Ogden Cómo Hablo Con Mis Pacientes
Ogden Cómo Hablo Con Mis Pacientes
Ogden Cómo Hablo Con Mis Pacientes
Thomas H. Ogden*
Artículo gestionado y traducido por Adela Escardó**
Quizás las preguntas clínicas más importantes, y las más difíciles para mí como
psicoanalista en práctica, son aquellas que tienen que ver no tanto con lo que digo
a mis pacientes, sino con cómo hablo con mis pacientes. En otras palabras, mi foco
a través de los años se ha movido de lo que quiero decir a cómo quiero decirlo.
Está claro que ambos son inseparables, pero en este artículo coloco el énfasis en
lo segundo. Discutiré problemas y posibilidades generados por el reconocimiento
de que nunca podremos conocer la experiencia del paciente; la imposibilidad
de generalizar sobre cómo hablamos con los pacientes dado que corresponde
al analista reinventar el psicoanálisis con cada paciente; el abordaje del analista
al temor del paciente al cambio psíquico; el modo en que el “off-ness” o estar en
off del analista, sus malentendidos y declaraciones erróneas pueden fomentar
la expresión creativa de parte de ambos, paciente y analista; y los modos en los
que describir la experiencia, en lugar de explicarla, promueve mejor un discurso
impongo. Más bien, como casi todo lo relacionado con hablar con pacientes, con
cómo hablo con un paciente, en toda ocasión, depende de lo que esté ocurriendo
entre este paciente particular y yo en ese momento específico.
Cuando hablo con un paciente sobre lo que intuyo que está pasando emo-
cionalmente en la sesión, podría decir algo como: “Mientras estaba hablando (o
durante el silencio), este cuarto se sintió como un lugar muy vacío (o un lugar
tranquilo, o un lugar confuso, y así)”. Al frasear las cosas de esta manera dejo
abierta la pregunta de quién está sintiendo el vacío (u otros sentimientos). ¿Fue
el paciente o yo, o algo que los dos hemos creado juntos inconscientemente (el
“campo analítico” [Civitarese 2008, 2016; Ferro 2005, 2011] o el “tercero analítico”
[Ogden 1994])? Casi siempre, se trata de los tres —el paciente y yo como indivi-
duos separados, y nuestras co-creaciones inconscientes.
He descubierto que preguntar al paciente cosas como, “¿Por qué has estado
tan silencioso hoy?” o “¿Por qué decidiste saltarte la sesión de ayer?” invitan al
paciente a moverse hacia el nivel superficial de su experiencia, a pensar y hablar
conmigo en modos de pensar conscientes, lógicos, secuenciales, cronológicos, de
causa-efecto (de proceso secundario). Entonces, cuando me encuentro haciendo
preguntas al paciente que invitan al pensamiento de proceso secundario de par-
te del paciente o mío, hago una pausa para preguntarme, qué hay del aspecto
inconsciente de lo que está ocurriendo que me está atemorizando.
El sentimiento de certeza del analista suele estar atado a la idea de que
existe una “técnica analítica” adecuada derivada de ideas transmitidas de una
generación de analistas a la siguiente (que pueden codificarse como “escuelas”
particulares de pensamiento analítico). Por contraste, pienso en el “estilo analítico”
como una creación personal propia basada sueltamente en principios existentes
de práctica analítica, pero, de manera más importante, es un proceso vivo que
tiene sus orígenes en la personalidad y experiencia del analista (Ogden, 2007).
Es esencial que no incorporemos a nuestra práctica del análisis una visión hoy en
desuso, es decir, que el antagonismo del paciente al proceso analítico con frecuen-
cia representa un esfuerzo para matar el análisis o matar al analista. Tal punto de
vista anula la capacidad del analista para reflejar las dimensiones de la “oposición”
del paciente al trabajo analítico3 en la transferencia-contratransferencia. Schafer
(1980,1983a, 1983b) ha escrito extensamente sobre los peligros de tal práctica y
la necesidad de sostener una “actitud afirmativa” (1983a, p. 12), un abordaje que
implica una respuesta compasiva, comprensiva de las razones inconscientes del
paciente para luchar contra el cambio psíquico. En mi experiencia, la “renuencia”
Ms. Y y yo hablamos brevemente por teléfono cuando me llamó para sacar una
cita. Cuando abrí la puerta a la sala de espera, me sorprendió ver a una mujer que
adiviné estaba en sus tempranos veinte, pero también podría haber sido mucho
mayor o mucho menor. Vestía con los pertrechos de la era hippie. Llevaba un
vestido hasta el tobillo que parecía como si lo hubiera comprado en una tienda
de ropa de segunda mano. El vestido era suficientemente grande como para
ocultar casi todas las curvaturas de su cuerpo.
Después de presentarme como el Dr. Ogden, la paciente respondió no con
palabras, sino mirando fijamente hacia dentro de mis ojos del modo en que ima-
giné que lo haría una médium o psíquica en mal estado al encontrar los ojos de
un potencial cliente. Ms. Y se levantó lentamente de la silla de la sala de espera
manteniendo contacto visual conmigo. Le dije: “Por favor entre,” haciendo un
gesto hacia la puerta abierta al pasillo, pero por una ligerísima inclinación de su
cabeza, ella me indicaba que yo debía mostrarle el camino. Miré hacia atrás al oír
a la paciente cerrar la puerta a la sala de espera, pero cuando caminábamos por
el pasillo alfombrado, entre la sala de espera y el consultorio, no pude escuchar
sus pisadas detrás de mí. Una imagen del viaje de Orfeo y Eurídice de regreso del
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submundo pasó por mi mente a la vez que decidí no voltear a ver si me seguía.
Al entrar al consultorio, abrí la puerta y di un paso a un lado para permitir a Ms. Y
entrar a la habitación delante de mí. Miró hacia atrás para preguntarme sin pa-
labras donde debía sentarse, o quizá recostarse en el diván. Señalando el sillón
a través de la habitación, le dije: “Por favor tome asiento.”
Me sentí como si fuera un actor en una película en la que se me pedía
improvisar una escena de un doctor y una paciente sentados para empezar la
primera sesión analítica. Había una cualidad de otro mundo que esta paciente
parecía esforzarse mucho en sostener, pero yo me quedé con un sentimiento de
profunda tristeza por esta actriz que parecía condenada a desempeñar un papel
interminable en el mismo drama e intentar reclutar gente para desempeñar los
demás personajes de la obra. (Yo solo dije dos o tres frases breves y la paciente no
dijo nada en palabras durante la compleja escena que se estaba desarrollando).
Me senté en mi sillón que está ubicado detrás del diván y directamente frente
al sillón del paciente. Después de instalarme, miré a Ms. Y invitándola a empezar.
Entonces siguió un silencio lo suficientemente largo para que yo pudiera estudiar
su rostro. No llevaba maquillaje y aunque no había rastro de suciedad en su cara,
imaginé que no se había bañado por algún tiempo, como si fuera una gitana.
Aunque ella tenía rasgos faciales que yo hallé atractivos, me parecía absoluta-
mente desprovista de sexualidad masculina o femenina. En ese sentido, estaba
sin vida y, consecuentemente, un tanto enigmática.
Se tornó aparente, luego de que el silencio continuó por un tiempo, que Ms.
Y no estaba organizando sus pensamientos; estaba esperando que yo empezara.
No dejé que el silencio se convirtiera en una lucha de poder o en un hoyo psíqui-
co en el cual la paciente pudiera caerse. (Muy raramente dejo que un silencio al
empezar una primera sesión analítica sobrepase el medio minuto). Dije entonces,
“Siento como si nuestro encuentro hubiera empezado hace algún tiempo.”
“Por favor dígame qué quiere decir”, Ms. Y dijo de un modo que parecía dar
vuelta a la situación, haciendo de mí el paciente y de ella, la analista.
Dije, algo incómodo, “Siento como si hubiera conocido varias versiones de us-
ted: mientras hablábamos por teléfono, cuando nos conocimos en la sala de
espera, y mientras hemos estado sentados aquí en este cuarto”.
Ella preguntó, “¿Qué hay de sorprendente en eso?” Pero antes de que yo tuviera
oportunidad de responder, agregó, “Supongo que soy extraña”.
La miré extrañado.
“Supongo que trato de ser no convencional. No es el primero en encontrarme
rara”.
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“Rara no es una palabra que use frecuentemente. No encuentro que ser crítico
ayude mucho”.
Ella dijo, “Eso suena muy bien, pero…he perdido el rastro de lo que estábamos
conversando”. Su comentario sarcástico sobre la naturaleza estereotipada de mi
respuesta—“Eso suena muy bien”—me aguijoneó por su precisión.
“Estábamos hablando sobre cómo a veces pierde el rastro de sí misma”.
Dijo con lágrimas empozándose en sus ojos, “Supongo. Realmente no sé. No
llego a entender qué se supone que estoy haciendo aquí.”
“No hay algo que se deba hacer”. Mientras me escuchaba decir esto, sentí como
si no estuviera siendo un verdadero analista y estuviera una vez más desempe-
ñando el rol de un analista. No me sentía yo mismo, lo que era un sentimiento
muy perturbador. Me sentí genuinamente confundido sobre lo que estaba ha-
ciendo en este cuarto con esta paciente. Una vez que empecé a recuperar mi
rumbo, se me ocurrió que Ms. Y no solo no sabía por qué estaba sentada en este
cuarto conmigo, tampoco sabía quién era la mujer que desempeñaba el rol, o si
es que esa mujer era aún una niña vestida con un disfraz que más pertenecía a
la generación de su madre que a la suya.
Ms. Y dijo, “No soy buena en la escuela. Nunca lo he sido. Digo que estoy aburri-
da, pero no llego a entender lo que están haciendo ahí. Ahora estoy leyendo un
libro de fantasía. A usted no le gustaría. Mis padres lo detestan. Ellos tratan de
que yo lea sus libros, pero me aburren a morir. Alta literatura”.
Digo, “¿Y usted es baja literatura?”
“Supongo. Olvídelo. No vale la pena hablar sobre eso”.
“¿No lo es?”
“No, no lo soy”.
En toda esta parte del encuentro me daba cuenta de que no estaba haciendo
preguntas sobre quién era Ms. Y. Estaba describiendo lo que ella decía desde
una perspectiva que era sorprendente para ella y empezaba a capturar su ima-
ginación, por ejemplo, al replantear su declaración, “He perdido la pista de lo
que estábamos hablando”, a “Estamos hablando sobre como a veces se pierde
a sí misma”.
Me gustaba Ms. Y. Llegado a este punto en la sesión sentía que ella tenía al-
gunos de los adornos de una mujer, pero psíquicamente era una niña que jugaba
a disfrazarse. Su edad cronológica era intrascendente. Me parecía que no era en-
teramente “nadie”, “un alma perdida”; sentía que había un poquito de alguien ahí
oculto en el disfraz, y un poquito de alguien que no había devenido ella misma
de algún modo sustancial. Yo no podía conocer su experiencia, pero podía tener
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alguna sensación de mi experiencia de estar con ella. Parte de lo que tenía que
trabajar conscientemente con ella era un conjunto de sentimientos de tristeza,
así como una incomodidad con la sensación de que yo estuviera desempeñando
un rol en su teatro encarcelador, un teatro en el que sobrevivía en lugar de vivir.
Al filo de darme cuenta de manera consciente estaba mi curiosidad sobre el sen-
timiento de que yo era Orfeo conduciendo a Eurídice, tratando de no mirar atrás.
La paciente me sacó de un estado de medio sueño diurno cuando dijo “No
sé por qué estoy aquí.”
Dije, “¿Cómo pudo?”. No respondí con frases tales como “Algo debe haberle
causado que se tome la molestia de venir a verme” o hasta “Creo que está aquí
porque siente que necesita ayuda con algo”. No quería empujarla a que saliera
con razones o explicaciones conscientes de su conducta, que solo la hubieran
distraído de la dimensión inconsciente de lo que estaba pasando.
Hubo un largo silencio. Desvié mi mirada, pues pensé que eso le permitiría
a Ms. Y la oportunidad ya fuera para estudiar mi cara o para desviar su mirada,
si así lo decidía. Podía ver en la periferia de mi visión que me estaba mirando
de un modo que denotaba una sensación de que no sabía qué hacer de mí. Me
parecía como un animal salvaje, un carroñero sin hogar. El pensamiento atravesó
mi mente, “Si es una vagabunda, ¿qué voy a hacer con ella?”
“¿Me tiene miedo?” preguntó.
Dije, “No, no tengo.”
“Qué dulce”, respondió.
que usan los chicos de colegio. Para decirle la verdad, pensé que eso era raro,
pero me gustó. Y es viejo. Eso es siempre un poquito aterrador para mí. Disculpe
si lo he insultado”.
“¿Por qué no habría de echarme una mirada, así como a las cosas en mi oficina
que podrían decirle algo de mí ya que se está dando una oportunidad?”
Ella dijo, “Me ha estado mirando, tratando de descifrarme”.
“Más bien diría que estoy intentando conocerla”.
Ella dijo, “Ya me conoce, ¿no es cierto?”
“Así que soy un lector de mentes”, le dije.
“He conocido a lectores de mentes. Realmente”.
Dije, “No lo dudo. Sé que no está aquí para que le lea la mente, pero puede que
esté aquí para aprender cómo leer su mente”.
“Esa es buena. ¿Eso le enseñan en la escuela de loqueros?”
No le respondí porque no quería vincularme de ese modo con ella, pues sentí
que solo nos distraería de tener una mejor forma de relación. También, acepté con
ella que mi comentario sonó enlatado. Me pregunté por qué estaba hablando de
ese modo tan artificial con ella, un modo que no sonaba como yo.
Luego de una pausa de medio minuto, dijo, “Perdón. Estoy en ello nueva-
mente, ¿no es cierto?”
“Podría ser”.
“Mi mamá puede leer mentes”.
“De verdad.”.
“No exactamente. Ella está en mi cabeza todo el tiempo diciéndome lo que está
mal de lo que hago. No exactamente diciéndome. Gritando. No la puedo sacar
de mi cabeza”.
Referencias bibliográficas
Civitarese, G. (2008). The intimate room: Theory and Technique of the Analytic Field.
London: Routledge.
. (2016). Truth and the Unconscious in Psychoanalysis. London: Routledge.
Ferro, A. (2005). Seeds of Illness, Seeds of Recovery: The Genesis of Suffering and the Role of
Psychoanalysis. London: Routledge.
. (2011). Avoiding Emotions, Living Emotions. London: Routledge.
James, W. (1890). The Principles of Psychology. (Vol. 1, pp. 224-290). New York: Dover
Publications.
Jarrell, R. ( 1955). To the Laodiceans. In Poetry and the Age. (pp. 34-62) New York: Vintage.
Ogden, T. (1994). The Analytic Third-Working with Intersubjective Clinical Facts. Int. J.
Psychoanal. 75, 3-19.
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Resumen
En este trabajo el autor intenta describir e ilustrar cómo habla con sus pacientes. Evita
el uso de un lenguaje que invite al paciente a entrar en un pensamiento consciente, de
proceso secundario, cuando lo que se requiere son dimensiones inconscientes del pen-
sar. Valora los malentendidos porque tienden a invitar a la conjetura, a la posibilidad, a
un sentido de humildad, de cara a la condición humana desconocida e incognoscible. El
autor encuentra que la certeza de parte del analista socava el proceso analítico y el po-
tencial del paciente para el crecimiento psíquico. Discute los modos en los que descri-
bir, como opuesto a explicar, en la conversación analítica, facilitan el proceso analítico.
Ofrece un ejemplo clínico donde el autor discute sus propios procesos de pensamiento
mientras habla con uno de sus pacientes.
Palabras claves: interpretar, describir, explicar, cuestionar, malentendidos
Abstract
In this paper the author attempts to describe and illustrate how he talks with his
patients. He avoids use of language that invites the patient to engage predominantly
in conscious, secondary process thinking, when unconscious dimensions of thinking
are what are called for. He values misunderstandings because they tend to invite
conjecture, possibility, a sense of humility, in the face of the unknown and unknowable
human condition. The author finds that certainty on the part of the analyst undermines
the analytic process and patient’s potential for psychic growth. The author discusses the
ways describing, as opposed to explaining, in the analytic conversation, better facilitates
the analytic process. A clinical example is provided in which the author discusses his
own thought processes as he talks with one of his patients.
Keywords: interpreting, describing, explaining, questioning, misunderstanding
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