de cocina y la
ropa, sino también los objetos elegantes a los que no podían renunciar. Juegos
de té de porcelana de lujo en cajas de bambú, un lavabo de cobre del tamaño
de un asiento, una máquina de coser de Aquitan con una base de hierro
forjado. Cosas hermosas, pesadas, como todo lo que nos recuerda al hogar.
Cuando vemos a los primeros grupos, mi padre se detiene para preguntarles
por qué se están yendo, pero todos dicen cosas distintas. Muchos
mencionan Dar Som, pero algunos de ellos también hablan de
rebeldes. Hablan de demonios de ojos azules, pero ¿se referirán a los
n’akela o a los soldados extranjeros? Dicen que oyeron hablar de personas
que desaparecieron en la selva y nunca regresaron, sin duda a manos del
Tigre o quizás del ejército. Nadie sabe nada, pero todos están seguros de
algo, y escapan antes de que sea demasiado tarde. Y, aunque el miedo es
invisible, tiene cierto peso y cierto tamaño: se envuelve alrededor del cuello,
se aferra a los pies, se deposita sobre la espalda como un pecado para hacer
de cada paso una travesía.
Huelo el vertedero mucho antes de verlo. Al principio, solo siento una pizca
de podredumbre, una pizca de descomposición, aunque son olores familiares
después de Dar Som. Pero, a medida que avanzamos a paso lento y la tarde se
alarga, el hedor crece como un hongo venenoso, como un tumor. Cuando
llegamos a la bifurcación, donde los vagones que traen deshechos de la
capital se desvían de la carretera principal y se adentran en la selva, el sabor
se me adhiere al paladar.
Un chakrano tira del carro, que avanza lentamente. Está oculto bajo un
sombrero de ala ancha, y su pala y escoba viajan en lo alto de la pila de
deshechos: estiércol de caballo, verduras podridas y el cadáver de un perro
cubierto de moscas. Se nota que había sido un animal precioso, con una
mandíbula ancha y musculosa, del tipo que la aristocracia aquitana usa para
cazar. Ahora no es más que basura.
—Camina con más lentitud —dice Leo—. El olor de ese perro está a punto de
derribarme.
—Pero cuanto más lento caminemos, más tiempo estaremos aquí —le digo, y
él hace una mueca.
—Buen apunte.
Así que avanzamos con pausa tras el carro, pero cuando cruzamos un árbol de
rumdul arranco un puñado de flores. Coloco una en mi oreja y sostengo otra
cerca de mi nariz. Leo sujeta una flor y hace lo mismo, pero no ayuda
demasiado. El olor se vuelve más y más penetrante a medida que caminamos,
hasta que, por fin, salimos del túnel y volvemos a ver los rayos calurosos del
sol y nubarrones de moscas, vivas y muertas.
A medida que caminamos, encontramos pilas cada vez más pequeñas y más
viejas: hay huesos en lugar de cuerpos, polvo en lugar de carne en
descomposición. Al final del claro, hay troncos grises por aquí y allá, y
enredaderas verdes que trepan por el lado de la caldera que limita con la
ciudad. Mientras nos abrimos paso a través de la vegetación irregular, veo la
saliente de roca que mi madre me dijo que buscara. Es una roca negra
manchada de guano y sembrada de gruesas raíces.
El pasadizo tiene que estar allí, en alguna parte: una grieta imperceptible en
la losa que abra un camino bajo la tierra. Recorro la roca con la mirada
buscando la entrada y, entonces, tropiezo con un gran guijarro. A causa del
peso que cargo, pierdo el equilibrio y caigo de rodillas.
—¿Estás bien?
Leo me sujeta del brazo y me ayuda a levantarme. Tengo el dedo del pie
dolorido, pero asiento con la cabeza y le lanzo una mirada fulminante a la
tierra. De repente, mi expresión se ablanda. Aquí, en la hierba, está el
guijarro que me hizo tropezar. No es una roca volcánica gastada, sino algo
liso, del tamaño de un gato. Con cuidado, me inclino para mirar más de cerca.
Retiro las hojas y se revela un signo familiar tallado en la piedra: la línea y el
punto, como el sol naciente. El signo de la vida.
Ahora que presto atención, veo las losas dispersas. Están ocultas bajo raíces,
se asoman entre las hojas caídas.
Él sigue mi mirada.
—Son muchas.
—Y muy pequeñas. —Me doy vuelta para mirar el vertedero, con los
desperdicios que la ciudad descarta. Más allá, las tumbas diminutas, justo a
las afueras del túnel que conduce al templo. Con el estómago revuelto,
entiendo por qué mi madre conocía el camino. Hablo tratando de esconder el
temblor de mi voz—: Leo, ¿qué sabes de Le Trépas?
Su cara se transforma.
—Lo suficiente.
—Es un buen eufemismo —murmura—. Oí decir que eran chicas que vivían en
la calle. Les daba techo, comida y dinero. A cambio, lo único que pedía era el
alma de sus hijos. —Se le rompe la voz y vuelve a mirar alrededor—. Aunque
tal vez no fueran solo historias.
Lo que dice es cierto, pero me niego a admitirlo. Así que me doy vuelta y
empiezo a caminar hacia la hendidura en la roca, pero Leo se acerca y me
sujeta del brazo.
—Espera, Jetta.
—¿Qué?
—Ya lo sé, pero yo… —Esboza una leve sonrisa, torpe, y se señala el pecho
vendado, bajo la camisa que mi padre le dio—. Solo trato de saldar una deuda.
—Sé por qué mi madre conocía el pasadizo —digo, por fin, y señalo con un
gesto la grieta en la roca—. Ella vivió en la Corte del Infierno antes de
conocer a mi padre. Escapó durante La Victoire pocos días después de que yo
naciera.
Leo trata de digerir mis palabras. En las copas de los árboles, las hojas crujen
con una brisa extraña. Después de un tiempo, saca la flor blanca de su bolsillo
y la deja caer sobre la tumba que está a sus pies.
—Me alegra que las dos pudieseis escapado. Hubo muchos que no lo lograron.
Lo miro boquiabierta.
—No lo entiendes.
—¿Qué?
Me quedo sin voz: no quiero terminar la frase. Pero Leo solo sonríe.
—Pero esto, esta cosa que he heredado. —Aprieto la tela del sarong, como si
pudiera arrancar de mi carne las partes que no me gustan—. Es suya, estoy
segura.
—¿Tu locura? —Leo levanta una ceja, y aunque no me refería a eso, no puedo
corregirlo—. La locura no define si eres una buena o una mala persona. Las
acciones te definen. Y tus acciones son tuyas y de nadie más.
No puedo dejar de pensar en las cosas que he hecho: observar a Jian mientras
se retorcía en la tierra, entregar a Eduard a la venganza de los muertos. No
puedo olvidar que la sensación de poder tiene el sabor dulce del azúcar. Pero
Leo frunce el ceño y mira a través de los árboles.
—Deberíamos irnos —dice en voz baja, y el tono de su voz me hace erizar la
piel.
—¿Qué pasa?
Tiene razón. Ya no se oye el canto de los pájaros ni los chillidos de las ratas.
Miro alrededor del claro, pero lo único que veo son pequeñas almas a la
deriva. Entonces, frunzo el ceño. El n’akela está aquí, cerca de los árboles.
¿Nos habrá seguido a través del vertedero? Y si es así, ¿qué quiere? Me
humedezco los labios mientras recuerdo las palabras de mi madre. Monjes
caídos, almas sin paz.
—Vámonos.
Leo asiente. Coloco la mochila que llevo sobre los hombros y camino hacia las
rocas dando pasos largos. Leo me sigue de cerca, con la mano sobre la
pistola. Aquí está el túnel, donde un viento frío se cuela entre los labios de
piedra como el susurro de la Muerte. Yo me escabullo en el interior, en la
oscuridad. Mi madre había salido de allí al menos una vez.
—Espera, Jetta.
Oigo que Leo avanza a tientas con el farol, a mi espalda. He olvidado que no
hay luz. Cuando me alcanza, el farol hace danzar mi sombra en la pared de
roca: una chica y su carga en la penumbra. Pero, antes de que pueda retomar
el paso, me sujeta del brazo.
—Quédate quieta.
—¿Por qué?
—Shh.
Me quedo a la espera, pero solo se oye el sonido del viento en el túnel. Leo
vuelve a sacudir la cabeza, igual que antes.
—Nada.
Suena aliviado, pero no hace desaparecer mis miedos. Las almas no hacen
ruido. Y a la distancia veo una luz, ¿o será el movimiento de nuestras
sombras?
¿Y atrás? No se oyen sonidos, y con la luz del farol se me hace difícil ver si
algo se acerca.
—No, ¿y tú?
—No hay nada —digo, deseando que sea verdad. ¿Por qué nos seguiría un
n’akela? E incluso si nos alcanzara, ¿qué podría hacer? Intento espantar mis
temores: no es más que paranoia, el recuerdo de las tumbas, la opresión
oscura del túnel. Respiro profundamente para tratar de aclarar mis
pensamientos, pero siento el sabor del aire podrido en la lengua.
Seguramente, sea el hedor de los vertederos, nada más.
Asustada, me doy vuelta, pero no hay nadie más aquí, ningún asesino al
acecho listo para atacar. Y por el olor, se nota que el hombre lleva muerto
mucho tiempo. No hay alma a la espera, no hay destellos en este agujero
aparte del farol y los espíritus de los murciélagos que sobrevuelan.
Un escalofrío me recorre, más profundo que el frío del túnel: monjes caídos,
almas sin paz… o discípulos. ¿Cómo había muerto ese hombre? ¿Alguien lo
había marcado como yo había marcado a Eduard? ¿Había otros como yo,
capaces de guardar un alma errante bajo una piel?
Es un misterio que no tengo ganas de resolver. Con cuidado, paso cerca del
cuerpo, en dirección a la escalera de caracol que rodea el pozo. Maldigo: al
final de la escalera hay una reja metálica que las almas de los murciélagos
cruzan volando en espiral hacia el cielo.
Leo me sigue, entrecerrando los ojos. Bajo la escasa luz de la lámpara, ¿podrá
ver la reja?
—No creo que mi madre supiera que ahora hay barrotes —le digo.
—Tal vez podamos encontrar una forma de abrirla. Si todo lo demás falla,
puedo volver atrás, salir del pasadizo y tratar de llegar hasta aquí en la
superficie para abrir la reja desde el exterior.
—Si crees que me voy a quedar aquí una noche sola con un cadáver, eres tú el
que está loco.
Me vuelvo para mirar a Leo, pero lo que veo es un destello azul por el rabillo
del ojo. Es el n’akela. Nos ha seguido hasta aquí. Se me corta la respiración y
Leo se vuelve al escucharme, pero ¿cómo puedo explicar lo que estoy viendo?
Entonces, un perro enorme aparece como una sombra justo detrás del alma.
Los dos podemos verlo. El olor a descomposición llega antes que el recuerdo:
lo reconozco, es el perro del carro de estiércol, el que estaba cubierto de
moscas.
—Mon dieu. —El susurro de Leo hace eco en el pozo mientras el mastín
enseña sus dientes amarillos entre los labios negros—. ¡Pensé que esa cosa
estaba muerta!
Estaba muerto, de eso estoy segura, pero no puedo decírselo. Apenas alcanzo
a entenderlo. ¿Nueva vida en un cadáver? ¿No es eso lo que yo hago? La
única diferencia es que primero pinto las pieles.
Las náuseas me invaden a medida que el perro se acerca poco a poco. Leo
busca el arma, pero lo detengo.
—Puede que haya guardias arriba —le digo, y señalo la reja con la cabeza.
—Estoy más preocupado por lo que hay aquí abajo —murmura, sin hacerme
caso.
El cristal estalla a los pies del perro y lo baña con una lluvia de aceite
ardiente. La criatura aúlla, envuelta en llamas, y escapa por el túnel. La luz
del fuego se desvanece a medida que se aleja. Solo yo puedo ver el resplandor
azul del n’akela cuando se acerca al cadáver que yace en las escaleras y se
desliza dentro de él como si fuera un traje de piel.
—¿Qué ocurre? —dice Leo, con los ojos muy abiertos mientras trata de ver en
la repentina negrura. ¿Qué puedo responder? «Jamás hay que mostrarlo,
jamás hay que explicarlo». Pero todavía estoy conmocionada: nunca he visto
un alma hacerse con un cuerpo sin mi ayuda, sin mi sangre. Ahora sé por qué
mi madre no encontraba paz al saber que todos los monjes de Le Trépas
habían muerto en La Victoire.
¿Habrían pasado de cuerpo en cuerpo durante los últimos dieciséis años? Los
cuerpos sobran en Chakrana. Me aclaro la garganta.
Me quedo helada al oír esa palabra. ¿Hermana? Pero Leo apunta el arma
hacia el sonido y la pistola se mueve en al aire de un lado al otro como la
cabeza de una serpiente.
—¿Quién es ese?
—Soy el guardián del camino. —El cuerpo se pone de pie, y se dirige hacia mí
—. Bienvenida a casa.
—Abajo —le susurro, y el vana hunde el pie del muerto en la tierra fangosa.
El cadáver pierde el equilibrio y se tambalea. Me libero de su mano y subo las
escaleras.
—¿Jetta?
—Muévete.
—Ábrela.
Debe haber sido precioso este jardín de meditación enclavado detrás del
enorme templo de piedra: la Corte del Infierno, solían llamarlo. El Palacio de
la Muerte. Ahora es una cárcel: un montón de piedra escondido detrás de las
copas de los árboles, con demonios tallados en las paredes y ventanas
resguardadas por barrotes de hierro. Me estremezco al ver el edificio, pero no
es la leyenda lo que me asusta. Es la oscuridad. Los templos que vi brillaban
con la luz de espíritus. A la Corte del Infierno solo la iluminan las antorchas.
Ahora que nos hemos cruzado con el muerto en el fondo del pozo, entiendo
por qué las otras almas han abandonado este lugar.
—¡Lo olí! ¡Mon dieu, Jetta! —Leo se pasa las manos por el pelo—. Pero se
puso de pie, habló. Era uno de los monjes, ¿verdad? Uno de los seguidores de
Le Trépas.
—¡Shh!
—¿Qué sucede?
—Jetta… —Leo traga saliva. Las hojas se agitan con la brisa sofocante, un
mosquito zumba cerca de mi oído—. Te dijo hermana.
A pesar del aire cálido del jardín, me recorre un escalofrío. Quiero explicar las
palabras, decir que eran una burla, pero sé que fueron más que eso.
Toda mi vida pensé que Akra era mi único hermano. ¿Por quiénes debería
haber rezado?
—¿Estás…?
Antes de que Leo llegue a responder, sujeto sus dedos y los llevo a mi
garganta, donde siento el pulso latir. Y ahora, bajo el calor de su mano, late
incluso más rápido. Él está muy cerca y puedo oír su respiración agitada.
—Mentiroso.
—Viste que algo nos seguía a través del vertedero —me dice, y yo aparto su
mano, pero él no me suelta.
—Una premonición.
—Estaría oxidada.
—Sé que no vas a responderme con la verdad. Pero muchas cosas han pasado
desde esa noche en Luda, cuando marcaste la mano de Eduard con tu sangre.
—Y todavía nos quedan muchas más por delante. ¿En qué dirección está la
posada?
—Bueno, vamos.
Allí, en la carretera principal, Leo hace una pausa para orientarse. Aunque no
debemos quedarnos en la calle, no puedo evitar observarlo todo.
Al principio, solo hay maravillas: brillo y resplandor. Una vez que pasamos la
zona abandonada que está cerca del templo, llegamos a un mercado vacío.
Los puestos coloridos ya están cerrados, pero delicadas lámparas de cristal
alumbran la plaza y majestuosos edificios dos veces más altos que los más
altos que he visto en Luda la rodean. Las ventanas, que también son de
cristal, están iluminadas: un resplandor limpio y claro que debe provenir de la
luz eléctrica. He oído hablar de ese fuego extraño, sin aceite, pero es la
primera vez que lo veo.
Vigilan las calles con más recelo que los barrenderos. Cada vez que pasamos
junto a alguno, tengo miedo de que mi chal se caiga y deje mi hombro al
descubierto. Si prestan atención, ¿notarán la forma de los fusiles en nuestras
mochilas? Siento cosquillas en la espalda, como si un ciempiés me recorriera
la piel. Aunque las armas pesan, camino cada vez más rápido y, cuando
llegamos a la posada, prácticamente estoy corriendo.
Nunca antes he visto tantos libros juntos. Ni siquiera sabía que había tantos.
Algunos de los dueños de las plantaciones tenían un par, o al menos se
jactaban de tenerlos, aunque por lo general los libros estaban bajo llave en el
estudio. Madame Audrinne tenía una preciada colección de diecisiete:
conservaba la mayoría en el salón, pero nunca los leía, aunque sus sirvientes
los desempolvaban a diario. Pero aquí hay decenas, o tal vez cientos.
Me quedo de pie junto a la puerta y siento que no puedo dar un paso más, que
no pertenezco aquí. Pero Leo me empuja al interior, hacia la estantería y el
amplio escritorio que hay delante. Ahí está sentado un hombre, esbelto y de
aspecto solemne, de piel negra y con una sonrisa cálida.
—Sava. —Su voz es sonora y tiene un acento suave. De pronto, todo cobra
sentido, y los libros también: debe venir de las Tierras del León, que están al
sur y al oeste de Chakrana. Dicen que en esos países hay muchos saberes,
que las coronas de las ciudades son universidades. Se pone de pie para
estrechar la mano de Leo sobre el escritorio—. ¿Y tú?
—Sava —responde Leo, aunque con menos entusiasmo. Después, hace una
mueca y un gesto con la mano—. Pero fue comme ci, comme ça un rato.
—Me enteré. —La expresión de Siris es grave, pero me dedica una tímida
sonrisa—. Tú debes ser Jetta. Tus padres ya están aquí. Mis hijas están
preparando las habitaciones donde dormiréis. Los baños aún deben estar
tibios, si queréis quitaros el polvo de la carretera.
—¿Baños?
Me quedo sin aliento con solo pensar en ese lujo, o tal vez esté cansada por la
caminata. Luego, le hace un gesto con la mano a una chica.
—Seré feliz de quitarme más que el polvo —dice Leo, aliviado. Se saca la
mochila y la apoya en el suelo con cuidado. Solo escucho el tintineo del metal
porque estoy atenta. Hago lo mismo mientras Leo baja los ojos y luego vuelve
a mirar a Siris—. ¿Hay alguien que pueda guardar nuestro equipaje?
—¿Te refieres a La Fête? —Leo sacude la cabeza—. Estábamos allí ese día.
Leo se pone tenso. Las emociones cruzan su rostro como sombras: conmoción
frente al dolor, miedo ante la incertidumbre. Mi corazón se vuelve pesado
como una piedra.
—¿Qué ocurrió?
Antes de contestar, Siris levanta una mano. La muchacha alta se aleja y finge
arreglar las cortinas, y los hombres de la mesa vuelven a sus asientos.
—Cuéntamelos.
—Los informes varían, pero hubo una especie de rebelión entre los soldados.
Una cuarta parte del batallón fue masacrado —dice, con tono apenado, como
si fuera su culpa.
—¿Cómo es posible?
—¿Eduard?
Leo me mira. Abro la boca, pero ¿qué puedo decir? Un cuarto del batallón. La
monja del templo, ¿qué había dicho? Nos has enviado muchos.
—Entonces, ¿quién está al mando? Espero que no sea Pique. —Siris solo hace
una mueca, y Leo maldice por lo bajo—. Eso explica lo que sucedió en Dar
Som.
—¿El incendio?
En un ataque repentino de ira, Leo le da una patada a las armas que están en
el suelo.
—¿Hasta dónde?
El teatro. Las chicas. Y todo por culpa de Eduard. Por mi culpa. Me empiezan
a temblar las manos, pero Leo respira profundamente. Tiene el rostro pálido y
el dolor que hay en sus ojos es más profundo que una herida. Trato de sujetar
su mano, pero me aparta.
—Leo…
—Ve a descansar, Jetta. Cumpliste con tu parte del trato, no olvidaré la mía.
—Adiós, Jetta.
Antes de que yo pueda protestar, Siris gesticula de nuevo. Los hombres que
están en las mesas se acercan y se llevan las dos mochilas, la mía y la de Leo.
Siguen a Leo y a Siris hasta una pequeña oficina y cierran la puerta con
firmeza detrás de ellos. La chica se aleja de las cortinas y me sujeta por el
brazo.
—Ven, cher —dice ella—. Haré que lleven tus cosas a la habitación. Vamos, te
guiaré a los baños.
Los baños son tan lujosos y acogedores como el resto de la posada. Hay
bañeras profundas talladas en basalto y cabezales de ducha de cobre
martillado, que vierten el agua caliente de las cuencas del techo. Incluso hay
jabón en copos, salpicado con flores secas de lavanda y batas más suaves y
gruesas que los tapices que cuelgan de las paredes. Es tan tarde que tengo el
lugar para mí sola.
Siempre esperanzado,
Leonin
Capítulo 20
—Estoy feliz de que estés a salvo —murmura, pero yo solo asiento y sonrío.
Ella no tiene por qué saber lo que descubrí en los túneles. O tal vez ya lo
sabe.
¿Será igual el amanecer en Aquitan? ¿Habrá rumdules al otro lado del mar?
Me alejo de la ventana del jardín y veo un sobre blanco en el suelo. Alguien
debe haberlo deslizado bajo la puerta durante la noche.
Lo recojo con manos temblorosas y lo abro. Con cuidado, saco una gruesa
tarjeta del interior y me quedo mirando la invitación con ojos incrédulos. Las
letras, negras sobre el papel blanco, danzan como sombras en el telón. No
tengo que leer lo que dicen para reconocer la historia que cuentan.
Después, frunzo el ceño. Dentro del sobre que contenía la invitación hay algo
más: una fina hoja de papel, plegada, que solo lleva escrita una L en el
exterior. Aunque el papel esté doblado, reconozco la escritura precisa y
delicada de La Fleur. Esta nota es para Leo.
Busco una excusa y le digo a mi madre que iré a preguntar por el desayuno.
Salgo de la habitación y me dirijo a la recepción de la posada. Es temprano,
pero Siris está allí, leyendo uno de los numerosos libros de la estantería.
Durante un momento, me siento como una chica de Le Verdu, con los pies
sucios y el vestido descolorido por el sol, muy consciente de que no hemos
pagado por su hospitalidad y de que probablemente no podamos hacerlo. Pero
levanta la vista cuando me acerco, coloca una cinta descolorida entre las
páginas y cierra el libro, para dedicarme toda su atención. Levanto un poco la
barbilla.
—¡Luda! No mucha gente viaja hacia allí, al menos no desde que Leo se fue.
—Mira el sobre que tengo en la mano—. ¿No es la carta que acabas de
recibir?
—No. Bueno, sí. Pero en el interior había una nota para Leo.
Abro la boca: estoy a punto de decir que sí, pero algo me detiene. No quiero
que la carta se pierda, que Leo nunca sepa que su hermana la envió, que ella
no sepa si le llegó o si él la ignora otra vez. O quizás no quiero perder lo
último que me une a Leo. Viajamos mucho tiempo juntos, y nuestra despedida
fue demasiado breve. Seguramente veré a Theodora en el barco, así que tal
vez pueda devolverle la carta. Eso es lo que me digo a mí misma de pie frente
a Siris, sin soltar el sobre.
—No, merci —logro decir al fin. Entonces vuelvo a dudar. Puedo oler, a la
distancia, el aroma del café, esa rica y oscura infusión que adoraban los
Audrinne—. ¿Cuál es el precio del desayuno aquí?
Las palabras se hunden como el filo de un cuchillo, pero asiento con la cabeza
e intento sonreír. Vuelvo a la habitación y guardo la carta en nuestro
equipaje, junto al libro de almas. Y, cuando llega el desayuno, parece tan
tentador que casi me devuelve el apetito.
Fruta madura cortada como si fueran gemas. Una tortilla tan delgada que es
casi translúcida, entre finas rebanadas de cerdo y cintas de cebolleta.
Buñuelos de masa frita espolvoreados con azúcar blanco que forma pequeñas
estrellas. Y una jarra entera de café, hervido con cardamomo y aligerado con
crema, tan dulce que me da dolor de estómago.
Mi madre come con ganas, pero mi padre no. Sostiene una taza de porcelana
con café, todavía llena.
—No sé qué haremos con Lani —dice al fin—. Creo que no podremos llevarla
con nosotros.
Las lágrimas escapan de mis ojos, pero ¿no lo supimos todo este tiempo? Y
conozco a mi padre, adivino lo que piensa.
Asiento con la cabeza, tratando de sonreír, tratando de olvidar que aquí nadie
necesita mantener un búfalo de agua, que probablemente será vendida, y solo
podemos esperar que sea para tracción y no para carne.
Después del desayuno, nos bañamos nuevamente y nos ponemos las mejores
ropas que tenemos. Después, me dedico a hacer nuestras bolsas de viaje.
Ahora que ya no tengo los fusiles, puedo guardar mis fantouches otra vez. Los
reúno y los acaricio mientras se mueven y susurran, mis viejos amigos. Son
todo lo que me queda. Quiero ser yo quien los lleve de aquí para allá, quien
soporte su peso cuando dejemos nuestro hogar para siempre.
Pero hay más soldados en las calles, con las manos en los rifles, y no está
permitido quedarse en el mismo lugar durante mucho tiempo. Mantengo la
cabeza baja, el pelo cae sobre mi rostro. A pesar del calor, me cubro bien los
hombros con el chal. Solo soy una chica chakrana entre cientos o miles, pero
no quiero darles a los soldados una razón para mirar mi cara.
Por suerte, la caminata desde la posada al muelle es corta, pero cuanto más
nos acercamos más se parece la celebración a un motín. Hay una energía
frenética en el aire, un temblor histérico que se acerca más al miedo que a la
fiesta.
Un muro de los deseos bordea el lado norte del muelle. Puede que alguna vez
haya servido de corral para el ganado, pero ya no hay nada en el patio. Ahora,
la cerca de bambú contiene mensajes para los que quedan atrás: los
desaparecidos, los muertos. Amuletos y cintas, pedazos de tela y de papel;
algunos con frases, algunos con dibujos y otros tan descoloridos que ya no se
sabe. Te echo de menos, te quiero, al final del camino… Y a los pies del muro
hay naranjas y otras ofrendas. Pequeños espíritus se agolpan alrededor de los
tributos. Las decoraciones cubren casi por completo los carteles pegados
debajo: victoire, sobre un hermoso perfil del general Legarde.
He visto muros como este en otras ciudades que hemos pasado, pero nunca
uno tan grande. Incluso hay quienes encontraron trabajo gracias al muro:
mujeres con escritorios portátiles y dedos manchados de tinta, que venden
transcripciones para los que no saben escribir, cinco étoiles por el papel de
morera, diez por una tira de seda. Me gustaría poder dejarle un deseo a Akra,
pero la multitud nos arrastra con demasiada rapidez y, por encima de las
cabezas, finalmente vislumbro el barco.
Es el más grande que he visto, mucho más grande que los pequeños barcos de
río con sus pequeños dioses, mucho más grande que los barcos de azúcar que
llevan la carga a la capital. Y no está hecho para el transporte, sino para el
placer. Le Rêve está pintado de oro y rojo de la suerte; sus velas son de seda y
están bordadas con escamas, y en el centro de la nave, volutas de vapor salen
de una chimenea que tiene forma de cabeza de dragón, como la marioneta
que llevo en la mochila. El pasamanos está decorado con banderines y flores
trenzadas: crisantemos y jazmines, orquídeas y rumdules. Y hay porteadores
que suben y bajan la pasarela al trote, cargando cajas de champán: nada está
racionado para el rey.
En cuanto cruzamos el cordón, el muelle está vacío y puedo respirar otra vez.
Inhalo profundamente, hasta que me duelen los pulmones con el dulce aroma
del vasto océano de zafiro. El río desemboca directamente en el mar de los
Cien Días, de un azul infinito. Tiene el mismo color que las aguas de Les
Chanceux, pero aquí las olas se extienden hacia el horizonte y más allá.
Ante su pregunta, la rabia estalla. ¿Sabe lo que hemos perdido? ¿Sabe lo que
he hecho? La pregunta se clava en mi garganta como una astilla de cristal y
me doy vuelta para responder, pero cuando veo su rostro, la reconozco; no a
la mujer, sino la mirada. Demacrada y vacía. Me trago la pregunta: por
supuesto que lo sabe. Las palabras pueden ser diferentes, pero nuestras
historias son iguales. El oficial la insulta y busca su arma.
Pero paso del muelle a la cubierta, y así como así, abandono las orillas de mi
mundo. Nada es igual. Nada volverá a ser igual.
TERCER ACTO
Capítulo 21
Sin alzar la vista, camino desde la pasarela hacia la parte delantera del barco.
El contraste entre el barco y la orilla es abrumador. Con la luz del atardecer y
la brisa del mar, los banderines brillan y chasquean. Los pasamanos están
envueltos en cintas de seda y salpicados de arreglos florales: rumdules,
orquídeas y cascadas de jazmines trenzados, con un perfume intenso que
embriaga. Incluso la cubierta bajo mis pies es distinta. Ya no es la rugosa
madera gris del muelle, sino caoba pulida que parece brillar con destellos
dorados. Hace resaltar el polvo y la seda rayada de mis zapatos, el lodo y el
hilo que cuelga en el dobladillo de mi sarong. Mis ropas más elegantes se
convierten en trapos en este nuevo escenario. Es demasiado hermoso para
alguien como yo.
Desde el pasamanos, puedo ver río arriba, más allá del muelle y de las casas
de bambú construidas sobre sucios maderos, hasta el puente de la luna: un
arco de piedra redondeado que conecta el fuerte en la orilla lejana con los
terrenos del palacio. Es una estructura antigua, construida mucho antes de
que los aquitanos vinieran a Chakrana, demasiado baja para sus velas altas y
sus barcos azucareros. Ahora veo por qué los botes de río no pueden llegar a
las aguas abiertas.
Todos los meses, en las noches de luna llena, el Joven Rey se pone de pie
sobre el puente para llamar al río desde el mar. O, mejor dicho, todos los
meses menos este. Hoy invocará las aguas desde la proa de su barco dragón.
Colocarán la corona en su cabeza a medida que la marea sube. Después de la
fiesta de la coronación y la boda, los funcionarios se marcharán en una
pequeña embarcación fluvial de poco calado. Luego, el barco navegará hacia
Aquitan. ¿Seguirán subiendo las aguas dentro de un mes, cuando el Joven Rey
esté bebiendo champán fino y viendo óperas en Lephare?
Dos extraños se acercan, uno pálido y otro moreno, pero ambos con la librea
de sirvientes, y su presencia me arranca de mis pensamientos. Doy un paso
hacia atrás y me apoyo contra el pasamanos para dejarlos cruzar, pero el
hombre de Aquitan se detiene ante nosotros.
El majordome nos guía hasta nuestra pequeña habitación, una litera bajo la
cubierta superior, con una ventana redonda y diminuta que da al agua. El
chakrano deja el equipaje en el centro de la habitación. Parece una pila de
trapos abandonados por un pasajero.
—Hay una sola cama —dice el majordome—. Los arreglos fueron de último
minuto.
—Nunca pensé que sucedería —dice en voz baja—. Hay tanta gente allí
afuera, en el muelle.
—Una vez que vea lo que somos capaces de hacer, será más respetuoso. —Se
vuelve hacia mí, con brillo en los ojos. No recuerdo cuándo fue la última vez
que la vi tan feliz—. Jetta, ¿quieres venir con nosotros?
—De acuerdo.
Intento abrir la ventana, pero está trabada, así que me dirijo al lavabo. Un
cuenco de porcelana con rosas pintadas se encuentra en una cómoda de
madera. A su lado, hay una jarra de metal llena de agua. Vierto un poco sobre
las manos y me froto la cara, los brazos y hasta el cuello, donde el sudor ha
brotado bajo mi abundante cabello, pero el agua está tibia y me hace sentir
más pegajosa. Me recojo el cabello en un moño y suelto algunos mechones
para enmarcar mi cara. Después, limpio el polvo de mis zapatos y aliso las
arrugas de mi falda, pero es de seda cruda roja. No hay forma de ocultar el
desgaste y las manchas.
—¿Leo?
—Jetta.
Entra y cierra la puerta. Recorre la habitación con los ojos y, cuando al fin me
mira, se queda en silencio un instante.
—Tú también. —La esperanza crece en mí, inesperada, pero tibia—. ¿Estás…
estás trabajando en el barco?
—Estoy aquí para hacer un trabajo, pero no este. ¿Dónde está tu familia?
—No tienes tanta suerte. —El tono de Leo me sorprende, y aunque solo ha
pasado un día, parece diferente. Está distante o asustado: no hay ningún
indicio de las sonrisas a las que me he acostumbrado. Sujeta mis manos y me
mira a los ojos—. Tenéis que abandonar el barco.
—¿Qué? —Mi voz ha subido una octava. Leo pone su dedo sobre mis labios.
Digo la siguiente palabra en su palma—. Explícate.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque —dice con cuidado— acabo de ayudar a traerlos a bordo en una caja
de champán.
—¿Cómo has sido capaz? —Lo empujo tan fuerte como puedo, y él se
tambalea y se apoya en la pared. El dragón levanta la cabeza, alerta, y yo
gruño—: Ve.
—No, ¡te lo juro! ¿Qué es esta cosa? —Forcejea con el dragón, que le sujeta el
brazo con la mandíbula. Leo grita y yo pongo mi mano sobre el lomo de la
marioneta.
—Despacio —le digo, y afloja la mordida, pero solo un poco—. ¿Por qué los
ayudaste? ¡Sabías que estábamos a bordo de este barco!
—Soy una artista de las sombras —digo en voz baja, tanto para él como para
mí, pero, aunque no es una mentira, tampoco es la pura verdad. Me aclaro la
garganta—. Lo único que quiero es salir de aquí.
—Claro, porque nuestro último trato salió muy bien, ¿no? —Intento frenar mi
corazón y de ordenar mis ideas. Leo tarda en cerrar los tratos, pero es muy
veloz para manejar el arma—. Ayúdame a detener el complot.
—¿Crees que puedes derribar a una decena de hombres que tienen los
últimos fusiles?
—Jetta…
—No sé sus nombres. Todos son chakranos y llevan una librea idéntica a la
mía. —Mueve la mano hacia el cinturón, y evita mi mirada mientras se quita
los pantalones oscuros. ¿Hay un leve rubor en su mejilla? Yo miro al lado
también, pero una risa nace en mi garganta ante lo absurdo de la situación.
Robar el uniforme de un rebelde, pero tratar de preservar su modestia—. ¿Un
par de pantalones de tu padre es demasiado pedir?
—No te preocupes —le digo, buscando las cintas que están sobre la cama—.
Nadie te verá aquí.
—Jetta, por favor. —Escudriña mi rostro mientras amarro sus manos y sus
pies, con un nudo más flojo de lo necesario—. Todavía hay tiempo para salir
de aquí, para encontrar a tus padres. Podemos volver a Le Livre. Buscar otra
solución. Habrá otro barco…
—¿Uno que pueda pagar? ¿Uno que me lleve hasta Le Roi Fou? Tú también
viste a las multitudes en los muelles. Tienen razón en estar desesperados. —
Me alejo y el dragón se aleja conmigo. Se sienta sobre sus patas traseras, muy
complacida, y comienza a lamerse la cola—. Volveré para liberarte una vez
que haya terminado con los rebeldes. Sé que tienes que volver a Luda.
Tu carta me trajo más alegrías de las que he tenido en un año. Gracias por
escribirme. Espero que se convierta en un hábito.
Hay algo más que me inquieta. Nuestro padre dice que es solo la boda, pero
creo que es otra cosa. La rebelión está creciendo, y dejaré el país durante seis
meses, con muchos asuntos pendientes. Le he dicho que este viaje a Aquitan
es una mala idea: ¿qué mejor manera de sofocar una rebelión que devolverle
la corona al legítimo rey y llevar a ese rey ante su pueblo? Pero Padre cree
que el rey debe quedar fuera de peligro para que el ejército pueda derrotar a
los insurgentes. Está seguro de que todo terminará en unos pocos meses, o
eso dice al menos, aunque tengo la sensación de que me oculta algo.
Theodora
P. D.: Casi lo olvido, pero Les Chanceux no es la única cura. ¿He despertado
tu interés? Ven a verme y te lo contaré todo una vez que nos alejemos del
muelle.
Capítulo 22
Abro la puerta y miro a ambos lados, pero el estrecho corredor está vacío.
¿Dónde podrán estar los rebeldes?
¿Cómo los esconden? No creo que los carguen en el hombro. Sería mucho
más sencillo si fueran pistolas en lugar de fusiles, como la que le quité a Leo y
ahora llevo en el bolsillo, donde golpea contra mi muslo. Tal vez los
escondieron en distintos lugares del barco y los recogerán al recibir una señal
secreta. O tal vez los cubrieron de flores, o los escondieron en sus chaquetas
y caminan tensos por la cubierta.
Me sudan las palmas. Las limpio en los pantalones que le he robado a Leo.
Después, vuelvo a subirme el cinturón. Tiemblo, pero no de miedo, sino de
una emoción distinta. Se parece a la presión que experimento antes de hacer
una obra que ensayamos muy pocas veces, una tensión que me hace sentir
hecha de cuerdas muy apretadas.
La pregunta es extraña.
—¿Quiénes?
—El que te mire —dice, pero a medida que aumenta mi sospecha, él también
se vuelve más receloso. Me mira la chaqueta, demasiado grande, y los
pantalones, demasiado flojos—. No eres uno de los nuestros.
—No, no lo soy. —Saco la pistola del bolsillo y el hombre abre mucho los ojos
cuando se apoya contra la pared—. ¿Qué hay entre la ropa de cama? —
pregunto, pero él solo me mira boquiabierto, a mí y al arma. No responde, así
que le arranco las cosas de la mano y caen al suelo: almohadas, sábanas,
edredones. Nada más.
Antes de que pueda tratar de detenerme otra vez, corro por el corredor y
atravieso las ruidosas cocinas, donde los verdaderos sirvientes entran y salen
llevando bandejas para los invitados. Se hacen a un lado mientras subo las
escaleras. Pero en la cubierta, vacilo. Lo que veo me quita el aliento.
La escena: una fiesta en pleno apogeo bajo un cielo pintado de oro y rosa. La
espléndida luz del atardecer reluce en los vestidos y en las copas, en las joyas
y en las medallas, hay muchas personas y todas llevan su mejor ropa.
Soldados de Aquitan en uniformes planchados hacen guardia a lo largo del
pasamanos. Funcionarios y cortesanos, barones y oficiales azucareros,
mujeres con vestidos hermosos y hombres en elegantes trajes de etiqueta con
chisteras. Todos pálidos, todos aquitanos.
Desde el mar, donde el último destello del atardecer pinta las aguas de
dorado, las olas comienzan a levantarse, golpean contra las orillas, rodean los
maderos del muelle y se agitan entre las cañas. Los aquitanos siempre se han
burlado de la magia del momento, dicen que las mareas cambian con la luna
llena. Pero a medida que el rey se mantiene erguido y el barco se aleja del
muelle, el agua nos alza entre sus manos como un dios benevolente.
Los que están adelante retroceden, tratando de retirarse mientras los que
están detrás de ellos avanzan y, en todo el muelle, la violencia de la multitud
empuja a las personas al agua. Otros caen al suelo y el gentío se estrella
sobre ellos como si fuera una ola. Los soldados del cordón desenfundan, pero
yo no puedo apartar la vista del que le disparó al refugiado.
Levanta la cabeza justo cuando los alborotadores pasan a su lado, así que no
logro verlo bien, pero no es él. No puede ser él. Mi hermano está muerto Y, si
estuviera vivo, nunca le dispararía a un hombre asustado por la espalda.
Los motores del barco gruñen bajo mis pies cuando el capitán acelera la
marcha; la banda se tambalea, y el majordome les grita que sigan tocando.
Pero antes de que estemos fuera de alcance, una botella en llamas sale
volando de la multitud y estalla contra el pasamanos. El fuego salta entre los
tablones y consume el barniz fresco, y se oyen los gritos de los invitados. Los
soldados corren hacia las llamas y tratan de apagarlas con sus chaquetas.
—¡Maman! ¡Papa!
Pero resuenan más disparos. El resto de los rebeldes dispara a los invitados.
Chakranos delgados, con nuevos cortes de pelo y uniformes robados: apuntan
a los oficiales del ejército con las armas que ayudé a poner en sus manos.
Veo que se asoma cuando lo llamo, escondido tras una mesa volcada.
Entonces abre grandes los ojos.
—¡Jetta!
—¡Papa!
Cae al suelo cuando llega otro disparo, esta vez del arma de un rebelde. El
soldado pierde el equilibrio y su rifle cae sobre la cubierta con un estruendo.
Mi madre sube sobre la mesa, con la cara llena de lágrimas. Corre hacia mi
padre y, durante un instante, sus manos revolotean como hojas en la brisa.
Después se arranca el cinturón del sarong para enrollarlo alrededor del brazo
de mi padre.
—Los soldados empezaron a disparar sin razón —dice mi madre en voz baja,
con expresión de incredulidad.
—¿Cómo lo sabes? —Mi madre me mira y luego frunce el ceño—. ¿Y qué llevas
puesto?
Abro la boca, pero ¿por dónde empezar? ¿Por la advertencia de Leo? ¿Por las
armas que metimos de contrabando en la ciudad? ¿Por contarle que, si yo
hubiera escuchado a Leo, podríamos habernos ido antes de que comenzara el
tiroteo? ¿Y dónde está él ahora? ¿Atrapado abajo todavía? Tengo una
sensación familiar en la boca del estómago, pero a la inversa. Parece
sefondre, pero en lugar de que todo se complemente, todo se ha
desmoronado.
Antes de que pueda hablar, oigo pasos que se acercan, botas pesadas sobre la
cubierta. Al mirar hacia arriba, veo que estamos rodeados de soldados. Uno
de ellos me tiende una mano y yo la sujeto sin pensar. Después, grito mientras
él me retuerce el brazo. El dolor se dispara por mis hombros mientras sujeta
la otra muñeca.
—¿Por qué?
Otro guardia se para delante de mí. Tiene la pistola que acabo de tirar.
—Por traición.
ACTO 3,
ESCENA 29
El dragón solo agacha la cabeza. Suavemente, Leo toca el nudo. Jetta usó una
cinta para el pelo y la seda se desliza entre sus dedos con facilidad. Pero el
fantouche se agazapa en posición de ataque.
Leo: Merde.
Leo se pone de pie y el dragón alza la cabeza para mirarlo. Él levanta una
ceja.
Se dirige hacia la puerta, pero se detiene justo antes de abrirla. Mira el resto
de los fantouches dispersos por el suelo. Una expresión de incertidumbre
cruza su rostro. Dice, con un tono más amable:
Leo: ¿O quieres que te arroje al fuego, como hizo ella con los demás?
Leo: ¡Merde!
Leo mete la carta entre los papeles y guarda todo en su bolsillo. Después,
sujeta la cinta y sale corriendo. El dragón avanza detrás de él. Hay gritos en
la cubierta, pero él corre hacia el otro lado, hacia el comedor, donde los
platos de porcelana y los vasos de cristal esperan una comida que se enfriará
en las cocinas. El dragón la sigue pisándole los talones.
Al final del comedor, cruzan las puertas dobles que dan a un balcón con vistas
al mar. Frunciendo el ceño, Leo mide la distancia hasta la orilla, pero está
demasiado lejos para nadar con la mochila. A regañadientes, la arroja por la
borda hacia el río oscuro: es mejor que nadie tenga que dejarla atrás y los
soldados la descubran. Después, se sube a la barandilla y está a punto de
saltar al río. Vacila cuando ve un bote de pesca, una de las muchas pequeñas
embarcaciones que navegan en el río. Este está bastante cerca de Le Rêve, en
especial teniendo en cuenta el tiroteo.
Leo silba y saluda a los hombres que están en el bote, ambos con equipos de
pesca descoloridos. Aunque, mirando con más atención, ve que uno de los
hombres está empapado y que su cara es muy familiar. El otro hombre lo
ignora, sin dejar de remar hacia la orilla. Con una mueca, Leo silba de nuevo.
Después, arroja la cinta por la barandilla, y el dragón salta tras ella, con su
cuerpo de cuero gracioso y largo como el de una serpiente. La pintura dorada
de la marioneta brilla bajo los últimos rayos del sol poniente.
Leo: Su Majestad.
Raik se vuelve a sentar en el bote, entre las redes de pesca, y las arroja sobre
el dragón, que se contorsiona y se entretiene con este nuevo juguete. Leo se
sienta a su lado, mientras hace un gesto en dirección a la nave, los gritos, la
confusión.
Leo: ¿Y para que tu pueblo se enfade y se una a la rebelión? Una vez que se
corra la voz de que un soldado le ha disparado al Joven Rey habrá disturbios.
Raik: ¿Quién?
Ahora siento que trata de huir, junto con la chispa de mi alma y toda la luz
que hay en mí. Aprieto los puños como tratando de aferrarme a ella, pero se
escapa entre mis protestas, mis súplicas y, por último, mi risa amarga. Uno de
los soldados se burla de mí como si supiera que estoy loca, pero nunca me he
sentido más cuerda. Es el resto del mundo el que no tiene sentido.
¿Alguna vez fue posible llegar a Aquitan o ha sido todo una ilusión? Tal vez
buscar una cura era la verdadera locura. Viajar hasta los confines del único
mundo que conozco solo para regresar al poco tiempo. Dar todo por una vida
mejor y que no sea suficiente. Tratar de detener a los rebeldes y que me
acusen de traición.
De cualquier manera, no lo veo. Los soldados nos arrastran por las calles. La
ciudad está apagada y ya no hay celebraciones. Pero cuando mi madre ve que
nuestro lugar de destino surge entre la oscuridad, sus gritos cortan el aire.
Ella se resiste, pero los soldados nos hacen marchar inexorablemente por el
camino de piedra tallada hasta el templo negro, la Corte del Infierno, donde
se esconde Le Trépas. Mientras nos llevan por el umbral, las protestas de mi
madre se convierten en alaridos. Hacen eco en el largo corredor, una y otra
vez, chillidos sin palabras como cristales que estallan. En algún lugar, en la
oscuridad, un hombre comienza a gritar en respuesta.
Las sombras huyen ante nosotros. La única luz que hay viene de las antorchas
humeantes que cuelgan de las paredes. Arrojan una luz débil que la negrura
de la bóveda cavernosa devora. A lo lejos, se alza una estatua de piedra,
despojada de su oro. Su rostro se pierde en la oscuridad, cerca del techado
distante, pero tiene el farol vacío a sus pies. Es el Rey de la Muerte. Aquí no
hay ofrendas, y tampoco almas, aunque puedo oler la muerte en el aire.
Un carcelero apoya los pies en el altar de piedra negra, cerca de la estatua.
Mientras nos acercamos, se levanta y agarra un juego de llaves y un farol de
su improvisado escritorio.
Por fin, nos detenemos ante una celda igual a todas las demás, solo que está
vacía. Los guardias nos empujan por la puerta. Cuando el carcelero la cierra,
la oscuridad desciende como un telón: la función ha terminado. No hay luz,
nunca ha habido, y nunca regresará. Pero los gritos de mi madre no se
detienen, reverberan en la celda y hacen que la negrura cobre vida. Después,
se oye un sonido sordo, una y otra y otra vez, mientras ella se arroja contra la
puerta.
Mi padre se apoya contra la pared y nos rodea con sus brazos. Nos sentamos
en el suelo, muy unidos. Entonces, mientras mi madre solloza, mi padre
empieza a cantar.
Canta las canciones de nuestros espectáculos, viejos aires del valle, arrullos y
tonadas que hablan de casa. Canciones para recordar, para descansar, para la
hora de dormir; canciones para jugar, para rastrillar el arroz, para arrear
búfalos de agua. Las canta todas, una y otra vez, a lo largo de la noche,
mientras la desesperanza vuela en círculos como un buitre y la eternidad cae
en el abismo que se abre entre las horas. Me aferro a su voz. No, mejor dicho,
su voz se aferra a mí, me envuelve como una manta, vuelve tibia la piedra
fría. Mi madre también se calla, tranquila o agotada. Y no es solo ella. Cuando
mi padre canta, los demás prisioneros hacen silencio en la oscuridad, incluso
el hombre que gritaba.
Pero no hay nada que pueda hacer para ayudarlo. No hay nada en la celda, ni
agua para lavar sus heridas, ni paños limpios para vendarlas, ni campanillas,
ni alcohol; solo piedras y suciedad y huesos de los animales que han muerto
aquí en la oscuridad. Si al menos hubieran dejado sus almas, yo podría
romper el cerrojo y abrir la puerta. Pero nada se atreve a acercarse, ni
siquiera cuando escarbo mis heridas y escapan gotas de sangre sobre la piel.
Hasta los muertos le temen a Le Trépas, excepto por los espíritus de sus
seguidores. Pero le doy las gracias a la oscuridad: prefiero no encontrar
ninguna luz antes que un destello de fuego azul.
Las horas pasan como si fueran años. Nadie abre nuestra puerta, ¿por qué?
¿Habrán revisado nuestra habitación y encontrado nuestro equipaje? ¿Habrán
encontrado a Leo? ¿Les habrá contado lo que soy y lo que soy capaz de hacer?
No hemos comido desde ayer, pero no tengo hambre. La sed, sin embargo, me
lima la garganta. Debe ser peor para mi padre, pero él no se queja. ¿Y su
brazo? Está hinchado, caído, caliente al tacto. El dolor parpadea como una
llama en su rostro, e incluso en el frío de la celda, el sudor brilla en su frente.
Ahora que no canta, comienzan a llegar poco a poco los sonidos de los demás
prisioneros: hombres que susurran, que lloran. Alguien tose como si su carne
se desgarrara. Pasan las horas y, finalmente, escucho sollozos, suaves y
cercanos, y pienso que es mi madre hasta que me toco la cara y encuentro las
lágrimas, tibias como la sangre.
Al menos, mi madre ya no grita. Está acostada con la cabeza sobre las piernas
de mi padre, mientras pasan las horas, y él acaricia su cabello. La respiración
de mi madre es superficial y uniforme, y pienso que está dormida hasta que
habla:
—¿Los ves?
Su voz es muy baja y sus labios apenas se mueven, pero mi padre también la
escucha hablar.
—En el vertedero —adivina, con tanta claridad que me hace preguntar si ella
también los vio, años atrás.
Ella dijo que eran mis hermanos y mis hermanas. Si son perversiones, ¿qué
soy yo?
Trago saliva. Cuando crucé el cementerio, ¿traspasé una lápida tallada para
mí?
Me siento contra la pared, la piedra fría contra la piel pegajosa. Bajo la tela
húmeda de mi uniforme, mi cicatriz pica. El fuego hace dos años, mi tercer
roce con la muerte. ¿Qué pasará con mi alma cuando el Rey de la Muerte
finalmente venga por mí? ¿Buscaré los cuerpos de los muertos para vestir su
carne podrida hasta que se caiga?
Con su canción hace pasar las horas. Es agotador cantar sin parar, sin comida
ni agua, sin que nadie limpie sus heridas; e incluso un artista tan bueno como
mi padre no puede continuar para siempre. Pero él no se queja, y yo me dejo
llevar por la melodía mientras mi corazón late al ritmo de la canción.
Uno levanta un farol para estudiar nuestras caras: la de mis padres y la mía.
El brillo de la luz duele. Me retuerzo, como un gusano bajo una piedra. Tengo
el pelo sucio y enredado, la piel cubierta de lodo y la librea está manchada de
agua y cosas peores. Debo parecer la peor clase de persona: una criminal,
una convicta, una loca. Pero el soldado hace un gesto con la barbilla en mi
dirección:
—¿Qué ocurre?
La superficie está desnuda, se han llevado el farol, el tintero, los papeles del
carcelero, sus llaves. En su lugar, solo hay un vaso de agua. Brilla a la luz de
las antorchas como una copa de champán; en mis oídos resuena un timbre, un
sonido agudo e interminable. Apenas puedo apartar la vista del vaso.
Por supuesto. Su hijo. Legarde debe saber que Leo está involucrado con los
rebeldes. Es el motivo por el que él quiere interrogarme personalmente, aquí,
en la privacidad de la prisión. ¿Habrán encontrado a Leo en mi habitación? ¿Y
si admitiera que lo dejé atado allí, ayudaría o empeoraría mi situación? El
general lo ha repudiado. Ha dicho «Leo Rath», no Leo Legarde. ¿Y la carta de
Theodora? Siempre serás mi hermano, sin importar lo que él diga. Intento
ordenar mis pensamientos, pero el general toma mi vacilación como una
evasiva.
Me lanza una mirada reveladora, que es casi una burla, y yo apelo a todo el
poder de las musas para no cambiar mi expresión. El hombre no da ninguna
indicación de que está hablando de su propio hijo, pero las palabras me
irritan: así habla un hombre que tenía una amante en un teatro de Le Verdu.
—Ojalá lo supiera —digo, también con la verdad, aunque suene como una
mentira—. ¿Tal vez a Luda? Si supiera exactamente lo que usted quiere saber,
podría ser de más ayuda.
Legarde me mira un rato. Miro el vaso, y aprieto mis dientes mientras mueve
su mano para señalar mi uniforme sucio.
—Es el uniforme que los rebeldes usaban para subirse al barco. Un sirviente
informó que lo amenazaste con un arma. Pero cuando interrogamos a los
rebeldes supervivientes, ninguno te conocía. Además, fuiste invitada a bordo
por pedido de Leo. Deben conocerse bien.
Abro la boca para refutar la afirmación: son muchas las cosas que yo no sabía.
Tanto que ni siquiera había sospechado. Pero entonces, ¿por qué echarle la
culpa a Leo?
—Él quiso ayudarme —digo por fin, y al pensarlo, las palabras finalmente
salen—. Nos conocimos en Luda. Yo fui allí por La Fête. Solo soy una artista
del teatro de sombras. Estábamos… estaba tratando de llegar a Aquitan, para
bañarme en Les Chanceux. Para encontrar una cura para mi malheur. Leo
dijo que me ayudaría a llegar allí. Dijo que yo le recordaba a alguien que
había conocido.
—Sí, señor. —Por dentro maldigo, pero pinto gratitud en mi cara, una
máscara gruesa como el maquillaje teatral—. Quizás recuerde mi pequeña
actuación. Cuerdas delgadas como una tela de araña. Usted me dio cinco
étoiles. Se lo agradezco, señor. Gracias.
—No que yo recuerde —miento, y una sonrisa toca sus labios y luego se
desvanece.
—¿Sí, señor?
—¿A la celda? —El pánico crece en mi pecho, agudo y asfixiante—. Pero ¡no
soy una rebelde!
Da unos sorbos de agua mientras los soldados sujetan mis brazos con manos
como tenazas. Desaparecen mi seguridad y mi valentía. Forcejeo todo el
camino y los obligo a arrastrarme por el corredor. Grito y, desde las celdas,
mientras pasamos, responden a coro con más gritos.
¿Quién era la persona de interés que se fue con Leo? ¿Otro rebelde? Si
hubiera tomado otras decisiones a bordo de Le Rêve, todos podríamos haber
huido.
—Me gustaron las canciones —dice al fin, mientras saca una petaca de su
chaqueta y la coloca en el suelo.
Ella toma un trago tan profundo que casi puedo oírlo: el sonido del agua que
sube como la marea creciente que invoca el rey, o como el agua que corría
por el tubo volcánico en Lak Na mientras yo me asomaba por la piedra rota.
Pero luego mi madre le pasa la botella a mi padre. Él toma un solo sorbo. Nos
pasamos la botella, a solas de nuevo con la oscuridad. Al menos por esta
noche, nos tenemos los unos a los otros.
Enviado a las 02:07 h
Cher Antoine:
À votre service,
ESCENA 31
Capitaine: Buenos días, querrás decir. Estoy aquí para buscar a los titiriteros.
Capitaine: El questioneur está listo. ¿Por qué tardar más? La información que
nos darán quizás nos lleve hasta el rey.
Los soldados se acercan, nerviosos. Sujetan a Jetta por los brazos, pero ella se
libera de ellos y se abalanza sobre el capitaine. El adjutant le da una bofetada,
Jetta pierde el equilibrio y el capitaine maldice. Pero Jetta se lleva la mano a
la mejilla y lo observa.
A la tenue luz del pasillo, las sombras suavizan su mandíbula tensa. Se parece
más al Akra que vi por última vez hace dos años y menos al soldado del
muelle. Sin embargo, no me atrevo a tocarlo.
—Yo también te vi. —El arma robada se resbala entre mis manos. ¿Podría
haberle disparado al soldado tal y como Akra le disparó al refugiado en el
muelle?—. Tenía la esperanza de haberme equivocado.
—Akra…
—Es un buen plan, Akra, Pero no olvides los disfraces. —Hace un gesto en
dirección a los soldados—. Jetta, tú y Meliss poneros los uniformes, rápido. Y
esconded el pelo bajo los gorros.
—Me gustaría descansar aquí un rato. Ha sido un viaje muy largo —dice,
sonriendo un poco.
—¿Qué?
—Dame el arma —dice, pero vacilo, así que me la quita. Coloca la pistola
entre las manos de mi padre y cierra sus dedos alrededor de ella. Luego, se
pone de pie—. Vístete, Jetta.
Arrugo la frente.
—Vístete.
—Akra…
—¿Quieres que lo deje sin salida? Me enviaron aquí para que os llevara ante
el questioneur.
—Papa…
Akra no vacila. El gong sigue sonando, y la gente corre de un lado a otro por
las calles oscuras. Algunos soldados en uniforme y ciudadanos a medio vestir
se dirigen hacia el fuerte, otros hacia el palacio, otros en todas las
direcciones. Pero cuando un joven soldado cruza nuestro camino, Akra lo
sujeta del brazo.
Akra maldice.
—¿Cuántas?
—Se han informado seis. Los soldados están patrullando las calles, pero los
lugareños están enfadados. Puede que se avecine otro motín.
Akra ahoga otro insulto y libera al soldado, que se dirige tambaleándose hasta
su puesto.
—¿Para qué?
Gira sobre sus talones, alejándose del corazón de la ciudad, hacia la cresta de
la caldera que se levanta a espaldas de la Corte del Infierno. Mientras nos
apresuramos por seguirlo, el rostro de mi madre se transforma, trastabilla. Y,
de repente, lo entiendo. No huíamos de Chakrana para buscar una cura, al
menos, no era la única razón. Incluso después de todos estos años, Maman
seguía intentando escapar de Le Trépas.
Pasamos los restos oscuros del templo y avanzamos por el jardín en ruinas. A
medida que nos alejamos de la plaza, de la corte y la confusión, los sonidos de
la ciudad se desvanecen, acallados por el follaje, aunque el repique del gong
en la lejanía continúe sonando como un corazón de metal. Las estatuas de
piedra se asoman entre la exuberancia de las camelias y el jengibre. Hay
almas aquí, que revolotean a través del aire denso. Gotas de sudor brotan en
mi frente mientras me aseguro de que no haya indicios de fuego azul, de algo
que nos siga, pero por suerte no aparece nada.
Cerca de la cresta, hay una suave pendiente en el terreno, hasta que las
malezas del jardín dan paso a la espesura de la selva. Pero en lugar de cruzar
la vegetación, Akra nos guía a lo largo de la línea de árboles. Aunque las
sombras son profundas y el ejército está ocupado, me siento expuesta.
Mi madre también está sufriendo, pero ninguna de las dos desperdicia aliento
en quejas, y Akra solo sigue avanzando, aunque se apiada y modera el paso.
Por fin, la senda nos lleva a un edificio largo y bajo, encaramado en la cara de
la cresta: el taller. Las paredes están hechas de bambú y pintadas de verde
oscuro, y el techo es de hojas de palma. Uno de los lados está abierto y mira a
la ciudad, y un andamio de bambú sale de la gran abertura, como un muelle
en el aire.
—¿En qué trabajan aquí? —pregunto, frunciendo el ceño, pero Akra se lleva
un dedo a los labios y señala. Necesito un momento para entender lo que me
está mostrando: la luz que brilla en el edificio no es un alma perdida, sino una
lámpara.
Sacando su arma, se acerca más a la puerta del taller, que está entornada.
Akra mira en el interior, y yo intento ver por encima de su hombro, arrugando
la nariz. Hay un olor extraño en el aire aquí, un olor químico que hace
hormiguear mi lengua. Pero lo que veo es aún más raro: una habitación llena
de enormes artilugios, hechos de bambú, hierro y cuero, y cada uno de ellos
es diferente y está en distintas etapas de terminación.
Por aquí y por allá, hay varios aparatos más a medio construir.
—¿Qué son? —le susurro despacio al oído a Akra. Se humedece los labios.
—Máquinas voladoras.
—¿Voladoras?
Dentro del taller escucho el campaneo del metal y una exclamación ahogada.
Se me hace un nudo en el estómago, pero Akra maldice, golpea la puerta y
levanta el arma.
Allí, en las sombras, una figura vacila. Durante un instante, parece una
extraña marioneta, pero cuando miro otra vez me doy cuenta de que es una
persona cubierta de pies a cabeza: botas negras pesadas, una gruesa bata de
cuero que llega hasta el suelo y guantes de goma negros hasta el codo. Hay
algo que me resulta familiar en su figura y en su pelo dorado.
—¿Qué?
—Quieta —dice Akra—. O haré que le pongan una mordaza también. ¿Jetta?
Abro mucho los ojos y miro a Akra en busca de confirmación, pero él no quita
la vista de La Fleur. Sus labios rojos son amargos como bayas. Me acerco con
cautela, buscando algo que pueda usar como cuerda. Reviso su mesa de
trabajo y veo alambre, pero no me atrevo a dejar que muerda su carne. Akra
saca un cuchillo corto de su cinturón.
—¿Qué crees que haces? —sisea Theodora mientras le quito los guantes y
enrollo la manguera alrededor de sus muñecas—. Soy la hija del general.
—Lo que te convierte en un rehén perfecto —dice Akra. Él mira sus gafas, su
delantal, sus botas—. Así que tú eres el científico.
—¿Estás sorprendido?
Akra entrecierra los ojos, pero mi madre avanza hacia una de las máquinas
voladoras, y recorre un ala de bambú con las manos.
—¿Funcionan?
—Jetta, no lo hagas.
—¿Qué haces?
—Entra.
—Jetta…
—¡Solo entra!
—Arriba, vuela.
El alma del halcón está ansiosa por surcar el cielo. El techo se acerca a toda
velocidad. Mi madre intenta cubrirme la cabeza con los brazos mientras
atravesamos el techo de hojas. Hay restos en mi cabello, en mis ojos, en el
aire que nos rodea, pero caen sobre el taller mientras el pájaro flota en el aire
fresco de la noche. Quito las hojas del uniforme robado e intento orientarme.
Ante nuestra vista, la ciudad se extiende como en un escenario: allí, el
palacio; más allá, el templo.
Akra también está asombrado, pero no por lo que vemos desde las alturas.
23 de Août
2 de Septembre
-El queroseno tal vez no sea una buena solución. ¿¿¿¿Alcoholes metilados????
Capítulo 25
Los proyectiles pasan a toda velocidad. Akra devuelve el ataque, pero sus
disparos no dan en el blanco mientras nuestro halcón se aleja para esquivar
las balas. Surca el aire con la misma velocidad que cuando estaba vivo. El
mundo entero parece girar, pero Theodora se queda rezagada. Mientras
nuestro halcón disminuye la velocidad, exploro el horizonte: veo el templo,
cruzando el jardín. Le murmuro unas palabras al alma del halcón y señalo la
Corte del Infierno.
Akra maldice y vuelve a cargar su arma, pero tiene la cara pálida y las manos
temblorosas. Las balas se le resbalan y no deja de mirar hacia abajo.
—¡Debemos dar la vuelta, Jetta! ¡Hay que cruzar la cresta y salir de la ciudad!
—¡No! —Mi madre me sujeta del brazo y apunta hacia el sur, hacia el mar de
los Cien Días—. ¡Deberíamos irnos ahora mientras podamos!
—¿Irnos?
—¡A Aquitan!
—No podemos viajar hasta allí —dice Akra—. No tenemos comida, ni agua…
—Esto no tiene que ver conmigo —replico con los dientes apretados—. Vamos
a volver al templo.
Pasamos por encima del jardín mientras Theodora da vueltas para seguir
nuestros movimientos, pero cuando llegamos a la montaña, el alma se
esfuerza por subir. Las almas son fuertes, pero la grieta en el bambú dificulta
el ascenso. De todas formas, avanza contra el viento y asciende por el lado de
la caldera. Finalmente, cuando llegamos a la cima, el reino se despliega ante
mí como si fuera un escenario iluminado por el débil resplandor del
amanecer.
Veo hojas como manchas verdes. Siento ramas que me azotan las mejillas.
—¿Jetta?
—¿Estás bien?
—Una costilla rota —dice, respirando superficialmente—. Tal vez dos. ¿Tú?
—No lo sé. —Recorre con la mirada la copa de los árboles y el cielo distante—.
Pero tenemos que encontrarla y salir de aquí.
Hay una pregunta tácita en su voz, pero no tengo las palabras ni el tiempo
para explicar.
No, no puedo perderla a ella también. Pero si estuviera muerta, ¿no vería la
luz brillante de su alma? Me arrodillo a su lado para buscar el pulso en su
garganta y me dejo caer aliviada cuando lo encuentro latiendo fuerte. Pero su
respiración es tan superficial que al principio no la sentí.
—Sí —le digo, enérgicamente, enfadada por la pregunta, pero cambio el tono
de mi voz—. Algo le sucede y no sé qué es. ¿Podría haberse roto el cuello? —
pregunto recordando mi propio temor.
Lucho para quitarle las botas. No están bien atadas, pero me tiemblan las
manos. Akra palpa con cuidado su cabeza, recorre las orejas y el cabello con
las manos. Después, gruñe.
—¿Qué sucede?
—Tiene un bulto del tamaño de un lichi. Se golpeó la cabeza. ¿Cómo están los
dedos de los pies?
—Mejor tibios que fríos. —Akra se pone en cuclillas—. Sabremos más esta
noche.
—No hay nada más que podamos hacer —responde—. Y tenemos que salir de
aquí. ¿Puedes sujetarla por los pies?
—¿Qué?
—¿Y luego? —Me muerdo el labio—. Maman quería ir a Aquitan, pero no hay
manera de que podamos cruzar el mar así.
Abro la boca, pero ¿qué decir? ¿Cómo resumir los últimos años? Nuestro
hogar parece estar todavía más lejos que Aquitan.
—Akra…
Pero antes de que pueda decir otra palabra, las hojas se agitan de nuevo y
una mujer chakrana sale de las sombras.
Ella entrecierra los ojos. Observa las botas que llevo, demasiado grandes, y la
chaqueta holgada.
—Lo juro —digo, con los ojos bien grandes, mintiendo con descaro—. Pídele
que te cuente una historia, que fabrique un fantouche…
La rebelde se burla.
—¿Degradado?
—Desertor.
Al oír sus palabras, mi lengua arde de rabia: de repente, quiero explicarle por
qué se alistó. Pero el segundo rebelde se interpone entre ella y yo: un hombre
mayor, tatuado, pero sin camisa, sin vergüenza de todos sus pecados. Se
arrodilla junto a Akra y le habla en voz baja:
—Da las gracias de que te deje llevarla —dice en voz baja, hablándome, pero
mirando a mi hermano—. Es más de lo que yo pude hacer cuando sus
hombres incendiaron mi aldea.
El dolor que hay en mi pecho, ¿es porque me falta el aire o porque siento
vergüenza? Miro a Akra, pero él evita mis ojos. La rebelde ríe y su risa suena
como un estallido de cristales.
Aunque llevarla en el palanquín es más fácil, evitar que se caiga sigue siendo
un trabajo agotador. Me concentro en mis pies, porque no quiero resbalar y
arrojarla al suelo de la selva. Un pie detrás del otro, un pie detrás del otro.
Me arden los hombros y me salen ampollas en las manos. Mi mundo se
estrecha, y enseguida olvido todo menos el camino que tengo delante, el
espacio entre los pies de mi madre y los míos.
—¿Jetta?
El brillo de sus ojos apenas se deja ver entre las pestañas. Sonrío al verlo,
aunque mis labios están tan secos que duelen. No la he perdido. Ahora tengo
la oportunidad de cuidarla, por todas las veces que ella me ha cuidado. Un pie
detrás del otro, un pie detrás del otro.
El día se acerca a su fin cuando Akra se detiene. Miro hacia arriba, aparto el
pelo de mis ojos y veo lo que se extiende delante de mí: el campamento
rebelde.
—No nos has hecho caminar tanto para dispararnos al final —respondo,
jadeando. Ella entrecierra los ojos, y de repente no estoy tan segura. Pero,
entonces, la desafío con palabras que escapan de mi boca—: Hazlo, entonces.
La mujer vacila, pero esa chispa de valentía ha agotado todas mis fuerzas. Mi
cabeza y mis hombros caen. Otros rebeldes se acercan, niños también ¿Nos
mataría ante sus ojos? La escena se desarrolla en mi cabeza: los disparos, la
sangre. De repente, llega flotando el sonido de otra voz, pícara, irónica,
familiar.
Camina hacia nosotros y parece igual de adorable que siempre ahora que
viste un largo sarong, en vez de un atuendo de seda. Es Cheeky. Les sonríe a
nuestros captores, y yo me quedo mirándola. El mundo parece girar, como si
estuviéramos de vuelta en el aire. ¿Estoy soñando o de verdad está aquí? Pero
nunca hubiera imaginado que se convertiría en rebelde, ni que llevaría un
machete en la cintura y la serpiente de Eve alrededor del cuello.
—¡Qué pena! Me gustaría tener una boa nueva —dice Cheeky, acariciando las
escamas de la serpiente—. Esta no tiene plumas. Entonces, ¿qué son estos?
Quiero replicar las condiciones bajo las cuales logró despegar. Aquí hay algo
raro, pero estoy a punto descubrirlo, lo sé. Te dije que podía resolverlo. ¿No
te alegras ahora de que no me haya casado en alta mar?
Theodora
Capítulo 26
Por pedido de Cheeky, nos llevan a un largo pabellón. Es una sala para
enfermos, o lo que los aquitanos llaman un hôpital. Pero está construido sobre
una plataforma para mantener el suelo seco, al estilo de Chakrana. Troncos
gruesos sostienen el techo de paja y los lados están abiertos para que circule
el aire. Mosquiteras de gasa cuelgan sobre camastros que forman una fila
ordenada. Algunas de las camas ya están ocupadas: pasamos a un hombre sin
pies, a una mujer vendada que gime, a un joven que parece ileso, excepto por
la mirada vacía que hay en sus ojos.
¿Fueron torturados por los rebeldes? Pero, si así fuera, ¿por qué los atienden?
Cada vez más, los relatos sobre el ejército del Tigre parecen exagerados. He
visto al ejército hacer cosas peores. Todavía es difícil dejar de lado el miedo,
pero se aleja cada vez más. O tal vez estoy demasiado cansada para seguir
cargando con él. La sala de enfermos huele bastante a limpio y, además, es un
lugar para descansar. Una vez que estoy dentro de la cama, la noche se
desvanece entre mis párpados pesados.
Después, cierro los ojos, tratando de apagar el mundo. ¿Cuánto tiempo habré
estado despierta? Esta vez, mi mente obedece mis deseos y me alejo de la
realidad hacia una oscuridad suave y secreta. Entonces, alguien me toca las
manos y me levanto forcejeando, pero el médico me susurra: silencio, silencio,
y dejo de luchar. La oscuridad se acumula detrás de mis ojos y en mi cabeza,
y todo gira como una galaxia negra mientras me hundo en un sueño sin
sueños.
Pero afuera el campamento está lleno de vida, y con los ojos cerrados, me
recuerda a Lak Na. Las risas y el canto de los niños que juegan, el ruido de
las palmas, el chapoteo de la ropa en el agua… Agua. Mi respiración silba
entre los labios agrietados y hago un esfuerzo por incorporarme. Alguien abre
la mosquitera, y cuando miro hacia arriba veo el rostro de Cheeky.
—Claro. ¿Puedo?
Asiento y ella desliza con cuidado una mano detrás de mi cuello para
levantarme la cabeza y llevar una taza a mis labios. Bebo con avidez: es agua
de un coco joven, tan dulce que se me escapan lágrimas de los ojos. Se
termina demasiado pronto.
—¿Más? —pido, pero ella ya está sirviendo más. Enfoco la mirada en sus
manos, las uñas ahora cortas, el esmalte rosa gastado.
Cheeky retira la mosquitera, y allí aparece él, apoyado en uno de los postes
en el pabellón. Me regala una sonrisa tímida y se acerca con prudencia. Tiene
un cuenco en la mano a modo de disculpa.
—Me alegro de que estés bien —comenta en voz baja. Le lanzo la taza vacía a
la cabeza.
Mi puntería es pésima, pero Leo salta hacia atrás, y Cheeky se pone de pie.
—¿Qué sucede?
—Es una larga historia —responde vagamente, y yo entrecierro los ojos. Pero
él me ofrece el cuenco—. Deberías comer algo.
—Tú también has cambiado —le digo a Cheeky entre bocado y bocado—. Me
gustaba más tu otro uniforme.
—¿Recuerdas a todas las personas que iban por el camino de Dar Som? —Leo
mira hacia el campamento—. No todos lograron cruzar la entrada vigilada por
los soldados.
Frunzo el ceño.
Cheeky vacila.
—Es difícil saberlo. Primero, fueron solo refugiados. Pero luego vino el Tigre.
—Un escalofrío me recorre al oír el nombre; mis ojos se mueven de izquierda
a derecha, como si pudiera estar al acecho en la esquina del hôpital.
—¿Qué hizo?
—Trajo ayuda —dice Cheeky en voz baja—. Hizo que sus soldados cavaran
letrinas y construyeran chozas. Trajo arroz. Envía patrullas para mantenernos
a salvo.
—Soy actriz, Jetta —dice ella, como si fuera obvio, pero su sonrisa es amarga
—. Solo que, por ahora, no tengo otro escenario.
Titubeo y mis ojos van de Leo a Cheeky. Él mira hacia otro lado. Yo no digo
nada.
—¿Y La Perl?
—Desapareció.
—Tia está patrullando la zona con los chicos, le gusta la atención que le dan.
Pero Eve… —La mano de Cheeky va hacia la serpiente en sus hombros y
acaricia sus escamas suaves—. Volvió a buscar esta cosa ridícula mientras el
ejército estaba tratando de calmar los disturbios en el muelle. Logró salir de
La Perl, pero estaban disparando y…
—Estoy despierto —dice con voz ronca. Aparta la mosquitera y se apoya sobre
un codo, con los párpados pesados. Tiene el pelo cubierto de espinas negras,
y mira a Cheeky con los ojos entrecerrados—. ¿Has hablado de la cena?
—Voy a ver —responde, y sale corriendo tras ella. Entonces, recuerdo lo que
me dijo (¿fue hace unas semanas?): «Si algún día Cheeky se queda muda,
sabrás que ha encontrado el amor verdadero». Hago mi mejor esfuerzo para
ahogar una sonrisa mientras le doy mi cuenco.
Akra revuelve la comida con la cuchara, pero sin probarla. El vapor del arroz
caliente sube y, durante un momento, se parece mucho a mi padre. Aparto la
mirada y veo el libro que Leo me devolvió. Lo recojo y lo hojeo. Aquí están, las
almas de mis fantouches, aunque falten sus cuerpos. El pensamiento me
consuela de una manera que ni la comida había logrado hacer. Después, me
detengo para sacar algo que está entre las páginas: un sobre. En su interior,
la carta de Theodora.
Miro el papel. Parece que pasaron años desde que lo vi por primera vez. ¿Por
qué me lo había devuelto Leo? Puede que sea por el agotamiento o porque,
después de todo lo que ha pasado, compartir los secretos de una carta parece
algo insignificante, pero despliego el papel.
Mientras leo, la risa de los niños flota a través de la aldea, pero la comida se
asienta como lodo en mi estómago. Les Chanceux no es la única cura. Leo la
frase una y otra vez hasta que las palabras parecen grabarse en mi mente.
Cuando Akra me habla, me sobresalto.
—¡Hace casi un año que no tenemos noticias tuyas! —Hago un gesto con las
manos, nerviosa, frustrada—. ¿Por qué dejaste de escribirnos?
—¡Nunca dejé de escribir! ¡Mandé las cartas con mi paga, todos los
trimestres! —En su rostro, la confusión da paso a la ira—. Nunca llegaron.
—No.
—¿Los rebeldes? —le pregunto, para entender—. Dicen que atacan los
puestos…
—Entonces, ¿por qué no lo hiciste? —pregunto con voz suave—. ¿Por qué no
viniste a casa?
—Tal vez no —murmura—. Pero eso no quiere decir que sea fácil escapar.
Todos sabrían dónde estuve y lo que hice. Y tampoco puedo olvidar.
Miro a mi madre, como pidiendo permiso. Por supuesto que ella no dice nada,
aunque escucho su voz en mi cabeza: «Jamás hay que mostrarlo, jamás hay
que explicarlo». Pero es Akra, mi hermano. De todas formas, las palabras no
salen, así que en lugar de hablar sujeto el libro de las almas y desato la cinta
que las une. Elijo una: el colibrí. Suelto la hoja y la pliego como si fuera una
mariposa.
—Arriba —ordeno.
Akra salta. La luz de la tarde se refleja en sus pupilas dilatadas, pero el temor
aparece en su rostro.
—¿Es magia?
—Sí, pero… —Dudo, ¿cómo explicarlo? Veo las pequeñas almas que nos
rodean. Flotan y revolotean entre los enfermos—. ¿Recuerdas la historia del
Tonto que no podía morir?
—No… yo… No, pero… —Me toco el hombro y la quemadura ahora oculta bajo
el uniforme. Después, aprieto el puño y lo vuelvo a colocar en mi regazo. Mis
cicatrices no son tan graves como las de mi hermano—. Me enfrenté a las
mismas pruebas que él. Las tres muertes.
—¿Qué pasó?
—No recuerdo las dos primeras. Pero después de que te fuiste, hubo un
accidente en el escenario.
—¿Cómo de tan grave?
—Nadie murió, pero el telón se incendió. No lo había atado bien. Estaba sola y
no fui cuidadosa. Demasiado impaciente.
—Bueno —digo, haciendo una mueca—, desde entonces, veo a los espíritus.
Como el tonto de la historia.
—Puedo decirles qué hacer —le explico—, cuando les doy nuevos cuerpos.
—Lo odia —le digo, deslizando el libro debajo de mi almohada—. Tú sabes por
qué.
—Es uno de mis primeros recuerdos: conocer a Meliss, sostenerte entre mis
brazos, Papa diciendo que tenía una nueva hermana.
—Cuéntame.
—Ella me dijo que íbamos a encontrar una cura para mí —le digo en voz baja
—. En Les Chanceux, el manantial de sanación.
Pero ¿qué hay de mis acciones en el barco? Desoí las palabras de Leo,
amenacé a un sirviente, con la certeza de que yo sola sería capaz de detener a
una decena de rebeldes. Fue una locura. No tengo respuesta para la pregunta
de Akra. Pero no fue culpa de Le Trépas que Eve haya muerto ni que La Perl
se haya incendiado ni que hayamos dejado a mi padre solo con un arma en las
entrañas de la Corte del Infierno.
ACTO 3,
ESCENA 32
Está sucia, despeinada, y todavía viste las ropas de trabajo, pero sus ojos
brillan.
Legarde: Siéntate.
Legarde: ¿Chantray?
Legarde: Él liberó a los otros de la Corte del Infierno. La chica que estaba con
él es una criminal buscada.
Legarde: (Interrumpiéndola.) Pero ¿estaban vivos la última vez que los viste?
Legarde: Los quiero de vuelta. Dile a mi adjutant que entre cuando salgas.
Theodora aprieta los labios y sale con elegancia por la puerta. Legarde sujeta
una pluma y anota algo en un papel. Un momento después, entra el Adjutant.
Legarde: Lleva esto al palomar. Haz que se copie y se envíe con cada paloma
que viaje hacia el norte.
Las horas pasan, el sol avanza lentamente. Estoy inquieta. Pero cuando me
levanto del camastro e intento salir del pabellón, me encuentro con el docteur
y él me lleva de vuelta a la cama. No sé qué soy, ¿prisionera o paciente? Así
que obedezco, al menos por ahora.
Miro sorprendida. Mi madre tiene los ojos abiertos, y el alivio que siento es
como bálsamo en una herida.
—¿Maman?
—Sí, por supuesto —respondo, esperando que ella lo demuestre, pero ella no
dice nada.
—Necesita beber agua —dice el doctor, con voz dulce. Él le ofrece una taza.
Aguanto la respiración, hasta que por fin ella la acepta—. Bien, bien.
Deslizo una mano bajo la red que nos separa y agarro sus dedos con los míos.
—Gracias —le susurro—, por salvarnos, por salvarme. —Si fuera una obra,
estas serían las palabras correctas, y ella me miraría con una sonrisa en los
labios. Pero ella se queda quieta, contemplando el techo. Estrecho su mano
una vez más, y la suelto. Luego le digo en voz baja—: No te rindas ahora.
Cuando el docteur termina de revisar a Akra, Cheeky regresa, pero esta vez
sin Leo. En lugar de quedarse a charlar, solo deja la comida (tres cuencos,
uno para mi madre, uno para mí y uno para Akra) y se marcha a toda
velocidad del hôpital.
—Cheeky…
—¿Noticias? —Miro a las mujeres otra vez. Una me observa, con los brazos
cubiertos de sangre. La saludo con un gesto, pero ella solo frunce el ceño,
mientras arranca otro puñado de plumas de la piel rosada de la paloma. Me
humedezco los labios—. ¿Qué noticias?
—Aquí tienes —dice con una sonrisa. Despliega un vestido blanco con encaje.
Es muy corto y no parece más que una enagua—. Trapos de guerra.
—Guardé lo que podía llevar —dice y mira la prenda diminuta—. Este vestido
cabe en una mano.
—Cheeky, no puedo usar nada de eso aquí —digo, inclinando la cabeza para
mirarla a los ojos, para asegurarme de que me mire a mí y no su armario.
Señalo la tierra, el humo, las tiendas destartaladas.
—Bueno, hay que lavar eso —responde ella, señalando mi uniforme cubierto
de hollín y lodo—. O tal vez quemarlo. A veces, es bueno recordar cómo solían
ser las cosas.
Su voz se vuelve melancólica mientras recorre la suave seda con los dedos.
Respiro hondo. Ahora lo entiendo.
—Por supuesto. Tienes razón. Gracias —digo, y extiendo la mano, pero ella
aparta el vestido.
—No tocarás esto hasta que te bañes.
—¡Cheeky!
Después, oigo el agua que salpica y siento las olas que se forman a mi
alrededor. Hay alguien más en la piscina. Sobresaltada, me pongo de pie y
veo a Leo que se arroja al río con pánico en los ojos. Yo grito, me cubro con el
agua y con las manos, y Leo se queda paralizado, sumergido hasta la cintura
en el estanque.
Lo veo salir del agua. Sus hombros suben y bajan, su chaqueta gotea, sus
zapatos de cuero hacen ruido al caminar. Mi corazón late con fuerza, y
tiemblo, pero no de frío. ¿Cómo pudo pensar que me estaba ahogando? ¿No
sabía lo poco profunda que era la piscina?
—No lo entiendo —digo, pero luego me doy cuenta de que sí—. Pensaste que
lo estaba haciendo a propósito.
—Yo nunca hice… —Me faltan las palabras—. Nunca haría algo así.
—No necesito que me salves —le digo con los dientes apretados, mientras
alzo la toalla para secarme—. No quiero que me rescaten.
—Lamento lo que pasó con La Perl —digo entonces—. Con Eve y Eduard.
Lamento haberte dejado en el barco. Tenías razón. Era una locura. Pero no
quiero estar loca.
Leo no dice nada, pero entre nosotros el silencio cambia: ya no es frío, sino
triste. Extiendo una mano, con duda, y toco su hombro. Después de un
momento, él entrelaza sus dedos entre los míos. Durante un largo rato nos
quedamos allí, en la noche fragante, y después sus hombros suben y bajan.
—Sí.
—No te preocupes, has hecho mucho por nosotros. Gracias por guardar mis
secretos.
Por alguna razón, la distancia en su voz regresa, y siento más frío que al tocar
el agua de la piscina o las piedras de la prisión del templo.
—¿Qué tiene de raro? Los dos quieren sacar a los aquitanos del país.
—Pero el Tigre es… —Me alejo y silencio todos los cuentos que he oído. A lo
lejos, se escuchan los sonidos de la vida en el campamento, tan distintos del
silencio de Dar Som, de los gritos en la prisión, del ejército. ¿Qué era real,
qué era ficción? Sacudo la cabeza, tratando de ordenar mis pensamientos—.
¿Cómo lo sabes?
Su sonrisa es triste.
—¿No lo adivinas, Jetta? —Leo se pone de pie y se calza los zapatos otra vez
—. Quiere un ejército. Y, a cambio, podría darte lo que quieres.
—Ella dice que Les Chanceux no es la única cura. —Reviso los bolsillos del
uniforme y pongo la carta en sus manos cuando al fin la encuentro—. ¿Cuál es
la otra cura?
—Robaste una de sus máquinas. —Él levanta una ceja—. Destruiste su taller.
Quizás ya no quiera ayudarte. El rey, en cambio…
—Lo que digo. Si quieres marcharte ahora, le diré al rey que has
desaparecido. Puedo decirle que has vuelto a la ciudad. Pero creo que esta es
tu mejor opción, si de verdad quieres la cura.
—¿Alguien que…?
—Alguien que conoces. Ver a alguien que conoces luchar y sin poder ayudar.
Habla en voz muy baja, pero lo difícil es lo que calla. Me humedezco los
labios.
—No. No es eso.
—¡No! —Se pasa una mano por el pelo—. Me preocupo por ti.
—¿Por qué? —pregunto, mi voz feroz—. ¿Porque estoy loca? ¿Porque estoy
rota? ¿Porque quieres arreglarme?
Entonces agarra mi mano con fuerza, y vuelve a aparecer la chispa que sentí
por primera vez cuando nos alejábamos de Luda. Pero esta vez no es un
capricho, no es una atracción pasajera que nace de mi malheur. Lo que me
atrae no es el peligro: es Leo. Lo que conozco de él y lo que conoce de mí. La
forma en que me mira y me hace sentir viva.
Leo tropieza hacia atrás y levanta las manos. Su respiración se acelera, pero
no se mueve, y su mirada es cautelosa y paciente. En ella, hay una pregunta:
¿sí o no?
¿Quieres esto?
No. Sí.
¿Sí?
Dudo, pero antes de que pueda decidir, llega un sonido de vítores desde el
pueblo. Leo se da vuelta y los dos miramos hacia el campamento. Allí, a través
de los árboles, vemos a un grupo de rebeldes que forman fila como las
hormigas. Sobre sus hombros, está la máquina voladora de bambú. A esta
distancia, la observo luchar para liberarse de sus ataduras. Y lo que es peor, a
la cabeza de la columna, está el Joven Rey con mi fantouche alrededor del
cuello. Está sano y salvo, como ha dicho Leo.
Atrás han quedado las finas sedas escarlata, la actitud formal, la sonrisa que
lucía en su coronación. ¿Cómo ha orquestado su escape bajo las narices de
sus asesores? Entre las armas que se contrabandeaban a la nave, los rebeldes
subieron a bordo libreas de sirvientes, fingieron el asesinato para culpar al
ejército. Parece que los rumores de vida de mujeriego eran mentira. ¿Debería
acercarme a él? Todavía no lo sé. Respiro hondo, tratando de aclarar mis
ideas, pero después una voz me hace darme la vuelta.
—¡Akra! —Lo sujeto del brazo y lo alejo, pero sus músculos están tensos—.
¡Déjalo en paz!
—¿Y qué haces tú con él, entonces? —pregunta, volviéndose hacia mí—.
¡Maman se pondría furiosa!
De repente, el aire está tan quieto como los muertos. Abro mucho los ojos,
pero Leo solo se quita la chaqueta mojada y esboza la misma sonrisa burlona
de siempre.
—¿Dónde?
—Por aquí y por allá —dice Leo, despreocupado, y extiende la mano, al estilo
aquitano—. Leo Rath, a su servicio. O, si lo prefiere, Leo Legarde.
—A Aquitan —le digo, con más firmeza de la necesaria. Dudo entonces. Pero
¿qué opciones tengo?—. Con la ayuda del rey. O eso dice Leo.
—Hablaré con él, para averiguar qué quiere y qué me dará a cambio.
Leo duda, ¿por qué? Necesito un momento para entender el miedo repentino
que hay en sus ojos, el miedo que siente por mí. Me pongo de pie. Aunque
Akra está enfadado, nunca me haría daño. Pero Leo no lo sabe. ¿Cuántos
hombres habrá tenido que echar de La Perl?
—Ve —le pido en voz baja—. Yo también necesito hablar con él.
Leo entrecierra los ojos, como si tratara de ver más allá de la mentira. Me
inclino más cerca de mi hermano, de repente a la defensiva. Y después de un
momento, Leo asiente.
—Nos ayudó a llegar aquí —le digo, pero Akra se burla, y hace un gesto en
dirección a la selva oscura, al campamento rebelde.
Él respira profundo, dolorido. ¿Son lágrimas las que brillan en sus ojos? Si es
así, este hombre que solía ser mi hermano nunca las dejará caer.
—Sí.
Akra me encontró allí cuando el sol se ponía, y hacía tiempo que los otros
niños se habían cansado de perder el desafío y se habían marchado. Me
agarró de la mano para llevarme a casa. Nunca dijo nada al respecto, pero
creo que él también lo supo. Y ahora, tras un largo momento, asiente.
Akra saca algo de su bolsillo: un pequeño trozo de papel, del largo y ancho de
mi dedo. El papel tiende a enrollarse como un pergamino, como los mensajes
que llevan las palomas. Lo abro e intento ver en la oscuridad, pero, incluso a
la luz de los espíritus, no puedo distinguir las palabras diminutas.
—A Leo.
Jetta de la compañía Ros Nai. Ven a verme al templo. Te entregaré a tu
padre si traes a mi hijo.
Capítulo 28
Akra me presta su mechero, uno nuevo, del mismo color verde de los
uniformes. Perdí el suyo en el barco. Pero a medida que el papel se convierte
en una nube de humo y llamas, las lágrimas comienzan a aparecer en mis
ojos. No puedo olvidar lo que he leído. ¿Y quién más lo sabe?
Los rebeldes, por supuesto. Alguien se lo habrá dicho al rey. Y Cheeky y Tia.
¿Qué hay de Leo?
¿Sabía lo que Legarde quería antes de pedirme que me quedara? ¿Lo hizo por
eso?
—Las chicas con las que hablaste son amigas mías y de Leo. Si no quisieran
ayudarnos, habrían quemado esa nota con las demás.
—Está bien —dice Akra—. Tal vez tu chico no la haya leído todavía. Tal vez
esté negociando de buena fe. Pero ¿piensas que los rebeldes harán lo mismo?
—No lo sé —respondo con sinceridad. Pero sin importar lo que el rey pueda
ofrecer, no hay nada más valioso que lo que tiene Legarde, al menos para mí.
No nos queda más que aceptar su trato. Entonces, arrugo la frente—. ¿Y
Maman? Si nos vamos ahora, dejaríamos un rehén entre los rebeldes para
rescatar a otro de las manos de Legarde.
—No llegaríamos hasta Aquitan sin comida ni agua. Y eso siempre y cuando
no volvamos a chocar. —Me muerdo el labio—. Legarde es el hermano de Le
Roi Fou. Y él tiene el control de la capital, de los muelles, de los barcos.
—Puedo preguntar.
—¡No lo haré!
—¿Ni siquiera por Papa? —Akra se cruza de brazos—. ¿Cómo conseguirás que
Legarde lo entregue?
—Si no lo hace, lo mataré.
—Se han llevado mi arma —dice Akra—. No creo que pueda conseguir otra.
Pero tal vez pueda esconder un cuchillo de la cocina. Puede que sea mejor
incluso, dependiendo de cuántos guardias haya. Más silencioso.
Hago una mueca. No quiero ver a mi hermano matar otra vez, pero puede que
no tengamos muchas opciones.
Inclina la cabeza hacia atrás, con una expresión extraña en los ojos.
—Recibí órdenes.
—No lo entiendes.
—Explícamelo.
—No.
—Yo tampoco.
—¿Los asesinatos?
—El poder.
Aprieto los puños a medida que los recuerdos se despliegan como sombras en
el telón de mi memoria. Dar Som, la cuerda alrededor del cuello de Jian, la ira
que sentí por no haberlo asesinado cuando tuve la oportunidad. ¿Akra miente
o soy más monstruosa de lo que pensaba? De cualquier forma, ¿quién soy yo
para juzgar?
—¿Qué haces?
—Necesito que Legarde sepa que iremos a verlo. Quiero asegurarme de que
mantenga a salvo a Papa.
A continuación, quemo unas cuantas hojas con el mechero de Akra. Una vez
que se han enfriado, escribo unas letras irregulares sobre la tela usando el
hollín. Son solo dos palabras: esta noche.
Después, aprieto los dientes, cierro el puño y uso la piedra para hacerme un
corte en el nudillo. La herida arde, la sangre brota, pero Akra pone su mano
sobre la mía.
—No me parece una buena idea. Legarde sabrá lo que puedes hacer.
—El tiempo de los secretos ya ha pasado —respondo—. Theodora nos vio volar
en un pájaro sin alas. No tengo dudas de que se lo ha contado a su padre.
Lleva algo de tiempo, pero soy paciente, y pronto veo el alma que estoy
esperando. No es una, son dos: vuelan de árbol en árbol y vienen de las
cocinas del campamento. Son las almas de las palomas mensajeras.
—Ve a Legarde —le digo, y batiendo sus nuevas alas de tela, se eleva en el
aire y revolotea a través de la noche selvática.
Akra mira el mensaje volar, con una expresión que es mezcla de asombro y
temor.
—¿Las almas?
Akra solo asiente con la cabeza, sin más preguntas, y se coloca a mi lado en
una liana. A medida que las almas comienzan a dispersarse, los mosquitos
vivos pasan silbando por mis oídos, así que cubro mis piernas con la toalla de
Cheeky. Cerca de allí, el río borbotea sobre las piedras. Un caprimúlgido
comienza a trinar. En la maleza, algo cruje. Espero que alguien dé la alarma,
que alguien salga a buscarnos. Espero oír pisadas en la oscuridad. Pero nadie
parece darse cuenta de que no hemos vuelto.
—¿Ya es la hora?
—Sí.
Lentamente, nos dirigimos río arriba, pasando los baños, a través del dulce
aroma de la madreselva, de vuelta al campamento. Y mientras cruzamos la
aldea silenciosa, veo al pájaro, amarrado cerca del agua, fuera del alcance de
las brasas de las fogatas.
Han levantado una tienda improvisada sobre él. Está hecha de dos tiendas
más pequeñas, sobre un marco abierto de bambú, que basta para proteger
sus alas de la lluvia. Y sentado en un barril al lado de la tienda, un solo
guardia. Lo reconozco incluso a distancia, y él me reconoce al instante.
—En cuanto volví. Solo necesité medio minuto para darme cuenta de lo que
elegirías. Así que le dije al rey que estabas cansada esta noche. Y me ofrecí
como voluntario para vigilar al pájaro.
—¿Por qué quieres ayudarnos? —pregunta Akra con tono burlón—. ¿Crees
que estás enamorado?
—Ya he hablado con ella —responde Leo con tranquilidad—. Si vais al templo,
ella no debe ir con vosotros. Solo sería una carga. Además, no habrá espacio
para todos nosotros en el halcón.
—¿No dije que os ayudaría? Y tal vez, a cambio, vosotros podáis ayudarlos a
ellos.
—Siempre hay otra opción, Jetta. —Los ojos de Akra brillan, pero niego con la
cabeza. Aun así, tengo curiosidad y ahora le hablo a Leo—. ¿Por qué crees
que Legarde quiere verte?
Los rebeldes han hecho algunas reparaciones: rudimentarias, sin duda, poco
más que una tira de seda que sostiene una tablilla de bambú en el ala rota.
Todavía está maltratado, todavía roto, pero bastará. Las almas son muy
fuertes. Y cuando subimos a bordo, las alas esqueléticas del halcón rasgan el
aire. Despacio, con torpeza, nos adentramos en la oscuridad. Sobrevolamos el
campamento rebelde, de vuelta hacia Nokhor Khat, de vuelta hacia mi padre.
Durante un instante, me siento liviana, libre. Siento que podríamos recorrer
para siempre el cielo inmenso. Pero cuando nos elevamos sobre las copas de
los árboles, lo veo: una mancha de humo sobre la orilla de la caldera, color
gris a la luz de la luna e iluminada con el brillo tenue de las llamas
moribundas.
—No me extraña —dice Akra, con voz sombría—. Había muchos disturbios
incluso antes de Le Rêve.
—No. Pero está arrasando con el norte, exigiendo venganza. La gente huyó
hacia el sur y dejó todo atrás solo para ver a su rey bebiendo champán con los
aquitanos.
—Los rebeldes.
A medida que avanzamos por la cresta, crece el humo. Es una cortina de gasa
que se despliega sobre gran parte de la ciudad, plateada por las primeras
luces del alba. Desde la entrada hasta los muelles, las brasas relucen en las
ruinas de edificios destruidos. Parece que la capital ha caído enferma y la
ceniza la cubre como si fuera una infección. A través de la bruma, las almas
resplandecen como ascuas dispersas en las calles. Agradezco la oscuridad. Al
menos, no vemos los cadáveres.
—Dame tu arma y yo lo haré —dice Akra, pero Leo niega con la cabeza.
Él dobla sus alas rotas y me deslizo para bajar hacia la plataforma. Mis pies
descalzos están calientes contra la piedra fría. Los chicos me siguen: Akra,
tenso y orgulloso, ocultando sus costillas heridas, y Leo, que inclina la cabeza
y simula despreocupación.
Camino hacia el parapeto y miro la plaza, flanqueada por los dos. Legarde ha
llegado al pie de las estrechas escaleras, y levanta la cabeza para mirarme.
—Sava, Jetta —dice el general, y su voz corta el viento—. Vaya entrada. Veo
que tienes talento para lo dramático.
—Mi antiguo capitaine. Supongo que no debo esperar tu saludo. Muy bien, lo
traeré en un momento. Pero, antes, me gustaría hacerte otra oferta.
El general extiende sus manos con una mirada triste. Le creería si él no fuera
el hombre que dirigió a La Victoire.
—Si quieres marcharte ahora, no te detendré. Tal vez tú y tus padres podáis
nadar hasta Aquitan.
—Una cura.
El aire pasa silbando entre los dientes de Leo. Su madre murió hace un año.
Respiro, todavía mirando la botella. Ahora entiendo lo que decía Theodora en
su carta. Pero lo único que alcanzo a decir es:
—¿Cómo?
—Por supuesto, ella puede elegir —dice Legarde—. Pero el taller de Theodora
está aquí, en la capital.
La sangre se agolpa en mi rostro. ¿Es por eso que Legarde quería que viniera
Leo?
—¿Y a cambio?
—Me alegra ver que no eres una tonta. Déjame decirte que he pasado la
mitad de mi vida en tu país, pero todavía hay cosas que no logro entender. Sin
embargo, una cosa que sí sé es que cuando los reyes son débiles, tu pueblo
recurre a los dioses. Debes haber oído las historias de Le Trépas. ¿O lo llamas
Kuzhujan?
—Yo tampoco soy tonto, Jetta. Conozco tu linaje. Tu madre, su huida. Pero a
diferencia de Le Trépas, tú creas vida. —Levanta una ceja y señala el pájaro
de bambú—. Tu pueblo necesita un líder así.
Otro giro inesperado, pero este me hace tambalear. ¿El hombre que mandó
arrancar los zafiros de los ojos del viejo dios dice esto? ¿El hombre que llevó a
los monjes a la clandestinidad, que prohibió las viejas costumbres para que
nadie pudiera tomar el lugar de Le Trépas?
—¿Un líder? —me burlo—. ¿Yo? ¿Después de todo lo que pasó con él?
—Con tu locura bajo control, creo que el resultado podría ser muy diferente.
Así, no parece tan terrible. Estrecho la mano de Leo, caliente contra la mía.
Pero ¿qué más estaría negociando y con quién? Legarde, el Pastor, que tiene
un lobo rojo en su estandarte. El líder del ejército, el que dio las órdenes, el
que me habría enviado con el questioneur.
Akra me sujeta por el hombro y me retiene, para evitar que baje las escaleras.
—¿Para eso querías que viniera, Legarde? ¿Para que fuera tu mula de carga?
—grita Leo.
Pero Akra extiende su otra mano y sujeta a Leo por la chaqueta antes de que
empiece a bajar las escaleras.
—¿Leo? ¿Akra?
—Que sea Leo —suelta Akra entre dientes. Tiene sangre fresca en el hombro,
una herida de bala, y está pálido, con la boca torcida de dolor—. El bastardo
no quiso disparar cuando pudo.
—Quédate quieto.
—Dale una patada —ordena, y obedezco sin decir una palabra. La hoja se
desliza sobre la piedra. El general la pisa, y su tono cambia. Habla con
curiosidad profesional—. ¿Cuántos de los soldados han sobrevivido?
—Tres rehenes son demasiados. Solo necesito uno. —Empuja a mi padre con
el pie—. Este está demasiado cerca de morir, claro. Pero solo esperaba que
trajeras al chico. Tu hermano ha sido un regalo inesperado. Después de todo,
el romance puede arder y apagarse.
—¡No!
¿Es mi propia voz? El disparo ha sonado muy cerca, muy fuerte. Retumba en
mis oídos como una campana. Akra cae de rodillas, con la mano sobre el
pecho. Su rostro ha perdido el color, la sangre fluye a través de sus dedos.
Entonces el cuchillo vuela hasta mi mano. Cuando Legarde se me acerca,
entierro la hoja debajo de sus costillas.
Abre mucho los ojos, tose y la sangre fluye como un manantial por mi brazo:
salpica mi rostro igual que una lluvia ardiente. Me baña, aunque sin
purificarme. Me tambaleo cuando él se desploma sobre mí, y trata de levantar
el arma de nuevo, pero se la arranco de la mano.
Con un gruñido, me hago con el alma del general por la garganta y marco con
sangre la superficie negra de la estatua. Meto el espíritu del general en la
piedra. El akela se retuerce y se resiste, pero mi rabia es demasiado grande,
mi sangre, demasiado poderosa. Mi propia risa salvaje resuena en la bóveda
del templo mientras su alma entra luchando a la sombría oscuridad que
durará mil años, pero no tanto como la mía.
Capítulo 29
Pero sus ojos se cierran de nuevo, y no creo que pueda escucharme. Y luego,
con un profundo estruendo, el templo se estremece.
No hay respuesta, así que me doy vuelta. Leo está de pie sobre el cuerpo del
general, el cuerpo de su padre. Su rostro casi igual de pálido. ¿Hay lágrimas
en sus ojos?
—¿Leo?
—¿Qué?
—Tenemos que salir de aquí, por favor. —Deslizo mi hombro debajo del brazo
de Akra, pero pierdo el equilibrio cuando él se recuesta contra la piedra. Su
sangre palpita débilmente a través de la seda del chal—. ¡Por favor!
Aprieta los labios, pero se acerca a mi padre y lo levanta en sus brazos. Con
Akra abrazado a mis hombros, salimos tambaleándonos del templo. A
nuestras espaldas, la estatua cruje y gime.
Luego, otra grieta profunda hace temblar el suelo. Con el alma de Legarde
atrapada en la piedra, se desmorona el templo, se resquebrajan las
esculturas, se derrumban los muros. Tenemos que seguir adelante. Ahora
también oigo a los prisioneros, que gritan aterrorizados porque la prisión se
desmorona, alegres porque pueden ver el amanecer. Seguramente, Le Trépas
esté entre ellos. ¿Qué he hecho?
Escapamos por las calles de la ciudad entre las sombras hasta llegar a Le
Livre. Una de las hijas de Siris nos deja entrar a la posada y nos lleva
directamente a una habitación. Recuesta a Akra y llama a la docteur, pero no
sé si será necesario. No sé si Akra puede morir, ni aunque lo quisiera.
La docteur también trata a mi padre y, cuando termina, el sol está alto y las
sombras son pequeñas. Ella es reservada al dar un pronóstico: pasarán
semanas antes de que mi padre pueda salir de la cama, y mucho tiempo más
hasta que pueda dejar la posada. Avergonzada, le pregunto a Siris por el
precio de un par de palomas mensajeras para enviar al campamento rebelde
una nota que llegue a mi madre. Quiero que ella sepa que estamos a salvo y
advertirle sobre Le Trépas. Pero Siris ignora la pregunta y le paga a la
docteur. Antes de irse, ella promete volver mañana y me dice que yo también
debo descansar. Aunque dudo que pueda, voy a mi propia habitación, donde
al menos estoy sola.
Alzo la botella, fresca, pesada y valiosa. Me tiemblan tanto las manos que
estoy a punto de dejarla caer. Un tratamiento de un mes, la cura que tanto he
buscado. ¿Cómo será la vida sin mi malheur? Casi no me atrevo a imaginarlo,
¿cómo será la vida después de que se acabe la cura? No sé si conseguiré más.
La Fleur nunca aceptaría tratar a la chica que mató a su padre y condenó su
alma a la oscuridad.
Aquí no hay estrellas del espectáculo, sino galaxias, y son todas muy
brillantes.
Por todas las sugerencias que me dio para dar forma y pulir esta novela, mi
editora Martha Mihalick merece una ovación de pie. Otra ronda de aplausos
para mi agente, Molly Ker Hawn, una estrella por derecho propio.
Y, como siempre, a mis hijos, Bret, Felix y Hansen, gracias por la mejor de las
colaboraciones.