Historia de Un Matrimonio Chejov Cuento

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HISTORIA DE UN

MATRIMONIO

(О том, как я в законный брак

вступил. Рассказец)

Una vez que nos bebimos todo el ponche, nuestros padres cuchichearon entre sí y nos dejaron
solos.

—¡Anda! —me incitó el mío—. ¡Adelante!

—Pero ¿cómo le voy a hacer la declaración si no la quiero? —objeté.

—¡Déjate de monsergas! No eres más que un bobo sin luces…

Dicho esto, mi padre me lanzó una mirada colérica; y salió del cenador. Por la puerta entornada
entró la mano de una vieja que se llevó la vela de la mesa. Quedamos a oscuras.

«Bueno —me dije a mí mismo—, sea lo que Dios quiera». Tosí, para animarme; y comencé, con
soltura desacostumbrada en mí:

—Las circunstancias me son propicias, Zoia Andreievna. Por fin estamos solos, y la oscuridad me

favorece, ocultando el rubor de mi cara; el rubor que me producen los sentimientos de que está
llena mi alma…

Pero al llegar aquí me detuve. Oí latir el corazón y castañetear los dientes de Zoia. Todo su cuerpo
era presa de una vibración que se oía y se notaba por el temblor del banco. La pobre muchacha no
me quería. Lejos de ello, me odiaba como el perro al palo; y me despreciaba, si puede admitirse
que las tontas sean capaces de despreciar. Yo ahora parezco un orangután y soy feísimo, por más
que me adornen condecoraciones y cargos; pero en aquella época era por el estilo de cualquier
otro animal: mofletudo, granuloso, peludo… Un catarro crónico y el uso de bebidas espirituosas
me habían puesto la nariz gorda y colorada.

Ni los osos hubieran envidiado mi agilidad. Y en cuanto a prendas morales, ¡para qué vamos a
hablar!… Además, a Zoia, cuando aún no era mi novia, le había sacado una propina descomunal
por un servicio prestado. No quise continuar mi mentirosa declaración, porque sentí lástima de
ella.

—Salgamos al jardín —le sugerí—. Aquí hace bochorno…

Salimos y echamos a andar por un sendero. Nuestros padres, que escuchaban con el oído pegado
a la puerta del cenador, se escondieron entre los arbustos. La luz de la luna resbaló por el rostro
de Zoia. Pese a ser muy inocente todavía, supe leer en aquella cara la dulzura de la esclavitud.
Suspiré y proseguí:

—¿Oye ese ruiseñor? Está distrayendo a su compañera. Yo, en


cambio, ¿a quién puedo distraer sólo

como vivo?

Zoia enrojeció y bajó los ojos. Era

la postura teatral que le habían ordenado

adoptar. Nos sentamos en un banco, de

cara al río. En la orilla opuesta

destacaba la blanca silueta de una

iglesia, tras la cual se erguía la mansión

del conde Kuldarov, en la que vivía el

oficinista Bolnitsin, por quien Zoia

suspiraba. Sentada junto a mí, mantenía

la vista fija en aquella casa. Mi corazón

se contrajo de piedad. ¡Señor, señor!

Dios tenga en la gloria a nuestros

padres, pero… ¡ojalá hayan pasado en

el infierno aunque sólo sea una semana!

—Mi felicidad depende de una

persona —volví a la carga—. De una

persona a la que profeso un

sentimiento… La amo, y si ella no me

correspondiera, mi perdición y mi

muerte serían irremisibles… Esa

persona es usted… ¿Puedo aspirar a su

amor? ¿Me quiere usted?

—Sí —musitó ella.

Confieso que me sentó como un

mazazo. ¡Yo que pensaba que haría mil

remilgos y terminaría dándome

calabazas, porque amaba a otro! ¡Miren


que salir diciéndome que sí, con las

esperanzas que yo tenía de lo contrario!

La pobre no tuvo fuerzas para ir contra

la corriente.

—Le quiero —dijo; y rompió en

llanto.

—¡Imposible! —protesté, sin

hacerme cargo de lo que decía y

temblando de arriba abajo—. ¿Cómo es

posible que me quiera? ¡Zoia

Andreievna, paloma mía, no me crea!

¡Por Dios, no me crea! Yo no la quiero a

usted. ¡Qué Dios me confunda mil veces

si la quiero! Y usted tampoco me quiere

a mí. ¡Todo es pura ficción!

Me levanté de un salto y me puse a

pasear, nervioso, junto al banco.

—¡No hay que seguir adelante! Esto

es pura comedia. Nos casan a la fuerza,

Zoia Andreievna. Por interés. Antes que

casarme con usted, me colgaría al cuello

una piedra de amolar. ¡Malditos diablos!

¿Qué derecho tienen a esto? ¿Por quién

nos han tomado? ¿Por siervos? ¿Por

perros? ¡No nos casaremos! ¡Para que se

fastidien, los muy raídos! ¡Ya les hemos

bailado el agua más de la cuenta! ¡Ahora

mismo voy y les digo que no quiero

casarme con usted!


Zoia dejó de llorar, repentinamente;

y su cara se secó al instante.

—¡Voy y se lo suelto! —seguí

encolerizado—. Y usted también vendrá.

Les dirá que no me quiere a mí, sino a

Bolnitsin. Y yo estrecharé la mano de

ese muchacho… Sé con qué pasión le

ama usted.

Ella sonrió, llena de felicidad; y,

levantándose también, se puso a andar a

mi vera.

—Usted también ama a otra —dijo,

frotándose lentamente las manos—. A

mademoiselle Debé.

—Cierto —asentí—. A

mademoiselle Debé. Aunque no es ni

ortodoxa ni rica, me fascinan su

inteligencia y sus cualidades morales…Ya pueden maldecir mis padres, que me

casaré con ella por encima de todos. ¡La

quiero, quizá, más que a mi vida! ¡Vivir

sin ella no es vivir! ¡Si no consigo

hacerla mi mujer, prefiero la muerte!

Ahora mismo me voy para allá… Venga

conmigo, y les haremos saber a esos

payasos… ¡Gracias, paloma! ¡Qué peso

me ha quitado usted de encima!

En un arrebato de contento, di las

gracias a Zoia, y ella me las dio a mí.

Dichosos y agradecidos, nos besamos


las manos el uno al otro; y nos llamamos

almas generosas y otras lindezas.

Mientras yo le besaba las manos, ella

me besó la cabeza, la dura pelambre.

Creo que hasta la abracé, olvidado de

toda etiqueta. Les aseguro que aquella

declaración de desamor fue mucho más

feliz que todas las declaraciones de

amor juntas. Gozosos, encendidos y

trémulos, nos encaminamos a la casa,

para exponer a nuestros padres la

decisión tomada. Íbamos animándonos

el uno al otro.

—¡Que nos riñan! —dije—. ¡Que

nos peguen, y hasta que nos echen de

casa! Pero seremos felices.

Nada más poner el pie en la casa nos

encontramos con nuestros padres, que

nos esperaban en el zaguán. Al vernos

tan radiantes hicieron una seña a un

criado. Este trajo enseguida champaña

para celebrar el fausto suceso. Yo

comencé a protestar, a manotear, a

patear el suelo. Zoia gritaba, hecha un

mar de lágrimas. Se armó un gran

alboroto, y no hubo manera de tomarse

el champaña.

Pero, a pesar de todo, nos casaron.

Hoy celebramos nuestras bodas de


plata. ¡Un cuarto de siglo juntos! Al

principio, se nos hacía cuesta arriba. Yo

la reñía, le pegaba… Empecé a quererla

por puro cansancio. Tuvimos hijos para

matar la pena… Después… fuimos

acostumbrándonos. Y en este preciso

instante, Zoia está detrás de mí; y,

apoyando las manos en mis hombros, me

besa la calva.

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