Una Musa de Fuego - Heidi Heilig

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Traducción de Eleonora González Capria

Argentina – Chile – Colombia – España


Estados Unidos – México – Perú – Uruguay
Título original: For a muse of fire

Editor original: Greenwillow Books, un sello de Harper Collins Publishers

Traducción: Eleonora González Capria

1.ª edición: abril 2019

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la


autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o
préstamo públicos.

Copyright © 2018 by Heidi Heilig

© de la traducción 2019 by Eleonora González Capria

Map illustrations copyright © 2018 Maxime Plasse

Music for "La Lumière", "We Meet by the Lifht of the Moon", "The Dream"
and "Untitled" copyright © 2018 by Mike Pettry; lyrics copyright © 2018 by
Heidi Heilig

Spanish-language edition published by EDICIONES URANO, S.A.U., by


arrangement with Lennart Sane Agency AB.

All Rights Reserved

© 2019 by Ediciones Urano, S.A.U.

Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid

www.mundopuck.com

ISBN: 978-84-92918-40-9

E-ISBN: 978-84-17545-18-5

Depósito legal: B-6.884-2019

Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.

Impreso por: Rodesa, S.A. – Polígono Industrial San Miguel

Parcelas E7-E8 – 31132 Villatuerta (Navarra)

Impreso en España – Printed in Spain


Para los locos
DRAMATIS PERSONAE

Los Ros Nai

Jetta Chantray. Una artista del teatro de sombras.

Samrin Chantray. Su padre, cantante que proviene de una larga tradición de


artistas del teatro de sombras.

Meliss Chantray. Su madre, flautista y percusionista.

Akra Chantray. Su hermano, que solía ser artista del teatro de sombras, pero
se alistó en el ejército durante la hambruna conocida como el Año del
Hambre.

Los residentes de La Perl

Leo Rath. El dueño mestizo de La Perl, un teatro de Luda.

Cheeky Toi. Una de las bailarinas de La Perl.

Eve Ning. Una de las bailarinas de La Perl.

Tia LaLarge. Una de las cantantes de La Perl.

Mei Rath. La madre de Leo, cantante y compositora, dueña de La Perl hasta


su muerte.

Los aquitanos

General Julian Legarde. El jefe del ejército aquitano en Chakrana y medio


hermano de Le Roi Fou, emperador de Aquitan.

Capitaine Xavier Legarde. El hijo del general, que intenta reemplazar a su


padre.

Theodora Legarde. La hija del general, apodada La Fleur d’Aquitan y


considerada la mujer más hermosa de Chakrana; está comprometida con Raik
Alendra, el Joven Rey.

Eduard Dumond. El questioneur del ejército, un torturador.

Lieutenant Armand Pique. Un veterano en la larga ocupación de Chakrana.

Antoine «Le Fou». El emperador de Aquitan, fanático del teatro de sombras.

En la capital

Siris Kendi. El propietario de Le Livre, una posada de Nokhor Khat.


Raik Alendra. El Joven Rey, último de su linaje, cuyos hermanos mayores
fueron asesinados durante La Victoire.
PRÓLOGO

Dicen que el mundo es un escenario. 1

Y, aquí, un frágil andamio entre arrozales

contiene un universo en una hora.

Porque en esta modesta tarima de bambú

una artista de sombras pinta una gran historia. 5

Tras la gasa trabaja y, a su espalda,

humo arrojan las llamas hacia el cielo de seda.

Hay sudor en su frente, pero triunfo en sus ojos

cuando la musa ardiente por la negrura baila.

Sobre el blanco telón de gasa lanza 10

sombras que hechizan al contar su cuento:

luchan fuertes dragones contra lobos,

un campesino humilde toma el trono,

los dioses de la vida, muerte y sabiduría

caminan codo a codo con mortales. 15

Tras el velo de gasa está la gente

y en ese mundo, al fin, olvida el suyo,

con ricos comerciantes extranjeros

de imposibles fortunas, tentadoras;

con rebeldes que acechan en la selva; 20

con soldados que apuntan muy de prisa.

Es mejor escaparse en una historia.

Para muchos, no hay otra escapatoria.

El público está absorto en esa hora:


cien personas que ríen y, como una, lloran. 25

Llega el aplauso igual que los monzones,

con su lluvia que cae en la tierra sedienta.

Celebran a la artista que maneja las sombras:

ella abandonaría esta tierra arrasada

tal como el ave fénix deja atrás sus cenizas, 30

o su cuerpo raído un alma liberada.


PRIMER ACTO
Capítulo 1

Los momentos más emocionantes de la vida suceden cuando todo se


complementa.

La dulzura de los acordes cuando la armonía se une a la melodía. La manera


en la que una tira de cuero, un rayo de luz y un buen artista pueden hacer que
una sombra cobre vida. O la ovación que se oye después del espectáculo,
cuando el público se convierte en un animal de muchas cabezas y un solo
corazón.

Sefondre lo llaman los aquitanos: significa «fundirse». Me encanta esa


palabra. Madame Audrinne la usó una vez para describir nuestra actuación,
mientras brindaba por nosotros en la sala de su finca. Desde entonces, jamás
la he olvidado.

¿Volverá a suceder esta noche, en La Fête des Ombres? Las señales son
prometedoras. El clima sigue despejado, ideal para los escenarios al aire
libre. La voz de mi padre flota dulce y clara a través de la madera tallada de
nuestra caravana; canta una canción mientras conduce. Junto a él, en el
banco, mi madre marca el ritmo a tiempo en el thom. Desde el interior, yo
dirijo la obra: las sombras se dibujan sobre el telón de gasa que se despliega a
un costado de la caravana. Tengo una gruesa pila de carteles al lado, lista
para anunciar el espectáculo de esta noche. Y llevo puestas mis mejores
galas: una falda escarlata con volantes, un chal de seda rojo que cubre con
gracia la cicatriz ondulada de mi hombro, y un corsé a rayas, que es un guiño
a la moda de Aquitan. Llevo el pelo oscuro recogido en un moño, los
mechones sueltos alisados con un toque de aceite, los ojos sombreados de
negro y los labios pintados con rojo de la suerte. Una imagen convincente
para los aquitanos que estarán en el público: color local con detalles
extranjeros.

Todo parece ir muy bien. Todo, excepto por el fantasma de una gatita que no
deja de abalanzarse sobre mis fantouches.

No sé de dónde salió ni dónde está su cuerpo. La pequeña arvana debe haber


entrado a escondidas cuando nos detuvimos para comer algo al llegar a la
ciudad; nuestra comida la tentó, sin duda. Pero ¿importa por qué o dónde? En
Chakrana, sobran los espíritus. La pregunta más urgente es: ¿cómo lograré
que se vaya?

Por culpa de mi malheur, suelo distraerme con facilidad, pero no puedo


permitirme ninguna distracción esta noche. No en La Fête des Ombres.

—Fuera, vete —susurro por tercera vez, mientras intento espantarla agitando
la pila de carteles, pero corretea tras uno de mis almohadones.

Los espíritus no suelen ser tan persistentes, a menos que huelan una ofrenda.
Pero ya he guardado el arroz y el incienso, y no le voy a ofrecer sangre.
Por lo menos, no interfiere con la obra. Sus pequeñas patas, formadas por
llamas naranjas que no dejan de parpadear, pasan a través de la seda y el
cuero de mis fantouches, de mis títeres de sombras, sin tocarlos. Las almas
que he puesto en el interior de los títeres la ignoran mejor que yo. Bailan en
el aire, entre el telón de gasa y la lámpara de aceite de palma, realizando su
coreografía casi sin necesidad de que yo los dirija.

Se saben la obra de memoria. Es la que montamos cada vez que pasamos por
alguna aldea: una historia tradicional sobre dos amantes que se reúnen bajo
la luz de la luna después de una larga separación. Una pequeña muestra de
nuestras habilidades, una forma de reunir espectadores mientras viajamos.
Dos muñecos de cuero articulados del tamaño de mi mano interpretan a los
amantes, y los espíritus de dos colibríes les dan vida. La luna es un disco de
bambú verde cubierto de seda dorada y flota con el espíritu de una abeja
carpintera. Pero no puedo apartar los ojos de la gatita fantasma que salta de
aquí para allá por el suelo de la caravana.

Por suerte, soy la única que la ve. No arroja luz ni sombra sobre el modesto
público que ya hemos reunido. Vislumbro a los espectadores a través de la
madera tallada: una banda de niños revoltosos de Chakrana, que van
descalzos por la carretera, y dos hombres mayores que caminan despacio,
uno junto al otro. Es un grupo pequeño, pero hay alegría en sus caras
mientras contemplan la elegante danza de la luz y la oscuridad; los amantes
se encuentran y se separan, y luego vuelven a encontrarse, moviéndose al
ritmo de la música, y todo sin varillas ni hilos. Tal como se dice en los
carteles. Es lo que nos diferencia de las demás troupes de Chakrana, la razón
por la cual algunos opinan que Ros Nai es la mejor compañía de sombras del
país, tal vez incluso del imperio.

Hago una mueca de fastidio cuando la gatita comienza a trepar por el telón:
puede que los elogios no sean tan efusivos si el público descubre cómo
controlo a mis fantouches. Las almas y los espíritus pertenecen al reino de los
monjes, y su magia y todas las prácticas antiguas están prohibidas desde La
Victoire, cuando el ejército arrancó a Le Trépas de su altar sangriento y lo
encarceló en su templo sombrío. Si supieran lo que estoy haciendo, podrían
arrojarme dentro de una de esas celdas, junto a él. Aunque lo diga en broma,
el lema de mi madre es la frase más importante que he aprendido: «Jamás hay
que mostrarlo, jamás hay que explicarlo».

Protegemos muy bien nuestros secretos. Hay pestillos a ambos lados de la


puerta de la caravana y, durante las funciones, mis padres vigilan los aleros.
Por más peligroso que sea, no podemos darnos el lujo de hacer las cosas de
otra manera. Cuando mi hermano se alistó en el ejército, mis padres y yo
tuvimos que encontrar la forma de continuar las funciones sin él. Sobre todo,
después de que dejáramos de recibir sus cartas de un día para el otro y
también el dinero que enviaba a casa cada trimestre. Si usáramos los métodos
tradicionales, nadie pagaría por ver un espectáculo de un solo titiritero.

Pero no me gustaría volver a hacer las cosas como antes, ni aunque fuera
posible. La fama es emocionante. Además, ¿quién podría adivinar lo que hago
con solo mirarme? No soy un monje tatuado, ni una nécromancien, ni un
monstruo sediento de poder que se cree Dios. Soy una artista del teatro de
sombras. Le Trépas y yo no nos parecemos en nada.

El ritmo de tres golpes que mi madre marca en el thom me trae de vuelta a la


obra: esta es la parte en que los amantes se pierden.

—Ve hacia la izquierda —le murmuro al fantouche o, mejor dicho, al alma que
está dentro de él, y me obedece.

Está obligada a hacerme caso, yo soy quien le dio vida. Pero la gatita la sigue,
y clava las uñas en la cola de su vestido de seda.

—¡Vete! —digo, y agrego enseguida hablándole al alma de la abeja—. No, tú


no.

La luna regresa despacio al centro del telón. Esto ya ha ido demasiado lejos.
No puedo dejar que las travesuras de la gatita me distraigan. Tengo que
concentrarme, no solo en esta obra que hemos interpretado tantas veces, sino
en la función de esta noche: El Pastor y el Tigre, que se hará en el escenario
principal de La Fête des Ombres. Es la función más importante de mi vida,
aunque yo trate de fingir con todas mis fuerzas que solo es una más. Cada
cierto tiempo, hasta logro convencerme durante un minuto o dos. Soy muy
buena actriz.

Pero el pensamiento vuelve a instalarse, poco a poco, igual que mi malheur: la


función de esta noche debe ser genial. Necesitaremos sefondre. Todo tiene
que salir bien. No, mejor que bien: tiene que salir perfecto.

Porque, como nuestra azúcar y nuestros zafiros, el teatro de sombras es muy


apreciado en el imperio. Por lo general, las pocas troupes que pueden hacer
giras deben reunir una enorme suma de dinero para pagar el viaje por el mar
de los Cien Días. Pero este año, en honor al decimoctavo cumpleaños del
Joven Rey, el general Legarde elegirá a las mejores compañías de sombras
para que acompañen al rey en su gran gira por Aquitan. Allí, en la tierra del
sol y del lujo, vive el medio hermano de Legarde, Le Roi Fou, el Emperador
Loco, fanático de los fantouches d’ombres. Dicen que paga a los artistas su
peso en oro por una sola función y que, una vez, hizo pedazos su trono para
echarlo al fuego cuando su compañía favorita se quedó sin leña.

También dicen que se baña en un manantial mágico, y que el agua es lo único


que mantiene a raya su enfermedad. Por más que la riqueza sea tentadora,
hay oro aquí en Chakrana. Lo que no hay es una cura para mi malheur, que
solo un emperador se atrevería a llamar locura. De todas las cosas que se han
interpuesto en mi camino, el fantasma de una gatita no puede ser la que me
detenga.

Por eso, saco el alfiler que sostiene mi chal y lo hundo en la almohadilla de mi


pulgar. La sangre brota como tinta de color bermellón y, a mi alrededor,
todos los fantouches, apilados en sus estantes y atados a sus bolsas de
arpillera, comienzan a agitarse. Hasta los amantes tiritan y la luna tiembla,
aunque no se apartan de sus posiciones en el telón. Ya han probado mi
sangre: es lo que ata a las almas a sus nuevas pieles, lo que las hace
obedecer. Pero no quiere decir que no sigan hambrientas.

La gatita fantasma también tiene hambre. Por fin, deja de perseguir la luna
dorada.

Bajo la mano despacio y dibujo el símbolo de la vida en el primero de los


carteles de la pila: una línea y un punto, como el sol en el horizonte. Un
camino hacia un nuevo cuerpo para un alma hambrienta. Otros espíritus se
apresuran a entrar a través de la madera tallada, reluciendo como brasas,
atraídos por el licor escarlata de mi sangre: vana, los más pequeños entre los
espíritus, que alguna vez fueron moscas o mosquitos. Pero la gatita es más
rápida. Da un salto y, con un destello de luz, su arvana desaparece en la hoja
de papel.

Al fin. Luego, una vez que termine la función, voy a quemar el papel para
liberarla, para que pueda desaparecer después de tres días y luego renacer,
como un alma normal y corriente. Mientras tanto, doblo la hoja y la guardo
bajo un almohadón, pero se me resbala de los dedos.

Por lo general, las almas tardan un rato en adaptarse a sus nuevos cuerpos,
pero esta gatita no pierde el tiempo. El cartel se lanza al aire como impulsado
por una brisa y vuelve a saltar sobre mis fantouches. Y esta vez, en su piel de
papel, nueva y pesada, borra la mitad del espectáculo. Frenética, intento
atraparlo, pero mi sombra se proyecta sobre los amantes: se ve un brazo,
larguísimo, antes de que pueda quitar el cartel de la luz que proyecta la
pequeña lámpara. Entonces, un golpe sobre el panel frontal de la caravana
me sobresalta.

—¿Jetta?

Es la voz de mi madre. Me acabo de dar cuenta de que mis padres han tocado
las últimas notas. La función ya ha terminado. Enseguida, estrujo el cartel en
mi mano y apago la lámpara de un soplo mientras mi madre desliza el panel
para abrirlo. Trata de ver en la penumbra, pero tengo el puño bien cerrado,
así que no puede advertir nada, no por ahora. De todas formas, hay un gesto
de sospecha en sus ojos. ¿Sabe lo que ha ocurrido?

—Ya casi hemos llegado.

—Sí, Maman —le digo, pero no cierra el panel. Me hace cosquillas en la palma
de la mano—. ¿Necesitas algo?

Analiza mi vestido, mi cara, mi pelo. Luego mira la pila de marionetas que


está en el suelo, junto a mí, los fantouches que he apartado para la función de
esta noche. Aún están atados con arpillera y seda: el pastor, el tigre y el
rebaño de ovejas. Comienzo a respirar más tranquila, mi madre ya conoce
esos espíritus.

—Necesito que todo salga bien —dice por fin, como si yo no lo supiera.

—Así será, Maman —es todo lo que respondo.


Parece que está a punto de añadir algo más, pero después la voz de mi padre
llega flotando para retarla con dulzura:

—Meliss, deja de distraerla.

Mi madre se muerde el labio, pero asiente. Las arrugas que tiene alrededor
de los ojos se vuelven más profundas cuando me lanza una última mirada.

—Se acerca el momento de los carteles. Prepárate.

Por fin, cierra el panel, pero yo maldigo en silencio. ¿Cómo es posible que el
tiempo transcurriera tan rápido? Guardo el cartel arrugado bajo un
almohadón para ocuparme de él más adelante. Después recojo a los amantes
y la luna, y los guardo en sus pequeños sacos de arpillera. ¿Habían llegado a
actuar el final de la obra? Me apresuro a mirar hacia afuera y vuelvo a
maldecir, esta vez en voz alta. Con razón mi madre estaba preocupada.
Habíamos perdido a los pocos espectadores que habíamos logrado reunir.

No importa. Me digo a mí misma que no es el público que necesitamos,


aunque cualquier actor sabe que cuantas más personas haya, mejor será el
espectáculo.

Intento pensar en otra cosa y tiro de la palanca que cierra las persianas de
madera sobre el telón. Al menos, ya no hay nada que me distraiga. Me miro
una vez más en el espejo y vuelvo a colocar el chal sobre la cicatriz de mi
hombro mientras repaso mentalmente la obra de esta noche. No puedo darme
el lujo de equivocarme. Es otra historia tradicional, el porquero y el tigre,
pero la he reescrito solo para el festival. Nuevas palabras fluyen sobre notas
conocidas.

En mi versión, el porquero se ha convertido en pastor para honrar al general


Legarde: lo llaman el Pastor de Chakrana desde La Victoire, aunque no haya
ovejas en nuestro país. Espero que mis fantouches sean ovejas creíbles. De
todos modos, el líder de la rebelión es el Tigre, por lo que la historia no ha
cambiado mucho. Pero una palabra equivocada destrozaría nuestra
reputación; por suerte, mi padre es quien canta las canciones y él nunca se
equivoca. Me han dicho que en Aquitan se burlan de los porqueros, que les
dicen simplones. No sé por qué. Los cerdos son animales muy inteligentes. En
Lak Na, durante la temporada de lluvias, cuando los campos eran verdes y las
carreteras estaban demasiado llenas para viajar, no pasaba una semana sin
que una cerda vieja y descarada se escapara del corral para revolcarse en el
lodo fresco de los arrozales y atiborrarse de cangrejos negros.

El recuerdo trae una sonrisa a mis labios: mi hermano y yo, chapoteando y


gritando por los campos de arroz verde pálido para alejar a los cerdos de
nuestra cena. Pero el buen humor se desvanece rápido. Akra murió. Y no
volveré a ver Lak Na, no si todo sale bien esta noche.

—¡Jetta! —Un golpe en el panel frontal, y la voz de mi padre que dice—: ¡Es
hora!
Me alejo del espejo y recojo los carteles. Casi nunca los usamos, porque son
muy pocos los chakranos que pueden leer, al menos en las aldeas. Pero
estamos en Luda. Estamos en La Fête.

Esta es la función más importante de mi vida.

Preparo mi mejor sonrisa y abro la puerta trasera de la caravana. La luz rojiza


del atardecer inunda mi piel con su calidez. Hemos atravesado la ciudad. Los
campos en barbecho se despliegan ante mí a ambos lados de la carretera.
Durante seis meses al año tienen arroz y las paredes de tierra que regulan el
agua del río siguen allí. Pero ahora parece como si alguien hubiera plantado
balas en la tierra polvorienta y hubiera brotado un campamento de soldados.

Las tiendas de lona encerada forman filas exactas en el campo. Una valla las
rodea, donde se encuentran amarrados los caballos, esas enormes bestias
extranjeras, puro músculo y puro fuego. Los soldados caminan con paso
enérgico de un lado a otro. La mayoría de ellos son chakranos, excepto los
oficiales. Siento una punzada: la última vez que vi a mi hermano, vestía un
uniforme igual al de esos hombres. Trato de alejar la emoción y alzo la vista
para drenar las lágrimas que amenazan con caer. Entonces la veo, en el
centro del campamento: la bandera del lobo rojo que ondea sobre la tienda
del general. Legarde está en la ciudad.

Se me acelera el corazón, e intento divisarlo. Lo he visto antes, en los carteles


que conmemoran La Victoire, por supuesto, pero también hace años, aquí en
Luda, desde muy lejos. Estaba rodeado por un grupo de soldados, que
miraban el espectáculo del escenario principal. En esa época, no éramos tan
famosos y no nos invitaban a actuar allí. Este año, tenemos la facturación más
alta de todas las compañías.

Este año, Legarde vendrá a vernos.

Los escenarios están justo pasando el campamento, entre el ejército y el río.


Ya es hora de reunir al público. Me aseguro de que el chal siga en su lugar y
me pongo de pie sobre la pequeña tarima que está en la parte trasera de la
caravana. Bien erguida, dirijo mi cara hacia la luz. Luego, levanto la rodilla
para que se asome entre los pliegues del sarong; tengo que hacer todo lo
posible por captar la atención de los soldados.

—¡Messieurs! —exclamo, y mi voz viaja lejos, hasta el campamento. Los


soldados levantan la vista siguiendo el sonido. Se quedan mirándome y yo
sonrío. Y allí aparece, la emoción embriagadora de tener a los espectadores
en la palma de la mano—. Esta noche, en el escenario principal, ¡vengan a ver
a los Ros Nai, la mejor compañía de Chakrana!

Lanzo un puñado de carteles como si fueran confeti. Durante un momento,


revolotean, movidos por la brisa cálida. Un instante después, una explosión
corta el aire en dos.
ACTO I,

ESCENA 2

En la ciudad de Luda se encuentra un teatro lúgubre llamado La Perl en un


callejón, cerca de los muelles. A juzgar por la marquesina tallada y las
lámparas de gas rotas, solía ser hermoso hace tiempo. Ahora hay charcos en
el callejón y agujeros en el techo, y un letrero torcido que dice chicas chicas
chicas cuelga sobre la puerta descascarillada.

En el interior, hace un calor del infierno y hay más tentaciones. Sobre un


escenario destartalado con un telón lleno de manchas, una chica de la zona,
de ojos negros y peluca rubia, canta una canción sensual al ritmo lento del
piano. Su voz es ronca y metálica, y las candilejas se reflejan multiplicadas en
las lentejuelas de su vestido. Se quita uno de los guantes poco a poco. Tras
bambalinas, las otras chicas hablan en susurros mientras esperan su turno.

Eve: Está muy húmedo.

Cheeky: Bueno, cierra las piernas.

Su risa suena dulce y áspera.

Eve: Soy capaz de causar un incendio frotando mis muslos.

Cheeky: ¿Puedes hacerlo en el momento justo?

En el auditorio, los hombres esperan con la misma impaciencia. Están


apretados en mesas desvencijadas, soldados con soldados, civiles con civiles,
mientras cada bando evita la mirada del otro. La rebelión ha ganado fuerza y
podrían ser enemigos fuera de esas cuatro paredes, pero La Perl es el lugar
para olvidar los problemas.

La bebida ayuda, así que detrás del mostrador de madera gastada hay un
joven a cargo de que el alcohol fluya a pesar del racionamiento. Siempre se
llama Leo, aunque su apellido cambie según con quien hable; los aquitanos
prefieren el apellido de su padre, los lugareños conocen el de su madre. Y, en
su cara, hay algo de cada uno. Pero es capaz de venderle bebidas y billetes a
cualquiera, a precios escandalosos, aunque los guiños y las bromas sean
gratis.

Entre ronda y ronda, él mira su reloj, con un gesto que parece ausente, de no
ser porque vuelve a mirarlo al cabo de unos minutos. Cuando golpean a la
puerta del teatro, Leo va a abrirla. Eduard Dumond está afuera, lleva puesto
su uniforme y un rifle cruzado en la espalda. Es el questioneur del ejército, de
los que están más a gusto usando instrumentos que palabras. Leo lo hace
pasar como si fueran viejos amigos, pero Leo ha crecido rodeado de personas
que tenían que fingir para ganarse la vida.

Leo: ¡Eduard! ¿Sava? Entra, rápido, rápido.

Cuando el soldado entra, Leo echa un vistazo hacia la calle, con una mirada
veloz y ensayada, y luego cierra la puerta con firmeza.

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Un año? Demasiado tiempo. Ah, ¡espera!

Leo levanta una mano.

¿Recuerdas la regla? Está prohibido llevar armas más allá del bar.

Eduard hace un gesto con la barbilla en dirección a la pistola que tiene Leo en
el cinturón.

Eduard: Pero tú tienes un arma.

Leo: Y aquí estoy, en el bar. (Hace una pequeña pausa.) La regla no es nueva,
Eduard.

Eduard: Pero este rifle sí es nuevo.

Leo: (Riéndose.) ¡No lo voy a romper!

Eduard: Me refiero a que es un nuevo tipo de rifle. Se llama repetidor. Siete


disparos antes de volver a cargar. Un nuevo invento, muy caro.

Leo: Cortesía del científico del ejército, ¿no?

Eduard se pone tenso.

Eduard: El ejército no tiene científico oficial.

Leo: (Riéndose de nuevo.) Tal vez cultiven armas en el campo, entonces, junto
a la caña de azúcar. Igualmente, supongo que, si pierdes tu rifle en un
burlesque, el general te disparará con el suyo.

Eduard: Ya lo conoces.

Leo: Sí, y muy bien.

La sonrisa de Leo se vuelve amarga. Con la cabeza, hace un gesto hacia el


escenario.
Además, sabes cómo son las chicas. Si ven que he dejado pasar a alguien con
un rifle, nos desarmarán a los dos. Y se harán con nuestras armas.

Eduard: Está bien, está bien.

Haciendo una mueca, Eduard entrega el rifle nuevo. Leo lo guarda detrás de
la barra con los demás, que ya suman casi una decena. La Perl es más popular
entre los soldados que entre los artistas del teatro de sombras. Después, Leo
aplaude y señala las botellas grasientas que están en el estante trasero.

Leo: Bien, ¡ahora a asuntos más serios! ¿Todavía bebes l’ouragan? Te


prepararé uno tan fuerte que no recordarás que traías un arma.

Con ademanes ostentosos, Leo prepara la bebida. Sirve una buena cantidad
de ron en el vaso, que está a punto de desbordarse. Mientras Eduard se dirige
con cuidado hacia una mesa vacía, Leo mira su reloj una última vez. Luego, se
agacha detrás de la barra y abre una trampilla sucia. Apenas acaba de meter
el último rifle dentro cuando la explosión hace temblar los cristales de la
araña. Con rapidez, cierra la trampilla y arroja al suelo las botellas que están
en la parte posterior de la barra. Mientras el cristal estalla al caer,
desenfunda el arma y golpea el tabique de su propia nariz con la culata de la
pistola. Maldiciendo y fingiendo dolor, cruza el mostrador de un salto y sale
corriendo por el corredor. Grita por encima de su hombro, hacia el público
que murmura.

Leo: ¡Se escapan!


Recibido a las 20:16 h

Capitán Durand desde Morai

Para: General Legarde en Luda

SABOTAJE EN INGENIO AZUCARERO STOP CALDERAS DESTRUIDAS STOP


PLANTACIONES QUEMADAS

Recibido a las 20:19 h

Capitán Roche desde Kah Le

Para: General Legarde en Luda

PERDIDO EL CONTACTO CON LA GUARNICIÓN STOP SOSPECHA DE


ACCIÓN REBELDE

Recibido a las 20:24 h

Teniente Gerard desde Sekat

Para: General Legarde en Luda

RESERVA DE MUNICIONES SAQUEADA STOP RESTANTES INCENDIADAS

Recibido a las 20:37 h

Capitaine Moreau desde Dar Som

Para: General Legarde en Luda

PATRULLA DE RUTINA EJECUTADA POR FUERZAS REBELDES STOP CAOS


EN LA CIUDAD
Capítulo 2

A medida que el estallido viaja por el aire, la caravana se sacude hacia


adelante y me arroja a la carretera.

El hueso de mi hombro cruje cuando caigo con violencia, y me quedo sin


aliento, como si me hubieran dado un puñetazo. Mientras intento recuperar la
respiración, me apoyo sobre un codo para incorporarme y mi moño se
deshace. Siento el sabor de la tierra en la boca, tierra que consigue que me
piquen los ojos: nuestro carro se desvanece en la polvareda que han
levantado las ruedas.

—¡Papa!

¿Me oye? Alrededor, hay gritos, llantos, pies que golpean el suelo. Los
sirvientes y los cortadores de caña corren todos en la misma dirección y
empujan a sus empleadores al pasar. Los que no pueden correr también
gritan, no del pánico, sino del dolor. Aturdida, me pongo de pie para que no
me pisoteen. Cerca de los escenarios, el humo que se mueve con el viento
esconde lo peor, pero entre las nubes oscuras puedo ver las almas
resplandecientes de los muertos.

Si hubiéramos llegado unos minutos antes, podríamos haber estado entre


ellos.

Tengo unos cuantos rasguños que sangran, o eso creo. Los pequeños vana se
acercan, esperanzados. No les presto atención. El fuego se propaga a lo largo
de la orilla del río: los escenarios están destrozados y envueltos en humo
ardiente. ¿Cómo es posible? Todos los artistas del teatro de sombras conocen
el miedo a las llamas. Para mí, en realidad, no es un miedo, sino un recuerdo:
el humo asfixiante, el calor abrasador, el olor acre del pelo quemado…

La cicatriz que tengo en el hombro arde, pero a causa del golpe. Intento
soportar el dolor. En cambio, en el teatro, el fuego no irrumpe por la fuerza,
sino que se cuela con sigilo: la brisa que prende un telón, el aceite que se
escapa de una lámpara. En el teatro no hay explosiones.

Esto no ha sido un error.

Deben ser los rebeldes. Todos hemos oído historias sobre ellos. Sabotaje.
Asesinato. Ataques de guerrilla. Tan rápidos y mortales como el apodo de su
líder: el Tigre, el enemigo de Legarde.

Los soldados lo adivinaron antes que yo; mientras el público y los artistas
huyen hacia la ciudad, los soldados corren hacia los escenarios y sacan los
rifles.

La caravana también se dirige hacia allí. Los búfalos de agua tienen muy mala
vista. Seguramente, Lani ha entrado en pánico con el estruendo de la
explosión y se ha lanzado a la carrera. Me levanto la falda de seda desgarrada
y corro detrás de ella junto a los soldados, mis pies descalzos contra la
carretera.

Las piedras afiladas se me clavan en los talones. Tengo la piel del hombro en
carne viva y comienza a doler. Mientras corro, se forma una estela de vana a
mis espaldas. También me siguen los arvana: almas más grandes, de ratas y
pájaros, que salen de la tierra o descienden de los cielos. Su resplandor
ardiente y anaranjado se arremolina en el aire que me rodea. El alma de un
perro me pisa los talones. Es bonita y me distrae. Aprieto los dientes y trato
de acelerar, pero no puedo ir más rápido que los espíritus. Tampoco puedo
acortar la distancia que hay entre el carro y yo. Lani avanza en embestidas
entre el humo y la multitud. ¿Podrán detenerla mis padres? ¿Sabrán que me
he caído?

—¡Papa! —grito, pero mi voz se pierde entre unos disparos inesperados.

Hay fogonazos frente a mí, entre el humo. A un lado, un soldado tropieza. Su


cara pálida se vuelve aún más pálida mientras cae de rodillas, con una mano
en la mancha roja que se extiende por su uniforme. Ahogando un alarido, me
alejo de la carretera y voy hacia los campos: no quiero que me disparen y no
quiero ver al hombre morir, ver cómo se libera su alma. Pero otro soldado
pasa corriendo y da órdenes a los gritos:

—¡Dispersaos! —les dice a otros hombres—. Cubrid todo el campo. Tú y tú,


¡seguidme! Usad el carro como protección.

Se me acelera la respiración en cuanto lo reconozco: es el general Legarde.

Corre a toda prisa en dirección al incendio, a la caravana, seguido por sus


soldados. Durante un instante, no puedo pensar y me invade el vértigo.
Legarde es un héroe. Él nos mantendrá sanos y salvos. A la distancia, veo que
Lani por fin se ha alejado del fuego, asustada por el sonido de los disparos o
por el olor del humo que se vuelve cada vez más denso. Pero cuando el carro
sale del camino y cae en los arrozales secos, aterriza con un chirrido y las
ruedas traseras se desplazan hacia los lados.

La escalera trasera del carro golpea contra la tierra y uno de los ejes se
rompe. Lani tropieza y muge, y la caravana se detiene poco a poco. Mi padre
sale volando por encima de la barra y mi madre tira de él para que vuelva al
asiento. Yo cambio de dirección; bajo por el terraplén dando traspiés y voy
hacia el campo, mientras esquivo los muebles y los instrumentos, y los pícnics
a medio terminar que abandonó el público al huir. Pero los soldados avanzan
en el mismo sentido, con la intención de usar el carro como cubierta.

El humo de las armas y el polvo se mezclan con la ceniza. Los soldados


disparan una ráfaga de balas hacia la niebla, y los rebeldes devuelven los
disparos. Otro soldado cae. Su akela queda de pie, conmocionado, junto al
cuerpo: una columna de luz dorada, el alma de un hombre. Pero Legarde ni
siquiera se detiene a mirar el cadáver del soldado y no puede ver su alma. Él
solo conduce a los vivos hacia la caravana caída.

A medida que nos acercamos, Lani también intenta correr. Tira del arnés,
pero el carro se arrastra a duras penas por los campos polvorientos. Mis
padres están atrapados en el fuego cruzado. Estoy tan cerca que puedo oír
gritar a mi madre; ella protege a mi padre con su cuerpo mientras él trata de
protegerla con el suyo.

Aprieto los dientes y me paso la mano por el hombro ensangrentado. Ella me


perdonará, ¿no? No tendrá otra opción si le salvo la vida.

No disminuyo la velocidad cuando llego a la caravana y los espíritus siguen


arremolinándose a mis espaldas. Con una mano, sujeto el marco de la puerta
y entro; con la otra, dejo una marca escarlata en el escalón de atrás. A mis
talones, salta el alma del perro viejo. Mientras cierro la puerta, un destello de
luz brilla en la oscuridad del carro: rayos que solo yo soy capaz de ver.

—Arriba —susurro, y el suelo se balancea; las almas son muy fuertes, y los
perros siempre quieren complacer a los humanos—. ¡No tanto!

En el exterior, hay otra ronda de disparos. Lani vuelve a moverse y el carro la


sigue, animado por el espíritu que lleva dentro.

Avanzamos por el campo lleno de pozos, pero el carro ya no traquetea ni se


mece: avanza sin problemas. Ni siquiera sé si las ruedas tocan el suelo. Por
suerte, el polvo y el humo nos protegen, y en mitad de esta confusión, ¿quién
se pondría a mirar las ruedas de un carro? Espío por la madera tallada para
ver si nos están observando. Entonces, lanzo un grito cuando una figura
emerge de la niebla y se sube al carro de un salto.

Me alejo de la pared y me apoyo contra el telón de gasa cuando la caravana


se balancea con nuevo peso, no una, ni dos, sino tres veces. Unos dedos
sucios se deslizan por la madera mientras los hombres buscan a dónde
aferrarse. Unos ojos asustados se asoman.

—Ayúdame —dice uno de ellos, y hay juventud y terror en su voz. Puedo


escuchar sus jadeos irregulares, oler el sudor agrio del miedo en sus ropas de
campo llenas de hollín.

Llegan gritos a nuestras espaldas. Legarde aúlla dando órdenes:

—¡Están en el carro!

Abro mucho los ojos en la oscuridad; mi corazón late como el tambor de mi


madre. ¿Son estos los hombres del Tigre que se aferran a la caravana?
Parecen niños. Por otra parte, mi hermano tenía mi edad la última vez que lo
vi, cuando se fue a luchar contra rebeldes como estos. Y su edad no le impidió
bombardear los escenarios. ¿Debería soltarles los dedos? Antes de que pueda
decidir, una bala atraviesa el carro y pasa silbando junto a mi oreja. Me arrojo
al suelo y uno de los rebeldes cae al campo dando alaridos.

Después, el carro se inclina cuando Lani sube por un terraplén. Me voy


deslizando por el suelo hacia atrás hasta dar contra la puerta, que entonces
se abre de par en par. Los soldados rodean al rebelde caído, con los rifles
listos. Pero Legarde sigue persiguiéndonos y no quiero que me vea así.

—¡Arret! —grita.

Levanto una mano ensangrentada.

—¡No disparen!

—¡Detengan el carro! ¡Ahora!

—¡Lo estamos intentando!

Pero mientras la caravana se endereza, se escucha otro tiro, mucho más


cerca: uno de los rebeldes devuelve el fuego. Legarde apunta hacia nosotros,
así que cierro la puerta de un golpe y la trabo.

Estamos de vuelta en la carretera. El sonido de los cascos sobre la piedra


indica que hemos llegado a los muelles. Todavía hay dos rebeldes en el carro.
Uno de ellos está paralizado por el miedo y el otro sube hacia el techo, ¿para
esconderse o para disparar? Voy hasta el panel frontal y lo deslizo para
abrirlo. El aire fresco entra en la caravana mientras atravesamos los bares de
mala muerte y los salones de baile en las afueras de la ciudad.

—¡Papa! ¡Tenemos que detenernos!

—¡Lani no quiere pararse! —responde, pero mi madre me mira fijamente.

—¡Nos habíamos detenido, Jetta! —Veo en sus ojos el fuego de la condena.


Agarra mi mano ensangrentada y dice—: ¿Qué has hecho?

Abro la boca, pero no puedo decir nada. Luego, al frente, un hombre sale de
un callejón y se detiene en mitad de la calle. Tiene la nariz ensangrentada, y
hay un grupo de soldados justo detrás de él. Al principio, creo que lo están
persiguiendo, ¿será otro rebelde? No, tiene ropas demasiado elegantes, al
estilo aquitano, aunque no parece extranjero, no del todo.

—¡Han huido a los campos! —les grita a los soldados y nos señala.

En su rostro, aparece una expresión de asombro cuando ve que Lani está a


punto de abalanzarse sobre él.

—¡Fuera del camino! —grito.

Mi padre tira de las riendas, pero Lani tiene el bocado entre los dientes. Uno
de los soldados saca una pistola del cinturón del desconocido y apunta hacia
Lani… ¿o hacia a nosotros?

—¡No!

El desconocido lanza un insulto y trata de arrebatarle el arma al soldado. En


el forcejeo, apunta hacia arriba y dispara al cielo. Lani resopla, sorprendida, y
se detiene a unos pocos centímetros de la mano del hombre.

Los rebeldes bajan del carro de un salto, pero ¿a dónde van a ir? El nuevo
grupo de soldados está de pie frente a ellos, en la calle, y Legarde se lanza al
ataque sobre el terraplén que está a nuestras espaldas.

—¡Detenedlos! —grita, y los soldados obedecen y rodean a los dos rebeldes


antes de que puedan volver a cargar sus armas.

El desconocido no le presta atención a la situación y le tiende la mano a mi


madre, mientras la sangre todavía le corre por la cara.

—Venid conmigo.

Pienso que mi madre protestará, pero en cambio se apresura, aunque no


acepta la mano que él ofrece. Mi padre la sigue mientras yo me arrastro para
salir por el panel frontal y me raspo el hombro en carne viva al hacerlo. El
desconocido vuelve a tender la mano, impaciente; ahora que estoy más cerca,
distingo lo que lo hace parecer tan extraño. La palabra surge en mi mente
antes de que pueda desterrarla: moitié, dicen los aquitanos, «mestizo», y
siempre con una sonrisa burlona. Evito mirarlo a los ojos para que no lea la
idea en mi cara, pero él no me mira a mí. Observa a Legarde que se acerca.
Pongo mi mano en la suya. Las piernas me tiemblan, débiles, y él me lleva
lejos de la multitud.

—Leo, ¡espera!

Uno de los soldados se detiene frente a nosotros: es el que nos apuntó.


Todavía sostiene el arma y el cañón se dirige a un lugar impreciso entre el
suelo y mi padre. Cuando se acerca, huelo el alcohol en su aliento.

—Puede que el general tenga preguntas para hacer.

—Estoy seguro de que sí, Eduard, pero ¿querrá oír mis respuestas? —El
desconocido, Leo, se acerca al soldado como si fuera un conspirador—. Tal
vez fuiste tú quien detuvo el carro. Tal vez fuiste tú quien atrapó a los
rebeldes. ¿Quién sabe? Tal vez eso te ayude a olvidar el nuevo fusil que te han
robado.

Sin esperar una respuesta, Leo pasa junto al soldado y nos lleva por el
callejón lateral, hacia el cartel que dice chicas chicas chicas. Durante un
momento, dudo, pero después veo que Legarde camina hacia el carro,
arrastrando al rebelde herido por el cuello de la camisa.

—No mires atrás —dice Leo—. No será nada agradable.


Enviado a las 21:04 h

General Legarde desde Luda

Para: Dar Som, Sekat, Kah Le, Morai

LUDA A SALVO STOP NO CONTINUAR


Capítulo 3

Debería haberle hecho caso a Leo.

Pero ¿mirar no es parte de la naturaleza humana?

Tal vez no sea parte de la naturaleza humana, sino de la mía. Y, aunque Leo
me empuja al interior del teatro, la puerta no cierra por completo, así que me
doy la vuelta y espío por la rendija.

Los soldados obligan a los rebeldes a formar una fila y arrodillarse en el


callejón. Son tres, y uno de ellos ya está herido: es pequeño y delgado, lleno
de hollín y de tierra. Chicos de campo, chicos de Chakrana. Como era mi
hermano, como siempre lo será.

No, no se parecen en nada a mi hermano. Estos chicos son la razón por la que
mi hermano murió.

Entonces, ¿por qué tiemblo cuando Legarde levanta el arma? El Pastor, lo


llaman, pero en su estandarte hay un lobo. ¿Y acaso los pastores no matan a
las ovejas, además de cuidarlas?

No alcanzo a oír su pregunta, solo el suave murmullo de su voz, pero veo la


mirada desafiante que le lanza el chico herido. ¿Sabe lo que pasará luego? Me
llevo la mano a la boca cuando Legarde aprieta el gatillo y el grito que ahogo
se confunde con el ruido del disparo. El cuerpo cae, el alma dorada y
resplandeciente sale volando. La sangre forma charcos en la calle. Luego,
otra clase de líquido baja por las piernas del rebelde de la izquierda cuando
Legarde lo encara y repite la pregunta.

—Ven.

El susurro me sobresalta. Leo está justo detrás de mí, en el corredor. Se ha


limpiado la sangre de la nariz con un pañuelo, pero hay algo en su cara que
me sigue poniendo nerviosa. O tal vez sea todo lo demás. Sea lo que sea, esta
vez le hago caso.

Aturdida, dejo que me guíe a través de un corredor oscuro lleno de puertas e


iluminado solo por los espíritus que van a la deriva. Leo no puede verlos, ¿o
sí? Pero camina con mucha seguridad en la penumbra. Yo voy más vacilante.
El aire aquí es denso y empalagoso, una mezcla de mal gusto de perfume,
humo y sudor. Las tablas crujen y ceden bajo nuestros pies; las almas de las
alimañas muertas se escabullen por el suelo. Vuelvo a pensar en el letrero de
la entrada.

—¿Qué es este lugar?

—Mi teatro —responde.

—¿Tu teatro?
Endereza la espalda y se da vuelta para analizar mi mirada.

—¿Por qué te sorprende?

—Por tu edad —le digo con sinceridad—. No pareces mucho mayor que yo.

—Ah. —Su espalda se relaja y también la expresión en su rostro—. Lo heredé.

La explicación es simple; el significado, profundo. Perder a Akra fue muy


doloroso: no puedo imaginar el dolor de perder a mis padres. Respiro por la
boca, lista para ofrecer algunas palabras de politesse inútiles. Pero, entonces,
suena otro disparo en el exterior, y un chico comienza a gritar.

El sonido me impacta, y hace caer el velo de entumecimiento que me


envuelve desde que explotaron los escenarios. Ahora que desaparece poco a
poco, me doy cuenta de que estaba allí. Para mi sorpresa, un sollozo se me
escapa de los labios, y después otro, y ya no puedo detenerlos. Suben
despacio por mi garganta y se abren paso, me toman por los hombros y me
sacuden con una violencia terrible. Extiendo la mano para no perder el
equilibrio, mientras siento las lágrimas que arden en mi rostro, y de repente
él me rodea con sus brazos. Durante un momento, acepto el consuelo que me
ofrece este desconocido.

—Todo irá bien —miente—. Todo irá bien.

Lo alejo de un empujón, horrorizada.

—¡No es verdad!

Tiene las manos levantadas, una expresión cautelosa y la espalda contra el


parche de yeso de la pared.

—De acuerdo, pero podría ser mucho peor —murmura.

Otro alarido agita el aire. Me limpio la cara con el dorso de la mano y,


después, respiro profundamente, temblando.

—¿Mi familia está a salvo aquí?

—No les haré daño.

—Pero ¿qué hay de ellos? —pregunto, señalando frenéticamente la puerta


endeble que nos separa del exterior—. ¿Vendrán a por nosotros después?

—¡Tú lo sabes mejor que yo!

—¿Qué quieres decir?

—Estabais huyendo. ¿Qué habéis hecho?


—Hubo una explosión —respondo, y me estremezco de nuevo ante el recuerdo
—. Íbamos camino a La Fête cuando los escenarios volaron por los aires. Lani
se asustó y no dejó de correr hasta que… —Doy media vuelta y miro hacia el
corredor—. Ella todavía está afuera.

—Estará bien. Aunque es posible que los soldados revisen el carro, teniendo
en cuenta que llevabais rebeldes a bordo —dice Leo.

El corazón me deja de latir durante un segundo: ¿qué encontrarán los


soldados si buscan con atención? No verán el eje roto a menos que revisen
bajo el carro. Pero ¿y si desatan mis fantouches animados por las almas de los
muertos? ¿O si buscan bajo la almohada de mi madre y encuentran el
pequeño cofre que guarda todo el dinero que hemos ahorrado? Pero el
rebelde sigue gritando, y no puedo salir, no puedo.

—Iré a poner tus cosas a salvo en cuanto todo termine —dice Leo en voz baja.

No necesito preguntarle a qué se refiere. Tengo la boca reseca y me


humedezco los labios.

—¿No podrían hacerte daño a ti también?

Leo suelta una carcajada.

—¿A mí? No, no si saben lo que les conviene. La mitad del ejército está
enamorado de mis chicas —agrega, y su mirada me hace dar un paso atrás—.
Y la otra mitad les tiene miedo.

—Ya veo. —Controlo mi expresión, aunque la idea de que sea dueño de ellas
me provoca náuseas. ¿O serán los sonidos que vienen de afuera los que me
hacen sentir así?—. Gracias. Y gracias por detener el carro. Fuiste muy
valiente.

—¿Qué puedo decir? —Una sonrisa irónica cruza por la cara de Leo durante
un instante, y levanta la voz al decir la siguiente frase—: Tengo un don para
los animales.

—¡Te he oído!

Otra voz flota a través de la penumbra, suave y femenina. Una chica de


Chakrana surge de entre las sombras y lleva poco más que colorete y
pedrería.

—¡Cheeky! —Leo esconde su sonrisa mientras se vuelve hacia ella—. No te he


escuchado venir.

—Y nunca lo harás con esa actitud. —La chica arquea una ceja perfecta.
Después, su expresión cambia cuando se vuelve hacia mí y observa mi chal
roto, mi hombro ensangrentado—. No tienes buen aspecto.

Me quedo en silencio: los rizos oscuros y despeinados, los ojos grandes


delineados de negro, la piel desnuda y dorada. No soy ingenua, vi el cartel
que está en el exterior. Sé que hay otro tipo de espectáculos aquí, además del
teatro de sombras. Y mi madre me ha dicho la verdad: que el trabajo es
trabajo, sin importar de qué se trate. De todos modos, saber que algo existe
no es lo mismo que verlo, y ver a la chica me sorprende. ¿O es solo el enorme
abismo entre la muerte y la belleza lo que me aturde? Y ¿cómo es capaz de
bromear en un momento como este?

Pero ella se acerca a mí y su mano flota a unos centímetros de mi piel.

—¿Puedo? —Yo asiento y ella entrelaza su brazo con el mío, y es cálida y


delicada—. Ven conmigo. Te curaremos.

—¿Dónde están mis padres? —le pregunto mientras me guía.

—¿Samrin y Meliss? Están al final del corredor. ¡Leo! —grita por encima del
hombro—. Lava más vasos, por favor. Necesitará un trago. Bienvenida a La
Perl —agrega con un gran gesto y una sonrisa burlona mientras corre una
cortina.

Parpadeo bajo la luz que me ilumina de repente.

—¿La Perl?

—¿No reluce como una perla?

Hemos entrado en una habitación amplia, iluminada por decenas de velas que
brillan en al menos la misma cantidad de mesas, cada una de ellas rodeada
por sillas que no combinan. Hay un estrecho escenario en uno de los
extremos, con candilejas de gas; también hay un telón rojo y un piano, aunque
el terciopelo está gastado y ya han pintado el piano varias veces. En el otro
extremo, cerca de la entrada principal, hay un bar, aunque el ron está
guardado en viejos frascos de queroseno, y la mitad de las botellas están
regadas por el suelo por lo que parece haber sido un altercado. Da la
impresión de que el público ha salido a toda prisa, y algunas de las sillas
están caídas y vasos medio llenos diseminados en las mesas. Pero mis padres
están allí, tal como lo prometieron; me libero del brazo de Cheeky cuando los
veo.

—Jetta.

Mi padre se pone de pie, extendiendo la mano. Corro hacia él y me hundo en


su pecho. Me abraza, pero suelto una queja cuando me toca el hombro:
nuevas heridas, viejas cicatrices.

—¿Qué te ha sucedido?

—Me caí del escalón cuando Lani salió disparada —respondo. ¿Sabrá mi
padre lo que está pasando afuera? Todavía escucho los gritos, aunque ahora
suenan más distantes… ¿O los estoy imaginando?—. Logré alcanzarlos cuando
se detuvieron.
—¿Y después? —Mi madre también se pone de pie y habla en voz baja,
urgente—. Sentí que el eje se rompía igual que un hueso.

Parece una afirmación, pero sé que es una acusación. Bajo la vista y me miro
las palmas ensangrentadas. Cierro los puños y intento no perder el
temperamento, pero no puedo controlarlo.

—¿Qué querías que hiciera?

—Quiero que cumplas tu promesa —dice por lo bajo—. «Jamás hay que
mostrarlo, jamás hay que explicarlo».

—¡He salvado nuestras vidas! —susurro, no sé si con frustración o con


orgullo.

Pero ella golpea la mesa con la mano abierta y dice:

—¿A qué precio?

Alrededor, el repentino silencio parece hacerse eco, y entonces puedo


sentirla: la mirada del público. Cheeky nos está observando cerca del bar,
junto con otra chica, que es rubia y me suena algo familiar.

Mi madre también las ve: aprieta los labios y se sienta. Pero no puedo
evitarlo.

—No lo sé, Maman —digo en voz baja, para que solo mis padres escuchen—.
¿Es peor que la muerte?

Alzo la barbilla, triunfante. Soy la salvadora en este asunto y espero los


elogios que me merezco. Nunca llegan. En cambio, el rostro de mi madre
adquiere un color amarillento, enfermizo.

—Tal vez. Depende de quién se entere —murmura.

Su expresión me hace dudar. ¿Hice bien en arriesgarme o solo me porté como


una arrogante? Mi malheur hace que sea difícil saberlo con certeza. Pero
incluso si Legarde hubiera visto algo extraño en el carro y pensara en
arrestarnos, ¿no habría sido peor que nos dispararan en el campo?

No puedo preguntárselo, no aquí, no donde hay otros que pueden oírme:


«Jamás hay que mostrarlo, jamás hay que explicarlo». Mi madre no me
hubiera respondido, de todos modos. La chica rubia se acerca ahora, con un
gran cuenco de agua entre las manos. El aroma a hierbas frescas se eleva con
el vapor, y el vana de un pequeño pez hace resplandecer el agua.

—Siéntate —me dice la chica rubia mientras señala una silla vacía con la
cabeza; su voz es suave y tranquilizadora—, antes de que te desplomes.

De repente, se me debilitan las rodillas y pierdo el equilibrio. Extiendo la


mano sobre la mesa para sujetar la de mi padre. Está vendada con una tira de
seda pálida.

—¿Estás herido?

—Astillas y rasguños solamente. Pero nos han cuidado bien. Ella es Tia. —Mi
padre inclina la cabeza con respeto mientras la chica coloca el cuenco a mis
pies. Frunzo el ceño: aunque ella me parece familiar, el nombre no me suena
conocido. Entonces él hace un gesto cuando se acerca otra chica, que trae
una larga venda de seda y un manojo de trapos limpios—. Y ella es Eve.
Montan espectáculos aquí.

Eve sonríe con dulzura detrás de una gruesa cortina de cabello oscuro, pero
yo no puedo dejar de mirar la serpiente que lleva en el cuello.

—Este es Garter, es una boa pero no de plumas —dice, mientras moja un


trapo en el agua y me limpia los pies llenos de sangre y lodo—. ¿Entiendes el
chiste? No te preocupes, no muerde, excepto que seas una rata. ¿Dónde están
tus zapatos? —Se muerde el labio, dudando de pronto—. ¿Tienes zapatos?

—Están en nuestro carro, afuera.

No digo que tengo un solo par y que lo uso en el escenario. La seda bordada
es demasiado fina y demasiado cara para las calles. Pero me da vergüenza
decirlo delante de estas chicas adorables, exuberantes y bien alimentadas,
bañadas en purpurina y diamantes falsos. Entonces, me estremezco de dolor:
ella es cuidadosa, pero todo duele.

—Me estaba preparando para la función cuando explotó el escenario.

—Escuchamos las bombas.

Cheeky se deja caer en una silla y desliza un vaso que contiene un líquido
opaco sobre la superficie de la mesa. Intento atraparlo, pero mi madre me
observa severa.

—¿Qué es eso? —pregunta, y Cheeky le devuelve la mirada.

—Lo mismo que bebiste de un trago hace dos minutos.

No puedo evitar la risa que estalla en mis labios: es tan atrevida. Pero los ojos
de mi madre se entrecierran, y me pongo a toser para disimular, mientras la
chica sujeta un retazo de seda y encaje del regazo de Eve y lo sumerge en el
vaso.

—No te preocupes —agrega con un guiño—. Está limpia.

Tengo medio segundo para digerir esa afirmación antes de que ella apoye la
seda en mi hombro y yo grite:

—¡Quema!
—¡Bebe! —me responde.

Ignorando a mi madre, bebo un sorbo del líquido. Luego vuelvo a toser, esta
vez de verdad.

—Esto también quema.

Me ahogo y, de repente, mi voz suena ronca. Sin prestar atención, Cheeky me


sigue frotando la piel.

—La próxima vez, trata de que te rescate un docteur. ¿Qué pasó aquí? —
agrega ella, recorriendo el borde de la cicatriz con un dedo frío. Me alejo,
avergonzada, y ella retira la mano—. Lo siento. Parece que has tenido que
enfrentarte a quemaduras más graves.

—Como todos, ¿no? —le dice Tia a Cheeky, y las dos se ríen como campanas
repiqueteando.

—Fue la primera vez que tuve que manejar el telón yo sola —le cuento, y evito
los ojos de mis padres mientras trato de no sonrojarme. Todo sucedió en la
primera temporada de gira después de que mi hermano se unió al ejército,
aunque no me gusta mencionar su nombre aquí, en este lugar irrespetuoso—.
Los nudos estaban sueltos y la gasa tocó el cuenco del fuego a causa del
viento. Me… distraje.

—¿Sois artistas del teatro de sombras? —pregunta Eve, con ilusión—. Me


encanta, siempre intento ir a La Fête. No este año, obviamente. Estábamos
trabajando, pero casi todos los años.

Su sonrisa vacila un momento, tan rápido que casi no alcanzo a notarlo.

—Vi una obra en Nokhor Khat una vez —dice Tia, echando hacia atrás sus
rizos rubios—. Fue hace solo unos meses, en mi gira mundial.

—¿Gira mundial? —Cheeky arroja el trapo al suelo y toma otro—. ¿En qué
mundo?

—No seas envidiosa, querida, el verde no te queda bien.

Tia habla sin malicia y Cheeky le lanza un beso. Pero ahora siento curiosidad.

—¿Has estado en la capital? —pregunto, aunque me falta el aliento—. ¿Cómo


es?

—Ay, tesoro —dice Tia con una sonrisa que parece una bendición—. Brilla
más que las estrellas que hay en tus ojos. Gente elegante y con ropa aún más
elegante. Champán, azúcar y luces eléctricas alrededor del Palacio Rubí.

—Antes soñaba con hacer una función en la ópera real —confieso, pero mi
madre frunce el ceño.
—Es mejor actuar para un emperador que para un rey.

Puede que sea verdad, pero no me engaña. A pesar de que las compañías de
la capital ganan mucho más dinero que las de los pueblos, mi madre siempre
ha detestado la idea de actuar allí. Nunca me ha dicho por qué, pero estoy
segura de que no tiene nada que ver con el rey o el emperador. Es más
probable que sea por su miedo a Le Trépas. Los chakranos que sobrevivieron
a su reinado están seguros de que los muros de piedra de su prisión no son ni
la mitad de gruesos de lo que deberían ser.

Yo no soy tan miedosa. Pero cuando estemos camino a Aquitan, dudo que
Maman me permita parar para hacer un espectáculo.

—Es un buen trabajo si lo consigues —dice Tia—. Pero no hay duda de que al
Joven Rey le encanta el entretenimiento.

Cheeky guiña el ojo.

—¿El Rey Mujeriego, quieres decir?

Se ríen, pero mi padre se inquieta ante la falta de respeto. Durante un


segundo, me pongo tensa. Todavía puedo escuchar los ecos de su voz, un
susurro que viaja desde el pasado: «Es el legítimo heredero», solía decir,
«¿por qué no lo dejan gobernar?». Pero solo se lo decía a su hermano y
siempre en voz baja, para que las palabas no atravesaran las paredes de
nuestra choza. Mi padre es muy cauteloso, no como el tío. Quizás por eso él
sigue vivo.

No es que él no esté agradecido a los aquitanos por lo que hicieron en La


Victoire. Todos lo estamos. Pero también recordamos el Año del Hambre,
cuando las lluvias nunca llegaron y faltó la comida en las tiendas y nos dimos
cuenta de cuántos cultivos de arroz se habían transformado en campos de
caña de azúcar. Hemos actuado en fincas que pertenecen a extranjeros,
hemos visto los objetos finos que poseen, el aroma delicado de sus comidas. Y,
después de la función, al marcharnos, comimos arroz de la olla y dormimos en
la caravana. Y mis padres y yo recordamos cada día que Akra se puso el
uniforme del ejército y nunca más volvimos a verlo.

Pero mi padre sigue siendo prudente, incluso aquí. En particular, aquí.

—No sabía que lo llamaban así —es todo lo que dice.

En respuesta, Cheeky agita el retazo de encaje.

—Han pasado casi dieciséis años desde La Victoire. Ya no es un niño, y no


gobierna. ¿Qué harías con tu tiempo si fueras joven y rico?

—Teatro de sombras —contesta él con una sonrisa irónica, y Cheeky le sonríe.

—Tienes suerte.
—Todo cambiará después de la coronación —comenta Eve, pero Cheeky
sacude sus rizos.

—Volverá a cambiar después de la boda —afirma ella—. Los hombres sienten


debilidad por las mujeres hermosas. Confía en mis palabras.

—Yo podría ocupar su lugar, si fuera necesario —dice Tia, enmarcando su


rostro con la palma abierta mientras las otras chicas ríen—. Nadie notaría la
diferencia.

—Es posible que el rey se dé cuenta en la noche de bodas —responde Cheeky


entre risitas, mientras Tia guiña un ojo.

—No creo que proteste.

Observo a Tia y, por fin, entiendo por qué me suena familiar.

—Eres imitadora —le digo, pero ella hace un gesto con la mano.

—Prefiero la expresión «gemela perdida». Al nacer, sufrí la trágica separación


de mi hermana, Theodora Legarde.

Durante los últimos meses, a los carteles del general Legarde se han sumado
los carteles de su hija: La Fleur d’Aquitan, la llaman. La única mujer que, con
su extraordinaria belleza, podrá domar a Raik Alendra, el Joven Rey, el último
de su linaje y heredero del trono de Chakrana. Será un matrimonio histórico y
simbólico entre un chakrano y una aquitana. Pero en los carteles, Theodora es
pálida como la porcelana, con ojos como zafiros y suntuosamente gorda. Los
ojos de Tia son negros, y debajo del maquillaje, tiene mejillas de color dorado
y barba incipiente. Desde esta distancia, puedo ver el relleno que lleva bajo el
vestido. Pero Tia también es hermosa, con toda la altanería de la realeza.
Convierte una silla desvencijada en un trono con solo sentarse en ella.
Además, la ilusión es fundamental para el teatro.

—Te confundí con ella cuando te vi —le digo, aunque al oír mis propias
palabras, noto que suenan demasiado exageradas—, la viva imagen de
Theodora.

Tiemblo por dentro, ¿por qué quiero tanto su aprobación? Pero Tia se lleva la
mano al corazón, como si el cumplido la hubiera conmovido. Entonces Cheeky
se acerca a mí para susurrar en voz bien alta:

—Más muerta que viva.

Tia se quita la peluca rubia y finge que quiere golpear con ella a Cheeky. Su
risa me tranquiliza y hasta hace que mi padre sonría. Una vez que la risa se
desvanece, Tia vuelve a colocarse la peluca y se reacomoda con cuidado los
rizos.

—Una vez la vi, ¿sabes? Mientras estaba en la capital. —Señala el cabello,


corto y negro que esconde bajo la peluca, y hace muecas—. Fui de incógnito,
por supuesto. Ya conoces sus leyes. Pero una noche fui a ver una obra y allí
estaba ella, sentada en primera fila con su padre y con todos los extranjeros
de la ciudad. Son fanáticos de los fantouches d’ombre.

Eve asiente.

—El año pasado, en La Fête, alguien me dijo que Le Roi Fou convirtió su salón
de baile en un teatro de sombras.

Me pongo tensa cuando oigo la palabra fou, «loco», pero nadie me ve.
Lentamente, Cheeky esboza una sonrisa.

—Entonces —dice a propósito—, ¿cómo hace para bailar en la oscuridad?

Las chicas se echan a reír de nuevo, pero poco a poco la sensación de


entumecimiento vuelve a mi cuerpo.

—Íbamos camino a La Fête —digo en voz baja—. Estábamos tratando de


llegar a Aquitan.

Al otro lado de la mesa, el rostro de mi madre se llena de tristeza, y la


desesperación que hay en sus ojos es lo más triste que he visto esta noche. A
mí también me consume por dentro: hemos recorrido todo este camino, y
nuestro destino nunca estuvo más lejos de nuestro alcance. Buscando recibir
y dar consuelo, agarro su mano.

—No te preocupes, Maman —le digo, aunque las palabras no sirvan de nada
—. Ya encontraremos otra manera.

—¿Otra manera? —Mi madre se aferra a mis dedos, todo su cuerpo se tensa,
como si estuviera tratando de no desmoronarse—. ¿Cómo?

Me duelen los dedos, pero sostengo su mano hasta que nuestros nudillos se
ponen blancos. Un centenar de respuestas revolotean por mi cabeza.
Construir un bote con el alma de una tortuga y cruzar el mar de los Cien Días;
dejar el teatro y mostrar lo que puedo hacer al mundo entero sin telones, a la
espera de que nos llenen de monedas; marchar a Nokhor Khat y exigir una
audiencia con el Joven Rey. Él se sorprendería al ver lo que puedo hacer. ¿O
tendría miedo? De todas formas, estoy segura de que podría convencerlo de
que nos ayudara.

Mi padre pone su mano sobre las nuestras, y habla en voz baja, ¿tratando de
calmarnos o de silenciarnos?

—Ya encontraremos la manera —dice—. Por la mañana, haremos


averiguaciones. Tal vez reconstruyan los escenarios. Puede que la Le Fête no
se suspenda. Después de todo, la boda del Joven Rey sigue en pie. La pareja
real irá a Aquitan. Y Le Roi Fou querrá ver los espectáculos.

Siempre optimista, siempre cuentacuentos. Pero bajo el ojo estricto de mi


madre, ¿qué otra opción tenemos?
Las chicas están incómodas, fingiendo que no escuchan lo que decimos. La
serpiente se desliza sobre los hombros desnudos de Eve.

—Estaba tratando de ahorrar para poder marcharme —dice, al final, para


romper el silencio espinoso—. Pero los dioses del río suben los precios
después de cada ataque.

Mi padre pregunta, intrigado:

—¿Los dioses del río?

—Los hombres que venden pasajes en barco —dice Eve, mientras me


envuelve cuidadosamente el talón con una venda—. Se interponen entre esta
vida y la siguiente, y juzgan el valor de cada persona. Por alguna razón,
siempre deciden que no valgo lo suficiente —agrega con una sonrisa
encantadora, pero puedo ver que esconde miedo.

Entonces, echo un vistazo alrededor: Cheeky con sus bromas, Tia con su
orgullo, Eve con su sonrisa dulce. Pero, a fin de cuentas, solo son chicas en un
bar de mala muerte, en la selva del norte, con el maquillaje corrido y agujeros
en las medias. Ahora entiendo su risa, es parte de la actuación. ¿Cuántas son
las personas que quieren huir, pero no encuentran un camino seguro? Somos
afortunados: nosotros tuvimos una oportunidad. Tenemos una oportunidad, si
el dinero sigue estando en nuestra caravana por la mañana.

—¿Cuánto cuesta un pasaje? —pregunto.

Al otro lado de la mesa, los ojos de mi madre se clavan en los míos, y la


esperanza vuelve a iluminar su rostro. Eve solo se encoge de hombros.

—Tendrás que ir al muelle. Dejé de preguntar hace tiempo. Tal vez Leo lo
sepa.

Tia frunce el ceño y levanta la vista.

—¿Y dónde está Leo?

—Nunca preguntes a dónde ha ido un hombre. Puede dar la impresión de que


quieres que regrese —dice Cheeky, orgullosa. Luego, apoya su mano sobre mi
hombro cuando intento levantarme—. El muelle seguirá en el mismo lugar
mañana por la mañana. Ni siquiera yo me animaría a ir sola esta noche.

—¿Los soldados nos mantendrán a salvo aquí? —pregunto, y ella sonríe.

—Claro —dice ella—, siempre y cuando no entren.


Enviado a las 21:06 h

General Legarde desde Luda

Para: Rey Alendra en Nokhor Khat

GUERRILLA ATACA A LO LARGO DE LE VERDU STOP DOS REBELDES


CAPTURADOS EN LUDA STOP SITUACIÓN BAJO CONTROL STOP
QUESTIONEUR EXTRAYENDO INFORMACIÓN

Enviado a las 01:36 h

Theodora Legarde desde Nokhor Khat

Para: General Legarde en Luda

CERCA DE IMPORTANTE DESCUBRIMIENTO STOP RUEGO RECONSIDERE


MANDARME DE VIAJE A AQUITAN

Enviado a las 03:43 h

General Legarde desde Luda

Para: Capitaine Chantray en Nokhor Khat

DUPLICAR SEGURIDAD EN PALACIO STOP VOLVIENDO A NOKHOR KHAT

Enviado a las 03:46 h

General Legarde desde Luda

Para: Theodora Legarde en Nokhor Khat

LE RÊVE ZARPARÁ SEGÚN LO PLANEADO E IRÁS A BORDO STOP DEBES


AVANZAR MÁS RÁPIDO
ACTO I,

ESCENA 5

En el campamento del ejército, antes del amanecer; dentro de la tienda del


general. A través de las paredes de la tela llega el sonido de los hombres y
caballos que despiertan. Aunque la tienda del general es más espaciosa que
las demás, la decoración escasa crea una sensación de vacío; hay una sola
lámpara de queroseno, un catre igual al de todos los soldados y un baúl de
viaje que guarda uniformes de repuesto. De hecho, lo único que revela el
poder del general es su escritorio y la elegante pluma que tiene entre las
manos.

El general Julian Legarde se encuentra marcando en un mapa los lugares


donde han sucedido los ataques de la noche anterior cuando su hijo, el
capitaine Xavier Legarde, entra en la tienda. Espera un momento: paciente,
incluso vacilante, pero el general no alza la vista.

Xavier: ¿Señor?

Legarde: Reportez.

Xavier: Envié los telegramas y alerté a la caballería. Están preparando a los


animales. Los hombres deberían estar listos para avanzar antes del amanecer.
Y he agregado los nuevos crímenes a la lista, para actualizar la recherche del
Tigre.

Legarde: ¿Lo distribuiste por telégrafo?

Xavier: Y en Chakrana, señor. Antes del amanecer, el país sabrá que había
artistas del teatro de sombras entre los muertos.

Legarde: (Asintiendo, satisfecho.) Eso servirá. Los lugareños adoran a los


artistas.

Xavier: No solo los lugareños. Hablando de eso, ha llegado una carta.

Xavier se la entrega. Legarde mira el sobre, manchado por los largos viajes,
pero finamente lacrado con cera de brillos dorados. El sello tiene la imagen
del sol: el símbolo de Le Roi Fou, el medio hermano de Legarde. La arroja
sobre el escritorio.

Legarde: ¿Alguna respuesta de Nokhor Khat?

Xavier: Todavía no, pero aún es muy pronto.


Legarde: Si llega algo después de que me marche, envíalo río abajo. A menos
que sea de tu hermana.

Xavier: ¿Hay problemas?

Legarde: (Haciendo una mueca de disgusto.) Sigue tratando de evitar el viaje


a Aquitan.

Xavier: Si me permite, señor…

Legarde: ¿Tú también?

Xavier: Su trabajo aquí ha sido vital.

Legarde: Su matrimonio también lo será. Y no estará lejos durante tanto


tiempo como cree. ¿Qué hay de los prisioneros?

Una fugaz expresión de disgusto cruza el rostro de Xavier.

Xavier: Los dos cadáveres se exhibirán, como lo indicó en sus órdenes.


¿Qué quiere que haga con el último?

Legarde mira hacia arriba, sorprendido, impresionado.

Legarde: ¿Todavía está vivo?

Xavier: A duras penas.

Legarde: Mmm. (Distraído, da golpecitos sobre el escritorio con su bolígrafo.)


Mira a ver si el médico puede curar lo que queda de él. Dará un ejemplo
diferente.

Xavier: ¿Ejemplo de qué?

Legarde: Hay fuerza en la misericordia, Xavier.

Xavier: El questioneur es muchas cosas, menos misericordioso.

Legarde mira a su hijo y sus ojos se posan en el colgante de oro que usa
Xavier, un círculo dorado que cae desde una cadena.

Legarde: Sé que a veces nuestras tácticas van en contra de tus


convicciones, pero el mensaje salvará vidas de los dos bandos.

Al fin, la frustración de Xavier altera su compostura.

Xavier: ¿Qué mensaje? ¡Todo lo que los rebeldes dijeron fueron


contradicciones! Después de la primera hora, habrían dicho cualquier
cosa. Además, no hay forma de que un campesino sepa lo que planifica
el Tigre.

Legarde: No hablo de su mensaje. Hablo del mensaje que transmitimos


nosotros cuando sus compañeros ven a lo que se arriesgan.

Xavier: No creo que la amenaza de tortura disuada a los rebeldes.

Legarde: No son solo los rebeldes los que me preocupan.

Legarde se reclina en su silla y observa a su hijo.

Legarde: Estos ataques de guerrilla son tácticas cobardes. Los


hombres del Tigre avanzan despacio en la oscuridad, atacan tan
rápido como pueden, se deshacen de sus armas y se vuelven a mezclar
con la población. Por desgracia, logran hacer lo que se proponen. Los
lugareños se sienten intimidados, puede que incluso impresionados,
en especial cuando los criminales escapan sin consecuencias. Este
país está lleno de campesinos, Xavier. La mayoría de los que
abandonan los cultivos se unen al ejército. Pero cuanto más fuerte
parezca ser el Tigre, más probable es que se pongan de su parte. La
rebelión es relativamente pequeña todavía. Y no quiero que crezca.

Xavier: Pero uno de los crímenes que se le imputa al Tigre en la recherche es


la tortura, y ya sabes lo que opinan los lugareños al respecto. Si nosotros lo
denunciamos y luego nos rebajamos a su nivel frente a los ojos de todos…

Legarde: La diferencia es que él se lo hace a los suyos. Nosotros solo se lo


hacemos a nuestros enemigos. Además, podría levantar la moral de nuestros
soldados. No ignoro el… descontento que crece.

Xavier: Habría menos descontento si permitiera a los soldados perseguir a los


rebeldes que nos atacan.

Legarde: No tenemos suficientes soldados para rastrearlos en su propio


territorio, ni la capacidad de distinguir a los hombres del Tigre de los
aldeanos inocentes en mitad de la selva.

Xavier asiente a regañadientes. Después, frunce el ceño.

Xavier: Si sabe que la información de los rebeldes no sirve, ¿por qué


vuelve a Nokhor Khat?

Legarde sonríe un instante y señala el mapa desplegado ante él.

Legarde: Dime lo que ves aquí, capitaine.

Xavier se acerca al escritorio para echar un vistazo por encima del hombro de
su padre. Aprieta y afloja la mandíbula, mientras reflexiona.

Xavier: Puntos de ataque, a lo largo de Le Verdu.

Legarde: ¿Qué tipo de ataque?

Xavier: Sabotaje.

Legarde: Y cerca de su propio territorio. ¿Por qué? Sabemos que se esconden


en todo el país. Cultivan los campos hasta que llegan las órdenes. Para llevar
a cabo ataques como estos, solo se necesita un puñado de hombres. ¿Por qué
los ataques únicamente suceden en Le Verdu?

Xavier: (Lentamente.) ¿Cree que están tratando de desviar su atención de la


capital?

Legarde: De la boda. Lo último que quieren es una reina aquitana.

Xavier se detiene a pensar un momento.

Xavier: ¿Qué pasa si no es más que una artimaña para hacer que usted
abandone la zona?

Legarde: Tendrán que enfrentarse contigo en mi ausencia. Te dejo al mando.

Xavier levanta una ceja.


Xavier: ¿A mí y no a Pique?

Legarde: De ningún modo. Quiero que controlen a los lugareños, no que los
aterroricen.

Xavier: Él tiene más antigüedad que yo, más experiencia.

Legarde: ¿Ahora también eres cobarde?

Xavier: No, señor.

Xavier endereza la espalda, pero Legarde suspira.

Legarde: Pique lleva demasiado tiempo aquí. En la guerra, algunas


experiencias hacen más mal que bien.

Xavier duda, inquieto.

Xavier: ¿Son ciertos los rumores, señor? Los rebeldes van al sur a…

Legarde: ¿A liberar a Le Trépas?

Xavier se estremece, saca el colgante de oro de su uniforme y se lo lleva a los


labios en un movimiento que parece un ritual. Legarde solo niega.

Legarde: El Tigre es despiadado, pero no está loco. Quiere el trono


para sí mismo.

Xavier: Tal vez espera que puedan poner sus diferencias de lado para luchar
contra un enemigo común.

Legarde: No se puede negociar con Le Trépas. Eras demasiado joven para


recordar…

Xavier: Conozco las historias.

Legarde: Entonces, sabes que el hombre era un fanático y sus seguidores,


igual de horribles. Entierros de personas vivas, magia negra, abominaciones.

Xavier: ¿Por qué lo mantuviste con vida todos estos años? ¿Por qué no
ejecutarlo? ¿Por qué no hacer que sufra un desafortunado accidente
en prisión?

Legarde no responde de inmediato. En cambio, entrelaza los dedos y mira a


su hijo.

Legarde: Hay una leyenda en este país. La vi primero en el teatro de


sombras, pero cuando Le Trépas ganó el poder, siguieron los rumores:
a través del dolor, ciertos espíritus podrían obtener poderes después
de la muerte.

Xavier: También conozco esas leyendas. Los n’akela, persiguen a sus


torturadores.

Legarde: Algunos de los discípulos de Le Trépas creían que los espíritus eran
capaces de hacer más que atormentar. Vi a hombres cortarse la garganta
porque estaban seguros de que sus almas podrían robar nuevos
cuerpos, muertos o vivos.

Xavier: ¿Y usted lo cree?

Legarde: Los chakranos lo creen. Debes haber notado que no te miran a los
ojos. El color azul los asusta. Creen que es señal de que estamos poseídos.

Xavier: Lo sé, son supersticiosos. Pero ¿eso qué tiene que ver con Le Trépas?

Legarde: Si el viejo monje estuviera muerto, alguien podría afirmar ser él, o
su alma. El Rey de la Muerte renace. ¿Entiendes? Y no dejaré que nadie
vuelva a hundir este país en una edad oscura de misticismo. El matrimonio
del rey con tu hermana funcionará como un símbolo: Chakrana se casará con
la civilización, no con la barbarie.

Xavier: Se casará con Aquitan, quieres decir.

Legarde: Nosotros somos la civilización aquí. Los llevaremos a la era


moderna, les guste o no.

Después frunce el ceño al ver las armas.

Legarde: Eso me recuerda, ¿qué dijo el último rebelde sobre las armas
desaparecidas?

Xavier: Nada creíble. (Duda.) Pero el questioneur era Eduard Dumond, uno de
los hombres que perdió su rifle. Él dice que la historia no tiene sentido, que
otro grupo de rebeldes debe haber tomado las armas.
Legarde: Dile que continúe con el interrogatorio.

Xavier: No sé si el joven sobrevivirá a más preguntas.

Legarde se encoge de hombros, mientras enrolla el mapa y retira todas las


cosas del escritorio, excepto la carta que ha traído Xavier.

Legarde: C’est dommage. Pero ¿no era lo que tú querías? Y le ahorrará


una visita a nuestro docteur.

Xavier controla su expresión, pero saluda y se marcha de la tienda. En su


escritorio, Legarde suspira. Luego, rompe el sofisticado sello de lacre e
inclina la cabeza sobre la carta.
Pour el general Julian Legarde,

Pastor de Chakrana, líder en La Victoire,

et mon demi-frère,

Cher Julian:

Leí tu carta del mes pasado con gran consternación por el informe sobre
la rebelión local, que es cada vez más intensa.

He confiado en ti durante mucho tiempo y te he dado la libertad para que


manejaras nuestros asuntos en Chakrana a tu criterio. Por desgracia, tu
última solicitud de financiación adicional no parece tener justificación
suficiente. Un grupo de insurgentes no puede demandar tantos gastos. ¿Qué
ejército estás tratando de crear con todo ese dinero?

Chakrana siempre ha sido una empresa rentable, en particular desde tu


famosa victoria, por la que recibiste tantos elogios. Pero yo debo sopesar el
precio de los bienes y el precio de protegerlos. ¿Puedes dar más detalles
sobre lo que necesitas?

Como esta carta también tardará un mes más en llegar hasta ti, a través de la
tierra y el mar, es muy posible que ya hayas pacificado el levantamiento
cuando la recibas. Si no es así, confío en que la coronación que está por venir
apacigüe la resistencia y le dé a la población exactamente lo que quiere: un
chakrano poderoso. Es una suerte que, según dicen todos los informes, este
chakrano en particular no tenga intenciones de gobernar. Y aunque solo he
visto a Theodora una vez, conociéndote a ti, estoy seguro de que tendrá
influencia sobre su prometido y te permitirá ejercer la tuya sobre las futuras
decisiones del rey.

Cordialement, votre demi-frère,

Antoine Le Fou

Roi des Aquitains


Capítulo 4

Más tarde, después de que nos hayan vendado las heridas y hayamos cenado
arroz frío con té caliente, me acuesto en un camastro y me quedo con los ojos
abiertos, sin poder conciliar el sueño. Estoy en la habitación de Cheeky, que
es un desorden, y la escucho roncar despacio. Duerme en el suelo junto a Tia,
sobre una manta. Las chicas insistieron en darles a mis padres su propia
habitación y a mí, una cama. Su generosidad es abrumadora: no duermo en
una cama de verdad desde que comenzó la temporada de gira este año,
cuando dejamos Lak Na por última vez. Lástima que no puedo disfrutarla.

¿Quién podría dormir después de un día como este? Doy vueltas y vueltas en
la cama, como los pensamientos en mi mente: flotan bajo la luz dorada, igual
que los carteles, hasta que la explosión me los arrebata. Los disparos, el
fuego. La persecución de los soldados, los rebeldes aferrados a la caravana.
«Ayúdame», dice el chico una y otra vez, pero tiene el rostro de mi hermano.

Entierro la cabeza en la almohada. Detrás de mis párpados, la sonrisa de Akra


se transforma en el rictus de una calavera. Mi hermano se fue de casa para
luchar contra los rebeldes y es probable que uno de ellos lo haya asesinado.
Entonces, ¿por qué siguen resonando los gritos de ese joven en mi cabeza?
¿Es la culpa de haberlo visto morir? ¿O es una alucinación provocada por mi
malheur?

Surgen de vez en cuando, cuando atravieso un mal momento, pero hace


mucho que no tengo alucinaciones de Akra. Las de antes eran mejores, las
que tenía cuando él acababa de alistarse en el ejército. Solía oír su voz en el
campo, que entonaba una de las canciones del teatro, la de los tres hermanos
y el Rey de la Muerte. Y siempre repetía la misma parte: cuando el segundo
hermano le pide a la muerte que no se lo lleve. Pero el sonido era tan real, tan
claro, que las primeras veces que sucedió salí a caminar por los arrozales
polvorientos para buscarlo. Claro que nunca lo encontré. Y cuando llegó su
primera carta, junto con un puñado de sols, su canto ya se había
desvanecido. Nunca reapareció, ni siquiera mientras esperábamos su octava
carta, y las semanas se sucedieron una tras otra, hasta convertirse en meses,
hasta que mis padres y yo admitimos en el silencio de nuestros corazones
que no volvería.

Yo daría todo el dinero que envió y más por escuchar su voz de nuevo, aunque
fuera solo en mi cabeza.

Daría casi lo mismo por detener los gritos.

Pero quizás sea lógico. ¿Cuál sería la forma normal de reaccionar ante una
explosión, ante un chico que muere como un perro? Ayúdame.

Aparto la almohada y me levanto de la cama con los pies vendados. No


debería haber terminado esa bebida. O, tal vez, debería haber pedido otra.
Pienso en el bar que está al final del pasillo, en el ron guardado en viejos
frascos de queroseno, pero, aunque se me haga agua la boca no me rebajaré a
robar. Necesito algo más que hacer, algo para calmar los nervios y dejar de
pensar en los muertos. Por lo general, cuando no puedo dormir, trabajo
en mis fantouches. Podría hacerlo ahora, si los soldados ya se han marchado.

Unas pocas almas esperanzadas iluminan la sala con luz tenue, pero las alejo
mientras avanzo lentamente hacia la puerta. Los espíritus son muy extraños,
o quizás sea que todavía no me acostumbro a su presencia. Comencé a verlos
justo después del incendio y, al principio, pensé que eran visiones, formas
cambiantes de color rojo, naranja, dorado, como el recuerdo del fuego. Pero
seguían allí cuando volví a respirar sin dificultad, cuando las ampollas
sanaron, cuando logré levantarme de la cama. Y, con el tiempo, me di cuenta
de que sus movimientos eran similares en la muerte como en la vida, y
empecé a reconocerlos. El pequeño vana de las polillas, atraído por la luz de
las velas; el arvana de los pájaros cantores, que revoloteaba entre los árboles.
Y los akela de las personas muertas que, como lenguas de fuego, vagan por
los campos donde solían trabajar, o están de pie junto a las puertas vacías,
recordando el pasado.

No veo espíritus a causa de mi malheur. Los altibajos, las exaltaciones


repentinas y la melancolía profunda fueron creciendo conmigo, con mis
brazos y piernas, con mis caderas y mi cabello. Pero los espíritus aparecieron
después de que estuviera a punto de morir. Mi historia se parece un poco a la
del Tonto que no podía morir, aunque solo enfrenté el fuego y no las otras dos
calamidades que le sucedieron al desventurado monje de los relatos. Y los
espíritus no hablan ni intentan engañarme como a él: no dicen nada en
absoluto. Solo me siguen, ansiosos por tener otra oportunidad de vida, como
si supieran que me he acercado tanto a la muerte que podría ir hasta allí y
regresar. Y estoy contenta de darles lo que quieren.

Mi madre, no tanto.

No les hablé a mis padres sobre las almas hasta que estuve casi segura de
que no eran síntomas. Pero la reacción de ella me hizo desear que sí lo
fueran. «Jamás hay que mostrarlo, jamás hay que explicarlo». El miedo en su
cara me sorprendió. Por supuesto, sabía que las viejas costumbres estaban
prohibidas, pero la capital y sus leyes siempre estuvieron muy lejos de
nosotros en Lak Na. Aunque el antiguo templo, al fondo de nuestro valle,
quedó reducido a escombros y selva, al igual que todos los demás, las
personas seguían dejando un poco de arroz en los cuencos para los
antepasados o quemando incienso para el Rey, la Doncella y la Guardiana de
la Sabiduría.

Pero el miedo de mi madre no dejaba lugar a explicaciones, al menos, no


mías. Mi padre siempre fue el único capaz de hacerla cambiar de opinión. Fue
él quien tuvo la idea de tratar de dominar a las almas, usarlas para dar vida a
los fantouches. Pero fue ella quien pensó que podíamos aprovechar nuestra
fama creciente para marcharnos de Chakrana.

¿Dónde aprendió mi madre lo que me enseñó? Cada vez que le pregunto, sus
labios se cierran y su mirada se ausenta. De todas formas, ella fue la
primera en pincharme el dedo, en guiar mi mano y dibujar el símbolo. Aunque
ahora ella detesta hablar sobre las viejas costumbres, vivió la mitad de sus
años antes de La Victoire, antes de las nuevas leyes. Y nunca abandonó el
hábito de dejar un poco de arroz para los espíritus.

Pero ¿no me había propuesto dejar de pensar en los muertos?

Abro la puerta con cuidado y doy pasos ligeros; tengo los pies envueltos en
tela, pero el suelo cruje igualmente. El aire del pasillo es fresco y la piel de
mis brazos se va erizando. Veo las habitaciones a lo largo del corredor y ahora
la distancia hasta la entrada parece más corta. Pronto, la puerta roja se
cierne frente a mí, y de repente mi corazón vuelve a latir con fuerza. Espero
el sonido de los disparos, pero no llega, así que reúno coraje para mirar hacia
afuera.

La luna pálida baña de plata las piedras y tiñe de negro el charco de


sangre. Los soldados y los rebeldes se han marchado, pero nuestra caravana
sigue allí. Los colores brillantes del carro parecen opacos entre el polvo y la
oscuridad, pero la cicatriz blanca de un agujero de bala se vuelve mucho más
visible. En las sombras, no se alcanza a ver el eje roto y Lani no parece
herida, a pesar de que ha cargado con el arnés toda la noche y no ha
comido. La culpa me lleva a cruzar la puerta, pero vacilo al pasar el
umbral. Hay alguien sentado en el respaldo del carro, con las piernas largas
cruzadas en la escalera.

¿Un soldado? No, es Leo, recostado en el escalón trasero. Tiene el cuello de la


camisa abierto y los ojos cerrados. Bajo la luz de la luna, su piel es más clara,
pero su cabello, que cae en rizos sueltos sobre la frente, es más oscuro.
Dormido parece mucho más joven, tal vez de mi edad. ¿Cómo hace para
dirigir un teatro sin ayuda? ¿Será por eso que está siempre tan tenso, tan a la
defensiva? ¿O es lo que debe hacer para sobrevivir?

Nunca antes he conocido a… alguien de su ascendencia. Pero los vi en las


fronteras, con los mendigos, los ladrones, los monjes caídos. El matrimonio
entre aquitanos y chakranos no está prohibido, pero tampoco es aceptado por
completo. Es otra de las razones por las que el compromiso del rey causó
tanto revuelo. Por otra parte, teniendo en cuenta el tipo de entretenimiento
que ofrece La Perl, tal vez los padres de Leo nunca se hayan casado. ¿Quiénes
serían? ¿Dónde estarán sus antepasados? ¿Podrán verlo desde el otro lado del
mar?

¿Y podrán verme los míos una vez que nos hayamos marchado de Chakrana?

—¿Qué estás haciendo aquí? —dice Leo, y me sobresalto.

Tiene los ojos apenas abiertos, ¿habrá visto que lo estaba observando?

—Es mi caravana —respondo enseguida—. ¿Cuál es tu excusa?

Se incorpora, descruza los brazos y en un instante vuelve a tomar distancia.


En su boca se forma la mueca de una sonrisa, y no puedo percatarme de que
sostiene una botella de cristal oscuro por el cuello.
—Estoy vigilando, como prometí. No quiero que nadie se lleve esta buena
pieza de carne. —Leo señala a Lani con la botella y, entonces, advierte que no
dejo de mirarla—. ¿Quieres un trago?

—No, gracias —miento. Sé que no es prudente beber mucho, ni beber con un


desconocido en un callejón oscuro. Pero, en mi corazón, el deseo lucha contra
la sabiduría, y el peligro es muy tentador—. Bueno, está bien.

Leo me ofrece la botella. Está casi llena y pesa más de lo que esperaba.
Comprendo la razón cuando tomo un sorbo y siento que quema. Es lo mismo
que me pasó antes. Las lágrimas brotan de mis ojos. Tomo otro poco.

—Despacio —dice—. ¿No habías tomado un vaso ya?

—Hace horas —respondo y levanto la barbilla en señal de desafío—. Y tú


tienes una botella entera.

—Tienes razón —admite con una leve sonrisa—. Tenía la esperanza de que me
ayudara a dormir.

—Yo también —le digo, bebiendo un trago más.

Su sonrisa se desvanece. Agarra la botella y vuelve a poner el corcho.

Mis mejillas comienzan a arder, ¿es el alcohol que ya hace efecto o la


vergüenza que me da su mirada? Pero ¿por qué me importa la opinión de este
chico? Finjo analizar los desperfectos de la caravana.

—Es el baúl de vestuario de Cheeky —dice Leo enseguida.

—¿El qué?

Sigo su gesto en dirección a la rueda trasera. Hay un viejo baúl de viajes, de


madera gastada, justo al lado. Está apuntalando la esquina de la caravana. Ni
siquiera lo había notado en la oscuridad.

—Ah —digo.

—La rueda estaba en ángulo y Eduard estaba preocupado de que el carro se


viniera abajo con él adentro —dice Leo—. Ella se lo prestó con la promesa de
que no tocara su lencería.

Me muerdo el labio y, en mi pecho, mi corazón se acelera. ¿Habrá notado Leo


algo raro en la caravana cuando metió el baúl debajo? ¿Se preguntó Eduard
cómo había hecho para andar tan bien si tenía una rueda rota? Pero las
sombras eran profundas, y el questioneur estaba borracho, o eso me repito a
mí misma.

—Espera un momento, ¿revisó el carro?

—Echó un vistazo rápido. ¿Por qué preguntas? ¿Llevabas algo de


contrabando?

Del miedo, se me hace un nudo en el estómago.

—Muévete —le digo, y su expresión se vuelve seria mientras baja los


escalones.

Abro la puerta y entro. Pero los fantouches todavía están atados en sus sacos
de arpillera. Todo parece intacto. De cualquier forma, me falta el aire hasta
que deslizo la mano bajo la almohada de mi madre y palpo el cofre con el
dinero.

No es que no confíe en el ejército, pero son todos nuestros ahorros: más de


doscientos sols. Por suerte, todavía está oculto y a salvo. El alivio me inunda.

En el exterior, Lani muge lastimeramente, como para recordarme la culpa. En


el fondo del carro, en un rincón, hay algunas bolsas de arroz viejas, rellenas
con hierba que recolecté esta mañana, ¿o ya es ayer? Lani debe estar muerta
de hambre. Lanzo una bolsa a través de la puerta abierta. Rebota sobre los
adoquines, junto a los pies de Leo, pero él no parece darse cuenta. Tiene un
papel entre las manos, uno de nuestros carteles. Su rostro se ilumina cuando
comprende quiénes somos.

—¿Los Ros Nai?

El tono de su voz pasa del asombro al deleite, el brillo que nuestra creciente
fama trae, incluso aquí, incluso ahora.

—Has oído hablar de nosotros.

—Igual que el resto del mundo —murmura, pero mi risa es breve y amarga.

—Esa era la idea —digo, mientras me agacho para agarrar la bolsa—. Esta
noche todo el mundo nos conocería al fin.

—¿En La Fête? —Leo deja el cartel sobre la pila y me sigue hasta la parte
delantera del carro, donde Lani da pisotones—. Lo siento.

Acaricio el cuello de Lani y arrojo el contenido de la bolsa bajo su hocico. Ella


baja la cabeza para comer.

—No es tu culpa —le digo a Leo, pero él sonríe.

—Lamento no haber podido ver el espectáculo. ¿Cuándo es la próxima


función?

—No estoy segura —le digo—. ¿Cuánto tiempo se necesita para llegar a
Aquitan?

—¿Aquitan? —Leo frunce el ceño—. ¿Viajas a bordo de esperanzas o de


sueños?
—En barco. Esperaba que el general nos patrocinara, pero si eso no funciona,
Eve dice que venden pasajes en los muelles.

Leo se ríe.

—¡Solo si eres un cajón de panes de azúcar! Los dioses del río venden pasajes
del río Syr a la capital. A partir de ahí, tendrás que conseguir un barco más
grande.

—Tú también —le digo—, si quieres vernos actuar.

La risa se desvanece.

—No deberíais viajar en barco río abajo.

—¿Por qué no?

—Tenéis un carro. —Le da unas palmaditas en el cuello a Lani—. Id por tierra.

—¿Con el Tigre merodeando? Los caminos serán peligrosos.

—Si los caminos te parecen peligrosos, imagino que no has visto los barcos.

Mi silencio sirve de respuesta. Leo niega con la cabeza.

—¿Por qué? ¿Qué pasa con ellos? —pregunto.

—Nada, si eres rico. —Leo hace un gesto de disgusto y la tristeza me inunda:


no es lo mismo ser rico en la ciudad que en el pueblo—. Este no ha sido el
único ataque, ¿sabes? Los rebeldes atacaron al atardecer anoche, a lo largo
de Le Verdu.

Arrugo la frente.

—¿Quién te lo contó?

—Tia. La chica de la oficina de telégrafos está enamorada de ella. Pasó para


ver si estaba a salvo.

Leo se encoge de hombros, pero a mí se me seca la boca de repente y


comienzo a sentir un hormigueo en la punta de los dedos.

Desde hace años, hay rumores de que el Tigre vendría al sur para sacar a los
aquitanos del campo, de la capital, del círculo de asesores del Joven Rey.
Algunos incluso dicen que liberará a Le Trépas para robar las almas de los
extranjeros. No creo que sea verdad. Pero dondequiera que vaya el Tigre, se
derrama sangre. Y si los aquitanos deciden huir, ¿cuánto espacio quedará en
los barcos?

—Lo importante es que, con cada ataque, el precio sube —agrega Leo—. Y,
aunque fueras rica, necesitarías cada étoile que tengas en Nokhor Khat.
Cruzar el mar no es barato. Además, si lleváis contrabando, los dioses de los
ríos se convertirán en ratas de río en los puestos de control, a menos que les
deis una recompensa generosa. ¿Qué le pasa a tu carro?

—Lo dijiste tú mismo —le digo—. La rueda está suelta. El eje se rompió
cuando escapábamos de las explosiones. Iba a pedirle al general ayuda para
comprar uno nuevo.

—¿Al general? —pregunta—. ¿Por qué crees que él te ayudaría?

«Porque somos Ros Nai», estoy tentada de responder, pero me trago la


contestación. ¿Qué había dicho mi padre?

—Porque el Joven Rey se casará de todos modos, y Le Roi Fou querrá ver los
espectáculos de todos modos.

Leo levanta una ceja con expresión burlona.

—¿No puedes arreglar el carro, cher?

—El hierro está racionado, cher —le digo con aspereza.

—El ron también —dice con un guiño, mientras agita el líquido de la botella—.
Pero eso nunca me detuvo.

—No tengo tantos contactos como tú.

—Pero podrías. —Leo me dedica una sonrisa engreída—. Tal vez podamos
hacer un trato.

—¿Un trato? —En sus ojos, hay una certeza que me ofende. Se extiende el
rubor en mis mejillas y comienza a picar la piel de mi garganta. No es solo por
el alcohol. Pero ¿qué esperaba de un hombre como él?—. ¿Cómo te atreves?

Me doy vuelta y me alejo furiosa, pero él me alcanza bajo el letrero pintado


que dice chicas chicas chicas.

—¿Cómo me atrevo a qué? —dice, con una mirada dura como el ónice—. ¿A
abrirle las puertas a tu familia cuando hay sangre en las calles? ¿O a
considerar la posibilidad de arreglar su carro a cambio de un viaje a Nokhor
Khat? ¿Cómo te atreves tú, mamselle?

Entonces él aprieta los labios, para no seguir hablando.

—¿Eso es lo que quieres? ¿Un viaje a la capital? —Me quedo mirándolo


fijamente, nerviosa y avergonzada, aunque me niego a admitirlo—. Viajaremos
con el general, pero gracias igualmente —digo al fin, tratando de sonar más
confiada de lo que estoy.

—Como digas, pero será mejor que os deis prisa si queréis alcanzarlo —
replica Leo moviendo la mano, desdeñoso, y después comienza a caminar de
nuevo hacia el teatro.

—¿Alcanzarlo? ¿Se ha marchado?

—Si no se ha marchado ya, lo hará pronto —responde por encima del hombro
—. Prefiere ir a la boda de su hija que lidiar con el Tigre.

Sus palabras llegan hasta mí, pero a la distancia: cuando me alcanzan, ya


estoy corriendo por el callejón hacia la calle ancha. Más allá del muelle,
donde la carretera se encuentra con los campos, el ejército se prepara a la luz
de las antorchas. Desarman tiendas de campaña, ensillan caballos. Legarde se
marcha. No puede ser, no puede irse sin vernos primero.

¿Qué podría hacer para detenerlo?

Doy la vuelta, regreso a la caravana, abro la puerta trasera de un tirón y


agarro el primer fantouche que encuentro. Desenrollo la cuerda de la
arpillera a toda velocidad y desenvuelvo un montón de cuero negro anudado.
Es el Rey de la Muerte, un buen augurio. Sus historias siempre han sido mis
favoritas.

Leo se ha dado vuelta y me mira con expresión burlona.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Quieres ver un espectáculo? —Pongo la marioneta sobre mi hombro y


camino hacia él. Sujeto la botella para dar un último trago de la suerte.
Luego, se la devuelvo y salgo corriendo por la carretera—. ¡Sígueme!
El Rey de la Muerte y los Tres Hermanos

(O, La Primera Marioneta)

Parte I

Cuando nuestros antepasados eran jóvenes, había tres hermanos que no


vivieron mucho tiempo. Una plaga llegó a su aldea, y el Rey de la Muerte vino
con ella, llevando su farol.

La primera noche, golpeó a la puerta del hermano mayor. Era una puerta de
buena madera, en una casa preciosa, llena de cosas elegantes, porque el
hermano mayor era rico y le ofreció su fortuna al Rey de la Muerte a cambio
de su vida.

Pero el Rey de la Muerte fue paciente:

—¡Todo termina en mis manos al final!

Y guardó la llama del alma del hermano dentro de su farol, y el hermano


mayor cayó muerto.

La noche siguiente, el Rey de la Muerte llegó a la casa del segundo hermano.


El segundo hermano era humilde y le suplicó a la Muerte que lo dejara vivir.

—¿Quién cuidará de mis padres si yo no estoy? —preguntó.

Pero el Rey de la Muerte fue despiadado:

—Yo cuidaré de ellos.

Y atrapó el fuego del alma del hermano del medio con su farol y se fue.

Pero el hermano menor era astuto. Así que creó un hombre de cuero, con
articulaciones y ojos de cristal, y un cuerpo que se movía como el suyo. Y a la
noche siguiente, cuando el Rey de la Muerte fue a visitarlo, el hombre
encendió una lámpara detrás de la marioneta y gritó:

—Aquí estoy. No ofreceré resistencia.

Y así engañó al Rey de la Muerte, que guardó la luz de la lámpara dentro de


su farol. Entonces, el hermano menor dejó caer la marioneta al suelo, y el Rey
de la Muerte se marchó.
Capítulo 5

Corro por la carretera bajo la luz nueva del amanecer. ¿Me sigue Leo? No lo
sé y no me importa. El fantouche rebota sobre mi hombro, el viento hace volar
mi pelo y, en mi pecho, la esperanza florece. Sefondre, cuando todo se
complementa.

La Fête se suspendió, Legarde se marcha antes. Si no puede quedarse a ver el


espectáculo, me encargaré de llevar el espectáculo hasta él. Y ahora tengo
una oportunidad que no hubiera tenido en el escenario principal: puedo
actuar sin competencia.

Pero es extraño que el fantouche esté al aire libre, sin el telón, sin más
protección que la penumbra que antecede a la mañana. En mis brazos, él se
mueve, inquieto como yo, deseando que lo vean. En voz baja, le susurro
órdenes que yo no sigo:

—Mantén la calma y quédate quieto.

Y sin invitación ni bienvenida, oigo la voz de mi madre. Suena más fuerte que
mi corazón palpitante, que mis pies acelerados: «Jamás hay que mostrarlo,
jamás hay que explicarlo».

Tengo que ser prudente, ya lo sé. Lo soy. Nada demasiado vistoso, nada
demasiado difícil. Solo daré una muestra de nuestra habilidad. Al fin y al
cabo, el teatro siempre parece magia, ¿no? En tiempos desesperados,
medidas desesperadas. Además, estoy intentando captar la atención de
Legarde y hay algo emocionante en eso, en la idea de montar un espectáculo
tan peligroso.

A lo largo del camino, pequeñas almas relucen bajo los matorrales y la brisa.
Algunos de los vivos también se desplazan hacia los jinetes: campesinos que
empujan carretillas o tiran de carros, que llevan niños o conducen animales.
Gente que sigue al ejército camino a la capital. Personas que le temen al
Tigre.

Personas que no logran que el general se detenga y les preste atención.

Los esquivo, respirando con esfuerzo. Ya lo veo… Legarde va a horcajadas


sobre su caballo de pelaje dorado mientras la caballería forma filas a su lado.
Él solo es un soldado entre montones, y todos visten los mismos colores, las
botas oscuras hasta la rodilla y el uniforme verde militar del ejército, pero
hasta el resplandor del fuego parece seguir a Legarde y hace brillar los
botones de su uniforme, las medallas en su pecho, su pelo gris.

—¡General! —grito, pero él ni siquiera se vuelve para ver—. ¡General


Legarde!

Otros se quedan mirando mientras paso. Un soldado de infantería pone la


mano sobre su arma y mi corazón se detiene, pero no me apunta. ¿Qué
pensará de mí, con los pies vendados y el vestido de seda desgarrado y el
bulto negro de la marioneta en los brazos? Deben saber que soy artista, al
menos. Pero este espectáculo no es para ellos.

Acelero; asusto al ganado y sorprendo a los civiles al pasar. Me detengo al


lado del camino y hago girar al Rey de la Muerte a un lado, como si fuera mi
compañero de baile en una danza aquitana.

—Sígueme el paso —le susurro, y el arvana que está dentro del fantouche
obedece mientras estiro un brazo.

El Rey se despliega en el aire, ondeando, y flota a unos centímetros de la


carretera polvorienta. Es una criatura extraña. Lo hice de cuero trenzado
después de un sueño que tuve, en el que la muerte venía hasta mí sobre cien
patas movedizas. Decidí darle el alma de un buitre. Sostengo un ala doblada,
la otra extendida, mientras él se mueve a mi lado, todo sin varillas ni hilos.

Ahora la gente me mira. Hay gritos ahogados y murmullos. Es la primera vez


que estoy frente al público: detrás del telón, los espectadores son voces,
rondas de aplausos. No puedo disimular mi sonrisa. Hago una reverencia
exagerada, y el Rey de la Muerte hace lo mismo. Pero, cuando nos
incorporamos, en lugar del asombro que esperaba ver en sus ojos, solo
encuentro miedo.

La multitud vacila. Todos dan un paso hacia atrás y los mayores apartan a los
jóvenes. Al principio, creo que le temen al fantouche. Sé que es intimidante, lo
fabriqué así a propósito. Pero no, la multitud me mira a mí. Durante un
instante, mi corazón desfallece. Después, se recupera. Este espectáculo
tampoco es para ellos.

—¡General! —vuelvo a gritar.

Él ha escuchado la conmoción y, por fin, me mira.

Hay fuerza en su mirada. Tiene todo el carisma de un actor, pero el país es su


escenario. Me detengo bien erguida mientras Legarde entrecierra los ojos.
Son de color azul brillante: ojos de fantasma.

—Mi nombre es Jetta, de la compañía Ros Nai —comienzo a decir, pero ¿por
qué no he traído los carteles? Antes de que pueda continuar, una voz familiar
me llama. Esta vez, no está solo en mi cabeza.

—¡Jetta!

Mi madre corre por la carretera. Dice mi nombre, pero en él hay una


advertencia: «Jamás hay que mostrarlo, jamás hay que explicarlo». Se me
seca la boca.

—Quizás haya oído hablar de nosotros —digo con voz ronca, tratando de
ignorarla.
Pero ya he perdido a mi público, todos se dan vuelta al escucharla.

—¡Jetta!

Se abre paso a través de la multitud que me rodea. ¿Cómo me ha encontrado?


Una parte de mí quiere correr; la otra parte no sabe hacia dónde ir. Pero he
venio aquí para captar la atención de Legarde, ¿no? Y aquí está él, mirando
todavía. El miedo se mezcla con algo más, ¿serán expectativas? Mi madre no
puede ignorar que esta es una buena oportunidad para nosotros, la mejor
oportunidad que tenemos de llegar a Aquitan.

Pero, a medida que se acerca, mueve la mano hacia atrás. Estoy demasiado
aturdida para acobardarme, pero ella solo atrapa el fantouche en el aire y se
lo lleva al pecho. Durante un instante, me fulmina con la mirada y luego
observa al público, que espera el siguiente acto de esta obra. Hasta Legarde
está absorto. Ella me señala con la otra mano.

—¡Charlatana!

—¿Cómo? —pregunto, sorprendida.

—¿Cómo te atreves a tratar de impresionar al Pastor con un truco de salón?


Perdónenos, general —dice, haciendo una pronunciada reverencia. Las tiras
de cuero del fantouche se arrastran por la tierra—. Mi hija no quiso faltarle el
respeto. Ella tan solo quería actuar para usted, pero no entiende que este no
es un buen momento.

—¡Maman! —intento protestar, pero ella me ha robado el protagonismo.

—¡Es una nueva marioneta con cuerdas de seda!

La mentira se desliza por su lengua, sin vacilación. La ha dicho decenas de


veces: los aquitanos siempre preguntan cómo funciona, y nunca aceptan
«secretos de oficio» por respuesta.

—Es delgada como una telaraña —dice, fingiendo que toma un hilo entre el
pulgar y el índice, y tira de él para mostrar algo que no existe—. ¿Lo ven? ¡Es
prácticamente invisible, en especial en la oscuridad!

Legarde la hace callar con un gesto de la mano y continúa mirándome. Pero


las sombras pueden ocultar muchas cosas, y mi madre es actriz hace más
tiempo que yo. El general mete una mano en su alforja y arroja algo sobre la
carretera, a nuestros pies.

Una moneda de cinco étoiles.

Sin decir una palabra, Legarde espolea a su caballo. Los soldados lo siguen
entre una nube de polvo y cascos, y se marchan. Mi madre no levanta la
moneda, pero me sujeta por la muñeca y los hombros, y me lleva de vuelta al
teatro a través de la multitud.
—Ven conmigo.

—¡Deberíamos ir con ellos! —digo, retrocediendo en dirección al ejército—.


Legarde nos habría llevado a la capital…

—¡Te habría llevado a la cárcel! —replica ella—. O peor. Fue Legarde quien
prohibió las viejas costumbres. ¿En qué estabas pensando, cómo se te ocurrió
mostrarle lo que hacemos?

—¿Y cómo iba a saber lo que era? —pregunto bruscamente. Hablo demasiado
fuerte y los desconocidos me miran. Bajo la voz hasta que se convierte en un
susurro—: ¿Cómo se daría cuenta de las almas?

—¿Y cómo crees que se dieron cuenta ellos? —Mi madre señala a la multitud
con la barbilla. Se me acerca y me dice siseando al oído—: Eres muy joven y
nunca has visto a alguien jugar con los muertos, pero no todos tenemos la
misma suerte.

Me detengo en seco. No sé si aquí hay menos personas o si se alejan de


nosotras. Aun así, siento que los ojos me caminan sobre la piel al igual que
insectos. Las almas se acercan cada vez más, como si hubieran visto lo que yo
he hecho, como si esperaran que les diera una nueva vida a ellos también.

—¿Quién más? —pregunto, y encuentro la respuesta en su silencio—. ¿Le


Trépas?

Ella se estremece.

—Nunca vuelvas a decir ese nombre.

La frustración me invade.

—¿Y cómo debería llamarlo? ¿Kuzhujan?

El nombre, su verdadero nombre, se me enreda en la lengua mientras lo


pronuncio. Nunca antes lo había dicho en voz alta. Solo lo había escuchado en
susurros o, una vez, en boca de un amigo de Akra. Fue una burla, un desafío,
que solo mi padre respondió cuando salió corriendo de la casa para darle una
bofetada en la cara.

Mi madre abre mucho los ojos. Mete el fantouche negro entre mis brazos, que
se retuerce contra mi pecho.

—No lo llames. No hables de él. No pienses en él.

—¿Crees que puede oírme? —digo en burla.

—Él no, pero los muertos sí.

—¿Y qué pueden hacer al respecto?


—Ojalá nunca lo descubras.

Sus palabras me cortan la respiración: hay mucha ira en ellas. Pero yo


también estoy enfadada ahora. Abro la boca para contestarle, pero, por el
rabillo del ojo, veo algo que titila.

Es de un azul brillante, como el corazón de una llama, como las aguas de Les
Chanceux, y la imagen me deja helada. Giro la cabeza, pero ya no está.

No, ahora está al otro lado, justo detrás de mí. Me giro, pero vuelve a
desaparecer. Quiero convencerme de que lo estoy imaginando, pero algo de lo
que veo me perturba, y sé que no es por mi malheur. Aunque nunca antes vi
un n’akela, hay muchas historias al respecto. Almas raras y peligrosas. Almas
de quienes murieron con dolor, de quienes buscan venganza, como las que Le
Trépas creaba y usaba contra sus enemigos. No quieren una nueva vida, solo
desean más muerte. Y usan sus días fantasmagóricos para conseguirla.

¿Se acercó a mí simplemente porque mencioné al viejo monje? Soy presa de


un escalofrío. Me estremezco y mi madre frunce el ceño.

—¿Te pasa algo, Jetta?

De todo.

—Nada.

Detesto la manera en que me mira, como si yo fuera frágil. Vuelve a


sujetarme por el brazo, con más delicadeza esta vez.

—Dime.

Aprieto los dientes, vacilando, ¿me echará la culpa si se lo cuento?

—Un n’akela —digo por fin, y ella se queda paralizada.

Estoy tan cerca de ella que puedo escuchar que le falta el aliento, y sus dedos
se tensan alrededor de mi muñeca.

—¿Dónde?

—Ya se ha ido —le digo, pero ella busca en la oscuridad, como si fuera a verlo
con solo esforzarse.

—¿Por la carretera?

—Sí, pero…

De repente, mi madre se aferra a mi mano.

—Mira hacia allá.


Mi madre siempre dijo que no podía ver almas, pero señala algo y yo trato de
ver en la oscuridad. No es un destello azul, es algo aún más extraño.

Al principio, creo que es un hombre de pie en el campo, todo vestido de


negro, y me parece ver su cara flotar como la luna sobre un paisaje sombrío.
Pero, al mirarlo, me doy cuenta de que es la cabeza de un hombre sin cuerpo,
clavada en una pica de bambú verde. Más allá, en la carretera, hay un torso,
cubierto de heridas rojas. Más allá todavía, una extremidad, ¿una pierna o un
brazo? No había visto el cuerpo antes, en la oscuridad, entre la multitud, tal
vez porque solo tenía ojos para Legarde. El hombre tiene la boca abierta y la
lengua hinchada llena de moscas. Aunque el rostro está ensangrentado a
causa de los golpes, me resulta familiar. Todavía puedo escuchar su súplica:
Ayúdame. Ahogo un grito que me sube por la garganta y intento respirar para
ordenar mis pensamientos. Desmembraron su cuerpo, maltrataron su alma.
Pero tan solo es un rebelde, tan solo un rebelde, y el Tigre habría hecho lo
mismo, ¿no?

—Ven —dice mi madre, y me arrastra por la carretera—. Vámonos.

La sigo con pasos indecisos, pero se me eriza la piel de la nuca, como si


alguien me estuviera observando. ¿Serán los ojos del hombre muerto? ¿Su
alma vengativa? Después, se oye una voz a nuestras espaldas.

—¿Madame?

Es una voz imperiosa, con acento. Me recuerda al general, pero Legarde se ha


marchado. Mi madre sigue caminando, como si no lo hubiera oído, aunque su
brazo se tensa y acelera un poco el paso. A nuestras espaldas, se oyen botas
pesadas, un soldado que se acerca al trote.

—¡Madame!

En mis brazos, el fantouche se retuerce. Lo aprieto con más fuerza cuando el


soldado se detiene frente a nosotras y nos obliga a detenernos. Es más joven
que Legarde, más joven que mi madre también, pero tiene la edad suficiente
para llevar medallas en el pecho. Ella mira las medallas en lugar de sus
pálidos ojos azules. Pero yo no consigo apartar la mirada, el color es
demasiado inquietante.

—¿Sí, señor?

—Ha olvidado esto.

El soldado extiende la mano: una moneda de cinco étoiles. Es la moneda que


arrojó el general. No es más que un gesto, pero su urgencia me hace pensar.
¿Por qué un soldado nos perseguiría para devolvernos una moneda? No
quiero el dinero y no quiero que él me lo dé, pero mi madre lo acepta
haciendo una reverencia.

—Gracias, señor, muchas gracias —dice ella.


Él inclina la cabeza y clava sus ojos en los míos. Entonces se aparta. Mi
palma, sudorosa, resbala en el brazo de mi madre. Nos alejamos a paso
medido, por temor a que vuelva a llamarnos. No nos llama, pero no respiro
tranquila hasta que llegamos a los muelles. Me agacho, fingiendo que reviso
mis vendas para mirar hacia atrás. El soldado ha desaparecido, gracias a los
antepasados. Una falsa alarma.

De todas formas, mi corazón late con fuerza.

—Pensé que los rebeldes eran los únicos que usaban la tortura.

—No hay reglas en la guerra.

Las palabras crudas de mi madre me sorprenden.

—¡Se supone que el ejército es civilizado!

—La civilización no es más que otra obra de teatro. Tenemos que salir de
aquí. No quiero estar cuando el general decida hacer el bis.

—¿Qué hay de Le Roi Fou? ¿El Joven Rey? ¿El barco a Aquitan?

—Tendremos que buscar otro barco —dice sombríamente.

Sigo su mirada hacia el muelle. Ya hay una pequeña multitud reunida allí, las
noticias de los otros ataques deben haberse difundido.

—Leo dice que los precios son escandalosos —murmuro, con la extraña
sensación de estar tomando partido por una posición que hasta hace un rato
resistía—. Aunque viajemos río abajo, puede que no tengamos suficiente
dinero para pagar el viaje a Aquitan.

—Vale la pena preguntar —insiste, mordiéndose el labio.

Así que espero en la carretera mientras ella averigua, igual que los otros
pasajeros esperanzados. Mientras la miro, me siento observada. Intento
ignorarlo, luchar contra el impulso de darme vuelta. Cuando finalmente cedo,
no hay nadie detrás de mí.

Debe ser mi malheur, los rebeldes muertos o la charla de Le Trépas. Yo crecí


sin conocer su reinado: ha estado encarcelado durante toda mi vida. Pero su
sombra siguió acechando después de que Legarde le disparara y lo
encarcelara, como una infección, como un veneno sobre la piel. Los chakranos
más viejos lo recordaron al verme, no pueden olvidarlo y yo no puedo olvidar
la forma en que ellos me miraban.

¿Creyeron que yo podría ser tan malvada como él? Entonces, viene a mi
mente otro pensamiento: ¿nos marchamos para encontrar una cura o
queremos huir de algo peor?

Mi madre se acerca e, incluso con la escasa luz del amanecer, puedo ver en
su expresión que Leo tenía razón. Aprieto la mandíbula. Si viajar río abajo es
tan caro, ¿cuánto costará cruzar un océano? Tal vez tengamos que dar las
gracias al soldado que nos trajo la moneda del general.

—Entonces —le pregunto a mi madre, cuando ya está cerca—, ¿seguimos al


ejército?

—A una distancia segura —dice, enojada—, así el general no pedirá verte


actuar a plena luz del día.

Me da comezón. ¿Por qué tiene que echármelo en cara?

—Menos mal que el carro funciona —le digo, pero ella me mira escéptica.

—Siempre y cuando nadie note que avanza sobre un eje roto…

—¿Qué prefieres, Maman? ¿El bote que no podemos pagar o el carro que no
debería avanzar?

—¡No lo sé, Jetta! —grita, volviéndose hacia mí; primero, pienso que está
furiosa, pero luego veo la desesperación en su rostro—. No lo sé.

Trago todas las otras palabras de enfado que me suben por la garganta y se
convierten en culpa en mi estómago. ¿Por qué soy tan cruel? No sirve, y
quizás ella tenga razón en estar enfadada. Después de todo, si no fuera por mi
malheur, ni siquiera estaríamos aquí. Ordeno mis pensamientos y trato de
encontrar una solución, en lugar de buscar más palabras hirientes.

—Tengo una idea —digo al fin, sujetando su mano de nuevo—. Regresemos al


teatro.
El Rey de la Muerte

Parte II

El hombre que engañó a la muerte

Cuando nuestros antepasados eran jóvenes, el hermano menor se alegró


porque había logrado engañar a la muerte. El tiempo se desplegaba frente a
sus ojos como un camino sin fin, y él lo recorrió con valentía. Pero, a medida
que pasaban los años, comenzó a cansarse.

Su espalda se arqueó y se le nubló la vista; se le deformaron los dedos y se le


aplanaron los pies. Sus dientes se gastaron hasta perder el filo y se le cayó
todo el pelo. Sus padres habían fallecido para renacer, y también sus hijos y
hasta los hijos de sus hijos envejecían. A pesar de todo, el hermano menor no
podía morir; su alma estaba atada a su cuerpo, incapaz de liberarse.

Recostado en la cama, gritó lo más fuerte que pudo, aunque apenas se lo oía.

—Rey de la Muerte. ¡Rey de la muerte! Hace muchos años viniste a buscarme


y solo te llevaste la llama de una vela. Déjame ir contigo ahora.

El Rey de la Muerte estaba furioso.

—¿Por qué debería llevarte conmigo? —exclamó—. Perdiste tu oportunidad.

Y no arrancó el alma del hombre de su cuerpo. El hermano menor se


desesperó. ¿A quién podría recurrir? ¿Quién era más poderoso que la Muerte?

La Vida, por supuesto.

Entonces, el hermano menor dejó la casa de los hijos de sus hijos y fue a la
selva a buscar a la Doncella del Espíritu, la diosa que daba vida. Pasaron los
años y los hijos de sus hijos murieron, y después los hijos de ellos, hasta no
quedó nadie que supiera su nombre ni su origen. Pero él siguió buscando
hasta que al fin la encontró y cayó rendido a sus pies. Pero cuando su alma se
liberó, estaba perturbada y llena de ira, porque había sufrido demasiado y no
recordaba más que el dolor.

La Doncella del Espíritu sabía que no debía coser su alma a una nueva piel,
así que lo dejó allí, como una abominación, anhelando renacer.
Capítulo 6

Mientras mi madre regresa a su habitación para explicarle el plan a mi padre,


yo encuentro a Leo en el bar, contando un manojo de billetes. El suelo cruje
cuando me acerco. Sé que oye mis pasos, pero finge que no estoy. De todas
formas, espero en silencio, un minuto, dos, tratando de ser respetuosa. Él
sigue contando.

—¿Leo?

—¿Cómo fue el espectáculo?

Las palabras suenan amables, pero el tono es distante, indiferente. Tiene los
ojos fijos en los billetes, y son muchos.

Me fastidia, pero no dejo que me afecte.

—Podría haber ido mejor.

—Qué pena.

—Quería disculparme por lo que pasó —digo, demasiado alto. Él mira hacia
arriba, y la esperanza vuelve a mí—. No fue justo. Pero tu oferta sí: un eje
nuevo a cambio de un viaje a la capital. Podemos marcharnos en cuanto
repares la caravana.

—Acepto las disculpas —responde, y devuelve mi sonrisa tímida con una


amplia—, pero el trato no sigue en pie.

Las palabras no acompañan su expresión, y me lleva un momento entender lo


que dice.

—¿Por qué?

—Con lo que cuesta un eje, podría pagar el viaje en barco.

—Pensé que no confiabas en los dioses del río.

—No tengo que confiar para hacer un trato.

Su tono es incisivo. Entrecierro los ojos, y él sonríe aún más.

—Lo estás disfrutando.

—¿Y tú no? No te obligo a quedarte aquí. —Leo hace un gesto de despedida


con los billetes y me lanza las palabras como si fueran monedas de cobre—.
Nunca obligo a nadie a hacer nada.

Aprieto los dientes.


—¿Al menos podrías presentarme a tu fuente?

—¿Darte el nombre de un amigo que vende contrabando? —Leo niega con la


cabeza y sigue mirando la pila de dinero—. ¿Por qué debería confiar en tu
discreción cuando tú no confías en mis motivos?

—Pensé que habías aceptado mis disculpas.

—Sí, claro que las he aceptado. —Vuelve a mirarme, con expresión honesta—.
Tu suposición no fue amable, pero el mundo tampoco lo es, en particular para
las chicas, lo sé bien. No tienes motivos para confiar en mí. Por supuesto, yo
no tengo ninguna razón para confiar en ti tampoco. Y una disculpa no
alcanzará para conseguir un contacto en el Souterrain.

El Souterrain, el mercado negro, donde puedes comprar lo que está


racionado… o prohibido. Si volviéramos a Lak Na, sabría a quién preguntar.
Pero aquí, en Luda, no tengo otra opción más que Leo. Lo miro enfurecida,
pero parece disfrutar de la atención mientras termina de contar.

—Entonces —pregunto al fin—, ¿qué hace falta?

Leo se inclina sobre la barra con una sonrisa.

—Monta un espectáculo para mí.

Aprieto los puños y me aferro a la ira que siento.

—No soy bailarina.

—Mucho mejor —dice—. Tus espectadoras sí, y son muy exigentes.

Arrugo la frente.

—¿Las chicas?

—Les encanta el teatro de sombras.

—¿Teatro de sombras? —Miro la habitación sucia—. ¿Aquí?

Leo coloca el dinero sobre el mostrador de la barra en cuatro montones.


Cuando al fin responde, lo hace con un tono exageradamente despreocupado.

—¿Hay algún problema con La Perl?

—No. —Me detengo para analizar el espacio. Podríamos colgar el telón de


gasa de los ganchos, aunque tendríamos que tener mucho cuidado con el
fuego. Será sencillo resguardar la privacidad detrás del escenario; las chicas,
que suelen estar tras bambalinas, estarán sentadas en el auditorio—. No, pero
¿por qué?

Leo respira profundamente antes de responder. Cuando al fin habla, lo hace


sin interrupción y en voz baja.

—Porque les pedí a las chicas que trabajaran la noche de La Fête. Porque me
tengo que ir mañana y voy a echarlas de menos. Porque no todos pueden
escaparse para siempre de este lugar. O tal vez por la expresión que aparece
en tu cara cuando me preguntas por qué.

Me callo la siguiente pregunta: ¿qué expresión? En cambio, reflexiono sobre


mi propio rostro: la ceja levantada, el rictus en la comisura de los labios, que
se parece demasiado al desdén. ¿Hace cuánto que tengo esa mueca en la
cara? Modero con cuidado mi expresión.

—Será un honor actuar aquí.

—Eres muy buena actriz, cher. —Esboza una sonrisa amarga mientras desliza
el montón más pequeño de billetes en su bolsillo. Sujeta los otras tres y los
sostiene mientras gesticula. —Iré a contárselo a las chicas. Estarán felices.
¿Cuándo será el espectáculo?

—Después del atardecer —digo, sin pensar—. El teatro de sombras siempre


comienza al caer la noche.

—Bien.

Leo golpea el manojo de billetes contra la barra, y la esperanza crece en mi


pecho. Aun así, soy precavida.

—Entonces, ¿tenemos un trato? —pregunto.

—Sí… No. Una cosa más —dice entonces, entrecerrando los ojos—. ¿Por qué
quieres ir a Aquitan?

Abro la boca mientras todas las respuestas vienen a mi mente y selecciono la


que me hace ver menos vulnerable.

—Seremos ricos. El teatro de sombras es muy popular allí, y somos la mejor


compañía en Chakrana.

—¿Es por eso solamente? ¿De verdad? ¿Fama y fortuna?

Me muerdo el labio.

—No hay Tigres al otro lado del mar.

—Hay lobos.

—¿Cómo lo sabes? —pregunto entonces, mientras mi frustración crece—.


¿Has estado allí?

Leo lanza una carcajada y se acerca a mí.


—Mírame —dice, señalándose la cara—. ¿Te parece que pertenezco a
Aquitan?

Es una pregunta que no puedo responder. Por eso, lo miro, como él quiere
que haga. Tiene rasgos atractivos, es cierto, pero extraños. Rasgos de
mestizo. Fue una de las primeras cosas que noté, ahora lo recuerdo, ¿será por
eso que no confío en él?

—Es difícil no pertenecer a un lugar —comento al fin.

—Lo dices como si supieras de lo que estás hablando.

Hay soberbia en sus palabras, pero su voz es dulce y triste. Él extiende la


mano, como si fuera a cerrar el trato con un apretón, al estilo de Aquitan,
pero cuando pongo la mía en la suya, la besa. Sorprendida, retiro mi mano,
pero Leo ya se ha dado vuelta.

—Empezaré a planificar todo. Tal vez podamos reunir a más espectadores.


¿Quién sabe? Al precio correcto, los billetes podrían cubrir el precio del
hierro.

Leo se va para hacer sus arreglos, y busco a mis padres para hacer los
nuestros.

—¿Un espectáculo? —pregunta mi madre, mirándome con recelo—. Pensé que


solo quería viajar con nosotros.

Hago una mueca.

—Parece que subió el precio.

—Ya era bastante alto —contesta—. No me gusta andar con desconocidos.

—Te gustó menos el precio de los billetes del barco —le recuerdo.

Igualmente, ella duda, y me preparo para las preguntas: ¿Puedes controlarte,


Jetta? ¿Puedes guardar tus secretos? Pero no siempre hemos viajado solos,
como ahora.

Antes del Año del Hambre, antes de los espíritus, antes de que Akra se
marchara y mi tío desapareciera, solíamos viajar con otras compañías durante
la estación seca, cuando los caminos estaban despejados y los campos
estaban en barbecho. Íbamos con malabaristas o bailarines, contorsionistas y
otros artistas del teatro de sombras. Nos reuníamos para comer juntos en la
carretera o viajar en compañía entre parada y parada. A veces, Akra
intercambiaba historias o consejos con los demás: era muy bueno para hacer
amigos. Yo también, durante otras épocas, cuando mi malheur se confundía
con el buen humor. Ahora tenemos demasiado que esconder.

Pero mi padre me rodea con su brazo.


—Viajar juntos parece ser nuestra mejor opción. Pero dime, ¿por qué tiene
que ir a Nokhor Khat?

—No se lo pregunté —digo despreocupada, pero las cejas de mi padre


descienden—. ¿Debería?

Se detiene a pensar, pero luego duda. Después de un momento, niega con la


cabeza.

—No, no es el único en Luda que quiere irse. —Él deja caer su brazo con un
suspiro. Pero después una sonrisa cruza su rostro—. No será La Fête, pero
hemos hecho más con menos. Vamos. Hay que prepararse para el
espectáculo.

Ante sus palabras, la emoción se agita de nuevo en mi interior: la función, el


público, la ovación. El asombro colectivo atado a mi gesto más insignificante,
una multitud en la palma de mi mano. Me tamborilea el corazón en el pecho,
pero lo primero es lo primero. No será fácil convertir la sala de burlesque en
un teatro de sombras.

El escenario es menos profundo de lo que necesitamos, pero el público


siempre quiere estar más cerca de una chica con poca ropa que de un telón
sobre el que bailan sombras. Al menos, estaré sola. Si fuéramos una compañía
tradicional, necesitaríamos diez artistas para controlar fantouches tan
grandes, pero aquí no hay espacio ni para cinco. Por supuesto, antes del
incendio, solíamos actuar en espacios aún más pequeños. Akra y yo
estábamos de rodillas, uno al lado del otro tras el telón, tratando de no darnos
codazos ni de empujar los fantouches del otro. Nuestros títeres eran más
pequeños, en esa época, además. Menos trabajo para menos manos, pero
mucho menos impresionante. Para el público, al menos.

Cuando empecé a usar almas como titiriteros, me preocupaba pensar que ya


no hacía arte, que me había alejado de lo que mi padre me había enseñado y
lo que sus padres le habían enseñado a él. Ellos hicieron con sus manos
algunos de nuestros fantouches más famosos. ¿Qué dirían mis antepasados, si
me vieran ahora? Pero fue él quien me corrigió.

«Te enseñé las tradiciones para que las conocieras, no para que te aferraras a
ellas», dijo.

Y, por suerte, no lo hago, porque esta sala no es nada tradicional. Pero


encontramos una escalera desvencijada tras bambalinas y la utilizamos para
estirar el delgado telón de gasa. Va desde el frente del escenario, justo detrás
de las candilejas, hasta la parte superior del proscenio. Sobre esta tela las
llamas arrojarán sus sombras.

Por lo general, apilamos leña para encender el fuego. Nos aseguramos de que
esté seca y no tenga corteza para que haga poco humo, pero no podremos
hacerlo en interiores. Cheeky viene a nuestro rescate cuando se despierta:
saca la utilería vieja de los estantes que están detrás del escenario. Los coloca
en la pared trasera mientras Eve reúne velas; si las colocamos dentro de los
vasos del bar y las disponemos sobre el estante, arrojarán luz suficiente.

Mi madre trae los instrumentos, los tambores y las flautas, mientras mi padre
empieza a vocalizar y su voz clara reverbera en la sala. Tia armoniza desde la
pequeña cocina mientras hace arroz congee para todos. Vuelvo a agradecer
su generosidad, porque además nosotros tampoco tenemos mucha comida. La
camaradería alivia algo en mí: una tensión en el pecho, una tensión en el
corazón, y muy pronto, se dibuja una sonrisa en mis labios. Cuando Cheeky
dice en broma que arrojará a Garter en el arroz, tengo que morderme los
labios para no hacer otra broma. No me corresponde, y me acechan las
palabras de mi madre: «Jamás hay que mostrarlo, jamás hay que explicarlo».
Así que vuelvo a la caravana para prepararme.

El que solía ser mi mejor vestido ya no sirve y lo arrojo a un rincón. Es un


desperdicio, con toda esa tela cara. Tal vez más tarde pueda limpiar el polvo y
la sangre, y hacer arreglos; o, lo que es más probable, pueda usar algunos
retazos para fabricar un nuevo fantouche. Pero, por el momento, reviso mis
otros trajes (de seda y terciopelo, brocado y damasco) y escojo el más bonito:
un sarong de seda rosada con un corsé rojo y una hebilla de latón para el
pelo.

Antes de que fuéramos conocidos, yo solo me vestía de color negro. Mis


padres siguen vistiéndose de negro, pero, a medida que nuestra fama creció,
los espectadores ricos comenzaron a preguntar por el titiritero al final del
espectáculo. No tengo la piel tan pálida para ser bonita a los ojos de los
aquitanos, pero un vestido caro ayuda mucho. La ropa de lujo se ha
convertido en parte del espectáculo; parece un exceso sin sentido, pero
igualmente la disfruto. Además, tengo la impresión de que Leo se daría
cuenta si me saltara pasos esta noche.

Pero el espectáculo es más importante que mi atuendo. ¿Qué historia


deberíamos contar? La obra de El Pastor y el Tigre parecería irrespetuosa
ahora; Legarde no es un campesino astuto, sino un cazador por derecho
propio, como el lobo de su estandarte.

¿Deberíamos contar el cuento de los siete cisnes? ¿O el del hombre


arrogante? ¿O tal vez una de las historias del Rey de la Muerte? Paso la mano
sobre el cuero negro del fantouche; mi madre lo había arrojado al suelo del
carro, como si no quisiera tocarlo más de lo necesario. Y, ahora, algo en él me
hace estremecer a mí también. No lo usaré esta noche.

Entre mis manos, la marioneta tiembla, comprensiva. La levanto con cuidado,


la envuelvo en una bolsa de arpillera y la ato con una cinta de seda. Después,
vuelvo a colocarla en el estante, junto a la Doncella de los Espíritus. El
movimiento de mis manos se interrumpe. ¿Por qué no representar una
comedia?

Parece una contradicción, pero después de los horrores de anoche no queda


más que reír. Convencida de mi decisión, saco los títeres de sus estantes (la
Doncella de los Espíritus y el pobre Tonto, el río, las rocas, la llama), los
desenvuelvo con delicadeza y los coloco junto a la puerta. Se agitan muy
despacio y no con el peso natural de la gravedad.
—Tranquilos —susurro, y se quedan quietos.

Una risita burbujea en mí: es la alegría de haber fabricado estas criaturas. ¿O


es un toque de histeria? Reprimo la risa y sigo trabajando.

Mientras reúno los fantouches, escucho voces en el callejón. Son dos


hombres: Leo y otra persona. Espío por el ojo de un dragón y veo que el otro
lleva una gruesa caña de bambú sobre los hombros. De cada extremo cuelga
una cubeta que tintinea. Cuando las baja, noto que están llenas de
herramientas. Es el mecánico.

Están inmersos en una conversación, pero hablan demasiado bajo para que
llegue a oírlos. Leo hace un gesto en dirección al carro, la rueda que
repiquetea, el viejo baúl de Cheeky. Un estallido de gratitud me recorre
cuando veo que Leo ha puesto la caja debajo de la caravana para elevar el
carro o para que no parezca averiado. Un apoyo de utilería, pienso. Ahogando
otra risa, pongo una mano sobre la madera tallada de la caravana y le susurro
al alma que está dentro:

—Quédate abajo.

El carro rechina un poco mientras desciende. Con el ruido, los hombres se


callan. Aprovecho la oportunidad para abrir la puerta, con la Doncella y el
Tonto en mis brazos.

—Hola —digo, porque ellos no hablan.

El mecánico solo se queda mirando, pero después de un momento de


sorpresa, Leo extiende las manos. ¿Es mi imaginación o las marionetas se
mueven un poco?

—¿Puedo ayudarte a llevar algo?

—No —le digo. ¿Lo he dicho demasiado deprisa?—. Son muy delicados.
Volveré a buscar los demás.

—Entonces, permite que te abra la puerta. —Camina a mi lado y deja que el


mecánico comience a trabajar. El silencio dura un tiempo más del que debería
—. Estás preciosa.

—Tú estás nervioso —respondo, y él se ríe.

—Tú también lo estarías, si hubieras cruzado la ciudad con dos metros de


hierro escondidos en una caña de bambú —dice por lo bajo—. Hay soldados
en la calle.

Después de oír sus palabras, siento que me observan. No puedo evitar mirar
alrededor, pero no hay soldados al acecho, no que yo pueda ver. Nunca se
sabe.
—¿Hay un lugar para esconder el carro mientras el mecánico trabaja? ¿Un
establo o algún otro sitio?

Leo niega con la cabeza mientras abre la puerta de un empujón.

—Yo voy a estar vigilando la entrada del callejón. Y no debería tardar más de
unas pocas horas. Además, cualquier soldado que pase cerca de La Perl sabrá
que las reglas habituales no se aplican aquí. La mayoría todavía se está
recuperando de la resaca, después de haber bebido parte de mi contrabando.

No respondo y analizo su postura: está apoyado contra la puerta, con un aire


muy relajado mientras viola la ley. Por un momento, me atacan los celos, ¿qué
se sentirá seguir tus propias reglas?

—Tenías razón, ¿sabes?

—¿Sobre qué, cher?

—No tengo ninguna razón para confiar en ti.

—¿No te lo dije antes? No hay que confiar para hacer un trato. —Él sonríe de
nuevo y sus dientes brillan—. Hay que tener algo que los demás necesitan.

—No —respondo bruscamente—, hay que quedarse sin opciones.

Me arrepiento de mis palabras mientras van saliendo de mi boca. El mecánico


apenas ha comenzado su trabajo, y ya me arriesgo a que Leo se enfade. Pero
para mi sorpresa y mi irritación, él solo se ríe.

—C’est vrai —dice mientras deja que la puerta se cierre entre nosotros—. Es
cierto.
ACTO I,

ESCENA 9

Otra apertura, otro espectáculo en La Perl.

Leo todavía sirve bebidas a la multitud. Pero, esta vez, las chicas están
sentadas en la primera fila, y no es el piano pequeño desafinado, ni es el
murmullo de la voz ronca de Tia lo que silencia a los espectadores.

En cambio, la música de una flauta sobrevuela el público, seguida por el ritmo


constante de un thom, que se parece a los latidos del corazón de un gigante.
Es un sonido antiguo, primitivo, de esos que se recuerdan, aunque nunca
antes se los haya oído.

La melodía también es familiar, al menos para los lugareños: la vieja historia


del Tonto que no podía morir. Cada compañía tiene su propia versión de esta
historia y cualquiera que haya nacido en Chakrana se la sabrá de memoria.

Pero, por supuesto, el truco no está en lo que sucede, sino en cómo contarlo.
Y cuando los Ros Nai comienzan a contar la historia, hasta Leo deja las
botellas y los vasos para ir al escenario a ver el espectáculo.

Papa: (Fuera del escenario.) Cuando nuestros antepasados eran


jóvenes…
El Tonto que no podía morir

Cuando nuestros antepasados eran jóvenes, vivía un monje necio. Caminó de


pueblo en pueblo para hablar de los dioses, pero ni los dioses ni los aldeanos
le hicieron caso. Así que se fue a la selva a predicar a los pájaros que estaban
en los árboles. Sin mirar por dónde caminaba, cayó en un hoyo y la tierra se
lo tragó. Pero hasta la Muerte ignoró al tonto y, al cabo de un tiempo, él salió
del hoyo y siguió su camino.

Muy pronto el tonto llegó a un río, así que por fin dejó a los pájaros para
cantar a los peces. Pero los peces no se detuvieron a escucharlo, entonces él
se metió en el río para seguirlos y caminó y caminó hasta que se ahogó. Pero
hasta la Muerte lo ignoró y también lo hicieron los peces, y finalmente el
tonto llegó al otro lado del río y salió.

La noche caía y sus ropas estaban mojadas, así que el tonto hizo un fuego y
predicó a las llamas. Pero el fuego era demasiado alto, y las chispas
alcanzaron los árboles. Pero la Muerte lo siguió ignorando, y el monje pensó
que el incendio era un elogio a su sermón.

Por fin, la Doncella se compadeció de este hombre que había sido rechazado
tres veces por la Muerte y, cuando las llamas se apagaron y el humo se
aclaró, le reveló las almas de quienes habían sido ignorados por la Muerte.
Así que les habló a ellos mientras esperaban que comenzara su siguiente vida,
y los espíritus escucharon sus palabras.
ACTO 1,

ESCENA 9 (CONTINUACIÓN)

En la puerta de La Perl. Se oye a distancia la música del teatro de sombras:


los tambores, la canción. Después, una campana tintinea en el bar; Leo deja
su vaso y se dirige hacia la puerta. Cuando la abre, se encuentra con el
capitaine Xavier Legarde. Su uniforme impecable y su postura perfecta
desentonan en el callejón sucio.

Xavier: ¿Sava, Leo?

El tono de Xavier es cortés. El de Leo, no.

Leo: ¿Qué haces aquí?

Xavier: Quería ver una obra del teatro de sombras, y el único espectáculo está
aquí. Seguro te has enterado de lo que pasó anoche en La Fête.

Leo: Seguro que te has enterado de lo que pasó el año pasado en La Perl.

Xavier: ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

Leo: Tiene que ver con el general, tu padre.

Leo escupe la palabra; Xavier se detiene un momento para analizar la


situación.

Xavier: Por supuesto. Y fue una tragedia, tienes mis condolencias.

Leo: Con condolencias y una entrada podrías ver el espectáculo. Lástima que
las entradas estén agotadas.

Xavier: Qué suerte que compré la mía con anticipación.

Xavier apoya su mano en la pistola. Leo se pone nervioso.

Leo: ¿Qué es lo que quieres en realidad, Xavier?


Xavier: Solo quiero hablar con la compañía teatral.

Leo: (Deliberadamente) ¿Hablar?

Xavier suspira y aparta la mano del arma.

Xavier: Hablé con la chica hace unas horas. Solo tengo unas preguntas
más que hacerle.

Leo: ¿Qué preguntas?

Xavier: Tal vez responda la tuya después de que ella responda la mía.

Leo sigue dudando; los dos hombres están de pie, frente a frente, y ninguno
retrocede. Pero cuando estallan los aplausos, Xavier levanta una ceja.

Xavier: ¿Ahora es un buen momento?

Sin esperar una respuesta, empuja la puerta y pasa; Leo camina hacia atrás
rápidamente, y se interpone entre Xavier y el teatro.

Leo: Es el descanso. Tendrás que esperar hasta que termine la


segunda parte del espectáculo.

Xavier: ¿Van a montar otra obra?

Leo: Las chicas subirán al escenario. No pongas esa cara: deberías ver por
qué tus mejores hombres vienen aquí el día de pago. Para ti es gratis, por
supuesto. Siéntate donde quieras.

Cuando llegan al bar, Leo pone su mano sobre el pecho de Xavier para
detenerlo.

Leo: Pero debes dejar tu arma en el bar.

Xavier: ¿Mi arma?

Leo: Es la regla de la casa. Si sabes lo que sucedió el año pasado, entenderás


por qué.

Xavier duda un instante, pero después quita las balas de su arma y las
guarda. A continuación, le entrega el arma a Leo, quien la arroja detrás de la
barra. Los aplausos no cesan; los gritos de «¡Encore!» se mezclan con silbidos
y celebraciones.

Rápidamente, Leo agarra un violín y se abre paso entre la multitud. Cuando


cruza la mesa donde están sentadas las chicas, le murmura algo a Cheeky al
oído. Ella se altera, asiente y susurra unas palabras a Tia y Eve, antes de
dirigirse al vestidor. Las otras chicas la siguen mientras Leo sube al
escenario.
Capítulo 7

Llueven aplausos como el primer chaparrón de la temporada: unas pocas


gotas al principio, que enseguida se convierten en tormenta. Hicimos bien en
elegir una comedia después del drama de las explosiones de anoche. La
multitud es efusiva y ruidosa. Por un momento, me imagino que la ovación se
oye hasta en Aquitan. Ya llegará el momento de que la oigan.

Mi padre ha apagado las velas, pero aún puedo sentir el calor de las llamas en
mi espalda, en mi cabello, bajo mi piel. Todo es más intenso, más real. La
alegría vibra en todo mi cuerpo, y mi sangre burbujea como cerveza de
jengibre. El aire tintinea como una campana y yo lo saboreo como si estuviera
hecho de miel. La oscuridad acaricia la carne desnuda de mi brazo igual que
el terciopelo.

Poco a poco, los aplausos comienzan a desvanecerse: un reflujo natural, como


el de la marea. Me preparo para el vacío que dejarán cuando hayan
desaparecido por completo. Pero después, en mitad del silencio, la voz de Leo
atraviesa el telón.

—¡Mesdames, messieurs, et mes autres! —dice con voz escénica, que se abre
paso fácilmente a través de la ovación—. Muchísimas gracias. ¡Es un placer
tener a los Ros Nai aquí esta noche! Pero no se muevan de sus asientos, el
espectáculo acaba de comenzar.

Frunzo el ceño y miro a mi madre, pero ella parece tan desconcertada como
yo. Leo nunca mencionó otras actuaciones. Una nota exquisita interrumpe
nuestra confusión. Es el sonido de un violín.

Entonces, veo a Leo o, mejor dicho, a su silueta. La luz de las candilejas crece
poco a poco al otro lado del telón de gasa; él está de pie en el escenario con
su instrumento, y se mueve como una hoja de palma en la tormenta de su
canción.

Es hermosa y familiar: una melodía tradicional de Chakrana que me recuerda


a Lak Na. Nunca antes la había oído interpretada en un instrumento
extranjero.

Las notas caen como cascadas, se elevan como golondrinas, relucen más
vibrantes que las estrellas. Con su música, Leo está haciendo que la audiencia
vuelva a guardar silencio. Hay ruidos de sillas que se mueven, de pies que se
arrastran, de personas que murmuran, ¿cómo se atreven? Pero la música es
más poderosa, y la sombra de Leo baila con ella. Doy un paso hacia el telón y
luego otro, y extiendo la mano para tratar de tocar el contorno de su cuerpo,
el espacio oscuro que recorta contra la luz. ¿Habrá, entre mis sombras,
alguna que tenga tanta gracia?

—¿Jetta? —Doy vuelta y retiro la mano con rapidez al escuchar el murmullo


de Cheeky. Pero ¿dónde está? Oigo que me llama de nuevo y la veo asomada,
con los ojos al nivel del suelo, por una trampilla que está en el centro del
escenario—. ¡Jetta!

Me acerco sin hacer ruido y me agacho.

—¿Qué sucede? —susurro.

—El capitaine Legarde te está buscando —dice ella. Entonces, mi corazón se


detiene un instante. El soldado que estaba en la carretera, el que nos devolvió
la moneda, debe ser el hijo del general. ¿Qué querrá ahora?—. Tienes que
marcharte.

Levanto las cejas.

—¿Ahora?

—¡Mejor ahora que después! —protesta ella—. Cuando Tia suba al escenario,
Leo te verá en la caravana. Mantendremos al capitaine distraído todo el
tiempo que podamos. Pero tienes que darte prisa.

Me muerdo el labio. ¿Es una buena decisión huir del ejército? ¿Y si solo
quiere hacerme una pregunta inocente, inofensiva?

¿Cómo lo hiciste?

Con hilos ocultos…

Pero cuando me vuelvo a poner de pie, veo que mis padres están cerca. Al
observar sus caras, me doy cuenta de que han oído lo que me ha dicho
Cheeky y saben que no hay nada inocente en la petición del capitaine. Sin
decir una palabra, mi madre asiente. Mis fantouches están dispersos por el
escenario, cerca del telón. Comienzo a reunirlos, pero ella pone su mano
sobre mi brazo y sacude la cabeza.

En mi interior, algo se resiste. ¿Debo dejar a mis fantouches?

Cada uno representa horas, días, semanas de trabajo, no solo mío. Nuestra
versión de la Doncella del Espíritu fue el último fantouche que hizo Akra.

¿Y qué hay de las almas cosidas en estas pieles? ¿Se comportarán bien si no
estoy cerca, o se aburrirán y comenzarán a vagar sin mi permiso? ¿Quedarán
atrapadas para siempre en sus cuerpos mientras se consumen poco a poco,
anhelando la indulgencia, sin poder renacer?

Hay poco tiempo para los muertos cuando los vivos están en peligro.
Entonces, cuando llega la siguiente ronda de aplausos, bajo del escenario
sigilosamente y camino con las manos vacías hacia la oscuridad. Hago una
mueca de tristeza cuando veo a mi padre con su flauta y a mi madre con el
thom pintado que adora. Pero esas son cosas pequeñas y fáciles de
transportar. El delicado laúd que era de mi abuela todavía está detrás del
escenario, por no mencionar el telón de gasa que nos oculta del público. De
todas formas, no son las primeras cosas que hemos tenido que dejar atrás y
tampoco serán las últimas.

Los vítores del público ocultan los crujidos que hacen las escaleras con cada
pisada. Cheeky cierra la trampilla después de que descendemos y la madera
gruesa amortigua las primeras notas del piano. La voz de Tia llega desde
arriba: «J’errais avec les fous, je me retrouve chez les âmes perdues. Nul ne
sait où il est parti, mais je me suis languis de toi, de toi…».

La canción se desvanece a medida que avanzamos por el sótano laberíntico.


El techo es tan bajo que tenemos que agacharnos, y el aire es frío y húmedo, y
huele a moho y agua de río. Hay viejas cajas de municiones con utilería
polvorienta; los baúles de gira han comenzado a pudrirse y están llenos de
barriles vacíos que dicen ron. Pequeñas almas relucen en la penumbra.
Pasamos por un tocador descascarado que debió ser muy caro; está finamente
tallado, al estilo aquitano. Intento descifrar lo que está escrito en rojo sobre el
espejo roto: au revoir.

Cheeky nos guía hasta otra escalera que conduce a las puertas de la bodega,
a nivel de la calle.

—Tengo que volver para vestirme —dice ella. Entonces, sonríe y sus dientes
relucen en la oscuridad—. Después tengo que volver a desnudarme. Rómpete
una pierna. O mejor, la de alguien más.

—Hazme un favor —digo enseguida, y ella pone los ojos en blanco.

—¿Otro? Por lo general, los cobro.

—Quema los fantouches.

Ella abre grandes los ojos en la penumbra.

—¿Por qué?

Me muerdo el labio, no hay tiempo para explicarlo, pero incluso si lo hubiera,


no podría decirlo. «Jamás hay que mostrarlo, jamás hay que explicarlo».

—Solo hazlo, por favor.

Ella me mira con incertidumbre, pero después asiente y confío en que hará lo
que le pedí. Un miedo me invade cuando ella desaparece en la oscuridad:
cuando el capitán descubra que hemos huido, ¿se desquitará con las chicas?
Pero ellas saben cuidarse solas. ¿O estoy tratando de convencerme a mí
misma? De todas formas, no logro juntar el valor para volver a llamarla.

Subimos las escaleras y, al llegar a la cima, empujo la puerta pesada con el


hombro. Algo de arenilla resbala por mi nuca mientras se levanta. Después,
desde el exterior, alguien tira del peso de la puerta y la abre.

Es Leo. Tiene la chaqueta desabrochada y un estuche de violín colgado en la


espalda. Nos hace señas para que salgamos a la luz de la luna. Estamos a
unos pocos pasos de distancia de la puerta del callejón. Es una noche muy
tranquila, algo raro para una ciudad del tamaño de Luda, pero es un silencio
profundo, de esos que nacen con el temor. Hasta los espíritus parecen
furtivos y brillan ocultos en las esquinas y las grietas de las paredes. La
sensación de que alguien me está observando regresa y giro la cabeza. ¿Era
eso un parpadeo de azul, debajo de la caravana? No importa, no ahora. Muy
pronto estaremos lejos de aquí.

Con pasos sigilosos, avanzamos hasta el carro. Para mi sorpresa, Leo nos
indica que vayamos a la puerta.

—Entrad por la parte de atrás.

Mi madre niega con la cabeza.

—Yo conduciré —dice ella.

—Os está buscando a vosotros, no a mí —murmura Leo—. Además, no


conocéis el camino.

Mi madre lo mira con escepticismo.

—¿El camino para salir de la ciudad?

—Para salir de la ciudad sin cruzar el campamento.

Pero mi padre no quiere perder tiempo. Abre la puerta y entra. Mi madre lo


sigue, y yo estoy a punto de subir la escalera cuando escucho un ruido
metálico. Un escalofrío helado me recorre la columna. Levanto la barbilla.
Hay un hombre acostado sobre la caravana, un soldado. La luz de la luna
brilla en el cañón de acero de su arma.

—¿Sava, Leo? —dice el hombre, y a mi lado, Leo suspira.

—Sava, Eduard. Veo que todavía tienes mi pistola.

—Sí, deberías dejar de olvidar las armas en cualquier sitio. Pero ahora solo
necesito a la chica. Tu hermano tiene algunas preguntas para hacerle. Seguro
que ya lo sabes.

Al principio no lo entiendo, pero la expresión de Leo lo dice todo.

—¿El capitaine es tu hermano?

—Cállate, niña. —El soldado hace un gesto con el arma, y me trago el nudo en
la garganta—. Y cierra la puerta del carro.

En las sombras oscuras de la caravana, brilla el iris de mi madre.

—¿Qué está pasando, Jetta?


El soldado golpea el techo con el puño.

—Ferme ta gueule, ¡y cierra la puerta! ¿Hay alguna manera de cerrarla con


llave?

Me tiemblan las manos, pero es mejor que mis padres estén a salvo dentro,
que no puedan venir a buscarme, que no puedan dispararles por resistirse. Mi
madre intenta llegar a la entrada cuando la cierro; bajo el pestillo mientras
ella golpea la puerta y maldice al ejército. El soldado no le presta atención y
hace un gesto con la barbilla en dirección al teatro.

—Un paso atrás, contra la pared.

Mi corazón es un pájaro salvaje en la jaula de mis costillas: miro el arma a la


espera de la bala. ¿Qué pasará cuando salga el capitaine? ¿Podrá Leo
interceder? ¿O sacarán a mis padres a rastras del carro? ¿Nos pondrán a los
tres en fila, de rodillas en el sucio callejón? ¿Fue la muerte del rebelde solo
una anticipación de la mía?

A mis espaldas, fuera de mi campo de visión, arde: la llama azul. ¿De qué
color será mi alma cuando salga de mi cuerpo?

—¿No me has oído? ¡Un paso atrás!

Al grito del soldado, me sobresalto, pero no obedezco. En cambio, le susurro


algo al alma que puse en el carro, al viejo perro, que desea complacerme.

—Arrójalo al suelo.

El espíritu obedece. La caravana se inclina, y dos de las ruedas se levantan


con un gruñido antes de volver a estrellarse contra la tierra. Dando un grito,
el soldado cae al suelo. La pistola se resbala sobre las piedras, y Leo da un
salto para tratar de atraparla. Pero cuando lo logra, el soldado se abalanza
sobre él. Forcejean, pero Eduard es más grande y aplasta los nudillos de Leo
contra los adoquines. El arma cae libre otra vez. Corro hacia ella, pero el
soldado me sujeta por el tobillo. Caigo de bruces, con fuerza, y el golpe me
quita el aliento. Leo avanza gateando hacia el arma, pero Eduard me levanta
del suelo, de espaldas contra su pecho, un grueso brazo alrededor de la
cintura, otro alrededor de mis hombros. Bajo la barbilla, siento un filo
doloroso: la punta de una navaja. No puedo verla, pero la siento cuando
respiro, cuando trago saliva, cuando mi pulso se acelera contra el frío del
acero.

Con la mano libre, toco mi garganta. Eduard me aprieta con más fuerza y yo
apenas puedo respirar. La sangre comienza a caer sobre mis dedos, pegajosa.
Los espíritus se reúnen en el aire inmóvil, y el fuego azul se acerca a mi
hombro, como si quisiera susurrarme algo al oído.

Leo se ha vuelto a poner de pie. Apunta con el arma, pero la baja cuando ve
que Eduard me tiene como rehén. Contra mis hombros, el corazón del soldado
palpita.
—Ponla en el suelo —gruñe.

—El capitaine no podrá interrogar a los muertos —dice Leo, pero la punta del
cuchillo se hunde aún más y yo dejo de respirar.

—Hay un largo camino entre la vida y la muerte —replica Eduard—. Y puedo


obtener respuestas de casi cualquier persona a lo largo de ese camino. Pon el
arma en el suelo.

La imagen de los cuerpos exhibidos en la carretera flota en mi recuerdo como


sombras. ¿Estoy en manos del torturador? ¿El cuchillo que usó para desollar
la piel de esos rebeldes es el que ahora aprieta contra mi garganta? ¿Está el
alma del rebelde aquí, ahora, esperando vengarse del hombre que puso su
cabeza en una pica?

¿Su venganza condenaría al soldado y nos salvaría?

Con cuidado, muy despacio, Leo hace lo que le piden. El soldado afloja la
presión. Y con mucha cautela, bajo el brazo y busco los dedos del questioneur
que se clavan en mis costillas. Con la mano ensangrentada, trazo el signo de
la vida en la palma de su mano.

Hay un destello azul. Eduard grita mientras se tambalea hacia atrás, con una
convulsión. El sonido atraviesa la noche, me perfora el cráneo, resuena en mis
oídos. Sigue y sigue, como una alarma, como una acusación. Sus ojos se
ponen en blanco, su cuerpo se retuerce, su cabeza se mueve de un lado a otro
fuera de control. Después, todo termina, y el soldado cae.

¿Respira? Estoy helada. ¿Qué he hecho? El repentino silencio es un vacío, que


ahora se llena de otros sonidos: los gritos apagados de mi madre, el ladrido de
un perro y el hilo de aire que pasa a través de los dientes del soldado.

Leo se vuelve hacia mí, sorprendido; sigue sosteniendo el arma, pero no


apunta al suelo.

—¿Qué le ha pasado?

Abro la boca, pero no puedo dar ninguna explicación.

—¿Por qué me preguntas?

—Porque no estás sorprendida para nada.

Ya es demasiado tarde para fingir asombro.

—Tenemos que marcharnos —digo, en cambio, y él solo asiente.

Sigo a Leo hasta el banco de la caravana. Lani resuella y da coces, asustada e


impaciente. Sale corriendo a toda velocidad por el callejón en cuanto Leo
hace chasquear las riendas. El carro se tambalea hacia adelante. Cuando
desfilamos por la calle principal, se abre la puerta del teatro.
—¡Arret! —grita el capitaine, igual que lo había hecho el general.

No nos detenemos.
ACTO I,

ESCENA 11

Por segunda noche consecutiva, el espectáculo de La Perl termina antes de


que se cierre el telón y, por alguna razón, los gritos de esta noche son aún
más inquietantes que las explosiones de la anterior. Cuando el capitaine
Xavier Legarde salta de su asiento y sale corriendo del teatro, Cheeky ni
siquiera se molesta en hacer una reverencia antes de bajar del escenario y se
lanza a toda prisa por el pasillo. Tia deja el piano para seguirla, y Eve las
acompaña. Las tres miran a través de la rendija de la puerta.

En el exterior, Eduard todavía se retuerce en el suelo. Eve mira a Tia, pero


Cheeky sacude la cabeza y dice «No» en respuesta a una pregunta que nadie
ha hecho.

Eve: ¿Qué le ha pasado?

Cheeky: No iría a averiguarlo ni aunque me pagaran una fortuna.

Xavier regresa maldiciendo a la caravana que ha desaparecido en la esquina.


Camina hasta el questioneur, que sigue boca abajo. Se arrodilla junto a él,
controla su respiración, su pulso y le da una bofetada en la mejilla. Al fin,
Eduard abre los ojos y Xavier retrocede alarmado.

Xavier: Putain.

Los ojos del soldado herido vuelven a cerrarse, pero Xavier necesita un
momento para abrir con el dedo el párpado de esa cara ausente.

Quizás sea una ilusión óptica causada por la oscuridad o por la luna creciente,
quizás el síntoma de un raro veneno selvático, pero el iris se ha vuelto de un
color azul, frío y etéreo.

Xavier se pone de pie y se limpia las manos en el uniforme. Después, aprieta


los dientes y avanza hacia la esquina. El público, agitado, va saliendo poco a
poco del teatro. El capitaine recluta a dos hombres fuertes que están entre la
multitud.

Xavier: Tú y tú. Ayudadme a llevar a este hombre al campamento,


hasta la tienda del docteur.
Aunque no son soldados, los dos chakranos saben que no deben desobedecer
una orden directa del ejército. Xavier los guía hasta el campamento mientras
cargan a Eduard. Les indica dónde está la tienda del médico antes de
despedirlos con un cortante agradecimiento.

Acaba de sentarse para escribir un telegrama cuando comienzan los gritos.


Sentado en su escritorio, Xavier levanta la vista. Luego, se oyen el sonido de
los disparos y del pánico, el bramido de los caballos y la voz de alguien que da
la alarma.
Enviado a las 22:36 h

Capitaine Xavier Legarde desde Luda

Para: General Legarde en Lysan

ATAQUE A CUARTELES STOP POSIBLE COMPLOT REBELDE STOP


SITUACIÓN EN DESARROLLO

Enviado a las 09:13 h

General Legarde desde Lysan

Para: Capitaine Legarde en Luda

MANTENERSE FIRME
SEGUNDO ACTO
Capítulo 8

Cuando Lani comienza a galopar, mi corazón se acelera. El grito del soldado


aún resuena en mi cabeza. Estoy recostada contra la madera tallada y tengo
el cuerpo tan tenso que tiemblo. Sigo esperando que lleguen más gritos o más
disparos, que el capitaine nos persiga en un gran caballo gris, que el mismo
Legarde regrese y nos arrastre de vuelta al lugar donde iban a asesinarnos.

¿Cómo no me di cuenta antes de que Leo era el hijo del general? Tienen la
misma mandíbula, la misma nariz y hasta la misma voz, capaz de hacerse oír
entre la multitud. Pero donde Legarde manda, Leo cautiva. ¿Por qué no me lo
ha dicho? No debería haber confiado en él.

Por otra parte, no nos entregó a su hermano. Avanzamos por la ciudad y nos
alejamos del muelle, de los almacenes, del ejército, y nadie nos persigue, por
ahora.

Será más difícil escapar de mi madre. Me trago el corazón y me doy vuelta en


el banco, preparándome para sus reprimendas. La pregunta de Leo resuena
en mi cabeza: «¿Qué le ha sucedido?».

Actué por instinto: una esperanza y una plegaria… y algo más. ¿Fue venganza
o curiosidad? Nunca antes había puesto un espíritu dentro de un cuerpo con
alma. Algunas personas dicen que eso es la locura, dos almas bajo una misma
piel. Y un n’akela no es un espíritu normal y corriente.

¿Lo volverá loco? ¿Lo matará? ¿O hará algo peor? Ahora soy capaz de
imaginar peores destinos que la muerte. Sin embargo, no nos tocaba morir
esta noche. Una vez más, he salvado a mi familia. Abro el panel, lista para
rechazar la condena de mi madre. Pero cuando mis ojos se adaptan a la
penumbra que hay dentro de la caravana, en lugar de la ira que espero, veo a
mi madre acurrucada contra mi padre como un animal asustado. Mi tensión
se convierte en incertidumbre.

—¿Estáis bien?

—Lo he visto todo —dice ella.

No dice nada más a continuación, pero sus ojos brillan con los rayos de luna
que entran por la madera tallada. Hay miedo en ellos, ¿está asustada por mí o
de mí? Durante un instante, me pregunto si me odia.

Pero mi padre la tranquiliza, acariciando el pelo húmedo que le cae sobre la


frente.

—Era un soldado y tenía un arma —dice.

—Maman, si tuvieras que elegir entre el soldado y yo, ¿a quién tratarías de


salvar?
Ante mi pregunta, ella levanta la cabeza, sorprendida.

—A ti, Jetta. Siempre intento salvarte a ti.

Sus palabras me dejan sin aliento.

—¿De qué?

Mi madre solo mira a Leo, que está sentado a mi lado en el banco. Sé que no
responderá. Miro a mi padre en busca de ayuda, pero él solo suspira y hace
un gesto con la cabeza para invitarme a su lado.

—Ven, Jetta. Ven a descansar un rato.

Descansar. Al oír esa palabra, relajo los hombros y libero parte de la tensión
que ni siquiera sabía que cargaba. Anhelo el consuelo que hay en el abrazo de
mis padres. Más que eso, anhelo la intimidad de la familia. ¿Cuándo fue la
última vez que la sentí? Hace años, antes del fuego y las almas. Fue durante
el Año del Hambre, el día en que Akra se fue. Mi padre estaba tan furioso que
había ignorado a mi hermano toda la semana, pero ese día lo abrazó y lloró en
su uniforme. Nos abrazamos y recuerdo que sentí sus costillas a través de su
camisa. Estábamos muertos de hambre, pero estábamos juntos.

Ahora, cuando miro a mi madre, pienso que necesita más consuelo del que yo
puedo darle. Niego con la cabeza.

—No podemos detenernos todavía.

—¿Cuándo? —pregunta mi padre con tono mordaz—. Necesitas dormir.

Dudo. Estoy cansada, pero mi mente sigue acelerada, y cuando pienso en


dormir siento un escalofrío.

—Pronto —miento, y cierro el panel.

Me doy la vuelta. Leo mira en mi dirección, pero solo un instante. Guarda


silencio como todo caballero educado después de oír una discusión. Juntos,
vemos desfilar la ciudad borrosa, pero solo yo soy capaz de ver los vana que
se arremolinan en la brisa que creamos a nuestro paso. Nos movemos rápido.
La caravana pesa menos gracias al arvana, y Lani ha descansado todo el día.
Hemos dejado atrás las chozas maltrechas de los trabajadores portuarios y los
molineros de azúcar. Justo detrás de la oficina de telégrafos se encuentra el
centro de la ciudad. Aquí están las antiguas casas chakranas con techos
vueltos hacia arriba, los nuevos edificios aquitanos con tejas de terracota y
paredes de piedra blanca, casas para personas elegantes. Este sería un lugar
perfecto para enseñar carteles, si hubiera otro espectáculo esta noche. Una
risa intenta subir por mi garganta, pero aprieto los labios para sofocarla.

Pero esta carretera conduce al norte, serpenteando por las viejas montañas,
en dirección opuesta a la capital. Si seguimos avanzando en esta dirección,
entraremos en el territorio del Tigre y después a la fuente de todos los ríos,
donde los viejos dragones viven en estanques helados en la caldera de los
volcanes muertos.

—¿Hacia dónde vamos? —le murmuro a Leo.

—Hacia un camino secreto para salir de la ciudad —responde—. El capitaine


hará que vigilen las carreteras, sin duda.

Dudo, casi con miedo de preguntar.

—¿Te dijo lo que quería?

—Yo esperaba que tú lo supieras.

Leo me mira, luego se estremece. Sosteniendo las riendas con una mano, saca
un pañuelo del bolsillo delantero.

—Tienes sangre en la garganta.

—Gracias. —Con cuidado, presiono la tela contra la herida. Miro sus nudillos
lastimados; la hinchazón que tiene en el pómulo, justo debajo del ojo; la leve
magulladura que oscurece el puente de su nariz—. ¿Estás bien?

Hace un gesto con la mano, para alejar mi preocupación como si no la


mereciera.

—Debería haber revisado el techo del carro. Debería haber imaginado que
tendría un centinela.

Me humedezco los labios.

—¿Tu hermano?

Leo se pone rígido.

—No tengo ningún hermano.

Lo que hay en su voz es ira, no confusión. Escuché bien lo que dijo el soldado.
Avanzamos en un silencio más tranquilo. Los vana pasan zumbando alrededor
de mi cabeza y mi cuello. El aire fresco de la noche acaricia mi mejilla, y el
hombro de Leo es tibio contra el mío.

—Yo sí tengo un hermano —digo en voz baja—. Bueno, tenía un hermano.

A nuestro alrededor, la selva se vuelve más y más espesa. Las casas elegantes
dan paso a cabañas modestas, que aparecen a lo largo de la colina entre
árboles de plátanos. Luda no tiene muros, así que la ciudad se desvanece
poco a poco. El camino es más irregular aquí, con surcos causados por las
largas lluvias y la poca reparación. Puedo oler el verde, el perfume de las
flores, el toque dulce del agua en el aire. Los pájaros se llaman unos a otros
en la negrura, y los insectos frotan las alas contra las patas para hacer
música. Leo no quita los ojos del camino, aunque tiene la mandíbula apretada.
Cuando al fin habla, lo hace con un hilo de voz.

—¿Qué ocurrió?

Respiro antes de hablar. Mi memoria parece desarticulada esta noche y todo


se confunde en el recuerdo. El clic del mechero de mi hermano mientras
juega con él, su gran sonrisa, sus mejillas hundidas. La vergüenza en la cara
de mi padre cuando Akra se puso su último disfraz. Lo grande que le quedaba
el uniforme. Todas las cosas que cambiaron a partir de ese día.

—Se unió al ejército, hace tres años. Durante la hambruna, ¿te acuerdas de
esa época?

—No hay lugar para el arroz —dice, y yo asiento, recordando los susurros que
se convirtieron en gritos con el paso de los meses. El arroz es vida, si no hay
lugar para el arroz, no hay lugar para los chakranos. Y mientras los dueños de
las plantaciones se quejaban por la falta de ingresos y porque no podían
comprar vestidos nuevos ni disfrutar de espectáculos, nosotros nos moríamos
de hambre, sin poder pagar el precio de los alimentos, que no dejaba de
aumentar. Ese fue el año en que los rebeldes se organizaron bajo el liderazgo
del Tigre, el año en que quemaron por primera vez una plantación, el año en
que empezaron a hacer la guerra en lugar de causar problemas—. No fue tan
horrible en Luda —agrega Leo—. Pero mucha gente de campo se mudó a la
ciudad. Fue entonces cuando Eve vino a La Perl.

Me muerdo el labio, tratando de imaginarlo. ¿Qué tendría que haber hecho yo


para comer si mi hermano no se hubiera marchado?

—Fue antes de que la compañía se hiciera tan conocida. No teníamos mucho,


así que nos dio el dinero del alistamiento y, después, nos envió su paga cada
mes. Alcanzó para que saliéramos adelante, hasta que volvieron las lluvias.
Además, él comía mucho —digo, tratando de sonreír, pero la sonrisa dura
poco—. Guardé las siete cartas.

—¿Y la última llegó…?

—Hace más de un año.

Leo inclina la cabeza bajo el peso de mis palabras.

—¿Llegaron noticias del ejército?

—No, pero a veces el silencio lo dice todo.

—Es verdad. —Leo suspira—. Supongo que podría estar agradecido de que
solo me hayan desheredado.

Mis manos retuercen el pañuelo que tengo sobre el regazo.

—Eso es terrible.
—A decir verdad, la propiedad original del general era… escasa —dice Leo
con un tono insolente que engaña—. Venía de visita una o dos veces al año, en
el mejor de los casos. Cuando la rebelión empeoró, comenzó a preocuparse de
que alguien nos usara en su contra.

—¿A las chicas y a ti?

—A mi madre y a mí —dice Leo, y su risa oculta el dolor que hay en su cara—.


Nos dijo que nos arregláramos solos, pero nos dejó su arma. «Para que os
protejáis», dijo. Claro que ella no la usó para eso. —Leo se encoge de
hombros, su voz es melancólica—. Era cantante, entre otras cosas, y muy
popular antes de morir. Esos fueron los días de gloria de La Perl. Era una
estrella muy brillante. No es de extrañar que se haya consumido.

Me cuesta respirar: sus palabras resuenan en mi memoria. La Perl. Su


herencia. Y las palabras escritas en rojo sobre el espejo roto del tocador, allí
en el sótano: au revoir.

Es frágil este silencio: es el silencio de la luna, de la huida, del dolor y los


susurros.

—Lo siento mucho —digo al fin.

En sus labios asoma una sonrisa.

—Xavier nunca dijo nada, aunque estoy seguro de que rezó para que
sucediera. Pero recibí una carta de mi… de Theodora poco tiempo después.

Theodora, la Fleur. Su hermana, ahora entiendo.

—¿Qué decía?

—No importa —dice, pero es violinista, no actor—. Nunca respondí porque no


pude encontrar las palabras justas para explicar lo que había ocurrido, para
poner todo por escrito. Pero me pregunto qué habrá pensado ella de mi
silencio.

Me quedo mirando el sinuoso camino sin verlo, tratando de imaginar carteles


con el rostro de Akra, noticias de su boda. Trato de pensar lo que sería saber
que está vivo y es famoso, pero que ya no tiene nada que ver conmigo. Oír
que la gente habla de él, que será el futuro rey, mientras que yo nunca pude
llamarlo hermano.

—Cuando sepas qué decir, puedes responderle.

—Algún día, quizás —contesta, pero eso significa que nunca lo hará—. De
todas formas, tengo a las chicas, que son como hermanas para mí. Bueno,
excepto por Cheeky —agrega—. Es pura insolencia y lentejuelas, pero
igualmente la quiero.

Mi oído se aguza al escuchar esa palabra, dicha con tanta franqueza. ¿Es una
manera de hablar de la ciudad o hay algo más entre ellos?

—¿Estáis juntos? —pregunto con cautela, pero él solo se ríe.

—No soy su tipo. Es fácil darse cuenta por lo descarada que es conmigo. Si
algún día ves que se queda muda, sabrás que ha encontrado al amor de su
vida.

—Ah —digo, con un suspiro teatral y una pequeña punzada de dolor. Pero no
íbamos a quedarnos en Luda—, así que nunca le interesé.

Leo se ríe.

—Muy pocos le interesan. Pero eso no detiene a la mayoría. Por cierto, a las
chicas les encantó el espectáculo. Las vi aplaudir. Lástima que no hubo
tiempo para el bis.

Por lo general, me gustan los elogios, pero el suyo me hace sentir incómoda.

—Tú tocas muy bien. —Hago un gesto con la cabeza en dirección al violín que
está entre sus pies.

—Podríamos convertir el viaje en una gira —reflexiona con falsa seriedad—,


detenernos en un par de ciudades de camino a la capital.

—¿Esquivando al ejército adondequiera que vayamos?

—No, no, tenemos que cobrarles más. Podríamos hacer un dineral.

—¿Se divide equitativamente entre los artistas? —pregunto con esperanza


fingida, y él me mira con severidad.

—Entre actos.

—Pero mi espectáculo es el más vendido —digo—. Después de todo, vienen a


verme a mí.

—Está bien. —Trata de ocultar una sonrisa. Extiende la mano—. Haremos una
buena función.

Nos damos un apretón al estilo aquitano, y esta vez él no me besa la mano.


Pero sus dedos son tibios y tienen callos por sujetar el arco del violín.
¿Sostiene mi mano un poco más de lo necesario? En mi estómago, aparece
una chispa de luz, como el alma de una mariposa. Cierro los dedos como si
quisiera aplastarla. Con mi malheur, ¿es sabio estar en compañía de Leo?

—¿Cómo lo hiciste? —pregunta entonces.

—¿Hacer qué?

—¡Los títeres, por supuesto! Cheeky estaba convencida de que los sostenéis
con alambres, pero no creo que puedas manipular poleas tú sola. ¿Usas aire
caliente, como el de los globos?

Retiro la mano.

—Secretos de oficio.

Las palabras salen solas de mis labios, una línea aprendida de memoria, pero
no suena convincente. ¿Qué diría él si lo supiera?

—Cheeky y yo hicimos una apuesta —dice, guiñando un ojo. Se acerca y baja


la voz, como si ella pudiera oírlo—. Repartiré las ganancias contigo si me
juras que tengo razón.

—Quizás le cuente que trataste de hacer trampa —le contesto—. Mi silencio


podría valer todo el pozo.

—¡Malvada! —Finge sorpresa, pero su mirada es profunda—. ¿Y qué le hiciste


a Eduard? ¿También es secreto de oficio?

En un segundo, se me seca la boca y cambio el tono de la conversación.

—No sé a qué te refieres.

—Está bien. —Durante un momento, me pregunto si insistirá, pero se queda


callado, y la noche pasa volando. Sobre los árboles, el resplandor de la luna
creciente difumina las estrellas. Leo me entrega las riendas—. Sostenlas, por
favor.

Las sujeto, y él se da vuelta para ponerse de pie en el banco y mirar hacia


atrás.

—¿Qué pasa?

—Solo me aseguro de que estemos solos —dice.

Vuelve a sentarse y lo miro de lado.

—¿Por qué?

—Porque sí. —Agarra las riendas y hace que Lani salga de la carretera
principal. El carro entra a un pequeño sendero—. Este también es un secreto
de oficio.

La selva se cierra sobre el camino y, a través del verdor, puedo ver luces que
brillan. ¿Almas? No, una pequeña cabaña techada con hojas de palma, oculta
en un claro. La luz de la luna reluce sobre un huerto y sobre una choza
cercana, casi tan grande como la cabaña. Un refugio para cabras o cerdos, tal
vez.

—Un secreto no muy bien guardado —le digo, pero Leo sonríe mientras hace
que Lani se detenga.

De inmediato, el búfalo de agua baja la cabeza y empieza a pastar cuando la


puerta de la cabaña se abre. Una anciana sale del interior, con apariencia de
abuela o bisabuela. Sostiene un farol en una de sus manos nudosas y una
pistola en la otra.

—¡Daiyu! —grita Leo, y la saluda desde el asiento del carro; ella lo mira
entrecerrando los ojos en la oscuridad. Agrega—: Soy yo, Leo.

Solo entonces ella asiente. Se mete la pistola en la cintura enrollada de su


sarong y se dirige tambaleándose al cobertizo. Leo tuerce las riendas,
instando a Lani a seguirla. El búfalo de agua hace caso, siempre lista para
descansar, igual que yo. Me pongo de pie y me preparo para bajar del carro,
para sacarle el arnés a Lani, pero Leo niega con la cabeza.

—Todavía no.

Vuelvo a sentarme mientras Daiyu le entrega a Leo el farol y trata de abrir la


puerta a tientas.

—Siempre estás rodeado de chicas hermosas —murmura ella, sacudiendo la


cabeza.

Intento ocultar mi sonrisa, pero Leo me guiña un ojo mientras cuelga el farol
en los aleros del carro.

—Ninguna es tan hermosa como tú, Daiyu.

—Estaba hablando de mí, Leo —responde riéndose mientras abre las puertas.

Pero en lugar de un corral y olor a cabras, una ráfaga fría sale de la negrura
interior. Hay un amplio túnel que se adentra en la oscuridad. Los espíritus
brillan entre las raíces retorcidas en las paredes de tierra.

—¿Qué es esto? —susurro, asombrada.

—Ya te lo he dicho, un camino secreto. —Leo agita las riendas, y Lani entra al
túnel con paso indeciso—. El Souterrain.

Me recuesto contra el asiento.

—¿Eres contrabandista, también?

—La música no paga todas las cuentas —dice con una sonrisa encantadora—.
¿Y qué hay de ti, Jetta? ¿Qué eres?

—Una artista del teatro de sombras, nada más —respondo, pero se me rompe
la voz al pronunciar las palabras.

En la luz que se desvanece, su sonrisa se transforma en una mueca


inquietante mientras avanzamos hacia la oscuridad.
ACTO 2,

ESCENA 13

En el campamento, todo es sangre y caos. En mitad de la oscuridad, la


confusión, los disparos veloces, Xavier se pone a cubierto detrás de una
tienda de campaña, mientras los hombres caen a su alrededor en la noche.
Mientras carga su arma, otro soldado avanza a través del humo para
refugiarse a su lado. Es joven, chakrano, otro campesino. Abre mucho los ojos
en la oscuridad y respira rápido y fuerte, con pánico. Xavier mira su placa de
identificación.

Xavier: Vang.

A su lado, el chico se sobresalta ante la voz y mira hacia arriba como


aturdido.

Vang: ¿Sí, señor?

Xavier agacha la cabeza y pone su cara frente al del joven soldado. Intenta
llamar su atención, que se concentre.

Xavier: ¿Qué has visto allí?

Vang parpadea, como si no hubiese anticipado la pregunta.

Vang: Rebeldes, capitaine.

Xavier: ¿Cuántos?

Vang: No lo sé. Decenas, tal vez cientos.

Xavier frunce el ceño.

Xavier: ¿Los has visto con tus propios ojos?

Vang: No, señor. Pero ¿quién más puede ser? Probablemente, hayan
regresado con las armas que robaron. ¡Están tratando de matarnos a todos!

Xavier escucha. No hay duda de que el sonido de los rifles a repetición


desgarra el aire de la noche, pero niega con la cabeza.

Xavier: Nunca tuvieron suficientes hombres para arriesgarse a un


ataque directo contra un batallón. ¿Y cómo podrían llegar hasta el
centro del campamento sin que las patrullas lo notaran? Cúbreme.

Vang solo mira mientras Xavier sale del escondite.

Xavier: ¡Vamos, soldado!

Sorprendido, el chico lo sigue. Se oye el ruido de los rifles, el grito de los


soldados. Los caballos se han liberado de sus ataduras; cruzan la oscuridad,
pisoteando extremidades y tiendas por igual. Xavier aleja el rostro de Vang,
para que el chico no pueda verlo, y le reza a su dios mientras se ponen a
cubierto detrás de otra fila de tiendas de campaña.

Pero cuando los dos soldados recobran el aliento detrás de las tiendas, una
bala atraviesa el lienzo. Sin decir una palabra, Vang cae de bruces sobre el
campo polvoriento. El corazón de Xavier retumba al galope, y su propia
respiración comienza a acelerarse. Las tiendas no sirven de protección. Su
mano se dirige hacia el colgante de su cuello, pero ahora su plegaria cambia y
comienza a susurrarle a otro dios.

Xavier: ¿Ahora también eres un cobarde?

Aferrándose a su arma y apretando los dientes, Xavier sale de la cubierta y


corre hacia la zona de combate. Esquivando hombres heridos y tiendas en
llamas, dobla una esquina y ve la silueta de un hombre armado. El capitaine
sujeta el arma, pero no dispara. El hombre se recorta contra las llamas, y
Xavier demora un instante en reconocerlo.

Xavier: ¡Eduard!

El questioneur sangra por las heridas abiertas de una decena de disparos,


pero se mantiene firme sobre sus pies. El capitaine vacila, solo un momento.
Eduard no. Hay un fogonazo, un estallido. Una bala impacta contra el muslo
de Xavier.

Xavier se tambalea y logra escapar por poco de un segundo disparo. Pero, a


pesar de que está herido, dispara contra el objetivo: una sola bala, justo entre
los ojos azules de Eduard. El soldado cae de espaldas en silencio sobre una
tienda que arde. Cuando Xavier se desploma sobre la tierra fangosa, mira
hacia arriba, hacia el cielo nocturno.

Sus dedos buscan a tientas el colgante dorado que lleva en el cuello, pero su
mano se detiene a medio camino sobre el pecho. Su siguiente susurro no es
una plegaria, sino una maldición.

Xavier: Nécromancien.
Capítulo 9

La luz de luna nos sigue hasta el interior del túnel, pero se detiene a unos
pasos de la entrada. Después, Daiyu cierra las puertas a nuestras espaldas, y
toda la luz del mundo parece reducirse al farol que se balancea en el alero.
Mis ojos se adaptan poco a poco. No hay muchos espíritus aquí, así que nos
movemos a través de la larga oscuridad como una estrella que cae a la deriva
por un vacío sin fin.

El silencio que hay entre Leo y yo es aún más profundo. Yo sabía que él tenía
contactos en el mercado negro; nosotros también los tenemos en nuestro
pequeño valle. Siempre se necesitaba algo, un poco de acero para reparar el
arado, un poco de colorante para teñir los vestidos de boda. Y muchas de las
mansiones de las fincas están iluminadas a todas horas por lámparas de
queroseno y las fiestas extravagantes de sus propietarios rebosan de bebidas
racionadas. Comprar contrabando es una cosa, realizar contrabando es otra.

Se rumorea que los contrabandistas financian la rebelión vendiendo en


Nokhor Khat zafiros robados de las minas en Le Coffret. Se supone que el
delito se paga en prisión, pero la pena más común es una bala del ejército. Me
humedezco los labios y miro una vez más el estuche del violín que está entre
los pies de Leo, entre intrigada y asustada. ¿Hay algo allí, aparte del
instrumento, cualquier otra cosa que pueda meternos en problemas?

—Nunca me dijiste por qué tienes que ir a Nokhor Khat.

—¿No? —Sigue mi mirada hasta el violín—. Tal vez voy a buscar fama y
fortuna.

—Llevas algo de contrabando en el estuche.

Suelta una risa repentina, que me sorprende en la oscuridad.

—¿Vas a entregarme? —me pregunta.

—¿Ni siquiera vas a negarlo? —respondo, asombrada.

—¿Para qué? Ya estás convencida de que es así.

—Pero ¿tengo razón? —insisto con voz temblorosa.

—No.

—¿Estás mintiendo?

—Sí.

—¡Eres intratable! —digo, haciendo un gesto con las manos en el aire.

—Para alguien que no contesta preguntas, esperas muchas respuestas.


—¿Y si negociamos? Una de las mías a cambio de una de las tuyas.

—Me parece un trato justo —reflexiona—. Aunque supongo que tú quieres


preguntar primero.

—¿Qué hay en el estuche de tu violín? —pregunto, triunfante.

Él sonríe.

—Un violín.

—Eso es hacer trampa.

—Es verdad —dice, mientras acerca el estuche con el pie—. Ábrelo.

Con menos certezas, alzo el estuche y lo pongo sobre mi regazo. Está tallado
en caoba y tiene un broche de latón descolorido. Levanto el broche y abro la
tapa. El violín brilla con la luz tenue, sobre una cama de terciopelo rojo.

—Debe haber un compartimento secreto.

—En la tapa, hay una ranura para guardar el arco y un poco de colofonia,
envuelta en el pañuelo que está allí. Y hay partituras debajo. Ten cuidado, por
favor, tiene mucho valor para mí.

Debajo del instrumento, encuentro el manojo de papeles doblados. Los hojeo


con cautela, en busca de una carta secreta o un juego de planos, algo que
valga la pena utilizar de contrabando. Pero solo hay partituras escritas con
letra delicada y hermosa. No reconozco los títulos de las canciones, están
todas en aquitano, pero debajo de ellas está el nombre de una mujer.

—Mei Rath —digo en voz alta.

—Mi madre.

—¿Ella escribió estas canciones?

—Es mi turno de preguntar.

—Es cierto.

Vuelvo a guardar las partituras en el estuche con mucho cuidado, un poco


avergonzada por no haber creído en Leo. Y, para peor, estoy segura de que
volverá a preguntarme por los títeres y ahora tendré que contestar con una
mentira. Ensayo la respuesta en mi cabeza, la que mi madre siempre da:
«Cuerdas delgadas como la tela de una araña». Pero Leo me sorprende.

—¿Por qué quieres ir a Aquitan?

Respiro profundo, desconcertada. Para ocultar mis sentimientos, cierro el


estuche del violín y vuelvo a colocarlo entre sus pies. Nadie me ha preguntado
eso antes, fama y fortuna suelen ser razones muy convincentes. Intento idear
una nueva explicación, pero no se me ocurre nada. El silencio me oprime:
escenarios vacíos, espectadores a la espera. ¿Cuántos secretos guardo?
¿Cuándo fue la última vez que dije la verdad? Ser yo misma es muy peligroso,
y el peligro siempre me atrae. ¿Quién mejor para oír mi confesión que un
chico que nunca volveré a ver?

—Me dijeron que hay un manantial en Aquitan —digo, por fin, despacio,
comprobando qué se siente al decir la verdad—, en las afueras de Lephare. Le
Roi Fou viaja allí todos los meses para beber el agua.

—¿Les Chanceux? —pregunta Leo, con expresión misteriosa—. Lo he oído


nombrar.

—¿En serio? —Su revelación me sorprende. Yo me enteré de que existía el


año pasado, por una pintura que hay en la finca de Madame Audrinne. Por
otra parte, el general Legarde es el hermano bastardo de Le Roi Fou. Tal vez
no sea tan raro que Leo conozca las historias familiares. Agrego, deseando
confirmar lo que sé—: Me dijeron que es un manantial mágico, que cura a
quien se bañe en sus aguas.

—Pero no todas las enfermedades —explica—. Le Roi Fou está loco, se supone
que Les Chanceux cura la locura.

La palabra es un silbido, un siseo en la oscuridad. Yo trago saliva.

—Eso dicen.

Hay un largo silencio. Él ladea la cabeza y me mira.

—¿Estás enferma, Jetta?

Abro la boca para dar una respuesta. Es una sola palabra, debería ser fácil de
pronunciar, pero no sale de mi garganta.

—Es mi turno de hacer una pregunta.

—Así es.

Avanzamos sin hablar durante un rato, mientras las paredes de tierra


compacta se convierten en muros de piedra redondeada. Chakrana está
atravesada por antiguos tubos volcánicos. Se formaron hace siglos, cuando la
lava líquida fluyó cuesta abajo y se enfrió en la superficie. Hace años, en
nuestro valle, la estación lluviosa solía dejar al descubierto una sección poco
profunda de un antiguo canal volcánico. Jugábamos a ver quién se atrevía a
acercarse al borde que estaba a punto de desmoronarse y escupir en la
corriente de agua, como si escupiéramos al mismísimo Rey de la Muerte en la
cara.

—¿Eres uno de los rebeldes, Leo?


—No —dice a secas, y por primera vez, le creo—. Pero tampoco estoy del lado
del ejército, por suerte para ti. Me toca preguntar: ¿cuánta comida tenemos?

Me río un poco, sorprendida.

—¿Comida?

Él me regala una sonrisa cómplice.

—Bueno, con todas las cosas que estoy pasando de contrabando en el estuche
del violín, no me quedó espacio para el arroz.

Es una tregua. Me relajo en el asiento mientras pienso en nuestro inventario.

—Creo que tenemos un cuarto de bolsa, algunos ñames y un poco de mango


seco.

—No mucho, entonces.

—¿Cuánto comes?

—Escapar es un trabajo que da hambre. No importa, podemos conseguir


algunas provisiones.

—¿Hay mercados en el Souterrain?

—¿Dos preguntas seguidas?

—Pensé que habíamos terminado de jugar.

—No importa, soy un hombre generoso. No hay mercados, pero hay alimento
más adelante.

Arrugo la nariz. ¿Alimento, bajo la tierra? Recuerdo las larvas blancas, los
gusanos rojos, los escarabajos negros: nuestra dieta principal durante el Año
del Hambre. Pero mi especulación se convierte en curiosidad cuando veo una
luz a lo lejos, distante pero cada vez más fuerte. Estoy a punto de
preguntárselo a Leo. Pero ¿no diría algo si él también pudiera verla? Además,
ya he hecho dos preguntas. Hacer tres sería tentar a la suerte. Y cuando veo
que la luz se arremolina, me alegro de haber mantenido la boca cerrada.

El túnel se ensancha y forma una amplia caverna de piedra iluminada por la


luz de las almas. La mayoría de ellas son vana, pero también hay arvana. Se
esconden en las esquinas, corretean por el suelo, se posan como murciélagos
a lo largo del techo abovedado. Un espíritu hambriento aterriza sobre mi
hombro y se aproxima a la sangre que se seca en mi garganta. Me encojo de
hombros lo más disimuladamente que puedo, pero otro espíritu comienza a
trepar por el borde de mi sarong. Son muchísimas, una incandescencia que
alumbra las figuras labradas en la pared. Hay demonios que bailan y dioses
que ríen…
—Esto es un templo.

No puedo disimular el asombro en mi voz. Es la primera vez que estoy dentro


de un templo. Los había visto a lo lejos, ardiendo con la luz de las almas,
cientos de espíritus atraídos hasta allí como si los edificios fueran las
lámparas del Rey de la Muerte. Dicen que los templos se construyeron a tres
días de camino de distancia, así que no importa dónde mueras, tu alma
siempre será capaz de encontrar el camino hacia los dioses.

—Solía serlo —dice Leo sin darle mayor importancia, mientras hace que Lani
se detenga. Desciende del asiento, casi sin mirar a su alrededor—. Ven.

—Los templos están prohibidos por el ejército.

«Y por mi madre», me gustaría agregar. ¿Qué peligros esconden en estas


paredes? ¿Qué acecha? Leo solo sonríe.

—Nuestro viaje también. Puedes quedarte en el carro si quieres, pero me


llevaré el farol.

Agarra el farol del alero y se dirige hacia una escalera ascendente. Un poco
de luz de luna se derrama desde arriba, casi eclipsada por la luz de los
muertos. Puedo ver a la perfección sin el farol, y parte de mí quiere quedarse
y esperar en lo que para Leo es una negrura casi total. Hasta podría revisar el
estuche de su violín mientras tanto y ver si he pasado algo por alto. Pero la
atracción del templo es más fuerte. Tal vez sea mi mejor oportunidad de ver
uno, tal vez incluso la única. Me muerdo el interior de la mejilla y espío por la
madera tallada: dentro de la caravana, mis padres están profundamente
dormidos. Le doy las gracias al dios que solía honrar este templo, sea cual
sea.

—¿Leo?

—¿Qué?

—Espérame.

Desciendo de la caravana y mis pies descalzos se hunden en el suelo arcilloso.


Pero debajo de la capa de tierra, se ven restos de piedra tallada con dibujos
cambiantes a la luz de las almas. Necesito un momento para reconocerlo: es
el antiguo idioma chakrano, aunque no sé leerlo. Pocas personas saben. Es un
idioma usado para plegarias, para hechizos. Solían usarlo los monjes. Pero
aquí y allí, el símbolo de la vida se destaca, aunque supongo que también es
parte de un hechizo.

Acelero el paso y me encuentro con Leo en las escaleras. Los escalones


también tienen dibujos, aunque están desgastados por los miles de pies que
han pasado por allí. Ya no queda nada. Después de La Victoire, los monjes que
no huyeron fueron asesinados o encarcelados. No solo los seguidores de Le
Trépas, sino los monjes de todos los templos, de todo el país. Aquellos que
predecían las inundaciones y sabían aprovechar las lluvias, aquellos que
cuidaban a los enfermos y traían nueva vida al mundo, todos fueron
contaminados por asociación, al menos de acuerdo con los edictos reales,
firmados por el Joven Rey y redactados por Legarde. El general no quería que
nadie asumiera el papel de Le Trépas.

Había hombres y mujeres en nuestra aldea que sin duda habían sido monjes.
Después se hicieron parteras, o profesores, o sanadores, o se dedicaron a
lavar a los muertos. Jamás lo admitieron, pero se notaba en sus ropas:
camisas con cuello alto y mangas largas, incluso en los días más calurosos,
porque los monjes se tatuaban sus pecados en la espalda, para cargar con el
peso.

Unos meses después de que empezara a ver almas, reuní coraje y un montón
de plátanos y fui a hablar con la tía Rael. No era mi tía, en realidad, sino una
mujer tranquila y nerviosa que enseñaba a leer y escribir, y siempre tenía
manchas de tinta de mora en los bordes de sus mangas.

—¿Eras monja? —le susurré mientras ponía la fruta en sus manos—. ¿Conoces
a los espíritus?

Yo estaba cerca y la escuché quedarse sin aliento, pero ella hizo como si no
me hubiera escuchado. Solo puso los plátanos sobre la mesa y me dijo que me
fuera, mientras tiraba de los bordes rosados de sus puños. «Jamás hay que
mostrarlo, jamás hay que explicarlo».

Cuando terminamos de subir la escalera, Leo y yo nos encontramos entre las


ruinas. La luz de la luna cae como una cortina plateada. El santuario parece
un montón de huesos rotos. Es una pila de escombros, cubierta de
enredaderas y árboles jóvenes; las figuras labradas han sido desfiguradas, las
estatuas se encuentran boca abajo en el suelo. Quitaron el oro de sus caras y
sus manos, arrancaron las gemas de sus ojos vacíos. Ahora solo se celebra a
los dioses en el teatro de sombras. ¿No es extraño que los aquitanos adoren
nuestras historias mientras silencian nuestras plegarias?

De todas maneras, los edictos oficiales nunca podrán desterrar a las almas.
¡Hay tantas aquí! Vana, que giran con la brisa; arvana, que vuelan en círculos
entre pilares rotos y escombros negros; y akela, que van a la deriva bajo la luz
plateada de la luna, a través de los arcos caídos.

—Hermosas, ¿no? —dice Leo.

Lo miro de reojo.

—¿El qué?

—Las esculturas.

—Ah, ¡sí! —respondo, mirando de nuevo las piedras derrumbadas mientras


nos abrimos camino. Siento una punzada: a pesar de la profanación, noto que
alguna vez fueron obras de arte—. Nunca antes había estado en un templo.
—Sí, sí —dice Leo—. Eres una ciudadana muy respetable.

Alzo una ceja.

—¿Es difícil de entender para un contrabandista?

—Sobre todo porque huyes de la ley.

Sonríe y me ofrece la mano para ayudarme a saltar un pilar caído, pero


recuerdo la chispa que sentí antes. Aunque me siento tentada, no le doy mi
mano.

Hemos llegado al corazón del santuario; como el ojo de un huracán, no ha


sido afectado por la destrucción. Aunque, mirando con más atención, veo que
el altar negro está partido en tres partes. Parece entero porque han vuelto a
juntar las piezas. La estatua de la deidad es más difícil de reparar: era
demasiado grande y pesada para que el ejército la tumbara, pero destruyeron
los rostros hasta dejar la piedra en blanco.

Igualmente, la reconozco: es la Guardiana de la Sabiduría. La deidad de


muchas caras y todos los géneros, la que desenreda los misterios. Entre la
muerte y el nacimiento, las almas le cuentan su vida pasada a la Guardiana.
Antes de que llegara el ejército, las joyas más brillantes de Chakrana servían
de ojos para ella.

En el regazo de la Guardiana están las ofrendas: largos tallos de orquídeas y


crisantemos rojos sobre montones de tamarindos nudosos y jacas con espinas,
mangos brillantes y lichis ásperos. Las almas se arremolinan alrededor de la
fruta, como si recordaran lo que es saborear, oler, disfrutar, comer. Un
enorme botín, y todo fresco. Una brisa helada agita mi pelo, eriza la piel de mi
nuca. ¿Quién ha dejado las ofrendas? ¿Todavía estará cerca?

Miro a mi alrededor, pero somos las únicas almas vivientes que veo. A mi
lado, Leo suspira, sacudiendo la cabeza ante la pila de fruta.

—A veces me pregunto por qué la gente cree en dioses que no parecen creer
en nosotros.

Los espíritus revolotean entre nosotros, como un fuego frío y silencioso.


Oculto una sonrisa.

—¿No crees en nada?

—Creo en la familia —dice en voz baja—. Pero mi familia tampoco cree en mí.

Me muevo, incómoda.

—Lamento haber empeorado las cosas entre tú y tu… y el capitaine.

La risa repentina de Leo resuena en el templo vacío.


—No es posible empeorarlas.

Entonces, con un movimiento tan rápido que me sobresalta, Leo se quita la


chaqueta y se saca la camisa. Lo miro boquiabierta hasta que me arroja la
camisa a la cara. El olor hace que mi corazón lata más rápido: melaza y
vainilla y la acidez del hierro. Aun así, balbuceo mientras lucho por liberarme.

—¿Qué estás haciendo?

—Anuda las mangas alrededor de tu cuello para formar una bolsa. —Se pone
la chaqueta de nuevo sobre el pecho desnudo. Sus músculos se flexionan a la
luz de las almas, y un pensamiento hierve, sin invitación ni bienvenida: ¿cómo
se sentiría su piel contra la mía?

—¿Qué?

—Da igual, yo lo haré.

Me quita la camisa y anuda las mangas. Después saca una naranja madura del
pedestal y la coloca en la bolsa improvisada.

Me quedo paralizada, ¿estoy horrorizada o impresionada?

—¡Leo! —exclamo.

—La gente trae comida cada día. —Reúne más frutas: mangos, plátanos,
incluso algunos rambutanes, y los mete en la camisa—. Se pudrirán si las
dejamos.

—Pero ¡son para los espíritus!

—¿No es raro? —Leo arranca un rambután rojo del montón y me lo ofrece con
una sonrisa—. Si los que tienen hambre son los vivos…

Me muerdo el labio: con el olor maduro de la fruta se me hace agua la boca, y


el rambután es mi preferido. Entonces, después de un momento, lo sujeto, y
mis dedos rozan los suyos. Un accidente, pero la chispa que había sentido
antes se convierte en una llama que arde en mi vientre y en mis mejillas.
Retrocedo como si me hubiera quemado, sin soltar la fruta, pero Leo levanta
una ceja. ¿Sabe lo que estoy pensando? ¿Puede verlo en mi expresión?

¿Estará pensando lo mismo?

Nuestro juego de preguntas ha terminado, pero preguntar no es la única


forma de obtener respuestas. Arrojo la fruta y agarro su mano con la mía.
Pero cuando lo atraigo hacia mí y acerco mi cara a la suya, la soberbia que
hay en sus ojos se convierte en incertidumbre.

—Jetta…

—¿Qué?
La palabra es apenas un susurro a través de mis labios entreabiertos, pero él
está lo bastante cerca para escucharla, casi lo bastante cerca para saborearla.
Casi, pero solo se queda allí, inmóvil.

—Estaba pensando… —Mira hacia abajo, evitando mis ojos—. Lo que dijiste
antes, sobre Les Chanceux…

Ahora soy yo quien retrocede, y el rubor en mis mejillas no es excitación, sino


vergüenza. Claro, ¿quién querría besar a una chica que está loca? Nunca
debería haberlo dicho.

—No es contagioso —digo con amargura, pero ahora parece que suplico por
afecto. Me alejo de él, pero vuelve a sujetar mi mano.

—No es eso —afirma, pero no quiero excusas.

Me libero y comienzo a caminar hacia las escaleras. Después, me asusto y


ahogo un grito.

Hay una mujer de pie en las sombras.

Lleva un sarong rojo, que deja ver la espalda desnuda. Las almas arrojan luz
sobre los tatuajes de sus hombros. Es una monja, y no tiene vergüenza de
serlo. ¿Cómo ha conseguido acercarse tan silenciosamente? Tengo el corazón
en la garganta, pero ella solo inclina la cabeza.

—Bienvenida, lailee —dice. «Hermanita», Akra solía llamarme así—. ¿Has


venido a unirte a nosotros?

—Estamos a punto de marcharnos —responde Leo, que se acerca.

En su voz, hay más calma que en mi interior. Pero él tiene la bolsa de fruta en
la mano izquierda y la mano derecha cerca del arma.

Aunque está desarmada, la monja sonríe, con expresión despreocupada.

—No te estaba preguntando a ti. —Se vuelve hacia mí, con ojos negros e
insondables—. Los muertos están en camino, lailee. Nos has enviado muchos.
¿Nos ayudarás a bendecirlos?

Tengo la boca seca y me humedezco los labios.

—¿Qué muertos?

—Soldados, del campamento que está en las afueras de la ciudad.

Leo frunce el ceño.

—¿De qué está hablando?


Ella no responde, ni siquiera lo mira. Yo abro la boca para preguntarle, pero
antes de que pueda hacerlo, llega su voz como un susurro en mi oído, aunque
sus labios no se mueven: Él no sabe lo que eres, pero yo sí.

Me tambaleo hacia atrás y Leo me sostiene. Casi puedo sentir el calor de su


respiración en mi pelo. Pero la mujer no ha movido un músculo. Y aunque Leo
no pudo haberla oído, me mira con cara de preocupación. ¿Me lo he
imaginado? Me obligo a levantarme con manos temblorosas. Entonces la
noche se rompe con un grito.

Es la voz de mi madre, que me llama. ¿Está ella en problemas o yo? Corro


entre los escombros, y Leo me sigue. Saltamos sobre las piedras y bajamos a
toda velocidad la escalera mientras sus gritos hacen eco desde el corazón del
templo. Miro hacia atrás una vez, no puedo evitarlo, pero la monja ha
desaparecido.

¿Hay otros monjes abajo? ¿O rebeldes? ¿O una banda de contrabandistas,


ladrones o bandidos?

Pero en el vientre del templo no están más que la caravana y las almas, y mi
madre no puede verlas. Ella golpea la puerta trasera. Con un peso en el
corazón, levanto el pestillo y ella sale del interior, furiosa.

—¿Dónde estabais? —grita—. ¿Qué estabais haciendo solos?

Lo que mi madre pregunta suena ridículo después del encuentro con la


monja, aunque no es tan absurdo como me gustaría. La vergüenza del rechazo
de Leo me cubre como un manto: quiero arrojarlo a un lado junto a su
acusación. Pero ella me conoce mejor, o al menos, conoce mi malheur, y las
prisas y las tentaciones que trae. ¿Y qué puedo decirle? ¿Que estábamos
robando fruta del altar? ¿Que hemos conocido a una monja? ¿Que ella ha
afirmado conocer mis secretos?

En el silencio, Leo se endereza y se abrocha la chaqueta sobre su pecho


desnudo.

—Se lo aseguro —dice—. No pasó nada.

El recordatorio empeora todo, pero mi madre no responde. Su enfado va


disminuyendo mientras recorre la habitación con los ojos y a la luz del farol
observa conmocionada los dibujos labrados en la pared. Entonces mi padre
aparece justo detrás de ella y entiende todo tras un segundo. Su mirada
parece un rugido.

—¿Nos has traído a un templo?

—He sido yo —dice Leo rápidamente, pero la expresión de mi padre no


cambia. Agarra el farol.

—Entra al carro, Jetta. Meliss, tú también.


—Samrin…

Ella lo sujeta del brazo, pero él la lleva adentro. Mi madre cruza la puerta y yo
la sigo, sabiendo que no debo discutir. Mi padre cierra la puerta detrás de
nosotros y se dirige al banco, mientras Leo se apresura a seguirlo. Su voz se
desliza a través de la madera.

—Se lo juro —comienza a decir Leo de nuevo, pero él lo interrumpe.

—Ahórrame tus juramentos. Simplemente sácanos de aquí.

Leo no responde y los dos se suben al banco en un silencio incómodo. En un


momento, avanzamos una vez más por los túneles.

La luz de las almas se atenúa y desvanece a medida que dejamos el templo


atrás. Mi madre se acurruca bajo la luz que pasa a través de la madera. El
aire no es frío, pero ella está temblando. Y en el silencio, el susurro de la
monja resuena. «Él no sabe lo que eres, pero yo sí».

Pero él sabe bastante, ¿no? Una loca, fuera de control. ¿Y qué más? ¿Qué
podría haber visto la monja con solo mirarme? ¿O su voz ha sido solo otra
alucinación?

—Maman —digo al fin—, ¿qué soy yo?

Ella me mira algo sorprendida.

—Eres mi hija, Jetta, mi hija.

Y entonces, para mi sorpresa, agarra mi mano. Todavía puedo sentirla


temblar, pero ella me abraza como si no tuviera miedo. Sus brazos son
cálidos. Después de un rato, la voz de la monja se desvanece, y me dejo
acunar por el balanceo de la caravana.
8 de Août de 1874

Rapport Postérior Aux Mesures

Lieutenant Armand Pique

El incidente en Luda

A la atención del general Julian Legarde

Anoche, en Luda, el questioneur Eduard Dumond estuvo involucrado en una


escaramuza durante el intento de captura de las sospechosas buscadas por el
sabotaje rebelde que ocurrió en la celebración conocida como La Fête des
Ombres. Por desgracia, escaparon o fueron liberadas, mientras que Dumond
quedó tendido inconsciente en la calle. Las sospechosas, identificadas como
una joven y su madre, ambas chakranas, fueron vistas por última vez
conduciendo un carro de madera tallada y pintada.

Tras perder de vista a las sospechosas, el capitaine Xavier Legarde ordenó


que llevaran a Dumond a la tienda del médico. Allí, a mitad de la noche,
Dumond despertó, o lo que es más probable, abandonó su coartada. En una
posible unión con los rebeldes, atacó y mató al docteur Benoit Cariveau y a
los pacientes que se recuperaban de la insurrección de la noche anterior.
Después, Dumond salió de la tienda para atacar al resto del batallón y mató a
unos cuantos soldados antes de que se diera la alarma. En la oscuridad y la
confusión, varios soldados devolvieron los disparos, lo que causó bajas
colaterales. Por último, el capitaine le disparó a Dumond, quien murió de
inmediato. Legarde, en cambio, resultó herido de gravedad y ahora lucha por
su vida. Asustados por los disparos, los chakranos de las áreas circundantes
se dirigieron en masa a los muelles en una tentativa por huir de la ciudad.
Debido en parte a la avaricia y a la cobardía propia de su raza, se desataron
disturbios entre los dueños de los barcos y los refugiados que no querían o no
podían pagar la tarifa de pasaje. Incendiaron los barcos, y el fuego se
extendió por el muelle y las barriadas de los cortadores de caña. Como el
314° Batallón no posee un equipo para el control de incendios y la vivienda
local no es una prioridad, el fuego continúa mientras escribo. Por desgracia,
el edificio de telégrafos también sufrió daños, razón por la cual este informe
se enviará por mensajero a caballo. Por favor, envíe todas las respuestas por
caballo o paloma hasta que se puedan reparar las líneas.

Dumond no pudo ser interrogado, pero no cabe duda de que su motín


respondió a una conspiración rebelde. Se requiere una respuesta rápida y
categórica. Como el capitaine Legarde continúa inconsciente, he quedado a
cargo de unos trescientos hombres. He decidido guiarlos a las aldeas
circundantes para purgar el área de insurrectos y encontrar a los rebeldes
buscados.
Capítulo 10

No sé qué hora es cuando despierto. Tal vez hayan pasado horas, tal vez días.
La caravana sigue traqueteando a través de los túneles, la oscuridad todavía
pasa a través de la madera tallada. Mis padres han intercambiado lugares,
pero todo lo demás continúa igual.

Levanto la cabeza y ese movimiento parece demandar toda mi energía. Pero,


cuando me muevo, mi padre abre los ojos.

—¿Estás bien, Jetta?

—Sí —digo, y la palabra sale en un suspiro. Incluso asentir parece un esfuerzo


exagerado. ¿Es agotamiento? Tiene sentido después del espectáculo, la huida,
la monja del templo. Pero no me siento cansada. No siento casi nada. De
todos modos, él me observa y la expresión de su cara es muy diferente de la
de mi madre. No hay miedo en sus ojos, sino amor. Así que me obligo a
sonreír—. Estoy bien, cansada y nada más.

Él me devuelve la sonrisa, pero sacude la cabeza.

—No soy un espectador, Jetta. No tienes que fingir.

Sus palabras me hacen bien. Quiero acercarme a él, recostar mi cabeza en su


regazo, pero me falta la fuerza.

—No estás enfadado conmigo —le digo, en cambio.

—No, pero ¿qué estabas haciendo allí?

Mi padre suspira y una chispa de emoción se agita dentro de mí. Un leve


rubor inunda mis mejillas: el recuerdo de la vergüenza.

—No es lo que Maman piensa.

—El chico me dijo que os detuvisteis a buscar provisiones. —Él hace una
mueca, la misma que debo haber hecho yo cuando Leo propuso robar la fruta
de las ofrendas—. Pero tú sabes bien que los templos están prohibidos.

—Entonces, ¿por qué había tantas ofrendas? —pregunto sin pensar, pero
quiero saber la respuesta—. Leo dijo que la gente los visita todos los días.

No menciono a la monja, pero su voz persiste en mi memoria. Sé lo que eres.


Mi padre esboza una sonrisa.

—¿Qué más ha dicho Leo?

—Papa.

—Todavía recuerdo cómo era. No soy tan viejo.


—¡Papa! —Ahora el rubor me inunda por completo y la sonrisa termina de
dibujarse en su cara. Tardo un momento en entender lo que trata de hacer—.
Sí, claro.

Me recuesto contra la pared de la caravana. Pero ahora yo también estoy


sonriendo, sin fingir. Él lo sabe y su mirada se ablanda mientras abandona la
actuación.

—No es tan raro. —Despreocupadamente, alza el tambor pintado de mi


madre, pasa los dedos por el parche y lo vuelve a colocar en el estante—. El
romance no siempre es dos amantes bajo una luna dorada. A veces, son
momentos robados.

—No hubo un momento, robado o no —le explico, aunque me hubiera


gustado; eso no se lo confieso. Incluso la vergüenza parece lejana ahora,
como algo que me han contado, no algo que yo misma he sentido. Entonces
frunzo el ceño—. Nunca respondiste mi pregunta, Papa. Si los templos están
prohibidos, ¿por qué tanta gente sigue visitándolos?

Él suspira, y entonces me doy cuenta: no solo está intentando hacerme reír,


también está tratando de que olvide mi pregunta. Espero que me ignore, que
me diga que todos los que van a los templos son idiotas o malvados. Pero,
cuando habla, parece reflexionar.

—El ejército está perdiendo el control de la situación. No es una buena señal


para ellos.

—¿Para ellos? —pregunto. Algo en la manera en que lo dice me llama la


atención—. ¿Y para nosotros?

—Es bueno que nos marchemos —dice mi padre con firmeza, aunque haya
tristeza en su voz. Siempre hay tristeza cuando habla de irse. Recorre con los
dedos el telón desplegado a un lado de la caravana, el lugar donde el agujero
de la bala ha roto la gasa—. Este sitio no es seguro.

—Ya lo sé —le digo—. Me refería a los chakranos, al país.

—Ah, ¿quién sabe? —Él deja caer su mano y se encoge de hombros—. Antes
no estaba del todo mal.

Parpadeo, desconcertada. Mi tío solía hablar de esa manera, pero nunca había
escuchado a mi padre decir cosas así.

—Maman odia las viejas costumbres.

—No son las viejas costumbres lo que odia, Jetta.

—Odia a Le Trépas.

Susurro el nombre, y aunque mi padre frunce los labios, no intenta callarme.


—Antes de conseguir el poder… —dice él, y después su voz se apaga. El
silencio vuelve a la caravana, y al principio creo que no terminará de contar la
historia que ha comenzado. Me apoyo contra la pared, dejando que mi cabeza
se mueva despacio mientras seguimos avanzando por el túnel. En cuanto
cierro los ojos, él retoma la palabra—: De niño, pasé temporadas de lluvia en
el templo, como muchos otros, muchos que no éramos dueños de los campos.
Plantábamos si podíamos, pero si no podíamos teníamos igualmente camas
secas y cuencos llenos. Por la noche nos enseñaban a leer y, al final de la
temporada, nos mandaban a casa con bolsas de arroz. Así solía ser.

Sigo con los ojos cerrados, pero veo la historia que me cuenta como sombras
en un telón. Los niños que plantan arroz en el agua, los monjes con sus
túnicas color azafrán enrolladas en los cinturones para que no se mojen.

—¿Qué sucedió, entonces? ¿Qué hizo diferente a Le Trépas?

—No me malinterpretes. Incluso cuando yo era niño, había problemas.


Arrozales que se convertían en plantaciones de azúcar. Personas que
anhelaban más la riqueza que el arroz. Niños que preferían aprender a
contrabandear y a disparar antes que a leer y escribir. ¿Quieres saber lo que
pienso? —dice mi padre y entonces baja la voz, como solía hacer cuando
hablaba con su hermano, para que sus palabras no cruzaran las delgadas
paredes. Pero esta vez, no es a los soldados o a los vecinos a quien teme: es a
mi madre—. Creo que los dioses enloquecieron cuando llegaron los aquitanos.

Sus palabras deberían calmarme, pero consumen mis últimas energías. El


silencio vuelve a instalarse mientras avanzamos.
Capitaine Xavier Legarde

al lieutenant Armand Pique

9 de Août de 1874

Lieutenant:

Hace poco me enteré de que ha abandonado Luda, pero no por su propia


mano, sino por una copia de la carta que envió a mi padre. Mi adjutant tenía
razón cuando pensó que yo querría ver el informe al despertar. Aunque estoy,
como usted dice, «herido de gravedad», no es una herida mortal. Tampoco
soy incapaz de leer la correspondencia, y espero que se me mantenga al tanto
de los acontecimientos. No vi nada en su informe que indicara una
conspiración rebelde, ni, en el caso de tal alianza, ningún indicio de cómo se
podría dar con los rebeldes involucrados.

Me dijeron que se dirige hacia el sudeste, hacia Dar Som. ¿Qué lo ha llevado
allí? He instruido al mensajero para que espere su respuesta.

Capitaine Xavier Legarde


Lieutenant Armand Pique

al capitaine Xavier Legarde

10 de Août de 1874

Capitaine:

Me alegra saber que se está recuperando. Cuando me marché, el pronóstico


no era bueno, y no sabía si despertaría. Perdóneme por no haber dirigido el
informe a usted. De todos modos, de ninguna manera he desatendido la
cadena de mando.

No tema: los hombres están impacientes y deseosos por combatir. Tengo el


honor de informarle que a las cuatro de la mañana ataqué y destruí un
campamento rebelde de alrededor de cien personas. El enemigo intentó
resistirse, pero se rindió rápidamente. No tuvimos bajas. Se descubrieron
armas entre sus pertenencias.

Pique
Capítulo 11

Los túneles avanzan sin fin, oscuros y tortuosos. Pierdo horas mirando a
través de la madera tallada. Aquí, el túnel se bifurca; allí se abren cuevas
como bostezos en las paredes de roca, que se pierden en las sombras o, a
veces, dejan ver una luz lejana. Pasamos riachuelos resplandecientes como
corrientes de estrellas, donde pequeños peces y sus vana mordisquean algas
negras. Otras veces, escucho las salpicaduras de cascadas distantes en la
profunda penumbra de amplias cavernas. Dos veces nos encontramos con
otras personas, otros contrabandistas, que viajan en sentido contrario. Pasan
murmurando saludos y lanzando miradas furtivas, igual que nosotros.

Mis padres han intercambiado lugares de nuevo. Quiero preguntarle a mi


madre sobre su infancia. Nunca habla de ella. ¿Habrá trabajado alguna vez en
los campos del templo, sembrando arroz junto a los monjes? ¿Se habrá
sentado a una larga mesa de madera para compartir la comida con mujeres
tatuadas y aprendido a leer sus pecados? ¿Habrá sido allí donde oyó hablar de
las ofrendas de sangre y el símbolo de la vida?

Creo que es mejor que no, estoy demasiado cansada para hacer preguntas,
demasiado cansada para arriesgarme a despertar la ira que podría provocar.
Mi madre siempre me ha repetido: «Jamás hay que mostrarlo, jamás hay que
explicarlo». Pero ahora entiendo que había otra lección: Jamás hay que
preguntar.

La voz de la monja no deja de resonar en mi mente. ¿Qué soy yo?


Capitaine Xavier Legarde

al lieutenant Armand Pique

12 de Août de 1874

Lieutenant:

No ha respondido a mi pregunta: ¿cómo descubrió que las personas del


campamento eran rebeldes? Las armas que recuperó, ¿coinciden con los rifles
robados durante el ataque en La Fête? ¿Interrogó a los prisioneros?

Capitaine Xavier Legarde


Capítulo 12

El tiempo pasa a otra velocidad bajo tierra. Aquí no puedo contar los días.
Nos hemos detenido a comer varias veces, aunque no recuerdo con exactitud
cuántas, ni qué hemos comido. Tampoco, si he comido. Pero no importa, no
tengo hambre.

Los escalofríos persisten en la piel como si una araña trepara por mi nuca. Al
menos, ya no oigo la voz de la monja. ¿Fue real?
Lieutenant Armand Pique

al capitaine Xavier Legarde

14 de Août de 1874

Capitaine:

Las armas encontradas eran machetes, del tipo que suelen usar los rebeldes
cuando no pueden robar armas de fuego. Pero tenga la seguridad de que
continuaremos buscando los rifles robados.

Por desgracia, no pudimos dar alojamiento a los prisioneros. Se deben hacer a


un lado las reglas de la guerra cuando el enemigo no tiene escrúpulos. Pero
mañana atacaremos una guarida rebelde en el valle cercano y esperamos salir
victoriosos. Me aseguraré de que se interrogue sin descanso a todos los
supervivientes.

Pique
Capitaine Xavier Legarde

al lieutenant Armand Pique

16 de Août de 1874

Lieutenant:

Los machetes son armas comunes entre los rebeldes porque también son
herramientas comunes entre los habitantes de la selva, como usted bien sabe.

Regrese a Luda de inmediato.

Capitaine Xavier Legarde


Lieutenant Armand Pique

al capitaine Xavier Legarde

17 de Août de 1874

Capitaine:

No dejaré a mis hombres peleando solos, ni abandonaré el campo a la entrada


de Dar Som, donde la semana pasada las fuerzas rebeldes ejecutaron a una
patrulla de rutina.

He visto a sus superiores morir desangrados en estas selvas durante dieciséis


años, al capricho de la diplomacia y las medidas tibias. Para llevar gloria a
Aquitan, superaré este atolladero aquí y ahora. Les daremos una lección a los
rebeldes. Espero poder enviarle noticias de nuestra victoria muy pronto.

Pique
Capítulo 13

Me despierto a mitad de un sueño, pero todavía está oscuro. Aunque no sé si


fue un sueño, en realidad.

Tampoco sé si estoy despierta.


Capitaine Xavier Legarde

al lieutenant Pique

19 de Août de 1874

Lieutenant Armand Pique, queda usted relevado. Debe entregarle el mando al


teniente Hyo de la compañía B de inmediato.

Capitaine Xavier Legarde

Esta carta nunca fue entregada, pero más tarde apareció sobre el cuerpo del
teniente Hyo, en una tumba poco profunda, a las afueras de Dar Som. La
compañía B jamás regresó a Luda.
ACTO 2,

ESCENA 19

En los túneles, fuera de la caravana. Leo afina su violín mientras Papa


remueve el fuego. Los dos hombres vigilan la puerta del carro por el rabillo
del ojo. Cuando por fin se abre, levantan la mirada, ansiosos, pero se relajan
al ver que es Maman.

Papa: ¿Y?

Maman: Todavía no tiene hambre.

Papa se encoge de hombros. Maman le ofrece el cuenco que tiene entre las
manos, todavía lleno de arroz y verduras, pero él responde que no con la
cabeza.

Ella duda un largo rato antes de ofrecérselo a Leo.

Leo: No, gracias.

Maman se sienta en los escalones del carro y comienza a comer con desgana.
Leo sigue observándola. Después de algunos bocados, deja la cuchara con
expresión exasperada y le ofrece el cuenco una vez más. Avergonzado, Leo
vuelve a sujetar su violín.

Leo: Lo siento. Es que…

Duda. Cuando habla, las palabras salen a toda prisa.

Leo: Ella me contó la razón por la que van a Aquitan. Me habló de Les
Chanceux. Creo que es sabio y valiente de su parte. Ojalá hubiera
podido llevar a mi madre allí.

Un largo silencio. La mirada de Maman se ablanda.

Maman: Perdiste a tu madre.


Leo: El año pasado.

Otro largo silencio. Maman le ofrece el cuenco nuevamente.

Maman: Con razón estás tan delgado.

Leo: No tengo hambre.

Maman: Debes comer de todas maneras.

Leo esboza una sonrisa y acepta el cuenco.

Leo: ¿Esto quiere decir que estoy perdonado?

Maman: No abuses de tu suerte.


Capítulo 14

Cuando vuelvo a abrir los ojos, noto algo diferente, aunque al principio no sé
bien qué es.

¿La luz? ¿El lugar? No, seguimos en el Souterrain, y tal vez nunca salgamos
de aquí. Estoy sola en la caravana, pero tampoco es eso.

Me levanto del nido de almohadas que me rodea y respiro profundamente. El


aire es fresco y claro. El escalofrío ha desaparecido y mi energía se ha
renovado.

Yo me siento diferente.

Estiro las piernas, aprieto los puños. De repente, necesito encontrar algo que
hacer. Miro alrededor y lo encuentro enseguida. El lugar es un desastre, y yo
también.

Lo primero que hago es quitarme el viejo sarong y ponerme uno nuevo; la


sensación de la tela limpia sobre la piel es fantástica. Me limpio la cara con
un retazo de tela húmeda y luego la froto sobre los dientes hasta que
desaparece la sensación de suciedad. Me cepillo el cabello y lo recojo.

Parecen acciones muy simples: peinarse, lavarse los dientes o cambiarse de


ropa. Entonces, ¿por qué resultan tan difíciles a veces? ¿Y por qué crean una
diferencia tan grande?

Arrojo las cosas sucias a un rincón. Aterrizan encima de mis otros vestidos
arruinados, uno hecho jirones, otro ensangrentado. Me arrodillo junto a la
cesta, recorro la tela con las manos, levanto las faldas para mirarlas desde
distintos ángulos, analizando qué podría hacer con los restos, cómo podría
darles una vida nueva. Este retazo podría convertirse en el ala de seda de un
pájaro; estos volantes podrían usarse para decorar otra falda. Mis dedos
echan de menos las tijeras, el constante desafío de la aguja y el hilo. Claro
que tendré que lavar los vestidos primero. Con un suspiro, los guardo de
nuevo en la cesta para volver a buscarlos más tarde.

A continuación, me pongo de pie y sacudo el polvo de mis rodillas. Aunque yo


ya tengo mejor apariencia, la caravana todavía no. Hay sábanas por todas
partes y olor a humedad, a polvo y tristeza. Así que desarmo mi nido
improvisado, sacudo las almohadas y las apilo sobre la cama de mis padres.
Hay una escoba de paja en la esquina y con ella barro el polvo hacia la puerta
trasera del carro. Pero allí, sobre las tablas, tiembla una bola de papel
arrugado.

La gatita. Me había olvidado de ella, pobre. Dejo la escoba y recojo el papel.


Se agita sobre mi palma. Debería haberla liberado de esta encarnación hace
un largo tiempo.

Escondido en un estante, al lado de mis sarongs, hay un pequeño saco que


hice con un resto de seda y un cordón. Vacío el contenido del saco en el suelo:
algo de incienso, algunos granos de arroz negro, las cartas de mi hermano y
su mechero.

Me lo dio el día que se fue de Lak Na. Todavía lo uso para encender las
lámparas antes de las funciones: es una manera de mantenerlo vivo. Froto el
acero abollado con el pulgar mientras los vana entran por la madera tallada,
atraídos por el arroz negro. Después, abro la tapa y lo enciendo. Acerco la
pequeña llama que brota de la mecha al papel. En un remolino de fuego y
cenizas, se libera el alma de la gatita.

Se queda cerca de mis pies un momento, como aturdida. Luego, mueve la cola
y comienza a perseguir al espíritu de una mosca.

Mientras recorre la caravana, recojo los granos de arroz y los vuelvo a poner
en el saco, seguidos por el incienso y el mechero. Termino de barrer mientras
el alma de la gatita ataca la escoba como si fuera una presa. Ahora recuerdo
por qué la encerré en el cartel. Pero seguramente se aburrirá pronto. Y, si no,
serán solo tres días.

¿Qué queda? El suelo está limpio, las estanterías, alineadas: filas y filas de
fantouches envueltos en arpillera. Todos menos uno, que sigue incompleto. Mi
mirada se dirige hacia él, como si buscara el rostro de un viejo amigo en la
multitud: mi dragón.

Estiro los dedos y una sonrisa brota de mis labios cuando pienso en todo lo
que he creado. He estado trabajando en él de forma intermitente durante casi
dos años, desde que nuestro viejo dragón se quemó en el incendio. Cuando
esté listo, será una obra maestra. ¿Es este el momento de terminarlo? Mejor
ahora que después. Al fin y al cabo, si Aquitan tiene dioses diferentes, puede
que las almas también sean diferentes. Y el dragón es muy grande, así que no
podré manejarlo sin ayuda: tiene el doble de mi altura, y está cortado y cosido
a mano con el cuero de un búfalo de agua. Raspé cada escama hasta volverla
translúcida y coloreé una por una con oro y carmín. Tallé los dientes en un
hueso de vaca. Pinté la piel con dos botes de quermes rojo y una de azafrán,
junto con unos pocos gramos de oro molido para darle brillo. Pero el alma no
es lo único que le falta a este fantouche. También faltan los remaches para
unir todas las partes. Tenía la esperanza de encontrar algunos en el camino,
pero últimamente el cobre escasea más que los espíritus. En la batalla entre
la guerra y el arte, la guerra tiene mejores armas, y el ejército necesita sus
balas.

Me arrodillo en el suelo del carro y dispongo las piezas a mi alrededor en un


largo arco. Así se verá el dragón cuando lo haya terminado. ¿Debo enhebrar
las articulaciones con cuero, o se desharán en mitad del espectáculo? Con un
gesto ausente, alejo a la gatita de la cola con borlas. Frunzo el ceño cuando la
caravana desacelera y se detiene, y después se mece despacio cuando alguien
desciende del banco. Llega una voz desde el exterior, es la voz de Leo.

—… otros tres días a la capital. Deberíamos llegar con tiempo de sobra para
la coronación. Podríamos conseguir un poco de dinero, si quieren montar una
obra.
Él suena muy animado, y su voz es más clara de lo que recuerdo. Hay un
crujido y, de repente, una luz. Los rayos del sol me ciegan después de tanto
tiempo en la oscuridad, incluso a través de la madera tallada. Levanto la
palma para tapar el resplandor y entonces me maravillo del brillo escarlata
que cubre la delgada piel de mi mano.

La caravana avanza y entra una brisa fresca que trae un toque de verdor y
olor a lluvia. Mis oídos parecen pétalos mientras captan el ligero golpeteo de
las gotas en el techo. Estamos de vuelta en la superficie, en el reino de los
vivos.

—¿Nuriya? —grita Leo—. ¿Das?

La única respuesta es el sonido de los pájaros y del viento entre las hojas.
Dejo lo que estoy haciendo y voy hasta la puerta de la caravana. El picaporte
de la puerta parece raro entre mis dedos. Pero, cuando abro, veo un claro
familiar: una cabaña, un huerto, una arboleda de ojos de dragón con hojas
verdes y brillantes que relucen con la lluvia, mientras la última llamarada del
sol atraviesa las nubes.

La Fête des Ombres siempre marcaba el final de la estación seca, cuando las
lluvias como estas, que caen ligeras del cielo soleado, nos acompañaban de
vuelta a casa hasta Lak Na. ¿Lloverá en la aldea también? Mientras dejo que
las gotas me besen las mejillas, el alma de la gatita baja de la caravana para
acechar la hierba que está fuera de la cabaña. Espero que Daiyu abra la
puerta y se acerque tambaleándose a nosotros con su sarong desteñido y su
humor ácido. Pero estamos solos. Nadie responde a la llamada de Leo. Se
mete en la cabaña y regresa poco después, sacudiendo la cabeza.

—Se han ido —dice. Entonces me ve y se detiene en seco—. Estás afuera.

—Tú también.

Es una respuesta fácil, y él abre la boca para replicar, pero mi padre lo


interrumpe.

—¿Qué quieres decir con «se han ido»?

Leo se encoge de hombros, con falsa indiferencia, pero puedo ver la pequeña
arruga de preocupación que se forma entre sus cejas.

—Hicieron el equipaje y se fueron. No sé por qué. No hay señal de problemas,


pero tampoco hay señal de ellos. Este sigue siendo el mejor lugar para pasar
la noche —agrega Leo—. Hay hierba para Lani y un manantial detrás de la
cabaña. Y todos podemos dormir bajo techo.

Mi padre asiente, pero analiza los árboles, la cabaña, el claro lleno de rocío.

—Deben haberse ido por alguna razón.


—No todas las razones son malas.

Leo me mira de nuevo, con incertidumbre, pero entonces me ve mi madre.


Ella se acerca deprisa y me acaricia el pelo; bajo su mano, lo siento sucio y
enredado.

—¿Tienes hambre? —dice ella, demasiado cerca—. ¿Vas a comer?

Necesito un momento reconocer que esa sensación de vacío que me carcome


el estómago es hambre. Ahora que lo pienso, no recuerdo la última vez que
comí.

—D’accord, Maman.

—Haré arroz con coco, tu favorito.

Me mira con esa expresión que detesto, como si tuviera miedo de herirme con
sus palabras.

Pero se me hace agua la boca con solo pensar en la comida y lo único que
hago es asentir. Ella lleva la olla negra hasta el manantial que está detrás de
la casa, mientras mi padre le quita el arnés a Lani y la conduce a una zona
donde la hierba es espesa. Me detengo en la parte trasera del carro, fuera de
tono con el mundo. Siento las piernas temblorosas y la piel demasiado frágil,
como si el aire exterior tuviese una textura que me disgusta. La lluvia se
adhiere a mis hombros, el aire es muy húmedo. Y Leo todavía está de pie allí
en la hierba, mirándome. Un rubor me sube por el cuello cuando recuerdo
nuestra última conversación: su rechazo, su mención de mi malheur.

—¿Qué? —digo por fin.

—Nada… —responde—. ¿Cómo te sientes?

—¿Por qué lo preguntas?

—¡Porque no te he visto en más de una semana!

Habla como si la respuesta fuera obvia, pero me sorprende. ¿Una semana?


Los recuerdos son vagos y distantes: dormir, despertar, el largo viaje bajo
tierra.

—Estaba trabajando en un nuevo fantouche —le digo, lo cual técnicamente no


es una mentira. Su expresión de inquietud se transforma en interés.

—¿De verdad?

—Mira —digo, y señalo el interior de la caravana; mira por encima de mi


hombro, frunciendo el ceño ante las piezas dispersas por el suelo.

—¿Y qué debería ver?


Entro a la caravana para recoger las partes: la cabeza cornuda, la temible
mandíbula.

—Mira, ¿ahora lo ves?

Las coloco debajo del alero, sobre el escalón de atrás. Con un dedo recorre la
curva de una escama. Después, levanta una sección y la coloca contra la luz
para que la llama del sol poniente se encienda roja a través de la piel fina.

—Es hermoso.

El orgullo me inunda y busco algo de modestia en mi interior.

—Es difícil terminarlo con el racionamiento. Los remaches de cobre son


imposibles de encontrar.

Él vuelve a dejar la pieza sobre el escalón, a resguardo de la lluvia, y me


sonríe a medias.

—Lo tendré en cuenta la próxima vez que necesite pedirte algo.

Lo que dice me sorprende. ¿Está bromeando o lo he malentendido? Hace una


semana, su mirada podría haber hecho que mi corazón latiera más rápido,
pero después de lo que sucedió en el templo no sé qué pensar. Es más, parece
que he perdido el ritmo durante los largos días que pasamos en la oscuridad;
la chispa se ha apagado, junto con la energía maníaca de mi malheur. ¿Será
por eso que él me alejó? ¿No porque yo esté loca, sino porque sabe que la
locura me nubla el juicio?

—Yo solo estaba hablando —digo, al fin, y me alejo un poco.

Pero él entiende la señal y se aparta para darme espacio.

—Y yo solo estaba escuchando. —Su sonrisa se vuelve más dulce y le devuelvo


el gesto. A nuestro alrededor, los vana brillan como manchas relucientes en la
oscuridad que crece—. Deberíamos entrar. No quiero perderme ese arroz con
coco.

Con cuidado de no rozar mi piel, estira la mano y junta un montón de sábanas.


Después comienza a caminar hacia la cabaña. Perpleja, miro su espalda
mientras se aleja y lo sigo un momento después.

La cabaña es una casa típica de Chakrana. Se apoya sobre gruesos pilares de


bambú, que la alejan del suelo, y el techo es de hojas de palma. El suelo
mullido también está hecho de bambú, cubierto con una estera tejida ya vieja.
Hay dos habitaciones, separadas por una cortina, pero aparte de la pantalla
de hierba que cuelga del techo, no hay mucho más.

Un chimenea de piedra para el fuego, algunos cuencos rotos y algunas ollas


astilladas y llenas de salmuera. Las verduras en escabeche flotan en el líquido
agrio, pero son demasiado viejas y es mejor no arriesgarse a comerlas. Mi
padre hace una fogata para ahuyentar la humedad, y mi madre hierve arroz
fragante con aceite dulce. Pero, a pesar del aroma de la comida y las llamas
que alegran el interior, la cabaña no tiene nada de acogedora. El fuego arroja
largas sombras contra las paredes desnudas y la lluvia hace crujir el techo.
No es una noche fresca, pero me siento cerca del fuego.

Mientras el arroz se cocina, Leo sale una vez más y regresa con una botella
de vino de arroz cubierta con tierra, almacenada bajo la cabaña. Rompe el
lacre y levanta la botella por el cuello.

—Por las personas que no están aquí —da un largo trago y silba antes de
pasarle la botella a mi padre— y todo lo que dejaron atrás.

—Por las personas que echamos de menos —dice él. Luego, bebe y pasa la
botella.

Mi madre limpia el pico con la manga antes de tomar un trago. Después,


vierte un chorrito en la olla y me pasa el vino. El cristal es frío y pesado entre
mis manos. Contemplo a los tres al otro lado del fuego y me siento un poco
perdida. Algo ha sucedido en los últimos días: ha nacido una especie de
armonía entre ellos, una melodía que se ha fusionado mientras yo no
escuchaba.

—Por Akra —susurro en voz baja.

El vino es agridulce. Seguimos pasando la botella, y mis mejillas se calientan


y mi cabeza comienza a flotar. He comido poco y he bebido demasiado.
Cuando mi padre vuelve a sujetar la botella, la sostiene un rato y la hace girar
entre las manos.

—Las personas que vivían aquí, ¿eran amigos tuyos?

Leo se reclina contra la pared antes de responder.

—Nuriya trabajó en La Perl hace años. Das era un cortador de caña que
siempre venía a verla. Mi madre les consiguió un lugar aquí cuando se enteró
de que Nuriya estaba embarazada. La Perl no es un buen lugar para criar a
un niño —dice mientras esboza una leve sonrisa y se señala.

Cuando la cena está lista, mi madre me da un cuenco repleto de arroz: es


dulce y salado al mismo tiempo y está lleno de coco. Se me hace la boca agua
mientras respiro el vapor perfumado. De todas formas, rezo otra plegaria
para mi hermano antes de comer, y dejo un poco de arroz al fondo del tazón.
Mi madre hace lo mismo, aunque no pueda ver las almas que se reúnen en el
aire, o a la gatita que ha entrado para dar vueltas alrededor de las ofrendas.

Observo al pequeño arvana mientras finge comer y, después, se acurruca


junto al fuego. A nuestro alrededor, pequeños espíritus bailan y se acercan.
¿Qué hacen con las cosas que damos? ¿Pueden oler, pero no probar? ¿Ver,
pero no tocar? ¿O no es la sustancia sino el sacrificio lo que adoran? ¿Será el
valor que les damos cuando nos negamos a nosotros mismos algo que ellos
nunca podrán consumir? ¿O será algo completamente diferente, algo que
nunca entenderé en esta vida? Estos pensamientos tristes se arremolinan a mi
alrededor como las almas, hasta que la música del violín los interrumpe.

Leo ha dejado su cuenco vacío a un lado y ha colocado el instrumento en el


hueco de su brazo. Mientras la última luz del día se desvanece, toca una
canción que da vida a la oscuridad. Él es todavía más guapo que su sombra,
esa noche en La Perl. Cuando se concentra, su boca se relaja y sus ojos se
vuelven distantes. Se mueve como si la música habitara su cuerpo, o tal vez
sea al revés. Las brasas flotan con las notas de su canción y elige otra melodía
que conozco. La de los amantes, la de la obra que montamos cada vez que
pasamos por un pueblo nuevo. Mi padre se une al coro mientras mi madre
tamborilea despacio sobre sus rodillas.

Una sonrisa aparece poco a poco en mi cara. Este es el ritmo que me perdí, y
anhelo más la compañía de mi familia que el arroz de coco.

El fuego es alto y arroja buenas sombras. Salgo corriendo hacia la caravana


para hurgar entre los fantouches. La lluvia se ha detenido, y las nubes hechas
jirones forman un chal de encaje sobre la luna. Busco bajo la luz plateada, sé
que tengo algo aquí, en el fondo de la pila. Una marioneta más vieja, seda sin
alma: una golondrina pegada a una varilla. Pintará una imagen graciosa en
las paredes si la hago girar en círculos sobre mi cabeza. Contenta, cierro la
puerta de la caravana justo cuando una mano sucia me tapa la boca y un
brazo me rodea la cintura. Forcejeo y intento gritar, pero el sonido se ahoga
contra la palma del desconocido. Alguien me arrastra a la selva.
Capítulo 15

Pataleo, muerdo, mis dedos son garras, mi boca son fauces. Soy un animal
violento, que prueba la sangre. El hombre maldice y arranca su mano de
entre mis dientes. Durante un momento, logro respirar de nuevo, y mi
respiración superficial se convierte en un grito. Pero es breve, porque el
hombre ahoga sus propios insultos y vuelve a cubrirme la boca con su mano.
Las luces de la cabaña desaparecen rápidamente mientras me lleva a rastras
hacia la espesura.

—Arret —gruñe—. ¡Deja de forcejear!

Pero no me detengo hasta que aparece otro hombre, con un arma que reluce
bajo la luz débil e irregular de la luna. En cuanto la veo, me quedo quieta. Lo
primero que pienso es que los soldados me han encontrado. Lo segundo, es
que estos hombres no son soldados.

Los dos visten uniformes verdes, pero están sucios y desaliñados: tienen
manchas y arrugas, y los botones del cuello están abiertos. Llevan la barba
crecida, algo que el ejército nunca permitiría, y el hombre que tengo delante
usa sandalias de cuero en lugar de botas. ¿Serán desertores o ladrones de
tumbas, profanadores de los muertos? No sé qué es peor, ni si tiene
importancia.

—¿Qu’est ce que c’est, Jian? —susurra el hombre sin botas, palabras de


soldado con acento de Chakrana. Me da asco el olor a suciedad de su cuerpo,
pero lo que más me revuelve el estómago es la mirada de reconocimiento que
aparece en su cara—. ¿Qué tenemos aquí?

El segundo hombre me arroja a la tierra. Intento ponerme de pie, pero


Sandalias quita el seguro del arma, en señal de advertencia. Jian esboza una
sonrisa a la que le faltan un par de dientes.

—Sé que viste el carro —le dice a su amigo—. Una caravana de madera
tallada, tal como dijo el lieutenant. Y una chica chakrana buscada para un
interrogatorio.

—¿Te suena familiar? —Sandalias me mira con los ojos entrecerrados—.


¿Alguna vez has tenido un altercado con el capitaine Legarde?

—¿Quién? —pregunto con falsa sorpresa, como buena actriz.

Sandalias duda, pero Jian arremete y hunde su pie en mi estómago.

—Te están buscando, niña. ¡Tu carro está descrito a la perfección! Y creo que
el lieutenant perdonará nuestra breve ausencia si regresamos con regalos.

Jadeando, me sujeto el abdomen, pero mi mente se acelera. Trato de recordar


el lugar al sur de Luda. ¿Qué había dicho Leo? ¿A tres días de la capital? ¿Qué
había cerca?
—No sé de qué hablas —digo con un hilo de voz, y mis palabras débiles agitan
las hojas húmedas—. Acabamos de llegar de Dar Som…

Me da otra patada, esta vez en las costillas.

—Ahora estoy seguro de que estás mintiendo —dice entre dientes—. Nadie
salió con vida de Dar Som.

—¿Có… cómo? —Hay lágrimas en mis ojos y lo miro a través de una bruma de
dolor. Pequeñas almas flotan entre nosotros en la brisa nocturna—. ¿Qué ha
ocurrido en Dar Som?

Sandalias me clava una rodilla en el pecho y me hundo en la tierra empapada.


Intento recuperar el aliento mientras sujeta mis muñecas y las ata.

—El lieutenant Pique.

Después, pone su mano sobre mis labios y los dos hombres se quedan
callados. La escucho en la oscuridad, a la distancia. Es la voz de Leo, que me
llama. Comienzo a luchar de nuevo e intento contestar, pero Jian me da un
puñetazo en la sien y una lluvia de estrellas poco a poco se funde en negro.

La luz no es lo primero en romper con la negrura, sino el sonido. Hay un


aullido lejano, familiar y escalofriante, que me trae de vuelta al mundo. Casi
me arrepiento de despertar. Mi cabeza late al mismo tiempo que la
magulladura que tengo en las costillas y que no me deja respirar. Me duelen
las muñecas, atadas con fuerza, y tengo los dedos fríos y entumecidos. Pero
estoy sola; o, al menos, se han ido los soldados. En la esquina, hay un akela,
dorado y brillante, que juega con una muñeca de tela improvisada, y el arvana
de los ratones camina por el techo de paja.

Con mucho dolor, uso los nudillos para ponerme de rodillas, lenta, muy
lentamente. Una oleada de náuseas me recorre: aprieto los labios y respiro
hondo por la nariz una y otra vez para evitar las arcadas. Brotan gotas frías
de sudor en mi frente, pero al final la sensación pasa y por fin puedo mirar la
habitación.

Estoy en el suelo de tierra compacta de una cabaña vacía. No, no está vacía,
está abandonada. A diferencia de los contrabandistas, los habitantes dejaron
este lugar a toda prisa, sin poder o querer detenerse a guardar sus escasas
pertenencias. Una fina alfombra tejida hace las veces de una cama humilde.
Una flor de orquídea descolorida se marchita en un vaso de piedra poco
profundo, el agua ya oscurecida por las algas. Todavía se apilan cuencos de
cáscara de coco en un estante de bambú desvencijado, junto con una olla de
metal, un objeto de lujo para una familia pobre. No la habrían dejado atrás si
hubieran podido elegir. Me invade la tristeza cuando vuelvo a mirar el akela.
Quizás no llegaron muy lejos.

Respiro profundamente y me estremezco por el dolor que siento en las


costillas, por el sabor agrio del humo que hay en el aire y por algo más.
Percibo algo dulce: el olor pantanoso de la podredumbre. Después vuelvo a
oír el sonido, el mismo que me despertó. Agudo y largo, un aullido. Es
respondido por otro y luego otro, que se entrelazan hasta formar una canción
triste. Es el llamado del ke’cherk, lo sé bien. Había una jauría que solía vagar
por las montañas de Lak Na. Cuando era una niña, su música me parecía
hermosa. Después, cuando vino el Año del Hambre, las muertes los atrajeron
hasta los valles y comenzaron a acechar los campos como si fueran fantasmas
blancos bajo la luna.

Todos decían que les temían a los humanos, pero vi los restos de la carroña:
las tumbas abiertas, los cadáveres desgarrados, y ese año yo comencé a
temerles a ellos. Los aullidos se desvanecen, pero el miedo permanece, oculto
bajo mi lengua como una serpiente debajo de una piedra. Van adonde hay
muerte. Miro una vez más al akela que está en el rincón, pero no me presta
atención. Y, enseguida, oigo risas en el exterior, las voces de los soldados,
mucho más cerca que los ke’cherk.

—Te lo juro, no es deserción si persigues al enemigo.

Es la voz de Sandalias.

—No fue ese el motivo por el que desertamos —responde Jian.

—No tenemos por qué decírselo.

Poco a poco, en silencio, voy de rodillas hasta la puerta y espío por la estera
de cañas tejidas. Por debajo, puedo distinguir el baile alegre de una fogata y a
uno de los hombres… Sandalias, tal vez, aunque solo llego a ver su espalda.

Busco otra manera de salir de la choza. Las ventanas son pequeñas y altas, y
están cerca del techo para dejar salir el calor, pero esta no era una familia
rica. Las paredes no son de bambú, sino de paja.

Lo primero es lo primero. Me llevo las muñecas a la boca e intento aflojar el


nudo de la soga con los dientes, pero está bien amarrado, y pronto la
cortadura que tengo en el labio llena mi boca de sangre. Entonces escupo en
la cuerda y con mi dedo índice, que casi ha perdido toda la sensibilidad,
dibujo el símbolo de la vida en las fibras. El akela tiembla un instante, pero
después sigue jugando con la muñeca, sin interesarse en esa piel humilde.
Algo se desliza dentro de la soga, sin embargo, algo pequeño. Un vana, tal vez
un gusano. Al principio me aprieta más fuerte, mientras se enrolla en su
nueva piel. El dolor me corta la respiración, pero me quedo tan quieta como
puedo, tratando de calmar a la pequeña alma. Finalmente, comienza a
relajarse y a retorcerse para liberarse de los nudos. Trato de ayudar tirando
con cuidado de la cuerda, y la sangre comienza a circular de nuevo por mis
manos.

En el exterior, los soldados vuelven a reírse de alguna broma. Me quedo


inmóvil un instante, pero el hombre que llego a ver no se mueve, así que
redoblo mis esfuerzos, con la esperanza de que los dos permanecerán allí,
junto al fuego. Sus voces se elevan otra vez, en medio de la risa que va y
viene.

—La verdadera pregunta es —dice Jian—, ¿queremos volver?

—Tengo hambre —responde Sandalias—. Ya no queda mucho que comer por


aquí.

—Podríamos seguir adelante.

—¿Para ir a dónde? ¿A la selva? ¿Sabes lo que nos harían los rebeldes?

—Los que estaban aquí no dieron mucha pelea.

—Esos no eran rebeldes, connard. No todos.

Sandalias escupe en el fuego, y siento un escalofrío. Pero después la cuerda


que ataba mis muñecas cae, se retuerce y se enrolla en el suelo. La recojo y la
coloco alrededor de mi muñeca como si fuera un brazalete.

—Quédate allí —murmuro, y se aferra pronto a mi brazo.

La quemaré más tarde, cuando esté a salvo junto a mis padres, al calor de
nuestra fogata.

Miro a través de la puerta por última vez para asegurarme de que los
soldados todavía están allí, me arrastro hasta la pared opuesta y atravieso las
hojas de palma con las manos. Hacen ruido y me paralizo de nuevo; mi
corazón se acelera, pero los soldados no se mueven. Más despacio, deslizo los
brazos a través de las hojas secas, para que el crujido se confunda con el
crepitar del fuego. Los bordes de las hojas son afilados como navajas y abren
pequeños surcos de sangre en mi piel desnuda, pero avanzo. Agacho la
cabeza, giro los hombros, con lentitud y constancia, mientras se aproximan
los arvana.

Pero me detengo a medio camino.

Mis manos se apoyan sobre el terreno lleno de baches que está detrás de la
choza, y frente a mis ojos se extienden los restos de una aldea hecha cenizas.
El humo que olí no venía de la fogata de la cocina, sino de los restos de las
casas quemadas. Estoy en una de las pocas que siguen en pie. El carbón sigue
brillando en mitad de los armazones deshechos: corazones que aún palpitan
en las costillas rotas. Espirales de humo cuelgan en el aire como recuerdos y,
dondequiera que mire, hay columnas de fuego frío: n’akela. Aquí la gente
murió con dolor.
Sé que estoy en Dar Som sin que me lo digan.

Pero ¿por qué? Siento ira. No todos eran rebeldes, hasta Sandalias lo sabía. El
espíritu con su muñeca de trapo, la orquídea en el cuenco: aquí vivían familias
como la mía. Y la expresión de Jian, con su sonrisa burlona, vuelve a mi
memoria: Nadie salió con vida. Mientras aprieto los puños contra la tierra
rocosa, los n’akela se acercan, como si oyeran mis pensamientos, como si
supieran que estoy tentada de ayudarlos a buscar venganza.

Después, un disparo atraviesa el aire como un latigazo: una, dos, tres veces.
Contengo un grito, pero los ruidos vienen de la selva, al otro lado de la
cabaña. No suenan cerca de mí. Uno de los soldados grita: creo que es
Sandalias.

—¡Están en los árboles! —grita Jian, devolviendo los disparos—. ¡Vamos


adentro!

Dudo. ¿Quién está afuera? ¿Serán rebeldes, será el ejército? ¿Corro más
peligro afuera o adentro? No quiero quedar en medio del fuego cruzado en la
oscuridad. Lucho por salir, pero he esperado demasiado. Mientras me abro
paso hacia el exterior, una mano sale de la cabaña y me atrapa por el tobillo.
Escucho a Sandalias maldecir. Trata de tirar de mí hacia el interior, pero no
logra sujetarme bien y su mano se resbala con sudor o sangre.

—¡La chica se está escapando!

Frenética, le doy una patada a través de las paredes de paja. Las hojas cortan
la piel de mi talón cuando le pateo el hombro, la cabeza, la mandíbula. Un
gruñido sordo, y soy libre. Me pongo de pie y corro hacia la selva, pero
enseguida me encuentro frente a Jian, que aparece por un lado de la choza.

Se abalanza sobre mí, pero me vuelvo y quedo fuera de su alcance. Apenas


consigue rozar mi espalda con los dedos; se aferra a mi sarong y está a punto
de hacerme caer de un tirón. Me tambaleo hacia atrás y lo oigo gruñir en mi
oído; no articula palabras, solo ruidos, igual que un animal. Me sujeta del
cuello con el brazo y me aprieta tan fuerte que no puedo respirar.

—Suéltame —le susurro, arañándole el brazo. Los n’akela se aproximan,


esperanzados—. Te mataré si no lo haces.

Él se ríe.

—¿Con qué?

No digo «Con mi sangre y mis manos, con las almas de los muertos y los
condenados», pero el recuerdo de nuestra huida de La Perl, de los gritos de
Eduard, todavía resuenan en mi cabeza. Entonces arranco la cuerda de mi
muñeca y la lanzo por encima del hombro. El vana se retuerce dentro de la
fibra y se enrosca alrededor del cuello de Jian.

Las manos del soldado vuelan a su garganta, y yo soy libre. Se tambalea hacia
los lados y cae contra la pared de la cabaña. Sus ojos parecen explotar
mientras lucha por respirar. Palpa la suave piel de su cuello mientras cae de
rodillas. Se me llena el pecho de un sentimiento conocido pero distante, como
el aplauso que llega después de una función, como la emoción de sentir que
todos los ojos me miran. Es la sensación de poder.

A mi alrededor, se agolpan los n’akela, mi público cautivo. Pero esto no es una


obra de teatro, aquí la muerte no es una marioneta. Sin embargo, algo oscuro
me tienta. ¿Podría yo hacer este papel? Él se lo merece.

Estoy atrapada entre la sombra y la llama, vacilante, pero la cuerda aprieta


más y más. Los labios de Jian comienzan a ponerse azules, y los n’akela se
siguen aproximando, a la espera de la venganza que es su objetivo final. Si
Jian muere ahora, ¿de qué color será su alma? ¿Pasaré mi vida con miedo a un
destello de luz azul?

—Ya basta —le susurro al espíritu en la cuerda; y así, como si nada, se deja
caer.

Lo recojo mientras Jian toma una bocanada de aire, desesperado. Después,


suena otro disparo desde la selva, y una lluvia roja riega la pared de la
cabaña.

Con un grito estrangulado, me alejo, pero no antes de que la imagen se grabe


en mi mente entre fragmentos de hueso y dientes coloreados por la sangre. El
cuerpo de Jian cae de lado y queda tendido contra la tierra surcada de
baches. La náusea me golpea de nuevo como un puñetazo en el estómago.
Esta vez no puedo contenerla y me alejo del cuerpo jadeando, entre arcadas.
Un hombre emerge de la enmarañada vegetación que hay detrás de la
cabaña, con una pistola en la mano.

—¿Jetta?

—¡Leo!

Me limpio la boca con el dorso de la mano y sofoco un sollozo de alivio y


temor. Quiero correr hacia él, quiero correr lejos, pero trato de respirar. Su
pelo y sus ojos están un poco alborotados y su camisa está hecha jirones
debajo de su chaqueta, pero no parece herido.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a salvarte —dice, en un eco de las palabras de mi madre.


Siempre intento salvarte. ¿Dónde está ella ahora?

Miro detrás de él, hacia los árboles, pero solo veo a los n’akela que se alejan.
El espectáculo ha terminado.

—¿Están mis padres contigo?

—Les dije que se quedaran en la caravana, por si acaso…


No termina su oración, y prefiero que no lo haga. Hace una mueca mientras
mira por encima de mi hombro al soldado desplomado en el suelo. Yo no me
doy la vuelta; no sigo su mirada. No quiero ver el cuerpo de Jian ni su alma.

—¿Te han hecho daño?

—Un dolor de cabeza, nada más —digo—. Iban a llevarme con su lieutenant.
Dijeron que me buscaban para interrogarme, que hay una recherche.

Leo frunce el ceño y pasa por mi lado; por el rabillo del ojo, lo veo agachado
al lado del cuerpo tendido de Jian. Revisa los bolsillos del muerto y saca
algunas cosas, unos cigarrillos, un pedazo de papel arrugado. Entonces otro
aullido atraviesa la noche, mucho más cerca.

—Deberíamos irnos —murmuro, mientras enrosco la cuerda alrededor de mi


muñeca para resguardarla, pero Leo sigue mirando la hoja y maldice en voz
baja—. ¿Qué es eso?

—La recherche que mencionaste. —Él me mira, casi vacilante—. Hay una
descripción de ti y de la caravana.

¿Una descripción impresa en papel? Solo he visto búsquedas del Tigre.


¿Cuántos soldados nos están buscando? ¿Habrá llegado la noticia a Nokhor
Khat? Pero, antes de que pueda preguntar, la paja cruje y la hoja de una
bayoneta se desliza a través de la pared de la cabaña. Leo se retuerce: es
demasiado tarde. La hoja brillante atraviesa su chaqueta y abre una línea
escarlata en su pecho. Con un gesto de dolor en la cara, Leo dispara a través
de la paja; adentro, el grito de Sandalias termina con un gorgoteo.

Me estremezco y me alejo. Lo único que puedo oler es sangre, humo y bilis.


Pero otro aullido viaja flotando en el aire junto con el humo. Entonces lo veo,
el ke’cherk, en la plaza del pueblo, blanco como un hueso. Alza su elegante
hocico hacia el cielo nocturno, con el pelaje claro teñido de rojo. Las escamas
plateadas de sus largas patas brillan a la luz de la luna. ¿Podrá oler la sangre
de Leo?

Mi corazón late con fuerza y empujo a Leo hacia los árboles. Nos adentramos
en la selva por un sendero cubierto de lodo. Leo está pálido y presiona la
chaqueta sobre la herida, tratando de detener el sangrado. Otro aullido
recorre el aire, pero, como estamos rodeados por la vegetación espesa, no
logro saber si viene de más adelante o de atrás. Me detengo para orientarme,
pero Leo sigue caminando. Está a unos pocos pasos de distancia cuando lo
oigo gritar.

—¡Leo! —Me doy vuelta, pero se ha desvanecido, aunque oigo chapoteos y


maldiciones en chakrano y aquitano. Doy un paso en dirección a los sonidos y
el olor a sangre se hace más fuerte, mezclado con el hedor dulce de la
putrefacción. Allí, donde Leo desapareció, el sendero termina de repente en
una oscuridad profunda—. ¿Estás bien?

—¡No te acerques! —dice él.


—¿Qué ocurre? —pregunto, mientras mi corazón palpita en respuesta al
pánico que hay en su voz.

Doy otro paso. ¿Dónde está?

—¡No te acerques! —grita, pero no le hago caso.

Cuando me acerco, la oscuridad que hay en el sendero se convierte en una


zanja, tan ancha como la caravana y varias veces más larga. Leo debe haber
caído adentro.

—¡Leo!

La tristeza me invade cuando me asomo al borde del pozo. Entonces me


parece ver a Leo, tumbado en el barro, a medias sumergido en el agua de
lluvia que cubre el fondo de la zanja. Pero estoy equivocada, muy equivocada.
No es él.

Leo lucha por subir el barranco, aferrándose a las raíces blancas que
atraviesan la tierra recién excavada. Tiene los ojos bien abiertos y los
hombros ensangrentados, pero está vivo. En el fondo de la zanja, hay un
cuerpo. Y luego otro, y otro más, todos amontonados como cañas de azúcar:
son hombres y mujeres, niños e incluso bebés. La aldea entera se hunde en la
ciénaga, en el lodo de los muertos.
Capítulo 16

Tantas muertes. Yo sabía que sucedían cosas así, conocía las historias. Los
rebeldes atacan, el ejército toma represalias y luego todo comienza otra vez:
sangre en la selva. Pero esta no es una historia, y estos no son rebeldes. No
puedo borrar las imágenes de mi mente, las espaldas rotas y los brazos
ensangrentados, la cabellera de una niña en su cráneo de porcelana
destrozado.

Debería haber matado a Jian con mis propias manos. A Sandalias también.

La ira es una llama que arde en mi interior, pero no hay nada que pueda
hacer ahora. Leo y yo avanzamos a tropezones entre los árboles y nos
alejamos de Dar Som, aunque el olor de la masacre me persigue y puede que
nunca desaparezca. Me olvido de rastrear destellos de pelaje blanco y
escamas plateadas entre las sombras, de buscar ojos verdes que brillan en la
oscuridad. Pero cuando vuelvo a oír el aullido de los ke’cherk, suena más
distante. Van donde el dios de la muerte los atrae como almas a su lámpara.

Tiemblo mientras camino, pero me digo a mí misma que es solo por el aire
frío de la noche. Nos abrimos paso entre la selva y, cuando oscurece, la luz de
la luna apenas logra pasar a través de la espesa vegetación. Pero los espíritus
relucen y, donde Leo vacila, yo guío. Mientras seguía a los soldados, ató tiras
de tela blanca a las ramas, que fue arrancando de la cola de su camisa.

Su chaqueta también está estropeada, manchada por la sangre que brota de


la herida en su pecho. Sus pantalones están empapados por el agua sucia de
la zanja y se adhieren a las piernas: debe tener frío. Está pálido, pero me
sigue el paso hasta que dejamos de escuchar los aullidos. El olor del humo se
aferra a mi pelo como si fuera una corona oscura. Nos detenemos durante un
instante para recuperar el aliento. Tengo náuseas y mi corazón late con
fuerza.

—¿Estás bien? —pregunta Leo, que debe haber leído mi expresión.

—Sí —le digo, sin fuerzas. Él se reclina contra un árbol, aliviado o agotado—.
¿Y tú?

Esboza una leve sonrisa, para restarle importancia a la situación.

—Estaré bien. Solo estoy… cansado.

—Déjame ver.

—¿Cómo haces para ver en esta oscuridad?

Vuelve a recostar la cabeza contra el árbol y sus ojos se cierran poco a poco.
Mientras aparto el forro empapado de sangre de su chaqueta, inspecciono la
herida a la luz de las almas. Es un corte profundo, justo debajo de la clavícula:
piel pálida, carne roja.
—Vas a necesitar puntos de sutura —le digo, pero él solo asiente. Su chaqueta
está sucia, hace días que no se lava—. La infección es el peligro más grave.

—No hay mucho que pueda hacer aquí —responde con seriedad, pero frunzo
el ceño, y miro los árboles. Debajo de las hojas, las almas se arremolinan y
bailan. Hay una nube de vana zumbando entre las bromelias y el espíritu de
un gimnuro merodea cerca de una fruta caída. Con su resplandor, iluminan
las hojas en forma de corazón del betel, que se arrastran por la tierra.

—Te equivocas. —Extiendo la mano y arranco un puñado de hojas de la


enredadera—. Toma.

Él las sujeta con sus dedos ensangrentados.

—¿Para qué sirven?

—Tienes que hacer una pasta con las hojas —le digo despacio, pero su mirada
está en blanco—. Mastícalas un rato.

—Ah, ya entiendo. —Leo hace una mueca y se mete las hojas en la boca—.
Sabes, me gusta más nuestra manera de hacerlo.

Yo levanto una ceja.

—¿Cómo sería?

—Con alcohol.

—La próxima vez, asegúrate de que te rescate una bailarina —le digo con
arrogancia, y él ríe mientras mastica.

Las hojas son un buen antiséptico y un analgésico natural. Pero ¿qué usar
para el vendaje? Meto mi mano en su bolsillo delantero, donde lo vi guardar
un pañuelo. ¿Fue hace unos pocos días? Sigue ahí, pero está empapado, y la
tela deja entrever el brillo de la plata.

—¿Qué haces?

—Busco algo para cubrir la herida —le digo, pero él cierra la chaqueta y
oculta la pitillera que todavía guarda en el bolsillo.

—Puede esperar.

Quiero preguntarle qué ocurre, por qué me mira como si tuviera miedo de
que le robara. Pero hay dolor en sus ojos y es más profundo que el corte en su
pecho. Decido no insistir. Arrojo el pañuelo y me quito el cinturón de tela del
sarong, que está apenas sucio.

—Toma, usa esto.


Él escupe la pasta sobre la seda casi con delicadeza. Luego se queja por lo
bajo mientras presiono la tela contra la herida.

—No es una broma, ¿verdad?

—No. ¿Sabes lo que parece una broma? Que los aquitanos crean que los
insectos son un manjar para nosotros. Ahora quítate la chaqueta —agrego—.
Necesito amarrar la tela sobre tu hombro.

Me mira con recelo, pero obedece. Saca el brazo izquierdo de la chaqueta y


yo envuelvo la tela alrededor de su pecho y sobre su hombro, haciendo un
vendaje con mi cinturón.

—¿Nadie te enseñó estas cosas? —le pregunto mientras me coloco detrás de


él para amarrar la seda.

—Mi madre no era una mujer muy tradicional —dice en voz baja. Después
suspira y se encoge de hombros—. Pero aprendí otras lecciones.

Mis manos se paralizan y no es solo por el tono en su voz. Tal vez no lo habría
notado sin la luz de las almas, pero tiene un dibujo en la espalda, justo sobre
el omóplato izquierdo. No es nada elaborado, tan solo una línea y un punto, el
símbolo de la vida, en tinta azul. Pero me deja sin aliento.

—Pensé que no seguías las viejas costumbres —digo en voz baja.

—¿Qué quieres decir?

—Los tatuajes son para los monjes. —Doy un paso atrás, confundida, pero él
se da vuelta, rápidamente, para esconderlo.

—Los tatuajes son para los pecadores —corrige en voz baja.

—¿Es la vida tu pecado, Leo? —le pregunto sin pensar, y veo la respuesta en
su cara. Pero él vuelve a cerrarse la chaqueta.

—Es el pecado de todos los bastardos —murmura, mirando a través de los


árboles. Luego sacude la cabeza y se ríe—. Un hombre moitié.

—¿Qué?

—La recherche decía «un hombre moitié». Pero Xavier me vio conduciendo la
caravana. Mi hermano —me explica mientras lo miro sin comprender—, el
capitaine. No menciona mi nombre.

—¿Crees que trata de protegerte?

Una mirada nostálgica cruza su expresión un instante, pero la esconde


enseguida detrás de una mueca.

—Hay pocas cosas que le importan más que hacer lo correcto. El apellido es
una de ellas, y eso es lo que quiere proteger.

—Ah. —¿Qué más puedo decir? Lo miro a los ojos, su cara pálida, la herida
vendada que sigue sangrando. Me preocupa—. Deberíamos regresar.

Apenas pasa una hora hasta que vemos la choza de los contrabandistas bajo la
luz iridiscente y rosada del amanecer. Cuando veo el claro a través de los
árboles, se me escapan lágrimas de los ojos: lo único que quiero hacer es
entrar y dormir. Pero, de pie bajo las hojas de oreja de elefante, respiro hondo
y dudo.

—No se lo cuentes a mis padres.

—¿Que no les cuente qué?

Al principio, las respuestas no llegan en forma de palabras, sino de imágenes:


la adrenalina que sentí al ver a Jian luchar por su vida, la lluvia de sangre que
salpicó la pared de la choza, los cabellos de la niña que flotaban como cintas
al viento en el agua de la zanja.

—Lo que sucedió en el pueblo.

—D’accord —dice en voz baja—. Pero estoy seguro de que se darán cuenta
solos cuando lleguemos a la carretera principal.

—¿Qué quieres decir?

Señala la pequeña cabaña con la cabeza.

—Nuriya y Das huyeron. No deben ser los únicos.

Me quedo en silencio con una mano en la puerta de la caravana, recordando a


las familias que seguían al ejército, empujando carretillas llenas de sábanas y
objetos de valor. Y la multitud en los muelles de Luda después del último
ataque. ¿Cuántas personas viajarán al sur para tratar de escapar de la lucha?

—Debemos darnos prisa para llegar a la capital, entonces.

Estoy buscando una aguja entre las cosas de la caravana cuando mis padres
salen agitados de la casa. Mi padre corre hacia mí, pero hay una mirada
sombría en su rostro, y mi madre tiene lágrimas en los ojos.

—¿Estás bien? —murmura cerca de mi oreja—. ¿Te han hecho daño?

—Estoy bien —murmuro, y dejo que me abrace, aunque siento escalofríos—.


Es Leo quien necesita ayuda.

—¿Qué ha pasado? —pregunta mi padre.

—Ellos ya no nos molestarán más, pero habrá otros.


Leo se desploma sobre el escalón de la caravana. Con un gesto de dolor, saca
la recherche del bolsillo. Mi padre sujeta el papel mojado y sucio con cautela,
y yo agarro el brazo de Maman.

—¿Puedes buscar un poco de agua limpia? —le digo, pero ella duda, mientras
trata de ver lo que dice el papel. Aprieto su muñeca suavemente—. Arriesgó
su vida para salvarme, Maman.

Por fin, asiente.

—Hay campanillas en las paredes de la casa —responde ella—. Haré un poco


de té con las flores. Ven, Samrin. Trae el papel.

Juntos van a la casa, mientras yo busco seda y acero, aguja e hilo, y arranco
una larga tira de tela limpia del que solía ser mi mejor vestido. Cuando
encuentro todo lo que necesito, mi madre ya ha vuelto a encender el fuego y
el agua está empezando a hervir. Sirve un poco en un cuenco y agrega un
puñado de semillas de campanilla para hacer una infusión. Echo unos trapos
en la olla para que hiervan mientras Leo hace una almohada con su chaqueta
y recuesta la cabeza sobre ella.

Mi padre sigue sosteniendo el cartel, pero tiene la mirada perdida.


Finalmente, deja el papel con un suspiro.

—¿Qué vamos a hacer?

—Seguir.

Mi madre usa un par de palillos para sacar un trozo de tela humeante de la


olla.

—Viajaremos por las carreteras secundarias, donde no nos vean.

—¿Qué pasará cuando lleguemos a Nokhor Khat? —pregunta mi padre—.


Habrá soldados en la entrada.

Con cautela, agarro la tela caliente y la dejo enfriar un momento. Después,


quito el vendaje ensangrentado de Leo y exprimo la tela limpia sobre la
herida. El agua roja gotea por la piel y el suelo de bambú. Leo aprieta los
dientes, pero no se queja.

—Podríamos separarnos —reflexiono—. El cartel no habla de ti, Papa. Es


menos probable que nos reconozcan si tú y yo viajamos juntos, y Leo viaja con
Maman.

—Podría funcionar —dice despacio—. ¿Pero qué pasará con la caravana?

Me quedo inmóvil mientras pienso. La descripción es inconfundible, y nunca


he visto otra caravana como la nuestra. Mi padre la construyó con su
hermano, cuando ambos eran jóvenes y acababan de comenzar a hacer giras.
Tallaron y pintaron cada friso con sus propias manos.
Hay silencio en la habitación. Mi madre remueve otra tira de tela de la olla
que burbujea, y el vapor asciende hacia el techo. El agua cae goteando de la
tela y yo la sujeto con la mano, pero está tan caliente que la piel de mi palma
se pone roja.

Al final, mi padre responde a su propia pregunta.

—Tenemos que abandonarla.

Leo abre los ojos de repente, y yo levanto la cabeza de inmediato.

—Pero Papa…

—Habríamos tenido que dejarla en el muelle, de todas formas. Podemos


guardar los mejores fantouches en la espalda de Lani —dice bruscamente—.
Es todo lo que necesitamos: los fantouches, los instrumentos y a nosotros.

Al otro lado del fuego, mi madre asiente, y aunque la idea de abandonar la


caravana es dolorosa, sé que mi padre tiene razón. Reviso la herida de Leo
con cuidado, pero mientras tanto hago un inventario en mi mente. Pienso en
lo que debemos llevar y todas las cosas que tendremos que dejar. Pero
después Leo se apoya sobre un codo, y sacude la cabeza.

—No, encontraremos la forma de llevarlo.

Papa esboza una sonrisa.

—Escucho sugerencias.

—¿Una entrada secreta? —digo, con esperanzas, pero Leo hace una mueca—.
¿Un tubo volcánico bajo la ciudad?

—Si existe, no lo conozco —responde, pero mi madre mira a mi padre. Hay un


instante de silencio entre ellos, como la pausa antes de que un actor nervioso
diga su frase.

—Maman —empiezo a decir, pero ella niega con la cabeza.

—¡Es demasiado angosto para el carro!

—¿Un camino oculto? —Leo está nervioso—. Tenéis que enseñármelo.

—No voy a volver allí, jamás —dice ella, pálida.

—Entonces dime dónde está y yo iré —insiste, tratando de sentarse. Lo obligo


a acostarse para evitar que sangre más—. La ubicación podría valer cientos,
miles…

Mi madre deja caer los palillos al suelo, se aleja del fuego y camina hacia el
otro extremo de la habitación. Leo mira a mi padre, pero él niega con la
cabeza: una advertencia se esconde en sus ojos.

—El dinero no resuelve tantos problemas como crees.

—Quizás no —dice Leo—, pero Jetta no estará a salvo a menos que pueda
evitar a los soldados de la entrada. Ellos tampoco aceptan dinero.

Aunque mi madre no se detiene, vacila antes de cruzar la cortina. Mi padre lo


mira largamente.

—Todos necesitamos descansar un poco —dice—. Hablaremos cuando nos


despertemos.

Antes de que Leo pueda decir otra palabra, mi padre sigue a mi madre, y nos
deja junto al fuego, en medio de un silencio frágil y extraño. Puedo escuchar a
mi madre susurrando detrás de la cortina, con la voz estrangulada, como si
sus palabras intentaran escapar, como si no pudiera recuperar el aliento. Pero
Leo me mira.

—¿Cómo conoce tu madre una ruta oculta en Nokhor Khat?

—No lo sé —respondo, aunque mi imaginación vuela. Sé muy poco sobre su


pasado, y ella no tiene familiares a quien yo pueda hacer preguntas, ni
hermanas ni madre. Algo raro en nuestro pueblo, aunque no del todo, no
después de la batalla que condujo a La Victoire. Pero ¿y si ella no era del
pueblo? ¿Y si había dejado a su familia en Nokhor Khat? Leo me sigue
mirando. Para ocultar mis pensamientos, le paso el té de campanillas, oscuro
y amargo—. Bébetelo todo.

Da un trago rápido y arruga la nariz mientras limpio la herida con el último


retazo de tela.

—Ugh.

—Cuanto peor sea el sabor, mejor te sentirás.

Me muerdo el labio y lo observo mientras bebe, esperando a que desaparezca


la tensión de su frente, a que se desacelere el ritmo de su respiración. Solo
hacen falta unos sorbos más. El té es fuerte.

Recojo los palillos de mi madre mientras Leo toma el último trago. Los uso
para tomar la aguja y sumergirla en el agua hirviendo.

—¿Podríamos disfrazar la caravana? —murmuro, pensando en voz alta—.


¿Pintarla de otro color, quizás?

—No servirá de nada —murmura Leo—. Revisarán todos los carros, en


especial si están tallados.

—¿Y si atravesamos la puerta por separado? —sugiero, sacando la aguja de la


olla—. Mi padre podría ir en la caravana. Aunque lo revisen, no nos
encontrarán.

—Tampoco funcionará —dice Leo, mordiéndose el labio, pero yo frunzo el


ceño.

—¿Por qué no?

Sus ojos se apartan de los míos.

—Se podrían hacer tantas cosas con un camino secreto a la ciudad.

Dejo que la aguja gotee en la olla.

—No has respondido a mi pregunta.

Leo apoya la taza. El vapor sube en silencio. Un alma brilla con luz tenue en
los techos de paja. Enhebro la aguja con hilo sin teñir. Leo no responde. ¿Qué
esconde? ¿O será solo la pérdida de sangre, la noche larga, el pueblo, el té?

—¿Cómo estás?

—Ya me duele menos.

—¿Quieres esperar un rato?

Leo niega con la cabeza, vuelve a recolocar la almohada que ha hecho con su
chaqueta y se recuesta. Entonces el brillo del metal me llama la atención: la
pitillera plateada asoma por el bolsillo.

—Terminemos con esto de una vez —dice, cerrando los ojos.

Sin pensar en ella, me inclino sobre su pecho y comienzo a coser. Se pone


tenso cuando coloco mi mano sobre su piel, para mantener la herida cerrada,
y de nuevo cuando la aguja toca su carne, pero sufre en silencio, respirando
profundamente. Al principio yo también me esfuerzo por mantener la calma y
concentrarme. Pero, mientras coso, con cuidado de que las puntadas sean
rectas y los bordes regulares, mi corazón comienza a latir más lento y me
relajo. Es igual que otros trabajos de costura, pero puedo sentir su sangre en
mis manos, su pulso bajo mis dedos. Mientras realizo el último nudo, miro
hacia arriba y veo que sus ojos ya no están cerrados. Corto el hilo con
cuidado, bien cerca de la piel.

—¿Estás bien?

Respira despacio, y cuando habla, su voz es pensativa, soñadora.

—Tú eres la experta.

—Creo que sobrevivirás —le digo con una sonrisa. Pero él mueve la cabeza y
mira la herida con una sonrisa burlona.
—Me parece que necesita un poco más de pintura y esmalte —dice, y yo me
río.

—No creo que se arregle con pintura.

—¿Lentejuelas, entonces? ¿Purpurina?

—Pedrería, tal vez.

—¿Tan mal está?

—Quizás sería mejor arrojarte a la basura y empezar de nuevo.

—Si lo haces, constrúyeme mejor la próxima vez.

Esboza una leve sonrisa, pero hay tristeza en su rostro. Extiendo la mano para
apoyarla sobre su brazo y él apoya su mano sobre la mía. Está cubierta de
sangre y suciedad, pero no me aparto, la dejo allí durante mucho tiempo,
hasta que Leo comienza a respirar despacio y sin dificultad. Mientras duerme,
el fuego comienza a apagarse, pero la luz todavía se refleja en la pitillera de
plata.

¿Qué hay en el estuche de tu violín?

Un violín.

Pero nunca he visto fumar a Leo.

Así que saco la pitillera del bolsillo de su chaqueta con la mano que tengo
libre y la abro despacio, sin hacer ruido. En el interior no hay cigarrillos, pero
hay una hoja doblada en tres y después por la mitad. Esto debe ser lo que
quiere hacer contrabando.

Pienso en todas las posibilidades. ¿Serán los planes secretos para el próximo
ataque rebelde? ¿Un mapa de las ubicaciones de los campamentos o las
municiones del ejército? ¿El diseño de una nueva arma? Con cautela,
despliego la hoja, asegurándome de que no se arrugue, pero el papel está
gastado y es suave, como si lo hubieran leído muchas veces, y cuando lo
acerco a la luz moribunda, veo que es una carta.

Queridísimo Leonin, comienza, con la caligrafía precisa y delicada de una


dama. Me entristeció mucho saber que tu madre ha muerto, y también a
nuestro padre, aunque nunca lo admitirá. Y, sí, digo «nuestro padre», porque
tú siempre serás mi hermano, sin importar lo que él diga…

Siento náuseas y tanta vergüenza que dejo de leer. Doblo la carta deprisa,
vuelvo a guardarla en la pitillera y deslizo la caja bajo su chaqueta. Después
de todo lo que ha hecho, los riesgos que ha corrido, la información que ha
compartido con nosotros desde que nos abrió las puertas de su teatro, ¿por
qué desconfío?
Con un suspiro, libero mi mano de la suya, pero cuando me muevo, él se
mueve.

—¿A dónde vas? —murmura, y abre los párpados. Esquivo su mirada.

—Tengo que buscar más betel —le digo, con la esperanza de que la oscuridad
oculte el rubor que hay en mis mejillas—, para cambiar el vendaje.

Para mi sorpresa, él se esfuerza por levantarse y busca el arma en su


chaqueta. La pitillera cae al suelo y él trata de recogerla, pero todavía está
aturdido por el té, y hace un par de intentos antes de alcanzarla y guardarla
de nuevo en el bolsillo.

—No puedes ir sola.

Quiero protestar, pero es cierto que tal vez haya alguien en las inmediaciones.
Y aunque he usado las hojas como excusa, no he mentido: Leo necesita un
nuevo vendaje. Así que miro a mis padres a través de la cortina, están
acostados en la cama improvisada. Al principio, creo que están durmiendo,
pero luego veo los ojos de mi madre, que brillan al resplandor de la luz del
fuego.

—Voy al jardín —le digo, y ella asiente.

Cuando me doy la vuelta, veo que Leo ya está esperando junto a la puerta.

Miro hacia el exterior, pero en el claro no hay nada, excepto Lani. Aparte del
trino de los pájaros, la selva está en silencio. Sobre las copas de los árboles, el
sol naciente espanta las sombras. Así que salgo a la luz de la mañana y Leo
me sigue de cerca. Tiene el arma entre las manos, pero sus pasos son lentos,
indecisos, y no les presta atención a los árboles, sino a la caravana. No sé
cómo de bien podría defendernos si tuviera que hacerlo, pero nadie sale de la
selva ni se aparece detrás de la casa mientras camino por el huerto.

Pasando los tallos de cebollín que ondean con el viento y las hojas frondosas
de las zanahorias, hay una enredadera de betel que trepa, verde y brillante,
por un enrejado de bambú. Arranco un puñado de hojas y miro a Leo, pero él
sigue vigilando la caravana con ojos que parecen de cristal.

—Tenemos que encontrar el camino secreto —murmura, como si hablara solo


y arrastra las palabras.

—¿Por qué es tan importante para ti, Leo?

Distintas emociones surcan su cara: vergüenza, miedo, frustración.

—¿Puedo contarte algo?

Se me hace un nudo en el estómago.

—Más te vale.
Leo duda un momento más. Después me hace señas para que lo siga. Vamos
hasta el lado de la caravana y él se arrodilla sobre la hierba. Me inclino y él
señala algo entre las ruedas. Intento ver qué es. De repente, se me corta la
respiración. Amarrados a la base de la caravana, junto al nuevo eje, hay una
decena de rifles.
Queridísimo Leonin:

Me entristeció mucho saber que tu madre ha muerto, y también a nuestro


padre, aunque nunca lo admitirá. Y, sí, digo «nuestro padre», porque tú
siempre serás mi hermano, sin importar lo que él diga.

Pero tal vez pienses que solo excuso su comportamiento. Encontré tu carta en
su escritorio. Sé que tú lo culpas. Quizás también me culpes a mí, por no
haberle insistido para que enviara a Mei a Aquitan en busca de una cura. No
te equivocas. Yo también me arrepiento de no haberlo hecho, con la certeza
que da el paso del tiempo.

Por supuesto, mi remordimiento no importa, pero no puedo dormir por las


noches: trato de encontrar algo que hacer, algo que alivie tu dolor o que
honre su memoria. Ella era una persona muy valiosa, una estrella radiante
que brilló en el escenario con luz propia. Nunca la olvidaré.

Y si hay algo que necesites, algo en lo que pueda colaborar, cualquier favor
que quieras pedirme, dímelo y tendrás mi ayuda.

Tu hermana,

Theodora
Capítulo 17

Me incorporo tan rápido que estoy a punto de golpear a Leo en la barbilla con
mi cabeza. Después lo empujo con todas mis fuerzas y mis manos tocan su
estómago desnudo.

—¡Confié en ti!

Leo se tambalea hacia atrás y pierde el equilibrio. Extiende una mano como si
quisiera defenderse y defender sus acciones. Pero cuando consigue
recuperarse, veo en sus ojos empañados por la culpa.

—Escondí los rifles la noche que nos conocimos —dice en voz baja—, la noche
de la explosión. Debía enviarlos al sur desde Luda con los rebeldes cuando se
calmara la situación. Pero el general tenía otros planes para los hombres del
Tigre.

Hay remordimiento en su rostro, pero intento ignorar la pena que me causa y


de comprender todo lo sucedido.

—Le pediste al mecánico que los pusiera bajo el carro —murmuro y


entrecierro los ojos—. ¡Los trajiste en el baúl de Cheeky! ¿Y tuviste el valor de
preguntarme qué había hecho?

—¡Tenía que sacar las armas del teatro! Temía que los soldados registraran el
lugar —dice Leo, desesperado—. Ellos tendrían que haber ido hacia el lugar
de la explosión, ¡no esperar en mi puerta mientras tú guiabas a mis
mensajeros hasta sus manos!

—¡Dijiste que no eras un rebelde!

—No lo soy —dice, exhausto—. Solo hice un trato…

—¡Un trato con los rebeldes!

—¡Un trato para mantener a las chicas a salvo! —Hay rubor en las mejillas de
Leo y desolación en sus ojos. Se pasa una mano por el pelo. En su otra mano,
brilla el arma. ¿Es una amenaza?—. Escucha, cher. Todos saben que el Tigre
está yendo al sur. También saben quién es mi padre y que las chicas han
ganado bastante dinero con los soldados. Pero los rebeldes juraron que lo
pasarían por alto si les hacía este favor, y yo haría cualquier cosa para
proteger a las chicas.

—¿Cualquier cosa?

No puedo evitarlo, mis ojos se dirigen hacia el arma. No creo que vaya a
dispararnos para conseguir el carro, pero tampoco hubiera imaginado que
escondería los rifles allí.

Pero, en su cara, aparece una expresión de desilusión.


—¿Piensas que yo sería capaz de algo así?

—Ya no sé qué pensar.

Con una sonrisa burlona, abre la cámara del arma y saca las balas de su
interior. La tensión en mi pecho se alivia.

—Tengo dinero —dice en voz baja, pero niego con la cabeza.

—El dinero no nos sacará de la cárcel. Y tú mismo lo dijiste, inspeccionarán


con más atención los carros. Encontrarán las armas si revisan bien.

—Entonces, el camino secreto.

—Mi madre dijo que el carro no puede pasar por el túnel, y no puedes llevar
una decena de rifles tú solo.

—Podrías ayudarme a cargarlos.

—¿Y arriesgar mi vida?

Leo aprieta los dientes y hace rodar las balas por su palma, seis de ellas.
Ahora veo que la mayoría son solo casquillos.

—Podría conseguirte un lugar en el barco que va a Aquitan.

Hacemos silencio en el claro durante tanto tiempo que un pájaro cercano


comienza a trinar. Miro a Leo: suena muy serio, pero me ha engañado antes.

—Mientes.

—Nunca te he mentido —dice, pero baja los ojos cuando lo miro—. Puede que
te haya ocultado cosas, pero cumplí con el trato.

Me muerdo el labio y pienso en lo que dice. Es cierto. Y es posible que Leo


Legarde tenga un lugar a bordo del barco donde su hermana pasará la luna
de miel.

—¿Qué hay de la recherche? Seguramente, habrá soldados en el bote.

—El problema es el carro. Si ocultas tu cicatriz, esa descripción podría


corresponder a mil chicas. También puedes usar otro nombre. Y nadie
sospechará que una de las invitadas de La Fleur es una criminal. ¿Tenemos
un trato? —Se mete la pistola en el cinturón y tiende la mano, al estilo
aquitano—. Tú me ayudas a llevar los rifles por el pasadizo, y yo te conseguiré
un lugar a bordo de Le Rêve.

Lo miro a los ojos, esperando que se aclaren mis pensamientos, pero lo único
que veo es su propia aprensión: él necesita mi ayuda tanto como yo necesito
la de él.
—Trato hecho —le digo, y el alivio ilumina su cara como el amanecer.

Nos estrechamos las manos, una vez. Los casquillos de cobre tintinean como
campanas en su otro puño.

—¿Cómo vas a convencer a Meliss? —me pregunta, y yo suspiro.

—No hay otra forma.

—Lo entiendo perfectamente. —Sujeta mi mano y pone los casquillos vacíos


dentro de mi palma—. Deberían servir como remaches.

—¿Remaches?

Tardo un instante en entender lo que dice. ¿Fue ayer cuando vio la marioneta
del dragón y dijo que era preciosa? Cierro mis dedos sobre el metal aún tibio.
¿Qué más podría querer a cambio? Antes de que pueda preguntar, la puerta
se abre, y mi madre se asoma con cara de preocupación.

—¿Por qué tardáis tanto?

—Queremos asegurarnos de que Lani esté bien —respondo. En voz baja, le


murmuro a Leo—: Yo hablaré con ella. Quita las armas de la caravana.
Escóndelas en la selva hasta que podamos encontrar un lugar mejor. Y luego
busca más hojas de betel porque se me han caído. Puedes vendarte tú solo
esta vez.

Leo asiente sin protestar y se dirige a la caravana mientras sigo a mi madre al


interior de la casa. La choza es más cálida, casi acogedora, y durante un
momento extraño nuestra pequeña cabaña en el valle. Pero este no es mi
hogar, ni tampoco Lak Na. Ya no. Pienso qué puedo decirle a mi madre sobre
el pasadizo, cómo formular el pedido. Pero cuando cierra la puerta detrás de
mí, veo que tiene un papel en la mano. Es el cartel de búsqueda, rígido y seco
por el calor del fuego. Pero la parte posterior está cubierta de marcas: líneas
oscuras hechas con un palo carbonizado.

—He hablado con tu padre. Leo tiene razón —dice en voz baja.

—¿Sobre qué?

—Los soldados te están buscando, y si te encuentran… —Suspira y deja el


resto sin decir; mi imaginación es peor que sus palabras—. Papa y yo
atravesaremos la entrada, pero tú y Leo… Yo no puedo volver allí, pero tú
tienes que hacerlo.

Con cautela, sujeto el papel. Es un mapa, dibujado a mano alzada: un túnel


sinuoso, una caverna, una escalera.

—¿Volver a dónde, Maman?

Ella toma aliento y se humedece los labios. En voz más baja, dice:
—Al Infierno.

—Maman…

—Hay un camino —explica, y su voz es apenas un susurro—, desde los


terrenos del templo hasta los vertederos en las afueras de la ciudad, donde
descargan los carros de estiércol.

Me muerdo el labio. Sus palabras son inocuas, pero su voz, su rostro…

—¿El camino lleva al templo?

—A los jardines que se encuentran entre el templo y el Palacio Rubí —dice


con voz temblorosa—. Al menos, así era hace dieciséis años. Tendrás que
tener cuidado. El templo es una prisión ahora, ¿recuerdas? Habrá guardias
cerca, y tal vez cosas peores.

—¿Peores?

—Monjes caídos, almas inquietas. Sus discípulos.

—¿Discípulos? —Tengo una pregunta en la punta de la lengua sobre la mujer


que encontramos en el templo. ¿Sabe mi madre que los monjes aún hacen
ofrendas a los dioses?—. Pensé que Le… Pensé que todos los monjes de
Nokhor Khat habían sido asesinados.

—Así fue —dice, pero eso no parece calmar su miedo. Miro el mapa, después
la miro a los ojos.

—¿Cómo conoces el pasadizo, Maman?

Abre la boca, pero necesita mucho tiempo dejar pasar las palabras.

—Viví allí, Jetta, cuando tenía unos años más que tú.

—¿Vivías en la Corte del Infierno? ¿Estuviste allí antes de que encarcelaran a


Le Trépas?

—¡No digas su nombre!

Pone su mano sobre mis labios. Me quedo callada, pero no puedo ocultar la
expresión de asombro. Ella debe haberlo visto, haberlo conocido. Cuando
todavía estaba libre, era un monstruo sediento de muerte. Con razón ella lo
odiaba.

Entonces arrugo la frente: mi madre no tiene tatuajes.

—Si no eras una monja, ¿qué hacías allí?

—Ya te lo dije, Jetta. No voy a regresar, ni siquiera con la memoria.


Ella se da vuelta y vuelve a la habitación, pero comienzo a relacionar lo que
sé. Las únicas personas que vivían en el templo eran los monjes y las novias.

Le Trépas tenía una corte, como cualquier hombre que se creyera rey. Tenía
esposas en el templo, otra falta a lo sagrado, aunque nunca hijos. La gente
dice que los asesinaba para obtener sus almas.

Me tiemblan las manos. «Dieciséis años atrás», dijo Maman. Se escapó del
templo justo cuando yo nací. Pero Akra es tres años mayor que yo. Él tiene los
ojos de mi padre, su barbilla, su nariz. Y él nunca ha sido un monje.

Sola en la habitación, me acuesto junto a los restos del fuego. El alma de la


gatita se sube a mi regazo, y las dos miramos las brasas un rato. Mi mente es
un caos. Son muchas las preguntas, pero todo cobra sentido: las almas, la
magia, el malheur. Pero ¿y el teatro de sombras? ¿Y las marionetas y el arte?
La alegría del escenario, las cosas que mi padre me enseñó, ¿alguna vez
fueron mías?

A mis espaldas, el suelo cruje. Mi padre viene a sentarse a mi lado, como si lo


hubiera llamado con el pensamiento. Mil preguntas revolotean por mi cabeza,
pero en el fondo es una sola, la misma que le hice a mi madre: «¿Qué soy
yo?», pero a Papa nunca le han faltado las palabras.

—La sangre tal vez sea importante para los espíritus, pero lo que nosotros
compartimos es mucho mejor.

Mis palabras tardan en llegar.

—¿Y qué sería?

—Compartimos una historia —dice—. Compartimos una tradición. Nosotros


compartimos años y recuerdos, y todo lo que hace una familia.

—Pero no la sangre.

—¿Qué es la sangre? —pregunta con una leve sonrisa—. Compartimos un


corazón.

Puedo escucharlo, el latido de mi corazón y la sangre que se agolpa en mis


oídos. La sangre que atrae a los espíritus, la sangre que los devuelve a la vida,
la sangre que cantaba en mis venas cuando consideré matar a un hombre.
¿Quién más la comparte? ¿Qué soy yo?

No pregunto, mi padre no lo sabe. El fuego crepita ante nosotros, la madera


carbonizada se derrumba, los carbones brillan y se desvanecen. Al cabo de un
rato, se pone de pie con un quejido.

—Ven —dice—. Vamos a vaciar la caravana.

Lo sigo hasta el exterior, y pasamos el resto del día revisando nuestras


pertenencias. Me doy prisa en tomar las decisiones difíciles: qué dejar, qué
llevar, e ignoro la voz que dice que nada me pertenece en realidad. Es más
fácil acariciar la seda y el cuero, el papel y la pintura, que terminar de
comprender la verdad. Así que me abalanzo sobre los objetos, saboreando los
recuerdos mientras un pasado que antes no conocía arroja sombras en mi
mente.

Lo primero que hago es elegir un vestido. Ahora que mi mejor atuendo está
roto y lleno de cenizas, y el segundo mejor está manchado de sangre, necesito
encontrar otro. Mi madre había comprado la tela de este cuando terminó la
primera temporada en que usamos almas, justo cuando comenzamos a
hacernos famosos. Habíamos pasado horas cosiendo juntas, y no estábamos
acostumbradas a trabajar con seda tan fina. Una vez que tengo el vestido,
agarro el pequeño mechero que me dejó mi hermano para prender el fuego
durante las obras, y las cartas que nos envió, las siete. Después, aparto mi
maquillaje, sombra negra y colorete rojo, y el dinero que ganamos con tanto
esfuerzo.

Mi padre le regala a Leo una camisa y un par de pantalones. Mi madre guarda


los instrumentos y el viejo telón de lino. Tuvimos que dejar el de gasa en La
Perl. Los fantouches son más difíciles: tenemos casi cincuenta y, aunque son
ligeros, muchos son voluminosos. No podemos llevarlos a todos. Pero ¿cuáles?

Durante un largo rato no sé qué hacer, pero lo más inteligente es comenzar


con las marionetas que costaría más trabajo reemplazar, las marionetas más
grandes, las más coloridas. El Tigre, el Pavo Real, el Rey de la Muerte, la
Llama. Y, por supuesto, mi dragón. Puede que esté sin terminar, pero es
precioso y demasiado caro para quemarlo.

Así que agarro mi martillo y los casquillos de cobre y me pongo a trabajar


para ensamblar el dragón. Cuando termino, lo guardo junto con un puñado de
fantouches. Envuelvo los bultos en lienzo para que no se mojen con la lluvia.
Al principio, se retuercen, protestando porque están muy apretados, pero les
susurro mientras los cargo en la espalda de Lani:

—Quedaos quietos, quedaos quietos.

Podría llevar más conmigo si no tuviera que cargar los rifles. Pero entretengo
a mis padres en la choza mientras Leo prepara nuestras mochilas, y envuelve
las armas con ropa y sábanas.

Dejamos todo lo demás junto a la caravana, donde construimos la pira.

Mi padre canta mientras hace las tareas: trae viejas ramas de la selva,
enciende poco a poco restos de corteza. Pero, aunque su voz es fuerte y
sonora, su sonrisa no engañaría a un público atento. De todas formas, mi
madre y yo fingimos con él, y como ya hemos guardado los instrumentos,
también cantamos. Mi voz es áspera, torpe. Akra siempre cantó mejor que yo.
Aun así, conozco las armonías, y durante un momento hay sefondre. Nos
complementamos.

Pero Leo está un poco alejado, y no finge. Después de todo, él tiene menos
que perder.
—¿Por qué? —pregunta—. ¿Por qué no dejarlo todo aquí para que otro lo
encuentre?

—Es una tradición —digo, y no miento del todo: en nuestro pueblo quemamos
a los muertos—. Estos fantouches pertenecen a mi familia, a mis antepasados.
Si no podemos usarlos, nadie más debería hacerlo.

Aprieta los dientes, pero no discute. Estoy agradecida. Me duele mucho más
que a él, pero conozco la historia del hermano menor. Sería mucho peor dejar
que estas almas se pudrieran en sus pieles. Después, mientras jugueteo con el
mechero, recuerdo que hace unos días guardé el alma de la gatita en la hoja.
¿Realmente tengo que dejarlos a todos atrás?

Allí, bajo las ramas y las hojas secas, encuentro el resto de los carteles que
íbamos a repartir en Luda. Sujeto la pila y la pongo a mi lado mientras mi
padre enciende el fuego. Comienza a arder, lento, vacilante, pero pronto
comienza a burbujear la pintura de la caravana y se chamusca la madera.
Meses y años de trabajo, todo lo que queda de nuestras giras, todo lo que
queda de mi tío. Mi padre ha dejado de cantar, pero sus labios aún se
mueven. Reza una oración en silencio antes de regresar a la casa.

Mi madre y Leo lo siguen, pero yo no puedo irme, aún no. A través de la


puerta abierta, espero a que los fantouches se quemen.

A medida que las almas se van liberando con las brasas brillantes, hago un
dibujo en un pedazo de papel. Un pangolín liberado de la marioneta de cuero
del Cerdo, los colibríes de los dos amantes, el perro viejo de la caravana. El
dulce aroma de la madera de sándalo prevalece sobre el olor a cuero
quemado mientras todo se convierte en carbón y ceniza. Y a medida que las
páginas se llenan de almas, las amarro con una cinta: una colección que
llevaré conmigo a través del mar. Las páginas se agitan apenas: si alguien las
viera, pensaría que se mueven con la brisa caliente del fuego. El viento me
rodea, ahumado y ardiente, y va secando las lágrimas que caen.

Cuando llega el amanecer, estoy agotada, y la pira también. Las volutas de


humo que todavía suben ya no llamarán la atención. Cuando la luz del sol
ilumina los árboles y levanta el vapor de la vegetación, la gatita se acerca.
Estoy cansada hasta los huesos, pero me sorprendo y sonrío cuando hace un
intento poco entusiasta de atacar las hojas con sus patitas.

Está tan pálida y exhausta como yo, ¿han pasado ya tres días desde que la
liberé?

—¿Por qué no has buscado un templo? —le pregunto, pero ella solo se pasea
por la pila de volantes.

Busco más hojas, pero he quemado las que no he usado. De repente, nuevas
lágrimas escapan de mis ojos. Ridículo, ¿no? Después de todo lo que he
dejado atrás. Pero cuando pone una patita en mi rodilla, sé que no puedo
dejar que se desvanezca.
¿Dónde ponerla? ¿En la hoja de una planta? ¿En un trozo de tela? No me
atrevo a ofrecerle una piel tan humilde. Sin embargo, hay un fantouche que
no tiene alma.

Tardo un momento en encontrar a mi dragón en las mochilas: es tan grande


que es difícil perderlo. Una gota de sangre, y la gatita ya tiene las garras en el
cuero. Con un destello de luz, el dragón se agita con una nueva vida. Apoyo
mi mano sobre el cuero y le susurro:

—Quédate quieta.

Me hace caso, pero ahora yo estoy inquieta. El fantouche más grande y caro
que he hecho ahora alberga el alma de una gatita. ¿Qué me ocurre?

Aunque ya sé la respuesta, ¿no?

Y luego la voz de mi madre llega hasta mí desde la casa, junto con el aroma
del desayuno que está preparando. Entro y me acuesto junto al fuego para
dormir. Pero enseguida la comida está lista y, después de comer, agarramos
nuestro equipaje y dejamos el resto atrás para tomar el sendero sinuoso de la
selva que lleva a la carretera principal.

Avanzamos despacio hacia el sur, hacia Nokhor Khat. Pasamos las ramas
retorcidas de las higueras estranguladoras, donde los periquitos se pelean
con los lémures por la fruta madura, y las hileras de ñames, donde las gotas
de lluvia se acumulan sobre las hojas brillantes y azuladas como si fueran
diamantes. La carretera nunca está vacía. Siempre hay personas que viajan:
agricultores que llevan sus productos al mercado, artistas que van de pueblo
en pueblo, soldados del ejército en marcha o jinetes que llevan mensajes. Pero
esta vez vamos de la selva al valle, donde las cañas de azúcar de los campos
susurran al viento, y encontramos otro tipo de viajeros. Vagones que cargan
posesiones, muebles y familias, en lugar de huevos o frutas. Abuelas y abuelos
montados en carretas de verduras, con niños en el regazo, sentados entre sus
pertenencias.

Mi familia ha viajado todos los años desde que tengo memoria. Cuando
abandonamos nuestro hogar para no volver, supimos lo que debíamos llevar y
lo que debíamos dejar. Pero estas personas han traído todo lo que pudieron
llevar. No solo las posesiones más necesarias, como las ollas de cocina y la
ropa, sino también los objetos elegantes a los que no podían renunciar. Juegos
de té de porcelana de lujo en cajas de bambú, un lavabo de cobre del tamaño
de un asiento, una máquina de coser de Aquitan con una base de hierro
forjado. Cosas hermosas, pesadas, como todo lo que nos recuerda al hogar.
Cuando vemos a los primeros grupos, mi padre se detiene para preguntarles
por qué se están yendo, pero todos dicen cosas distintas. Muchos
mencionan Dar Som, pero algunos de ellos también hablan de
rebeldes. Hablan de demonios de ojos azules, pero ¿se referirán a los
n’akela o a los soldados extranjeros? Dicen que oyeron hablar de personas
que desaparecieron en la selva y nunca regresaron, sin duda a manos del
Tigre o quizás del ejército. Nadie sabe nada, pero todos están seguros de
algo, y escapan antes de que sea demasiado tarde. Y, aunque el miedo es
invisible, tiene cierto peso y cierto tamaño: se envuelve alrededor del cuello,
se aferra a los pies, se deposita sobre la espalda como un pecado para hacer
de cada paso una travesía.

Lo único que podemos hacer es continuar avanzando. Hacia los muros de la


capital, el fuerte de Nokhor Khat, los muelles que quedan en los confines de
nuestro país. Caminamos con la certeza de que lo que se avecina no puede ser
peor que lo que hemos dejado atrás.
Capítulo 18

Huelo el vertedero mucho antes de verlo. Al principio, solo siento una pizca
de podredumbre, una pizca de descomposición, aunque son olores familiares
después de Dar Som. Pero, a medida que avanzamos a paso lento y la tarde se
alarga, el hedor crece como un hongo venenoso, como un tumor. Cuando
llegamos a la bifurcación, donde los vagones que traen deshechos de la
capital se desvían de la carretera principal y se adentran en la selva, el sabor
se me adhiere al paladar.

Nos despedimos de mis padres en la encrucijada. Ellos siguen en dirección a


los barrios marginales que están en las afueras de la ciudad mientras Leo y yo
esperamos a que pase un carro de estiércol. Ahora lo estamos persiguiendo.
Me duelen los pies y mis hombros se ponen rojos bajo el peso de las armas.
Otra lluvia temprana ha dejado el camino lleno de lodo y el aire denso. La
vegetación se cierra sobre nuestras cabezas como un túnel y espero sentir la
brisa fresca de los árboles, pero solo atrapa la humedad y la putrefacción.

Un chakrano tira del carro, que avanza lentamente. Está oculto bajo un
sombrero de ala ancha, y su pala y escoba viajan en lo alto de la pila de
deshechos: estiércol de caballo, verduras podridas y el cadáver de un perro
cubierto de moscas. Se nota que había sido un animal precioso, con una
mandíbula ancha y musculosa, del tipo que la aristocracia aquitana usa para
cazar. Ahora no es más que basura.

—Camina con más lentitud —dice Leo—. El olor de ese perro está a punto de
derribarme.

—Pero cuanto más lento caminemos, más tiempo estaremos aquí —le digo, y
él hace una mueca.

—Buen apunte.

Así que avanzamos con pausa tras el carro, pero cuando cruzamos un árbol de
rumdul arranco un puñado de flores. Coloco una en mi oreja y sostengo otra
cerca de mi nariz. Leo sujeta una flor y hace lo mismo, pero no ayuda
demasiado. El olor se vuelve más y más penetrante a medida que caminamos,
hasta que, por fin, salimos del túnel y volvemos a ver los rayos calurosos del
sol y nubarrones de moscas, vivas y muertas.

El vertedero se encuentra en un claro enorme a los pies de una caldera


volcánica: un campo pantanoso y cubierto de piedras donde, en lugar de arroz
o azúcar, se siembra la basura de la ciudad. Objetos rotos, animales muertos,
restos, desperdicios. Y más almas de las que esperaba. Las cosas mueren
aquí. Hay ratas por decenas, pero eso lo podría haber adivinado. Hay otras
cosas también: varios gatitos, que juegan con los lazos de la bolsa en la que
fueron descartados. Gaviotas y buitres, que picotean los deshechos. Incluso
hay un n’akela, de fuego frío, que camina por la orilla del claro. Intento
reprimir un escalofrío pero no lo consigo. ¿Cómo habrá sido su muerte, aquí,
en el vertedero?
El barrendero de la calle no se detiene a mirarlos, por supuesto. Él solo
camina despacio por una senda que bordea los árboles: cerca de la carretera
principal, la basura forma pilas muy altas y es imposible escalarlas. Pero,
cuando se desvía hacia un montículo que está a punto de derrumbarse, a
medio camino por el claro, Leo y yo avanzamos por la carretera angosta.

No somos los únicos aquí. La gente deambula, a través de las nubes de


insectos, buscando cosas entre la basura. Chatarreros vestidos con harapos,
algunos con mangas largas que me hacen preguntarme qué habrá debajo.
Estiro la mano para colocarme el chal sobre la cicatriz del hombro. Estas
personas son delgadas y están desesperadas, pero no son peligrosas.
Mantienen la cabeza baja mientras pasamos y evitan mi mirada.

A medida que caminamos, encontramos pilas cada vez más pequeñas y más
viejas: hay huesos en lugar de cuerpos, polvo en lugar de carne en
descomposición. Al final del claro, hay troncos grises por aquí y allá, y
enredaderas verdes que trepan por el lado de la caldera que limita con la
ciudad. Mientras nos abrimos paso a través de la vegetación irregular, veo la
saliente de roca que mi madre me dijo que buscara. Es una roca negra
manchada de guano y sembrada de gruesas raíces.

El pasadizo tiene que estar allí, en alguna parte: una grieta imperceptible en
la losa que abra un camino bajo la tierra. Recorro la roca con la mirada
buscando la entrada y, entonces, tropiezo con un gran guijarro. A causa del
peso que cargo, pierdo el equilibrio y caigo de rodillas.

—¿Estás bien?

Leo me sujeta del brazo y me ayuda a levantarme. Tengo el dedo del pie
dolorido, pero asiento con la cabeza y le lanzo una mirada fulminante a la
tierra. De repente, mi expresión se ablanda. Aquí, en la hierba, está el
guijarro que me hizo tropezar. No es una roca volcánica gastada, sino algo
liso, del tamaño de un gato. Con cuidado, me inclino para mirar más de cerca.
Retiro las hojas y se revela un signo familiar tallado en la piedra: la línea y el
punto, como el sol naciente. El signo de la vida.

Un escalofrío me recorre y doy un paso atrás. Leo frunce el ceño.

—¿Qué es esto? —pregunta.

—Parece una tumba.

Ahora que presto atención, veo las losas dispersas. Están ocultas bajo raíces,
se asoman entre las hojas caídas.

Él sigue mi mirada.

—Son muchas.

—Y muy pequeñas. —Me doy vuelta para mirar el vertedero, con los
desperdicios que la ciudad descarta. Más allá, las tumbas diminutas, justo a
las afueras del túnel que conduce al templo. Con el estómago revuelto,
entiendo por qué mi madre conocía el camino. Hablo tratando de esconder el
temblor de mi voz—: Leo, ¿qué sabes de Le Trépas?

Su cara se transforma.

—Lo suficiente.

—¿Alguna vez has escuchado las historias sobre sus novias?

—Es un buen eufemismo —murmura—. Oí decir que eran chicas que vivían en
la calle. Les daba techo, comida y dinero. A cambio, lo único que pedía era el
alma de sus hijos. —Se le rompe la voz y vuelve a mirar alrededor—. Aunque
tal vez no fueran solo historias.

Sus palabras se asientan como cenizas en mi cabeza.

—¿Crees que lo sabían?

—¿Las chicas? No, ¿cómo iban a saberlo? —dice con seguridad.

—¿Cómo iban a ignorarlo? —grito, de repente. Un par de palomas posadas en


los árboles se asustan y salen volando—. ¿Cómo no iban a saberlo, con un
hombre como él?

—Los hombres como él nunca dicen la verdad, no explican lo que en realidad


ofrecen. —Leo aprieta la mandíbula y habla entre dientes—. E incluso si
algunas sospechaban… Jetta, tú sabes lo que es tener hambre y estar
desesperada. Y sabes lo que es apostar a pagar un precio después para
sobrevivir ahora.

Lo que dice es cierto, pero me niego a admitirlo. Así que me doy vuelta y
empiezo a caminar hacia la hendidura en la roca, pero Leo se acerca y me
sujeta del brazo.

—Espera, Jetta.

—¿Qué?

—Estás enfadada y no sé por qué. Yo… —Respira hondo y suelta mi brazo,


pero no intento alejarme—. No sé si es un cambio de humor, o algo que yo
pueda arreglar.

Me pongo tensa: menciona mi malheur de pasada.

—No es tu responsabilidad arreglarme, Leo.

—Ya lo sé, pero yo… —Esboza una leve sonrisa, torpe, y se señala el pecho
vendado, bajo la camisa que mi padre le dio—. Solo trato de saldar una deuda.

Dudo, recordando que también está bajo el vendaje: su tatuaje, su pecado. La


vida. ¿Qué deuda está tratando de saldar, en realidad? Y todas estas piedras
en el claro, marcadas con el mismo símbolo: tumbas para quienes pecaron
solo con nacer. También es mi pecado, pero sobreviví. Tal vez por eso esté
maldita. ¿Hay libertad en sobrellevar las cicatrices o en revelárselas al
mundo?

Y si no es al mundo, a quienes quieran escuchar.

—Sé por qué mi madre conocía el pasadizo —digo, por fin, y señalo con un
gesto la grieta en la roca—. Ella vivió en la Corte del Infierno antes de
conocer a mi padre. Escapó durante La Victoire pocos días después de que yo
naciera.

Leo trata de digerir mis palabras. En las copas de los árboles, las hojas crujen
con una brisa extraña. Después de un tiempo, saca la flor blanca de su bolsillo
y la deja caer sobre la tumba que está a sus pies.

—Me alegra que las dos pudieseis escapado. Hubo muchos que no lo lograron.

Lo miro boquiabierta.

—No lo entiendes.

—¿Qué?

—Le Trépas es mi…

Me quedo sin voz: no quiero terminar la frase. Pero Leo solo sonríe.

—Olvidas con quién estás hablando.

—Legarde no es malvado —le digo, y su sonrisa desaparece.

—Olvidas cómo encontré a mi madre. —Leo suspira—. Estos hombres no son


nada. Tu verdadero padre es un hombre amable, un buen padre. Él te quiere y
tú lo quieres a él.

—Pero esto, esta cosa que he heredado. —Aprieto la tela del sarong, como si
pudiera arrancar de mi carne las partes que no me gustan—. Es suya, estoy
segura.

—¿Tu locura? —Leo levanta una ceja, y aunque no me refería a eso, no puedo
corregirlo—. La locura no define si eres una buena o una mala persona. Las
acciones te definen. Y tus acciones son tuyas y de nadie más.

—Ya lo sé —le digo, pero no me sirve de mucho consuelo.

No puedo dejar de pensar en las cosas que he hecho: observar a Jian mientras
se retorcía en la tierra, entregar a Eduard a la venganza de los muertos. No
puedo olvidar que la sensación de poder tiene el sabor dulce del azúcar. Pero
Leo frunce el ceño y mira a través de los árboles.
—Deberíamos irnos —dice en voz baja, y el tono de su voz me hace erizar la
piel.

—¿Qué pasa?

—No lo sé —responde en un susurro—. Pero, de repente, todo está muy


silencioso.

Tiene razón. Ya no se oye el canto de los pájaros ni los chillidos de las ratas.
Miro alrededor del claro, pero lo único que veo son pequeñas almas a la
deriva. Entonces, frunzo el ceño. El n’akela está aquí, cerca de los árboles.
¿Nos habrá seguido a través del vertedero? Y si es así, ¿qué quiere? Me
humedezco los labios mientras recuerdo las palabras de mi madre. Monjes
caídos, almas sin paz.

—Vámonos.

Leo asiente. Coloco la mochila que llevo sobre los hombros y camino hacia las
rocas dando pasos largos. Leo me sigue de cerca, con la mano sobre la
pistola. Aquí está el túnel, donde un viento frío se cuela entre los labios de
piedra como el susurro de la Muerte. Yo me escabullo en el interior, en la
oscuridad. Mi madre había salido de allí al menos una vez.

¿Habrá regresado alguna vez con las manos vacías?

—Espera, Jetta.

Oigo que Leo avanza a tientas con el farol, a mi espalda. He olvidado que no
hay luz. Cuando me alcanza, el farol hace danzar mi sombra en la pared de
roca: una chica y su carga en la penumbra. Pero, antes de que pueda retomar
el paso, me sujeta del brazo.

—Quédate quieta.

—¿Por qué?

—Shh.

Me quedo a la espera, pero solo se oye el sonido del viento en el túnel. Leo
vuelve a sacudir la cabeza, igual que antes.

—Nada.

Suena aliviado, pero no hace desaparecer mis miedos. Las almas no hacen
ruido. Y a la distancia veo una luz, ¿o será el movimiento de nuestras
sombras?

—Vamos —digo y retomo el camino.

Agachando la cabeza por el estrecho pasadizo, nos abrimos paso en la tierra


fresca. El mapa tiembla en mi mano y lo leo a la luz de los muertos. La roca
volcánica del túnel es suave y ondulada como la enorme garganta de un
animal de piedra. Cada cierto tiempo, parches de obsidiana cubren las
paredes. Es negra y vidriosa como el agua en un estanque a medianoche, y
atrapa la sombra tenue de nuestros reflejos. Más adelante, se oye un aleteo
suave: murciélagos, sin duda. Sus almas cuelgan de la parte superior del
túnel como lámparas.

¿Y atrás? No se oyen sonidos, y con la luz del farol se me hace difícil ver si
algo se acerca.

—¿Has oído algo? —pregunta, entonces, y yo me pongo tensa.

—No, ¿y tú?

—No, pero sigues mirando hacia atrás.

—No hay nada —digo, deseando que sea verdad. ¿Por qué nos seguiría un
n’akela? E incluso si nos alcanzara, ¿qué podría hacer? Intento espantar mis
temores: no es más que paranoia, el recuerdo de las tumbas, la opresión
oscura del túnel. Respiro profundamente para tratar de aclarar mis
pensamientos, pero siento el sabor del aire podrido en la lengua.
Seguramente, sea el hedor de los vertederos, nada más.

Nos movemos agazapados bajo salientes voluminosas, chapoteando en


charcos lechosos, pero el olor a descomposición es cada vez más fuerte.
Cuando llegamos al final del túnel, veo por qué. El mapa nos ha llevado al
fondo de un pozo húmedo, abierto en la tierra por manos humanas. Unas
escaleras que ascienden hacia la penumbra rodean el lado del pozo, pero hay
un cadáver grisáceo tendido en el lodo.

Asustada, me doy vuelta, pero no hay nadie más aquí, ningún asesino al
acecho listo para atacar. Y por el olor, se nota que el hombre lleva muerto
mucho tiempo. No hay alma a la espera, no hay destellos en este agujero
aparte del farol y los espíritus de los murciélagos que sobrevuelan.

—¿Qué le ha sucedido? —pregunta Leo, con voz apagada.

Se ha llevado la manga sobre la boca para respirar a través de la tela de su


chaqueta. Con la otra mano, sostiene la luz, aunque se queda cerca de la
pared, lejos del cuerpo.

—Fíjate tú, ya que tienes tanta curiosidad.

Pero no puedo evitar observarlo. No hay una señal clara de la causa de


muerte: no hay herida de bala, ni corte en la garganta, aunque hay una marca
en la frente del hombre. Un símbolo familiar: el punto y la línea. La vida.

Un escalofrío me recorre, más profundo que el frío del túnel: monjes caídos,
almas sin paz… o discípulos. ¿Cómo había muerto ese hombre? ¿Alguien lo
había marcado como yo había marcado a Eduard? ¿Había otros como yo,
capaces de guardar un alma errante bajo una piel?
Es un misterio que no tengo ganas de resolver. Con cuidado, paso cerca del
cuerpo, en dirección a la escalera de caracol que rodea el pozo. Maldigo: al
final de la escalera hay una reja metálica que las almas de los murciélagos
cruzan volando en espiral hacia el cielo.

Leo me sigue, entrecerrando los ojos. Bajo la escasa luz de la lámpara, ¿podrá
ver la reja?

—No creo que mi madre supiera que ahora hay barrotes —le digo.

—Tal vez podamos encontrar una forma de abrirla. Si todo lo demás falla,
puedo volver atrás, salir del pasadizo y tratar de llegar hasta aquí en la
superficie para abrir la reja desde el exterior.

—Si crees que me voy a quedar aquí una noche sola con un cadáver, eres tú el
que está loco.

Me vuelvo para mirar a Leo, pero lo que veo es un destello azul por el rabillo
del ojo. Es el n’akela. Nos ha seguido hasta aquí. Se me corta la respiración y
Leo se vuelve al escucharme, pero ¿cómo puedo explicar lo que estoy viendo?
Entonces, un perro enorme aparece como una sombra justo detrás del alma.
Los dos podemos verlo. El olor a descomposición llega antes que el recuerdo:
lo reconozco, es el perro del carro de estiércol, el que estaba cubierto de
moscas.

—Mon dieu. —El susurro de Leo hace eco en el pozo mientras el mastín
enseña sus dientes amarillos entre los labios negros—. ¡Pensé que esa cosa
estaba muerta!

Estaba muerto, de eso estoy segura, pero no puedo decírselo. Apenas alcanzo
a entenderlo. ¿Nueva vida en un cadáver? ¿No es eso lo que yo hago? La
única diferencia es que primero pinto las pieles.

Las náuseas me invaden a medida que el perro se acerca poco a poco. Leo
busca el arma, pero lo detengo.

—Puede que haya guardias arriba —le digo, y señalo la reja con la cabeza.

Después, un gruñido bajo resuena en la garganta del perro.

—Estoy más preocupado por lo que hay aquí abajo —murmura, sin hacerme
caso.

Pero ¿cómo puedes matar lo que ya está muerto? Encuentro la respuesta un


instante después: con fuego. Así que, antes de que Leo apriete el gatillo, le
arrebato el farol y se lo arrojo al animal.

El cristal estalla a los pies del perro y lo baña con una lluvia de aceite
ardiente. La criatura aúlla, envuelta en llamas, y escapa por el túnel. La luz
del fuego se desvanece a medida que se aleja. Solo yo puedo ver el resplandor
azul del n’akela cuando se acerca al cadáver que yace en las escaleras y se
desliza dentro de él como si fuera un traje de piel.

Un destello de luz, y el hombre muerto abre sus ojos blanquecinos. Siento el


olor amargo de la muerte en mi garganta.

—¿Qué ocurre? —dice Leo, con los ojos muy abiertos mientras trata de ver en
la repentina negrura. ¿Qué puedo responder? «Jamás hay que mostrarlo,
jamás hay que explicarlo». Pero todavía estoy conmocionada: nunca he visto
un alma hacerse con un cuerpo sin mi ayuda, sin mi sangre. Ahora sé por qué
mi madre no encontraba paz al saber que todos los monjes de Le Trépas
habían muerto en La Victoire.

¿Habrían pasado de cuerpo en cuerpo durante los últimos dieciséis años? Los
cuerpos sobran en Chakrana. Me aclaro la garganta.

—Leo, sube las escaleras. Revisa la reja.

Pero, en la oscuridad, el muerto se ríe.

—Con o sin luz, igual puedo oler tu sangre, hermana.

Me quedo helada al oír esa palabra. ¿Hermana? Pero Leo apunta el arma
hacia el sonido y la pistola se mueve en al aire de un lado al otro como la
cabeza de una serpiente.

—¿Quién es ese?

—Soy el guardián del camino. —El cuerpo se pone de pie, y se dirige hacia mí
—. Bienvenida a casa.

—¿Qué quieres? —susurro. El cadáver sonríe: labios magullados, dientes


blancos y ojos de un azul brillante—. Deberías estar muerto.

—¡Ponte detrás de mí, Jetta!

Leo quita el seguro del arma. Le tiembla la mano, pero el muerto no se


inmuta.

—¡Vete, Leo! —le digo, empujándolo escaleras arriba.

—¡No sin ti!

Ciegamente, busca mi brazo. El hombre hace lo mismo.

Me aparto de los dos y doy un puñetazo contra la pared de piedra áspera.


Entonces, me pongo de rodillas a los pies del cadáver. Enseguida, se
aproximan las almas, gusanos, insectos y animales que viven bajo la tierra.
Cuando los dedos grises del muerto se hunden en mi pelo, meto un gusano en
su zapato.

—Abajo —le susurro, y el vana hunde el pie del muerto en la tierra fangosa.
El cadáver pierde el equilibrio y se tambalea. Me libero de su mano y subo las
escaleras.

—¿Jetta?

Leo abre mucho los ojos en la penumbra. Cuando agarro su mano, él me


levanta. Pero a medida que corremos a toda velocidad por la piedra
resbaladiza, el estertor de una risa nos persigue. Vuela como el alma de los
murciélagos, hasta la reja, donde Leo y yo nos detenemos. Leo apoya el
hombro contra el hierro y empuja pero, aunque la reja se mueve, no se abre.

—Está cerrada con candado —dice Leo, pero lo empujo a un lado.

—Muévete.

Deslizo la mano a través de los barrotes y palpo el borde oxidado de la reja. El


candado es sólido y fuerte. Con la sangre de mi nudillo, trazo el símbolo de la
vida. No alcanzo a ver qué alma se desliza en su interior, solo el pequeño
destello, y susurro:

—Ábrela.

El metal rechina, los tambores giran. Quito el candado y lo arrojo al suelo. El


aire silba a través de los dientes de Leo cuando yo abro la reja de par en par,
pero no dice nada mientras ascendemos hacia la luz. Vuelvo a mirar en
dirección al pozo y veo que el muerto me observa.

Cierro la reja detrás de nosotros antes de que pueda seguirnos y, aunque no


sé si servirá de algo, me aseguro de cerrarla bien.
Capítulo 19

Leo y yo salimos a un jardín abandonado. La hierba está cubierta de malezas


y hojas de palma secas; enormes plantas de orejas de elefante ondean en la
brisa. A los pies de un viejo árbol de lima, las frutas se pudren, y hay
estanques verdes rodeados de guijarros.

Debe haber sido precioso este jardín de meditación enclavado detrás del
enorme templo de piedra: la Corte del Infierno, solían llamarlo. El Palacio de
la Muerte. Ahora es una cárcel: un montón de piedra escondido detrás de las
copas de los árboles, con demonios tallados en las paredes y ventanas
resguardadas por barrotes de hierro. Me estremezco al ver el edificio, pero no
es la leyenda lo que me asusta. Es la oscuridad. Los templos que vi brillaban
con la luz de espíritus. A la Corte del Infierno solo la iluminan las antorchas.

Ahora que nos hemos cruzado con el muerto en el fondo del pozo, entiendo
por qué las otras almas han abandonado este lugar.

Nos agazapamos detrás de una enredadera de campanillas y Leo está tan


cerca de mí que puedo sentirlo temblar.

—Estaban muertos, ¿no? —dice, pálido. Pero no es una pregunta. Yo trago


saliva.

—Tú lo has visto.

—¡Lo olí! ¡Mon dieu, Jetta! —Leo se pasa las manos por el pelo—. Pero se
puso de pie, habló. Era uno de los monjes, ¿verdad? Uno de los seguidores de
Le Trépas.

—¡Shh!

Habla demasiado fuerte y ese nombre es una maldición, ahora lo entiendo. No


importa lo gruesos que sean los muros de piedra de la cárcel, nunca llegarían
a encerrar un alma. Tampoco la reja que cubre el pozo. Incómoda, agarro a
Leo de la mano e intento seguir caminando, pero aunque él envuelve mis
dedos con los suyos, no quiere moverse.

—¿Qué sucede?

—Jetta… —Leo traga saliva. Las hojas se agitan con la brisa sofocante, un
mosquito zumba cerca de mi oído—. Te dijo hermana.

A pesar del aire cálido del jardín, me recorre un escalofrío. Quiero explicar las
palabras, decir que eran una burla, pero sé que fueron más que eso.

Toda mi vida pensé que Akra era mi único hermano. ¿Por quiénes debería
haber rezado?

«Bienvenida a casa», había dicho el cadáver. Qué espanto, un espíritu


maligno en un cuerpo putrefacto. Pero el n’akela se había hecho con el
cadáver con la misma facilidad que yo manejo las almas. No es de extrañar
que mi madre odie lo que yo soy capaz de hacer.

Leo se vuelve hacia mí, pálido a la luz de la luna.

—¿Estás…?

Entonces deja de hablar y sacude la cabeza, pero no puedo dejarlo pasar.

—¿Si estoy qué? ¿Si estoy muerta, si soy uno de ellos?

Antes de que Leo llegue a responder, sujeto sus dedos y los llevo a mi
garganta, donde siento el pulso latir. Y ahora, bajo el calor de su mano, late
incluso más rápido. Él está muy cerca y puedo oír su respiración agitada.

—Iba a preguntarte si estabas bien.

—Mentiroso.

Él solo se encoge de hombros. Pero sus ojos contemplan los míos y me


acaricia la barbilla con la ligereza de una pluma. Apenas logro disimular un
estremecimiento.

—Viste que algo nos seguía a través del vertedero —me dice, y yo aparto su
mano, pero él no me suelta.

—Una premonición.

—¿Y cómo abriste el candado de la reja? —murmura—. No tenías la llave.

—Estaría oxidada.

Entonces aleja la mano, pero no aparta la mirada.

—Sé que no vas a responderme con la verdad. Pero muchas cosas han pasado
desde esa noche en Luda, cuando marcaste la mano de Eduard con tu sangre.

Al oír sus palabras, me pongo nerviosa. Quiero ocultar mis manos


ensangrentadas en los pliegues de mi sarong, pero, en su lugar, aprieto los
puños.

—Y todavía nos quedan muchas más por delante. ¿En qué dirección está la
posada?

Durante un momento, pienso que seguirá discutiendo, pero solo sacude la


cabeza.

—Bueno, vamos.

Agachados bajo una maraña de buganvillas, bordeamos uno de los estanques.


Estatuas de piedra tallada parecen mirarnos desde la vegetación enmarañada.
Al borde del jardín, hay un muro caído. Leo hace un estribo con sus manos
para ayudarme a trepar y luego me sigue. A medida que emergemos de las
sombras, dejamos el templo atrás y comenzamos a caminar sin escondernos.

Allí, en la carretera principal, Leo hace una pausa para orientarse. Aunque no
debemos quedarnos en la calle, no puedo evitar observarlo todo.

Cuando hacíamos el circuito (¿fue apenas el año pasado?) una de nuestras


paradas regulares era la finca de Monsieur Audrinne. Su mujer era joven y
hermosa, nacida en Lephare, la capital de Aquitan, la tierra del oro y el
glamour. Monsieur, por otro lado, era viejo y rico, y vivía en un valle de
Chakrana. Tal vez fuera un paraíso para algunos, pero no para su mujer.
Claro que ella esperaba cosas muy elegantes a cambio de vivir allí, con él, tan
lejos de lo que consideraba la «civilización», así que gran parte de la riqueza
de su marido sirvió para traer la civilización hasta ella.

Artistas y poetas, músicos y cantantes, todos actuaban en el salón de


Madame. Invitó a una compañía de circo de las Tierras del León a su gran
jardín, incluido un elefante con colmillos adornados por hojas de plata. Su
mansión albergaba una vasta colección de pinturas de artistas de todo el
mundo, y todos los lienzos tenían marcos de oro.

Incluso antes de que yo supiera de las propiedades curativas del manantial,


mi ilustración favorita siempre había sido una que representaba Les
Chanceux: un grupo de mujeres pálidas y lánguidas que se bañan en una
piscina brumosa. Pero el cuadro más grande, que ocupaba el lugar de honor
sobre la enorme chimenea, era un paisaje de Lephare, la Luz del Oeste: torres
con tejados de piedra y agujas de cobre, gabletes y ventanas interminables, y
todo bañado con la luz dorada de un hermoso amanecer.

Nokhor Khat debe ser prácticamente igual de grande.

Al principio, solo hay maravillas: brillo y resplandor. Una vez que pasamos la
zona abandonada que está cerca del templo, llegamos a un mercado vacío.
Los puestos coloridos ya están cerrados, pero delicadas lámparas de cristal
alumbran la plaza y majestuosos edificios dos veces más altos que los más
altos que he visto en Luda la rodean. Las ventanas, que también son de
cristal, están iluminadas: un resplandor limpio y claro que debe provenir de la
luz eléctrica. He oído hablar de ese fuego extraño, sin aceite, pero es la
primera vez que lo veo.

Ilumina los edificios elegantes: techos levantados revestidos por azulejos de


cobre azul al estilo antiguo de Chakrana; entradas de madera tallada,
enormes puertas doradas, decoradas con aldabas de bronce en forma de
dragones. El símbolo del rey, aquí en su capital. Las calles son rectas y
anchas y están muy limpias, bajo la mirada atenta de los barrenderos con sus
carretas.

Pero a pesar del glamour de la ciudad, algo me inquieta mientras caminamos.


¿Qué será? ¿El aroma persistente de la decadencia? ¿Las amenazas del
muerto o sus palabras de bienvenida? ¿O serán los soldados, la luz eléctrica
que se refleja en sus botas negras?

Vigilan las calles con más recelo que los barrenderos. Cada vez que pasamos
junto a alguno, tengo miedo de que mi chal se caiga y deje mi hombro al
descubierto. Si prestan atención, ¿notarán la forma de los fusiles en nuestras
mochilas? Siento cosquillas en la espalda, como si un ciempiés me recorriera
la piel. Aunque las armas pesan, camino cada vez más rápido y, cuando
llegamos a la posada, prácticamente estoy corriendo.

Le Livre es un edificio largo y bajo, e iluminado por dentro. Se parece a las


casas de las fincas y está orientado a lo largo del agua para atrapar la brisa a
través de los postigos de numerosas ventanas. Leo me lleva directamente a la
puerta ornamentada, que se asoma bajo una cascada de jazmines. El perfume
de las flores se mezcla con el olor del sudor y el hedor del vertedero que sigue
en mi pelo. Me siento demasiado sucia para tocar el picaporte, pero Leo entra
sin dudar y con una sonrisa.

Doy unos pasos, pero me quedo paralizada en el umbral. La sala principal es


gigantesca, y la decoración, increíble. Enormes puertas abiertas dan a los
jardines traseros, y del techo cuelgan montones de abanicos que acompañan
la brisa fragante con su movimiento. Hay sillas tejidas organizadas en
pequeños grupos alrededor de las mesas bajas de teca, donde un puñado de
hombres bien vestidos leen el periódico. Lámparas de gas alumbran la sala e
iluminan el objeto más maravilloso de todo el lugar: una estantería llena de
libros que se encuentra justo frente a la puerta principal.

Nunca antes he visto tantos libros juntos. Ni siquiera sabía que había tantos.
Algunos de los dueños de las plantaciones tenían un par, o al menos se
jactaban de tenerlos, aunque por lo general los libros estaban bajo llave en el
estudio. Madame Audrinne tenía una preciada colección de diecisiete:
conservaba la mayoría en el salón, pero nunca los leía, aunque sus sirvientes
los desempolvaban a diario. Pero aquí hay decenas, o tal vez cientos.

Me quedo de pie junto a la puerta y siento que no puedo dar un paso más, que
no pertenezco aquí. Pero Leo me empuja al interior, hacia la estantería y el
amplio escritorio que hay delante. Ahí está sentado un hombre, esbelto y de
aspecto solemne, de piel negra y con una sonrisa cálida.

—¡Siris! —exclama Leo—. ¿Sava?

—Sava. —Su voz es sonora y tiene un acento suave. De pronto, todo cobra
sentido, y los libros también: debe venir de las Tierras del León, que están al
sur y al oeste de Chakrana. Dicen que en esos países hay muchos saberes,
que las coronas de las ciudades son universidades. Se pone de pie para
estrechar la mano de Leo sobre el escritorio—. ¿Y tú?

—Sava —responde Leo, aunque con menos entusiasmo. Después, hace una
mueca y un gesto con la mano—. Pero fue comme ci, comme ça un rato.

—Me enteré. —La expresión de Siris es grave, pero me dedica una tímida
sonrisa—. Tú debes ser Jetta. Tus padres ya están aquí. Mis hijas están
preparando las habitaciones donde dormiréis. Los baños aún deben estar
tibios, si queréis quitaros el polvo de la carretera.

—¿Baños?

Me quedo sin aliento con solo pensar en ese lujo, o tal vez esté cansada por la
caminata. Luego, le hace un gesto con la mano a una chica.

Ella sonríe y me indica un pasillo.

—Por aquí, por favor.

—Seré feliz de quitarme más que el polvo —dice Leo, aliviado. Se saca la
mochila y la apoya en el suelo con cuidado. Solo escucho el tintineo del metal
porque estoy atenta. Hago lo mismo mientras Leo baja los ojos y luego vuelve
a mirar a Siris—. ¿Hay alguien que pueda guardar nuestro equipaje?

—Por supuesto —responde Siris, señalando a una mesa en la esquina donde


dos hombres bien vestidos de Chakrana toman sus bebidas. Cuando Siris hace
un gesto, uno de los hombres le murmura algo al otro; ambos vacían sus tazas
mientras Siris vuelve su atención hacia nosotros—. Ahora es tiempo de que
descanses. Veo que ha sido un largo viaje. Me alegro de que hayáis salido de
Luda antes de que comenzaran los combates.

—¿Te refieres a La Fête? —Leo sacude la cabeza—. Estábamos allí ese día.

—No, me refiero a la noche siguiente.

Leo se pone tenso. Las emociones cruzan su rostro como sombras: conmoción
frente al dolor, miedo ante la incertidumbre. Mi corazón se vuelve pesado
como una piedra.

—¿Qué ocurrió?

Antes de contestar, Siris levanta una mano. La muchacha alta se aleja y finge
arreglar las cortinas, y los hombres de la mesa vuelven a sus asientos.

—Solo he escuchado rumores, por supuesto —susurra el posadero—. Y los


rumores siempre son peores que…

—Cuéntamelos.

—Los informes varían, pero hubo una especie de rebelión entre los soldados.
Una cuarta parte del batallón fue masacrado —dice, con tono apenado, como
si fuera su culpa.

Leo se apoya sobre el escritorio mientras digiere las palabras, y a mí se me


hace un nudo en el estómago al oír las noticias.

—¿Cómo es posible?

Siris se encoge de hombros, incómodo.


—Algunos están seguros de que fueron los rebeldes, pero otros dicen que
fueron los propios hombres de Legarde que se volvieron contra él. El
questioneur, comentan.

—¿Eduard?

Leo me mira. Abro la boca, pero ¿qué puedo decir? Un cuarto del batallón. La
monja del templo, ¿qué había dicho? Nos has enviado muchos.

—Por desgracia, el capitaine Legarde fue herido de gravedad —agrega Siris


con tacto; debe conocer la relación entre Leo y el capitaine—. Pero es
probable que se recupere.

—Entonces, ¿quién está al mando? Espero que no sea Pique. —Siris solo hace
una mueca, y Leo maldice por lo bajo—. Eso explica lo que sucedió en Dar
Som.

—Se rumorea que el capitaine Legarde se ha levantado de la cama para


controlarlo, pero tardó demasiado. Dicen que la moral estaba bastante baja.
Había muchos oficiales listos para descargar sus frustraciones en los demás,
en cualquiera.

—Necesito pluma y papel —dice Leo—. ¿Puedes llevar un mensaje a la oficina


de telégrafos por mí? Si no, me iré yo mismo.

—Me temo que el telégrafo en Luda fue dañado por el incendio.

—¿El incendio?

—Hubo un motín en los muelles. La gente ya estaba nerviosa después de las


explosiones. Cuando oyeron los disparos…

En un ataque repentino de ira, Leo le da una patada a las armas que están en
el suelo.

—¡La oficina de telégrafos está casi en el centro de la ciudad! ¿Hasta dónde


se extendió el fuego?

—Como he dicho, solo es un rumor —responde Siris, con prudencia.

—¿Hasta dónde?

—Es posible que el teatro se viera afectado.

El teatro. Las chicas. Y todo por culpa de Eduard. Por mi culpa. Me empiezan
a temblar las manos, pero Leo respira profundamente. Tiene el rostro pálido y
el dolor que hay en sus ojos es más profundo que una herida. Trato de sujetar
su mano, pero me aparta.

—Leo…
—Ve a descansar, Jetta. Cumpliste con tu parte del trato, no olvidaré la mía.

Leo saca un puñado de monedas de su bolsillo y se vuelve hacia Siris.

—Necesito que mandes una carta al palacio. Y también necesito un caballo


veloz. Tengo que volver a Luda.

Me sorprendo, pero Siris no acepta el dinero.

—Solo avísame cuando quieras marcharte. Tendré todo preparado.

—Tan pronto como sea posible —dice Leo—. Esta noche.

Después se vuelve hacia mí y, por un momento, vislumbro la dulzura que


había visto en él mientras dormía en los escalones de nuestra caravana.
Recoloca mi chal y cubre bien la cicatriz de mi hombro. Después, esboza la
misma sonrisa burlona de siempre, pero no hay encanto en sus ojos.

—Adiós, Jetta.

Antes de que yo pueda protestar, Siris gesticula de nuevo. Los hombres que
están en las mesas se acercan y se llevan las dos mochilas, la mía y la de Leo.
Siguen a Leo y a Siris hasta una pequeña oficina y cierran la puerta con
firmeza detrás de ellos. La chica se aleja de las cortinas y me sujeta por el
brazo.

—Ven, cher —dice ella—. Haré que lleven tus cosas a la habitación. Vamos, te
guiaré a los baños.

Aturdida, la sigo por el pasillo, y en mi mente los recuerdos danzan como


sombras en el telón. El fuego frío del n’akela, el filo de la navaja, el momento
en que marqué la mano de Eduard. Y sus gritos. Después, el olor del teatro, el
sudor rancio y el perfume viejo. La sonrisa pícara de Cheeky, sus manos
suaves. El dulce y doloroso canto del violín.

Si La Perl se incendió, es porque no pude controlarme. Eduard me perseguía


por lo que el capitaine Legarde me vio hacer, por el espectáculo que monté en
la carretera. El peso de la culpa oprime mis hombros como un yugo, como la
carga del pecado. Intento convencerme de que no había modo de anticiparlo,
recuerdo lo que dijo Leo sobre la apuesta por sobrevivir. Pero su frase pierde
sentido y no puedo engañarme a mí misma.

Los baños son tan lujosos y acogedores como el resto de la posada. Hay
bañeras profundas talladas en basalto y cabezales de ducha de cobre
martillado, que vierten el agua caliente de las cuencas del techo. Incluso hay
jabón en copos, salpicado con flores secas de lavanda y batas más suaves y
gruesas que los tapices que cuelgan de las paredes. Es tan tarde que tengo el
lugar para mí sola.

Así que nadie puede oírme llorar.


Querida Theodora:

Lamento no haber respondido antes. Me cuesta creer que ya ha transcurrido


más de un año. Espero que no hayas pasado estos meses creyendo que mi
silencio nació de la ira o la culpa. A decir verdad, hasta hoy, no tenía
respuesta a tu pregunta.

En tu carta, me preguntabas si había algo que pudieras hacer por mí. No


tenía nada que pedirte, en ese momento. A veces, no se puede continuar con
el espectáculo. Pero espero que no sea descortés responderte ahora.

He conocido a una chica y le debo un favor. Ella necesita llegar a Aquitan


para recibir la cura que merecía Mei. Sé lo que estás pensando. Sé lo que él
diría. Pero no es una amante secreta ni una novia. Es una artista del teatro de
sombras que viaja con su familia, y no hay nada entre nosotros: ni siquiera
nos hemos besado. Pero hay algo acerca de ella, algo que quiero salvar. O
detener. Y puedo hacerlo, pero solo si cuento con tu ayuda.

Entonces, si tu ofrecimiento sigue en pie, sí hay algo que puedes hacer. Se


hospedan en Le Livre y necesitan un lugar en tu barco.

Siempre esperanzado,

Leonin
Capítulo 20

Tardo un rato conciliar el sueño. Antes, me reencuentro con mis padres, y me


doy cuenta de que temía ver a mi madre con otros ojos después de haber
recorrido los mismos túneles que ella. Pero, cuando extiende los brazos, corro
a abrazarla. Ya no la veo como antes, es verdad, pero la imagen que veo no es
la que yo temía.

—Estoy feliz de que estés a salvo —murmura, pero yo solo asiento y sonrío.
Ella no tiene por qué saber lo que descubrí en los túneles. O tal vez ya lo
sabe.

Aunque estamos todos juntos otra vez, y la cama es cálida y suave,


permanezco despierta, inquieta. No puedo sacar el teatro de mi mente.
Durante un instante, siento el olor del humo y me pregunto si lo estoy
imaginando o si algo se incendia en la posada. Cuando por fin salgo de la
cama y abro los postigos, veo que todo está tranquilo: no hay llamas. Respiro
profundamente el aire fresco, endulzado con el aroma de las flores. En lo alto,
el cielo se vuelve rosado.

¿Será igual el amanecer en Aquitan? ¿Habrá rumdules al otro lado del mar?
Me alejo de la ventana del jardín y veo un sobre blanco en el suelo. Alguien
debe haberlo deslizado bajo la puerta durante la noche.

Lo recojo con manos temblorosas y lo abro. Con cuidado, saco una gruesa
tarjeta del interior y me quedo mirando la invitación con ojos incrédulos. Las
letras, negras sobre el papel blanco, danzan como sombras en el telón. No
tengo que leer lo que dicen para reconocer la historia que cuentan.

Debo haber hecho ruido, porque mi madre se levanta y se sienta en la cama, y


aunque no quiero soltar el papel nunca más, ella se merece esta alegría tanto
como yo. Así que se lo doy, y ella despierta a mi padre, y los dos exclaman
ante el papel grueso y delicado, recorren el pergamino dorado con los dedos,
inhalan la tinta fresca como si fuera perfume. Es algo muy pequeño, pero
hemos perdido mucho a cambio.

Después, frunzo el ceño. Dentro del sobre que contenía la invitación hay algo
más: una fina hoja de papel, plegada, que solo lleva escrita una L en el
exterior. Aunque el papel esté doblado, reconozco la escritura precisa y
delicada de La Fleur. Esta nota es para Leo.

Mientras mis padres se maravillan con la invitación, yo analizo la carta. La


tentación está allí, no hay sello de lacre. Pero me contengo y guardo el papel,
todavía doblado, de vuelta en el sobre.

Busco una excusa y le digo a mi madre que iré a preguntar por el desayuno.
Salgo de la habitación y me dirijo a la recepción de la posada. Es temprano,
pero Siris está allí, leyendo uno de los numerosos libros de la estantería.
Durante un momento, me siento como una chica de Le Verdu, con los pies
sucios y el vestido descolorido por el sol, muy consciente de que no hemos
pagado por su hospitalidad y de que probablemente no podamos hacerlo. Pero
levanta la vista cuando me acerco, coloca una cinta descolorida entre las
páginas y cierra el libro, para dedicarme toda su atención. Levanto un poco la
barbilla.

—Me gustaría enviar una carta a Luda.

—¡Luda! No mucha gente viaja hacia allí, al menos no desde que Leo se fue.
—Mira el sobre que tengo en la mano—. ¿No es la carta que acabas de
recibir?

—No. Bueno, sí. Pero en el interior había una nota para Leo.

Respiro tratando de sofocar una repentina oleada de emociones. Siris


extiende la mano.

—¿Quieres que me la quede? Puedo preguntar, buscar un mensajero, aunque


quizás tarde un poco.

Abro la boca: estoy a punto de decir que sí, pero algo me detiene. No quiero
que la carta se pierda, que Leo nunca sepa que su hermana la envió, que ella
no sepa si le llegó o si él la ignora otra vez. O quizás no quiero perder lo
último que me une a Leo. Viajamos mucho tiempo juntos, y nuestra despedida
fue demasiado breve. Seguramente veré a Theodora en el barco, así que tal
vez pueda devolverle la carta. Eso es lo que me digo a mí misma de pie frente
a Siris, sin soltar el sobre.

—No, merci —logro decir al fin. Entonces vuelvo a dudar. Puedo oler, a la
distancia, el aroma del café, esa rica y oscura infusión que adoraban los
Audrinne—. ¿Cuál es el precio del desayuno aquí?

Siris agita una mano.

—Gratis, gratis. Haré que os lo lleven a la habitación.

—Gracias —digo, pero él niega con la cabeza.

—Dale las gracias a Leo —responde—, si vuelves a verlo.

Las palabras se hunden como el filo de un cuchillo, pero asiento con la cabeza
e intento sonreír. Vuelvo a la habitación y guardo la carta en nuestro
equipaje, junto al libro de almas. Y, cuando llega el desayuno, parece tan
tentador que casi me devuelve el apetito.

Fruta madura cortada como si fueran gemas. Una tortilla tan delgada que es
casi translúcida, entre finas rebanadas de cerdo y cintas de cebolleta.
Buñuelos de masa frita espolvoreados con azúcar blanco que forma pequeñas
estrellas. Y una jarra entera de café, hervido con cardamomo y aligerado con
crema, tan dulce que me da dolor de estómago.

Mi madre come con ganas, pero mi padre no. Sostiene una taza de porcelana
con café, todavía llena.

—No sé qué haremos con Lani —dice al fin—. Creo que no podremos llevarla
con nosotros.

Las lágrimas escapan de mis ojos, pero ¿no lo supimos todo este tiempo? Y
conozco a mi padre, adivino lo que piensa.

—Quieres dársela a Siris.

—Si las dos estáis de acuerdo —dice mi padre, mirándome a mí y a mi madre


—. Su hija más joven cuida el establo. Lani ocupará una cuadra, junto a todos
los caballos de raza, y puede que le guste quedarse aquí.

Asiento con la cabeza, tratando de sonreír, tratando de olvidar que aquí nadie
necesita mantener un búfalo de agua, que probablemente será vendida, y solo
podemos esperar que sea para tracción y no para carne.

—A Lani y a cualquiera de nosotros —respondo, mientras sujeto un buñuelo.


Mi padre sonríe, aliviado, y por fin empieza a comer. Pero, a pesar del azúcar,
tengo un sabor amargo en la boca.

Después del desayuno, nos bañamos nuevamente y nos ponemos las mejores
ropas que tenemos. Después, me dedico a hacer nuestras bolsas de viaje.
Ahora que ya no tengo los fusiles, puedo guardar mis fantouches otra vez. Los
reúno y los acaricio mientras se mueven y susurran, mis viejos amigos. Son
todo lo que me queda. Quiero ser yo quien los lleve de aquí para allá, quien
soporte su peso cuando dejemos nuestro hogar para siempre.

Fuera del amparo de Le Livre, la ciudad se agita: la celebración ha


comenzado durante el mediodía, o quizás antes. Las calles rebosan de gente,
bulliciosas. Los acróbatas y bailarines actúan en mitad de la multitud. Los
vendedores se mueven entre la muchedumbre, llevando manjares en sus
carretillas: frutas y coco confitados, panqueques tibios de cebolleta,
esponjosos buñuelos de cerdo. Los petardos saltan en el aire y ahuyentan a
los vana que flotan con el viento.

Pero hay más soldados en las calles, con las manos en los rifles, y no está
permitido quedarse en el mismo lugar durante mucho tiempo. Mantengo la
cabeza baja, el pelo cae sobre mi rostro. A pesar del calor, me cubro bien los
hombros con el chal. Solo soy una chica chakrana entre cientos o miles, pero
no quiero darles a los soldados una razón para mirar mi cara.

Por suerte, la caminata desde la posada al muelle es corta, pero cuanto más
nos acercamos más se parece la celebración a un motín. Hay una energía
frenética en el aire, un temblor histérico que se acerca más al miedo que a la
fiesta.

Un muro de los deseos bordea el lado norte del muelle. Puede que alguna vez
haya servido de corral para el ganado, pero ya no hay nada en el patio. Ahora,
la cerca de bambú contiene mensajes para los que quedan atrás: los
desaparecidos, los muertos. Amuletos y cintas, pedazos de tela y de papel;
algunos con frases, algunos con dibujos y otros tan descoloridos que ya no se
sabe. Te echo de menos, te quiero, al final del camino… Y a los pies del muro
hay naranjas y otras ofrendas. Pequeños espíritus se agolpan alrededor de los
tributos. Las decoraciones cubren casi por completo los carteles pegados
debajo: victoire, sobre un hermoso perfil del general Legarde.

He visto muros como este en otras ciudades que hemos pasado, pero nunca
uno tan grande. Incluso hay quienes encontraron trabajo gracias al muro:
mujeres con escritorios portátiles y dedos manchados de tinta, que venden
transcripciones para los que no saben escribir, cinco étoiles por el papel de
morera, diez por una tira de seda. Me gustaría poder dejarle un deseo a Akra,
pero la multitud nos arrastra con demasiada rapidez y, por encima de las
cabezas, finalmente vislumbro el barco.

Es el más grande que he visto, mucho más grande que los pequeños barcos de
río con sus pequeños dioses, mucho más grande que los barcos de azúcar que
llevan la carga a la capital. Y no está hecho para el transporte, sino para el
placer. Le Rêve está pintado de oro y rojo de la suerte; sus velas son de seda y
están bordadas con escamas, y en el centro de la nave, volutas de vapor salen
de una chimenea que tiene forma de cabeza de dragón, como la marioneta
que llevo en la mochila. El pasamanos está decorado con banderines y flores
trenzadas: crisantemos y jazmines, orquídeas y rumdules. Y hay porteadores
que suben y bajan la pasarela al trote, cargando cajas de champán: nada está
racionado para el rey.

Nos acercamos al muelle y subimos detrás de un grupo de hombres que visten


librea de sirvientes y cargan una de las cajas. Se abren paso a empujones a
través de la multitud hasta que llegamos a un cordón de soldados que
protegen el muelle: una línea de uniformes verdes contra las ropas variadas
de los invitados y los refugiados. Un oficial deja pasar a los sirvientes, pero
cuando intentamos seguirlos, nos empuja hacia atrás con una mirada. ¿Es una
mirada de reconocimiento? No, es la misma mirada fulminante que le lanza a
toda la gentuza que se acerca al barco del rey. Pero una vez que ve nuestra
invitación, su expresión feroz se ablanda. Una invitación de La Fleur nos
diferencia del resto.

En cuanto cruzamos el cordón, el muelle está vacío y puedo respirar otra vez.
Inhalo profundamente, hasta que me duelen los pulmones con el dulce aroma
del vasto océano de zafiro. El río desemboca directamente en el mar de los
Cien Días, de un azul infinito. Tiene el mismo color que las aguas de Les
Chanceux, pero aquí las olas se extienden hacia el horizonte y más allá.

Si alguien me dijera que nunca terminan, le creería sin dudarlo. ¿Cuánto de


lejos está la costa? Sé que, en realidad, el viaje no dura cien días. Las
compañías que ahorran para las giras dicen que tarda una semana, tal vez
dos. Pero los kilómetros y kilómetros entre mi futuro y mi pasado nunca me
parecieron tan largos.

Me tiemblan las manos y, de repente, no puedo mover los pies. Pero, a


nuestras espaldas, una mujer le grita al oficial que acaba de dejarnos pasar:
—¿Por qué ellos? —vocifera mientras nos señala—. ¿Por qué ellos y no yo?

Ante su pregunta, la rabia estalla. ¿Sabe lo que hemos perdido? ¿Sabe lo que
he hecho? La pregunta se clava en mi garganta como una astilla de cristal y
me doy vuelta para responder, pero cuando veo su rostro, la reconozco; no a
la mujer, sino la mirada. Demacrada y vacía. Me trago la pregunta: por
supuesto que lo sabe. Las palabras pueden ser diferentes, pero nuestras
historias son iguales. El oficial la insulta y busca su arma.

—Retrocede —ruge—. ¡O te enviaré flotando río abajo, pero no en un bote!

La vergüenza se retuerce en mi corazón como un gusano en la fruta mientras


agacho la cabeza y obligo a mis pies a avanzar. Este no es momento de
detenerse. Es la culminación de todos nuestros viajes, el final del camino. La
travesía ha sido muy difícil, ¿por qué estos últimos pasos son todavía más
difíciles? Intento reunir valor. Esperamos en la pasarela hasta que los
sirvientes terminan de mover las cosas. Después, entregamos la carta con
ribetes de oro a un miembro de la tripulación.

—Bien —dice, y hace un gesto en dirección al barco—. Bienvenidos a bordo.

Mi padre asiente, y mi madre suspira. Me sujeto al pasamanos y subo las


escaleras de madera con los ojos bien cerrados. Y, en lugar de pensar en lo
que hay al otro lado del mar, recuerdo el largo camino que hemos recorrido
en la caravana. Los susurros del viento en la madera. El olor a humo y
colorete. Incluso a Lani, tan ansiosa por trabajar como por comer. Y a mi
hermano, con el ceño fruncido mientras pulía la cara de sándalo de la
Doncella que dejamos en el teatro de Luda. Mi corazón se aferra a los
recuerdos, como un puño a un objeto precioso.

Pero paso del muelle a la cubierta, y así como así, abandono las orillas de mi
mundo. Nada es igual. Nada volverá a ser igual.
TERCER ACTO
Capítulo 21

Me siento extraña mirando hacia el muelle. Desde aquí, el movimiento de la


multitud parece una danza escandalosa: los cuerpos que se empujan y
contorsionan, las caras retorcidas y cubiertas de sudor. Las personas se abren
paso a la fuerza. Su violencia se manifiesta en forma de golpes y empujones,
antes de que las rechacen en el cordón y terminen de nuevo entre la
muchedumbre. Cerca del barco, una mujer delgada se aferra a un pilote para
evitar que la arrastren de vuelta a la multitud. Me sostiene la mirada mientras
extiende una mano, como si yo pudiera salvarla, pero aparto los ojos
enseguida, con rubor en las mejillas. Yo he logrado salvarme a duras penas.

Sin alzar la vista, camino desde la pasarela hacia la parte delantera del barco.
El contraste entre el barco y la orilla es abrumador. Con la luz del atardecer y
la brisa del mar, los banderines brillan y chasquean. Los pasamanos están
envueltos en cintas de seda y salpicados de arreglos florales: rumdules,
orquídeas y cascadas de jazmines trenzados, con un perfume intenso que
embriaga. Incluso la cubierta bajo mis pies es distinta. Ya no es la rugosa
madera gris del muelle, sino caoba pulida que parece brillar con destellos
dorados. Hace resaltar el polvo y la seda rayada de mis zapatos, el lodo y el
hilo que cuelga en el dobladillo de mi sarong. Mis ropas más elegantes se
convierten en trapos en este nuevo escenario. Es demasiado hermoso para
alguien como yo.

Desde el pasamanos, puedo ver río arriba, más allá del muelle y de las casas
de bambú construidas sobre sucios maderos, hasta el puente de la luna: un
arco de piedra redondeado que conecta el fuerte en la orilla lejana con los
terrenos del palacio. Es una estructura antigua, construida mucho antes de
que los aquitanos vinieran a Chakrana, demasiado baja para sus velas altas y
sus barcos azucareros. Ahora veo por qué los botes de río no pueden llegar a
las aguas abiertas.

Todos los meses, en las noches de luna llena, el Joven Rey se pone de pie
sobre el puente para llamar al río desde el mar. O, mejor dicho, todos los
meses menos este. Hoy invocará las aguas desde la proa de su barco dragón.
Colocarán la corona en su cabeza a medida que la marea sube. Después de la
fiesta de la coronación y la boda, los funcionarios se marcharán en una
pequeña embarcación fluvial de poco calado. Luego, el barco navegará hacia
Aquitan. ¿Seguirán subiendo las aguas dentro de un mes, cuando el Joven Rey
esté bebiendo champán fino y viendo óperas en Lephare?

Dos extraños se acercan, uno pálido y otro moreno, pero ambos con la librea
de sirvientes, y su presencia me arranca de mis pensamientos. Doy un paso
hacia atrás y me apoyo contra el pasamanos para dejarlos cruzar, pero el
hombre de Aquitan se detiene ante nosotros.

—¿Los invitados de última hora, amigos de La Fleur? —agrega, sin tratar de


ocultar el desconcierto en su voz. Nos mira de arriba abajo, con los ojos fijos
en mis zapatos de seda manchada, pero lo miro de frente y él es el primero en
apartar la mirada—. Yo soy el majordome. Si hay algún problema en su viaje,
háganmelo saber, estoy aquí para responder a cualquier pregunta. Por favor,
síganme, los llevaré hasta su habitación. Cha, lleva el equipaje.

Cuando oigo esa expresión no puedo ocultar la indignación en mi rostro, pero


el majordome ya ha girado sobre sus botas de vestir de tacón. Camina con
cuidado por la cubierta de caoba mientras el chakrano se inclina para llevar
nuestro equipaje. Pero yo cargo el mío. Estoy cansada, pero soy fuerte, y no
quiero poner mis últimos fantouches en manos de un desconocido. En
especial, en uno que parece que ha logrado subir al barco a duras penas. El
uniforme es nuevo, pero baila en su cuerpo delgado, y tiene una mirada hostil
y atormentada.

El majordome nos guía hasta nuestra pequeña habitación, una litera bajo la
cubierta superior, con una ventana redonda y diminuta que da al agua. El
chakrano deja el equipaje en el centro de la habitación. Parece una pila de
trapos abandonados por un pasajero.

—Hay una sola cama —dice el majordome—. Los arreglos fueron de último
minuto.

—Con eso bastará —responde mi madre. ¿Está sonriendo? Yo también la


siento, esa sensación de alivio que se acerca al asombro.

—Puedo dormir en el suelo —digo, asintiendo.

—Bien. —El rostro del hombre no muestra expresión alguna—. Le pediré a


cha que les traiga más sábanas. La recepción comenzará dentro de una hora.
Están invitados a la cubierta superior, tan pronto como se hayan aseado.

Se queda mirando el lavabo que está en un rincón, pero yo tampoco muestro


expresión alguna. Mi madre mira la puerta un largo rato después de que los
hombres la cierran al salir.

—Nunca pensé que sucedería —dice en voz baja—. Hay tanta gente allí
afuera, en el muelle.

Mi padre la rodea con sus brazos y le da un beso en la frente.

—Hemos recorrido un largo camino —responde.

¿Es arrepentimiento lo que se oye en su voz? Toca una fibra en mi interior, y


de repente, recuerdo cómo comenzamos, en nuestra choza de paja a los pies
de la montaña.

Dejo caer mi bolsa al suelo, a propósito, y me siento a su lado. Acaricio el


atado de fantouches.

—No sé cómo haré para… Este es mi mejor vestido ahora.

—Haz lo que puedas —dice mi padre—. Es nuestra oportunidad de llamar la


atención de La Fleur.
—¿Hay un escenario en el barco? —pregunta mi madre—. ¿Un lugar para
actuar? El viaje durará una semana o más. Seguramente el Rey Mujeriego
necesitará entretenimiento.

—Podemos preguntarle al majordome —dice mi padre con ironía—. Cualquier


pregunta, dijo.

—Cualquier problema —lo corrijo. Pero solo mi madre se ríe.

—Una vez que vea lo que somos capaces de hacer, será más respetuoso. —Se
vuelve hacia mí, con brillo en los ojos. No recuerdo cuándo fue la última vez
que la vi tan feliz—. Jetta, ¿quieres venir con nosotros?

Dudo un instante, recordando la expresión del majordome.

—Prefiero asearme, primero. Tal vez limpie mis zapatos.

—De acuerdo.

Ella sujeta la mano de mi padre y parece flotar cuando se marcha. Sola en la


pequeña habitación, intento respirar, tranquilizarme, pero el aire es
demasiado cálido, contaminado por la acidez del barniz fresco. Por alguna
razón, sin mis padres, el espacio parece más pequeño. Tiene el tamaño de
nuestra caravana, pero aquí no hay signos de vida, no hay fantouches en el
techo, ni restos de tela esparcidos por el suelo, ni rasguños en la pintura de la
pared blanca. La decoración sobria vuelve a recordarme lo que hemos dejado
atrás.

Intento abrir la ventana, pero está trabada, así que me dirijo al lavabo. Un
cuenco de porcelana con rosas pintadas se encuentra en una cómoda de
madera. A su lado, hay una jarra de metal llena de agua. Vierto un poco sobre
las manos y me froto la cara, los brazos y hasta el cuello, donde el sudor ha
brotado bajo mi abundante cabello, pero el agua está tibia y me hace sentir
más pegajosa. Me recojo el cabello en un moño y suelto algunos mechones
para enmarcar mi cara. Después, limpio el polvo de mis zapatos y aliso las
arrugas de mi falda, pero es de seda cruda roja. No hay forma de ocultar el
desgaste y las manchas.

Busco el maquillaje en mi bolso. Necesito algo que me haga sentir menos


desaliñada, menos mundana. Pero cuando lo abro, encuentro un mar de
escarlata vibrante: las escamas de mi fantouche dragón.

—Shh —le digo mientras se retuerce.

Trato de buscar dentro sin mover el dragón, pero es demasiado voluminoso,


así que vuelco todo el contenido de la bolsa sobre la cama. Los fantouches van
cayendo y forman un montón de seda y cuero, pintura y remaches; el cuerpo
del dragón se desenrolla como un río rojo y dorado. Pero también está mi
maquillaje, junto con mis peines, algunas cintas, un collar, mi libro de almas y
el sobre. Sujeto la carta y me pregunto qué habrá escrito Theodora. ¿La leerá
Leo algún día?
Se oye el sonido de un violín como salido de un recuerdo, y levanto la vista
con asombro. Pero entonces otro instrumento, más profundo, se suma. Un
chelo tal vez, seguido por una viola. El dragón mueve la cola. No es más que
un cuarteto que toca canciones de Aquitan. La recepción debe estar
comenzando.

Con un suspiro, lanzo la carta de vuelta a la cama y me dirijo al tocador. Afino


mis pómulos con colorete, después trazo una línea alada para profundizar mis
ojos. Quiero parecer dramática, peligrosa. Pero debajo de la pintura, la piel
está pálida y cetrina. Lo que no daría por la habilidad de Tia con el maquillaje.
El pensamiento flota en mi mente y mi mano tiembla. ¿Dónde estarán las
chicas ahora? ¿Habrán sobrevivido al incendio?

Me aparto del espejo, incapaz de seguir mirándome a mí misma a los ojos.


Pero cuando recojo el bolso para volver a guardar todo, alguien golpea a la
puerta. Vacilo un momento, pero seguramente sea el hombre que trae las
sábanas.

—Entra —le digo, pero la puerta ya se está abriendo.

El hombre que entra en la habitación lleva una librea de sirviente, aunque no


es uno de los sirvientes. Se me corta la respiración.

—¿Leo?

—Jetta.

Entra y cierra la puerta. Recorre la habitación con los ojos y, cuando al fin me
mira, se queda en silencio un instante.

—Estás vestida para la fiesta.

—Tú también. —La esperanza crece en mí, inesperada, pero tibia—. ¿Estás…
estás trabajando en el barco?

Él hace una mueca y mira su librea.

—Estoy aquí para hacer un trabajo, pero no este. ¿Dónde está tu familia?

—Buscando al majordome. Pensé que nunca te volvería a ver. —Las palabras


son atrevidas, pero él parece no darse cuenta.

—No tienes tanta suerte. —El tono de Leo me sorprende, y aunque solo ha
pasado un día, parece diferente. Está distante o asustado: no hay ningún
indicio de las sonrisas a las que me he acostumbrado. Sujeta mis manos y me
mira a los ojos—. Tenéis que abandonar el barco.

—¿Qué? —Mi voz ha subido una octava. Leo pone su dedo sobre mis labios.
Digo la siguiente palabra en su palma—. Explícate.

Leo aprieta la mandíbula.


—El rey no llegará a Aquitan. Los rifles que hemos traído a través de los
túneles estaban destinados a Le Rêve.

Abro mucho los ojos.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque —dice con cuidado— acabo de ayudar a traerlos a bordo en una caja
de champán.

Tardo un instante en entender lo que dice. Después, me quedo boquiabierta.


¿Lo había visto en el muelle? ¿Entre el grupo de sirvientes que llevaban la
última caja, la que cargaron justo antes de que subiéramos a bordo? Leo
había pasado junto a mí, junto a todos los que soñábamos con escapar, y
había hundido esos sueños como si hubiera abierto un agujero en el barco.
Me invade la ira, ardiente y roja.

—¿Cómo has sido capaz? —Lo empujo tan fuerte como puedo, y él se
tambalea y se apoya en la pared. El dragón levanta la cabeza, alerta, y yo
gruño—: Ve.

No necesita más indicaciones: en un instante, lo arroja al suelo.

—¡Connard! —Leo lucha, pero el dragón es fuerte y rápido. Da latigazos con


la cola, clava las garras en sus hombros y no deja que Leo se mueva—. ¿Qué
demonios es esto, Jetta?

Me arrodillo a su lado, para mirarlo a los ojos.

—¿Sabías cuál era el plan cuando hicimos el trato?

—No, ¡te lo juro! ¿Qué es esta cosa? —Forcejea con el dragón, que le sujeta el
brazo con la mandíbula. Leo grita y yo pongo mi mano sobre el lomo de la
marioneta.

—Despacio —le digo, y afloja la mordida, pero solo un poco—. ¿Por qué los
ayudaste? ¡Sabías que estábamos a bordo de este barco!

—¡Era la única forma en que podía comunicarme con vosotros! Yo también


acabo de enterarme. Jetta, por favor.

—¡Dime cómo detenerlos!

—Si supiera cómo, ya lo habría intentado. —Leo me mira sorprendido y sus


ojos van del dragón a mí—. Dios mío, Jetta, ¿qué eres?

La pregunta me hace estremecer. Es la misma pregunta que le hice a mi


madre después de ver al monje. Me pongo en cuclillas, respirando con
dificultad. Como si pudiera sentir mi vacilación, el dragón también retrocede,
aunque agita la cola. Abro la boca, pero ¿le debo una explicación? Entonces
Leo responde a su propia pregunta.

—Eres uno de ellos, ¿verdad? Una nécromancien, como Le Trépas.

El nombre es como un puñetazo en el estómago; de repente, no puedo


respirar.

—Soy una artista de las sombras —digo en voz baja, tanto para él como para
mí, pero, aunque no es una mentira, tampoco es la pura verdad. Me aclaro la
garganta—. Lo único que quiero es salir de aquí.

Hay tanto silencio en la habitación que puedo escucharlo tragar saliva. A lo


lejos, los invitados aplauden al cuarteto y una nueva melodía flota como si
fuera niebla. Leo se moja los labios.

—Quiero ayudarte a buscar otra manera.

Se me escapa una carcajada, amarga y demasiado fuerte.

—Claro, porque nuestro último trato salió muy bien, ¿no? —Intento frenar mi
corazón y de ordenar mis ideas. Leo tarda en cerrar los tratos, pero es muy
veloz para manejar el arma—. Ayúdame a detener el complot.

Me mira con la misma expresión que mi madre, una a la cual desprecio.

—Jetta, es una locura.

—¡No! —Grito, apretando los puños, tratando de controlarme—. No. Lo que es


una locura es que pienses que llegaría hasta aquí y abandonaría tantas cosas
solo para rendirme ahora.

Reviso su uniforme, su cinturón. Allí está, la pistola. La sujeto y Leo se ríe, a


medias sorprendido y a medias asustado.

—¿Crees que puedes derribar a una decena de hombres que tienen los
últimos fusiles?

—Tendría más posibilidades si me ayudaras.

—No quiero ver cómo te matan.

—Quédate aquí, entonces —digo, pero después me quedo callada mientras


analizo la situación—. Pero dame tu uniforme primero.

—Jetta…

Levanto el arma y él se queda en silencio. Pero cuando sube la mano en


dirección a los botones, el dragón lo muerde con más fuerza y sus garras
talladas atraviesan la tela.

—Déjalo —le ordeno, y se tranquiliza.


—Secretos del oficio —murmura Leo, mientras se quita la chaqueta roja—.
Debería haber preguntado de qué oficio. Debería haberme dado cuenta la
noche en que nos marchamos de La Perl, al ver a Eduard, ¡al ver el
espectáculo!

—¿Cómo puedo encontrar a los otros rebeldes? —digo bruscamente, pero él


niega con la cabeza.

—No sé sus nombres. Todos son chakranos y llevan una librea idéntica a la
mía. —Mueve la mano hacia el cinturón, y evita mi mirada mientras se quita
los pantalones oscuros. ¿Hay un leve rubor en su mejilla? Yo miro al lado
también, pero una risa nace en mi garganta ante lo absurdo de la situación.
Robar el uniforme de un rebelde, pero tratar de preservar su modestia—. ¿Un
par de pantalones de tu padre es demasiado pedir?

—No te preocupes —le digo, buscando las cintas que están sobre la cama—.
Nadie te verá aquí.

—Jetta, por favor. —Escudriña mi rostro mientras amarro sus manos y sus
pies, con un nudo más flojo de lo necesario—. Todavía hay tiempo para salir
de aquí, para encontrar a tus padres. Podemos volver a Le Livre. Buscar otra
solución. Habrá otro barco…

—¿Uno que pueda pagar? ¿Uno que me lleve hasta Le Roi Fou? Tú también
viste a las multitudes en los muelles. Tienen razón en estar desesperados. —
Me alejo y el dragón se aleja conmigo. Se sienta sobre sus patas traseras, muy
complacida, y comienza a lamerse la cola—. Volveré para liberarte una vez
que haya terminado con los rebeldes. Sé que tienes que volver a Luda.

—Nada me espera en Luda.

Se me rompe el corazón, pero no tengo tiempo para ponerme sentimental. De


todas formas, agarro una almohada de la cama y la coloco debajo de su
cabeza. También sujeto la carta y la pongo en la almohada.

—Llegó esto para ti con la invitación. Es de tu hermana, Theodora. Voy a


salvar a su prometido. Vigílalo —le digo al dragón, antes de salir por la
puerta.
Querido Leonin:

Tu carta me trajo más alegrías de las que he tenido en un año. Gracias por
escribirme. Espero que se convierta en un hábito.

Tu amiga es bienvenida en nuestro barco y nosotros cuidaremos de su familia.


No te preguntaré nada acerca de ella, pero debo decirte que me da mucha
curiosidad. Hasta yo soy capaz de ver que todo suena muy romántico. ¿Por
casualidad, te encontrarás con ella en el barco? Espero que sí, y no solo para
satisfacer mi curiosidad. No puedes culparme, hace mucho tiempo que no sé
nada de ti.

Hay algo más que me inquieta. Nuestro padre dice que es solo la boda, pero
creo que es otra cosa. La rebelión está creciendo, y dejaré el país durante seis
meses, con muchos asuntos pendientes. Le he dicho que este viaje a Aquitan
es una mala idea: ¿qué mejor manera de sofocar una rebelión que devolverle
la corona al legítimo rey y llevar a ese rey ante su pueblo? Pero Padre cree
que el rey debe quedar fuera de peligro para que el ejército pueda derrotar a
los insurgentes. Está seguro de que todo terminará en unos pocos meses, o
eso dice al menos, aunque tengo la sensación de que me oculta algo.

Espero verte en el barco. No te mentiré: nuestro padre también estará aquí,


al menos para la coronación. Por favor, no dejes que eso te aleje de mí. Sin
duda, estarás más seguro con nosotros que en La Perl con el Tigre
merodeando. Por favor, respóndeme: en persona, si es posible, y con tu bolso
y tu violín en mano.

Theodora

P. D.: Casi lo olvido, pero Les Chanceux no es la única cura. ¿He despertado
tu interés? Ven a verme y te lo contaré todo una vez que nos alejemos del
muelle.
Capítulo 22

Abro la puerta y miro a ambos lados, pero el estrecho corredor está vacío.
¿Dónde podrán estar los rebeldes?

Arriba, seguramente, en la cubierta superior. Allí está el rey. Escucho los


sonidos de la fiesta: música, murmullos, conversaciones. Deben ser fáciles de
encontrar, ¿no? Todos los demás sirvientes tendrán bandejas de champán y
entremeses. Los rebeldes serán los que tengan los fusiles.

¿Cómo los esconden? No creo que los carguen en el hombro. Sería mucho
más sencillo si fueran pistolas en lugar de fusiles, como la que le quité a Leo y
ahora llevo en el bolsillo, donde golpea contra mi muslo. Tal vez los
escondieron en distintos lugares del barco y los recogerán al recibir una señal
secreta. O tal vez los cubrieron de flores, o los escondieron en sus chaquetas
y caminan tensos por la cubierta.

No importa, ya los descubriré. ¿Y qué haré después? Dispararle a un asesino


no será lo peor que haya hecho. Y, sin duda, así captaré la atención del rey.

Me sudan las palmas. Las limpio en los pantalones que le he robado a Leo.
Después, vuelvo a subirme el cinturón. Tiemblo, pero no de miedo, sino de
una emoción distinta. Se parece a la presión que experimento antes de hacer
una obra que ensayamos muy pocas veces, una tensión que me hace sentir
hecha de cuerdas muy apretadas.

El cinturón se sigue bajando mientras troto por el corredor. No he avanzado


mucho cuando me encuentro con un hombre que va en la dirección opuesta.
Un sirviente, un chakrano. Pero no lleva rifles, sino sábanas, ¿se dirigirá a
nuestra habitación? ¿Encontrará a Leo allí, dará la alerta? ¿Se detendrá el
barco por algo tan insignificante, me arrojarán de vuelta al muelle?

Entonces me doy cuenta de que no es el mismo hombre que llevó nuestro


equipaje. ¿Y si no es un sirviente? Echo un vistazo a la ropa de cama que
lleva, una pila que podría esconder los rifles a la perfección.

El hombre también me mira y se detiene.

—¿Qué tienes en la cara? —pregunta, y me toco la mejilla antes de entender


que se refiere a mi maquillaje—. ¿Quieres que se den cuenta?

La pregunta es extraña.

—¿Quiénes?

—El que te mire —dice, pero a medida que aumenta mi sospecha, él también
se vuelve más receloso. Me mira la chaqueta, demasiado grande, y los
pantalones, demasiado flojos—. No eres uno de los nuestros.

—No, no lo soy. —Saco la pistola del bolsillo y el hombre abre mucho los ojos
cuando se apoya contra la pared—. ¿Qué hay entre la ropa de cama? —
pregunto, pero él solo me mira boquiabierto, a mí y al arma. No responde, así
que le arranco las cosas de la mano y caen al suelo: almohadas, sábanas,
edredones. Nada más.

Y mientras mi corazón se acelera, un soldado dobla la esquina, con un rifle en


la espalda. Se detiene en seco cuando nos ve y, en un instante, entiendo lo
que Leo quería decir. Esto es una locura.

Pero, en lugar de arrestarme, el soldado se da vuelta y sale corriendo.

Lo miro atónita, pero cuando él mira hacia atrás, reconozco su rostro. Es el


hombre que el majordome había llamado cha. Es el hombre que estaba
disfrazado de sirviente hace apenas una hora.

Es el hombre que ahora corre hacia la fiesta con un rifle en la espalda.

Maldigo e intento alcanzarlo, pero tropiezo con la maraña de mantas y el


sirviente me sujeta por la muñeca. Sin pensarlo, lo golpeo con la culata de la
pistola y le doy en la cara. Se tambalea, mientras la sangre brota brillante de
su nariz. La imagen me perturba casi tanto como el miedo que hay en sus
ojos.

—Lo siento —le digo, retrocediendo—. Lo siento.

Antes de que pueda tratar de detenerme otra vez, corro por el corredor y
atravieso las ruidosas cocinas, donde los verdaderos sirvientes entran y salen
llevando bandejas para los invitados. Se hacen a un lado mientras subo las
escaleras. Pero en la cubierta, vacilo. Lo que veo me quita el aliento.

La escena: una fiesta en pleno apogeo bajo un cielo pintado de oro y rosa. La
espléndida luz del atardecer reluce en los vestidos y en las copas, en las joyas
y en las medallas, hay muchas personas y todas llevan su mejor ropa.
Soldados de Aquitan en uniformes planchados hacen guardia a lo largo del
pasamanos. Funcionarios y cortesanos, barones y oficiales azucareros,
mujeres con vestidos hermosos y hombres en elegantes trajes de etiqueta con
chisteras. Todos pálidos, todos aquitanos.

No hay rastro de los rebeldes.

Me apresuro en guardar la pistola en el bolsillo, pero todos los ojos se dirigen


hacia la proa, donde un hombre pronuncia un discurso que nadie puede oír.
La acústica en el barco es pésima, pero sé quién es él aunque no escuche lo
que dice. Tiene la cara morena en un mar de blancura, y la corona de marfil
ya se encuentra sobre su cabeza.

Junto a él está su novia, Theodora Legarde, La Fleur d’Aquitan, y las leyendas


acerca de su belleza no exageran. Su vestido es rosa pálido y realza el rubor
de sus mejillas, la cintura alta se acumula bajo un pecho grande, la falda
diáfana roza su cintura redondeada. Lleva una flor en una oreja al estilo de
Chakrana, pero tiene rizos rubios, como la peluca de Tia, aunque sin su
hauteur. En cambio, parece nerviosa, incómoda, y mira a su alrededor.

¿Sabrá algo, sospechará? Pero un anillo de soldados protege a la pareja real,


todos oficiales con relucientes epaulets, todos aquitanos. El general Legarde,
también. Bajo la mirada cuando lo veo, y me agacho detrás de una mujer que
lleva un vestido verde oscuro. No hay forma de que un rebelde pueda
acercarse al rey, no con Legarde a su lado. Debe conocer los rostros de sus
oficiales. Por otra parte, con un rifle, un asesino no necesita estar cerca.

Recorro la multitud con los ojos, desesperada. Los hombres de negocios


rodean el champán, las damas posan cerca de las flores del pasamanos. Pero,
aunque veo soldados de Chakran por aquí y allá, ¿cómo podría saber cuáles
son los rebeldes con solo verlos? Si sacara la pistola y empezara a preguntar,
no llegaría lejos.

¿Y si se esconden en algún lugar? ¿Debajo de las mesas con faldones, detrás


de la tarima para la banda? Las posibilidades son infinitas: podrían estar en
cualquier parte. Un estallido me hace sobresaltar, pero solo son los fuegos
artificiales colgados del mástil. Danzan y se retuercen a medida que se
quema, y los invitados celebran con alegría.

Es el momento de la puesta de sol y la salida de la luna: el barco se aleja del


muelle. Y con una amplia sonrisa, el rey levanta los brazos para llamar al río.

Desde el mar, donde el último destello del atardecer pinta las aguas de
dorado, las olas comienzan a levantarse, golpean contra las orillas, rodean los
maderos del muelle y se agitan entre las cañas. Los aquitanos siempre se han
burlado de la magia del momento, dicen que las mareas cambian con la luna
llena. Pero a medida que el rey se mantiene erguido y el barco se aleja del
muelle, el agua nos alza entre sus manos como un dios benevolente.

La banda comienza a tocar una marcha animada y el ruido de la conversación


se eleva como el incienso de una ofrenda. Pero cuando el barco entra en el
río, los gritos estallan en la orilla. En el muelle, un refugiado se enfrenta con
un soldado y logra cruzar el cordón. Corre hacia la pasarela como si pudiera
saltar a la cubierta, como si a bordo fuera a estar sano y salvo. Pero, antes de
que llegue al barco, otro soldado alza su arma. El tiro corta el aire, y el
hombre cae como un muñeco de trapo. La sangre forma un charco escarlata
alrededor de su cabeza. Mi grito se pierde entre los gritos de la multitud, y de
repente la turba del muelle se convierte en un motín.

Los que están adelante retroceden, tratando de retirarse mientras los que
están detrás de ellos avanzan y, en todo el muelle, la violencia de la multitud
empuja a las personas al agua. Otros caen al suelo y el gentío se estrella
sobre ellos como si fuera una ola. Los soldados del cordón desenfundan, pero
yo no puedo apartar la vista del que le disparó al refugiado.

—Akra. —La palabra es apenas un susurro, pero me falta el aliento. Respiro


hondo y grito—: ¡Akra!

Levanta la cabeza justo cuando los alborotadores pasan a su lado, así que no
logro verlo bien, pero no es él. No puede ser él. Mi hermano está muerto Y, si
estuviera vivo, nunca le dispararía a un hombre asustado por la espalda.

Los motores del barco gruñen bajo mis pies cuando el capitán acelera la
marcha; la banda se tambalea, y el majordome les grita que sigan tocando.
Pero antes de que estemos fuera de alcance, una botella en llamas sale
volando de la multitud y estalla contra el pasamanos. El fuego salta entre los
tablones y consume el barniz fresco, y se oyen los gritos de los invitados. Los
soldados corren hacia las llamas y tratan de apagarlas con sus chaquetas.

Instintivamente, busco al rey: el fuego es el tipo de espectáculo que pondría


en escena para disimular un asesinato. Pero el rey sigue en la proa, aunque su
expresión se ha vuelto sombría, y no observa ni los disturbios en los muelles
ni a los invitados en el barco. En cambio, sus ojos miran hacia el cielo. De
repente, señala.

—¡Allí arriba! —grita.

Sigo su dedo hacia la chimenea de vapor. Un soldado chakrano está sentado


allí, debe ser un rebelde. Apunta con un rifle al rey, que todavía está inmóvil
en la barandilla.

—¡Abajo! —exclamo, pero si logra oírme entre los gritos de la multitud, no se


mueve. Saco mi arma del bolsillo, intento apuntar al asesino, pero me
tiemblan las manos: aprieto el gatillo, pero no sucede nada… el seguro. Lo
muevo hacia atrás con el pulgar, pero cuando vuelvo a apuntar, el rebelde
dispara. La multitud grita otra vez, como si fuera un animal, y el rey cae sobre
la barandilla.

Mi corazón se hunde en mi pecho, junto con nuestros planes. Olvídate de


Aquitan, olvídate de la cura, olvídate de escapar de Chakrana. Tendremos
suerte si conseguimos escapar de la nave. ¿Cómo estará Leo? ¿Se encontrará
a salvo en la habitación? ¿Y dónde están mis padres?

—¡Maman! ¡Papa!

Mi voz se pierde en el sonido penetrante de un segundo disparo. Esta vez,


proviene de la cubierta. Legarde está allí, con la pistola en alto mientras la
multitud se aleja de él. El asesino cae hacia atrás, al interior de la chimenea.
El humo negro se arremolina y ondea. Después, el sonido de los disparos hace
eco en la chimenea cuando los cartuchos de su rifle explotan por el calor.

Pero resuenan más disparos. El resto de los rebeldes dispara a los invitados.
Chakranos delgados, con nuevos cortes de pelo y uniformes robados: apuntan
a los oficiales del ejército con las armas que ayudé a poner en sus manos.

A mi alrededor, hombres y mujeres bien vestidos avanzan a los empujones,


tratando de abandonar la cubierta mientras los verdaderos soldados
devuelven el fuego. Golpean al majordome, y brotan manchas de sangre roja
en su camisa blanca. Los invitados saltan del pasamanos y chapotean en el
río; otros huyen por las escaleras hacia el vientre del barco. Las almas
destellan a medida que los soldados y los rebeldes van cayendo. La multitud
se aleja de los cadáveres formando ondas iguales a las de los estanques.

—¡Maman! —Me abro paso a la fuerza entre la gente, buscando caras


familiares, evitando a cualquiera que lleve el uniforme del ejército. Muy
pronto, mis zapatos de seda se manchan de champán y sangre—. ¡Papa!

Veo que se asoma cuando lo llamo, escondido tras una mesa volcada.
Entonces abre grandes los ojos.

—¡Jetta!

Veo la expresión en su mirada, el pánico, y me doy vuelta mientras salta sobre


la mesa. Me apunta un soldado aquitano.

La pistola todavía está en mis manos. La arrojo al suelo, pero es demasiado


tarde. El soldado dispara justo cuando mi padre se abalanza sobre mí y me
hace a un lado con un gruñido.

—¡Papa!

Cae al suelo cuando llega otro disparo, esta vez del arma de un rebelde. El
soldado pierde el equilibrio y su rifle cae sobre la cubierta con un estruendo.

Con las manos temblorosas, reviso a Papa: la bala ha atravesado su brazo.


Grita cuando lo toco. Pero, a nuestro alrededor, los disparos se apagan poco a
poco. La cubierta está salpicada de akela que iluminan los cuerpos. No
quedan rebeldes vivos, pero el daño está hecho.

Mi madre sube sobre la mesa, con la cara llena de lágrimas. Corre hacia mi
padre y, durante un instante, sus manos revolotean como hojas en la brisa.
Después se arranca el cinturón del sarong para enrollarlo alrededor del brazo
de mi padre.

Él respira con dificultad mientras ella se ocupa de la herida. Extiendo la mano


para limpiar el sudor de su frente, pero tengo las manos cubiertas de su
sangre. En cambio, rozo su frente con la manga del uniforme.

—Todo saldrá bien, Papa.

—Los soldados empezaron a disparar sin razón —dice mi madre en voz baja,
con expresión de incredulidad.

—Fueron los rebeldes —explico—, un complot para matar al rey.

—¿Cómo lo sabes? —Mi madre me mira y luego frunce el ceño—. ¿Y qué llevas
puesto?

Abro la boca, pero ¿por dónde empezar? ¿Por la advertencia de Leo? ¿Por las
armas que metimos de contrabando en la ciudad? ¿Por contarle que, si yo
hubiera escuchado a Leo, podríamos habernos ido antes de que comenzara el
tiroteo? ¿Y dónde está él ahora? ¿Atrapado abajo todavía? Tengo una
sensación familiar en la boca del estómago, pero a la inversa. Parece
sefondre, pero en lugar de que todo se complemente, todo se ha
desmoronado.

Antes de que pueda hablar, oigo pasos que se acercan, botas pesadas sobre la
cubierta. Al mirar hacia arriba, veo que estamos rodeados de soldados. Uno
de ellos me tiende una mano y yo la sujeto sin pensar. Después, grito mientras
él me retuerce el brazo. El dolor se dispara por mis hombros mientras sujeta
la otra muñeca.

—¿Qué haces? —digo, forcejeando.

—Estás detenida —responde el guardia y me ata las manos detrás de la


espalda.

—¿Por qué?

Otro guardia se para delante de mí. Tiene la pistola que acabo de tirar.

—Por traición.
ACTO 3,

ESCENA 29

Habitación de Jetta a bordo de Le Rêve. Llega desde la cubierta el sonido de


la música, aún no hay disparos. Leo todavía está sentado en el suelo. La
marioneta del dragón lo mira, mientras agita la cola como un látigo.

Leo se muerde el labio. Entonces, despacio, comienza a aflojar sus ataduras.


La cola del dragón se mueve más rápido.

Leo: No estoy haciendo nada.

El dragón solo agacha la cabeza. Suavemente, Leo toca el nudo. Jetta usó una
cinta para el pelo y la seda se desliza entre sus dedos con facilidad. Pero el
fantouche se agazapa en posición de ataque.

Leo: Dijo que me vigilaras, no que me comieras.

El dragón no se mueve, y Leo sigue tirando de la cinta. Por fin, se desata.


Pero mira al fantouche y duda.

Leo: ¿Qué eras antes?

El dragón no responde, pero comienza a mover los cuartos traseros. Leo


entrecierra los ojos. Luego, agita la cinta y el dragón salta para atacarla con
las patas delanteras. Leo sonríe un instante. Después, desde la cubierta, llega
la explosión de los fuegos artificiales.

Leo: Merde.

Leo se pone de pie y el dragón alza la cabeza para mirarlo. Él levanta una
ceja.

Leo: No tenemos mucho tiempo para salir de aquí.

El dragón solo regresa a su juego. Leo se gira, lentamente esta vez, y


comienza a revisar el equipaje, en busca de un par de pantalones. Los
encuentra y se sienta en el borde de la cama para ponérselos mientras mira al
fantouche por el rabillo del ojo. Pero al moverse, el libro de almas se agita
sobre la cama. Leo se detiene a mirar las hojas un instante. Después, sacude
la cabeza, mira la puerta y después al dragón. La marioneta sigue jugando
con la cinta.

Leo: ¿Vienes o te dejo aquí con la cinta?

Se dirige hacia la puerta, pero se detiene justo antes de abrirla. Mira el resto
de los fantouches dispersos por el suelo. Una expresión de incertidumbre
cruza su rostro. Dice, con un tono más amable:

Leo: ¿O quieres que te arroje al fuego, como hizo ella con los demás?

El dragón gira la cabeza y después se enrolla en un movimiento sinuoso. Leo


frunce el ceño y mira la mochila vacía. Apretando los labios, mete a los
fantouches dentro de la mochila y la carga sobre el hombro. Luego, guarda el
libro de Jetta y la carta de Theodora que está en la almohada. Comienza a
abrir el sobre con vacilación, pero se detiene ante el sonido de disparos que
llegan de la cubierta.

Leo: ¡Merde!

Leo mete la carta entre los papeles y guarda todo en su bolsillo. Después,
sujeta la cinta y sale corriendo. El dragón avanza detrás de él. Hay gritos en
la cubierta, pero él corre hacia el otro lado, hacia el comedor, donde los
platos de porcelana y los vasos de cristal esperan una comida que se enfriará
en las cocinas. El dragón la sigue pisándole los talones.

Al final del comedor, cruzan las puertas dobles que dan a un balcón con vistas
al mar. Frunciendo el ceño, Leo mide la distancia hasta la orilla, pero está
demasiado lejos para nadar con la mochila. A regañadientes, la arroja por la
borda hacia el río oscuro: es mejor que nadie tenga que dejarla atrás y los
soldados la descubran. Después, se sube a la barandilla y está a punto de
saltar al río. Vacila cuando ve un bote de pesca, una de las muchas pequeñas
embarcaciones que navegan en el río. Este está bastante cerca de Le Rêve, en
especial teniendo en cuenta el tiroteo.

Leo silba y saluda a los hombres que están en el bote, ambos con equipos de
pesca descoloridos. Aunque, mirando con más atención, ve que uno de los
hombres está empapado y que su cara es muy familiar. El otro hombre lo
ignora, sin dejar de remar hacia la orilla. Con una mueca, Leo silba de nuevo.
Después, arroja la cinta por la barandilla, y el dragón salta tras ella, con su
cuerpo de cuero gracioso y largo como el de una serpiente. La pintura dorada
de la marioneta brilla bajo los últimos rayos del sol poniente.

Los dos hombres lo observan sorprendidos y, después de una discusión


apresurada, el bote da la vuelta. Leo espera con impaciencia, mientras la
lucha continúa en la cubierta. Por fin, la proa del bote choca contra la parte
trasera del barco. El hombre que tiene la caña estabiliza el bote mientras Leo
cae entre la red. El otro hombre extiende una mano para ayudarlo. Tiene una
mirada aguda, calculadora, aunque su pelo todavía está mojado por el agua
del río. El dragón se desliza entre ellos y se enrolla a sus pies. Leo deja caer
la cinta sobre la nariz del fantouche y saluda al hombre con una reverencia.

Leo: Su Majestad.

Raik: Baja la voz.

Raik se vuelve a sentar en el bote, entre las redes de pesca, y las arroja sobre
el dragón, que se contorsiona y se entretiene con este nuevo juguete. Leo se
sienta a su lado, mientras hace un gesto en dirección a la nave, los gritos, la
confusión.

Leo: Por lo que parece, usted ha montado un gran espectáculo.

Raik: Tenía que ser un espectáculo, para sacar a Legarde de mi camino.

Leo: ¿Y para que tu pueblo se enfade y se una a la rebelión? Una vez que se
corra la voz de que un soldado le ha disparado al Joven Rey habrá disturbios.

Raik: Ya hubo disturbios, gracias al ejército. Pero yo sabía que el general


estaba planificando asesinarme muy pronto. Quería hacerlo pasar por un
accidente en el mar. Después de la boda, por supuesto. Tú debes ser Leo
Rath. Tu hermana me ha hablado de ti. (Él mira un instante al dragón que se
retuerce bajo las redes.) Aunque no me contó todo.

Leo: ¿Qué es un matrimonio sin un poco de misterio?

Raik: Por desgracia, la boda se ha cancelado. El misterio es una cosa, los


secretos son otra.

Leo levanta las cejas y le hace un gesto al dragón.

Leo: ¿Esto? Se lo aseguro, Theodora no sabe nada al respecto. Yo


tampoco, hasta hace una hora.
Raik: ¿Y cómo aprendiste tan rápido?

Leo: ¿Yo? No. Esto le pertenece a… una vieja amiga.

Raik se inclina hacia adelante, atento.

Raik: ¿Quién?

Leo se humedece los labios.

Leo: No puedo recordar su nombre.

Raik: ¿Qué te ayudará a recordar?

Los hombres se mueven en el bote, que se acerca a la orilla.


Capítulo 23

A medida que Le Rêve regresa a la costa, las luces de la ciudad se desdibujan


y relucen igual que un espejismo. Nunca pierdo la esperanza, pero a veces la
esperanza me abandona.

Ahora siento que trata de huir, junto con la chispa de mi alma y toda la luz
que hay en mí. Aprieto los puños como tratando de aferrarme a ella, pero se
escapa entre mis protestas, mis súplicas y, por último, mi risa amarga. Uno de
los soldados se burla de mí como si supiera que estoy loca, pero nunca me he
sentido más cuerda. Es el resto del mundo el que no tiene sentido.

¿Alguna vez fue posible llegar a Aquitan o ha sido todo una ilusión? Tal vez
buscar una cura era la verdadera locura. Viajar hasta los confines del único
mundo que conozco solo para regresar al poco tiempo. Dar todo por una vida
mejor y que no sea suficiente. Tratar de detener a los rebeldes y que me
acusen de traición.

Debería haberle hecho caso a Leo.

Mi risa solo se desvanece cuando los soldados levantan a mi padre con


violencia. Gime cuando tocan su brazo herido, grita cuando le atan las manos.
Intento quedarme cerca de él, para mirarlo al menos, para consolarlo, pero
cuando el bote regresa al muelle, los soldados nos separan para hacernos
marchar por la pasarela. El motín se ha dispersado y en el muelle no hay más
que una hilera de soldados y una mancha negra de sangre. Miro con
desesperación la cara de cada hombre en uniforme, buscando a mi hermano
entre ellos, o al hombre que confundí con mi hermano. Pero, si lo encontrase,
¿nos ayudaría?

De cualquier manera, no lo veo. Los soldados nos arrastran por las calles. La
ciudad está apagada y ya no hay celebraciones. Pero cuando mi madre ve que
nuestro lugar de destino surge entre la oscuridad, sus gritos cortan el aire.

—¡No pueden llevarme allí! ¡No!

Ella se resiste, pero los soldados nos hacen marchar inexorablemente por el
camino de piedra tallada hasta el templo negro, la Corte del Infierno, donde
se esconde Le Trépas. Mientras nos llevan por el umbral, las protestas de mi
madre se convierten en alaridos. Hacen eco en el largo corredor, una y otra
vez, chillidos sin palabras como cristales que estallan. En algún lugar, en la
oscuridad, un hombre comienza a gritar en respuesta.

Las sombras huyen ante nosotros. La única luz que hay viene de las antorchas
humeantes que cuelgan de las paredes. Arrojan una luz débil que la negrura
de la bóveda cavernosa devora. A lo lejos, se alza una estatua de piedra,
despojada de su oro. Su rostro se pierde en la oscuridad, cerca del techado
distante, pero tiene el farol vacío a sus pies. Es el Rey de la Muerte. Aquí no
hay ofrendas, y tampoco almas, aunque puedo oler la muerte en el aire.
Un carcelero apoya los pies en el altar de piedra negra, cerca de la estatua.
Mientras nos acercamos, se levanta y agarra un juego de llaves y un farol de
su improvisado escritorio.

—¿Qué han hecho? —pregunta, casi desinteresado, mientras conduce por el


largo corredor.

—Traidores —gruñe el soldado—, como todos los que están aquí.

El carcelero sacude la cabeza mientras susurro plegarias a nuestros


ancestros, pero ¿pueden oírme aquí? Y si es así, ¿cuál de ellos estará
escuchando?

Avanzamos a rastras por el corredor, pasando filas de celdas, pequeños


huecos con ventanas diminutas y puertas de madera: los claustros donde
dormían los monjes. Ahora están llenos de prisioneros. Los olores de la cárcel
son violentos, y pronto se suman las voces. Maldiciones, amenazas, plegarias.
Me estremezco. ¿Será su voz la que oigo? ¿Qué celda guarda a Le Trépas?

Por fin, nos detenemos ante una celda igual a todas las demás, solo que está
vacía. Los guardias nos empujan por la puerta. Cuando el carcelero la cierra,
la oscuridad desciende como un telón: la función ha terminado. No hay luz,
nunca ha habido, y nunca regresará. Pero los gritos de mi madre no se
detienen, reverberan en la celda y hacen que la negrura cobre vida. Después,
se oye un sonido sordo, una y otra y otra vez, mientras ella se arroja contra la
puerta.

Un pensamiento fugaz: al menos, estamos juntos. Extiendo las manos


temblorosas e intento encontrar a mi padre primero. Para mi sorpresa, él está
de pie, aunque sigue encorvado y el brazo herido cuelga a un costado. Con el
brazo sano, acerca a mi madre a su pecho, donde ella ahoga sus gritos hasta
que se vuelven palabras.

—Él está aquí —repite sin cesar—. Él está aquí.

Mi padre se apoya contra la pared y nos rodea con sus brazos. Nos sentamos
en el suelo, muy unidos. Entonces, mientras mi madre solloza, mi padre
empieza a cantar.

Canta las canciones de nuestros espectáculos, viejos aires del valle, arrullos y
tonadas que hablan de casa. Canciones para recordar, para descansar, para la
hora de dormir; canciones para jugar, para rastrillar el arroz, para arrear
búfalos de agua. Las canta todas, una y otra vez, a lo largo de la noche,
mientras la desesperanza vuela en círculos como un buitre y la eternidad cae
en el abismo que se abre entre las horas. Me aferro a su voz. No, mejor dicho,
su voz se aferra a mí, me envuelve como una manta, vuelve tibia la piedra
fría. Mi madre también se calla, tranquila o agotada. Y no es solo ella. Cuando
mi padre canta, los demás prisioneros hacen silencio en la oscuridad, incluso
el hombre que gritaba.

¿Qué hay de Le Trépas? ¿Podrá oír su voz? ¿Sonreirá al escuchar la música?


Por fin, llega el alba, una luz crepuscular y enfermiza que se filtra por las
grietas y los rincones de la prisión. Mi padre finaliza su actuación y luego
parece más pequeño, como si hubiera perdido sustancia. A medida que la luz
crece, realza la palidez de su piel. Se recuesta contra la pared, la tela de su
camisa rígida por la sangre seca. Nunca lo he visto tan disminuido, y verlo así
es peor que los susurros en las paredes.

Pero no hay nada que pueda hacer para ayudarlo. No hay nada en la celda, ni
agua para lavar sus heridas, ni paños limpios para vendarlas, ni campanillas,
ni alcohol; solo piedras y suciedad y huesos de los animales que han muerto
aquí en la oscuridad. Si al menos hubieran dejado sus almas, yo podría
romper el cerrojo y abrir la puerta. Pero nada se atreve a acercarse, ni
siquiera cuando escarbo mis heridas y escapan gotas de sangre sobre la piel.
Hasta los muertos le temen a Le Trépas, excepto por los espíritus de sus
seguidores. Pero le doy las gracias a la oscuridad: prefiero no encontrar
ninguna luz antes que un destello de fuego azul.

Las horas pasan como si fueran años. Nadie abre nuestra puerta, ¿por qué?
¿Habrán revisado nuestra habitación y encontrado nuestro equipaje? ¿Habrán
encontrado a Leo? ¿Les habrá contado lo que soy y lo que soy capaz de hacer?

Tal vez nunca vuelvan a abrir la puerta.

No hemos comido desde ayer, pero no tengo hambre. La sed, sin embargo, me
lima la garganta. Debe ser peor para mi padre, pero él no se queja. ¿Y su
brazo? Está hinchado, caído, caliente al tacto. El dolor parpadea como una
llama en su rostro, e incluso en el frío de la celda, el sudor brilla en su frente.

Ahora que no canta, comienzan a llegar poco a poco los sonidos de los demás
prisioneros: hombres que susurran, que lloran. Alguien tose como si su carne
se desgarrara. Pasan las horas y, finalmente, escucho sollozos, suaves y
cercanos, y pienso que es mi madre hasta que me toco la cara y encuentro las
lágrimas, tibias como la sangre.

Al menos, mi madre ya no grita. Está acostada con la cabeza sobre las piernas
de mi padre, mientras pasan las horas, y él acaricia su cabello. La respiración
de mi madre es superficial y uniforme, y pienso que está dormida hasta que
habla:

—¿Los ves?

Su voz es muy baja y sus labios apenas se mueven, pero mi padre también la
escucha hablar.

—Shhh, Meliss —dice, pero me acerco.

—¿A quiénes, Maman?

—A tus hermanos y hermanas. —Susurra con un hilo de voz, que me da más


frío que la piedra de la cárcel—. ¿Ves sus almas?
—No —respondo con cautela, pero ¿por qué? Si no podemos hablar sobre eso
ahora, ¿cuándo? Puede que nunca tenga otra oportunidad—. Aquí no.

—En el vertedero —adivina, con tanta claridad que me hace preguntar si ella
también los vio, años atrás.

—En el túnel —respondo—. Parecía un n’akela. Pero se metió dentro de un


cuerpo como yo introduzco almas dentro de los fantouches.

—Jetta… —dice mi padre, y aunque habla en voz baja, suena a una


advertencia. Pero sujeto la mano de mi madre, no estoy dispuesta a guardar
silencio ahora.

—¿Qué son, Maman?

—Una perversión —dice ella con un estremecimiento—. Ellos usan el poder de


dar vida para que sus almas corruptas puedan ocupan nuevos cuerpos.

Ella dijo que eran mis hermanos y mis hermanas. Si son perversiones, ¿qué
soy yo?

—¿Cómo es posible? ¿Es la sangre de Le Trépas la que nos hace así?

—Es la muerte —murmura ella—. Tres de ellos, ahogados. El hoyo en la tierra,


listo para tragarte. Me escapé contigo antes del fuego. Sobreviviste.

Trago saliva. Cuando crucé el cementerio, ¿traspasé una lápida tallada para
mí?

—Si no hubiera sobrevivido…

—Serías uno de ellos.

Me siento contra la pared, la piedra fría contra la piel pegajosa. Bajo la tela
húmeda de mi uniforme, mi cicatriz pica. El fuego hace dos años, mi tercer
roce con la muerte. ¿Qué pasará con mi alma cuando el Rey de la Muerte
finalmente venga por mí? ¿Buscaré los cuerpos de los muertos para vestir su
carne podrida hasta que se caiga?

La imagen va tomando forma en mi mente, pero luego mi padre se aclara la


garganta y comienza a cantar otra canción. Aunque su voz es ronca y más
débil de lo que era, suena más acorde ahora que las sombras me susurran al
oído, más familiar. Lo que compartimos es más que sangre.

Con su canción hace pasar las horas. Es agotador cantar sin parar, sin comida
ni agua, sin que nadie limpie sus heridas; e incluso un artista tan bueno como
mi padre no puede continuar para siempre. Pero él no se queja, y yo me dejo
llevar por la melodía mientras mi corazón late al ritmo de la canción.

El tiempo pasa. ¿Cuánto? No quiero adivinarlo. ¿Y si no queda más tiempo por


delante? Pero, después, por encima de la canción, se oye otro sonido: pasos
en el corredor, y el tintineo de las llaves.

Se me corta la respiración. ¿Vendrá a por nosotros el carcelero? La esperanza


regresa, aunque vacilo en darle la bienvenida. Es muy dulce mientras dura y
crece cuando los pasos se detienen frente a nuestra celda. Después, florece
cuando los tambores giran en la cerradura. Cuando la puerta se abre de par
en par, me pongo de pie, débil y mareada, pero impulsada por la necesidad.
¿Necesidad de qué? ¿Comida, libertad? Y agua. Un sorbo de líquido. Pero el
hombre no lleva platos ni tazas, y tampoco habla. Solo se hace a un lado para
dejar pasar a dos soldados aquitanos de expresión sombría.

Uno levanta un farol para estudiar nuestras caras: la de mis padres y la mía.
El brillo de la luz duele. Me retuerzo, como un gusano bajo una piedra. Tengo
el pelo sucio y enredado, la piel cubierta de lodo y la librea está manchada de
agua y cosas peores. Debo parecer la peor clase de persona: una criminal,
una convicta, una loca. Pero el soldado hace un gesto con la barbilla en mi
dirección:

—Ven con nosotros, niña.

Mi corazón se acelera y se me hace un nudo en el estómago.

—¿Qué ocurre?

—Tenemos unas preguntas.

—¿Por qué? ¿Sobre qué?

No responden. Solo me sujetan de los brazos y me llevan por el corredor, y


aunque hace un momento anhelaba ser libre, todo lo que quiero ahora es
volver corriendo a los brazos de mi madre. Pero el carcelero cierra la puerta
detrás de mí y la madera pesada silencia sus gritos. Forcejeo mientras
camino, luchando con una fuerza que no sabía que todavía tenía. He visto los
interrogatorios del ejército. Vuelve a aparecer en mi memoria la cabeza del
rebelde clavada en una pica de bambú. Ayúdame.

Pero, al final del corredor, los soldados se detienen. En lugar de un


questioneur, junto al altar está esperando el general Legarde, bajo la mirada
impasible del viejo dios de piedra.

Me pongo tensa y me quedo inmóvil. ¿Qué quiere él conmigo? Imagino que el


general no interroga en persona a todos los que estuvieron en el barco. ¿Me
recuerda de la carretera de Luda? ¿Me reconoció a partir de la descripción de
la recherche? ¿Sabe que ayudé a traer armas de contrabando?

¿Ha encontrado mis fantouches?

Pero sin importar lo que él sepa o lo que él diga, esta es mi oportunidad de


tratar de convencerlo de que somos inocentes. Quizás mi única oportunidad.
Así que me aparto de mis captores, respiro profundamente y levanto la
barbilla, apenas, y aprieto la mandíbula, así, mientras comienzo a improvisar.
Una risa quiere subir por mi garganta: si hubiera sabido en Luda que volvería
a ver a Legarde, que esta sería la función más importante de mi vida… Pero,
al acercarme al altar, tropiezo con una nueva distracción.

La superficie está desnuda, se han llevado el farol, el tintero, los papeles del
carcelero, sus llaves. En su lugar, solo hay un vaso de agua. Brilla a la luz de
las antorchas como una copa de champán; en mis oídos resuena un timbre, un
sonido agudo e interminable. Apenas puedo apartar la vista del vaso.

—¿Es para mí? —Mi voz es un graznido. El silencio se estira. Legarde me


sonríe, sin responder mi pregunta.

—¿Cómo conoces a Leo Rath?

Por supuesto. Su hijo. Legarde debe saber que Leo está involucrado con los
rebeldes. Es el motivo por el que él quiere interrogarme personalmente, aquí,
en la privacidad de la prisión. ¿Habrán encontrado a Leo en mi habitación? ¿Y
si admitiera que lo dejé atado allí, ayudaría o empeoraría mi situación? El
general lo ha repudiado. Ha dicho «Leo Rath», no Leo Legarde. ¿Y la carta de
Theodora? Siempre serás mi hermano, sin importar lo que él diga. Intento
ordenar mis pensamientos, pero el general toma mi vacilación como una
evasiva.

—Puedo ver en tu expresión que sabes a quién me refiero. No trates de


hacerte la inteligente, y no te molestes en protegerlo. Es un traidor, un
proxeneta que conoce bien a las mujeres fáciles.

Me lanza una mirada reveladora, que es casi una burla, y yo apelo a todo el
poder de las musas para no cambiar mi expresión. El hombre no da ninguna
indicación de que está hablando de su propio hijo, pero las palabras me
irritan: así habla un hombre que tenía una amante en un teatro de Le Verdu.

¿O lo dice para provocarme? ¿Para lograr que insulte a su hijo en su propia


cara?

—Viajamos juntos por la carretera —digo al final—, por seguridad.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

—A bordo de Le Rêve —respondo sin mentir. ¿Debería decirle lo que Leo me


advirtió allí? ¿O que estaba involucrado con los rebeldes? ¿Mostraría piedad
Legarde si supiera que yo había tratado de resistirme? Respiro, pero no
consigo decir las palabras. ¿Qué me detiene? Quiero creer que es precaución
—. ¿Puedo tomar un poco de agua, por favor?

—Vieron a Leo abandonar el barco y abordar un bote de pesca, con otra


persona de interés. —Legarde pone su mano en el vaso. Mi lengua se agita—.
¿A dónde irá?

—Ojalá lo supiera —digo, también con la verdad, aunque suene como una
mentira—. ¿Tal vez a Luda? Si supiera exactamente lo que usted quiere saber,
podría ser de más ayuda.

Legarde me mira un rato. Miro el vaso, y aprieto mis dientes mientras mueve
su mano para señalar mi uniforme sucio.

—Es el uniforme que los rebeldes usaban para subirse al barco. Un sirviente
informó que lo amenazaste con un arma. Pero cuando interrogamos a los
rebeldes supervivientes, ninguno te conocía. Además, fuiste invitada a bordo
por pedido de Leo. Deben conocerse bien.

Abro la boca para refutar la afirmación: son muchas las cosas que yo no sabía.
Tanto que ni siquiera había sospechado. Pero entonces, ¿por qué echarle la
culpa a Leo?

—Él quiso ayudarme —digo por fin, y al pensarlo, las palabras finalmente
salen—. Nos conocimos en Luda. Yo fui allí por La Fête. Solo soy una artista
del teatro de sombras. Estábamos… estaba tratando de llegar a Aquitan, para
bañarme en Les Chanceux. Para encontrar una cura para mi malheur. Leo
dijo que me ayudaría a llegar allí. Dijo que yo le recordaba a alguien que
había conocido.

No menciono a su madre. No digo «la mujer a la que abandonaste y le diste tu


arma». ¿Tendría razón Theodora? ¿Fue tan inesperada la muerte de Mei para
Legarde como para Leo?

Pero si piensa en ella, no lo demuestra.

—Una artista del teatro de sombras, en Luda —murmura. Mi memoria vuelve


a la recherche—. Una muchacha con su madre, si no recuerdo mal. Nos
hemos visto antes.

—Sí, señor. —Por dentro maldigo, pero pinto gratitud en mi cara, una
máscara gruesa como el maquillaje teatral—. Quizás recuerde mi pequeña
actuación. Cuerdas delgadas como una tela de araña. Usted me dio cinco
étoiles. Se lo agradezco, señor. Gracias.

Hago una reverencia, pero su expresión no cambia.

—Esa misma noche, ¿conociste al capitaine Legarde?

—No que yo recuerde —miento, y una sonrisa toca sus labios y luego se
desvanece.

—Le enviaré un telegrama para preguntarle —dice, entonces, en advertencia.


Pero ¿no había dicho Siris que el edificio del telégrafo se había dañado con el
incendio? ¿Cuánto tardaría en reconstruirse? Abro más los ojos, como si
estuviera confundida.

—¿Sí, señor?

Legarde me observa durante un largo rato. Pero yo no me rompo: «Jamás hay


que mostrarlo, jamás hay que explicarlo». Finalmente, él asiente y me siento
tan aliviada que estoy a punto de perder el equilibrio. Pero les hace un gesto
a los guardias.

—Llevadla de vuelta a la celda.

—¿A la celda? —El pánico crece en mi pecho, agudo y asfixiante—. Pero ¡no
soy una rebelde!

—Lo sé —responde Legarde.

Da unos sorbos de agua mientras los soldados sujetan mis brazos con manos
como tenazas. Desaparecen mi seguridad y mi valentía. Forcejeo todo el
camino y los obligo a arrastrarme por el corredor. Grito y, desde las celdas,
mientras pasamos, responden a coro con más gritos.

Debería haber entregado a Leo al general, haberle dicho a Legarde todo lo


que sé. Pero ¿habría cambiado algo? Él me creyó, o eso dijo. Y yo lo vi en su
rostro. Pero no me había interrogado para saber si yo era inocente, solo para
saber quién era culpable.

¿Quién era la persona de interés que se fue con Leo? ¿Otro rebelde? Si
hubiera tomado otras decisiones a bordo de Le Rêve, todos podríamos haber
huido.

Mis padres me esperan, sin aliento y aterrorizados, cuando los guardias me


arrojan de vuelta por la puerta. Nos abrazamos, y no sé quién consuela a
quién.

—¿Qué ha dicho? —murmura mi padre en mi pelo, casi sin voz—. ¿Qué va a


pasar?

—Nos dejarán libres por la mañana —miento, y aunque no me crean, no dicen


nada—. Solo una noche más.

En la puerta, el carcelero se aclara la garganta, pero no dice nada.


Permanece junto a la puerta, aunque los soldados se han ido.

—Me gustaron las canciones —dice al fin, mientras saca una petaca de su
chaqueta y la coloca en el suelo.

La recojo mientras él cierra la puerta. La siento fresca y resbaladiza entre mis


manos temblorosas, y parece llena a medias. Al principio, me pregunto si es
alcohol, pero cuando desenrosco la tapa siento el aroma dulce y puro del
agua. Darle la petaca a mi padre es lo más difícil que he tenido que hacer.
Pero mi padre se lo da a mi madre, con una leve sonrisa. Ella me lo devuelve,
y yo sacudo la cabeza.

—Tú primero. El general me dio un poco —miento.

Ella toma un trago tan profundo que casi puedo oírlo: el sonido del agua que
sube como la marea creciente que invoca el rey, o como el agua que corría
por el tubo volcánico en Lak Na mientras yo me asomaba por la piedra rota.
Pero luego mi madre le pasa la botella a mi padre. Él toma un solo sorbo. Nos
pasamos la botella, a solas de nuevo con la oscuridad. Al menos por esta
noche, nos tenemos los unos a los otros.
Enviado a las 02:07 h

General Legarde desde Nokhor Khat

Para: Capitaine Legarde en Luda

CON RESPECTO A LA RECHERCHE DE JETTA DE ROS NAI STOP EXPLICAR


SUS CRÍMENES STOP QUÉ HA HECHO

Enviado a las 03:12 h

General Legarde desde Nokhor Khat

Para: Capitaine Legarde en Luda

CON RESPECTO A LA RECHERCHE DE JETTA DE ROS NAI STOP EXPLICAR


SUS CRÍMENES STOP QUÉ HA HECHO
Al excelente y brillante rey Antoine, por la gracia de Dios Le Roi d’Aquitan;

Cher Antoine:

Estamos en un momento crucial para la rebelión. El rey de Chakrana ha sido


secuestrado bajo una falsa bandera. Por eso, los lugareños creen que el
ejército intentó asesinarlo. Para empeorar las cosas, hace unos días hubo un
desafortunado enfrentamiento entre el Batallón 314 y la población local, al
norte de la capital. Crece el malestar en la ciudad, y tengo informes de que
las filas rebeldes van en aumento.

Unos cuantos oficiales cayeron durante el secuestro, y mis hombres escasean.


Nuestra prioridad es encontrar el rey. Si los rebeldes lo llevan al campo, será
un duro golpe para nuestra autoridad aquí.

Le probaré que merezco la confianza que ha depositado en mí, pero


apreciaría la demostración monetaria de su fe.

À votre service,

General Julian Legarde


ACTO 3,

ESCENA 31

Dentro de la prisión. La oscuridad se cierne sobre el carcelero, fuera del


alcance de la escasa luz del farol. A la deriva, a través de la penumbra,
escuchamos la canción de Samrin, en voz baja. El carcelero está dormido en
su silla, con los pies sobre el altar que hace las veces de escritorio.

Tres soldados se acercan: un capitaine, un soldat y un adjutant, en uniforme.


Los dos jóvenes aún no están acostumbrados al andar de los soldados (son tan
nuevos que sus botas hacen ruido al caminar), pero el capitaine avanza con
paso firme. Sus labios forman una mueca permanente a causa de una cicatriz
que cruza su mejilla. Al llegar al escritorio, aplaude con fuerza, a unos pocos
centímetros de la nariz del carcelero dormido. El hombre se despierta
sobresaltado, y se balancea hacia atrás en la silla dando un grito. Luego, se
levanta y ofrece un saludo incómodo.

Carcelero: Bonsoir, capitaine.

Capitaine: Buenos días, querrás decir. Estoy aquí para buscar a los titiriteros.

Carcelero: ¿Tan temprano?

Capitaine: El questioneur está listo. ¿Por qué tardar más? La información que
nos darán quizás nos lleve hasta el rey.

Carcelero: Por supuesto, capitaine.

Agarra las llaves, pero el capitaine se las arrebata.

Capitaine: Solo dime el número de celda. No querría que tu silla se


enfriara.

Carcelero: (Avergonzado) Veintisiete, capitaine.

En respuesta, el capitaine sujeta el farol del hombre y se da la vuelta. El


carcelero se queda en mitad de la oscuridad. El capitaine guía a sus soldados
más allá de los pilares de piedra tallada, por el largo corredor. En las celdas,
los prisioneros murmuran y gimen ante el sonido de sus pasos. El capitaine
responde golpeando con el puño cada puerta que pasa y los hace enfurecer.
Capitaine: ¡Basta! ¡Silencio!

Los prisioneros vuelven a gritar maldiciones y a dar alaridos. Pronto se desata


una sinfonía disonante en la prisión. Al llegar a la celda número veintisiete, el
capitaine abre la puerta de golpe. Meliss y Samrin se refugian en un rincón,
pero Jetta se pone de pie.

Jetta: ¿Qué es lo que quieren ahora?

Se tambalea, pero tiene una expresión desafiante en el rostro y los puños


apretados por la furia. Su ira llena la celda. El capitaine duda un momento.
Después, hace un gesto.

Capitaine: Allez. Amárrenla.

Los soldados se acercan, nerviosos. Sujetan a Jetta por los brazos, pero ella se
libera de ellos y se abalanza sobre el capitaine. El adjutant le da una bofetada,
Jetta pierde el equilibrio y el capitaine maldice. Pero Jetta se lleva la mano a
la mejilla y lo observa.

Jetta: ¿Estás aquí para dispararnos o para salvarnos, hermano?

Desconcertado, el adjutant se da vuelta y lo que encuentra es el puño del


capitaine.
Capítulo 24

En mi corazón, se mezclan rabia y alivio, una mezcla enfermiza, aunque no


tenga tiempo para sentirme mal. A medida que el adjutant vuelve a ponerse
de pie, el soldat busca su arma, pero Akra es más rápido. Le da un codazo en
la cara, y yo le arrebato el arma que trae en el bolsillo. El adjutant se lanza de
nuevo a la refriega, pero se detiene cuando apunto el arma entre sus ojos. El
farol que tiene en la mano se mueve de un lado al otro con violencia y arroja
sombra sobre la piedra. Abre mucho los ojos, que relucen blancos en la
oscuridad. No disparo, y él no se mueve, hasta que Akra lo golpea en la nuca
con la culata de su propia arma.

El adjutant se desploma en el suelo junto al soldat y el aceite del farol chorrea


por la piedra. A nuestro alrededor, continúan con su sinfonía salvaje. La pelea
no pudo haber durado más de treinta segundos, pero mi corazón late más
fuerte que cualquier tambor y todavía siento el sabor de la sangre en la boca.
Espero el sonido de pasos, que aparezcan el carcelero o más soldados, pero
nada sucede. Después me dirijo a Akra, y mi corazón vacila.

A la tenue luz del pasillo, las sombras suavizan su mandíbula tensa. Se parece
más al Akra que vi por última vez hace dos años y menos al soldado del
muelle. Sin embargo, no me atrevo a tocarlo.

Mi madre sí, y corre hacia él gritando, hunde la cara contra su pecho, se


aferra a la correa de su bandolera.

—Pensé que te habíamos perdido —murmura ella—. Pensé que estabas


muerto.

—¿Cómo nos encontraste? —pregunta mi padre, sin aliento. Sigue apoyado


contra la pared, tan débil que ni siquiera puede ponerse de pie. Pero las
arrugas de dolor que rodean sus ojos han dado paso a una leve sonrisa. Akra
se inclina para tocar su rostro, para inspeccionar su brazo.

—Os vi en el barco —murmura mi hermano, con tranquilidad.

—Yo también te vi. —El arma robada se resbala entre mis manos. ¿Podría
haberle disparado al soldado tal y como Akra le disparó al refugiado en el
muelle?—. Tenía la esperanza de haberme equivocado.

—¿Por qué estabais a bordo de Le Rêve? —pregunta mi hermano, y, aunque


no puedo leer su rostro en la oscuridad, su tono parece acusador.

Antes de que pueda responderle, otro sonido se destaca entre la sinfonía de


los prisioneros: el repiqueteo grave de un gong. Akra se pone rígido, de pie.

—¿Qué es eso? —pregunto.

—La alarma de la ciudad —dice con brusquedad—. Debemos darnos prisa.


—¿Una alarma? —Un escalofrío me sube por la espalda. Miro a los soldados,
tendidos en el suelo de piedra—. ¿Por esto?

—No lo sé, pero no nos quedaremos a averiguarlo. Vamos —dice Akra. Va


hacia la puerta, desenfunda y se asoma al pasillo—. No hay nadie. Por ahora.

—¿Cómo? —pregunto—. ¿Cómo vamos a salir?

—Esperaba sacaros a todos de la cárcel antes de tener que luchar. —Akra


toca al adjutant con la punta de su bota—. Pero tenemos el farol, y las armas.
El cordón sanitario será más difícil de cruzar.

Mi corazón late más rápido.

—¿Un cordón? ¿A qué te refieres?

—Hay problemas en la capital desde el ataque al rey. Rebeldes y disturbios. El


ejército rodea la zona para proteger el palacio y el templo. Podríamos cruzar
la cresta que está detrás del templo —agrega. Entonces, dice mientras
observa a mi padre—: Nosotros tres podríamos hacerlo, al menos.

Tardo un momento en entenderlo. Sus palabras me asombran: tan frías, tan


sencillas.

—Akra…

Pero se vuelve hacia mí rápidamente, con ojos brillantes.

—Si tienes algo mejor que sugerir, dilo.

Abro la boca mientras intento idear un plan: dispararles a los guardias


mientras avanzamos, atravesar la plaza cargando a mi padre. ¿Y qué haríamos
luego? ¿Cruzaríamos el cordón? ¿Iríamos por las calles de la ciudad, por la
entrada vigilada? ¿Volveríamos al túnel donde monta guardia el muerto? Me
estremezco, pero mi padre tampoco podría bajar esos escalones.

Yo no respondo, pero él sí.

—Es un buen plan, Akra, Pero no olvides los disfraces. —Hace un gesto en
dirección a los soldados—. Jetta, tú y Meliss poneros los uniformes, rápido. Y
esconded el pelo bajo los gorros.

Trago saliva: a pesar del agua, tengo la boca seca.

—¿Qué hay de ti, Papa?

—Me gustaría descansar aquí un rato. Ha sido un viaje muy largo —dice,
sonriendo un poco.

Akra respira hondo, pero no protesta, y nosotras tampoco. Mi hermano me


tiende la mano, con la palma abierta. Me quedo mirándolo, sin entender bien
qué quiere, pero él solo repite el gesto.

—¿Qué?

—Dame el arma —dice, pero vacilo, así que me la quita. Coloca la pistola
entre las manos de mi padre y cierra sus dedos alrededor de ella. Luego, se
pone de pie—. Vístete, Jetta.

Arrugo la frente.

—¿Por qué la pistola?

—Vístete.

—Akra…

Rápido como una bala, me sujeta del brazo y me acerca.

—¿Quieres que lo deje sin salida? Me enviaron aquí para que os llevara ante
el questioneur.

Me libero de su mano con un escalofrío. ¿A cuántos otros ha guiado hasta la


muerte? Quiero gritarle, escupirle en la cara. Pero no lo hago porque no
tengo otra solución. De todas formas, recuerdo las voces: Ayúdame, y los
cuerpos de los rebeldes descuartizados junto a la carretera. Después la voz de
mi padre aleja los ecos.

—Largas las horas hasta el amanecer —canta—. No podemos esperar,


seguiremos adelante.

—Papa…

—Pero si nos detenemos, la brisa de medianoche traerá lluvia y recuerdos…

—Volveremos a buscarte. —Lo abrazo y hago promesas que no sé cómo


cumpliré—. Volveremos.

Él me acerca a su corazón un instante. Lo siento latir a través de la tela


delgada de su camisa: el corazón que compartimos, aunque no compartamos
la sangre. Después, con mucho cuidado, me aleja y me empuja hacia la
puerta. Su sonrisa nunca flaquea, tampoco su canto. Nos llena de luz mientras
nosotros lo dejamos atrás en las sombras.

Todo se vuelve borroso, pero no demuestro emoción alguna en la cara y miro


hacia delante, por encima del hombro de Akra, mientras avanzamos con
rapidez por el corredor. A mi derecha, mi madre hace lo mismo, la mirada
igual de vacía que una caracola en la orilla del mar. Caminamos con andar de
soldados hasta el altar, aunque mis pies resbalan en las botas robadas.
Ninguno de nosotros le presta atención al carcelero a medida que nos
acercamos. El hombre saluda nerviosamente mientras Akra deja el farol
apagado sobre el escritorio, junto con las llaves.
—Le falta aceite —dice mi hermano con frialdad, como si fuera culpa del
hombre. Todavía es buen actor.

—Lo siento, capitaine —responde el carcelero, inquieto, pero Akra ya se ha


girado para marcharse. Mi madre y yo tratamos de seguirle el paso—. ¡Señor!
—llama el carcelero mientras nos alejamos, pero Akra ni siquiera disminuye la
velocidad—. ¿Qué hay de los prisioneros?

—¡Siguen en la celda, blaireau! —Akra arroja las palabras sobre su hombro


como étoiles a un mendigo—. ¿Crees que tengo tiempo para ellos ahora? ¿No
oyes la alarma?

Si el carcelero sospecha, no se atreve a demostrarlo, y salimos de la prisión


sin inconvenientes. Los guardias apostados en la puerta principal incluso nos
saludan cuando pasamos. A mi lado, mi madre se estremece cuando
abandonamos el templo, ¿está aliviada o dolida? Ella no dice nada, pero yo
tengo el corazón roto. Qué tonta fui al pensar que ya no había nada más a lo
que pudiéramos renunciar.

Akra no vacila. El gong sigue sonando, y la gente corre de un lado a otro por
las calles oscuras. Algunos soldados en uniforme y ciudadanos a medio vestir
se dirigen hacia el fuerte, otros hacia el palacio, otros en todas las
direcciones. Pero cuando un joven soldado cruza nuestro camino, Akra lo
sujeta del brazo.

—¿Qué está sucediendo?

—¡Los rebeldes, capitaine! —El hombre lo saluda, nervioso—. ¡Han detonado


bombas por toda la ciudad!

Akra maldice.

—¿Cuántas?

—Se han informado seis. Los soldados están patrullando las calles, pero los
lugareños están enfadados. Puede que se avecine otro motín.

Akra ahoga otro insulto y libera al soldado, que se dirige tambaleándose hasta
su puesto.

—Gracias a los rebeldes tenemos algo más de tiempo —murmura mientras


nos conduce hacia la calle. Yo debo correr para seguirle el ritmo—. Pero
invadirán el fuerte. Tenía la esperanza de poder robar algunos caballos.

—¿Para qué?

Akra me mira con recelo.

—Tenemos que salir de la ciudad.

—¿Para ir a dónde? —pregunta mi madre. Las palabras son distantes,


insensibles—. ¿A dónde podemos ir?

—A la selva, lejos del ejército. Podemos ir al norte —dice Akra. Después,


agrega con voz melancólica, y entonces aparece de nuevo el niño que era mi
hermano—: De vuelta a casa.

No me atrevo a decirle la verdad, que el hogar que recuerda ya no es nuestro.


Pero mi madre dice:

—Deberíamos ir hacia los muelles. Podríamos escabullirnos en un bote.

—Los muelles están pasando el cordón —responde Akra con determinación—.


Y, después de los disturbios, todos los barcos levaron anclas y se retiraron a
la bahía.

Gira sobre sus talones, alejándose del corazón de la ciudad, hacia la cresta de
la caldera que se levanta a espaldas de la Corte del Infierno. Mientras nos
apresuramos por seguirlo, el rostro de mi madre se transforma, trastabilla. Y,
de repente, lo entiendo. No huíamos de Chakrana para buscar una cura, al
menos, no era la única razón. Incluso después de todos estos años, Maman
seguía intentando escapar de Le Trépas.

Pasamos los restos oscuros del templo y avanzamos por el jardín en ruinas. A
medida que nos alejamos de la plaza, de la corte y la confusión, los sonidos de
la ciudad se desvanecen, acallados por el follaje, aunque el repique del gong
en la lejanía continúe sonando como un corazón de metal. Las estatuas de
piedra se asoman entre la exuberancia de las camelias y el jengibre. Hay
almas aquí, que revolotean a través del aire denso. Gotas de sudor brotan en
mi frente mientras me aseguro de que no haya indicios de fuego azul, de algo
que nos siga, pero por suerte no aparece nada.

Cerca de la cresta, hay una suave pendiente en el terreno, hasta que las
malezas del jardín dan paso a la espesura de la selva. Pero en lugar de cruzar
la vegetación, Akra nos guía a lo largo de la línea de árboles. Aunque las
sombras son profundas y el ejército está ocupado, me siento expuesta.

—¿A dónde vamos, Akra?

—Hay una senda a mitad de camino de la cresta —dice.

—¿Una senda? ¿Para quién?

—Para el ejército —responde—. Hay un taller allí arriba, donde podemos


encontrar suministros y tal vez armas. La selva será peligrosa, Jetta.

Levanto una ceja.

—¿Crees que no lo sé?

Pero él no responde, me da la espalda y sigue caminando. Muy pronto,


aparece la huella: un claro en la selva que conduce a una senda rocosa que
asciende por una de las caras de la caldera. Avanzamos por la senda, cuesta
arriba, bajo las sombras de los árboles, y al poco tiempo comienzo a jadear,
mareada. Hace una semana, el ascenso hubiera sido fácil, pero la falta de
comida, de sueño y de agua son como un peso en mi espalda.

Mi madre también está sufriendo, pero ninguna de las dos desperdicia aliento
en quejas, y Akra solo sigue avanzando, aunque se apiada y modera el paso.
Por fin, la senda nos lleva a un edificio largo y bajo, encaramado en la cara de
la cresta: el taller. Las paredes están hechas de bambú y pintadas de verde
oscuro, y el techo es de hojas de palma. Uno de los lados está abierto y mira a
la ciudad, y un andamio de bambú sale de la gran abertura, como un muelle
en el aire.

—¿En qué trabajan aquí? —pregunto, frunciendo el ceño, pero Akra se lleva
un dedo a los labios y señala. Necesito un momento para entender lo que me
está mostrando: la luz que brilla en el edificio no es un alma perdida, sino una
lámpara.

Sacando su arma, se acerca más a la puerta del taller, que está entornada.
Akra mira en el interior, y yo intento ver por encima de su hombro, arrugando
la nariz. Hay un olor extraño en el aire aquí, un olor químico que hace
hormiguear mi lengua. Pero lo que veo es aún más raro: una habitación llena
de enormes artilugios, hechos de bambú, hierro y cuero, y cada uno de ellos
es diferente y está en distintas etapas de terminación.

Durante un momento, las piezas dispersas me recuerdan a mis propios


fantouches. Pero estas máquinas no están construidas para el espectáculo.
Hay una que se parece a un murciélago, temible y finamente articulado, las
piezas de un ala dispersas en el suelo. Otra es una cesta que guarda en su
interior una máquina parecida a un horno de hierro. Tirada por el suelo, al
lado, hay una bolsa multicolor de seda. Otra criatura tiene alas esqueléticas
que se parecen a las de un halcón, pero sin revestimiento ni plumas. Junto a
él, hay un halcón negro clavado en un tablero, con las alas extendidas, una de
ellas desplumada para ver las articulaciones. Su alma aún circula a través de
las vigas del taller.

Por aquí y por allá, hay varios aparatos más a medio construir.

—¿Qué son? —le susurro despacio al oído a Akra. Se humedece los labios.

—Máquinas voladoras.

—¿Voladoras?

Akra se vuelve bruscamente, alzando un dedo para advertirme que me calle.


Me trago la siguiente pregunta: ¿para qué sirven? Ya sé la respuesta: para la
guerra. Es el ejército, después de todo. Me quedo boquiabierta al imaginar
hombres con armas, que hacen que la muerte caiga del cielo como la lluvia.

—Los rebeldes no tendrán ninguna oportunidad —le susurro, y mi hermano se


sobresalta. Pero después llega el siguiente pensamiento, demasiado rápido
para silenciarlo—. Akra, ¡podemos sacar a Papa de la ciudad en una de estas
máquinas!

Dentro del taller escucho el campaneo del metal y una exclamación ahogada.
Se me hace un nudo en el estómago, pero Akra maldice, golpea la puerta y
levanta el arma.

—¡Arret! —grita—. ¡Manos arriba!

Allí, en las sombras, una figura vacila. Durante un instante, parece una
extraña marioneta, pero cuando miro otra vez me doy cuenta de que es una
persona cubierta de pies a cabeza: botas negras pesadas, una gruesa bata de
cuero que llega hasta el suelo y guantes de goma negros hasta el codo. Hay
algo que me resulta familiar en su figura y en su pelo dorado.

—No dispares, capitaine —dice la joven, quitándose las gafas con un


movimiento del codo—. Soy yo, Theodora.

Me quedo sorprendida al ver a la Flor de Aquitan con botas de trabajo


manchadas de aceite, pero Akra la tiene en la mira.

—Manos arriba —repite, inclinando el arma—. Jetta, átala.

La voz de Theodora sube una octava.

—¿Qué?

—Quieta —dice Akra—. O haré que le pongan una mordaza también. ¿Jetta?

Abro mucho los ojos y miro a Akra en busca de confirmación, pero él no quita
la vista de La Fleur. Sus labios rojos son amargos como bayas. Me acerco con
cautela, buscando algo que pueda usar como cuerda. Reviso su mesa de
trabajo y veo alambre, pero no me atrevo a dejar que muerda su carne. Akra
saca un cuchillo corto de su cinturón.

—Corta las correas de su delantal —dice, pero ya he encontrado un tubo de


goma.

—¿Qué crees que haces? —sisea Theodora mientras le quito los guantes y
enrollo la manguera alrededor de sus muñecas—. Soy la hija del general.

—Lo que te convierte en un rehén perfecto —dice Akra. Él mira sus gafas, su
delantal, sus botas—. Así que tú eres el científico.

—¿Estás sorprendido?

—Asqueado —escupe Akra—. Construyes máquinas para matar a personas


inocentes.

Theodora mira su arma.


—Y tú las usas.

Akra entrecierra los ojos, pero mi madre avanza hacia una de las máquinas
voladoras, y recorre un ala de bambú con las manos.

—¿Funcionan?

Los ojos de Theodora se lanzan a la izquierda, luego a la derecha.

—Todavía no —responde ella, pero aunque muchos de los dispositivos están a


medio terminar, otros parecen completos. Y por más que la maquinaria sea
demasiado compleja de operar, con botones y palancas, cuadrantes y
aceleradores, el alma del halcón todavía vuela en círculos sobre la estructura
inspirada en su propia anatomía.

—Akra —le susurro—. Dame tu cuchillo.

Me lo entrega sin preguntar por qué, pero mi madre me mira.

—Jetta, no lo hagas.

—¿Tienes un plan mejor?

Su silencio doloroso es mi respuesta. Me acerco a la máquina esquelética,


hecha de los largos huesos de bambú fusionados con cartílago de bronce
brillante. No hay plumas ni entretejidos, todavía no, pero no las necesito.
Mientras observa, Theodora frunce los labios, tratando de contener una risa.

—Nunca volará —dice ella—. Sean razonables. Márchense ahora y tendrán


ventaja antes de que mi padre los rastree.

No me molesto en responder, pero Akra me mira de lado.

—¿Qué haces?

—Entra.

La hoja reluce bajo la luz tenue mientras corto la almohadilla de mi pulgar.


Brota un delgado hilo de sangre. Cuando alzo la mano, el arvana se lanza en
picada, y con un destello de alas ardientes, se posa sobre mi muñeca.

—Jetta…

En el rostro de Akra, la incertidumbre es clara, pero mi madre no pierde el


tiempo y se mete en el vientre del ave. La sigo, mientras dibujo el símbolo de
la vida en el bambú. Hay otro destello de luz, y el alma viste su nueva piel.

Con un sonido metálico que me hace sobresaltar, las alas se despliegan y


tumban un barril de metal, que derrama queroseno por el suelo. Theodora se
aleja y mi hermano maldice. Trata de seguir sus pasos con el arma, pero ella
se mete detrás de una de las máquinas y desaparece entre las sombras. Akra
vuelve a maldecir y se lanza tras ella, pero lo llamo cuando el pájaro se
estremece bajo nuestros pies.

—¡Akra! —grito—. ¡Entra!

Duda y sigue escudriñando los rincones oscuros del almacén mientras el


queroseno se expande por el suelo.

—Esa máquina no está terminada. Ya has escuchado lo que ha dicho.

—¡No importa! —grito, pero aunque interrumpe la búsqueda, se mantiene


alejado del ave.

—¿Por qué no?

Aprieto los dientes.

—¡Solo entra!

Él vacila un momento más. Luego vuelve a maldecir, mete la pistola en la


funda y salta con pasos anchos el charco de queroseno que se extiende. Mi
madre extiende una mano y él la sujeta, y logra subirse al halcón justo cuando
un disparo resuena desde las sombras del almacén. El aliento caliente de la
bala eriza el cabello de mi nuca.

Mi madre grita y Akra maldice.

—¡Aquí no hay cubierta! —me gruñe, y vuelve a desenfundar su arma. Pero


Theodora está bien escondida en su taller y libre de las ataduras. Debería
haberla amarrado con alambre. Es muy tarde ahora. En cambio, me inclino y
murmuro al alma:

—Arriba, vuela.

Con una sacudida y un estremecimiento, la criatura levanta el vuelo mientras


otro disparo suena en la oscuridad. Akra se agacha, pero la puntería de La
Fleur no es tan buena como sus inventos. El disparo pasa volando por encima
de su cabeza.

El alma del halcón está ansiosa por surcar el cielo. El techo se acerca a toda
velocidad. Mi madre intenta cubrirme la cabeza con los brazos mientras
atravesamos el techo de hojas. Hay restos en mi cabello, en mis ojos, en el
aire que nos rodea, pero caen sobre el taller mientras el pájaro flota en el aire
fresco de la noche. Quito las hojas del uniforme robado e intento orientarme.
Ante nuestra vista, la ciudad se extiende como en un escenario: allí, el
palacio; más allá, el templo.

Akra también está asombrado, pero no por lo que vemos desde las alturas.

—¿Cómo es posible? —dice, contemplando las alas esqueléticas que baten el


aire. Pero antes de que pueda contestar, un chirrido metálico surge del taller.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta Maman, pero Akra saca un mechero y un
pañuelo del bolsillo.

—En un minuto no importará. —Anuda el pañuelo y enciende la llama. Prende


la tela y la deja caer. Un momento después, una ráfaga de calor nos invade
desde abajo mientras el charco de queroseno se incendia y le ordeno al
halcón que vuele hacia el templo. No hemos llegado muy lejos cuando una
profunda explosión de graves atraviesa el aire, y el techo del taller sale
despedido como una bola de fuego.

Los escombros se disparan hacia arriba y la explosión nos sacude. El aire se


convierte en una ola de luz y calor. Mi corazón se detiene, mis oídos
retumban, mi estómago da un vuelco, pero el alma del halcón nos lleva a un
cielo más despejado, y pronto puedo respirar de nuevo.

Después, un zumbido atraviesa el aire como un enjambre de abejas. Miro


hacia atrás y maldigo. Otra criatura está saliendo del infierno. Ha despegado
del muelle de bambú y planea hacia nosotros con alas enormes. En la cabina
del pájaro negro está Theodora Legarde.
14 de Août

-He avanzado en el diseño basado en un juguete chakrano hecho de bambú,


capaz de realizar vuelos verticales. Es prometedor, pero debo encontrar la
forma de darle energía al resorte. La maquinaria necesaria es más pesada de
lo que la nave puede levantar.

23 de Août

-He reparado el ala: la curva es de gran importancia para mantener la nave en


vuelo. Pero para el despegue inicial necesita más altura. ¿Un acantilado? ¿Un
andamio?

-Ala articulada. EL ÚLTIMO PROBLEMA POR RESOLVER ES CÓMO


ALIMENTAR LA MÁQUINA. Hay una máquina que está lista para la
prueba, pero el rango es limitado. Aún no puedo cargar suficiente
combustible para realizar viajes largos.

2 de Septembre

-El queroseno tal vez no sea una buena solución. ¿¿¿¿Alcoholes metilados????
Capítulo 25

La Flor de Aquitan nos lanza una mirada fulminante a través de un escudo de


cristal y su pelo brilla plateado a la luz de la luna. Sobre las anchas alas de su
artilugio, giran las hélices y un cañón montado en la nariz de su máquina
dispara proyectiles.

Los proyectiles pasan a toda velocidad. Akra devuelve el ataque, pero sus
disparos no dan en el blanco mientras nuestro halcón se aleja para esquivar
las balas. Surca el aire con la misma velocidad que cuando estaba vivo. El
mundo entero parece girar, pero Theodora se queda rezagada. Mientras
nuestro halcón disminuye la velocidad, exploro el horizonte: veo el templo,
cruzando el jardín. Le murmuro unas palabras al alma del halcón y señalo la
Corte del Infierno.

Akra maldice y vuelve a cargar su arma, pero tiene la cara pálida y las manos
temblorosas. Las balas se le resbalan y no deja de mirar hacia abajo.

—¡Debemos dar la vuelta, Jetta! ¡Hay que cruzar la cresta y salir de la ciudad!

—Todavía no —digo entre dientes, pero Theodora también da la vuelta para


interceptarnos de frente. Akra maldice mientras otra carga de proyectiles
rasga el aire. El alma del halcón desciende y gira—. ¡Dispárale, Akra!

Él apunta, pero no puede controlar su mano.

—Nuestro pájaro es más rápido —grita—. ¡Sigamos adelante!

—¡No! —Mi madre me sujeta del brazo y apunta hacia el sur, hacia el mar de
los Cien Días—. ¡Deberíamos irnos ahora mientras podamos!

—¿Irnos?

—¡A Aquitan!

—No podemos viajar hasta allí —dice Akra—. No tenemos comida, ni agua…

—¿Qué están diciendo? —pregunto con una expresión de disgusto—. ¡No


podemos ir a ningún lado sin Papa!

Akra maldice, pero mi madre no aparta la mirada.

—Él eligió salvarte. No desperdicies su sacrificio —dice ella.

—Esto no tiene que ver conmigo —replico con los dientes apretados—. Vamos
a volver al templo.

A mi orden, el pájaro vuelve a ladearse y agita el aire mientras giramos. Pero


Theodora todavía está esperando sobre la plaza, y la siguiente ronda de balas
toca nuestras alas.
El halcón se tambalea cuando el bambú se hace astillas. Se estremece en el
aire, luchando por mantener el equilibrio, la altura. Tiro de los controles como
si fueran riendas, pero Akra se acerca para sujetar mi hombro.

—¡Jetta! —dice y giro la cabeza—. Él no espera que regresemos.

Akra me mira. Es la mirada de mi madre, la mirada de Leo, la mirada que


teme mi reacción. Al principio, la ira estalla dentro de mí, pero se quema
rápido en cenizas amargas. Supe lo que le sucedería a mi padre cuando lo
dejamos con el arma, ¿no?

Lo supe y me marché de todos modos.

Quiero gritarle a Akra, para que sea su culpa, o la de mi madre, la de


cualquier otro. Pero es mi culpa, ¿no es verdad? No porque mi padre eligiera
salvarme, sino por todas las elecciones que he tomado. Desde Legarde en
Luda hasta Leo a bordo de Le Rêve; siempre se trató de mí. Y, por fin, insto a
nuestro halcón a que vuele hacia la cresta mientras el viento frío barre las
lágrimas de mis ojos.

Pasamos por encima del jardín mientras Theodora da vueltas para seguir
nuestros movimientos, pero cuando llegamos a la montaña, el alma se
esfuerza por subir. Las almas son fuertes, pero la grieta en el bambú dificulta
el ascenso. De todas formas, avanza contra el viento y asciende por el lado de
la caldera. Finalmente, cuando llegamos a la cima, el reino se despliega ante
mí como si fuera un escenario iluminado por el débil resplandor del
amanecer.

Durante un momento, planeamos. El cielo se abre ante nosotros y nos acaricia


el aire fresco de la noche. Después, el rugido de las hélices crece cuando La
Fleur asciende para no perdernos de vista, y el ruido de sus cañones atraviesa
el cielo.

—¡Abajo! —le ordeno al halcón, y él dobla sus alas y se lanza en picado.


Caemos por debajo del borde de la cresta, y ganamos velocidad mientras
sobrevolamos la selva. El viento que creamos al pasar arranca las hojas de los
árboles. La tierra se acerca más y más, hasta que el halcón abre las alas para
detener la caída, pero lo que se oye entonces es un crujido.

El bambú se rompe. El halcón se retuerce en el aire cuando el ala doblada


rompe una rama y nos hace girar, desplomarnos, caer del cielo indiferente.

Salgo disparada del ave.

Veo hojas como manchas verdes. Siento ramas que me azotan las mejillas.

Aterrizo en una maraña de enredaderas e intento aferrarme, pero doy una


vuelta y caigo a la tierra. Una luz destella detrás de mis ojos y durante un
momento, que parece eterno, no puedo respirar. ¿Será el final? ¿Me habré
roto el cuello al caer?
No, solo me falta la respiración. Mis pulmones se inflan y el aire me llena de
nuevo. La sangre se precipita a mis oídos y los vana reaparecen en mi campo
de visión, volando en círculos alrededor de mi rostro. Me recuesto boca arriba
y miro el claro que se abre entre las copas de los árboles, mientras titilan las
últimas estrellas.

¿Dónde están mi madre y Akra?

¿Y dónde está Theodora? ¿Habrá podido atravesar la cresta?

Debería moverme, sé que debería, aunque mi cuerpo no parece estar de


acuerdo. Durante un largo rato, permanezco recostada escuchando el sonido
del viento entre los árboles y el trino de los pájaros. Entonces, oigo otra cosa,
un movimiento entre las hojas, y el miedo me impulsa a levantarme. El mundo
da vueltas a toda velocidad. Caigo de nuevo sobre mis manos y rodillas.
Jadeando, me arrastro para buscar cubierta tras unos helechos cercanos. Me
escondo entre la vegetación y miro a través de las hojas, mientras intento
recuperar el aliento. Hay otro ruido y después oigo el susurro de mi hermano:

—¿Jetta?

Se tambalea a través de la maleza, con una mano en las costillas. La sangre


fluye de una herida en su brazo izquierdo. Me apresuro a salir de mi
escondite y voy hacia él. Se recuesta contra un árbol para descansar.

—¿Estás bien?

—Una costilla rota —dice, respirando superficialmente—. Tal vez dos. ¿Tú?

Flexiono mis brazos, mis piernas.

—Nada más que magulladuras.

—Y cortes —dice, señalando mi cara. Me toco la mejilla y veo sangre en mi


mano—. ¿Dónde está Maman?

—No lo sé. —Recorre con la mirada la copa de los árboles y el cielo distante—.
Pero tenemos que encontrarla y salir de aquí.

Se pone de pie y yo lo sigo. Buscamos juntos, con un ojo en el suelo y otro en


el cielo. No podemos arriesgarnos a gritar, así que nos arrastramos por el
suelo entre las ramas rotas. No hay ningún signo de mi madre, ni cuerpo ni
alma, aunque enseguida oigo otro movimiento entre las hojas. Me paralizo.
Akra saca su arma. Pero a medida que nos acercamos, vemos el cuerpo de
bambú de nuestro halcón.

Está atrapado en las ramas de un árbol de mimosa, mientras sigue intentando


batir sus alas esqueléticas. Las flores caen como gotas de lluvia a nuestro
alrededor, sacudidas por sus débiles movimientos. Akra se vuelve hacia mí,
con una extraña mirada en su rostro.
—Casi parece vivo.

Hay una pregunta tácita en su voz, pero no tengo las palabras ni el tiempo
para explicar.

—Tenemos que bajarlo de allí.

—Después de que encontremos a Maman. ¿Crees que puedes hacerlo volar


otra vez?

Respiro hondo. No tengo las herramientas necesarias para repararlo: el


pegamento, la cuerda, los remaches, todo quedó en la caravana. Pero tal vez
podamos improvisar algo. No hace falta que quede elegante, basta con que
logremos remontar vuelo.

—Puede que sí.

—Pero ¿cómo, Jetta?

Entiendo lo que pregunta, pero me falta la energía para ordenar mis


pensamientos, mis palabras. Todavía no.

—Primero busquemos a Maman.

Rastreamos en círculos cada vez más amplios, cruzamos enredaderas y


ñames. Los vana me siguen con un brillo que se desvanece cuando la luz del
día se filtra a través de la espesura. Un arvana se acerca poco a poco, a través
de las hojas: un ocelote, quizás, algún felino de la selva. Después, aparecen
las almas de los pájaros, que van de rama en rama en un silencio inquietante
y misterioso.

Por último, encontramos a mi madre tendida detrás de un matorral, con el


pelo sobre el rostro pálido. Aparto los mechones, pero ella no se mueve.

No, no puedo perderla a ella también. Pero si estuviera muerta, ¿no vería la
luz brillante de su alma? Me arrodillo a su lado para buscar el pulso en su
garganta y me dejo caer aliviada cuando lo encuentro latiendo fuerte. Pero su
respiración es tan superficial que al principio no la sentí.

—¿Está viva? —pregunta Akra, a mis espaldas.

—Sí —le digo, enérgicamente, enfadada por la pregunta, pero cambio el tono
de mi voz—. Algo le sucede y no sé qué es. ¿Podría haberse roto el cuello? —
pregunto recordando mi propio temor.

—Hazte a un lado. —Akra me aparta y, primero, le toca las manos—. Los


dedos están tibios. Hay buena circulación. Revisa los pies.

Lucho para quitarle las botas. No están bien atadas, pero me tiemblan las
manos. Akra palpa con cuidado su cabeza, recorre las orejas y el cabello con
las manos. Después, gruñe.
—¿Qué sucede?

—Tiene un bulto del tamaño de un lichi. Se golpeó la cabeza. ¿Cómo están los
dedos de los pies?

—Tibios. Eso es bueno, ¿verdad?

—Mejor tibios que fríos. —Akra se pone en cuclillas—. Sabremos más esta
noche.

—¿Qué pasará esta noche?

—Con suerte, despertará.

Se me abre un agujero en el estómago.

—¿Y si no despierta? —Akra mira hacia otro lado, y la única respuesta es el


sonido de los insectos en la selva. El pánico crece en mi interior—. No
podemos esperar y esperar, Akra.

—No hay nada más que podamos hacer —responde—. Y tenemos que salir de
aquí. ¿Puedes sujetarla por los pies?

—¿Qué?

—Tenemos que llevarla de vuelta a la máquina voladora —dice Akra, mientras


desliza las manos bajo los hombros de mi madre. Su cabeza cae contra el
brazo de mi hermano—. La bajaremos y cargaremos a Maman, si puedes
lograr que vuelva a volar.

—¿Y luego? —Me muerdo el labio—. Maman quería ir a Aquitan, pero no hay
manera de que podamos cruzar el mar así.

—No —dice Akra, sacudiendo la cabeza—. Tenemos que ir al norte, de vuelta


a casa.

Abro la boca, pero ¿qué decir? ¿Cómo resumir los últimos años? Nuestro
hogar parece estar todavía más lejos que Aquitan.

—Akra…

Pero antes de que pueda decir otra palabra, las hojas se agitan de nuevo y
una mujer chakrana sale de las sombras.

—Bonjour, capitaine. —Está vestida con un sarong tradicional, la cola entre


las rodillas y metida en el cinturón. Tiene un rifle entre las manos y apunta
hacia Akra—. Vosotros no iréis a ninguna parte.

Rebeldes. Mi corazón comienza a latir con fuerza. Todos los recuerdos


regresan a mí: el sabotaje, la tortura, las ejecuciones.
—Los uniformes son robados —digo enseguida—. Somos artistas de una
compañía de sombras. Estamos tratando de escapar de la capital. Solo
queremos volver a casa, a Lak Na.

Ella entrecierra los ojos. Observa las botas que llevo, demasiado grandes, y la
chaqueta holgada.

—Tú, puede ser. Él no.

—Lo juro —digo, con los ojos bien grandes, mintiendo con descaro—. Pídele
que te cuente una historia, que fabrique un fantouche…

—¡Lo reconozco, niña!

La mujer mueve el cañón de la pistola y hunde la culata del rifle en mi


estómago. Mis pulmones se cierran cuando me doblo y me falta el aire. Pero
Akra se abalanza sobre el arma, lucha con la rebelde, trata de arrancar el rifle
de sus manos. Está a punto de lograrlo cuando otro rebelde se lanza a través
de la maleza.

—¡Manos arriba! —exclama, y Akra se tambalea, respirando con dificultad. La


mujer le da una patada en el estómago y él trastabilla y cae al suelo.

—No soy capitaine —jadea, sosteniendo sus costillas rotas—. Ya no.

La rebelde se burla.

—¿Degradado?

—Desertor.

—Traicionaste a tu propio pueblo cuando te pusiste ese uniforme —dice ella


—. No me sorprende que ahora traiciones al de ellos.

Al oír sus palabras, mi lengua arde de rabia: de repente, quiero explicarle por
qué se alistó. Pero el segundo rebelde se interpone entre ella y yo: un hombre
mayor, tatuado, pero sin camisa, sin vergüenza de todos sus pecados. Se
arrodilla junto a Akra y le habla en voz baja:

—Si eres un desertor, ¿cómo has conseguido la máquina voladora?

La expresión de Akra no cambia.

—Os daré información a cambio de atención médica y la seguridad de mi


madre y mi hermana —dice, pero la rebelde se ríe.

—No estás en condiciones de negociar —dice ella—. Arriba.

Con el pie, empuja a mi madre.

—¡Está inconsciente! —grito, pero la mujer vuelve a levantar la culata de su


arma y yo me encojo de hombros y protejo mi estómago. Poco a poco, baja el
arma con una advertencia en la mirada.

—Da las gracias de que te deje llevarla —dice en voz baja, hablándome, pero
mirando a mi hermano—. Es más de lo que yo pude hacer cuando sus
hombres incendiaron mi aldea.

El dolor que hay en mi pecho, ¿es porque me falta el aire o porque siento
vergüenza? Miro a Akra, pero él evita mis ojos. La rebelde ríe y su risa suena
como un estallido de cristales.

—¿Estás sorprendida? ¿Cómo crees que cha llegó a capitaine?

No le respondo, ¿qué puedo decir? Solo me arrodillo junto a mi madre y


coloco su brazo sobre mi hombro mientras me pongo de pie. Su cuerpo
cuelga, pesado. Akra sujeta el otro brazo y, entre los dos, compartimos la
carga. Quiero alejarlo, pero no puedo llevarla sola. Sus pies se arrastran y su
cabeza se mueve de un lado al otro, mientras seguimos a los rebeldes a través
de la selva.

El camino es largo y sinuoso. Las enredaderas se aferran a nuestros tobillos y


las rocas encuentran nuestros dedos; charcos de lodo resbaladizo nos hacen
perder el equilibrio. Pronto, me falta el aire a causa del esfuerzo, pero es peor
para Akra, que apenas puede respirar. Su brazo sangra sin parar de nuevo.
Viajamos cada vez más despacio. Cada tanto, el hombre, que camina detrás
de nosotros, nos empuja con su rifle. Finalmente, cuando pasamos un
cañaveral de bambú, se detiene para construir un palanquín que nos ayude a
cargar a mi madre.

Él dice que es porque avanzamos muy lento, pero me pregunto si siente


lástima. De todas formas, estoy agradecida. Y cuando los palos de bambú
están cortados y atados con enredaderas, en silencio coloco un pequeño vana
en el palanquín para aligerar la carga. Mi madre lo detestaría, pero no puede
quejarse.

Aunque llevarla en el palanquín es más fácil, evitar que se caiga sigue siendo
un trabajo agotador. Me concentro en mis pies, porque no quiero resbalar y
arrojarla al suelo de la selva. Un pie detrás del otro, un pie detrás del otro.
Me arden los hombros y me salen ampollas en las manos. Mi mundo se
estrecha, y enseguida olvido todo menos el camino que tengo delante, el
espacio entre los pies de mi madre y los míos.

Estoy cansada y hambrienta, y ansío el agua con un dolor profundo. Lo único


que puedo hacer es aguantar y seguir caminando. ¿Qué pasaría si me
detuviera, si me echara en el camino?

El pensamiento es muy tentador y estoy a punto de hacerlo. Pero entonces un


sonido me detiene, un susurro. La voz de mi madre:

—¿Jetta?
El brillo de sus ojos apenas se deja ver entre las pestañas. Sonrío al verlo,
aunque mis labios están tan secos que duelen. No la he perdido. Ahora tengo
la oportunidad de cuidarla, por todas las veces que ella me ha cuidado. Un pie
detrás del otro, un pie detrás del otro.

El día se acerca a su fin cuando Akra se detiene. Miro hacia arriba, aparto el
pelo de mis ojos y veo lo que se extiende delante de mí: el campamento
rebelde.

Es un claro en la selva, que se encuentra en la curva de un amplio arroyo,


pero en lugar de la fortaleza que había imaginado, parece más bien un lugar
para refugiados. Las tiendas están intercaladas con cobertizos maltrechos y
chozas construidas sobre la tierra fangosa. Pollos flacos y niños descalzos
deambulan por todas partes, y varios fogones envían humo hacia el cielo.
Después, la brisa me trae el aroma a comida, y mi estómago se contrae tan
fuerte que me doblo y dejo caer los postes del palanquín.

Akra se tambalea, pero logra depositar a mi madre con cuidado en el suelo.


Después, se arrodilla pesadamente a su lado. En la luz tenue, tiene el rostro
pálido.

—Levántate —dice la mujer, pero Akra solo sacude la cabeza y su respiración


es rápida y superficial. Tampoco puedo imaginarme de pie, ahora que he
dejado de moverme, ni siquiera cuando ella me empuja con el arma.

—No nos has hecho caminar tanto para dispararnos al final —respondo,
jadeando. Ella entrecierra los ojos, y de repente no estoy tan segura. Pero,
entonces, la desafío con palabras que escapan de mi boca—: Hazlo, entonces.

La mujer vacila, pero esa chispa de valentía ha agotado todas mis fuerzas. Mi
cabeza y mis hombros caen. Otros rebeldes se acercan, niños también ¿Nos
mataría ante sus ojos? La escena se desarrolla en mi cabeza: los disparos, la
sangre. De repente, llega flotando el sonido de otra voz, pícara, irónica,
familiar.

—¿Me has traído un regalo, gatita?

Camina hacia nosotros y parece igual de adorable que siempre ahora que
viste un largo sarong, en vez de un atuendo de seda. Es Cheeky. Les sonríe a
nuestros captores, y yo me quedo mirándola. El mundo parece girar, como si
estuviéramos de vuelta en el aire. ¿Estoy soñando o de verdad está aquí? Pero
nunca hubiera imaginado que se convertiría en rebelde, ni que llevaría un
machete en la cintura y la serpiente de Eve alrededor del cuello.

Quiero decir su nombre, pero tengo la garganta demasiado seca. La rebelde


le guiña un ojo.

—También encontré un pájaro, pero era demasiado grande para traerlo a


casa.

—¡Qué pena! Me gustaría tener una boa nueva —dice Cheeky, acariciando las
escamas de la serpiente—. Esta no tiene plumas. Entonces, ¿qué son estos?

Cheeky mira a mi madre con el ceño fruncido, ¿es ese un gesto de


reconocimiento? Y cuando ella me mira a los ojos, veo el asombro en los
suyos. Se da vuelta, se abalanza sobre nuestra captora y la empuja:

—¡Busca al docteur, rápido!


Enviado a las 16:30 h

General Legarde desde Nokhor Khat

Para: Capitaine Legarde en Luda

CON RESPECTO A LA RECHERCHE DE JETTA DE ROS NAI STOP EXPLICAR


SUS CRÍMENES STOP QUÉ HA HECHO STOP CONFIRMAR RECIBO

Enviado a las 18:11 h

Capitaine Legarde desde Luda

Para: General Legarde en Nokhor Khat

MENSAJE RECIBIDO STOP OFICINA DEL TELÉGRAFO EN


FUNCIONAMIENTO STOP SOSPECHOSA BUSCADA PARA
INTERROGATORIO POR PRÁCTICA DE NECROMANCIA
Padre:

Acabo de regresar de mi primer vuelo exitoso. Esa es la buena noticia.

La mala es que robaron una de mis máquinas.

Pero hay algo que no entiendo: no debería haber podido volar.

Quiero replicar las condiciones bajo las cuales logró despegar. Aquí hay algo
raro, pero estoy a punto descubrirlo, lo sé. Te dije que podía resolverlo. ¿No
te alegras ahora de que no me haya casado en alta mar?

Theodora
Capítulo 26

Por pedido de Cheeky, nos llevan a un largo pabellón. Es una sala para
enfermos, o lo que los aquitanos llaman un hôpital. Pero está construido sobre
una plataforma para mantener el suelo seco, al estilo de Chakrana. Troncos
gruesos sostienen el techo de paja y los lados están abiertos para que circule
el aire. Mosquiteras de gasa cuelgan sobre camastros que forman una fila
ordenada. Algunas de las camas ya están ocupadas: pasamos a un hombre sin
pies, a una mujer vendada que gime, a un joven que parece ileso, excepto por
la mirada vacía que hay en sus ojos.

¿Fueron torturados por los rebeldes? Pero, si así fuera, ¿por qué los atienden?
Cada vez más, los relatos sobre el ejército del Tigre parecen exagerados. He
visto al ejército hacer cosas peores. Todavía es difícil dejar de lado el miedo,
pero se aleja cada vez más. O tal vez estoy demasiado cansada para seguir
cargando con él. La sala de enfermos huele bastante a limpio y, además, es un
lugar para descansar. Una vez que estoy dentro de la cama, la noche se
desvanece entre mis párpados pesados.

Me despierto cuando un hombre entra en el hospital: el docteur. Otro viejo


monje, aunque oculta sus tatuajes con una camisa de tela delgada. ¿Cuántos
viven con los rebeldes? Se inclina sobre mi madre primero, con el rostro serio
pero no severo. A continuación, trata a Akra, frotando sus heridas con algo
que huele brillante y limpio. Después le quita la camisa hecha jirones para
revisar las costillas. Akra maldice cuando el docteur hunde el dedo en la
carne magullada, pero yo miro semidormida las cicatrices de mi hermano.
Todo su cuerpo parece cosido, parches negros y azules con hilo blanco.
También veo lo que parece una vieja herida de bala en su hombro. ¿Cuánto
habrá sufrido?

¿Cuánto sufrimiento habrá causado?

Después, cierro los ojos, tratando de apagar el mundo. ¿Cuánto tiempo habré
estado despierta? Esta vez, mi mente obedece mis deseos y me alejo de la
realidad hacia una oscuridad suave y secreta. Entonces, alguien me toca las
manos y me levanto forcejeando, pero el médico me susurra: silencio, silencio,
y dejo de luchar. La oscuridad se acumula detrás de mis ojos y en mi cabeza,
y todo gira como una galaxia negra mientras me hundo en un sueño sin
sueños.

Al cabo de un rato, soy consciente de la luz, de los sorbos de agua, del


docteur. Pero no tengo la voluntad ni la fuerza para abrir los ojos durante un
largo tiempo. Cuando al fin lo hago, el sol de la tarde, tibio y dorado, se filtra
a través de la mosquitera de gasa. Estoy tendida en un camastro, en el suelo.
Todos los músculos me duelen con el dolor intenso que traen el agotamiento y
el hambre. Me siento abatida, delgada, como si hasta mi alma hubiera perdido
parte de su luz.

Pero afuera el campamento está lleno de vida, y con los ojos cerrados, me
recuerda a Lak Na. Las risas y el canto de los niños que juegan, el ruido de
las palmas, el chapoteo de la ropa en el agua… Agua. Mi respiración silba
entre los labios agrietados y hago un esfuerzo por incorporarme. Alguien abre
la mosquitera, y cuando miro hacia arriba veo el rostro de Cheeky.

—Estás despierta —dice ella, feliz.

—Agua —le contesto.

—Claro. ¿Puedo?

Asiento y ella desliza con cuidado una mano detrás de mi cuello para
levantarme la cabeza y llevar una taza a mis labios. Bebo con avidez: es agua
de un coco joven, tan dulce que se me escapan lágrimas de los ojos. Se
termina demasiado pronto.

—¿Más? —pido, pero ella ya está sirviendo más. Enfoco la mirada en sus
manos, las uñas ahora cortas, el esmalte rosa gastado.

—También hemos traído comida —me dice ella—. ¿Puedes sentarte?

—Creo que sí —respondo, y lo hago, despacio, con cautela, con su ayuda.


Después, bebo el agua de un solo trago—. ¿«Trajimos»?

—Sí, Leo y yo —dice ella, y ante su nombre, me sobresalto, como si me


doliera.

Cheeky retira la mosquitera, y allí aparece él, apoyado en uno de los postes
en el pabellón. Me regala una sonrisa tímida y se acerca con prudencia. Tiene
un cuenco en la mano a modo de disculpa.

—Me alegro de que estés bien —comenta en voz baja. Le lanzo la taza vacía a
la cabeza.

Mi puntería es pésima, pero Leo salta hacia atrás, y Cheeky se pone de pie.

—¿Qué sucede?

—¡Mi padre todavía está allí, gracias a ti!

—¿A mí? —Leo levanta una ceja—. ¿Qué hice?

—¡Deberías haberme ayudado! —digo, aunque la acusación pierde sentido en


cuanto la pronuncio. De todos modos, se encoge de hombros.

—Hice lo que pude —responde en voz baja.

Luego mete la mano en su chaqueta y saca una pila de papeles. La arroja a mi


lado, sobre el catre. Los papeles se agitan, aunque no haya viento. Mi libro de
almas. Me apresuro a cubrirlo con la mano. Las páginas se aquietan. Después,
miro de nuevo a Leo y analizo su rostro.
—¿Y mis fantouches?

—Tiré tu mochila al río —dice—. No podía llevar todo.

Una punzada en el pecho: aunque pensé que nunca volvería a verlos, me


entristece. Todos mis fantouches se han ido. Por eso, Legarde no sabía lo que
era yo. Después de todo lo que yo había hecho, Leo había guardado mis
secretos.

¿Por qué? ¿Era amabilidad, generosidad? ¿O quiere algo a cambio? Pero no


puedo preguntarle. No delante de Cheeky.

—Gracias —digo en su lugar, y las palabras tienen un sabor extraño en mi


lengua. Respiro hondo—. ¿Cómo lograste escapar?

Leo se mueve sobre sus pies.

—Es una larga historia —responde vagamente, y yo entrecierro los ojos. Pero
él me ofrece el cuenco—. Deberías comer algo.

Cheeky asiente mientras me da una cuchara.

—Eres una sombra de ti misma. ¿Te gusta el juego de palabras? —Frunciendo


los labios, miro el arroz con huevo, caliente. Se me hace agua la boca.
Levanto la cuchara, despacio, para no irritar las ampollas que se curan.
Entonces, pruebo la comida y mis ojos se llenan de lágrimas. La comida es
reconfortante.

—Tú también has cambiado —le digo a Cheeky entre bocado y bocado—. Me
gustaba más tu otro uniforme.

—A mí también, para ser honesta —responde ella, sonriendo—. Pero los


mosquitos de la selva son mortales.

A pesar de mi resistencia, yo también sonrío.

—¿Qué es este lugar?

—¿Recuerdas a todas las personas que iban por el camino de Dar Som? —Leo
mira hacia el campamento—. No todos lograron cruzar la entrada vigilada por
los soldados.

Frunzo el ceño.

—Y ahora… ¿todos ellos son rebeldes?

Cheeky vacila.

—Es difícil saberlo. Primero, fueron solo refugiados. Pero luego vino el Tigre.
—Un escalofrío me recorre al oír el nombre; mis ojos se mueven de izquierda
a derecha, como si pudiera estar al acecho en la esquina del hôpital.
—¿Qué hizo?

—Trajo ayuda —dice Cheeky en voz baja—. Hizo que sus soldados cavaran
letrinas y construyeran chozas. Trajo arroz. Envía patrullas para mantenernos
a salvo.

Me quedo mirándola, tratando de encontrar sentido en lo que dice: elogios


para el Tigre.

—¿Así que ahora tú también estás del lado de los rebeldes?

Ella levanta una ceja.

—Soy actriz, Jetta —dice ella, como si fuera obvio, pero su sonrisa es amarga
—. Solo que, por ahora, no tengo otro escenario.

Titubeo y mis ojos van de Leo a Cheeky. Él mira hacia otro lado. Yo no digo
nada.

—¿Y La Perl?

Cheeky se muerde los labios.

—Desapareció.

Apoyo el cuenco sobre el suelo.

—¿Y Tia y Eve?

—Tia está patrullando la zona con los chicos, le gusta la atención que le dan.
Pero Eve… —La mano de Cheeky va hacia la serpiente en sus hombros y
acaricia sus escamas suaves—. Volvió a buscar esta cosa ridícula mientras el
ejército estaba tratando de calmar los disturbios en el muelle. Logró salir de
La Perl, pero estaban disparando y…

Las palabras se desvanecen en silencio y ella las deja ir como si liberara


pájaros de una jaula. Yo miro a Leo de nuevo, pero él levanta la vista con ojos
ausentes. Mi cuchara se desliza en el tazón, pero no importa, ya no tengo
apetito.

Cheeky suspira; en sus orejas, brillan pequeños diamantes.

—Has comido poco.

—Estómago pequeño —le digo con tristeza.

—Trata de seguir comiendo —insiste ella—. ¿Por qué no descansas un poco?


Volveré de nuevo para la cena. Quizás entonces los demás ya se hayan
levantado. Tu madre y tu hermano, ¿verdad?
Asiento sin pensar, pero en el camastro que está a mi lado, Akra se mueve.

—Estoy despierto —dice con voz ronca. Aparta la mosquitera y se apoya sobre
un codo, con los párpados pesados. Tiene el pelo cubierto de espinas negras,
y mira a Cheeky con los ojos entrecerrados—. ¿Has hablado de la cena?

Ella abre la boca y la cierra, sin decir palabra. Se sonroja, y huye.

Akra la mira irse, frunciendo el ceño.

—¿Qué ha sido eso?

Sacudo la cabeza, confundida, pero para mi sorpresa, Leo sonríe de nuevo.

—Voy a ver —responde, y sale corriendo tras ella. Entonces, recuerdo lo que
me dijo (¿fue hace unas semanas?): «Si algún día Cheeky se queda muda,
sabrás que ha encontrado el amor verdadero». Hago mi mejor esfuerzo para
ahogar una sonrisa mientras le doy mi cuenco.

—¿De qué os reís? —pregunta mi hermano.

—De nada. Cómete el arroz.

Akra revuelve la comida con la cuchara, pero sin probarla. El vapor del arroz
caliente sube y, durante un momento, se parece mucho a mi padre. Aparto la
mirada y veo el libro que Leo me devolvió. Lo recojo y lo hojeo. Aquí están, las
almas de mis fantouches, aunque falten sus cuerpos. El pensamiento me
consuela de una manera que ni la comida había logrado hacer. Después, me
detengo para sacar algo que está entre las páginas: un sobre. En su interior,
la carta de Theodora.

Miro el papel. Parece que pasaron años desde que lo vi por primera vez. ¿Por
qué me lo había devuelto Leo? Puede que sea por el agotamiento o porque,
después de todo lo que ha pasado, compartir los secretos de una carta parece
algo insignificante, pero despliego el papel.

Mientras leo, la risa de los niños flota a través de la aldea, pero la comida se
asienta como lodo en mi estómago. Les Chanceux no es la única cura. Leo la
frase una y otra vez hasta que las palabras parecen grabarse en mi mente.
Cuando Akra me habla, me sobresalto.

—¿Por qué iban a marcharse de Chakrana sin mí?

Guardo la carta en el bolsillo, sin comprender su pregunta. Mi hermano apoya


el cuenco de arroz, todavía lleno.

—¿Qué quieres decir? —pregunto, para tener más tiempo.

—Ese barco se dirigía a Aquitan. —Respira hondo y hace un gesto de dolor,


como si le hiciera daño formular la pregunta, aunque quizás solo sean sus
costillas—. ¿Enviaron una nota, al menos?
—¿Una nota? —Me quedo mirándolo mientras pasajes de sus propias cartas
vuelven a mi memoria: la comida del ejército, insulsa como toda la comida de
los aquitanos; las ampollas por las botas nuevas, después de que siempre
caminásemos descalzos en Lak Na. Y, después, recuerdo cuánto esperamos
una carta que nunca llegó—. Pensamos que estabas muerto.

—¿Qué? —dice, horrorizado—. ¿Por qué?

—¡Hace casi un año que no tenemos noticias tuyas! —Hago un gesto con las
manos, nerviosa, frustrada—. ¿Por qué dejaste de escribirnos?

—¡Nunca dejé de escribir! ¡Mandé las cartas con mi paga, todos los
trimestres! —En su rostro, la confusión da paso a la ira—. Nunca llegaron.

Mi boca se abre y se cierra.

—No.

—¡Salauds! —dice escupiendo la palabra—. ¡Bastardos!

—¿Los rebeldes? —le pregunto, para entender—. Dicen que atacan los
puestos…

—Fue el ejército —murmura él sombríamente—. El tort à dieu que nos


contrata para morir. Escuché a mis hombres quejarse de que les estaban
pagando menos. Que el ejército estaba quitando dinero para pagar las
máquinas de guerra. Yo les dije que eran unos mentirosos. —Maldice de
nuevo al ejército, en su propia lengua—. Sabía que debería haberme
marchado antes.

—Entonces, ¿por qué no lo hiciste? —pregunto con voz suave—. ¿Por qué no
viniste a casa?

Akra aprieta la mandíbula y la vieja cicatriz de su mejilla convierte su sonrisa


en una mueca cruel, pero hay una mirada atormentada en sus ojos. Primero,
mira a nuestra madre, y después a mí.

—No es tan fácil marcharse —dice.

Levanto una ceja, incrédula.

—¿Crees que el general te habría rastreado hasta Lak Na?

—Tal vez no —murmura—. Pero eso no quiere decir que sea fácil escapar.
Todos sabrían dónde estuve y lo que hice. Y tampoco puedo olvidar.

Siento un sabor amargo en la boca. Vuelvo a mirar sus cicatrices, más


dolorosas que los tatuajes, recordando las palabras de la rebelde que nos
había encontrado. ¿Cómo había llegado a capitaine?
—¿Qué es lo que hiciste exactamente?

—Además —dice, ignorando a propósito la pregunta—, pensé que era mejor


para vosotros, con el dinero extra que estaba enviando y una boca menos para
alimentar. Comencé a escuchar historias sobre la compañía, que os estaba
yendo muy bien… —Su voz se apaga, y entonces sé lo que va a preguntar—.
¿Cómo lo conseguisteis, Jetta? ¿Vosotros tres? Algunas de las historias que he
escuchado, de los espectáculos… y lo que vi en el taller. ¿Cómo hiciste volar a
ese montón de chatarra?

Miro a mi madre, como pidiendo permiso. Por supuesto que ella no dice nada,
aunque escucho su voz en mi cabeza: «Jamás hay que mostrarlo, jamás hay
que explicarlo». Pero es Akra, mi hermano. De todas formas, las palabras no
salen, así que en lugar de hablar sujeto el libro de las almas y desato la cinta
que las une. Elijo una: el colibrí. Suelto la hoja y la pliego como si fuera una
mariposa.

—Arriba —ordeno.

Durante un instante, el papel aletea sobre mi palma y después se eleva en el


aire y baila en el espacio que existe entre nosotros. Akra arruga la frente
cuando el papel vuela en espiral y tiembla. Un niño pasa corriendo junto a la
sala de enfermos, y yo atrapo el papel en el aire.

Akra salta. La luz de la tarde se refleja en sus pupilas dilatadas, pero el temor
aparece en su rostro.

—¿Es magia?

—¿Magia? —Pienso en la palabra mientras guardo el papel en mi bolsillo—.


Supongo que sí. Pero tiene que ver con espíritus, no con hechizos.

—¿Los vana y arvana de los que hablaba Maman?

—Sí, pero… —Dudo, ¿cómo explicarlo? Veo las pequeñas almas que nos
rodean. Flotan y revolotean entre los enfermos—. ¿Recuerdas la historia del
Tonto que no podía morir?

—Claro —dice. Luego frunce el ceño—. ¿Conociste a la Doncella?

—No… yo… No, pero… —Me toco el hombro y la quemadura ahora oculta bajo
el uniforme. Después, aprieto el puño y lo vuelvo a colocar en mi regazo. Mis
cicatrices no son tan graves como las de mi hermano—. Me enfrenté a las
mismas pruebas que él. Las tres muertes.

Akra se endereza en la cama, con preocupación en los ojos.

—¿Qué pasó?

—No recuerdo las dos primeras. Pero después de que te fuiste, hubo un
accidente en el escenario.
—¿Cómo de tan grave?

—Nadie murió, pero el telón se incendió. No lo había atado bien. Estaba sola y
no fui cuidadosa. Demasiado impaciente.

Me mira con pesar.

—Así eres tú.

—Bueno —digo, haciendo una mueca—, desde entonces, veo a los espíritus.
Como el tonto de la historia.

—¿Y hablas con ellos?

—Puedo decirles qué hacer —le explico—, cuando les doy nuevos cuerpos.

—¡Mon dieu, Jetta! —Akra sacude la cabeza. En su rostro, el asombro se


mezcla con el miedo. Entonces, hace un gesto en dirección a nuestra madre—.
¿Qué piensa ella de todo esto?

—Lo odia —le digo, deslizando el libro debajo de mi almohada—. Tú sabes por
qué.

Recoge el cuenco de nuevo con un suspiro y mueve la cuchara, todavía sin


probar bocado.

—Es uno de mis primeros recuerdos: conocer a Meliss, sostenerte entre mis
brazos, Papa diciendo que tenía una nueva hermana.

Me acerco, deseosa por oír la historia, aunque no parezca mía.

—Cuéntame.

—Apenas lo recuerdo. No tenía ni cuatro años, y tú eras… nueva. Pero le


pregunté a Papa sobre eso hace unos años. —Akra hace una pausa, su voz se
vuelve distante—. Me dijo que habíamos ido a Nokhor Khat para montar un
espectáculo cuando sucedió el derrocamiento. La capital era un caos. Huimos,
y Maman vino con nosotros, aunque sí recuerdo que la llamaba Meliss en
aquel entonces. Él nunca me dijo de qué estaba huyendo. Y yo no sabía que
después de todos estos años ella todavía seguía intentando escapar.

—Ella me dijo que íbamos a encontrar una cura para mí —le digo en voz baja
—. En Les Chanceux, el manantial de sanación.

Pero en mi mente, las palabras se repiten: Les Chanceux no es la única cura.


Akra levanta una ceja.

—¿Qué crees que es más peligroso? —me pregunta—. ¿Le Trépas, o tu


malheur?
Abro la boca. Debería ser sencillo dar una respuesta: un asesino de niños,
ladrón de almas, nécromancien que aterroriza al país y lo sigue haciendo
incluso ahora, tras los muros de su prisión.

Pero ¿qué hay de mis acciones en el barco? Desoí las palabras de Leo,
amenacé a un sirviente, con la certeza de que yo sola sería capaz de detener a
una decena de rebeldes. Fue una locura. No tengo respuesta para la pregunta
de Akra. Pero no fue culpa de Le Trépas que Eve haya muerto ni que La Perl
se haya incendiado ni que hayamos dejado a mi padre solo con un arma en las
entrañas de la Corte del Infierno.
ACTO 3,

ESCENA 32

Las oficinas de Legarde en el fuerte. Mapas del reino cubren la pared y


versiones más pequeñas de la ciudad y sus alrededores están dispersas.
Legarde está sentado en la mesa, contemplando el plano de la ciudad, cuando
Theodora irrumpe en la habitación.

Está sucia, despeinada, y todavía viste las ropas de trabajo, pero sus ojos
brillan.

Theodora: ¿Me has mandado llamar?

Legarde: Siéntate.

Ella no le hace caso.

Theodora: ¡Elevación vertical! ¿Sabes lo que podríamos hacer con ese


poder?

Legarde: Tengo algunas ideas.

Legarde la observa mientras camina alrededor de la mesa.

Legarde: Dices que robaron una de las máquinas.

Theodora: Una que no debería haber podido volar.

Legarde: ¿Quiénes eran los ladrones?

Theodora: Tres personas, incluido un soldado tuyo. Un capitaine.

Legarde frunce el ceño.

Legarde: ¿Chantray?

Theodora: Tal vez.


Legarde: ¿El chakrano?

Theodora: Sí. ¿Por qué?

Legarde: Él liberó a los otros de la Corte del Infierno. La chica que estaba con
él es una criminal buscada.

Theodora: Bueno, ahora tendrán que buscar a los tres.

Legarde: ¿Cómo hicieron volar tu máquina?

Theodora: No lo sé todavía. Por eso necesito un nuevo taller. Necesito


reconstruir la que se llevaron.

Legarde: ¿A dónde se fueron?

Theodora: Sobre la cresta, un camino hacia el norte, pero no deben haber


llegado lejos. Dañé una de sus alas con un tiro de suerte. Necesito encontrar
una mejor manera de montar las armas…

Legarde: (Interrumpiéndola.) Pero ¿estaban vivos la última vez que los viste?

Theodora: Sí, padre. ¿Por qué?

Legarde: Los quiero de vuelta. Dile a mi adjutant que entre cuando salgas.

Theodora: ¿Has escuchado lo que he dicho sobre el taller?

Legarde: ¿Has escuchado lo que he dicho sobre el adjutant?

Theodora: Sí, padre.

Theodora aprieta los labios y sale con elegancia por la puerta. Legarde sujeta
una pluma y anota algo en un papel. Un momento después, entra el Adjutant.

Adjutant: ¿Sí, señor?

Legarde: Lleva esto al palomar. Haz que se copie y se envíe con cada paloma
que viaje hacia el norte.

El Adjutant frunce el ceño, agarra el papel y lee el mensaje.

Adjutant: ¿A qué pueblo?

Legarde: A cualquiera. Ya mismo.


Capítulo 27

Las horas pasan, el sol avanza lentamente. Estoy inquieta. Pero cuando me
levanto del camastro e intento salir del pabellón, me encuentro con el docteur
y él me lleva de vuelta a la cama. No sé qué soy, ¿prisionera o paciente? Así
que obedezco, al menos por ahora.

—¿Cómo te encuentras? —pregunta. Es un hombre mayor, con el pelo negro y


gris, y los ojos llenos de arrugas. Su mirada es cálida, como la de mi padre.

—Mejor —le miento.

—Bien, pero todavía necesitas descansar. Debes comer y beber para


recuperarte. —Después se dirige a mi madre; se arrodilla junto a su camastro
y retira la mosquitera—. Usted está despierta.

Miro sorprendida. Mi madre tiene los ojos abiertos, y el alivio que siento es
como bálsamo en una herida.

—¿Maman?

—¿Cómo se encuentra? —pregunta el docteur, pero ella no responde. Él me


mira y me pregunta—: ¿Puede hablar?

—Sí, por supuesto —respondo, esperando que ella lo demuestre, pero ella no
dice nada.

—Necesita beber agua —dice el doctor, con voz dulce. Él le ofrece una taza.
Aguanto la respiración, hasta que por fin ella la acepta—. Bien, bien.

Ella bebe despacio, en silencio. Cuando la taza está vacía, se la entrega y


vuelve a recostarse. Sus movimientos son mecánicos y parece un fantouche
en manos de un mal titiritero. El docteur vuelve a llenar la taza y la deja junto
a su cama.

—Siga bebiendo. Trate de comer, si puede —dice y luego me mira de nuevo—.


Avísame si hay algún cambio.

Después, se acerca a Akra. Le revisa las costillas y le advierte que no se


levante de la cama. Pero me doy vuelta para enfrentar a mi madre. Sus ojos
siguen abiertos, pero no puedo adivinar lo que ve o en qué piensa. ¿En el
templo? ¿En Le Trépas o en Papa?

Deslizo una mano bajo la red que nos separa y agarro sus dedos con los míos.

—Gracias —le susurro—, por salvarnos, por salvarme. —Si fuera una obra,
estas serían las palabras correctas, y ella me miraría con una sonrisa en los
labios. Pero ella se queda quieta, contemplando el techo. Estrecho su mano
una vez más, y la suelto. Luego le digo en voz baja—: No te rindas ahora.
Cuando el docteur termina de revisar a Akra, Cheeky regresa, pero esta vez
sin Leo. En lugar de quedarse a charlar, solo deja la comida (tres cuencos,
uno para mi madre, uno para mí y uno para Akra) y se marcha a toda
velocidad del hôpital.

A pesar de las indicaciones del docteur, no tengo hambre. Además, el hombre


no está a la vista. Así que dejo mi cuenco a un lado y la sigo.

—Cheeky, ¡Cheeky! —Entonces, se da la vuelta, todavía sonrojada: esta chica,


tan cosmopolita, se queda muda con solo ver a mi hermano. Durante un
segundo, siento ganas de reírme, pero hay cosas más importantes por hacer
—. Cheeky, necesito hablar con Leo.

Entonces reaparece su sonrisa pícara.

—Se alegrará de escuchar eso. Le diré que venga enseguida.

—No… —digo, mirando hacia el pabellón, donde mi madre todavía está


recostada con la mirada fija en las vigas—. Necesito hablar con él en privado.

Levanta una ceja.

—Sí, claro, necesitas «hablar». Entiendo.

—Cheeky…

Mi voz suena ahogada, pero ella solo se ríe.

—Ven. Hay mucha privacidad en el río. Ya es hora de que te bañes, de todas


maneras.

La sigo a través del campamento, y al principio mis piernas todavía están


débiles. Pero mientras caminamos, la sensación de aturdimiento se disipa
como la niebla, bajo el brillo del sol de poniente. Pequeños vana dorados se
mueven a la deriva entre las tiendas de campaña; en la paja de los techos, la
brisa susurra. Siento el lodo entre los dedos de los pies, fresco y
reconfortante. Pasamos por una cocina abierta, donde dos mujeres arrancan
las plumas suaves de un par de palomas.

—¿No son palomas mensajeras?

—Para el ejército, tal vez. —Cheeky se encoge de hombros—. Son generosos,


¿no? No solo nos mandan noticias que interceptamos, sino también el
almuerzo.

—¿Noticias? —Miro a las mujeres otra vez. Una me observa, con los brazos
cubiertos de sangre. La saludo con un gesto, pero ella solo frunce el ceño,
mientras arranca otro puñado de plumas de la piel rosada de la paloma. Me
humedezco los labios—. ¿Qué noticias?

—Podemos preguntar, si quieres.


—Tal vez más tarde —murmuro y Cheeky capta mi tono. Mira a la mujer y le
devuelve la mirada con un saludo y una sonrisa descarada.

—El uniforme pone a la gente nerviosa —me murmura mientras caminamos.

Miro la ropa que le robé al soldado.

—No los culpo.

—Yo tampoco. Esa cosa está mugrienta. No te preocupes, puedo prestarte


algo. —Me guiña un ojo y me hace sonreír—. Vamos a mi tienda.

Me guía hasta una pequeña tienda de lona al final de la fila.

—Espera allí —pide ella, antes de entrar.

Me asomo por la abertura. Está tan desordenada como el vestidor de La Perl.


Garter está allí, enrollada sobre un montón de encaje y seda. La boa se
retuerce cuando Cheeky comienza a revisar las pilas de ropa y arroja los
vestidos que no le interesan al rincón. Finalmente, emerge con una toalla
alrededor del cuello y una prenda en la mano.

—Aquí tienes —dice con una sonrisa. Despliega un vestido blanco con encaje.
Es muy corto y no parece más que una enagua—. Trapos de guerra.

—¿Es parte de tu vestuario? —pregunto con incredulidad.

—Guardé lo que podía llevar —dice y mira la prenda diminuta—. Este vestido
cabe en una mano.

—Lo dices como si fuera algo bueno.

—También tengo un chal, si es absolutamente necesario. —Saca un retazo de


seda rosa de la pila. Después escoge otra prenda, que brilla como una
constelación de estrellas—. Ay, este es largo hasta el suelo, pero está lleno de
pedrería.

—Cheeky, no puedo usar nada de eso aquí —digo, inclinando la cabeza para
mirarla a los ojos, para asegurarme de que me mire a mí y no su armario.
Señalo la tierra, el humo, las tiendas destartaladas.

—Bueno, hay que lavar eso —responde ella, señalando mi uniforme cubierto
de hollín y lodo—. O tal vez quemarlo. A veces, es bueno recordar cómo solían
ser las cosas.

Su voz se vuelve melancólica mientras recorre la suave seda con los dedos.
Respiro hondo. Ahora lo entiendo.

—Por supuesto. Tienes razón. Gracias —digo, y extiendo la mano, pero ella
aparta el vestido.
—No tocarás esto hasta que te bañes.

Con aire despreocupado, se dirige hacia el río. Lleva el vestido diminuto en


una mano, la toalla en la otra, y el chal rosa al cuello. La sigo entre risas.
Caminamos río abajo en el crepúsculo. Los pequeños vana brillan en el lodo
de la orilla y los arvana de los peces relucen en el agua. Bajo la música
burbujeante de la corriente, los sonidos del campamento se desvanecen. Por
último, llegamos a un área con piscinas, uno de los proyectos del Tigre, sin
duda. Enormes piedras desvían el agua, y las piscinas están rodeadas con una
pantalla de bambú para crear privacidad.

Ver el agua hace que me dé picazón en el cuero cabelludo. La suciedad


húmeda de la prisión todavía está adherida a mi piel. De repente, ya no me
importa lo que vista, siempre y cuando no sea el uniforme. Desabrocho los
botones mientras Cheeky dobla el vestido de seda y lo coloca sobre una roca
junto con el chal y la toalla.

—Iré a buscar a Leo.

—¿Mientras me estoy bañando?

—Puede enjabonarte la espalda…

—¡Cheeky!

—No te preocupes, le diré que espere en el lado decente de la pantalla. Pero


si gritas, vendrá hasta aquí —dice ella con una sonrisa—. O tal vez sea al
revés.

Ella desaparece a través de la cortina y su risa persiste. Mientras me quito la


camisa, juro que encontraré la manera de hacerle bromas sobre mi hermano.

A continuación, me quito los pantalones, cohibida, pero la noche es tranquila


y no hay otros bañistas cerca a estas horas. Entiendo por qué apenas sumerjo
un dedo en el agua. El frío sube por todo mi cuerpo, se me pone la piel de
gallina. Retrocedo, pero a esta altura la sensación de suciedad es peor. Y
tendré que bañarme rápido, de todos modos. ¿Cuánto tiempo pasará antes de
que Leo llegue?

Así que cuento hasta tres y me sumerjo en la piscina.

Me adentro chapoteando. El agua solo me llega hasta la cintura, pero está


helada y casi no puedo respirar. Me detengo un momento, tratando de
adaptarme a la temperatura, y uso una pierna para frotar la otra. Sirve tanto
para limpiar la piel como para evitar los escalofríos. Entonces, apretando los
dientes, doblo las rodillas, para que el agua moje mis costillas, mi pecho, mi
cuello.

Rápidamente, con delicadeza, froto mi piel para quitar la suciedad. Entonces,


reúno coraje y respiro profundamente, antes de hundir la cabeza bajo el agua.
En un grito ahogado por burbujas, me restriego el cuero cabelludo con las
yemas de los dedos, dejando que el agua se lleve la arena y la suciedad. Salgo
a la superficie y trago aire antes de sumergirme de nuevo para terminar de
asearme.

Después, oigo el agua que salpica y siento las olas que se forman a mi
alrededor. Hay alguien más en la piscina. Sobresaltada, me pongo de pie y
veo a Leo que se arroja al río con pánico en los ojos. Yo grito, me cubro con el
agua y con las manos, y Leo se queda paralizado, sumergido hasta la cintura
en el estanque.

—¿Qué demonios estás haciendo? —grito en mitad del silencio.

—Pensé que te estabas ahogando —responde al fin, pálido.

Me quedo mirándolo, y me agacho para mantener el cuerpo oculto bajo el


agua.

—¿En el agua a la altura de la cintura?

—Sí. —Entonces la vergüenza aparece en su rostro, y se da vuelta para


regresar caminando a la orilla—. Sí. Désolée… Lo siento mucho.

Lo veo salir del agua. Sus hombros suben y bajan, su chaqueta gotea, sus
zapatos de cuero hacen ruido al caminar. Mi corazón late con fuerza, y
tiemblo, pero no de frío. ¿Cómo pudo pensar que me estaba ahogando? ¿No
sabía lo poco profunda que era la piscina?

—No lo entiendo —digo, pero luego me doy cuenta de que sí—. Pensaste que
lo estaba haciendo a propósito.

Todavía está de espaldas. Él baja la cabeza, pero la ira se desata en mi


interior.

—Yo nunca hice… —Me faltan las palabras—. Nunca haría algo así.

—Nadie lo hace hasta que lo hace —responde.

El dolor en su voz empeora la situación. Voy hacia la orilla ya sin


preocuparme por la modestia.

—No necesito que me salves —le digo con los dientes apretados, mientras
alzo la toalla para secarme—. No quiero que me rescaten.

—¿Qué quieres, entonces? —responde bruscamente. Se quita la chaqueta, sin


darse vuelta. La escurre y el agua corre por la orilla—. Porque si Cheeky me
envió aquí para hacerme una broma, lo juro por Dios, usaré sus medias de red
para ir a pescar.

Cuando menciona a Cheeky, lo recuerdo: vino porque yo se lo pedí.

—No… yo… no —digo cambiando el tono, y envuelvo mi cabello mojado con la


toalla—. Es verdad que yo quería hablar contigo.

—¿Sobre qué? —pregunta, todavía distante.

—Sobre una cura —respondo en voz baja.

Él se queda callado un momento, y de repente tengo miedo. Estoy segura de


que se burlará, se reirá, rechazará mi pedido. ¿Por qué querría ayudarme,
después de todo lo que he hecho? Pero él solo arroja su chaqueta sobre otra
piedra, y se quita los zapatos mojados. Busco el vestido de seda y lo siento
suave entre mis dedos. Lo deslizo sobre mi cabeza, y la tela fresca y limpia me
hace sentir como nueva. Envuelvo el chal alrededor de mis hombros; huele un
poco a un perfume familiar.

—Lamento lo que pasó con La Perl —digo entonces—. Con Eve y Eduard.
Lamento haberte dejado en el barco. Tenías razón. Era una locura. Pero no
quiero estar loca.

Leo no dice nada, pero entre nosotros el silencio cambia: ya no es frío, sino
triste. Extiendo una mano, con duda, y toco su hombro. Después de un
momento, él entrelaza sus dedos entre los míos. Durante un largo rato nos
quedamos allí, en la noche fragante, y después sus hombros suben y bajan.

—¿Puedo darme la vuelta ahora?

Me río un poco, y suelto su mano.

—Sí.

Lo hace, lentamente, y le echa un vistazo fugaz al vestido. Después, aparta la


mirada, avergonzado, y se pone a observar las enredaderas, las rocas, sus
zapatos.

—Yo también lo siento —murmura—. Por ponerte a ti y a tu familia en peligro.


Estabas desesperada en Luda, pero yo también.

Entiendo lo que dice: sé muy bien lo que hace la desesperación.

—No te preocupes, has hecho mucho por nosotros. Gracias por guardar mis
secretos.

—Bueno. —Respira profundamente, mirándome a los ojos—. Como he dicho,


hice lo mejor que pude.

Por alguna razón, la distancia en su voz regresa, y siento más frío que al tocar
el agua de la piscina o las piedras de la prisión del templo.

—¿Qué significa eso?

Él se pone de pie, y vacía el agua que hay en su zapato derecho y luego en el


izquierdo.
—El rey lo sabe —dice al fin, pero las palabras no tienen sentido.

—Asesinaron al rey a bordo de Le Rêve.

—Rescataron al rey a bordo de Le Rêve —corrige—. El asesinato fue una


farsa.

—Pero vi que le disparaban.

—Viste a un hombre disparar, y al rey caer. Raik es aliado de los rebeldes,


Jetta. Necesitaba escapar del control de Legarde. Al parecer, el general había
planeado que lo mataran después de que se casara con mi hermana.

No termino de comprender sus palabras, aunque lo intento, pero se escurren


entre mis dedos como si estuvieran hechas de agua.

—¿Aliado? ¿Cómo puede ser aliado del Tigre?

—¿Qué tiene de raro? Los dos quieren sacar a los aquitanos del país.

—Pero el Tigre es… —Me alejo y silencio todos los cuentos que he oído. A lo
lejos, se escuchan los sonidos de la vida en el campamento, tan distintos del
silencio de Dar Som, de los gritos en la prisión, del ejército. ¿Qué era real,
qué era ficción? Sacudo la cabeza, tratando de ordenar mis pensamientos—.
¿Cómo lo sabes?

—Escapamos juntos —Leo respira, vacilando—. Tu dragón estaba conmigo en


ese momento.

—¿Mi fantouche? No los ahogaste a todos.

Su sonrisa es triste.

—Bueno, era un títere precioso.

—¿Dónde está ahora?

—Con el rey —responde él—. Está deseando conocerte.

Hace un mes, el pensamiento me habría dejado sin aliento. Supongo que


ahora también, pero por otras razones.

—¿Y dónde está el rey?

—En la selva, buscando el pájaro que trajiste a la vida.

Me estremezco y me cubro con el chal de seda.

—¿Qué es lo que quiere, exactamente?

—¿No lo adivinas, Jetta? —Leo se pone de pie y se calza los zapatos otra vez
—. Quiere un ejército. Y, a cambio, podría darte lo que quieres.

—Un ejército. —Vuelvo a pensar en las máquinas voladoras. ¿Podría haberle


dado un alma a cada una? ¿Podría crear una horda voladora, ardiente de
venganza? Me lo imagino un momento, toda la muerte y toda la sangre. Clavo
mis uñas en las palmas para enfocarme en la conversación—. No. No. ¿Qué
hay de la carta de tu hermana?

Me mira con cautela.

—¿Qué pasa con eso?

—Ella dice que Les Chanceux no es la única cura. —Reviso los bolsillos del
uniforme y pongo la carta en sus manos cuando al fin la encuentro—. ¿Cuál es
la otra cura?

—No tuve la oportunidad de preguntarle en el barco. Y dicen los rumores que


tal vez ella no esté tan dispuesta a cooperar como antes.

—¿Qué quieres decir?

—Robaste una de sus máquinas. —Él levanta una ceja—. Destruiste su taller.
Quizás ya no quiera ayudarte. El rey, en cambio…

—No —repito con más énfasis—. Ya he visto suficiente guerra. Suficiente


sangre.

—¿Y ellos no? —La voz de Leo es incrédula. Señala el campamento.

—¿Esperas que los salve a ellos cuando ni siquiera puedo salvarme a mí


misma? —Lo miro fijamente—. Todo lo que decido está mal. ¡Todo lo que he
hecho solo ha empeorado las cosas!

—Entonces, ¡tal vez esta sea la oportunidad de arreglarlas! —Sus palabras


abrasan el aire; se me hace difícil respirar. Creo que ve el dolor en mi cara
porque su mirada se ablanda y agarra mi mano—. Yo sé bien lo que es el
arrepentimiento, Jetta, sentir que hay cosas que no puedes deshacer. La única
manera de calmar ese dolor es tratar de mejorar. Pero no te obligaré a hacer
nada que no quieras —dice, con dudas.

—¿Qué significa eso?

—Lo que digo. Si quieres marcharte ahora, le diré al rey que has
desaparecido. Puedo decirle que has vuelto a la ciudad. Pero creo que esta es
tu mejor opción, si de verdad quieres la cura.

—¿Y tú qué ganas con esto? Te conozco, Leo. Eres un contrabandista, un


comerciante. ¿Tú que obtienes a cambio? —pregunto, todavía desconfiada, y
él inclina la cabeza.

En mis palabras, escucho un eco de Legarde: «un traidor, un proxeneta que


anda con mujeres fáciles».

—¿Qué obtengo? —Me mira fijamente—. ¿Sabes lo que se siente al ver a


alguien que…?

Se detiene entonces, de repente, pero las palabras que no dice iluminan el


aire.

—¿Alguien que…?

—Alguien que conoces. Ver a alguien que conoces luchar y sin poder ayudar.

Habla en voz muy baja, pero lo difícil es lo que calla. Me humedezco los
labios.

—¿Crees que soy tu redención, Leo?

—No. No es eso.

—¿Qué, entonces? ¿Lástima?

—¡No! —Se pasa una mano por el pelo—. Me preocupo por ti.

—¿Por qué? —pregunto, mi voz feroz—. ¿Porque estoy loca? ¿Porque estoy
rota? ¿Porque quieres arreglarme?

—Porque brillas como una estrella y no quiero que te consumas —responde, y


sus palabras me sorprenden.

Entonces agarra mi mano con fuerza, y vuelve a aparecer la chispa que sentí
por primera vez cuando nos alejábamos de Luda. Pero esta vez no es un
capricho, no es una atracción pasajera que nace de mi malheur. Lo que me
atrae no es el peligro: es Leo. Lo que conozco de él y lo que conoce de mí. La
forma en que me mira y me hace sentir viva.

—Y… ¿eso es todo lo que quieres? —pregunto y acaricio su mano con mi


pulgar, sintiendo el calor de su mano en la mía.

—Quiero muchas cosas —responde, levantando una ceja—. Pero solo si tú


quieres lo mismo.

Entonces me sonríe como siempre y mi ira se transforma en otra clase de


calor. Ya no puedo evitarlo. Me acerco a él y él se acerca a mí, siento sus
labios contra los míos y mi corazón late con rapidez mientras mis
pensamientos se aquietan. Sus manos envuelven mi cintura con delicadeza, y
por dentro, ya no siento una chispa, sino un ardor. Él me abraza y yo lo bebo.
Me ahogo mientras intento apagar esta llama repentina. Se agita este deseo
en mí, esta necesidad, parecida a la rabia, feroz y aterradora. Necesito
tenerlo más cerca, así que lo alejo de un empujón.

Leo tropieza hacia atrás y levanta las manos. Su respiración se acelera, pero
no se mueve, y su mirada es cautelosa y paciente. En ella, hay una pregunta:
¿sí o no?

¿Quieres esto?

No. Sí.

¿Sí?

Dudo, pero antes de que pueda decidir, llega un sonido de vítores desde el
pueblo. Leo se da vuelta y los dos miramos hacia el campamento. Allí, a través
de los árboles, vemos a un grupo de rebeldes que forman fila como las
hormigas. Sobre sus hombros, está la máquina voladora de bambú. A esta
distancia, la observo luchar para liberarse de sus ataduras. Y lo que es peor, a
la cabeza de la columna, está el Joven Rey con mi fantouche alrededor del
cuello. Está sano y salvo, como ha dicho Leo.

Atrás han quedado las finas sedas escarlata, la actitud formal, la sonrisa que
lucía en su coronación. ¿Cómo ha orquestado su escape bajo las narices de
sus asesores? Entre las armas que se contrabandeaban a la nave, los rebeldes
subieron a bordo libreas de sirvientes, fingieron el asesinato para culpar al
ejército. Parece que los rumores de vida de mujeriego eran mentira. ¿Debería
acercarme a él? Todavía no lo sé. Respiro hondo, tratando de aclarar mis
ideas, pero después una voz me hace darme la vuelta.

—¿Qué estás haciendo con mi hermana?

Akra sale de la oscuridad en un movimiento veloz y empuja a Leo, aunque era


yo quien tenía una mano sobre su pecho.

—¡Akra! —Lo sujeto del brazo y lo alejo, pero sus músculos están tensos—.
¡Déjalo en paz!

—¿Y qué haces tú con él, entonces? —pregunta, volviéndose hacia mí—.
¡Maman se pondría furiosa!

No puedo evitarlo, me río.

—Confía en mí, Akra. Leo es lo que menos le preocupa.

—Ya veremos —responde él, con la boca torcida. Después se da vuelta


mientras Leo se levanta.

—Más vale que no te levantes, moitié bastard.

De repente, el aire está tan quieto como los muertos. Abro mucho los ojos,
pero Leo solo se quita la chaqueta mojada y esboza la misma sonrisa burlona
de siempre.

—Encantado de conocerlo, capitaine. He oído hablar mucho sobre ti.


Las palabras son sencillas, pero están cargadas. Akra se altera.

—¿Dónde?

—Por aquí y por allá —dice Leo, despreocupado, y extiende la mano, al estilo
aquitano—. Leo Rath, a su servicio. O, si lo prefiere, Leo Legarde.

—¿Legarde? —Akra entrecierra los ojos. Ignora la mano de Leo y da un paso


más, para quedar cara a cara con él—. Entonces, ¿de qué lado estás?

La sonrisa de Leo no desaparece, y él no baja los ojos. Hace un gesto en


dirección a mí.

—¿Por ahora? Del lado de ella.

Vuelvo a alejar a Akra, antes de que pueda responder, y me interpongo entre


los dos.

—Solo estábamos hablando de cómo salir de aquí.

Ahora mi hermano me mira con esperanza en sus ojos.

—¿Para volver a casa?

—A Aquitan —le digo, con más firmeza de la necesaria. Dudo entonces. Pero
¿qué opciones tengo?—. Con la ayuda del rey. O eso dice Leo.

Leo levanta una ceja.

—¿Lo harás, entonces?

—Hablaré con él, para averiguar qué quiere y qué me dará a cambio.

La sonrisa cuidadosa de Leo se convierte en una verdadera sonrisa. Me ofrece


su brazo.

—¿Volvemos? Necesito ropa seca.

—Ve tú —dice Akra, poniendo su mano en mi hombro—. Necesito hablar con


mi hermana.

Leo duda, ¿por qué? Necesito un momento para entender el miedo repentino
que hay en sus ojos, el miedo que siente por mí. Me pongo de pie. Aunque
Akra está enfadado, nunca me haría daño. Pero Leo no lo sabe. ¿Cuántos
hombres habrá tenido que echar de La Perl?

—Ve —le pido en voz baja—. Yo también necesito hablar con él.

Leo entrecierra los ojos, como si tratara de ver más allá de la mentira. Me
inclino más cerca de mi hermano, de repente a la defensiva. Y después de un
momento, Leo asiente.

—Le diré al rey que vendrás pronto.

Me lanza una última mirada, la oportunidad de pedirle que vuelva, y comienza


a caminar río arriba.

Después de que se ha ido, Akra se gira hacia mí.

—¿Quién se cree que es?

—Nos ayudó a llegar aquí —le digo, pero Akra se burla, y hace un gesto en
dirección a la selva oscura, al campamento rebelde.

—No es un gran lugar, ¿no?

—Todavía estaríamos en Luda si no fuera por su ayuda.

—Más cerca de casa.

—Nuestra casa ya no existe, Akra. —Las palabras son difíciles. Agarro su


mano para que duelan menos—. Perdimos todo para llegar hasta aquí. No
podemos volver atrás, ya no hay nada allí. Solo nos queda avanzar.

Él respira profundo, dolorido. ¿Son lágrimas las que brillan en sus ojos? Si es
así, este hombre que solía ser mi hermano nunca las dejará caer.

—Entonces a Aquitan —dice al fin, y yo asiento—. Para curar tu malheur.

—Sí.

Distintas emociones atraviesan su rostro: la nostalgia por un hogar que echa


de menos y que nunca volverá a ver. Me había llevado meses hacer el mismo
viaje, y de alguna manera, todavía estoy recorriendo este camino. Mi hermano
traga saliva. De repente, lo recuerdo… ¿él también lo recordará? Vuelve a mi
cabeza esa primera vez que supe que algo malo me sucedía. Fue hace años,
yo tenía once, tal vez doce. Me balanceaba al borde de una piedra rota,
mirando el agua que corría por el tubo volcánico. Me acerqué cada vez más,
de pie al borde del olvido, imaginando lo que podría suceder.

Akra me encontró allí cuando el sol se ponía, y hacía tiempo que los otros
niños se habían cansado de perder el desafío y se habían marchado. Me
agarró de la mano para llevarme a casa. Nunca dijo nada al respecto, pero
creo que él también lo supo. Y ahora, tras un largo momento, asiente.

—D’accord. Si quieres ir a Aquitan, allí iremos. Y si crees que el rey te


ayudará, podemos preguntar. Pero no confío en él ni en tu amigo —dice Akra,
casi escupiendo la palabra.

—Porque es m… —tartamudeo y cambio de opinión—. ¿Mestizo?


—Porque hablé con esa chica, la que está siempre callada. —Tardo un
momento en darme cuenta de que se refiere a Cheeky—. Así supe dónde
estabas. Ella y otra chica, Tia, tenían esto.

Akra saca algo de su bolsillo: un pequeño trozo de papel, del largo y ancho de
mi dedo. El papel tiende a enrollarse como un pergamino, como los mensajes
que llevan las palomas. Lo abro e intento ver en la oscuridad, pero, incluso a
la luz de los espíritus, no puedo distinguir las palabras diminutas.

—Recibieron la orden de que no te lo dieran —dice—. Había decenas, de todos


modos. Los rebeldes quemaron los demás. Ella escondió este… para ti.

—¿Qué es? —susurro. El papel tiembla en mi mano.

—Es de Legarde —explica—. Quiere un trato. Tiene a Papa. Ofrece entregarlo.

Mi corazón se detiene, mi mente se acelera.

—¿Y él qué quiere a cambio?

Akra levanta una ceja.

—A Leo.
Jetta de la compañía Ros Nai. Ven a verme al templo. Te entregaré a tu
padre si traes a mi hijo.
Capítulo 28

Lo primero que hago es quemar la carta.

Akra me presta su mechero, uno nuevo, del mismo color verde de los
uniformes. Perdí el suyo en el barco. Pero a medida que el papel se convierte
en una nube de humo y llamas, las lágrimas comienzan a aparecer en mis
ojos. No puedo olvidar lo que he leído. ¿Y quién más lo sabe?

Los rebeldes, por supuesto. Alguien se lo habrá dicho al rey. Y Cheeky y Tia.
¿Qué hay de Leo?

¿Sabía lo que Legarde quería antes de pedirme que me quedara? ¿Lo hizo por
eso?

No, lo conozco. Le devuelvo el mechero a mi hermano.

—Las chicas con las que hablaste son amigas mías y de Leo. Si no quisieran
ayudarnos, habrían quemado esa nota con las demás.

—Está bien —dice Akra—. Tal vez tu chico no la haya leído todavía. Tal vez
esté negociando de buena fe. Pero ¿piensas que los rebeldes harán lo mismo?

—No lo sé —respondo con sinceridad. Pero sin importar lo que el rey pueda
ofrecer, no hay nada más valioso que lo que tiene Legarde, al menos para mí.
No nos queda más que aceptar su trato. Entonces, arrugo la frente—. ¿Y
Maman? Si nos vamos ahora, dejaríamos un rehén entre los rebeldes para
rescatar a otro de las manos de Legarde.

—Puedo tratar de sacarla a escondidas de la sala de enfermos esta noche —


sugiere Akra—. Podríamos escapar en el pájaro.

—No llegaríamos hasta Aquitan sin comida ni agua. Y eso siempre y cuando
no volvamos a chocar. —Me muerdo el labio—. Legarde es el hermano de Le
Roi Fou. Y él tiene el control de la capital, de los muelles, de los barcos.

Akra me mira con los ojos entrecerrados.

—¿Crees que nos dará billetes y a Papa también?

—Puedo preguntar.

—¿Y cómo convencerás a Leo de que se entregue a Legarde?

Abro grandes los ojos.

—¡No lo haré!

—¿Ni siquiera por Papa? —Akra se cruza de brazos—. ¿Cómo conseguirás que
Legarde lo entregue?
—Si no lo hace, lo mataré.

La amenaza escapa de mi boca, inesperada, pero cuando la digo en voz alta,


sé que es cierta. Mi corazón late en mis oídos, el torrente de mi sangre, rojo y
mortal.

Akra levanta una ceja. ¿Está sorprendido o se burla? No dice nada.

—¿Y cómo encontraremos al pájaro? ¿Puedes llamarlo para que venga?

—No lo creo. Estaba atado cuando lo trajeron al campamento. Tenemos que


averiguar dónde lo pondrán y si tendrá vigilancia.

—Se han llevado mi arma —dice Akra—. No creo que pueda conseguir otra.
Pero tal vez pueda esconder un cuchillo de la cocina. Puede que sea mejor
incluso, dependiendo de cuántos guardias haya. Más silencioso.

Hago una mueca. No quiero ver a mi hermano matar otra vez, pero puede que
no tengamos muchas opciones.

—Encontraremos al pájaro y lo liberaremos. Y, luego, sacaremos a Maman del


hôpital y escaparemos.

Akra sacude la cabeza.

—No es un buen plan.

—La otra opción es caminar de regreso a Nokhor Khat. Y hay muchos


soldados entre un punto y el otro.

—Y rebeldes —añade—. Saldrán a buscarte cuando se den cuenta de que te


has ido.

Me muerdo el labio. A pesar de mis palabras, yo también estoy preocupada.


Debo tener cuidado después de lo mal que salió mi último plan. Pero no hay
alternativas.

—¿Crees que tu moitié sospechará cuando no regresemos al campamento?

Irritada, le respondo a mi hermano.

—¿Por qué lo llamas así?

—¿Por qué te importa?

—Porque está mal. —Su sonrisa es amarga, desdeñosa.

—He hecho cosas peores.

—Yo también —respondo—. Pero cuanto menor es el mal, más fácil es


repararlo.

Inclina la cabeza hacia atrás, con una expresión extraña en los ojos.

—¿Qué hiciste en mi ausencia, lailee?

—Podría hacerte la misma pregunta —murmuro y, durante un rato, nos


quedamos callados. Llegan los sonidos de la selva y las almas brillan como
pequeñas brasas en las hojas que nos rodean—. ¿Por qué le disparaste a ese
hombre en el muelle?

Akra se muestra impasible, su rostro no revela expresión alguna.

—Recibí órdenes.

—¿Y el pueblo que incendiaste? ¿También fueron órdenes?

—No lo entiendes.

—Explícamelo.

—No lo vas a entender. —Akra aprieta la mandíbula y su cicatriz se retuerce


como una serpiente—. No estuviste allí, Jetta. No lo viste. Los aquitanos nos
usan de carne de cañón, ¿lo sabías? Nos exponen al peligro, nos enfrentan
contra los nuestros. Y los chakranos tampoco confían en nosotros. Y no es que
nosotros podamos confiar en ellos: cualquiera puede ser parte de la rebelión.
Hay que decidir con mucha rapidez si matar o morir.

—Y tú decidiste matar —le digo, en tono más amable.

—¿Desearías que hubiera elegido la otra opción?

Me humedezco los labios, pensando en mis propias decisiones.

—No.

—Yo tampoco.

—¿Alguna vez lo disfrutaste? —pregunto, y las palabras salen de mi boca sin


pensar.

Ahora él vuelve la cabeza, con mirada penetrante.

—¿Los asesinatos?

—El poder.

—No hay poder en el acto de matar —responde.

Aprieto los puños a medida que los recuerdos se despliegan como sombras en
el telón de mi memoria. Dar Som, la cuerda alrededor del cuello de Jian, la ira
que sentí por no haberlo asesinado cuando tuve la oportunidad. ¿Akra miente
o soy más monstruosa de lo que pensaba? De cualquier forma, ¿quién soy yo
para juzgar?

Suspirando, recojo el uniforme sucio. Ya que lo he llevado todo este tiempo en


la selva, podía darle un buen uso. Paso las manos sobre la tela, busco una
rasgadura o un hilo suelto, algo que me permita desgarrar la tela. Pero
interrumpo la búsqueda cuando oigo el papel que se agita en el bolsillo: la
pequeña mariposa doblada con el alma del colibrí. Lo saco y analizo la
situación, pero no. Lo mejor es usar un alma que recuerde a Nokhor Khat
como su hogar.

Así que meto la mariposa en la parte delantera de mi vestido, dentro de la


banda de seda que cubre mi pecho. Estropea la caída de la tela, pero mejor
estropear la caída del vestido que abandonar un alma.

Después dejo el uniforme y empiezo a buscar en el suelo. Akra me mira.

—¿Qué haces?

—Necesito que Legarde sepa que iremos a verlo. Quiero asegurarme de que
mantenga a salvo a Papa.

Encontrar una piedra afilada lleva algo de tiempo, en especial en la


oscuridad, pero cuando la encuentro, la uso para cortar la manga del
uniforme. Froto la piedra contra la tela hasta que empieza a deshilacharse. Al
fin, puedo desgarrar la tela y arranco un cuadrado del tamaño de un pañuelo.

A continuación, quemo unas cuantas hojas con el mechero de Akra. Una vez
que se han enfriado, escribo unas letras irregulares sobre la tela usando el
hollín. Son solo dos palabras: esta noche.

Akra frunce el ceño cuando doblo la tela a lo largo y la anudo en el medio.

—¿Cómo le entregarás la nota?

—Como hizo él —le digo.

Después, aprieto los dientes, cierro el puño y uso la piedra para hacerme un
corte en el nudillo. La herida arde, la sangre brota, pero Akra pone su mano
sobre la mía.

—No me parece una buena idea. Legarde sabrá lo que puedes hacer.

—El tiempo de los secretos ya ha pasado —respondo—. Theodora nos vio volar
en un pájaro sin alas. No tengo dudas de que se lo ha contado a su padre.

Akra solo gruñe. Pero un escalofrío se ha apoderado de mí, y no tiene nada


que ver con el frío aire nocturno. ¿Y si Legarde no estaba detrás de Leo, en
realidad? ¿Y si solo quiere volver a encarcelarme, en una celda junto a Le
Trépas, para siempre en la oscuridad?
Pero si no vuelvo, ¿no estoy condenando a mi padre a ese mismo destino?

No hay un camino claro, pero ya he elegido mi senda. Y, a mi alrededor, las


almas se reúnen. Primero los vana, pero siempre hay algunos cerca. Las
moscas y los gusanos, los mosquitos y los jejenes. Sus almas pululan en nubes
brillantes sobre mi cabeza.

A continuación, aparecen los arvana. El espíritu de una rata se desliza por la


enredadera; el alma de un pájaro cantor se posa en lo alto de una rama.
Todavía espero, apretando y aflojando el puño, mientras dejo que la sangre
corra por mi dedo. El alma de una civeta se arrastra a través de la maleza y
me mira con ojos ardientes, y el espíritu de un búho planea con alas
silenciosas.

Lleva algo de tiempo, pero soy paciente, y pronto veo el alma que estoy
esperando. No es una, son dos: vuelan de árbol en árbol y vienen de las
cocinas del campamento. Son las almas de las palomas mensajeras.

Llamo a una para que se acerque y se posa sobre mi mano. En cuestión de


unos segundos, guardo su alma en el cuerpo torpe que he creado.

—Ve a Legarde —le digo, y batiendo sus nuevas alas de tela, se eleva en el
aire y revolotea a través de la noche selvática.

Akra mira el mensaje volar, con una expresión que es mezcla de asombro y
temor.

—¿Cómo son las almas? —pregunta en voz baja.

—¿Las almas?

Aprieto la herida con el pulgar y observo a los espíritus brillantes que me


rodean: danzan, relucen, iluminan la noche con su ardiente deseo por volver a
vivir.

—Preciosas y terribles —respondo.

Akra solo asiente con la cabeza, sin más preguntas, y se coloca a mi lado en
una liana. A medida que las almas comienzan a dispersarse, los mosquitos
vivos pasan silbando por mis oídos, así que cubro mis piernas con la toalla de
Cheeky. Cerca de allí, el río borbotea sobre las piedras. Un caprimúlgido
comienza a trinar. En la maleza, algo cruje. Espero que alguien dé la alarma,
que alguien salga a buscarnos. Espero oír pisadas en la oscuridad. Pero nadie
parece darse cuenta de que no hemos vuelto.

Desde el campamento, muy distante, escucho la música, los compases lejanos


del violín. ¿Y esa es la voz de Tia? Ronca y metálica. Cierro los ojos y recuerdo
la canción que cantó aquella noche en La Perl. J’errais avec les fous…

Al ritmo de la canción, me recuesto sobre el hombro de mi hermano. Solo


cuando él se mueve, me doy cuenta de que me he quedado dormida. La
música se ha desvanecido, el fuego se ha consumido. La luna plateada ha
aparecido en el manto índigo del cielo. Me paso la mano por la cara.

—¿Ya es la hora?

—Sí.

Lentamente, nos dirigimos río arriba, pasando los baños, a través del dulce
aroma de la madreselva, de vuelta al campamento. Y mientras cruzamos la
aldea silenciosa, veo al pájaro, amarrado cerca del agua, fuera del alcance de
las brasas de las fogatas.

Han levantado una tienda improvisada sobre él. Está hecha de dos tiendas
más pequeñas, sobre un marco abierto de bambú, que basta para proteger
sus alas de la lluvia. Y sentado en un barril al lado de la tienda, un solo
guardia. Lo reconozco incluso a distancia, y él me reconoce al instante.

Leo se pone de pie mientras nos acercamos. La luz de la luna se refleja en su


pistola, colgada en la cintura, y siento deseos de correr, pero ¿a dónde
iríamos? Él no grita ni desenfunda. Solo nos espera, como si hubiera sabido
que vendríamos. Así que me acerco lo bastante como para susurrarle unas
palabras.

—Cheeky te habló de la nota —supongo, y él asiente.

—En cuanto volví. Solo necesité medio minuto para darme cuenta de lo que
elegirías. Así que le dije al rey que estabas cansada esta noche. Y me ofrecí
como voluntario para vigilar al pájaro.

—¿Por qué quieres ayudarnos? —pregunta Akra con tono burlón—. ¿Crees
que estás enamorado?

—Importa menos lo que creo que lo que hago.

—Dale tu arma, entonces —dice Akra—. Jetta, cuídalo mientras yo busco a


Maman.

—Ya he hablado con ella —responde Leo con tranquilidad—. Si vais al templo,
ella no debe ir con vosotros. Solo sería una carga. Además, no habrá espacio
para todos nosotros en el halcón.

Las cejas de mi hermano se disparan hacia arriba.

—¿Tú también vienes?

—¿No dije que os ayudaría? Y tal vez, a cambio, vosotros podáis ayudarlos a
ellos.

Leo señala el campamento y, de repente, temo que alguien se acerque en la


noche, pero no hay nadie. Solo están las chozas y las tiendas, los rebeldes que
duermen junto a los aldeanos, y Cheeky y Tia entre ellos.
—Regresa al campamento después de tu reunión. El rey todavía valorará tu
ayuda —dice, en voz baja. Después, su tono se vuelve sombrío—. Tu padre
podrá curarse aquí. Tal vez necesite un buen docteur.

—¿Por qué te entregarías a Legarde? —pregunta Akra y se dirige a mí—. No


confío en él, Jetta. No confío en una palabra de lo que dice.

—No es necesario confiar, pero no tenemos otra opción.

—Siempre hay otra opción, Jetta. —Los ojos de Akra brillan, pero niego con la
cabeza. Aun así, tengo curiosidad y ahora le hablo a Leo—. ¿Por qué crees
que Legarde quiere verte?

—No lo sé, pero voy a averiguarlo. —Entonces, esboza una sonrisa


desgarradora—. ¿Sabes qué? Nunca antes me había llamado hijo.

Saca un cuchillo de su cinturón y corta las ataduras del pájaro. Juntos, lo


guiamos hasta la luz de la luna.

Los rebeldes han hecho algunas reparaciones: rudimentarias, sin duda, poco
más que una tira de seda que sostiene una tablilla de bambú en el ala rota.
Todavía está maltratado, todavía roto, pero bastará. Las almas son muy
fuertes. Y cuando subimos a bordo, las alas esqueléticas del halcón rasgan el
aire. Despacio, con torpeza, nos adentramos en la oscuridad. Sobrevolamos el
campamento rebelde, de vuelta hacia Nokhor Khat, de vuelta hacia mi padre.
Durante un instante, me siento liviana, libre. Siento que podríamos recorrer
para siempre el cielo inmenso. Pero cuando nos elevamos sobre las copas de
los árboles, lo veo: una mancha de humo sobre la orilla de la caldera, color
gris a la luz de la luna e iluminada con el brillo tenue de las llamas
moribundas.

—Nokhor Khat está en llamas —grito en el viento.

—No me extraña —dice Akra, con voz sombría—. Había muchos disturbios
incluso antes de Le Rêve.

—¿También estaban los rebeldes detrás de los disturbios? —pregunto,


volviéndome hacia Leo, recordando mis sospechas—. ¿Detrás de los ataques
en los muelles?

Pero Leo lo niega.

—Fue todo culpa de Pique.

Al oír su respuesta, Akra alza la vista. En su rostro, el miedo da paso a la


indignación.

—¿Pique? No está en Nokhor Khat.

—No. Pero está arrasando con el norte, exigiendo venganza. La gente huyó
hacia el sur y dejó todo atrás solo para ver a su rey bebiendo champán con los
aquitanos.

Frunzo el ceño. No conozco a Pique, no como parecen conocerlo Leo y Akra.


Pero sé que fue responsable de la masacre de Dar Som. ¿Cómo es posible que
un hombre busque venganza de esa forma?

—¿Qué le ocurrió a él?

Tanto Akra como yo miramos a Leo, pero él levanta una ceja.

—Los rebeldes.

—¿Le hicieron daño? ¿Lo torturaron? ¿Qué?

—Nada de eso —dice Leo—. Pero ha estado tratando de pacificar Chakrana


desde antes de que yo naciera. Y los rebeldes son difíciles de sofocar. Para los
hombres como él, eso basta.

A medida que avanzamos por la cresta, crece el humo. Es una cortina de gasa
que se despliega sobre gran parte de la ciudad, plateada por las primeras
luces del alba. Desde la entrada hasta los muelles, las brasas relucen en las
ruinas de edificios destruidos. Parece que la capital ha caído enferma y la
ceniza la cubre como si fuera una infección. A través de la bruma, las almas
resplandecen como ascuas dispersas en las calles. Agradezco la oscuridad. Al
menos, no vemos los cadáveres.

Pero incluso a través de las volutas y nubes de humo, el templo se alza


orgulloso y sólido, resuelto e implacable como la muerte. Un edificio
escalonado de piedra negra, flanqueado por dos plataformas largas y bajas, y
los tejados de las celdas, debajo.

—¿Dónde aterrizaremos? —pregunto, pero Leo señala algo.

Frente al pabellón, un resplandor cubre las anchas escaleras de piedra que


conducen a la puerta. Al principio, pienso que son almas, pero, aunque los
espíritus llenan las calles, evitan la Corte del Infierno. No… A medida que nos
acercamos al templo, alcanzo a distinguir que el resplandor no es más que
una hilera de faroles, colocados en la plaza y a lo largo de los escalones que
guían al interior. Hay un hombre delgado esperando en la parte superior de la
escalera. Durante un momento, estoy segura de que es el Rey de la Muerte, y
una fría premonición se apodera de mí, pero luego veo la luz que refleja en
sus galones y en la melena dorada de su pelo. Legarde recibió mi nota.

El halcón se dirige hacia el templo en una corriente de humo cambiante. El


aire es arenoso y agrio. Respiro por la boca mientras analizo el terreno.
Esperaba que Legarde trajera soldados, pero está solo. Por supuesto, mi
padre no está allí. ¿Dónde lo han escondido? A medida que nos acercamos al
templo, Akra se aproxima para decirme algo.

—No aterrices en la plaza.


—¿Por qué no?

—Porque allí es donde él quiere que aterrices. Ve hacia el techo —dice,


señalando la plataforma de piedra plana que hay sobre las celdas—.
Estaremos en altura y a resguardo. Será tu última oportunidad de dispararle,
Leo.

Él solo se ríe con amargura.

—Nunca pensé en hacerlo.

—Dame tu arma y yo lo haré —dice Akra, pero Leo niega con la cabeza.

—No he venido hasta aquí para irme sin una respuesta.

—Entonces dame tu cuchillo, para que pueda protegerme —murmuro yo.

Leo me lo entrega en silencio y lo escondo en el chal que envuelve mi cintura.


Le indico al pájaro que dé la vuelta y se dirija hacia la plataforma de la
azotea.

Es una superficie larga y estrecha rodeada por un parapeto bajo, con


esculturas de demonios. Sirven de resguardo, como dijo Akra, pero no
demasiado. De todos modos, es mejor que estar en la plaza, rodeados por las
malezas del jardín. Cualquiera puede esconderse entre esas sombras. Un
escalofrío me recorre la piel. Algo me dice que vuelva, que surque el ancho
cielo, que vuelva a la selva, al campamento. Ahogo esa voz y la entierro. No
me iré sin mi padre. Ya no hay vuelta atrás.

Cuando el pájaro se deja caer torpemente en el techo, le susurro a su espíritu:

—Quédate quieto, quédate quieto.

Él dobla sus alas rotas y me deslizo para bajar hacia la plataforma. Mis pies
descalzos están calientes contra la piedra fría. Los chicos me siguen: Akra,
tenso y orgulloso, ocultando sus costillas heridas, y Leo, que inclina la cabeza
y simula despreocupación.

Camino hacia el parapeto y miro la plaza, flanqueada por los dos. Legarde ha
llegado al pie de las estrechas escaleras, y levanta la cabeza para mirarme.

—Sava, Jetta —dice el general, y su voz corta el viento—. Vaya entrada. Veo
que tienes talento para lo dramático.

Sonríe, pero sin alegría. Tampoco hay alegría en mi reverencia, breve y


burlona. Pero me pregunto, ¿por qué me saluda primero a mí que a su propio
hijo?

—Trae a mi padre, Legarde, y estaré igual de feliz de marcharme.

—Está adentro —responde, haciendo un gesto hacia la puerta de la prisión,


donde se encuentra el viejo dios de piedra. ¿Él estará todavía en la celda,
esperando en la negrura? Aprieto los puños y empiezo a bajar la escalera,
pero Akra pone su mano en mi hombro.

—¡Tráigalo, general! —grita, y Legarde levanta una ceja.

—Mi antiguo capitaine. Supongo que no debo esperar tu saludo. Muy bien, lo
traeré en un momento. Pero, antes, me gustaría hacerte otra oferta.

—Todavía no ha cumplido con el primer trato.

El general extiende sus manos con una mirada triste. Le creería si él no fuera
el hombre que dirigió a La Victoire.

—Si quieres marcharte ahora, no te detendré. Tal vez tú y tus padres podáis
nadar hasta Aquitan.

Sus palabras me sorprenden y trago una sensación incómoda en la boca del


estómago.

—¿Su oferta incluye un barco, general?

—Algo mejor —dice, metiendo la mano en el bolsillo. Me pongo tensa, y Akra


me aleja del borde del parapeto, pero, en lugar de una pistola, Legarde saca
una botella de cristal, del tamaño de un puño o de un corazón. La luz se filtra
a través del líquido turbio que está en su interior—. Con esto, no necesitarás
un barco.

Tardo un momento en entenderlo, pero cuando al fin lo comprendo me


humedezco los labios. No tengo sed, pero de repente mi boca está seca.

—Una cura.

—Un tratamiento —me corrige—. Mi hija lo descubrió. Como has visto, es


buena para los inventos. Y hace un año, comenzó a investigar sobre la locura.

El aire pasa silbando entre los dientes de Leo. Su madre murió hace un año.
Respiro, todavía mirando la botella. Ahora entiendo lo que decía Theodora en
su carta. Pero lo único que alcanzo a decir es:

—¿Cómo?

—Mandó traer muestras de Les Chanceux. Al parecer, las propiedades


curativas provienen de los minerales disueltos en el agua. —El general inclina
la botella para que el líquido atrape la luz y brilla como un ópalo en su mano
—. Un mineral que desde entonces ha extraído de un pozo que está cerca del
volcán. Aquí hay suficiente para un mes. Toma, es para ti.

El brillo de la botella es como un faro ante mis ojos: doy un paso en la


escalera antes de que Akra me tire hacia atrás.
—¿Un mes? ¿Y después? —grita.

—Por supuesto, ella puede elegir —dice Legarde—. Pero el taller de Theodora
está aquí, en la capital.

No puedo pensar, no esperaba que sucediera esto. No pensé que encontraría


lo que buscaba aquí, donde jamás he querido estar.

—Quiere que me quede. ¿Por qué?

—¿Prefieres volver a la selva? —Responde a mi pregunta con una pregunta—.


¿No detestarías abandonar a Leo?

La sangre se agolpa en mi rostro. ¿Es por eso que Legarde quería que viniera
Leo?

—¿Qué hay de mí? —pregunta Akra—. ¿Me ahorcarán por desertor?

—Si regresas al ejército, no serás desertor —responde Legarde. Después,


entrecierra los ojos—. Había una mujer en la celda contigo, tu madre. Ella
también es bienvenida, por supuesto. Os albergaremos a todos aquí, en la
capital, y estaréis a salvo.

Estar a salvo, ¿no es eso lo que yo quería? Y una cura o, al menos, un


tratamiento. ¿Es este el momento en que todas las cosas se complementan, al
fin, sefondre? Pero nada es gratis.

—¿Y a cambio?

Legarde asiente, como si estuviera satisfecho con mi pregunta.

—Me alegra ver que no eres una tonta. Déjame decirte que he pasado la
mitad de mi vida en tu país, pero todavía hay cosas que no logro entender. Sin
embargo, una cosa que sí sé es que cuando los reyes son débiles, tu pueblo
recurre a los dioses. Debes haber oído las historias de Le Trépas. ¿O lo llamas
Kuzhujan?

Mi cicatriz arde, mi piel se eriza. Qué audaz es el general para nombrar al


monstruo que está agazapado justo bajo nuestros pies.

—No lo llamo de ninguna forma —digo, pero Legarde me sonríe.

—¿Ni siquiera padre?

La palabra es como un puñetazo en el estómago. Dicha en voz alta, la realidad


se cristaliza.

—No sé a qué se refiere —miento, pero Legarde sigue sonriendo.

—Yo tampoco soy tonto, Jetta. Conozco tu linaje. Tu madre, su huida. Pero a
diferencia de Le Trépas, tú creas vida. —Levanta una ceja y señala el pájaro
de bambú—. Tu pueblo necesita un líder así.

Otro giro inesperado, pero este me hace tambalear. ¿El hombre que mandó
arrancar los zafiros de los ojos del viejo dios dice esto? ¿El hombre que llevó a
los monjes a la clandestinidad, que prohibió las viejas costumbres para que
nadie pudiera tomar el lugar de Le Trépas?

—¿Un líder? —me burlo—. ¿Yo? ¿Después de todo lo que pasó con él?

La expresión de Legarde se vuelve contemplativa. Mueve la botella a un lado


y al otro, como si calculara su peso.

—Con tu locura bajo control, creo que el resultado podría ser muy diferente.

Sus palabras me cortan la respiración. Suenan verdaderas. Por supuesto, Le


Trépas y yo seguramente compartamos más que la habilidad de dar vida a los
muertos. Mi malheur ha dejado una larga sombra detrás de mí, de muerte y
desastre. ¿Estará mi futuro en las historias de su tiranía? ¿Podría salvarme a
mí y a los demás con el tratamiento? ¿Será la locura lo que nos hace
monstruos o solo nuestras acciones?

Mientras vacilo, Akra grita.

—¿Le está ofreciendo la corona a Jetta?

El general levanta una ceja.

—¿Por qué no? Ha desaparecido el Joven Rey y la ciudad está en llamas.


Necesito a alguien que pueda sofocar la rebelión antes de que todo el país se
prenda fuego. Sé que te encanta ser el centro de atención —agrega,
volviéndose hacia mí—. ¿Qué mejor lugar para ti que un trono?

Intento imaginarlo entonces, un reino por escenario, pero no acabo de


convencerme. Ese no es mi papel, no conozco las líneas. Además, ¿cuánto
poder tuvo el Joven Rey? Legarde nunca me dejaría gobernar.

El pensamiento me da un extraño consuelo. ¿Podría cambiar mi


independencia por un tratamiento? ¿Por una vida de lujo, por la seguridad de
mi familia, por una vida aquí, en mi país? Tal vez incluso una vida que podría
incluir a Leo.

Así, no parece tan terrible. Estrecho la mano de Leo, caliente contra la mía.
Pero ¿qué más estaría negociando y con quién? Legarde, el Pastor, que tiene
un lobo rojo en su estandarte. El líder del ejército, el que dio las órdenes, el
que me habría enviado con el questioneur.

Mi estómago se retuerce con el siguiente pensamiento. ¿Cómo descubrió


Legarde un pasado que yo acabo de descubrir? ¿Cómo logró que mi padre
hablara? El miedo trepa por mi espalda como una araña.

—Quiero ver a mi padre primero.


Legarde vacila.

—Debes recordar que le dispararon en el barco. Sigue débil, y no puedo


subirlo solo.

Akra me sujeta por el hombro y me retiene, para evitar que baje las escaleras.

—No vas a bajar —dice Akra, pero a mi lado, Leo se ríe.

—¿Para eso querías que viniera, Legarde? ¿Para que fuera tu mula de carga?
—grita Leo.

El rostro de Legarde es inexpresivo.

—Dile al muchacho que baje y haremos el intercambio —dice, hablándome a


mí y no a Leo. Se me rompe el corazón.

Pero Akra extiende su otra mano y sujeta a Leo por la chaqueta antes de que
empiece a bajar las escaleras.

—Mi padre está muerto —susurra—. No quiere un intercambio, quiere un


nuevo rehén.

Siento las palabras como carbón ardiente en la garganta y me derriten por


dentro. Pero sé que Akra tiene razón. ¿Cómo supo Legarde que Leo serviría
para este propósito? ¿Había sido tan evidente cuando el general me preguntó
a dónde había ido Leo y yo mentí para protegerlo?

—Volvamos al pájaro —murmuro, pero el general debe haber visto mi mirada.


Cuando nos alejamos de las escaleras, él levanta una mano hacia los cielos.

A su señal, las últimas estrellas asoman en el cielo de la aurora. Tardo un


instante en darme cuenta de que son bombas, frascos de cristal llenos de
queroseno, con trapos ardientes por tapones, que lanzan soldados del techo.

—¡Dispárale! —exclama Akra mientras el cristal se estrella contra la piedra.

El queroseno se derrama. Fragmentos relucientes pinchan mi piel. La llama


envuelve el bambú seco del ave en una oleada de calor. En pánico, el halcón
levanta vuelo y se retuerce en el aire. Parece una estrella en llamas mientras
asciende en espiral. Pero no puede detener el fuego. Su cuerpo se desintegra
y cae en ascuas a través de los terrenos oscuros del templo. Como un cometa,
su alma se libera en la oscuridad del cielo.

Pero el fuego aceitoso también ha cubierto la plataforma, y llueven más


bombas. El fuego nos empuja a las escaleras, hacia la plaza, y cuando
descendemos, Leo al fin saca su arma. Pero Legarde solo se vuelve y
desaparece tras la puerta del templo.

—Salgamos de aquí —dice Akra, y trata de llevarnos hacia el exuberante


jardín, pero entre las sombras de las enredaderas y las antiguas estatuas de
piedra aparecen soldados. Una decena de hombres forman fila en el borde de
la plaza y nos apuntan con sus rifles. Avanzan en formación y se acercan cada
vez más.

—No me van a disparar —digo, aunque es más un deseo que un hecho. Me


detengo delante de los chicos, para interponerme entre ellos y los soldados—.
¡Id adentro! ¡Encontrad a Legarde!

El fuego se ha extendido por los escalones de piedra, y la línea de soldados


me impide huir a través de los jardines. Se mueven lentamente y me obligan a
ir hacia el templo. ¿Y qué espera en el interior? ¿Podrán encontrar al general,
someterlo? ¿Podrán tomarlo como rehén? ¿Podremos salir de aquí o habrá
más soldados en el templo?

Desesperada, busco algo que pueda ayudarnos, un alma errante o vengativa,


pero nada se acerca a la Corte del Infierno. Contra mi corazón palpitante, la
pequeña mariposa de papel se agita, como si el alma del colibrí quisiera huir.

Trastabillo en las escaleras. Quizás debería liberarla.

Saco el papel de mi vestido y lo arrojo a las llamas. Cuando la hoja se


ennegrece y se quema, la pequeña alma sale flotando. En un instante, alzo el
cuchillo de Leo. Dejo una gota de sangre en la hoja y dos en la empuñadura
mientras trazo el símbolo de la vida en el mango de marfil gastado. Con un
destello de luz, la hoja comienza a zumbar en mi palma. Abro la mano y la
dejo volar.

Más veloz que un asesino, atraviesa el círculo de soldados y se posa sobre


cada uno como si quisiera beber néctar de ellos. Flores rojas brotan de la piel
pálida, cerca de la garganta. Hay sangre, tanta sangre, es negra a la luz del
fuego y huele a cobre, hierro y calor. Mi propia sangre se acelera en mis
venas cuando veo los charcos que se extienden en los adoquines. Los soldados
caen como frutas maduras.

Asqueada, me alejo y subo los escalones, pero el cuchillo regresa zumbando


hasta mí y da vueltas como una mascota, a la espera de elogios. A
regañadientes, extiendo mi mano, y el alma se instala allí, pegajosa por la
sangre. Agarro la empuñadura mientras penetro en la oscuridad del templo.

—¿Leo? ¿Akra?

Vacilo cuando el hedor me sacude, demasiado familiar: el olor rancio de la


muerte y la desesperación. Y también lo oigo, el hombre que grita, los
prisioneros que balbucean. Allí está el altar negro, allí el dios de piedra. Se
cierne sobre mí, con el farol vacío entre las manos. El carcelero se ha ido. En
cambio, me encuentro con otra imagen que también he visto antes.

Hay tres prisioneros de rodillas y Legarde sostiene el arma. Al principio, la


escena es tan parecida a la de aquella noche en las afueras de La Perl que mi
mente trata de convencerme de que nada ha sucedido, de que puedo ir por el
corredor y encontrar a las chicas en el teatro, y a Leo en el bar. Pero Leo está
aquí, junto a mi hermano… y a mi padre.

Está desplomado en el suelo, y mi corazón se detiene cuando lo veo, pero está


vivo. Herido y sangrando, pero vivo. Sus manos están atadas, su rostro y sus
manos hinchadas y magulladas, sus ojos perdidos y huecos. Sangre y saliva
salen de su boca; tiene los labios hinchados y un paño mugriento atado entre
los dientes. Pero está vivo, está vivo.

—Puedo matar al menos a uno de ellos antes de que me cortes la garganta —


dice Legarde y señala el cuchillo—. ¿Te gustaría elegir o prefieres que sea
una sorpresa?

—Que sea Leo —suelta Akra entre dientes. Tiene sangre fresca en el hombro,
una herida de bala, y está pálido, con la boca torcida de dolor—. El bastardo
no quiso disparar cuando pudo.

—Déjalos ir a todos —le pido, en voz demasiado alta—. Por favor.

—Primero suelta el cuchillo —replica Legarde, y hago lo que dice. Cae en la


piedra, con un tintineo.

—Quédate quieto.

—¿Los dejarás ir ahora?

—Dale una patada —ordena, y obedezco sin decir una palabra. La hoja se
desliza sobre la piedra. El general la pisa, y su tono cambia. Habla con
curiosidad profesional—. ¿Cuántos de los soldados han sobrevivido?

No quiero responder, no quiero hacerlo enojar. Pero mi silencio basta. Él


levanta las cejas.

—Ya veo —murmura—. Los de la azotea vendrán enseguida para llevarte al


palacio.

Ahora es mi turno de sorprenderme, no esperaba que mantuviera esa parte


del trato. ¿Es más razonable de lo que esperaba? ¿Podría negociar con el lobo
que se hizo llamar pastor?

—¿Y mi familia? —pregunto, y la esperanza me quita el aliento.

Legarde mira a los hombres arrodillados frente a él.

—Tres rehenes son demasiados. Solo necesito uno. —Empuja a mi padre con
el pie—. Este está demasiado cerca de morir, claro. Pero solo esperaba que
trajeras al chico. Tu hermano ha sido un regalo inesperado. Después de todo,
el romance puede arder y apagarse.

Deja de apuntar a Leo y mueve el arma en dirección a Akra, pero después


vuelve a Leo y le apunta al centro de la frente, justo debajo de sus rizos
oscuros.
—No matarías a tu propio hijo —digo, y se me entrecorta la voz.

—Por supuesto que no. —Legarde le quita el seguro a la pistola. Es un sonido


suave, pero resuena como un golpe de tambor—. Pero mi hijo no está aquí.

No tengo respuesta, pero Akra sí y escupe en la bota de Legarde. Arrugando


la nariz, el general vuelve a ajustar la puntería, pero en un segundo, cuando
todavía no tiene a su objetivo en la mira, mi hermano se levanta de repente y
hunde su hombro herido en el estómago de Legarde. El general gruñe, se
tambalea hacia atrás y el cuchillo queda tendido en la piedra, mientras él
agita el arma. Hay ruidos y destellos y alguien grita:

—¡No!

¿Es mi propia voz? El disparo ha sonado muy cerca, muy fuerte. Retumba en
mis oídos como una campana. Akra cae de rodillas, con la mano sobre el
pecho. Su rostro ha perdido el color, la sangre fluye a través de sus dedos.
Entonces el cuchillo vuela hasta mi mano. Cuando Legarde se me acerca,
entierro la hoja debajo de sus costillas.

Abre mucho los ojos, tose y la sangre fluye como un manantial por mi brazo:
salpica mi rostro igual que una lluvia ardiente. Me baña, aunque sin
purificarme. Me tambaleo cuando él se desploma sobre mí, y trata de levantar
el arma de nuevo, pero se la arranco de la mano.

La pistola golpea contra la piedra y Legarde cae a su lado. Su espíritu


abandona el cuerpo en una ráfaga de luz dorada, pero no es la única alma que
está de pie ante el altar del Rey de la Muerte.

Akra, mi hermano. Su cuerpo está pálido en el suelo frío, pero su espíritu


brilla como un fuego a su lado. Hay sangre en la piedra. Sangre en los
cuerpos. Sangre en mis manos. Muy poca es mía.

La muerte no es castigo suficiente para Legarde.

Con un gruñido, me hago con el alma del general por la garganta y marco con
sangre la superficie negra de la estatua. Meto el espíritu del general en la
piedra. El akela se retuerce y se resiste, pero mi rabia es demasiado grande,
mi sangre, demasiado poderosa. Mi propia risa salvaje resuena en la bóveda
del templo mientras su alma entra luchando a la sombría oscuridad que
durará mil años, pero no tanto como la mía.
Capítulo 29

La canción suena otra vez en mi mente.

Escucho a mi hermano cantar. Incluso hace eco en el cavernoso templo de


piedra y suena muy distinta aquí, comparada con cómo sonó en el campo,
cuando por primera vez imaginé su voz hace unos años. Pero él está muerto.
Ahora de verdad está muerto. Su cuerpo se encuentra en el suelo, su alma
está de pie junto a él, y mientras escucho el sonido de su voz, el akela se da
vuelta para salir por la puerta.

Y eso me destroza, no puedo soportar verlo marcharse. Y, sin pensar, me


arrodillo junto a su cuerpo y trazo el símbolo de la vida en su piel. Su alma
vacila, como si estuviera lista para rechazar la oferta, pero la atracción es
irresistible. Un destello de luz, un momento de silencio. Después, bajo mis
manos, tiembla el cuerpo de Akra, y él respira una bocanada de aire que
parece no tener fin.

Una nueva gota de sangre brota de la herida cuando su corazón comienza a


latir otra vez. Arranco el chal de mi cintura y lo presiono contra su pecho,
tratando de contener el sangrado mientras sus dientes castañetean como si
fueran dados en un cubilete. El aire pasa a través de sus labios azules,
primero en un siseo, después en un gemido. Cuando abre los ojos, el dolor
que hay en ellos es más profundo que el mío.

—Lo siento —susurro, asustada de repente—. Lo siento.

Pero sus ojos se cierran de nuevo, y no creo que pueda escucharme. Y luego,
con un profundo estruendo, el templo se estremece.

Al principio estoy segura de que es el mismísimo dios, listo para derribarme


de un golpe. Me he excedido al robar a mi hermano de la Muerte justo
delante de sus ojos de piedra. Ha sido una traición, una abominación. Esto es
una locura. Pero entonces una grieta atraviesa como un trueno el codo de la
estatua. Otro quiebra la curvatura de la rodilla. No es el dios, sino Legarde.

El polvo y la grava caen al suelo mientras el espíritu se mueve en su nueva


piel de piedra. Desesperada, intento levantar a mi hermano, pero él grita
como si lo estuvieran matando de nuevo.

—¿Leo? —llamo con voz temblorosa—. Ayúdame.

No hay respuesta, así que me doy vuelta. Leo está de pie sobre el cuerpo del
general, el cuerpo de su padre. Su rostro casi igual de pálido. ¿Hay lágrimas
en sus ojos?

—¿Leo?

—¿Qué?
—Tenemos que salir de aquí, por favor. —Deslizo mi hombro debajo del brazo
de Akra, pero pierdo el equilibrio cuando él se recuesta contra la piedra. Su
sangre palpita débilmente a través de la seda del chal—. ¡Por favor!

Otro estrépito recorre el templo, y un cascote de piedra cae desde las


sombras y se rompe en pedazos. Finalmente, Leo se mueve y viene a mi lado
para ayudarme a levantar a Akra.

—¿A dónde vamos? —murmura Leo, y lo miro.

—¿A Le Livre? —No es una pregunta, sino un pedido, y pasa un segundo


eterno hasta que él asiente—. Encárgate de mi pare, te lo ruego.

—No podremos llevarlos muy lejos.

—Solo hasta la salida del templo, para que estemos a salvo.

Aprieta los labios, pero se acerca a mi padre y lo levanta en sus brazos. Con
Akra abrazado a mis hombros, salimos tambaleándonos del templo. A
nuestras espaldas, la estatua cruje y gime.

Caen bloques de piedra sobre los escalones mientras avanzamos hacia la


plaza. Intento no mirar los cuerpos de los soldados, sus almas que huyen,
brillando a través de los jardines. Pero a medida que nos alejamos del templo,
aparecen otros espíritus que buscan mi sangre. Nos detenemos cerca del
muro del jardín. Respirando con dificultad, meto un vana en cada uno de los
zapatos de Akra, para aligerar la carga, y otro en la camisa de mi padre. Está
hecha jirones, y aunque tiene los ojos abiertos, su rostro está ausente. Corto
las cuerdas que amarran sus muñecas y sus tobillos, pero él no es capaz de
mantenerse en pie. Cuando quito la mordaza de su boca, tengo que sofocar un
grito. Incluso en la penumbra, puedo ver el muñón de su lengua.

Luego, otra grieta profunda hace temblar el suelo. Con el alma de Legarde
atrapada en la piedra, se desmorona el templo, se resquebrajan las
esculturas, se derrumban los muros. Tenemos que seguir adelante. Ahora
también oigo a los prisioneros, que gritan aterrorizados porque la prisión se
desmorona, alegres porque pueden ver el amanecer. Seguramente, Le Trépas
esté entre ellos. ¿Qué he hecho?

Durante un instante, pienso en llevarme el arma de Leo, volver y rastrear al


monstruo, al loco, a mi padre. Pero luego oigo el sonido del gong que retumba
y se eleva sobre el ruido de la piedra que cae. Alguien ha dado la alarma, y
Akra no llegará a la posada si no lo llevo hasta allí.

Escapamos por las calles de la ciudad entre las sombras hasta llegar a Le
Livre. Una de las hijas de Siris nos deja entrar a la posada y nos lleva
directamente a una habitación. Recuesta a Akra y llama a la docteur, pero no
sé si será necesario. No sé si Akra puede morir, ni aunque lo quisiera.

La docteur también trata a mi padre y, cuando termina, el sol está alto y las
sombras son pequeñas. Ella es reservada al dar un pronóstico: pasarán
semanas antes de que mi padre pueda salir de la cama, y mucho tiempo más
hasta que pueda dejar la posada. Avergonzada, le pregunto a Siris por el
precio de un par de palomas mensajeras para enviar al campamento rebelde
una nota que llegue a mi madre. Quiero que ella sepa que estamos a salvo y
advertirle sobre Le Trépas. Pero Siris ignora la pregunta y le paga a la
docteur. Antes de irse, ella promete volver mañana y me dice que yo también
debo descansar. Aunque dudo que pueda, voy a mi propia habitación, donde
al menos estoy sola.

La cama es ancha y cómoda, las almohadas, gruesas y suaves. Y hay una


botella en el centro de la manta de seda: la botella que Legarde me había
ofrecido, el tratamiento que creó su hija. La había olvidado en la lucha. Leo
debe haberla traído.

Alzo la botella, fresca, pesada y valiosa. Me tiemblan tanto las manos que
estoy a punto de dejarla caer. Un tratamiento de un mes, la cura que tanto he
buscado. ¿Cómo será la vida sin mi malheur? Casi no me atrevo a imaginarlo,
¿cómo será la vida después de que se acabe la cura? No sé si conseguiré más.
La Fleur nunca aceptaría tratar a la chica que mató a su padre y condenó su
alma a la oscuridad.

Dejo la botella a un lado, con mucho cuidado. Pero debajo de ella, en el


edredón, hay una nota: una hoja blanca doblada cuidadosamente por la mitad.
La levanto y, durante un momento, imagino que la sangre de mis manos
mancha la página como si fuera tinta, una letanía de mis pecados, un libro de
todas las almas que he enviado al Rey de la Muerte. Y que enviaré, ahora que
Le Trépas está libre.

Pero la sangre está seca, y despliego el papel. Solo tardo un segundo en


leerlo, pero en ese segundo transcurre una vida. ¿Qué había dicho Leo sobre
los arrepentimientos? Que la única manera de calmar el dolor es tratar de
mejorar. Sostengo su carta en mis manos un largo tiempo. Luego, voy a la
planta baja a escribir mi propia carta. No a Leo, sino al rey. A la rebelión.
Au revoir.

Leo Rath Legarde


NOTA DE LA AUTORA

A veces, mi mente se parece a una pila de libros devueltos en un carrito de


biblioteca. Un libro trillado de fantasía convive con el relato de las fiestas
bohemias de Nueva York; hay una obra de Shakespeare entre un libro sobre
la historia del colonialismo francés y otro sobre títeres de sombras. Estos
saltos fugaces de un tema a otro son una de las cosas que más me gustan de
mi propio trastorno bipolar, y hacen que construya mundos de maneras
inesperadas.

Cuando me propuse escribir Una musa de fuego, quise incluir un personaje


principal que compartiera mi trastorno y buscara un tratamiento existente en
la realidad. (El litio, que está en los manantiales del mundo entero y es un
tratamiento antiguo pero todavía indicado para tratar la bipolaridad. Lo tomé
durante un tiempo). Pero también quería crear un mundo mágico a partir de
mis obsesiones, moldeadas por mi propio malheur: cuando era joven, pasé
mucho tiempo en el teatro, donde mis episodios maníacos me ayudaron a
brillar bajo la luz de las candilejas. Estuve obsesionada con la muerte y los
espíritus durante un tiempo, y esos pensamientos se entremezclaron con mis
depresiones más profundas. También hay hedonismo en la manía, tan
condenado en las mujeres jóvenes (por desgracia, no fui una excepción), por
lo que el elenco de Le Perl me da mucha alegría.

Y, por supuesto, mi herencia y educación también influyeron. Tengo


ascendencia china, pero crecí en un valle lluvioso de Hawái, cerca de un
campo de ñames donde pastaba un búfalo de agua. Debo admitir que, siendo
mestiza, a veces me he sentido como una mujer sin patria. En este libro, me
tomé libertades: la inspiración para la comida, los estilos de títeres y los
idiomas proviene de distintos tiempos y lugares.

La tecnología, también, es un poco anacrónica. Aunque los encabezados de


las cartas de los aquitanos señalan que es 1874, la época no se parece del
todo a nuestro siglo diecinueve. El rifle de repetición llegó un poco antes, las
balas revestidas de cobre un poco después. Había faroles eléctricos en
nuestro 1874, pero no fueron de uso común durante muchos años. Y, por
supuesto, las máquinas voladoras llegaron más tarde, al igual que el vodevil y
el burlesque.

Por último, mientras que Aquitan y Chakrana se inspiran en parte en Francia


y el sudeste asiático, me tomé tantas libertades culturales, lingüísticas,
políticas, históricas y religiosas que la historia es verdaderamente una
fantasía, y no una alegoría ni una versión alternativa. Esto se puede observar,
quizás, en la similitud que tienen las palabras aquitanas con el francés.
AGRADECIMIENTOS

Aquí no hay estrellas del espectáculo, sino galaxias, y son todas muy
brillantes.

Por todas las sugerencias que me dio para dar forma y pulir esta novela, mi
editora Martha Mihalick merece una ovación de pie. Otra ronda de aplausos
para mi agente, Molly Ker Hawn, una estrella por derecho propio.

El compositor Mike Pettry, colaborador y amigo de toda la vida, sin duda


merece su nombre en la marquesina por escribir la música de Una musa de
fuego. ¿Y las musas? En el elenco están Zelma Zelma, Bambi Galore, Cheeky
Lane, Iris Explosion y Lewd Alfred Douglas.

Gracias a los expertos dramaturgos, a John Beeler por su conocimiento de los


barcos de vapor y sus chimeneas, y a Audrey Masi-Spencer por sus consejos
sobre el francés en las letras. Gracias también a Katie Kennedy y Lori Lee.

Muchas gracias a Sylvie Le Floc’h, que ha diseñado la escenografía, y a Tim


Smith, cuya atención al detalle impresionará incluso al director de escena
más hastiado. Las palabras no son suficientes para expresar mi gratitud a
Gina Rizzo, publicista extraordinaria, que es capaz de conseguir giras para
cualquier espectáculo.

Gracias también a Michael Krass, que me enseñó cómo sobrevivir siendo


artista, y a Justina Ireland, que me dijo por qué debería intentarlo. Mi
agradecimiento a los ensambles más fabulosos: The Fighters y Kidlit Alliance.
Estas comunidades de escritores generosos y llenos de talento son una
inspiración. Gracias también al programa de posgrado Musical Theatre
Writing de la Universidad de Nueva York, que me enseñó el valor del trabajo
conjunto.

Y, como siempre, a mis hijos, Bret, Felix y Hansen, gracias por la mejor de las
colaboraciones.

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