Como Vender Una Casa Echisada

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«Resulta tentador resaltar el perfecto

equilibrio entre terror y humor de esta novela, Grady Hendrix, autor superventas del New York
y la amalgama de ambos, desde luego, es Times, aborda el clásico de la casa encantada en
espectacular, pero el verdadero atractivo una nueva y apasionante novela que explora
de Cómo vender una casa encantada es la hasta qué punto el pasado, y la familia, pueden
emotividad, la dinámica hermano- llegar a aterrarnos más que cualquier otra cosa.
hermana, los asuntos de familia.»
—JOSH MALERMAN, autor superventas
del New York Times por A ciegas y Daphne.
Cuando Louise se entera de que sus padres han muerto, teme
volver a casa. No quiere dejar a su pequeña con su ex y volar a Char-
«Después de leer esta novela, puede que ya no le
leston. No quiere enfrentarse al domicilio familiar, donde se amon-
quites ojo a esa muñeca que tienes apoyada en
tonan los restos de la vida académica de su padre y de la constan-
un rincón. Y a lo mejor tampoco vuelves a dejar
te obsesión de su madre por los títeres y los muñecos. No quiere
Grady Hendrix es novelista
que se te cuelen en la cabeza varios centenares y guionista y actualmente vive en Nueva York. Gana-
aprender a vivir sin las dos personas que mejor la han conocido y
de páginas de Grady Hendrix.»
dor del premio Bram Stoker por su ensayo Paperbacks
—STEPHEN GRAHAM JONES, superventas más la han querido del mundo entero. Sobre todo, no quiere tener
que lidiar con su hermano, Mark, que nunca ha salido de Charleston, from Hell, ha sido nominado al premio Shirley Jackson

casa encantada
del New York Times por El único indio bueno
es incapaz de conservar un empleo y no lleva bien el éxito de Louise. y al Locus por Horrorstör, El exorcismo de mi mejor
y Mi corazón es una motosierra.

cómo vender una


Por desgracia, ella lo necesita, porque, para vender esa casa, va a amiga y We Sold Our Souls. Sus novelas Guía del club

«Otro clásico de la comedia sureña de terror hacer falta algo más que una manita de pintura y la recogida de los de lectura para matar vampiros y Grupo de apoyo para
gótico de Grady Hendrix… Esta novela recuerdos de toda una vida. Pero hay casas que no se dejan vender, Final Girls han aparecido en las listas de más vendidos
inteligente, espeluznante y divertida te tocará y la de Louise y Mark tiene otros planes para ellos dos… del New York Times; la última de ellas se alzó con el
las fibras del pánico… y las del corazón.» premio Goodreads 2021 a la mejor novela de terror.
—PAUL TREMBLAY, superventas por «La aparición de Grady Hendrix en la escena de la literatura de terror Además, ha recibido el elogio unánime de la crítica en
La cabaña del fin del mundo fue una brisa fresca —casi de manera literal: vino a traer fluidez, reseñas de la NPR, el Washington Post, el Wall Street
y El Club de los Portaféretros.
humor e inteligencia.» Journal, Los Angeles Times, A. V. Club, Paste, Buzz-
—MARIANA ENRÍQUEZ
«Cómo vender una casa encantada, igual feed y muchas más. Asimismo ha colaborado con

que Guía del club de lectura para matar vampiros Playboy, The Village Boy y Variety.
y Grupo de apoyo para Final Girls, es otro típico
Hendrix, portador de emoción sincera y
GRADYHENDRIX.COM
miedo a partes iguales, una nueva lectura @GRADY_HENDRIX EN TWITTER
cautivadora del ‘maestro del terror’.»
—USA Today.

www.edicionesminotauro.com
Foto del autor: Albert Mitchell
GRADY HENDRIX
Cómo vender una casa encantada

How to Sell a Haunted House © 2023 by Grady Hendrix


Todos los derechos reservados.

Publicado originalmente como How to Sell a Haunted House por acuerdo con
JABberwocky Literary Agency, Inc, a través de International Editors
& Yáñez, Co’ S.L.

Publicado originalmente como How to Sell a Haunted House


por acuerdo con JABberwocky Literary Agency, Inc, a través de
International Editors & Yáñez, Co’ S.L.

Publicación de Editorial Planeta, S.A., Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona.


Copyright © 2023 Editorial Planeta, S.A., sobre la presente edición.
Reservados todos los derechos.

Traducción: © Pilar de la Peña Minguell


Diseño de cubierta de Laura K. Corless

ISBN: 978-84-450-1558-2
Depósito legal: B. 2112-2023
Printed in EU / Impreso en UE.

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Pensando que a lo mejor no se lo tomaban bien, Louise informó


a sus padres de su embarazo por teléfono, desde San Francisco,
a casi cinco mil kilómetros de distancia. No porque dudara de
su decisión, ni mucho menos. Cuando habían ido apareciendo
aquellas dos rayitas paralelas de color rosa, todo el pánico se ha-
bía esfumado y una vocecilla le había dicho por dentro: «Ya eres
mamá». Pero, aun en el siglo xxi, era difícil prever la reacción
de unos padres sureños a la noticia del embarazo de su hija sol-
tera de treinta y cuatro años. Louise se pasaba el día ensayando
distintas formas de soltárselo con delicadeza, pero, en cuanto
su madre descolgó y su padre se puso al supletorio de la cocina,
se quedó en blanco y espetó:
—Estoy embarazada.
Esperaba que la acribillaran a preguntas: «¿Estás segura?».
«¿Lo sabe Ian?». «¿Lo vas a tener?». «¿No has pensado en volver
a Charleston?». «¿Tienes claro que eso es lo mejor?». «¿Te haces
una idea de lo duro que va a ser criarlo tú sola?». «¿Cómo te las
vas a arreglar?». Aprovechó el largo silencio para ensayar las
respuestas: «Sí; aún no; por supuesto; ¡ni de coña!; no, pero lo
voy a hacer de todas formas; sí; me apañaré». Al otro lado de la
línea, oyó que alguien tomaba aire mientras daba lo que parecía
un buen sorbo de agua, y cayó en la cuenta de que su madre
estaba llorando.

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—Ay, Louise… —le dijo su progenitora con la voz pastosa,
y Louise se preparó para lo peor—, ¡cuánto me alegro! Vas a ser
la madre que yo no fui.
Su padre solo quería saber una cosa: las señas de su casa.
—No quiero malentendidos con el taxista cuando aterri-
cemos.
—Papá, no hace falta que vengáis ahora mismo.
—Pues claro que sí —replicó él—. Eres nuestra Louise.
Los esperó en la calle, sufriendo un microinfarto cada vez
que un vehículo doblaba la esquina, hasta que por fin un Nis-
san azul oscuro se detuvo delante del edificio, bajó de él su pa-
dre y ayudó a bajar a su madre. Louise no aguantaba más: se
arrojó a los brazos de su madre como si volviera a ser una cría.
Se encargaron de comprar la cuna y la sillita de paseo, le
dijeron que era una locura plantearse siquiera un servicio de al-
quiler y lavado de pañales de tela y hablaron de la alimentación
del bebé y de las vacunas y del millón de decisiones que tendría
que tomar, y compraron sacamocos y pañales y bodis y mantitas
y cambiadores y toallitas y pomada para el culete y gasas para los
vómitos y sonajeros y luces nocturnas…, y Louise habría pen-
sado que se les había ido la mano con las compras de no ser
porque su madre le dijo: «¡Anda, que no te quedan cosas por
comprar!».
Ni siquiera pudo reprocharles que les costara digerir lo de
Ian.
—Aunque no estéis casados, deberíamos conocer a sus pa-
dres, que ellos también van a ser abuelos —le dijo su madre.
—Aún no se lo he dicho —contestó Louise—. Solo estoy
de once semanas.
—Pues cada vez se te notará más —señaló su madre.
—El matrimonio tiene ventajas económicas tangibles —aña-
dió su padre—. ¿Seguro que no te lo quieres pensar?
Louise no se lo quería pensar.
Ian era graciosillo, listo, y ganaba un pastizal como mar-
chante de rarezas en vinilo para los ricos de la zona de la Bahía
que añoraban su infancia. Le había conseguido una colección

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completa de primeras ediciones de álbumes de los Beatles al
cuarto mayor accionista de Facebook y había encontrado la
edición pirata del concierto de Grateful Dead en el que un
miembro de la directiva de Twitter le pedía matrimonio a su
primera esposa. A Louise le costaba creer el dineral que la gente
estaba dispuesta a pagar por cosas así…
Paradójicamente, cuando ella le había insinuado que de-
bían tomarse un descanso, Ian había creído oportuno hincar la
rodilla en el patio interior del Museo de Arte Moderno de San
Francisco. La negativa de Louise lo había puesto tan triste que
se había acostado con él por pena, y de ahí su estado actual.
El día que le había pedido que se casaran, llevaba puesta su
camiseta original del In Utero de Nirvana con un agujero en el
cuello por la que había pagado cuatrocientos pavos. Se gastaba
miles de dólares al año en zapatillas, a las que se empeñaba en
llamar «zapas». Se ponía a mirar el móvil mientras Louise le
contaba cómo le había ido el día, se burlaba de ella cuando
confundía a los Rolling Stones con los Who y, cuando pedía
postre, siempre le preguntaba: «¿Estás segura?».
—Papá, Ian no está preparado para ser padre.
—¿Y quién lo está? —replicó su madre.
Pero, en el caso de Ian, Louise lo veía clarísimo.
Las visitas familiares siempre se hacen largas y, al final de la
semana, Louise ya estaba contando las horas que le quedaban
para volver a estar sola en su apartamento. La víspera del día en
que sus padres volvían a casa, se encerró en su dormitorio «a
mirar el correo» mientras su madre se quitaba los pendientes
con la intención de echarse una siesta y su padre iba a buscar el
Financial Times. Supuso que, si aguantaban así hasta el al-
muerzo, luego iban a dar un paseo por el parque del Presidio y
después cenaban algo, todo iría bien.
Pero su cuerpo tenía otros planes. Le entró hambre de
pronto. Se le antojaron unos huevos cocidos. Necesitaba ir a la
cocina de inmediato. Así que entró con sigilo en el salón, des-
calza, para no despertar a su madre, porque no se veía con ánimo
de soportar otra conversación sobre lo bien que le quedaría el

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pelo largo, lo a gusto que estaría en Charleston o lo mucho que
le convendría volver a dibujar.
Se la encontró dormida en el sofá, tumbada de lado, tapada
hasta la cintura con una manta amarilla. La luz de mediodía la
hacía parecer macilenta, destacándole las arruguitas del con-
torno de la boca, el pelo ralo, las mejillas flácidas… Por primera
vez en su vida, Louise supo qué aspecto tendría su progenitora
muerta.
—Te quiero —le dijo su madre sin abrir los ojos, y ella se
detuvo en seco.
—Lo sé —contestó al cabo de un momento.
—No, no lo sabes —replicó la otra.
Esperó a que se explicara, pero la respiración de su madre se
hizo más profunda, más regular, hasta convertirse en un ron-
quido. Louise entró en la cocina. ¿Hablaba su madre en sueños?
¿Se refería a que no era consciente de que la quería, o de cuánto
la quería, o a que no lo entendería hasta que también ella tu-
viera una hija? Le dio vueltas, preocupada, mientras se comía el
huevo duro. ¿Lo decía porque vivía en San Francisco? ¿Pensaba
que se había ido tan lejos para poner distancia entre las dos? Se
había mudado allí por la universidad y después se había que-
dado por el trabajo. Aunque era cierto que, si de niña todo el
mundo te dice lo estupenda que es tu madre y hasta tus ex te
preguntan por ella cuando te los cruzas por la calle, te hace falta
poner distancia si quieres tener vida propia y a Louise a veces
no le bastaba siquiera con cinco mil kilómetros. Tal vez su ma-
dre lo notara.
Luego estaba su hermano. Solo se había mentado a Mark
un par de veces durante aquella visita y Louise sabía que a su
madre la reconcomía por dentro que ellos dos no tuvieran una
relación «natural», pero lo cierto era que no quería tener rela-
ción con su hermano, ni natural ni de otro tipo. En San Fran-
cisco podía hacerse pasar por hija única.
Sabía que era la típica hermana mayor, la primogénita que
se llevaba todos los golpes. Había leído artículos y ojeado lis-
tículos, y cumplía todos los requisitos: juiciosa, organizada,

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responsable, trabajadora… Hasta lo había visto catalogado
como trastorno (el «síndrome del hermano mayor») y se había
preguntado cuál sería el de Mark. Alcoholismo terminal, segu-
ramente.
Cuando le preguntaban por qué no se hablaba con su her-
mano, Louise contaba lo de la Navidad de 2016, en que, aun-
que su madre se había pasado el día en la cocina, Mark se
empeñó en que cenaran en un chino, al que llegó tarde, borra-
cho y dispuesto a pedir la carta entera, para después quedarse
traspuesto en la mesa.
—¿Por qué dejas que te haga esto? —preguntó entonces
Louise.
—Sé un poco más comprensiva con tu hermano —le con-
testó su madre.
Louise comprendía perfectamente a su hermano. A ella le
daban premios; Mark había terminado el instituto a trompico-
nes. Ella había hecho un máster en Diseño; Mark había dejado
la universidad el primer año. Ella creaba productos que la gente
usaba a diario, como parte de la interfaz de usuario de la última
versión del iPhone; él se había propuesto que lo echaran de todos
los bares de Charleston. Vivía a solo veinte minutos de sus pa-
dres, pero se negaba a mover un dedo por ellos.
Por mal que se portara, sus padres siempre lo colmaban de
elogios. Alquilaba un apartamento nuevo y para ellos era como
si hubiera derribado el Muro de Berlín. Compraba una camio-
neta por quinientos dólares para arreglarla él mismo y casi pa-
recía que hubiera puesto un pie en la Luna. Cuando el Colegio
de Diseñadores Industriales le concedió a Louise la mención de
honor a la mejor estudiante de posgrado, ella cedió el premio a
sus padres, a modo de agradecimiento, y lo escondieron en el
ropero.
—A tu hermano le va a doler que tengamos tu premio a la
vista y nada suyo —se excusó su madre.
Louise sabía que su nula relación con Mark era el eterno
tabú, el convidado de piedra, el miembro fantasma de todas las
interacciones con sus padres, sobre todo con su madre, que

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odiaba lo que ella llamaba «desavenencias». Siempre estaba de
buen humor, siempre dispuesta y, aunque Louise no tenía nada
en contra de la felicidad, el empeño de su madre en alcanzarla
a toda costa le resultaba enfermizo. Evitaba las conversaciones
difíciles sobre temas dolorosos. Dirigía un guiñol moralizante
y se comportaba como si siempre estuviera en escena. Las pocas
veces que había perdido los papeles como madre le había sol-
tado: «¡Me avergüenzo de ti!», como si avergonzarse fuera lo
peor que le podía pasar a alguien.
Tal vez por eso Louise estaba tan decidida a tener aquel
bebé: la maternidad las haría cómplices, las uniría. Sospechaba
que todo lo que le fastidiaba de su madre sería precisamente lo
que la convirtiera en una abuela increíble.
Mientras retiraba las cáscaras de huevo de la encimera,
pensó que la maternidad compartida tendería un puente entre
las dos, y los muros que había levantado para protegerse irían
derrumbándose. No sería de un día para otro, pero daba igual.
Tendrían toda la vida para digerir sus nuevos roles: el de la hija
convertida en madre y el de la madre convertida en abuela.
Años, creía ella. Al final, fueron cinco.

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