Ensayos Mointaigne
Ensayos Mointaigne
Ensayos Mointaigne
FERNANDO CARLOS
VEVIA ROMERO
Ensayos completos
Montaigne
Montaigne
Ensayos completos
Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla
Rectoría General
Miguel Ángel Navarro Navarro
Vicerrectoría Ejecutiva
José Alfredo Peña Ramos
Secretaría General
Sonia Reynaga Obregón
Coordinación General Académica
Patricia Rosas Chávez
Dirección de Letras para Volar
Sayri Karp Mitastein
Dirección de la Editorial Universitaria
Editorial Universitaria
José Bonifacio Andrada 2679
Colonia Lomas de Guevara Se prohíbe la reproducción, el registro o
44657, Guadalajara, Jalisco la transmisión parcial o total de esta obra
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• Colección Caminante Fernando del Paso
• Colección Hugo Gutiérrez Vega
• Colección Fernando Carlos Vevia Romero
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Índice
9 Presentación
11 El autor al lector
12 I. Por diversos caminos se llega
a semejante fin
18 II. De la tristeza
23 III. Como lo porvenir nos preocupa
más que lo presente
35 IV. Como el alma descarga sus
pasiones sobre objetos falsos,
cuando los verdaderos la faltan
39 V. Si el jefe de una plaza sitiada debe o no
salir a parlamentar
43 VI. Hora peligrosa de los parlamentos
47 VII. Que la intención juzga nuestras acciones
49 VIII. De la ociosidad
51 IX. De los mentirosos
59 X. Del hablar pronto o tardío
63 XI. De los pronósticos
70 XII. De la constancia
73 XIII. Ceremonias de la entrevista de reyes
76 XIV. Del castigo por obstinarse sin
fundamento en la defensa de una plaza
78 XV. Castigo de la cobardía
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80 XVI. Un rasgo de algunos embajadores
85 XVII. Del miedo
90 XVIII. Que no debe juzgarse de nuestra dicha
hasta después de la muerte
94 XIX. Filosofar es aprender a morir
122 XX. De la fuerza de imaginación
140 XXI. El provecho de uno va en
detrimento de otro
141 XXII. De la costumbre y de la dificultad de
cambiar los usos recibidos
169 XXIII. Diversos sucesos del mismo orden
185 XXIV. De la pedantería
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Presentación
Ensayos completos
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Con eso muchos escritores han escondido su inca-
pacidad, su falta de reflexión sobre los autores anterio-
res a él, o su falta de confianza en sí mismo. Pero hay
autores, como Montaigne, que usan noblemente este
género, transparentando sus intenciones y conversan-
do amablemente con sus lectores.
Él lo dice en VIII al hablar de la ociosidad con su
típica amenidad:
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El autor al lector
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que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no
es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan
frívolo y tan baladí. Adiós, pues.
De Montaigne,
a 12 días del mes de junio de 1580 años.
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vencedores. La consideración y respeto de virtud tan
noble detuvo primeramente su cólera, y merced a los
tres caballeros comenzó a mirar misericordiosamente a
todos los demás moradores de la ciudad.
Scanderberg, príncipe del Epiro, que seguía a uno de
sus soldados para matarlo, habiendo la víctima intentado
apaciguar la cólera del soberano con toda suerte de humi-
llaciones y de súplicas, resolvió de pronto hacerle frente
con la espada en la mano; tal resolución detuvo la furia de
su dueño, quien habiéndole visto tomar determinación
tan digna le concedió su gracia. Este ejemplo podrá ser in-
terpretado de distinto modo por aquellos que no tengan
noticia de la prodigiosa fuerza y valentía de este príncipe.
El emperador Conrado III, que tenía cercado a
Güelfo, duque de Baviera, no quiso condescender a
condiciones más suaves por más satisfacciones cobar-
des y viles que se le ofrecieron, que consentir solamen-
te en que las damas nobles sitiadas que acompañaban
al duque, salieran a pie con su honor salvo y con lo que
pudieran llevar consigo. Estas, que tenían un corazón
magnánimo quisieron echar sobre sus hombros a sus
maridos, a sus hijos y al duque mismo; el emperador
experimentó placer tanto de tal valentía que lloró de sa-
tisfacción y se amortiguó en él toda la terrible enemis-
tad que había profesado al duque: De entonces en ade-
lante trató con humanidad a su enemigo y a sus tropas.
Ambos medios arrastraríanme fácilmente, pues,
yo me inclino en extremo a la misericordia y a la
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mansedumbre. De tal modo, que a mi entender, mejor
me dejaría llevar a la compasión que al peso del delito.
Si bien la piedad es una pasión viciosa a los ojos de los
estoicos, quieren estos que se socorra, a los afligidos,
pero no que se transija con sus debilidades. Esos
ejemplos me parecen más adecuados, con tanta más
razón cuanto que se ven aquellas almas (asediadas y
probadas por los dos medios) doblegarse ante el uno
permaneciendo inalterables ante el otro.
Puede decirse que el conmoverse y apiadarse es
efecto de la dulzura, bondad y blandura de alma, de
donde proviene que las naturalezas más débiles, como
son las de las mujeres, los niños y el vulgo, estén más
sujetas a aquella virtud; mas el desdeñar las lágrimas y
lloros como indignos de la santa imagen de la fortaleza,
es prueba de un alma, valiente e implacable que tiene
en estima y en honor un vigor resistente y obstinado.
De todas suertes, hasta en las almas menos generosas
la sorpresa y la admiración pueden dar margen a tan
efecto parecido; tal atestigua el pueblo de Tebas, que
habiendo condenado a muerte a sus capitanes por ha-
ber continuado su marido un tiempo más largo que el
prescrito y ordenado de antemano, absolvió a duras pe-
nas de todo castigo a Pelópidas, que no protestó con-
tra la acusación; Epaminondas, por el contrario, alabó
su propia conducta, censuró al pueblo de una manera
arrogante y orgullosa, y los ciudadanos no osaron si-
quiera tomar las bolas para votar; lejos de condenarle,
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la Asamblea se disolvió ensalzando grandemente las
proezas de este personaje.
Dionisio el Antiguo, que después de grandes y
prolongados obstáculos consiguió hacerse dueño de la
ciudad de Reggio y en ella, del capitán Fitón, hombre
valiente y honrado que había defendido heroicamente
la plaza, quiso tomar un trágico ejemplo de venganza
contra él. Díjole primeramente que el día anterior había
mandado ahogar a su hijo y a toda su familia, a lo cual
Fitón se limitó a responder que los suyos habían alcanza-
do la dicha un día antes que él. Luego le despojó de sus
vestiduras, le entregó a los verdugos y le arrastró por la
ciudad, flagelándole ignominiosa y cruelmente y cargán-
dole además de injurias y denuestos. Pero Fitón mantu-
vo su serenidad y valor, y con el rostro sereno pregonaba
a voces la causa honrosa y gloriosa de su muerte, por no
haber querido entregar su país en las manos de un tirano,
a quien amenazaba con el castigo próximo de los dioses.
Leyendo Dionisio en los ojos de la mayor parte de sus
soldados que éstos, en lugar de animarse con la bravura
del enemigo vencido, daban claras muestras que recaían
en desprestigio del jefe y de su victoria y advirtiendo que
iban ablandándose ante la vista de una virtud tan rara
que amenazaban insurreccionarse y arrancar a Fitón de
entre las manos de sus verdugos, el vencedor puso tér-
mino al martirio, y ocultamente arrojó al mar al vencido.
Preciso es reconocer que el hombre es cosa pasmo-
samente vana, variable y ondeante, y que es bien difícil
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fundamentar sobre él juicio constante y uniforme. Pom-
peyo perdonó a la ciudad entera de los mamertinos, con-
tra la cual estaba muy exasperado, en consideración a la
virtud y magnanimidad del ciudadano Zenón, que echó
sobre sí las faltas públicas, y no pidió otra gracia sino
recibir él solo todo castigo. El huésped de Sila, habiendo
practicado virtud semejante en la ciudad de Perusa, no
ganó nada con ello para sí ni para sus ciudadanos.
Por manera contraria a lo que pregonan mis prime-
ros ejemplos, el más valeroso de los hombres y tan huma-
no para los vencidos como Alejandro, habiéndose hecho
dueño después de muchos obstáculos de la ciudad de
Gaza, encontró a Betis, su comandante, que la defendía
con un valor de que Alejandro había sentido los efectos;
Betis solo, abandonado de los suyos, con las armas he-
chas pedazos, cubierto todo de sangre y heridas, comba-
tía aún rodeado de macedonios que le asediaban por to-
das partes. Entonces Alejandro le dijo, contrariado por el
gran trabajo que le había costado la victoria (pues entre
otros daños había recibido dos heridas en su persona):
«No alcanzarás la muerte que pretendes, Betis; preciso
es que sufras toda suerte de tormentos, todos los que
puedan emplearse contra un cautivo.» El héroe a quien
tales palabras iban dirigidas, seguro de sí mismo y con
rostro arrogante y altivo, se mantuvo sin decir palabra
ante tales amenazas; entonces Alejandro, viendo su si-
lencio altanero y obstinado, dijo: «¿Ha doblado siquiera
la rodilla? ¿Se le ha oído tan sólo una voz de súplica? Yo
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domaré ese silencio, y si no puedo arrancarle una pala-
bra, haré que profiera gemidos y quejas.» Y convirtiendo
su cólera en rabia, mandó que se le oradasen los talones,
y le hizo así arrastrar vivo, desgarrarle y desmembrarle
amarrado a la trasera de una carrera. ¿Aconteció que la
fuerza del valor fuese en el monarca tan natural que por
no admirarla la respetó menos? ¿O que la considerase
sólo como patrimonio suyo, y que al rayar a tal altura no
pudo con calma contemplarla en otro sin el despecho de
la envidia? ¿O que en la impetuosidad natural de su cóle-
ra fuese incapaz de contenerse? Cierto que si esta pasión
hubiera podido dominarla el monarca, es de creer que la
hubiera sujetado en la toma y desolación de la ciudad de
Tebas, al ver pasar a cuchillo cruelmente tantos hombres
valerosos desprovistos de defensa: seis mil recibieron la
muerte, en ninguno de los cuales se vio intento de huir;
nadie pidió gracia ni misericordia; al contrario, todos se
hicieron fuertes ante el enemigo victorioso, provocán-
dole a que les hiciera morir de una manera honrosa. A
ninguno abatieron tanto las heridas del combate que lo
intentara vengarse al exhalar el último suspiro, y con la
ceguedad de la desesperación consolar su muerte con la
de algún enemigo. El espectáculo de aquel dolor no en-
contró piedad alguna: y no bastó todo el espacio de un
día para saciar la sed de venganza: esta carnicería duró
hasta que fue derramada la última gota de sangre, y no se
detuvo sino en las personas indefensas, viejos, mujeres y
niños, para hacer de todos ellos treinta mil esclavos.
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II. De la tristeza
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otro hermano menor, la segunda esperanza, y habiendo
sufrido ambas pérdidas con una resignación ejemplar,
como algunos días después a uno de sus servidores le
acometiese la muerte, fue muy sensible a esta nueva, y
perdiendo la calma se llenó de ostensible pena de tal
modo, que algunos tomaron de ello pie para suponer
que no le había llegado a lo vivo más que la última des-
gracia; pero la verdad del caso fue, que estando lleno y
saturado de tristeza, la más leve añadidura hizo que su
sentimiento se desbordase. Lo mismo podría decirse
del hecho anteriormente citado, y la historia lo com-
prueba: Cambises, informándose de por qué Psaméti-
co no se había conmovido ante la desgracia de su hijo
ni la de su hija, sufrió dolor tal al ver la de uno de sus
amigos: «Es, respondió, que sólo el último dolor ha
podido significarse en lágrimas; los dos primeros so-
brepasaron con mucho todo medio de expresión.»
Me parece que se relaciona con estos ejemplos la
idea de aquel pintor de la antigüedad que teniendo que
representar en el sacrificio de Ifigenia el duelo de los
asistentes según el grado de pesar que cada uno lleva-
ba en la muerte de aquella joven hermosa e inocente,
habiendo el artista agotado los últimos recursos de su
arte, al llegar al padre de la víctima le representó con el
rostro cubierto, como si ninguna actitud humana pu-
diera expresar amargura tan extrema. He aquí por qué
los poetas simulan a la desgraciada Niobe, que perdió
primero siete hijos y en seguida otras tantas hijas, ago-
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biada de pérdidas, transformada en roca, Diriguisse ma-
lis,1 para expresar la sombría, muda y sorda estupidez
que nos agobia cuando los males nos desolan, sobrepa-
sando nuestra resistencia. Efectivamente, el sentimien-
to que un dolor ocasiona, para rayar en lo extremo,
debe trastornar el alma toda e impedir la libertad de sus
acciones: como nos acontece cuando recibimos súbi-
tamente una mala noticia, que nos sentimos sobreco-
gidos, transidos y como tullidos, e imposibilitados de
todo movimiento; de modo que el alma, dando luego
libre salida a las lágrimas y a los suspiros, parece des-
prenderse, deshacerse, y ensancharse a su albedrío: Et
via vix tandem voci laxata dolore est.2
En la guerra que el rey Fernando hizo a la viuda de
Juan de Hungría, junto a Buda, un soldado de a caballo
desconocido se distinguió heroicamente, su arrojo fue
alabado por todos a causa de haberse conducido vale-
rosamente en una algarada donde encontró la muerte;
pero de ninguno tanto como de Raïsciac, señor alemán,
que se prendó de una tan singular virtud. Habiendo éste
recogido el cadáver, tomado de la natural curiosidad, se
aproximó para ver quién era, y luego que le retiró la ar-
madura, reconoció en el muerto a su propio hijo. Esto
aumentó la compasión en los asistentes: el caballero
solo, sin proferir palabra, sin parpadear, permaneció
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de pie, contemplando fijamente el cuerpo, hasta que la
vehemencia de la tristeza, habiendo postrado su espíri-
tu, le hizo caer muerto de repente. Chi puó dir com’ egli
arde, e in picciol fuoco,3 dicen los enamorados hablando
de una pasión extrema
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de un ardor extremo en el momento mismo del acto
amoroso. Todas las pasiones que se pueden aquilatar y
gustar son mediocres
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que le produjo una fiebre mortal. Y un testimonio más
notable todavía de la debilidad humana, Diodoro el
dialéctico, murió instantáneamente, dominado por una
pasión extrema de vergüenza a causa de no encontrar
un argumento hablando en público, con que confundir
a su adversario. Yo me siento lejos de tan avasalladoras
pasiones; no es grande mi recelo y procuro además so-
lidificarlo y endurecerlo todos los días con la reflexión.
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hasta después de nuestra vida. Calamitosus est animus
futuri anxius.7
El siguiente precepto es muy citado por Platón:
«Cumple con tu deber y conócete.» Cada uno de los
dos miembros de esta máxima envuelve en general todo
nuestro deber, y el uno equivale al otro. El que hubiera
de realizar su deber, vería que su primer cuidado es co-
nocer lo que realmente se es y lo que mejor se acomoda
a cada uno; él que se conoce no se interesa por aquello
en que nada le va ni le viene; profesa la estimación de
sí mismo antes que la de ninguna otra cosa, y rechaza
los quehaceres superfluos y los pensamientos y propó-
sitos baldíos. Así como la locura con nada se satisface,
así el hombre prudente se acomoda a lo actual y nunca
se disgusta consigo mismo. Epicuro dispensa a sus dis-
cípulos de la previsión y preocupación del porvenir.
Entre las leyes que se refieren a las defunciones, la
que juzgo más fundamentada es aquella por virtud de
la cual se examinan las acciones de los príncipes y sobe-
ranos después de su muerte. Ellos son los compañeros,
si no los dueños de las leyes: lo que la justicia no ha
podido vencer en su vida, justo es que lo pueda sobre
su reputación y los bienes de sus sucesores, cosas que a
veces ponemos por cima de la propia existencia. Es una
costumbre que lleva consigo ventajas singulares para
las naciones en que se observa y digna de ser deseada
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por todos los buenos príncipes que tienen motivos de
queja de que su memoria se trate como la de los malos.
Debemos sumisión y obediencia igualmente a todos
los reyes, pero tanto la estima como la afección la debe-
mos únicamente a su virtud. Concedamos al orden po-
lítico el sufrirlos pacientemente, aunque sean indignos;
ayudemos con nuestra recomendación sus acciones
indiferentes, mientras que su autoridad ha menester de
nuestro apoyo; pero una vez acabadas nuestras relacio-
nes, no es razón el negar a la justicia y a nuestra liber-
tad la expresión de nuestros verdaderos sentimientos,
y principalmente el rechazar a los buenos súbditos la
gloria de haber fiel y reverentemente servido a un due-
ño cuyas imperfecciones le eran bien conocidas, qui-
tando a la posteridad tan conveniente recurso. Aque-
llos que por respeto de algún beneficio recibido elogian
cínicamente la memoria de un príncipe indigno de tal
honor, hacen justicia particular a expensas de la justicia
pública. Tito Livio dice verdad cuando escribe «que
el lenguaje de los que viven a expensas de los monar-
cas está siempre lleno de ostentaciones vanas y testi-
monios falsos»; cada cual ensalza a su rey a la primera
línea del valer y a la grandeza soberanos. Puede repro-
barse la magnanimidad de aquellos dos soldados que
interrogados por Nerón, el uno por qué no le quería
bien: «Te quería, le contestó, cuando eras bueno; pero
desde que te has convertido en parricida, incendiario y
charlatán, te odio como mereces.» Preguntado el otro
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por qué pretendía darle muerte, respondió: «Porque
no veo otro medio de evitar tus continuas malas accio-
nes.» Pero los universales y públicos testimonios que
después de su muerte se dieron y se darán siempre que
se trate de príncipes perversos como él y demás reyes
tiránicos, ¿qué sano espíritu puede reprobarlos?
Me contraría que en pueblo tan bien gobernado
como el de los lacedemonios, hubiera una costumbre
tan poco sincera como la de que voy a hablar. Cuando
morían sus reyes, todos los confederados y vecinos, así
como los ilotas, hombres y mujeres indistintamente, se
hacían cortaduras en la frente en señal de duelo, y pro-
clamaban con gritos y lamentos que el monarca cuya
muerte lloraban, cualquiera que su índole hubiera sido,
era el mejor soberano que habían tenido; así atribuían
al rango la alabanza que sólo al mérito pertenece, y sólo
al de la categoría más depurada.
Aristóteles, que en sus escritos todo lo abarca y
comprende, habla de la frase de Solón que dice: «Na-
die antes de morir puede considerarse dichoso»; sin
embargo, hasta el mismo que ha vivido y muerto a me-
dida de sus deseos, tampoco puede considerarse como
feliz si su fama se desprestigia y si su descendencia es
miserable. Mientras nos agitamos sobre la tierra, por
espíritu de preocupación nos trasladamos donde nos
place más, cuando la vida nos escapa no tenemos nin-
guna comunicación con las cosas de por acá; así que
podemos reponer al dicho de Solón que jamás hombre
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alguno es feliz puesto que no alcanza tal dicha sino que
cuando ya no existe:
Quisquam
vix radicitus e vita se tollit, et jecit:
sed facit esse sui quiddam super inscius ipse...
Nec removet satis a projecto corpore sese, et
vindicat.8
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un cadáver para darle sepultura renunciaba por este he-
cho a la victoria y no lo era ya posible dejar bien puesto
el pabellón. Así perdió Nicias la ventaja que ganara so-
bre los corintios; y por el contrario, Agesilao aseguró el
triunfo que estuvo a punto de perder sobre los beocios.
Rasgos semejantes podrían parecer extraños, si no
fuera costumbre de todos los tiempos, no solamente
llevar el cuidado de nuestras vidas más allá de este mun-
do, sino también creer que con frecuencia los favores
celestiales nos acompañan al sepulcro y siguen a nues-
tros restos. De lo cual hay tantos ejemplos antiguos,
dejando a un lado los nuestros, que no hay para qué
insistir. Eduardo I, rey de Inglaterra, habiendo obser-
vado en las dilatadas guerras que sostuvo con Roberto,
rey de Escocia, cuanto su presencia hacía ganar a sus
empresas, dándole siempre la victoria en las expedicio-
nes que dirigía, hallándose moribundo obligó a su hijo,
por juramento solemne, que cuando dejara de existir
hiciera cocer su cuerpo para separar así la carne de los
huesos y que enterrase aquélla; y cuanto a los huesos,
que los reservase para llevarlos consigo en las batallas
siempre que hubiera de sostener guerra contra los es-
coceses, como si el destino hubiera fatalmente unido
la victoria a sus despojos. Juan Ziska, que trastornó la
Bohemia defendiendo los errores de Wiclef, quiso que
le arrancaran la piel después de muerto y que con ella
hicieran un tambor para tocarlo en las guerras que en
adelante se sostuvieran contra sus enemigos, estiman-
28 | montaigne
do que esto ayudaría a continuar las glorias que él había
alcanzado en las lides contra aquellos. Algunos indios
de América entraban en combate contra los españoles
llevando el esqueleto de uno de sus jefes, en considera-
ción de la buena estrella que en vida había tenido; otros
pueblos americanos llevaban a la guerra los cadáveres
de los más bravos que habían perecido en las batallas
para que la fortuna les fuera favorable y les sirviesen
de estímulo. Los primeros ejemplos no atribuyen a
los muertos virtud más que por reputación alcanzada,
a causa de sus acciones, mas los segundos suponen la
idea de la acción.
Quizás más digna de señalarse sea la acción del ca-
pitán Bayardo, quien sintiéndose herido de muerte por
un arcabuzazo, y aconsejándole que se retirase del com-
bate, respondió que no le parecía, que no estaba por em-
pezar a volver la espalda al enemigo en los últimos mo-
mentos de su vida; habiendo combatido mientras para
ello le quedaron fuerzas, cuando ya se sintió sin aliento,
y próximo a caer del caballo, mandó a su maestresala
que le tendiera al pie de un árbol de modo que pudiese
morir con el rostro frente al enemigo, como lo hizo.
Me es necesario consignar este otro ejemplo, tan
digno de memoria como los precedentes. El empera-
dor Maximiliano, bisabuelo del rey Felipe actualmente
en vida, era un príncipe a quien adornaban muy bri-
llantes dotes y entre otras una belleza física singular;
pero entre sus caprichos tenía el siguiente, bien con-
ensayos completos | 29
trario al de los príncipes que, para el despacho de sus
más urgentes negocios, convierten en trono la silla de
servicio; jamás tuvo criado de tanta confianza que le
permitiera verle cuando hacía menesteres; ocultábase
para orinar tan cuidadosamente como una doncella, y
ni ante su propio médico, ni ante ninguna otra persona,
cualesquiera que ésta fuese, mostraba sus desnudeces.
Yo, que soy libre de palabra, propendo sin embargo por
temperamento al pudor; si una gran necesidad no me
obliga a ello, no muestro a los ojos de nadie las partes
del cuerpo que el decoro obliga a tener guardadas. A
tan supersticioso extremo llevó su hábito el príncipe
del que hablo, que dispuso expresamente en su tes-
tamento que le atasen bien los calzoncillos cuando
muriese, que la persona que se los sujetase tuviera los
ojos vendados. El mandato que Ciro hizo a sus hijos
de que ni éstos ni nadie viese ni tocase su cuerpo luego
que el alma se desprendiera de la materia, atribúyelo a
costumbre piadosa, pues así su historiador como aquel
monarca, entre otros de sus relevantes méritos, mantu-
vieron durante todo el transcurso de su vida un especial
cuidado de reverencia a las religiosas.
Me ocasionó disgusto la relación que un noble
me hizo de un pariente mío, distinguido así en la paz
como en la guerra acabando sus días, ya largos, en su
casa señorial, atormentado por fuertes dolores de pie-
dra, ocupó sus últimas horas con un cuidado intenso en
disponer la ceremonia de su entierro, e hizo que, todos
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los nobles que le visitaron le dieran palabra de asistir a
la ceremonia; y a su mismo soberano, que le había oído
disponer semejantes preparativos, suplicole que los de
su casa fueran también de la comitiva, empleando mu-
chos ejemplos y razones para demostrar que tal honor
pertenecía legítimamente a un hombre de su rango.
Obtenida que fue la promesa, pareció expirar contento
luego que hubo ordenado a su gusto el acompañamien-
to del cortejo fúnebre. Apenas he visto otro caso de va-
nidad tan perseverante.
Otra preocupación opuesta, de que también po-
dría encontrar algún ejemplo en algunas familias, me
parece hermanarse con la anterior, y consiste en cuidar-
se de un modo meticuloso, en los últimos instantes, en
ordenar el entierro conforme a la más feroz economía,
y en reducir todo el séquito a un criado con una farola.
Tal fue el proceder de Marco Emilio Lépido, a quien se
alaba por ello, el cual escribió a sus herederos que para
él se llevaran a cabo las ceremonias acostumbradas en
tales casos. ¿Testimonia frugalidad y templanza el evitar
los gastos y beneficios de cuyo disfrute y conocimien-
to no podemos ya darnos cuenta? Es cuando más una
privación sencilla y de poco coste. Si hubiera necesidad
de ordenar tales aprestos, sería mi parecer que en esta
como en todas las demás cosas de la vida, cada cual los
dispusiera con arreglo a su estado de fortuna. El filóso-
fo Licón ordena cuerdamente a sus amigos que depo-
siten su cuerpo donde mejor les parezca; y en cuanto a
ensayos completos | 31
los funerales, les dice que no sean ni demasiado mez-
quinos ni suntuosos con exceso. En punto a entierro,
me acomodaré la costumbre general, y me encomenda-
ré a la voluntad de aquellos que a la hora de mi muerte
me rodeen. Totus me locus est contemnendus in nobis, non
negligendus in nostris.9 Y muy santamente escribe un
padre de la Iglesia: Curatio funeris, conditio sepulturae,
pompa exsequíarum, magis sunt vivorum solalia, quam,
subsidia mortuorum.10 Por eso Sócrates responde a Cri-
tón, que le pregunta en el momento de su muerte cómo
quiere ser enterrado: «Como mejor te cuadre.» Si el
temple de mi alma alcanzara a tanto, mejor preferiría
imitar a los que vivos y rozagantes arreglan y hasta dis-
frutan del orden y disposición de su sepulcro, y se com-
placen viendo su marmórea representación funeraria.
¡Dichosos los que saben hacer que sus sentidos gocen
en presencia de la insensibilidad y vivir de su muerte!
Cuando viene a mi memoria la inhumana injus-
ticia del pueblo ateniense, que hizo morir sin remi-
sión, sin querer siquiera oír sus defensas, a los va-
lientes capitanes que acababan de ganar contra los
lacedemonios en combate naval que se libró cerca
32 | montaigne
de las islas Arginensas, poco me falta para detestar
con irreconciliable odio toda dominación popular,
aunque en el fondo me parezca la más justa y natural.
Aquel combate fue el más reñido, el más encarniza-
do que los griegos libraran por mar con sus escua-
dras, y se sacrificó a sus caudillos porque después
de la victoria siguieron la conducta que la ley de la
guerra les brindara, mejor que detenerse a recoger y
dar sepultura a sus muertos. Hace más odiosa toda-
vía esta ejecución la varonil y generosa conducta de
Diomedón, uno de los condenados, hombre dotado
de grandes virtudes militares y políticas, el cual, ade-
lantándose para hablar a sus jueces, luego de haber
oído el decreto que le condenaba, que era la ocasión
única en que lo era lícito hablar, en lugar de emplear
sus palabras en defensa de su causa y de hacer fla-
grante la evidente injusticia de un decreto tan cruel,
ninguna palabra dura tuvo para los que le juzgaban;
rogó sólo a los dioses que convirtieran la sentencia
en beneficio de los que la dictaron. Y con el fin de
que por dejar sin cumplimiento las promesas que él
y sus compañeros habían hecho a las divinidades por
haberles otorgado un tan señalado triunfo, la ira ce-
leste no descargara sobre los condenadores, Diome-
dón explicó en qué consistían aquéllas. Al punto, sin
proferir una palabra más, sin titubear, encaminose al
suplicio con heroico continente.
ensayos completos | 33
Años después la fortuna les infringió el mismo cas-
tigo: Cabrias, general de las fuerzas marítimas, habien-
do tenido la mejor parte en el combate contra Polis, al-
mirante de Esparta en la isla de Naxos, perdió todos los
beneficios de una victoria decisiva por no incurrir en
igual desgracia que los anteriores; queriendo recoger
algunos cadáveres que flotaban en el mar dejó salvarse
un número importante de enemigos que les hicieron
pagar bien cara su importuna superstición:
34 | montaigne
cambia de naturaleza y sabor en los saladeros, del propio
modo que la de los animales vivos, al decir de algunos.
ensayos completos | 35
De igual modo parece que el alma, quebrantada
y conmovida, se extravía en sí misma si no se la pro-
porciona objeto determinado; precisa en toda ocasión
procurarla algún fin en el cual se ejercite. Plutarco dice,
refiriéndose a los que tienen cariño a los perrillos y a las
monas, que la parte afectiva que existe en todos los hu-
manos, falta de objeto adecuado, antes que permanecer
ociosa se forja cualquiera, por frívolo que sea. Vemos
pues, que nuestra alma antes se engaña a sí misma en-
derezándose a un objeto frívolo o fantástico, indigno
de su alteza, que permanecer ociosa. Así los animales
llevados de su furor, se revuelven contra la piedra o el
hierro que los ha herido, y se vengan a dentelladas so-
bre su propio cuerpo, del daño que recibieron:
36 | montaigne
bias trenzas que desgarras, ni la blancura de ese pecho
que despiadada, golpeas, los que han perdido al herma-
no querido a quien lloras; busca en otra parte la causa
de tus quejas. Hablando Tito Livio del ejército roma-
no que peleaba en España después de la pérdida de los
dos hermanos, los grandes capitanes, dice: flere omnes
repente el offensare capita.15 El filósofo Bion habla de un
rey a quien la pena hizo arrancarse los cabellos; y añade
bromeando: «Pensaba, acaso, que la calvicie aligera el
dolor.» ¿Quién no ha visto mascar y tragar las cartas o
los dados a muchos que perdieron en el juego su dine-
ro? Jerjes azotó al mar, y escribió un cartel de desafío al
Monte Athos. Ciro ocupó todo un ejército durante va-
rios días en vengarse del río Guindo, por el temor que
había experimentado al cruzarlo. Calígula demolió una
hermosa vivienda por el placer que su madre había en
ella disfrutado.
Los campesinos decían cuando yo era mozo que
el rey de una nación vecina, habiendo recibido de
Dios una tunda de palos, juró vengarse de tal ofensa;
para ello ordenó que durante diez años ni se rezase ni
se hablase de él, y si a tanto alcanzaba su autoridad,
que tampoco se creyese en él. Con todo lo cual que-
ría mostrarse, no tanto la estupidez como la vanidad
pertinente a la nación a que se achacaba el cuento;
ambos son siempre defectos que marchan a la par,
ensayos completos | 37
aunque tales actos tienen quizás más de fanfarrone-
ría que de estupidez. César Augusto, habiendo sido
sorprendido por una tormenta en el mar, desafió al
dios Neptuno, y en medio de la pompa de los juegos
circenses, hizo que quitaran su imagen de la categoría
que le pertenecía entre los demás dioses para vengar-
se de sus iras, en lo cual es menos excusable que los
primeros, y menos aún cuando, habiendo perdido una
batalla bajo el mando de Quintilo Varo en Alemania,
de desesperación y cólera golpeaba su cabeza contra
la muralla, gritando: «¡Varo, devuélveme mis legio-
nes!» Los primeros se dirigían al propio Dios o a la
fortuna, como si ésta tuviera oídos para escucharlos, a
ejemplo de los tracios que, cuando truena, o relampa-
guea, arrojan flechas al cielo para calmar las iras de la
naturaleza. En fin, como dice este antiguo poeta en un
pasaje de Plutarco:
38 | montaigne
V. Si el jefe de una plaza sitiada debe
o no salir a parlamentar
ensayos completos | 39
no habían aceptado como justa esta hermosa senten-
cia: Dolus an virtus quis in hoste requirat?17
Refiere Polibio que los aqueos detestaban en sus
guerras todo propósito engañoso, no estimando victo-
ria buena más que aquella en que los esfuerzos del ene-
migo fueron bien abatidos. Eam vir sanctus el sapiens
sciet veram esse victoriam, quae, salva fide el integra digni-
tate parabitur,18 añade Cicerón. Y otro agrega:
17 ¿Qué más da que el enemigo triunfe por valor que por astucia?
18 El varón prudente y virtuoso ha de saber que la única vic-
toria es a que puede darse por ganada con buena fe y ente-
ra dignidad.
19 Probemos con nuestro valor si a ti o a mí la fortuna, señora
de los sucesos, destina el Imperio.
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Los antiguos florentinos estaban tan lejos de alcan-
zar por sorpresa ventaja sobre sus enemigos, que adver-
tían a éstos un mes antes de echarlas tropas al campo
por medio del continuo toque de la campana, que lla-
maban Martinella.
Menos escrupulosos nosotros, damos la palma
sólo al que vence, y practicamos la doctrina de Lisan-
dro, el cual decía: «Donde no basta la piel del león, pre-
cisa añadir un trozo de la del zorro.» Las más frecuen-
tes ocasiones de sorpresa se sacan de esta sentencia.
Es principio recibido entre todos nuestros guerreros,
«que jamás el gobernador de una fortaleza sitiada sal-
ga a parlamentar.» Fue esto mal visto en tiempos re-
cientes y reprochando a los señores de Montmord y de
l’Assigny, que defendían el puente Mousson peleando
contra el duque de Nassau. Discúlpase, sin embargo, al
que sale de tal suerte que la ventaja y seguridad perma-
necen de su parte; como hizo en la ciudad de Reggio
el conde Guy de Rangon (si concedemos crédito a Be-
llay, pues Guicciardini asegura que fue él el autor del
hecho), cuando el señor De Escut se acercó para parla-
mentar, porque permaneció aquél tan cerca de su for-
taleza, que habiéndose producido algún desorden du-
rante la entrevista, no sólo el señor De Escut y los suyos
se vieron debilitados, sino que Alejandro Trivulcio fue
muerto y el propio De Escut viose obligado, para mejor
defensa, a seguir al conde y a cobijarse bajo la buena fe
de éste al resguardo del peligro en la ciudad.
ensayos completos | 41
Eumenes, en la ciudad de Nora, obligado por An-
tígono que la sitiaba a salir para hablarle, alegando
que era de razón que saliese a su encuentro, en aten-
ción a que el segundo era el más fuerte, después de
haber dado la siguiente noble respuesta: «No estimo
que otro sea más fuerte que o, en tanto que disponga
de mi espada» no consintió en abandonar su puesto
hasta que Antígono le dio a su sobrino en rehén con-
forme había pedido.
No les fue mal a algunos fiándose en la palabra del
sitiador; testimonio de ello es el caso de Enrique de
Vaux, caballero de la Champaña, quien fue cercado en
el castillo de Commercy por los ingleses. Bartolomé
de Bonnes, que mandaba la plaza, hizo quemar gran
parte del castillo; de modo que el fuego amenazaba
acabar con las vidas de los que se hallaban dentro. De
Vaux fue invitado a parlamentar en su provecho por el
sitiador, y así lo hizo. Como su completa ruina, en caso
contrario, no se lo ocultaba, se sintió singularmente re-
conocido al enemigo, a la merced del cual se encomen-
dó. Apenas llegó el fuego a la mina, el castillo quedó
enteramente destruido.
Tengo siempre confianza en la buena fe de los de-
más; pero mal de mi grado me encomendaría a ella,
cuando mi determinación hiciera suponer o presumir
la desesperación o la falta de valor; prefiero entregarme
a la franqueza y crédito en la lealtad ajena.
42 | montaigne
VI. Hora peligrosa de los parlamentos
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las manos del pretor el contener a sus soldados, por
más esfuerzos que hizo, y ante sus ojos vio que sa-
quearon buena parte de la plaza: la venganza y la ava-
ricia sobrepujaron la autoridad del jefe, así como la
disciplina militar.
Decía Cleómenes que cualquiera que fuera el daño
que al enemigo se hiciera en la guerra, aquél estaba por
cima de toda justicia, y que era además ajeno a ley nin-
guna, ni de los dioses ni de los hombres. Habiendo di-
cho guerrero ajustado una tregua de siete días con los
argianos, tres solamente eran pasados cuando cargó
sobre ellos hallándose dormidos, y acabó con todos,
alegando como defensa de su proceder que en el conve-
nio hecho no se había hablado de las noches. Los dioses
vengaron tan pérfida sutileza.
En ocasión de celebrarse un parlamento entre los
magistrados de la ciudad de Casilino, fue ésta tomada
por sorpresa; aconteció el hecho, sin embargo, en el
siglo de Roma en que florecieron los más justos ca-
pitanes y en que las milicias estaban mejor regimen-
tadas. Siempre que para ello tropezamos con ocasión
favorable nos prevalemos de la torpeza de nuestros
enemigos, así como de su falta de valor. Cuenta la tie-
rra con privilegios razonables que la razón no aprue-
ba, y no se cumple aquí la máxima Neminem id agere,
ut ex alterius praedetur inscitia;20 pero me sorprende la
44 | montaigne
extensión que Jenofonte da a aquellos a juzgar, por las
ideas y por las diversas expediciones del emperador
de quien escribió las hazañas. Aunque merezca gran
crédito en tales cosas, como experimentado capitán y
filósofo de los primeros discípulos de Sócrates, yo no
puedo aceptar como buenos esos privilegios en todas
sus partes.
El señor De Aubigny puso cerco a Capua, y des-
pués de haber llevado a cabo un furioso ataque, Fa-
bricio Colonna, que defendía la ciudad, comenzó a
parlamentar desde un baluarte; mientras sus gentes
se habían descuidado algún tanto, las De Aubigny,
apoderáronse de la ciudad e hicieron un gran des-
trozo. Recientemente en Ivoy, el señor Juan Romero,
habiendo incurrido en el desacierto de salir a par-
lamentar con el condestable, encontró a su regreso
la plaza tomada. El marqués de Pescara sitiando a
Génova, donde el duque Octavio Fregoso mandaba
bajo la protección francesa, estando ya de acuerdo
ambos caudillos, habiendo ya adelantado tanto que
se daba ya por hecho, estando ya a punto de ratifi-
carse, los españoles penetraron en la plaza y proce-
dieron como si hubieran ganado la victoria. Más tar-
de, en Ligny, en Barrois, donde el conde de Brienne
ejercía el mando, habiéndole sitiado el emperador
en persona, Bertheville, lugarteniente del citado
conde salido a parlamentar, durante esta operación
la ciudad se encontró tomada.
ensayos completos | 45
Fú il vincer sempremai laudabil cosa,
vincasi o per fortuna o per ingegno,21
46 | montaigne
VII. Que la intención juzga
nuestras acciones
ensayos completos | 47
todas las reglas del deber del hombre. Así, el conde de
Egmond que tenía su alma y voluntad sujetas a su pro-
mesa, bien que la facultad de efectuarla no estuviera en
su mano, quedaba sin duda libre de su deber, aun cuan-
do hubiese sobrevivido al conde de Horn. Pero el rey
de Inglaterra, faltando a la palabra dada por designio,
no puede encontrar excusa por haber dejado para des-
pués de la muerte, la ejecución de su deslealtad; como
tampoco el arquitecto de que nos habla Heródoto, el
cual guardó lealmente durante toda su vida el secreto
del lugar en que se encontraban los tesoros del rey de
Egipto, su señor, y al morir lo descubrió a sus hijos.
He visto algunos hombres que en vida retuvieron
a sabiendas intereses ajenos, disponerse a entregarlos
por su testamento, después de su muerte. Con seme-
jante proceder nada hacen de eficaz, ni al aplazar cosa
tan urgente, ni al pretender borrar falta tan grave me-
diante sacrificio tan escaso. Este debe ser mayor cuan-
to que pagan a regañadientes; su satisfacción debe ser
más justa y meritoria: la penitencia exige el sacrificio.
Todavía son más dignos de reprensión los que guar-
dan la declaración de alguna odiosa voluntad hacia el
prójimo para sus últimos instantes, habiéndola ocul-
tado toda su vida; dan estos muestra de estimar en
poco su propio honor, irritando al ofendido contra su
memoria, y menos todavía su conciencia, no habien-
do sabido hacer extinguir su odio por el respeto de la
muerte misma, y llevándolo hasta más allá del sepul-
48 | montaigne
cro. Jueces injustos que juzgan cuando carecen ya de
conocimiento de causa. Yo me guardaré, si puedo, de
que mi muerte diga nada que mi vida no haya sosteni-
do y abiertamente declarado.
VIII. De la ociosidad
ensayos completos | 49
y no hay ensueño ni locura que el entendimiento
no engendre en agitación semejante:
50 | montaigne
ocurre precisamente lo contrario. Cuando el caballo
escapa solo, toma cien veces más carrera que cuando el
jinete lo conduce; mi espíritu ocioso engendra tantas qui-
meras, tantos monstruos fantásticos, sin darse tregua ni
reposo, sin orden ni concierto, que para poder contemplar
a mi gusto la ineptitud y singularidad de los mismos, he
comenzado a poneros por escrito, esperando con el tiem-
po que se avergüence al contemplar imaginaciones tales.
ensayos completos | 51
débiles. Equivócanse también no haciéndome justicia
en el respecto siguiente: quien como yo no sabe hacer
bien nada, aparte de ser excelente amigo, ve que para
ellos las mismas palabras que acusan mi enfermedad re-
presentan la ingratitud; forman idea de mi afección por
mi memoria, y de un defecto natural hacen un defecto
de conciencia: «Olvidó, dicen, esta súplica o esta pro-
mesa; no se acuerda de sus amigos; no se ha acordado
de decir, hacer o callar esto o aquello por la estimación
que me tiene.» A la verdad, yo puedo fácilmente olvi-
dar, pero dejar de cuidarme del encargo que un amigo
me ha confiado, no lo hago nunca. Que se disimule,
pues, mi defecto, sin hacerlo consistir en malicia y mu-
cho menos en una malicia que se opone abiertamente
a mi carácter.
Algo me sirve de consuelo en esta falta de memo-
ria, el convencimiento de que es un mal del que me
valgo para corregir otro peor, que fácilmente hubiera
germinado en mí y el cual es la ambición, pues no pue-
de soportar la falta de memoria quien está sumido en
los negocios del mundo. Como rezan varios ejemplos
semejantes del progreso de la naturaleza, la ausencia
de memoria ha fortificado en mí otras facultades a me-
dida que ésa me ha faltado; de tener buena memoria
fácilmente seguiría las huellas ajenas, mi espíritu lan-
guidecería por no ejercer sus propias facultades, como
suele hacer casi todo el mundo, que se sirve de las ex-
trañas opiniones por tenerlas presentes en la mente; mi
52 | montaigne
discurso por la misma razón tampoco es muy extenso
ni dilatado, pues sólo merced a la memoria se almace-
nan las especies que el juicio no procura. Si me hallara
favorecido por tal facultad hubiera ensordecido a mis
amigos con mi charla; los asuntos, al despertar en mí la
facultad que yo poseo de manejarlos y emplearlos, alar-
garían en demasía mis disertaciones. Es cosa lamenta-
ble, yo lo veo por algunos de mis amigos, a medida que
la memoria les representa el caso de que hablan por
todas sus fases, retroceden en su narración, cargándola
con tan inútiles detalles, que si lo que refieren es inte-
resante, ahogan todo el interés; y si no lo es, hay tanta
razón para maldecir de su feliz memoria como de su
juicio desdichado. Es cosa harto difícil cerrar una re-
lación y cortarla una vez que se ha comenzado; nada
hay que mejor pruebe la fuerza de un caballo que el
que se pare neto y en redondo. Aun entre las personas
dotadas de tacto veo muchas que quieren y no pueden
apartarse ele la carrera emprendida, mientras buscan
el punto para cerrar el paso: marchan faramalleando y
arrastrándose como hombres que sucumben de debi-
lidad. Sobre todo son peligrosos los viejos en quienes
permanece vivo el recuerdo de las cosas pasadas y que
perdieron la memoria de sus repeticiones. He visto re-
laciones muy agradables convertirse en aburridas en la
boca de un anciano, porque cada uno de los circunstan-
tes las había oído cien veces por lo menos.
ensayos completos | 53
La segunda ventaja de la falta de memoria consis-
te en recordar menos las ofensas recibidas; como decía
Cicerón, para ello sería menester un protocolo. Darío,
para no echar en olvido la ofensa que había recibido de
los atenienses, hacía que un paje le repitiera al oído tres
veces, siempre que se sentaba a la mesa: «Señor, acor-
daos de los atenienses.» Además, los lugares y libros
que veo por segunda o tercera vez, se me ofrecen siem-
pre como una novedad.
No sin razón se dice que quien no se sienta fuerte
de memoria debe apartarse de la mentira. Bien sé que
los retóricos establecen diferencia entre mentir y decir
mentira; aseguran que decir mentira es decir cosa falsa
que se tomó por verdadera; y que la definición de la
palabra mentir, en latín, de donde nuestra lengua la ha
tomado, vale tanto como ir contra su conciencia, y que,
por consiguiente, esto no se relaciona sino con los que
dicen algo contrario a lo que saben, a los cuales me re-
fiero. Ahora bien, éstos o lo inventan todo a su guisa, o
alteran y trastornan aquello que es verdadero. Cuando
cambian y desfiguran una cosa, al ponerla en su lugar
un interlocutor, es difícil que se desconcierten, en aten-
ción a que su idea, tal cual es, habiéndose acomodado
primeramente en su memoria o impreso en ella por la
vía del conocimiento y de la ciencia, es difícil que no
se presente a imaginación desalojando la falsedad, que
no puede tener el pie tan seguro ni asentado, y las cir-
cunstancias del primer aprendizaje, esparciéndose de
54 | montaigne
diversas suertes en el espíritu, tampoco hacen perder
el recuerdo de la parte falsa o bastarda. En aquellos
otros que inventan fondo y forma, como no hay ningu-
na impresión contraria que choque a su falsedad, tanto
menos semejan equivocarse. De todos modos aconte-
ce que, como la mentira es un cuerpo vano y sin fun-
damento escapa fácilmente a la memoria, si ésta no es
fuerte y bien templada. De lo cual he tenido experien-
cia frecuente en casos graciosos ocurridos a expensas
de los que forman constantemente el propósito de ser
de la misma opinión de la persona a quien hablan, bien
en los asuntos que negocian, bien por dar satisfacción
a los grandes; pues estas circunstancias en las cuales
quieren prescindir de su fe y de su conciencia, estando
sujetas a cambios frecuentes, preciso es que sus pala-
bras se diversifiquen a medida que ellas cambian, de
donde resulta que tratándose de la misma cosa, unas
veces dicen gris, otras amarillo a una persona de un
modo, a otra de manera distinta. Y si por fortuna esta
clase de hombres acomodan opiniones tan contrarias
¿en qué se convierte tan hermoso arte? ¡A más de que
imprudentemente ellos mismos se desconciertan con
tanta frecuencia! Porque, ¿de qué memoria no habrían
menester para acordarse de tantas formas diversas
como forjaron de un mismo asunto? En mi tiempo
he visto envidiar a algunos esta clase de habilidad, los
cuales no ven que si la reputación la acompaña, ésta
carece de todo fundamento.
ensayos completos | 55
Es en verdad la mentira un vicio maldito. No somos
hombres ni estamos ligados los unos a los otros más
que por la palabra. Si conociéramos todo su horror y
trascendencia, la perseguiríamos a sangre y fuego, con
mucho mayor motivo que otros pecados. Yo creo que
de ordinario se castiga a los muchachos sin causa jus-
tificada, por errores inocentes, y que se les atormenta
por acciones irreflexivas que carecen de importancia y
consecuencia. La mentira sola, y algo menos la testaru-
dez, parécenme ser las faltas que debieran a todo tran-
ce combatirse: ambas cosas crecen con ellos, y desde
que la lengua tomó esa falsa dirección, es peregrino el
trabajo que cuesta y lo imposible que es llevarla a buen
camino; por donde acontece que comúnmente vemos
mentir a personas que por otros respectos son excelen-
tes, las cuales no tienen inconveniente en incurrir en
este vicio. Trabaja en mi casa un buen muchacho, sas-
tre, a quien jamás oí decir verdad más que cuando le
conviene. Si como la verdad, la mentira no tuviera más
que una cara, estaríamos mejor dispuestos para conocer
aquélla, pues tomaríamos por cierto lo opuesto a lo que
dijera el embustero, mas el reverso de la verdad reviste
cien mil figuras y se extiende por un campo indefinido.
Los pitagóricos creen que el bien es cierto y limitado, el
mal infinito e incierto. Mil caminos desvían del fin, uno
solo conduce a él. No me determino a asegurar que yo
fuera capaz para salir de un duro aprieto o de un peligro
evidente y extremo, de emplear una descarada y solem-
56 | montaigne
ne mentira. Plinio dice que nos encontramos más a gus-
to en compañía de un perro conocido que en la de un
hombre cuya veracidad de lenguaje desconocemos.
Ut externus alieno non sit homines vice.28 El lenguaje falso
es en efecto mucho menos sociable que el silencio.
El rey Francisco I se alagaba de haber arrollado por
medio de tales artes a Francisco Taverna, embajador
de Francisco Sforza, duque de Milán. Era este legado
hombre famosísimo en la ciencia de la charla, y había
recibido de su señor la misión de disculparle a los ojos
del monarca a causa de un suceso de importancia gra-
ve. El rey, para estar informado de las cosas de Italia,
de donde había sido expulsado, incluso del ducado de
Milán, decidió enviar cerca de Sforza un gentilhombre
que le sirviera de hecho de embajador, pero que en
apariencia simulara residir en el país por sus negocios
particulares, lo cual era posible fingir porque el poder
del duque dependía más del emperador (sobre todo en
aquella época en que preparaba el matrimonio con su
sobrina, hija del rey de Dinamarca, que es al presente
dueña de Lorena), y no podía descubrir, sin perjuicio
de sus intereses, que tal personaje tuviera ninguna re-
lación ni comunicación con nosotros. A esta comisión
se prestó un caballero milanés, caballerizo de la casa
real llamado Maravilla, quien, despachado con cartas
ensayos completos | 57
secretas y particulares instrucciones como embajador,
y llevando además otras de recomendación para el du-
que en favor de sus asuntos particulares, para cubrir
las apariencias, permaneció tanto tiempo cerca de ese
personaje, que habiéndolo advertido el emperador, dis-
gustose por ello, lo cual a mi ver dio lugar a lo que suce-
dió después, y fue que, con el pretexto de una muerte
misteriosa, el duque mandó que le cortaran la cabeza
de noche, habiendo el proceso durado sólo dos días.
Francisco Taverna se encargó de tergiversar lo aconte-
cido (el rey había reclamado a todos los príncipes de la
cristiandad y al duque mismo), y en sus declaraciones
relató mil patrañas, entre otras que su señor jamás con-
sideró al muerto sino como gentilhombre privado y
súbdito suyo, a quien habían llevado a Milán sus nego-
cios particulares, añadiendo además que no sabía que
perteneciera a la casa del soberano, ni mucho menos
que fuera su representante. El rey a su vez, acorralán-
dole con diversas objeciones y preguntas, y cercándole
por todos lados, llevole por fin al punto de la ejecución,
que se llevó a cabo como queda dicho, por la noche,
y como a escondidas, a lo cual el pobre hombre, con-
fundido por completo, respondió para echárselas de
sencillote, que por respeto a su majestad, el duque no
hubiera consentido que hubiese tenido lugar durante
el día. Puede suponerse cómo fue cogido en la trampa,
habiéndoselas con un hombre de tan aguzado olfato
como Francisco I.
58 | montaigne
El papa Julio II envió un embajador al rey de Ingla-
terra para impulsarle a la guerra contra el rey Francisco.
Luego que fue conocida su misión, como el rey de In-
glaterra insistiera en su respuesta sobre los obstáculos
que veía para disponer los preparativos necesarios con
que combatir a un soberano tan poderoso, el embaja-
dor replicó torpemente que él por su parte los había
pesado también y se los había hecho presentes al papa.
Por estas palabras, bien ajenas a su misión, que no era
otra que la de empujarle desde luego a la lucha, el rey
infirió lo que se corroboró después, o sea que el emba-
jador, por designio propio, era un auxiliar de Francia.
Advertido de ello el papa, fuéronle confiscados todos
los bienes y faltole poco para perder la vida.
ensayos completos | 59
miento de su belleza, si yo tuviese que aconsejar qué
género de elocuencia de las dos citadas conviene más
al predicador y al abogado, entiendo que el que no sea
improvisador es más apto para orador sagrado, y que,
al que por el contrario, lo es, conviene la abogacía. El
orador sagrado dispone siempre del tiempo necesa-
rio para preparar sus oraciones, y sus discursos no son
nunca interrumpidos; el abogado tiene por necesidad
que improvisar y ser apto para la polémica. Sin em-
bargo en la entrevista del papa Clemente con el rey de
Francia ocurrió que el señor Poyet, hombre adiestra-
do en el foro y tenido en gran reputación como aboga-
do, recibió la comisión de pronunciar una arenga ante
el papa, y habiéndola bien premeditado de antemano
(algunos dicen que ya la traía redactada de París), el
mismo día que tenía que pronunciarla, el pontífice
temió que el orador no estuviese todo lo prudente
que era menester y que pudiera ofender a los emba-
jadores de los demás príncipes que le rodeaban; en
esta creencia el papa mandó al rey el argumento del
discurso que le parecía más apropiado a las circuns-
tancias, y que era en todo contrario al del discurso
preparado por el señor Poyet; de modo que la arenga
de éste fue ya inútil y le era necesario pronunciar la
otra, de lo cual, sintiéndose incapaz el abogado pre-
cisó que el cardenal del Bellay hiciese de orador en
la ceremonia. La labor del abogado es menos viable
que la del predicador, sin embargo de lo cual, tal es
60 | montaigne
al menos mi opinión, encontramos mejores abogados
que predicadores, a lo menos en Francia. Parece que
es más adecuada labor del espíritu la improvisación y
el repentizar, y tarea más apta del juicio la lentitud y el
reposo. Quien permanece mudo si carece de tiempo
para preparar su discurso y aquel a quien el tiempo
no procura ventajas de hablar mejor, se encuentran en
igual caso.
Cuéntase que Severo Casio hablaba mejor sin pre-
paración alguna; que debía más a la fortuna que a la
actividad y diligencia de su espíritu, y que sacaba gran
partido cuando le interrumpían. Temían sus adversa-
rios mortificarle de miedo que la cólera no duplicara la
fuerza de su elocuencia. Esta cualidad de algunos hom-
bres la conozco yo por experiencia propia; acompaña
siempre a aquellos que no pueden sostener una medita-
ción continuada, y en tales naturalezas lo que libremen-
te y como jugando no se produce, tampoco se alcanza
por ningún otro medio. De algunos otros decimos que
denuncian el aceite y la lámpara, por cierta aridez y ru-
deza que la labor imprime en las partes laboriosas del
ingenio. Además de esto, el deseo de trabajar con acier-
to y el recogimiento del espíritu, demasiado en tensión
y circunscrito en su empresa, hácenle encontrar dificul-
tades, como acontece cuando el agua pugna por salir
de un depósito que rebasa y no es bastante grande el
boquete de desagüe. A los que poseen aquella cualidad
ocúrreles a veces que no han menester estar conmovi-
ensayos completos | 61
dos ni mortificados por sus pasiones para llegar a la elo-
cuencia, como acontecía a Casio, pues tal estado sería
demasiado tirante; tal género de elocuencia necesita
que el orador no sea agitado, sino más bien solicitado;
precisa el calor y que las facultades se despierten por
las ocasiones inesperadas y fortuitas. Esta elocuencia,
abandonada a sí misma se arrastra y languidece; la agi-
tación constituye su vida y su encanto. En la natural dis-
posición de mi espíritu no me encuentro en mi elemen-
to; lo imprevisto tiene más fuerza que yo; la ocasión, la
compañía, el tono mismo de mi voz sacan más partido
de mi espíritu que el que yo encuentro cuando a solas
lo sondeo y ejercito. De modo que en mí, las palabras
aventajan a los escritos, si es que cabe opción entre lo
que no tiene competencia. Suele acontecerme también
que la inspiración me favorece más que el raciocinio.
En ocasiones escribiendo se me escapa alguna sutileza
(bien se me alcanza: insignificante al entender de otro,
puntiaguda para el mío; dejemos tales distingos, cada
cual habla del ingenio, según la fuerza del suyo), y luego
no sé lo que con ella quise decir; a veces cualquiera otro
descubre su sentido antes que yo. Si suprimiera todas
las frases en que tal me acontece, apenas si dejaría nin-
guna transcrita. La casualidad me hará ver luego clara-
mente su alcance, generalmente más claro que la luz del
mediodía, y contribuirá a que yo mismo me asombre
de mi incertidumbre.
62 | montaigne
XI. De los pronósticos
29 ¿De qué procede que hoy, e incluso desde hace largo tiem-
po, no dicta Delfos oráculos? Hasta el punto de que nada
hay tan despreciado.
30 Creemos que hay aves que nacen expresamente para servir
el arte de los augurios.
31 Muchas cosas ven los arúspices, muchas los augures pre-
vén, muchas declaran los oráculos, muchas los adivinos,
muchas los sueños, muchas los prodigios.
ensayos completos | 63
adivinación por medio de los astros, los espíritus, las fi-
guras corporales, los sueños y otras cosas; todos los cua-
les acreditan la curiosidad furiosa de la humana natura-
leza, que se preocupa de las cosas venideras como si no
tuviera bastante con digerir las presentes:
64 | montaigne
reciendo además de razón para ello, la misma afección
que profesaba al rey se lo impedía, se dejó influir tan
fuertemente por los pronósticos que corrían por todas
partes en provecho de Carlos V, y en desventaja nuestra
(hasta en Italia, donde estas profecías habían encon-
trado tantos crédulos, que en Roma por esta creencia
de nuestra ruina se perjudicaron nuestros fondos pú-
blicos), después de condolerse con frecuencia ante los
suyos de los males que veía cernerse sobre la corona de
Francia, y también ante sus amigos, se decidió a cam-
biar de partido, en su daño, sin embargo, sea cual fuere
la constelación que hubiera contemplado. Pero condú-
jose cual hombre trabajado por pasiones encontradas,
pues disponiendo a su arbitrio de fuerzas y ciudades,
teniendo el ejército enemigo, que mandaba Antonio
de Leyva, cerca de él, y las tropas francesas sin la me-
nor sospecha de traición, no perdimos, a pesar de todo,
ni un solo hombre. Sólo nos enajenaron la ciudad de
Fossan, y eso después de habérsela disputado durante
largo tiempo.
ensayos completos | 65
nube polum pater occupato
vel sole puro34
Laetus in Praesens animus, quod ultra est
odesit curare.35
66 | montaigne
acudió al lugar del hallazgo, y las palabras y ciencia del
ídolo que encerraban los principios de adivinación,
fueron cuidadosamente recogidas y guardadas por
espacio de muchos siglos. Por lo que a mí toca, me-
jor preferiría gobernar mis actos por la suerte de los
dados que en virtud de patrañas semejantes. En todos
los Estados se ha dejado siempre a la fortuna una bue-
na parte en la gobernación de los negocios. Platón, en
su tratado de política, achaca a aquélla la solución de
muchos casos importantes; quiere, entre otras cosas,
que los matrimonios se hagan echando la suerte entre
los buenos, y da tanta importancia a esta elección for-
tuita, que ordena que los hijos nacidos de matrimo-
nios honrados sean educados en el país y los nacidos
de matrimonios malos sean conducidos fuera. Si algu-
no de éstos mejora de condición puede reintegrarse al
país, y si los buenos empeoran de naturaleza, puede
desterrárselos.
Hay quien estudia y comenta los calendarios
para explicarse el presente y adivinar el porvenir; y
diciéndolo todo no es peregrino que enuncie la ver-
dad y la mentira: quis est enim quitotum diem jacu-
lans, non aliquando collineet.38 No los tengo por más
veraces porque alguna vez acierten. Sería ir por me-
jor camino que hubiese una regla para equivocarse
siempre, pues a nadie se le ocurre tomar nota de sus
ensayos completos | 67
desdichas cuanto éstas son más ordinarias y frecuen-
tes, y se decanta mucho lo que por rara casualidad
se adivina, porque esta circunstancia tiene mucho
de rara, increíble y prodigiosa. Diágoras, apodado
El Ateo, respondió del modo siguiente, estando en
Samotracia, a alguien que le mostró en un templo
muchas ofrendas y cuadros llevados por gentes que
se habían salvado de un naufragio:
«Y qué pensáis ahora, dijéronle, vosotros que
creéis que los dioses menosprecian ocuparse de las co-
sas humanas, ¿qué decís de tantos hombres salvados
por su ayuda? Es bien sencillo, contestó; ahí no se ven
sino las ofrendas de los que se libraron; las de los que
perecieron, que fueron en mayor número, no figuran
para nada.»
Dice Cicerón, que sólo Jenófanes, colofonio, en-
tre todos los filósofos que reconocieron la existen-
cia de los dioses, intentó desarraigar toda suerte de
adivinación. No es por tanto peregrino que hayamos
visto algunas veces en su daño a algunos espíritus
elevados, detenerse en bagatelas semejantes. Yo hu-
biera querido reconocer por mis propios ojos aque-
llas dos maravillas: el libro de Joaquín, abad, calabrés
que predecía todos los papas venideros, así como sus
nombres y fisonomías, y el de León, el emperador,
que predecía los patriarcas y emperadores griegos.
Con mis propios ojos he tenido ocasión de advertir
que en los trastornos públicos, los hombres poco se-
68 | montaigne
guros de sus fuerzas, se lanzan, como en otra supers-
tición cualquiera, a buscar en el cielo la causa de su
mal por acciones reprochables; y son tan peregrina-
mente dichosos, que de la propia suerte que los espí-
ritus agudos y ociosos, los que están dotados del arte
sutil de acomodar misterios y de descifrarlos, serían
capaces de encontrar en los escritos cuantas ideas
apetecieran, pues facilita maravillosamente tal desig-
nio el lenguaje obscuro, ambiguo y fantástico de la
jerga profética, al cual sus autores no dan ningún sen-
tido claro a fin de que la posteridad pueda aplicarle el
que mejor la acomode.
El demonio de Sócrates era acaso un cierto impulso
de su voluntad que se apoderaba de él sin el dictamen
de su raciocinio; en un alma tan bien gobernada como
la de este filósofo, y tan depurada por el no interrumpi-
do ejercicio de la templanza y la virtud, verosímil es que
tales inclinaciones, aunque temerarias y severas, fueran
siempre importantes y dignas de llegar al fin. Cada cual
siente en sí mismo algún amago de esas agitaciones a
que da margen un impulso pronto, vehemente y for-
tuito. A tales impulsos doy yo más autoridad que a la
reflexión, y los he experimentado tan débiles en razón
y violentos en persuasión y disuasión, como frecuen-
tes eran en Sócrates; por ellos me dejo llevar tan útil y
felizmente que podría decirse que encierran algo de la
inspiración divina.
ensayos completos | 69
XII. De la constancia
70 | montaigne
no pudiendo conseguir abrir la falange persa, deliberó
desviarse y permanecer atrás, para simular así una falsa
huida y conseguir romper y disolver las fuerzas persas,
persiguiéndolas, estratagema que les valió la victoria.
Refiérese de los escitas, que cuando Darío fue a
subyugarlos hizo al rey de los mismos muchos repro-
ches porque le veía retroceder ante él evitando así un
encuentro. A lo cual repuso Indatirses, que así se llama-
ba el monarca, que no procedía así por temor a Darío ni
a hombre viviente, sino que aquélla era simplemente la
manera de marchar de su ejército, puesto que no tenía
tierras cultivadas, ciudades ni casas que defender, ni de
las que el enemigo pudiera apoderarse; pero que si tan-
ta era su voluntad de atacarle que se aproximara para
ver de cerca el sitio de sus antiguas sepulturas y que allí
tendría con quien entenderse a sus anchas.
Sin embargo, en los cañoneos es peligroso mo-
verse del lugar que se ocupa por el temor del dispa-
ro, tanto más cuanto que por la violencia y rapidez
lo tenemos por inevitable; y más de uno hubo que
por haber alzado la mano o bajado la cabeza, hizo reír
por lo menos a sus compañeros. No obstante, en la
expedición a Provenza que contra nosotros empren-
dió el emperador Carlos V, el marqués de Guast, ha-
llándose reconociendo la villa de Arlés y habiendo
abandonado el abrigo que le proporcionara un mo-
lino de viento, a favor del cual se había aproximado,
fue advertido por los señores de Bonneval y por el
ensayos completos | 71
senescal De Agenois, que se paseaban por las arenas,
quienes le mostraron al señor de Villiers, comisario
de la artillería, el cual le apuntó y disparó con tanto
acierto una culebrina, que sin que el marqués viese
que disparaban contra él se echó a un lado, gracias a
lo cual no fue herido. Algunos años antes, Lorenzo
de Médicis, duque de Urbino, padre de Catalina, en
ocasión que sitiaba Mondolfo, plaza de Italia, situada
en las tierras que llaman del Vicariado, viendo poner
fuego a una pieza que se hallaba frente a él, tuvo el
buen acuerdo de agacharse; de no haberlo hecho así,
el disparo que le pasó rozando por la cabeza, le hubie-
ra dado en el vientre a decir verdad, yo no creo que
estos movimientos sean reflexivos; pues ¿qué mate-
ria de reflexión puede haber en la mira alta o baja en
cosa tan instantánea? Mayor razón hay para creer que
la fortuna favorece el espanto unas veces, pero otras
con los movimientos del cuerpo más bien se recibe
el disparo que se evita. Yo no puedo remediarlo: si
el ruido de un arcabuzazo hiere de improviso mis oí-
dos, me estremezco, lo cual he visto que acontece a
otros que son más valientes que yo.
Los estoicos no entienden que el alma de sus dis-
cípulos pueda dejar de resistir a las primeras visiones y
fantasías que la asaltan; consienten que como ante una
sujeción natural, se sobrecoja por ejemplo ante la tem-
pestad del ciclo, o de un edificio que se derrumba, hasta
la palidez y la contracción; y lo mismo ante las otras
72 | montaigne
pasiones, siempre y cuando que el juicio permanezca
salvo y entero, y que su razón permanezca intacta, sin
alteración alguna, sin prestar ningún albergue al sufri-
miento ni al espanto. En cuanto al que no es filósofo
acontece lo mismo en la primera parte, pero diversa-
mente en la segunda, pues la impresión que las pasio-
nes procuran, de ningún modo es en él superficial, sino
que va penetrando hasta el lugar donde la razón se en-
cuentra, infeccionándola y corrompiéndola; juzga al
tenor de las pasiones que le trabajan y sus acciones se
conforman con ellas. Ved de un modo concluyente cuál
es el estado del estoico:
XIII. Ceremonias
de la entrevista de reyes
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un igual y más todavía tratándose de un superior no
encontrarse en su casa cuando aquéllos nos anuncia-
ron de antemano visitarnos. La reina de Navarra ad-
vierte a este propósito, que es faltar a la buena usanza
el que un noble abandone su casa, como suele hacerse
con frecuencia, por anticiparse a quien va a visitarle
por grandes títulos que éste tenga, y que es más res-
petuoso y urbano esperarle para acogerle, aunque no
fuese más que por temor de equivocarse de camino, y
que basta con acompañarle cuando acabó su visita. Y
suelo olvidarme de ambas cosas, que tengo por vanos
oficios, y en mi casa hago cuantas economías me son
posibles en lo tocante a fórmulas y ceremonias. Si al-
guien se ofende, me resigno. Mejor es que yo le ofen-
da una vez sola, a que yo lo sea todos los días, lo cual
fuera una perpetua sujeción. ¿Para qué entonces evi-
tar la servidumbre palaciega si uno la lleva a su propio
asilo? Es también una prescripción recibida en todas
las juntas que a los miembros menos importantes co-
rresponde hallarse los primeros en el lugar designado,
con tanta más razón cuanto que a los de mayor cate-
goría corresponde hacer esperar.
No obstante, en la entrevista del pontífice Clemen-
te y del rey Francisco, en Marsella, éste ordenó todos
los requisitos necesarios para el recibimiento y se alejó
de la ciudad, dejando así al papa dos o tres días para que
efectuase su entrada, antes de que el propio soberano
se encontrara junto a él. Del propio modo, cuando el
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papa y el emperador celebraron una entrevista en Bo-
lonia, el segundo dio lugar a aquél para que se halla-
se el primero, llegando el emperador después de él. Es
costumbre generalmente aceptada en las entrevistas de
tales príncipes, que el de mayores prendas se encuentre
antes que los demás en el lugar señalado, aun tratándo-
se de la propia casa del mismo en que la reunión tiene
lugar, para ello se fundan en que tal proceder testifica
que es el de mayor categoría a quien los inferiores van a
buscar, saliéndoles al encuentro.
No sólo cada país, sino cada ciudad y cada profe-
sión tienen usanzas y ceremonias que les son peculia-
res. Yo he sido en mi niñez educado con todo esmero
y he vivido siempre en la buena sociedad; no desco-
nozco, por tanto, las leyes de la cortesía francesa y has-
ta podría enseñarlas. Me gusta practicarlas y seguirlas,
pero no tan servilmente que mi vida y costumbres pa-
dezcan por ello: hay fórmulas penosas que deben dejar
de practicarse por discreción, mas nunca por ignoran-
cia; en este caso no se es por ello menos urbano. He
conocido muchos hombres descorteses por su exceso
de cortesanía, a quienes el ser demasiado formulistas
hacía importunos por todo extremo.
Por lo demás, es un conocimiento muy útil el del
trato de gentes. Como la belleza y la gracia, nos hace
ganar, desde luego, las simpatías de los demás, y así nos
adiestra por el ejemplo de los otros, como nos consien-
te producir el nuestro.
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XIV. Del castigo por obstinarse sin
fundamento en la defensa de una plaza
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estrangular por su obstinación. Igual conducta siguió el
capitán Martín del Bellay, siendo gobernador de Turín,
en esta misma ciudad: el capitán San Bony y todas sus
gentes fueron muertos en la toma de la plaza.
Porque la idea del valor o cobardía del lugar se juz-
gan por la estimación y contrapeso de las fuerzas sitia-
doras (pues tal haría cuerdamente frente a dos culebri-
nas, que cometería la locura de no retirarse ante treinta
cañones), en la cual idea entra también la grandeza del
príncipe conquistador, su reputación y el respeto que le
rodea, socorre el riesgo de inclinar un poco la balanza
de este lado, y acontece por ello que algunos tienen for-
mada tan grande idea de sí mismos y de los medios con
que cuentan, que no pareciéndoles ni verosímil que
haya nada capaz de hacerles frente, pasan a cuchillo allí
donde encuentran resistencia mientras les dura la bue-
na fortuna, como se ve por las fórmulas de intimación
y desafío que empleaban los príncipes de Oriente y sus
sucesores actuales, fiera y altiva e inspirada por un des-
potismo bárbaro. En el lugar por donde los portugue-
ses comenzaron la conquista de las Indias, encontraron
algunos estados en los cuales se practicaba la siguiente
ley universal e inviolable: el enemigo que había sido
vencido en presencia del rey o del lugarteniente de éste,
no tenía ningún derecho a gracia ni rescate.
Es preciso, sobre todo, guardarse, a poder hacer-
lo, de caer en manos de un juez enemigo, victorioso
y armado.
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XV. Castigo de la cobardía
78 | montaigne
una batalla. Este legislador ordenó que los cobardes fue-
sen por espacio de tres días expuestos en la plaza públi-
ca, vestidos de mujer, esperando por tal medio que con
la vergüenza y deshonra recobrasen el valor que habían
perdido. Suffundere malis hominis sanguinem, quam effun-
dere.40 Parece que las leyes romanas imponían también
la muerte a los que incurrían en el delito de huida; pues
Amiano Marcelino dice que el emperador Juliano con-
denó a diez de sus soldados que no volvieron la espalda
en un encuentro con los partos, a la pena de degradación
y luego a la de muerte, según las leyes antiguas como
asegura aquel historiador. En otro pasaje, sin embargo,
dice que se condenaba a los que huían solamente a que
permaneciesen entre los prisioneros, detrás del ejército,
bajo la enseña del bagaje. El duro castigo que aplicó el
pueblo romano a los soldados que huyeron de Canas, y
en la misma guerra a los que siguieron a Fulvio en su de-
rrota, no fue la muerte; mas es de temer que la vergüenza
a que se somete a los soldados, los convierta no ya en
amigos débiles, sino en enemigos declarados.
En tiempo de nuestros padres, el señor de Fran-
get, que fue lugarteniente de la compañía del mariscal
de Chatillón, habiendo sido instituido gobernador de
Fuenterrabía por el mariscal de Chabannes, en sustitu-
ción del señor del Lude, entregó la plaza a los españo-
ensayos completos | 79
les. Por tal proceder fue condenado a la degradación,
y despojado de nobleza; y así su persona como la de
sus descendientes declaradas plebeyas, como tales so-
metidas a impuesto e inhabilitadas, para el ejercicio de
las armas. La sentencia fue ejecutada en Lyon. Análogo
castigo sufrieron después todos los nobles que se halla-
ron en Guisa, cuando entró en esta plaza el conde de
Nansau, y la misma pena se aplicó a otros más tarde. De
todos modos, cuando existe una falta grosera, demos-
trada, de ignorancia o cobardía, que sobrepase lo ordi-
nario, hay razón para tomarla como prueba suficiente
de maldad y malicia y para castigarla como tal.
80 | montaigne
pues suele acontecer que cada cual habla de mejor
gana de cualquiera otra profesión que de la que ejerce,
creyendo con ello adquirir reputación nueva. Buena
prueba de esto es el reproche que dirigió Arquidamo
a Periandro, quien abandonó la medicina para alcanzar
la reputación de poeta detestable. Ved cómo César se
esfuerza para darnos a conocer su competencia en la
construcción de puentes y máquinas de guerra, y cuan-
to menos habla de las cosas propias de su arte, de su
valentía y acierto en la dirección de sus ejércitos: sus
empresas acredítanle de excelente capitán; mas quiere
mostrarse como buen ingeniero, ciencia a la que era
ajeno por completo. Dionisio, El Viejo, era guerrero
consumado como a su situación convenía, pero se es-
forzaba en recomendarse principalmente como poeta,
arte en que casi nada entendía. Un abogado a quien
enseñaron una habitación llena de libros de su profe-
sión y de otras ciencias, no encontró ocasión alguna de
hablar de ellos, pero en cambio se extendió en largas y
magistrales consideraciones sobre el plano de una for-
tificación, colocado en la escalera de la casa, que cien
capitanes y soldados velan todos los días sin reparar ni
parar mientes.
ensayos completos | 81
De esta suerte, todo son desaciertos; de modo que
cada cual debe trabajar sólo en aquello que le compete:
el arquitecto, el pintor, el zapatero, todos en la profesión
que han el elegido y de cuyo desempeño son capaces.
Acostumbro en mis lecturas a fijarme muy deteni-
damente en el oficio de sus autores por el motivo dicho.
Si éstos son exclusivamente literatos, me detengo antes
que en otra cosa en el estilo y lenguaje; si médicos, los
creo de buena fe cuando hablan de la temperatura del
aire, de los temperamentos de los príncipes y de sus
heridas y enfermedades; si jurisconsultos, me atengo
en las controversias del derecho, en las leyes, en los re-
glamentos urbanos y cosas análogas; si teólogos en los
asuntos eclesiásticos, censuras de la iglesia, dispensas y
matrimonios; si cortesanos, en las costumbres y cere-
monias; si guerreros, en lo que a este cargo incumbe, y
principalmente lo que naturalmente se desprende de las
empresas en que individualmente han tomado parte; si
diplomáticos, en las negociaciones, prácticas y conve-
nios políticos y en la manera cómo los condujeron.
Por esta razón diré que lo que en otro autor hubiera
pasado por alto sin inconveniente, llamó por extremo
mi atención en la historia del señor de Langey, hombre
muy entendido en cosas diplomáticas. El caso es como
sigue: luego de haber dado cuenta de las admoniciones
del emperador Carlos V en el consistorio de Roma, en-
contrándose presentes el obispo de Macón y el señor
del Velly, que eran nuestros embajadores, Langey añade
82 | montaigne
que Carlos empleó muchos ultrajes contra Francia;
entre otros, dijo que si sus capitanes y soldados fueran
de la misma valía y competencia militar que los del rey,
desde aquel momento se amarraría una cuerda al cuello
para pedirle misericordia (y algo debía participar de
semejante idea, pues lo repitió dos o tres veces en
distintas ocasiones), desafiando también al rey a pelear
en camisa, con la espada y el puñal, en un barco. Dicho
señor de Langey, siguiendo la relación de su historia,
añade que nuestros embajadores, al dar cuenta a su
soberano de estas cosas disimuláronle la mayor parte,
hasta el extremo de ocultarle las palabras injuriosas que
quedan escritas. Ahora bien; yo encuentro muy extra-
ño que un embajador se permita abusar así de lo que su
deber le ordena comunicar a su soberano; más aún en
ocasión como aquella, viniendo de tal persona y profe-
ridas en asamblea tan importante; paréceme que el de-
ber del servidor es representar fielmente las cosas por
entero, como han acontecido, de suerte que la libertad
de ordenar, colegir y juzgar, queden en poder del sobe-
rano o amo, pues adulterarle u ocultarle la verdad por
temor de que saque de ella alguna torcida consecuencia
y que esto le irrogue perjuicio, y dejarle ignorante de sus
negocios, entiendo que tal proceder incumbe sólo al que
da la ley, no al que la recibe; al curador y maestro, no a
quien debe suponerse inferior, no ya sólo en autoridad,
sino también en prudencia y buen consejo. De todas
ensayos completos | 83
suertes, yo confieso que no quisiera estar servido por
emisarios semejantes en mis exiguos negocios.
Cualquier pretexto nos basta para sustraernos del
mandato que se nos encomienda, pero nos gusta usur-
par el de otro; todos aspiran a tener libertad y a ejer-
cer autoridad, de suerte que al superior nada le es tan
grato de parte de los que le sirven como la obediencia
ingenua y sencilla. Se yerra en el ejercicio de un caso
cuando para obedecerlo se echa mano de la discreción
y no de la sumisión. P. Craso, aquel a quien los roma-
nos estimaron cinco veces feliz, cuando se encontraba
en Asia, mandó a un ingeniero griego que le llevase de
Atenas el más grande de dos palos mayores de navío
que había visto en aquella ciudad, para construir con
él cierta máquina de guerra. El ingeniero, so pretexto
de competencia, tomose la libertad de proceder en el
encargo por voluntad propia, y llevó a P. Craso el más
pequeño, que en su opinión era el más adecuado para el
caso. Craso oyó pacientemente sus razones y castigole
luego con varios latigazos; pues opinaba que el mante-
nimiento de la disciplina interesaba más que la solidez
de la obra que trataba de construir.
Debe considerarse además que la obediencia estric-
ta no es pertinente sino en el caso en que las órdenes sean
bien prefijadas y determinadas. Los embajadores tienen
por lo común una misión más abierta, que en muchos
casos depende de su albedrío; no son sólo simples eje-
cutores, sino que dirigen con su consejo la voluntad del
84 | montaigne
soberano. He visto comisionados que han sido repren-
didos por obediencia estricta, cuando lo que procedía
conforme a la marcha de los negocios no era una suje-
ción tan grande. Los hombres competentes censuran la
costumbre, todavía usada hoy entre los reyes de Persia,
de encomendar tan sin libertad sus instrucciones a sus
agentes y lugartenientes, que éstos se ven precisados a
pedir con frecuencia nuevas órdenes, tardías en llegar
por lo dilatado de aquel imperio, lo cual ha producido
frecuentes perjuicios en los negocios del Estado. Y Cra-
so, dirigiéndose para su encargo del mástil a una persona
del oficio y anunciándola el uso a que lo destinaba, ¿no
parece que solicitaba una opinión sobre su acuerdo, y
que invitaba a aquélla a interponer su dictamen?
ensayos completos | 85
miedo ha llevado a la insensatez, y hasta en los más se-
guros de cabeza, mientras tal pasión domina, engendra
terribles alucinaciones.
Dejando a un lado el vulgo, a quien el miedo
representa ya sus bisabuelos que salen del sepulcro
envueltos en sus sudarios, ya brujos en forma de lo-
bos, ya duendes y quimeras, hasta entre los soldados,
a quienes el miedo parece que debía sorprender me-
nos, cuantas veces les ha convertido un rebaño de
ovejas en escuadrón de coraceros; rosales y cañave-
rales en caballeros y lanceros, amigos en enemigos,
la cruz blanca en la cruz roja y viceversa. Cuando el
condestable de Borbón se apoderó de Roma, un por-
taestandarte que estaba de centinela en el barrio de
San Pedro, fue acometido de tal horror, que a la pri-
mera señal de alarma se arrojó por el hueco de una
muralla, con la bandera en la mano, fuera de la ciu-
dad, yendo a dar en derechura al sitio donde se en-
contraba el enemigo, pensando guarecerse dentro de
la ciudad; cuando vio las tropas del condestable, que
se aprestaban en orden de batalla, creyendo que eran
los de la plaza que iban a salir, conoció su situación y
volvió a entrar por donde se había lanzado, hasta in-
ternarse trescientos pasos dentro del campo. No fue
tan afortunado el enseña del capitán Julle, cuando se
apoderaron de la plaza de San Pablo el conde de Bu-
rén y el señor de Reu, pues dominado por un miedo
horrible arrojose fuera de la plaza por una cañonera
86 | montaigne
y fue descuartizado par los sitiadores. En el cerco de
la misma fue memorable el terror que oprimió, sobre-
cogió y heló el ánimo de un noble que cayó en tierra
muerto en la brecha, sin haber recibido herida algu-
na. Terror análogo acomete a veces a muchedumbres
enteras. En uno de los encuentros de Germánico
con los alemanes, dos gruesas columnas de ejército
partieron, a causa del horror que de ellas se apoderó,
por dos caminos opuestos; una huía de donde salía la
otra. Ya nos pone alas en los talones, como aconteció
a los dos primeros, ya nos deja clavados en la tierra
y nos rodea de obstáculos como se lee del empera-
dor Teófilo, quien en una batalla que perdió contra
los agarenos, quedó tan pasmado y transido que se
vio imposibilitado de huir, adeo pavor etiam auxilia
formidat,44 hasta que uno de los principales jefes de
su ejército, llamado Manuel, le sacudió fuertemente
cual si le despertara de un sueño profundo, y le dijo:
«Si no me seguís, os mataré; pues vale más que per-
dáis la vida que no que caigáis prisionero y perdáis el
imperio.» Expresa el miedo su última fuerza cuan-
do nos empuja hacia los actos esforzados, que antes
no realizamos faltando a nuestro deber y a nuestro
honor. En la primera memorable batalla que los ro-
manos perdieron contra Aníbal, bajo el consulado de
Sempronio, un ejército de diez mil infantes a quien
ensayos completos | 87
acometió el espanto, no viendo sitio por donde es-
capar cobardemente, arrojose al través del grueso
de las columnas enemigas, las cuales deshizo por un
esfuerzo maravilloso causando muchas bajas entre
los cartagineses. Así, afrontando igual riesgo como el
que tuvieran que haber desplegado para alcanzar una
gloriosa victoria, huyeron vergonzosamente.
Nada me horroriza más que el miedo y a nada
debe temerse tanto como al miedo; de tal modo so-
brepuja en consecuencias terribles a todos los demás
accidentes. ¿Qué desconsuelo puede ser más intenso
ni más justo que el de los amigos de Pompeyo, quie-
nes encontrándose en su navío fueron espectadores
de tan horrorosa muerte? El pánico a las naves egip-
cias, que comenzaban a aproximárseles, ahogó, sin
embargo, de tal suerte el primer movimiento de sus
almas, que pudo advertirse que no hicieron más que
apresurar a los marineros para huir con toda la dili-
gencia posible, hasta que llegados a Tiro, libres ya de
todo temor, convirtieron su pensamiento a la pérdida
que acababan de sufrir y dieron rienda suelta a lamen-
taciones y lloros, que la otra pasión, más fuerte toda-
vía, había detenido en sus pechos.
88 | montaigne
Hasta a los que recibieron buen número de heridas
en algún encuentro de guerra, ensangrentados todavía,
es posible hacerlos coger las armas el día siguiente; mas
los que tomaron miedo al enemigo ni siquiera osarán
mirarle a la cara. Los que viven en continuo sobresalto
por temer de perder sus bienes, y ser desterrados o sub-
yugados, están siempre sumidos en angustia profunda;
ni comen ni beben con el necesario repeso, en tanto
que los pobres, los desterrados y los siervos, suelen vi-
vir alegremente. El número de gentes a quienes el mie-
do ha hecho ahorcarse, ahogarse y cometer otros actos
de desesperación, nos enseña que es más importuno o
insoportable que la misma muerte.
Reconocían los griegos otra clase de miedo que no
tenía por origen el error de nuestro entendimiento, y
que según ellos procedía de un impulso celeste; pue-
blos y ejércitos enteros veíanse con frecuencia poseí-
dos por él. Tal fue el que produjo en Cartago una de-
solación horrorosa: se oían voces y gritos de espanto;
veíase a los moradores de la ciudad salir de sus casas
dominados por la alarma, atacarse, herirse y matarse
unos a otros como si hubieran sido enemigos que tra-
taran de apoderarse de la ciudad: todo fue desorden y
furor hasta el momento en que por medio de oraciones
y sacrificios aplacaron la ira de los dioses. A este miedo
llamaron los antiguos terror pánico.
ensayos completos | 89
XVIII. Que no debe juzgarse de nuestra
dicha hasta después de la muerte
90 | montaigne
tes de Corinto; de un conquistador de medio mundo y
emperador de tantos ejércitos, la desdicha hizo un su-
plicante miserable de los auxiliares de un rey de Egip-
to: a tal precio alcanzó Pompeyo que su vida se pro-
longara cinco o seis meses más. En tiempo de nuestros
padres, Ludovico Sforza, décimo duque de Milán, bajo
cuyo dominio Italia había permanecido tanto tiempo,
murió prisionero en Loches, después de haber perma-
necido diez años encarcelado. La más hermosa de las
reinas, viuda del rey más grande de toda la cristiandad,
¿no acaba de sucumbir bajo la mano de un verdugo?
¡Crueldad indigna y bárbara! Miles de ejemplos seme-
jantes podrían citarse, pues parece que así como las
tormentas y tempestades se indignan contra la altivez
y orgullo de nuestras fábricas hay también allá arriba
envidiosos espíritus de las grandezas de aquí abajo;
ensayos completos | 91
edificado en dilatados años, haciéndonos exclamar
con Laberio:
Nimirum ac die
una plus vixi mihi, quam vivendum fuit.48
92 | montaigne
Nam verae voces tum demum pectore ab imo
ejiciuntur; et eripitur persona manet res.49
ensayos completos | 93
cia, cuyos progresos maravillosos avanzaban sin cesar,
en la flor de su crecimiento; alguien cuyos designios,
según mi manera de ver, no podían ser interrumpidos;
cumplíase su voluntad, en cuanto pretendía, en mayor
grado todavía de lo que sus esperanzas, deseaban, y so-
brepasó con su muerte el poder y renombre a que por
sus acciones con su vida aspirara. Al juzgar la vida de
mis semejantes miro siempre cual ha sido su fin, y para
estudiar la mía, examino lo que en ella hay de bueno,
esto es, lo tranquilo y apagado.
94 | montaigne
prueban vayan por distintos caminos. Si de otra mane-
ra ocurriese, se las desdeñaría desde luego, pues ¿quién
pararía en el que afirmara que el designio que debemos
perseguir es el dolor y la malandanza? Las disensiones
entre las diversas sectas de filósofos en este punto son
sólo aparentes; transcurramus solertissimas nugas;50 hay
en ellas más tesón y falta de buena fe de las que deben
existir en una profesión tan santa; mas sea cual fuere el
personaje que el hombre pinte, siempre se hallarán en
el retrato las huellas del pintor.
Cualesquiera que sean las ideas de los filósofos, aun
en lo tocante a la virtud misma, el último fin de nuestra
vida es el deleite. Pláceme hacer resonar en sus oídos esta
palabra que les es tan desagradable, y que significa el pla-
cer supremo y excesivo contentamiento, cuya causa ema-
na más bien del auxilio de la virtud que de ninguna otra
ayuda. Tal voluptuosidad por ser más vigorosa, nerviosa,
robusta, viril, no deja de ser menos seriamente volup-
tuosa, y debemos darla el nombre de placer, que es más
adecuado, dulce y natural, no el de vigor, de donde hemos
sacado el nombre. La otra voluptuosidad, más baja, si me-
reciese aquel hermoso calificativo debiere aplicárselo en
concurrencia, no como privilegio: encuéntrola yo menos
pura de molestias y dificultades que la virtud, y además la
satisfacción que acarrea es más momentánea, fluida y ca-
duca; la acompañan vigilias y trabajos, el sudor y la sangre,
ensayos completos | 95
y estas pasiones en tantos modos devastadoras, produ-
cen saciedad tan grande que equivale a la penitencia. Nos
equivocamos grandemente al pensar que semejantes que-
brantos aguijonean y sirven de condimento a su dulzura
(al modo como en la naturaleza se vivifica con lo que le es
contrario); y también al asegurar cuando volvemos a la vir-
tud, que parecidos actos la hacen austera e inaccesible, allí
donde mucho más propiamente que a la voluptuosidad
ennoblecen, aguijonean y realzan el placer divino y per-
fecto que nos proporciona. Es indigno de la virtud quien
examina y contrapesa su coste según el fruto, y desconoce
su uso y sus gracias. Los que nos instruyen diciéndonos
que su adquisición es escabrosa y laboriosa y su goce pla-
centero, ¿que nos prueban con ello sino que es siempre
desagradable? porque ¿qué medio humano alcanza nunca
al goce absoluto? Los más perfectos se conforman bien de
su grado con aproximarse a la virtud sin poseerla. Pero se
equivocan en atención a que de todos los placeres que co-
nocemos el propio intento de alcanzarlos es agradable: la
empresa participa de la calidad de la cosa que se persigue,
pues es una buena parte del fin y consustancial con él. La
beatitud y bienandanza que resplandecen en la virtud ilu-
minan todo cuanto a ella pertenece y rodea, desde la en-
trada primera, hasta la más apartada barrera.
Es, pues, una de las principales ventajas que la vir-
tud proporciona el menosprecio de la muerte, el cual
provee nuestra vida de una dulce tranquilidad y nos
suministra un gusto puro y amigable, sin que ninguna
96 | montaigne
otra voluptuosidad sea extinta. He aquí por qué todas
las máximas convienen en este respecto; y aunque nos
conduzcan de un común acuerdo a desdeñar el dolor,
la pobreza y las otras miserias a que la vida humana está
sujeta, esto no es tan importante como el ser indife-
rentes a la muerte, así porque esos accidentes no pesan
sobre todos (la mayor parte de los hombres pasan su
vida sin experimentar la pobreza, y otros sin dolor ni
enfermedad, tal Xenófilo el músico, que vivió ciento
seis años en cabal salud), como porque la muerte pue-
de ponerlas fin cuando nos plazca, y cortar el hilo de
todas nuestras desdichas. Mas la muerte es inevitable:
ensayos completos | 97
si saxum Tantalo, semper impendet.52 Con frecuencia
nuestros parlamentos mandan ejecutar a los criminales
al lugar donde el crimen se cometió; durante el camino
hacedles pasar por hermosas casas, dispensadles tantos
agasajos como os plazca,
98 | montaigne
tormentos? El remedio del vulgo es no pensar en ella,
mas ¿de qué brutal estupidez puede provenir una tan
grosera ceguetud? Preciso le es hacer embridar al asno
por el rabo:
ensayos completos | 99
dejar de pensar en cosa tan lejana sería locura. ¡Pues qué!,
a jóvenes y viejos ¿no sorprende la muerte de igual modo?
A todos los atrapa como si acabaran de nacer; además no
hay ningún hombre por decrépito que sea, que acordán-
dose de Matusalén no piense tener por lo menos todavía
veinte años en el cuerpo. Pero, ¡oh pobre loco!, ¿quién ha
fijado el término de tu vida? ¿Acaso te fundas para creer
que sea larga, en el dictamen de los médicos? Más te va-
liera fijarte en la experiencia diaria. A juzgar por la marcha
común de las cosas, tú vives por gracia extraordinaria; has
pasado ya los términos acostumbrados del vivir. Y para
que te persuadas de que así es la verdad, pasa revista entre
tus conocimientos, y verás cuántos han muerto antes de
llegar a tu edad; muchos más de los que la han alcanzado,
sin duda. Y de los que han ennoblecido su vida con el lus-
tre de sus acciones, toma nota, y yo apuesto a que hallarás
muchos más que murieron antes que después de los trein-
ta y cinco años. Es bien razonable y piadoso tomar ejemplo
de la humanidad misma de Jesucristo, que acabó su vida a
los treinta y tres años. El hombre más grande, pero que fue
sólo hombre, Alejandro, no alcanzó tampoco mayor edad.
¡Cuántos medios de sorprendernos tiene la muerte!
100 | montaigne
Dejando a un lado las calenturas y pleuresías,
¿quién hubiese jamás pensado que todo un duque de
Bretaña hubiera de ser ahogado por la multitud como
lo fue éste a la entrada del papa Clemente, mi paisano,
en Lyon? ¿No has visto sucumbir en un torneo a uno
de nuestros reyes, en medio de fiestas y regocijos? Y
uno de sus antepasados, ¿no murió de un encontrón
con un cerdo? Amenazado Esquilo de que una casa se
desplomaría sobre él, para nada le sirvió la precaución
ni el estar alerta pues pereció del golpe de una tortu-
ga que en el aire se había desprendido de las garras de
un águila; otro halló la muerte atravesando el grano de
una pasa; un emperador con el arañazo de un peine,
estando en su tocador; Emilio Lépido por haber trope-
zado en el umbral de la puerta de su casa; Aufidio por
haber chocado al entrar contra la puerta de la cámara
del Consejo; y hallándose entre los muslos de mujeres,
Cornelio Galo, pretor; Tigilino, capitán del Gueto en
Roma; Ludovico, hijo de Guido de Gonzaga, marqués
de Mantua. Más indigno es que acabaran del mismo
modo Espeusipo filósofo platónico, y uno de nuestros
pontífices. El infeliz Bebio, juez, mientras concedía el
plazo de ocho días en una causa, expiró repentinamen-
te; Cayo Julio, médico, dando una untura en los ojos de
un enfermo vio cerrarse los suyos, y en fin si bien se me
consiente citaré a un hermano mío, el capitán San Mar-
tín, de edad de veintitrés años, que había dado ya testi-
monio de su valer: jugando a la pelota recibió un golpe
102 | montaigne
danzan otros, mas de la muerte nadie habla. Todo esto
es muy hermoso, pero cuando el momento les llega, a sí
propios, o, a sus mujeres, hijos o amigos, les sorprende
y los coge de súbito y al descubierto. ¡Y qué tormentos,
qué gritos, qué rabia y qué desesperación les domina!
¿Visteis alguna vez nada tan abatido, cambiado ni con-
fuso? Necesario es ser previsor. Aun cuando tal estúpi-
da despreocupación pudiese alojarse en la cabeza de un
hombre de entendimiento, lo cual tengo por imposible,
bien cara nos cuesta luego. Si fuera enemigo que pu-
diéramos evitar, yo aconsejaría tomar armas de la co-
bardía, pero como no se puede, puesto que nos atrapa
igual al poltrón y huido que al valiente y temerario
104 | montaigne
No sabemos dónde la muerte nos espera; aguardé-
mosla en todas partes. La premeditación de la muer-
te es premeditación de libertad; quien ha aprendido a
morir olvida la servidumbre; no hay mal posible en la
vida para aquel que ha comprendido bien que la priva-
ción de la misma no es un mal: saber morir nos libra de
toda sujeción y obligación. Paulo Emilio respondió al
emisario que lo envió su prisionero el rey de Macedo-
nia para rogar que no le condujera en su triunfo: «Que
se haga la súplica a sí mismo.»
A la verdad en todas las cosas, si la naturaleza no vie-
ne en ayuda, es difícil que ni el arte ni el ingenio las hagan
prosperar. Yo no soy melancólico, sino soñador. Nada
hay de que me haya ocupado tanto en toda ocasión como
de pensar en la muerte, aún en la época más licenciosa
de mi edad: Jucundum quum aetas florida ver ageret.61
Hallándome entre las damas y en medio de diversio-
nes y juegos, alguien creía que mi duelo era ocasiona-
do por la pasión de los celos, o por alguna esperanza
defraudada; sin embargo, en lo que pensaba yo era en
alguno que habiendo sido atacado los días precedentes
de unas calenturas, al salir de una fiesta parecida a la
en que yo me encontraba, con la cabeza llena de ilusio-
nes y el espíritu de contento, murió rápidamente, y a
mi memoria venía aquel verso de Lucrecio: Jam fuerit,
106 | montaigne
vida me apresuro a rematarlo; todo plazo se me antoja
largo, hasta el de una hora.
Alguien hojeando el otro día mis apuntes encon-
tró una nota de algo que yo quería que se ejecutara
después de mi muerte; yo le dije, como era la verdad,
que hallándome cuando la escribí a una legua de mi
domicilio, sano y vigoroso, habíame apresurado a
asentarla, porque no tenía la certeza de llegar hasta
mi casa. Ahora en todo momento me encuentro pre-
parado, y la llegada de la muerte no me sorprenderá,
ni me enseñará nada nuevo. Es preciso estar siempre
calzado y presto a partir tanto como de nosotros de-
penda, y sobre todo guardar todas las fuerzas de la
propia alma para el caso: Quid brevi fortes jaculamur
aevo, multa?64 de todas habremos menester para tal
trance. Uno se queja más que de la muerte por que le
interrumpe la marcha de una hermosa victoria; otro
por que le es preciso largarse antes de haber casado
a su hija o acabado la educación de sus hijos; otro la-
menta la separación de su mujer, otro la de su hijo,
como comodidades principales de su vida. Tan prepa-
rado me encuentro, a Dios gracias, para la hora final,
que puedo partir cuando al Señor le plazca, sin dejar
por acá sentimiento de cosa alguna. De todo procuro
desligarme. Jamás hombre alguno se dispuso a aban-
donar la vida con mayor calma, ni se desprendió de
y el constructor dice:
108 | montaigne
que su destino cortase el hilo de la historia que tenía
entre manos, en el quince o dieciséis de nuestros reyes.
110 | montaigne
en buena salud, y así yo me conduzco, con tanta más ra-
zón cuanto que en mí comienza ya a flaquear el amor a
las comodidades y la práctica del placer. Veo la muerte
con mucho menos horror que antes, lo cual me permite
esperar que cuanto más viejo sea, más me resignaré a la
pérdida de la vida. En muchas circunstancias he tenido
ocasión de experimentar la verdad del dicho de César,
quien aseguraba que las cosas nos parecen más gran-
des de lejos que de cerca, y así, en perfecta salud, he
tenido más miedo a las enfermedades que cuando las
he sufrido. El contento que me domina, el placer y la
salud, muéstrame el estado contrario tan distinto, que
mi fantasía abulta por lo menos el mal, el cual creo más
duro estando sano que pesando sobre mí. Espero que
lo propio me acontecerá con la muerte.
Estas mutaciones y ordinarias alternativas nos
muestran cómo la naturaleza nos hace apartar la vista de
nuestra pérdida y empeoramiento. ¿Qué le queda a un
viejo del vigor de su juventud y de su existencia pasada?
112 | montaigne
Conviértese en dueña de sus concupiscencias y
pasiones, dueña de la indigencia, de la vergüenza, de
la pobreza y de todas las demás injurias de la fortuna.
Gane quien para ello disponga de fuerzas tal ventaja.
Tal es la soberana y verdadera libertad que nos comu-
nica la facultad de reírnos de la fuerza y la injusticia, a
la vez que la de burlamos de los grillos y de las cadenas.
In manices et
compedibus, saevo, te sub custode tenebo.
Ipse deus, simul atque volam, me solvet opinor,
hoc sentit: moriar. Mors ultima linea rerum est.72
114 | montaigne
Vuestro fin es uno de los componentes del orden del uni-
verso, es uno de los accidentes de la vida del mundo.
116 | montaigne
Non allum videre patres, aliumve nepotes
adspicient.78
118 | montaigne
Multo... mortem minus ad nos esse putandum.
Si minus esse potest, quam quod nihil esse videmus.84
120 | montaigne
le concede por el dios mismo del tiempo, por Saturno,
su padre. Imaginad cuánto más perdurable sería la vida
y cuán menos soportable al hombre, y cuanto más pe-
nosa de lo que lo es la que yo le he dado. Si la muerte no
se hallare al cabo de vuestros días, me maldeciríais sin
cesar por haberos privado de ella. De intento he mez-
clado, alguna amargura, para impediros, en vista de la
comodidad de su uso, el abrazarla con demasiada avi-
dez, con indiscreción extremada. Para llevaros a una tal
moderación, para que no huyáis de la vida ni tampoco
de la muerte que exijo de vosotros, he entreverado la
una y la otra de dulzores y amarguras. Enseñé a Tha-
les, el primero de vuestros sabios, que el morir y el vivir
eran cosas indiferentes, por eso al que le preguntó por
qué no moría, respondiole prudentísimamente: Porque
da lo mismo. El agua, la tierra, el aire, el fuego y otros
componentes de mi edificio, así son instrumentos de tu
vida como de tu muerte. ¿Por qué temes tu último día?
Tu último día contribuye lo mismo a tu muerte que
los anteriores que viviste. Él último paso no produce
la lasitud, la confirma. Todos los días van a la muerte:
el último llega.» Tales son los sanos advertimientos de
nuestra madre naturaleza.
Con frecuencia he considerado por qué en las gue-
rras, el semblante de la muerte, ya la veamos en nosotros
mismos ya en los demás, nos espanta mucho menos que
en nuestras casas (si así no fuera compondríanse los ejér-
citos de médicos y de llorones); y siendo la muerte lo
122 | montaigne
pongo todo esmero y cuidado en huirla, por carecer de
fuerzas para resistir su influjo. De buen grado pasaría
mi vida rodeado sólo de gentes sanas y alegres, pues la
vista de las angustias del prójimo angustíame material-
mente, y con frecuencia usurpo las sensaciones de un
tercero. El oír una tos continuada irrita mis pulmones
y mi garganta; peor de mi grado visito a los enfermos
cuya salud deseo, que aquellos cuyo estado no me in-
teresa tanto: en fin, yo me apodero del mal que veo y
lo guardo dentro de mí. No me parece maravilla que la
sola imaginación produzca las fiebres y la muerte de los
que no saben contenerla. Hallándome en una ocasión
en Tolosa en casa de un viejo pulmoníaco, de abundan-
te fortuna, el médico que le asistía, Simón Thomas, fa-
cultativo acreditado, trataba con el enfermo de los me-
dios que podían ponerse en práctica para curarle y le
propuso darme ocasión para que yo gustase de su com-
pañía; que fijara sus ojos en la frescura de mi semblante
y su pensamiento en el vigor y alegría en que mi adoles-
cencia rebosaba, y que llenase todos sus sentidos de tan
floreciente estado; así decía el médico al enfermo que
su situación podría cambiar, pero olvidábase de añadir
que el mal podría comunicarse a mi persona. Galo Vi-
bio aplicó tan bien su alma a la comprensión de la esen-
cia y variaciones de la locura que perdió el juicio; de
tal suerte que fue imposible volverle a la razón. Pudo,
pues, vanagloriarse de haber llegado a la demencia por
un exceso de juicio. Hay algunos condenados a muer-
124 | montaigne
En el Vitry, vi a un sujeto a quien el obispo de
Soissons había confirmado con el nombre de Germán;
todas las personas de la localidad le conocieron como
mujer hasta la edad de veintidós años, y le llamaban
María. Era, cuando yo le conocí, viejo, bien barbado
y soltero, y contaba que, habiendo hecho un esfuerzo
al saltar, aparecieron sus miembros viriles. Aún hoy
hay costumbre entre las muchachas del Vitry de can-
tar unos versos que advierten el peligro de dar grandes
brincos, que podría exponerlas a verse en la situación
de María-Germán. No es maravilla encontrar con fre-
cuencia el accidente referido, pues si la imaginación
ofrece poder en cosas tales, está además tan de conti-
nuo y tan fuertemente identificada con ellas, que para
no volver al mismo pensamiento y vivo deseo, procede
mejor la fantasía al incorporar de una vez para siempre
la parte viril en las jóvenes.
A la fuerza de imaginación atribuyen algunos las
cicatrices del rey Dagoberto y las llagas de san Fran-
cisco. Otros, el que los cuerpos se eleven de la tierra.
Refiere Celso que un sacerdote levantaba su alma en
éxtasis tan grande, que su cuerpo permanecía largo es-
pacio sin respiración ni sensibilidad. San Agustín habla
de otro a quien bastaba sólo oír gritos lastimeros, para
ser trasportado instantáneamente tan fuera de sí, que
era del todo inútil alborotarle, gritarle, achicharrarle y
pincharle hasta que recobraba de nuevo los sentidos.
Entonces declaraba haber oído voces, que al parecer
126 | montaigne
como esperado y casi irremediable, pesábale menos la
preocupación. Cuando tuvo ocasión, libremente (en-
contrándose su pensamiento despejado y a sus anchas,
y su cuerpo en la situación normal), de comunicar y
sorprender el entendimiento ajeno, quedó curado por
completo. La desdicha de que hablo no debe temerse
sino en los casos en que nuestra alma se encuentre ex-
traordinariamente embargada por el deseo y el respeto,
y también allí donde todo lo allanó la facilidad y la ur-
gencia precisa. Yo sé de alguien a quien procuró medio
el satisfacerse en otra parta para calmar los ardores de
su furor, y que por la edad se encuentra menos impo-
tente precisamente por ser menos potente; y de otro, a
quien ha sido de utilidad grandísima el que un amigo le
haya asegurado que se encuentra, provisto de una con-
trabatería de encantamientos, seguros a preservarle.
Pero mejor será que refiera el caso menudamente.
Un conde de alcurnia distinguida, de quien yo era
amigo íntimo, se casó con una hermosa dama que antes
había sido muy solicitada y requerida por uno de los que
asistían a la boda. El desposado hizo entrar en cuidado a
sus amigos, principalmente a una dama de edad, parien-
ta suya, en cuya casa tenía lugar la ceremonia, presidida
por una mujer humorosa de estas brujerías, quien así
me lo confesó. Por casualidad guardaba yo en mi cofre
una piececita de oro delgada, que tenía grabadas algu-
nas figuras celestes y que era remedio eficaz contra las
insolaciones y el dolor de cabeza, colocándola, en la su-
128 | montaigne
y se aplicara la medalla que con él iba sujeta a los riño-
nes, teniendo el cuerpo en determinada posición; y por
último que, después de haber practicado escrupulosa-
mente todas mis instrucciones sujetara bien el cordón,
a fin de que no pudiera desatarse ni moverse del lugar
en que lo tenía, y que se dirigiese con tranquilidad com-
pleta a su labor, sin olvidarse de tender mi traje sobre
la cama, de modo que los cubriera a los dos. Todas es-
tas patrañas constituyen lo principal del efecto; nuestra
mente no puede rechazar el que medios tan extraños no
procedan de alguna ciencia abstrusa; su insignificancia
misma los reviste de autoridad, y hace que se respeten.
En conclusión; es lo cierto que los signos de la meda-
lla se mostraron más venéreos que solares, más activos
que prohibitivos. Fue un capricho repentino y malicio-
so lo que me invitó a tal acción, alejado por lo demás
de mi naturaleza. Soy enemigo de las acciones sutiles
y fingidas; odio las finezas, no sólo las recreativas, sino
también las provechosas. Si el acto en sí mismo no es
vicioso, en cambio el procedimiento sí lo es.
Amasis, rey de Egipto, se casó con Laodice, her-
mosísima joven griega. Mas el soberano, que se había
mostrado vigoroso con las demás mujeres, no acertó
a disfrutar de Laodice y la amenazó con darla muer-
te, creyendo que la causa de su debilidad fuera cosa
de brujería. Para remediar la desdicha recomendole la
dama la práctica de actos devotos, y habiendo ofreci-
do a Venus ciertas promesas, encontrose divinamen-
130 | montaigne
de ello no hemos menester, y se aplaca, más importuna-
mente todavía, cuando tenemos necesidad de lo contra-
rio. Tan imperiosamente se opone a nuestra voluntad,
que rechaza con altivez y obstinación indomables lo
mismo nuestras solicitaciones mentales que las manua-
les. Sin embargo de que se censura su rebelión y por ello
se la condena, si estuviese yo encargado de defender su
proceder, acaso hiciera cómplices a los otros miembros,
sus compañeros, de haberle motejado por pura envidia
de la importancia y dulzura de sus funciones; de haber
todos juntos conspirado contra él y de hacerle cargar
con la responsabilidad de una culpa común. Conside-
rad, si no, si hay siquiera una sola parte de nuestro cuer-
po que no se oponga con frecuencia más que sobrada a
la determinación de nuestra voluntad. Cada cual tiene
sus pasiones propias que la despiertan o adormecen sin
nuestro con sentimiento. ¡Cuántas veces declara nues-
tro rostro los pensamientos que guardamos secretos
y nos traiciona ante las personas que nos rodean! La
causa misma que vivifica el órgano de que hablo anima
también, sin que nos demos cuenta de ello, el corazón,
el pulmón y el pulso; la vista de un objeto grato esparce
imperceptiblemente en nosotros la llama de una emo-
ción febril. ¿Acaso son sólo los músculos y las venas los
que se aplacan o ponen rígidos, sin licencia, no ya sólo
de nuestra voluntad, sino tampoco de nuestro pensa-
miento cabe? No ordenamos a nuestros cabellos que se
ericen, ni a nuestras carnes que tiemblen por el deseo o
132 | montaigne
lo mismo la facultad de hacerlo cuando lo tuviéramos
por conveniente.
Mas nuestra voluntad, a que acusamos de impo-
tencia en este particular, podríamos igualmente cen-
surarla de rebelión y sedición en otros puntos por su
desorden y desobediencia. ¿Quiere en toda ocasión
lo que desearíamos que quisiera? ¿No sucede muchas
veces que anhela aquello que la prohibimos, precisa-
mente lo que nos daña? ¿Acaso se deja conducir por
los principios de nuestra razón? En conclusión diré,
en beneficio de mi defendido que me place considerar
que su causa está inseparable e indistintamente unida a
la de un consocio; y sin embargo, aquél sólo carga con
los vidrios rotos, y por argumentos y cargos tales, vista
la condición de las partes, no pueden en modo alguno
pertenecer ni concernir a dicho consocio, pues el fin de
éste es a veces invitar a destiempo, pero nunca oponer-
se, y también invitar sin esfuerzo, todo o cual es prueba
palmaria de la animosidad e ilegalidad de los acusado-
res. De todos modos, protestando que los abogados
y jueces pierden el tiempo al emitir quejas y formular
sentencias, la naturaleza seguirá la marcha que le aco-
mode y habrá obrado acertadamente aun cuando haya
dotado a este miembro de algún privilegio particular,
como autora de la única obra inmortal entre los mor-
tales. Por eso consideraba Sócrates la generación como
acto divino, y el amor como deseo de inmortalidad y
espíritu inmortal.
134 | montaigne
forma idéntica. Jura mi testigo que para economizar el
gasto, pues el enfermo pagaba como si las hubiera reci-
bido, la mujer de éste le presentó varias veces sólo agua
tibia; el efecto nulo descubrió el engaño, y por haber
encontrado inútiles las últimas, fue necesario volver a
las preparadas por la farmacopea.
Una mujer que creía haber tragado un alfiler con el
pan que comía, gritaba y se atormentaba como si sintie-
ra en la garganta un dolor insoportable, donde, a su enten-
der, teníalo detenido; pero como no había hinchazón
ni alteración en la parte exterior, una persona hábil
que estaba junto a ella consideró que la cosa no era
más que aprensión, que obedecía a algún pedacito de
pan que la había arañado al pretender tragarlo; hizo vo-
mitar a la mujer y puso a escondidas en lo que arrojó un
alfiler torcido. La paciente, creyendo en realidad haber-
lo expulsado, sintiose de pronto libre de todo mal y do-
lor. Sé que un caballero que había dado un banquete a
varias personas de la buena sociedad y se vanagloriaba
por pura broma, pues, la cosa no era cierta, de haber he-
cho comer a sus invitados un pastel de gato; una seño-
rita de las convidadas se horrorizó tanto al saberlo que
cayó enferma con calenturas, perdió el estómago y fue
imposible salvarla. Los animales mismos vense como
nosotros sujetos al influjo de la imaginación; acredítan-
lo los perros que se dejan sucumbir de dolor a causa,
de la muerte de sus amos; vémoslos ladrar y agitarse
en sueños, y a los caballos relinchar y desasosegarse.
136 | montaigne
en el cuerpo de las criaturas que paren, los signos de sus
caprichos, como la que parió un moro. A Carlos, em-
perador y rey de Bohemia, fue presentada una mucha-
cha cubierta de pelos erizados, cuya madre decía haber
sido así concebida a causa de una imagen de san Juan
Bautista que tenía colgada junto al lecho.
Lo propio acontece a los animales, como vemos
por las ovejas de Jacob y por las perdices que la nieve
blanquea en las montañas. Poco ha viose en mi casa un
gato que acechaba a un pájaro colocado en lo alto de
un árbol; los ojos del uno estuvieron clavados en los
del otro un corto tiempo y luego el pájaro se dejó caer
como muerto entre las patas del gato, bien trastorna-
do por su propia imaginación, bien atraído por alguna
fuerza peculiar del felino. Los amantes de la caza de
halconería conocen el cuento del halconero, que, fijan-
do obstinadamente su mirada en la de un milano que
volaba, apostaba que le hacía dar en tierra por virtud de
la sola fuerza de su mirada, y ganaba la apuesta, según
cuentan; pues debo advertir que las historias que trai-
go aquí a colación déjolas sobre la conciencia de aque-
llos en quienes las encontré. Mías son las reflexiones,
que pueden demostrarse por la razón, sin echar mano
de casos particulares. Cada cual puede acomodar a la
doctrina sus ejemplos, y quien no los tenga, que no sea
incrédulo, en atención a número y variedad de los fe-
nómenos de la naturaleza. Si me sirvo de ejemplos que
no cuadran exactamente con los asuntos de que hablo,
138 | montaigne
juramento ante un juez, y por íntimo trato que tuvie-
ran con un hombre rechazarían igualmente el respon-
der con plenitud de sus intenciones. Tengo por menos
aventurado escribir sobre las cosas pasadas que sobre
las presentes, entre otras razones porque en las prime-
ras el escritor no tiene que dar cuenta sino de una ver-
dad prestada.
Me invitan algunos a relatar los sucesos de mi tiem-
po, considerando que los veo con ojos menos desapa-
cibles que los demás, y más de cerca, por la proximidad
en que la fortuna me ha puesto de los jefes de los dis-
tintos partidos. Pero no saben aquéllos que por alcan-
zar la gloria de Salustio no me procuraría ningún mal
rato, como enemigo jurado que soy de toda obligación
asidua y constante; ni que nada hay tan contrario a mi
estilo como una narración dilatada. Falto de alientos,
deténgome a cada momento. Ignoro más que una cria-
tura los vocablos y frases que se aplican a las cosas más
comunes; por eso he tomado a mi cargo el escribir sólo
sobre aquellas materias que se acomodan a mis fuerzas.
Si me impusiera un asunto determinado, mi medida po-
dría faltar a la suya, y como la libertad mía es tan grande,
emitiría juicios que, en mi sentir mismo y conforme a
las luces de la razón, serían injustos y censurables.
Plutarco nos diría seguramente que en sus obras no
es él responsable, si todos sus ejemplos no son entera-
mente auténticos; que fueran útiles a la posteridad y es-
tuvieran presentados de modo que nos encaminaran a la
140 | montaigne
íntimos deseos en su mayor número, nacen y se alimentan
a costa de nuestros semejantes. Todo lo cual considerado,
me convence de que la naturaleza no se contradice en este
punto en su marcha general, pues los naturalistas aseguran
que el nacimiento, nutrición y multiplicación de cada cosa
tiene su origen en la corrupción y acabamiento de otra.
142 | montaigne
Ejemplos tales, que parecen peregrinos, no lo son si
consideramos (lo cual experimentamos ordinariamente),
cuánto la costumbre embota nuestros sentidos. No nos
precisa conocer lo que se nos relata de los vecinos de
las cataratas del Nilo; ni lo que los filósofos juzgan de
la música celeste; o sea que estos cuerpos, siendo como
son sólidos y lisos, cuando se frotan y chocan unos con
otros, por virtud de sus movimientos, no pueden dejar
de producir una harmonía maravillosa, conforme a la
medida, y al tono cuyas variedades les imprimen movi-
mientos y cadencia. Pero tales harmonías no las advier-
ten los oídos de los mortales, adormecidos como los de
los egipcios, a causa de la continuidad del sonido. Los
herradores, molineros y armeros no podrían soportar
el estruendo propio de sus respectivos oficios si como
a nosotros, que no los ejercitamos, los impresionaran.
El perfume que se desprende de mi coleto lo per-
cibe mi olfato por espacio de tres días, mas el cuarto
ya no lo advierten sino los circunstantes. Más singular
es todavía el que a pesar de largos intervalos e intermi-
siones, la costumbre pueda siempre establecer y unir el
efecto de su impresión sobre nuestros sentidos, como
les ocurre a los que viven cerca de los campanarios. Yo
ocupo en mi casa una torre en la cual al toque de diana
y al anochecer una campana grande toca diariamente
el Ave María. Tal estrépito estremece a la torre misma, y
si bien pareciome insoportable los primeros días, poco
144 | montaigne
falta. Hallo, pues, bien razonable la conclusión siguien-
te: ¿Por qué no engañará tratándose de escudos, puesto
que engañó tratándose de alfileres? No vale responder
que estas faltas son insignificantes y que el muchacho
no pasará a mayores. Es indispensable inculcar en la na-
turaleza de la niñez el odio al vicio; precísales compren-
der la natural deformidad del mismo; es indispensable
que huyan de él y no ya sólo de cometerlo, sino que la
idea misma les aparezca odiosa de cualquier suerte que
el vicio sea.
Estoy convencido de que por haberme acostum-
brado desde niño a marchar por el buen camino y a
no poner engaños ni falacias en mis juegos infantiles
(menester es advertir que los de la niñez no son tales
juegos, menester es juzgarlos en las criaturas como sus
acciones más serias), no hay pasatiempo, por ligero que
sea, al cual deje yo de aportar por natural propensión,
instintivamente, una tenaz oposición al engaño. En los
juegos de baraja mi lealtad es idéntica, trátese de cuar-
tos o de doblones; lo mismo cuando me es indiferen-
te ganar o perder, cuando juego con mi mujer y mi
hija, que cuando me las he con un extraño. Mis pro-
pios ojos bastan para que me mantenga digno. No hay
quien pueda vigilarme tan de cerca, ni nadie a quien
yo respete más.
En mi casa acabo de ver un hombrecillo natural de
Nantes, que careciendo de brazos había acostumbrado
tan bien sus pies al servicio que le debían las manos,
146 | montaigne
más justa esta antigua sentencia: Non pudet physicum,
id est, speculatorem venatoremque naturae, ab animis con-
suetudine imbutis quaerere testimonium veritatis.95
Creo firmemente que no pasa por la humana ima-
ginación ningún capricho por estrambótico que sea,
que no encuentre el ejemplo en alguna costumbre pú-
blica, y por consiguiente que nuestra razón no explique
y apoye. Pueblos hay en que se vuelve la espalda a la
persona que se saluda y nunca se mira a la persona a
quien trata de honrarse. Hay otros en que cuando el
rey escupe, la más favorecida de las damas de su corte
tiende la mano, y en otra nación los más próximos al
monarca se bajan al suelo para recoger con un trapo sus
basuras. Dejemos aquí lugar para relatar un cuento.
Tenía un noble francés la costumbre de sonarse las
narices con la mano, cosa en verdad enemiga de nues-
tra usanza, y defendía tal hábito, pues era hombre pres-
to a encontrar respuestas atinadas, diciendo que qué
privilegio tenía lo que expelemos por las narices para
recogerlo con una buena tela ni para que lo guardára-
mos luego cuidadosamente; que esto era mucho más
repugnante que el arrojar la materia en cuestión donde
quiera que fuese, como hacemos con todos las demás
basuras. Creo que hablaba de un modo razonable, o
148 | montaigne
marido, y cuantos más convidados hay más honor reci-
be la mujer. Lo mismo acontece cuando un militar se
casa, y lo mismo cuando es un noble el que contrae ma-
trimonio, y así sucesivamente, salvo si es un labrador el
que contrae justas nupcias, o un individuo de la plebe:
entonces, es el señor quien se aprovecha. A pesar de
todo lo antecedente, no deja de recomendarse la más
estricta fidelidad durante el matrimonio. Países hay en
que se ven burdeles públicos de hombres; en que las
mujeres van a la guerra con sus maridos y toman parte,
no sólo en el combate, sino también en el mando; en
que las sortijas no sólo sirven de adorno en las narices,
labios, mejillas, orejas y pies, sino que además se echa
mano de pesadas varillas de oro para atravesar con ellas
los pechos y el trasero; en que al comer se limpian los
dedos en los muslos, en los testículos y en las plantas de
los pies; en que los hijos no son los herederos de sus
padres, y, sin embargo, lo son los hermanos y sobrinos
de éstos; en otras partes lo son los sobrinos solamente,
salvo cuando la herencia es la de un príncipe; entonces,
para ordenar la comunidad de bienes en usanza, ciertos
magistrados soberanos ejercen el omnímodo cargo del
cultivo de las tierras y distribución de los frutos de las
mismas, a tenor de las necesidad de cada uno; en que se
llora la muerte de los hijos y se festeja la de los viejos;
en que diez o doce personas se acuestan en el mismo
lecho, acompañadas de sus mujeres respectivas; en que
las mujeres que pierden sus esposos por muerte violen-
150 | montaigne
cada una de las acciones o pasiones humanas: el sol, la
luna y la tierra son los dioses principales; en que el pro-
cedimiento en uso para jurar consiste en tocar la tierra
mirando al sol; en que se come cruda la carne y lo mis-
mo el pescado; en que el juramento que merece más fe
es el que se ejecuta en nombre de la persona muerta
que de mayor crédito gozó en el país, tocando su tumba
con la mano; en que los aguinaldos que el rey envía a
los príncipes, sus vasallos, anualmente, consisten en
fuego; llevado que es a su destino, apágase el antiguo, y
del nuevo se provee todo el pueblo que el príncipe go-
bierna; cada cual toma su parte correspondiente so
pena de incurrir en crimen de lesa majestad; en que
cuando el rey se consagra por entero a la vida contem-
plativa y abandona su cargo, lo cual acontece con fre-
cuencia, su primer sucesor está en el deber de hacer lo
propio, y así pasar el reino a manos de un tercero; en
que la forma de gobierno cambia a medida que los
acontecimientos lo exigen; hácese que el rey dimita
cuando bien a sus súbditos se les antoja; es sustituido
por los ancianos en el gobierno del Estado, y, a veces,
déjase la dirección de éste en manos de la comuna; en que
mujeres y hombres son circuncidados lo mismo que bau-
tizados; en que el soldado que en uno o varios combates
consigue presentar a su rey siete cabezas de enemigos,
es elevado a la categoría de noble; en que se cree en la
mortalidad y acabamiento de las almas; en que las mu-
jeres dan a luz sin quejas ni lamentos; en que las mis-
152 | montaigne
uñas, y otros países hay en los cuales se cortan sólo las
de la mano derecha, y las de la izquierda se dejan crecer
por elegancia; otros se dejan la cabellera del lado dere-
cho tanto como crecer puede, y se cortan la del lado
opuesto; otros países hay en que los padres prestan a
sus hijos, y los maridos facilitan sus mujeres a sus hués-
pedes para que las gocen, pagando; otros en que es líci-
to tener hijos con su propia madre, y a los padres tener
comercio deshonesto con sus hijas y con sus hijos;
otros pueblos que en los festines se mezclan unos
con otros sin distinción de parentesco, y los mucha-
chos los unos con los otros; aquí se alimentan de carne
humana; allí, para ejercer con ello un acto piadoso, se
mata al padre cuando llega a una edad determinada;
acullá, los padres, antes de que los hijos nazcan, cuando
todavía están en el vientre de su madre, deciden los que
han de ser criados y conservados y los que han de ser
abandonados y muertos; en otros puntos los maridos
viejos prestan sus esposas a la gente joven para que se
sirva de ellas; y en otras partes, las mujeres, sin incurrir
por ello en falta, pertenecen a varios hombres; hay paí-
ses en que las mujeres ostentan, como otros tantos tim-
bres de su honor, igual número de franjas en el borde
de su vestido que varones las han ayuntado.
El uso y la costumbre han hecho, a veces, atribuir a
las mujeres funciones que les son de ordinario extrañas
y las ha hecho empuñar las armas, conducir ejércitos
y dar batallas. Y todo cuanto la filosofía es incapaz de
154 | montaigne
tos hereditarios que los hijos acostumbraban infringir
a sus padres en la familia. Por hábito, dice Aristóteles,
tanto como por enfermedad, las mujeres se arrancan el
pelo, se roen las uñas y comen tierra y carbón; y más
por costumbre que por tendencia natural, los machos
comercian entre sí.
La ley de la conciencia, que consideramos como
compañera de la humana naturaleza, nace también y tie-
ne su origen en la costumbre; cada cual acata y venera los
hábitos o ideas recibidos y aprobados en derredor suyo,
y no sabe desprenderse de ellos sin remordimiento, ni
practicarlos sin aplauso. Cuando los cretenses querían
en los pasados tiempos maldecir a alguno, rogaban a los
dioses que le arrastraran a contraer alguna costumbre
perversa. Pero el principal efecto de su poderío consis-
te en apoderarse de nosotros de tal suerte, que apenas sí
somos dueños de libertarnos de sus garras ni de razonar
ni discurrir en qué consiste tal influjo. Diríase que con
la leche de nuestras nodrizas penetra en nuestro ser el
espectáculo del mundo, y así queda luego estereotipado
para siempre; diríase que nacemos con la condición ex-
presa de seguir la marcha general, y que los hábitos so-
ciales que nos circundan y están en crédito se ingieren
en nuestra alma con la semilla de nuestros padres, y son
para nosotros los ordinarios y naturales; por donde nos
acontece que todo aquello que queda fuera de los linde-
ros de la costumbre, lo creemos fuera de los de la razón; y
Dios sabe con cuánta sinrazón las más de las veces.
156 | montaigne
mar que éstos no pueden hallar sepultura mejor que
en sus mismos cuerpos; respondiéronle los griegos
que por nada en el mundo harían tal enormidad; y
habiendo intentado persuadir a los indios para que
abandonasen aquella costumbre y adoptaran la de los
griegos, los cuales quemaban los cadáveres de sus
padres, rechazaron la idea con horror. Cada cual proce-
de de un modo semejante, con tanta más razón cuan-
to que el uso aparta de nosotros el aspecto verdadero
de las cosas.
158 | montaigne
entonces qué puede haber de más extraño que el ver a
un pueblo obligado a practicar las leyes que no com-
prendió jamás; obligado en todos sus asuntos domés-
ticos: donaciones, matrimonios, testamentos, ventas
y compras, al cumplimiento de reglas que no puede
conocer; puesto que ni escritas ni publicadas están en
su propia lengua, de las cuales sin embargo le precisa
hacer interpretación y uso; mas no al tenor de la inge-
niosa opinión de Isócrates, el cual aconsejaba a su rey
que hiciese libres los tráficos y negociaciones de sus
súbditos para que al par fuesen más francas y lucrativas,
y las querellas y debates onerosos se cargasen de grue-
sos estipendios.
¿Qué cosas hay más bárbara que ver una nación
donde por costumbre aptada y legitimada se venden
los empleos de justicia, los juicios son pagados en di-
nero contante y sonante y donde se consiente que la
justicia sea rechazada a quien carece de recursos para pa-
garla, y goce de tan grande crédito esta mercancía que
los que a llevan y la traen, constituyen un cuarto estado
para unirlo a los tres antiguos de la iglesia, la nobleza y
el pueblo; el cual, hallándose encargado de interpretar
las leyes y disponiendo de una autoridad soberana so-
bre vidas y haciendas, forma un grupo aparte del de la
nobleza; de donde proviene el que haya leyes dobles:
las que tocan al honor y las que se refieren a la justi-
cia, que en muchas cosas son contradictorias? Caducan
aquéllas con tanto rigor como éstas; por la ley militar
160 | montaigne
interno para juzgar libremente de las cosas, mas cuanto
al exterior, sigue ciegamente las maneras y formas acep-
tadas. Nada o muy poco interesan a la sociedad nues-
tras ideas, pero en cuanto a lo demás, como nuestras
acciones, nuestro trabajo, vida y fortuna, preciso es que
se ajusten a su servicio y manera de ver de aquélla: así
el humano y grande Sócrates rechazó el salvar su vida
por la desobediencia a un magistrado extremadamente
injusto, pues es la regla de las reglas y general ley de las
leyes, que cada cual observe las del lugar donde vive:
162 | montaigne
sustituye lo nuevo, queda tanto espacio como se quiera
para que nazcan y prosperen toda suerte de trastornos;
la majestad real, dice un escritor antiguo, desciende
con mayor dificultad de la cumbre al medio que del
medio al fondo. Mas si los innovadores ocasionan ma-
yores males, los imitadores son más viciosos, por seguir
ejemplos cuyo horror y daño sintieron y castigaron. Y
si en la práctica del mal existe algún grado honorífico,
éstos deben a los primeros la gloria de la invención y
la iniciativa del primer impulso. Toda suerte de licen-
cias nuevas se fundamentan con éxito en esa primera
y fecunda fuente: a su imagen se hacen y por su patrón
se cortan. En nuestras mismas leyes, hechas para reme-
diar ese primer mal, se busca el aprendizaje y la excusa
de toda suerte de empresas perversas, y nos ocurre lo
que Tucídides escribe de las guerras civiles de su tiem-
po; que en beneficio de los vicios públicos se las bau-
tiza con palabras nuevas, más dulces, para excusarlas,
bastardeando y adulterando sus nombres verdaderos.
Todo lo cual se ejecuta para reformar nuestra concien-
cia y nuestras creencias: honesta oratio est.99 El mejor
pretexto de novedad es siempre peligrosísimo: adeo
nihil motum ex antiquo, probabile est.100 Paréceme, ha-
blando francamente, que revela una presunción y un
99 Honrado es el pretexto.
100 ¡Tanto verdad es que obramos siempre torpemente cuando
cambiamos lo instituido por nuestros abuelos!
164 | montaigne
que las leyes preceptúan. ¡Qué ejemplo tan maravilloso
el que nos dejó la divina sabiduría, la cual para estable-
cer la salvación del género humano y libertarnos de la
muerte y el pecado cumpliolo conforme a la voluntad
de nuestro orden político, sometiendo el progreso y
dirección de un efecto tan elevado, saludable a la ce-
guedad e injusticia de nuestros usos y observancias; de-
jando correr la inocente sangre de tantos elegidos, sus
favorecidos, y consintiendo que pasaran muchos años
para que madurase su inestimable fruto! Hay diferen-
cia grandísima entre el que sigue los hábitos y leyes de
su país y el que intenta gobernarlos y cambiarlo; aquél
alega como razón de su conducta, la sencillez, la obe-
diencia y el ejemplo; sus acciones, sean cuales fueren,
nunca obedecen a la malicia, son cuando más infor-
tunadas: quis est enim quem non moveat clarissimis mo-
numentis testata consignataque antiquitas?102 Añádase a
esto lo que sobre el particular dice Isócrates, o sea que
los defectos suponen mayor moderación que el exceso.
El otro es un adversario mucho más terrible: quien se
impone como cargo el escoger y el cambiar atropella el
derecho de juzgar, y de e ser capaz de ver la falta de lo
que desdeña, y el bien de lo que introduce.
Esta consideración tan sencilla mantúvome firme
en mi lugar e hizo que mi misma juventud, más teme-
166 | montaigne
them, aut Chrysippum sequor.103 Dios bien lo sabe; en
nuestra actual querella, en que hay cien artículos que
quitar y poner, grandes y profundos artículos, ¿cuántas
personas hay que puedan alabarse de haber reconocido
exactamente las razones y fundamentos en que se apo-
yan los dos bandos? Un número, si es que llega a cons-
tituir número, que no tendría medios de trastornarnos
mucho. Pero toda esa multitud, ¿adónde va? ¿Bajo qué
enseña se lanza al combate? Acontece con el medica-
mento que nos procuran lo que con otros débiles e in-
adecuados; los humores de que el remedio pretendía
purgarnos los ha enardecido, exasperado y agriado por
la lucha, y se nos han quedado dentro. Por su debilidad
no acertó la medicina a purgarnos, pero en cambio nos
ha debilitado de tal suerte que no podemos arrojarla
tampoco, y de su operación no recibimos sino dilatadí-
simos e intestinos dolores.
Como el acaso se reserva siempre su autoridad por
cima de nuestra razón, muéstranos a veces la necesidad
urgente de que las leyes le dejen algún lugar; pero cuan-
do se hace frente al desarrollo de una innovación que
por violencia se introduce, debemos mantenernos fir-
mes y en regla contra los libertinos, a quienes es lícito
todo cuanto puede contribuir a la realización de sus de-
168 | montaigne
bió por una vez un día del calendario, y el que del mes
de junio hizo un segundo mes de mayo. Los lacedemo-
nios mismos, tan religiosos observadores de las leyes de
su país, viéndose obligados por la que prohibía elegir
almirante dos veces a una misma persona, de un lado, y
exigiendo por otro los negocios públicos que Lisandro
fuera reelegido, nombraron a Araco, pero aquél recibió
el cargo de subintendente de la marina. Con sutileza
análoga uno de sus embajadores, que había sido envia-
do a Atenas para alcanzar el cambio de una prescripción,
obtuvo de Péricles la respuesta de que estaba prohibido
quitar el cuadro en que una ley había sido puesta. El em-
bajador repuso que lo volviera de lado solamente, puesto
que para ello no había prohibición. Por lo mismo alaba
Plutarco a Filopémenes, quien habiendo nacido para
el mando, sabía, no solamente gobernar ateniéndose a
las leyes, sino que ordenaba también a las leyes mismas
cuando las necesidades públicas lo requerían.
170 | montaigne
tres semanas hace que os conozco; ¿qué razón os ha po-
dido impeler a conspirar contra mi vida?» El noble res-
pondió a estas preguntas con voz temblorosa que nin-
guna razón personal tenía para desear su muerte, sino
el interés general de su partido, y que algunos habíanle
persuadido de que sería una acción piadosa dar muerte
a un tan poderoso enemigo de su religión. «Pues bien,
añadió el príncipe, quiero mostraros que la religión que
yo profeso es menos dura que la vuestra, la cual os ha
conducido a darme la muerte sin oírme, no habiendo
de mí recibido ofensa alguna; mientras que la mía me
aconseja que os perdone, aun cuando estoy conven-
cido de que habéis querido matarme sin razón. Idos,
pues; retiraos, que no os vea aquí; y si queréis obrar con
prudencia en vuestras empresas, tratad en lo sucesivo
de aconsejaros de gentes más honradas que las que os
impulsaron a vuestra acción.»
Encontrándose en la Galia el emperador Augusto,
tuvo noticia de una conspiración que contra él tramaba
Lucio Cinna. Augusto decidió tomar venganza, y para
realizarla pidió al día siguiente consejo a sus amigos.
Mas la noche de aquel día la pasó muy inquieta con-
siderando que iba a ocasionar la muerte a un mozo de
eximia familia, sobrino del gran Pompeyo, y sostuvo
consigo mismo y en alta voz diversos razonamientos.
«¿Sería procedente, se decía, que yo permaneciera
con temor y alarma y que dejara a mi matador libre y
a sus anchas? ¿Es justo que le deje tranquilo, atentando
172 | montaigne
solo a Cinna ante su presencia, hizo que todo el mun-
do se retirase de su habitación, mandó sentar a Cinna,
y hablole de esta suerte: «En primer lugar, escúchame
sin interrumpir mis palabras; lugar tendrás de hacerlo
más tarde; tú sabes, Cinna, que te han encontrado en
el campo de mis adversarios; que no sólo te hiciste mi
enemigo, sino que tu condición es la de haber nacido
tal, y que a pesar de todo te he salvado, he puesto en tus
manos todos tus bienes, y que en fin, te he dejado en
situación tan holgada y floreciente, que los vencedores
mismos envidian la condición del vencido: el oficio de
sacerdote que me pides te lo concedo, a pesar de habér-
selo rechazado a otros cuyos padres habían combatido
siempre conmigo y habiéndote dejado tan obligado te
propones matarme.» Cinna repuso a las palabras de
Augusto que estaba bien lejos de abrigar tan perverso
propósito. «No cumples, añadió Augusto, lo prometi-
do; me habías asegurado que no me interrumpirías. Sí;
has formado el propósito de matarme en tal lugar, tal
día, en presencia de tal compañía y de tal manera.»
Augusto, viéndole transido al escuchar las últi-
mas palabras, en silencio, que no era deliberado sino
impuesto por su conciencia, añadió: «¿Por qué quie-
res darme la muerte? ¿Acaso para ser emperador? En
verdad, los negocios públicos van mal si soy yo sólo
quien te impide llegar al imperio. No pudiste siquiera
defender tu casa y perdiste a poco un proceso contra un
simple liberto. ¿Pues qué, no tienes otro medio que el
174 | montaigne
por sí mismo no puede tener fundamento, bastara sin
el concurso que el acaso le presta para llegar a un resul-
tado dichoso. Yo creo, en punto al arte de curar, todo
lo mejor o todo lo peor que quieran decirme; pues, a
Dios gracias, ningún comercio existe entre la medicina
y yo. En este respecto practico lo contrario que los de-
más; pues siempre rechazo su concurso, y cuando caigo
malo, en vez de transigir con ella, más la detesto y más la
temo; y digo a los que me invitan a tomar medicamen-
tos que aguarden a que haya recuperado mis fuerzas y
mi salud para contar con mejores medios de soportar
el influjo de los brebajes. Dejo obrar a la naturaleza, su-
poniendo que se encuentra provista de dientes y garras
para defenderse de los asaltos que la acosan y para man-
tener esta contextura por cuya conservación aquélla
pugna. Temo que en lugar de socorrerla se socorra el
mal que la mina y que se la recargue de nuevos males.
No sólo en la medicina, sino en otras artes más
seguras, la fortuna tiene siempre una buena parte. Los
arranques poéticos que arrastran al vate fuera de sí,
¿por qué no atribuirlos a su buena estrella, puesto que
el artista mismo declara que sobrepasan su capacidad
y sus fuerzas, y reconoce que no tienen origen en su
persona y que tampoco dependen de su voluntad? Los
oradores ¿no confiesan también deber a la fortuna los
movimientos y agitaciones extraordinarios que los im-
pelen más allá de su designio? Acontece lo propio con
la pintura, que a veces deja escapar de la mano del pin-
176 | montaigne
ños furores en medio de los planes mejor guiados, que
impelen las más de las veces a los caudillos a tomar la
determinación en apariencia menos fundada, pero que
aumenta su valor muy por encima de la razón. Por lo
cual muchos esclarecidos capitanes de la antigüedad,
con objeto de justificar sus temerarias determinaciones,
declararon a sus huestes que estaban iluminados por la
inspiración, o por algún signo o pronóstico evidentes.
Por eso en medio de la incertidumbre y perpleji-
dad que nos acarrea la impotencia de ver y elegir lo que
nos es más ventajoso, a causa de las dificultades de los
diversos accidentes y circunstancias que acompañan
a cada causa que nos solicita, aun cuando otras razo-
nes no nos invitaran a ello, es a mi ver encaminarse a
la solución que presuponga mayor justicia y honradez,
y puesto que el verdadero camino se ignora, seguir
siempre el derecho. En los dos ejemplos de los que ha-
blé antes, no cabe duda que fuera más generoso y más
hermoso que aquel que recibiera una ofensa la perdo-
nara en vez de proceder de distinto modo. Si con esta
prudente conducta le sobreviniere alguna desdicha no
debe culpar a su buen designio, pues tampoco se sabe
si, en caso de no haberlo tenido hubiese eludido la ley
del destino que le esperaba, y habría perdido la gloria
de tan humanitaria conducta.
Vense en las historias muchas gentes agobiadas por
ese temor. La mayor parte siguieron el camino de anti-
ciparse a las conjuraciones que se tramaron contra ellos
178 | montaigne
vida revela mayor entereza que éste ni es hermoso por
tantos conceptos.
Los que pregonan a los príncipes una desconfianza
perenne y atentísima so color de predicarles su seguri-
dad personal, enaltécenles la ruina y la deshonra; nada
noble puede sin riesgo llevarse a cabo. Yo sé de un sobe-
rano de valor marcialísimo por naturaleza y de comple-
xión animosa, cuya buena fortuna se corrompe todos
los días merced a reflexiones del tenor siguiente: «Que
se guarezca entre los suyos; que no consienta jamás en
reconciliarse con sus antiguos enemigos; que se man-
tenga aparte y no se encomiende a manos más vigorosas
que las que lo gobiernan, sean cuales fueren las promesas
que le hagan y las ventajas que en el cambio vea.» Co-
nozco a otro cuya fortuna se acrecentó inesperadamente
por haber seguido conducta en todo contraria.
El arrojo, cuya gloria buscan los soberanos con
avidez, se prueba tan espléndidamente cuando es ne-
cesario en traje de corte como cubierto con los arreos
guerreros; lo mismo en un gabinete que en un campo
de batalla, así cuando el brazo está caldo como cuando
está levantado.
La prudencia meticulosa y circunspecta es mortal
enemiga de las grandes empresas. Supo Escipión para
ganar la voluntad de Sifas, separarse de su ejército, y
abandonando España de cuya conquista no estaba muy
seguro, pasar al África con dos barquichuelos endebles
para entregarse en tierra enemiga al poderío de un rey
180 | montaigne
quienes la idea de la muerte y de todas las desdichas
que puedan sobrevenirles no produzca sobresalto algu-
no. Mostrarse temblando para buscar reconciliaciones
con la altivez y la indisciplina, es de todo punto absur-
do. Para ganar el corazón y la voluntad ajenos son me-
dios excelentes el someterse y fiarse, siempre y cuando
que se haga libremente, sin verse obligado por la nece-
sidad, de manera que se albergue una confianza íntegra
y pura y que el continente al menos esté descargado
de toda inquietud. Siendo niño vi a un caballero que
mandaba una gran ciudad trastornado por el pueblo en
rebeldía; para hacer que las cosas no pasaran a mayores
tomó el partido de abandonar el lugar segurísimo en
que se hallaba para meterse entre las insubordinadas
turbas, donde encontró la muerte. A mi ver el error no
estuvo tanto en salir, como generalmente se dice cuan-
do se habla del suceso, como en la sumisión y blandura
de que dio muestras; en haber pretendido adormecer
la revuelta siguiendo la corriente en vez de encauzarla,
empleando las súplicas en lugar de las reconvenciones.
Creo yo que si hubiera echado mano de una severidad
templada, escudado en el mando militar que debía ins-
pirarle confianza y seguridad plenas, conformes con su
rango y la dignidad de sus funciones, hubiera tenido
mejor fortuna; por lo menos su muerte habría sido más
digna de un caudillo. Nada menos debe esperarse de
ese monstruo agitado que la humanidad y la dulzura;
mejor acogerá la reverencia y el temor. Censuraría yo
182 | montaigne
El proceder de Julio César creo que es entre todo
el más hermoso que pueda adoptarse. Primeramente
intentaba, valiéndose de la clemencia, hacerse amar
hasta de sus propios enemigos, conformándose en las
conjuraciones que le eran conocidas con declarar sim-
plemente que de ello estaba ya advertido: hecho esto
tornó la nobilísima resolución de aguardar sin miedo
ni inquietudes lo que de las conjuras le pudiera sobre-
venir abandonándose y encomendándose a la custodia
de los dioses y de la fortuna. Y efectivamente esta con-
ducta seguía cuando fue asesinado.
Un extranjero propagó la voz de que podría ins-
truir a Dionisio, tirano de Siracusa, de un medio seguro
de conocer y descubrir con cabal certeza las tramas y
maquinaciones que sus súbditos idearan contra él, si
le daba una fuerte suma. Advertido Dionisio le mandó
llamar a fin de instruirse en un arte tan necesario para
su conservación: entonces el extranjero le dijo que no
tenía otra novedad que comunicarle, sino que le entre-
gara un talento, y se alabó luego de haber comunicado
al monarca un secreto singular. No encontró Dionisio
desdichada la invención e hizo donativo al farsante de
seiscientos escudos. No es verosímil que hubiera hecho
un obsequio tan importante a un desconocido sin que
fuera recompensa de una enseñanza utilísima. Efectiva-
mente, la argucia sirvió para contener los planes de sus
enemigos y mantenerlos en un temor saludable. Por eso
los príncipes, obrando cuerdamente, hacen públicos los
184 | montaigne
extraño; de todos modos lo considero preferible a perma-
necer sumido en la fiebre continua de un mal que carece
de remedio. Mas como las medidas que pueden adoptarse
están llenos de inquietud o incertidumbre, mejor es pre-
pararse con sereno continente a cuanto pueda sobrevenir,
y guardar algún consuelo, considerando que está en lo po-
sible que la desdicha no sobrevenga.
XXIV. De la pedantería
186 | montaigne
Los filósofos, retirados de toda ocupación y co-
mercio públicos, han sido objeto de escarnio en las
comedias de su tiempo; sus opiniones y conducta los
han hecho ridículos. ¿Queréis convertirlos en jueces de
los derechos de un proceso, o que estiman los actos de
una persona? Pues no están preparados para ello y tie-
nen necesidad de investigar primero si hay vida, si hay
movimiento, si el hombre es cosa distinta de un buey,
qué cosas sean obrar sufrir, y qué clase de animaluchos
justicia y leyes. ¿Hablan del magistrado o se dirigen al
magistrado? Pues lo hacen con una libertad llena de
irreverencia incivil. ¿Se tributan alabanzas a su príncipe
o a un rey? Pues para ellos el tal no es más que un pastor
ocioso ocupado en esquilmar y esquilar sus ovejas con
mayor rudeza que un rabadán auténtico. ¿Tenéis en pre-
dicamento a alguien porque posee dos mil yugadas de
tierra? Ellos no pueden menos que burlarse, acostum-
brados como están a abarcar todo el universo mundo,
como si de cosa propia se tratara. ¿Os alabáis de vuestra
nobleza, por haber tenido en vuestra familia siete abue-
los bien acomodados? Nada os estiman por ello, pues
no comprendéis la universal imagen de la naturaleza,
ni cuántos predecesores ha tenido cada uno de noso-
tros, ricos, pobres, reyes, criados, griegos o bárbaros; y
aun cuando fuerais el quincuagésimo descendiente de
Hércules, encontrarían frívolo el que hicierais alarde de
este presente de la fortuna. Así el pueblo los desdeña,
108 Odio a los hombres incapaces de actuar, pero que son filó-
sofos en las palabras.
188 | montaigne
guete. Si alguna vez se ha puesto a prueba para la vida
práctica la capacidad de los filósofos, háseles visto volar
tan alto, que el alma y corazón de los mismos parecían
haberse fortificado y enriquecido por virtud de la inte-
ligencia de las cosas. Viendo algunos los cargos del go-
bierno en manos de hombres incapaces, hanse alejado
en todo tiempo de las cosas públicas; y el que preguntó
a Crates hasta cuándo era preciso filosofar, recibió esta
respuesta: «Hasta tanto que los borriqueros dejen de
conducir nuestros ejércitos.» Heráclito resignó el rei-
no en manos de su hermano; y a los de Efeso, que le
preguntaban cómo pasaba después su tiempo, jugan-
do con los muchachos delante del templo, respondió:
«¿No vale más hacer esto que dirigir los negocios en
vuestra compañía?» Otros filósofos, cuya imaginación
estaba muy por cima de las cosas terrenales, considera-
ron los puestos de la justicia y los tronos mismos de los
reyes como cosas viles y bajas, y Empédocles rechazó la
corona que los de Agrigento le ofrecían. Acusaba Tha-
les a sus contemporáneos del sumo cuidado que po-
nían en los negocios para enriquecerse, y respondíanle
que tal era la costumbre de la zorra que no podía lograr
su intento de alcanzar las uvas, entonces el filósofo, to-
mando la cosa por puro pasatiempo, quiso probar su
experiencia en los negocios, y habiendo para ello con-
vertido su saber en provecho del beneficio y la ganan-
cia, éstos fueron tan grandes, que en el solo transcurso
de un año adquirió riquezas tantas como apenas en su
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Trabajamos únicamente para llenar la memoria y
dejamos vacíos conciencia y entendimiento. Así como
las aves van en busca del grano y lo llevan entero en
su pico, sin partirlo, para que sirva de alimento a sus
pequeñuelos, así nuestros pedantes van pellizcando la
ciencia en los libros, colocándola sólo en los labios para
desembucharla y lanzarla luego al viento. Maravilla es
cómo la misma torpeza se atraviesa en mi camino; ¿lo
que hacen esos maestros no es idéntico a lo que yo pon-
go en práctica en mi libro? Yo tomo a otros, de aquí y
de allá, en los autores, aquellas sentencias que me pla-
cen, no para almacenarlas en mi memoria, pues carezco
de esta facultad, sino para trasladarlas a este libro, en el
cual las máximas son tan mías o me pertenecen tanto
como antes de transcribirlas. No conocemos, tal yo en-
tiendo, más que la ciencia presente, no así la pasada ni
tampoco la venidera. Acontece todavía cosa peor: ni los
discípulos ni los pequeñuelos se educan ni alimentan,
pasa la ciencia de mano en mano con el exclusivo fin de
hacer alarde, de hablar a otro, cual inútil y vana moneda
que contar y arrojar. Apud alios loqui didicerunt, non ipsi
secum.109 Non est loquendum, sed gubernandum.110 Para
mostrar la naturaleza que nada hay de violento en sus
obras, hace a veces que nazcan en las naciones menos
cultivadas las producciones más artísticas. El proverbio
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nuestra la ciencia ajena. Asemejámonos a aquél que tu-
viese necesidad de fuego y fuera a buscarlo a la casa del
vecino, donde habiéndolo hallado hermoso y grande de-
tuviérase a calentarse sin pasarle por los mientes llevarlo
a su vivienda. ¿De qué nos sirve tener la barriga llena de
carne si luego no la digerimos?, ¿si en nuestro organis-
mo no se transforma, y no sirve para aumentarle y for-
tificarle? ¿Pensamos acaso que Luculo, a quien los libros
hicieron gran capitán, sin necesidad de experiencia, los
estudiaba como nosotros? Echámonos de tal suerte en
brazos de los demás, que aniquilamos nuestras propias
fuerzas. ¿Quiero yo, por ejemplo, buscar armas contra el
temor de la muerte? Encuéntrolas a expensas de Séneca.
¿Deseo buscar consuelo para mí o para los demás? Pues
lo tomo de Cicerón. En mí mismo hubiera encontrado
ambas cosas si en ello se me hubiera ejercitado. No me
gusta esa capacidad relativa y meridiana; aun cuando nos
fuera lícito extraer de otro la sabiduría, no podemos ser
sabios más que con nuestras exclusivas fuerzas y recursos.
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No proceden así el albañil ni el carpintero. Si se siguie-
ra la ley que Protágoras proponía a sus discípulos, que
consistía «en que éstos le pagasen confiando en su pa-
labra, o jurando en el templo en cuanto estimaban el
provecho, y según éste satisfacieran su trabajo», mis
pedagogos veríanse burlados, de estar sujetos al jura-
mento de mi experiencia. Mi vulgar dialecto del Peri-
gord llama con gracia suma lettre-ferits114 a estos sabi-
hondos, que viene a ser como si dijéramos lettre-ferus,
a los cuales las letras han sacudido un martillazo, como
suele decirse. Lo común es que se hallen desprovistos
hasta de sentido común; el campesino y el zapatero
proceden en la vida sencilla o ingenuamente, hablando
de lo que conocen; aquéllos por querer engrandecerse
y prevalerse de su saber, que sobrenada en la superficie
de su cerebro, van embarazándose y dando traspiés sin
cesar; escápanse de sus labios hermosas palabras, mas
precisa que otro las aproveche; conocen bien a Galeno,
pero de ninguna manera alguna al enfermo; os han lle-
nado la cabeza de leyes, y sin embargo, no comprenden
la dificultad de la causa que se dilucida, conocen la teo-
ría de todas las cosas, pero buscan otro que la aplique.
En mi casa he visto a un mi amigo, que por modo
de pasatiempo hablaba con uno de estos pedantes,
descomponer una especie de jerigonza o galimatías,
sin pies ni cabeza, salvo la entonación de algunas pa-
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mí un placer interrogarle, aún sobre asuntos ajenos a sus
ordinarias ocupaciones; veía tan claro en todas las cosas
y estaba dotado de una percepción tan pronta, de un jui-
cio tan sano, que hubiérase dicho no haber sido otra su
profesión que el ejercicio de la guerra y los negocios del
Estado. Tales naturalezas son privilegiadas y fuertes,
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No es, pues, maravilla el que nuestros antepasados
hayan concedido escasa importancia a las letras y que
aún hoy se hallen representadas como por acaso en los
consejos de nuestros reyes; y si los únicos medios que
hoy existen de llegar a la riqueza no fuesen la jurispru-
dencia, la medicina, el pedantismo y la teología, vería-
mos a aquéllas todavía en mayor descrédito de lo que
jamás lo fueron. Y a la verdad la cosa no sería muy de
lamentar, puesto que no nos enseñan ni a bien obrar
ni a pensar rectamente. Postquam docti prodierunt, boni
desunt.119 El aditamento de toda otra ciencia es perju-
dicial a quien no posee la de la bondad.
Acaso se hallara la razón de lo inútil que nos es la
ciencia en que sólo la cultivan entre nosotros aquellos
que pretenden sacarle provecho, a excepción de los
pocos que habiendo tenido la fortuna de nacer en un
medio más elevado, por afición se muestran inclinados
al saber. Y como éstos la abandonan pronto para ejer-
cer profesiones que nada tienen que ver con los libros,
generalmente sólo quedan como científicos las gentes
sin fortuna que buscan con el estudio una manera de
vivir; y siendo el alma de estas gentes así por naturale-
za, como por situación social, de la extracción más baja,
no sacan del estudio sino un fruto mezquino, pues éste
no ilumina el espíritu que carece de luces, ni sirve tam-
poco para alumbrar a los ciegos; consiste su misión, no
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En la hermosa educación que recibían los persas,
según testimonia Jenofonte, vemos que enseñaban la
virtud a sus hijos como las demás naciones les enseñan
las letras. Dice Platón que el primogénito en la suce-
sión real era educado del siguiente modo: apenas nacía,
poníasele en manos, no de mujeres, sino de los eunu-
cos que por su virtud gozaban del favor de los reyes.
Encomendábase a éstos el cuidado de la hermosura y
sanidad del cuerpo y cuando llegaba el niño a los sie-
te años enseñábanle a montar a caballo y adiestrábanle
en el ejercicio de la caza. Cuando tenían catorce años
sometíanle al cuidado de cuatro preceptores: el más sa-
bio, el más justo, el más moderado y el más valiente de
la nación; enseñábale el primero la religión, el segundo
a ser veraz, el tercero a dominar sus pasiones, y el últi-
mo a no temer.
Es cosa digna de notarse que en la excelente y ad-
mirable legislación de Licurgo, tan perfecta y previsora,
tan cuidadosa de la educación material de la infancia
que ponía en primer término desde el hogar mismo, no
se haga siquiera mención de la doctrina, siendo Atenas
la patria de la musas, como si aquella generosa juventud
desdeñara todo otro yugo que no fuera la virtud; pro-
veíasela, en lugar de pedagogos que enseñaran la cien-
cia, de maestros que le inculcaban el valor, la prudencia
y la justicia, ejemplo que Platón siguió en sus leyes. La
disciplina consistía en proponerles cuestiones para que
juzgasen de los hombres y de sus actos, y si elogiaban o
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a fin de que la enseñanza penetrase no solamente en
el alma, sino también en la complexión y costumbres;
que no fuera únicamente adquisición, sino posesión
natural. Preguntando a este propósito Agesilao, sobre
lo que a su entender debían aprender los niños, res-
pondió «que lo que debían hacer cuando fueran hom-
bres». No es, pues, maravilla que semejante educación
produjera tan admirables efectos.
En distintas ciudades de Grecia buscábanse retó-
ricos, pintores y músicos; sólo en Lacedemonia legis-
ladores, magistrados y jefes de ejército; aprendíase en
Atenas a bien decir, y allí a bien obrar; en Atenas a re-
batir un argumento sofístico y a rechazar la impostura
de las palabras capciosamente entrelazadas; en Lacede-
monia, a librarse de los atractivos de la voluptuosidad
y a rechazar con valor las amenazas del infortunio y de
la muerte. Unos tenían por misión las palabras, y otros
las cosas; unos ejercitaban a la juventud en el continuo
manejo de la lengua, y otros en el ejercicio sin descanso
del espíritu. En tal grado de estimación tenían los frutos
de la enseñanza de la juventud, que cuando Antipáter
les pidió en rehenes cincuenta muchachos, hicieron lo
contrario de lo que nosotros hubiéramos hecho, es de-
cir, que prefirieron entregar doble número de hombres
ya formados. Cuando Agesilao invita a Jenofonte a que
eduque sus hijos en Esparta, no es para que aprendan
la gramática ni la dialéctica, sino para que se adoctrinen
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conveniencia de dejar intactos estos edificios para apar-
tar así a sus enemigos del ejercicio de las armas y que
cayeran en ocupaciones ociosas y sedentarias. Nuestro
rey Carlos VIII se hizo dueño del reino de Nápoles y de
una parte extensa de la Toscana, apenas sin desenvainar
la espada. Los señores de su comitiva atribuyeron tan
inesperada facilidad a que la nobleza y príncipes ita-
lianos ocupábanse más en hacerse, ingeniosos y sabios
que vigorosos y guerreros.
Olga Riebeling
Cuidado editorial