Marco Teorico B.S, I.E y A
Marco Teorico B.S, I.E y A
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Bienestar subjetivo
1. Marco histórico
La felicidad y sus determinantes han supuesto, desde tiempo atrás, un tema de gran
interés para el ser humano, algo que no ha cambiado hasta la actualidad, siendo de especial
importancia la búsqueda de los factores que juegan un papel determinante en el bienestar
(Muñoz, 2007). Además, tanto el bienestar como la felicidad no solo se han estudiado
desde la filosofía griega y romana, sino también desde las filosofías orientales, que a la vez
se han convertido en su pilar fundamental (García, 2002). En este apartado se examina el
contexto del estudio de la felicidad y el bienestar, así como las distintas propuestas y los
diversos modelos teóricos que han tratado de explicarlos.
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Platón, Filebo y Sócrates se cuestionaban en qué consistía la felicidad, considerando
que la vida dichosa era una mezcla entre placer y sabiduría (Alarcón, 2015). Así, podría
decirse que en la Grecia antigua, el concepto de felicidad estaba asociado, de alguna
manera al desarrollo de una buena conducta al mantener una moral satisfactoria.
Sócrates, por ejemplo, considera que la felicidad no puede proceder de cosas
externas, de manera que el alma es feliz cuando “está internamente ordenada, es decir,
cuando es virtuosa” (Blanco, 2001, p.18), inclinándose, así por la sabiduría (Alarcón,
2015). Partiendo de esta descripción, numerosos filósofos se aferraron a la idea de que
actuar virtuosamente era sinónimo de felicidad, desarrollándose así dos vertientes
conceptuales en torno a esta, donde la primera tiene que ver con la eudaimonia y la segunda
con el hedonismo. De acuerdo a lo anterior, vale la pena destacar que la palabra eudaimonia
es traducida como un término que hace referencia a la felicidad porque significa “buen
espíritu” (“eu”, bueno y “daimon”, espíritu); es decir, haber tenido la suerte de obtener un
demonio guardián favorable, garante de una vida favorable y próspera (Blanco, 2001).
El primer filósofo que habló concretamente de la eudaimonia fue Demócrito, quien
afirmaba que la felicidad o el buen espíritu estaba relacionado tanto con las condiciones
exteriores como con la sabiduría (Kesebir y Diener, 2009). Posteriormente, las ideas de
Aristóteles complementaron la visión de la eudaimonia, en la cual él sostenía que la
felicidad se debe al goce espiritual que se deriva de la dimensión social, de ser virtuosos, ya
que un hombre que es feliz vive obrando bien (Del Pino y Diéz, 2002). Por tanto, nos
presenta, la visión de un hombre prudente, activo, una felicidad “humanizada” que radica
en el vivir y el actuar, pues la actividad del hombre bueno, por sí misma, es agradable y
feliz (Benéitez, 2005). Pitágoras, por su parte, considera que el hombre feliz es quién valora
el equilibrio, es apasionado por la sabiduría, y reconoce que nada es definitivo, inclusive la
vida, por lo que se aboca a vivir la vida y disfrutarla (Castillo, 2006).
En cambio, Epicuro expuso la idea del hedonismo estableciendo que esta se relaciona
con el goce que genera la satisfacción de los deseos naturales. Es decir, la felicidad sería
una suma de momentos placenteros y, por tanto, el objetivo de la vida sería el experimentar
la mayor cantidad de placer o felicidad posible, entendida como la acumulación de dichos
momentos, aunque, siempre, procedentes del goce en la realización de actividades nobles
(Vázquez et al., 2009). Esto es, en su concepción sobre el placer, en la que también
destacaba la necesidad de mantener siempre el control sobre uno mismo, sin perder la
independencia, ya que, en el caso de hacerlo, el placer se convertiría en vicio (Alonso,
2017). Por lo que, a pesar de considerarse como un representante del hedonismo, hay
autores que afirman que su visión hedonista también podría considerarse eudaimónica en
forma (Haybron, 2008).
En cualquier caso, como señalan Ryan y Deci (2001), las vertientes conceptuales
mediante las cuales se ha concebido teóricamente al bienestar, son dos: una, concepción de
corte eudaimónico o aristotélico, y otra de características hedónicas; siendo resumidas
como se ha señalado previamente, Aristóteles consideraba la felicidad como el alma
actuando desde la virtud (Annas, 1993). Por otro lado, el hedonismo clásico, cuyo
exponente más importante es Arístipo, quien sitúa en el centro de la felicidad la búsqueda
del placer (Zayas, 2013).
En Roma, la búsqueda de la virtud a través de la consideración práctica de la moral y
la razón correspondía a la felicidad, por lo cual, se podría decir que se mantiene una visión
eudamónica similar a la propuesta por Aristóteles sobre la felicidad; la misma podría
entenderse como la satisfacción de las necesidades intelectuales y básicas sin preocuparse
por la riqueza, algo con lo que coincidiría Séneca (Coronel, 2007), o sea que, se podría
lograr la felicidad a través de la virtud y la razón, y la filosofía sería un modo de lograr
dicha mesura; algo que sostiene, por ejemplo, Cicerón, y que se complementa con la idea
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de Plutarco, la felicidad como progreso en la vida y superación de envidias y celos por las
riquezas (Coronel, 2007).
Posteriormente, el auge del cristianismo en la Edad Media y la importancia de la
espiritualidad, hacen que la felicidad se conciba de una manera radicalmente distinta. Es así
como la felicidad se convierte en makarios, que significa buenaventura (McMahon, 2008).
No obstante, las diferencias con la filosofía clásica son marcadas y evidentes, ya que dicha
buena ventura se refiere a las almas que han logrado la gloria de llegar al paraíso (Benéitez,
2005). En todo caso, la buenaventura estaría relacionada con obrar bien y con el
sufrimiento, pero que, al mismo tiempo, no asegura la felicidad en vida, porque ésta estaría
destinada para la vida después de la muerte (McMahon, 2006). En consecuencia, la
verdadera felicidad solo podría vivirse en la vida en el Reino de Dios, y cualquier cosa
parecida en la vida terrenal sería producto del azar (Kesebir y Diener, 2009).
En la actualidad, el término de bienestar subjetivo se ha utilizado, en muchos casos,
como sinónimo de felicidad (Alarcón, 2015), y al haber perdió el componente filosófico y
religioso gran parte de su importancia, el estudio del bienestar ha pasado a abordarse desde
muy distintos ámbitos, como las ciencias sociales, la economía (Muñoz, 2007) o la
psicología (Alarcón, 2015).
Desde una perspectiva más económica el bienestar se basaría en indicadores objetivos
como la calidad de vida en términos de ingresos económicos, inflación y otros indicadores
de bienestar social, atribuidos a la capacidad de cubrir las necesidades. Mientras que, desde
la psicología el estudio se ha centrado principalmente en identificar las características
individuales que pueden estar asociadas con el bienestar subjetivo (Muñoz, 2007). A
continuación, se expondrán brevemente estas ideas.
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requerimientos de vida para satisfacer las necesidades básicas o vitales. Al mismo tiempo,
está anclado a la idea aristotélica (la felicidad como la capacidad de virtud de los hombres),
Mientras el segundo, dígase el bienestar subjetivo, se relaciona con un nivel más cognitivo
y emocional de los individuos, ya que la satisfacción de las necesidades de vida genera una
sensación de tranquilidad y, por ende, un bienestar subjetivo. Por tanto, si un sujeto tiene un
alto bienestar subjetivo, éste expresa satisfacción con su vida (Díaz, 2011).
A pesar de todo, cabe señalar que la diferencia entre bienestar objetivo y subjetivo es,
en muchos casos, difícil de realizar, ya que sus límites son difusos pues, “en un principio su
diferencia radica en que mientras las primeras son verificables u observables externamente,
las segundas no lo son (Manfredi, 2017, p. 39). Además, pese a que los defensores del
bienestar subjetivo critican el reduccionismo del bienestar objetivo a listados de indicadores
externos y a una concepción de “arriba abajo”, es decir, desde los expertos o la teoría, sin
tener en cuenta las percepciones y vivencias de las personas; ha llegado a considerarse que
ambas medidas del bienestar pueden complementarse, ya que se ha constatado una fuerte
asociación entre las misma (Jaramillo, 2016).
Antes de pasar a analizar, en este trabajo, las relaciones del bienestar subjetivo con
otras variables, es necesario conocer las diferentes teorías que han surgido para explicar el
bienestar subjetivo y cuál ha sido el aporte de cada una de ellas.
Para ello, a continuación, se abordarán tres modelos explicativos del bienestar
subjetivo: las teorías bottom-up, las teorías top-down y otras teorías más integradoras.
En primer lugar, las teorías bottom-up consideran que el bienestar está apoyado en la
satisfacción de necesidades innatas o adquiridas, de manera que estas teorías estarían
centradas en identificar qué necesidades o factores externos al sujeto afectan a su bienestar
(García, 2002). Según estas teorías el bienestar procede de la acumulación de momentos y
experiencias placenteras y displacenteras o de la satisfacción global en diferentes dominios,
de modo que una persona solo está satisfecha cuando ha experimentado muchos momentos
placenteros y satisfactorios (Vielma-Rangel y Alonso, 2010, p. 271). En cualquier caso, en
esta evaluación del bienestar se incluirían e incidirían distintos aspectos, como, por
ejemplo: acontecimientos del ciclo vital, áreas vitales, referencias sociales, expectativas,
motivación y las aspiraciones (Castro y Sánchez, 2000). Es decir, la persona busca
intencionadamente sus metas; y la felicidad se obtiene al alcance de estas. No obstante, ha
de reequilibrarlas constantemente, proponiéndose nuevos retos que le confieran suficiente
motivación para seguir adelante (García, 2002) Así, por ejemplo, la teoría de la
autoconcordancia de Sheldon y Elliot (1999) concibe que el reequilibramiento de las metas
es un sinónimo de felicidad. Por otro lado, otros investigadores consideran que la felicidad
estaría más relacionada con el proceso que con la meta (Carver et al., 2003; García, 2002).
En segundo lugar, las teorías top-down, se basan en que los individuos logran
interpretar sus experiencias subjetivamente en comparación con lo que les rodea, siendo
estas experiencias negativas o positivas. Es decir, este tipo de teorías, se interesan por los
factores internos que determinan cómo percibe una persona sus circunstancias vitales,
independientemente de cómo sean estas objetivamente (García, 2002). Esta valoración
subjetiva de cada persona está supeditada, en parte, al contexto (cultura, ideales, valores,
etc.) en que se encuentra (Díaz y Sánchez, 2002), y por lo tanto, cobra relevancia el estudio
de cómo los factores internos afectan a los juicios o valoraciones que cada persona realiza
sobre su felicidad o bienestar personales (García, 2002). Es decir, que el bienestar pasa a
ser una característica propia de la personalidad y por ende, un rasgo estable en el tiempo
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que no se ve afectado por los acontecimientos del día a día (Costa y McCrae, 1996). Por
ende, en algunos casos se llega a postular que las personas tienen una especie de
predisposición para interpretar las experiencias vitales como positivas o negativas (Díaz y
Sánchez, 2002), y por lo tanto las personas que se consideran felices, tienden a
experimentar mayor satisfacción en todos los ámbitos vitales -trabajo, familia, amigos, etc.-
(Castro y Sánchez, 2000). Un modelo especialmente relevante dentro de estas teorías, es el
modelo de discrepancias múltiples (Michalos, 1985), el cual postula que cada una de las
cosas que se tienen, así como las que los demás tienen, las expectativas de lo que se quiere
ahora y en el futuro, más lo que se necesita y se piensa que se necesita, forman parte de la
valoración del bienestar (Díaz y Sánchez, 2002; García, 2002).
Otras teorías relevantes dentro de los modelos top-down, son la teoría de la
disonancia cognitiva (Festinger, 1957), según la cual el bienestar dependerá de la mayor o
menor tendencia a centrarse en el “déficit” entre las expectativas personales y la realidad
(García, 2002); la teoría de la comparación hacia abajo (Wills, 1981) según la cual las
personas tendemos a elegir compararnos con otras relativamente peor, pudiendo así
autopercibirse en mejores condiciones (García, 2002); y el fenómeno de la comparación
social (Wood, 1996) que, de manera similar a Wills, considera que las personas tomamos
en cuenta la información procedente de otros individuos referentes u "otros significativos",
y reaccionamos, sintiendo bienestar o no, en función de que nos percibamos en mejor o
peor estado que con quien nos comparamos (García, 2002).
En tercer lugar, se agrupan las teorías que disienten de las anteriores (top botton y top
down), y que consideran que existe una relación bidireccional sobre variables de índole
intrínseca y extrínseca (Díaz y Sánchez, 2002). Algunas investigaciones afirman que la
relación entre satisfacción y variables como la salud física, la visión del mundo y las
estrategias de afrontamiento, es bidireccional (Castro y Sánchez, 2000). También, existen
autores como Schwarz y Strack (1991) o Fox y Kahneman (1992) quienes sostienen una
postura desde el constructivismo hacia la satisfacción, donde ésta se entiende como una
representación cognitiva resultado de la interpretación individual de la satisfacción en cada
dominio de la vida: económico, social, cultural… Por lo que se pueden realizar tanto juicios
button up como procesos top down (Díaz y Sánchez, 2002).
Revisados estos tres grupos de teorías que han tratado de explicar el bienestar
subjetivo, conviene dedicar un apartado a exponer la estructura del mismo, ya que existen
distintas opiniones acerca de las dimensiones que lo componen.
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aglomeraron las respuestas de los sujetos: el afecto positivo y el afecto negativo, ambas
independientes entre sí (Cuadra y Florenzano, 2003). Según esta perspectiva, las personas
se sitúan en una posición en algún punto entre ambas dimensiones de afecto positivo y
negativo, que daría como resultado el bienestar (Bradburn, 1969). Esto podría
ejemplificarse como una balanza: cuando hay más sentimientos positivos que negativos, el
individuo tiene una percepción subjetiva de bienestar.
Este modelo, propuesto por Diener (1984) es el más extendido. Según este autor los
componentes que conforman el bienestar subjetivo son tres: satisfacción con la vida, afecto
positivo y afecto negativo (Rodríguez-Fernández y Goñi-Grandmontagne, 2011). El afecto
positivo sería uno de los componentes de la dimensión afectiva, al igual que el afecto
negativo, mientras que la satisfacción con la vida formaría parte de una dimensión
cognitiva (Diener, 2009; Diener y Larsen, 2009; Pavot y Diener, 2009).
La satisfacción con la vida, constituyente de la dimensión cognitiva, se refiere a la
evaluación global que realiza la persona de su vida (Pavot et al., 1991), la cual es estable
pero también susceptible de pequeñas mutaciones a lo largo del tiempo (Magnus, Diener,
Fujita, y Pavot, 1993). No obstante, Diener et al. (1999) afirman que en este componente
cognitivo es posible diferenciar también dominios de carácter más específicos y
relacionados a la satisfacción global. De manera que otras definiciones de la satisfacción
vital hacen referencia a una evaluación global de la vida de tipo subjetiva pero también, de
la satisfacción per se de los diversos ámbitos vitales como un todo (Cummins y Nistico,
2002; Henrich y Herschbach, 2000). Puede afirmarse, entonces, que las personas que tienen
mayor satisfacción con la vida son quienes tienen mayores habilidades, apreciaciones
personales positivas, dominio del entorno y mejores estrategias de afrontamiento (Corral,
2012; López et al., 2018).
El componente afectivo, por su parte, está constituido por reacciones de tipo afectivo
que son inmediatas y de poca duración en el tiempo, además de que definen el afecto
positivo como el abanico de experiencias que, a juicio del sujeto, son positivas. En
contraposición, el afecto negativo serían las experiencias que la persona evalúa como
negativas (Pavot y Diener, 1993).
Se puede decir que el componente afectivo ha recibido, en general, menor atención
que el cognitivo. De hecho, Azpiazu et al. (2016) afirman que al considerase el componente
cognitivo de la satisfacción con la vida como la variable más representativa del bienestar
subjetivo, el interés investigador se ha centrado principalmente en ella, razón por la cual las
investigaciones sobre los componentes afectivos han sido mucho más reducidas. Este
componente afectivo o balance afectivo podría definirse como el resultado de reacciones
inmediatas y continuas a los eventos que suceden (Rodríguez-Fernández y Goñi-
Grandmontagne, 2011), siendo, por tanto, menos estable que la satisfacción con la vida.
De este modo, teniendo en cuenta el componente afectivo y cognitivo, Diener (2009)
considera que el bienestar subjetivo se reflejaría principalmente en elevados niveles de
afecto positivo y satisfacción vital, resultantes de que la persona perciba su vida de manera
positiva y tenga experiencias placenteras desde el punto de vista emocional; por el
contrario, una evaluación de los eventos vitales como perjudiciales y experiencias
emocionales negativas, darían lugar a una percepción de escaso bienestar. Ambos
componentes –afectivo y cognitivo– estarían, además, muy relacionados (García, 2002), si
bien su medida debe hacerse de manera independiente, “ya que la explicación más
satisfactoria del bienestar subjetivo es aquella que lo entiende como el resultado de la
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interacción entre tres factores independientes: la satisfacción con la vida, el afecto positivo
y el afecto negativo” (Rodríguez-Fernández y Goñi-Grandmontagne, 2011).
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modelo ya que significan experiencias emocionales que manifestadas, una es capaz de
desplazar la experimentación de la otra.
Los juicios globales hacen alusión a aquellas evaluaciones globales que los sujetos
realizan sobre su calidad de vida en general. Ehrhardt et al. (2000) afirman que no es
posible que la evaluación global incluya cada aspecto de la propia vida, sino que se utiliza
la información más accesible desde la memoria. Esta información, además, proviene de un
motivo específico que el sujeto es capaz de elaborar, por lo que es consciente (Schimmack
et al., 2009). Un ejemplo de este tipo de juicio es la satisfacción con la vida, pero también
se incluyen comparaciones sociales, realización personal y otros aspectos presentes para
realizar la evaluación (Diener et al., 2003).
Con respecto a los dominios de satisfacción, estos pueden definirse como las
evaluaciones que hacen los individuos sobre cada uno de los dominios de su vida, por lo
que cada dominio tiene su propia evaluación y, en consecuencia, su grado de importancia
influida por el contexto. En tanto, algunas investigaciones han encontrado que la valoración
de cada dominio puede fluctuar a lo largo de la vida y que la felicidad va a estar mediada
por la importancia que les otorguen las personas a los dominios que más les provoquen
satisfacción (Diener et al., 2002). Ejemplo de estos dominios serían, en el ámbito afectivo y
social, la familia, el matrimonio o las amistades, teniendo igualmente importancia otros
ámbitos o dominios como el trabajo, el tiempo libre, la salud, o los ingresos (Carrión et al.,
2000). Otras propuestas incluyen como dominios la familia, los ingresos, los estudios, la
salud y la sexualidad (Cárdenas et al., 2012).
Junto al modelo jerárquico, otro modelo que trata de dar cuenta del bienestar
subjetivo a partir de la apreciación del sujeto y de su satisfacción con su propia calidad de
vida, es el modelo de fases temporales. En este, como su nombre indica, se toman en cuenta
una serie de pasos de orden temporal, los cuales desembocarán en la valoración del
bienestar subjetivo. Por consiguiente, estos pasos o estadios componen el bienestar
subjetivo, siendo el bienestar producto del proceso. Esta secuencia se divide de la siguiente
manera (Diener et al., 2003): (1) Percepción de eventos externos; (2) Reacción emocional
instantánea; (3) Memoria emocional; y (4) Juicio global del bienestar subjetivo. A
continuación, se exponen brevemente dichos pasos o estadios.
El juicio global está relacionado con las formas de recordar una información o un
evento. Existen diversas maneras de recordar la información procesada en la memoria. Por
ejemplo, la rememorización dependiente del tiempo está relacionada con factores
personales. Sin embargo, la recuperación y agregación está relacionada con emociones
instantáneas. Es así como la forma de recordar un evento tiene una gran influencia sobre el
bienestar subjetivo de cada persona (Diener et al., 2003).
4.3.3.1. Componentes
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tipo afectivo a los eventos significativos, donde se toman en cuenta la emoción y el humor
(Lichetzke y Eid, 2006).
Como se ha señalado, éste es el eje más novedoso de este modelo, ya que los
investigadores le confieren una importancia considerable al aspecto temporal. En primer
lugar, utilizan la diferenciación estado-rasgo, aplicado al bienestar subjetivo, siendo así el
bienestar estado, aquel que puede cambiar constantemente dependiendo de las interacciones
que se realicen, mientras que el bienestar rasgo está relacionado con factores más o menos
estables y relacionados con aspectos personales. Es así como se diferencian tres estadios
temporales (Lichetzke y Eid, 2006): (1) El tiempo habitual: relacionado con el componente
de bienestar rasgo, el cual, por lo regular, no varía con el tiempo; (2) Momentos
ocasionales-específicos: relacionado, como su nombre indica, con momentos específicos y
que afectan en un momento determinado; y (3) El estado momentáneo: se referiría al
bienestar en el momento presente, y por tanto, estaría determinado por los dos anteriores.
Por último, el eje de los dominios vitales hace una distinción entre los aspectos de la
vida generales, los cuales se refieren a la satisfacción con la vida de forma global, y por
otro lado los aspectos más específicos de la vida de las personas, como el laboral, familiar,
etc. (Lichetzke y Eid, 2006).
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tiende a disminuir, aunque cierta medida del bienestar original pueda verse comprometida
(Diener et al., 2013; Lucas et al., 2004). También, Kim-Prieto et al. (2005) toman en cuenta
los factores demográficos, debido a que consideran que el contexto en donde se dan las
circunstancias vitales es importante.
Este factor busca conocer e investigar cómo responden emocionalmente las personas
ante circunstancias vitales objetivas. En el proceso de formación, identificación y desarrollo
de las reacciones emocionales se ven involucrados distintos aspectos, tanto físicos (lenguaje
no verbal, endocrinos, neurológicos) como psicológicos (motivación, adaptación,
personalidad, teorías de valoración y percepción). De estos últimos, además, será de los que
dependerá en mayor medida el modo en que se tienda a experimentar las emociones,
variando, por tanto, estas respuestas según la persona (Robinson, 1998).
5. La adolescencia
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solo a nivel físico y biológico, sino también a nivel psicológico, afectivo y social (Fuentes
et al., 2015; Wang y Zauszniewski, 2018). De hecho, como señalan Dahal et al. (2018):
La adolescencia abarca los numerosos cambios en el desarrollo y las
experiencias de aprendizaje fundamentales que se producen durante la
transición de la infancia al logro de la edad adulta. Esta transición comienza con
el inicio de la pubertad, un proceso biológico que impulsa la maduración
sexual, que suele comenzar a los 10 años de edad en las niñas y a los 12 años de
edad en los niños (p. 441).
Todas las sociedades a lo largo de la historia, han dado importancia a esta etapa, algo
que puede constatarse por la presencia de los ritos de iniciación que comienzan con la
pubertad (Lozano, 2014). En cualquier caso, equiparar la adolescencia al momento de la
pubertad sería un error, puesto que son diversas las experiencias que sufren los sujetos en
este periodo y la madurez física o emocional no siempre va en consonancia con la
evolución biológica. Además, debe tenerse en consideración que los cambios son distintos
entre chicos y chicas. De este modo, aunque existe un claro acuerdo en el inicio de la etapa,
existen diversas concepciones en relación con el momento en que finaliza, de acuerdo a los
diferentes enfoques desde el punto de vista sociológico, jurídico, psicológico, económico,
fisiológico, cognitivo e incluso cultural. Es decir, “si bien su inicio se asocia generalmente
a fenómenos biológicos (pubertad) y su término a hitos psicosociales (adopción de roles y
responsabilidades de la adultez), hay gran variabilidad individual en las edades en que
ambos se producen” (Gaete, 2015, p. 437).
Así, la adolescencia no deja de ser un constructo social (Higuita-Gutiérrez y Cardona-
Arias, 2015), si bien parece claro que esta etapa vital y los cambios que vienen aparejados
con ella se inician con el desarrollo biológico y físico de los chicos y chicas, pero vienen
acompañados de otras transformaciones a nivel psicosocial y que determinarán
decididamente la conducta de los sujetos. A pesar de que estos cambios supongan una
vivencia particular y propia de cada individuo, todos los seres humanos pasan por esta fase
considerada la de mayor determinación y autonomía hacia la independencia psicológica y
social.
La adolescencia es una etapa entre la niñez y la edad adulta, que
cronológicamente se inicia por los cambios puberales y que se caracteriza por
profundas transformaciones biológicas, psicológicas y sociales, muchas de ellas
generadoras de crisis, conflictos y contradicciones, pero esencialmente
positivos. No es solamente un período de adaptación a los cambios corporales,
sino una fase de grandes determinaciones hacia una mayor independencia
psicológica y social (Pérez y Santiago, 2002, p. 16).
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De la misma manera en que resulta difícil definir la adolescencia por las distintas
impresiones que se tienen de los cambios ocurridos en esta fase, también lo es demarcar o
delimitar una duración y unas etapas específicas. Generalmente, y de acuerdo con la
Organización Mundial de la Salud (OMS), la adolescencia es una etapa que ocurre entre los
10 y 19 años en la que se diferencian dos fases: una primera que va desde los 10 a 14 años,
esta sería la adolescencia temprana y una segunda fase que va desde los 14 a los 19 años, y
que corresponde a la adolescencia tardía (Pineda y Aliño, 2002). Otros autores como Irwin
et al. (2002), consideran que la adolescencia se desarrolla desde los 10 hasta 24 años de
edad, y está marcada por las siguientes fases: adolescencia temprana (10 a 14 años);
adolescencia media (15 a 19 años) y adolescencia tardía (20 a 24 años). Así, podría decirse
que, en general, tiende a aceptarse que la adolescencia ocurre en la segunda década de la
vida, comenzando con la pubertad, entre los 10 y los 13 años, y tiene un fin que varía de
acuerdo con la diversidad cultural y las metas o tareas que se espera que haya cumplido el o
la adolescente, situando esa edad entre los 18 y los 25 años (Palacios, 2019). A
continuación, se explica brevemente los cambios que ocurren en cada una de las etapas:
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hay una nueva aproximación o “vuelta” a la familia, al haberse consolidado la propia
identidad (Iglesias, 2013; Pérez y Santiago, 2002; Ros et al., 2001).
En el presente trabajo de tesis doctoral se sigue la definición establecida por la OMS
que considera dos etapas dentro de la adolescencia. A lo largo de éstas, como se ha visto,
los grandes cambios que ocurren a nivel de crecimiento, maduración somática, cambios
psicosociales, cambios en la percepción de la imagen y el cuerpo, la lucha entre la
independencia y la dependencia, la búsqueda de la integración y aceptación por los grupos,
así como el desarrollo de la identidad, afectarán irremediablemente la percepción de los
sujetos y su bienestar subjetivo (Pineda y Aliño, 2002; Ros et al., 2001). De hecho, como
plantean Ros et al. (2001), la adolescencia es un momento vital importante ya que:
[…] ha de ser entendida, pues, como un proceso universal de cambio, de
desprendimiento que se teñirá con connotaciones externas, peculiares de cada
cultura, que la favorecerán o dificultarán según las circunstancias El/la
adolescente se encuentra en la búsqueda de su identidad adulta, y en su
recorrido se ve obligado a renunciar a su identidad de niño/a. Ello le exigirá una
labor lenta, a menudo dolorosa, de “duelo” y de adaptación a las nuevas
sensaciones y sentimientos que afectaran al cuerpo, la mente y a las relaciones
de objeto e identificatorias (p. 30).
Esto hace especialmente necesario el estudio del bienestar en este periodo vital, ya
que puede verse comprometido por todos los cambios reseñados hasta el momento.
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obtención de resultados positivos a nivel académico (Li y Wang, 2019; Shoshani y Slone,
2012). Así, se puede considerar que asegurar el bienestar subjetivo en la infancia y
adolescencia facilitaría el desarrollo sano y feliz a lo largo del posterior ciclo de vida
(Cabieses et al., 2020). No obstante, como se verá a continuación, el estudio del bienestar
subjetivo adolescente es, todavía, relativamente limitado (Fernández et al., 2020).
Considerando el bienestar subjetivo de manera global, esto es, sin diferenciar sus
componentes (afectivo y cognitivo), es preciso señalar que los resultados de la
investigación previa no siempre concuerdan. De hecho, mientras algunos estudios no
encuentran diferencias estadísticamente significativas (Casas et al., 2013; Lai et al., 2019;
Ronen et al., 2016; Uusitalo-Malmivaara y Lehto, 2013), otros sí las observan. En algunos
casos, estas diferencias suponen puntuaciones superiores entre los chicos (Bedin y Sarriera,
2015; Hutchinson et al., 2004; Luna-Soca, 2012; Maganto et al., 2019; Milyavskaya et al.,
2009) mientras que, en otras investigaciones, son las chicas las que obtienen puntuaciones
más elevadas (Holder et al., 2010; Tomyn y Cummins, 2011).
Es posible que estas diferencias puedan explicarse por la diversidad de instrumentos y
concepciones teóricas utilizadas en los diferentes estudios. Lo mismo ocurre con el
bienestar subjetivo, en el que la investigación previa no ha obtenido resultados consistentes
que indiquen realmente la existencia de diferencias en función del sexo, se han obtenido
resultados similares en lo que respecta al resto de sus componentes (satisfacción con la
vida, afecto positivo y negativo, así como dominios específicos del bienestar). En los
siguientes apartados se trata de reflejar estos aspectos.
En lo que respecta a la satisfacción con la vida, algo que dificulta encontrar un patrón
de resultados claros en cuanto a posibles diferencias en función del sexo es el hecho de que,
además de existir diferencias en los tipos de instrumentos de medida utilizados, también
existe cierto traslape teórico y un uso a veces indistinto de los términos satisfacción con la
vida y bienestar subjetivo (Berdin y Sarriera, 2015). Así, concretamente, en lo que a la
satisfacción con la vida se refiere, como componente cognitivo del bienestar subjetivo, los
resultados de la investigación no son concluyentes. Ciertos estudios han encontrado que los
chicos puntúan más alto en satisfacción con la vida que las chicas (Arias et al., 2018; Casas
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et al., 2015; Esnaola et al., 2019; Ward et al., 2018; Ye et al., 2014). Por el contrario, en
otras investigaciones son las chicas las que obtienen puntuaciones más elevadas en
satisfacción con la vida que los chicos (Chen y Lin, 2014; Cummins et al., 2003; Denegri et
al., 2018; Gilman et al., 2008). No obstante, también existen trabajos que no identifican
diferencias significativas en función del sexo (Alfaro et al., 2016; Esnaola et al., 2019;
Gadermann et al., 2010).
18
6.2.1.1. Dominios de satisfacción
Existen pocos estudios que analicen el componte afectivo del bienestar subjetivo en
función de la edad. Entre los escasos estudios encontrados, los hay que no obtienen
diferencias significativas (Bojanowska y Zalewska, 2011). No obstante, Pelechano et al.
(2005) observaron que el afecto positivo tiende a disminuir a medida que aumenta la edad,
de manera que estudiantes de 11 años mostraron mayores puntuaciones frente a los de 12,
13 y 14 años, si bien con respecto al afecto negativo no obtuvieron diferencias
estadísticamente significativas. Por el contrario, Conway et al. (2017) constataron que el
afecto negativo se reduce durante la adolescencia tardía. Estos datos contrastan con los de
otros trabajos en los que se observa un incremento del afecto negativo y un descenso del
afecto positivo durante la adolescencia (Ronen et al., 2016). Finalmente, en el estudio de
Rivas et al. (2017) se demostró que tanto las chicas como los chicos en edades de 16 a 18
años muestran puntuaciones más altas en afecto positivo y afecto negativo que los de
edades de 13 a 15 años.
7. Síntesis
19
interpretación de los individuos que la experimentan. Es así como nace la psicología
positiva, pionera en la investigación de este tipo de variables.
Es así como el estudio del bienestar subjetivo ha dado lugar al desarrollo de
diferentes modelos para explicarlo; entre los que destacan el modelo de Bradburn (1965) y
posteriormente el modelo tridimensional de Diener (1984), el cual tuvo una importancia
trascendental en lo referente al estudio del bienestar y la felicidad como línea de
investigación consolidada. Cabe destacar que en este trabajo de tesis doctoral se sigue este
último modelo.
Tras haber planteado el modelo tridimensional (Diener, 1984) el mismo autor revisa
su estructura para conformar un modelo jerárquico (Diener et al., 2003) en dónde se
empiezan a diferenciar distintos dominios específicos de satisfacción. Sin embargo, éste no
es el único modelo; existen otras propuestas explicativas del bienestar subjetivo, como el
modelo teórico de Lischetzke y Eid (2006) o el modelo de estadios secuenciales (Kim-
Prieto et al., 2005).
La importancia del estudio del bienestar subjetivo como un elemento básico para una
salud adecuada y madurez emocional durante la adolescencia es vital, más aún tomando en
cuenta que esta etapa del desarrollo acarrea consigo una serie de cambios físicos,
psicológicos, emocionales y sociales que llevarán a definir su identidad y podrán tener
importantes consecuencias a largo plazo en la edad adulta. En este capítulo se ha dado
cuenta brevemente de dichos cambios diferenciando tres etapas (adolescencia inicial, media
y tardía), si bien en el trabajo de investigación desarrollado para esta tesis han participado
jóvenes hasta los 19 años, por lo que en los artículos que se presentarán más adelante, se
observará que siguen la propuesta de adolescencia temprana y adolescencia tardía postulada
por la OMS.
Finalmente, en lo que respecta al estudio del bienestar subjetivo en la etapa
adolescente, éste es menos frecuente que en otras edades o etapas vitales, y en cuestión de
variabilidad en función de la edad y el sexo, no existe un consenso claro, ya que las
investigaciones muestran resultados diversos, quizá por el uso de distintos instrumentos de
medida. Sin embargo, parece que en cuanto al sexo, existe mayor evidencia indicando
puntuaciones superiores de los chicos en satisfacción con la vida (Arias et al., 2018; Casas
et al., 2015; Esnaola et al., 2019) y afecto positivo (Ayyash-Abdo y Alamuddin, 2007;
Gómez-Maquet, 2010; Rodríguez-Fernández et al., 2016), mientras que las chicas parece
que tienden a puntuar de manera más elevada en afecto negativo (Gómez-Maquet, 2010;
Kyeong-Ho, 2003; Molina et al., 2014; Morgan et al., 2011; Rodríguez-Fernández et al.,
2016). En lo que respecta a la edad, parece que los y las adolescentes de mayor edad
muestran puntuaciones inferiores (Dolan et al., 2008; Milyavskaya et al., 2009), quizá
resultado de todos los cambios y retos que deben afrontarse simultáneamente en la
adolescencia. Esto hace aún más importante el estudio del bienestar subjetivo en esta etapa
vital.
20
INTELIGENCIA EMOCIONAL
21
Capítulo II
Inteligencia emocional
1. Marco histórico
Cuando se habla del desarrollo conceptual del término Inteligencia Emocional (IE),
es inevitable no relacionarlo con el concepto general de inteligencia. Ante éste, el concepto
de IE es relativamente reciente y su propagado uso se inicia durante las décadas finales del
siglo XX. Es decir, corresponde a la contemporaneidad. En este sentido, la separación del
concepto de IE, como aproximación teórica y de análisis conceptual de gran importancia, se
da aparejada a la noción de la inteligencia desde su generalidad (Trujillo y Rivas, 2005).
De acuerdo a lo establecido por la Real Academia Española (RAE), en su primera
acepción en relación a la inteligencia, ésta se define como la capacidad de entender o
comprender. En una segunda acepción se especifica que la inteligencia se refiere al
conocimiento, comprensión, acto de entender (RAE, 2014). De acuerdo a estas
definiciones, la inteligencia es la capacidad de comprensión de las personas. Esta capacidad
sería la que distingue, en gran medida, a los seres humanos de las demás especies animales;
la capacidad de razonar y comprender (López, 2015). De esta manera, la inteligencia aporta
habilidades, capacidades y destrezas que tienen que ver con el análisis, la comprensión y la
resolución de situaciones.
Los primeros en analizar la inteligencia fueron los griegos, quienes desde su filosofía
realizaron los primeros acercamientos hacia la comprensión y categorización de este
concepto. Ya entonces, existía el debate respecto a la relación entre las emociones y el
pensamiento. Se puede mencionar por ejemplo, a los estoicos, quienes consideraban que las
emociones no resultaban de utilidad al pensamiento, ya que eran demasiadas impredecibles
e impulsivas (Grewal y Salovey, 2006). De este modo, el estudio se centró, principalmente,
en la razón y el pensamiento, dejando en un segundo plano las emociones, como algo no
intelectual.
22
En ese sentido, Antonio-Agirre (2019) recoge que Platón proponía la división del
alma en tres componentes: (1) el alma racional, situada en la cabeza, de naturaleza divina e
inmortal, y referida a la razón en los seres humanos; (2), el alma irascible, ubicada en el
pecho y compuesta por las pasiones nobles y el valor y, finalmente, (3) el alma apetitiva, la
cual concernía a los deseos corporales y a todas las pasiones innobles de los seres humanos,
encontrando su ubicación en el vientre. Por tanto, en esencia, podría pensarse, que la
propuesta de las almas hecha por Platón habla de la separación entre razón, deseo y valor.
Siglos después Kant retomó estos conceptos y comenzó a usarlos para plantear la
división tripartita de la mente en su Crítica del juicio (1958), en donde propuso diferenciar
entre los procesos cognitivos, afectivos, y volitivos (Vázquez, 2009). De manera similar,
Binet y Simón (1905) señalaron la existencia de dos tipos diferentes de inteligencia: la
inteligencia ideativa, que tiene que ver con los procesos cognitivos y la inteligencia
instintiva, relacionada con la intuición y los sentimientos.
Por otra parte, Thorndike, en 1920, habló de la inteligencia social para hacer énfasis
sobre la cualidad de actuar sabiamente en las relaciones humanas. Más adelante, en 1943,
David Wechsler expuso el influjo de los factores no intelectivos sobre los comportamientos
inteligentes y habló de la necesidad de que los test de inteligencia describieran tales
factores. No obstante, también existía toda una serie de estudios e investigaciones en las
que no se consideraba el aspecto emocional de la inteligencia. Por ejemplo, Spearman y
Thurstone planteaban la existencia de un factor «g» o de inteligencia general, así como una
serie de factores específicos, «s», que estarían implicados también en la actividad
intelectual (Peña, 2004). Dichos factores no mostraban demasiada relación entre sí
(Domenec, 1995), y no se recogían en los test al uso. No obstante, entre ellos no estaba
incluido el factor emocional.
Por su parte, el modelo de Cattel-Horn también consideró un factor de primer orden o
general y dos específicos de segundo orden, estos fueron denominados inteligencia fluida,
considerada innata, libre de influencias contextuales, e inteligencia cristalizada o de
construcción social, esta consiste en habilidades concretas en ámbitos específicos como el
laboral, el escolar, etc. (Sánchez-Cid et al., 2018). Posteriormente, Carroll (1993) extendió
los modelos previos considerando la inteligencia a modo de pirámide, de tal modo, que en
el vértice superior estaba el factor general de la inteligencia «g» sustentado por habilidades
específicas en su base (Peña, 2004), pero ninguna de tales habilidades hace referencia a la
emoción.
No es sino, hasta la aparición del cognitivismo en la década de 1950, que apartándose
de los modelos de aprendizaje conductista, se comenzó a hablar de las teorías que tomaban
en cuenta la adquisición del conocimiento mediante las estructuras mentales internas de los
seres humanos. De esta forma, la atención se enfoca en conocer el modo en que las
personas registran, almacenan y procesan la información (Salmerón, 2002). Es decir, la
investigación pasa a centrar su interés en las estrategias y los procesos cognitivos
(Hernández, 2005). Los posteriores avances en neuropsicología de las emociones, los
estudios de psicología cognitivo-motivacional, la tradición permanente de la psicología
humanista y las reacciones al conductismo y al cognitivismo radical (Hernández, 2005)
contribuyeron a un mayor interés por las emociones.
Cabe mencionar que los estudios del cognitivismo permitieron sentar las bases
posteriores para el avance en la investigación relativa a la IE, lo que permite adentrarse en
los procesos de desarrollo de la emoción y los sentimientos (Mestre et al., 2000). De este
modo, aparecen una serie de investigaciones que toman en cuenta el concepto de IE con un
enfoque integrador de los procesos cognitivos.
Así, desde mediados del siglo XX, diversos estudios ponen de manifiesto el interés
por temas que podrían considerarse como precursores de la IE, puesto que abordaban la
23
existencia de distintos tipos de inteligencias. Por ejemplo, Sternberg (1985) planteó tres
tipos de componentes o subteorías (Teoría triárquica) para explicar la conducta inteligente;
la competencial, la experiencial y la contextual, que correspondieron concretamente a: 1)
lo que sería la conducta inteligente propiamente dicha, es decir, las habilidades propias del
procesamiento de la información; 2) la capacidad para procesar mejor y con más rapidez lo
aprendido, interiorizándolo y automatizándolo; y 3) la habilidad para procesar la
información de acuerdo con los deseos y la vida diaria. En función de la combinación de
estos componentes se podría diferenciar, además, el tipo de persona, bien sea analítica,
práctica o creativa.
Por otro lado, en el año 1983 el trabajo realizado por Howard Gardner sobre las
denominadas inteligencias múltiples puso de manifiesto que el cociente intelectual no
explica por sí solo las diferentes habilidades cognitivas de las personas. Este autor plantea
la pluralidad como característica de la inteligencia y considera que las personas pueden
aprender y conocer el mundo de ocho maneras distintas, señalando que los sujetos no sólo
poseen inteligencia cognitiva, sino que además, cuentan con otras inteligencias que les
permiten tomar decisiones, generar ideas y mejorar las relaciones interpersonales (Porras et
al., 2020). En este sentido, se debe destacar que de las dos formas de inteligencia
planteadas por Gardner (1983), una de ellas es la inteligencia personal en la que diferencia,
a su vez, la inteligencia intrapersonal y la interpersonal. Este autor describe la inteligencia
intrapersonal como ligada al conocimiento de los propios aspectos internos, posibilitando la
discriminación entre sentimientos, emociones y otras vivencias subjetivas, lo que permite
comprender y guiar mejor las propias conductas, mientras que la inteligencia interpersonal
se define como la misma capacidad aplicada hacia fuera, es decir, orientada a detectar
estados anímicos, motivaciones o intereses en los demás, pudiendo así, ejercer cierta
influencia sobre ellos. Esta inteligencia depende del desarrollo previo de la intrapersonal y
se considera que sería diferente en función de cada contexto, ya que cada cultura posee sus
propios sistemas simbólicos, mediante los cuales se interpretan las experiencias personales
(Mora y Martín, 2007).
La primera vez que se utilizó el término de inteligencia emocional se asoció a Wayne
Payne en el año 1986, quien hablaba en su tesis doctoral sobre el desarrollo de la IE
(Danvila y Sastre, 2012) y consideraba que la ignorancia emocional puede ser destructiva,
por lo que sería importante incluir habilidades emocionales en las escuelas (Leal, 2011). En
un principio la IE fue asociada a otros conceptos relacionados con la inteligencia, tales
como la inteligencia personal o la inteligencia social, suponiendo todo un reto separarla de
estas dos categorías. De esta manera, se concibió inicialmente como un tipo de inteligencia
social definida como “la habilidad de supervisar y entender las emociones propias y las de
los demás, discriminar entre ellas y usar la información afectiva para guiar el pensamiento
y las acciones de uno” (Mayer y Salovey, 1990, p. 189). Sin embargo, no fue hasta que
Goleman propuso la definición de IE que se comenzó a utilizar este término en los
diferentes estudios que hablaban al respecto. A partir de entonces, el concepto se
popularizó (Hernández, 2005) quedando definido del siguiente modo:
Bajo esta concepción, Goleman (1995) logró despertar el interés tanto del público
general como de la comunidad académica respecto a la IE. No obstante, su planteamiento
24
no ha estado exento de críticas, entre las que resaltan (Hernández, 2005): la confusión a la
hora de definir el concepto en el que se mezclan valores o rasgos de personalidad y
motivaciones, entre otros; el desarrollo de test poco fiables para medirla y la dificultad para
relacionarla con otros factores como la inteligencia general o el rendimiento.
Es importante señalar que, en la actualidad, la comunidad científica destaca la
distinción entre dos tipos de modelos a la hora de conceptualizar la IE. El primero, se
focaliza en las habilidades mentales que permiten utilizar la información que proporcionan
las emociones para mejorar el procesamiento cognitivo (modelo de habilidad); y el
segundo, combina o mezcla habilidades mentales con rasgos de personalidad, tales como la
persistencia, el entusiasmo, el optimismo…, entre otros, denominándose modelo mixto
(Fernández-Berrocal et al., 2009). De acuerdo a lo descrito, se debe precisar que ambos
modelos se diferencian por los componentes que se atribuyen a la IE en cada uno de ellos.
Es decir, el modelo de habilidad considera la IE como un constructo con existencia propia y
se supone que consiste en una capacidad mental que, de acuerdo a Mayer y Salovey (1997),
abarca habilidades que están conectadas con el procesamiento de la información emocional.
Esta visión le da una connotación meramente cognitiva y, por lo tanto, se corresponde con
la inteligencia emocional habilidad (IEH). Puede considerarse una perspectiva más
restringida que concibe la IE como una inteligencia genuina basada en el uso adaptativo de
las emociones y su aplicación al pensamiento (Fernández-Berrocal y Extremera, 2005).
Por otro lado, los modelos mixtos de inteligencia emocional (IEM) amalgaman las
habilidades sociales con las emocionales y con aspectos relevantes de la personalidad; se
habla entonces de habilidades cognitivo-emocionales, motivacionales, así como de
habilidades sociales y rasgos de personalidad que actúan de manera conjunta,
constituyendo, por tanto, una visión mucho más amplia de la IE (Fernández-Berrocal y
Extremera, 2005).
A continuación, se exponen los principales modelos explicativos de la IE, entre los
que se mencionan los dos recién señalados.
25
2.1. Clasificación de la inteligencia emocional basada en las facetas teóricas que
la componen
Este modelo teórico concibe la inteligencia emocional como una inteligencia genuina
basada en el uso adaptativo de las emociones que facilita la solución de problemas y la
adaptación eficaz al entorno (Fernández-Berrocal et al., 2009). En este sentido, autores
como Salovey y Mayer (1990) han definido la inteligencia emocional como la capacidad
para identificar y traducir correctamente los signos y eventos emocionales propios y de las
demás personas, elaborándolos y produciendo procesos de dirección emocional, de
pensamiento y comportamiento de manera efectiva, debidamente adecuados a las metas
personales y al ambiente. Inicialmente, estos autores consideraron la IE como una parte de
la inteligencia social que controla, discrimina y emplea la información de las emociones
propias y las de los demás para orientar la conducta (Fernández-Berrocal et al., 2009).
Con el paso del tiempo, ese modelo de habilidad inicial propuesto por Salovey y
Mayer ha sido revisado y actualizado, en virtud de que dejaba de lado la capacidad para
reflexionar sobre las propias emociones (Fernández-Berrocal et al., 2009), de manera, que
resultaba vago en términos de potencial para el desarrollo intelectual y emocional. Este
hecho llevó a los autores a proponer un nuevo concepto de IE que incluyera las habilidades
de percibir con precisión, evaluar y expresar emociones, acceder o generar sentimientos que
puedan facilitar el pensamiento, entender las emociones y el respectivo conocimiento
emocional, además de regular las emociones con el propósito de promover el desarrollo
emocional e intelectual (Mayer et al., 2016).
En consecuencia, se logró ampliar la conceptualización inicial se dividió en cuatro
categorías o áreas de habilidad emocional (Mayer et al., 2000), a saber: (1) percepción,
apreciación y expresión de emociones; (2) facilitación emocional del pensamiento; (3)
comprensión, análisis y utilización del conocimiento emocional; y (4) regulación reflexiva
de las emociones para el desarrollo intelectual y emocional. De esta manera, la nueva
categorización fue denominada como el modelo de las cuatro ramas, debido a las cuatro
áreas de habilidades que la conforman (García-Fernández y Giménez-Mas, 2010). Dichas
áreas se exponen a continuación:
26
1) Percepción, apreciación y expresión de emociones: este primer dominio de la
inteligencia emocional incluye las capacidades involucradas en la identificación de
las emociones en las caras, las voces, las fotografías, la música y otros estímulos. Al
estar la persona dotada de una gran capacidad para percibir las emociones, puede
detectarlas mediante la decodificación de las expresiones faciales según el estado
emocional de la otra persona. En otras palabras, esta habilidad se corresponde tanto
con el grado en el que la persona reconoce y distingue de modo adecuado sus propias
emociones, estados y sensaciones, fisiológicos así como los estados cognitivos que
conllevan, como con la capacidad o facultad para discriminar apropiadamente las
emociones que los demás manifiestan (Fernández-Berrocal y Extremera, 2005).
2) Facilitación emocional del pensamiento: se refiere a la capacidad de las emociones
para entrar y guiar el sistema cognitivo y promover el pensamiento. Ésta habilidad se
centra en cómo las emociones afectan al sistema cognitivo y cómo ayudan a la toma
de decisiones. Adicionalmente, señala que algunos estados emocionales pueden
generar condiciones mentales favorables para el desarrollo de ciertas tareas.
Igualmente, contribuyen a la priorización de los procesos cognitivos básicos,
haciendo énfasis en lo que realmente es importante (Fernández-Berrocal y
Extremera, 2005).
3) Comprensión, análisis y utilización del conocimiento emocional: designa la
capacidad para comprender la relación entre las emociones, el paso de una emoción
a otra, permitiendo que se identifique la emoción poniéndole nombre. Además, da
pie también a entender tanto las causas que llevan a un estado anímico como las
posibles consecuencias de las acciones (Fernández-Berrocal y Extremera, 2005).
4) Regulación reflexiva de las emociones para el desarrollo intelectual y emocional: es
la habilidad más compleja de la IE (Fernández-Berrocal et al., 2009), en virtud de ser
la que permite regular las emociones propias y las de los demás, conteniendo las
emociones negativas e incrementando las positivas (Fernández-Berrocal y
Extremera, 2005). Al manejar los propios sentimientos, las personas deben ser
capaces de observar, distinguir y etiquetar sus sentimientos de modo preciso, de
creer que pueden mejorarlos o modificarlos, así como de hacer uso de estrategias que
permitan cambiarlos y valorar la eficacia de dichas estrategias (Bisquerra, 2009).
En el cuadro 1 se presenta un esquema adaptado del modelo con las cuatro ramas y
sus diferentes dimensiones (ver cuadro 1).
Como se ha señalado previamente, los autores de este modelo de IE han ido
reformulando el concepto original en sucesivas aportaciones (Mayer et al., 1999; Mayer y
Salovey, 1990, 1993, 1997, 2007; Mayer et al., 2000). En la más reciente reformulación del
modelo describen un conjunto de principios que han guiado su teoría sobre inteligencia
emocional, aclarando algunas concepciones del planteamiento original orientadas por las
investigaciones actuales y, por otra parte, posicionan la inteligencia emocional en medio de
la inteligencia personal y social (Mestre et al., 2017). Por su parte, Mayer et al. (2016) en su
modificación agregaron más habilidades al modelo original, distinguiendo el contenido de
resolución de problemas de la estructura de las habilidades humanas relevantes para la
inteligencia emocional y, a su vez, vinculando ésta con otras inteligencias estrechamente
relacionadas, como la inteligencia lingüística, la socioemocional y la musical. Esto puede
ser observado en el cuadro 2 en el que se presentan las cuatro ramas de dicho modelo,
modificadas al aumentar las habilidades que caracteriza a cada una. Dichas ramas se
muestran organizadas desde la más simple hasta la más compleja, de abajo hacia arriba (ver
cuadro 2). En esta reconceptualización Mayer y Salovey (2016) lograron mantener y
27
ampliar las habilidades emocionales correspondientes a la percepción y la regulación de las
emociones y reconstruyeron el uso adaptativo de las emociones.
Cuadro 1. Representación del modelo de cuadro ramas de Mayer y Salovey (1997)
28
Cuadro 2. El modelo de habilidad de la inteligencia emocional
4. Gestionar las ● Administrar de manera efectiva las emociones de los demás para lograr un
emociones resultado deseado.
● Gestionar eficazmente las propias emociones para lograr un resultado deseado.
● Evaluar estrategias para mantener, reducir o identificar una respuesta emocional.
● Monitorear las reacciones emocionales para determinar su razonabilidad.
● Comprometerse con las emociones si son útiles; desenganchar si no.
● Mantener la apertura a los sentimientos agradables y desagradables, según sea
necesario, y a la información que transmiten.
29
2.1.2. Modelos mixtos de la inteligencia emocional
Competencias emocionales
Competencias sociales
30
Por su parte, Bar-On (2006) describe la inteligencia emocional como una variedad de
actitudes, competencias y habilidades no cognitivas que influyen en la capacidad de un individuo
para lograr el éxito en su entorno, es decir, la capacidad de entender y encaminar las emociones
para que éstas trabajen para uno mismo y no en contra, lo que ayuda a ser más eficaz y a tener
éxito en distintas áreas de la vida. Por tanto, la IE se concibe como un factor importante para
determinar la capacidad de alcanzar metas en la vida e influir directamente en el bienestar
general de las personas (Bar-On, 1997).
En el modelo de Bar-On se describen cinco áreas o factores de orden superior que se
descomponen luego en quince subfactores (Fernández-Berrocal et al., 2009) referidos al
funcionamiento emocional y social, siendo, concretamente: (1) la habilidad intrapersonal; (2) la
habilidad interpersonal; (3) el manejo del estrés; (4) la adaptabilidad; y, (5) el estado de ánimo
general (Bar-On, 2005), los cuales se describen a continuación.
Las cinco áreas o factores de orden superior del modelo Bar-On de inteligencia emocional-
social se presentan en el cuadro 4 para apreciar su estructura. Vale mencionar que el modelo de
Bar-On permite reconocer habilidades emocionales en las personas, considerándose que
posibilita, también, la capacidad de conocer la personalidad, ya que supone que elementos como
la motivación y la felicidad son áreas de la IE que están estrechamente relacionadas entre sí (Bar-
On, 2005). Este modelo también reconoce las capacidades sociales de las personas como parte
muy importante de la IE, haciendo hincapié en las habilidades que desarrollan los individuos
para desenvolverse socialmente a lo largo de la vida (García-Fernández y Giménez-Mas, 2010).
En relación a la corroboración empírica del modelo teórico de la inteligencia emocional-
social, Bar-On y Parker (2000) precisan que del conjunto de factores mostrados en el cuadro 4,
sólo diez de ellos desempeñan un rol fundamental en la promoción de la conducta emocional y
socialmente inteligente, estos son: autoestima, relaciones interpersonales, control de impulsos,
resolución de problemas, autoconciencia emocional, flexibilidad, comprobación de la realidad,
tolerancia al estrés, asertividad, y empatía. Por otra parte, los cinco factores excedentes serian
31
mediadores y contribuirían a mejorar la relación entre los factores descritos, a saber, optimismo,
realización personal, felicidad, independencia, y responsabilidad social.
Estructura teórica (Bar-On, 1997) Estructura empírica (Bar-On, 2000, 2006; Bar-On y
Parker, 2000).
● Adaptabilidad Flexibilidad,
solución de conflictos, comprobación de la
realidad.
En la actualidad sigue existiendo cierto debate en relación al tipo de herramienta que pude
ser considerada más idónea para emplearla a la hora de operativizar la IE. Debate que, por
supuesto, supone un importante avance en el desarrollo de herramientas psicométricas efectivas
y que proporcionen resultados fiables.
Esto hace que a la hora de definir la IE resulte preciso considerar no sólo una clasificación
en función de la conceptualización teórica de la IE, sino también de acuerdo al método de
medida empleado (Petrides y Furnham, 2001).
En este sentido, es necesario exponer que a la hora de medir dicho constructo existe una
clara diferenciación entre la IE habilidad y la IE rasgo. La primera concepción se evidencia al
usar medidas objetivas que miden la capacidad óptima de ejecución de una persona ante un
conjunto de tareas emocionales en las que se tienen respuestas correctas e incorrectas y, la
segunda, cuando se emplean autoinformes que evalúan atributos del comportamiento ordinario
de las personas, tales como su percepción subjetiva sobre su propia inteligencia emocional
(Antonio-Agirre et al., 2017).
De este modo, las investigaciones sobre inteligencia emocional también han estado
dirigidas a construir instrumentos que permitan evaluarla según el tipo que se quiera medir. En
consecuencia, se han desarrollado dos tipos de instrumentos de medida: por un lado, las medidas
basadas en rendimiento o ejecución, aquellas que tratan de evaluar la IE como habilidad, y por
32
otro, las medidas de autoinforme (Extremera et al., 2004). Éstas últimas corresponderían a la
perspectiva de la IE como rasgo, y recogen información que proporciona la persona sobre la
percepción de sus propias habilidades emocionales (Petrides y Furnhan, 2006). Es decir, la
persona valora subjetivamente sus niveles en ciertas habilidades y competencias afectivas, lo que
permite obtener un índice o estimación subjetiva de las propias habilidades emocionales
(Fernández-Berrocal y Extremera, 2004).
Es importante señalar que la diferencia entre habilidad y rasgo es relevante por razones
teóricas y prácticas. A nivel teórico esta diferenciación de la IE es importante dado que los dos
tipos de medidas proporcionan resultados diferentes, aunque se emplee el mismo modelo
conceptual, lo que deja patente que el tipo de medida es fundamental en la operacionalización del
constructo. Por su parte, desde la perspectiva práctica, es significativo puesto que la eficacia de
las intervenciones para la mejora de la inteligencia emocional, la alfabetización emocional, las
habilidades emocionales, entre otros, deberían poder evaluarse con medidas de habilidad
susceptibles de verificación objetiva, y no tanto mediante cuestionarios de autoinforme que se
limitan a la evaluación de auto-percepciones subjetivas (Mavroveli et al., 2009)
En función de lo anterior y de acuerdo con Ahumada (2011) las medidas de autoinforme
son más apropiadas para la medición de rasgos de personalidad y niveles de autoeficiencia
emocional, más que para medir habilidades cognitivas que están involucradas en el
procesamiento de la información. Su principal ventaja es que son instrumentos que se
administran de manera fácil y rápida, permitiendo conocer la autopercepción de las personas
sobre sus niveles de IE (Porras et al., 2020). Por esta razón, se han convertido en las medidas de
uso más frecuente y, sin duda, han sido las más prósperas y las que más herramientas han
generado entre todos los métodos evaluados, a pesar de sus limitaciones, del sesgo de
aquiescencia en las respuestas y de compartir varianza con otros constructos afines a la
personalidad (Mestre y Fernández-Berrocal, 2009; Roberts et al., 2010; Sánchez-Teruel y
Robles-Bello, 2018).
Las medidas de ejecución son similares a las pruebas de inteligencia tradicionales, en las
cuales se plantean problemas emocionales que los individuos deben resolver y, posteriormente,
las respuestas se comparan con unos criterios de puntuación ya preestablecidos (Brackett y
Salovey, 2006; Mayer, 2001). Al tratar de medir la IE como una inteligencia clásica, mediante
tareas de ejecución, se busca suplir los problemas de sesgo de las medidas de autoinforme,
tratando de evitar que las personas distorsionen las respuestas en situaciones de deseabilidad
social y, reduciendo los sesgos perceptivos y de memoria provocados por la evaluación subjetiva
(Fernández-Berrocal y Extremera, 2004).
Un problema inherente al uso de las medidas de ejecución está relacionado con la
dificultad para conocer la idoneidad de las respuestas dadas, ya que en destrezas como las
emocionales, la respuesta correcta a una situación o cuestión puede ser más de una, o bien,
existir diferentes grados de idoneidad, para lo que en ocasiones se utiliza como criterio la opinión
de expertos en ese tema concreto (Fernández-Berrocal y Extremera, 2004).
Los diferentes estudios han demostrado la necesidad de considerar tanto los aspectos
teóricos como los metodológicos para medir la IE, para tal efecto, autores como Joseph y
Newman (2010) han planteado la clasificación de los modelos de la IE teniendo en cuenta ambas
33
perspectivas. Por su parte, Sánchez-Álvarez et al. (2020), también subrayan la necesidad de tener
en cuenta las diferentes concepciones teóricas sobre la IE y los instrumentos de evaluación que
permiten medirla, exponiendo que dicha consideración da lugar a tres agrupaciones que se
describen de la siguiente manera:
34
de las escenas se evalúan las cuatro habilidades emocionales de la IE propuesta por Mayer y
Salovey (1997); percepción emocional, facilitación emocional, comprensión emocional y manejo
emocional; y por el otro lado se encuentra el Test de Inteligencia Emocional de la Fundación
Botín para la Infancia (TIEFBI), que mide la percepción emocional, comprensión emocional y
regulación emocional en niños y niñas de 2 años y medio a 11 años (Fernández-Berrocal et al.,
2015).
En cuanto a las medidas de autoinforme dirigidas a evaluar la IE como habilidad, cabe
destacar el Trait-Meta Mood Scale (TMMS) de Salovey y Mayer (1990), uno de los instrumentos
que se utilizan en este trabajo de tesis, cuya adaptación al castellano la realizaron Fernández-
Berrocal et al. (2004). Este instrumento permite valorar las competencias socioemocionales en
tres dimensiones; la atención emocional, la claridad emocional y la reparación emocional. Para
ello, se emplean 48 ítems, aunque también existen versiones más reducidas como el TMMS-24,
de Fernández-Berrocal et al. (2004); TMMS-23, de Pedrosa et al. (2014); o el TMMS-12, de
Fernández-Berrocal et al., 2009). En este instrumento, en el que las respuestas se recogen
utilizando una escala Likert de 5 puntos se obtiene una puntuación para cada una de las tres
escalas medidas (atención emocional, claridad emocional y reparación emocional), sin que se
pueda obtener una medida global de la IE. No obstante, a pesar de haber sido creado inicialmente
para adultos, se ha observado que presenta una consistencia interna adecuada para evaluar la IE
en adolescentes, por lo que se aplica a partir de los 12 años (Fernández-Berrocal, 2017).
Otra medida de autoinforme es el Tapia Emotional Intelligence Inventory (TEII) de Tapia
(2001), adaptado al español por Repetto et al. (2006). Este instrumento consta de 41 ítems
valorados a través de una escala tipo Likert de 5 puntos. Esta escala está compuesta por cuatro
factores: empatía, utilización de las emociones, manejo de las relaciones y autocontrol, y se
aplica también a partir de la adolescencia, recomendándose desde los 13 años.
Por otra parte, el instrumento Swinburne University Emotional Intelligence Test (SUEIT)
de Palmer y Stough (2001), es una medida de autoinforme compuesta por 64 ítems con una
escala tipo Likert de 5 puntos. El SUEIT proporciona una puntuación total que indica el nivel
general de la inteligencia emocional, así como las puntuaciones en las cinco subescalas que
componen el modelo del que parten: reconocimiento y expresión emocional, comprensión
emocional, emociones dirigidas a la cognición, manejo emocional y control emocional. Se aplica
a partir de los 16 años en adelante.
La escala de Shutte Self Report Inventory (SSRI) de Shutte et al. (1998), con su adaptación
al castellano de Chino (1999) es una medida de autoinforme compuesta por 33 ítems valorados
según una escala tipo Likert de 5 puntos. El propósito de los autores era abarcar las tres
habilidades del modelo inicial de Mayer y Salovey, aunque el estudio original (Shutte et al.,
1998), encontró un único factor general a partir de los análisis factoriales realizados.
Investigaciones posteriores (Ciarrochi et al., 2002; Petrides y Furhman, 2000) sobre su estructura
factorial han hallado cuadro dimensiones: percepción emocional, manejo de las propias
emociones, manejo de las emociones de los demás (habilidades sociales) y utilización emocional.
Se aplica a partir de los16 años en adelante.
Finalmente cabe destacar el Wong And Law Emotional Intelligence Scale. Se trata de un
instrumento de autoinforme (WLEIS) de Wong y Law (2002) que se ajusta al modelo de
habilidades de Mayer y Salovey (1997). Se emplea en adolescentes mayores de 15 años, consta
de 16 ítems con una escala tipo Likert de 7 puntos y 4 subescalas denominadas: percepción
emocional de uno mismo, percepción emocional hacia los demás, uso de las emociones y
regulación emocional.
35
Entre las medidas de autoinforme que buscan evaluar la IE considerada desde modelos
mixtos destaca, en primer lugar, el instrumento Bar-On Emotional Quotient Inventory (EQ-i) de
Bar-On (1997). Se trata de una medida de autoinforme que consta de 133 ítems de tipo Likert de
5 puntos con el objeto de identificar los componentes emocionales y sociales en la conducta. El
EQ-i está compuesto por cinco factores de orden superior: inteligencia intrapersonal, inteligencia
interpersonal, adaptación, gestión del estrés y humor general, los cuales se descomponen en un
total de 15 subescalas secundarias. Cabe destacar, que hay una versión en línea el Inventario de
Cociente Emocional (EQ-i2.0) de Bar-On, que costa de 133 ítems, con una escala tipo Likert de
5 puntos. Mide cinco escalas percepción de sí mismo, expresión de sí mismo, manejo de estrés,
toma de decisiones e interpersonal, cada una está dividida en 3 subescalas, dando un total de 15
subescalas. Se aplica en población a partir de 18 años en adelante. Existen dos versiones
reducidas la primera Inventario de Cociente Emocional de Bar-On para jóvenes EQ-i: YV
(Emotional Quotient Youth Version; Bar-On y Parker, 2000). Consta de 60 ítems con una escala
tipo Likert de 4 puntos. El EQ-i: YV mide los componentes que describen la IE propuesta en su
modelo (intrapersonal, interpersonal, adaptabilidad, manejo del estrés y estado de humor
general). La otra versión reducida de 30 ítems, el Bar-On Emotional Quotient Inventory: Short
EQ-i: YS (S), el cual consta, de cuatro subescalas: intrapersonal, interpersonal, manejo del estrés
y adaptabilidad, a partir de las cuales se obtiene una puntuación total de la inteligencia
emocional, y otra subescala impresión positiva para valorar la congruencias de las respuestas en
el test, está diseñado para medir el comportamiento emocional y socialmente inteligente en niños
y adolescentes de 7 a 18 años. Esta versión reducida ha sido otra de las herramientas utilizadas
en esta tesis.
Por otro lado, el Trait Emotional Intelligence Questionnaire v. 1.00 (TEIQue) de Petrides y
Furnhan (2003), adaptado al español por Pérez (2003), es una medida de autoinforme compuesta
por 144 ítems, con una escala tipo Likert de 7 puntos. Está compuesta por 15 subescalas y cuatro
factores: bienestar, habilidades de control, habilidades emocionales y habilidades sociales; y una
puntuación total de inteligencia emocional rasgo que se aplica en población a partir de 16 años.
Por su parte, el instrumento Modified Schutte EI Scale (EIS) de Austin, Saklofske, Huang,
y McKenney (2004), es una medida de autoinforme compuesta por 41 ítems a los que se da
respuesta utilizando una escala tipo Likert de 5 puntos. Consta de tres subescalas:
optimismo/regulación emocional, evaluación de las emociones y utilización de las emociones. Se
aplica en población a partir de 16 años.
Otro instrumento diseñado para evaluar la IE desde una perspectiva mixta es el de Brasseur
et al. (2013), denominado Profile of Emotional Competence (PEC), este instrumento evalúa la
autopercepción de las competencias emocionales intra e interpersonales, considerando que cada
una contiene cinco facetas. A la primera competencia emocional (intrapersonal) pertenecen las
facetas de: identificación de mis emociones, comprensión de mis emociones, expresión de mis
emociones, regulación de las emociones y utilización de mis emociones. En la segunda
competencia, intrapersonal, se englobarían las facetas de : identificación de las emociones de los
otros, comprensión de las emociones de los otros, entender y empatizar con las emociones de los
otros, regulación de las emociones de los otros, y utilización de las emociones de los otros. Este
instrumento está conformado por 50 ítems en una escala con rango 1-5, y se aplica a población a
partir de los 15 años.
Para finalizar con esta exposición de algunos de los múltiples instrumentos que existen
para medir la inteligencia emocional, conviene señalar que la idoneidad, selección y uso de cada
uno para la investigación dependerá de las necesidades de la situación que se pretende medir.
36
Además, de manera previa a su elección será preciso tener también en cuenta criterios como la
disponibilidad de tiempo y de recursos personales y materiales (Mestre y Fernández-Berrocal,
2009).
37
De hecho, los y las jóvenes con un mayor manejo emocional refieren relaciones más
positivas en sus interacciones sociales, mayor percepción de apoyo de sus progenitores y menos
intercambios negativos con sus amistades más íntimas (Lopes et al., 2003). Igualmente, parece
que los y las jóvenes con más IE mantienen mayor intimidad y afecto con sus amistades (Batool
y Lewis, 2020), siendo este aspecto de máxima importancia en esta etapa vital, en la que las
relaciones con los iguales toman una gran relevancia, lo que muestra la relación entre IE y
bienestar.
En ese sentido, es válido señalar que, la IE es considerada un componente fundamental
dentro de los factores que afectan el bienestar y la adaptación a contextos específicos (Zeidner et
al., 2012). De hecho, se ha demostrado la relación que tiene con el bienestar tanto en estudios
utilizando el modelo de habilidad (Sánchez-Álvarez, Extremera, y Fernández-Berrocal 2016),
como denle estudios en los que se hace uso de un modelo mixto (Salavera et al., 2020).
En cualquier caso, antes de estudiar la posible relación existente entre la IE, el bienestar y
la percepción de apoyo social, objetivo de este trabajo de tesis, es conveniente detenerse para
analizar los resultados de la investigación previa en cuanto a la IE en la adolescencia, para
conocer si existe algún tipo de variabilidad en dicha etapa en función del sexo y edad
adolescente, tal como se hace a continuación.
38
investigaciones, sin embargo, aunque puntúan más alto que las chicas, no llegan a obtener
diferencias estadísticamente significativas (Bar-On et al., 2000; Petrides y Furhman, 2000;
Sarrionandia y Garaigordobil, 2017). Cabe señalar, además, que también existen trabajos en los
que son las chicas quienes obtienen puntuaciones superiores en la habilidad intrapersonal
(Buenrostro-Guerrero et al., 2012; Valadez et al., 2010).
Cuando se utilizan medidas de ejecución (MEIS, de Mayer et al., 1999; MSCEIT, de
Mayer et al., 2001; TIEFBA, de Fernández-Berrocal et al., 2015), los resultados son más
concluyentes. Los estudios revelan que las adolescentes puntúan más alto que los chicos en las
cuatro subescalas de la IE: percepción emocional, facilitación emocional, comprensión
emocional y manejo emocional (Brackett et al., 2004; Cabello y Fernández-Berrocal, 2015;
Cabello et al. 2016; Fernández-Berrocal et al., 2018; Mayer et al., 2002).
La falta de uniformidad en los resultados obtenidos a través de los instrumentos de
autoinforme puede deberse tanto a razones biológicas, como a las características
sociodemográficas-culturales de los y las jóvenes participantes (Pulido y Herrera, 2018; Schoeps
et al., 2017; Vaquero-Diego et al., 2020), o, incluso, depender del instrumento utilizado (Costa y
Faria, 2015; Pulido y Herrera, 2016; Valadez et al., 2010), cuestión, esta última que va ligada, a
las distintas habilidades integrantes del constructo que se evalúan o miden en cada instrumento
según el modelo teórico al que se atienda (Sánchez et al., 2008).
En lo que respecta a posibles razones biológicas y neurofisiológicas que intervienen en
cómo se procesan las emociones (Carter, 2007; Flórez y Cárdenas, 2016; Martino, 2014), de
acuerdo a Fernández-Berrocal et al. (2012), estas favorecen a las mujeres, ya que cuentan con un
área mayor del cerebro para el procesamiento emocional.
En relación a las características sociales y culturales, conviene tener en cuenta que las
realidades emocionales en las que crecen las niñas y los niños hace que desarrollen aptitudes
diferentes (Guastello y Guastello, 2003). Así, la mayoría de las chicas expresan y comunican
más sus sentimientos que la mayoría de los chicos, ellas tienen más facilidad para captar los
mensajes no verbales (gestos, tono de voz), mientras que los chicos, generalmente, evitan
expresar sus emociones, especialmente, las asociadas con el miedo, la vulnerabilidad, el dolor y
la culpa (McClure, 2000). Estas diferencias se deben a la socialización diferencial que reciben
niños y niñas (Barrett et al., 2000; Gartzia et al., 2012). Sánchez et al. (2008) consideran que en
la etapa de la infancia es donde se forman las competencias emocionales, y desde muy temprana
edad se socializa a niños y niñas mediante una educación emocional distinta que hace que
desarrollen aptitudes diferentes. Efectivamente, como señalan Gartzia et al. (2012) la
identificación temprana de niñas y niños con los roles de género hace que vayan adaptando su
conducta de acuerdo con los estereotipos sociales que se espera de su sexo. Así, las niñas y
adolescentes tienden a adoptar los rasgos femeninos relacionados con la empatía, la sociabilidad,
la sensibilidad y la atención a las necesidades de los demás, mientras que los chicos desarrollan
los rasgos masculinos relacionados con la independencia, la ambición, la asertividad y la
orientación a la tarea.
Por otro lado, cabe señalar que el uso de medidas de autoinforme parece perjudicar, en
muchos casos, a las chicas, ya que, por su socialización diferente, los hombres se autoperciben
con mayores habilidades emocionales, mientras que las mujeres tienden a subestimarse (Jiménez
y López-Zafra, 2008; Petrides y Furham, 2000; Sánchez et al., 2008). Este hecho, podría explicar
la menor variabilidad de puntuaciones y el mejor rendimiento de las mujeres en las pruebas de
ejecución, en las que no interviene el componente subjetivo de autovaloración y se pondrían en
práctica las habilidades emocionales en las que han sido socializadas.
39
3.2. La inteligencia emocional en función de la edad
Aunque la edad a menudo se asocia con niveles más altos de IE, es muy probable que
esto tenga más que ver con una acumulación de experiencias de vida en lugar del
desarrollo de la IE en sí. Por lo tanto, habría sujetos de diferentes edades con
diferentes niveles de IE, por lo que sería necesario observar, no las diferencias
transversales entre los sujetos, sino más bien sus trayectorias longitudinales y, más
específicamente, el efecto de los factores ambientales en la adquisición de una serie de
habilidades de importancia incuestionable para el ajuste psicológico y bienestar (p.
332).
40
En lo que respecta a otro tipo de dimensiones y habilidades emocionales, se han
encontrado relaciones estadísticamente significativas entre la reparación emocional y la edad de
las chicas. De hecho, el estudio realizado por Cerón et al. (2011) expone que aquellas chicas que
se encontraban en los primeros grados y en los últimos (6 °, 7°, y 11°) presentaron mayores
puntuaciones en esta dimensión, lo cual, según lo planteado, podría deberse al hecho de que se
encuentran en la etapa previa y final de la adolescencia, lo que posiblemente favorece un menor
nivel de confusión emocional derivada de los cambios que se producen durante esta etapa.
Por su parte, Schoeps et al. (2019) no observaron, entre adolescentes con edades
comprendidas entre los 12 y los 15 años, diferencias significativas en las competencias
emocionales en función de la edad; sin embargo, sus resultados pueden considerarse poco
concluyentes en comparación con otros estudios (Ansary et al., 2017; Esnaola et al., 2017) dado
el pequeño rango de edad muestreado.
En este sentido, Salguero et al. (2010) determinaron que a mayor edad los y las
adolescentes tendrán niveles más altos en reparación emocional, específicamente entre los 16 y
17 años. Otros estudios muestran también resultados poco concluyentes en cuanto a la relación
de la IE con la edad. Pena et al. (2011) observaron que estudiantes de 15 a 16 años mostraban
mayores niveles de regulación emocional que alumnado de mayor edad (18 años); por el
contrario Garaigordobil (2020), observó que los estudiantes de 12 a 14 años mostraron mayores
niveles de reparación emocional que los de 15 a 17 años.En lo que respecta a la dimensión
intrapersonal, se ha sugerido que durante la adolescencia se mantiene en niveles bajos debido a
que estos no han desarrollado, aún, la comprensión de sus propias emociones. Es decir, se
considera que todavía los jóvenes no son totalmente conscientes de sus expresiones y
sentimientos, bien sea por inmadurez o por la educación que han recibido (Ugarriza y Pajares-
Del-Águila, 2005). Al respecto, Gaete (2015) indica que durante la adolescencia temprana (10-
14 años), los y las adolescentes se caracterizan por el egocentrismo, centrándose en su propia
perspectiva, estados emocionales, conducta, y apariencia física, algo que se explicarían, en parte,
debido a sus cambios evolutivos. Un estudio longitudinal realizado por Keefer et al. (2013)
revela que la escala intrapersonal disminuye al inicio de la adolescencia, entre edades de 10 a 13
años, mientras que luego, permanece estable de 14 a 17 años. Por otro lado, autores como Pulido
y Herrera (2018), destacan que en edades de 16 a 17 años los adolescentes muestran altos niveles
de conocimiento de sí mismos, así como, de autocontrol emocional.
En relación a las habilidades interpersonales, no se han encontrado diferencias
significativas entre la adolescencia temprana y la adolescencia media, pero sí, entre el final de la
niñez y la adolescencia, obteniendo mayores puntuaciones entre infantes en la percepción de
habilidades interpersonales (Ferrándiz et al., 2012). Keefer et al. (2013) indican que las
habilidades interpersonales inician su aumento a partir de los 12 años, algo que resultaría de
suma importancia, dado que a partir de la adolescencia media (desde los 14-15 a los 16-17 años)
el desarrollo social comienza a ser más intenso, mostrando mayor interés por relacionarse con
sus pares y buscando un distanciamiento de la familia (Gaete, 2015). Esta mayor necesidad de
relacionarse con sus iguales podría incidir positivamente sobre los niveles de la escala
interpersonal a medida que el adolescente se desarrolla, dado que comienza a establecer
relaciones más estrechas con sus iguales (Ugarriza y Pajares-Del-Águila, 2005).
Por otro lado, parece que los niveles de empatía aumentan hacia el final de la adolescencia
(Retuerto, 2004), de hecho, Pulido y Herrera (2018) observaron que el grupo de 16 a 17 años
alcanzaba niveles más altos de empatía. No obstante, algunos estudios plantean que dicho
proceso ocurre, únicamente, entre las chicas (Garaigordobil y Maganto, 2011; Sánchez-Queija,
41
Oliva y Parra, 2006). En otras investigaciones (Garaigordobil, 2009), sin embargo, se observó,
con una población en edades de 10 a 14 años, que la capacidad de empatía no aumentaba
significativamente con la edad.
En la habilidad de adaptación algunos investigadores como Ferrándiz et al. (2012) han
encontrado que los adolescentes en edades menores (9 a 12 años) tienen mayores puntuaciones
que quienes se encuentran en edades más avanzadas (13 a 18 años). De igual manera, otros
autores, también concuerdan con el hecho de que los niños y niñas, con edades comprendidas
entre los7 y 12 años, tienen habilidades sociales y de adaptación mayores que los adolescentes
de13 a 18 años (Ugarriza y Pajares-Del-Águila, 2005). En dicha investigación, se observó que
los adolescentes mayores de 13 años mostraban dificultades para manejar el estrés, lo cual está
relacionado con un menor control de sus impulsos. Los autores asumen que esta mayor dificultad
para adaptarse tiene que ver con la etapa de desarrollo que están viviendo y la incertidumbre
sobre el futuro, puesto que no tienen aún establecido un proyecto de vida (Ugarriza y Pajares-
Del-Águila, 2005; Ferrándiz et al., 2012). En cualquier caso, cabe también señalar, que Karma y
Maliha (2005) no encontraron diferencias estadísticamente significativas de adaptabilidad entre
grupos de edades de 10-12, 13-15 y 16-18 años. Otros estudios demostraron que únicamente en
las chicas del primer año de secundaria (1ro de Educación Secundaria Obligatoria (ESO) a 2do de
Bachillerato) tenían mayor habilidad en el manejo del estrés (Esnaola et al., 2017). No obstante,
Keefer et al. (2013) expresan que el manejo del estrés disminuye en el rango de edad de 14 a 15
años, y permanece sin cambios entre las edades 10 a 13 años y 16 a 17 años.
En relación a los resultados con medidas de ejecución, algunos estudios muestran que
existe una relación significativa y positiva entre la edad y las subescalas o ramas de la
inteligencia emocional; es decir, con la percepción emocional, la facilitación emocional, la
comprensión emocional y el manejo emocional (Extremera et al., 2006; Fernández-Berrocal y
Extremera, 2016; Sánchez-García, Sánchez-Álvarez et al., 2013), si bien no siempre se encuentra
en todas las ramas. Kafetsios (2004), por ejemplo, constata que, a mayor edad, se obtienen
puntuaciones más altas en tres de las cuatro ramas de la inteligencia emocional (facilitación
emocional, comprensión emocional y manejo emocional).
4. Síntesis
42
Por último, se han recogido los resultados de diversas investigaciones en cuanto a la
variabilidad de la IE durante la etapa adolescente, considerando posibles diferencias en función
del sexo y la edad. En lo relativo al sexo, se ha podido comprobar que las chicas muestran
mayores puntuaciones en algunos dominios o habilidades, como sería el caso de la atención
emocional (Calero et al., 2018; Gómez-Baya et al., 2016) y el dominio interpersonal (Broc,
2019; Esnaola et al., 2017), mientras que los chicos parecen obtener mejores puntuaciones en
reparación emocional (Fayaz, 2020; Vaquero-Diego et al., 2020), manejo del estrés (Ahmad et
al., 2009; Ugarriza y Pajares-Del-Águila, 2005) y adaptabilidad (Broc, 2019; Prieto et al., 2008).
Además cuando se utilizan cuestionarios de ejecución, las chicas normalmente puntúan mas que
los chicos en las cuatro ramas (Brackett et al., 2004; Cabello y Fernández-Berrocal, 2015;
Cabello et al., 2016; Fernández-Berrocal et al., 2018; Mayer et al., 2002). En cuanto a la edad, a
medida que acrecienta la edad podría pensarse que aumenta la inteligencia emocional (Bar-On y
Parker, 2000; Mankus et al., 2016; Nayak, 2014), sin embargo, se necesita profundizar más sobre
el tema, ya que existen resultados muy heterogéneos. Esta profundización, es tanto, más
necesaria en esta etapa vital en la que la IE permite adaptarse de mejor manera a los múltiples
cambios que acontecen en este periodo de la vida, a nivel social, académico, relacional, físico,
cognitivo y social. Más aún, considerando las relaciones que la IE parece tener con el bienestar y
la percepción de apoyo social.
43
APOYO
SOCIAL
44
Capítulo III
EL APOYO SOCIAL
Con el pasar de los años, han sido muchos los estudios y autores que reflejan y expresan la
importancia que una buena integración social tiene en todos los ámbitos del desarrollo de las
personas (López, 2008; Pennebaker y Graybeal, 2001). Una importante cuestión, motivo de
abundantes investigaciones, es, precisamente, conocer y observar los beneficios que supone
contar con apoyo social (Landete y Breva, 2000).
El término apoyo social surgió a mediados de los años 70, a raíz de la natural vinculación
entre las relaciones sociales, la salud y el bienestar (Gracia, 2011), siendo uno de los factores que
permiten explicar el tipo de cambios y reajustes que se producen en una persona como respuesta
a alguna variación en su medio (Barra et al., 2006; Méndez y Barra, 2008). Efectivamente, el
apoyo social es un fenómeno que afecta a las personas en su desarrollo personal y social, por lo
que incide de manera directa e indirecta en la salud, el estrés, la conducta, y el bienestar de los
seres humanos (Barrera-Herrera et al., 2019; Méndez y Barra, 2008).
Los aportes iniciales en este campo de estudio fueron llevados a cabo por Cassel (1974a;
1974b), Cobb (1976) y Caplan (1974), quienes sentaron las bases y establecieron el apoyo social
como área de estudio dentro de la comunidad científica. En el presente capítulo se abordarán los
tipos de apoyo social, el apoyo social recibido y el percibido, siendo, precisamente este último
tipo de apoyo social el que se aborda en esta tesis doctoral. Igualmente, se exponen las diversas
perspectivas desde las que puede ser estudiado el apoyo social, estructural, funcional y
contextual. Posteriormente, se explican los modelos del apoyo social más destacados,
presentando el modelo de los efectos directos o principales, y el modelo protector, amortiguador
o buffer. Por último, se hace referencia a la importancia del apoyo social percibido en la
adolescencia, recogiendo los resultados de la investigación respecto a posibles diferencias en el
apoyo percibido por los y las adolescentes de tres fuentes (familia, amistades y personas
significativas) en función del sexo y la edad.
1. Marco histórico
El recorrido histórico del concepto de apoyo social puede ser abordado conforme a tres
corrientes de investigación distintas: en primer lugar, los estudios epidemiológicos, desarrollados
desde la sociología y la antropología; en segundo lugar, los estudios sobre el estrés, llevados a
cabo desde la antropología y la medicina; y en tercer lugar, los programas de salud mental
comunitaria, producto de la praxis cotidiana de los profesionales de la salud mental (Musitu et
al., 2004). En este sentido, concretamente, los aportes de Cassel (1974a, 1974b), Cobb (1976) y
Caplan (1974), representan el afianzamiento del apoyo social como objeto de estudio en la
comunidad científica y un elemento fundamental para el bienestar psicosocial.
Ante los cambios ocurridos por la revolución industrial, se realizaron las primeras
investigaciones epidemiológicas sobre la influencia de elementos sociales en la salud mental. En
estos estudios se hallaron interesantes resultados, destacando los obtenidos por el sociólogo
francés Durkheim (1897), quien demostró un índice mayor de suicidios entre personas con
escasos lazos sociales íntimos. Más adelante los aportes de Mackenzie (1926), Thomas y
Znaniecki (1920), estudiaron algunas consecuencias sobre cómo la industrialización, el éxodo
45
rural y la inmigración generaron malestar social y problemas de salud, creando anomia o
desintegración social. También, se observó una relación significativa entre la disolución de los
vínculos sociales íntimos y la esquizofrenia, problemas de conducta y malestar psicológico en
general (Faris y Dunham, 1939; Park y Burguess, 1926).
46
brindados por la comunidad no deben ser excesivamente profesionales dado que algunos autores
(Duhl, 1963; Gurin et al., 1960) sugieren que los pacientes restablecidos buscan apoyo en los
integrantes más íntimos de la comunidad y no de especialistas de salud mental. Posteriormente,
como consecuencia de la gran cantidad de pacientes que presentaron problemas de salud mental
producto de la Segunda Guerra Mundial, emergió el movimiento de salud mental comunitaria
(1963-1965) que cuestionó al modelo pasivo-terapéutico y propuso nuevas opciones distintas al
modelo médico tradicional (Vega, 1992).
1.4. Las aportaciones de Cassel, Cobb y Caplan
Debido a las múltiples relaciones y evaluaciones que implica, así como a las diversas
actividades que se encuentran bajo su concepto (Barrón, 1996), la síntesis histórica y la
definición del apoyo social se hace bastante difícil. A finales del siglo XX, Tardy (1985) planteó
que hay cinco dimensiones para describir las distintas alternativas disponibles para evaluar el
47
apoyo social: (1) la dirección, referida a la bidireccionalidad del apoyo social: puede ser
suministrado o recibido; (2) la disposición, que alude tanto a la evaluación del apoyo disponible
ante situaciones hipotéticas como al apoyo real que se está brindando o se ha brindado ante una
situación concreta; (3) la descripción-evaluación, en la que el apoyo descrito se refiere a las
acciones de apoyo y el apoyo evaluado alude a la evaluación del mismo en términos de
satisfacción; (4) el contenido, que se refiere a las diversas categorías del apoyo social: apoyo
emocional, instrumental, informacional y valorativo; y (5) las redes de apoyo, que significan las
distintas fuentes que brindan apoyo. Por otro lado, el sociólogo de la Universidad de Duke, Nan
Lin, realizó una recopilación acerca de los estudios y definiciones relativas al apoyo social
existentes y brindó una de las definiciones más completas, más sintéticas y más utilizadas: el
apoyo social es el conjunto de provisiones instrumentales y expresivas, reales o percibidas,
brindadas por la comunidad, las redes sociales y las amistades íntimas (Lin, 1986a). Además, en
relación con el estudio del apoyo social, clasifica en tres ejes asuntos fundamentales a tener en
cuenta: (1) la diferenciación del apoyo proporcionado o real y el apoyo percibido; (2) la
diferenciación del ámbito en el que se produce el apoyo; y (3) la diferenciación de los tipos de
apoyo (el instrumental y el expresivo). De acuerdo con Barrón (1996), y además de la de Lin
(1986a), una de las definiciones de apoyo social más completas es la de Vaux (1988), quien
sugiere que el apoyo social es un proceso dinámico y complejo de transacción recíproca entre el
individuo y su red social. A continuación, se revisarán los tres ejes planteados por Lin (1986a) a
la hora de estudiar el apoyo social.
Este primer eje mencionado por Lin (1986a), sobre la distinción entre el apoyo real y el
apoyo percibido, ha sido profundamente discutido durante años por diversos investigadores
(Díaz-López, 2003; García, 2002). En 1976, como se ha reseñado previamente, Caplan expuso
un modelo en el que distingue las transacciones objetivas de las subjetivas y diferencia además,
en relación al objeto de transacción, su posible naturaleza psicológica o tangible. Por otro lado,
Cobb (1976) define el apoyo social percibido como la información que hace que un individuo se
sienta cuidado, estimado, valorado y se considere como parte de una red de comunicaciones y
obligaciones mutuas. A diferencia de Caplan no considera que el apoyo recibido pueda ser
psicológico o cognitivo, ya que plantea evaluarlo retrospectivamente preguntando al sujeto qué
tipo de apoyo concreto recibió en un momento determinado.
El apoyo social recibido tiene mayor varianza explicativa sobre el bienestar psicológico
(García, 2002). Dado que es un constructo que está estrechamente vinculado con la personalidad
y con la experiencia temprana del apego (Garrido-Rojas, 2006). La diferencia entre lo real y lo
subjetivo pudiera deberse a la infra o supra valoración del apoyo recibido (Dunkel-Schetter y
Bennett, 1990). Entre las teorías que pretenden comprender los procesos subyacentes al apoyo
percibido y su relación con el apoyo real se encuentran: la teoría de la equidad (Greenberg,
1980); la teoría de la reactancia (Brehm, 1966); las teorías de la atribución, tales como la teoría
de las inferencias correspondientes (Fisher, 1982); la teoría de la atribución externa (Jones y
Davis, 1965); y la teoría de la amenaza a la autoestima (Fisher, 1982), las cuales se mencionan
como referencia, pero no serán desarrolladas en este capítulo por no ser el objeto de estudio de la
presente tesis doctoral.
48
2.2. El ámbito de producción o nivel de análisis
El segundo eje mencionado por Lin (1986a) es el apoyo social de acuerdo con el nivel de
análisis. Con esto el autor se refiere a la ayuda potencial que puede proveerse en cada contexto o
entorno. Según el contexto, las relaciones establecidas son distintas y, por ende, el apoyo que
puede proporcionarse de cada uno, será igualmente diferente. Se plantean tres contextos o
niveles de análisis: (1) el comunitario, caracterizado por relaciones muy superfluas en el que las
personas, en su mayoría, perciben la sensación de pertenencia e integración social; (2) las redes
sociales, nivel o contexto en el que hay vínculos sociales más cercanos (vecindad, compañeros
de trabajo, etc.) y se percibe una sensación de unión; y, (3) las relaciones más íntimas y de
confianza, relacionado con el nivel o contexto conformado por las relaciones de familia y de
amistad más cercanas en el que suele formarse un sentimiento de responsabilidad y compromiso.
Esta propuesta del apoyo social de acuerdo con el nivel de análisis (Lin, 1986a),
fundamentado en el modelo ecológico de Bronfenbrenner (1979), planteó en su momento incluir
los distintos contextos en la conceptualización del apoyo social. Sin embargo, a través del
modelo transaccional del desarrollo (Sameroff, 1983, 1987; Sameroff y Chandler, 1975;
Sameroff y Fiese, 1990) se transforma el estudio del concepto del apoyo social, puesto que los
modelos ecológicos del apoyo social llegan a ser reexaminados y reconceptualizados en modelos
ecológicos-transaccionales, haciendo recordar lo importante que son los rasgos personales y las
transacciones entre las características personales y los diferentes contextos.
Respecto al apoyo social, Lin (1986a) diferencia dos tipos: el instrumental y el expresivo.
No obstante, tras la propuesta inicial de dicho autor se han desarrollado otras perspectivas desde
las que abordar el estudio de los tipos de apoyo. En este punto se abordan sintéticamente los
contenidos más importantes de dichas perspectivas; la estructural, la funcional y la contextual.
Esta perspectiva se enfoca en los aspectos cuantitativos, estructurales y objetivos del apoyo
social. Desde esta perspectiva se han investigado los siguientes aspectos:
1. La integración y participación social: en estos estudios se considera que cuanto más
grande sea el número de relaciones sociales mayor será el grado de participación e integración
social (Berkman y Syme, 1979). Sin embargo, en la percepción de integración y participación
que tiene cada individuo están involucrados elementos subjetivos vinculados con la cultura y el
sentimiento de identidad (Wills, 1985). Por otra parte, podría resultar algo reduccionista asumir
que todas las relaciones contribuyen de la misma forma al bienestar de cada persona (Barrón,
Lozano, y Chacón, 1988; Díaz-Veiga, 1987); debiendo, en todo caso, que dirigir la atención
hacia las relaciones más significativas.
2. Las redes sociales: se trata de estudios antropológicos y sociológicos (Mitchell y
Tricket, 1980) interesados en cuantificar los aspectos de las redes sociales mediante medidas
matemáticas. Con el desarrollo de medidas matemáticas y estadísticas, el concepto de redes
sociales se ha vinculado a investigaciones macrosociales y estructurales del comportamiento
social para mostrar el modo en que las personas se vinculan entre sí (Lozares, 1996).
Con respecto a la estructura de las redes sociales, en líneas generales, se refiere a un grupo
de nudos vinculados por uno o más tipos concretos de relaciones entre ellos. Dichos nudos
49
pueden ser individuos, grupos o colectivos, relacionados mediante lazos, gracias al flujo de
recursos que se suministran los unos a los otros (Estrada et al., 2009; Gracia et al., 2011). Los
aspectos que han sido más evaluados respecto a los estudios estructurales de las redes sociales
son: (1) el tamaño de la red o el número de personas que tienen vínculos con el individuo
central; (2) la densidad o la interconexión de los individuos que la componen más allá de la
persona central; (3) la reciprocidad o el nivel (equilibrio o desequilibrio) en que los recursos de
la red son intercambiados; y (4) la homogeneidad, es decir, el nivel de similitud de los miembros
de la red (actitudes, valores, experiencia, etc.).
50
2.3.3. La perspectiva contextual
Este tercer enfoque, que no ha sido tan estudiado empíricamente, es incluido por Barrón
(1996) y sugiere que el apoyo social debe ajustarse a las características y necesidades de cada
individuo. Dentro de esta perspectiva de investigación, se hallan las siguientes variables: (1) las
características de los participantes: la importancia de conocer la procedencia, la fase evolutiva,
la personalidad, etc. en la que se encuentra una persona, dado que quienes reciben el apoyo lo
sienten como tal según las características de quien lo ofrece; (2) el momento en el que se ofrece
el apoyo: la necesidad de apoyo, así como el apoyo mismo, pueden variar según determinado
momento; (3) la duración del apoyo: el tipo de apoyo varía según su duración, es decir, si se
necesita en un momento concreto o de manera constante; y (4) la finalidad del apoyo: la
efectividad del apoyo está sujeta, en buena medida, a la concordancia entre el tipo de apoyo y las
necesidades del individuo.
El apoyo social desempeña un papel muy relevante en la salud, ya que, entre otras
cuestiones, atenúa los efectos psicológicos adversos y las respuestas comportamentales asociadas
al estrés y produce un aumento de los autocuidados y mejora los índices de calidad de vida
(Alonso et al., 2013).
La influencia que ha tenido el apoyo social en el bienestar personal, ha hecho que se
analicen los principales mecanismos de acción sobre los cuales actúa en la salud. Por esta razón
los estudios sobre el apoyo social han estado vinculados originalmente con la salud y el
bienestar. En ese sentido, los modelos que podrían considerarse clásicos y que se abordarán más
adelante de manera sintética son: el modelo de los efectos directos o principales y el modelo
buffer (o también denominado amortiguador o protector).
Estos dos modelos permitieron avanzar en aspectos tanto conceptuales como
metodológicos y teóricos, sin embargo, pronto se hizo patente la dificultad para determinar los
procesos subyacentes en la relación entre la salud y el apoyo social (Durá y Garcés, 1991).
Se puede decir que ambos modelos resultan antagónicos y de gran tradición científica
(Cohn y Wills, 1985). En cada uno de ellos el apoyo social se considera desde un enfoque
distinto, estructural o funcional (Hernández et al., 2004); ya que, como se ha constatado con la
investigación empírica el modelo de los efectos principales muestra mejor ajuste cuando el
apoyo social se valora con medidas estructurales, mientras que el modelo de buffer ajusta mejor
en aquellas investigaciones en las que se utilizan medidas funcionales del apoyo social (Cohn y
Wills, 1985).
Debido a su importancia merece la pena mencionar que las ideas de estos modelos han sido
desarrolladas de manera más compleja y han surgido, entre otros modelos, el modelo de Lin
(1986b), el paradigma de Lin y Ensel (1989) y el modelo transaccional de Cohen (1992). A
continuacion, se presenta una breve descripción de los estos tres modelos derivados del modelo
de efectos directos o principales y del modelo buffer para luego retomar ambos.
El modelo de Lin (1986b) menciona que las relaciones sociales involucran un
conocimiento por parte del otro sobre el apoyo que recibe (dimensión subjetiva). Tal sentimiento
de “ayuda” del otro logra que quien recibe el apoyo visualice positivamente la asistencia. No se
trata de la cantidad de relaciones de apoyo que se tienen sino de la calidad y la percepción
positiva que se tenga de ellas. En este sentido, más recientemente Wen et al. (2006) sostienen
51
que el elemento esencial no es la simple inclusión objetiva en una red social espesa, sino que
exista una red de relaciones con un verdadero significado de apoyo informacional, emocional y
material apreciado por la persona. Entre los procesos de relaciones con los demás y el
establecimiento de distintas redes, el apoyo social muestra dos funciones fundamentales: (1)
instrumentales y (2) expresivas. Las funciones instrumentales de las relaciones sociales se
caracterizan por ser el medio idóneo para lograr metas mediante un servicio o una ayuda
material, como por ejemplo la obtención de un empleo, o el cuidado de un familiar. Entre las
funciones expresivas de las relaciones sociales se cuenta el que las personas compartan los
sentimientos, revelen sus experiencias, exterioricen los pensamientos propios, expresen sentirse
cuidadas, valoradas, queridas...
De este modo Lin y Ensel (1989) señalan tres estratos: uno externo y amplio en el cual la
persona establece apoyo social, se identifica y participa con otras personas de la sociedad,
formando parte de organizaciones informales (grupos cívicos, grupos de autoayuda), y actua
voluntariamente. Un segundo estrato, más cercano a la persona, formado por las redes sociales
(familiares, amigos, vecinos del barrio, compañeros de trabajo o estudio) donde se establecen
vínculos afectivos y se muestran lazos hacia los otros. Y, por último aquel donde el individuo
establece contacto íntimamente con las personas más significativas para sí mismo, donde existe
un elevado y profundo compromiso y sentido de responsabilidad y bienestar con del otro
(pareja, hijos/as, padres, hermanos y hermanas, amistades íntimas y en algunos casos
compañeros de trabajo).
El modelo transaccional de Cohen (1992) está centrado en los procesos cognitivos
desarrollados en torno a una situación estresante. Para él, la experiencia estresante es el resultado
de las transacciones entre el entorno y la persona. Dichas transacciones están sujetas al impacto
del estresor ambiental, impacto mediatizado por las evaluaciones que hace la persona del estresor
y, de los recursos personales, sociales o culturales disponibles para hacer frente a la situación de
estrés. De esa forma cuando una persona se enfrenta a una situación muy estresante, primero
realiza una evaluación inicial, es decir, un juicio sobre la situación para calificarla de estresante,
positiva, controlable, cambiante o simplemente irrelevante. En caso de considerarla estresora,
una segunda evaluación determinará los recursos y opciones disponibles por la persona para
enfrentar la situación. Se trata de una evaluación dirigida a "qué se puede hacer en este caso".
Los resultados de esta evaluación modifican la evaluación inicial y predisponen al desarrollo de
estrategias de afrontamiento, básicamente en dos direcciones: (1) estrategias orientadas al
problema, es decir, comportamientos o actos cognitivos dirigidos a gestionar la fuente de estrés,
y (2) estrategias orientadas a la regulación emocional, es decir, orientadas a provocar un cambio
en cómo es percibida y vivida la situación de estrés, regulando de manera más efectiva las
reacciones emocionales negativas.
Este modelo plantea que el apoyo social tiene efectos directos a nivel físico y mental,
favoreciendo la salud de cada individuo (Fernández, 2005). Establece, por tanto, que la salud
psicológica de un sujeto que cuente con un gran apoyo social es más apropiada que la de una
persona que no cuente con apoyo alguno (Díaz-López, 2003). Las numerosas investigaciones que
se han llevado a cabo con respecto a este modelo refrendan el hecho de que las relaciones
sociales ejercen un efecto directo sobre la morbilidad y mortalidad de las personas, observando
que aquellos sujetos que establecen buenas relaciones sociales, muestran mayor longevidad, y su
52
salud, tanto física como psicológica, es mejor que la de aquellos que no construyen dichas
relaciones (Barra, 2004).
A su vez, la ayuda social contribuye al bienestar integral, al disminuir el impacto de los
sucesos estresantes que sufren las personas. Por este motivo se plantea que los factores sociales
están vinculados directamente con la adaptación ante un evento estresante (Alonso et al., 2013).
No obstante, este modelo ha sido cuestionado, pues afirma que el bienestar mental y físico
dependen exclusivamente del apoyo recibido por un individuo, sin atender al nivel de estrés que
experimente (Terol et al., 2004). Efectivamente:
Según esta teoría, no existe interacción entre el estrés y el apoyo social; de este
modo los individuos que difieren en sus niveles de apoyo social diferirán en la
misma medida en su bienestar físico y mental (independientemente del nivel de
estrés experimentado) (Alonso et al., 2013, p. 119).
Esto sugiere que un aumento del apoyo social genera un aumento del bienestar psicológico
(sensación de estabilidad, seguridad, aceptación, etc.), independientemente de la situación
individual.
Para este modelo, el apoyo social es un elemento mediador que protege a los individuos de
los efectos negativos ante situaciones de cambio y de factores estresantes. Se plantea que los
estresores acompañan a las personas en la cotidianidad, por lo que todas las personas los
experimentan habitualmente y el apoyo social sería una herramienta para ayudar a disminuir los
efectos de los factores negativos (Alonso et al., 2013). En este sentido Durá y Garcés (1991)
expresan:
De modo que el apoyo social se asocia con un incremento en el grado de bienestar siempre
que los individuos no se encuentren expuestos a eventos que produzcan estrés. El estrés
psicosocial es un factor cuyos efectos impactan sobre la salud y calidad de vida de las personas,
afectando primordialmente a aquellas que no cuenten con apoyo social. Por el contrario, quienes
cuenten con este apoyo social estarán menos expuestos a los efectos nocivos del estrés. Sin
embargo, según esta idea, el apoyo social no contribuiría positivamente en la salud o bienestar de
aquellas personas que no estén sujetas a estrés (Barra, 2004). Es decir, en este modelo, ante la
ausencia de estrés, no se considera que el apoyo social pueda tener beneficios para el bienestar
individual (Fernández, 2005).
A pesar de que el modelo amortiguador o buffer ha sido refrendado por la investigación
empírica, también existen estudios cuyos datos no replican dicho planteamiento, por lo que se
han planteado modelos alternativos que proponen que en una situación estresante puede verse
afectado el apoyo recibido, conllevando una disminución del efecto amortiguador sobre la salud,
calidad y bienestar de las personas (Barrera, 1986).
Las inconsistencias observadas en los resultados de los diversos estudios se han tratado de
explicar considerando que el efecto protector, amortiguador o buffer puede ser observado, con
53
mayor frecuencia en las investigaciones que se valen de sistemas de medidas funcionales para la
obtención de resultados (adecuación, apoyo social percibido, suficiencia y satisfacción), mientras
que, en aquellas que los obtienen a través del uso de medidas estructurales (frecuencia de
contacto, composición, tamaño de la red), su puesta en evidencia se hace menos frecuente.
En cualquier caso, los diferentes y a veces contradictorios resultados de las diversas
investigaciones realizadas indican la necesidad de continuar estudiando cómo y bajo qué
términos el apoyo social resulta positivo y beneficioso en la salud y estado de vida de cada
persona (Barra, 2004).
En los últimos años, las investigaciones que se han realizado sobre el apoyo social y que
han estado enfocadas desde el ámbito social y psicológico, principalmente, han reconocido que
lo que se conoce como ambiente social es un complejo sistema estructural, cultural, interpersonal
y psicológico, que contiene elementos estresantes y amortiguadores del mismo (Madariaga et al.,
2003). Es por esto, por lo que ha habido un marcado interés en estudiar los vínculos sociales de
los individuos y las relaciones que se establecen entre las personas de forma interpersonal e
intrapersonal (Azpiazu et al., 2016, Fernández, 2005). De este modo, conceptos como redes de
apoyo social, son y han sido necesarios para el desarrollo de diversas investigaciones que ponen
de manifiesto la importancia de las redes formales e informales de apoyo como fuentes
proveedoras de apoyo emocional (Bravo y Fernández, 2003). El apoyo social es una constante
irremplazable en el estudio de la serie de eventos que conlleva las redes de apoyo, y la salud-
enfermedad, teniendo en cuenta que es un proceso donde se dan intercambios entre las personas;
añadiendo que una red social es el medio por el cual se logra dar ese apoyo social de tipo
emocional e informacional (Aranda y Pando, 2013).
En este sentido, es importante resaltar que, para abordar estos conceptos, es necesario el
estudio según tres niveles, ya que éstos se interrelacionan. El primer nivel está conformado por la
población, cómo esta logra integrarse, seguir las normativas y el orden social para así reconocer
su propia existencia, protegiéndose de sus inseguridades e incertidumbres. El segundo nivel está
conformado por las redes sociales, las cuales juegan un rol importante en la unión e interacción
de los individuos; y el tercer nivel corresponde a la reciprocidad mutua de cada persona para el
bienestar de cada individuo (Fernández, 2005).
Cabe destacar que el apoyo social es la principal función de las redes sociales, ya que las
relaciones que crea cada individuo con su entorno social se basan principalmente en el apoyo
mutuo. De este modo, las redes de apoyo que se tejen constituyen un importante sistema de
ayuda a la hora de enfrentar situaciones críticas, de estrés o angustiantes, además de brindar la
posibilidad de enfrentar mejor, proveer y proporcionar apoyo emocional, si bien su efecto
dependerá de cada persona y de las diferentes situaciones a las cuales deba enfrentarse (Llopis,
2005; Molina, 2001). Así, contar con apoyo social es significativo para las personas y les permite
afrontar mejor diversas circunstancias (Fernández, 2005), si bien es cierto que pueden llegar a
constituirse, en ocasiones, como fuentes de estrés o no suponer ningún beneficio si las relaciones
establecidas en la red entran en discordia o uno de los participantes no siente el apoyo de los
demás (Hombrados y Castro, 2013). A continuación se abordará esta función de apoyo social de
las redes sociales para luego centrar la atención en las redes informales de apoyo social.
54
4.1. El apoyo social como función de la red social
El apoyo social es una de las funciones fundamentales de las redes sociales (Aranda, 2012;
García, 2005; Levitt et al, 2005), dado que el conjunto de relaciones que entablan las personas se
da para intercambiar apoyo mutuo. Al enfocarse los estudios del apoyo social en la tradición
sociológica y las investigaciones a nivel macrosocial que se derivan de la misma, ha surgido la
duda a lo largo del desarrollo de los diversos estudios sobre si todas las redes de apoyo social
brindan o proveen la misma cantidad de apoyo a los individuos, además de interesar si todas
cumplen o realizan la misma función social (Bravo y Fernández, 2003; Fernández, 2005). Es así
como, desde el enfoque estructural, como se ha comentado previamente, se ha propuesto que los
beneficios de las redes de apoyo social se relacionan directamente con el tamaño de las mismas,
por lo cual, el tener una relación es equivalente a obtener apoyo de la misma (Fernández, 2005;
Rodríguez-Fernández et al., 2018; Rúa, 2008). Estas afirmaciones pueden ser cuestionables si se
analiza que, en ese sentido, se obvian los posibles conflictos que se generan en las propias
relaciones sociales que se establecen entre los individuos, y se dejan de lado las subjetividades
presentes en cada persona (Fernández-Peña, 2005; Lin et al., 1981). De este modo, en las
relaciones primarias que establecen las personas, existe la probabilidad de que se entre en
conflicto con aquellos vínculos establecidos, e incluso, que se terminen en el momento en que
uno de los participantes no perciba apoyo de los demás (Arango, 2003; Bravo y Fernández,
2003).
Por otro lado, autores como Cassel y Cobb abordan el apoyo social desde una perspectiva
cognitiva, por lo cual, toman en cuenta la influencia a nivel subjetivo, es decir, el apoyo social
percibido que se tenga a la hora de establecer el apoyo brindado por la red social. Esta
consideración es importante porque, los propios autores establecen que un individuo puede que
reciba apoyo social de su red, pero, no lo perciba (Cassel, 1974a; Cobb, 1976). Esta misma
posibilidad persistiría en relaciones de un nivel mayor, en las que se fundan estructuras que
promueven la convivencia ciudadana tal como las ayudas económicas, la seguridad social, entre
otros (Arango, 2003). Así, la percepción de falta de apoyo, sostenida desde enfoques ecológicos
y sistémicos (Belle, 1989) tiene un interés especial en la psicología comunitaria y del trabajo
social por su enfoque en las relaciones comunitarias y primarias de apoyo.
Debido a la diferencia metodológica para abordar el estudio de las redes de apoyo social
desde el contexto estructural y cognitivo han surgido multiplicidad de definiciones de lo que
constituye el apoyo social de una red social (Molina, 2001; Rúa, 2008). Una de estas definiciones
se relaciona con la ayuda que los miembros de la red pueden emprender para que otros realicen
sus metas, resuelvan problemas o clarifiquen situaciones (García, 2005). Otra posible definición
es la que expone que las redes de apoyo son el conjunto de contactos tanto formales, como
informales, por medio de los cuales los individuos establecen y mantienen una identidad social,
además de recibir apoyo emocional, ayuda material, servicios e información y desarrollar
contactos sociales (Barra, 2004). Por último, una tercera definición establece que la red social es
un grupo capaz de brindar ayuda psicológica y, de la misma manera, material, de una forma más
adaptativa a las situaciones reales (Barrón, 1996).
De acuerdo a lo especificado anteriormente, queda claro que el apoyo social es, entonces,
la principal función de las redes de apoyo (García, 2005). Es decir, que las personas se vinculan
para proveerse de apoyo mutuamente. A pesar de este hecho, las redes sociales también pueden
incluir otras funciones, como las caracterizadas por Heaney e Israel (2008) y que se engloban de
la siguiente manera: (1) reciprocidad y confianza; (2) procesos mediante los cuales las ideas y
55
acciones humanas cambian a otros; (3) procesos a través de los cuales algunas personas expresan
afectos negativos, critican o intervienen negativamente los objetos personales de uno; (4)
compartir tiempo libre u otras actividades con miembros de la red; y (5) ayuda y transacciones de
ayuda a través de las relaciones sociales y de transacciones interpersonales.
Cabe señalar que la función de la red social varía también en función del tipo de red que se
considere. La mayoría de los estudios (Arango, 2003; Castañeta y Gutiérrez, 2010) han tomado
en cuenta tres dimensiones diferentes, cada una de las cuales hace referencia a un nivel de apoyo
y funciones específicas que cambian y que permite clasificar las redes de apoyo de la siguiente
manera: (a) redes formales o interinstitucionales; (b) redes informales; y (c) red invisible y
virtual de comunicación global. Cada una de estas redes se caracteriza por lo siguiente:
Redes formales o interinstitucionales: son aquellas que hacen referencia a los distintos
sistemas que han convenido o se han establecido para efectuar acciones en conjunto, con
el fin de afrontar una problemática de la sociedad o de la comunidad en general.
Redes informales: estas redes son las que están constituidas por una pluralidad de
personas que intervienen dentro del apoyo social, ya que están de alguna manera
motivadas o interesadas en la ayuda que pueda proveer o proporcionar en un espacio y en
un momento concreto. Se puede decir que esta red se caracteriza por una intervención
que es personal, y por su construcción espontánea y natural; aquí se incluyen a la familia,
las amistades, la comunidad, y las personas significativas.
Red invisible y virtual de comunicación global: esta última red es la más reciente, y se ha
derivado de las relaciones que se establecen por las redes sociales, a través de internet. En
esta red se incluyen los contactos que las personas generan mediante los distintos chats
creados a través de las plataformas digitales de intercambio, tales como Facebook,
Instagram, correo electrónico, etc.
En esta tesis la atención se centra, precisamente, en las redes de apoyo informales, por lo que,
a continuación, se dedicará un apartado a las mismas, resaltando la importancia, además, de tres
fuentes de apoyo relevantes en la adolescencia y que se han evaluado en esta investigación: la
familia, las amistades y otras personas significativas.
Las redes informales de apoyo, además de constituir uno de los principales ámbitos a los
que las personas acuden para obtener ayuda, han demostrado su eficacia, comparadas con las
redes formales de ayuda (Murillo y Gracia, 1996). La intervención del grupo de personas que
conforman el apoyo social informal construye un sistema ecológico de asistencia cotidiana, en
donde las personas ejercen un papel fundamental de relaciones mutuas, promoviendo múltiples
labores en la comunidad. Así mismo, la ayuda informal no es un proceso que va en una única
dirección, ya que, precisamente, esta, se caracteriza por un movimiento bidireccional, tanto de
recepción como de suministro de ayuda (Thompson et al., 2006).
El apoyo proporcionado por esta red informal integra nexos sociales que son importantes y
significativos para la integridad psicológica y física de cada individuo, ya que, a su vez,
proporciona una retroalimentación de la propia identidad y del desarrollo de las personas. Por
esto, el apoyo que reciben los adolescentes por parte de amigos, familiares, profesores y personas
cercanas de su comunidad, juega un rol importante, debido a que aquellos que cuenten con
56
niveles altos de apoyo social, tendrán un mayor conocimiento de sí mismos, confianza y
afrontarán de una manera más adecuada situaciones de estrés (Orcasita y Uribe, 2010). El tipo de
ayuda ofrecida (emocional, instrumental e informacional) por cada red de apoyo en la
adolescencia difiere según la red que se analice (Bravo y Fernández, 2003; Orcasita y Uribe,
2010). Es así como Hombrados y Castro (2013) argumentan que los miembros de la familia son
las principales personas que brindan un alto nivel de apoyo informacional, y los compañeros y
amigos más cercanos dan un apoyo emocional e instrumental.
A continuación, se revisan estas redes informales de apoyo social, específicamente el
apoyo familiar, el apoyo de las amistades y el apoyo de otras personas significativas, que son,
como se ha indicado, las tres fuentes de apoyo que se evalúan en esta tesis doctora
La familia es el grupo más importante capaz de generar apoyo (Alonso et al., 2013). Esta
aporta recursos tanto emocionales como materiales al individuo que influyen positivamente en su
salud (Vega y González, 2009; Valenzuela et al., 2013). Se puede decir que los distintos entes
que forman el entramado social que constituyen las redes de apoyo social representan distintos
círculos de intimidad emocional entre los individuos. La familia, por constituir el núcleo central,
es el entorno más íntimo, y a través del cual el individuo establece un contacto con el resto del
contexto social. De esta forma, la familia puede servir de puente conductor o conector del
individuo con su entorno, actuando inclusive como filtro del mismo (Chadi, 2000; Estrada et al.,
2009; Woolley et al., 2009).
De hecho, el apoyo familiar constituye un importante indicador en la calidad y en la forma
de relacionarse de padres e hijos; de la misma manera, influye progresivamente en el ajuste del
adolescente a nivel escolar, en la autoestima y en el resto de las competencias sociales de los
jóvenes (Barrios y Frías, 2016; Helsen et al., 2000; Musitu et al., 2006; San Martín y Barra,
2013). Así, cuanto mayor sea el apoyo social procedente de la familia, mayor será el desarrollo
psicosocial y el conjunto de capacidades con las que contará el o la adolescente para desarrollar
relaciones positivas (Estévez et al., 2005; Mounts et al, 2006).
La familia es un contexto capaz de cubrir y satisfacer las necesidades básicas del joven, sin
embargo, también puede tornarse un agente negativo cuando no cumple bien su rol (Toledo et
al., 2000). De esta manera, se ha demostrado que aquellos jóvenes que crecen en familias con
fuertes vínculos afectivos, con una disciplina coherente y reglas claras establecidas por los
padres, muestran respuestas más positivas y ajustadas al entorno social (Fuentes et al., 2015;
Orcasita y Uribe, 2010); mientras que, los jóvenes que están expuestos a familias disfuncionales
reflejan efectos negativos como: baja autoestima (Calero et al., 2019; Gutiérrez y Gonçalves,
2013; Lee y Hankin, 2009); rendimiento escolar bajo (Gutiérrez-Saldaña, Camacho-Calderón, y
Martínez-Martínez, 2007); depresión o ansiedad (Calero et al., 2019; Lee y Hankin, 2009; Torrel
y Delgado, 2016); y adicciones al tabaco, el alcohol u otras drogas (Becoña et al., 2012;
Figueroa-Varela et al., 2019).
Por el contrario, se ha observado una relación directa entre el apoyo familiar y el ajuste
psicológico filial (Fuentes et al., 2015; Nunes et al., 2014), un significativo papel del apoyo
familiar en la protección del bienestar personal durante la adolescencia (Proctor y Linley,
20114), además de, un efecto directo sobre la satisfacción con la vida (Azpiazu et al., 2016;
Gutiérrez y Gonçalves, 2013; Rodríguez-Fernández et al., 2018).
57
4.2.2. El apoyo de las amistades
Las amistades constituyen otra fuente de apoyo relevante que ha sido estudiada dentro de
las redes informales. Entre los y las adolescentes la integración dentro del grupo de iguales cobra
una enorme importancia, dado que las amistades le otorgan un sentimiento de pertenencia y de
identidad (Connolly et al., 2000; Pardo et al., 2004), siendo una época vital en la que los y las
jóvenes precisan alejarse de su familia y progenitores en busca de su identidad, y por el
contrario, se sienten especialmente atraídos y atraídas por sus pares para realizar esta búsqueda
(Gaete, 2015; Martínez, 2013).
Al igual que con el apoyo familiar, el apoyo de los amigos o amistades se encuentra
relacionado con el desarrollo de confianza, valoración y patrones de conducta en las y los
adolescentes. Los amigos se convierten en un referente para el adolescente, en cuanto a la forma
de actuar, las normas y los valores (Martínez, 2013; Pérez et al., 2007). En este sentido, el apoyo
social percibido por parte de las amistades tiene un impacto de tipo emocional positivo en las y
los jóvenes (Mallet, 2016; Ocarsita y Uribe, 2010).
Se considera, por tanto, que el apoyo de las amistades en la etapa de la adolescencia es
fundamental, ya que estas influyen en el desarrollo afectivo, en la adaptación al entorno, en la
formación de la identidad y en la adquisición de habilidades sociales (Bohórquez y Rodríguez-
Cárdenas, 2014; Martínez, 2013; Villarreal et al., 2010).
Por otro lado, en el ámbito académico también, los y las compañeras tienen un importante
peso sobre los y las adolescentes. La importancia de estos radica en que los compañeros pueden
aumentar la motivación académica debido al estrecho vínculo de amistad que puede generarse
entre ellos. De hecho, algunos autores consideran que los pares son, precisamente, muchas veces
el motivo de la asistencia de los estudiantes a la escuela (Fatima et al., 2018; González, 2005;
Martínez et al., 2010). La presencia de esta red de compañeros que se forma en el ámbito escolar,
genera un clima social beneficioso y estimulante que repercute en el rendimiento estudiantil
(Orcasita y Uribe, 2010); más aún debido a la gran cantidad de tiempo que los y las adolescentes
pasan en los centros escolares, lo que permite explicar por qué la red social que se crea en este
ámbito educativo puede llegar a constituir un importante apoyo para los jóvenes.
En el mismo orden de ideas, para el apoyo familiar y el apoyo de las amistades, se han
realizado distintas propuestas de modelos los cuales plantean que existe conexión entre la
percepción del apoyo familiar y el apoyo de las amistades (Musitu y Cava, 2003). Entre ellos
destacarían el modelo compensatorio y el modelo complementario. Según el modelo
compensatorio los adolescentes que perciben un apoyo familiar bajo, suelen inclinarse a
conseguir más apoyo y consejos de sus amistades (Bachar et al., 1997), para tratar de compensar
esta falta de sustento familiar. En ese sentido, investigadores como Fuligni y Eccles (1993)
consideran que, al percibir los adolescentes escasas variaciones en el grupo familiar, en el
sentido de no lograr más participación en la toma de decisiones familiares y mayor autonomía e
independencia, tienden a buscar mayor apoyo y consejos entre sus amistades y no entre los
miembros su grupo familiar. De esa manera las relaciones con los pares se intensifican cuando
las relaciones con la familia no brindan el apoyo que necesitan los adolescentes.
Por el contrario, el modelo complementario plantea que los recursos adquiridos y el apoyo
recibido en la familia incrementan las habilidades para establecer relaciones en otros ámbitos, y
con ello, favorecen la percepción de apoyo de los iguales (Dekovic y Meeus, 1997). Así, se
considera que las relaciones familiares proveen un aprendizaje en habilidades sociales y en
diseños interpersonales que ayudan u obstaculizan las relaciones con los iguales. Las dos
58
relaciones se fortalecen recíprocamente, y son necesarias (Cava, 2003). De este modo, el modelo
complementario considera que puede existir una relación positiva de los adolescentes tanto con
sus padres como con sus iguales. Es decir, las relaciones positivas en el entorno familiar, basadas
en la confianza, el respeto, la seguridad, etc., sirven de “campo de entrenamiento” para el
adolescente, quien adquirirá mejores capacidades para relacionarse con sus iguales, y podrá ser
capaz de establecer relaciones más sanas y duraderas, vínculos significativos y de confianza que
le permitirán desenvolverse con más autonomía e independencia en su entorno (Calkins y
Dedmon 2000; Castells y Silber, 2000). Así, el modelo complementario expone que los vínculos
positivos con la familia generan en la misma medida relaciones estables y de apoyo con el grupo
de pertenencia según la edad (Dekovic y Meeus, 1997).
El apoyo social es un factor de gran importancia para entender y comprender las diferentes
problemáticas que se presentan constantemente en la vida de las personas, en especial, cuando se
habla de la etapa de la adolescencia (Calkins y Dedmon 2000; Carrillo, 2009; Castells y Silber,
2000). Éste es uno de los períodos considerados como de los más difíciles en la vida de los seres
humanos, ya que en él tienen lugar una gran cantidad de cambios de tipo biopsicosocial (Amaral
et al., 2015; Contini, 2015).
De hecho, Orcasita y Uribe (2010), comentan:
La adolescencia es una época en la que, por primera vez, los jóvenes se encaran con la
responsabilidad de tomar decisiones que acarrean consecuencias importantes para su vida
(Palomar y Cienfuegos, 2007). Estar expuestos a los niveles de estrés y ansiedad que generan
dichas decisiones en el ámbito académico, así como a los cambios que perciben en su propio
59
cuerpo, o sus nuevas necesidades de amistad, sexualidad, etc. puede afectar de manera negativa a
las habilidades sociales de los individuos, generando una sensación de incapacidad para
mantener relaciones estables y de confianza con otros y disminuyendo su bienestar y seguridad
(Blum, 2000; Díaz y Santos, 2018; Pardo et al., 2004; Tayeh et al., 2016).
Además, en esta época tan característica de transición entre la niñez y la edad adulta, la
labilidad y reactividad emocional de los y las adolescentes, así como su necesidad de aceptación
por parte de amistades y círculos sociales a los que se pertenece, aumentan considerablemente.
Al mismo tiempo, se vuelve imprescindible desarrollar una identidad propia, que los distinga de
los otros, y aparece la necesidad de autonomía e independencia familiar (Gaete, 2015; Ives,
2014; Santrock, 2006). Así, durante este periodo se constituyen un sinfín de nuevas
identificaciones, que en su mayoría son adquiridas de modelos que pueden ser adultos propios
del entorno familiar y personas de la misma edad ajenas al mismo (compañeros del colegio, los
amigos y la pareja), a través de los cuales se comparan y validan pensamientos y emociones,
permitiendo lograr la aceptación y aprobación de sus comportamientos (Vargas et al., , 2007).
Así mismo, se establecen nuevos modelos de pensamiento, por lo que es una etapa vital para la
estructuración de valores y fortalezas personales (Giménez et al., 2010).
Por esta razón, el apoyo social es un elemento fundamental para la mejora del bienestar
personal e individual de los y las adolescentes, ya que brinda apoyo y responde a las múltiples
necesidades que se generan ante tal cantidad de cambios (Orcarsita y Uribe, 2010). Dada,
además, la gran necesidad que sienten los y las adolescentes de ser queridos y estimados por
otras personas, así como de pertenecer a un grupo social, sentir dicho apoyo social supone una
mejor salud y bienestar (Aranda et al., 2019; Barra et al., 2006).
Todos estos cambios, en gran medida generadores de estrés, que deben afrontar y para los
que el apoyo social resulta de gran relevancia (Barra et al., 2006), inciden, a su vez, en las
formas en que las personas se van relacionando entre sí, y en la consolidación de redes de apoyo
e integración de los individuos (Bujalance, 2010; Murlock, 2005). De hecho, como ya se
indicaba previamente, la progresiva necesidad de autonomía e independencia de los y las
adolescentes hace frecuentes los conflictos familiares, especialmente al inicio de la adolescencia,
por lo que las relaciones de los adolescentes con sus padres y demás allegados, pueden llegar a
verse afectadas (Motrico et al., 2001). No obstante, si la relación previa durante la infancia fue
positiva, la familia continúa siendo un lugar de refugio ante problemas para los que el
adolescente no se atreve a recurrir a sus iguales, y la relación tiende a restablecerse una vez
superados los primeros años de la etapa (Gaete, 2015; Oliva et al., 2007). Así, las redes de apoyo
constituyen parte de los recursos fundamentales con los que una persona cuenta en el proceso de
cambios y nuevas situaciones que debe afrontar, tales como las que caracterizan a la
adolescencia (Gracia, Herrero, y Musitu, 2002).
En cualquier caso, el beneficio del apoyo social parece depender, en parte, de cada
persona, sus características y situación particular (Barra et al., 2006), por lo que a continuación
se exponen los resultados de diversas investigaciones con el fin de analizar si el apoyo social
percibido por los y las adolescentes muestra diferencias en función del sexo y la edad.
Cuando se aborda el tema del apoyo social percibido es imprescindible atender a las
diferencias existentes entre hombres y mujeres. Estas diferencias se deben, en gran medida, a la
socialización diferencial de género, y a los roles que cada sociedad vincula a los distintos sexos.
En la etapa vital de la adolescencia las diversas maneras de socialización, y sobre todo, los roles
60
que se asignan a hombres y a mujeres, generan grandes diferencias en lo que se refiere a brindar
y recibir apoyo social (Matud et al., 2002), así como en el tipo de relaciones de amistad y apoyo
que se generan. De hecho, el que a las mujeres se les eduque en la calidez, la expresividad y la
intimidad, así como la “debilidad”, permitiéndoles reconocer sus propias dificultades y la
búsqueda de ayuda para sanar, hace posible que las mujeres se muestren más propensas tanto a
proveer apoyo emocional, como a establecer relaciones íntimas y mostrar niveles más altos de
implicación en las relaciones (Andreoni y Vesterlund, 2001; Einolf, 2011; Goñi et al., 2012).
Por el contrario, la socialización masculina centrada en la autonomía, la independencia y la
fortaleza, parece explicar las mayores dificultades observadas entre los varones para establecer
su red de apoyo, o para recurrir a ella cuando de alguna situación compleja se trata o, en caso de
necesitarla (Reevy y Maslach, 2001). Parece, por tanto, que, dependiendo del sexo, las
expectativas, las formas de actuar, la socialización diferencial recibida, facilitan el desarrollo
interpersonal de las chicas adolescentes en mayor medida que el de los chicos adolescentes, por
lo que ellas tienden a percibir mayor grado de intimidad y de proximidad en sus relaciones
(Garaigordobil y Maganto, 2011; Rodrigo et al., 2008; Torres et al., 2010).
A continuación, se muestran los resultados obtenidos por diversas investigaciones en
referencia a las diferentes fuentes del apoyo social (familiar, amistades y personas significativas)
en función del sexo.
En relación con el apoyo familiar, hay estudios que no demuestran diferencias en función
del sexo (Barra et al., 2006; Fernández-Lasarte et al., 2019; Izar et al., 2019; Malecki y
Demaray, 2003; Musitu y Cava, 2003; Van Harmelen et al., 2016); también, hay otras
investigaciones que sí encuentran diferencias, con puntuaciones menores en el caso de las chicas
(Cheng y Chan, 2004; Eker et al., 2000; Norris y Ayres, 2016; Vásquez, 2020; Sanz, 2018).
Sobre las investigaciones que analizan el apoyo social en función de la edad, algunos
estudios indican que hay una disminución progresiva de la percepción de apoyo en la
adolescencia (Martínez et al., 2011). Generalmente, la adolescencia se caracteriza por ser una
fase en la que se da un incremento del estrés y la ansiedad, y ello afecta negativamente las
61
habilidades sociales, se producen mayores inseguridades, lo que podría dar lugar a una
percepción de apoyo social más baja o, incluso, a que se le confiera una menor importancia
(Palomar y Cienfuegos, 2007; Osborne-Oliver, 2008). Así, Gaete (2015), menciona que a partir
de la adolescencia temprana, el ámbito social comienza a movilizarse hacia afuera de la familia,
comenzando además a poner a prueba la autoridad de los padres y a mostrar resistencia a los
límites y la supervisión. Aun así, durante esta etapa, especialmente al inicio de la misma, los
adolescentes continúan dependiendo de sus familias como una fuente de apoyo y estructura, a
pesar de los conflictos que puedan surgir. Por su parte, en la adolescencia tardía, los adolescentes
tienden a ser más selectivos con sus amistades y a acercarse nuevamente a sus familias si la
relación previa y en el transcurso de la adolescencia, el apoyo de las mismas ha sido positivo
(Gaete, 2015).
Respecto al apoyo familiar, las investigaciones que comparan los cursos académicos
encuentran una progresión lineal entre el aumento de edad del adolescente y la disminución de la
percepción de apoyo familiar (Cheng y Chan, 2004; Pastor et al., 2012; Trejos-Herrera et al.,
2018; Wang et al., 2011). Las razones que explican esta disminución se consideran que pueden
ser la mayor necesidad de autonomía o también la acentuación de comportamientos negativos en
la adolescencia (Musitu y Cava, 2003; Musitu et al., 2001).
Se ha observado que los grupos en edades entre 12 y 13 años perciben mayor apoyo de la
familia, encontrando una disminución significativa a la edad de 14 años, así como una
disminución gradual a lo largo de la adolescencia, aunque esta última no resulta estadísticamente
significativa (Del Valle, Bravo, y López, 2010). Con las chicas, se ha constatado que las de
menor edad, entre los 9 y 11 años, perciben mayor apoyo de la familia, y que, a partir del
momento de inicio de la pubertad, la percepción de apoyo va disminuyendo hasta los 15 años
(Davison y Jago, 2009). Similares resultados se observan en otros estudios, en los que en la
adolescencia temprana, 11-14 años; 12-14 años, los y las adolescentes perciben un mayor apoyo
por parte de la familia, mientras que este apoyo disminuye en la adolescencia media, 15-18 años;
15-17 años (Azpiazu et al., 2016; Fernández-Lasarte et al., 2019). Por el contrario, otras
investigaciones obtienen datos que reflejan un descenso del apoyo familiar en la adolescencia
temprana, 11-14 años (De Goede et al., 2009; Helsen et al., 2000).
Así como los adolescentes comienzan a alejarse de sus familias, el grupo de pares
comienza a adquirir una mayor importancia, lo que les hace más dependientes de sus amistades
como una fuente de bienestar (Gaete, 2015). Al respecto, los estudios han encontrado una mayor
percepción de apoyo por parte de las amistades a lo largo de la adolescencia, específicamente a
los 15 años (Vásquez, 2020); entre los 13 y 14 años (Del Valle et al, 2010), desde los 16 hasta
los 18 años (Bokhorst et al., 2010), o entre los 15 y 16 años, particularmente en el caso de las
chicas (Pastor et al., 2012). En la misma línea, se ha constatado que los adolescentes de más edad
(19 a 21 años) perciben mayor apoyo social de sus amistades que los adolescentes más jóvenes
(14 a 15 años) (Averna y Hesselbrock, 2001). A su vez, parece que tanto chicos como chicas de
15 a 19 años perciben mayor apego hacia sus amistades que en edades previas, de 11 a 14 años
(Rodríguez, 2015).
62
No obstante, los resultados de la investigación no son del todo concluyentes, ya que otros
estudios sostienen que el apoyo de las amistades aumenta en la adolescencia temprana, entre los
12 y 14 años (Helsen et al., 2000). De manera similar, algunas investigaciones sugieren que el
apoyo de las amistades adquiere importancia en la preadolescencia, manteniéndose luego
relativamente estable a lo largo de la adolescencia (Cheng y Chan, 2004; Musitu y Cava, 2003).
También, se han encontrado otros trabajos en los que no parece existir relación entre el apoyo
percibido por parte de las amistades y la edad adolescente (Azpiazu et al., 2016; Fuentes et al.,
2001).
6. Síntesis
Comenzando el siglo XX algunos epidemiólogos que estaban interesados en la salud
mental de la clase trabajadora hallaron relaciones entre las conductas desajustadas y la falta de
apoyo social. Una investigación emblemática de esta clase de estudios es la realizada por
Durkheim (1897), quien halló relaciones negativas entre el suicidio y los lazos sociales. A su
vez, desde la psiquiatría, se demostró que los enfermos rehabilitados son quienes más apoyo
comunitario perciben. Después de estas investigaciones, nace el movimiento de salud
comunitaria (1963-1965) que propone el desarrollo de nuevas alternativas distintas al modelo
médico tradicional. Es a mediados de 1970 que la comunidad científica reconoce el apoyo social
como un elemento fundamental para la investigación y el desarrollo de estrategias de
intervención.
Una de las definiciones más utilizadas a la hora de exponer lo que supone el apoyo social
es la que lo describe como el conjunto de provisiones instrumentales y expresivas, reales o
percibidas, brindadas por la comunidad, las redes sociales y las amistades íntimas (Lin, 1986a).
En este sentido, aunque Lin (1986a) haya distinguido en la definición de apoyo social los tipos
de apoyo de acuerdo con el nivel de análisis, la investigación sobre el apoyo otorgado por las
diferentes fuentes no ha sido tan analizado, por ello existe, hoy día, un nuevo interés en esta área.
Es importante especificar que esta tesis asume el apoyo social percibido, el cual hace referencia a
63
cómo las personas y en especial los jóvenes adolescentes entienden, sienten y comprenden el
valor que las personas de su entorno les dan, a partir del apoyo, el afecto y la seguridad que les
brinden. Además, se interesa por el apoyo percibido por parte de tres fuentes de gran relevancia
en la adolescencia, la familia, las amistades y otras personas significativas.
Con respecto a las diferencias sociopersonales del apoyo social, las investigaciones han
señalado que los chicos perciben mayor apoyo de la familia que las chicas (Fernández-Lasarte et
al., 2019; Izar et al., 2019; Van Harmelen et al., 2016); por otro lado, las chicas parecen percibir
índices de apoyo superiores que los chicos en la percepción del apoyo de las amistades
(Barcelata et al., 2013; Hombrados‐Mendieta et al., 2012; Izar et al., 2019) y de personas
significativas (Aisenson et al., 2007; Prabhu y Shekhar, 2017; Trejos-Herrera et al., 2018). En
relación con la edad, parece que, cuanto más jóvenes sean los adolescentes, mayor es el apoyo
que perciben de la familia (Cheng y Chan, 2004; Pastor et al., 2012; Trejos-Herrera et al., 2018;
Wang et al., 2011). Por último, la percepción de apoyo de las amistades (Averna y Hesselbrock
(2001; Del Valle et al, 2010) y de personas significativas (Carver et al., 2003; Musitu y Cava,
2003) aumenta con la edad.
En este sentido, se hace sumamente importante realizar investigaciones de este tipo, ya que
el apoyo social, repercute directamente sobre la forma en que los jóvenes construyen su
identidad, establecen relaciones y se perciben.
64
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