Ensayos Mointaigne

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COLECCIÓN

FERNANDO CARLOS
VEVIA ROMERO

Ensayos completos
Montaigne
Montaigne
Ensayos completos
Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla
Rectoría General
Miguel Ángel Navarro Navarro
Vicerrectoría Ejecutiva
José Alfredo Peña Ramos
Secretaría General
Sonia Reynaga Obregón
Coordinación General Académica
Patricia Rosas Chávez
Dirección de Letras para Volar
Sayri Karp Mitastein
Dirección de la Editorial Universitaria

Primera edición electrónica, 2016


Director de la colección
Fernando Carlos Vevia Romero
Autor
Montaigne
Traducción
Carmina Nahuatlato Frías
D.R. © 2016, Universidad de Guadalajara

Editorial Universitaria
José Bonifacio Andrada 2679
Colonia Lomas de Guevara Se prohíbe la reproducción, el registro o
44657, Guadalajara, Jalisco la transmisión parcial o total de esta obra
www.editorial.udg.mx por cualquier sistema de recuperación de

Abril de 2016 información, existente o por existir, sin el


permiso previo por escrito del titular de los
ISBN 978-607-742-496-3 derechos correspondientes.
Estimado universitario:

Los resultados poco satisfactorios que se han obteni-


do en las pruebas pisa y enlace ponen de manifiesto
que los estudiantes de nivel medio y superior en todo el
país tienen dificultades con la comprensión lectora. La
Universidad de Guadalajara, no ajena a esta realidad,
decidió crear desde 2010 el Programa Universitario de
Fomento a la Lectura “Letras para volar”.
Este programa promueve el gusto por la lectura a la
par que se propone el desarrollo de la competencia lec-
tora en estudiantes de diversos niveles educativos. Esta
labor se realiza desde la función sustantiva de extensión
en la que prestadores de servicio social de nuestra casa
de estudios acuden semanalmente a escuelas primarias
y secundarias para fomentar el gusto por la lectura, gra-
cias a lo cual un total de 123,598 niños y jóvenes se han
visto beneficiados con el programa desde su creación.
Desde las funciones de investigación y docencia,
la Universidad de Guadalajara trabaja en favor de los
jóvenes de nivel medio y superior para consolidar
la competencia lectora y poner al alcance de los es-
tudiantes la lectura, por tanto, hemos invitado a tres
universitarios distinguidos a integrarse a este proyec-
to y seleccionar títulos para las tres colecciones que
llevan su nombre:

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• Colección Caminante Fernando del Paso
• Colección Hugo Gutiérrez Vega
• Colección Fernando Carlos Vevia Romero

Desarrollar la competencia lectora está no sólo en


la base de la educación, sino en el apoyo mismo de lo
que somos como sociedad. Leer en la universidad no
se debe limitar a los textos escolares; por ello, ponemos
a disposición de nuestros jóvenes tirajes masivos para
que desarrollen el entusiasmo por la lectura y la incor-
poren a su vida cotidiana.

¡Que ningún universitario se quede sin leer!

Itzcóatl Tonatiuh Bravo Padilla


Rector General
Universidad de Guadalajara

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Índice

9 Presentación

11 El autor al lector
12 I. Por diversos caminos se llega
a semejante fin
18 II. De la tristeza
23 III. Como lo porvenir nos preocupa
más que lo presente
35 IV. Como el alma descarga sus
pasiones sobre objetos falsos,
cuando los verdaderos la faltan
39 V. Si el jefe de una plaza sitiada debe o no
salir a parlamentar
43 VI. Hora peligrosa de los parlamentos
47 VII. Que la intención juzga nuestras acciones
49 VIII. De la ociosidad
51 IX. De los mentirosos
59 X. Del hablar pronto o tardío
63 XI. De los pronósticos
70 XII. De la constancia
73 XIII. Ceremonias de la entrevista de reyes
76 XIV. Del castigo por obstinarse sin
fundamento en la defensa de una plaza
78 XV. Castigo de la cobardía

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80 XVI. Un rasgo de algunos embajadores
85 XVII. Del miedo
90 XVIII. Que no debe juzgarse de nuestra dicha
hasta después de la muerte
94 XIX. Filosofar es aprender a morir
122 XX. De la fuerza de imaginación
140 XXI. El provecho de uno va en
detrimento de otro
141 XXII. De la costumbre y de la dificultad de
cambiar los usos recibidos
169 XXIII. Diversos sucesos del mismo orden
185 XXIV. De la pedantería

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Presentación

Ensayos completos

“La retórica es instrumento inventado para manejar y


agitar una turba y comunidad desordenada, y sólo se
emplea, como la medicina, en los Estados enfermos”.

Este es el tipo de escritura que utiliza Montaigne


(1533-1592) en sus Ensayos (1580). Pensamientos
luminosos, iluminadores, recogiendo experiencias di-
latadas, sintetizándolas, imaginando a veces cómo fun-
cionan las cosas y los seres humanos.
Durante más de un milenio, digamos del siglo V al
siglo XVI, los intelectuales que querían transmitir o com-
partir sus ideas lo hacían elaborando un Tratado. Muchas
veces partes de ese tratado se llamaron artículos, indican-
do con su forma gramatical que eran una “partecilla”
del tema, pero “articulada” en el tema general. Cuando
en una época, que quizás ha perdido la confianza en los
grandes tratados, surgen los Ensayos, significan estos cla-
ramente, que no se pretende abarcar un tema completo,
ni agotarlo, ni mucho menos se considera “blindado” en
sus afirmaciones o negaciones, sino que se trata de un
escrito abierto a la conversación, a los bosquejos, borra-
dores, retractaciones, porque solamente es un ensayo.

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Con eso muchos escritores han escondido su inca-
pacidad, su falta de reflexión sobre los autores anterio-
res a él, o su falta de confianza en sí mismo. Pero hay
autores, como Montaigne, que usan noblemente este
género, transparentando sus intenciones y conversan-
do amablemente con sus lectores.
Él lo dice en VIII al hablar de la ociosidad con su
típica amenidad:

Cuando últimamente me retiré a casa, resuelto, mien-


tras pudiera, a no ocuparme más que pasar en reposo
y apartado lo poco que me quedare de vida, parecióme
que no podía hacer a mi espíritu mayor favor, que de-
jarlo divertirse (=distraerse) sólo en plena ociosidad y
deteniéndose en sí mismo (…) Más hallé que:
Variam semper dant otia mentem, (los ocios producen
siempre una mente diversificada, lucano, IV, 704).
En efecto, tantas quimeras y fantásticos monstruos
engendró mi ánimo, sin orden ni concierto, que, para
contemplar a mis anchas su inepcia y extravagancia,
he comenzado a transcribirlos, esperando que con el
tiempo avergüencen a mi mismo espíritu.

Ahí está su declaración de intenciones y los resul-


tados al alcance del lector. Ralph Valdo Emerson, gran
ensayista moderno, se identificaba con Montaigne y
pensaba que había escrito algo parecido al gran autor.

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El autor al lector

Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comien-


zo te advertirá que con él no persigo ningún fin tras-
cendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me
propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni
con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no al-
canzan al logro de tal designio. Lo consagro a la co-
modidad particular de mis parientes y amigos para
que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto),
puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condi-
ción y humor, y por este medio conserven más com-
pleto y más vivo el conocimiento que de mí tuvie-
ron. Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del
mundo, habría echado mano de adornos prestados;
pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser
sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio,
porque soy yo mismo a quien pinto. Mis defectos se
reflejarán a lo vivo: mis imperfecciones y mi manera
de ser ingenua, en tanto que la reverencia pública lo
consienta. Si hubiera yo pertenecido a esas naciones
que se dice que viven todavía bajo la dulce libertad
de las primitivas leyes de la naturaleza, te aseguro
que me hubiese pintado bien de mi grado de cuerpo
entero y completamente desnudo. Así, lector, sabe

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que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no
es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan
frívolo y tan baladí. Adiós, pues.

De Montaigne,
a 12 días del mes de junio de 1580 años.

I. Por diversos caminos se llega


a semejante fin

El modo más frecuente de ablandar los corazones de


aquellos a quienes hemos ofendido, cuando tienen la
venganza en su mano y estamos bajo su dominio, es
conmoverlos por sumisión a conmiseración y piedad; a
veces la bravura, resolución y firmeza, medios en todo
contrarios, sirvieron para el logro del mismo fin.
Eduardo, príncipe de Gales, el que durante tanto
tiempo gobernó nuestra Guiena, personaje cuya condi-
ción y fortuna tienen tantas partes de grandeza, habien-
do sido duramente ofendido por los lemosines y apo-
derádose luego de su ciudad por medio de las armas,
no le detuvieron en su empresa los gritos del pueblo,
mujeres y niños, entregados a la carnicería, que le pe-
dían favor arrojándose a sus pies, y su cólera fue impla-
cable hasta el momento en que, penetrando más aden-
tro en la ciudad, vio tres franceses nobles que con un
valor heroico querían contrarrestar los esfuerzos de los

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vencedores. La consideración y respeto de virtud tan
noble detuvo primeramente su cólera, y merced a los
tres caballeros comenzó a mirar misericordiosamente a
todos los demás moradores de la ciudad.
Scanderberg, príncipe del Epiro, que seguía a uno de
sus soldados para matarlo, habiendo la víctima intentado
apaciguar la cólera del soberano con toda suerte de humi-
llaciones y de súplicas, resolvió de pronto hacerle frente
con la espada en la mano; tal resolución detuvo la furia de
su dueño, quien habiéndole visto tomar determinación
tan digna le concedió su gracia. Este ejemplo podrá ser in-
terpretado de distinto modo por aquellos que no tengan
noticia de la prodigiosa fuerza y valentía de este príncipe.
El emperador Conrado III, que tenía cercado a
Güelfo, duque de Baviera, no quiso condescender a
condiciones más suaves por más satisfacciones cobar-
des y viles que se le ofrecieron, que consentir solamen-
te en que las damas nobles sitiadas que acompañaban
al duque, salieran a pie con su honor salvo y con lo que
pudieran llevar consigo. Estas, que tenían un corazón
magnánimo quisieron echar sobre sus hombros a sus
maridos, a sus hijos y al duque mismo; el emperador
experimentó placer tanto de tal valentía que lloró de sa-
tisfacción y se amortiguó en él toda la terrible enemis-
tad que había profesado al duque: De entonces en ade-
lante trató con humanidad a su enemigo y a sus tropas.
Ambos medios arrastraríanme fácilmente, pues,
yo me inclino en extremo a la misericordia y a la

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mansedumbre. De tal modo, que a mi entender, mejor
me dejaría llevar a la compasión que al peso del delito.
Si bien la piedad es una pasión viciosa a los ojos de los
estoicos, quieren estos que se socorra, a los afligidos,
pero no que se transija con sus debilidades. Esos
ejemplos me parecen más adecuados, con tanta más
razón cuanto que se ven aquellas almas (asediadas y
probadas por los dos medios) doblegarse ante el uno
permaneciendo inalterables ante el otro.
Puede decirse que el conmoverse y apiadarse es
efecto de la dulzura, bondad y blandura de alma, de
donde proviene que las naturalezas más débiles, como
son las de las mujeres, los niños y el vulgo, estén más
sujetas a aquella virtud; mas el desdeñar las lágrimas y
lloros como indignos de la santa imagen de la fortaleza,
es prueba de un alma, valiente e implacable que tiene
en estima y en honor un vigor resistente y obstinado.
De todas suertes, hasta en las almas menos generosas
la sorpresa y la admiración pueden dar margen a tan
efecto parecido; tal atestigua el pueblo de Tebas, que
habiendo condenado a muerte a sus capitanes por ha-
ber continuado su marido un tiempo más largo que el
prescrito y ordenado de antemano, absolvió a duras pe-
nas de todo castigo a Pelópidas, que no protestó con-
tra la acusación; Epaminondas, por el contrario, alabó
su propia conducta, censuró al pueblo de una manera
arrogante y orgullosa, y los ciudadanos no osaron si-
quiera tomar las bolas para votar; lejos de condenarle,

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la Asamblea se disolvió ensalzando grandemente las
proezas de este personaje.
Dionisio el Antiguo, que después de grandes y
prolongados obstáculos consiguió hacerse dueño de la
ciudad de Reggio y en ella, del capitán Fitón, hombre
valiente y honrado que había defendido heroicamente
la plaza, quiso tomar un trágico ejemplo de venganza
contra él. Díjole primeramente que el día anterior había
mandado ahogar a su hijo y a toda su familia, a lo cual
Fitón se limitó a responder que los suyos habían alcanza-
do la dicha un día antes que él. Luego le despojó de sus
vestiduras, le entregó a los verdugos y le arrastró por la
ciudad, flagelándole ignominiosa y cruelmente y cargán-
dole además de injurias y denuestos. Pero Fitón mantu-
vo su serenidad y valor, y con el rostro sereno pregonaba
a voces la causa honrosa y gloriosa de su muerte, por no
haber querido entregar su país en las manos de un tirano,
a quien amenazaba con el castigo próximo de los dioses.
Leyendo Dionisio en los ojos de la mayor parte de sus
soldados que éstos, en lugar de animarse con la bravura
del enemigo vencido, daban claras muestras que recaían
en desprestigio del jefe y de su victoria y advirtiendo que
iban ablandándose ante la vista de una virtud tan rara
que amenazaban insurreccionarse y arrancar a Fitón de
entre las manos de sus verdugos, el vencedor puso tér-
mino al martirio, y ocultamente arrojó al mar al vencido.
Preciso es reconocer que el hombre es cosa pasmo-
samente vana, variable y ondeante, y que es bien difícil

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fundamentar sobre él juicio constante y uniforme. Pom-
peyo perdonó a la ciudad entera de los mamertinos, con-
tra la cual estaba muy exasperado, en consideración a la
virtud y magnanimidad del ciudadano Zenón, que echó
sobre sí las faltas públicas, y no pidió otra gracia sino
recibir él solo todo castigo. El huésped de Sila, habiendo
practicado virtud semejante en la ciudad de Perusa, no
ganó nada con ello para sí ni para sus ciudadanos.
Por manera contraria a lo que pregonan mis prime-
ros ejemplos, el más valeroso de los hombres y tan huma-
no para los vencidos como Alejandro, habiéndose hecho
dueño después de muchos obstáculos de la ciudad de
Gaza, encontró a Betis, su comandante, que la defendía
con un valor de que Alejandro había sentido los efectos;
Betis solo, abandonado de los suyos, con las armas he-
chas pedazos, cubierto todo de sangre y heridas, comba-
tía aún rodeado de macedonios que le asediaban por to-
das partes. Entonces Alejandro le dijo, contrariado por el
gran trabajo que le había costado la victoria (pues entre
otros daños había recibido dos heridas en su persona):
«No alcanzarás la muerte que pretendes, Betis; preciso
es que sufras toda suerte de tormentos, todos los que
puedan emplearse contra un cautivo.» El héroe a quien
tales palabras iban dirigidas, seguro de sí mismo y con
rostro arrogante y altivo, se mantuvo sin decir palabra
ante tales amenazas; entonces Alejandro, viendo su si-
lencio altanero y obstinado, dijo: «¿Ha doblado siquiera
la rodilla? ¿Se le ha oído tan sólo una voz de súplica? Yo

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domaré ese silencio, y si no puedo arrancarle una pala-
bra, haré que profiera gemidos y quejas.» Y convirtiendo
su cólera en rabia, mandó que se le oradasen los talones,
y le hizo así arrastrar vivo, desgarrarle y desmembrarle
amarrado a la trasera de una carrera. ¿Aconteció que la
fuerza del valor fuese en el monarca tan natural que por
no admirarla la respetó menos? ¿O que la considerase
sólo como patrimonio suyo, y que al rayar a tal altura no
pudo con calma contemplarla en otro sin el despecho de
la envidia? ¿O que en la impetuosidad natural de su cóle-
ra fuese incapaz de contenerse? Cierto que si esta pasión
hubiera podido dominarla el monarca, es de creer que la
hubiera sujetado en la toma y desolación de la ciudad de
Tebas, al ver pasar a cuchillo cruelmente tantos hombres
valerosos desprovistos de defensa: seis mil recibieron la
muerte, en ninguno de los cuales se vio intento de huir;
nadie pidió gracia ni misericordia; al contrario, todos se
hicieron fuertes ante el enemigo victorioso, provocán-
dole a que les hiciera morir de una manera honrosa. A
ninguno abatieron tanto las heridas del combate que lo
intentara vengarse al exhalar el último suspiro, y con la
ceguedad de la desesperación consolar su muerte con la
de algún enemigo. El espectáculo de aquel dolor no en-
contró piedad alguna: y no bastó todo el espacio de un
día para saciar la sed de venganza: esta carnicería duró
hasta que fue derramada la última gota de sangre, y no se
detuvo sino en las personas indefensas, viejos, mujeres y
niños, para hacer de todos ellos treinta mil esclavos.

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II. De la tristeza

Yo soy de los más exentos de esta pasión y no siento


hacia ella ninguna inclinación ni amor, aunque la socie-
dad haya convenido como justa remuneración honrar-
la con su favor especial; en el mundo se disfrazan con
ella la sabiduría, la virtud, la conciencia; feo y estúpido
ornamento. Los italianos, más cuerdos, la han llamado
malignidad, porque es una cualidad siempre perjudi-
cial, siempre loca y como tal siempre cobarde y baja:
los estoicos prohibían la tristeza a sus discípulos.
Cuenta la historia que Psamético, rey de Egipto,
habiendo sido derrotado y hecho prisionero por Cam-
bises, rey de Persia, vio junto a él a su hija, también
prisionera y convertida en sirviente a quien se envia-
ba a buscar agua; todos los amigos del rey lloraban y
se lamentaban en su derredor mientras él permanecía
quedo sin decir palabra, y con los ojos fijos en la tierra;
viendo en aquel momento que conducían a su hijo a la
muerte, mantúvose en igual disposición, pero habien-
do observado que uno de sus amigos iba entre los cau-
tivos, empezó a golpearse la cabeza a dejarse ganar por
la desolación.
Tal suceso podría equipararse a lo acontecido no
hace mucho a uno de nuestros príncipes que, habien-
do sabido en Trento, donde se encontraba, la nueva de
la muerte de su hermano mayor, en quien se cifraba
el apoyo y honor de la casa, y luego igual desgracia de

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otro hermano menor, la segunda esperanza, y habiendo
sufrido ambas pérdidas con una resignación ejemplar,
como algunos días después a uno de sus servidores le
acometiese la muerte, fue muy sensible a esta nueva, y
perdiendo la calma se llenó de ostensible pena de tal
modo, que algunos tomaron de ello pie para suponer
que no le había llegado a lo vivo más que la última des-
gracia; pero la verdad del caso fue, que estando lleno y
saturado de tristeza, la más leve añadidura hizo que su
sentimiento se desbordase. Lo mismo podría decirse
del hecho anteriormente citado, y la historia lo com-
prueba: Cambises, informándose de por qué Psaméti-
co no se había conmovido ante la desgracia de su hijo
ni la de su hija, sufrió dolor tal al ver la de uno de sus
amigos: «Es, respondió, que sólo el último dolor ha
podido significarse en lágrimas; los dos primeros so-
brepasaron con mucho todo medio de expresión.»
Me parece que se relaciona con estos ejemplos la
idea de aquel pintor de la antigüedad que teniendo que
representar en el sacrificio de Ifigenia el duelo de los
asistentes según el grado de pesar que cada uno lleva-
ba en la muerte de aquella joven hermosa e inocente,
habiendo el artista agotado los últimos recursos de su
arte, al llegar al padre de la víctima le representó con el
rostro cubierto, como si ninguna actitud humana pu-
diera expresar amargura tan extrema. He aquí por qué
los poetas simulan a la desgraciada Niobe, que perdió
primero siete hijos y en seguida otras tantas hijas, ago-

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biada de pérdidas, transformada en roca, Diriguisse ma-
lis,1 para expresar la sombría, muda y sorda estupidez
que nos agobia cuando los males nos desolan, sobrepa-
sando nuestra resistencia. Efectivamente, el sentimien-
to que un dolor ocasiona, para rayar en lo extremo,
debe trastornar el alma toda e impedir la libertad de sus
acciones: como nos acontece cuando recibimos súbi-
tamente una mala noticia, que nos sentimos sobreco-
gidos, transidos y como tullidos, e imposibilitados de
todo movimiento; de modo que el alma, dando luego
libre salida a las lágrimas y a los suspiros, parece des-
prenderse, deshacerse, y ensancharse a su albedrío: Et
via vix tandem voci laxata dolore est.2
En la guerra que el rey Fernando hizo a la viuda de
Juan de Hungría, junto a Buda, un soldado de a caballo
desconocido se distinguió heroicamente, su arrojo fue
alabado por todos a causa de haberse conducido vale-
rosamente en una algarada donde encontró la muerte;
pero de ninguno tanto como de Raïsciac, señor alemán,
que se prendó de una tan singular virtud. Habiendo éste
recogido el cadáver, tomado de la natural curiosidad, se
aproximó para ver quién era, y luego que le retiró la ar-
madura, reconoció en el muerto a su propio hijo. Esto
aumentó la compasión en los asistentes: el caballero
solo, sin proferir palabra, sin parpadear, permaneció

1 Petrificada por la congoja.


2 Abre al fin el dolor a su voz paso.

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de pie, contemplando fijamente el cuerpo, hasta que la
vehemencia de la tristeza, habiendo postrado su espíri-
tu, le hizo caer muerto de repente. Chi puó dir com’ egli
arde, e in picciol fuoco,3 dicen los enamorados hablando
de una pasión extrema

Misero quod omnes


eripit sensus mihi: nam, si nut·te,
Lesbia, adspexi, nihil est super mi
quod loquar amens:
lingua sed torpet;tenius sub artus
flamma dimanat; sonitu suopte
tinniunt aures; gemina teguntur
lumina nocte.4

No es, pues, en el vivo y más enérgico calor del


acceso cuando lanzamos nuestras quejas y proferimos
nuestras persuasiones; el alma está demasiado llena
de pensamientos profundos y la materia abatida y lan-
guideciendo de amor; de lo cual nace a veces el decai-
miento fortuito que sorprende a los enamorados tan a
destiempo, u la frialdad que los domina por la fuerza

3 En poco fuego está el que puede decir cómo arde.


4 El amor arrebata todos mis sentidos. Apenas te veo, Lesbia,
ni siquiera puedo hablar. Se me traba la lengua y una llama
sutil discurre por mis venas, ruidos confusos resuenan en
mis oídos y una doble noche cubre mis ojos.

ensayos completos | 21
de un ardor extremo en el momento mismo del acto
amoroso. Todas las pasiones que se pueden aquilatar y
gustar son mediocres

Curae leves loquuntur, ingentes stupen.5

La sorpresa de una dicha que no esperábamos, nos


sorprende de igual modo:

Ut me conspexit venientem, et Troïa circam.


Arma amens vidit; magnis exterrita monstris,
diriguit visu in medio; calor ossa reliquit;
labitur, et longo vix tandem tempore fatur.6

Sabemos de la mujer romana que murió por el


goce que la ocasionó el regreso de su hijo de la derrota
de Canas, Sófocles y Dionisio el Tirano fenecieron de
placer; y Talva acabó sus días en Córcega, leyendo las
nuevas de los honores que el senado romano le había
tributado; en nuestro propio siglo al pontífice León X,
habiéndosele notificado la toma de Milán, por él ar-
dientemente deseada, le dominó al exceso de alegría,

5 Los dolores breves se expresan; los grandes se pasman.


6 Cuando me divisa y reconoce por doquier las armas troya-
nas, queda inmóvil fuera de sí impresionada como por una
visión espantosa. Su sangre se hiela; cae, y cuéstale mucho
tiempo recobrar la voz.

22 | montaigne
que le produjo una fiebre mortal. Y un testimonio más
notable todavía de la debilidad humana, Diodoro el
dialéctico, murió instantáneamente, dominado por una
pasión extrema de vergüenza a causa de no encontrar
un argumento hablando en público, con que confundir
a su adversario. Yo me siento lejos de tan avasalladoras
pasiones; no es grande mi recelo y procuro además so-
lidificarlo y endurecerlo todos los días con la reflexión.

III. Como lo porvenir nos preocupa


más que lo presente

Los que acusan a los hombres de marchar constante-


mente con la boca abierta en pos de las cosas venideras,
y nos enseñan a circunscribirnos a los bienes presentes
y a contentarnos con ellos, como si nuestro influjo sobre
lo porvenir fuera menor que el que pudiéramos tener
sobre lo pasado, tocan el más común de los humanos
errores, si puede llamarse error aquello a que la natu-
raleza nos encamina para la realización de su obra, im-
primiéndonos como a tantos otros, la falsa imaginación,
más celosa de nuestra acción que de nuestra ciencia.
No estamos nunca concentrados en nosotros mis-
mos, siempre permanecemos más allá: el temor, el de-
seo, la esperanza nos empujan hacia lo venidero y nos
alejan de la consideración de los hechos actuales, para
llevarnos a reflexionar sobre lo que acontecerá, a veces

ensayos completos | 23
hasta después de nuestra vida. Calamitosus est animus
futuri anxius.7
El siguiente precepto es muy citado por Platón:
«Cumple con tu deber y conócete.» Cada uno de los
dos miembros de esta máxima envuelve en general todo
nuestro deber, y el uno equivale al otro. El que hubiera
de realizar su deber, vería que su primer cuidado es co-
nocer lo que realmente se es y lo que mejor se acomoda
a cada uno; él que se conoce no se interesa por aquello
en que nada le va ni le viene; profesa la estimación de
sí mismo antes que la de ninguna otra cosa, y rechaza
los quehaceres superfluos y los pensamientos y propó-
sitos baldíos. Así como la locura con nada se satisface,
así el hombre prudente se acomoda a lo actual y nunca
se disgusta consigo mismo. Epicuro dispensa a sus dis-
cípulos de la previsión y preocupación del porvenir.
Entre las leyes que se refieren a las defunciones, la
que juzgo más fundamentada es aquella por virtud de
la cual se examinan las acciones de los príncipes y sobe-
ranos después de su muerte. Ellos son los compañeros,
si no los dueños de las leyes: lo que la justicia no ha
podido vencer en su vida, justo es que lo pueda sobre
su reputación y los bienes de sus sucesores, cosas que a
veces ponemos por cima de la propia existencia. Es una
costumbre que lleva consigo ventajas singulares para
las naciones en que se observa y digna de ser deseada

7 Desgraciado es el ánimo al que el futuro inquieta.

24 | montaigne
por todos los buenos príncipes que tienen motivos de
queja de que su memoria se trate como la de los malos.
Debemos sumisión y obediencia igualmente a todos
los reyes, pero tanto la estima como la afección la debe-
mos únicamente a su virtud. Concedamos al orden po-
lítico el sufrirlos pacientemente, aunque sean indignos;
ayudemos con nuestra recomendación sus acciones
indiferentes, mientras que su autoridad ha menester de
nuestro apoyo; pero una vez acabadas nuestras relacio-
nes, no es razón el negar a la justicia y a nuestra liber-
tad la expresión de nuestros verdaderos sentimientos,
y principalmente el rechazar a los buenos súbditos la
gloria de haber fiel y reverentemente servido a un due-
ño cuyas imperfecciones le eran bien conocidas, qui-
tando a la posteridad tan conveniente recurso. Aque-
llos que por respeto de algún beneficio recibido elogian
cínicamente la memoria de un príncipe indigno de tal
honor, hacen justicia particular a expensas de la justicia
pública. Tito Livio dice verdad cuando escribe «que
el lenguaje de los que viven a expensas de los monar-
cas está siempre lleno de ostentaciones vanas y testi-
monios falsos»; cada cual ensalza a su rey a la primera
línea del valer y a la grandeza soberanos. Puede repro-
barse la magnanimidad de aquellos dos soldados que
interrogados por Nerón, el uno por qué no le quería
bien: «Te quería, le contestó, cuando eras bueno; pero
desde que te has convertido en parricida, incendiario y
charlatán, te odio como mereces.» Preguntado el otro

ensayos completos | 25
por qué pretendía darle muerte, respondió: «Porque
no veo otro medio de evitar tus continuas malas accio-
nes.» Pero los universales y públicos testimonios que
después de su muerte se dieron y se darán siempre que
se trate de príncipes perversos como él y demás reyes
tiránicos, ¿qué sano espíritu puede reprobarlos?
Me contraría que en pueblo tan bien gobernado
como el de los lacedemonios, hubiera una costumbre
tan poco sincera como la de que voy a hablar. Cuando
morían sus reyes, todos los confederados y vecinos, así
como los ilotas, hombres y mujeres indistintamente, se
hacían cortaduras en la frente en señal de duelo, y pro-
clamaban con gritos y lamentos que el monarca cuya
muerte lloraban, cualquiera que su índole hubiera sido,
era el mejor soberano que habían tenido; así atribuían
al rango la alabanza que sólo al mérito pertenece, y sólo
al de la categoría más depurada.
Aristóteles, que en sus escritos todo lo abarca y
comprende, habla de la frase de Solón que dice: «Na-
die antes de morir puede considerarse dichoso»; sin
embargo, hasta el mismo que ha vivido y muerto a me-
dida de sus deseos, tampoco puede considerarse como
feliz si su fama se desprestigia y si su descendencia es
miserable. Mientras nos agitamos sobre la tierra, por
espíritu de preocupación nos trasladamos donde nos
place más, cuando la vida nos escapa no tenemos nin-
guna comunicación con las cosas de por acá; así que
podemos reponer al dicho de Solón que jamás hombre

26 | montaigne
alguno es feliz puesto que no alcanza tal dicha sino que
cuando ya no existe:

Quisquam
vix radicitus e vita se tollit, et jecit:
sed facit esse sui quiddam super inscius ipse...
Nec removet satis a projecto corpore sese, et
vindicat.8

Beltrán Duguesclin murió en el cerco del castillo de


Randon, cerca de Puy, en Auvernia; habiendo sido ven-
cidos los sitiados se vieron obligados a dejar las llaves
de la fortaleza junto al cadáver. Bartolomé de Albiana,
general del ejército veneciano, habiendo muerto en las
guerras que estos sostuvieron en el Bresciano y su ca-
dáver trasladado a Venecia, a través de Verona, ciudad
enemiga, la mayor parte de sus tropas fue de parecer
que se pidiera un salvoconducto a los veroneses; pero
Teodoro Trivulcio se negó a ello y antes profirió pasar-
lo a viva fuerza exponiéndose a los azares del combate,
«no siendo propio, decía, que quien en vida jamás ha-
bía tenido miedo a sus enemigos, una vez muerto les
mostrase algún temor.» En efecto, en caso análogo y
por virtud de las leyes griegas, el que pedía al enemigo

8 Con trabajo se halla quien, siendo sabio, se prive totalmen-


te de la vida. Se imagina que parte de su ser le sobrevive y
no puede librarse de ese cuerpo que perece y se hunde.

ensayos completos | 27
un cadáver para darle sepultura renunciaba por este he-
cho a la victoria y no lo era ya posible dejar bien puesto
el pabellón. Así perdió Nicias la ventaja que ganara so-
bre los corintios; y por el contrario, Agesilao aseguró el
triunfo que estuvo a punto de perder sobre los beocios.
Rasgos semejantes podrían parecer extraños, si no
fuera costumbre de todos los tiempos, no solamente
llevar el cuidado de nuestras vidas más allá de este mun-
do, sino también creer que con frecuencia los favores
celestiales nos acompañan al sepulcro y siguen a nues-
tros restos. De lo cual hay tantos ejemplos antiguos,
dejando a un lado los nuestros, que no hay para qué
insistir. Eduardo I, rey de Inglaterra, habiendo obser-
vado en las dilatadas guerras que sostuvo con Roberto,
rey de Escocia, cuanto su presencia hacía ganar a sus
empresas, dándole siempre la victoria en las expedicio-
nes que dirigía, hallándose moribundo obligó a su hijo,
por juramento solemne, que cuando dejara de existir
hiciera cocer su cuerpo para separar así la carne de los
huesos y que enterrase aquélla; y cuanto a los huesos,
que los reservase para llevarlos consigo en las batallas
siempre que hubiera de sostener guerra contra los es-
coceses, como si el destino hubiera fatalmente unido
la victoria a sus despojos. Juan Ziska, que trastornó la
Bohemia defendiendo los errores de Wiclef, quiso que
le arrancaran la piel después de muerto y que con ella
hicieran un tambor para tocarlo en las guerras que en
adelante se sostuvieran contra sus enemigos, estiman-

28 | montaigne
do que esto ayudaría a continuar las glorias que él había
alcanzado en las lides contra aquellos. Algunos indios
de América entraban en combate contra los españoles
llevando el esqueleto de uno de sus jefes, en considera-
ción de la buena estrella que en vida había tenido; otros
pueblos americanos llevaban a la guerra los cadáveres
de los más bravos que habían perecido en las batallas
para que la fortuna les fuera favorable y les sirviesen
de estímulo. Los primeros ejemplos no atribuyen a
los muertos virtud más que por reputación alcanzada,
a causa de sus acciones, mas los segundos suponen la
idea de la acción.
Quizás más digna de señalarse sea la acción del ca-
pitán Bayardo, quien sintiéndose herido de muerte por
un arcabuzazo, y aconsejándole que se retirase del com-
bate, respondió que no le parecía, que no estaba por em-
pezar a volver la espalda al enemigo en los últimos mo-
mentos de su vida; habiendo combatido mientras para
ello le quedaron fuerzas, cuando ya se sintió sin aliento,
y próximo a caer del caballo, mandó a su maestresala
que le tendiera al pie de un árbol de modo que pudiese
morir con el rostro frente al enemigo, como lo hizo.
Me es necesario consignar este otro ejemplo, tan
digno de memoria como los precedentes. El empera-
dor Maximiliano, bisabuelo del rey Felipe actualmente
en vida, era un príncipe a quien adornaban muy bri-
llantes dotes y entre otras una belleza física singular;
pero entre sus caprichos tenía el siguiente, bien con-

ensayos completos | 29
trario al de los príncipes que, para el despacho de sus
más urgentes negocios, convierten en trono la silla de
servicio; jamás tuvo criado de tanta confianza que le
permitiera verle cuando hacía menesteres; ocultábase
para orinar tan cuidadosamente como una doncella, y
ni ante su propio médico, ni ante ninguna otra persona,
cualesquiera que ésta fuese, mostraba sus desnudeces.
Yo, que soy libre de palabra, propendo sin embargo por
temperamento al pudor; si una gran necesidad no me
obliga a ello, no muestro a los ojos de nadie las partes
del cuerpo que el decoro obliga a tener guardadas. A
tan supersticioso extremo llevó su hábito el príncipe
del que hablo, que dispuso expresamente en su tes-
tamento que le atasen bien los calzoncillos cuando
muriese, que la persona que se los sujetase tuviera los
ojos vendados. El mandato que Ciro hizo a sus hijos
de que ni éstos ni nadie viese ni tocase su cuerpo luego
que el alma se desprendiera de la materia, atribúyelo a
costumbre piadosa, pues así su historiador como aquel
monarca, entre otros de sus relevantes méritos, mantu-
vieron durante todo el transcurso de su vida un especial
cuidado de reverencia a las religiosas.
Me ocasionó disgusto la relación que un noble
me hizo de un pariente mío, distinguido así en la paz
como en la guerra acabando sus días, ya largos, en su
casa señorial, atormentado por fuertes dolores de pie-
dra, ocupó sus últimas horas con un cuidado intenso en
disponer la ceremonia de su entierro, e hizo que, todos

30 | montaigne
los nobles que le visitaron le dieran palabra de asistir a
la ceremonia; y a su mismo soberano, que le había oído
disponer semejantes preparativos, suplicole que los de
su casa fueran también de la comitiva, empleando mu-
chos ejemplos y razones para demostrar que tal honor
pertenecía legítimamente a un hombre de su rango.
Obtenida que fue la promesa, pareció expirar contento
luego que hubo ordenado a su gusto el acompañamien-
to del cortejo fúnebre. Apenas he visto otro caso de va-
nidad tan perseverante.
Otra preocupación opuesta, de que también po-
dría encontrar algún ejemplo en algunas familias, me
parece hermanarse con la anterior, y consiste en cuidar-
se de un modo meticuloso, en los últimos instantes, en
ordenar el entierro conforme a la más feroz economía,
y en reducir todo el séquito a un criado con una farola.
Tal fue el proceder de Marco Emilio Lépido, a quien se
alaba por ello, el cual escribió a sus herederos que para
él se llevaran a cabo las ceremonias acostumbradas en
tales casos. ¿Testimonia frugalidad y templanza el evitar
los gastos y beneficios de cuyo disfrute y conocimien-
to no podemos ya darnos cuenta? Es cuando más una
privación sencilla y de poco coste. Si hubiera necesidad
de ordenar tales aprestos, sería mi parecer que en esta
como en todas las demás cosas de la vida, cada cual los
dispusiera con arreglo a su estado de fortuna. El filóso-
fo Licón ordena cuerdamente a sus amigos que depo-
siten su cuerpo donde mejor les parezca; y en cuanto a

ensayos completos | 31
los funerales, les dice que no sean ni demasiado mez-
quinos ni suntuosos con exceso. En punto a entierro,
me acomodaré la costumbre general, y me encomenda-
ré a la voluntad de aquellos que a la hora de mi muerte
me rodeen. Totus me locus est contemnendus in nobis, non
negligendus in nostris.9 Y muy santamente escribe un
padre de la Iglesia: Curatio funeris, conditio sepulturae,
pompa exsequíarum, magis sunt vivorum solalia, quam,
subsidia mortuorum.10 Por eso Sócrates responde a Cri-
tón, que le pregunta en el momento de su muerte cómo
quiere ser enterrado: «Como mejor te cuadre.» Si el
temple de mi alma alcanzara a tanto, mejor preferiría
imitar a los que vivos y rozagantes arreglan y hasta dis-
frutan del orden y disposición de su sepulcro, y se com-
placen viendo su marmórea representación funeraria.
¡Dichosos los que saben hacer que sus sentidos gocen
en presencia de la insensibilidad y vivir de su muerte!
Cuando viene a mi memoria la inhumana injus-
ticia del pueblo ateniense, que hizo morir sin remi-
sión, sin querer siquiera oír sus defensas, a los va-
lientes capitanes que acababan de ganar contra los
lacedemonios en combate naval que se libró cerca

9 Cuidado es que debe desdeñarse para uno mismo y no des-


cuidar para los suyos.
10 El cuidado de los funerales, la elección de sepultura, la
pompa de las exequias, son más bien consuelo de los vivos
que ayuda para los muertos.

32 | montaigne
de las islas Arginensas, poco me falta para detestar
con irreconciliable odio toda dominación popular,
aunque en el fondo me parezca la más justa y natural.
Aquel combate fue el más reñido, el más encarniza-
do que los griegos libraran por mar con sus escua-
dras, y se sacrificó a sus caudillos porque después
de la victoria siguieron la conducta que la ley de la
guerra les brindara, mejor que detenerse a recoger y
dar sepultura a sus muertos. Hace más odiosa toda-
vía esta ejecución la varonil y generosa conducta de
Diomedón, uno de los condenados, hombre dotado
de grandes virtudes militares y políticas, el cual, ade-
lantándose para hablar a sus jueces, luego de haber
oído el decreto que le condenaba, que era la ocasión
única en que lo era lícito hablar, en lugar de emplear
sus palabras en defensa de su causa y de hacer fla-
grante la evidente injusticia de un decreto tan cruel,
ninguna palabra dura tuvo para los que le juzgaban;
rogó sólo a los dioses que convirtieran la sentencia
en beneficio de los que la dictaron. Y con el fin de
que por dejar sin cumplimiento las promesas que él
y sus compañeros habían hecho a las divinidades por
haberles otorgado un tan señalado triunfo, la ira ce-
leste no descargara sobre los condenadores, Diome-
dón explicó en qué consistían aquéllas. Al punto, sin
proferir una palabra más, sin titubear, encaminose al
suplicio con heroico continente.

ensayos completos | 33
Años después la fortuna les infringió el mismo cas-
tigo: Cabrias, general de las fuerzas marítimas, habien-
do tenido la mejor parte en el combate contra Polis, al-
mirante de Esparta en la isla de Naxos, perdió todos los
beneficios de una victoria decisiva por no incurrir en
igual desgracia que los anteriores; queriendo recoger
algunos cadáveres que flotaban en el mar dejó salvarse
un número importante de enemigos que les hicieron
pagar bien cara su importuna superstición:

Quaeris, quo jaceas, post obitum, loco?


Quo non nata jacent.11

Ennio concede el sentimiento del reposo a un


cuerpo sin alma:

Neque sepulcrum quo recipiatur, habeat portum corporis


ubi remissa humana vita, corpus requiescat a malis?12

Igualmente la naturaleza nos muestra que algunas co-


sas muertas guardan todavía relaciones ocultas con la vida:
el vino se altera en las bodegas al tenor de los cambios que
las estaciones producen las vides, y la carne montesina

11 ¿Quieres saber dónde yacerás después de morir? Donde


yace lo aún no nacido.
12 No tenga sepulcro que lo reciba ni puerto donde, descargado
del peso de la vida humana, descanse de sus males el cuerpo.

34 | montaigne
cambia de naturaleza y sabor en los saladeros, del propio
modo que la de los animales vivos, al decir de algunos.

IV. Como el alma descarga sus


pasiones sobre objetos falsos,
cuando los verdaderos la faltan

Un noble francés, extremadamente propenso al mal de


gota, a quien los médicos habían prohibido rigorosamente
que comiera carnes saladas, acostumbraba a reponer, bro-
meando, al precepto facultativo: Menester es que yo en-
cuentre a mano alguna causa a que achacar mi alma; mal-
diciendo unas veces de las salchichas y otras de la lengua
de vaca y del jamón, parece que me siento más aliviado.
De la propia suerte que cuando alzamos el brazo
para sacudir un golpe, nos ocasiona dolor el que no en-
cuentre materia con que tropezar, dar el golpe en vago,
y así como para que la vista de un panorama sea agrada-
ble, es necesario que no esté perdido ni extraviado en
la vaguedad del aire, sino que se encuentre situado en
lugar conveniente:

Ventus ut amittit vires, nisi robore densae


ocurrant silvae, spatio difusus inan13

13 Y como el viento pierde su fuerza si las espesas selvas no


irritan su furor, disipándose en la vaguedad del aire.

ensayos completos | 35
De igual modo parece que el alma, quebrantada
y conmovida, se extravía en sí misma si no se la pro-
porciona objeto determinado; precisa en toda ocasión
procurarla algún fin en el cual se ejercite. Plutarco dice,
refiriéndose a los que tienen cariño a los perrillos y a las
monas, que la parte afectiva que existe en todos los hu-
manos, falta de objeto adecuado, antes que permanecer
ociosa se forja cualquiera, por frívolo que sea. Vemos
pues, que nuestra alma antes se engaña a sí misma en-
derezándose a un objeto frívolo o fantástico, indigno
de su alteza, que permanecer ociosa. Así los animales
llevados de su furor, se revuelven contra la piedra o el
hierro que los ha herido, y se vengan a dentelladas so-
bre su propio cuerpo, del daño que recibieron:

Pannoni, haud aliter post ictum saevior ursa,


cui jaculum parva Lihys amentavit habena,
se rolat in vulnus, telumque irata receptum
impetit, et secum fugientem circuit hastam.14

¿A cuántas causas no achacamos los males que nos


acontecen? ¿En qué no nos fundamos, con razón o sin
ella, para dar con algo con qué chocar? No son las ru-

14 No de otro modo la osa de Panonia, más terrible después


de la herida, cuando el libio le arroja el venablo con una
corta correa, revuélvase sobre su herida, quiere morder el
dardo que le desgarra, y gira alrededor de él.

36 | montaigne
bias trenzas que desgarras, ni la blancura de ese pecho
que despiadada, golpeas, los que han perdido al herma-
no querido a quien lloras; busca en otra parte la causa
de tus quejas. Hablando Tito Livio del ejército roma-
no que peleaba en España después de la pérdida de los
dos hermanos, los grandes capitanes, dice: flere omnes
repente el offensare capita.15 El filósofo Bion habla de un
rey a quien la pena hizo arrancarse los cabellos; y añade
bromeando: «Pensaba, acaso, que la calvicie aligera el
dolor.» ¿Quién no ha visto mascar y tragar las cartas o
los dados a muchos que perdieron en el juego su dine-
ro? Jerjes azotó al mar, y escribió un cartel de desafío al
Monte Athos. Ciro ocupó todo un ejército durante va-
rios días en vengarse del río Guindo, por el temor que
había experimentado al cruzarlo. Calígula demolió una
hermosa vivienda por el placer que su madre había en
ella disfrutado.
Los campesinos decían cuando yo era mozo que
el rey de una nación vecina, habiendo recibido de
Dios una tunda de palos, juró vengarse de tal ofensa;
para ello ordenó que durante diez años ni se rezase ni
se hablase de él, y si a tanto alcanzaba su autoridad,
que tampoco se creyese en él. Con todo lo cual que-
ría mostrarse, no tanto la estupidez como la vanidad
pertinente a la nación a que se achacaba el cuento;
ambos son siempre defectos que marchan a la par,

15 Todos empezaron a llorar y golpearse las cabezas.

ensayos completos | 37
aunque tales actos tienen quizás más de fanfarrone-
ría que de estupidez. César Augusto, habiendo sido
sorprendido por una tormenta en el mar, desafió al
dios Neptuno, y en medio de la pompa de los juegos
circenses, hizo que quitaran su imagen de la categoría
que le pertenecía entre los demás dioses para vengar-
se de sus iras, en lo cual es menos excusable que los
primeros, y menos aún cuando, habiendo perdido una
batalla bajo el mando de Quintilo Varo en Alemania,
de desesperación y cólera golpeaba su cabeza contra
la muralla, gritando: «¡Varo, devuélveme mis legio-
nes!» Los primeros se dirigían al propio Dios o a la
fortuna, como si ésta tuviera oídos para escucharlos, a
ejemplo de los tracios que, cuando truena, o relampa-
guea, arrojan flechas al cielo para calmar las iras de la
naturaleza. En fin, como dice este antiguo poeta en un
pasaje de Plutarco:

Point ne se fault courroacer aux affaires;


il ne no leur chault de toutes nos choleres.16

Nunca acabaríamos de escribir vituperios contra


los desórdenes de nuestro espíritu.

16 Jamás en nuestras cosas nos airemos, porque Él de nuestro


enojo no se cura.

38 | montaigne
V. Si el jefe de una plaza sitiada debe
o no salir a parlamentar

Lucio arcio, legado de los romanos en la guerra contra


Perseo, rey de Macedonia, queriendo ganar el tiem-
po de que había menester para organizar su ejército,
aparentó desear llegar a un acuerdo; el rey, distraído,
le concedió algunos días de tregua, facilitando así a su
enemigo recursos, oportunidad y tiempo para aperci-
birse mejor a la lucha, con lo cual encontró su ruina.
El senado romano, guardador de las costumbres dig-
nas de memoria, acusó tal práctica como enemiga de la
antigua, que era, según los miembros de aquel cuerpo,
combatir frente a frente, no valiéndose de sorpresas ni
emboscadas nocturnas, ni de huidas aparentes y ata-
ques inesperados, no dando comienzo a una guerra sin
antes haberla declarado, y a veces después de haber se-
ñalado previamente la hora y el lugar de la batalla. Por
virtud de aquel proceder rechazaron al médico traidor
que Pirro les envió y a los faliscos el preceptor desleal.
Tal era el proceder de los romanos en oposición a la su-
tileza griega y a la astucia púnica, según las cuales ven-
cer por la fuerza era menos glorioso que vencer por el
engaño. El que se sirve de malas artes y logra su deseo,
se da por satisfecho; pero sólo se da por bien derrotado
el que reconoce haberlo sido, no por el engaño ni el
azar, sino por el valor, de ejército a ejército, en franca y
abierta lucha. Dedúcese de aquí que esas buenas gentes

ensayos completos | 39
no habían aceptado como justa esta hermosa senten-
cia: Dolus an virtus quis in hoste requirat?17
Refiere Polibio que los aqueos detestaban en sus
guerras todo propósito engañoso, no estimando victo-
ria buena más que aquella en que los esfuerzos del ene-
migo fueron bien abatidos. Eam vir sanctus el sapiens
sciet veram esse victoriam, quae, salva fide el integra digni-
tate parabitur,18 añade Cicerón. Y otro agrega:

Vosne velit an me, regnare era, quidve ferat, fors,


virtute experiamur.19

En el reino de Ternate, que figura entre las nacio-


nes que nos complacemos en llamar bárbaras, es cos-
tumbre no emprender guerra alguna sin haberla antes
anunciado, y declarado ampliamente las fuerzas de
las que disponen, número de combatientes, municio-
nes y qué género de armas, así ofensivas como defensivas
van a emplearse en la lucha; tal formalidad cumplida, si
sus enemigos no llegan a un acuerdo, no tienen aqué-
llos inconveniente en servirse de cuantos medios están
en su mano para lograr la victoria.

17 ¿Qué más da que el enemigo triunfe por valor que por astucia?
18 El varón prudente y virtuoso ha de saber que la única vic-
toria es a que puede darse por ganada con buena fe y ente-
ra dignidad.
19 Probemos con nuestro valor si a ti o a mí la fortuna, señora
de los sucesos, destina el Imperio.

40 | montaigne
Los antiguos florentinos estaban tan lejos de alcan-
zar por sorpresa ventaja sobre sus enemigos, que adver-
tían a éstos un mes antes de echarlas tropas al campo
por medio del continuo toque de la campana, que lla-
maban Martinella.
Menos escrupulosos nosotros, damos la palma
sólo al que vence, y practicamos la doctrina de Lisan-
dro, el cual decía: «Donde no basta la piel del león, pre-
cisa añadir un trozo de la del zorro.» Las más frecuen-
tes ocasiones de sorpresa se sacan de esta sentencia.
Es principio recibido entre todos nuestros guerreros,
«que jamás el gobernador de una fortaleza sitiada sal-
ga a parlamentar.» Fue esto mal visto en tiempos re-
cientes y reprochando a los señores de Montmord y de
l’Assigny, que defendían el puente Mousson peleando
contra el duque de Nassau. Discúlpase, sin embargo, al
que sale de tal suerte que la ventaja y seguridad perma-
necen de su parte; como hizo en la ciudad de Reggio
el conde Guy de Rangon (si concedemos crédito a Be-
llay, pues Guicciardini asegura que fue él el autor del
hecho), cuando el señor De Escut se acercó para parla-
mentar, porque permaneció aquél tan cerca de su for-
taleza, que habiéndose producido algún desorden du-
rante la entrevista, no sólo el señor De Escut y los suyos
se vieron debilitados, sino que Alejandro Trivulcio fue
muerto y el propio De Escut viose obligado, para mejor
defensa, a seguir al conde y a cobijarse bajo la buena fe
de éste al resguardo del peligro en la ciudad.

ensayos completos | 41
Eumenes, en la ciudad de Nora, obligado por An-
tígono que la sitiaba a salir para hablarle, alegando
que era de razón que saliese a su encuentro, en aten-
ción a que el segundo era el más fuerte, después de
haber dado la siguiente noble respuesta: «No estimo
que otro sea más fuerte que o, en tanto que disponga
de mi espada» no consintió en abandonar su puesto
hasta que Antígono le dio a su sobrino en rehén con-
forme había pedido.
No les fue mal a algunos fiándose en la palabra del
sitiador; testimonio de ello es el caso de Enrique de
Vaux, caballero de la Champaña, quien fue cercado en
el castillo de Commercy por los ingleses. Bartolomé
de Bonnes, que mandaba la plaza, hizo quemar gran
parte del castillo; de modo que el fuego amenazaba
acabar con las vidas de los que se hallaban dentro. De
Vaux fue invitado a parlamentar en su provecho por el
sitiador, y así lo hizo. Como su completa ruina, en caso
contrario, no se lo ocultaba, se sintió singularmente re-
conocido al enemigo, a la merced del cual se encomen-
dó. Apenas llegó el fuego a la mina, el castillo quedó
enteramente destruido.
Tengo siempre confianza en la buena fe de los de-
más; pero mal de mi grado me encomendaría a ella,
cuando mi determinación hiciera suponer o presumir
la desesperación o la falta de valor; prefiero entregarme
a la franqueza y crédito en la lealtad ajena.

42 | montaigne
VI. Hora peligrosa de los parlamentos

Poco hace, he visto en el territorio de mis vecinos de


Mussidan que los que fueron arrojados por nuestro
ejército y sus aliados, calificaban de traición el que du-
rante las gestiones para llegar a un acuerdo se les había
sorprendido y dejado maltrechos, conducta que acaso
hubiera sido verosímil en otros siglos. Como queda
dicho en el capítulo anterior nuestro modo de obrar
se aparta enteramente de tales costumbres lejanas;
sin embargo no debe concederse crédito de unos para
otros hasta que las últimas formalidades estén bien de-
terminadas, y aún entonces queda todavía bastante en
que pensar. Siempre ha sido abandonarse al azar el fiar-
se en la licencia de un ejército victorioso. La observan-
cia de la palabra dada a una ciudad que se rinde quedó
generalmente incumplida al dejar la entrada libre a los
soldados vencedores.
Lucio Emilio Regilo, pretor romano, habiendo
puesto todo su conato en apoderarse de la ciudad
de Phoces, no consiguió su intento a causa de la sin-
gular proeza de sus habitantes que se defendieron
a maravilla, e hizo con ellos pacto de considerarlos
como amigos del pueblo romano, así como de entrar
en el territorio como en ciudad confederada, logran-
do así que acabaran las hostilidades; mas habiéndo-
se efectuado la entrada en compañía de su ejército
para dar mayor pompa al espectáculo, no estuvo en

ensayos completos | 43
las manos del pretor el contener a sus soldados, por
más esfuerzos que hizo, y ante sus ojos vio que sa-
quearon buena parte de la plaza: la venganza y la ava-
ricia sobrepujaron la autoridad del jefe, así como la
disciplina militar.
Decía Cleómenes que cualquiera que fuera el daño
que al enemigo se hiciera en la guerra, aquél estaba por
cima de toda justicia, y que era además ajeno a ley nin-
guna, ni de los dioses ni de los hombres. Habiendo di-
cho guerrero ajustado una tregua de siete días con los
argianos, tres solamente eran pasados cuando cargó
sobre ellos hallándose dormidos, y acabó con todos,
alegando como defensa de su proceder que en el conve-
nio hecho no se había hablado de las noches. Los dioses
vengaron tan pérfida sutileza.
En ocasión de celebrarse un parlamento entre los
magistrados de la ciudad de Casilino, fue ésta tomada
por sorpresa; aconteció el hecho, sin embargo, en el
siglo de Roma en que florecieron los más justos ca-
pitanes y en que las milicias estaban mejor regimen-
tadas. Siempre que para ello tropezamos con ocasión
favorable nos prevalemos de la torpeza de nuestros
enemigos, así como de su falta de valor. Cuenta la tie-
rra con privilegios razonables que la razón no aprue-
ba, y no se cumple aquí la máxima Neminem id agere,
ut ex alterius praedetur inscitia;20 pero me sorprende la

20 Nadie debe aprovecharse de la ignorancia ajena.

44 | montaigne
extensión que Jenofonte da a aquellos a juzgar, por las
ideas y por las diversas expediciones del emperador
de quien escribió las hazañas. Aunque merezca gran
crédito en tales cosas, como experimentado capitán y
filósofo de los primeros discípulos de Sócrates, yo no
puedo aceptar como buenos esos privilegios en todas
sus partes.
El señor De Aubigny puso cerco a Capua, y des-
pués de haber llevado a cabo un furioso ataque, Fa-
bricio Colonna, que defendía la ciudad, comenzó a
parlamentar desde un baluarte; mientras sus gentes
se habían descuidado algún tanto, las De Aubigny,
apoderáronse de la ciudad e hicieron un gran des-
trozo. Recientemente en Ivoy, el señor Juan Romero,
habiendo incurrido en el desacierto de salir a par-
lamentar con el condestable, encontró a su regreso
la plaza tomada. El marqués de Pescara sitiando a
Génova, donde el duque Octavio Fregoso mandaba
bajo la protección francesa, estando ya de acuerdo
ambos caudillos, habiendo ya adelantado tanto que
se daba ya por hecho, estando ya a punto de ratifi-
carse, los españoles penetraron en la plaza y proce-
dieron como si hubieran ganado la victoria. Más tar-
de, en Ligny, en Barrois, donde el conde de Brienne
ejercía el mando, habiéndole sitiado el emperador
en persona, Bertheville, lugarteniente del citado
conde salido a parlamentar, durante esta operación
la ciudad se encontró tomada.

ensayos completos | 45
Fú il vincer sempremai laudabil cosa,
vincasi o per fortuna o per ingegno,21

dicen los que así obran; pero el filósofo Crisipo no


hubiera sido de este parecer, ni yo tampoco; pues decía
que aquellos que compiten en la carrera deben emplear
todos los recursos de que disponen, pero en manera al-
guna les es lícito poner mano en el adversario para dete-
nerle, ni tampoco la pierna para que caiga. Y expresán-
dose todavía de modo más generoso, el gran Alejandro
Polipercón, a quien querían persuadir para que se apro-
vechara de la ventaja que la oscuridad y la noche le pro-
porcionaban para atacar a Darío: «De ningún modo,
respondió, no está en mí ir en busca de victorias de mala
ley: malo me fortunae paeniteat, cuam victoriae pudeat.»22

Atque idem fugientem haud est dignatus Oroden


sternere, nec jacta caecum dare cuspide vulnus:
obvius adversoque ocurrit, seque viro vir
contulit, haud furto melior, sed fortibus armis.23

21 El vencer siempre fue laudable cosa, vénzase por fortuna o


por ingenio.
22 Prefiero arrepentirme de la fortuna que ruborizarme de
la victoria.
23 Y no se digna derribar a Orodes en su fuga, ni arrojar un
dardo que no pueda su enemigo ver lanzar, sino que le per-
sigue, espera y ataca de frente. Enemigo de los ardides, an-
sía triunfar por su denuedo.

46 | montaigne
VII. Que la intención juzga
nuestras acciones

Dícese que la muerte nos libra de todos nuestros com-


promisos. Yo sé de algunos que han interpretado este
principio de diverso modo. Enrique VII, rey de Inglate-
rra, convino con don Felipe, hijo del emperador Maxi-
miliano, o, para designarle de una manera más honrosa,
padre del emperador Carlos V, en que le hiciera entrega
del duque de Suffolk de la Rosa blanca, su enemigo, que
había huido y buscado asilo en los Países Bajos, con la
condición de que no atentaría contra la vida de dicho
duque; sin embargo, a la hora de morir ordenó a su hijo
en el testamento que diera muerte a Suffolk en cuanto
él hubiera exhalado el último suspiro. Poco ha, en esa
tragedia de los condes de Horn y Egmond que el duque
de Alba nos hizo ver en Bruselas, hubo toda suerte de
acontecimientos notables. El conde de Egmond, bajo
cuya fe y seguridad su compañero se entregó al duque,
rogó con grande insistencia que se le hiciera morir el
primero a fin de pagar con su vida la del conde de Horn.
La muerte no descargó al primero de la fe prometida,
y el segundo pudo estar libre sin sucumbir. No pode-
mos mantenernos más allá de nuestras fuerzas ni de
nuestros medios; por esto, y porque nuestros esfuerzos
y ejecuciones no residen en modo alguno en nuestro
poder, no hay nada tan real en nuestro albedrío como la
voluntad; en ella se fundan y establecen por necesidad

ensayos completos | 47
todas las reglas del deber del hombre. Así, el conde de
Egmond que tenía su alma y voluntad sujetas a su pro-
mesa, bien que la facultad de efectuarla no estuviera en
su mano, quedaba sin duda libre de su deber, aun cuan-
do hubiese sobrevivido al conde de Horn. Pero el rey
de Inglaterra, faltando a la palabra dada por designio,
no puede encontrar excusa por haber dejado para des-
pués de la muerte, la ejecución de su deslealtad; como
tampoco el arquitecto de que nos habla Heródoto, el
cual guardó lealmente durante toda su vida el secreto
del lugar en que se encontraban los tesoros del rey de
Egipto, su señor, y al morir lo descubrió a sus hijos.
He visto algunos hombres que en vida retuvieron
a sabiendas intereses ajenos, disponerse a entregarlos
por su testamento, después de su muerte. Con seme-
jante proceder nada hacen de eficaz, ni al aplazar cosa
tan urgente, ni al pretender borrar falta tan grave me-
diante sacrificio tan escaso. Este debe ser mayor cuan-
to que pagan a regañadientes; su satisfacción debe ser
más justa y meritoria: la penitencia exige el sacrificio.
Todavía son más dignos de reprensión los que guar-
dan la declaración de alguna odiosa voluntad hacia el
prójimo para sus últimos instantes, habiéndola ocul-
tado toda su vida; dan estos muestra de estimar en
poco su propio honor, irritando al ofendido contra su
memoria, y menos todavía su conciencia, no habien-
do sabido hacer extinguir su odio por el respeto de la
muerte misma, y llevándolo hasta más allá del sepul-

48 | montaigne
cro. Jueces injustos que juzgan cuando carecen ya de
conocimiento de causa. Yo me guardaré, si puedo, de
que mi muerte diga nada que mi vida no haya sosteni-
do y abiertamente declarado.

VIII. De la ociosidad

Como vemos los terrenos baldíos, si son fecundos y


fértiles, poblarse de mil suertes de hierbas espontáneas
e inútiles, y que para que produzcan provechosamen-
te es preciso cultivarlos y sembrarlos de determinadas
semillas para nuestro servicio; y así como vemos a las
mujeres producir solas montones informes de carne,
y que para que resulte una generación provechosa y
natural es necesario depositar en ellas otra semilla, así
acontece con los espíritus; si no se los ocupa en labor
determinada que los sujete y contraiga se lanzan desor-
denadamente en el vago campo de las fantasías,

Sicut aquae tremulum labris ubi lumen ahenis


sole repercussum, aut radiantis imagine Lunae,
omnia pervolitat, late loca; jamque sub auras
erigitur, summique ferit loquaeria tecti;24

24 Así en un jarrón de bronce una onda agitada refleja la ima-


gen del Sol o los pálidos ratos de la Luna y la luz muévese
incierta sube, baja y hiere con su brillo los bruñidos techos.

ensayos completos | 49
y no hay ensueño ni locura que el entendimiento
no engendre en agitación semejante:

Velut aegri somnia, vanae


finguntur species.25

El alma se pierde cuando no tiene un fin estableci-


do, pues como suele decirse, estar en todas partes no es
encontrarse en ninguna.

Quisquis ubique habitat, Maxime nusquam habitat.26

Yo, que últimamente me he recogido en mi casa


decidido en cuanto de mi voluntad dependa a pasar en
reposo y solo la poca vida que me queda, pareciome no
poder prestar beneficio mayor a mi espíritu que dejar-
lo en plena libertad, abandonado a sus propias fuerzas,
que se detuviese donde tuviera por conveniente, con lo
cual esperaba que pudiera en lo sucesivo adquirir ma-
yor madurez, mas yo creo que, como

Variam semper dant otia mentem27

25 Fórjanse vanas fantasías, semejantes a los sueños de un


enfermo.
26 Quien vive en todas partes, Máximo, no vive en ningún sitio.
27 En la ociosidad el ánimo se extravía en pensamientos diversos.

50 | montaigne
ocurre precisamente lo contrario. Cuando el caballo
escapa solo, toma cien veces más carrera que cuando el
jinete lo conduce; mi espíritu ocioso engendra tantas qui-
meras, tantos monstruos fantásticos, sin darse tregua ni
reposo, sin orden ni concierto, que para poder contemplar
a mi gusto la ineptitud y singularidad de los mismos, he
comenzado a poneros por escrito, esperando con el tiem-
po que se avergüence al contemplar imaginaciones tales.

IX. De los mentirosos

No hay ningún hombre más desacertado que yo para


hablar de memoria, pues es tan escasa la que tengo que
no creo que haya en el mundo nadie a quien falte más
que a mí esta facultad. Todas las demás son en mí viles
y comunes, pero en cuanto a memoria me creo un ente
singular y raro digno de ganar reputación y nombradía.
Además de la falta natural que experimento (en verdad
vista su necesidad Platón hace bien en nombrarla dio-
sa grande y poderosa) si en mi país quieren señalar a
un hombre falto de sentido, dicen de él que no tiene
memoria; cuando me quejo de la falta de la mía me re-
prenden y no quieren creerme, como si me acusara de
falta de sensatez: no establecen distinción alguna entre
memoria y entendimiento, lo cual agrava mi situación,
pero no me perjudica, pues por experiencia se ve que
las memorias excelentes suelen acompañar a los juicios

ensayos completos | 51
débiles. Equivócanse también no haciéndome justicia
en el respecto siguiente: quien como yo no sabe hacer
bien nada, aparte de ser excelente amigo, ve que para
ellos las mismas palabras que acusan mi enfermedad re-
presentan la ingratitud; forman idea de mi afección por
mi memoria, y de un defecto natural hacen un defecto
de conciencia: «Olvidó, dicen, esta súplica o esta pro-
mesa; no se acuerda de sus amigos; no se ha acordado
de decir, hacer o callar esto o aquello por la estimación
que me tiene.» A la verdad, yo puedo fácilmente olvi-
dar, pero dejar de cuidarme del encargo que un amigo
me ha confiado, no lo hago nunca. Que se disimule,
pues, mi defecto, sin hacerlo consistir en malicia y mu-
cho menos en una malicia que se opone abiertamente
a mi carácter.
Algo me sirve de consuelo en esta falta de memo-
ria, el convencimiento de que es un mal del que me
valgo para corregir otro peor, que fácilmente hubiera
germinado en mí y el cual es la ambición, pues no pue-
de soportar la falta de memoria quien está sumido en
los negocios del mundo. Como rezan varios ejemplos
semejantes del progreso de la naturaleza, la ausencia
de memoria ha fortificado en mí otras facultades a me-
dida que ésa me ha faltado; de tener buena memoria
fácilmente seguiría las huellas ajenas, mi espíritu lan-
guidecería por no ejercer sus propias facultades, como
suele hacer casi todo el mundo, que se sirve de las ex-
trañas opiniones por tenerlas presentes en la mente; mi

52 | montaigne
discurso por la misma razón tampoco es muy extenso
ni dilatado, pues sólo merced a la memoria se almace-
nan las especies que el juicio no procura. Si me hallara
favorecido por tal facultad hubiera ensordecido a mis
amigos con mi charla; los asuntos, al despertar en mí la
facultad que yo poseo de manejarlos y emplearlos, alar-
garían en demasía mis disertaciones. Es cosa lamenta-
ble, yo lo veo por algunos de mis amigos, a medida que
la memoria les representa el caso de que hablan por
todas sus fases, retroceden en su narración, cargándola
con tan inútiles detalles, que si lo que refieren es inte-
resante, ahogan todo el interés; y si no lo es, hay tanta
razón para maldecir de su feliz memoria como de su
juicio desdichado. Es cosa harto difícil cerrar una re-
lación y cortarla una vez que se ha comenzado; nada
hay que mejor pruebe la fuerza de un caballo que el
que se pare neto y en redondo. Aun entre las personas
dotadas de tacto veo muchas que quieren y no pueden
apartarse ele la carrera emprendida, mientras buscan
el punto para cerrar el paso: marchan faramalleando y
arrastrándose como hombres que sucumben de debi-
lidad. Sobre todo son peligrosos los viejos en quienes
permanece vivo el recuerdo de las cosas pasadas y que
perdieron la memoria de sus repeticiones. He visto re-
laciones muy agradables convertirse en aburridas en la
boca de un anciano, porque cada uno de los circunstan-
tes las había oído cien veces por lo menos.

ensayos completos | 53
La segunda ventaja de la falta de memoria consis-
te en recordar menos las ofensas recibidas; como decía
Cicerón, para ello sería menester un protocolo. Darío,
para no echar en olvido la ofensa que había recibido de
los atenienses, hacía que un paje le repitiera al oído tres
veces, siempre que se sentaba a la mesa: «Señor, acor-
daos de los atenienses.» Además, los lugares y libros
que veo por segunda o tercera vez, se me ofrecen siem-
pre como una novedad.
No sin razón se dice que quien no se sienta fuerte
de memoria debe apartarse de la mentira. Bien sé que
los retóricos establecen diferencia entre mentir y decir
mentira; aseguran que decir mentira es decir cosa falsa
que se tomó por verdadera; y que la definición de la
palabra mentir, en latín, de donde nuestra lengua la ha
tomado, vale tanto como ir contra su conciencia, y que,
por consiguiente, esto no se relaciona sino con los que
dicen algo contrario a lo que saben, a los cuales me re-
fiero. Ahora bien, éstos o lo inventan todo a su guisa, o
alteran y trastornan aquello que es verdadero. Cuando
cambian y desfiguran una cosa, al ponerla en su lugar
un interlocutor, es difícil que se desconcierten, en aten-
ción a que su idea, tal cual es, habiéndose acomodado
primeramente en su memoria o impreso en ella por la
vía del conocimiento y de la ciencia, es difícil que no
se presente a imaginación desalojando la falsedad, que
no puede tener el pie tan seguro ni asentado, y las cir-
cunstancias del primer aprendizaje, esparciéndose de

54 | montaigne
diversas suertes en el espíritu, tampoco hacen perder
el recuerdo de la parte falsa o bastarda. En aquellos
otros que inventan fondo y forma, como no hay ningu-
na impresión contraria que choque a su falsedad, tanto
menos semejan equivocarse. De todos modos aconte-
ce que, como la mentira es un cuerpo vano y sin fun-
damento escapa fácilmente a la memoria, si ésta no es
fuerte y bien templada. De lo cual he tenido experien-
cia frecuente en casos graciosos ocurridos a expensas
de los que forman constantemente el propósito de ser
de la misma opinión de la persona a quien hablan, bien
en los asuntos que negocian, bien por dar satisfacción
a los grandes; pues estas circunstancias en las cuales
quieren prescindir de su fe y de su conciencia, estando
sujetas a cambios frecuentes, preciso es que sus pala-
bras se diversifiquen a medida que ellas cambian, de
donde resulta que tratándose de la misma cosa, unas
veces dicen gris, otras amarillo a una persona de un
modo, a otra de manera distinta. Y si por fortuna esta
clase de hombres acomodan opiniones tan contrarias
¿en qué se convierte tan hermoso arte? ¡A más de que
imprudentemente ellos mismos se desconciertan con
tanta frecuencia! Porque, ¿de qué memoria no habrían
menester para acordarse de tantas formas diversas
como forjaron de un mismo asunto? En mi tiempo
he visto envidiar a algunos esta clase de habilidad, los
cuales no ven que si la reputación la acompaña, ésta
carece de todo fundamento.

ensayos completos | 55
Es en verdad la mentira un vicio maldito. No somos
hombres ni estamos ligados los unos a los otros más
que por la palabra. Si conociéramos todo su horror y
trascendencia, la perseguiríamos a sangre y fuego, con
mucho mayor motivo que otros pecados. Yo creo que
de ordinario se castiga a los muchachos sin causa jus-
tificada, por errores inocentes, y que se les atormenta
por acciones irreflexivas que carecen de importancia y
consecuencia. La mentira sola, y algo menos la testaru-
dez, parécenme ser las faltas que debieran a todo tran-
ce combatirse: ambas cosas crecen con ellos, y desde
que la lengua tomó esa falsa dirección, es peregrino el
trabajo que cuesta y lo imposible que es llevarla a buen
camino; por donde acontece que comúnmente vemos
mentir a personas que por otros respectos son excelen-
tes, las cuales no tienen inconveniente en incurrir en
este vicio. Trabaja en mi casa un buen muchacho, sas-
tre, a quien jamás oí decir verdad más que cuando le
conviene. Si como la verdad, la mentira no tuviera más
que una cara, estaríamos mejor dispuestos para conocer
aquélla, pues tomaríamos por cierto lo opuesto a lo que
dijera el embustero, mas el reverso de la verdad reviste
cien mil figuras y se extiende por un campo indefinido.
Los pitagóricos creen que el bien es cierto y limitado, el
mal infinito e incierto. Mil caminos desvían del fin, uno
solo conduce a él. No me determino a asegurar que yo
fuera capaz para salir de un duro aprieto o de un peligro
evidente y extremo, de emplear una descarada y solem-

56 | montaigne
ne mentira. Plinio dice que nos encontramos más a gus-
to en compañía de un perro conocido que en la de un
hombre cuya veracidad de lenguaje desconocemos.
Ut externus alieno non sit homines vice.28 El lenguaje falso
es en efecto mucho menos sociable que el silencio.
El rey Francisco I se alagaba de haber arrollado por
medio de tales artes a Francisco Taverna, embajador
de Francisco Sforza, duque de Milán. Era este legado
hombre famosísimo en la ciencia de la charla, y había
recibido de su señor la misión de disculparle a los ojos
del monarca a causa de un suceso de importancia gra-
ve. El rey, para estar informado de las cosas de Italia,
de donde había sido expulsado, incluso del ducado de
Milán, decidió enviar cerca de Sforza un gentilhombre
que le sirviera de hecho de embajador, pero que en
apariencia simulara residir en el país por sus negocios
particulares, lo cual era posible fingir porque el poder
del duque dependía más del emperador (sobre todo en
aquella época en que preparaba el matrimonio con su
sobrina, hija del rey de Dinamarca, que es al presente
dueña de Lorena), y no podía descubrir, sin perjuicio
de sus intereses, que tal personaje tuviera ninguna re-
lación ni comunicación con nosotros. A esta comisión
se prestó un caballero milanés, caballerizo de la casa
real llamado Maravilla, quien, despachado con cartas

28 El extranjero no es un hombre para quien no es su com-


patriota.

ensayos completos | 57
secretas y particulares instrucciones como embajador,
y llevando además otras de recomendación para el du-
que en favor de sus asuntos particulares, para cubrir
las apariencias, permaneció tanto tiempo cerca de ese
personaje, que habiéndolo advertido el emperador, dis-
gustose por ello, lo cual a mi ver dio lugar a lo que suce-
dió después, y fue que, con el pretexto de una muerte
misteriosa, el duque mandó que le cortaran la cabeza
de noche, habiendo el proceso durado sólo dos días.
Francisco Taverna se encargó de tergiversar lo aconte-
cido (el rey había reclamado a todos los príncipes de la
cristiandad y al duque mismo), y en sus declaraciones
relató mil patrañas, entre otras que su señor jamás con-
sideró al muerto sino como gentilhombre privado y
súbdito suyo, a quien habían llevado a Milán sus nego-
cios particulares, añadiendo además que no sabía que
perteneciera a la casa del soberano, ni mucho menos
que fuera su representante. El rey a su vez, acorralán-
dole con diversas objeciones y preguntas, y cercándole
por todos lados, llevole por fin al punto de la ejecución,
que se llevó a cabo como queda dicho, por la noche,
y como a escondidas, a lo cual el pobre hombre, con-
fundido por completo, respondió para echárselas de
sencillote, que por respeto a su majestad, el duque no
hubiera consentido que hubiese tenido lugar durante
el día. Puede suponerse cómo fue cogido en la trampa,
habiéndoselas con un hombre de tan aguzado olfato
como Francisco I.

58 | montaigne
El papa Julio II envió un embajador al rey de Ingla-
terra para impulsarle a la guerra contra el rey Francisco.
Luego que fue conocida su misión, como el rey de In-
glaterra insistiera en su respuesta sobre los obstáculos
que veía para disponer los preparativos necesarios con
que combatir a un soberano tan poderoso, el embaja-
dor replicó torpemente que él por su parte los había
pesado también y se los había hecho presentes al papa.
Por estas palabras, bien ajenas a su misión, que no era
otra que la de empujarle desde luego a la lucha, el rey
infirió lo que se corroboró después, o sea que el emba-
jador, por designio propio, era un auxiliar de Francia.
Advertido de ello el papa, fuéronle confiscados todos
los bienes y faltole poco para perder la vida.

X. Del hablar pronto o tardío

No se han dado a todos, todos los dones

No a todos fueron concedidos todos los dones; así ve-


mos que entre los que poseen el de la elocuencia, unos
tienen la prontitud, facilidad y réplica tan oportunas,
que en cualquiera ocasión están prestos a la respuesta;
otros, menos vivos, nunca hablan nada que antes no ha-
yan bien meditado y reflexionado.
Así como se recomienda a las damas los juegos
y ejercicios corporales que contribuyen al acrecenta-

ensayos completos | 59
miento de su belleza, si yo tuviese que aconsejar qué
género de elocuencia de las dos citadas conviene más
al predicador y al abogado, entiendo que el que no sea
improvisador es más apto para orador sagrado, y que,
al que por el contrario, lo es, conviene la abogacía. El
orador sagrado dispone siempre del tiempo necesa-
rio para preparar sus oraciones, y sus discursos no son
nunca interrumpidos; el abogado tiene por necesidad
que improvisar y ser apto para la polémica. Sin em-
bargo en la entrevista del papa Clemente con el rey de
Francia ocurrió que el señor Poyet, hombre adiestra-
do en el foro y tenido en gran reputación como aboga-
do, recibió la comisión de pronunciar una arenga ante
el papa, y habiéndola bien premeditado de antemano
(algunos dicen que ya la traía redactada de París), el
mismo día que tenía que pronunciarla, el pontífice
temió que el orador no estuviese todo lo prudente
que era menester y que pudiera ofender a los emba-
jadores de los demás príncipes que le rodeaban; en
esta creencia el papa mandó al rey el argumento del
discurso que le parecía más apropiado a las circuns-
tancias, y que era en todo contrario al del discurso
preparado por el señor Poyet; de modo que la arenga
de éste fue ya inútil y le era necesario pronunciar la
otra, de lo cual, sintiéndose incapaz el abogado pre-
cisó que el cardenal del Bellay hiciese de orador en
la ceremonia. La labor del abogado es menos viable
que la del predicador, sin embargo de lo cual, tal es

60 | montaigne
al menos mi opinión, encontramos mejores abogados
que predicadores, a lo menos en Francia. Parece que
es más adecuada labor del espíritu la improvisación y
el repentizar, y tarea más apta del juicio la lentitud y el
reposo. Quien permanece mudo si carece de tiempo
para preparar su discurso y aquel a quien el tiempo
no procura ventajas de hablar mejor, se encuentran en
igual caso.
Cuéntase que Severo Casio hablaba mejor sin pre-
paración alguna; que debía más a la fortuna que a la
actividad y diligencia de su espíritu, y que sacaba gran
partido cuando le interrumpían. Temían sus adversa-
rios mortificarle de miedo que la cólera no duplicara la
fuerza de su elocuencia. Esta cualidad de algunos hom-
bres la conozco yo por experiencia propia; acompaña
siempre a aquellos que no pueden sostener una medita-
ción continuada, y en tales naturalezas lo que libremen-
te y como jugando no se produce, tampoco se alcanza
por ningún otro medio. De algunos otros decimos que
denuncian el aceite y la lámpara, por cierta aridez y ru-
deza que la labor imprime en las partes laboriosas del
ingenio. Además de esto, el deseo de trabajar con acier-
to y el recogimiento del espíritu, demasiado en tensión
y circunscrito en su empresa, hácenle encontrar dificul-
tades, como acontece cuando el agua pugna por salir
de un depósito que rebasa y no es bastante grande el
boquete de desagüe. A los que poseen aquella cualidad
ocúrreles a veces que no han menester estar conmovi-

ensayos completos | 61
dos ni mortificados por sus pasiones para llegar a la elo-
cuencia, como acontecía a Casio, pues tal estado sería
demasiado tirante; tal género de elocuencia necesita
que el orador no sea agitado, sino más bien solicitado;
precisa el calor y que las facultades se despierten por
las ocasiones inesperadas y fortuitas. Esta elocuencia,
abandonada a sí misma se arrastra y languidece; la agi-
tación constituye su vida y su encanto. En la natural dis-
posición de mi espíritu no me encuentro en mi elemen-
to; lo imprevisto tiene más fuerza que yo; la ocasión, la
compañía, el tono mismo de mi voz sacan más partido
de mi espíritu que el que yo encuentro cuando a solas
lo sondeo y ejercito. De modo que en mí, las palabras
aventajan a los escritos, si es que cabe opción entre lo
que no tiene competencia. Suele acontecerme también
que la inspiración me favorece más que el raciocinio.
En ocasiones escribiendo se me escapa alguna sutileza
(bien se me alcanza: insignificante al entender de otro,
puntiaguda para el mío; dejemos tales distingos, cada
cual habla del ingenio, según la fuerza del suyo), y luego
no sé lo que con ella quise decir; a veces cualquiera otro
descubre su sentido antes que yo. Si suprimiera todas
las frases en que tal me acontece, apenas si dejaría nin-
guna transcrita. La casualidad me hará ver luego clara-
mente su alcance, generalmente más claro que la luz del
mediodía, y contribuirá a que yo mismo me asombre
de mi incertidumbre.

62 | montaigne
XI. De los pronósticos

Por lo que toca a los oráculos, mucho tiempo antes de


la venida de Jesucristo habían comenzado ya a caer en
descrédito. Cicerón pretende buscar la causa de este
decaimiento, y dice: Cur isto modo jam oracula Delphis,
non eduntur, non modo nostra aetate, sed jamdiu; ut nihil
possit esse contemplius?29 Pero en cuanto a los demás pro-
nósticos, que tenían por fundamento la anatomía de los
animales muertos en los sacrificios, y cuya, constitución
interna, según Platón, dependía de los augurios que de
ellos se alcanzaban, al patear de las gallinas, al vuelo de
las aves, (Aves quasdam... rerum augurandarum causa na-
tas esse putamus),30 a los rayos, al curso de los ríos (Multa
cernunt aruspices, multa augures provident, multa oraculis
declarantur, multa vaticinationibus, multa somniis, multa
portentis),31 y otros en que la antigüedad fundamentaba
la mayor parte de las empresas que acometía, así públicas
como privadas, nuestra religión los ha abolido. Quedan,
sin embargo, entre nosotros todavía algunos medios de

29 ¿De qué procede que hoy, e incluso desde hace largo tiem-
po, no dicta Delfos oráculos? Hasta el punto de que nada
hay tan despreciado.
30 Creemos que hay aves que nacen expresamente para servir
el arte de los augurios.
31 Muchas cosas ven los arúspices, muchas los augures pre-
vén, muchas declaran los oráculos, muchas los adivinos,
muchas los sueños, muchas los prodigios.

ensayos completos | 63
adivinación por medio de los astros, los espíritus, las fi-
guras corporales, los sueños y otras cosas; todos los cua-
les acreditan la curiosidad furiosa de la humana natura-
leza, que se preocupa de las cosas venideras como si no
tuviera bastante con digerir las presentes:

Cur hanc tibi, rector Olympi,


sollicitis visum mortalibus addere curam
noscant venturas ut dira per omina clades?
.................................
Sit subitum, quodcumque paras; sit caeca futuri
mens hominum fati; liceat sperare timenti.32

Ne utile quidem est seire quid futurum sit; miserum


est enim nihil proficientem ange.33 He aquí por qué el
ejemplo de Francisco, marqués de Saluzzo, me parece
muy digno de consideración: mandaba éste las tropas
del rey Francisco en Italia, y había sido muy favoreci-
do por nuestra corte y por el monarca, a quien debía la
merced del marquesado, que fue confiscado a su her-
mano. No teniendo ocasión de cambiar de bando, y ca-

32 ¿Por qué, rector Olimpo, añades a los desgraciados huma-


nos la preocupación de tener que conocer con terribles
presagios las calamidades venideras?... Haz que nuestros
males llegue de improviso, que el porvenir sea desconocido
al hombre y que podamos esperar los temerosos.
33 Nada de gana sabiendo lo que necesariamente debe ocurrir,
porque es congojoso torturarse en vano.

64 | montaigne
reciendo además de razón para ello, la misma afección
que profesaba al rey se lo impedía, se dejó influir tan
fuertemente por los pronósticos que corrían por todas
partes en provecho de Carlos V, y en desventaja nuestra
(hasta en Italia, donde estas profecías habían encon-
trado tantos crédulos, que en Roma por esta creencia
de nuestra ruina se perjudicaron nuestros fondos pú-
blicos), después de condolerse con frecuencia ante los
suyos de los males que veía cernerse sobre la corona de
Francia, y también ante sus amigos, se decidió a cam-
biar de partido, en su daño, sin embargo, sea cual fuere
la constelación que hubiera contemplado. Pero condú-
jose cual hombre trabajado por pasiones encontradas,
pues disponiendo a su arbitrio de fuerzas y ciudades,
teniendo el ejército enemigo, que mandaba Antonio
de Leyva, cerca de él, y las tropas francesas sin la me-
nor sospecha de traición, no perdimos, a pesar de todo,
ni un solo hombre. Sólo nos enajenaron la ciudad de
Fossan, y eso después de habérsela disputado durante
largo tiempo.

Prudens futuri temporis exitum


caliginosa nocte premit deus;
ridetque, si mortalis ultra
fas trepida
. . . . . . . . .ille potens sui
Laetusque deget, cui licet in diem
dixisse: vixi; eras vel atra

ensayos completos | 65
nube polum pater occupato
vel sole puro34
Laetus in Praesens animus, quod ultra est
odesit curare.35

Se engañan los que creen en el principio siguiente de


Cicerón: ista sic reciprocantur, ut et, si divinatio sit, dii sint;
et, si dii sint, sit divinatio.36 Con más razón dice Pacuvio:

Nam istis qui linguam avium intelligunt


plusque ex alieno jecore sapiunt quam ex suo,
magis audiendum quam auscultandum censeo.37

El tan celebrado arte de adivinación de los tosca-


nos nació del modo siguiente. Un labrador que ara-
ba un campo vio surgir de la tierra a Tages, semidiós
de rostro infantil, pero de senil prudencia. Cada cual

34 Cubren los dioses prudentes con densa noche los sucesos


del porvenir, y búrlanse del mortal que lleve sus inquietu-
des más allá de lo que debe… Feliz es, y dueño de sí mismo,
aquel que puede decir: “He vivido,” ya al otro día oscurez-
can el aire tristes nubes, ya haga despejado Sol.
35 No se cura del porvenir el ánimo contento del presente.
36 Si existe la adivinación, hay dioses; si hay dioses, hay adi-
vinación.
37 Por lo que se refiere a quienes comprende el lenguaje de las
aves y a los que son amantes del corazón de un animal más
que del propio, entiendo yo que vale más oírlos que creerlos.

66 | montaigne
acudió al lugar del hallazgo, y las palabras y ciencia del
ídolo que encerraban los principios de adivinación,
fueron cuidadosamente recogidas y guardadas por
espacio de muchos siglos. Por lo que a mí toca, me-
jor preferiría gobernar mis actos por la suerte de los
dados que en virtud de patrañas semejantes. En todos
los Estados se ha dejado siempre a la fortuna una bue-
na parte en la gobernación de los negocios. Platón, en
su tratado de política, achaca a aquélla la solución de
muchos casos importantes; quiere, entre otras cosas,
que los matrimonios se hagan echando la suerte entre
los buenos, y da tanta importancia a esta elección for-
tuita, que ordena que los hijos nacidos de matrimo-
nios honrados sean educados en el país y los nacidos
de matrimonios malos sean conducidos fuera. Si algu-
no de éstos mejora de condición puede reintegrarse al
país, y si los buenos empeoran de naturaleza, puede
desterrárselos.
Hay quien estudia y comenta los calendarios
para explicarse el presente y adivinar el porvenir; y
diciéndolo todo no es peregrino que enuncie la ver-
dad y la mentira: quis est enim quitotum diem jacu-
lans, non aliquando collineet.38 No los tengo por más
veraces porque alguna vez acierten. Sería ir por me-
jor camino que hubiese una regla para equivocarse
siempre, pues a nadie se le ocurre tomar nota de sus

38 Tirando todo el día, ¿no se acertará alguna vez?

ensayos completos | 67
desdichas cuanto éstas son más ordinarias y frecuen-
tes, y se decanta mucho lo que por rara casualidad
se adivina, porque esta circunstancia tiene mucho
de rara, increíble y prodigiosa. Diágoras, apodado
El Ateo, respondió del modo siguiente, estando en
Samotracia, a alguien que le mostró en un templo
muchas ofrendas y cuadros llevados por gentes que
se habían salvado de un naufragio:
«Y qué pensáis ahora, dijéronle, vosotros que
creéis que los dioses menosprecian ocuparse de las co-
sas humanas, ¿qué decís de tantos hombres salvados
por su ayuda? Es bien sencillo, contestó; ahí no se ven
sino las ofrendas de los que se libraron; las de los que
perecieron, que fueron en mayor número, no figuran
para nada.»
Dice Cicerón, que sólo Jenófanes, colofonio, en-
tre todos los filósofos que reconocieron la existen-
cia de los dioses, intentó desarraigar toda suerte de
adivinación. No es por tanto peregrino que hayamos
visto algunas veces en su daño a algunos espíritus
elevados, detenerse en bagatelas semejantes. Yo hu-
biera querido reconocer por mis propios ojos aque-
llas dos maravillas: el libro de Joaquín, abad, calabrés
que predecía todos los papas venideros, así como sus
nombres y fisonomías, y el de León, el emperador,
que predecía los patriarcas y emperadores griegos.
Con mis propios ojos he tenido ocasión de advertir
que en los trastornos públicos, los hombres poco se-

68 | montaigne
guros de sus fuerzas, se lanzan, como en otra supers-
tición cualquiera, a buscar en el cielo la causa de su
mal por acciones reprochables; y son tan peregrina-
mente dichosos, que de la propia suerte que los espí-
ritus agudos y ociosos, los que están dotados del arte
sutil de acomodar misterios y de descifrarlos, serían
capaces de encontrar en los escritos cuantas ideas
apetecieran, pues facilita maravillosamente tal desig-
nio el lenguaje obscuro, ambiguo y fantástico de la
jerga profética, al cual sus autores no dan ningún sen-
tido claro a fin de que la posteridad pueda aplicarle el
que mejor la acomode.
El demonio de Sócrates era acaso un cierto impulso
de su voluntad que se apoderaba de él sin el dictamen
de su raciocinio; en un alma tan bien gobernada como
la de este filósofo, y tan depurada por el no interrumpi-
do ejercicio de la templanza y la virtud, verosímil es que
tales inclinaciones, aunque temerarias y severas, fueran
siempre importantes y dignas de llegar al fin. Cada cual
siente en sí mismo algún amago de esas agitaciones a
que da margen un impulso pronto, vehemente y for-
tuito. A tales impulsos doy yo más autoridad que a la
reflexión, y los he experimentado tan débiles en razón
y violentos en persuasión y disuasión, como frecuen-
tes eran en Sócrates; por ellos me dejo llevar tan útil y
felizmente que podría decirse que encierran algo de la
inspiración divina.

ensayos completos | 69
XII. De la constancia

La ley de resolución y firmeza no nos ordena que de-


jemos de evitar, en tanto que de nuestras fuerzas de-
penda, los males y desdichas nos amenazan ni por
consiguiente que abandonemos el temor de que nos
sorprendan; muy al contrario, todos los medios lícitos
para librarnos de nuestros males son, no solamente
permitidos, sino también laudables. La constancia con-
siste principalmente en soportar a pie firme las desdi-
chas irremediables. Por manera que no hay esfuerzo
alguno que no encontremos excelente si nos sirve para
preservarnos del golpe que nos amenaza.
Algunos pueblos belicosos apelaban en los comba-
tes a la fuga como principal ventaja, volviendo la espal-
da al enemigo con más peligro para éste que haciéndole
frente: los turcos tienen algo de esta costumbre. Sócra-
tes en un diálogo de Platón se burla de Laques, quien
defendía el valor diciendo «que consistía en mantener-
se firme en su puesto contra el adversario.» ¿Pues qué,
repone el filósofo, sería acaso cobardía derrotar al ene-
migo dejándole un lugar?, y apoya su dicho con la auto-
ridad de Homero, que alaba en Eneas la ciencia de huir.
Y como Laques, volviendo de su acuerdo, reconoce tal
costumbre en los escitas y generalmente en las fuerzas
de caballería, Sócrates alega a su vez el ejemplo de la
infantería lacedemonia, nación hecha más que ningu-
na a combatir a pie firme, que en la jornada de Platea,

70 | montaigne
no pudiendo conseguir abrir la falange persa, deliberó
desviarse y permanecer atrás, para simular así una falsa
huida y conseguir romper y disolver las fuerzas persas,
persiguiéndolas, estratagema que les valió la victoria.
Refiérese de los escitas, que cuando Darío fue a
subyugarlos hizo al rey de los mismos muchos repro-
ches porque le veía retroceder ante él evitando así un
encuentro. A lo cual repuso Indatirses, que así se llama-
ba el monarca, que no procedía así por temor a Darío ni
a hombre viviente, sino que aquélla era simplemente la
manera de marchar de su ejército, puesto que no tenía
tierras cultivadas, ciudades ni casas que defender, ni de
las que el enemigo pudiera apoderarse; pero que si tan-
ta era su voluntad de atacarle que se aproximara para
ver de cerca el sitio de sus antiguas sepulturas y que allí
tendría con quien entenderse a sus anchas.
Sin embargo, en los cañoneos es peligroso mo-
verse del lugar que se ocupa por el temor del dispa-
ro, tanto más cuanto que por la violencia y rapidez
lo tenemos por inevitable; y más de uno hubo que
por haber alzado la mano o bajado la cabeza, hizo reír
por lo menos a sus compañeros. No obstante, en la
expedición a Provenza que contra nosotros empren-
dió el emperador Carlos V, el marqués de Guast, ha-
llándose reconociendo la villa de Arlés y habiendo
abandonado el abrigo que le proporcionara un mo-
lino de viento, a favor del cual se había aproximado,
fue advertido por los señores de Bonneval y por el

ensayos completos | 71
senescal De Agenois, que se paseaban por las arenas,
quienes le mostraron al señor de Villiers, comisario
de la artillería, el cual le apuntó y disparó con tanto
acierto una culebrina, que sin que el marqués viese
que disparaban contra él se echó a un lado, gracias a
lo cual no fue herido. Algunos años antes, Lorenzo
de Médicis, duque de Urbino, padre de Catalina, en
ocasión que sitiaba Mondolfo, plaza de Italia, situada
en las tierras que llaman del Vicariado, viendo poner
fuego a una pieza que se hallaba frente a él, tuvo el
buen acuerdo de agacharse; de no haberlo hecho así,
el disparo que le pasó rozando por la cabeza, le hubie-
ra dado en el vientre a decir verdad, yo no creo que
estos movimientos sean reflexivos; pues ¿qué mate-
ria de reflexión puede haber en la mira alta o baja en
cosa tan instantánea? Mayor razón hay para creer que
la fortuna favorece el espanto unas veces, pero otras
con los movimientos del cuerpo más bien se recibe
el disparo que se evita. Yo no puedo remediarlo: si
el ruido de un arcabuzazo hiere de improviso mis oí-
dos, me estremezco, lo cual he visto que acontece a
otros que son más valientes que yo.
Los estoicos no entienden que el alma de sus dis-
cípulos pueda dejar de resistir a las primeras visiones y
fantasías que la asaltan; consienten que como ante una
sujeción natural, se sobrecoja por ejemplo ante la tem-
pestad del ciclo, o de un edificio que se derrumba, hasta
la palidez y la contracción; y lo mismo ante las otras

72 | montaigne
pasiones, siempre y cuando que el juicio permanezca
salvo y entero, y que su razón permanezca intacta, sin
alteración alguna, sin prestar ningún albergue al sufri-
miento ni al espanto. En cuanto al que no es filósofo
acontece lo mismo en la primera parte, pero diversa-
mente en la segunda, pues la impresión que las pasio-
nes procuran, de ningún modo es en él superficial, sino
que va penetrando hasta el lugar donde la razón se en-
cuentra, infeccionándola y corrompiéndola; juzga al
tenor de las pasiones que le trabajan y sus acciones se
conforman con ellas. Ved de un modo concluyente cuál
es el estado del estoico:

Mens immota manet; lacrymae volvuntur inanes.39

El peripatético no se libra de las perturbaciones,


pero las modera.

XIII. Ceremonias
de la entrevista de reyes

No hay asunto por insignificante que sea que no me-


rezca figurar en esta rapsodia. En nuestros usos ordi-
narios de la vida sería falta de cortesía, tratándose de

39 Ruedan vanas las lágrimas, mas su ánimo mantiénese im-


perturbable.

ensayos completos | 73
un igual y más todavía tratándose de un superior no
encontrarse en su casa cuando aquéllos nos anuncia-
ron de antemano visitarnos. La reina de Navarra ad-
vierte a este propósito, que es faltar a la buena usanza
el que un noble abandone su casa, como suele hacerse
con frecuencia, por anticiparse a quien va a visitarle
por grandes títulos que éste tenga, y que es más res-
petuoso y urbano esperarle para acogerle, aunque no
fuese más que por temor de equivocarse de camino, y
que basta con acompañarle cuando acabó su visita. Y
suelo olvidarme de ambas cosas, que tengo por vanos
oficios, y en mi casa hago cuantas economías me son
posibles en lo tocante a fórmulas y ceremonias. Si al-
guien se ofende, me resigno. Mejor es que yo le ofen-
da una vez sola, a que yo lo sea todos los días, lo cual
fuera una perpetua sujeción. ¿Para qué entonces evi-
tar la servidumbre palaciega si uno la lleva a su propio
asilo? Es también una prescripción recibida en todas
las juntas que a los miembros menos importantes co-
rresponde hallarse los primeros en el lugar designado,
con tanta más razón cuanto que a los de mayor cate-
goría corresponde hacer esperar.
No obstante, en la entrevista del pontífice Clemen-
te y del rey Francisco, en Marsella, éste ordenó todos
los requisitos necesarios para el recibimiento y se alejó
de la ciudad, dejando así al papa dos o tres días para que
efectuase su entrada, antes de que el propio soberano
se encontrara junto a él. Del propio modo, cuando el

74 | montaigne
papa y el emperador celebraron una entrevista en Bo-
lonia, el segundo dio lugar a aquél para que se halla-
se el primero, llegando el emperador después de él. Es
costumbre generalmente aceptada en las entrevistas de
tales príncipes, que el de mayores prendas se encuentre
antes que los demás en el lugar señalado, aun tratándo-
se de la propia casa del mismo en que la reunión tiene
lugar, para ello se fundan en que tal proceder testifica
que es el de mayor categoría a quien los inferiores van a
buscar, saliéndoles al encuentro.
No sólo cada país, sino cada ciudad y cada profe-
sión tienen usanzas y ceremonias que les son peculia-
res. Yo he sido en mi niñez educado con todo esmero
y he vivido siempre en la buena sociedad; no desco-
nozco, por tanto, las leyes de la cortesía francesa y has-
ta podría enseñarlas. Me gusta practicarlas y seguirlas,
pero no tan servilmente que mi vida y costumbres pa-
dezcan por ello: hay fórmulas penosas que deben dejar
de practicarse por discreción, mas nunca por ignoran-
cia; en este caso no se es por ello menos urbano. He
conocido muchos hombres descorteses por su exceso
de cortesanía, a quienes el ser demasiado formulistas
hacía importunos por todo extremo.
Por lo demás, es un conocimiento muy útil el del
trato de gentes. Como la belleza y la gracia, nos hace
ganar, desde luego, las simpatías de los demás, y así nos
adiestra por el ejemplo de los otros, como nos consien-
te producir el nuestro.

ensayos completos | 75
XIV. Del castigo por obstinarse sin
fundamento en la defensa de una plaza

La valentía, como todas las demás buenas prendas, tie-


ne sus límites; traspuestos éstos, el hombre se encuen-
tra en mal camino, de tal suerte, que un exceso de valor
conduce a la temeridad, obstinación y locura a quien
no conoce los linderos del bien obrar, no fáciles, en ver-
dad, de precisar. Nace de este principio la costumbre
de castigar en nuestras guerras, a veces con la muerte,
a los que se obstinan en defender una plaza que, según
los principios de la ciencia militar, debe ser abandona-
da. Si tal costumbre no se practicara, la impunidad de
la acción fuera causa de que cualquier bicoca bastase a
detener un ejército.
El condestable de Montmorency en el cerco de Pa-
vía estuvo encargado de atravesar el Tesino para insta-
larse en los barrios de San Antonio; oponíase a realiza-
ción de la orden una torre con gente armada que había
en el extremo del puente, y que se defendió obstinada-
mente hasta la derrota. El condestable hizo ahorcar a
todos los que se hallaban dentro de la fortaleza. Des-
pués de este hecho, el propio condestable acompañan-
do al delfín en el viaje que éste llevó a cabo del otro lado
de la frontera, habiéndose apoderado por la fuerza, de
las armas, del castillo de Villane, todo lo que guardaba
la fortaleza fue destruido por la furia de sus soldados,
menos el capitán y el enseña, a quienes hizo ahorcar y

76 | montaigne
estrangular por su obstinación. Igual conducta siguió el
capitán Martín del Bellay, siendo gobernador de Turín,
en esta misma ciudad: el capitán San Bony y todas sus
gentes fueron muertos en la toma de la plaza.
Porque la idea del valor o cobardía del lugar se juz-
gan por la estimación y contrapeso de las fuerzas sitia-
doras (pues tal haría cuerdamente frente a dos culebri-
nas, que cometería la locura de no retirarse ante treinta
cañones), en la cual idea entra también la grandeza del
príncipe conquistador, su reputación y el respeto que le
rodea, socorre el riesgo de inclinar un poco la balanza
de este lado, y acontece por ello que algunos tienen for-
mada tan grande idea de sí mismos y de los medios con
que cuentan, que no pareciéndoles ni verosímil que
haya nada capaz de hacerles frente, pasan a cuchillo allí
donde encuentran resistencia mientras les dura la bue-
na fortuna, como se ve por las fórmulas de intimación
y desafío que empleaban los príncipes de Oriente y sus
sucesores actuales, fiera y altiva e inspirada por un des-
potismo bárbaro. En el lugar por donde los portugue-
ses comenzaron la conquista de las Indias, encontraron
algunos estados en los cuales se practicaba la siguiente
ley universal e inviolable: el enemigo que había sido
vencido en presencia del rey o del lugarteniente de éste,
no tenía ningún derecho a gracia ni rescate.
Es preciso, sobre todo, guardarse, a poder hacer-
lo, de caer en manos de un juez enemigo, victorioso
y armado.

ensayos completos | 77
XV. Castigo de la cobardía

A un príncipe que era al propio tiempo valeroso capi-


tán, he oído sostener el principio de que no es lícito por
cobardía condenar a muerte a un soldado, con motivo
de haberle referido, en ocasión en que se hallaba en un
banquete el procesado del señor de Vervins, quien fue
condenado a la última pena por haber hecho entrega al
enemigo de la plaza de Bolonia. Es lógico que se esta-
blezca diferencia entre las culpas que tienen su origen en
nuestra debilidad y las que provienen de nuestra malicia;
pues en estas últimas sujetámonos a nuestro proceder,
contraviniendo los principios de la razón que la natura-
leza imprimió en nosotros; y en aquéllas, como que po-
demos testimoniar en nuestro abono la misma naturale-
za que nos hizo proceder con flojedad y desacierto. Por
manera que, muchos han sido de opinión que el castigo
sólo debía aplicarse a las faltas cometidas contra nues-
tra conciencia, y en este precepto se halla fundada, en
parte, la opinión de los que se oponen a que se condene
a muerte a los heréticos y descreídos, como también la
que establece que no se haga responsables a un juez o a
un abogado de las faltas que por ignorancia cometieron.
Mas por lo que a la cobardía toca, es lo cierto que la
manera más frecuente de castigarla es la vergüenza o ig-
nominia. Créese que tal pena fue impuesta primeramen-
te por el legislador Carondas, y que antes de éste las leyes
griegas imponían la muerte a los que habían huido en

78 | montaigne
una batalla. Este legislador ordenó que los cobardes fue-
sen por espacio de tres días expuestos en la plaza públi-
ca, vestidos de mujer, esperando por tal medio que con
la vergüenza y deshonra recobrasen el valor que habían
perdido. Suffundere malis hominis sanguinem, quam effun-
dere.40 Parece que las leyes romanas imponían también
la muerte a los que incurrían en el delito de huida; pues
Amiano Marcelino dice que el emperador Juliano con-
denó a diez de sus soldados que no volvieron la espalda
en un encuentro con los partos, a la pena de degradación
y luego a la de muerte, según las leyes antiguas como
asegura aquel historiador. En otro pasaje, sin embargo,
dice que se condenaba a los que huían solamente a que
permaneciesen entre los prisioneros, detrás del ejército,
bajo la enseña del bagaje. El duro castigo que aplicó el
pueblo romano a los soldados que huyeron de Canas, y
en la misma guerra a los que siguieron a Fulvio en su de-
rrota, no fue la muerte; mas es de temer que la vergüenza
a que se somete a los soldados, los convierta no ya en
amigos débiles, sino en enemigos declarados.
En tiempo de nuestros padres, el señor de Fran-
get, que fue lugarteniente de la compañía del mariscal
de Chatillón, habiendo sido instituido gobernador de
Fuenterrabía por el mariscal de Chabannes, en sustitu-
ción del señor del Lude, entregó la plaza a los españo-

40 Antes de derramar la sangre de los culpables, es preferible


hacérsela subir a la cara.

ensayos completos | 79
les. Por tal proceder fue condenado a la degradación,
y despojado de nobleza; y así su persona como la de
sus descendientes declaradas plebeyas, como tales so-
metidas a impuesto e inhabilitadas, para el ejercicio de
las armas. La sentencia fue ejecutada en Lyon. Análogo
castigo sufrieron después todos los nobles que se halla-
ron en Guisa, cuando entró en esta plaza el conde de
Nansau, y la misma pena se aplicó a otros más tarde. De
todos modos, cuando existe una falta grosera, demos-
trada, de ignorancia o cobardía, que sobrepase lo ordi-
nario, hay razón para tomarla como prueba suficiente
de maldad y malicia y para castigarla como tal.

XVI. Un rasgo de algunos embajadores

En mis viajes acostumbro para aprender algo en la co-


municación con los demás (que es siempre un excelen-
te medio de instruirse) a llevar la conversación a aque-
llas materias que mis interlocutores conocen mejor:

Bastí al nocchiero ragionar de’venti,


al bifolco dei tori; e le sue piaghe,
conti’l guerrier, conti’l pastor gli armenti 41

41 Baste al nauta razonar de vientos; de bueyes, el boyero: sus


heridas cuenta el soldado; y el pastor, sus reses.

80 | montaigne
pues suele acontecer que cada cual habla de mejor
gana de cualquiera otra profesión que de la que ejerce,
creyendo con ello adquirir reputación nueva. Buena
prueba de esto es el reproche que dirigió Arquidamo
a Periandro, quien abandonó la medicina para alcanzar
la reputación de poeta detestable. Ved cómo César se
esfuerza para darnos a conocer su competencia en la
construcción de puentes y máquinas de guerra, y cuan-
to menos habla de las cosas propias de su arte, de su
valentía y acierto en la dirección de sus ejércitos: sus
empresas acredítanle de excelente capitán; mas quiere
mostrarse como buen ingeniero, ciencia a la que era
ajeno por completo. Dionisio, El Viejo, era guerrero
consumado como a su situación convenía, pero se es-
forzaba en recomendarse principalmente como poeta,
arte en que casi nada entendía. Un abogado a quien
enseñaron una habitación llena de libros de su profe-
sión y de otras ciencias, no encontró ocasión alguna de
hablar de ellos, pero en cambio se extendió en largas y
magistrales consideraciones sobre el plano de una for-
tificación, colocado en la escalera de la casa, que cien
capitanes y soldados velan todos los días sin reparar ni
parar mientes.

Optat ephippia piger, optat arare caballus.42

42 Quiere el pesado buey la silla; quisiera arar el caballo.

ensayos completos | 81
De esta suerte, todo son desaciertos; de modo que
cada cual debe trabajar sólo en aquello que le compete:
el arquitecto, el pintor, el zapatero, todos en la profesión
que han el elegido y de cuyo desempeño son capaces.
Acostumbro en mis lecturas a fijarme muy deteni-
damente en el oficio de sus autores por el motivo dicho.
Si éstos son exclusivamente literatos, me detengo antes
que en otra cosa en el estilo y lenguaje; si médicos, los
creo de buena fe cuando hablan de la temperatura del
aire, de los temperamentos de los príncipes y de sus
heridas y enfermedades; si jurisconsultos, me atengo
en las controversias del derecho, en las leyes, en los re-
glamentos urbanos y cosas análogas; si teólogos en los
asuntos eclesiásticos, censuras de la iglesia, dispensas y
matrimonios; si cortesanos, en las costumbres y cere-
monias; si guerreros, en lo que a este cargo incumbe, y
principalmente lo que naturalmente se desprende de las
empresas en que individualmente han tomado parte; si
diplomáticos, en las negociaciones, prácticas y conve-
nios políticos y en la manera cómo los condujeron.
Por esta razón diré que lo que en otro autor hubiera
pasado por alto sin inconveniente, llamó por extremo
mi atención en la historia del señor de Langey, hombre
muy entendido en cosas diplomáticas. El caso es como
sigue: luego de haber dado cuenta de las admoniciones
del emperador Carlos V en el consistorio de Roma, en-
contrándose presentes el obispo de Macón y el señor
del Velly, que eran nuestros embajadores, Langey añade

82 | montaigne
que Carlos empleó muchos ultrajes contra Francia;
entre otros, dijo que si sus capitanes y soldados fueran
de la misma valía y competencia militar que los del rey,
desde aquel momento se amarraría una cuerda al cuello
para pedirle misericordia (y algo debía participar de
semejante idea, pues lo repitió dos o tres veces en
distintas ocasiones), desafiando también al rey a pelear
en camisa, con la espada y el puñal, en un barco. Dicho
señor de Langey, siguiendo la relación de su historia,
añade que nuestros embajadores, al dar cuenta a su
soberano de estas cosas disimuláronle la mayor parte,
hasta el extremo de ocultarle las palabras injuriosas que
quedan escritas. Ahora bien; yo encuentro muy extra-
ño que un embajador se permita abusar así de lo que su
deber le ordena comunicar a su soberano; más aún en
ocasión como aquella, viniendo de tal persona y profe-
ridas en asamblea tan importante; paréceme que el de-
ber del servidor es representar fielmente las cosas por
entero, como han acontecido, de suerte que la libertad
de ordenar, colegir y juzgar, queden en poder del sobe-
rano o amo, pues adulterarle u ocultarle la verdad por
temor de que saque de ella alguna torcida consecuencia
y que esto le irrogue perjuicio, y dejarle ignorante de sus
negocios, entiendo que tal proceder incumbe sólo al que
da la ley, no al que la recibe; al curador y maestro, no a
quien debe suponerse inferior, no ya sólo en autoridad,
sino también en prudencia y buen consejo. De todas

ensayos completos | 83
suertes, yo confieso que no quisiera estar servido por
emisarios semejantes en mis exiguos negocios.
Cualquier pretexto nos basta para sustraernos del
mandato que se nos encomienda, pero nos gusta usur-
par el de otro; todos aspiran a tener libertad y a ejer-
cer autoridad, de suerte que al superior nada le es tan
grato de parte de los que le sirven como la obediencia
ingenua y sencilla. Se yerra en el ejercicio de un caso
cuando para obedecerlo se echa mano de la discreción
y no de la sumisión. P. Craso, aquel a quien los roma-
nos estimaron cinco veces feliz, cuando se encontraba
en Asia, mandó a un ingeniero griego que le llevase de
Atenas el más grande de dos palos mayores de navío
que había visto en aquella ciudad, para construir con
él cierta máquina de guerra. El ingeniero, so pretexto
de competencia, tomose la libertad de proceder en el
encargo por voluntad propia, y llevó a P. Craso el más
pequeño, que en su opinión era el más adecuado para el
caso. Craso oyó pacientemente sus razones y castigole
luego con varios latigazos; pues opinaba que el mante-
nimiento de la disciplina interesaba más que la solidez
de la obra que trataba de construir.
Debe considerarse además que la obediencia estric-
ta no es pertinente sino en el caso en que las órdenes sean
bien prefijadas y determinadas. Los embajadores tienen
por lo común una misión más abierta, que en muchos
casos depende de su albedrío; no son sólo simples eje-
cutores, sino que dirigen con su consejo la voluntad del

84 | montaigne
soberano. He visto comisionados que han sido repren-
didos por obediencia estricta, cuando lo que procedía
conforme a la marcha de los negocios no era una suje-
ción tan grande. Los hombres competentes censuran la
costumbre, todavía usada hoy entre los reyes de Persia,
de encomendar tan sin libertad sus instrucciones a sus
agentes y lugartenientes, que éstos se ven precisados a
pedir con frecuencia nuevas órdenes, tardías en llegar
por lo dilatado de aquel imperio, lo cual ha producido
frecuentes perjuicios en los negocios del Estado. Y Cra-
so, dirigiéndose para su encargo del mástil a una persona
del oficio y anunciándola el uso a que lo destinaba, ¿no
parece que solicitaba una opinión sobre su acuerdo, y
que invitaba a aquélla a interponer su dictamen?

XVII. Del miedo

Obstupui, stoteruntque comae, et vox faucibus haesit.43

No soy buen naturalista según dicen, y desconozco por


qué suerte de mecanismo el miedo obra en nosotros.
Es el miedo una pasión extraña y los médicos afirman
que ninguna otra hay más propicia a trastornar nuestro
juicio. En, efecto, he visto muchas gentes a quienes el

43 Me quedé estupefacto, mis cabellos se erizaron y la voz se


me pegó a la garganta.

ensayos completos | 85
miedo ha llevado a la insensatez, y hasta en los más se-
guros de cabeza, mientras tal pasión domina, engendra
terribles alucinaciones.
Dejando a un lado el vulgo, a quien el miedo
representa ya sus bisabuelos que salen del sepulcro
envueltos en sus sudarios, ya brujos en forma de lo-
bos, ya duendes y quimeras, hasta entre los soldados,
a quienes el miedo parece que debía sorprender me-
nos, cuantas veces les ha convertido un rebaño de
ovejas en escuadrón de coraceros; rosales y cañave-
rales en caballeros y lanceros, amigos en enemigos,
la cruz blanca en la cruz roja y viceversa. Cuando el
condestable de Borbón se apoderó de Roma, un por-
taestandarte que estaba de centinela en el barrio de
San Pedro, fue acometido de tal horror, que a la pri-
mera señal de alarma se arrojó por el hueco de una
muralla, con la bandera en la mano, fuera de la ciu-
dad, yendo a dar en derechura al sitio donde se en-
contraba el enemigo, pensando guarecerse dentro de
la ciudad; cuando vio las tropas del condestable, que
se aprestaban en orden de batalla, creyendo que eran
los de la plaza que iban a salir, conoció su situación y
volvió a entrar por donde se había lanzado, hasta in-
ternarse trescientos pasos dentro del campo. No fue
tan afortunado el enseña del capitán Julle, cuando se
apoderaron de la plaza de San Pablo el conde de Bu-
rén y el señor de Reu, pues dominado por un miedo
horrible arrojose fuera de la plaza por una cañonera

86 | montaigne
y fue descuartizado par los sitiadores. En el cerco de
la misma fue memorable el terror que oprimió, sobre-
cogió y heló el ánimo de un noble que cayó en tierra
muerto en la brecha, sin haber recibido herida algu-
na. Terror análogo acomete a veces a muchedumbres
enteras. En uno de los encuentros de Germánico
con los alemanes, dos gruesas columnas de ejército
partieron, a causa del horror que de ellas se apoderó,
por dos caminos opuestos; una huía de donde salía la
otra. Ya nos pone alas en los talones, como aconteció
a los dos primeros, ya nos deja clavados en la tierra
y nos rodea de obstáculos como se lee del empera-
dor Teófilo, quien en una batalla que perdió contra
los agarenos, quedó tan pasmado y transido que se
vio imposibilitado de huir, adeo pavor etiam auxilia
formidat,44 hasta que uno de los principales jefes de
su ejército, llamado Manuel, le sacudió fuertemente
cual si le despertara de un sueño profundo, y le dijo:
«Si no me seguís, os mataré; pues vale más que per-
dáis la vida que no que caigáis prisionero y perdáis el
imperio.» Expresa el miedo su última fuerza cuan-
do nos empuja hacia los actos esforzados, que antes
no realizamos faltando a nuestro deber y a nuestro
honor. En la primera memorable batalla que los ro-
manos perdieron contra Aníbal, bajo el consulado de
Sempronio, un ejército de diez mil infantes a quien

44 El pavor, hasta de lo que puede auxiliarnos se espanta.

ensayos completos | 87
acometió el espanto, no viendo sitio por donde es-
capar cobardemente, arrojose al través del grueso
de las columnas enemigas, las cuales deshizo por un
esfuerzo maravilloso causando muchas bajas entre
los cartagineses. Así, afrontando igual riesgo como el
que tuvieran que haber desplegado para alcanzar una
gloriosa victoria, huyeron vergonzosamente.
Nada me horroriza más que el miedo y a nada
debe temerse tanto como al miedo; de tal modo so-
brepuja en consecuencias terribles a todos los demás
accidentes. ¿Qué desconsuelo puede ser más intenso
ni más justo que el de los amigos de Pompeyo, quie-
nes encontrándose en su navío fueron espectadores
de tan horrorosa muerte? El pánico a las naves egip-
cias, que comenzaban a aproximárseles, ahogó, sin
embargo, de tal suerte el primer movimiento de sus
almas, que pudo advertirse que no hicieron más que
apresurar a los marineros para huir con toda la dili-
gencia posible, hasta que llegados a Tiro, libres ya de
todo temor, convirtieron su pensamiento a la pérdida
que acababan de sufrir y dieron rienda suelta a lamen-
taciones y lloros, que la otra pasión, más fuerte toda-
vía, había detenido en sus pechos.

Tum pavor sapientiam omnem mihi ex animo expectorat.45

45 El pavor destierra de mi ánimo toda prudencia.

88 | montaigne
Hasta a los que recibieron buen número de heridas
en algún encuentro de guerra, ensangrentados todavía,
es posible hacerlos coger las armas el día siguiente; mas
los que tomaron miedo al enemigo ni siquiera osarán
mirarle a la cara. Los que viven en continuo sobresalto
por temer de perder sus bienes, y ser desterrados o sub-
yugados, están siempre sumidos en angustia profunda;
ni comen ni beben con el necesario repeso, en tanto
que los pobres, los desterrados y los siervos, suelen vi-
vir alegremente. El número de gentes a quienes el mie-
do ha hecho ahorcarse, ahogarse y cometer otros actos
de desesperación, nos enseña que es más importuno o
insoportable que la misma muerte.
Reconocían los griegos otra clase de miedo que no
tenía por origen el error de nuestro entendimiento, y
que según ellos procedía de un impulso celeste; pue-
blos y ejércitos enteros veíanse con frecuencia poseí-
dos por él. Tal fue el que produjo en Cartago una de-
solación horrorosa: se oían voces y gritos de espanto;
veíase a los moradores de la ciudad salir de sus casas
dominados por la alarma, atacarse, herirse y matarse
unos a otros como si hubieran sido enemigos que tra-
taran de apoderarse de la ciudad: todo fue desorden y
furor hasta el momento en que por medio de oraciones
y sacrificios aplacaron la ira de los dioses. A este miedo
llamaron los antiguos terror pánico.

ensayos completos | 89
XVIII. Que no debe juzgarse de nuestra
dicha hasta después de la muerte

Scilicet ultima semper


expectanda dies homini est; dicique beatus
ante obitum nemo supremaque funera debet.46

Los niños conocen el cuento del rey Creso a este pro-


pósito: habiendo sido hecho prisionero por Ciro y con-
denado a muerte, en el instante mismo de la ejecución,
exclamó: «Oh ¡Solón! ¡Solón!» Noticioso de ello Ciro
e informado de lo que significaba, hizo comprender a
Creso que a expensas suyas comprendía la advertencia
que Solón le había hecho en otro tiempo, o sea: «que
cualquiera que sea la buena fortuna de los hombres,
éstos no pueden llamarse dichosos hasta que hayan
traspuesto el último día de su vida», por la variedad e
incertidumbre de las cosas humanas, que merced al ac-
cidente más ligero cambian del modo más radical. Por
eso Agesilao repuso a alguien que consideraba dichoso,
al rey de Persia, por haber subido muy joven al trono:
«En efecto; pero Príamo a esa edad tampoco fue des-
graciado.» Reyes de Macedonia, sucesores del gran
Alejandro, convirtiéronse en carpinteros y secretarios
de los tribunales en Roma; tiranos de Sicilia, en pedan-

46 El hombre tiene que esperar siempre su último momento.


No se juzgue feliz antes de la suprema hora de la muerte.

90 | montaigne
tes de Corinto; de un conquistador de medio mundo y
emperador de tantos ejércitos, la desdicha hizo un su-
plicante miserable de los auxiliares de un rey de Egip-
to: a tal precio alcanzó Pompeyo que su vida se pro-
longara cinco o seis meses más. En tiempo de nuestros
padres, Ludovico Sforza, décimo duque de Milán, bajo
cuyo dominio Italia había permanecido tanto tiempo,
murió prisionero en Loches, después de haber perma-
necido diez años encarcelado. La más hermosa de las
reinas, viuda del rey más grande de toda la cristiandad,
¿no acaba de sucumbir bajo la mano de un verdugo?
¡Crueldad indigna y bárbara! Miles de ejemplos seme-
jantes podrían citarse, pues parece que así como las
tormentas y tempestades se indignan contra la altivez
y orgullo de nuestras fábricas hay también allá arriba
envidiosos espíritus de las grandezas de aquí abajo;

Usque adeo res humanas vis abdita quaedam


obterit, et pulchros fasces, saevasque secures
proculcare, ac ludibrio sibi habere videtur.47

Y diríase que a veces la fortuna acecha con ojo


avizor el último día de nuestra vida para mostrar su
poder de echar por tierra en un momento lo que había

47 Harto cierto es que fuerzas secretas se burlan de las cosas


humanas, complaciéndose de destrozar las consulares ha-
chas y hollar bajo los pies el orgullo de los haces.

ensayos completos | 91
edificado en dilatados años, haciéndonos exclamar
con Laberio:

Nimirum ac die
una plus vixi mihi, quam vivendum fuit.48

Así es que, debemos hacernos cargo de la adverten-


cia de Solón, con tanta más razón, cuanto que se trata
de un filósofo para cuya secta los bienes y los males de
la fortuna son indistintos y casi indiferentes. Encuentro
natural que Solón mirase al porvenir y dijese que aún
la misma dicha humana que depende de la tranquili-
dad y contentamiento de un espíritu bien nacido y de
la resolución y seguridad de un alma bien ordenada, no
se suponga nunca en ningún hombre hasta que no se
lo haya visto representar el último acto de la comedia,
sin duda el más difícil. Puede en todo lo demás haber
apariencias y simulaciones. O bien los bellos discursos
que a filosofía nos suministra no los aplicamos más que
por bien parecer; o los múltiples accidentes de la hu-
mana existencia no nos llegan a lo vivo, y consienten
que mantengamos nuestro rostro tranquilo; pero en el
último papel que en la vida desempeñamos, cuando la
hora de la muerte, nos es llegada, nada hay que disimu-
lar, preciso es hablar claro, preciso es mostrar lo que hay
de bueno y de concreto en el fondo de nuestra alma.

48 ¡Ay, he vivido hoy un día más que no hubiera debido vivir!

92 | montaigne
Nam verae voces tum demum pectore ab imo
ejiciuntur; et eripitur persona manet res.49

He aquí por qué se deben en este último momen-


to probar y experimentar todas las demás acciones de
nuestra vida: aquél es el día magno, el día juez de todos
los demás, el día, dice, un escritor antiguo, que debe
juzgar todos mis pasados años. Yo remito a la muerte
toda la experiencia de mis estudios: entonces veremos
si mis discursos salen de la boca o del corazón. He vis-
to muchas gentes a quienes la muerte ha dado reputa-
ción en bien o en mal a toda su vida pasada. Escipión,
suegro de Pompeyo, se rehabilitó por su buena muer-
te de la mala opinión que por su vida había merecido.
Preguntado Epaminondas si se consideraba como más
feliz que Cabrias o Ifícrates, respondió que para dar
una contestación justa precisaba que los tres hubieran
sucumbido. En efecto, mucho habría que descontar a
quien juzgara sin tener presente el honor y grandeza
de su fin.
Dios lo ha querido así, mas, en mi tiempo han
muerto tres hombres execrables, de vida abominable o
infame y los tres acabaron sus días de una manera plá-
cida y ordenada, casi perfecta. Hay muertes valerosas
y afortunadas: he visto cortarse el hilo de una existen-

49 Entonces brotan palabras verídicas; entonces cae la másca-


ra y queda la realidad.

ensayos completos | 93
cia, cuyos progresos maravillosos avanzaban sin cesar,
en la flor de su crecimiento; alguien cuyos designios,
según mi manera de ver, no podían ser interrumpidos;
cumplíase su voluntad, en cuanto pretendía, en mayor
grado todavía de lo que sus esperanzas, deseaban, y so-
brepasó con su muerte el poder y renombre a que por
sus acciones con su vida aspirara. Al juzgar la vida de
mis semejantes miro siempre cual ha sido su fin, y para
estudiar la mía, examino lo que en ella hay de bueno,
esto es, lo tranquilo y apagado.

XIX. Filosofar es aprender a morir

Dice Cicerón que filosofar no es otra cosa que dispo-


nerse a la muerte. Tan verdadero es este principio que
el estudio y la contemplación parece que alejan nuestra
alma de nosotros y le dan trabajo independiente de la
materia, tomando en cierto modo un aprendizaje y se-
mejanza de la muerte; o en otros términos, toda la sabi-
duría y razonamientos del mundo se concentran en un
punto: el de enseñarnos a no tener miedo de morir. En
verdad, o nuestra razón nos burla, o no debe encami-
narse sino a nuestro contentamiento, y todo su trabajo
tender en conclusión a guiarnos al buen vivir y a nues-
tra íntima satisfacción, como dice la Sagrada Escritura.
Todas las opiniones del mundo convienen en ello: el
placer es nuestro fin, aunque las demostraciones que lo

94 | montaigne
prueban vayan por distintos caminos. Si de otra mane-
ra ocurriese, se las desdeñaría desde luego, pues ¿quién
pararía en el que afirmara que el designio que debemos
perseguir es el dolor y la malandanza? Las disensiones
entre las diversas sectas de filósofos en este punto son
sólo aparentes; transcurramus solertissimas nugas;50 hay
en ellas más tesón y falta de buena fe de las que deben
existir en una profesión tan santa; mas sea cual fuere el
personaje que el hombre pinte, siempre se hallarán en
el retrato las huellas del pintor.
Cualesquiera que sean las ideas de los filósofos, aun
en lo tocante a la virtud misma, el último fin de nuestra
vida es el deleite. Pláceme hacer resonar en sus oídos esta
palabra que les es tan desagradable, y que significa el pla-
cer supremo y excesivo contentamiento, cuya causa ema-
na más bien del auxilio de la virtud que de ninguna otra
ayuda. Tal voluptuosidad por ser más vigorosa, nerviosa,
robusta, viril, no deja de ser menos seriamente volup-
tuosa, y debemos darla el nombre de placer, que es más
adecuado, dulce y natural, no el de vigor, de donde hemos
sacado el nombre. La otra voluptuosidad, más baja, si me-
reciese aquel hermoso calificativo debiere aplicárselo en
concurrencia, no como privilegio: encuéntrola yo menos
pura de molestias y dificultades que la virtud, y además la
satisfacción que acarrea es más momentánea, fluida y ca-
duca; la acompañan vigilias y trabajos, el sudor y la sangre,

50 Pasemos por alto estos agudísimos juegos de ingenio.

ensayos completos | 95
y estas pasiones en tantos modos devastadoras, produ-
cen saciedad tan grande que equivale a la penitencia. Nos
equivocamos grandemente al pensar que semejantes que-
brantos aguijonean y sirven de condimento a su dulzura
(al modo como en la naturaleza se vivifica con lo que le es
contrario); y también al asegurar cuando volvemos a la vir-
tud, que parecidos actos la hacen austera e inaccesible, allí
donde mucho más propiamente que a la voluptuosidad
ennoblecen, aguijonean y realzan el placer divino y per-
fecto que nos proporciona. Es indigno de la virtud quien
examina y contrapesa su coste según el fruto, y desconoce
su uso y sus gracias. Los que nos instruyen diciéndonos
que su adquisición es escabrosa y laboriosa y su goce pla-
centero, ¿que nos prueban con ello sino que es siempre
desagradable? porque ¿qué medio humano alcanza nunca
al goce absoluto? Los más perfectos se conforman bien de
su grado con aproximarse a la virtud sin poseerla. Pero se
equivocan en atención a que de todos los placeres que co-
nocemos el propio intento de alcanzarlos es agradable: la
empresa participa de la calidad de la cosa que se persigue,
pues es una buena parte del fin y consustancial con él. La
beatitud y bienandanza que resplandecen en la virtud ilu-
minan todo cuanto a ella pertenece y rodea, desde la en-
trada primera, hasta la más apartada barrera.
Es, pues, una de las principales ventajas que la vir-
tud proporciona el menosprecio de la muerte, el cual
provee nuestra vida de una dulce tranquilidad y nos
suministra un gusto puro y amigable, sin que ninguna

96 | montaigne
otra voluptuosidad sea extinta. He aquí por qué todas
las máximas convienen en este respecto; y aunque nos
conduzcan de un común acuerdo a desdeñar el dolor,
la pobreza y las otras miserias a que la vida humana está
sujeta, esto no es tan importante como el ser indife-
rentes a la muerte, así porque esos accidentes no pesan
sobre todos (la mayor parte de los hombres pasan su
vida sin experimentar la pobreza, y otros sin dolor ni
enfermedad, tal Xenófilo el músico, que vivió ciento
seis años en cabal salud), como porque la muerte pue-
de ponerlas fin cuando nos plazca, y cortar el hilo de
todas nuestras desdichas. Mas la muerte es inevitable:

Omnes eodem cogimur; omnium


versatur urna serius, ocius,
sors exitura, et nos in aeternum
exsilium impositura cymbae:51

y por consiguiente si pone miedo en nuestro pe-


cho, es una causa continua de tormento, que de ningún
modo puede aliviarse. No hay lugar de donde no nos
venga; podemos volver la cabeza aquí y allá como si
nos encontráramos en un lugar sospechoso: quae qua-

51 Todos estamos forzados a llegar al mismo término. Agítase


en la urna la suerte de todos y, saliendo antes o después,
llévanos en la barca fatal al eterno destierro.

ensayos completos | 97
si saxum Tantalo, semper impendet.52 Con frecuencia
nuestros parlamentos mandan ejecutar a los criminales
al lugar donde el crimen se cometió; durante el camino
hacedles pasar por hermosas casas, dispensadles tantos
agasajos como os plazca,

Non Siculae dapes


dulcem elaborabunt saporem;
non avium citharaeque cantus
somnum reducent:53

¿pensáis, acaso que en ello recibirán satisfac-


ción, y que el designio final del viaje, teniéndolo fijo
en el pensamiento, no les haya trastornado el gusto
de toda comodidad?

Audit iter, numeratque dies, spatioque viarum


metitur vitam; torquetur peste futura.54

La muerte es el fin de nuestra carrera; el objeto ne-


cesario de nuestras miras: si nos causa horror, ¿cómo
es posible dar siquiera un paso adelante sin fiebre ni

52 Como la piedra de Tántalo, pende siempre sobre nosotros.


53 Los más dulces manjares no despertarán su gusto; ni los cantos
de las aves, ni el son de la cítara podrán devolverle el sueño.
54 Le inquieta el trayecto, numera los días, mide su vida por el
espacio recorrido, y atorméntale sin cesar la idea del supli-
cio que le espera.

98 | montaigne
tormentos? El remedio del vulgo es no pensar en ella,
mas ¿de qué brutal estupidez puede provenir una tan
grosera ceguetud? Preciso le es hacer embridar al asno
por el rabo:

Qui capite ipse suo instituit vestigia retro.55

No es maravilla si con frecuencia tal es atrapado


en la red. Sólo con nombrar la muerte se asusta a cier-
tas gentes y la mayor parte se resignan cual si oyeran el
nombre del diablo. Por eso le pone mano en su testa-
mento hasta que el médico le desahucia; entonces Dios
sabe, entre el horror y el dolor de la enfermedad de qué
lucidez de juicio disponen los que testan.
Porque esta palabra hería con extremada rudeza los
oídos de los romanos, teniéndola como de mal agüero, so-
lían ablandarla y expresarla con perífrasis: en vez de decir,
ha muerto, decían, ha cesado de vivir, vivió; con que se
pronunciara la palabra vida, aunque ésta fuera pasada, se
consolaban. Hemos tomado nuestro difunto señor Juan de
esa costumbre romana. Como se dice ordinariamente, la
palabreja vale cualquier cosa. Yo nací entre once y doce de
la mañana, el último día de febrero de mil quinientos trein-
ta y tres, conforme al cómputo actual que hace comenzar
el año en enero. Hace quince días que pasé de los treinta y
nueve aires, y puedo vivir todavía otro tanto. Sin embargo,

55 Puesto que en su necedad quiere andar retrocediendo.

ensayos completos | 99
dejar de pensar en cosa tan lejana sería locura. ¡Pues qué!,
a jóvenes y viejos ¿no sorprende la muerte de igual modo?
A todos los atrapa como si acabaran de nacer; además no
hay ningún hombre por decrépito que sea, que acordán-
dose de Matusalén no piense tener por lo menos todavía
veinte años en el cuerpo. Pero, ¡oh pobre loco!, ¿quién ha
fijado el término de tu vida? ¿Acaso te fundas para creer
que sea larga, en el dictamen de los médicos? Más te va-
liera fijarte en la experiencia diaria. A juzgar por la marcha
común de las cosas, tú vives por gracia extraordinaria; has
pasado ya los términos acostumbrados del vivir. Y para
que te persuadas de que así es la verdad, pasa revista entre
tus conocimientos, y verás cuántos han muerto antes de
llegar a tu edad; muchos más de los que la han alcanzado,
sin duda. Y de los que han ennoblecido su vida con el lus-
tre de sus acciones, toma nota, y yo apuesto a que hallarás
muchos más que murieron antes que después de los trein-
ta y cinco años. Es bien razonable y piadoso tomar ejemplo
de la humanidad misma de Jesucristo, que acabó su vida a
los treinta y tres años. El hombre más grande, pero que fue
sólo hombre, Alejandro, no alcanzó tampoco mayor edad.
¡Cuántos medios de sorprendernos tiene la muerte!

Quid quisque vitet, numquam homini satis


cautum est in horas56

56 Nunca el hombre puede prever, por listo que sea, el peligro


que le amenaza a cada hora.

100 | montaigne
Dejando a un lado las calenturas y pleuresías,
¿quién hubiese jamás pensado que todo un duque de
Bretaña hubiera de ser ahogado por la multitud como
lo fue éste a la entrada del papa Clemente, mi paisano,
en Lyon? ¿No has visto sucumbir en un torneo a uno
de nuestros reyes, en medio de fiestas y regocijos? Y
uno de sus antepasados, ¿no murió de un encontrón
con un cerdo? Amenazado Esquilo de que una casa se
desplomaría sobre él, para nada le sirvió la precaución
ni el estar alerta pues pereció del golpe de una tortu-
ga que en el aire se había desprendido de las garras de
un águila; otro halló la muerte atravesando el grano de
una pasa; un emperador con el arañazo de un peine,
estando en su tocador; Emilio Lépido por haber trope-
zado en el umbral de la puerta de su casa; Aufidio por
haber chocado al entrar contra la puerta de la cámara
del Consejo; y hallándose entre los muslos de mujeres,
Cornelio Galo, pretor; Tigilino, capitán del Gueto en
Roma; Ludovico, hijo de Guido de Gonzaga, marqués
de Mantua. Más indigno es que acabaran del mismo
modo Espeusipo filósofo platónico, y uno de nuestros
pontífices. El infeliz Bebio, juez, mientras concedía el
plazo de ocho días en una causa, expiró repentinamen-
te; Cayo Julio, médico, dando una untura en los ojos de
un enfermo vio cerrarse los suyos, y en fin si bien se me
consiente citaré a un hermano mío, el capitán San Mar-
tín, de edad de veintitrés años, que había dado ya testi-
monio de su valer: jugando a la pelota recibió un golpe

ensayos completos | 101


que le dio en la parte superior del ojo derecho, y como
le dejó sin apariencia alguna de contusión ni herida, no
tomó precaución de ningún género, pero cinco o seis
horas después murió a causa de una apoplejía que le
ocasionó el accidente.
Con estos ejemplos tan ordinarios y frecuentes,
que pasan a diario ante nuestros ojos, ¿cómo es posible
que podamos desligarnos del pensamiento de la muerte
y que a cada momento no se nos figure que nos atrapa
por el pescuezo? ¿Qué importa, me diréis, que ocurra
lo que quiera con tal de que no se sufra aguardándola?
También yo soy de este parecer, y de cualquier suerte
que uno pueda ponerse al resguardo de los males, aun-
que sea dentro de la piel de una vaca, yo no repararía ni
retrocedería, pues me basta vivir a mis anchas y procuro
darme el mayor número de satisfacciones posible, por
poca gloria ni ejemplar conducta que con ello muestre:

Praetulerim... delirus inersque videri,


dum mea delectent mala me, vei denique fallant,
quam sapere, et ringi.57

Pero es locura pensar por tal medio en rehuir la


idea de la muerte. Unos vienen, otros van, otros trotan,

57 Consiento en pasar por loco, por impertinente con tal que


mi error me aproveche, que no me dé cuenta de él, antes
que ser sabio y encolerizarme.

102 | montaigne
danzan otros, mas de la muerte nadie habla. Todo esto
es muy hermoso, pero cuando el momento les llega, a sí
propios, o, a sus mujeres, hijos o amigos, les sorprende
y los coge de súbito y al descubierto. ¡Y qué tormentos,
qué gritos, qué rabia y qué desesperación les domina!
¿Visteis alguna vez nada tan abatido, cambiado ni con-
fuso? Necesario es ser previsor. Aun cuando tal estúpi-
da despreocupación pudiese alojarse en la cabeza de un
hombre de entendimiento, lo cual tengo por imposible,
bien cara nos cuesta luego. Si fuera enemigo que pu-
diéramos evitar, yo aconsejaría tomar armas de la co-
bardía, pero como no se puede, puesto que nos atrapa
igual al poltrón y huido que al valiente y temerario

Nompe et fugacem persequitur virum;


nec parcit imbellis inventae
poplitibus timidoque tergo,58

y ninguna coraza nos resguarda, sea cual fuere


su temple,

Ille licet ferro cautus se condat et aere,


mors tamen inclusum protrahet inde caput, 59

58 Persigue al que huye y hiere sin piedad al cobarde que vuel-


ve las espaldas.
59 Así os cubráis de hierro y bronce cautos, la muerte sacará,
sin embargo, la encerrada cabeza.

ensayos completos | 103


sepamos aguardarla a pie firme, sepamos com-
batirla, y para empezar a despojarla de su principal
ventaja contra nosotros, sigamos el camino opuesto
al ordinario; quitémosle la extrañeza, habituémonos,
acostumbrémonos a ella. No pensemos en nada con
más frecuencia que en la muerte; en todos los instan-
tes tengámosla fija en la mente, y veámosla en todos
los rostros; al ver tropezar un caballo, cuando se des-
prende una teja de lo alto, al más leve pinchazo de al-
filer, digamos y redigamos constantemente, todos los
instantes: «Nada me importa que sea éste el momen-
to de mi muerte.» En medio de las fiestas y alegrías
tengamos presente siempre esta idea del recuerdo de
nuestra condición; no dejemos que el placer nos do-
mine ni se apodere de nosotros hasta el punto de olvi-
dar de cuántas suertes nuestra alegría se aproxima a la
muerte y de cuan diversos modos estamos amenaza-
dos por ella. Así hacían los egipcios, que en medio de
sus festines y en lo mejor de sus banquetes contempla-
ban un esqueleto para que sirviese de advertencia a los
convidados:

Omnem crede diem tibi diluxisse supremum:


grata supervienet, quae non sperabitur, hora.60

60 Piensa que todos los días pueden ser el supremo, y recibirás


con agrado la hora que no esperabas.

104 | montaigne
No sabemos dónde la muerte nos espera; aguardé-
mosla en todas partes. La premeditación de la muer-
te es premeditación de libertad; quien ha aprendido a
morir olvida la servidumbre; no hay mal posible en la
vida para aquel que ha comprendido bien que la priva-
ción de la misma no es un mal: saber morir nos libra de
toda sujeción y obligación. Paulo Emilio respondió al
emisario que lo envió su prisionero el rey de Macedo-
nia para rogar que no le condujera en su triunfo: «Que
se haga la súplica a sí mismo.»
A la verdad en todas las cosas, si la naturaleza no vie-
ne en ayuda, es difícil que ni el arte ni el ingenio las hagan
prosperar. Yo no soy melancólico, sino soñador. Nada
hay de que me haya ocupado tanto en toda ocasión como
de pensar en la muerte, aún en la época más licenciosa
de mi edad: Jucundum quum aetas florida ver ageret.61
Hallándome entre las damas y en medio de diversio-
nes y juegos, alguien creía que mi duelo era ocasiona-
do por la pasión de los celos, o por alguna esperanza
defraudada; sin embargo, en lo que pensaba yo era en
alguno que habiendo sido atacado los días precedentes
de unas calenturas, al salir de una fiesta parecida a la
en que yo me encontraba, con la cabeza llena de ilusio-
nes y el espíritu de contento, murió rápidamente, y a
mi memoria venía aquel verso de Lucrecio: Jam fuerit,

61 Cuando mi edad florida desplegaba su alegre primavera.

ensayos completos | 105


nec post unquam revocare licebit.62 Ni éste ni ningún otro
pensamiento ponían el espanto en mi ánimo. Es impo-
sible que al principio no sintamos ideas tristes; pero in-
sistiendo sobre ellas y volviendo a insistir, se familiariza
uno sin duda; de otro modo, y por lo que a mí toca, ha-
llaríame constantemente en continuo horror y frenesí,
pues jamás hombre alguno estuvo tan inseguro de su
vida; jamás ningún hombre tuvo menos seguridad de
la duración de la suya. Ni la salud que he gozado hasta
hoy, vigorosa y en pocas ocasiones alterada, prolonga
mi esperanza, ni las enfermedades la acortan: figúra-
seme a cada momento que escapo a un gran peligro, y
sin cesar me repito: «Lo que puede acontecer maña-
na, puede muy bien ocurrir dentro de un momento.»
Los peligros, riesgos y azares nos acercan poco o nada a
nuestro fin, y si consideramos cuántos accidentes pue-
den sobrevenir además del que parece ser el que nos
amenaza con mayor insistencia, cuántos millones de
otros pesan sobre nuestras cabezas, hallaremos que nos
siguen lo mismo en la mar que en nuestras casas, en la
batalla que en el reposo, frescos que febriles: cerca está
de nosotros en todas partes: Nemo altero fragilior est;
nemo in crastinum sui certior.63 Lo que he de ejecutar en

62 Pronto no existirá el tiempo presente, ni podremos recordarlo.


63 Ningún hombre es más frágil que los otros; ninguno está
más cierto del mañana que los demás.

106 | montaigne
vida me apresuro a rematarlo; todo plazo se me antoja
largo, hasta el de una hora.
Alguien hojeando el otro día mis apuntes encon-
tró una nota de algo que yo quería que se ejecutara
después de mi muerte; yo le dije, como era la verdad,
que hallándome cuando la escribí a una legua de mi
domicilio, sano y vigoroso, habíame apresurado a
asentarla, porque no tenía la certeza de llegar hasta
mi casa. Ahora en todo momento me encuentro pre-
parado, y la llegada de la muerte no me sorprenderá,
ni me enseñará nada nuevo. Es preciso estar siempre
calzado y presto a partir tanto como de nosotros de-
penda, y sobre todo guardar todas las fuerzas de la
propia alma para el caso: Quid brevi fortes jaculamur
aevo, multa?64 de todas habremos menester para tal
trance. Uno se queja más que de la muerte por que le
interrumpe la marcha de una hermosa victoria; otro
por que le es preciso largarse antes de haber casado
a su hija o acabado la educación de sus hijos; otro la-
menta la separación de su mujer, otro la de su hijo,
como comodidades principales de su vida. Tan prepa-
rado me encuentro, a Dios gracias, para la hora final,
que puedo partir cuando al Señor le plazca, sin dejar
por acá sentimiento de cosa alguna. De todo procuro
desligarme. Jamás hombre alguno se dispuso a aban-
donar la vida con mayor calma, ni se desprendió de

64 ¿Por qué formar muchos proyectos en vida tan breve

ensayos completos | 107


todo lazo como yo espero hacerlo. Los muertos más
muertos son los que no piensan en el último viaje:

...Miser!, o miser (aiunt)!, omnia ademit


una dies infesta mihi tot praemia vitae;65

y el constructor dice:

Manent opera interrumpta, minaeque


murorum ingentes.66

Preciso es no emprender nada de larga duración,


o de emprenderlo apresurarse a darle fin. Vinimos a la
tierra para las obras y la labor: Quum moriar, medium
solvar et inter opus.67
Soy partidario de que se trabaje y de que se pro-
longuen los oficios de la vida humana tanto como se
pueda, y deseo que la muerte me encuentre plantando
mis coles, pero sin temerla, y menos todavía siento de-
jar mi huerto defectuoso. He visto morir a un hombre
que en los últimos momentos se quejaba sin cesar de

65 Infeliz de mí, exclaman. Un solo día fatal me arrebata todas


las recompensas de la vida.
66 Sin terminar quedan todas mis obras, amenazando grave
ruina los muros.
67 Quiero que la muerte me sorprenda en medio de mi trabajo.

108 | montaigne
que su destino cortase el hilo de la historia que tenía
entre manos, en el quince o dieciséis de nuestros reyes.

Illud in his rebus non addunt: nec tibi earum


jam desiderium rerum suber insidet una.68

Es preciso desprenderse de tales preocupaciones,


que sobre vulgares son perjudiciales. Así como los ce-
menterios han sido puestos junto a las iglesias y otros
sitios los más frecuentados de la ciudad, para acostum-
brar, decía Licurgo, al bajo pueblo, las mujeres y los ni-
ños, a no asustarse cuando ven a un hombre muerto, y a
fin de que el continuo espectáculo de los osarios, sepul-
cros y convoyes funerarios sea saludable advertencia de
nuestra condición:

Quin etiam exhilarare viris convivia caedo


mos olim, et miscere epulis spectacula dira
certantum ferro, saepe et super ipsa cadentum
pocula, respersis non parco sanguine mensis;69

68 Nada añaden a estas palabras, ni conservarás tampoco el


deseo de estas cosas.
69 Se solía en otro tiempo alegrar con homicidios los festines
y brindar a los invitados violentos combates de gladiadores;
no pocas veces caían éstos en medio de las copas del ban-
quete y salpicaban las mesas con sangre.

ensayos completos | 109


y como los egipcios, después de sus festines, mos-
traban a los invitados una imagen de la muerte por uno
que gritaba: «Bebe, y... alégrate, pues cuando mueras
serás lo mismo» así tengo yo la costumbre, así tengo
yo por hábito guardar, no sólo en la mente, sino en los
labios, la idea y la expresión de la muerte. Y nada hay de
que me informe con tanta solicitud como de la de los
hombres: «qué palabra pronunciaron, qué rostro pu-
sieron, qué actitud presentaron», ni pasaje de los libros
en que me fije con más atención; así se verá que en la
elección de los ejemplos muestro predilección grande
por esta materia. Si compusiera yo un libro, haría un
registro comentado de las diversas suertes de morir.
Quien enseñase a los hombres a morir, enseñarlos a vi-
vir. Dicearco compuso una obra de título análogo, mas
de diverso y menos útil alcance.
Se me responderá, acaso, que el hecho sobrepuja
de tal modo la idea, que no hay medio que valga a ate-
nuar la dureza de nuestro fin. No importa. La preme-
ditación proporciona sin duda gran ventaja; y además,
¿no es ya bastante llegar al trance con tranquilidad y sin
escalofrío? Pero hay más. La propia naturaleza nos da la
mano y contribuye a inculcar ánimo en nuestro espíri-
tu; si se trata de una muerte rápida y violenta, el tiempo
material nos falta para temerla; si es más larga, advier-
to que a medida que la enfermedad se apodera de mí
voy teniendo menos la vida. Entiendo que tales pen-
samientos y resoluciones deben practicarse hallándose

110 | montaigne
en buena salud, y así yo me conduzco, con tanta más ra-
zón cuanto que en mí comienza ya a flaquear el amor a
las comodidades y la práctica del placer. Veo la muerte
con mucho menos horror que antes, lo cual me permite
esperar que cuanto más viejo sea, más me resignaré a la
pérdida de la vida. En muchas circunstancias he tenido
ocasión de experimentar la verdad del dicho de César,
quien aseguraba que las cosas nos parecen más gran-
des de lejos que de cerca, y así, en perfecta salud, he
tenido más miedo a las enfermedades que cuando las
he sufrido. El contento que me domina, el placer y la
salud, muéstrame el estado contrario tan distinto, que
mi fantasía abulta por lo menos el mal, el cual creo más
duro estando sano que pesando sobre mí. Espero que
lo propio me acontecerá con la muerte.
Estas mutaciones y ordinarias alternativas nos
muestran cómo la naturaleza nos hace apartar la vista de
nuestra pérdida y empeoramiento. ¿Qué le queda a un
viejo del vigor de su juventud y de su existencia pasada?

Heu!, senibus vitae portio quanta manet.70

Un soldado de la guardia de César que se hallaba


molido y destrozado, pidió al emperador licencia para
darse la muerte. César, al contemplar su decrépito as-
pecto, le contestó ingeniosamente: «¿Acaso crees ha-

70 ¡Ah, cuán poca participación en la vida le queda al anciano!

ensayos completos | 111


llarte vivo?» Mas, guiados por su mano, por una suave
y como insensible pendiente, poco a poco y como por
grados, acércanos a aquella miserable situación y nos
familiariza con ella de tal modo, que no advertimos
ninguna transición violenta cuando nuestra juventud
acaba, lo cual es en verdad una muerte más dura que
el acabamiento de una vida que languidece, cual es la
muerte de la vejez. El tránsito del mal vivir al no vivir,
no es tan rudo como el de la edad floreciente a una si-
tuación penosa y rodeada de males del cuerpo, encor-
vado se aminoraron ya las fuerzas y lo mismo las del
alma; habituémosla a resistir los ataques de la muerte.
Pues es imposible que permanezca en reposo mien-
tras se teme a la muerte y si logra ganar la calma (cosa
como que sobrepuja la humana condición), de ello
puede alabarse pues difícilmente llegará la inquietud,
el tormento y el miedo, ni siquiera la menor molestia
se apoderen de ella.

Non vultus instantis tyranni


mente qualit solida, neque Auster
dux inquieti turbidus Adriae,
nec fulminantis magna jovis manus.71

71 Ni el rostro amenazador de un tirano, ni el Austro furioso


que trastorna los mares, ni aun la mano terrible y fulmínea
de Jove podrán quebrantar su constancia.

112 | montaigne
Conviértese en dueña de sus concupiscencias y
pasiones, dueña de la indigencia, de la vergüenza, de
la pobreza y de todas las demás injurias de la fortuna.
Gane quien para ello disponga de fuerzas tal ventaja.
Tal es la soberana y verdadera libertad que nos comu-
nica la facultad de reírnos de la fuerza y la injusticia, a
la vez que la de burlamos de los grillos y de las cadenas.

In manices et
compedibus, saevo, te sub custode tenebo.
Ipse deus, simul atque volam, me solvet opinor,
hoc sentit: moriar. Mors ultima linea rerum est.72

Nuestra religión no ha tenido más seguro fun-


damento humano que el menosprecio de la vida. No
sólo el discernimiento natural lo trae a nuestra memo-
ria, sino que es necio que temamos la pérdida de una
cosa, la cual estamos incapacitados de sentir después.
Y puesto que de tan diversos modos estamos amenaza-
dos por la muerte, ¿no es mayor la pena que ocasiona el
mal de temerlos todos para librarnos de tirio solo? ¿No
vale más que venga cuando lo tenga a bien, puesto que
es inevitable? Al que anunció a Sócrates que los treinta
tiranos le habían condenado a morir, el filósofo contes-

72 Te cargaré de cadenas pies y manos y te entregaré a un car-


celero cruel. –Un dios, si quiero, me librará.– La muerte,
término de todas las cosas, pienso que ha de ser ese dios.

ensayos completos | 113


tó que la naturaleza los había condenado a ellos. ¡Qué
torpeza la de apenarnos y afligirnos cuando de todo
duelo vamos a ser libertados! Como el venir a la vida
nos trae al par el nacimiento de todas las cosas, así la
muerte hará de todas las cosas nuestra muerte. ¿A qué
cometer la locura de llorar porque de aquí a cien años
no viviremos, y por qué no hacer lo propio porque hace
cien años no vivíamos? La muerte es el origen de nueva
vida; al entrar en la vida lloramos y padecemos nuestra
forma anterior; no puede considerarse como doloroso
lo que no ocurre más que una sola vez. ¿Es razonable
siquiera poner tiempo tan dilatado en cosa de tan corta
duración? El mucho vivir y el poco vivir son idénticos
ante la muerte, pues ambas cosas no pueden aplicarse a
lo que no existe. Aristóteles dice que en el río Hypanis
hay animalillos cuya vida no dura más que un día; los
que de ellos mueren a las ocho de la mañana acaban
jóvenes su existencia, y los que mueren a las cinco de
la tarde perecen de decrepitud. ¿Quién de nosotros no
tornaría a broma la consideración de la desdicha o di-
cha de un momento de tan corta duración? La de nues-
tra vida, si la comparamos con la eternidad, o con la de
las montañas, ríos, estrellas, árboles y hasta con la de
algunos animales, ¿no es menos ridícula?
Mas la propia naturaleza nos obliga a perecer. «Salid,
nos dice, de este mundo como en él habéis entrado.» El
mismo tránsito que hicisteis de la muerte a la vida, sin pa-
sión y sin horror, hacedlo de nuevo de la vida a la muerte.

114 | montaigne
Vuestro fin es uno de los componentes del orden del uni-
verso, es uno de los accidentes de la vida del mundo.

Inter se mortales mutua vivunt,


.............................
Et, quasi cursores, vitae lampada tradunt.73

«¿Cambiaré yo por vosotros esta hermosa contex-


tura de las cosas? La muerte es la condición de vuestra
naturaleza; es una parte de vosotros mismos; os huís a
vosotros mismos. La existencia de que gozáis pertene-
ce por mitad a la vida y a la muerte. El día de vuestro
nacimiento os encamina así al morir como al vivir.

Prima, quea vitam dedit, hora, carpsit.74


Nascentes morimur; finisque ab origine pendet.75

»Todo el tiempo que vivís se lo quitáis a la vida: lo


vivís a expensas de ella. El continuo quehacer de vuestra
existencia es levantar el edificio de la muerte. Os encon-
tráis en la muerte mientras estáis en la vida; pues estáis
después de la muerte cuando ya no tenéis vida, o en otros

73 Mutuamente se prestan los mortales vida por un momento…


Como corredores, de mano se pasan la antorcha de la vida.
74 La primera hora, que nos da la vida, nos la acorta.
75 Nacer es empezar a morir; el último instante de la vida se
origina en el primero.

ensayos completos | 115


términos: estáis muertos después de la vida; mas duran-
te la vida estáis muriendo, y la muerte ataca con mayor
dureza al moribundo que al muerto, más vivamente y
más esencialmente. Si de la vida habéis hecho vuestro
provecho, tenéis ya bastante: idos satisfechos.

Cur non ut plenus vitae conviva recedis?76

»Si no habéis sabido hacer de ella el uso conve-


niente, si os era inútil, ¿qué os importa haberla perdi-
do? ¿Para qué la queréis todavía?

Cur amplius addere quaeris,


Rursum quod pereat male, et ingratum occidat omne?77

»La vida no es, considerada en sí misma, ni un


bien ni un mal; es lo uno o lo otro según vuestras ac-
ciones. Si habéis vivido un día lo habéis visto todo: un
día es igual a siempre. No hay otra luz ni otra oscuridad
distintas. Ese sol, esa luna, esas estrellas, esa armonía
de las estaciones es idéntica a la que vuestros abuelos
gozaron y contemplaron, y la misma que contemplarán
nuestros nietos y tataranietos.

76 ¿Por qué no salís del festín de la vida como de un banquete


cuando estáis hartos?
77 ¿A qué querer multiplicar los días, que dejaríais perder lo
mismo que los anteriores, sin emplearlos mejor?

116 | montaigne
Non allum videre patres, aliumve nepotes
adspicient.78

»La variedad y distribución de todos los actos de mi


comedia se desarrollan en un solo año. Si habéis parado
vuestra atención en el vaivén de mis cuatro estaciones, ha-
bréis visto que comprenden la infancia, adolescencia, viri-
lidad y vejez del mundo: con ello ha hecho su partida; des-
pués comienza de nuevo, y siempre acontecerá lo mismo.

Versamur ibidem, atque insumus usque.79


Atque in se sua per vestigia volvitur annus.80

»No reside en mi la facultad de forjaros nuevos pa-


satiempos:

Nam tibi praeterea quod machiner, inveniamque


quod placeat, nihil est: eadem sunt omnia semper.81

»Dejad a los que vengan el lugar, como los demás


os lo dejaron a vosotros. La igualdad es la primera con-

78 Vuestros nietos no verán sino lo que vieron vuestros padres.


79 El hombre da vueltas constantemente en el círculo que
le encierra.
80 El año comienza sin cesar de nuevo la ruta que antes ha
recorrido.
81 No puedo encontrar nada nuevo ni producir nada nuevo en
vuestro favor; son y serán siempre los mismos placeres.

ensayos completos | 117


dición de la equidad. ¿Quién puede quejarse de un mal
que todos sufren? Es, pues, inútil que viváis; no rebaja-
réis nada del espacio que os falta para la muerte: para
ello todos vuestros esfuerzos son inútiles. Tanto tiem-
po como permanecéis en ese estado de temor, nada
vale ni a nada conduce. Igual da que hubierais muerto
cuando estabais en brazos de vuestra nodriza:

In vera nescis nullum fore morte alium te,


qui possit vivus tibi te lugere peremptum,
stansque jacentem?82

»Y si a tal estado de ánimo llegarais, no experimen-


taríais descontento alguno;

Nec sibi enim quisquam tum se, vitamque requirit.


.................................
Nec desiderium nostri nos afficit ullum.83

ni desearíais una vida cuya pérdida sentís tanto.


»Es la muerte menos digna de ser temida que nada,
si hubiera alguna cosa más insignificante que nada.

82 ¿No sabéis que la muerte no dejará subsistir otro individuo


idéntico a vosotros, que pueda gemir ante vuestra agonía y
llorar ante vuestro cadáver?
83 Entonces no nos preocupamos de la vida ni de nuestra perso-
na... entonces no nos queda ningún amargor de la existencia.

118 | montaigne
Multo... mortem minus ad nos esse putandum.
Si minus esse potest, quam quod nihil esse videmus.84

»Ni muertos ni vivos debe concernirnos; vivos,


porque existimos; muertos, porque ya no existimos.
Nadie muere hasta que su hora es llegada el tiempo
que dejáis era tan vuestro u os pertenecía tanto como
el que transcurrió antes de que nacierais, y que tam-
poco os concierne.

Respice enim, quam nil ad nos anteacta vetustas


temporis aeterni fuerit.85

»Allí donde vuestra vida acaba está toda compren-


dida. La utilidad del vivir no reside en el tiempo, sino
en el uso que de la vida se ha hecho: tal vivió largos días
que vivió poco. Esperadla mientras permanecéis en el
mundo: de vuestra voluntad pende, no del número de
años el que hayáis vivido bastante. ¿Pensáis acaso no
llegar al sitio donde marcháis sin cesar? No hay camino
que no tenga su salida. Y por si el mal de muchos sirve a
aliviaros, sabed que el mundo todo sigue la marcha que
vosotros seguís.

84 La frase precedente es la traducción de estos dos versos.


85 Considerad los siglos sin número que nos han precedido;
¿no son esos siglos para nosotros como si no hubieran exis-
tido jamás?

ensayos completos | 119


...Omnia te, vita perfuncta, sequentur.86

Todo se estremece al par de vosotros. ¿Hay algo,


que no envejezca cuando vosotros envejecéis y como
vosotros envejecéis? Mil hombres, mil animales y mil
otras criaturas mueren en el propio instante que voso-
tros morís.

Nam nox nulla diem, neque noctem aurora sequuta est,


quae non audierit mixtos vagitibus aegris
Ploratus, mortis comites et funeris atris.87

»¿A qué os sirve retroceder? Bastantes habéis visto


que se han encontrado bien hallados con la muerte por
haber ésta acabado con sus miserias. Mas ¿habéis visto
alguien mal hallado con ella? Gran torpeza es conde-
nar una cosa que no habéis experimentado ni en vo-
sotros ni en los demás. ¿Por qué tú te quejas de mí y
del humano destino? Aunque tu edad no sea todavía
acabada, tu vida sí lo es; un hombrecito es hombre tan
completo como un hombre ya formado. No se miden
por varas los hombres ni sus vidas. Chirón rechaza la
inmortalidad, informado de las condiciones en que se

86 Las razas futuras van a seguiros.


87 Jamás la sombría noche ni la risueña aurora visitaron la tie-
rra, sin oír a la vez los gritos lastimeros de la infancia en la
cuna, y los suspiros del dolor exhalados ante un féretro.

120 | montaigne
le concede por el dios mismo del tiempo, por Saturno,
su padre. Imaginad cuánto más perdurable sería la vida
y cuán menos soportable al hombre, y cuanto más pe-
nosa de lo que lo es la que yo le he dado. Si la muerte no
se hallare al cabo de vuestros días, me maldeciríais sin
cesar por haberos privado de ella. De intento he mez-
clado, alguna amargura, para impediros, en vista de la
comodidad de su uso, el abrazarla con demasiada avi-
dez, con indiscreción extremada. Para llevaros a una tal
moderación, para que no huyáis de la vida ni tampoco
de la muerte que exijo de vosotros, he entreverado la
una y la otra de dulzores y amarguras. Enseñé a Tha-
les, el primero de vuestros sabios, que el morir y el vivir
eran cosas indiferentes, por eso al que le preguntó por
qué no moría, respondiole prudentísimamente: Porque
da lo mismo. El agua, la tierra, el aire, el fuego y otros
componentes de mi edificio, así son instrumentos de tu
vida como de tu muerte. ¿Por qué temes tu último día?
Tu último día contribuye lo mismo a tu muerte que
los anteriores que viviste. Él último paso no produce
la lasitud, la confirma. Todos los días van a la muerte:
el último llega.» Tales son los sanos advertimientos de
nuestra madre naturaleza.
Con frecuencia he considerado por qué en las gue-
rras, el semblante de la muerte, ya la veamos en nosotros
mismos ya en los demás, nos espanta mucho menos que
en nuestras casas (si así no fuera compondríanse los ejér-
citos de médicos y de llorones); y siendo la muerte lo

ensayos completos | 121


mismo para todos, he considerado también que la aguar-
dan con mayor resignación las gentes del campo y las de
condición humilde que los demás. En verdad creo que
todo depende del aparato de horror de que la rodeamos,
el cual pone más miedo en nuestro ánimo que la muerte
misma; los gritos de las madres, de las mujeres y de los ni-
ños; la visita de gentes pasmadas y transidas; la presencia
numerosa de criados pálidos y llorosos; una habitación a
oscuras; la luz de los blandones; la cabecera de nuestro
lecho ocupada por médicos y sacerdotes: en suma, todo
es horror y espanto en derredor nuestro: henos ya bajo la
tierra. Los niños tienen miedo de sus propios camaradas
cuando los ven disfrazados; a nosotros nos acontece lo
propio. Preciso es retirar la máscara, lo mismo de las co-
sas que de las personas, y una vez quitada no hallaremos
bajo ella, a la hora de la muerte, nada que pueda horro-
rizarnos. Feliz el tránsito que no deja lugar a los aprestos
de semejante viaje.

XX. De la fuerza de imaginación

Fortis imaginatio generat casum,88 dicen las gentes diser-


tas. Yo soy de aquellos a quienes, la imaginación avasa-
lla: todos ante su impulso se tambalean, mas algunos
dan en tierra. La impresión de mi fantasía me afecta, y

88 La imaginación fuerte genera el hecho.

122 | montaigne
pongo todo esmero y cuidado en huirla, por carecer de
fuerzas para resistir su influjo. De buen grado pasaría
mi vida rodeado sólo de gentes sanas y alegres, pues la
vista de las angustias del prójimo angustíame material-
mente, y con frecuencia usurpo las sensaciones de un
tercero. El oír una tos continuada irrita mis pulmones
y mi garganta; peor de mi grado visito a los enfermos
cuya salud deseo, que aquellos cuyo estado no me in-
teresa tanto: en fin, yo me apodero del mal que veo y
lo guardo dentro de mí. No me parece maravilla que la
sola imaginación produzca las fiebres y la muerte de los
que no saben contenerla. Hallándome en una ocasión
en Tolosa en casa de un viejo pulmoníaco, de abundan-
te fortuna, el médico que le asistía, Simón Thomas, fa-
cultativo acreditado, trataba con el enfermo de los me-
dios que podían ponerse en práctica para curarle y le
propuso darme ocasión para que yo gustase de su com-
pañía; que fijara sus ojos en la frescura de mi semblante
y su pensamiento en el vigor y alegría en que mi adoles-
cencia rebosaba, y que llenase todos sus sentidos de tan
floreciente estado; así decía el médico al enfermo que
su situación podría cambiar, pero olvidábase de añadir
que el mal podría comunicarse a mi persona. Galo Vi-
bio aplicó tan bien su alma a la comprensión de la esen-
cia y variaciones de la locura que perdió el juicio; de
tal suerte que fue imposible volverle a la razón. Pudo,
pues, vanagloriarse de haber llegado a la demencia por
un exceso de juicio. Hay algunos condenados a muer-

ensayos completos | 123


te en quienes el horror hace inútil la tarea del verdugo;
y muchos se han visto también que al descubrirles los
ojos para leerles la gracia murieron en el cadalso por no
poder soportar la impresión. Sudamos, temblamos, pa-
lidecemos y enrojecemos ante las sacudidas de nuestra
imaginación, y tendidos sobre blanda pluma sentimos
nuestro cuerpo agitado por sí mismo, algunas veces
hasta morir; la hirviente juventud arde con ímpetu tal,
que satisface en sueños sus amorosos deseos.
Aunque no sea cosa desusada ver que le salen cuer-
nos por la noche a quien al acostarse no los tenía, el su-
cedido de Cipo, rey de Italia, es por demás memorable.
Había éste asistido el día anterior con interés grande a
una lucha de toros, y toda la noche soñó que tenía cuer-
nos en la cabeza; y efectivamente, el calor de su fanta-
sía hizo que le salieran. La pasión comunicó al hijo de
Creso la palabra, de que la naturaleza lo había privado.
Antíoco tuvo recias calenturas a causa de la belleza de
Stratonice, cuya hermosura habíase sellado profunda-
mente en su alma. Refiere Plinio haber visto cambiarse
a Lucio Cosicio de hombre en mujer el mismo día de
sus bodas. Pontano y otros autores, cuentan análogas
metamorfosis ocurridas en Italia en los siglos últimos.
Y por vehemente deseo, propio y de su madre,

Vota puer solvit, quae femina voverat, Iphis.89

89 Ifis, mancebo, pagó los votos que hiciera siendo doncella.

124 | montaigne
En el Vitry, vi a un sujeto a quien el obispo de
Soissons había confirmado con el nombre de Germán;
todas las personas de la localidad le conocieron como
mujer hasta la edad de veintidós años, y le llamaban
María. Era, cuando yo le conocí, viejo, bien barbado
y soltero, y contaba que, habiendo hecho un esfuerzo
al saltar, aparecieron sus miembros viriles. Aún hoy
hay costumbre entre las muchachas del Vitry de can-
tar unos versos que advierten el peligro de dar grandes
brincos, que podría exponerlas a verse en la situación
de María-Germán. No es maravilla encontrar con fre-
cuencia el accidente referido, pues si la imaginación
ofrece poder en cosas tales, está además tan de conti-
nuo y tan fuertemente identificada con ellas, que para
no volver al mismo pensamiento y vivo deseo, procede
mejor la fantasía al incorporar de una vez para siempre
la parte viril en las jóvenes.
A la fuerza de imaginación atribuyen algunos las
cicatrices del rey Dagoberto y las llagas de san Fran-
cisco. Otros, el que los cuerpos se eleven de la tierra.
Refiere Celso que un sacerdote levantaba su alma en
éxtasis tan grande, que su cuerpo permanecía largo es-
pacio sin respiración ni sensibilidad. San Agustín habla
de otro a quien bastaba sólo oír gritos lastimeros, para
ser trasportado instantáneamente tan fuera de sí, que
era del todo inútil alborotarle, gritarle, achicharrarle y
pincharle hasta que recobraba de nuevo los sentidos.
Entonces declaraba haber oído voces, que al parecer

ensayos completos | 125


sonaban a lo lejos, y echaba de ver sus heridas y que-
maduras. Que el accidente no era fingido sino natural,
probábalo el hecho de que mientras era presa de él, la
víctima no tenía pulso ni alentaba.
Verosímil es que el crédito que se concede a las
visiones, encantamientos y otras cosas extraordinarias
provenga sólo del poder de la fantasía; la cual obra más
que en las otras en las almas del vulgo, por ser más blan-
das e impresionables. Tan firmemente arraigan en ellas
las creencias, que creen ver lo que no ven.
Casi estoy por creer que esos burlones maleficios
con que algunas personas suelen verse trabadas (y no se
oye hablar de otra cosa) reconocen por causa la apren-
sión y el miedo. Por experiencia sé que cierta persona
de quien puedo dar fe como de mí mismo, en la cual no
podía haber sospecha alguna, de debilidad ni encanta-
miento, habiendo oído relatar un amigo suyo el suceso
de una extraordinaria debilidad en que el del cuento
había caído cuando más necesitado se hallaba el vigor
y fortaleza, el horror del caso asaltó de pronto la ima-
ginación del oyente o hízole atravesar situación seme-
jante. De entonces en adelante experimentó repetidas
veces tan desagradable accidente, porque el importuno
recuerdo de la historia le agobiaba y tiranizaba constan-
temente. Pero encontró algún remedio a la ilusión de
que era víctima con otra parecida, y fue que declarando
de antemano la calamidad que le amarraba, ensancho-
se la contención de su alma, pues considerando el mal

126 | montaigne
como esperado y casi irremediable, pesábale menos la
preocupación. Cuando tuvo ocasión, libremente (en-
contrándose su pensamiento despejado y a sus anchas,
y su cuerpo en la situación normal), de comunicar y
sorprender el entendimiento ajeno, quedó curado por
completo. La desdicha de que hablo no debe temerse
sino en los casos en que nuestra alma se encuentre ex-
traordinariamente embargada por el deseo y el respeto,
y también allí donde todo lo allanó la facilidad y la ur-
gencia precisa. Yo sé de alguien a quien procuró medio
el satisfacerse en otra parta para calmar los ardores de
su furor, y que por la edad se encuentra menos impo-
tente precisamente por ser menos potente; y de otro, a
quien ha sido de utilidad grandísima el que un amigo le
haya asegurado que se encuentra, provisto de una con-
trabatería de encantamientos, seguros a preservarle.
Pero mejor será que refiera el caso menudamente.
Un conde de alcurnia distinguida, de quien yo era
amigo íntimo, se casó con una hermosa dama que antes
había sido muy solicitada y requerida por uno de los que
asistían a la boda. El desposado hizo entrar en cuidado a
sus amigos, principalmente a una dama de edad, parien-
ta suya, en cuya casa tenía lugar la ceremonia, presidida
por una mujer humorosa de estas brujerías, quien así
me lo confesó. Por casualidad guardaba yo en mi cofre
una piececita de oro delgada, que tenía grabadas algu-
nas figuras celestes y que era remedio eficaz contra las
insolaciones y el dolor de cabeza, colocándola, en la su-

ensayos completos | 127


tura del cráneo; para que la medallita pudiera llevarse
estaba sujeta a un cordón suficientemente largo que po-
día rodear la cara, y anudarlo junto a la garganta; ensue-
ño es este idéntico al de que voy hablando. Santiago Pe-
lletier, viviendo en mi casa, me había hecho tan singular
presente. Ocurriome sacar de él algún partido, y dije al
conde que también él podía correr peligro de impoten-
cia a causa del encantamiento de algún rival, añadien-
do que se acostara en seguida, que yo me encargaría de
prestarle un servicio de amigo, y que ponía a su disposi-
ción un milagro, cuyo poder de realizarlo residía en mis
manos, siempre y cuando que por su honor me jurase
guardar el más profundo secreto, y que le recomendaba
únicamente que durante la noche, cuando fuéramos a
llevar la colación al lecho, si las cosas no habían ido a
medida de sus deseos, me hiciera una señal convenida
previamente. Había tenido el alma tan intranquila y los
oídos le chillaron tanto por mis palabras, que sufrió los
efectos de su imaginación y me hizo la señal a la hora
prescrita. Yo le dije entonces, sin que nadie nos oye-
ra, que se levantara con el pretexto de echarnos de la
alcoba y que, como jugando, se apoderase de mi bata
(éramos de estatura casi idéntica) y se cubriera con ella
mientras practicaba la recomendación que le hiciera, lo
cual ejecutó; añadí que cuando nos marcháramos sa-
liera a orinar, recitara tres veces ciertas oraciones y eje-
cutara ciertos movimientos; que cada una de esas tres
voces se ciñera el cordón que yo le daba en la cintura

128 | montaigne
y se aplicara la medalla que con él iba sujeta a los riño-
nes, teniendo el cuerpo en determinada posición; y por
último que, después de haber practicado escrupulosa-
mente todas mis instrucciones sujetara bien el cordón,
a fin de que no pudiera desatarse ni moverse del lugar
en que lo tenía, y que se dirigiese con tranquilidad com-
pleta a su labor, sin olvidarse de tender mi traje sobre
la cama, de modo que los cubriera a los dos. Todas es-
tas patrañas constituyen lo principal del efecto; nuestra
mente no puede rechazar el que medios tan extraños no
procedan de alguna ciencia abstrusa; su insignificancia
misma los reviste de autoridad, y hace que se respeten.
En conclusión; es lo cierto que los signos de la meda-
lla se mostraron más venéreos que solares, más activos
que prohibitivos. Fue un capricho repentino y malicio-
so lo que me invitó a tal acción, alejado por lo demás
de mi naturaleza. Soy enemigo de las acciones sutiles
y fingidas; odio las finezas, no sólo las recreativas, sino
también las provechosas. Si el acto en sí mismo no es
vicioso, en cambio el procedimiento sí lo es.
Amasis, rey de Egipto, se casó con Laodice, her-
mosísima joven griega. Mas el soberano, que se había
mostrado vigoroso con las demás mujeres, no acertó
a disfrutar de Laodice y la amenazó con darla muer-
te, creyendo que la causa de su debilidad fuera cosa
de brujería. Para remediar la desdicha recomendole la
dama la práctica de actos devotos, y habiendo ofreci-
do a Venus ciertas promesas, encontrose divinamen-

ensayos completos | 129


te fuerte la noche que siguió a las oblaciones y sacri-
ficios. Hacen mal las mujeres en adoptar continente
melindroso de contrariedad; todo eso nos debilita y
acalora. Decía la suegra de Pitágoras que la mujer que
se acuesta con un hombre debe con su chambra dejar
también la vergüenza y tomarla de nuevo con las ena-
guas. El alma del varón, intranquila por alarmas diver-
sas, piérdese fácilmente; aquel a quien la imaginación
hizo sufrir una vez tal percance (no acontece esto sino
en los primeros ayuntamientos, por lo mismo que son
más hirvientes y rulos; y también por el temor de que
no salga el disparo, recelo que la vez primera es mucho
más grande el sobrecogimiento). Y cuando se principia
mal, el espíritu se altera y despecha del accidente, que
persiste en las ocasiones sucesivas.
Los casados, como tienen por suyo todo el tiem-
po, no deben buscar ni apresurar el acto si no están en
disposición de realizarlo. Preferible es incurrir en falta
en el estreno de la cópula nupcial, llena de agitación
y fiebre, y aguardar ocasión más propicia y menos re-
vuelta, a caer en una perpetua miseria por la desespera-
ción que acarrea el primer fracaso. Antes de la posesión
debe el paciente de cuando en cuando hacer ensayos
sin acalorarse ni extremarse para asegurarse así de sus
fuerzas. Y los que son en este punto de naturaleza fácil,
procuren por imaginación contenerse.
Con razón se ha advertido la indócil rebeldía de
este órgano, que se subleva importunamente, cuando

130 | montaigne
de ello no hemos menester, y se aplaca, más importuna-
mente todavía, cuando tenemos necesidad de lo contra-
rio. Tan imperiosamente se opone a nuestra voluntad,
que rechaza con altivez y obstinación indomables lo
mismo nuestras solicitaciones mentales que las manua-
les. Sin embargo de que se censura su rebelión y por ello
se la condena, si estuviese yo encargado de defender su
proceder, acaso hiciera cómplices a los otros miembros,
sus compañeros, de haberle motejado por pura envidia
de la importancia y dulzura de sus funciones; de haber
todos juntos conspirado contra él y de hacerle cargar
con la responsabilidad de una culpa común. Conside-
rad, si no, si hay siquiera una sola parte de nuestro cuer-
po que no se oponga con frecuencia más que sobrada a
la determinación de nuestra voluntad. Cada cual tiene
sus pasiones propias que la despiertan o adormecen sin
nuestro con sentimiento. ¡Cuántas veces declara nues-
tro rostro los pensamientos que guardamos secretos
y nos traiciona ante las personas que nos rodean! La
causa misma que vivifica el órgano de que hablo anima
también, sin que nos demos cuenta de ello, el corazón,
el pulmón y el pulso; la vista de un objeto grato esparce
imperceptiblemente en nosotros la llama de una emo-
ción febril. ¿Acaso son sólo los músculos y las venas los
que se aplacan o ponen rígidos, sin licencia, no ya sólo
de nuestra voluntad, sino tampoco de nuestro pensa-
miento cabe? No ordenamos a nuestros cabellos que se
ericen, ni a nuestras carnes que tiemblen por el deseo o

ensayos completos | 131


el temor; la mano se dirige con frecuencia donde noso-
tros no la ordenamos que vaya; la lengua enmudece y
la voz se apaga cuando se las antoja; en ocasión en que
no tenemos viandas ni agua a nuestro alcance prohibi-
ríamos de buen grado a nuestro apetito la excitación y
haríamos que nuestra sed se aplacara, pero no alcanza
a tanto nuestro poder; nos ocurre lo mismo que con el
otro apetito de que antes hablé; las ganas de comer nos
abandonan cuando se les antoja. Los órganos que sir-
ven a descargar el vientre se dilatan o contraen por sí
mismos, e igualmente los que desocupan los riñones.
Lo que san Agustín escribe para demostrar el poderío
de nuestra voluntad, de alguien que ordenaba a su tra-
sero expeler tantos pedos como quería, y que Vives, glo-
sador del santo, apoya con otro ejemplo de su época, di-
ciendo que algunos tienen la facultad de expeler vientos
musicales, que concuerdan con el tono de voz que se
les impone, no supone ninguna obediencia del trasero,
pues en general, puede decirse que no hay órgano más
impertinente y tumultuario. Sé de uno tan turbulento y
rebelde, que lleva ya cuarenta años obligando a su due-
ño a peer constante e incesante y que le llevará así al se-
pulcro. Y a Dios agrada que hubiese tenido noticia por
las historias de semejante monstruosidad. ¡Cuantísimas
veces, por oponernos a la salida de un solo pedo, nues-
tro vientre nos coloca en el dintel de una muerte angus-
tiosísima! El emperador que nos dio libertad absoluta
de peer en todas partes, no nos hubiera podido otorgar

132 | montaigne
lo mismo la facultad de hacerlo cuando lo tuviéramos
por conveniente.
Mas nuestra voluntad, a que acusamos de impo-
tencia en este particular, podríamos igualmente cen-
surarla de rebelión y sedición en otros puntos por su
desorden y desobediencia. ¿Quiere en toda ocasión
lo que desearíamos que quisiera? ¿No sucede muchas
veces que anhela aquello que la prohibimos, precisa-
mente lo que nos daña? ¿Acaso se deja conducir por
los principios de nuestra razón? En conclusión diré,
en beneficio de mi defendido que me place considerar
que su causa está inseparable e indistintamente unida a
la de un consocio; y sin embargo, aquél sólo carga con
los vidrios rotos, y por argumentos y cargos tales, vista
la condición de las partes, no pueden en modo alguno
pertenecer ni concernir a dicho consocio, pues el fin de
éste es a veces invitar a destiempo, pero nunca oponer-
se, y también invitar sin esfuerzo, todo o cual es prueba
palmaria de la animosidad e ilegalidad de los acusado-
res. De todos modos, protestando que los abogados
y jueces pierden el tiempo al emitir quejas y formular
sentencias, la naturaleza seguirá la marcha que le aco-
mode y habrá obrado acertadamente aun cuando haya
dotado a este miembro de algún privilegio particular,
como autora de la única obra inmortal entre los mor-
tales. Por eso consideraba Sócrates la generación como
acto divino, y el amor como deseo de inmortalidad y
espíritu inmortal.

ensayos completos | 133


Hay quien a causa del efecto de su imaginación deja
aquí los tumores que su compañero llevará a España.
Por eso, para tales casos acostumbraba a recomendarse
que el espíritu se encontrara en buena disposición. Por
idéntica razón preparan los médicos de antemano la fe
de sus pacientes en los medicamentos, con tantas pro-
mesas falsas de curación, a fin de que el efecto de la fan-
tasía supla la inutilidad de sus pócimas. Saben bien que
uno de los maestros de su arte les dejó escrito que hubo
personas a quienes hizo el efecto sólo la vista de la me-
dicina. Me ha venido lo apuntado a la memoria recor-
dando la relación que me hizo un boticario que estaba
al servicio de mi difunto padre, hombre sencillo, suizo
de nación, que es un pueblo nada charlatán ni embus-
tero. Contome haber tratado largo tiempo en Tolosa a
un comerciante enfermizo, sujeto al mal de piedra, que
tenía con suma frecuencia necesidad de darse lavativas
y se las hacía preparar por los médicos, según las alter-
nativas del mal; luego que le presentaban el líquido con
todos los adminículos veía si estaba demasiado calien-
te, y estando aquí nuestro enfermo tendido boca abajo,
con todos los preparativos admirablemente dispuestos,
pero que en fin de cuentas no tomaba lavativa alguna.
Alejado el médico de la alcoba, el paciente se instala-
ba como si realmente se hubiese aplicado el remedio
y experimentaba efecto igual al que sienten los que le
practican. Y si el facultativo consideraba que no se ha-
bía puesto bastantes, recomendábale dos o tres más en

134 | montaigne
forma idéntica. Jura mi testigo que para economizar el
gasto, pues el enfermo pagaba como si las hubiera reci-
bido, la mujer de éste le presentó varias veces sólo agua
tibia; el efecto nulo descubrió el engaño, y por haber
encontrado inútiles las últimas, fue necesario volver a
las preparadas por la farmacopea.
Una mujer que creía haber tragado un alfiler con el
pan que comía, gritaba y se atormentaba como si sintie-
ra en la garganta un dolor insoportable, donde, a su enten-
der, teníalo detenido; pero como no había hinchazón
ni alteración en la parte exterior, una persona hábil
que estaba junto a ella consideró que la cosa no era
más que aprensión, que obedecía a algún pedacito de
pan que la había arañado al pretender tragarlo; hizo vo-
mitar a la mujer y puso a escondidas en lo que arrojó un
alfiler torcido. La paciente, creyendo en realidad haber-
lo expulsado, sintiose de pronto libre de todo mal y do-
lor. Sé que un caballero que había dado un banquete a
varias personas de la buena sociedad y se vanagloriaba
por pura broma, pues, la cosa no era cierta, de haber he-
cho comer a sus invitados un pastel de gato; una seño-
rita de las convidadas se horrorizó tanto al saberlo que
cayó enferma con calenturas, perdió el estómago y fue
imposible salvarla. Los animales mismos vense como
nosotros sujetos al influjo de la imaginación; acredítan-
lo los perros que se dejan sucumbir de dolor a causa,
de la muerte de sus amos; vémoslos ladrar y agitarse
en sueños, y a los caballos relinchar y desasosegarse.

ensayos completos | 135


Todo lo cual puede explicarse por la estrecha unión de
la materia y el espíritu, que se comunican entre sí sus
estados mutuos; por eso la imaginación actúa a veces,
no ya contra el propio cuerpo, sino también contra el
ajeno. De la misma suerte que un cuerpo comunica el
mal a su vecino, como se ve en epidemias, en las bubas
y en los males de los ojos, que pasan de unos en otros:

Dum spectan oculi laesos, laeduntur et ipsi;


multaque corporibus transitione nocent,90

así la imaginación, vehemente sacudida, lanza dar-


dos que alcalizan a otro cuerpo que no es el suyo. La
antigüedad creía que ciertas mujeres de Escitia, cuando
tenían a alguien mala voluntad, podían matarle con la
mirada. Las tortugas y los avestruces incuban sus hue-
vos con la vista sola, prueba evidente de que poseen al-
guna virtud ocular. Dícese que los brujos tienen dañina
la mirada:

Nescio quis teneros oculus mihi fascinat agnos;91

pero yo no doy crédito a la ciencia de magos y adi-


vinos. Por experiencia vemos que las mujeres producen

90 Mirando ojos enfermos, los ojos enferman, y muchos males


se transmiten de un cuerpo a otro.
91 No sé qué ojos hechizan a mis corderos.

136 | montaigne
en el cuerpo de las criaturas que paren, los signos de sus
caprichos, como la que parió un moro. A Carlos, em-
perador y rey de Bohemia, fue presentada una mucha-
cha cubierta de pelos erizados, cuya madre decía haber
sido así concebida a causa de una imagen de san Juan
Bautista que tenía colgada junto al lecho.
Lo propio acontece a los animales, como vemos
por las ovejas de Jacob y por las perdices que la nieve
blanquea en las montañas. Poco ha viose en mi casa un
gato que acechaba a un pájaro colocado en lo alto de
un árbol; los ojos del uno estuvieron clavados en los
del otro un corto tiempo y luego el pájaro se dejó caer
como muerto entre las patas del gato, bien trastorna-
do por su propia imaginación, bien atraído por alguna
fuerza peculiar del felino. Los amantes de la caza de
halconería conocen el cuento del halconero, que, fijan-
do obstinadamente su mirada en la de un milano que
volaba, apostaba que le hacía dar en tierra por virtud de
la sola fuerza de su mirada, y ganaba la apuesta, según
cuentan; pues debo advertir que las historias que trai-
go aquí a colación déjolas sobre la conciencia de aque-
llos en quienes las encontré. Mías son las reflexiones,
que pueden demostrarse por la razón, sin echar mano
de casos particulares. Cada cual puede acomodar a la
doctrina sus ejemplos, y quien no los tenga, que no sea
incrédulo, en atención a número y variedad de los fe-
nómenos de la naturaleza. Si me sirvo de ejemplos que
no cuadran exactamente con los asuntos de que hablo,

ensayos completos | 137


que otro los acomode más pertinentes. De manera que,
en el estudio que aquí hago de nuestras costumbres y
transportes, los testimonios fabulosos, siempre y cuan-
do que sean verosímiles, me sirven como si fuesen au-
ténticos. Acontecido o no, en Roma o en París, a Juan o
a Pedro, siempre será la cosa un rasgo de la humana ca-
pacidad que yo utilizo. Léolo y aprovécholo igualmente
en sombra que en cuerpo; en los casos diversos que las
historias citan me sirvo de los que son más raros y dig-
nos de memoria. Hay autores cuyo único fin es relatar
los acontecimientos; el mío, si a él acertara a tocar, sería
escribir no lo acontecido, sino lo que puede acontecer.
Lícito es en las discusiones de filosofía atestiguar con
cosas verosímiles cuando no existen las reales; yo no
voy tan allá, sin embargo; y sobrepaso en escrupulosi-
dad a las historias mismas. En los ejemplos que saco de
lo que he leído, oído, hecho o dicho tengo por sistema
no alterar ni modificar siquiera las más inútiles circuns-
tancias: mi conciencia no falsifica ni una coma; de mi
falta de ciencia no puedo responder lo mismo.
Creo yo que la ocupación de escribir la historia
conviene bien a un teólogo o a un filósofo, y en general
a los hombres prudentes, de conciencia exacta y exqui-
sita. Sólo ellos pueden deslindar su fe de las creencias
del pueblo, responder de las ideas de personas desco-
nocidas y mostrar sus conjeturas como moneda co-
rriente. De las acciones que pasan ante su vista y que se
prestan a interpretaciones varias opondríanse a prestar

138 | montaigne
juramento ante un juez, y por íntimo trato que tuvie-
ran con un hombre rechazarían igualmente el respon-
der con plenitud de sus intenciones. Tengo por menos
aventurado escribir sobre las cosas pasadas que sobre
las presentes, entre otras razones porque en las prime-
ras el escritor no tiene que dar cuenta sino de una ver-
dad prestada.
Me invitan algunos a relatar los sucesos de mi tiem-
po, considerando que los veo con ojos menos desapa-
cibles que los demás, y más de cerca, por la proximidad
en que la fortuna me ha puesto de los jefes de los dis-
tintos partidos. Pero no saben aquéllos que por alcan-
zar la gloria de Salustio no me procuraría ningún mal
rato, como enemigo jurado que soy de toda obligación
asidua y constante; ni que nada hay tan contrario a mi
estilo como una narración dilatada. Falto de alientos,
deténgome a cada momento. Ignoro más que una cria-
tura los vocablos y frases que se aplican a las cosas más
comunes; por eso he tomado a mi cargo el escribir sólo
sobre aquellas materias que se acomodan a mis fuerzas.
Si me impusiera un asunto determinado, mi medida po-
dría faltar a la suya, y como la libertad mía es tan grande,
emitiría juicios que, en mi sentir mismo y conforme a
las luces de la razón, serían injustos y censurables.
Plutarco nos diría seguramente que en sus obras no
es él responsable, si todos sus ejemplos no son entera-
mente auténticos; que fueran útiles a la posteridad y es-
tuvieran presentados de modo que nos encaminaran a la

ensayos completos | 139


virtud, fue lo que procuró. No ocurre lo mismo que con
las medicinas con los cuentos antiguos: en éstos es indi-
ferente que la cosa pasara así o de otro modo diferente.

XXI. El provecho de uno va en


detrimento de otro

El ateniense Demades condenó a un hombre de su ciu-


dad, cuyo oficio era vender las cosas necesarias para los
entierros, so pretexto de que de su comercio quería sacar
demasiado provecho y de que tal beneficio no podía al-
canzarlo sin la muerte de muchas gentes. Esta sentencia
me parece desacertada, tanto más, cuanto que ningún pro-
vecho ni ventaja se alcanza sin el perjuicio de los demás;
según aquel dictamen habría que condenar, como ilegí-
timas, toda suerte de ganancias. El comerciante no logra
las suyas sino merced a los desórdenes de la juventud; el
labrador se aprovecha de la carestía de los trigos; el arqui-
tecto de la ruina de las construcciones; los auxiliares de la
justicia, de los procesos querellas que constantemente tie-
nen lugar entre los hombres; el propio honor y la práctica
de los ministros de la religión débese a nuestra muerte y a
nuestros vicios; a ningún médico le es grata ni siquiera la
salud de sus propios amigos, dice un autor cómico griego,
ni a ningún soldado el sosiego de su ciudad, y así sucesiva-
mente. Más aún puede añadirse: examínese cada uno en
lo más recóndito de su espíritu, y hallará que nuestros más

140 | montaigne
íntimos deseos en su mayor número, nacen y se alimentan
a costa de nuestros semejantes. Todo lo cual considerado,
me convence de que la naturaleza no se contradice en este
punto en su marcha general, pues los naturalistas aseguran
que el nacimiento, nutrición y multiplicación de cada cosa
tiene su origen en la corrupción y acabamiento de otra.

Nan, quodcumque suis mutatum finibus exit


continuo hoc mors est illius, quod fuit ante.92

XXII. De la costumbre y de la dificultad


de cambiar los usos recibidos

Bien comprendió el imperio de la fuerza de la costum-


bre, el que primero forjó el cuento siguiente: una aldea-
na estaba habituada a acariciar y a llevar en brazos un
ternerillo desde el momento en que salió del vientre de
la vaca, y de tal modo se hizo a ello, que cuando el ani-
mal se convirtió en buey, todavía lo conducía entre sus
brazos. La costumbre es al par maestra violenta y trai-
dora. Ella fija en nuestro espíritu, poco a poco y como
si de ello no nos diéramos cabal cuenta el peso de su
autoridad, y por suave que sea la pendiente por donde
descendamos ocurre un día que ha dejado bien sellada

92 Todo lo que cambia y desborda sus propios límites, se con-


vierte en muerte de lo que fue antes.

ensayos completos | 141


su huella en nuestra naturaleza. Vémosla de tal modo
violentar siempre las leyes de ésta, que cuando menos
lo pensamos nos descubre un rostro tiránico, que ca-
recemos de fuerzas para mirar de frente; Usus efficacis-
simus rerum omnium magiter.93 Creo de buen grado en
el antro de que Platón habla en su República; y en los
médicos que con frecuencia abandonan a su autoridad
las razones de su arte; y en aquel rey que por hábito
hizo su estómago refractario al veneno, y en la joven
de que habla Alberto, la cual se alimentaba con arañas;
y por fin creo que en ese mundo de las Indias Nuevas
se encontraron pueblos grandes, de climas diversos,
que se alimentaban y hacían provisión, manteniéndo-
los, de langostas, hormigas, lagartos y murciélagos: en
esos países fue vendido un sapo en seis escudos, en una
época de carencia de víveres, y cuecen esos animales
aderezándolos con diversas salsas. Otros pueblos se
vieron en que las carnes de que nosotros nos alimen-
tamos eran para ellos venenosas y mortíferas. Con-
suetudinis magna vis est: pernoctant venatores in nive;
in montibus uri se patiuntur; pugiles caestibus contusi,
ne ingemiscunt quidem.94

93 Eficacísima maestra de todas las cosas es la costumbre.


94 Poderosa la fuerza de la costumbre. Pernoctan cazadores
en la nieve y quemándose en las montañas bajo ardoroso
sol. Los atletas se contusionan a golpes de cesta sin lazar
un gemido.

142 | montaigne
Ejemplos tales, que parecen peregrinos, no lo son si
consideramos (lo cual experimentamos ordinariamente),
cuánto la costumbre embota nuestros sentidos. No nos
precisa conocer lo que se nos relata de los vecinos de
las cataratas del Nilo; ni lo que los filósofos juzgan de
la música celeste; o sea que estos cuerpos, siendo como
son sólidos y lisos, cuando se frotan y chocan unos con
otros, por virtud de sus movimientos, no pueden dejar
de producir una harmonía maravillosa, conforme a la
medida, y al tono cuyas variedades les imprimen movi-
mientos y cadencia. Pero tales harmonías no las advier-
ten los oídos de los mortales, adormecidos como los de
los egipcios, a causa de la continuidad del sonido. Los
herradores, molineros y armeros no podrían soportar
el estruendo propio de sus respectivos oficios si como
a nosotros, que no los ejercitamos, los impresionaran.
El perfume que se desprende de mi coleto lo per-
cibe mi olfato por espacio de tres días, mas el cuarto
ya no lo advierten sino los circunstantes. Más singular
es todavía el que a pesar de largos intervalos e intermi-
siones, la costumbre pueda siempre establecer y unir el
efecto de su impresión sobre nuestros sentidos, como
les ocurre a los que viven cerca de los campanarios. Yo
ocupo en mi casa una torre en la cual al toque de diana
y al anochecer una campana grande toca diariamente
el Ave María. Tal estrépito estremece a la torre misma, y
si bien pareciome insoportable los primeros días, poco

ensayos completos | 143


después me acostumbré a él, de modo que hoy lo oigo
como si tal cosa, y muchas veces hasta sin despertarme.
Platón reprendió a un muchacho que jugaba a
los dados. El chico le contestó que por fútil pretexto
le reprendía. La costumbre, repuso Platón, no es cosa
insignificante ni fútil. Yo entiendo que nuestros mayo-
res vicios emprenden su ruta desde nuestra más tierna
infancia y que nuestra dirección principal se encuen-
tra encomendada a nuestras nodrizas. Para las madres
suele ser cosa de pasatiempo ver que un niño retuerce
el cuello a un pollo, y que se divierte maltratando a un
perro o a un gato; y padres hay de simplicidad tal, que
consideran como excelente augurio de alma marcial el
ver a sus criaturas injuriar y, pegar a un campesino o a
un lacayo que no se defienden; y toman a gracia el ver
a sus hijos engañar a sus camaradas maliciosa y desleal-
mente. Tales comienzos son, sin embargo, las verdade-
ras semillas y raíces de la crueldad, de la tiranía y de la
traición; así germinan y se educan después frondosa-
mente, acabando su desarrollo en manos de la costum-
bre. Es dañosa en alto grado el excusar tan perversas
inclinaciones fundándose en la tierna edad y debilidad
de la criatura, pues, en primer lugar, es la naturaleza
que se exterioriza, cuya voz es entonces más pura y más
ingenua cuanto es más débil y más nueva; en segundo
lugar, la fealdad del engaño no depende de la diferencia
de valer que puede haber entre un escudo o un alfiler;
depende o se fundamenta en la naturaleza misma de la

144 | montaigne
falta. Hallo, pues, bien razonable la conclusión siguien-
te: ¿Por qué no engañará tratándose de escudos, puesto
que engañó tratándose de alfileres? No vale responder
que estas faltas son insignificantes y que el muchacho
no pasará a mayores. Es indispensable inculcar en la na-
turaleza de la niñez el odio al vicio; precísales compren-
der la natural deformidad del mismo; es indispensable
que huyan de él y no ya sólo de cometerlo, sino que la
idea misma les aparezca odiosa de cualquier suerte que
el vicio sea.
Estoy convencido de que por haberme acostum-
brado desde niño a marchar por el buen camino y a
no poner engaños ni falacias en mis juegos infantiles
(menester es advertir que los de la niñez no son tales
juegos, menester es juzgarlos en las criaturas como sus
acciones más serias), no hay pasatiempo, por ligero que
sea, al cual deje yo de aportar por natural propensión,
instintivamente, una tenaz oposición al engaño. En los
juegos de baraja mi lealtad es idéntica, trátese de cuar-
tos o de doblones; lo mismo cuando me es indiferen-
te ganar o perder, cuando juego con mi mujer y mi
hija, que cuando me las he con un extraño. Mis pro-
pios ojos bastan para que me mantenga digno. No hay
quien pueda vigilarme tan de cerca, ni nadie a quien
yo respete más.
En mi casa acabo de ver un hombrecillo natural de
Nantes, que careciendo de brazos había acostumbrado
tan bien sus pies al servicio que le debían las manos,

ensayos completos | 145


que sus extremidades inferiores habían olvidado, o me-
dio olvidado su natural oficio. Los llamaba sus manos,
y con ellos cortaba, cargaba y descargaba una pistola,
enhebraba su aguja, cosía, escribía, se quitaba el gorro,
se peinaba, jugaba a la baraja y a los dados y manejaba
ambas cosas con destreza tal que maravillaba; el dinero
que yo le dí (pues ganaba su vida mostrándose a todo
el mundo), lo cogió con su pie como nosotros lo co-
gemos con la mano. He visto otro hombre, siendo yo
niño, que manejaba un espadón y una alabarda, con el
pliegue de su cuello, sin las manos, que no tenía: arro-
jábalos y cogíalos con increíble destreza; lanzaba una
daga y hacía chasquear un látigo como el más experto
de los carreteros.
Estos efectos de la costumbre descúbrense todavía
mejor en la impresión que produce en nuestra alma,
donde no encuentra tanta resistencia. ¿De qué pode-
río no dispone sobre nuestros juicios y creencias? Hay
opinión, por extraña que sea (y dejo a un lado toda la
grosera impostura de las religiones, con la cual tantas
naciones populosas y tantos personajes esclarecidos
se han visto dominados, pues en las religiones, estan-
do por cima de la humana razón, es más excusable el
extravío a quien por modo sobrenatural no se encuen-
tra socorrido por el favor divino); en cosas puramente
terrenales, ninguna hay, por extraordinaria y peregrina
que sea, que la costumbre no haya implantado como
ley allí donde bueno le ha parecido. No puede, pues, ser

146 | montaigne
más justa esta antigua sentencia: Non pudet physicum,
id est, speculatorem venatoremque naturae, ab animis con-
suetudine imbutis quaerere testimonium veritatis.95
Creo firmemente que no pasa por la humana ima-
ginación ningún capricho por estrambótico que sea,
que no encuentre el ejemplo en alguna costumbre pú-
blica, y por consiguiente que nuestra razón no explique
y apoye. Pueblos hay en que se vuelve la espalda a la
persona que se saluda y nunca se mira a la persona a
quien trata de honrarse. Hay otros en que cuando el
rey escupe, la más favorecida de las damas de su corte
tiende la mano, y en otra nación los más próximos al
monarca se bajan al suelo para recoger con un trapo sus
basuras. Dejemos aquí lugar para relatar un cuento.
Tenía un noble francés la costumbre de sonarse las
narices con la mano, cosa en verdad enemiga de nues-
tra usanza, y defendía tal hábito, pues era hombre pres-
to a encontrar respuestas atinadas, diciendo que qué
privilegio tenía lo que expelemos por las narices para
recogerlo con una buena tela ni para que lo guardára-
mos luego cuidadosamente; que esto era mucho más
repugnante que el arrojar la materia en cuestión donde
quiera que fuese, como hacemos con todos las demás
basuras. Creo que hablaba de un modo razonable, o

95 Vergüenza es para el físico obligado a buscar sin descanso


los secretos de la naturaleza, alegar como prueba de veraci-
dad lo que sólo es prejuicio y costumbre.

ensayos completos | 147


al menos que no se expresaba del todo sin razón. La
costumbre me había hecho no mirar la cosa con asco,
como me hubiera acontecido a oírla referir de una na-
ción que yo no hubiera visto. Dependen los milagros
de nuestra ignorancia del modo de obrar que la natu-
raleza tiene, no de la naturaleza misma; el hábito ador-
mece la vista de nuestro juicio. Los habitantes de países
remotos no nos parecerían raros ni peregrinos, como
tampoco nosotros lo seríamos para ellos, si cada cual
supiera, después de haber examinado los ejemplos que
le procuran las costumbres de otros pueblos, reflexio-
nar acertadamente sobra las peculiares del país en que
vive, y comparar las unas con las otras. Es la humana
razón una tintura infusa, semejante y de valor análogo
a nuestras costumbres y opiniones de cualquiera suerte
que éstas sean, infinitas en materia y en diversidad tam-
bién. Pero volvamos a mi asunto.
Hay pueblos en que, salvo su esposa e hijos, nadie
se comunica con el soberano sino por medio de un por-
tavoz. En una misma nación las doncellas llevan al des-
cubierto las partes vergonzosas, y las casadas las ocul-
tan cuidadosamente. En otras, la castidad no tiene valor
sino para los frutos del matrimonio, pues las jóvenes
pueden entregarse a sus instintos, y si resultaren preña-
das echan mano de cualquier abortivo adecuado, a los
ojos de todos. En otras partes, cuando un comerciante
se casa, todos los de su gremio que han sido convida-
dos a la boda, se acuestan con la desposada antes que el

148 | montaigne
marido, y cuantos más convidados hay más honor reci-
be la mujer. Lo mismo acontece cuando un militar se
casa, y lo mismo cuando es un noble el que contrae ma-
trimonio, y así sucesivamente, salvo si es un labrador el
que contrae justas nupcias, o un individuo de la plebe:
entonces, es el señor quien se aprovecha. A pesar de
todo lo antecedente, no deja de recomendarse la más
estricta fidelidad durante el matrimonio. Países hay en
que se ven burdeles públicos de hombres; en que las
mujeres van a la guerra con sus maridos y toman parte,
no sólo en el combate, sino también en el mando; en
que las sortijas no sólo sirven de adorno en las narices,
labios, mejillas, orejas y pies, sino que además se echa
mano de pesadas varillas de oro para atravesar con ellas
los pechos y el trasero; en que al comer se limpian los
dedos en los muslos, en los testículos y en las plantas de
los pies; en que los hijos no son los herederos de sus
padres, y, sin embargo, lo son los hermanos y sobrinos
de éstos; en otras partes lo son los sobrinos solamente,
salvo cuando la herencia es la de un príncipe; entonces,
para ordenar la comunidad de bienes en usanza, ciertos
magistrados soberanos ejercen el omnímodo cargo del
cultivo de las tierras y distribución de los frutos de las
mismas, a tenor de las necesidad de cada uno; en que se
llora la muerte de los hijos y se festeja la de los viejos;
en que diez o doce personas se acuestan en el mismo
lecho, acompañadas de sus mujeres respectivas; en que
las mujeres que pierden sus esposos por muerte violen-

ensayos completos | 149


ta pueden de nuevo contraer matrimonio, y no pueden
hacerlo las demás; en que tan poco valor se concede a
la mujer, que se da muerte a las hembras que nacen y se
compran las del vecino para llenar con ellas las necesi-
dades naturales; en que los maridos son dueños de re-
pudiar sin alegar causa alguna, y a las mujeres no les
asiste tal derecho; en que los maridos pueden vender-
las si son estériles; en que se cuecen los cadáveres y se
machacan luego hasta que forman una especie de papi-
lla, la cual mezclan al vino que beben; en que la sepul-
tura más envidiable es ser devorado por perros, y en
otros sitios por pájaros; en que se cree que las almas
dichosas viven en completa libertad en los alegres cam-
pos, provistas de toda suerte de comodidades, y que
son ellas las que producen el eco que oímos cuando en
despoblado resuena nuestra voz; en que se combate
dentro del agua, y los hombres disparan nadando sus
arcos, con golpe certero, en que, como muestra de su-
misión, se levantan los hombros y se baja la cabeza; en que
precisa descalzarse para entrar en la cámara real; en
que los eunucos, guardadores de las religiones tienen los
labios cortados y lo mismo la nariz, para que no puedan
inspirar amor;. y los sacerdotes se saltan los ojos para
que no puedan inspirar amor; y los sacerdotes se cam-
bian ojos para entrar en comunicación con los espíritus
y consultar los oráculos; en que cada cual hace su dios
de aquello que más le place: el cazador de un león o de
un zorro; el pescador de un pez cualquiera: e ídolos de

150 | montaigne
cada una de las acciones o pasiones humanas: el sol, la
luna y la tierra son los dioses principales; en que el pro-
cedimiento en uso para jurar consiste en tocar la tierra
mirando al sol; en que se come cruda la carne y lo mis-
mo el pescado; en que el juramento que merece más fe
es el que se ejecuta en nombre de la persona muerta
que de mayor crédito gozó en el país, tocando su tumba
con la mano; en que los aguinaldos que el rey envía a
los príncipes, sus vasallos, anualmente, consisten en
fuego; llevado que es a su destino, apágase el antiguo, y
del nuevo se provee todo el pueblo que el príncipe go-
bierna; cada cual toma su parte correspondiente so
pena de incurrir en crimen de lesa majestad; en que
cuando el rey se consagra por entero a la vida contem-
plativa y abandona su cargo, lo cual acontece con fre-
cuencia, su primer sucesor está en el deber de hacer lo
propio, y así pasar el reino a manos de un tercero; en
que la forma de gobierno cambia a medida que los
acontecimientos lo exigen; hácese que el rey dimita
cuando bien a sus súbditos se les antoja; es sustituido
por los ancianos en el gobierno del Estado, y, a veces,
déjase la dirección de éste en manos de la comuna; en que
mujeres y hombres son circuncidados lo mismo que bau-
tizados; en que el soldado que en uno o varios combates
consigue presentar a su rey siete cabezas de enemigos,
es elevado a la categoría de noble; en que se cree en la
mortalidad y acabamiento de las almas; en que las mu-
jeres dan a luz sin quejas ni lamentos; en que las mis-

ensayos completos | 151


mas mujeres llevan en ambas piernas armaduras de co-
bre, y si un hijo las muerde están obligadas, por deber
de magnanimidad a morderle ellas a su vez; en que no
se determinan a casarse sin haber ofrecido a su rey su
doncellez; en que se saluda dirigiendo un dedo a tierra
levantándole después al cielo; en que los hombres lle-
van la carga en la cabeza y las mujeres en las espaldas;
éstas orinan de pie, aquellos agachados; en que los
hombres envían sangre en prueba de amistad e incien-
san como a dioses a las personas a quienes tratan de
honrar: en que no ya sólo en el cuarto grado de paren-
tesco, sino en ninguno más apartado el matrimonio es
permitido; en que los muchachos están cuatro años en-
comendados a la nodriza, y a veces doce; y en estos
mismos países créese peligrosamente mortal dar de
mamar al niño el día que nace; en que los padres casti-
gan a los varones y las madres a las hembras, y el castigo
consiste en colgarlos por los pies, cabeza abajo a unos y
otros, y en ahumarlos; en que se circuncida a las hem-
bras; en que se come toda suerte de hierbas sin otra
precaución que desechar aquellas que despiden mal
olor; en que todo está abierto, y las casas, por ricas y
hermosas que sean, carecen de puertas y ventanas, y no
tienen arcas ni cofres cerrados; en lugares tales, los la-
drones reciben doble castigo que en otros sitios; en que
se matan los piojos con los dientes, como hacen los
orangutanes, y encuentren odioso verlos despachurrar
con las uñas; en que nadie se corta nunca el pelo ni las

152 | montaigne
uñas, y otros países hay en los cuales se cortan sólo las
de la mano derecha, y las de la izquierda se dejan crecer
por elegancia; otros se dejan la cabellera del lado dere-
cho tanto como crecer puede, y se cortan la del lado
opuesto; otros países hay en que los padres prestan a
sus hijos, y los maridos facilitan sus mujeres a sus hués-
pedes para que las gocen, pagando; otros en que es líci-
to tener hijos con su propia madre, y a los padres tener
comercio deshonesto con sus hijas y con sus hijos;
otros pueblos que en los festines se mezclan unos
con otros sin distinción de parentesco, y los mucha-
chos los unos con los otros; aquí se alimentan de carne
humana; allí, para ejercer con ello un acto piadoso, se
mata al padre cuando llega a una edad determinada;
acullá, los padres, antes de que los hijos nazcan, cuando
todavía están en el vientre de su madre, deciden los que
han de ser criados y conservados y los que han de ser
abandonados y muertos; en otros puntos los maridos
viejos prestan sus esposas a la gente joven para que se
sirva de ellas; y en otras partes, las mujeres, sin incurrir
por ello en falta, pertenecen a varios hombres; hay paí-
ses en que las mujeres ostentan, como otros tantos tim-
bres de su honor, igual número de franjas en el borde
de su vestido que varones las han ayuntado.
El uso y la costumbre han hecho, a veces, atribuir a
las mujeres funciones que les son de ordinario extrañas
y las ha hecho empuñar las armas, conducir ejércitos
y dar batallas. Y todo cuanto la filosofía es incapaz de

ensayos completos | 153


hacer aprobar a los hombres más avisados, ¿no lo en-
seña la costumbre por sí sola a las almas vulgares? Sa-
bemos de naciones en que no sólo la muerte se menos-
preciaba, sino que se la festejaba, y en las cuales hasta
las criaturas de siete años sufrían estoicamente cuantos
latigazos eran precisos para morir sin inmutarse siquie-
ra; en que la riqueza era de tal suerte despreciada, que
el más mísero ciudadano hubiera desdeñado inclinarse
para coger del suelo un bolsillo repleto de dinero. Igual-
mente tenemos noticia de regiones fertilísimas en toda
clase de producciones animales y vegetales, donde los
manjares más frecuentes y sabrosos de que se hacía uso
eran el pan, los berros y el agua. La costumbre, en fin,
hizo que en la isla de Cío transcurriesen setecientos años
sin que mujer casada ni soltera osara faltar a su honor.
En conclusión, y a mi parecer, nada hay en el mun-
do que la costumbre no haga o no pueda hacer; con
razón la llama Píndaro, a lo que tengo entendido, rei-
na emperadora del mundo. Un individuo a quien sor-
prendieron golpeando a su padre, respondió que tal era
la costumbre de su casa; que el autor de sus días había
golpeado a su vez a su abuelo, y éste a su bisabuelo; y
mostrando a su hijo, añadió: éste me pegará a mí cuan-
do llegue a la edad que tengo; y el padre a quien el hijo
maltrataba en mitad de la calle, mandole interrumpir
la tarea al llegar a cierto lugar, en atención a que él no
le había llevado al suyo hasta aquel punto, reponiendo
que allí estaba el término de los injuriosos tratamien-

154 | montaigne
tos hereditarios que los hijos acostumbraban infringir
a sus padres en la familia. Por hábito, dice Aristóteles,
tanto como por enfermedad, las mujeres se arrancan el
pelo, se roen las uñas y comen tierra y carbón; y más
por costumbre que por tendencia natural, los machos
comercian entre sí.
La ley de la conciencia, que consideramos como
compañera de la humana naturaleza, nace también y tie-
ne su origen en la costumbre; cada cual acata y venera los
hábitos o ideas recibidos y aprobados en derredor suyo,
y no sabe desprenderse de ellos sin remordimiento, ni
practicarlos sin aplauso. Cuando los cretenses querían
en los pasados tiempos maldecir a alguno, rogaban a los
dioses que le arrastraran a contraer alguna costumbre
perversa. Pero el principal efecto de su poderío consis-
te en apoderarse de nosotros de tal suerte, que apenas sí
somos dueños de libertarnos de sus garras ni de razonar
ni discurrir en qué consiste tal influjo. Diríase que con
la leche de nuestras nodrizas penetra en nuestro ser el
espectáculo del mundo, y así queda luego estereotipado
para siempre; diríase que nacemos con la condición ex-
presa de seguir la marcha general, y que los hábitos so-
ciales que nos circundan y están en crédito se ingieren
en nuestra alma con la semilla de nuestros padres, y son
para nosotros los ordinarios y naturales; por donde nos
acontece que todo aquello que queda fuera de los linde-
ros de la costumbre, lo creemos fuera de los de la razón; y
Dios sabe con cuánta sinrazón las más de las veces.

ensayos completos | 155


Si cual nosotros, que tenemos el hábito de estu-
diarnos, hicieran los demás, al oír cualquier justa máxi-
ma, y considerasen por qué razón tal o cual juicio les
acomoda, cada cual hallaría que aquélla no tanto era
una sentencia luminosa cuanto un buen latigazo a la
ordinaria torpeza de su criterio; pero es lo normal el re-
cibir las advertencias de la verdad y sus preceptos como
si al pueblo fuesen siempre dirigidos, nunca individual-
mente; y en lugar de aplicarla a sus hábitos particulares,
todos las encomiendan estúpidamente a su memoria,
con inutilidad palmaria y manifiesta. Volvamos al im-
perio de la costumbre.
Los pueblos que están habituados a la libertad
y por sí mismos a gobernarse, estiman monstruosa
toda otra forma de gobierno, y entienden que va con-
tra la naturaleza; los que están hechos a la monarquía
abrigan y practican igual creencia, y cualquier suerte
de facilidad que la fortuna les preste para cambiar
de instituciones, aun habiéndose desembarazado de
su amo venciendo dificultades grandes, adquieren
nuevo amo venciendo también obstáculos análogos,
por no poder acostumbrarse a odiar la soberanía. A
la costumbre se debe el que cada cual se acomode al
lugar en que la naturaleza le colocó; los salvajes de
Escocia no echan de menos la Turena, ni los escitas
la Tesalia. Preguntaba Darío a algunos griegos a qué
precio querían adoptar la costumbre de los indios,
que se comen a sus padres cuando mueren por esti-

156 | montaigne
mar que éstos no pueden hallar sepultura mejor que
en sus mismos cuerpos; respondiéronle los griegos
que por nada en el mundo harían tal enormidad; y
habiendo intentado persuadir a los indios para que
abandonasen aquella costumbre y adoptaran la de los
griegos, los cuales quemaban los cadáveres de sus
padres, rechazaron la idea con horror. Cada cual proce-
de de un modo semejante, con tanta más razón cuan-
to que el uso aparta de nosotros el aspecto verdadero
de las cosas.

Nil adeo magnum, nec tam mirabile quidquam


principio, quod non minuant mirarier omnes
paullatim.96

Antiguamente, cuando se pretendía dar valor y cré-


dito a alguna observación, para que fuese bien recibida,
no queriendo como suele hacerse apoyarla sólo con la
fuerza de las leyes y de los ejemplos, buscábase siempre
hasta llegar a los orígenes. Tal procedimiento me ha pare-
cido siempre desprovisto de razón y hanse enojado por
tener que confiarla en otro. Platón intenta rechazar
por este medio los amores contra naturaleza, ordinarios
en su tiempo, y la razón estímala soberana, en atención a
que la opinión pública los condena, y a que cada cual de

96 Nada, por grande y admirable que sea a primera vista, deja de


estimarse después, paulatinamente, con menos admiración.

ensayos completos | 157


su lado hace lo propio, y las explica que las hijas más her-
mosas no exciten el amor en sus padres, ni los hermanos
más distinguidos en belleza el de sus hermanas, como
verán las fábulas de Thvestes, Edipo y Macareo, cuyo
canto infundió ya aquella idea en los débiles cerebros
de los niños. Es el pudor una virtud hermosa, cuya utili-
dad es sobrado conocida, mas no es tan cómodo juzgar-
lo ni hacerlo valer según naturaleza, como examinarlo
e inculcarlo según las ventajas que con él se alcanzan, y
los preceptos y leyes que lo recomiendan. Las razones
primeras y universales son siempre de difícil examen, y
nuestros maestros pasan por ellas como sobre ascuas; ni
siquiera se atreven a tocarlas, escudándose desde luego
en las costumbres, en cuyo campo triunfan con facilidad
extremada. Aquellos que proceden de manera contraria
y en la naturaleza buscan la razón primera, incurren en
opiniones salvajes; ejemplo de ello Crisipo, que en mu-
chos lugares de sus escritos da claras muestras de la poca
importancia que para él teníanlos enlaces incestuosos,
de cualquiera índole que fuesen.
Quien pretenda desembarazarse de este violento
prejuicio de la costumbre hallará muchas cosas que, a
pesar de estar aprobadas e indubitablemente recibidas,
no tienen otro fundamento que la nevada barba y faz
rugosa del uso, que las ha dado su autoridad; arranca-
da esta careta, conduciendo las cosas a la verdad y a
la razón, sentirá su juicio como trastornado y, sin em-
bargo, llevado a situación más firme. Yo le preguntaría

158 | montaigne
entonces qué puede haber de más extraño que el ver a
un pueblo obligado a practicar las leyes que no com-
prendió jamás; obligado en todos sus asuntos domés-
ticos: donaciones, matrimonios, testamentos, ventas
y compras, al cumplimiento de reglas que no puede
conocer; puesto que ni escritas ni publicadas están en
su propia lengua, de las cuales sin embargo le precisa
hacer interpretación y uso; mas no al tenor de la inge-
niosa opinión de Isócrates, el cual aconsejaba a su rey
que hiciese libres los tráficos y negociaciones de sus
súbditos para que al par fuesen más francas y lucrativas,
y las querellas y debates onerosos se cargasen de grue-
sos estipendios.
¿Qué cosas hay más bárbara que ver una nación
donde por costumbre aptada y legitimada se venden
los empleos de justicia, los juicios son pagados en di-
nero contante y sonante y donde se consiente que la
justicia sea rechazada a quien carece de recursos para pa-
garla, y goce de tan grande crédito esta mercancía que
los que a llevan y la traen, constituyen un cuarto estado
para unirlo a los tres antiguos de la iglesia, la nobleza y
el pueblo; el cual, hallándose encargado de interpretar
las leyes y disponiendo de una autoridad soberana so-
bre vidas y haciendas, forma un grupo aparte del de la
nobleza; de donde proviene el que haya leyes dobles:
las que tocan al honor y las que se refieren a la justi-
cia, que en muchas cosas son contradictorias? Caducan
aquéllas con tanto rigor como éstas; por la ley militar

ensayos completos | 159


degrádase a un hombre de nobleza y honor, por haber
sufrido una injuria, y por la ley civil incurre el que se
venga en pena capital. Quien se dirige a las leyes para
reparar una ofensa le echa a su honor se deshonra, y
el que no se dirige es castigado por las mismas leyes.
Estos dos procedimientos tan diversos se refieren sin
embargo a un solo caso. Unos tienen en su mano la paz,
otros la guerra; aquéllos la ganancia, éstos el honor;
aquéllos el saber, éstos la virtud; la palabra los unos, y
los otros la acción; unos la justicia y los demás el valor;
otros la razón y los otros la fuerza; aquéllos la toga larga
y éstos la corta en patrimonio; todo lo cual es el colmo
de la monstruosidad.
Hablando de cosas de entidad menor como los
vestidos que usamos, ¿quién será el que los conduzca
a su verdadero fin, que no es otro que el servicio y co-
modidad del cuerpo de donde dependen la gracia y el
decoro de los mismos? Entre los más singulares que
puedan imaginarse, a mi manera de ver, coloco entre
otros, nuestros gorros cuadrados; la larga y abigarrada
cola de terciopelo plegada que pende de la cabeza de
nuestras mujeres, y el modelo inútil de un órgano que
ni siquiera en la conversación nos es lícito nombrar, del
cual sin embargo hacemos público alarde. No desvían
todas estas razonables consideraciones a ningún hom-
bre de seguir la común usanza; por el contrario, diríase
que todo va contra la sensatez y confina con la locura, y
que el verdadero filósofo guarda su libertad en su fuero

160 | montaigne
interno para juzgar libremente de las cosas, mas cuanto
al exterior, sigue ciegamente las maneras y formas acep-
tadas. Nada o muy poco interesan a la sociedad nues-
tras ideas, pero en cuanto a lo demás, como nuestras
acciones, nuestro trabajo, vida y fortuna, preciso es que
se ajusten a su servicio y manera de ver de aquélla: así
el humano y grande Sócrates rechazó el salvar su vida
por la desobediencia a un magistrado extremadamente
injusto, pues es la regla de las reglas y general ley de las
leyes, que cada cual observe las del lugar donde vive:

Nóμos έπεσθαι τοίόιν έγχώροs καλόν97

Veamos ahora ejemplos de diversa naturaleza. Hay


duda grande sobre si puede cambiarse una ley recibida
hallando en el cambio mejora, o si el mal aumenta con
la reforma, y esta duda se funda en que un gobierno es
como un edificio, que se compone de diversas partes
unidas y amalgamadas de tal suerte, que es imposible
sacar una de su lugar sin que las demás se resientan. El
legislador de los turianos ordenó que aquel que quisie-
ra abolir alguna de las antiguas leyes o establecer una
nueva se presentara ante el pueblo con una cuerda al
cuello a fin de que, si la novedad no era aprobada por
todos los ciudadanos, fuese inmediatamente estrangu-
lado. El legislador de los lacedemonios empleó su vida

97 Bello es obedecer las leyes de su país.

ensayos completos | 161


entera en arrancar a sus ciudadanos la promesa de que
no cambiarían ninguna de sus leyes. El Eforo que cor-
tó por modo tan rudo las dos cuerdas que Friné había
unido a la citara no se curó para nada al ejecutar su ac-
ción de si el instrumento era mejor, ni de si los acordes
estaban mejor acomodados; bastole para condenarlas
simplemente el que fuese una alteración de la manera
antigua. Igual alcance tenía la espada mohosa de la jus-
ticia de Marsella.
La novedad, sea cual fuera la manera como se nos
muestre, me repugna, y razones múltiples me asisten
para ello, pues he visto en muchas ocasiones sus efec-
tos desastrosos a que nos empuja de tantos años acá no
ha producido aún todos sus efectos, pero puede asegu-
rarse que ha ocasionado engendrado las ruinas y males
que después han acaecido y han pesado sobre todos.
Sólo ella es la responsable:

Heu!, patior telis vulnera facta meis!98

Los que alteran el orden de un Estado, caen envuel-


tos en su ruina; el fruto que el desorden acarrea no lo
alcanza casi nunca el que lo ha producido; unos baten
y enturbian el agua para que otros pesquen a su sabor.
Cuando la unión y contextura de esta monarquía y
este gran edificio se destruyen y disuelven y a lo viejo

98 ¡Ay! Sufro las heridas causadas por mis propios dardos.

162 | montaigne
sustituye lo nuevo, queda tanto espacio como se quiera
para que nazcan y prosperen toda suerte de trastornos;
la majestad real, dice un escritor antiguo, desciende
con mayor dificultad de la cumbre al medio que del
medio al fondo. Mas si los innovadores ocasionan ma-
yores males, los imitadores son más viciosos, por seguir
ejemplos cuyo horror y daño sintieron y castigaron. Y
si en la práctica del mal existe algún grado honorífico,
éstos deben a los primeros la gloria de la invención y
la iniciativa del primer impulso. Toda suerte de licen-
cias nuevas se fundamentan con éxito en esa primera
y fecunda fuente: a su imagen se hacen y por su patrón
se cortan. En nuestras mismas leyes, hechas para reme-
diar ese primer mal, se busca el aprendizaje y la excusa
de toda suerte de empresas perversas, y nos ocurre lo
que Tucídides escribe de las guerras civiles de su tiem-
po; que en beneficio de los vicios públicos se las bau-
tiza con palabras nuevas, más dulces, para excusarlas,
bastardeando y adulterando sus nombres verdaderos.
Todo lo cual se ejecuta para reformar nuestra concien-
cia y nuestras creencias: honesta oratio est.99 El mejor
pretexto de novedad es siempre peligrosísimo: adeo
nihil motum ex antiquo, probabile est.100 Paréceme, ha-
blando francamente, que revela una presunción y un

99 Honrado es el pretexto.
100 ¡Tanto verdad es que obramos siempre torpemente cuando
cambiamos lo instituido por nuestros abuelos!

ensayos completos | 163


amor de sí mismo sobrepotentes el juzgar las propias
opiniones hasta tal extremo de valer, que, para llevarlas
a la práctica, se consienta en trastornar la paz pública
e introducir tantos males inevitables y corrupción tan
horrenda en las costumbres como a que las guerras ci-
viles acarrean, junto con las mutaciones de estado en
cosa de tal peso, o introducirlas en su propio país. ¿No
es locura el engendrar tantos vicios ciertos y evidentes
para combatir errores contestables y debatibles? ¿Exis-
ten vicios peores que los que chocan a la propia con-
ciencia y al natural conocimiento? El senado romano
decidió dar una contestación artificiosa para salvar la
diferencia entre él y el pueblo, en un asunto relativo a la
religión, ad deos id magis, quam ad se, pertinere; ipsos vi-
suros ne vacra sua polluantur;101 de modo semejante a lo
que respondió el oráculo de Delfos en las guerras me-
das porque los griegos temían la invasión de los persas:
preguntado el dios sobre lo que deberían hacer con los
tesoros sagrados de su templo, si esconderlos o llevár-
selos a otra parte, contestó que tuvieran calma, y que se
cuidaran de sí mismos, que él se bastaba para atender a
lo que le incumbía.
La religión cristiana guarda en todo el sello de la
justicia y utilidad extremas, y recomienda eficazmente
la obediencia a los magistrados y el cumplimiento de lo

101 Este asunto es a los dioses, más que a ellos, correspondí, y


los dioses sabrían impedir la propagación de su templo.

164 | montaigne
que las leyes preceptúan. ¡Qué ejemplo tan maravilloso
el que nos dejó la divina sabiduría, la cual para estable-
cer la salvación del género humano y libertarnos de la
muerte y el pecado cumpliolo conforme a la voluntad
de nuestro orden político, sometiendo el progreso y
dirección de un efecto tan elevado, saludable a la ce-
guedad e injusticia de nuestros usos y observancias; de-
jando correr la inocente sangre de tantos elegidos, sus
favorecidos, y consintiendo que pasaran muchos años
para que madurase su inestimable fruto! Hay diferen-
cia grandísima entre el que sigue los hábitos y leyes de
su país y el que intenta gobernarlos y cambiarlo; aquél
alega como razón de su conducta, la sencillez, la obe-
diencia y el ejemplo; sus acciones, sean cuales fueren,
nunca obedecen a la malicia, son cuando más infor-
tunadas: quis est enim quem non moveat clarissimis mo-
numentis testata consignataque antiquitas?102 Añádase a
esto lo que sobre el particular dice Isócrates, o sea que
los defectos suponen mayor moderación que el exceso.
El otro es un adversario mucho más terrible: quien se
impone como cargo el escoger y el cambiar atropella el
derecho de juzgar, y de e ser capaz de ver la falta de lo
que desdeña, y el bien de lo que introduce.
Esta consideración tan sencilla mantúvome firme
en mi lugar e hizo que mi misma juventud, más teme-

102 ¿Quién no respeta una antigüedad que nos ha sido conser-


vada y transmitida por los más deslumbrantes testimonios?

ensayos completos | 165


raria, naturalmente, que mi edad sesuda, se mantuviera
sujeta, no grabando mis hombres con una pesada car-
ga que me hiciera responsable de una ciencia de tanta
importancia, osando con ésta lo que en sano juicio no
hubiera osado en la más sencilla de las que se me había
instruido. Pareciéndome el colmo de lo injusto preten-
der someter las constituciones y reglas públicas e inmó-
viles a la instabilidad de una apreciación particular (la
razón privada no posee sino una jurisdicción privada
también) y emprender con las leyes divinas lo que nin-
gún gobierno consentiría con las humanas. Por lo que a
éstas respecta, aun cuando la razón del hombre pueda
tocarlas más de cerca, ellas son jueces soberanos de los
jueces mismos, y la capacidad mayor sirve a explicarlas
y a extender su jurisdicción, no a falsificarlas ni a in-
novarlas. Si alguna vez la divina providencia pasó por
cima de los preceptos a que nos sujetó, necesariamente
no fue para dispensarnos de ellos. Son ésas sólo mani-
festaciones de su mano divina que no debemos imitar
sino admirar, extraordinarios ejemplos sellados con un
expreso y particular asenso, del género de los milagros,
que la providencia nos muestra como testimonio de su
poder infinito, superiores a nuestras órdenes y a nues-
tras fuerzas, y que no debemos seguir, sino considerar
con admiración; actos dignos de su persona, no de la
nuestra. Cotta sienta con razón prudentísima: Quum
de religione agitur, Tib. Coruncanium, P. Scipionem, P.
Scaevolam, pontifices maximos, non Zenonem, aut Clean-

166 | montaigne
them, aut Chrysippum sequor.103 Dios bien lo sabe; en
nuestra actual querella, en que hay cien artículos que
quitar y poner, grandes y profundos artículos, ¿cuántas
personas hay que puedan alabarse de haber reconocido
exactamente las razones y fundamentos en que se apo-
yan los dos bandos? Un número, si es que llega a cons-
tituir número, que no tendría medios de trastornarnos
mucho. Pero toda esa multitud, ¿adónde va? ¿Bajo qué
enseña se lanza al combate? Acontece con el medica-
mento que nos procuran lo que con otros débiles e in-
adecuados; los humores de que el remedio pretendía
purgarnos los ha enardecido, exasperado y agriado por
la lucha, y se nos han quedado dentro. Por su debilidad
no acertó la medicina a purgarnos, pero en cambio nos
ha debilitado de tal suerte que no podemos arrojarla
tampoco, y de su operación no recibimos sino dilatadí-
simos e intestinos dolores.
Como el acaso se reserva siempre su autoridad por
cima de nuestra razón, muéstranos a veces la necesidad
urgente de que las leyes le dejen algún lugar; pero cuan-
do se hace frente al desarrollo de una innovación que
por violencia se introduce, debemos mantenernos fir-
mes y en regla contra los libertinos, a quienes es lícito
todo cuanto puede contribuir a la realización de sus de-

103 Si de religión se trata, a Tib. Coruncanio, P. Escipión y P.


Scevola, soberanos pontífices, y no a Zenón, Cleanto o Cri-
sipo, me atengo.

ensayos completos | 167


seos, y quienes no reconocen más ley ni más enseña que
la ejecución de sus designios. Constituye una obliga-
ción peligrosa en la cual se lucha con armas desiguales:

Aditum nocendi perfido praestat fides.104

Tanto más cuanto que la disciplina ordinaria de un


Estado, que radica en su salud, hállase desprovista de
medios para combatir contra esos accidentes extraordi-
narios; presupone un cuerpo que se mantiene en todas
sus partes conforme a un común consentimiento de
obediencia y observancia. El camino legítimo es un ca-
mino sereno, reposado y metódico, que no puede ata-
jar la marcha licenciosa y desenfrenada. Sabido es que
Octavio y Catón en las guerras civiles de Sila y César
fueron censurados por consentir que la patria corrie-
ra toda suerte de peligros, antes que socorrerla con las
leyes y dejarlo todo tranquilo. Y en verdad que en los
casos extremos, en que todo se agita en medio el mayor
desorden, quizás fuera mejor bajar la cabeza y resignar-
se un poco al golpe, que ir más allá de lo posible, no ce-
der ante nada y dar pretexto a la violencia de pisotearlo
todo bajo sus plantas; valdría más acomodar las leyes a
lo que pueden, puesto que no pueden todo lo que quie-
ren. Tal fue la conducta que siguieron el que ordenó
que durmieran durante veinticuatro horas, el que cam-

104 Quien en el pérfido fía, dale modo de dañar.

168 | montaigne
bió por una vez un día del calendario, y el que del mes
de junio hizo un segundo mes de mayo. Los lacedemo-
nios mismos, tan religiosos observadores de las leyes de
su país, viéndose obligados por la que prohibía elegir
almirante dos veces a una misma persona, de un lado, y
exigiendo por otro los negocios públicos que Lisandro
fuera reelegido, nombraron a Araco, pero aquél recibió
el cargo de subintendente de la marina. Con sutileza
análoga uno de sus embajadores, que había sido envia-
do a Atenas para alcanzar el cambio de una prescripción,
obtuvo de Péricles la respuesta de que estaba prohibido
quitar el cuadro en que una ley había sido puesta. El em-
bajador repuso que lo volviera de lado solamente, puesto
que para ello no había prohibición. Por lo mismo alaba
Plutarco a Filopémenes, quien habiendo nacido para
el mando, sabía, no solamente gobernar ateniéndose a
las leyes, sino que ordenaba también a las leyes mismas
cuando las necesidades públicas lo requerían.

XXIII. Diversos sucesos


del mismo orden

Jacobo Amyot, limosnero mayor de Francia, me contó


un día la relación siguiente, que recae en honor de uno
de nuestros príncipes (y bien nuestro era, aunque su
origen fuese extranjero). Durante nuestros primeros
trastornos civiles, en el sitio de Ruan, habiendo sido in-

ensayos completos | 169


formado el príncipe por la reina madre de que se trama-
ba una conspiración contra su vida, el instruido además
muy circunstanciadamente por las cartas de aquélla de
la persona que debía llevar a cabo el hecho, que era un
noble de Anjou el cual frecuentaba para lograr su inten-
to la casa del príncipe, éste no comunicó a nadie la ad-
vertencia, pero paseándose al día siguiente por el mon-
te de Santa Catalina, donde estaba emplazada nuestra
batería contra Ruan, teniendo a su lado al gran limos-
nero y a otro obispo, vio al noble que atentaba contra su
vida y le hizo llamar. Cuando le tuvo en su presencia, le
habló así, viéndole temblar y palidecer a causa de su in-
tranquila conciencia: «Señor, de no sé qué lugar; bien
conocéis de lo que quiero hablaros, y vuestro semblan-
te mismo lo declara. Nada tenéis que ocultarme, pues
informado estoy de vuestro intento, en tan alto grado,
que no haríais más que empeorar vuestra situación si
tratarais de encubrir vuestro designio. Bien conocéis tal
y tal cosa (que eran los medios, propósitos y todos los
secretos más recónditos de la empresa); no dudéis, por
vuestra vida, confesarme la verdad toda de la conspira-
ción.» Cuando el pobre hombre se encontró convicto
y confeso (pues todo había sido descubierto a la reina
por uno de los cómplices), juntó las manos pidiendo
gracia y misericordia al príncipe, a los pies del cual que-
ría arrojarse, pero éste impidió su propósito siguiendo
de este modo: «¿Acaso os he disgustado? ¿he ofendi-
do a alguno de los vuestros con mi odio personal? Sólo

170 | montaigne
tres semanas hace que os conozco; ¿qué razón os ha po-
dido impeler a conspirar contra mi vida?» El noble res-
pondió a estas preguntas con voz temblorosa que nin-
guna razón personal tenía para desear su muerte, sino
el interés general de su partido, y que algunos habíanle
persuadido de que sería una acción piadosa dar muerte
a un tan poderoso enemigo de su religión. «Pues bien,
añadió el príncipe, quiero mostraros que la religión que
yo profeso es menos dura que la vuestra, la cual os ha
conducido a darme la muerte sin oírme, no habiendo
de mí recibido ofensa alguna; mientras que la mía me
aconseja que os perdone, aun cuando estoy conven-
cido de que habéis querido matarme sin razón. Idos,
pues; retiraos, que no os vea aquí; y si queréis obrar con
prudencia en vuestras empresas, tratad en lo sucesivo
de aconsejaros de gentes más honradas que las que os
impulsaron a vuestra acción.»
Encontrándose en la Galia el emperador Augusto,
tuvo noticia de una conspiración que contra él tramaba
Lucio Cinna. Augusto decidió tomar venganza, y para
realizarla pidió al día siguiente consejo a sus amigos.
Mas la noche de aquel día la pasó muy inquieta con-
siderando que iba a ocasionar la muerte a un mozo de
eximia familia, sobrino del gran Pompeyo, y sostuvo
consigo mismo y en alta voz diversos razonamientos.
«¿Sería procedente, se decía, que yo permaneciera
con temor y alarma y que dejara a mi matador libre y
a sus anchas? ¿Es justo que le deje tranquilo, atentando

ensayos completos | 171


contra mi vida, que yo he librado de tantas guerras
civiles, de tantas batallas sostenidas por mar y tierra, y
después de haber logrado asentar la paz más cabal en
el mundo? ¿Será absuelto, habiendo decidido no sólo
asesinarme, sino también sacrificarme?» pues la con-
jura había decidido matarle cuando estuviera haciendo
algún sacrificio. Después de haber así hablado perma-
neció mudo algunos minutos, y luego pronunció con
voz más fuerte interrogándose a sí mismo el siguiente
monólogo: «¿Por qué vives si tantas gentes tienen in-
terés en que mueras? ¿Tus crueldades y venganzas no
acabarán alguna vez? Es tan grande el valor de tu vida
que merezca que tantas gentes sean sacrificadas para
conservarla?» Livia, su esposa, viéndole en situación
tan angustiada, le dijo: «¿Me será permitido darte un
consejo? Sigue la conducta de los médicos, los cuales
cuando las recetas que emplean no producen efecto,
echan mano de las contrarias. Nada has conseguido
hasta ahora valiéndote de la severidad; Lépido ha se-
guido a Salvidenio; Murena a Lépido; Caepio a Mu-
rena; Egnacio a Caepio, ensaya el resultado que te da-
rían la dulzura y la clemencia. Cinna, es verdad, quiere
darte la muerte; perdónale; ya no podrá ocasionarte
nuevos perjuicios, y tus bondades para con él recaerán
en provecho de tu gloria.» Augusto experimentó gran
placer al encontrar un abogado de su mismo parecer, y
habiendo dado gracias a su mujer y congregado a sus
amigos en consejo, ordenó que hicieran comparecer

172 | montaigne
solo a Cinna ante su presencia, hizo que todo el mun-
do se retirase de su habitación, mandó sentar a Cinna,
y hablole de esta suerte: «En primer lugar, escúchame
sin interrumpir mis palabras; lugar tendrás de hacerlo
más tarde; tú sabes, Cinna, que te han encontrado en
el campo de mis adversarios; que no sólo te hiciste mi
enemigo, sino que tu condición es la de haber nacido
tal, y que a pesar de todo te he salvado, he puesto en tus
manos todos tus bienes, y que en fin, te he dejado en
situación tan holgada y floreciente, que los vencedores
mismos envidian la condición del vencido: el oficio de
sacerdote que me pides te lo concedo, a pesar de habér-
selo rechazado a otros cuyos padres habían combatido
siempre conmigo y habiéndote dejado tan obligado te
propones matarme.» Cinna repuso a las palabras de
Augusto que estaba bien lejos de abrigar tan perverso
propósito. «No cumples, añadió Augusto, lo prometi-
do; me habías asegurado que no me interrumpirías. Sí;
has formado el propósito de matarme en tal lugar, tal
día, en presencia de tal compañía y de tal manera.»
Augusto, viéndole transido al escuchar las últi-
mas palabras, en silencio, que no era deliberado sino
impuesto por su conciencia, añadió: «¿Por qué quie-
res darme la muerte? ¿Acaso para ser emperador? En
verdad, los negocios públicos van mal si soy yo sólo
quien te impide llegar al imperio. No pudiste siquiera
defender tu casa y perdiste a poco un proceso contra un
simple liberto. ¿Pues qué, no tienes otro medio que el

ensayos completos | 173


de chocar contra César? Yo abandono de buen grado el
trono si de mí depende la realización de tus esperanzas.
¿Piensas acaso que Paulo, Fabio, los Cosos y los Servi-
lianos te soportarían, como tampoco un número creci-
do de nobles, que no lo son sólo de nombre, sino que
por su virtud lo son también?»
Después de otras consideraciones, pues Augus-
to habló más de dos horas enteras, concluyó: «Ahora
vete; aunque traidor y parricida, guarda tu vida, de que
te hago merced hoy y de que te hice antes como enemi-
go, que la amistad comience hoy entre nosotros; vea-
mos cuál de los dos procede en lo sucesivo con mayor
lealtad: yo que te he dado la vida o tú que la has recibi-
do.» Pronunciando estas palabras, separose de él. Al-
gún tiempo después le concedió el consulado, queján-
dose de que Cinna no hubiera osado pedírselo. Túvolo
luego como grande amigo y fue el heredero de sus bie-
nes. Después de este accidente, que aconteció a Augus-
to a los cuarenta años, no hubo nunca conjuraciones ni
atentados contra su vida, recibiendo así justo premio su
conducta clemente. Pero no ocurrió lo mismo al duque
de Guisa, pues su dulzura no le libró de caer en los lazos
de una conjuración. ¡Tan frívola y tan vana es la huma-
na prudencia! Y a través de todos nuestros proyectos,
de todos nuestros cuidados y precauciones, la fortuna
gobierna, siempre el desenlace de los acontecimientos.
Decimos que los médicos son diestros cuando lo-
gran curar a un enfermo, como si solamente su arte, que

174 | montaigne
por sí mismo no puede tener fundamento, bastara sin
el concurso que el acaso le presta para llegar a un resul-
tado dichoso. Yo creo, en punto al arte de curar, todo
lo mejor o todo lo peor que quieran decirme; pues, a
Dios gracias, ningún comercio existe entre la medicina
y yo. En este respecto practico lo contrario que los de-
más; pues siempre rechazo su concurso, y cuando caigo
malo, en vez de transigir con ella, más la detesto y más la
temo; y digo a los que me invitan a tomar medicamen-
tos que aguarden a que haya recuperado mis fuerzas y
mi salud para contar con mejores medios de soportar
el influjo de los brebajes. Dejo obrar a la naturaleza, su-
poniendo que se encuentra provista de dientes y garras
para defenderse de los asaltos que la acosan y para man-
tener esta contextura por cuya conservación aquélla
pugna. Temo que en lugar de socorrerla se socorra el
mal que la mina y que se la recargue de nuevos males.
No sólo en la medicina, sino en otras artes más
seguras, la fortuna tiene siempre una buena parte. Los
arranques poéticos que arrastran al vate fuera de sí,
¿por qué no atribuirlos a su buena estrella, puesto que
el artista mismo declara que sobrepasan su capacidad
y sus fuerzas, y reconoce que no tienen origen en su
persona y que tampoco dependen de su voluntad? Los
oradores ¿no confiesan también deber a la fortuna los
movimientos y agitaciones extraordinarios que los im-
pelen más allá de su designio? Acontece lo propio con
la pintura, que a veces deja escapar de la mano del pin-

ensayos completos | 175


tor rasgos que sobrepasan la ciencia y la concepción del
artista, a quien admiran y sorprenden. Pero la fortuna
muestra todavía, de un modo más palmario, la parte
que toma en todas las obras artísticas, por las bellezas y
gracias que se encuentran en ellas, no sólo sin designio,
sino también sin conocimiento del que las ejecutó: un
lector inteligente descubre a veces en el espíritu de otro
perfecciones distintas de las que el autor puso y advir-
tió, y les encuentra sentido y matiz diversos.
En cuanto a las empresas militares, cualquiera pue-
de ver cómo la casualidad tiene siempre en ellas buena
parte. En nuestros acuerdos mismos, y en nuestras de-
liberaciones, precisa igualmente la intervención de la
suerte y de la fortuna, pues lo más a que nuestra pene-
tración alcanza, en realidad no es gran cosa; en tanto
más vivo, cuanto más agudo es nuestro juicio, mayor
debilidad reconocemos en él y tanto mayor desconfian-
za nos inspira.
Soy del parecer de Sila, que alejó la envidia que sus-
citaban sus expediciones afortunadas achacándolas a su
buena estrella, y por último sobre nombrándose Faus-
tus. Cuando considero con detenimiento las empresas
más gloriosas de la guerra, me convenzo de que los que
las dirigen no deliberan ni reflexionan sino por cubrir
las apariencias; la parte principal de la empresa enco-
miéndanla a la fortuna, y merced a la confianza que ésta
les inspira sobrepasan los límites todos que la razón les
trazara. Sobrevienen inspiraciones inesperadas, extra-

176 | montaigne
ños furores en medio de los planes mejor guiados, que
impelen las más de las veces a los caudillos a tomar la
determinación en apariencia menos fundada, pero que
aumenta su valor muy por encima de la razón. Por lo
cual muchos esclarecidos capitanes de la antigüedad,
con objeto de justificar sus temerarias determinaciones,
declararon a sus huestes que estaban iluminados por la
inspiración, o por algún signo o pronóstico evidentes.
Por eso en medio de la incertidumbre y perpleji-
dad que nos acarrea la impotencia de ver y elegir lo que
nos es más ventajoso, a causa de las dificultades de los
diversos accidentes y circunstancias que acompañan
a cada causa que nos solicita, aun cuando otras razo-
nes no nos invitaran a ello, es a mi ver encaminarse a
la solución que presuponga mayor justicia y honradez,
y puesto que el verdadero camino se ignora, seguir
siempre el derecho. En los dos ejemplos de los que ha-
blé antes, no cabe duda que fuera más generoso y más
hermoso que aquel que recibiera una ofensa la perdo-
nara en vez de proceder de distinto modo. Si con esta
prudente conducta le sobreviniere alguna desdicha no
debe culpar a su buen designio, pues tampoco se sabe
si, en caso de no haberlo tenido hubiese eludido la ley
del destino que le esperaba, y habría perdido la gloria
de tan humanitaria conducta.
Vense en las historias muchas gentes agobiadas por
ese temor. La mayor parte siguieron el camino de anti-
ciparse a las conjuraciones que se tramaron contra ellos

ensayos completos | 177


echando mano de suplicios y venganzas; mas en reali-
dad se vieron muchos a quienes este proceder ayudara,
como lo prueban los emperadores romanos. El sobera-
no cuya vida está amenazada no debe confiar mucho en
su fuerza ni en su vigilancia pues es bien difícil librarse
de un enemigo encubierto bajo el velo del amigo más
oficioso, y conocer la voluntad e ideas ocultas de los
que nos rodean. Inútil es que las naciones extranjeras
se empleen en su guarda, inútil que se halle circuido de
hombres armados. Quien quiera que menosprecia su
propia vida se hará duelo siempre de la del prójimo. El
sobresalto continuo que hace dudar de todo el mun-
do al soberano, constituye para él un momento supre-
mo. Advertido Dión que Calipso esperaba los medios
de darle muerte, careció de valor para informarse de
cuáles fueran, diciendo que mejor prefería morir que
vivir en la triste condición de tener que guardarse no
ya sólo de sus enemigos, sino también de sus amigos.
Situación de espíritu de que Alejandro nos da la más
viva muestra cuando habiendo sido informado por una
carta de Parmenión de que Filipo, su médico preferido,
había sido corrompido por el oro de Darío para enve-
nenarle, Alejandro, al propio tiempo que mostraba la
carta a Filipo, tomó el brebaje que le había presentado,
con lo cual mostró la firme resolución de que consen-
tía en ello de buen grado si sus amigos querían quitarle
la vida. Es Alejandro modelo soberano de las acciones
arriesgadas, pero a mi entender ningún otro rasgo de su

178 | montaigne
vida revela mayor entereza que éste ni es hermoso por
tantos conceptos.
Los que pregonan a los príncipes una desconfianza
perenne y atentísima so color de predicarles su seguri-
dad personal, enaltécenles la ruina y la deshonra; nada
noble puede sin riesgo llevarse a cabo. Yo sé de un sobe-
rano de valor marcialísimo por naturaleza y de comple-
xión animosa, cuya buena fortuna se corrompe todos
los días merced a reflexiones del tenor siguiente: «Que
se guarezca entre los suyos; que no consienta jamás en
reconciliarse con sus antiguos enemigos; que se man-
tenga aparte y no se encomiende a manos más vigorosas
que las que lo gobiernan, sean cuales fueren las promesas
que le hagan y las ventajas que en el cambio vea.» Co-
nozco a otro cuya fortuna se acrecentó inesperadamente
por haber seguido conducta en todo contraria.
El arrojo, cuya gloria buscan los soberanos con
avidez, se prueba tan espléndidamente cuando es ne-
cesario en traje de corte como cubierto con los arreos
guerreros; lo mismo en un gabinete que en un campo
de batalla, así cuando el brazo está caldo como cuando
está levantado.
La prudencia meticulosa y circunspecta es mortal
enemiga de las grandes empresas. Supo Escipión para
ganar la voluntad de Sifas, separarse de su ejército, y
abandonando España de cuya conquista no estaba muy
seguro, pasar al África con dos barquichuelos endebles
para entregarse en tierra enemiga al poderío de un rey

ensayos completos | 179


bárbaro, a una fe dudosa, sin obligación ni seguridad,
merced al esfuerzo único de la grandeza de su propio
valor, de su buena fortuna y de lo que le prometían las
esperanzas que alentaba. Habita fides ipsam plerumque
fidem obligat.105 A una vida espoleada por la ambición y
la fama precisa desechar las sospechas y menospreciar-
las. El temor y la desconfianza atraen las ofensas y aún
las invitan. El más receloso de nuestros reyes normalizó
los negocios de su Estado por haber voluntariamente
abandonado y encomendado su vida y libertad en ma-
nos de sus enemigos, mostrándoles confianza cabal a
fin de inspirarla él a su vez. A sus legiones indiscipli-
nadas y armadas contra él, César oponía solamente la
autoridad de su semblante y la altivez de sus palabras; y
era tal la confianza que tenía en sí mismo y en su buena
estrella que no temió nunca abandonarse ni entregarse
a un ejército rebelde y sedicioso:

Stetit aggere fultus


cespitis, intrepidus vultu; meruitque timeri,
nil metuens.106

Verdad que semejante presencia de ánimo no pue-


de ser mostrada, cabal ni ingenua sino por aquellos en

105 Muchas veces fe guardada obliga a igual fe.


106 Apareció en pie sobre una prominencia de césped, con tan
intrépido rostro que infundía temor sin temer él.

180 | montaigne
quienes la idea de la muerte y de todas las desdichas
que puedan sobrevenirles no produzca sobresalto algu-
no. Mostrarse temblando para buscar reconciliaciones
con la altivez y la indisciplina, es de todo punto absur-
do. Para ganar el corazón y la voluntad ajenos son me-
dios excelentes el someterse y fiarse, siempre y cuando
que se haga libremente, sin verse obligado por la nece-
sidad, de manera que se albergue una confianza íntegra
y pura y que el continente al menos esté descargado
de toda inquietud. Siendo niño vi a un caballero que
mandaba una gran ciudad trastornado por el pueblo en
rebeldía; para hacer que las cosas no pasaran a mayores
tomó el partido de abandonar el lugar segurísimo en
que se hallaba para meterse entre las insubordinadas
turbas, donde encontró la muerte. A mi ver el error no
estuvo tanto en salir, como generalmente se dice cuan-
do se habla del suceso, como en la sumisión y blandura
de que dio muestras; en haber pretendido adormecer
la revuelta siguiendo la corriente en vez de encauzarla,
empleando las súplicas en lugar de las reconvenciones.
Creo yo que si hubiera echado mano de una severidad
templada, escudado en el mando militar que debía ins-
pirarle confianza y seguridad plenas, conformes con su
rango y la dignidad de sus funciones, hubiera tenido
mejor fortuna; por lo menos su muerte habría sido más
digna de un caudillo. Nada menos debe esperarse de
ese monstruo agitado que la humanidad y la dulzura;
mejor acogerá la reverencia y el temor. Censuraría yo

ensayos completos | 181


además el que habiendo tomado la determinación, en
mi sentir más valerosa que temeraria, de lanzarse des-
armado en medio de aquel tempestuoso mar de hom-
bres iracundos, debió sostener con resolución su papel
en vez de seguir la conducta que siguió, pues luego de
haber reconocido el peligro de cerca se amilanó y adop-
tó un continente débil y sumiso, horrorizose y trató de
esconderse, con todo lo cual inflamó a las masas, y él
mismo las lanzó sobre su persona.
Deliberábase un día llevar a cabo una formación
de diversas tropas armadas (generalmente la milicia
es el lugar en que se organizan las venganzas secretas,
en ninguna otra parte pueden realizarse con seguridad
mayor), y había casi seguridad completa de que corrían
malos vientos para algunos a quienes tocaba el papel de
reconocer y señalar a los de la conjura. Como situación
difícil y que podía acarrear consecuencias graves pro-
pusiéronse muchas opiniones para atajarla; fue la mía
que se disimulara sobre todo hacer patente la duda; que
aquellos que eran objeto de la conspiración se dirigie-
ran a las filas con la cabeza erguida y el rostro sereno; y
que en lugar de hacer acusaciones, a lo cual los otros se
inclinaban, se ordenase únicamente a los capitanes el
recomendar a los soldados que hiciesen lucidos dispa-
ros en honor de los asistentes, y que no se economizara
la pólvora. Esta conducta congració con las tropas a los
que de ellas sospechaban, y engendró de entonces en
adelante una mutua y provechosa confianza.

182 | montaigne
El proceder de Julio César creo que es entre todo
el más hermoso que pueda adoptarse. Primeramente
intentaba, valiéndose de la clemencia, hacerse amar
hasta de sus propios enemigos, conformándose en las
conjuraciones que le eran conocidas con declarar sim-
plemente que de ello estaba ya advertido: hecho esto
tornó la nobilísima resolución de aguardar sin miedo
ni inquietudes lo que de las conjuras le pudiera sobre-
venir abandonándose y encomendándose a la custodia
de los dioses y de la fortuna. Y efectivamente esta con-
ducta seguía cuando fue asesinado.
Un extranjero propagó la voz de que podría ins-
truir a Dionisio, tirano de Siracusa, de un medio seguro
de conocer y descubrir con cabal certeza las tramas y
maquinaciones que sus súbditos idearan contra él, si
le daba una fuerte suma. Advertido Dionisio le mandó
llamar a fin de instruirse en un arte tan necesario para
su conservación: entonces el extranjero le dijo que no
tenía otra novedad que comunicarle, sino que le entre-
gara un talento, y se alabó luego de haber comunicado
al monarca un secreto singular. No encontró Dionisio
desdichada la invención e hizo donativo al farsante de
seiscientos escudos. No es verosímil que hubiera hecho
un obsequio tan importante a un desconocido sin que
fuera recompensa de una enseñanza utilísima. Efectiva-
mente, la argucia sirvió para contener los planes de sus
enemigos y mantenerlos en un temor saludable. Por eso
los príncipes, obrando cuerdamente, hacen públicos los

ensayos completos | 183


avisos que reciben de las conjuras que se urden contra
sus vidas, para hacer ver que están bien advertidos, y
que ni un paso puede darse sin que lo olfateen a escape.
El duque de Atenas cometió varias torpezas al estable-
cer su reciente tiranía en Florencia; y fue la principal de
todas que habiendo sido el primero informado por Ma-
teo de Moroso, uno de los conspiradores, de un atenta-
do que el pueblo tramaba contra él, la hizo morir para
borrar la nueva, con objeto que no es supiera que nadie
en la ciudad podía disgustarse de su paternal gobierno.
Recuerdo haber leído antaño la historia de un roma-
no, sujeto de dignidad, el cual huyendo de la tiranía del
triunvirato, había logrado escapar mil veces de entre las
manos de sus perseguidores merced a la ingeniosidad de
los recursos que adoptó. Ocurrió un día que unas gentes
de a caballo encargadas de prenderlo pasaron junto a unos
matorrales en que se había guarecido, y estuvo a punto de
ser descubierto; entonces el perseguido considerando las
fatigas y trabajos que de tanto tiempo atrás venía expe-
rimentando para salvarse de las continuas y minuciosas
pesquisas que para dar con él se llevaban a cabo por todas
partes, el mezquino placer que podía aguardar de vida se-
mejante y cuánto mejor era franquear el paso de una vez
que permanecer constantemente sufriendo trances tan
duros, él mismo llamó a los que iban a su búsqueda, des-
cubrió el escondrijo y se abandonó voluntariamente a su
crueldad para evitarlos y evitarse una pena más dilatada.
Lanzar sobre sí las manos enemigas es un proceder algo

184 | montaigne
extraño; de todos modos lo considero preferible a perma-
necer sumido en la fiebre continua de un mal que carece
de remedio. Mas como las medidas que pueden adoptarse
están llenos de inquietud o incertidumbre, mejor es pre-
pararse con sereno continente a cuanto pueda sobrevenir,
y guardar algún consuelo, considerando que está en lo po-
sible que la desdicha no sobrevenga.

XXIV. De la pedantería

Siempre me contrarió cuando niño el ver que en las


comedias italianas el papel de pedante lo representaba
un bufón, y que entre nosotros la palabra pedante co-
rresponda a la de magister. Estando yo encomendado
a éstos, no podía hacer menos que mostrarme celoso
de su reputación y trataba de excusarlos y disculparlos
por la natural desavenencia que existe entre el vulgo y
las raras personas de saber y recto juicio, en atención
a la marcha opuesta y tendencias distintas que siguen
unos y otros; mas como acontece que los hombres más
urbanos y galantes han sido los que con mayor desdén
los han juzgado, aquí mi apoyo debilitábase y daba en
tierra. Da testimonio de ello nuestro buen Du Bellay:

Mais je hay par sur tout un sçavoir pedantesque107

107 Mas odio, sobre todo, un saber pedantesco.

ensayos completos | 185


y esta opinión es ya antigua, pues dice Plutarco que
griego y escolar eran entre los romanos palabras injurio-
sas y de menosprecio. Andando el tiempo y creciendo
en edad, encontré que había razón sobrada para que
existieran semejantes opiniones. Mas, ¿de dónde pue-
de nacer que las almas bien provistas de conocimientos
de todas suertes no se conviertan en más vivas y más
despiertas, y que un espíritu grosero y vulgar pueda
poseer, sin sacar partido de ellos, los discursos y sen-
tencias de los más exquisitos entendimientos que en el
mundo hayan vivido? Cosa es ésta de que desconozco
la razón. Como aquéllos reciben y acomodan en el suyo
el espíritu de tantos cerebros extraños, precisa es (de-
cíame, una, joven, la primera de nuestras princesas ha-
blando de un maestro) que el suyo se prense, apague y
contraiga para dejar lugar a los otros; así como las plan-
tas se ahogan cuando el vigor de la savia es excesivo y
las lámparas se apagan cuando tienen demasiado aceite,
así también acontece al entendimiento cuando en él se
amontonan estudio y materia copiosos, pues hallándo-
se ocupado y embarazado con diversidad heterogénea
de cosas, pierde el medio de discernir, se tuerce y en-
coge. Mas tampoco es raro el ver ejemplos contrarios,
pues nuestra alma se ensancha tanto más cuanto más
se llena, y casos antiguos nos prueban que ha habido
hombres peritos en el manejo de los públicos negocios,
grandes capitanes y consejeros diestros en las cosas del
Estado, que fueron al par hombres muy sabios.

186 | montaigne
Los filósofos, retirados de toda ocupación y co-
mercio públicos, han sido objeto de escarnio en las
comedias de su tiempo; sus opiniones y conducta los
han hecho ridículos. ¿Queréis convertirlos en jueces de
los derechos de un proceso, o que estiman los actos de
una persona? Pues no están preparados para ello y tie-
nen necesidad de investigar primero si hay vida, si hay
movimiento, si el hombre es cosa distinta de un buey,
qué cosas sean obrar sufrir, y qué clase de animaluchos
justicia y leyes. ¿Hablan del magistrado o se dirigen al
magistrado? Pues lo hacen con una libertad llena de
irreverencia incivil. ¿Se tributan alabanzas a su príncipe
o a un rey? Pues para ellos el tal no es más que un pastor
ocioso ocupado en esquilmar y esquilar sus ovejas con
mayor rudeza que un rabadán auténtico. ¿Tenéis en pre-
dicamento a alguien porque posee dos mil yugadas de
tierra? Ellos no pueden menos que burlarse, acostum-
brados como están a abarcar todo el universo mundo,
como si de cosa propia se tratara. ¿Os alabáis de vuestra
nobleza, por haber tenido en vuestra familia siete abue-
los bien acomodados? Nada os estiman por ello, pues
no comprendéis la universal imagen de la naturaleza,
ni cuántos predecesores ha tenido cada uno de noso-
tros, ricos, pobres, reyes, criados, griegos o bárbaros; y
aun cuando fuerais el quincuagésimo descendiente de
Hércules, encontrarían frívolo el que hicierais alarde de
este presente de la fortuna. Así el pueblo los desdeña,

ensayos completos | 187


como ignorantes de las cosas más esenciales y comu-
nes, y como insolentes y presuntuosos.
Mas esta platónica pintura está bien lejos de la que
conviene a la naturaleza de las gentes de que voy ha-
blando. Envidiase a los filósofos por estar por cima de
la común manera de ser, porque menosprecian los ac-
tos públicos, por haber vivido existencia singular y rara,
conforme a ciertas reglas elevadas y en desuso. A los
pedantes se los desdeña porque están por bajo de la co-
mún manera de ser como incapaces del ejercicio de las
funciones públicas, y por arrastrar vida y costumbres
viles y groseras, más ínfimas que las del vulgo:

Odi homines ignava opera, philosopha sententia.108

Por lo que toca a los filósofos, en ellos cumplíase la


doble prenda de ser superiores en la ciencia y todavía
más en la acción. Refiérase de Arquímedes, geómetra
de Siracusa, que habiendo sido interrumpido en sus ex-
perimentos para dedicar algo de su saber a la defensa de
su país, puso en juego de improviso tales máquinas de
destrucción, que sobrepasaron a toda humana creen-
cia; Arquímedes despreció, sin embargo, su obra, por
creer con ella haber bastardeado la dignidad de su arte,
del cual su máquina no era sino como un remedo o ju-

108 Odio a los hombres incapaces de actuar, pero que son filó-
sofos en las palabras.

188 | montaigne
guete. Si alguna vez se ha puesto a prueba para la vida
práctica la capacidad de los filósofos, háseles visto volar
tan alto, que el alma y corazón de los mismos parecían
haberse fortificado y enriquecido por virtud de la inte-
ligencia de las cosas. Viendo algunos los cargos del go-
bierno en manos de hombres incapaces, hanse alejado
en todo tiempo de las cosas públicas; y el que preguntó
a Crates hasta cuándo era preciso filosofar, recibió esta
respuesta: «Hasta tanto que los borriqueros dejen de
conducir nuestros ejércitos.» Heráclito resignó el rei-
no en manos de su hermano; y a los de Efeso, que le
preguntaban cómo pasaba después su tiempo, jugan-
do con los muchachos delante del templo, respondió:
«¿No vale más hacer esto que dirigir los negocios en
vuestra compañía?» Otros filósofos, cuya imaginación
estaba muy por cima de las cosas terrenales, considera-
ron los puestos de la justicia y los tronos mismos de los
reyes como cosas viles y bajas, y Empédocles rechazó la
corona que los de Agrigento le ofrecían. Acusaba Tha-
les a sus contemporáneos del sumo cuidado que po-
nían en los negocios para enriquecerse, y respondíanle
que tal era la costumbre de la zorra que no podía lograr
su intento de alcanzar las uvas, entonces el filósofo, to-
mando la cosa por puro pasatiempo, quiso probar su
experiencia en los negocios, y habiendo para ello con-
vertido su saber en provecho del beneficio y la ganan-
cia, éstos fueron tan grandes, que en el solo transcurso
de un año adquirió riquezas tantas como apenas en su

ensayos completos | 189


vida todos los más experimentados en el comercio ha-
bían logrado realizar. Cuenta Aristóteles que algunos le
llamaban (y también a Anaxágoras y a congéneres) sa-
bio, mas no prudente, por no poner el cuidado necesa-
rio en las cosas útiles; aparte de que no encuentro muy
fundamentada tal diferenciación, esto no puede servir
de disculpa a nuestros filósofos; y en vista de la escasa
y menesterosa fortuna con que se conforman, tenemos
derecho a calificarlos de no sabios y faltos de prudencia.
Dejando a un lado estas distinciones, entiendo
que nuestro mal pedantesco proviene de la desacer-
tada manera como nos consagramos a la ciencia y del
modo como recibimos la instrucción, según la cual no
es maravilla que ni escolares ni maestros tengan mayor
habilidad, aunque se hagan más doctos. Los sacrifi-
cios y cuidados de nuestros padres no se dirigen sino
a amueblarnos la cabeza de ciencia; de juicio y de vir-
tud, contadas nuevas. Decid al pueblo de uno que pasa
por la calle: «¡Ved ahí un hombre sabio!» Y de otro:
«¡Ved ahí un hombre bueno!» Ni uno solo dejará de
mirar con respeto al primero; mas precisarla un tercero
que gritase: «¡Oh, las cabezas de mampostería!» Más
nos interesa informarnos de si una persona sabe latín o
griego, o de si escribe en verso o en prosa, que de si la
instrucción la ha hecho mejor y más avisada; esto era
lo principal, y lo convertimos sin embargo en lo secun-
dario. Valiera más informarse de quién es el que sabe
mejor, no del que sabe más.

190 | montaigne
Trabajamos únicamente para llenar la memoria y
dejamos vacíos conciencia y entendimiento. Así como
las aves van en busca del grano y lo llevan entero en
su pico, sin partirlo, para que sirva de alimento a sus
pequeñuelos, así nuestros pedantes van pellizcando la
ciencia en los libros, colocándola sólo en los labios para
desembucharla y lanzarla luego al viento. Maravilla es
cómo la misma torpeza se atraviesa en mi camino; ¿lo
que hacen esos maestros no es idéntico a lo que yo pon-
go en práctica en mi libro? Yo tomo a otros, de aquí y
de allá, en los autores, aquellas sentencias que me pla-
cen, no para almacenarlas en mi memoria, pues carezco
de esta facultad, sino para trasladarlas a este libro, en el
cual las máximas son tan mías o me pertenecen tanto
como antes de transcribirlas. No conocemos, tal yo en-
tiendo, más que la ciencia presente, no así la pasada ni
tampoco la venidera. Acontece todavía cosa peor: ni los
discípulos ni los pequeñuelos se educan ni alimentan,
pasa la ciencia de mano en mano con el exclusivo fin de
hacer alarde, de hablar a otro, cual inútil y vana moneda
que contar y arrojar. Apud alios loqui didicerunt, non ipsi
secum.109 Non est loquendum, sed gubernandum.110 Para
mostrar la naturaleza que nada hay de violento en sus
obras, hace a veces que nazcan en las naciones menos
cultivadas las producciones más artísticas. El proverbio

109 Aprendiendo a hablar con los demás, no consigo mismos.


110 No se trata de hablar, sino de gobernar.

ensayos completos | 191


gascón que tiene su origen en una poesía rústica acre-
dita aquel aserto: Bouha prou bouha, mas à remuda lous
dits qu’em? Esto es que el soplo no va mal, mas por lo
que toca a manejar los dedos para producir sonidos
en el caramillo, eso ya es harina de otro costal. Sabe-
mos muy bien decir: «Cicerón escribe así; ved cuáles
eran las costumbres de Platón; tales son las palabras de
Aristóteles»; mas nosotros ¿Qué decimos? ¿Qué juz-
gamos? ¿Qué hacemos? Lo mismo diría un lorito.
Recuérdame lo precedente a aquel hacendado ro-
mano que reunió en su casa, a costa de cuantiosos gas-
tos, un número suficiente de sabios en todas ciencias,
que guardaba constantemente en su derredor a fin de
que cuando se le ofrecía ocasión de hablar de alguna
cosa los demás supliesen su deficiencia y estuvieran
prestos a proveerle, quién de un discurso, quién de
un verso de Homero, cada cual según su especialidad;
con ello pensaba que el saber le pertenecía, porque se
encontraba en la cabeza de sus gentes. Es también lo
que saben aquellos otros cuya capacidad permanece
encerrada en sus bibliotecas suntuosas. Conocía yo
uno de éstos, quien, cuando yo solicitaba alguna razón
de su ciencia, pedíame un libro para mostrármela; y no
hubiera osado decirme ni siquiera que tenía sarna en el
trasero sin haber al instante mirado en su diccionario
qué cosas fuesen trasero y sarna.
Tomamos nota de las opiniones y de la ciencia de los
demás, y allí se detiene nuestro esfuerzo; precisa hacer

192 | montaigne
nuestra la ciencia ajena. Asemejámonos a aquél que tu-
viese necesidad de fuego y fuera a buscarlo a la casa del
vecino, donde habiéndolo hallado hermoso y grande de-
tuviérase a calentarse sin pasarle por los mientes llevarlo
a su vivienda. ¿De qué nos sirve tener la barriga llena de
carne si luego no la digerimos?, ¿si en nuestro organis-
mo no se transforma, y no sirve para aumentarle y for-
tificarle? ¿Pensamos acaso que Luculo, a quien los libros
hicieron gran capitán, sin necesidad de experiencia, los
estudiaba como nosotros? Echámonos de tal suerte en
brazos de los demás, que aniquilamos nuestras propias
fuerzas. ¿Quiero yo, por ejemplo, buscar armas contra el
temor de la muerte? Encuéntrolas a expensas de Séneca.
¿Deseo buscar consuelo para mí o para los demás? Pues
lo tomo de Cicerón. En mí mismo hubiera encontrado
ambas cosas si en ello se me hubiera ejercitado. No me
gusta esa capacidad relativa y meridiana; aun cuando nos
fuera lícito extraer de otro la sabiduría, no podemos ser
sabios más que con nuestras exclusivas fuerzas y recursos.

Μισώ σοφιστήν οστις ούк αύτώ σοφός

Esto es: Detesto al sabio que por sí mismo no lo


es. Ex quo Ennius: Nequidquam sapere sapientemesto, qui
ipse sibi prodesse non quiret.111

111 Dijo Ennio Vana es la sabiduría que no es provechosa al sabio.

ensayos completos | 193


Si cupidus, si
vanus, et Euganea quamtamvis mollior agna.112
Non enim paranda nobis solum, sed fruenda sapientia est.113

Burlábase Dionisio de los gramáticos que cuidan de


informarse de los males de Ulises e ignoran los suyos pro-
pios; de los músicos que templan sus flautas y no hacen lo
propio de sus costumbres; de los oradores que predican la
justicia y no la practican. Si nuestra alma no sigue mejor
camino; si no logramos disponer de un juicio más sano,
estimaría mejor que mi escolar hubiera pasado su tiempo
jugando a la pelota; al menos de este modo tendría el cuer-
po más ágil. Vedle volver de sus estudios después de haber
empleado en ellos quince o diez y seis años; encuéntrase
incapaz e inhábil para el ejercicio de toda profesión o tra-
bajo; lo solo, lo único que se echa de ver en él es que su
latín y su griego le han vuelto más tonto y presuntuoso de
lo que estaba al abandonar la casa de sus padres. Debiendo
poseer el alma llena, tráela hinchada; en vez de fortificarla,
se ha conformado con inflarla.
Tales maestros, como Platón, llama a los sofistas
sus adláteres, son de todos los hombres los que pro-
meten hacer mayor obra de utilidad; mas no sólo son
inútiles, sino dañinos, pues tras no reparar lo que se les
encomienda, lo estropean y hacen pagar sus destrozos.

112 Si es codicioso, si es vanidoso, si es afeminado y muelle.


113 Que no basta adquirir sabiduría, sino que ha de usarse de ella.

194 | montaigne
No proceden así el albañil ni el carpintero. Si se siguie-
ra la ley que Protágoras proponía a sus discípulos, que
consistía «en que éstos le pagasen confiando en su pa-
labra, o jurando en el templo en cuanto estimaban el
provecho, y según éste satisfacieran su trabajo», mis
pedagogos veríanse burlados, de estar sujetos al jura-
mento de mi experiencia. Mi vulgar dialecto del Peri-
gord llama con gracia suma lettre-ferits114 a estos sabi-
hondos, que viene a ser como si dijéramos lettre-ferus,
a los cuales las letras han sacudido un martillazo, como
suele decirse. Lo común es que se hallen desprovistos
hasta de sentido común; el campesino y el zapatero
proceden en la vida sencilla o ingenuamente, hablando
de lo que conocen; aquéllos por querer engrandecerse
y prevalerse de su saber, que sobrenada en la superficie
de su cerebro, van embarazándose y dando traspiés sin
cesar; escápanse de sus labios hermosas palabras, mas
precisa que otro las aproveche; conocen bien a Galeno,
pero de ninguna manera alguna al enfermo; os han lle-
nado la cabeza de leyes, y sin embargo, no comprenden
la dificultad de la causa que se dilucida, conocen la teo-
ría de todas las cosas, pero buscan otro que la aplique.
En mi casa he visto a un mi amigo, que por modo
de pasatiempo hablaba con uno de estos pedantes,
descomponer una especie de jerigonza o galimatías,
sin pies ni cabeza, salvo la entonación de algunas pa-

114 Tocados de letras.

ensayos completos | 195


labras adecuadas a la controversia, pasar así un día
entero; el maestro se debatía pensando siempre con-
testar con acierto a las objeciones que se le hacían;
y pasaba sin embargo por hombre de reputación; era
un preceptor que ocupaba por sus merecimientos una
posición envidiable:

Vos, o patricius sanguis, quos vivere par est


occipiti caeco, posticae ocurrite sannae.115

Quien a gentes tales ve de cerca, mire más allá y


como yo, encontrará que más de las veces ni se entien-
den a sí mismos ni a los demás, y que la facultad de juzgar
en ellos está hueca, a no ser que la naturaleza les haya
desprovisto bien de ella, como acontecía a Adriano Tur-
nebo, que no ejerciendo otra profesión que la de las le-
tras, en la cual fue, a mi entender, el hombre más grande
que haya existido de mil años acá, tenía sólo del pedante
el hábito y algo del exterior, lo cual podía quizás no ser
agradable, pero era cosa bien insignificante. Detesto a los
que transigen mejor con un alma envenenada que con
un traje inadecuado, y contemplan en sus reverencias el
vestido y las botas para informarse del hombre. Adriano
Turnebo fue el alma mejor educada del mundo; era para

115 ¡Oh, patricios de linaje, que no veis lo que tras vosotros


hay! Curad de que no se os burlen aquellos a quienes dais la
espalda.

196 | montaigne
mí un placer interrogarle, aún sobre asuntos ajenos a sus
ordinarias ocupaciones; veía tan claro en todas las cosas
y estaba dotado de una percepción tan pronta, de un jui-
cio tan sano, que hubiérase dicho no haber sido otra su
profesión que el ejercicio de la guerra y los negocios del
Estado. Tales naturalezas son privilegiadas y fuertes,

Queis arte benigna


et meliore luto finxit praecordia Titan,116

y conservan su vigor nativo al través de una direc-


ción detestable. Ahora bien, no basta que la educación
deje de empeorarnos, preciso es que nos haga mejores.
Hay algunos parlamentos que cuando tienen que
recibir en su seno nuevos miembros, examínanlos sólo
de derecho o jurisprudencia; otros juzgan además el
sentido común de los candidatos, preguntando a los
examinandos su dictamen sobre alguna causa. Es-
tos tienen, a mi entender, manera más razonable de
proceder, y aún cuando sea necesario el concurso de las
dos circunstancias, referible y mucho más meritorio es
poseer la segunda que la primera; pues como pregona
este verso griego,

Ώs ούδἑν ή μάθησις ήν μὴ νούς παρῆ

116 Que Prometeo formó de mejor limo y dotó de genio más


feliz.

ensayos completos | 197


«¿Para qué sirve la ciencia a quien carece de in-
teligencia?» ¡Pluguiera a Dios que para bien de la
justicia nuestros jueces se hallasen tan bien provistos
de entendimiento y conciencia como lo están toda-
vía de ciencia! Non vitae, sed scholae discimus.117 En
conclusión, no basta hilvanar el saber al alma, precisa
incorporarlo, hacerlo penetrar en el espíritu; no basta
regarla, es preciso impregnarla; y si no transforma y
mejora nuestro imperfecto estado, vale mucho, mu-
chísimo más, que permanezcamos tranquilos; de lo
contrario es el saber arma dañosa que ofende y mo-
lesta a quien lo posee por ir a parar a inhábiles manos
que de él no saben hacer uso: ut fuerit melius non di-
dicisse.118
Quizás sea ésta la razón de que así nosotros, como
la teología, no nos mostremos exigentes en lo que toca
a que las mujeres sean de espíritu cultivado. Francisco
I, duque de Bretaña, hijo de Juan V, que casó con Isa-
bel, nacida en Escocia, como le dijeran antes del matri-
monio que su prometida había sido educada en medio
de la mayor sencillez, y que carecía de toda suerte de
instrucción literaria, respondió: «Prefiero que toda la
ciencia en la mujer consista en saber distinguir la cami-
sa de los calzones de su marido.»

117 No nos instruyen para la vida, sino para la escuela.


118 Así, valiera más no haber aprendido nada.

198 | montaigne
No es, pues, maravilla el que nuestros antepasados
hayan concedido escasa importancia a las letras y que
aún hoy se hallen representadas como por acaso en los
consejos de nuestros reyes; y si los únicos medios que
hoy existen de llegar a la riqueza no fuesen la jurispru-
dencia, la medicina, el pedantismo y la teología, vería-
mos a aquéllas todavía en mayor descrédito de lo que
jamás lo fueron. Y a la verdad la cosa no sería muy de
lamentar, puesto que no nos enseñan ni a bien obrar
ni a pensar rectamente. Postquam docti prodierunt, boni
desunt.119 El aditamento de toda otra ciencia es perju-
dicial a quien no posee la de la bondad.
Acaso se hallara la razón de lo inútil que nos es la
ciencia en que sólo la cultivan entre nosotros aquellos
que pretenden sacarle provecho, a excepción de los
pocos que habiendo tenido la fortuna de nacer en un
medio más elevado, por afición se muestran inclinados
al saber. Y como éstos la abandonan pronto para ejer-
cer profesiones que nada tienen que ver con los libros,
generalmente sólo quedan como científicos las gentes
sin fortuna que buscan con el estudio una manera de
vivir; y siendo el alma de estas gentes así por naturale-
za, como por situación social, de la extracción más baja,
no sacan del estudio sino un fruto mezquino, pues éste
no ilumina el espíritu que carece de luces, ni sirve tam-
poco para alumbrar a los ciegos; consiste su misión, no

119 Desde que aparecieron los doctos, desaparecieron los buenos.

ensayos completos | 199


en procurar la vista, sino en dirigirla y bien ordenarla,
siempre y cuando que ésta disponga de pies y piernas
sanas y bien derechas. La ciencia es un buen medica-
mento, pero no hay ningún remedio suficientemente
eficaz para librarla del vicio del vaso que la contiene.
Tal tiene la vista clara, que no la tiene derecha y por
consiguiente ve el bien, mas no le practica y ve la cien-
cia sin servirse de ella. El principio fundamental que
Platón establece en su República, consiste en distribuir
los cargos a los ciudadanos conforme a la naturaleza de
éstos. Esta sabia maestra todo lo puede y práctica. Los
cojos son inhábiles para los ejercicios corporales; los
del espíritu no convienen a las almas cojas; los enten-
dimientos contrahechos y vulgares son indignos de la
filosofía. Cuando reparamos en un hombre mal calza-
do, nada tiene de sorprendente que se nos ocurra pre-
guntar si es zapatero, y análogamente vemos un médico
mal medicinado, un teólogo poco reformado y un sabio
más incapaz que el mayor lego.
Aristo de Quío tenía razón al asegurar que los filó-
sofos dañaban a sus oyentes; tan es verdad este parecer,
que la mayor parte de las almas no se encuentran aptas
para sacar provecho de la filosofía; y si ésta no cae bien
en ellas, cae necesariamente mal: Asotos ex Aristippi,
acerbos ex Zenonis schola exire.120

120 De la escuela de Arispo salían disolutos y de la de Zenón


salían salvajes.

200 | montaigne
En la hermosa educación que recibían los persas,
según testimonia Jenofonte, vemos que enseñaban la
virtud a sus hijos como las demás naciones les enseñan
las letras. Dice Platón que el primogénito en la suce-
sión real era educado del siguiente modo: apenas nacía,
poníasele en manos, no de mujeres, sino de los eunu-
cos que por su virtud gozaban del favor de los reyes.
Encomendábase a éstos el cuidado de la hermosura y
sanidad del cuerpo y cuando llegaba el niño a los sie-
te años enseñábanle a montar a caballo y adiestrábanle
en el ejercicio de la caza. Cuando tenían catorce años
sometíanle al cuidado de cuatro preceptores: el más sa-
bio, el más justo, el más moderado y el más valiente de
la nación; enseñábale el primero la religión, el segundo
a ser veraz, el tercero a dominar sus pasiones, y el últi-
mo a no temer.
Es cosa digna de notarse que en la excelente y ad-
mirable legislación de Licurgo, tan perfecta y previsora,
tan cuidadosa de la educación material de la infancia
que ponía en primer término desde el hogar mismo, no
se haga siquiera mención de la doctrina, siendo Atenas
la patria de la musas, como si aquella generosa juventud
desdeñara todo otro yugo que no fuera la virtud; pro-
veíasela, en lugar de pedagogos que enseñaran la cien-
cia, de maestros que le inculcaban el valor, la prudencia
y la justicia, ejemplo que Platón siguió en sus leyes. La
disciplina consistía en proponerles cuestiones para que
juzgasen de los hombres y de sus actos, y si elogiaban o

ensayos completos | 201


censuraban a tal personaje o tal suceso, precisaba fun-
damentar el juicio en buenas razones; de este modo, al
par que afinaban el entendimiento, se instruían en el
derecho. Astiages en Jenofonte, pide razón a Ciro de su
última lección: «En nuestra escuela, responde, un mu-
chacho que tenía la túnica pequeña se la dio a uno de
sus compañeros, de menos estatura, y tomó a cambio
la de éste, que le estaba grande. Habiéndome nuestro
preceptor hecho juez del caso, opiné que lo más per-
tinente era dejar las cosas en tal estado y que los dos
habían salido ganando con el cambio; a lo cual me re-
puso que yo había juzgado torcidamente, por haberme
fijado sólo en las ventajas mutuas, siendo preciso tener
en cuenta la justicia, que pide que a nadie se fuerce en
las cosas de su pertenencia»; y dice Astiages que Ciro
fue azotado ni más ni menos que lo somos nosotros en
nuestras aldeas, cuando olvidamos e primer paradigma
de las conjugaciones griegas. Mi maestro me dirigiría
una hermosa arenga, in genere demonstrativo antes de
persuadirme que su disciplina valía tanto como aquélla.
Tomaron por el atajo, y puesto que es lo cierto que las
ciencias rectamente interpretadas no pueden sino en-
señarnos la prudencia, la probidad y la resolución, qui-
sieron aquellos hábiles maestros poner a sus discípulos
en contacto con la práctica de la vida e instruirlos no
de oídas, sino por el ensayo de la acción, formándolos
y modelándolos diestramente no sólo con preceptos
y palabras, sino principalmente con ejemplos y obras,

202 | montaigne
a fin de que la enseñanza penetrase no solamente en
el alma, sino también en la complexión y costumbres;
que no fuera únicamente adquisición, sino posesión
natural. Preguntando a este propósito Agesilao, sobre
lo que a su entender debían aprender los niños, res-
pondió «que lo que debían hacer cuando fueran hom-
bres». No es, pues, maravilla que semejante educación
produjera tan admirables efectos.
En distintas ciudades de Grecia buscábanse retó-
ricos, pintores y músicos; sólo en Lacedemonia legis-
ladores, magistrados y jefes de ejército; aprendíase en
Atenas a bien decir, y allí a bien obrar; en Atenas a re-
batir un argumento sofístico y a rechazar la impostura
de las palabras capciosamente entrelazadas; en Lacede-
monia, a librarse de los atractivos de la voluptuosidad
y a rechazar con valor las amenazas del infortunio y de
la muerte. Unos tenían por misión las palabras, y otros
las cosas; unos ejercitaban a la juventud en el continuo
manejo de la lengua, y otros en el ejercicio sin descanso
del espíritu. En tal grado de estimación tenían los frutos
de la enseñanza de la juventud, que cuando Antipáter
les pidió en rehenes cincuenta muchachos, hicieron lo
contrario de lo que nosotros hubiéramos hecho, es de-
cir, que prefirieron entregar doble número de hombres
ya formados. Cuando Agesilao invita a Jenofonte a que
eduque sus hijos en Esparta, no es para que aprendan
la gramática ni la dialéctica, sino para que se adoctrinen

ensayos completos | 203


en la mejor de todas las ciencias: en la ciencia del man-
do y de la obediencia.
Agrada ver cómo Sócrates se burla de Hipias cuan-
do éste le refiere que hasta en las aldeas más pequeñas
de Sicilia ha ganado buena cantidad de dinero como
profesor, y que en cambio en Esparta no ganó ni un
sólo maravedí; por tal razón, trataba de idiotas a los de
esta república, que no sabían medir ni contar, ni cono-
cían la gramática ni la prosodia, preocupándose sólo de
estar bien informados de la cronología de sus sobera-
nos, establecimiento y decadencia de sus Estados y de
otro montón de frivolidades análogas; al cabo de la re-
lación Sócrates hacía comprender a Hipias, hasta en sus
menores detalles, la excelencia del gobierno de los es-
partanos, la virtud y dicha de su vida privada, dejándole
adivinar, en conclusión, la inutilidad de sus enseñanzas.
La experiencia nos enseña que, según la viril legis-
lación espartana y otras semejantes, el estudio de las
ciencias debilita y afemina el valor, más que lo endurece
y fortifica. El Estado más fuerte que actualmente existe
en el mundo es Turquía, pueblo que estima las armas
tanto como menosprecia las letras. Roma fue más va-
liente cuando bárbara que cuando sabia. Las naciones
más belicosas de nuestros días son las más groseras e
ignorantes: los escitas, los partos y los súbditos de Ta-
merlán prueban bien este aserto. Cuando los godos
asolaron a Grecia, quien salvó todas las bibliotecas de
ser pasto de las llamas, fue uno de ellos que predicó la

204 | montaigne
conveniencia de dejar intactos estos edificios para apar-
tar así a sus enemigos del ejercicio de las armas y que
cayeran en ocupaciones ociosas y sedentarias. Nuestro
rey Carlos VIII se hizo dueño del reino de Nápoles y de
una parte extensa de la Toscana, apenas sin desenvainar
la espada. Los señores de su comitiva atribuyeron tan
inesperada facilidad a que la nobleza y príncipes ita-
lianos ocupábanse más en hacerse, ingeniosos y sabios
que vigorosos y guerreros.

ensayos completos | 205


Ensayos
completos
se terminó de editar en abril de 2016
en las oficinas de la Editorial
Universitaria, José Bonifacio Andrada
2679, Lomas de Guevara, 44657
Guadalajara, Jalisco

Olga Riebeling
Cuidado editorial

Sol Ortega Ruelas


Paola E. Vázquez Murillo
Diseño y diagramación

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